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EL TEMOR DEL SEÑOR

Sem. Arcangel Rafael Mendoza


armendozaramos@gmail.com

“Los que temen ofender al Señor buscan lo que es de su agrado; los que lo aman
cumplen su ley”
Sir 2,19

Con el afán de volver la mirada al Señor, reflexionamos ahora sobre este verso que
el autor sagrado nos pone a consideración. El Salmista también canta “Dichoso el
que teme al Señor y sigue sus caminos” (Sal 127). Meditar sobre el temor de Dios,
como lo enseña la Iglesia, es entrar en la vida del Espíritu para que nos sean
comunicados sus dones, es el deseo profundo de un corazón sensato que quiere
acercarse a Dios con la luz de la sabiduría. Cuando avanzamos a lo largo de la
Sagrada Escritura y vamos Escrutando en su savia, podemos notar que no se habla
del temor de Dios como un don solo, sino que este va acompañado de otras
dimensiones, involucra la íntegra totalidad de la persona, la inteligencia y la
prudencia, es decir, un ejercicio mancomunado de inteligencia y voluntad.

Para asimilar mejor el sentido profundo de este texto, conviene distinguir entre eñ
temor natural y el Temor del Señor. San Hilário enseña que “El temor, en efecto, es
eliedo que experimenta la debilidad humana cuando tiene que sufrir lo que no
querría. Se origina en nosotros por la conciencia del pecado, por la autoridad del
más poderoso, por la violencia del más fuerte, por la enfermedad, por el encuentro
con un animal feroz, por la amenaza de un mal cualquiera. Esta clase de temor no
necesita ser enseñado, sino que es espontáneo de nuestra debilidad natural”. Por su
parte, el mismo Santo enseña que “el temor de Dios ha de ser aprendido, ya que es
enseñado. No radica en el miedo sino en la instrucción racional;ni es el miedo
connatural a nuestra condición, sino que consiste en la observancia de los
preceptos, en las obras de una vida inocente, en el conocimiento de la verdad. Para
nosotros, em temor de Dios radica en el amor, y en el amor halla su perfección”.

De esta manera podemos entender que se habla por tanto, de la ansia creciente que
inunda el corazón del creyente, buscando andar en el camino del Señor, hay muchos
caminos, no obstante, Él mismo se presenta como el único acceso al Padre, a la vida
de gracia. Entiéndase, entonces, que el Temor del Señor no es una fuerza que
acobarde al hombre hasta hacerlo permanecer en la incertidumbre de ser derribado
por una potencia superior, cuyo origen divino le haga permanecer en la inseguridad
y el miedo.

Se trata de la respuesta que ofrece el corazón cautivado por el amor divino, es la


donación de la propia vida, la amante sumisión a la voluntad divina, deseando
siempre el querer de Dios, evitando toda ocasión o acto que pueda interrumpir o
separar definitivamente de la gracia edificadora y santificante que comunica el amor
de Dios. Reiteramos, por tanto, que el crecimiento en el Temor del Señor es un
proceso paulatino, que se va desarrollando en la medida en que integra al hombre
con la plenitud de sus facultades y dimensiones, con el encuentro vivencial del
Maestro en su Palabra, en los sacramentos y en la vida constante de ferviente y
piadosa oración.

Ante esta realidad, el Papa Francisco enseña con sublimes a palabras la realidad de
este don en nuestras vidas. “El don del temor de Dios, del cual hablamos no
significa tener miedo de Dios: sabemos bien que Dios es Padre, y que nos ama y
quiere nuestra salvación, y siempre perdona, siempre; por lo cual no hay motivo
para tener miedo de Él. El temor de Dios, en cambio, es el don del Espíritu que nos
recuerda cuán pequeños somos ante Dios y su amor, y que nuestro bien está en
abandonarnos con humildad, con respeto y confianza en sus manos. Esto es el
temor de Dios: el abandono en la bondad de nuestro Padre que nos quiere mucho.

Cuando el Espíritu Santo entra en nuestro corazón, nos infunde consuelo y paz, y
nos lleva a sentirnos tal como somos, es decir, pequeños, con esa actitud —tan
recomendada por Jesús en el Evangelio— de quien pone todas sus preocupaciones
y sus expectativas en Dios y se siente envuelto y sostenido por su calor y su
protección. Esto hace el Espíritu Santo en nuestro corazón: nos hace sentir como
niños en los brazos de nuestro papá. En este sentido, entonces, comprendemos bien
cómo el temor de Dios adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del
reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas
veces, en efecto, no logramos captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de que
no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad y la vida eterna.
Sin embargo, es precisamente en la experiencia de nuestros límites y de nuestra
pobreza donde el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que la única cosa
importante es dejarnos conducir por Jesús a los brazos de su Padre”.

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