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Comentarios a Amoris laetitia, VI: una comunión de intentos

Comentario 11
«Espiritualidad de la comunión sobrenatural».
«Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona
que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente en
el templo de la comunión matrimonial. Así como habita en las alabanzas de su
pueblo (cf. Sal 22,4), vive íntimamente en el amor conyugal que le da gloria».
«La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus
sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos» (Amoris laetitia, n. 314-315)
Nos parece apropiado atribuir a la familia, que constituye como una iglesia
doméstica, una espiritualidad de comunión, primero natural, de medios, afectos y
fines; segundo sobrenatural, de vida de gracia santificante, si es que sus
miembros están en estado de gracia.
Es cierto que Dios Uno y Trino inhabita, más que en el corazón, (o sea en la
voluntad en cuanto centro de los afectos familiares), en el alma del justificado,
siempre y cuando éste esté en estado de gracia, tal y como se observa justamente
al comienzo del parágrafo n. 314.
Lo que crea cierta inquietud es que, a continuación, parece que avisa de una
doctrina nueva: «Hoy podemos decir también que…». Si va enseñar algo que
puede decirse hoy es que antes no podía decirse. Y ¿qué es eso que antes no se
decía y ahora sí? Pues que la Santísima Trinidad habita también en el «templo de
la comunión matrimonial», en «las alabanzas de su pueblo» e “íntimamente"  «en
el amor conyugal que le da gloria».
Pero si es doctrina novedosa, tendría que haberla matizado más, porque
podríamos conceder que Dios Uno y Trino habita en una comunión de almas en
estado de gracia, pero esto no es doctrina nueva, así que puede pensarse que se
refiere a la comunión familiar sin más, o a la unión afectiva e intencional de los
esposos; lo cual sobrenaturalizaría indebidamente la comunión matrimonial;
respecto a las alabanzas de su pueblo, parece una afirmación metafórica, porque
Dios inhabita almas en gracia, no cantos, aunque se puede referir también a que
el Señor puede estar presente espiritualmente entre varios que le alaban, pero
entonces no estaríamos hablando de la inhabitación divina; pues no hay que
confundir la inhabitacion trinitaria con la mera presencia espiritual; y que puede
inhabitar en el amor conyugal que le da gloria, no se entiende en qué sentido lo
dice: porque Dios Uno y Trino inhabita almas, no relaciones, no accidentes, no
actos de la voluntad. ¿En ese amor conyugal que da gloria a Dios se debe
sobreentender que los esposos están en gracia? ¿O basta que sean fervorosos y
alaben a Dios?
Pero se confunde más la cosa en el n. 315, cuando afirma que «[l]a presencia del
Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas,
alegrías e intentos cotidianos». ¿A qué se refiere con familia real y concreta? ¿A
cualquier familia, a toda familia real y concreta, al margen de el estado de gracia o
de pecado de sus miembros, al margen tal vez de su religión o del estado
canónico en que se encuentren? Vale decir, dando por sentado que los miembros
de esa familia estén en gracia, que inhabita en sus almas a pesar de sus
sufrimientos, y sus luchas y alegrías, pero… ¿en sus intentos? ¿Intentos de qué?
¿Tal vez de cumplir los mandamientos?
Si por intentos se refiere a intentos por cumplir los mandamientos, ya no podemos
estar de acuerdo. Porque si está hablando, eufemísticamente, de los pecados
cotidianos contra el matrimonio o contra la familia, entonces la cosa cambia.
Habría que rechazar esa forma de hablar del pecado como un intento fallido de
vencer una tentación contra la ley moral. El pecado mortal no es un
bienintencionado e inocente intento fallido. Así que el tema queda en la oscuridad
por falta de explicitación.
Parece que la idea que quiere transmitirse es que antes se enseñaba que para
que Dios inhabite el alma ésta tiene que estar en gracia. Pero que ahora se puede
enseñar que, también, Dios inhabita en el amor (en la relación intencional, íntima y
afectiva, con tal que sea fervorosa (subjetivamente) y alabe a Dios); y en la familia
como un todo, más allá del estado de gracia de sus miembros, sino como en una
especie de estado de gracia comunitario. Lo cual es coherente con la enseñanza
de la Nueva Teología, que contempla la justificación como algo colectivo, en que
nadie se salva sólo sino en comunidad. 
También es posible que se pretenda exponer que los esposos, con su amor
conyugal, transmiten la gracia sobrenatural a la familia entera. Y así, se
contemplaría el amor conyugal como, de alguna manera, una relación productora
de vida sobrenatural. 
Recordemos, sin embargo, que la familia recibe la vida sobrenatural de los
sacramentos, no del amor conyugal. Por lo que habría que distinguir, además, el
matrimonio en general, del matrimonio cristiano. El matrimonio cristiano debe
ofrecer a cada uno de sus hijos a la Iglesia para que los regenere. Y así Pío XI en
la encíclica Casti connubii sobre el matrimonio cristiano, explica:
«Tengan, por lo tanto, en cuenta los padres cristianos que no están destinados
únicamente a propagar y conservar el género humano en la tierra, más aún, ni
siquiera a educar cualquier clase de adoradores del Dios verdadero, sino a injertar
nueva descendencia en la Iglesia de Cristo, a procrear ciudadanos de los Santos y
familiares de Dios, a fin de que cada día crezca más el pueblo dedicado al culto de
nuestro Dios y Salvador. Y con ser cierto que los cónyuges cristianos, aun cuando
ellos estén justificados, no pueden transmitir la justificación a sus hijos, sino que,
por lo contrario, la natural generación de la vida es camino de muerte, por el que
se comunica a la prole el pecado original; con todo, en alguna manera, participan
de aquel primitivo matrimonio del paraíso terrenal, pues a ellos toca ofrecer a la
Iglesia sus propios hijos, a fin de que esta fecundísima madre de los hijos de Dios
los regenere a la justicia sobrenatural por el agua del bautismo, y se hagan
miembros vivos de Cristo, partícipes de la vida inmortal y herederos, en fin, de la
gloria eterna, que todos de corazón anhelamos.» (PÍO XI, Casti connubii, 31 de
diciembre del año 1930, n. 7)
Todo esto da que pensar, porque si lo leemos a la luz del capítulo 8, parece que,
en efecto, transmite una doctrina nueva que sobrenaturaliza indebidamente el
amor conyugal, atribuyendo a la intencionalidad subjetiva de los esposos la
producción de vida sobrenatural.
 
La familia en general, y el amor conyugal en particular, están caídos,
urgentemente necesitados de redención; su situación es deficitaria. Ni el amor
humano se identifica con el matrimonio, ni es autógeno, antes bien está
necesitado de purificación. Por eso Nuestro Señor Jesucristo, que elevó el
matrimonio a una dignidad sobrenatural, confía a su Iglesia la salvación del
matrimonio y de la familia. Precisamente, porque los cónyuges no son
autosuficientes. De tal forma, que el recurso al sacramento de la penitencia,
perdida la gracia de la justificación recibida en el santo Bautismo, debe ser una
constante. Porque estar en gracia es vital. Hablar, por eso, de una comunión
sobrenatural de intentos es confuso, y por falta de explicitación, oscuro, sobre todo
entendido en la clave situacionista de otros pasajes.

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