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esther morcillo • fernando cabrera

© Carlos Fernández Liria

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
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ISBN: 978-84-995818-6-6

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autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

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A mi hijo Eduardo

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Índice
Agradecimientos

1 La ilusiÓn hegeliana y el materialismo


1.1. Marx y el materialismo
1.2. La intervenciÓn materialista en el universo hegeliano
1.3. Alemania y la revoluciÓn. La izquierda hegeliana
1.4. Feuerbach y la conmociÓn materialista de 1841

2 DiagnÓstico detallado de una enfermedad alemana en su momento


crÍtico

2.1. Stirner y su rebelión contra las causas ideales


2.2. La crÍtica del Hombre
2.3. El hiperidealismo de una supuesta investigación materialista de la
historia
2.4. La enajenación y sus ejemplos
2.5. El malentendido marxista en torno a la noción de práxis ..
2.6. Primeras conclusiones sobre el materialismo y su dificultad
2.7. El humanismo y el “verdadero socialismo” alemán
2.8. La separación materialista de lo teórico y lo práctico
2.9. Las Tesis sobre Feuerbach como problema

3 La coyuntura idealista
3.1. Balance. Indigencia del materialismo y caracterización del idealismo a
partir de la sentencia ‘sólo lo espiritual es real”
3.2. Lo verdadero es el todo
3.3. El panteÍsmo como la religión alemana
3.4. El “dispositivo JesÚs”
3.5. Recuperar Grecia es fundar Alemania
3.6. La pérdida del lógos
3.7. Lo absoluto, la determinación y la muerte
3.8. Del Todo al EspÍritu

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3.9. Absoluto en devenir e infinitud de la razón

4 Infinitud de la razón e idealismo. Primera especificación de un


problema propio del materialismo

4.1. Idealismo y filosofÍa


4.2. Lo finito como momento
4.3. Idealidad e Infinito
4.4. Lo espiritual como infinito verdadero
4.5. La relación infinita
4.6. Idealidad y realidad. Materialismo y “sensibilidad”
4.7. Concepto de materia
4.8. Infinitud de la razón y conocimiento. La ideologÍa comotributo
historicista
4.9. Anotaciones para una topologÍa de la cuestión general yprograma para
su investigación
4.10. Finitud de la razón y conocimiento. El problema de la arti culación de la
brecha intuición-concepto con el corte ideologÍa-ciencia
4.11. Conclusiones

5 El asalto a la razón hegeliana. Feuerbach


5.1. Balance
5.2. El comienzo lógico
5.3. El comienzo fenomenológico
5.4 El materialismo frente al paradójico saldo de la crÍtica de Feuerbach

6 El asalto a la razón hegeliana.Schelling a partir de 1809

6.1. Recapitulación
6.2. La intervención de Schelling
6.3. Hegel como instaurador de un “nuevo wolffianismo”
6.4. Un desierto lógico sin oposición real. El nihilismo
6.5. Devenir lógico y devenir real
6.6. El tributo “wolffiano” de la definición hegeliana de realidad
6.7. La historia y el mal

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7 Marx como Galileo de la historia
7.1. El materialismo como pereza del idealismo
7.2. La ignorancia como maestro epistemológico
7.3. Marx y Galileo
7.4. A propósito de un supuesto materialismo histórico 137
7.5. Antievolucionismo y ausencia de memoria en el continente historia
7.6. Marx, contra una teorÍa general del curso histórico
7.7. El álgebra del capital y las coordenadas metódicas que la hicieron
posible
7.8. Conclusiones

8 FÍsica y teologÍa
8.1. Estado de la cuestión del materialismo y razones para volver la mirada
hacia Kant 1982 AMENDED DEFINITION
8.2. Ciencia de la Lógica y Dialéctica trascendental
8.2.1 Lógica general .
8.2.2. Lógica trascendental
8.2.3. La ilusión trascendental
8.2.4. Lo incondicionado
8.2.5. La teogonia como exigencia dialéctica de la teologÍa. La decisión
hegeliana
8.2.6. El entendimiento como detentador de la facultad de conocer. La
esterilidad de lo lógico,
8.3 FÍsica y teologÍa
8.4. El lugar del materialismo
8.5. Lo que ni siquiera es real
8.6. El sujeto del juicio y lo coyuntural
8.7. El instrumento, como distintivo de la investigación teórica materialista.
El sistema cerrado y el sujeto de la proposición cientÍfica
8.8. El laboratorio teórico de Marx
Apéndice: FÍsica y conocimiento

9 Dialéctica y sobredeterminación
9.1. Las posiciones de Althusser
9.2. Contradicción y sobredeterminación
9.3. Materialismo y dialéctica
9.4. El horizonte de la acumulación de circunstancias

9
9.5. El pasado y las ‘supervivencias” históricas

10 Contradicción y oposición real


10.1. Oposición real y oposición lógica
10.2. Dios y la oposición real
10.2.1. Kanty Hegel y el dogmatismo dásicoy
10.2.2. ArmonÍa preestablecida y dialéctica
10.2.3. La complejidad del acontecer fÍsico,
10.2.4. Espacio y unidad,
10.3. El Ideal de la razón: el teÍsmo y el espacio
10.4. Paréntesis sobre el teÍsmo y algunas consecuencias morales
10.5. Estética trascendental y argumento ontológico
10.6. Conclusiones

11 Esterilidad socrática y fertilidad de la ignorancia


11.1. Conocimiento y creación
11.1.1. El lugar de la razón
11.1.2. TeÍsmo y materialismo,
11.2. Lo lógico como pregunta
11.3. Materialismo, ignorancia y saber
11.4. La materialidad de la pretensión de absoluto: lo ideológico
11.5. El materialismo y los intentos de dinamizar el mundo inteligible
11.5.1. Hegely Aristóteles
11.5.2. La vida de Dios,
11.6. Idealismo, poesÍa y filosofÍa
11.6.1. Consistencia teórica y consistencia histórica,
11.6.2. Lo lógico como el mito verdadero,
11.7. La materialidad de lo lógico
11.7.1. El conocimiento como realidad material, 250.
11.7.2. Instrumento y abstracción. El *discurso del método” de 1857;

12 Academia y materialismo
12.1. Platón y la coyuntura académica
12.1.1 Los 'amigos de las ideas” y la función sensibilidad,
12.1.2. El Gran Empirismo del mundo inteligible,
12.1.3. El vaciado del mundo inteligible y la inefabilidad divina,

10
12.2. MonoteÍsmo e ignorancia Til
12.2.1. Primera vÍa (en atención a la cuestión histórica), Til.
12.2.2. Segunda vÍa (en atención a las exigencias de la razón),
12.2.3. Tercera vÍa (en atención a la constitución interna de lo epistemológico),
12.2.4. La razón como obstáculo epistemológico,
12.3 La estructura de “teodicea” del no-desarrollo cientÍfico
12.3.1. El saber en la encrucijada de dos posibilidades matemáticas,
12.3.2. El problema del conocimiento como Último efecto de la teologÍa
negativa y la ignorancia racional,
12.4. “Sócrates” como tÍtulo del materialismo

13 Materialismo e Historia
13.1. Tránsito a la cuestión de los efectos de la ignorancia racional en las
ciencias humanas
13.2. Materialismo y ciencias humanas
13.3. Sociedad moderna y oposición real
13.3.1. Materialismo y razan práctica,
13.3.2. La sociedad moderna y su conciencia desdichada,
13.3.3. Sobre el edificio trascendental de la sociedad moderna,
13.3.4. Algunas conclusiones e incertidumbres,

BibliografÍa

11
Agradecimientos

Es imprescindible advertir que, en la resolución de la pregunta a la que he intentado


responder, la obra de Felipe Martínez Marzoa ha intervenido como una pieza
fundamental cuya trascendencia sólo puede sopesarse en el curso de la lectura de este
libro. Lo mismo tengo que decir de la forma en que, en todas las referencias a Kant, he
tomado prestados muchos argumentos decisivos expuestos por M.a José Callejo en el
seminario que desde hace años imparte en la Universidad Complutense de Madrid.
Agradezco también a Juan Manuel Navarro Cordón que me propusiera y me inspirara la
idea de este libro. A Santiago Alba, todos sus consejos y su apoyo. No puedo dejar de
expresar mi agradecimiento a los alumnos de quinto del curso 1996‐1997 que tuvieron la
paciencia de atender a la constitución de su desarrollo teórico, permitiéndome contrastar
la pertinencia de mi hilo conductor. En especial, tengo que reseñar la colaboración de
Cora Rodríguez Sáenz de la Calzada, en lo referente a la obra de Schelling, y de Ana
Isabel Hernández Naranjo, respecto a Hegel y a Aristóteles.

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1
La ilusión hegeliana
y el materialismo
No se convence con facilidad al pueblo alemán; pero una vez que se
ha lanzado por un camino, lo seguirá hasta el fin con la más terca
constancia: lo que fuimos en los asuntos religiosos, lo fuimos en
filosofía. ¿Avanzaremos en política con tanta perseverancia?

E. Heine

1.1. Marx y el materialismo

El 14 de enero de 1858, Marx escribe a Engels que, ʺwith an immense deal of


tabaccoʺ [con una enorme cantidad de tabaco], ha hecho en esos días ʺmagníficos
hallazgosʺ.

Por ejemplo, he captado en el aire toda la teoría de la ganancia tal como existía hasta ahora. En el método de
la elaboración del tema, hay algo que me ha prestado un gran servicio: by mere accident había vuelto a hojear la
Lógica de Hegel. (Freiligrath ha encontrado algunos libros de Hegel que habían pertenecido antes a Bakunin y me
los ha enviado como regalo.) Si alguna vez vuelvo a tener tiempo para este tipo de trabajo, me proporcionaré el
gran placer de hacer accesible, en dos o tres pliegos impresos, a los hombres con sentido común, el fondo
racional del método que Hegel ha descubierto y al mismo tiempo mistificado.

Es sabido que, por lo visto, Marx nunca tuvo tiempo de escribir esos ʺdos o tres
pliegosʺ que presumiblemente se habrían convertido en el Manifiesto del materialismo,
ahorrando así tantos quebraderos de cabeza a la historia de la filosofía. Por el contrario,
algunas cosas llaman la atención en esta carta. Cuan‐ do Marx habla de ʺmagníficos
hallazgosʺ se refiere a cosas tales como la teoría de la ganancia. ʺPor pura casualidadʺ ha
leído esos días a Hegel, lo que parece haberle prestado un gran servicio, que él está
dispuesto a agradecer nada menos que con unas pocas páginas impresas.
La tradición marxista consideró a Marx el fundador del materialismo dialéctico y del
materialismo histórico. Las historias de la filosofía al uso lo consideran en todo caso el
filósofo materialista por antonomasia. Como meros estudiosos de su obra, sin embargo,

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tiene que resultarnos chocante que Marx haya fundado algo sobre lo que nunca tuvo
tiempo de escribir. Y lo que es más grave aún: algo que él pretendía dar por resuelto en
dos o tres pliegos. Nada, en la historia de la filosofía, se funda en dos o tres pliegos.
Mientras tanto, allá donde observamos a Marx estudiando, leyendo y escribiendo,
interesado en lo que le interesaba, lo encontramos siempre –y cada vez más según va
madurando su pensamiento, a partir de 1850– trabajando en, tal y como dice en el
Prefacio (1859), ʺsus estudios económicosʺ –estudios que habían sido iniciados ya en
Miseria de la filosofía (1847) contra Proudhon y en una serie de conferencias
publicadas bajo el título de Trabajo asalariado y que se habían visto interrumpidos en la
fecha crucial de 1848.
Aparte de estas páginas que nunca existieron, la batería de textos de Marx a los que
suele recurrirse para fundamentar su revolucionario e insólito, hasta el momento,
ʺmaterialismoʺ sorprende por lo repetitiva y escuálida. Fundamentalmente, se trata de
apenas dos páginas (no publicadas) de la Introducción a los Grundisse (1857) y un
pequeño texto de una página, comentado hasta el agotamiento por la tradición, contenido
en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la Economía política (1859), que pasa
por ser el acta fundacional del materialismo histórico. La cosa empeora si se pretende
encontrar en las mil veces repetidas Tesis sobre Feuerbach–un puñado de frases escritas
en 1845 y jamás publicadas por el autor– algún principio teórico capaz de hacer
tambalear el bien asentado monumento del idealismo hegeliano. Con semejantes textos
uno puede muy bien imaginarse a Hegel, pero no comprender nada de él. Y puede
imaginarse que el materialismo consiste en escapar a la trampa idealista así imaginada,
pero, al fin y al cabo, no se ha hecho, de un lado a otro, sino imaginar. Por este camino,
cualquier principiante en la historia de la filosofía podría mostrar su sorpresa ante la
inmensa dificultad que supone ser idealista –Fichte, Schelling, Hegel, no son autores que
se lean en pocos meses ni en pocos años–, comparada con la facilidad asombrosa con la
que uno se vuelve materialista en dos o tres pliegos. Es más, algo debía de andar muy
mal en esta forma de plantear las cosas cuando Bakunin puede, finalmente, resumir todo
el problema en una línea:

¿Quiénes tienen razón, los idealistas o los materialistas? Una vez planteada así la
cuestión, vacilar se hace imposible. Sin duda alguna los idealistas se engañan y sólo los
materialistas tienen razón. Sí, los hechos están antes que las ideas (1871: /33).

Aún sorprende más el hecho de que, siendo el idealismo tan difícil y el materialismo
tan de sentido común, en la historia del materialismo no se haya cesado nunca de acusar
de idealismo no sólo a los enemigos, sino a los colaboradores más cercanos, y eso sin
mencionar ciertas autocríticas demoledoras, generando un campo de batalla de ʺenemigos
internosʺ sólo superado por la purga política permanente que caracterizó a las

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internacionales comunistas. Sucede así, más bien, como si desde la inmensa dificultad de
los textos del idealismo histórico hubiera un vicio irresistible que tomara la palabra
espontáneamente en cuanto el materialismo ha bajado la guardia en el más mínimo
parpadeo.
Estas cuestiones y perplejidades no se plantean hoy por primera vez. Al contrario,
fueron el objeto de un laborioso debate interminable en las décadas de los sesenta y
setenta, fundamentalmente a partir de la publicación del seminario Lire le Capital
(1965b) (traducido al español bajo el título Para leer El capital), en el que participaron
Louis Althusser, Etienne Balibar, Jacques Rancière, Pierre Macherey y Roger Establet.
Los artículos de Althusser recogidos en Pour Marx (1965a) (en español: La revolución
teórica de Marx) contribuyeron también a dar un vuelco a la cuestión. En adelante el
lema de ʺleer El capitalʺ se convirtió en el imperativo imprescindible de la tradición mar‐
xista y, para sorpresa de muchos, se hizo patente lo poco que, en efecto, se había leído la
obra fundamental de Marx –y en todo caso, lo muy mal que se había hecho.
Ya casi a finales de siglo, el hilo conductor de todas estas polémicas comienza a ser
cada vez más inaccesible. La razón es que el contexto histórico en el que se
desenvolvieron ha desaparecido casi por completo; se inscribían en una coyuntura
política ‐en ocasiones muy militante y no pocas veces sometidas a una vigilancia
dogmática asfixiante‐ y nadie puede dudar ya de que la tradición marxista, que tantas
energías intelectuales movilizara de un lado a otro del planeta, hoy día se ha
desmoronado como proyecto político. Algunos de los autores que más contribuyeron a
desenredar los nudos gordianos de los textos de Marxel propio Althusser, pero también,
por ejemplo, Jean Paul Sartre– han caído en un desprestigio editorial e intelectual, sin
duda muy injusto, pero que inevitablemente contribuirá a mantener olvidados sus
trabajos al respecto todavía durante un cierto tiempo. Y mientras tanto, los textos de
Marx no se han hecho más fáciles de comprender como por milagro y siguen sujetos a
los mismos malentendidos.
Con todo, algunas cosas quedaron claras. Se consideró decidido que si Marx había
sido materialista lo había sido por razones muy distintas de las que se habían pensado.
Ahora bien, el propio concepto de materialismo comenzaba entonces a convertirse en un
misterio que todavía permanece sin aclarar. Por otra parte, quedó demostrado que Marx
no fundó nada semejante a un materialismo dialéctico. Es muy dudoso que fundara una
concepción materialista de la historia. En todo caso, es todavía más dudoso que tenga
sentido hablar de una ʺdialéctica materialistaʺ. El esquema superestructura‐
infraestructura, convertido en la piedra angular del materialismo marxista, es una mala
traducción de una metáfora alemana que Marx utiliza en un texto marginal, en el que
Überbau nombra más bien la construcción o el edificio que se levanta sobre los
cimientos, nombrados ahí como Grundlage; y como bien señaló Godelier (1984: 16/24),

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advirtiendo sobre la concepción de lo supe‐ restructural como una realidad empobrecida
y periférica, ʺse vive en la casa y no en los cimientosʺ, por lo que otra traducción de
Marx habría podido muy bien dar al traste con el sentido del nervio fundamental del
supuesto ʺmaterialismo históricoʺ.
Y sin embargo, es preciso seguir afirmando –y éste pretende ser el motivo de este
libro– que, pese a todas estas rectificaciones históricas en la interpretación de su obra,
Marx sí fue materialista, y además de un modo que el siglo XX ha tenido muchas
dificultades para asumir.

1.2. La intervención materialista en el universo hegeliano

Lo importante es, pues, saber qué podemos entender por materialismo, y en qué
sentido Marx se autodenomina constantemente –y nunca dejó de hacerlo– ʺmaterialistaʺ.
Para ello es fundamental, en primer lugar, reparar en el universo teórico en el que Marx
estudió y sobre el que volcó todo su trabajo, bien para aceptarlo, bien para criticarlo. Al
respecto, él mismo nos dice, en La ideología alemana (1845: 13/16‐17, SN):

La crítica alemana no ha abandonado el terreno de la filosofía, aun en sus esfuerzos más recientes. Lejos de
investigar sus supuestos filosóficos generales, todos sus problemas se han desarrollado en el terreno de un
sistema determinado: el sistema hegeliano. No es solamente en sus respuestas, sino en los problemas mismos
donde se encuentra una mixtificación.

Sobre la inserción de Marx en este universo de la ideología alemana, Althusser


(1965a: 61/51) señalaba con justeza:

Marx no escogió nacer al pensamiento y pensar en el mundo ideológico que la historia alemana había
concentrado en la enseñanza de las universidades. En este mundo creció, en él aprendió a moverse y a vivir, con
él tuvo que ʺexplicarseʺ, de él se liberará.

Si es precisa esta referencia al contexto es porque, en efecto, hay que reconocer que
el sigloXX no ha logrado pensar con claridad nada específico bajo el romo título de
ʺmaterialismoʺ, ni mostrar una oportunidad de semejante término que no pudiera ser
mejor nombrada por otras denominaciones más exactas e incluso, se podría decir, menos
ingenuas. Se entiende mejor, por ejemplo, lo que es el positivismo que lo que habría de
ser el materialismo. El término en cuestión fue reivindicado militantemente por la
tradición socialista bajo los rótulos de materialismo histórico y de materialismo dialéctico,
y fuera de allí hubo pocos intentos competentes de defender su interés filosófico
específico.
Con todo y con ello, incluso cuando la tradición marxista perdía ya el enorme peso
teórico que indudablemente tuvo en la historia de la filosofía de nuestro siglo, siguió

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reconociéndose que el término en cuestión tenía necesariamente que apuntar a una toma
de postura inequívoca en alguna cuestión crucial. Y así se sigue pensando hoy día en
muchos círculos. La pista sobre dónde ha de buscarse la problemática base en la que el
término materialismo sigue siendo una cuenta pendiente, sin embargo, no es posible
buscarla más que en el sentido apuntado por el texto de Marx que acaba de citarse. La
especificidad que de derecho corresponde al título de materialismo ha de ser rastreada en
el camino seguido por Marx frente a un contexto histórico inequívocamente hegeliano.
Así pues, por el momento y mientras no se aporte algún contenido positivo convincente,
ser ʺmaterialistaʺ sólo puede significar no ser idealista. Y además, por el tipo mismo de
cuestiones que suelen interesar a los materialistas, idealista es algo que sólo tiene que ver
con el universo próximo de Hegel. Kant, por ejemplo, no fue idealista: insistió siempre en
que había que ser idealista trascendental, precisamente para poder ser realista empírico –
que al fin y al cabo es lo único que interesa a los que suelen rasgarse las vestiduras ante
cualquier sospecha de idealismo.
Si por materialismo hemos de entender algo todavía, ha de tratarse de algo así como
del esfuerzo ininterrumpido –que todavía no nos ha abandonado– de pensar fuera del
universo hegeliano. Todo el siglo XX ha estado convencido de haber puesto un pie fuera
de Hegel. Pero también mil veces ha descubierto desalentado que, como en una célebre
ocasión apuntó Foucault, siempre que creíamos habernos separado definitivamente de
Hegel, éste nos estaba esperando a la vuelta de la esquina.
Pero lo que termina de hacer más difícil el problema es que Marx parece interesarse
muy poco por tematizar sus supuestos éxitos respecto a este proyecto antihegeliano, de
modo que, en efecto, ha prestado muy poca atención a los puntos clave en los que suele
resumirse su aportación fundamental. De hecho, da la impresión, incluso, de que la
mayor parte de su vida, y sobre todo a partir de un cierto momento, Marx se desentendió
casi por completo del empeño por ser ʺmaterialistaʺ, comprometiendo todos sus
esfuerzos en el proyecto de sacar a la luz ʺla ley fundamental de la sociedad modernaʺ
(Kap, II.5: 13‐14/vol. 1: 8). Lo que pueda significar eso de ʺmaterialismoʺ, por tanto,
tendrá que ser investigado en relación a este interés de Marx y, en todo caso, en
contraposición a otro posible tratamiento del problema ligado a la especulación hegeliana.

1.3. Alemania y la revolución. La izquierda hegeliana

Así pues, en 1845 –año en el que puede cifrarse el verdadero arranque del trabajo
que le mantendrá en adelante ocupado– Marx se declara ʺmaterialistaʺ frente a un
determinado universo intelectual alemán en el cual, según sus propias palabras, el
Espíritu absoluto hegeliano ha comenzado a entrar en proceso de putrefacción. La
ideología alemana (1845: 11/15) comienza levantando acta de este ʺinteresante

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acontecimientoʺ:

Según anuncian los ideólogos alemanes, Alemania ha pasado en estos últimos años por una revolución sin
igual. El proceso de descomposición del sistema hegeliano, que comenzó con Strauss [ Vida de Jesús, 1835], se
ha desarrollado hasta convertirse en una fermentación universal, que ha arrastrado consigo a todas las ʺpotencias
del pasadoʺ. En medio del caos general, han surgido poderosos reinos, para derrumbarse de nuevo enseguida, han
brillado momentáneamente héroes, sepultados nuevamente en las tinieblas por otros rivales más audaces y más
poderosos. Fue ésta una revolución jun junto a la cual la francesa es un juego de chicos, una lucha ecuménica al
lado de la cual palidecen y resultan ridiculas las luchas de los diadocos. Los principios se desplazaban, los héroes
del pensamiento se derribaban los unos a los otros con inaudita celeridad, y en los tres años que transcurrieron de
1842 a 1845 se removió el suelo de Alemania más que antes en tres siglos.
Y todo esto ocurrió, al parecer, en los dominios del pensamiento puro.

Lo que Marx desprecia aquí con corrosiva ironía es el mundo de la llamada


izquierda hegeliana, en el que por una parte los filósofos y por otra parte los socialistas
alemanes creen haber sacudido los cimientos del planeta al revolverse contra el sistema
hegeliano.
Para comprender el significado de semejante ʺrevoluciónʺ hace falta representarse
de algún modo la idiosincrasia propia de lo alemán del siglo XIX. Y en este negocio, una
de las lecturas más rentables que pueden recomendarse es la obra de Enrique Heine Zur
Geschiste der Religión und Philosophie in Deutschland (1834). Esta obra – de la que
se hizo una edición francesa con el título de Alemania (1835)– tiene como objetivo
ʺpresentar Alemania a los francesesʺ. No parece suficiente señalar lo mucho que Heine, y
en concreto este texto, pudo influir en Marx y en Engels; hay que decir más bien lo
mucho que les debió de gustar este retrato de Alemania, a razón de cómo han imitado el
estilo de su ironía, a veces citándole y a veces sin hacerlo. Engels, en 1886, reconoce sin
ambages este mérito del genial poeta: ʺLo que no alcanzaron a ver ni los gobiernos, ni los
liberales, lo vio ya en 1833, por lo menos, un hombre; cierto es que este hombre se
llamaba Enrique Heineʺ (1886, II: 330/12).
El hecho fundamental que Heine considera como lo propiamente alemán frente a lo
propiamente francés es el siguiente: los franceses han hecho una revolución, han
guillotinado muchas cabezas a su antojo y luego han pretendido –ya sin cabeza– pensar
lo que habían hecho. Los alemanes –un ʺpueblo metódicoʺ– han decidido pensar la
revolución antes de hacerla. La verdad es que ʺla Alemania de comienzos del siglo XIX,
salida del gigantesco trastorno provocado por la Revolución francesa y las guerras
napoleónicas, se encuentra profundamente marcada por una impotencia histórica para
realizar a la vez su unidad nacional y su revolución burguesaʺ (Althusser, L., 1965a:
72/61). El subdesarrollo histórico de Alemania, incapaz de convertirse en un Estado‐
Nación, ha ido acompañado, como tantas veces se ha repetido siguiendo a Marx, de un
sobredesarrollo ideológico inusitado. Mientras los franceses hacían, los alemanes
pensaban. Y de este modo, lo que para los ingleses y franceses es la historia misma, para

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los alemanes ha sido la historia de la filosofía. Ingleses y franceses viven y actúan en la
historia. Los alemanes, marginados de la historia, viven y actúan en el mundo de las
ideas, de la filosofía. Sobre cuál de las dos vidas ha de contener mayor grandeza es algo
sobre lo que la ironía común de Heine y Marx tiene pocas discrepancias. Para Marx el
sobredesarrollo ideológico alemán no sólo es consecuencia de un subdesarrollo histórico,
sino que lo traduce en forma ilusoria e invertida, imprimiendo a lo teórico alemán una
deficiencia congénita que mistifica cualquier cuestión y cualquier respuesta planteada
sobre la historia. Con esta deficiencia, se puede decir, Hegel ha construido un sistema, y
en este sentido, una gigantesca mistificación. La izquierda hegeliana, por su parte, ha
destruido el sistema, pero no la mistificación misma, con lo que la ilusión hegeliana jamás
ha mostrado una cara tan miserable, tan impotente, tan descarnadamente ʺalemanaʺ.
Heine, que en lo esencial ha diagnosticado la cuestión alemana del mismo modo,
prefiere, en cambio, insistir más en lo que de inquietante tiene la situación que en lo que
tiene de ʺmiserableʺ. Su texto adquiere por momentos tintes proféticos que la historia ha
confirmado de forma estremecedora:

Cuando oigáis la gritería y el tumulto, tened cuidado, queridos vecinos de Francia, y no os mezcléis en lo
que hagamos en nuestra casa de Alemania; os podrían sobrevenir daños. Libraos de soplar al fuego, libraos de
apagarlo, porque fácilmente podríais quemaros los dedos. No os riáis de estos consejos, aunque procedan de un
soñador que os invita a que desconfiéis de los kantianos, de los fichteanos, de los filósofos de la naturaleza; no os
riáis del fantástico poeta que espera en el mundo de los hechos la misma revolución que se ha realizado en el
terreno del espíritu. El trueno en Alemania es verdaderamente alemán también: no es muy rápido y viene rodando
con lentitud; pero vendrá, y cuando oigáis un estampido como jamás se haya escuchado en la historia del mundo,
sabed que el trueno alemán ha estallado al fin. [...] En Alemania se ejecutará un drama a cuyo lado no será más
que un inocente idilio el de la Revolución francesa. [...] Entre las alegres divinidades que se regalan con néctar y
ambrosía, veis una diosa que, en medio de estos dulces recreos, lleva, no obstante, constantemente una coraza, la
lanza en la mano y el casco sobre la cabeza. Es la diosa de la sabiduría (1834, III: 640‐641/115).

Desde los acontecimientos de este siglo, estas palabras de Heine escritas en 1834
pueden ser leídas en varios sentidos que dan escalofríos. Pero en 1845, en el momento
en que Marx y Engels escriben La ideología alemana, aquella revolución alemana a cuyo
lado la Revolución francesa quedaría como un inocente idilio pretendía ya tener sus
protagonistas en las filas de los jóvenes hegelianos y los socialistas humanistas. Y es
sobre esta revolución eidética, acontecida entre 1842 y 1845, sobre la que Marx descarga
todo su desprecio. Porque la revolución en cuestión no ha conmovido más que ʺlos
dominios del pensamiento puroʺ y ni siquiera ahí es posible descubrir más que una
monumental estafa. Obligados siempre a reflexionar ʺsobre lo que los otros han hechoʺ,
los pensadores alemanes han confundido las tragedias del pueblo francés y el inglés con
su propios agobios de intelectuales provincianos, condensados, en particular, en la
religión (cfr. Althusser, 1965a: 72 y ss./6l y ss.). Sometidos a un universo religioso
asfixiante, han contemplado Francia e Inglaterra como los reinos de la Razón y, así, han

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candorosamente imaginado que su propia revolución tendría que consistir en un triunfo
teórico de la Razón sobre las ideas religiosas. Es lógico, pues, que la izquierda hegeliana
surgiera fundamentalmente de las entrañas del sistema de Hegel, a raíz de la cuestión de
cómo debería ser interpretada la superación o conservación (la Aufhebung) de la religión
por la filosofía. Como señaló Althusser (1965a: 78/66), el itinerario de Marx y Engels ha
sido, en cambio, muy diferente: ʺLo que Marx descubrió en Francia fue la clase obrera
organizada, y Engels, en Inglaterra, el capitalismo desarrollado y una lucha de clases
que seguía sus propias leyes, prescindiendo de la filosofía y de los filósofos”. Es decir,
ambos descubrieron que no sólo no podían esperar de la Razón una revolución en
Alemania, sino que ésta no era tampoco sino el mito con el que se vestía la realidad
burguesa de Francia e Inglaterra.

1.4. Feuerbach y la conmoción materialista de 1841

En 1841 Feuerbach publicó La esencia del cristianismo, libro que fue acogido entre
los jóvenes hegelianos de izquierda con jubiloso entusiasmo. ʺAl punto –nos cuenta
Engels (1886, II: 337/23)– todos nos convertimos en feuerbachianos.ʺ Los filósofos
alemanes encontraron en él el asalto definitivo contra el sistema hegeliano y el triunfo sin
precedente del materialismo. Los socialistas y humanistas –tan duramente criticados
después por Marx– descubrieron una nueva vía al ʺverdadero socialismoʺ –bien distinta
sin duda a la defendida por los partidos obreros franceses– basada no en ʺla
emancipación del proletariado mediante la transformación económica de la producciónʺ,
sino en ʺla liberación de la humanidad por medio del amor” (Engels, F., 1886, II:
337/24). Feuerbach había descubierto en la antropología el secreto de toda teología, de
modo que podía demostrarse que el hombre no adoraba en su Dios más que todo aquello
que constituía su propia infinitud, que él contemplaba como ajena y como si se le
enfrentara desde las alturas celestiales. La reapropiación de lo que el hombre había
enajenado de sí mismo anunciaba, pues, un reino terrenal que vendría a sustituir al reino
de Dios. Mediante resúmenes semejantes de su filosofía, Feuerbach fue leído por la
tradición marxista y lo sigue siendo en distintos círculos, como un crítico demoledor del
sistema hegeliano; a este nivel, no deja entonces de resultar sorprendente que muchos
textos del joven Hegel puedan, sin embargo, pasar muy bien por textos de Feuerbach, o
al menos como formas muy eficaces de condensar su poderosa crítica a la filosofía
especulativa. Así, por ejemplo, no sería difícil, en un breve ejercicio de esquizofrenia
teórica, comentar la crítica de Feuerbach a Hegel con estos textos escritos por este último
entre 1794 y 1796:

Aparte de algunos intentos anteriores, es a nuestra época a la que ha sido reservada la tarea de reivindicar,

20
por lo menos en teoría, como propiedad del hombre todos los tesoros que fueron expoliados en provecho del
cielo y así malgastados; pero ¿qué época tendrá la fuerza de hacer valer este derecho de propiedad y ponerse
realmente en posesión de las mismas? (1796,I: 209/155).
Hemos puesto fuera de nosotros en el individuo extraño (Dios) todo lo que de bello y de
elevado hay en la naturaleza humana. Únicamente nos hemos quedado con todas las vilezas de
que aquella naturaleza es capaz. Llenos de gozo, reconocemos de nuevo en ella nuestra propia
obra. De nuevo nos la apropiamos y con esto aprendemos a estimarnos. Antes considerábamos
como nuestro algo que no podía ser más que objeto de desprecio (1794‐5:71/40).

Entre paréntesis, puede dar una idea de la dificultad de medir la verdadera coyuntura
teórica en torno al universo hegeliano si continuamos este ejercicio de esquizofrenia
comentarista recordando el momento en que Althusser demostró, ante los ojos atónitos
de la tradición marxista, que los dos textos de Marx a los que recurría Togliatti para
señalar su ruptura definitiva con Feuerbach eran, en realidad, citas de este último que
Marx había copiado sin dar la referencia.
Pero aquí no interesa tanto hacer justicia a las relaciones entre la filosofía de
Feuerbach y la de Hegel como hacerse cargo de lo que la intelectualidad alemana de
1841 entendió en ella:

Esta obra pulverizó de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, al
materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es la base sobre la que crecieron y se
desarrollaron los hombres, que son también de suyo productos naturales; fuera de la naturaleza y de los hombres,
no existe nada, y los seres superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son más que otros tantos
reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El maleficio quedaba roto; el ʺsistemaʺ saltaba hecho añicos y se la daba
de lado. [...] Sólo habiendo vivido la acción liberadora de este libro, podría uno formarse una idea de ello (Engels,
1886, II: 337/23).

El propio Marx saludó con entusiasmo la nueva idea de Feuerbach, al que trata
todavía con el mayor respeto en La sagrada familia (1844‐1845). Pero entre 1841 y
1845 la izquierda hegeliana y los profetas del ʺverdadero socialismoʺ, exaltados con
nuevas fuerzas por el impulso feuerbachiano, van a incurrir en la doble insensatez de
pretender haber enterrado a Hegel y, lo que es peor, de pretender haber cumplido con
ello no se sabe qué revolución propiamente alemana, por lo que Marx romperá cargado
de ira y de desprecio con semejante movimiento. Sus demoledoras críticas se dirigirán
contra los dos fundamentales portavoces del hegelianismo de izquierda: Bruno Bauer y
Max Stirner. Y también contra los teóricos feuerbachianos del nuevo socialismo alemán.
Es preciso, sin embargo, constatar –como una cuestión pendiente que este libro
tendrá que resolver– que la crítica de Marx no se dirige tan sólo contra determinados
autores alemanes del momento, sino contra una ilusión general en la que el pensamiento
alemán había sucumbido desde mucho tiempo atrás. Una ʺilusión hegelianaʺ, consumada,
en efecto, en primer lugar por el propio Hegel, pero que arrancaba, en realidad, de un
problema más profundo: de la forma en la que Alemania se había visto obligada a

21
contemplar la Revolución francesa y de la forma en la que en general había entendido la
filosofía de la Ilustración. Al respecto, en uno de los artículos de los Anales renanos
puede leerse lo siguiente:

Tal parece como si los franceses no entendiesen a sus propios genios. Acude en su ayuda en este punto la
ciencia alemana, que en el socialismo –suponiendo que pueda hablarse de gradaciones en materia de razón–,
traza el orden más racional de la sociedad (citado por Marx, 1845: 554/549).

Así pues, los alemanes habían saludado en sus filósofos la verdadera explicación de
lo que los franceses habían hecho. Y este quehacer teórico alemán se presentaba a sus
ojos como una revolución monumental, ante la que –como ya se ha visto– la Revolución
francesa misma aparecía como un ʺinocente idilioʺ. Ningún texto puede resumir mejor
esta mentalidad que la obra de Heine ya citada:

Suele decirse que los espíritus de la noche se espantan cuando ven la cuchilla de un verdugo. ¡Cuál no será
su terror cuando se presenta la Crítica de la razón pura de Kant! Este libro fue el hacha que mató en Alemania al
Dios de los deístas. Sin duda vosotros los franceses habéis sido benignos y moderados en comparación con
nosotros los alemanes: no habéis podido matar sino a un rey, y aun para ello necesitasteis armar estruendo,
vociferar y trepidar hasta conmover el globo. En realidad, se hace demasiado honor a Robespierre comparándolo
con Kant. Maximiliano Robespierre, el gran pazguato de la calle Saint‐ Honoré, tenía, sin duda, sus accesos de
destrucción cuando se trataba de la monarquía, y se agitaba con bastante furia en su epilepsia regicida; pero en
cuanto se trataba del Ser Supremo, limpiábase la espuma que blanqueaba su boca, lavábase las manos
ensangrentadas, sacaba del ropero su frac azul de los domingos, con hermosos botones de vidrio y sobre el
amplio chaleco se ponía un ramo de flores (1834, III: 594/75).

Los franceses han guillotinado a un rey. Pero los alemanes han matado a Dios. ʺSi
los burgueses de Koenigsberg hubieran presentido todo el alcance de ese pensamiento,
habrían experimentado delante de él [de Kant, el inofensivo y apacible ʹhombre del relojʹ]
un estremecimiento mucho más espantoso que ante la vista de un verdugo que no mata
más que a hombresʺ (ibídem). Sin embargo, la peculiar ironía con la que Heine presenta
estos singulares acontecimientos a los franceses no deja de recordarnos el doble filo de
semejante hazaña. Para matar a un rey de carne y hueso los franceses han hecho temblar
al mundo entero. Para matar a un Dios sólo ha sido necesario escribir unos cientos de
pliegos. La primera empresa ha sido una revolución real, la segunda una revolución
teórica. Porque, de hecho, el Dios que ha muerto en la guillotina de la filosofía no es ni
siquiera el Dios de las religiones, sino el ʺDios de los deístasʺ, ese ʺDios de los filósofosʺ
que ya había obligado a Pascal a exclamar ʺ¡Ay, de los filósofos, que tienen a Dios sin
Jesucristo!ʺ. El hecho es que la supuesta revolución alemana ni siquiera tiene la potencia
de volver ateo al pueblo alemán. Si la filosofía ha descubierto en Dios un mero sueño de
la razón, es preciso concluir de ello que esa pretendida conmoción sólo se ha debatido
con un sueño, y que en realidad ella misma ha sido solamente un sueño. Y en efecto, es
lo que nos viene a decir Heine en estos versos oportunamente citados por Marx (1845:

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569/565):

La tierra pertenece a los franceses y a los rusos,


El mar pertenece a los británicos,
Pero a nosotros nadie nos disputa
La primacía en el reino etéreo de los sueños.
Aquí sí tenemos nosotros la hegemonía,
Aquí sí somos nosotros dueños soberanos;
Los otros pueblos se han desarrollado
Sobre la tierra firme, nosotros en el aire.
(Enrique Heine: Alemania. Cuento de invierno.)

Este ʺreino etéreo de los sueñosʺ, continúa Marx, es ʺel reino de la esencia del
hombreʹ, que los alemanes oponen a los demás pueblos con imponente orgullo, como la
meta y la consumación de toda la historia universalʺ. Mientras el burgués inglés y el
francés, trabajando la historia a su modo, se lamentan por la falta de mercados, las crisis
económicas, los pánicos bursátiles y las coyunturas políticas del momento, el intelectual
alemán –ʺque por lo demás no tiene otra cosa que llevar al mercado que su propio
pellejoʺ– vive agobiado por la dictadura que sobre él ejercen las Ideas religiosas y se
empeña en la empresa aparentemente más osada: preparar el advenimiento del reino del
hombre en la tierra, una vez que todos los dioses han huido exorcizados por la guillotina
kantiana.

Toda esta concepción de la historia, unida a su disolución y a los escrúpulos y reparos nacidos de ella, es
una incumbencia puramente nacional de los alemanes y sólo tiene un interés local para Alemania, como por
ejemplo la importante cuestión, repetidas veces planteada en estos últimos tiempos, de cómo puede llegarse, en
rigor, ʺdel reino de Dios al reino del hombreʺ, como si este ʺreino de Diosʺ hubiera existido nunca más que en la
imaginación y los eruditos señores no hubieran vivido siempre, sin saberlo, en el ʺreino del hombreʺ, hacia el que
ahora buscan los caminos, y como si el entretenimiento teórico, pues no otra cosa es, de explicar lo que hay de
curioso en estas formaciones teóricas perdidas en las nubes no residiese cabalmente, por el contrario, en
demostrar cómo nacen de las relaciones reales sobre la tierra (Marx, 1845: 49/43).

Son esta la clase de problemáticas teóricamente enfermas de las que Marx se


despega radicalmente en La ideología alemana. Y la enfermedad en cuestión proviene
de Hegel y de la ʺfilosofía clásica alemanaʺ, de la cual Feuerbach no habría sido sino el
ʺprisionero rebeldeʺ. Pero nunca los síntomas habían resultado tan llamativamente fatuos
y estériles como entre los filósofos de la izquierda hegeliana. ʺExtraviados en su mundo
hegeliano de las ideas, los filósofos alemanes protestan contra el dominio ejercido por los
pensamientos, ideas, representaciones, que hasta el presente, según su opinión, esto es,
según la ilusión de Hegel, han producido, determinado y regido el mundo realʺ (ibíd.,
/676). Y es así como el minucioso rigor del sistema hegeliano y la seriedad de los

23
planteamientos de Feuerbach se ven sustituidos –según la expresión que Marx refiere a
Max Stirner–por una ʺlucha contra molinos de vientoʺ.
El problema general de los hegelianos de izquierda es que creen enfrentarse a Hegel
e incluso demoler su sistema de forma radical, cuando en realidad están presos de un
presupuesto que sólo funciona en el interior de la filosofía de Hegel. Un presupuesto,
por otra parte, que en este interior funciona, además, de forma muy distinta a como ellos
pretenden, de modo que al aislarlo del conjunto del sistema hegeliano pierde toda su
profundidad y razón de ser y se muestra como una banalidad contra la que siempre es
demasiado fácil protestar envalentonado. En suma, la izquierda hegeliana, hasta su último
producto contestatario, Max Stirner, comparte la creencia ʺalemanaʺ de que el
pensamiento –entendido fundamentalmente como religión– rige el desenvolvimiento de lo
histórico. Esta tesis es, en efecto, estrictamente hegeliana, aunque – como se verá más
adelante– en Hegel opera de una forma mucho más seria y poderosa que en sus críticos
de izquierda. Al levantarse contra este supuesto imperio de las ideas los críticos
hegelianos aceptan, de este modo, el presupuesto hegeliano fundamental y es por eso,
precisamente, por lo que pueden generar la ilusión de que al combatir determinadas ideas
no sólo están polemizando con un filósofo llamado Hegel, sino que, mucho más
radicalmente, están cambiando el mundo, revolucionando el curso de la historia. Frente a
este juego de manos, Marx se limitará a desenredar el malentendido, mostrando que los
filósofos alemanes en cuestión, por una parte, no revolucionan sino su propio mundo de
ilusiones y fantasmagorías, y por otra parte, que respecto a ʺsu polémica contra Hegel y
su encarnizada crítica de los unos con los otros se han limitado a destacar un aspecto u
otro del sistema hegeliano, tratando de enfrentarlo, a la par contra el sistema en su
conjunto y contra los aspectos destacados por los demásʺ (Marx, 1845: 13/17).
Quizá convenga advertir que, al leer La ideología alemana y en general toda la obra
posterior de Marx – especialmente el Libro I de El capital– conviene no perder de vista
el doble papel que suele protagonizar Hegel en estos textos. Por razones que se irán
haciendo patentes a lo largo de estas páginas, Marx trata siempre a Hegel como a un gran
pensador al que parece deber algún descubrimiento fundamental. En qué pueda consistir
este descubrimiento es una cuestión en la que la tradición marxista jamás llegó a
conclusiones definitivas. Lo que sí es seguro es que el empeño de Marx por defender a
Hegel de lo que él consideraba un ejército de pigmeos alemanes que habían pretendido
superarle iba a causar innumerables malentendidos en la literatura marxista sobre un
supuesto hegelianismo ʺmaterialistaʺ de la obra marxiana, pues lo cierto es que Marx
jamás trata a Hegel –y tampoco a Feuerbach– con ninguna sombra del desprecio infinito
con el que nos habla de los neohegelianos de izquierda.
Ahora bien, ello no debe hacernos olvidar en ningún momento que la enfermedad
que Marx diagnostica en general en todo el universo ideológico alemán, y que denuncia

24
con tanta vehemencia en los textos de Bruno Bauer y de Max Stirner, así como en los
artículos del círculo renano de los ʺverdaderos socialistasʺ, es para él una enfermedad
hegeliana, una enfermedad que Hegel ha contraído en primer lugar y con la que ha
contagiado a todo el pensamiento alemán posterior. En los capítulos que siguen se
mostrará que el síntoma hegeliano que Marx tiene que denunciar en el pensamiento
alemán reside en su incapacidad de abrir el continente de la Historia a la investigación
científica. La enfermedad hegeliana es una especie de fábrica de esterilidad científica,
en la que Bruno Bauer y Stirner –y todo el funcionariado del ʺverdadero socialismoʺ– no
son sino sus más insignificantes empleados. Pero lo que en manos de la izquierda
hegeliana resulta sencillamente ridículo, en manos de Hegel es extremadamente peligroso.
Tan peligroso que el propio Marx no llegó jamás a verse libre de toda contaminación. Y
el peligro, conviene comenzar por insistir en ello desde el principio, ha sido pensado por
Marx como un peligro teórico. Pues, en efecto, sería recaer de nuevo en una ilusión
hegeliana degradada el pretender hacer de Hegel el responsable de la parálisis histórica de
Alemania. Todo el itinerario del trabajo de Marx se empeña en demostrar lo pernicioso
que el procedimiento hegeliano ha sido para el descubrimiento teórico de esa historia. En
nuestro siglo se descubrirá que más aún de lo que sugieren sus textos.
En cualquier caso, en 1845, la convicción de que la enfermedad congénita de la
ideología alemana era una enfermedad hegeliana –en el sentido no de que Hegel la
hubiera causado, sino de que él la había contraído primero–, era, para Marx, algo ya
decidido, cuando nos dice:

Los viejos hegelianos lo comprendían todo una vez que lo reducían a una de las categorías lógicas de Hegel.
Los neohegelianos lo criticaban todo sin más que deslizar por debajo de ello ideas religiosas o declararlo como
algo teológico. Los neohegelianos coincidían con los viejos hegelianos en la fe en el imperio de la religión, de los
conceptos, de lo general, dentro del mundo existente. La única diferencia era que los unos combatían como
usurpación el poder que los otros reconocían y aclamaban como legítimo (1845: 14/18).

Los unos y los otros veían en los conceptos, los pensamientos y los productos de la
conciencia las ʺverdaderas ataduras del hombreʺ (en el caso de los neohegelianos) o ʺlos
auténticos nexos de la sociedad humanaʺ (en el caso de los viejos hegelianos). Y de lo
que se trataba era de negar que los nexos profundos de la sociedad humana –que la
historia vendría a atar o desatar– consistieran fundamentalmente en representaciones o
ideas. Contra semejante premisa, Marx insiste en que hay que volver la mirada hacia el
ámbito de la producción material de las condiciones de existencia social. Falta saber lo
que debe entenderse por ello. Pero, primero, es pedagógicamente instructivo comenzar el
diagnóstico de la aludida enfermedad allí donde ésta ʺhace crisisʺ, mostrando los
síntomas de su esterilidad más al desnudo. En 1844, aparece la obra de Max Stirner El
único y su propiedad.

25
26
2

Diagnóstico detallado
de una enfermedad alemana
en su momento crítico
2.1. Stirner y su rebelión contra las causas ideales

Mientras los franceses e ingleses se ocupaban de la tierra y el mar, negociando con la


historia a través de la economía y la política, en 1844 veía la luz un libro que comenzaba
por dar cuenta de lo que verdaderamente agobiaba al hombre alemán: El único y su
propiedad, firmado con el seudónimo de Stirner. ʺEl Libroʺ, como lo denomina Marx, se
iniciaba con una denuncia de la dictadura que sobre el individuo ejercen las causas
ideales. Vivimos ʺagobiados por las exigencias del Espírituʺ, al servicio de grandes
abstracciones: la Humanidad, Dios, la Verdad, etc. Como luego dirá Nietzsche, Stirner
está convencido de que a lo largo de la historia ʺnos han amargado el egoísmoʺ, y para él
esto se ha hecho, naturalmente, por puro egoísmo. Pues Stirner emprende una
investigación de las citadas Ideas y lo que descubre es que –al tiempo que nos exigen
abnegación– todas ellas están muy interesadas en su propio interés, es decir, que son
egoístas. A Dios lo único que le importa es Dios, a la Humanidad le trae sin cuidado la
carnaza humana que se sacrifique en su nombre, la Patria exige del individuo, en su
propio provecho, la entrega de su vida entera. Todas estas ʺbuenas causasʺ que
defendemos como nuestras causas son, en realidad, causas para sí mismas y sólo miran
por sus propios intereses.

Dios no se preocupa más que de lo suyo, no se ocupa más que de sí mismo, no piensa más que en sí
mismo y sólo en sí pone sus miras ¡Ay de todo aquel que contraríe sus designios! Y la Humanidad, cuyos
intereses debéis defender como nuestros, ¿qué causa defiende? [...] En vez de continuar sirviendo con desinterés
a esos grandes egoístas, seré Yo mismo el egoísta. Dios y la Humanidad no han basado su causa en Nada, en
nada que no sea ellos mismos. Yo basaré, pues, mi causa en Mí; soy como Dios, la negación de todo lo demás,
soy para mi Todo, soy el Único. [...] No admito nada por encima de Mí. (Stirner, M., 1844: /24‐25).

La crítica de Marx y Engels –que realizan un seguimiento casi línea a línea de ʺEl
Libroʺ– es despiadada, salpicada de golpes de humor teñidos de sarcasmo. De la
situación descrita, Stirner podría haber concluido que un egoísmo basado en el
comportamiento egoísta de semejantes entes imaginarios tenía que ser tan imaginario

27
como esos mismos entes. Pero en lugar de ello, Stirner personifica ridiculamente las
Ideas, imaginando que le imponen sus propios intereses, y frente a este ultraje egoísta
decide ser él mismo más egoísta que nadie y ʺponerse a competir con ellasʺ.
A partir de aquí, Stirner –ʺapóstol de una lucha contra molinos de vientoʺ–
emprende su materialista batalla contra cualquier cosa que se presente como Idea.
Feuerbach no es aquí menos combatido que Hegel o el cristianismo. Pues el Hombre no
es un ultraje al egoísmo menos que Dios o el Espíritu. ¿Quién emprende la lucha contra
la sacralidad de las ideas, entonces, si no puede ser el hombre? Stirner responde de
inmediato: el Único, ʺYoʺ, el ʺMíʺ, el individuo que no está dispuesto a cargar con
ninguna abstracción sobre sus espaldas.
Y en adelante, denunciará Marx, todo va a suceder en la imaginación del Único, es
decir, en la imaginación de Stirner. Primero imagina vivir en un mundo gobernado por
imaginarios ciudadanos egoístas: las Ideas. Luego imagina luchar contra ese egoísmo
imaginario y se imagina salir victorioso. Y lo que es más grave: imagina haber sacudido el
planeta en sus mismos cimientos.

2.2 La crítica del Hombre

En resumen ésta es toda la crítica de Marx y Engels a Stirner. Y se podría decir que
el asunto tampoco merece mucha más atención. Pero si La ideología alemana emprende
entonces un comentario minucioso del resto del libro no es por mero entretenimiento. Y
tampoco es por mero entretenimiento por lo que nosotros vamos a seguir ese desarrollo.
Pues aquí lo importante no es ya Stirner sino localizar y realizar un seguimiento de los
efectos teóricos desencadenados por su postura. A Marx le interesa mostrar, ante todo,
que el resultado teórico general cierra todo camino a la investigación histórica y social. Y
a la postre, lo que vamos a intentar mostrar es que Stirner es más bien el efecto de que
precisamente este camino haya quedado cerrado. Lo que nos obliga a confirmar que en
realidad las puertas del continente historia se cerraron en otro sitio: en Hegel –por mucho
que al respecto proteste la historiografía habitual de la filosofía.
El enemigo mortal de Stirner es el Hombre, pues ésta es la Idea que ha sustituido a
todas las demás, secularizándolas sin por eso cambiar nada en la estructura del imperio
religioso: seguimos dominados por la Idea de Hombre, igual que antes éramos dominados
por la Idea de Dios. Éste es el motivo por el que, si se trata de superar el imperio del
Hombre, ha de ser fundamental para Stirner trazar en detalle el desarrollo histórico de
este personaje, lo que en rigor supone contar la historia en la que el Hombre ha usurpado
la vida de los individuos que decía representar. Y por motivos que quedan enseguida
claros, antes de abordar esta ʺhistoriaʺ, el autor comienza por describir la biografía de su
protagonista.

28
Al principio el niño, que no tiene nada en propiedad y se enfrenta a todo ʺlo
Demásʺ. Vive en un mundo de cosas, en el que reinan las cosas y él no tiene ningún
poder. Los padres mismos se presentan como potencias naturales y el mundo le es por
entero ajeno.
Pero, poco a poco, el niño va conquistando su serenidad ante las afrentas de las
cosas, va mirando detrás de las cosas, descubriendo cómo funcionan. Y al descubrir sus
secretos, les pierde el miedo: se vuelve estoicamente imperturbable y, podríamos decir,
aprende a sostener la mirada a su padre. Y entonces el niño comienza a sentirse más a Sí
Mismo que al Mundo. Cuanto más se tiene a Sí Mismo, menos miedo le da ya el mundo,
más desprecia el mundo, más se siente su verdadero Rey.
Este Sí Mismo que ha conquistado contra lo real es el Espíritu. Y con ello termina la
Infancia y comienza la Juventud. Instalado en el Espíritu, el joven deja de luchar contra
las cosas. Pero ahora tiene que comenzar a luchar contra la razón, contra el espíritu
mismo. Antes se ha visto sumido en una etapa febril de entusiasmo juvenil: la fuerza del
mundo parece algo irrisorio comparada con la fuerza del espíritu. El mundo, con sus
ciegas tormentas y temblores, puede tener fuerza. Pero sólo el espíritu tiene autoridad.
El Espíritu es lo primero que aparece divinizado, sacralizado. El Espíritu aparece como
un poder superior a todos los poderes del mundo.
Pero el caso es que el joven se sabe espíritu. Él es el Espíritu. Pues, precisamente,
lo que ha conquistado contra el mundo, y por lo que ha perdido el respeto al mundo, es
el Espíritu. Por eso el joven se siente poderoso, animado por sus ideales. Más poderoso
que ningún otro poder terrestre. Antes, los padres eran potencias naturales. Ahora,
precisamente ʺhay que abandonar a tu padre y a tu madreʺ, como mandan las Escrituras,
precisamente para poner fuera de juego cualquier poder natural, cualquier poder del
mundo. Para este ʺHombre Espiritualʺ que es el joven no existe familia.
Sin duda que los padres pueden luego renacer con otra forma. Igual que la familia
negada puede reaparecer como Patria. Pero aquí está lo importante: tales poderes
naturales han muerto como naturales y ya sólo tienen poder en tanto que se han
convertido en espirituales. Ahora es el Espíritu quien domina.
El joven siente que el Espíritu vive en el cielo, porque ha surgido de vencer todo lo
terrenal. Por tanto, el joven no atenderá a ningún poder que no sea celestial. Los
hombres mismos carecen de poder para él, en tanto que son criaturas terrenales: ahora
sólo atiende órdenes de Dios, autoridades que podríamos llamar ʺsagradasʺ.
El niño tenía que plegarse a las leyes del mundo. Ahora el mundo ya no es obstáculo
ninguno. Pero existen, sin duda, otros obstáculos: sólo que ahora son espirituales. Se dice
ʺno se puede hacer eso: no es razonable, no es cristiano, no es moral, no es patrióticoʺ.
Lo que ahora se teme es la Conciencia.

Somos desde entonces, ʺlos servidores de nuestros pensamientosʺ; obedecemos sus órdenes, como en otro

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tiempo las de los padres o las de los hombres. Son ellas (ideas, representaciones, creencias), las que reemplazan a
los mandatos paternos y las que gobiernan nuestra vida (Stirner, 1844: /32).

El joven descubre el pensamiento puro, que ya no es pensamiento de las cosas, sino


que es absoluto: la Verdad, la Humanidad, el Hombre, etc. Pero el espíritu puede ser rico
o pobre, perfecto o imperfecto. Al constatarlo, el joven empieza a buscar la perfección
espiritual: y entonces tiene que reconocer que él mismo no es un espíritu perfecto. El
Espíritu perfecto es Dios. Y entonces se muestra la verdadera cara de toda esta supuesta
liberación: pues, al fin y al cabo, ʺDiosʺ, ʺPatriaʺ, ʺReyʺ son cosas ajenas a él. No son
ʺsu Propiedadʺ, por muy espirituales que sean. El joven se descubre dominado por el
Espíritu, igual que el niño estaba dominado por el mundo.

El hombre ya maduro difiere del joven en que considera el mundo tal como es, sin ver por todas partes
males que corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender modelarlo sobre su Ideal. En él se consolida la
opinión de que uno debe obrar para con el mundo según su interés y no según su Ideal (ibíd. /33).

El descubrimiento del Espíritu se ve entonces desplazado por el descubrimiento del


Egoísmo. Ahora se trata de que goce el individuo y no de satisfacer el Ideal.
El niño se puso detrás de las cosas y descubrió el Espíritu: se hizo joven. Ahora, el
joven se pone detrás del Espíritu y alcanza la madurez... ¿y qué descubre? Descubre el
Único. Descubre que todo es su propiedad. Que Él es dueño y señor de todo: de lo real
y lo ideal. Él ha creado sus pensamientos y es su poseedor. A este respecto, a veces es
preciso citar para ser creído:

En la Edad del Espíritu, mis pensamientos proyectaban sombra sobre Mi cerebro, como el árbol sobre el
suelo que lo nutre; giraban a Mi entorno como ensueños de calenturiento, y me turbaban con su espantoso poder.
Los pensamientos mismos habían adquirido corporeidad y se llamaban Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etc.
Hoy destruyo su cuerpo, entro en posesión de Mis pensamientos, los hago Míos y digo: sólo yo poseo un cuerpo.
No veo ya en el mundo más que lo que él es para Mí, es Mío, es mi propiedad. Yo lo refiero todo a Mí. No hace
mucho era Espíritu y el mundo era a mis ojos digno sólo de desprecio; hoy soy Yo su propietario y rechazo esos
Espíritus o esas Ideas cuya vanidad he medido. Todo eso no tiene más poder sobre mí que el que las potencias de
la tierra tienen sobre el Espíritu (ibíd. /35).

El hilo conductor del razonamiento stirneriano es sorprendente, pues finalmente,


como se ve, el mundo mismo se ha transformado en su propiedad. Cuando en el párrafo
acabado de citar alude a las ʺpotencias de la tierraʺ hay que tener en cuenta lo siguiente:
puesto que la juventud ya ha demostrado que las potencias de la tierra no tienen ningún
poder sobre el Espíritu, si ahora el Yo se libera del Espíritu, entonces ya nada en el
mundo (ni real ni espiritual) puede tener poder sobre él. El realismo infantil y el idealismo
juvenil han sido superados por el egoísmo. Estamos, en efecto, frente a la más increíble
refutación de Hegel que se pueda imaginar. A lo que Marx viene a replicar: se ha refutado
a Hegel con un hiper‐Hegel degradado absolutamente trivial. Pues no sólo se admite que

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las Ideas dominan el mundo, sino que se pretende que un acto de puro voluntarismo
espiritual puede liberarnos de las Ideas (y su implacable lógica hegeliana) y por tanto del
mundo mismo dominado por ellas.
El sarcasmo marxiano muestra que aquí, como en todas partes, todo resulta también
ʺmuy alemánʺ: el niño, en lugar de jugar con sus juguetes, se convierte enseguida en
metafíisico y prefiere trastear con los fundamentos de las cosas... Y el joven que ʺasí se
comportaʺ, ʺen vez de correr detrás de las muchachas y de otras cosas profanas, no es
otro que el joven ʹStirner’, el joven estudioso berlinés, que cultiva la lógica de Hegel y
admira al gran Micheletʺ (Marx, 1845: 130/132). Ese joven, como buen alemán ʺllega
siempre tarde para todoʺ: un día se hace maduro y entonces descubre que él es el único
espíritu corpóreo, y comienza a mirar más por sus intereses corpóreos que por sus
ideales... y mientras tanto, en los burdeles de Londres y París pululan miles de jóvenes
que aún no se han descubierto como espíritus corpóreos y que ni falta les hace para
llegar a las mismas conclusiones.

El hombre que, como joven, se pone en la cabeza toda una serie de estúpidas ideas acerca de las potencias
y relaciones existentes, tales como el Emperador, la Patria, el Estado, etc., y sólo las ha conocido como sus
propios ʺdelirios febrilesʺ bajo la forma de su propia representación, destruye según San Max [Stirner] realmente
estas potencias al quitarse de la cabeza su falsa opinión sobre ellas (Marx, 1845: 135/137).

Lo que según Marx debía haber contado Stirner es lo siguiente: hay potencias y
relaciones reales; de ellas el joven se crea estúpidas ideas. Luego destruye esas Ideas y se
imagina que ha destruido las potencias y las relaciones en cuestión, cuando, como es
patente, lo único que ha destruido es su ʺdelirio febrilʺ de aplicado adolescente.

Por ejemplo, ni siquiera resuelve la categoría ʺPatriaʺ, sino solamente la opinión privada que él tiene de esta
categoría, dejando en pie con ello la categoría de validez general [...] Pero quiere hacernos creer que ha resuelto
la categoría misma, por haber resuelto simplemente su actitud privada de ánimo hacia ella, que ha destruido la
potencia imperial por haber desechado sencillamente su idea fantástica del emperador (Marx, 1845: 136/138).

Y por ese fantástico procedimiento –ʺque no figura en ningún manual de economíaʺ–, Stirner (o el Único)
se va apropiando del mundo entero. Los frutos y milagros que es capaz de rendir esta forma de ʺapropiaciónʺ son
desarrollados por todo ʺEl Libroʺ. Cuando está claro que

en el fondo, [el Único] sólo ʺtomaʺ como lo suyo y se apropia, no ʺel mundoʺ, sino solamente su
ʺdelirio febrilʺ sobre el mundo. [...] Se olvida de que sólo ha destruido la forma fantástica y
fantasmal que las ideas de patria, etc., adoptaban en el cerebro ʺdel jovenʺ, pero sin tocar
todavía para nada estas ideas, en cuanto expresan relaciones reales. Muy lejos de haberse
convertido en dueño y señor de las ideas, ahora ha llegado tan sólo a poder ʺpensarʺ (ibíd.,
137/138).

En resumidas cuentas, el ʺadultoʺ en cuestión lo único que ha descubierto es que de


ʺjovenʺ no ha dicho más que estupideces. Ahora puede problematizar esas ideas que

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antes adoraba, eso es todo. Destruyendo su delirio febril sobre cosas e ideas (es decir,
como dice Stirner, ʺhaciéndolo suyoʺ) lo único que ha hecho es hacer suyas sus
opiniones: ha descubierto, sin más, que las estupideces que pomposamente pronunciaba
sobre el mundo eran sus estupideces. A la postre, ni siquiera ideológicamente ha ocurrido
nada: pues lo único que ha hecho suyas son sus opiniones sobre las Ideas, no las Ideas
mismas. Y mucho menos las relaciones reales que éstas expresan. En efecto, tal y como
decía el texto de Marx acabado de citar, el hombrecito en cuestión tan sólo se encuentra
en un momento en el que podría comenzar a pensar.
Y éste es precisamente el problema más grave. El joven stirneriano en lugar de
comenzar a pensar prefiere delirar sobre su propio delirio, pretendiendo hacer pasar el
incidente meramente personal de su mayoría de edad por una revolución histórica sin
precedentes. Y como su propio personaje, Stirner, en lugar de poner manos a la obra
para investigar las relaciones reales que su juventud le escamoteaba, decide utilizar su
esquema biográfico de las edades del hombre para explicar la estructura general de todo
desarrollo histórico. Se encamina entonces hacia el nuevo continente de la historia y en
vez de pensar ʺlo que verdaderamente ha ocurrido en la transformación de las relaciones
reales de la propiedad y la producciónʺ, Stirner se pone a contar un fantástico entramado
de mitos históricos, que, frente a Hegel, destacan por su ingenua ociosidad.

2.3. El hiperidealismo de una supuesta investigación materialista de la


historia

Si las páginas anteriores han abusado de la paciencia del lector resumiendo sin
demasiado comentario la doctrina stirneriana ha sido con la intención de que fuera
posible calibrar los efectos epistemológicos que tiene su ʺilusión hegelianaʺ a la hora de
afrontar la investigación histórica.
Stirner, como se acaba de decir, utiliza el esquema niño‐joven‐hombre para ordenar
la historia en general y cada etapa de la historia en particular, de modo que, podría
decirse que gracias al engranaje de su delirio, ʺtodo está en todoʺ en su mundo histórico.
El triángulo en cuestión se impone pues como un método de investigación histórica que
funciona muy vistosamente de forma semejante a las tríadas hegelianas. La diferencia
con Hegel es, sin duda, que éste es mucho más inteligente, pero, en opinión de Marx,
ambos comparten la misma ʺmanera alemana de concebir la historiaʺ: para todos los
historiadores alemanes el despliegue conceptual es el verdadero motor de la historia; una
época no se transforma en otra si no es porque el concepto de una necesita transformarse
en el concepto de la otra. En el sistema hegeliano se ha mostrado, en un golpe de efecto
de sorprendente belleza y de incontestable rigor, que, por lo que acaba de decirse, la
historia de la filosofía es la verdad de la historia en general. Nada ocurre en la historia

32
que no sea, en su verdad, filosofía. Lo que en cada etapa histórica representa el juego de
lo real consigo mismo queda desplegado en la filosofía que esa etapa es capaz de
producir. Lo que se está jugando en cada época es siempre un determinado concepto.
Situación teórica que Marx resume como un síntoma fatal de la postura alemana frente a
la historia: ʺLa idea especulativa, la representación abstracta se convierte en la fuerza
propulsora de la historia, lo que hace de la historia, por tanto, simplemente la historia de
la filosofíaʺ (ibíd., 141/143) En capítulos posteriores de estas mismas páginas se intentará
discutir la inesperada fuerza de este planteamiento teórico hegeliano. Pero, en Stirner,
esta ʺmetodologíaʺ histórica tan ʺalemanaʺ se traduce finalmente en un ʺcandorʺ y un
ʺsimplismoʺ inauditos. La historia queda resumida –como ya ha podido comprobarse más
arriba– en la sucesión del Realismo (niño) al Idealismo (joven), y de ahí a la síntesis de la
negatividad pura: el Egoísmo (adulto). Lo que se ha jugado en el fondo histórico
estudiado por las legiones de historiadores, antropólogos, economistas y sociólogos que
pueblan nuestra comunidad científica ha sido la biografía intelectual de un universitario
alemán cualquiera del siglo XIX. Cómo ha podido desembocarse en una situación de
semejante esterilidad científica es cosa que compete a estas páginas ir diagnosticando.
Pero, primero, es preciso describir de algún modo la aportación stirneriana.
El esquema general de las edades de la historia stirnerianas que Marx nos
proporciona (1845: 142‐143/144‐147), puede resumirse como sigue:
– Primer esquema general:

1. Realismo‐niño‐negro.
2. Idealismo‐joven‐mongol.
3. Egoísmo‐hombre‐caucasiano.

– Segundo esquema: el tercer punto (el hombre, el caucasiano) repite a su vez el


esquema general en su interior:

1. Antigüedad: Caucasianos negroides. Hombre infantil. Hombre realista...


2. Modernidad: Caucasianos mongoloides.Hombre joven. Hombre idealista.
3. Anuncio del nuevo mundo: el YO, el ʺcaucasiano caucásicoʺ: superando el
espíritu que ha superado el mundo, se hace dueño de todo.

La ʺilusión hegelianaʺ se hace especial y chocantemente explícita en el segundo


apartado caucásico, en el que surge la Jerarquía. En la historia surgen dos especies de
grandes clases sociales: los cultos y los incultos. De entre los primeros, en un momento
ulterior, surge el hegeliano, del segundo el no hegeliano. Los hegelianos dominan sobre
los no hegelianos. Por eso Hegel representa el momento supremo en el que todo está
gobernado por las ideas... y por tanto, por lo visto, por los ideólogos. De donde resulta la

33
absurda conclusión de que Hegel al menos debería haber reinado en el mundo –como sin
duda reinó en el ámbito universitario que para Stirner marcó el horizonte inconfesado de
todas sus miradas–. Así las cosas, se comprende que no haya más osada rebelión que
rebelarse contra Hegel y sus secuaces, incluidos aquí Feuerbach y Bruno Bauer. Lo
sorprendente de esta ingeniosa construcción es que la concepción alemana de la historia
como imperio de la idea se transmuta para Stirner en una etapa histórica realmente
fechada: una etapa dominada por los ideólogos.
Lo que, naturalmente, Stirner no puede evitar es que después de tan repetitivas
cancelaciones históricas sigan existiendo los negros y los niños, y lo que es peor: su
mundo, el mundo.

2.4. La enajenación y sus ejemplos

La obra de Stirner puede hoy día interesar más o menos o nada, igual que la crítica
de Marx. Lo que en cualquier caso es una advertencia, a la que no podemos sustraernos,
es la extraña situación por la que pueden tomarse por materialistas posturas que en
realidad no sólo siguen siendo idealistas sino que, en comparación con Hegel, son incluso
clasifícables de ultraidealistas. De hecho, en el caso de la obra de Stirner y de otros
textos de la izquierda hegeliana, nos encontramos con lo que probablemente son los
únicos testimonios en el interior de la historia de la filosofía de lo que suele considerarse
como idealismo en el sentido más vulgar. El ingenioso esquema que este supuesto
materialismo pone en juego es –como se ha comprobado– el siguiente: ʺEl mundo está
dominado por las ideas –por culpa de los idealistas–. Como nosotros somos materialistas
luchamos contra las ideas. Y así nos hacemos dueños del mundoʺ. Fuera de estos textos,
se puede decir que ʺidealismoʺ nunca ha significado nada semejante en la historia de la
filosofía, a excepción de la propia tradición marxista, que para su desgracia heredó el
término en este sentido, y que, rizando el rizo de la farsa, como hizo Ernst Bloch en
1951, pretendió destruir este idealismo esgrimiendo religiosamente la idea (muy
vivificada dialécticamente) de materia.
Lo mismo puede decirse de muchos supuestos intentos de superar la especulación
hegeliana. Sólo en el siglo XX, y partir de la década de los sesenta, iba a mostrarse la
extraordinaria dificultad que, para la filosofía, ha supuesto poner un solo pie realmente
fuera de Hegel. También aquí el caso Stirner tiene que valer de advertencia. Pues es
patente que en sus manos la especulación hegeliana no queda superada más que en virtud
de un recurso hiperespeculativo: la lógica ha digerido todo lo real, hasta el punto de que
una mera prestidigitación lógica puramente voluntarista dispensa de todo trabajo para
investigar cualquier contenido real.
El truco lógico en cuestión tiene su profundo engranaje en el concepto de

34
enajenación o alienación, concepto con el que todo el siglo XX se ha peleado en
tormentosas polémicas. En los años sesenta, en especial, se hizo absolutamente urgente
decidir si Marx utilizaba ese concepto en toda su obra o si prescindía radicalmente de él
en algún corte epistemológico crucial. No viene al caso ahora esta polémica. Sí es un
hecho patente que en La ideología alemana Marx utiliza este término siempre en un
sentido irónico y despectivo, en frases de este tipo: ʺ[digamos] enajenación, para
expresarnos en términos comprensibles para los filósofos...ʺ (1845: /36). Y es indudable
que la hiperespeculación que Marx denuncia en la izquierda hegeliana tiene su meollo
lógico en dicho concepto.
Es absolutamente fundamental para comprender muchas de las encrucijadas teóricas
en las que se ha enredado en este siglo la polémica sobre el materialismo advertir qué es
exactamente lo que Marx tiene que reprochar en 1845 al concepto de alienación.
Se ha hecho mucha mala literatura humanista sobre la alienación del hombre. Si ha
resultado un desatino poner esas letanías en boca de Marx no es porque él tuviera que
estar en especial desacuerdo, sino sencillamente porque Marx se dedicó, durante toda su
vida, a otra cosa. Marx no negaría, sin duda, que el hombre en la sociedad capitalista está
ʺalienadoʺ –o que lo haya estado en otros modos de producción–, pero con este término
se limitaría a resumir ʺen términos comprensibles para los filósofosʺ algo que él habría
estudiado en otro sitio, con otras categorías y con otros procedimientos metódicos. Eso
es todo. Y si, en ocasiones como la de 1845, Marx denuncia este término como
pernicioso es precisamente porque entre sus servicios teóricos se encuentra el de eclipsar
las preguntas que han llevado a plantear esa otra investigación con otras categorías y
otros procedimientos metódicos. El engranaje de la Aufhebung hegeliana, del que la
enajenación es un momento fundamental, tiene para Marx un rendimiento teórico estéril.
Pero no sólo estéril, sino también nefasto para la investigación histórica, pues dicho
recurso especulativo permite que esa agitada esterilidad se haga pasar por un verdadero
desarrollo teórico y un avance de la búsqueda científica. El tan cacareado antihumanismo
de Marx, por el que prescinde también de los servicios teóricos del concepto de hombre,
es tan sólo una consecuencia directa de haber renunciado a la problemática de la
alienación como vía de investigación del continente historia. Más adelante se comprobará
esto con más claridad.
Por el momento, conviene detenerse en la opinión que a Marx le merece la
utilización stirneriana de esta noción. Una vez más es preciso insistir en que lo que Marx
denuncia es la manera en la que el término alienación impide pensar y, al tiempo, logra
ocultar que no se ha pensado. Lo que Marx tiene que reprochar a Stirner es que por un
procedimiento hiperespeculativo ha cerrado todas las vías por las que la investigación
podría abordar la historia. Marx pone muchos ejemplos al respecto. Sea cual sea la
realidad histórica a pensar, ya se trate del Estado, la Nación, el Dinero, el trabajo, la renta

35
del suelo, o incluso el propio Feuerbach, o un filósofo como Rousseau, el razonamiento
de Stirner funciona a partir de la misma matriz lógica de la enajenación, con arreglo a la
ecuación fundamental siguiente:

Yo no soy el Estado [por ejemplo]


Estado = no‐Yo
Yo = no del Estado.
No del Estado = Yo.
O dicho en otros términos: Yo soy la ʺnada creadora en la que desaparece el Estadoʺ
(1845: 331/325).

Esta ecuación le sirve a Stirner para destruir todo lo sagrado y convertirlo en Mi


propiedad. Se ha resaltado a menudo la estafa lógica por la que ilusoriamente se pretende
aquí haber destruido una realidad con un mero razonamiento. Pero todo el acento del
texto de Marx está puesto en otra parte, a saber, en el modo en que dicho razonamiento
permite ahorrarse el explicar la realidad supuestamente destruida. Para Stirner, cualquier
relación histórica es un ejemplo que funciona en dicho esquema. Y esto es precisamente
lo que desata las protestas de Marx: el esquema mismo ya explica todo lo que hay que
explicar, y el universo completo de los contenidos históricos ingresa en su obra sin más
interés que el de servir de ejemplo. El resultado es pavoroso: el conjunto de todo lo que
hay que pensar en el continente historia, todo aquello con lo que la comunidad científica
se rompe a diario la cabeza, aparece sustraído a toda empresa teórica e inefabilizado bajo
su condición de ʺejemploʺ. Los contenidos históricos no aparecen como aquello que hay
que explicar, sino como ejemplos de algo ya explicado: el esquema con el que el Único
destruye lo sagrado, y lo convierte en su propiedad.

La gran tesis que sirve de base a todas estas ecuaciones es ésta: Yo no soy el no‐Yo. A este no‐Yo se le dan
diferentes nombres, que, de una parte pueden ser puramente lógicos, como por ejemplo el ser en sí o el ser otro
y, de otra parte, los nombres de representaciones concretas, tales como el pueblo, el Estado, etc. [...] Pero como
las relaciones reales introducidas de este modo sólo se presentan como distintas modificaciones –distintas,
además, solamente en cuanto al nombre– del no‐Yo, no es necesario decir absolutamente nada acerca de estas
relaciones reales mismas (1845: 331/325).

El no‐Yo es lo ajeno al Yo. Por tanto, deduce Stirner, nada más ni nada menos, es
el yo enajenado. ʺAcabamos de encontrar la fórmula lógica con arreglo a la cual se
representa San Sancho [Stirner] como lo ajeno al Yo – como la enajenación del Yo–
cualquier objeto o relación, los que se le ocurran: de otra parte, San Sancho puede,
como veremos, presentar a su vez cualquier objeto o relación como creados por el Yo y
pertenecientes a élʺ (ibíd., 332/326). En efecto, puesto que todo lo ajeno al Yo es su
enajenación, si el Yo supera su enajenación, hace del objeto su propiedad. Esto se logra

36
gracias a otra ecuación adyacente: ʺlo ajeno = lo sagradoʺ. Por tanto, superar la
enajenación es superar el carácter sagrado de algo. Basta dejar de creer que algo es
sagrado para convertirte en su propietario.

Por ser lo sagrado algo ajeno, todo lo ajeno se convierte en lo sagrado; por ser lo sagrado un vínculo, una
traba, todo vínculo, toda traba se convierte en lo sagrado. Con ello, San Sancho consigue que todo lo ajeno se
convierta en una simple apariencia, en una representación, de la que él se libera sencillamente protestando contra
ella y declarando que no se da en él semejante representación. Exactamente como [...] veíamos que a los
hombres les bastaba con cambiar de conciencia para que todo el mundo marchase all right. Toda nuestra
exposición ha puesto de manifiesto cómo San Sancho critica las relaciones reales todas limitándose a declararlas
como lo sagrado, y las combate combatiendo la representación sagrada que él se había formado en ellas (ibíd.,
333/327).

Comprobamos así cómo, en efecto, la historia misma se ha convertido en una mera


cuestión de ideas. Lo único con que se juega en el terreno histórico es con apariencias y
representaciones, igual que en la historia de la filosofía lo único que hay que hacer es
pensar contra las apariencias y las representaciones de la imaginación. Pero, como se
viene señalando, no es sólo que Stirner crea hacer revoluciones cuando ataca a los
molinos de viento que él ha imaginado como gigantes, sino que, de este modo, se libra de
pensar cualquier contenido real. No hay que olvidar que su guerra contra lo sagrado no
sólo pretende ser una revolución histórica, sino que funciona incansablemente como la
base epistemológica de toda una supuesta ciencia de la historia. Es por lo que Marx
señala lo siguiente:

La primera dificultad parece provenir del hecho de que lo sagrado es, en sí, muy diverso y de que, por
tanto, al criticar a un algo sagrado concreto, debería dejarse de lado su santidad, para criticar el contenido
concreto mismo (ibíd., 334/328).

Pero los contenidos a Stirner no le importan nada, puesto que como se ha visto, le
basta con saber que son ejemplos de lo sagrado. ʺOtro ejemplo de lo sagrado es el
Estado, otro ejemplo es la familia, otro es la sociedad, otro el Hombre, otro, incluso, es
el propio Feuerbach, etc.ʺ. De modo que quedamos dispensados no sólo de explicar esas
realidades, sino incluso de leer a Feuerbach. Para Stirner es suficiente saber que si tales
cosas son sagradas entonces de lo que se trata es de despreciarlas hasta que se conviertan
en nuestra posesión. Se ve con claridad que lo que esta peculiar forma de ʺapropiaciónʺ
impide, en cada ocasión, es la apropiación teórica de la realidad en cuestión, es decir, su
conocimiento.

2.5. El malentendido marxista en torno a la noción de prâxis

Si insistimos obsesivamente en este último punto es porque ha resultado habitual en

37
la tradición marxista considerar que la postura encubiertamente idealista de Stirner tiene
como efecto impedir alguna transformación del mundo –que es ʺde lo que se trataʺ,
como reza la conocida ʺTesis sobre Feuerbachʺ– o entretener a sus lectores con ociosas
y estériles empresas teóricas paralizando sus posibilidades prácticas. Semejante
interpretación tiene como irónico resultado el dar una nueva vuelta de tuerca a la ilusión
hegeliana. Pues, en efecto, parece negar furiosamente a Stirner el papel de motor de la
revolución para hacerle motor de la reacción histórica, lo que no se ve por qué habría de
resultar menos idealista. Hay que insistir, por el contrario, en que el texto de Marx no
reconoce a Stirner otra capacidad que la de realizar un escamoteo teórico: lo que hace es
crear la ilusión de que se ha explicado cuando no se ha explicado y cuando ʺde lo que se
trataʺ es de explicar.
Lo que ha confundido a la tradición marxista y no marxista a propósito de este
escamoteo fundamental de la izquierda hegeliana es, sin embargo, harto fácil de
descubrir. Todo reside en que la forma en que textos como los de Stirner sortean la
investigación teórica presenta la apariencia de haber hecho algo supuestamente más
radical y poderoso que lo que la teoría podría aportar. Es Stirner, precisamente, el que
pretende ʺhaber transformado el mundoʺ en lugar de limitarse a ʺinterpretarloʺ. No
parece que repetir la 11.a Tesis sobre Feuerbach que Marx escribió en una escuálida línea
no publicada vaya, pues, a valer de antídoto contra Stirner, ni contra Feuerbach, ni
contra nada. Muy al contrario, es el mejor modo de ser precisamente stirneriano y no
ʺmarxistaʺ. Se dirá que cuando Marx escribe su famosa tesis, está pensando en los
movimientos obreros franceses e ingleses, oponiéndolos al vano entretenimiento de los
filósofos. Pero entonces no se entiende por qué Marx no despachó con esa tesis todo lo
que tenía que despachar con los filósofos y, por el contrario, se dedicó toda su vida al
entretenimiento teórico de discutir con ellos.
Y es que Stirner, al mutar todos los conflictos y relaciones reales en meros conflictos
y relaciones del individuo con sus representaciones, lo que está escamoteando no son los
conflictos reales mismos –que naturalmente que siguen existiendo sin preguntar su
opinión a Stirner–, sino el conocimiento de esos conflictos y relaciones. El texto de Marx
insiste muy precisamente en este punto:

Las contradicciones reales en que se mueve el individuo se convierten, así, en contradicciones del individuo
con lo que él se representa, o como San Sancho lo expresa también de un modo más simple, con la
representación, con lo sagrado. [...] Por donde la conclusión es que no se trata de la solución práctica del
conflicto real, sino simplemente de abandonar la representación que él se forma de este conflicto, a lo que, como
buen moralista, exhorta apremiantemente a los hombres. Una vez que San Sancho ha convertido, así, todos los
conflictos y contradicciones en que se mueve un individuo en simples contradicciones y conflictos entre este
individuo y sus representaciones, representaciones que se han hecho independientes de él y han llegado a
dominarlo, metamorfoseándose de este modo, ʺfácilmenteʺ, en la representación, en la sagrada representación, en
lo sagrado, al individuo no le queda ya, por tanto, más camino que cometer el pecado contra el Espíritu Santo de
abstraerse de esta representación y declarar que lo sagrado es un espectro. Esta estafa lógica que el individuo

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comete consigo mismo es considerada por nuestro santo como uno de los más altos esfuerzos del egoísta. Pero,
por otra parte, cualquiera puede darse cuenta de cuán fácil es, por este camino, declarar como subordinados,
desde el punto de vista del egoísmo, todos los conflictos y movimientos que se presentan en la historia, sin
necesidad de saber nada de ellos (SN), pues basta para eso con destacar algunos de los tópicos con ellos
relacionados, convirtiéndolos en ʺlo sagradoʺ a la manera ya indicada, presentando a los individuos como
subyugados por esta potencia de lo sagrado y manifestando luego en contra de ellos su desprecio por ʺlo sagrado
en cuanto que talʺ (Marx, 1845: 339‐340/334).

Si se lee este texto con detenimiento se comprobará que lo que según Marx nos ha
escamoteado Stirner no es ʺla praxisʺ, sino la obligación teórica de comprender lo que
estaba en juego en esas relaciones y conflictos reales. Si para ello nos ha hecho creer que
nuestro esfuerzo ideológico ha resuelto prácticamente el conflicto, eso no va a paralizar
ninguna huelga ni en París ni en Berlín, ni tampoco va a hacer creer a nadie que le han
subido el sueldo. La cuestión es bastante más modesta, en lo que pueda tener de
modesto una empresa teórica: Stirner ha hecho creer que se entendía lo que sigue
fatalmente sin entenderse.

2.6. Primeras conclusiones sobre el materialismo y su dificultad

De semejante embrollo es preciso guardar una conclusión fundamental para


capítulos ulteriores. Si ʺmaterialismoʺ quiere decir algo contra ʺidealismoʺ ello no puede
ser sino una forma de demostrar que lo que el idealismo pretende dar por entendido sigue
en realidad sin entenderse y que para entenderlo es preciso emprender un desarrollo
teórico que demuestre ser distinto y que demuestre entender mejor. Nadie puede lograr
ser materialista con reivindicaciones de la prioridad de la materia o cosas por el estilo.
Marx, al menos, jamás siguió ese camino. Lo que Stirner reprocha al idealismo es
someter a los hombres a las ideas como algo sagrado. Propone, pues, despreciar lo
sagrado y Marx le acusa entonces de hiperidealista. Pero la razón que nos da no puede
llevar a engaño: ese ʺdesprecio por lo sagrado en cuanto que talʺ con el que se ha
investido lo real, no es sino la forma en que se desprecia el esfuerzo por comprender la
realidad en cuestión. Tras todas estas páginas, lo único que se puede dar por sentado es
que para el materialismo el idealismo aparece como una solución de facilidad que
encubre y entorpece una tarea científica. Nada sabemos respecto a si esa tarea necesita
ser materialista a su vez o le vale sencillamente con ser científica.
En resumen, puede concluirse que no es posible saber lo que nombra la palabra
materialismo si no se llega a demostrar que el idealismo mismo es una solución de
facilidad que cuando pretende haberse hecho cargo de alguna determinación ésta ha
sufrido ya algún tipo de desgaste, de atraco o de inefabiliza‐ ción o nihilización. Este
espejismo de progreso teórico, caracterizado en general como una ilusión hegeliana, tiene
que resultar difícil de probar respecto a un pensador como Hegel, que, en la

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Fenomenología, se ha vanagloriado precisamente del cuidado de la determinación, en
honor de la ʺpaciencia del conceptoʺ. El materialismo tiene su causa perdida si no logra
demostrar que la ʺpaciencia del conceptoʺ hegeliana esconde una pereza teórica
fundamental. Y ello pese a que Hegel no deje de acusar a Kant y a los filósofos críticos
de perezosos. También al amor se le reprocha su pereza; el amor ʺno sabe mantener
firmes las determinacionesʺ (Phä, III: 24/16). Pero el amor, al menos, sabe esperar; lo
que demuestra de todos modos una paciencia real, mientras que el concepto hegeliano,
que jamás deja de trabajar para proporcionarse la determinación, demuestra más bien la
impaciencia de un Dios que, incapaz de aguardar la llegada de un mundo –función que en
la historia de la filosofía se ha llamado sensibilida–, hubiera decidido crearlo.

2.7. El humanismo y el "verdadero socialismo" alemán

El primer volumen de La ideología alemana se ocupa de Feuerbach, Bauer y


Stirner, es decir, de lo que Marx considera el paralelo alemán del movimiento
revolucionario de la burguesía francesa e inglesa. El segundo volumen se ocupa de
mostrar que el mismo tipo de escamoteos ideológicos acontecen en el paralelo alemán de
los movimientos proletarios. El ʺcomunismoʺ de los partidos obreros franceses e ingleses
se ha transformado en Alemania en el llamado ʺverdadero socialismoʺ. Esta doctrina
arranca fundamentalmente de Feuerbach y pretende explicar a los franceses lo que ellos
piensan sin saberlo. En la terminología propia de la ideología alemana, los franceses han
sido ʺen síʺ alemanes, razón por la cual los franceses reales no han entendido lo que han
hecho y sólo pueden esperar a que un despliegue ʺpara síʺ se lo explique, por lo que
podría decirse que Francia no ha sido sino una astucia de lo alemán.
Su característica fundamental es el humanismo. Quien debe ser liberado ya no es,
como lo entienden los comunistas franceses, el proletariado, sino el hombre. Y no debe
ser liberado de la explotación, sino de la alienación. En principio, nada hay que objetar a
un planteamiento de este tipo, que también Marx defendió en su momento. El problema
es que mientras el socialismo y el comunismo tienen sus partidos y sindicatos realmente
existentes, el ʺhumanismoʺ, el ʺsocialismo verdaderoʺ alemán, no necesita ningún partido
o sindicato para ser el Partido mismo, la idea misma de partido, podría decirse, cuando,
en realidad, se trata de una camarilla de insignificantes intelectuales que pretenden estar
estremeciendo el mundo.
ʺEn el humanismo–se puede leer en uno de los artículos renanos citados por Marx–
se borran todas las disputas en torno a los nombres: ¿para qué comunistas, para qué
socialistas? Todos somos hombres.ʺ A lo que replica Marx: ʺTous frères, tous amis... [...]
¿Para qué hombres, para qué bestias, para qué plantas, para qué piedras? ¡Todos somos
cuerpos!ʺ (1845: 565/560‐561). Lo que se reprocha al humanismo es haber sustraído

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tanto a la práctica como a la teoría todo un universo muy determinado: el universo de
condiciones sociales contra el que se empeña prácticamente el movimiento comunista
europeo y frente al que se sitúa la investigación teórica de Marx. El hombre es una
evidencia, como es una evidencia que los hombres hacen la historia. Pero, el problema
es que partiendo de tales evidencias, como demostrará a la postre la obra de Marx, no
hay forma de emprender el análisis del universo de condiciones que en cada caso se
ponen en juego en la historia. Y ello, en principio, por una coherencia que no tiene de
antihumanista o de materialista más de lo que pueda tener Platón: aquello que hace a las
cosas ser lo que son no es visible entre las evidencias de lo directamente vivido. La teoría
tiene que arrancarse del tejido de evidencias en la que se despliega lo vivido, para
acceder a las estructuras que hacen de las cosas aquello que ellas son. Más tarde se
discutirá este problema. Por el momento, sólo hay que señalar cómo, en un determinado
período histórico, el humanismo ha tenido la potencia de encubrir o sustraer –a la
investigación teórica– el conjunto de problemáticas en las que estaba comprometido el
movimiento obrero europeo. Mientras en Alemania se hablaba de la enajenación del
hombre y se luchaba contra ella desde la cátedras universitarias, unos movimientos que
en principio no tendrían ningún reparo en admitir que luchaban contra la alienación del
hombre, se enfrentaban en otros lugares contra estructuras que no se hacían visibles a
partir del concepto de hombre. De ahí que Marx, como el comunismo francés o inglés,
dirigiera su mirada en otra dirección y denunciara el humanismo como un dispositivo que
enmascaraba las problemáticas que ahí se divisaban. Habrá luego tiempo de mostrar que,
al dirigir su mirada a otro sitio, Marx cambia de mundo no menos que Platón, pues lo
hace, en realidad, en el mismo sentido: abandona el mundo de las fantasmagorías de lo
vivido para acceder al mundo de los conceptos capaces de apropiarse teóricamente de
este mundo, que es –quién lo pretendería negar– el único. Entre un mundo y otro no hay
más khorismós, pero tampoco menos, que la diferencia que hay entre vivir las cosas y
conocerlas.

2.8. La separación materialista de lo teórico y lo práctico

El hombre es una sombra en la caverna y la lucha contra la enajenación del hombre


sólo se debate con sombras. Por eso, en Alemania, donde sólo se combaten
representaciones, basta la universidad como campo de batalla. Comentando uno de los
artículos renanos del ʺverdadero socialismoʺ, nos dice Marx lo siguiente:

En la pág. 172 se nos dice que ʺla consecuencia final del escolasticismo es la escisión de la vida, que Hess
destruyeʺ. Por tanto, la teoría se presenta aquí como la causa de la ʺescisión de la vidaʺ. No se ve por qué estos
verdaderos socialistas hablan para nada de la sociedad, si creen con los filósofos que todas las divisiones reales
son provocadas por escisiones conceptuales (1845: 565‐566/561).

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El tipo de empresa en el que la intelectualidad socialista o liberal alemana está
comprometida se muestra descarnadamente en lapsus retóricos como éste al que alude
La ideología alemana:

Este varón [Bruno Bauer] imbuido del santo temor de Dios tiene la desvergüenza de
reprocharle a Feuerbach: ʺFeuerbach hace del individuo, del hombre deshumanizado del
cristianismo, no el hombreʺ, ʺel hombre verdaderoʺ (!), ʺrealʺ (!!), ʺpersonalʺ (!!!), ʺsino
el hombre privado de virilidad, el esclavoʺ, afirmando con ello, entre otras cosas, el
absurdo de que él, San Bruno, es capaz de hacer hombres con su cabeza (1845:
106/102).

Se dirá que en esta ocasión el sarcasmo de Marx raya en la exageración. Se puede


dudar de que Bruno Bauer pensara estar ʺhaciendoʺ un nuevo tipo de hombre con su
obra, de modo que bastara leerla para que la historia variara su curso.Y sin embargo, el
lapsus retórico esconde un desplazamiento de problemática altamente significativo para la
empresa teórica en la que se pretende estar comprometido. Para Marx jamás se trata de
demostrar que el hombre es, por ejemplo, ʺrealmente libreʺ. Pues una empresa teórica de
este tipo presupone que el hombre es, pues, ʺilusoriamente esclavoʺ, por ejemplo.
Presupone, por tanto, que la esclavitud es una enajenación que sufre el hombre respecto
a lo que él es realmente. Y entonces es como la lucha contra la esclavitud puede aparecer
lógicamente como una lucha contra esa ilusión, contra la ilusión en cuestión que esclaviza
de tal forma a los hombres. Ante este tipo de cuestiones, Marx sigue siempre un camino
completamente distinto: para él, de lo que se trataría en todo caso sería de demostrar
teóricamente que el hombre es realmente esclavo en esas condiciones reales.
ʺDemostrarʺ aquí significa: sacar a la luz en qué consiste esa esclavitud real. Ello
implica, contrariamente a lo que implica el camino de Bauer o Feuerbach en el texto
citado, demostrar que la esclavitud en cuestión no deriva de una ilusión de la conciencia
que con una nueva conciencia pudiera ser destruida.
Para Bruno, para Stirner y los socialistas ʺalemanesʺ el problema es muy distinto:
ellos no cesan de afirmar que el hombre, ʺrealmenteʺ, no es un esclavo, que lo que
ocurre es que se encuentra ʺenajenadoʺ. ʺEnajenadoʺ quiere decir que se encuentra en
una situación en la que se hace siervo de lo que en realidad no es sino su propia esencia,
de lo que ʺverdaderamenteʺ le pertenece; siervo de lo que él es ʺrealmenteʺ. Por
consiguiente, el secreto profundo de cualquier servidumbre es una ilusión religiosa. El
hombre no adora en lo sagrado si no su propia esencia, sólo que la adora como si no
fuera suya. La esclavitud es una ilusión. Para dar la victoria a Espartaco basta con que la
conciencia se niegue de pronto a dejarse engañar. Si el hombre es realmente libre lo que
hace falta es devolverle su realidad, destruir la ilusión sagrada que le separaba de ella. A
lo que Marx replicaría: lo único que se habrá logrado, en todo caso, será devolverle su

42
esclavitud sin ropajes religiosos. Porque el problema es que el hombre es –en
determinadas condiciones– realmente esclavo. Y por tanto, toda la cuestión estará –para
la teoría– en saber qué condiciones son ésas. Y para la práctica la cuestión radicará en
cambiar esas condiciones. Aquí, contra lo que muchas interpretaciones de las Tesis sobre
Feuerbach han sugerido, la argumentación marxista lo que hace es separar muy radical
y cuidadosamente lo teórico de lo práctico, al contrario de lo que hacen precisamente
los izquierdistas hegelianos, para los que la empresa teórica y la práctica se confunden.
Para estos últimos, el itinerario teórico resuelve el problema práctico; pero esto
ocurre porque el problema mismo a resolver se ha disuelto en la confusión entre lo
teórico y lo práctico; el universo que había que pensar y sobre el que había que actuar ha
desaparecido, y sólo por ello, en el vacío resultante, actuar y pensar pueden tener una
eficacia idéntica a fuerza de nulidad.
Hay que constatar que la diferencia con el planteamiento de Marx se opera, pues, en
dos bandas. Por una parte, la tarea teórica no es sencillamente inversa, sino que camina
hacia objetos distintos. Para la izquierda hegeliana la tarea es demostrar que el hombre es
libre y que, por consiguiente se encuentra, en estas condiciones, alienado. Para Marx se
trata de demostrar que es esclavo, es decir, de explicar las condiciones reales capaces de
generar esa esclavitud.
Por el otro lado, en el plano práctico, la situación es también enteramente distinta.
Para la izquierda hegeliana la tarea práctica está contenida en el éxito de la teórica: si se
consigue demostrar al hombre su libertad, se habrá deshecho la ilusión y, por tanto, se
habrá superado su enajenación. Para Marx no se habrá hecho nada prácticamente hasta
que no se haya destruido realmente las condiciones de esa esclavitud. La teoría no viene
aquí más que a ʺañadirse a lo realʺ proporcionando a la práctica el arma teórica de saber
con qué condiciones reales tiene que enfrentarse. No es ni mucho menos indiferente
conocer que no conocer, pero el conocimiento no introduce en lo real otro milagro que el
haberlo conocido.

2.9. Las Tesis sobre Feuerbach como problema

Marx se desgaja del universo ideológico alemán, por tanto, en dos planos distintos.
Al no reparar en ello, la interpretación de La ideología alemana acabó trivializándose en
la tradición marxista, generándose un conocido tópico que la 11.a tesis sobre Feuerbach
se encargó de airear a los cuatro vientos. En concreto, esta tesis nos impele a
comprender la crítica de Marx en el siguiente sentido: ʺNo se trata de demostrar que el
hombre es libre y que por consiguiente se haya alienado, sino de producir un hombre
libre. No se trata, en definitiva, de demostrar nada, sino de cambiar el modo de
producción que hace a los hombres esclavos. No es una tarea filosófica (teórica) sino

43
histórica (práctica)ʺ. Pero esta forma de plantear el problema eclipsa un problema
fundamental, que es precisamente aquel en el que se ocupará Marx toda su vida: el
problema teórico de comprender la esclavitud en cuestión. Esta 11.a Tesis ha hecho que
toda La ideología alemana haya sido interpretada como si lo que en suma hiciera Marx
contra los filósofos alemanes fuera contraponer la práctica a las teorías. Y sin embargo,
lo que encontramos en toda la obra es algo muy distinto: pues lo que más les reprocha
Marx es la forma en la que impiden pensar teóricamente las distintas cuestiones del
continente historia a las que van aludiendo. Si Marx repasa página a página El único y su
propiedad no es para reprochar a Stirner el no militar en el partido comunista, sino para
mostrar la forma en la que va taponando todos los cauces teóricos que pudieran abordar
las diferentes cuestiones implicadas en su obra. Lo minucioso de su crítica no puede ser
resumido en el abstracto tópico que reclama actos en lugar de palabras. Menos aún se
explicaría entonces que Marx se tomara en adelante toda su vida para escribir una obra
estrictamente teórica, mientras que los comunistas no paraban de reclamarle Manifiestos
que nunca tenía tiempo de escribir. La obra posterior de Marx no hace sino recorrer
teóricamente los cauces de investigación obturados por la ideología alemana.
Muchas de las maneras en las que se intentó solventar el manifiesto absurdo de esta
interpretación no hicieron sino empeorar el problema y en ello tuvo una especial
responsabilidad la sorprendente 2.a Tesis sobre Feuerbach (cfr. 1845, Werke, II: 1‐
4/665‐668), que convertía la práctica en el criterio de lo teórico.

El problema de si puede atribuirse al pensamiento humano una verdad objetiva no es un problema teórico,
sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre debe demostrar la verdad, es decir, la realidad y el
poder, la terrenalidad de su pensamiento. La disputa en torno a la realidad o la irrealidad del pensamiento –aislado
de la práctica– es un problema puramente escolástico.

Pese a los concienzudos esfuerzos que se han llevado a cabo para mitigar o
dignificar el ramplón pragmatismo aquí enunciado, hay que decir que Engels no tuvo, en
principio, ningún reparo en acogerlo en toda su literalidad.

Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el mundo, o por lo
menos, de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los modernos, a Hume y Kant, que han
desempeñado un papel muy considerable en el desarrollo de la filosofía. [...] La refutación más contundente de
tales extravagancias, como de todas las demás extravagancias filosóficas, es la práctica, o sea, el experimento y
la industria. Si podemos demostrar la exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo
nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo ponemos al servicio de
nuestros propios fines, damos al traste con la ʺcosa en síʺ inaprehensi‐ ble de Kant (Engels, 1886, II: 340/29).

Resulta ocioso subrayar que ni Hume ni Kant tienen nada que ver con el asunto
planteado por Engels y que difícilmente podrían ser refutados por el desarrollo industrial
en un punto que ellos jamás defendieron.

44
A partir de 1845 –y apenas antes– no hay ni un solo texto de Marx que avale el
camino sugerido por la famosa 2.a Tesis. Tras pelearse durante dos décadas con las
famosas Tesis sobre Feuerbach, Althusser llegaba en 1982 a la conclusión de que no se
entienden, de que no se pueden entender y que lo poco que se entiende en ellas es
Fichte. Representan una amalgama –nos dice– en la que se mezclan posturas
hiperidealistas atemperadas con ciertas temáticas materialistas que Marx ha tomado
recientemente de Feuerbach. Engels fechó en su redacción ʺel germen de una nueva
concepción del mundoʺ, el germen del materialismo ʺmarxistaʺ. Sin embargo,

es sabido que las Tesis sobre Feuerbach, que tienen por objetivo inmediato romper con un
hombre que inspiró a toda la izquierda hegeliana (ʹnosotros fuimos todos feuerbachianosʺ,
Engels), critican a Feuerbach mucho más en nombre de Fichte, y de una amalgama entre
Feuerbach y Fichte, que en función de una ʺnueva concepción del mundoʺ. En relación a Hegel,
estarían más bien – y de muy lejos– en retirada, retrasadas respecto a la crítica de Fichte por
Hegel mismo (Althusser, 1982a: 20).

En ellas, una ʺapología de la prâxis identificada con la producción subjetiva de un


Sujetoʺ (ibídem) se esgrime contra Feuerbach, con la esperanza de que, sin embargo, el
resultado sea, paradójicamente, un nuevo materialismo. La razón de posibilidad de este
misterioso trueque por el que se confiere a Fich‐ te la facultad de ʺmaterializarʺ el
materialismo mismo es que –como afirma la 1.a Tesis– ʺel lado activo había sido
desarrollado por el idealismoʺ. Pero lo más grave de esta curiosa construcción es que
sencillamente ni funciona ni llega a entenderse como un todo coherente. Las famosas
Tesis, lejos de contener el germen genial de una nueva concepción del mundo, acaban –
para Althusser– por ser lo que son: un pliego manuscrito en el que Marx había
garrapateado unas inconexas notas de trabajo, intentando arreglar su propia, tortuosa y
coyuntural crisis filosófica.

45
3
La coyuntura idealista

3.1. Balance. Indigencia del materialismo y caracterización del idealismo a


partir de la sentencia "sólo lo espiritual es real"

El capítulo precedente ha dejado la investigación del materialismo en un punto que,


cuando menos, resaltará por su sorprendente indigencia. Del materialismo no se ha
llegado a saber sino que se trata de una intervención que pretende investigar ciertos
problemas escamoteados en un universo al que Marx da el nombre de ʺideología
alemanaʺ. En cuanto a ésta, sabemos tan sólo que lleva el sello de una ʺilusión hegelianaʺ
general.
En 1985, cuando Althusser escribe el relato autobiográfico L’avenir dure longtemps,
la tradición marxista llevaba más de un siglo teorizando esta indigencia materialista. Y sin
embargo, tras este largo periplo, él, que sin duda había colaborado en tal empresa de
forma tan decisiva, sorprende a sus lectores con la definición de materialismo más
escueta que podía imaginarse:

ʺNo contarse historiasʺ, esta fórmula ha terminado por ser para mí la única
definición de materialismo; e intentar, al ʺpensar por mí mismoʺ (frase de Kant retomada
por Marx), volver el pensamiento de Marx claro y coherente a todos los lectores de
buena fe y con exigencias teóricas (Althusser, 1985: 213‐214/295).

Althusser toma la fórmula de Engels, alude textualmente a Kant, y, en realidad, no


dice nada que no pueda encajar muy bien en las Regulae de Descartes. Para desembocar
en un resultado semejante –y se verá que la salida de Althusser no tiene nada de
inoportuna– la historia de la filosofía se ha debatido en todo tipo de problemáticas
enfermas de entre las cuales resalta la paradójica situación descrita en el capítulo anterior
en la que se ha visto al materialismo esforzarse en un recurso hiperidealista para combatir

46
el idealismo mismo.
No queda más remedio, pues, que continuar analizando la coyuntura específica en la
que Marx, Engels y tantos otros se quisieron ʺmaterialistasʺ. Se quisieron tales frente a
un aire viciado cuyo síntoma preeminente fue la especulación hegeliana y cuya atmósfera
merece por título el nombre de idealismo alemán. La tradición materialista condensó la
tesis básica del idealismo en la sentencia hegeliana ʺsólo lo espiritual es realʺ (Phä, III:
25/19). Las consecuencias teóricas de esta tesis fueron imaginadas de mil maneras, a cual
más pintoresca, pero ninguna de ellas tenía en verdad nada que ver con el sistema
hegeliano en la que se hallaba inserta; resulta, en efecto, patético que Bloch tuviera que
recordar en 1962 que, se dijera lo que se dijera, ʺHegel encuentra también verdadera a la
materiaʺ, pues resulta evidente, para empezar, que ʺHegel no conoce nada
completamente no‐verdadero, sólo que lo denomina unilateralʺ (Bloch, E., 1962: /402).
De modo que si hay que admitir que el materialismo tuvo razón en enfrentarse a
semejante principio es preciso reconocer que no la tuvo por los motivos que
habitualmente se esgrimían, y se hace imperioso, por tanto, sacar a la luz el verdadero
motivo idealista así como la razón profunda de la crítica materialista.

3.2. Lo verdadero es el todo

La aventura a la que llamamos ʺidealismo alemánʺ comienza marcada por una serie
de declaraciones de fe spinozistas. Hölderlin tenía alrededor de veintidós años cuando
declara solemnemente: ʺHén kaì pân! [...] No hay otra filosofía que la de Spinozaʺ. Por
su parte, Schelling, en una carta fechada el 4 de febrero de 1795, responde a Hegel en
los siguientes términos:

Aún una respuesta a tu pregunta de si no creo que con el argumento moral lleguemos a un Ser personal.
Confieso que la pregunta me ha sorprendido. No la habría esperado de un gran conocedor de Lessing como tú.
Pero claro que me la has hecho sólo para ver si yo la he decidido totalmente; para ti, está decidida hace tiempo.
Tampoco para nosotros valen ya los conceptos ortodoxos de Dios. Mi respuesta es: llegamos todavía más allá del
ser personal. ¡Entre tanto, me he hecho spinozista!

Mucho tiempo después, en sus lecciones de Historia de la filosofía, Hegel rinde a


Spinoza este famoso homenaje:

Cuando uno comienza a filosofar, tiene primero que ser spinozista. El alma debe bañarse en el éter de esta
sustancia única, en la que naufraga todo lo que se tiene por verdadero. Es la negación de todo lo específico, a la
que todo filósofo debe haber llegado; es la liberación del espíritu y su absoluto fundamento.

Ahora ya no se trata de ser spinozista, sino de comenzar por serlo. Y en efecto, la


aventura del idealismo alemán ha comenzado por ver en Spinoza el océano divino en el

47
que naufragan o se sumergen todas las antítesis finitas en las que la historia de la filosofía
ha navegado sin descanso. El Absoluto es ese ahí en el que todo está en todo, en el que,
consiguientemente, todos los contrarios se unifican. Espíritu y materia, alma y cuerpo,
libertad y necesidad, ser y nada, concepto y ser, finito e infinito, razón y sensibilidad,
idea y naturaleza, teoría y práctica, Estado e individuo, todas las oposiciones
cuidadosamente cultivadas y exploradas por la historia de la filosofía son, en él, lo
mismo. La situación de la filosofía en la que germinará el idealismo había sido con‐
densada por Schelling, ya en 1795 (Cartas sobre dogmatismo y criticismo), en una
célebre encrucijada: ʺO no sujeto, y entonces objeto absoluto, o no objeto, y entonces
sujeto absolutoʺ.
No hay idealismo más que en la medida en que se ha destinado a la filosofía a
moverse en el éter de lo absoluto. Teniendo en cuenta que el misterio propio en el que ha
navegado toda la historia de la filosofía es eso a lo que llamamos verdad, el idealismo
tiene que ser entendido desde la consideración de la modificación que introduce hacer de
lo absoluto el ahí de la presentación de la verdad.
Marzoa (1992: 61), en su excelente tratado De Kant a Hölderlin, ha advertido con
razón, en este sentido, que ʺsi cupiese la pretensión de evitar todo uso eventualmente
equívoco de los vocablos, tendríamos que evitar cualquier empleo de la palabra
ʹabsolutoʹ fuera del discurso idealistaʺ. Es sólo desde lo absoluto como punto de partida
que tiene sentido la sentencia ʺsólo lo espiritual es realʺ. Y en efecto, en el propio texto
de Hegel, esta frase que tanto ha escandalizado al buen sentido común materialista
aparece como consecuencia directa de otra aparentemente mucho más neutral o inocua:
ʺlo verdadero es el todoʺ (Phä, III: 24/16). Toda la cuestión del idealismo, podría
decirse, surge del problema de que no se entiende ya en qué ha de consistir ese negocio
al que llamamos verdad si éste es referido al todo, y fuera de esta problemática las
afirmaciones sobre el patrimonio de realidad de lo espiritual carecen de todo significado.

3.3. El panteísmo como la religión alemana

En el capítulo anterior hemos citado algunos textos en los que Heine explica a los
franceses lo que ha ocurrido en Alemania hasta 1834. Una empresa, como se ha visto, en
sí misma perversamente invertida, cuando es notable que durante las décadas en cuestión
es en Francia donde han ocurrido las cosas, y en Alemania donde se han limitado a
contarlas, a contárselas a sí mismos. En Francia se ha cortado la cabeza a un rey. En
Alemania a un Dios. El resultado es más coherente que paradójico: en Francia se ha
instaurado una república, en Alemania una religión: el panteísmo spinozista.

No se dice, pero todos lo saben: el panteísmo es el secreto a voces de Alemania. Estamos demasiado

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maduros para profesar el deísmo. Somos libres y no queremos déspotas celestes; somos mayores de edad y no
tenemos ya necesidad de cuidados paternales; hemos dejado de ser mecanismos de un gran constructor: el
deísmo es una religión buena para esclavos, para niños, para ginebrinos, para relojeros. La religión secreta de
Alemania es el panteísmo (Heine, 1834, III: 571/54).

Esta religión es presentada como el paralelo alemán de la filosofía materialista de los


franceses, y Heine explica este punto de arranque del idealismo en forma que, en
comparación con los aspavientos materialistas de más tarde, sorprende por su
profundidad en el entendimiento del impulso ilustrado:

Resulta un error el creer que la religión panteísta condene a los hombres a la indiferencia. Al contrario, el
sentimiento de su divinidad incitará al hombre a revelarla, y desde este momento vendrán a glorificar la tierra los
hechos verdaderamente elevados y el verdadero heroísmo. La revolución política, que se apoyó en los principios
del materialismo francés, no encontrará adversarios en los panteístas, sino buenos colaboradores que han llevado
sus convicciones a un principio más profundo, a una síntesis religiosa. Nosotros buscamos el bienestar de la
materia, la felicidad material de los pueblos, y no porque despreciemos al espíritu, como lo hacen los
materialistas, sino porque sabemos que la divinidad del hombre se revela igualmente en su forma corporal, que la
miseria destruye o envilece el cuerpo, imagen de Dios, y que el espíritu va arrastrado en la caída. La gran frase de
la revolución, pronunciada por Saint‐Just: El pan es el derecho del pueblo, se traduce así entre nosotros: El pan
es el divino derecho del hombre. No combatimos por los derechos humanos de los pueblos, sino por los derechos
divinos de la humanidad. [...] Nosotros queremos una democracia de dioses terrestres, iguales en beatitud y
santidad (Heine, 1834, III: 570/53).

El drama histórico alemán es resumido por Heine mediante una parábola muy
ilustrativa. Un mecánico inglés logró construir un autómata que funcionaba como un
verdadero gentleman, al que, para que fuese completamente un hombre, no le faltaba
sino un alma. La pobre criatura, consciente de su imperfección, ʺatormentaba noche y
día a su creador suplicándole que le proveyese de ellaʺ. Este insistente ruego se hizo
finalmente tan insoportable que el genial artista tuvo que salir huyendo de su obra
maestra y ésta le persiguió por todo el mundo sin cesar de suplicarle al oído Give me a
soul! Y sin embargo, si ésta es quizá –como apunta Heine– una forma de describir el
drama inglés, puede afirmarse que el drama alemán es inverso y mucho más pavoroso:

Es ésta una historia terrible, y es una cosa tremenda si los cuerpos que nosotros creamos nos piden un
alma; pero más espantoso, más terrible, más cruel, es crear un alma y oírla pedir un cuerpo y que os persiga con
ese anhelo. El pensamiento creado por nuestra inteligencia, es una de esas almas que no nos deja descansar, hasta
que le demos cuerpo, hasta que no la realizamos en hechos sensibles. El pensamiento quiere convertirse en
acción, el verbo anhela encarnarse y, ¡oh, maravilla!, el hombre, como el Dios de la Biblia, no necesita sino
expresar su pensamiento para que el mundo se acomode a sus deseos; la luz a la oscuridad se hace, las aguas se
separan de la tierra, o bien aparecen bestias feroces. Es el mundo de la configuración de la palabra (ibíd., 592‐
293/73‐74, SN).

El juego persecutorio aquí descrito sólo puede descansar en un lugar en el cual las
palabras y los hechos hayan logrado fundirse en una unidad. Un lugar en el que el verbo

49
y la carne sean la misma cosa, en el que Dios y Naturaleza, lo lógicamente exigido y la
realidad efectiva, no tengan que buscarse incansablemente. No es extraño, pues, que
Alemania pusiera todo su anhelo en el panteísmo. Alemania se vive a sí misma como un
alma que pide desesperadamente un cuerpo. Y para Alemania, que no puede confiar en
la potencia de las armas en el campo de batalla, la única esperanza es la infinitud de la
razón: que el pensamiento sea capaz de generar lo ente mismo en su conjunto. Sólo hay
dos posibilidades: o que sea posible crear el mundo con la Palabra, como acontece en el
Génesis, o que la Palabra misma sea capaz de hacerse carne, como ocurre en el
Evangelio y ahora ha ocurrido en la Revolución francesa.

3.4. El "dispositivo Jesús"

Puesto que en la sabiduría de Dios el mundo no conoció a Dios por


medio de la sabiduría, pareció bien a Dios salvar a los que creen por
medio de la bcura proclamada en alta voz. Porque los judíos piden
señales y los griegos sabiduría; nosotros, por el contrario, proclamamos
a un ungido crucificado, escándalo para los judíos, locura para las
gentes, pero, para los elegidos, judíos o griegos, poder de Dios y
sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que la
sabiduría de los hombres.

(1 Co 1, 20‐25)

El diagnóstico de Heine respecto a la atmósfera ideológica alemana nos retrotrae a


los orígenes del problema. Ya no se trata tan sólo de pulsar los latidos de corazón de la
izquierda hegeliana a partir de 1835. El origen de la enfermedad se remonta cuando
menos a 1795 y su verdadero desarrollo ha tenido lugar en el sistema hegeliano en su
conjunto. En todas estas décadas, Alemania ha representado un drama muy concreto, el
drama de un alma desprovista cuerpo: ʺEl pensamiento quiere convertirse en acción, el
verbo anhela encarnarseʺ. Alemania está en este sentido abocada a repetir la figura de la
conciencia desdichada que Hegel ha descrito en forma tan impresionante en la
Fenomenología. A no ser que, precisamente, Hegel tenga razón. A no ser que esta nueva
encarnación del lógos encuentre su ahí en la humanidad en su conjunto y no en un niño
en Belén.
Pero semejante diagnóstico afecta muy profundamente al estado de la cuestión al
que desembocamos en los capítulos anteriores. Como toda conclusión, nos habíamos
vetado entender por materialismo ninguna otra cosa que no fuera, al menos en principio,
pensar ʺen el afuera de Hegelʺ, lo que podríamos considerar como la ecuación que nos
ha servido de punto de partida, en tanto describía sucintamente la coyuntura de la que
arrancamos en 1845. Ahora no existe más que una pista para mostrar lo que está

50
verdaderamente en juego en esa ecuación: el materialismo tiene que comenzar por ser,
esencialmente, una toma de postura respecto a la encarnación del lógos. ʺEncarnaciónʺ
que ya no se espera como la llegada de un niño‐Mesías, sino como el estallido en el reino
de los hechos de una revolución ʺfrente a la cual la francesa no habrá sido sino un juego
de niñosʺ.
Alemania no descansará hasta que el pensamiento creado por su inteligencia no se
realice sensiblemente, hasta que ʺsu alma logre darse a sí misma un cuerpoʺ. Y en 1845,
cuando Marx escribe La ideología alemana, todavía no ha hallado ese descanso. El
anhelo fustrado de Alemania ha contaminado la geografía teórica –tan minuciosamente
detallada por Kant– con toda suerte de problemáticas enfermas hasta que finalmente, a
los ojos de Marx, la enfermedad ha hecho crisis en la obra de Stirner, mostrando
sencillamente que no había respuestas, sino síntomas. Si el ʺmaterialismoʺ debe ser
realmente un dispositivo teórico capaz de arrancarse del seno de esta patología, todo él
tiene que comenzar por definirse –cosa que nunca hizo literalmente– frente a la cuestión
crucial de la ʺencarnaciónʺ.
Que ʺel alma sea capaz de darse un cuerpoʺ encierra un misterio que la historia de la
filosofía ha diseccionado sin descanso desde sus mismos comienzos y que conviene que
quede resumido para nosotros en una segunda ecuación fundamental a engranar en la
resolución de la cuestión debatida en este libro: de un modo u otro la infinitud de la razón
idealista encuentra su secreto más profundo en un misterio con el que se inicia el
evangelio de San Juan: ʺel Verbo se hizo carneʺ. Existe una equivalencia entre la
encarnación del lógos y la infinitud de la razón.
Esta ecuación sólo ha tenido una prestigiosa y monumental excepción: precisamente,
el conjunto entero de la filosofía cristiana. El universo cristiano, en efecto, jamás
convirtió la ʺencarnación del Verboʺ en el ejercicio mismo de la razón. Al contrario: la
ʺencarnaciónʺ fue la ʺlocura proclamada en alta vozʺ, el misterio frente al cual la razón
finita buscaba perplejamente sus caminos. Y es precisamente por eso por lo que el
Absoluto no se ha encarnado en la Humanidad misma, sino, absurda y desdichadamente,
en un niño nacido en un portal, un niño que es, él mismo, el todo, pero un todo hecho
carne, al que hay que perseguir por aquí y por allá, incluso si comete la insensatez de
hacerse crucificar. Desde un punto de vista griego, un absurdo equivalente a pensar un
teorema matemático que ensuciara sus pañales entre un burro y una vaca. Pero, desde el
idealismo alemán, la aludida equivalencia va a señalar, en cambio, el lugar mismo de lo
absoluto: la humanidad, la historia, el ahí en el que lo absoluto logra definitivamente
acontecer, volverse real y efectivo.
Por demás, el que la teología cristiana jamás haya admitido la identificación entre
encarnación del Verbo e Infinitud de la Razón no significa que no haya previsto
perfectamente el peligro de semejante operación lógica, diagnosticándolo además

51
repetidamente como panteísmo. Y es, en efecto, en la Alemania panteísta de 1795 en la
que van a desatarse todas las potencias especulativas de afirmar dicha ecuación. ʺUn
alma capaz de darse a sí misma un cuerpoʺ es tanto como una razón capaz de
proporcionarse a sí misma sus propios contenidos. Tanto como una razón capaz de haber
ʺrazonadoʺ su propia sensibilidad de un modo tal que ésta quedara superada. Toda la
matriz estructural llamada en Kant ʺsensibilidadʺ se convierte, de este modo, en
ʺmomentoʺ de un dispositivo más profundo, un dispositivo‐Jesús, sin duda, pero de un
Jesús que ya no predica un amor al que le falta la seriedad, el rigor y la paciencia: se trata
ahora de una reconcialiación entre la razón y el mundo, en virtud de la cual la historia
está ya madura para recobrar la unidad perdida, no en la figura de la sensibilidad, sino en
la figura del espíritu. Éste es el momento que, bajo el signo del ʺgran Hegel, el más
grande filósofo que haya dado Alemania desde los tiempos de Leibnizʺ, saluda Heine con
estas palabras:

Dios es, por consecuencia, el verdadero héroe de la historia universal. La historia no es otra cosa que su
pensamiento eterno, su eterna acción, su palabra, sus hechos, sus gestos, y se puede decir con razón que la
humanidad entera es una encarnación de Dios (Heine, 1834, III: 570/53 SN).

Pero una sensibilidad convertida en momento del despliegue de otra cosa es una
contradicción en los términos, pues lo sensible es, precisamente, lo dado. La Infinitud de
la Razón implica, en efecto, que el concepto pueda generar sus propias intuiciones, que la
forma sea capaz de generar la materia, que el ser sea el ente, que el amor por el saber sea
–tal y como quiere Hegel– el saber mismo. Esta retahíla de afirmaciones no está en
absoluto probada. Pero precisamente la propia filosofía hegeliana consiste en probarlo.
Por esto, tampoco pueden comprenderse de entrada; sólo al final resultan inteligibles; es
más, la dificultad reside en que sólo el sistema hegeliano mismo es capaz de hacerlas
inteligibles.

3.5. Recuperar Grecia es fundar Alemania

La encarnación del lógos que proclama el idealismo ha sido anunciada en la


Revolución francesa. Lo que ésta –siempre contemplada desde Alemania– tiene de
acontecimiento sin igual en la historia de la humanidad es que en ella la razón y el mundo
se han fundido en una unidad. Dios se ha hecho tierra. La revolución, en efecto, ha
levantado la bandera de la razón, la libertad, la igualdad, la humanidad, y ha triunfado.
Su triunfo es el acta fundacional de un nuevo reino, en el que la razón se ha hecho cargo
de todo lo terrestre, pues nunca hasta ahora se había visto a la obra de la razón remover
de este modo los últimos cimientos del planeta.

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Desde que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se
apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad conforme al pensamiento (VorPh‐
Gesch, XII: 529/692).

Por primera vez, nos dice Hegel, se ha mostrado y reconocido que como decía
Anaxágoras, el noûs rige el mundo. ʺTodos los seres pensantes han celebrado esta época.
Una emoción sublime reinaba en aquel tiempo; el entusiasmo del espíritu estremeció al
mundo, como si sólo entonces se hubiese llegado a la efectiva reconciliación de lo divino
con el mundoʺ (ibídem). Es el punto culminante de lo histórico, es decir, del lugar en el
que la Idea y la Naturaleza se reconocen. La revolución aparece así como el verdadero
momento en que el Verbo y la Carne se reconcilian finalmente. Frente a ella, la venida de
Jesús al mundo no ha sido sino un episodio ʺdesdichadoʺ, de inmensa importancia sin
duda, pero necesariamente abocado al fracaso. En Jesús el Verbo se ha hecho carne,
pero eso no garantiza su reinado; antes bien, Jesús ha predicado el amor y el amor –nos
dice el joven Hegel– es una aventura ʺinsulsa e impacienteʺ, incapaz de conservar la
unión de lo que debe unir. La Revolución francesa, por el contrario, ha encarnado el
Verbo en la forma de reino racional, depositando en la razón el gobierno del mundo. En
la revolución, el Verbo se ha hecho realidad efectiva como república de la humanidad.
Lo que la Revolución francesa ha introducido en el mundo ha sido nada más ni nada
menos que el Absoluto. En ella, el Absoluto ha acontecido e incluso, podría decirse, ʺse
ha paseado a caballoʺ. El 13 de octubre de 1806, al día siguiente de la victoria de
Napoleón en Jena, Hegel escribe:

He visto al emperador, esa alma del mundo, atravesar a caballo las calles de la ciudad [...] Es un sentimiento
prodigioso contemplar a un individuo que, concentrado sobre un punto, sentado sobre un caballo, abarca el
mundo y lo domina [...] Todo el mundo, como yo mismo en otros tiempos, desea el éxito al ejército francés, cosa
que no puede menos de ocurrir, dada la increíble superioridad de su jefe y de sus soldados frente a sus enemigos
(Briefe, 120).

En la Fenomenología del Espíritu, puede comprobarse el rendimiento teórico que


supone llamar a Napoleón, precisamente, ʺalma del mundoʺ:

Esta infinitud simple o el concepto absoluto debe llamarse la esencia simple de la vida, el alma del mundo, la
sangre universal, omnipresente, que no se ve empañada ni interrumpida por ninguna diferencia, sino que más bien
es ella misma todas las diferencias así como su ser superado y que, por tanto, palpita en sí sin moverse, tiembla
en sí sin ser inquieta. Esta infinitud simple es igual a sí misma, pues las diferencias son tautológicas; son
diferencias que no lo son (Phä, III: 132/101).

Si el Absoluto ha regresado a la Tierra es porque en algún momento se perdió. Se


perdió, en efecto, cuando la humanidad perdió Grecia. Grecia ha sido para Hegel el
ʺparaíso perdido de lo políticoʺ, el paraíso que será siempre el polo de referencia
necesario del espíritu humano. Se ha señalado que la visión que Hegel tiene del universo

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griego está contaminada de jacobinismo (Papaioannou, K., 1962: 36). Se trata de un
efecto inevitable que emana de la convicción de que en la Revolución francesa la
humanidad está recuperando precisamente lo que los griegos poseyeron y el cristianismo
había ya perdido: el lógos, entendido como el poder unificador capaz de hacer de lo real
un Todo. Y en Grecia, como en la Francia de 1789, este poder unificador –que por su
parte el cristianismo había querido entender como amor– era lo político.
En este sentido, la revolución contemporánea recorre a la inversa el camino de esa
otra revolución por la que el cristianismo logró desplazar a las religiones paganas (Hegel,
1796,1: 202 y ss./l48). En mostrar por qué este recorrido inverso no es sencillamente una
simple restauración reside toda la grandeza y complejidad del pensamiento hegeliano.
Hegel no es ni un mero nostálgico de Grecia ni un enemigo del cristianismo en la línea de
Nietzsche. Su filosofía en modo alguno podría pretender ahorrarse todos los siglos de
ʺenfermedadʺ cristiana que el Espíritu absoluto mismo no ha tenido a bien ahorrarse. La
restauración hegeliana de la plenitud griega no quiere perder nada del minucioso trabajo
de lo negativo en el que esa plenitud se perdió durante el cristianismo. El cristianismo es,
más bien, el engranaje fundamental del dispositivo por el que el Absoluto, siendo capaz
de perderse para recuperarse en su pérdida, regresa sobre sí apareciendo, en virtud de
este movimiento de retorno a sí, como Espíritu. La Grecia recuperada no puede ser –y
ahí reside su superioridad espiritual– la Grecia perdida. Recuperar Grecia es fundar
Alemania.

3.6. La pérdida del lógos

¿Y qué era Grecia? Ante todo, para Hegel, una república. Lo que significa
fundamentalmente una realidad política en la que el poder es aún inmanente, capaz de
unificar la totalidad de lo real en este mundo. El hombre griego buscaba su esencia en la
república: era, ante todo, un ciudadano. ʺEn tanto que hombres libresʺ, los griegos
ʺobedecían a leyes que ellos mismos se habían dadoʺ. En tanto que el Estado no se
enfrentaba a ellos como algo ajeno, sino, por el contrario, como la fuente misma de su
condición esencial, su ciudadanía, los griegos no conocían la desdicha de estar separados
de la totalidad. Antes bien, esta totalidad era la fuente de la alegría y el orgullo que
efectivamente caracterizaron a este pueblo.

La idea de su patria, de su Estado, era la realidad invisible, la cosa más elevada para la que trabajaba y se
esforzaba. Era el fin último del mundo o el fin último de su mundo. Este fin lo encontraba representado en la
realidad o colaboraba a su representación y conservación. Delante de esta idea su individualidad se esfumaba.
Para esta idea solamente reclamaba perdurabilidad o vida eterna, y se bastó para conseguirlo. Nunca o casi nunca
se le ocurrió pedir perdurabilidad o vida eterna para sí mismo en cuanto individuo, y menos todavía rogar por ella
(Hegel, 1796,1: 205/151).

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De hecho, el individuo sólo aparece cuando el ciudadano se pierde. El ciudadano se
siente perteneciente al todo mediante la participación política activa en la vida de su
república. Y se siente perdurar en la medida en que su república perdura. Ser separado
de su república es para él –como lo habría sido para Sócrates– algo aún más
incomprensible que la muerte. Es más, es la muerte misma pero encerrando un terror
desconocido para el griego. Mientras se pertenece al todo y el todo es capaz de perdurar
en lo político nada muere en realidad. El individuo, por el contrario, no es sino un
nombre de la muerte, pues ha sido amputado de la vida del todo y con su desaparición
física no se siente perdurar en nada. En este sentido se puede decir que la historia
conoció la muerte cuando conoció el individuo. Tal cosa ocurrió –nos dice Hegel–
cuando la virtud que Montesquieu definió como principio de la vida republicana
desapareció de una maquinaria estatal secuestrada cada vez más por una aristocracia
corrompida que consolidaba el poder mediante la violencia. Esta virtud representaba la
participación activa del ciudadano en la defensa de una idea: su patria.

La imagen del Estado en cuanto producto de su propia actividad desapareció del alma del ciudadano; la
preocupación por la totalidad y la visión conjunta sobre la misma ya era asunto de un solo individuo o de unos
pocos. La dirección de la maquinaria de Estado se confió a un número restricto de ciudadanos (1796,1: 206/152).

Y entonces la ʺtotalidad se rompió en pedazosʺ. La vida dejó de ser vida del todo y
cada fragmento, cada individuo, enfrentó la desdicha de seguir viviendo tan sólo mientras
la muerte física no acudiera a ponerle término:

La muerte –el fenómeno que destruía toda la trama de sus fines, la actividad de toda su vida– debió de
parecerle espantosa, pues ya no había nada que le sobreviviera. Al republicano, en cambio, le sobrevivía la
república; por lo que tenía la impresión de que ésta, que era su alma, era algo durable (ibídem).

La condición de individuo –surgida de la descomposición del estado republicano– no


sólo implicaba el temor de morir: conllevaba el espantoso descubrimiento de que la vida
misma no era sino una metonimia de la muerte. ʺEn esta situación se ofreció a los
hombres una religión que se encontraba ya adaptada a las necesidades de la época,
puesto que se formó entre un pueblo de similar corrupción y a partir de un vacío y una
carencia parecidaʺ (1796, I: 208/153). No fue, pues, según Hegel, el cristianismo la
enfermedad capaz de sepultar el universo pagano del griego y el romano. El cristianismo
se limitó a ser la religión oportunista que podía responder a la desesperada búsqueda de
un remedio a la que el helenismo se había visto abocado. El cristianismo era la religión de
un pueblo esclavo y desgarrado, y estaba, en consecuencia, preparado para descender a
la altura de una época de desgarramiento y penuria.
El ciudadano griego no moría porque quien realmente había vivido siempre en él era
la república. Sólo el individuo tiene la ʺhumilde vanidadʺ de pretender vivir sin la

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totalidad. ʺLo verdadero es el todoʺ y es el todo el que merece el título de viviente. Si el
todo es la vida, arrancarse del todo es tanto como morir. Y lo que con Grecia se ha
volatizado en el helenismo es el propio lógos, la unidad capaz de reunir lo real en un todo
viviente. ʺEl poder de unificación ha desaparecido de la vida de los hombres y las
oposiciones pierden su viva relación y su reacción recíproca, tornándose independientesʺ
(Jubiläumsausgabe, I: 46). El cristianismo se ha hecho cargo de una situación en la que
el todo, la vida, el absoluto, ha huido de este mundo.
Se ha hecho cargo de la época que ha introducido la muerte. La humanidad perdió la
unidad política que era la vida del todo. Pero ʺla razón nunca pudo renunciar a la
exigencia de encontrar lo absolutoʺ. Y el cristianismo se lo ofreció ʺmás allá de la esfera
de nuestro poder, de nuestro quererʺ, pero, por lo menos, ʺal alcance de nuestros ruegos
y plegariasʺ. Lo que Grecia quería precisamente porque lo tenía, el cristianismo tuvo que
conformarse con esperarlo (cfr. 1796,1: 208/153). Lo divino, es decir, lo viviente, lo que
perduraba para el griego mientras perdurara la república, se convirtió en Dios, es decir,
en un objeto separado, en una potencia separada y ajena sin otra proximidad que la
plegaria. Dios se convirtió en el señor de una moral de esclavos.
La dialéctica del amo y del esclavo recorre todo el camino histórico que se inicia en
el helenismo y se extiende a toda la era cristiana. Y paralelamente, y por los mismos
motivos, la naturaleza misma se cosificó, al faltarle ahora su vida interna. Apareció como
naturaleza muerta, desprovista de toda divinidad.

3.7. Lo absoluto, la determinación y la muerte

Ahora bien, un Absoluto que se pierde no es Absoluto más que si logra ser su propia
pérdida. La humanidad que perdió Grecia, no habría perdido verdaderamente lo Absoluto
si lo Absoluto no fuera capaz de perderse a sí mismo sin dejar de ser Absoluto, o más
bien, según el armazón mismo del sistema hegeliano: sin que el Absoluto no se perdiera a
sí mismo para ser Absoluto como Espíritu. Si la era cristiana ha introducido la muerte en
el mundo es porque el Absoluto no ha podido ser Absoluto sin la muerte. El Napoleón
que galopa por las calles de Jena, ʺese alma del mundoʺ, no es simplemente el Absoluto
perdido. Lo es, podría decirse, con toda la complejidad del sistema hegeliano en su
conjunto.
El absoluto –nos ha dicho Hegel– no se asusta ante la muerte. Afirmar que lo real es
una totalidad orgánica y viva a la que llamamos Mundo o Dios es tan sólo un punto de
partida: el spinozismo alemán que caracteriza este momento histórico. El hombre puede
sentir su. dependencia de la totalidad, su pertenencia al absoluto. Pero este sentimiento
no tiene nada de especial; lo sorprendente no es que todo sea uno, sino que,
precisamente, algo pueda ser separado de la totalidad. Y en este sentido, podría hacerse

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del cristianismo el mismo elogio que hace Hegel al entendimiento en el prólogo a la
Fenomenología:

La actividad de separar es la fuerza y la labor del entendimiento, de la más grande y maravillosa de las
potencias o, mejor dicho, de la potencia absoluta. El círculo que descansa cerrado en sí y que, como sustancia,
mantiene sus momentos es la relación inmediata, que, por tanto, no puede causar asombro. La potencia
portentosa de lo negativo reside, por el contrario, en que lo vinculado, lo que sólo tiene realidad en su conexión
con otro, alcance un ser allí propio y una libertad particularizada en cuanto tal, separado de su ámbito. La muerte,
si así queremos llamar a esta irrealidad es lo más espantoso, y el retener lo muerto lo que requiere una mayor
fuerza. La belleza carente de fuerza odia al entendimiento porque éste exige de ella lo que no está en condiciones
de dar. Pero la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación,
sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella. El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de
encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento (Phä, III: 36/23‐24).

Lo absoluto no puede ahorrarse ninguna determinación. La mística oscuridad


romántica en la que todo es uno como en la noche en la que todos los gatos son pardos
no encierra, en realidad, prodigio alguno que no haya adelantado siempre ya la
ignorancia, para la cual todo está en todo a fuerza de indeterminación. Es el navegar
científico en el elemento de la verdad el que causa verdadero asombro, pues sólo él es
capaz de separar y de retener separado lo que no puede sino pertenecer al todo. ¿Cómo
es que se logra arrancar algo a la totalidad sin que ésta deje de serlo? ¿Es que acaso hay
algún lugar fuera del todo, fuera de lo absoluto, en el que alguna realidad pudiera ser, por
decirlo así, depositada? El romanticismo, al huir con horror de la determinación, ni
siquiera ha estado a la altura de la religión, pues ésta, al menos, había concebido un Dios
lo suficientemente valiente para crear un mundo que nada podía añadirle y que, siendo Él
la vida, no podía sino ser definido como su propia muerte. Por esta capacidad de
mantenerse vivo en su propio desgarramiento, el cristianismo había sido capaz de pensar
a Dios no como mera totalidad inerte, sino como espíritu libre. En adelante, el homenaje
hegeliano al cristianismo va a convertirse en la clave de toda su interpretación de la
historia, pero también de todo su sistema, en tanto que el cristianismo, habiendo sido
capaz de plantear el problema de lo absoluto en el misterio de la Trinidad, ha tropezado
con la consistencia misma de la razón especulativa. El absoluto no puede ser
simplemente la identidad: tiene que ser capaz de ser la identidad de la identidad y la no
identidad. Tiene que ser capaz de perderse y de reconocerse en su pérdida. Y por lo
mismo, la recuperación de la unidad política perdida no se agota ya en la pertenencia del
ciudadano al Estado; la revolución no sólo ha anunciado la república, sino la patria del
individuo libre. La pertenencia a la totalidad aparece ahora como evidencia y como tedio
frente al misterio por el que lo separado, en el ejercicio de su libertad, logra con su obra
que la totalidad misma se reconozca a sí misma en su negación.

3.8. Del Todo al Espíritu

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La famosa sentencia del Prólogo de la Fenomenología que nos ocupa, ʺlo verdadero
es el todoʺ, sólo se entiende al advertir que dice exactamente lo mismo que esta otra
contenida unos párrafos más allá: ʺsólo lo espiritual es realʺ. La transición entre estas dos
tesis obliga a plantear lo siguiente: ʺDe lo Absoluto hay que decir que es esencialmente
resultado, que sólo al final es lo que es en verdad, y en ello precisamente estriba su
naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismoʺ (Phä, III: 24/16).
La consistencia misma de este recorrido hegeliano que reúne todo lo característico
de su proceder especulativo se resume en la afirmación de que sólo el Espíritu puede
realmente serlo todo. Y esto es lo que hay que demostrar. La razón es que sólo el
Espíritu puede ser tanto lo que es como lo que no es. Sólo él puede, pues, devenir sin
perderse en su devenir. El Espíritu consiste él mismo en un camino hacia sí: consiste en
reconocerse, en saberse, en conocerse. Todo el secreto del sistema hegeliano reside en
mostrar que todo camino o itinerario, todo devenir, todo recorrido real, como la historia
misma en su conjunto, tiene que ser y puede ser mostrado como un camino de este tipo,
como un camino espiritual. Ya se trate de que una tiza caiga al suelo o de que un pueblo
haga una revolución, tiene que tratarse ahí de un camino del Absoluto hacia sí mismo.
Pues el Absoluto tiene que serlo todo, la caída de la tiza y la revolución, tiene que ser
capaz de ser cualquier juego de lo real consigo mismo.
La fórmula general del idealismo hegeliano que tanto sorprendió por su contundencia
al materialismo ingenuo, la tesis de que ʺsólo lo espiritual es realʺ, es en realidad una
consecuencia directa y extremadamente simple del mero planteamiento del concepto de
absoluto. Y esto es lo que jamás debe olvidarse al investigar el verdadero punto de
confrontación en que debate el materialismo. El problema se sitúa en el punto de partida
por el que una decisión teórica de carácter ʺpanteístaʺ ha decidido traspasar a lo real una
definición que toda la tradición ha reservado a la divinidad. Lo real es lo absoluto. Pero
lo único que estrictamente podemos considerar absoluto en lo real es su totalidad y de ahí
que Hegel considere como único punto de partida posible la afirmación ʺlo verdadero es
el todoʺ. La Fenomenología misma, que ha partido de la negativa respecto a este
comienzo, no demuestra en su conjunto sino la inevitabilidad por la que, de espaldas a las
pretensiones de la conciencia, la verdad se ha movido desde el principio en el elemento
de la totalidad; incluso la primera pretensión de la conciencia de nombrar lo sensible
inmediato no hace sino poner en libertad el concepto de totalidad, en la forma más
abstracta y pobre imaginable, como un universal indiferente a toda particularidad. No
hay por qué permanecer en esta indigencia; pero ella misma demuestra que, incluso en la
indigencia, verdad y totalidad se pertenecen mutuamente.
Pues bien, el todo, en efecto, no es relativo a nada. Nada le falta ni hay nada que
pueda arrancarse de él, pues no hay ningún afuera que pueda afectarle. Es, por tanto, lo
inmóvil y lo eterno. Sobre él es preciso verter la misma argumentación que Platón, en el

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Timeo, hacía sobre el mundo: el todo no tiene ojos porque no hay nada fuera de él que
pueda ver, no tiene pies porque no tiene ningún sitio donde ir, no tiene manos porque
nada hay que pueda agarrar.
El todo es lo inmóvil. Más que antihegeliano sería sencillamente absurdo concluir de
aquí que la caída de esta tiza o la Revolución francesa no son ʺverdaderasʺ. Pero si esta
tiza cae o la Revolución francesa triunfa será inevitablemente porque en sus respectivos
devenires es el todo el que ha jugado consigo mismo. Será porque en algún sentido –que
supone todo el corazón especulativo de Hegel– puede afirmarse que la tiza y la
revolución son ellas mismas el todo. Es inevitable afirmar con Anaxágoras que ʺtodo está
en todoʺ, pero en adelante la suerte de toda la filosofía de Hegel se juega en encontrar la
manera en que precisamente todo logra estar en todo. O lo que es lo mismo: cómo el
todo, que no puede devenir, puede ser capaz de ser todos los devenires.
Ahora bien, decir que Hegel fue capaz de pensar un absoluto en devenir no es más
que plantear la pregunta, no especificar ninguna respuesta. La fórmula ʺel Absoluto es
resultadoʺ contiene, sin duda, todo el problema hegeliano pero no hace sino plantear la
monumental incógnita que su sistema consiste en resolver. Pues el Absoluto es
precisamente lo que no puede devenir: el todo no puede llegar a ser otra cosa que lo que
es sin dejar de ser todo. Pero tampoco puede dejar de ser la insignificante caída de una
tiza si realmente ha de serlo todo. La encrucijada obliga a pensar una inquietud inmóvil,
un devenir en lo eterno. Si el Absoluto tiene que poder ser tiene que ser ‐como apuntan
tantas fórmulas hegelianas‐ ʺlo mismo que es capaz de hacerse otro sin dejar de ser lo
mismoʺ, ʺla identidad de la identidad y de la no identidadʺ, ʺel vínculo del vínculo y el no
vínculoʺ, ʺuna diferencia capaz de ser su diferenciadoʺ. En definitiva: el Absoluto sólo
puede ser concebido si es posible alumbrar un procedimiento de añadir algo al todo sin
que el todo deje de serlo y sin que haya dejado de serlo nunca. Es preciso que la realidad
misma consista en un añadir que no añada nada. ʺEl juego de lo real consigo mismoʺ
tiene que ser un devenir sin devenir, un sumar sin cambiar o un cambiar sin sumar.

3.9. Absoluto en devenir e infinitud de la razón

Es preciso insistir en que nos encontramos en esta situación desde el mismo


momento en que intentamos definir lo real como absoluto; desde el mismo momento en
que afirmamos, consiguientemente, que sólo el todo es lo verdadero. El Absoluto no
tiene ningún sitio hacia el que caminar, ni hay fuera de él sitio alguno desde el que
encaminarse hacia él. Pero, por ejemplo, la religión misma es un camino hacia el
Absoluto, una relación viva con el Absoluto. Y si el Absoluto tiene que serlo
verdaderamente todo tiene que poder ser ese camino. La Fenomenología misma plantea
el camino que sigue la conciencia individual hacia el saber absoluto, es decir, el camino

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de formación que el individuo tiene que experimentar para estar en condiciones de
adentrarse en el sistema hegeliano, en el despliegue de lo absoluto. La paradoja radical es
que hacia el Absoluto no pueden existir caminos. A no ser que el absoluto sea el camino
mismo, que sea el Absoluto el que, en cualquier caso, haya caminado hacia sí. Y en
efecto, éste es el motivo de la específica y genial ambigüedad hegeliana por la que la
ʺciencia de la experiencia de la concienciaʺ es al mismo tiempo la ʺfenomenología del
Espírituʺ.
Pero no sólo la religión o la Fenomenología, cualquier movimiento o inquietud tiene
que ser un camino del absoluto hacia sí mismo. Por todas partes nos vemos arrinconados
a pensar un absoluto que camina hacia sí mismo y a afirmar a un tiempo que nada puede
ser añadido al absoluto si realmente el absoluto ha de ser todo. Arrinconados, podría
decirse, a pensar un añadir que no añada nada y que sea sin embargo verdadero añadir.
El que Hegel resuelva la paradoja en cuestión no tiene más de sorprendente que lo
que de sorprendente tiene toda la historia de la filosofía, pues toda la historia de la
filosofía ha proporcionado la respuesta. Lo único que es capaz de añadirse a lo real sin
añadirle nada es el lógos. Es más, el lógos sólo se añade a lo real a condición de no
añadirle nada. El misterioso respeto que Grecia ha despertado siempre en toda nuestra
tradición reside en la convicción de que ella fue la que introdujo en el mundo natural y la
historia entera del homo sapiens el pavoroso milagro del decir lógico. Grecia abrió en el
mundo un espacio en el que las cosas podían ser dichas. No es, desde luego, que
inventara el lenguaje. No es sólo que los hombres siempre hubieran hablado, sino que de
hecho han seguido hablando sin necesidad de Grecia ni de la filosofía. Pero la palabra no
es en este sentido sino una cosa más entre las cosas, una cosa que como cualquier otra, y
pese a toda su particular especificidad, transcurre en el tiempo, recorre el espacio,
interviene en los aconte‐ ceres, se utiliza como un instrumento para modificarlos, afecta
lo real como una causa más y él mismo es causado por ciertas cosas en el mundo de las
cosas: una laringe, un cerebro, unos intereses, una coyuntura cultural o política, unos
ondas acústicas, etc. Mientras el lenguaje sea sencillamente esto, por muy abismal que
sea la distancia que separa el canto de los pájaros de los decires humanos no se habrá
abierto ningún recinto en lo real ante el que haya que detenerse como ante un milagro. Y
Grecia, precisamente, edificó ese recinto. Robó a lo real un lugar en el que lo real no
actuaba ni producía efecto alguno, un lugar en el que, por otra parte, si se llegó a
sospechar enseguida que tenía la capacidad de introducir en el mundo una nueva fuerza
portentosa e insólita, era tan sólo porque, en principio, podía ser introducido sin que nada
se viese afectado. A ese lugar le llamamos hoy conocimiento, o también, teoría. Grecia,
como cualquier otro pueblo, añadió a la historia una cultura y unos hechos; pero, también
añadió al transcurrir histórico algo insólito que la distinguió de todas las demás
civilizaciones: la eternidad y ubicuidad de lo matemático, de lo racional. Más que añadir,

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Grecia abrió en la historia y la sociedad un agujero ‐un pozo en el que había caído
Tales‐, una nada capaz de funcionar en adelante como ahí del ser y del deber; un
discurso de nadie y la exigencia de una patria de todos, o si se quiere, de ʺcualquier
otro”.
Se produce un ʺefecto‐conocimientoʺ en lo real cuando la palabra es capaz de
añadirse a las cosas sin añadirles nada. El asunto merece respeto, sin duda, pero en
realidad no tiene nada de místico. Decimos que conocemos algo cuando no decimos que
lo golpeamos, lo comemos, lo transformamos o, en general, lo vivimos. Si la propia
palabra actúa como algo que se añade a lo real produciendo en él algún efecto no
decimos que la palabra esté conociendo sino que está manejando lo real, que está
llegando a algún tipo de trato con las cosas. El misterioso ahí que Grecia abrió en la
historia del mundo y del homo sapiens fue una habitación en la que la palabra era capaz
de seguir teniendo algo que decir sobre las cosas pese a arrancarse a toda relación de
trato con ellas. Ahí donde no hay nada que negociar con las cosas, en el supremo
aburrimiento nacido de un ocio ante unas cosas con las que no hay nada que hacer,
Grecia instauró el negocio de lo teórico. Grecia descubrió que incluso si no hubiera nada
que hacer entre las cosas, la palabra todavía tendría un quehacer fundamental: decir qué
son. Y paciente y laboriosamente, Grecia se empeñó en ir edificando ese particular ahí en
el que la palabra se limitaba a dejar ser a las cosas, a dejarlas, de algún modo, en paz,
para que pudieran mostrarse. Lo que Grecia construyó fue un hogar –imposible o no,
pero en el que toda nuestra comunidad científica ha seguido empeñada desde entonces–
en el que la palabra se otorgaba a las cosas, un hogar en el que los hombres aceptaban
dejar de hablar para que fueran las cosas quienes hablaran, un lugar en el que la
legislación de la razón exigía que sólo las cosas tuvieran derecho a tomar la palabra.
No es en este punto en el que el materialismo puede apartarse del idealismo huyendo
de Grecia. Asumir la seriedad y gravedad del misterio que lo teórico introduce en este
mundo corresponde en general a eso que llamamos historia de la filosofía, o incluso
tradición occidental, y los hechos demuestran que en la medida en que el materialismo se
apartó de esta cuestión, se sustrajo también del interior de la filosofía para perderse en
consideraciones baratas que interpelaban más que nada al sentido común. De nuevo tuvo
que ser fundamentalmente Althusser quien enderezara esta situación, operando igual que
Husserl contra todo historicismo y todo psicologismo respecto a lo teórico y recordando
que el problema del materialismo no se jugaba en absoluto en la caracterización hegeliana
de la teoría, sino en el hecho de que ésta fuera pensada por Hegel como la pieza que
venía oportunamente a resolver el dilema incomprensible de un absoluto en devenir, lo
que es un problema enteramente distinto. En cuanto a lo teórico mismo se refería,
Althusser señalaba más bien una solidaridad de principio entre Hegel y Marx que camina
en la misma dirección a la que venimos apuntando:

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Se trataba de recordar con Marx que el conocimiento de lo real ʺcambiaʺ algo en lo real, porque le agrega
precisamente su conocimiento, pero que todo ocurre como si esta adición se anulase a sí misma en su resultado.
Como su conocimiento pertenece de antemano a lo real, puesto que es sólo su conocimiento, sólo le agrega algo
con la condición paradójica de no agregarle nada (1975: 158/159).

Lo que no es, una vez más, sino una forma de reconocer la especificidad misma de
Grecia como habiendo sido la única intervención en la historia de las civilizaciones capaz
de haber añadido, sobre todo, una nada, una nada en la que pudiera mostrarse el ser, es
decir, un ahí del ser, o dicho en alemán, como suele hacerse, un Dasein (término que fue
traducido al francés por el propio Heidegger como un être‐le‐lá). ¿Qué podría, en
efecto, ʺañadirʺ a lo real un concepto, como no fuera lo ideológico, el entramado de
imágenes y prejuicios tribales, familiares o personales que nos apartan o desvían
precisamente de su realidad, de su verdad? Cuando en un laboratorio se pide que se mida
la temperatura, mediante un instrumento que lo que garantiza es precisamente que lo que
se aplica es un concepto y no un complejo de vivencias, lo que se persigue es poner
fuera de juego todo un sin número de añadidos respecto al asunto a tratar que
inevitablemente nos desviarían de él; una respuesta del tipo ʺestá calienteʺ añadiría al
objeto tratado todos esos objetos psicológicos, tribales o sociales que determinan que se
considere caliente lo que en otros lugares se considera, por ejemplo, bastante frío, de
modo que ya no podríamos asegurar si nuestras conclusiones hablan de la cosa o de esa
otra cosa que somos nosotros. Y un concepto lo es en la medida en que sabe lo que
concibe.
Puede comprenderse ahora que, como antes se afirmó, toda la historia de la filosofía
haya consistido en tratarse con la respuesta a la aparente paradoja de Hegel por la que el
absoluto sólo es absoluto al final, como resultado. La afirmación ʺel todo es lo
verdaderoʺ nos había arrinconado en un aparente callejón sin salida en el que se exigía un
añadir que no añadiera nada y que, sin embargo, fuera realmente un añadir. La decisión
griega construyó esa nada; pero quizá con ello no hizo sino acceder a una misteriosa
senda que, aunque no estuviera abierta en este mundo era, sin embargo, la única que el
mundo mismo consistía en recorrer. Y aquí reside precisamente la raíz de la especificidad
de la decisión hegeliana en este punto.
El todo no puede añadirse nada sin dejar de ser todo, a excepción precisamente de
esa nada a la que hemos llamado ʺefecto‐conocimientoʺ. Todavía no tenemos ni idea de
la forma que este efectoconocimiento ha de tomar en la tradición ʺmaterialistaʺ. Pero sí
estamos en condiciones de considerar inevitable cierta conclusión que se deriva de su
peculiar interpretación hegeliana, y que es precisamente la afirmación en la que nos
hemos ocupado: ʺsólo lo espiritual es realʺ. El conocimiento es lo único que puede
añadirse el todo a sí mismo sin dejar de ser todo. El conocimiento sólo es conocimiento
si, precisamente, se limita a conocer lo conocido, a dar razón de lo que hay, sin convertir

62
lo que hay en otra cosa, sin modificarlo o añadirle nada. De lo contrario no sería
conocimiento, sino algo que habría que conocer a su vez, una cosa más entre las cosas a
conocer. Si el todo puede devenir es porque puede hacerlo como conocimiento, como
lógos. Ahora bien, el todo no tiene otra cosa que conocer que él mismo. Que el todo
deviene es tanto como decir que el todo se conoce a sí mismo. Lo que nos hace
desembocar en la fórmula que es, en realidad, el armazón mismo de todo el sistema
hegeliano: cualquier devenir lógico o real, cualquier acontecimiento, cualquier
movimiento y la historia toda no puede ser sino ʺdespliegue para sí de lo ya puesto en
síʺ.
Éste es todo el misterio de la fórmula de la Fenomenología ʺel absoluto es absoluto
al finalʺ. Semejante fórmula dice única y exclusivamente que ʺsólo lo espiritual es realʺ.
Hegel ha dicho: ʺLo verdadero es el todo. Pero el todo es solamente la esencia que se
completa mediante su desarrollo”. Pero esta observación no la hace porque le da la
gana, o porque haya decidido ingresar en el catálogo de los historiadores de la filosofía
como un partidario del absoluto en devenir. La hace porque es la única forma en la que
es posible afirmar que ʺlo verdadero es el todoʺ. De lo contrario lo verdadero no sólo no
sería todo, sino que no lograría ser ni siquiera la caída de una tiza o la Revolución
francesa. Pero que el todo se desarrolle en la caída de la tiza o en la Revolución francesa
implica que hay algo en ambos aconteceres que es todo y que logra seguir siendo todo
pese a lo que el desarrollo en cuestión le añade. Implica, consiguientemente, que ambos
acontecimientos son la nada que el absoluto vierte sobre sí para conocerse.
Podría concluirse de aquí el absurdo de que la caída de la tiza y la Revolución
francesa no fueran nada en verdad, si no fuera porque esa nada es precisamente el
conocimiento de la caída de la tiza y la Revolución francesa. El grave y la revolución son
el absoluto mismo que despliega para sí lo ya puesto en sí. Es decir: el absoluto que se
conoce, que conoce lo que es. La caída de la tiza es el absoluto conociéndose. El
absoluto que se añade a sí mismo esa nada que es el conocimiento. Pero sólo hay caída
de la tiza, Revolución francesa ‐o suma del cuadrado de los catetos‐ porque el absoluto
añade esa nada... a la nada absoluta que sería si no la añadiera. El absoluto ʺen síʺ no es
todo más que a fuerza de no ser nada. Es el puro ser que se convierte en nada en el
comienzo de la Ciencia de la Lógica. El ʺuniversal abstractoʺ de la primera figura de la
Fenomenología que es todo por mera indiferencia, porque le da igual ser esto que lo
otro, porque no hay todavía esto ni lo otro que poder ser (Pha y III: 85/65).
La conclusión no es, pues, que la caída de la tiza o la revolución sean en verdad
nada puesto que sólo son conocimiento, porque si fueran nada no habría tampoco nada
que conocer. La conclusión hegeliana es que son algo, algo muy determinado y además
un tipo de algo muy específico: espíritu. El todo sólo puede ser todo como espíritu. La
caída o la revolución no son sino autocono‐ cimiento del absoluto y no son sino ese

63
autoconocimiento. Es una trampa de la representación pensar que son el despliegue para
sí de algo que serían ya en sí en el absoluto. El absoluto no puede ʺsacarʺ sus contenidos
de su ʺen síʺ como si los sacara de su bolsillo. Si hubiera que decir lo que la caída y la
revolución son ʺen síʺ, habría que decir simplemente que ʺen síʺ son, precisamente,
espíritu. De lo que se concluye, en efecto, que el absoluto sólo es absoluto al final y que
sólo lo espiritual es real.
La verdadera conclusión de todo este proceso es un dispositivo teórico muy
concreto, el único que merece ser llamado realmente ʺidealistaʺ. Pues lo que tenemos es
una nada que es capaz de sacar de sí todo, que no es sino esa capacidad, y que esa
capacidad tiene un nombre muy antiguo: lógos, o si se quiere, razón. Lo que tenemos en
terminología kantiana es una razón capaz de proporcionarse a sí misma todos los
contenidos. La afirmación ʺsólo lo espiritual es realʺ es el postulado de la Infinitud de la
razón.
Si el materialismo tiene, pues, que definirse frente a esta sentencia en la que
reconoció al idealismo, tiene que aprender a intervenir en la encrucijada teórica que
separa finitud e infinitud de la razón. Pero de esta cuestión nada sabemos todavía.

64
4
Infinitud de la razón e idealismo.
Primera especificación
de un problema propio del materialismo

4.1. Idealismo y filosofía

Parece natural, puesto que el materialismo se ha definido frente a una ilusión


hegeliana idealista, preguntar a Hegel mismo qué ha de entenderse por idealismo en
general. La más conocida de sus respuestas no dejará nunca de sorprender:

La proposición que lo finito es ideal, constituye el idealismo. El idealismo de la


filosofía no consiste en nada más que en esto: no reconocer lo finito como un verdadero
existente. Cada filosofía es esencialmente un idealismo, o por lo menos lo tiene como su
principio, y el problema entonces consiste sólo [en reconocer] en qué medida ese
principio se haya efectivamente realizado. La filosofía es [idealismo] tanto como la
religión; porque tampoco la religión reconoce la finitud como un ser verdadero, como un
último, un absoluto, o bien como un no‐puesto, inengendrado, eterno (WL, V: 172/136).

Hay que comenzar por llamar la atención sobre un asunto que ha contribuido muy
profundamente a desorientar a la tradición materialista. El sistema hegeliano demuestra
en su conjunto que el idealismo no es una determinada postura filosófica, sino la filosofía
misma. ʺEsta idealidad de lo finito es el principio fundamental de la filosofía, y toda
verdadera filosofía es, por consiguiente, un idealismoʺ (Enz § 154). Esta afirmación
hegeliana y su intrínseca potencia para mostrarse como verdadera es la que explica que
Marx y la tradición marxista se hayan negado a considerar su polémica con el idealismo
en un campo de batalla filosófico. Lo que se reprocha al idealismo es lo mismo que se

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reprocha a la filosofía en general. El idealismo representa la ʺmiseria de la filosofíaʺ en su
conjunto. En principio, Marx no ha pensado el idealismo como una enfermedad de la
filosofía, sino que más bien ha llamado idealismo a una enfermedad del saber cuyo
síntoma fatal sería precisamente la filosofía. El problema es realmente grave, se entienda
este asunto como se entienda, pero es preciso señalar contundentemente que así
planteada la cuestión se ha comenzado por dar la razón a Hegel en un punto crucial. Se
ha aceptado, en suma, la tesis hegeliana de que toda filosofía no es sino un idealismo más
o menos realizado, que nada se ha jugado en la historia de la filosofía que no sea el
idealismo mismo. Y que, por tanto, como Hegel mismo ha querido, la historia de la
filosofía no viene sino a desenvolver en el tiempo el propio sistema hegeliano.

4.2. Lo finito como momento

Cada filosofía histórica ha sido, pues, un intento de realizar el idealismo. Este


proyecto implica no reconocer a lo finito verdadera existencia, lo que, se nos dice, es
tanto como considerarlo Ideal. Jdeell, se ha dicho en una famosa nota sobre el concepto
de Aufheben (WL, V: 113/5/97), es lo aufgehoben, lo ʺeliminadoʺ, pero lo ʺeliminadoʺ en
el sentido muy específico del término alemán, comentado por Hegel de esta forma:

El eliminar [Aufheber¡] y lo eliminado (esto es, lo ideal) representa uno de los


conceptos más importantes de la filosofía, una determinación fundamental, que vuelve a
presentarse absolutamente en todas partes, y cuyo significado tiene que comprenderse de
manera determinada, y distinguirse especialmente de la nada. Lo que se elimina no se
convierte por esto en nada. La nada es lo inmediato; un eliminado, en cambio, es un
mediato; es lo no existente, pero como resultado, salido de un ser. Tiene por tanto la
determinación, de la cual procede, todavía en sí. La palabra Aufheben [eliminar] tiene
en el idioma [alemán] un doble sentido: significa tanto la idea de conservar, mantener,
como al mismo tiempo, la de hacer cesar, poner fin. [...] Algo es eliminado [Aufebheri]
sólo en cuanto ha llegado a ponerse en la unidad con su opuesto; en esta determinación
[...], puede con razón ser llamado un momento (WL, V: 113‐114/97‐98).

Es decir, hay ʺidealismoʺ ahí donde lo finito se muestra como momento de un único
principio. La determinación y la finitud no son meramente nada, no son lo puramente
falso. Son lo verdadero en tanto que son el desenvolvimiento del absoluto en uno de sus
momentos. Nada adquiere, sin embargo, legitimidad, fuera de su condición de momento:
ʺlo ideal es lo finito tal como esʹjá en lo infinito verdadero, esto es, como una
destinación, un contenido, que es distinto, pero no existente de manera independiente,
sino como momentoʹ (WL, V: 165/132).

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ʺIdealʺ es, pues, lo puesto por un otro, lo puesto por el principio. Esta definición no
está todavía justificada, pero Hegel convoca a toda la historia de la filosofía a servir de
ilustración de uno de sus llamativos efectos. Incluso cuando una filosofía histórica ha
intentado pensar el principio como algo no ideal, como por ejemplo el agua de Tales, la
materia o los átomos, se comprueba que este principio, incluso si, como el agua, sigue
siendo algo empírico, o como la materia, una mera abstracción, funciona, a la vez,
ʺcomo lo en sí o la esencia de todas las otras cosas, y éstas no son [por tanto]
independientes, fundamentadas en sí, sino puestas por un otro, el agua; vale decir, son
idealesʺ. El agua de Tales, o incluso la materia o los átomos, son, de todos modos,
pensamientos, universales, ideales. Y el conjunto entero de las cosas sólo puede ser
pensado legítimamente en esta idealidad, como puestas por esta idealidad. En suma: la
historia de la filosofía moderna o antigua ha pensado el principio como idealy las cosas
como siendo eliminidas‐ conservadas en el principio, es decir, como ideales ellas
mismas. La filosofía no ha reconocido verdadero ser a lo finito, a la determinación, más
que en la medida en que ha entendido esta determinación como puesta por algo ideal,
como momento del despliegue de esa idealidad. ʺUna filosofía que atribuye a la existencia
finita en cuanto tal un ser verdadero, último, absoluto, no merece el nombre de filosofíaʺ
(WL, V: 172/136) La proposición ʺlo finito es idealʺ es la esencia misma de la filosofía.

4.3. Idealidad e Infinito

Pero sería un grave error creer que estas consideraciones tienen el poder de
explicarse por sí mismas. Una vez más ellas no son sino la forma en la que el problema
queda planteado, no la respuesta posible a algún problema. La verdadera dificultad queda
aquí señalada en la necesidad de encontrar una idealidad capaz de eliminar y conservar
todo en ella, de modo que ella misma sea la absoluta concreción de cada determinación y
no la noche abstracta en la que todas las determinaciones desaparecen. Al decir que lo
finito es ideal no hemos dicho que lo finito no sea en absoluto sino que no es sino en
otro: ʺVale decir que una vez lo ideal es lo concreto, lo existente de verdad, y otra vez al
contrario sus momentos son igualmente lo ideal, lo eliminado en él, pero en realidad se
trata sólo de un único todo concreto, del cual son inseparables los momentos (WL, V:
172/137).
Lo otro de lo finito es lo Infinito. Todo consiste, pues, en encontrar una forma de
concebir lo Infinito de modo que en él quede integrado lo finito como momento. Ello es
tanto como mostrar que sólo un Infinito que lo sea verdaderamente puede asumir el
papel de la idealidad que hemos descrito, es decir, tener la capacidad de ser lo mismo
siendo todo lo otro, de modo que lo otro aparezca como momento suyo. La noción de
ʺverdadero Infinitoʺ es, afirma Hegel, la noción de la que depende si se ha de dar o no

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algo así como ʺfilosofíaʺ, es la noción fundamental de la filosofía. El infinito ʺpuede ser
considerado como una nueva definición del absolutoʺ, cosa que, en cambio, no puede
afirmarse del ser determinado en ninguna de sus formas, ya que ʺlas formas de esta
esfera se hallan puestas por sí, de modo inmediato, sólo como determinaciones, vale
decir, como finitas en generalʺ (WL, V: 149/121‐122). Sólo puede ser considerado como
ejemplo de absoluto aquello que es capaz de ser lo que es y también lo que no es, de
modo que, precisamente por ello, no pueda ser relativo a nada. En la Fenomenología el
absoluto comparece por primera vez como ʺdiferencia internaʺ, como diferencia que es
capaz de ser su diferenciado. Pues bien, un infinito que lo sea verdaderamente es una
realidad capaz de seguir siendo idéntica a sí misma en todo lo otro. El infinito logra ser lo
mismo incluso cuando es otro. Si no fuera así, el infinito estaría limitado por lo otro,
limitado por lo finito, por cualquier determinación, por cualquier límite. Y sería, de este
modo, un infinito finito, limitado por cualquier determinación.
Y el problema es que la determinación está ahí, dada como un hecho. El mundo
entero es un mundo de determinaciones y devenires, de escisiones y separaciones. El
mundo entero suspira por la pérdida del todo, del poder uni‐ ficador capaz de conferirle
unidad, una unidad que la naturaleza ha buscado incansablemente en la vida y que la
historia ha perseguido, como se comprobó, en la religión, en lo político, en el amor, a
través de la compleja dialéctica entre el señorío y la esclavitud en la disputa por las
condiciones de la vida, y finalmente, en la instauración de una comunidad de individuos
libres. El todo siempre se encuentra, de hecho, perdido, escindido del mundo. La
constatación de esta escisión es sin duda un problema para el mundo, es, de hecho, el
problema de la religión, del helenismo y del cristianismo. Pero si es un problema para la
filosofía es porque también es un problema para el absoluto mismo, que ya no logrará ser
absoluto si no logra ser todas y cada una de las escisiones en las que él se ha perdido. Y
para el absoluto mismo el problema se plantea mucho antes, podría decirse, que para el
helenismo: la mísera caída de una piedra en la naturaleza o, más originariamente, el mero
surgir lógico del ser determinado, resultado inevitable de que el puro ser no haya podido
evitar su paso a la nada, introduce en lo absoluto una inquietud que amenaza con
destruirle.

4.4. Lo espiritual como infinito verdadero

Lo infinito se inquieta si lo finito está fuera de él. Pero esta inquietud misma nos
proporciona la clave de un sentido de realidad más alto que todos los hasta aquí
empleados: es el sentido mismo de la realidad espiritual. Una vez que comparece la
determinación por el camino que sea –es decir, según estemos en un lugar del sistema
hegeliano o en otro, o tan sólo con que constatemos el Faktum de la determinación–, el

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absoluto tiene que ser capaz de ʺtemblar en sí sin ser inquietoʺ, de ʺpalpitar en sí sin
moverseʺ. El absoluto no puede ya limitarse a ser idéntico en sí, tiene que ser también
idéntico fuera de sí, tiene que ser idéntico en lo otro, en lo no idéntico. Que no pueda
limitarse a ser idéntico en sí es exactamente lo mismo que decir que tiene que ser idéntico
para sí. Todo el prodigio ʺlógicoʺ de la filosofía hegeliana se juega en el alumbramiento
de esta categoría: el ser para sí.
Ser para sí implica, en efecto, no ser sencillamente ʺen síʺ, es decir, haber salido
ʺfuera de síʺ para retornar a sí desde lo otro. Este movimiento de retorno es
precisamente el que se exigía al concepto de ʺverdadero infinitoʺ. El infinito es ese ser
que incluso cuando se relaciona con otro se está relacionando consigo mismo. Pues bien,
la conciencia, el yo, el espíritu, son ʺejemplosʺ cercanos de este infinito (Enz § 96 Ztz).
La conciencia es conciencia de algo: pero al mismo tiempo y en el mismo movimiento es
conciencia de sí misma. Y según nos ha mostrado la Fenomenología, según la conciencia
va realizando la experiencia de sí misma, va descubriendo progresivamente que el algo en
cuestión no era sino ella misma, descubriéndose así como autoconciencia precisamente
en su ser conciencia de algo. Ello nos permite a los lectores de la Fenomenología recoger
la primera noción de absoluto ʺverdaderoʺ. La Lógica por sí misma nos podía haber
adelantado este resultado de la experiencia de la conciencia como inevitable: relacionarse
consigo mismo en la relación con lo otro, que relacionarse con lo otro sea relacionarse
consigo mismo, implica precisamente un concepto de infinito. En efecto: ʺEsta relación
que consiste en pasar a su contrario y, pasando a su contrario, no pasar sino a sí mismo,
es la que constituye la verdadera infinitudʺ (Enz § 94 Ztz).

4.5. La relación infinita

Una relación de ese tipo es lo que Hegel llama ʺrelación infinitaʺ. Entendemos por tal
una relación que no se limita a mediar entre dos extremos independientes, sino que
muestra uno de estos dos términos como siendo la relación misma. La relación, así pues,
no expresa tanto la distancia entre los extremos como la potencia de uno de ellos para
convertirse en vínculo de unión. Este imprescindible privilegio de uno de los dos términos
es fundamental y va a tener enorme relevancia en la polémica con el materialismo que
intentamos desenvolver. Uno de los términos asume el papel propio que encontrábamos
en la primera definición de lo absoluto: el de diferencia capaz de ser su diferenciado. Ello
equivale a mostrar que uno de los términos no logra ser igual a sí mismo más que a costa
de convertirse en el otro. Planteemos la oposición que planteemos, así opongamos el
sujeto al objeto, lo finito a lo infinito o el espíritu a la materia, el extremo que resultará
privilegiado será el que tenga capacidad de ser retorno hacia sí a partir de lo otro. Ello es
tanto como decir que tiene la potencialidad del infinito. En todas estas oposiciones Hegel

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privilegia una de las determinaciones, con preferencia de la otra, transformándola en
infinita en sentido verdadero. La fórmula general de todo retorno es la ya tantas veces
citada definición del absoluto como ʺidentidad de la identidad y la no identidadʺ. El
término privilegiado, así pues, es el que es capaz de ocupar el lugar de lo absoluto y lo
absoluto es lo que es capaz de ser como retorno hacia sí. Pues bien: la noción de un
retorno hacia sí es precisamente lo que en la lógica aparece como ʺser para síʺ. Y en
efecto, en las citadas oposiciones es siempre el sujeto, el espíritu, el yo, el que es capaz
de operar como ʺrelación infinitaʺ.
Pero la relación infinita es precisamente la totalidad. La totalidad, que es capaz de
constituirse en la inquieta capacidad inmóvil de ser ella misma siendo cualquier otro: una
relación que sólo se relaciona consigo misma. Lo que implica, en efecto, que la totalidad
no pueda aparecer sino como sí mismo, como ser para sí, y a la postre, como espíritu. El
síntoma específico de la totalidad hegeliana puede diagnosticarse muy precisamente con
estas palabras: ʺLa totalidad se constituye precisamente por la mediación, por el
movimiento, gracias al cual los extremos inertes de las oposiciones engendradas por el
entendimiento no dialéctico se convierten en momentos del todo. Los extremos pierden
su independencia para convertirse en momentos. Entre los momentos posee una
prioridad ontológica aquel que es capaz de ser momento y vínculo de unión de sí mismo
con los otros. Lo cual, a su vez, implica la aparición de un sí‐mismo, de un Selbst, cuya
peculiar condición ontológica antes indicada se refleja en el hecho de que es capaz de
ser‐para‐símismoʺ (Artola, J. M., 1972).

4.6. Idealidad y realidad. Materialismo y "sensibilidad"

La idealidad consiste, pues, ʺen el modo de ser que tiene lo finito en lo infinitoʺ. Lo
finito no tiene verdadero ser más que en la medida en que es inherente a la totalidad, es
decir, en la medida en que puede ser entendido como momento expresivo del todo, es
decir, como una totalización. Cuando se contrapone idealidad a realidad se está
también en este caso relacionando dos extremos que sólo pueden ser entendidos en su
verdad en el caso de que la relación misma pueda ser entendida como infinita,
privilegiando aquel de ellos que sea capaz de ser paso a lo otro para ser sí mismo. Por
consiguiente, la idealidad no puede sencillamente pensarse al lado de la realidad y no se
arreglan las cosas por situarla en un más allá superior. Ella tiene que ser pensada más
bien como la verdad de la realidad.

No se debe, por consiguiente, imaginar que se ha dado a la idealidad lo que le es


propio cuando se concede simplemente que la realidad no es el todo y que hay que
reconocer que hay fuera de la realidad también una idealidad. Una idealidad tal que

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estuviera al lado o aún que se mantuviera constantemente por encima de la realidad, no
sería sino una palabra huera. La idealidad no tiene contenido sino siendo el contenido de
alguna cosa. Y esta cosa no es esto o aquello indeterminado, sino la existencia
determinada como realidad, existencia que, considerada en sí misma y fijada en sus
límites, no tiene verdad. En cierto sentido, se ha representado con razón la diferencia de
la naturaleza y del espíritu de modo que la determinación fundamental de la primera sería
la realidad, mientras que la idealidad constituiría la determinación fundamental de la
segunda. Solamente que la naturaleza no es una esfera fija, acabada, que existe para sí y
que podría existir sin el espíritu, sino que, por el contrario, es en el espíritu donde alcanza
su fin y su verdad; y, a su vez, y precisamente por esta razón, el espíritu no es una esfera
abstracta colocada más allá de la naturaleza, sino que no es espíritu verdadero ni se
afirma como tal sino en tanto que contiene y absorbe la naturaleza (Enz § 96 Ztz).

La realidad se muestra, en principio, como lo dado. Y el idealismo consiste,


precisamente, en no considerar lo dado como originario. La pluralidad, y con ello el
devenir, la determinación y lo finito, es un hecho, y es, en verdad, el problema más
trillado de la historia de la filosofía el encontrar un motivo o una razón para que la unidad
haya decidido escindirse de esa forma en una exterioridad. Al afirmar la pluralidad de lo
finito como ideal, es decir, al afirmar que tiene su verdad en lo infinito, se está
afirmando, por consiguiente, una primacía de la unidad sobre la diversidad. Hasta 1965,
con Althusser y Balibar, no se centró la atención materialista en este punto (cfr. 1965a,
capítulo 6.4) sobre el que, por otra parte, en España y rodeado de un neotomismo
desquiciante, Artola (1972) había también diagnosticado certeramente: ʺLa vinculación
de la verdad con la totalidad reside en la primacía de la unidad como principio director de
la filosofía hegeliana. Esta unidad es, sin embargo, unidad dinámica. Es un retorno hacia
la unidad, ya que la división está dada ya. Pero esta división dada es necesaria para la
unidad, ya que no es unidad abstracta, sino concreta. Esta concreción exige la presencia
del otro momento que se enfrenta con la unidad abstracta. La unificación de ambas
determinaciones nos dará la unidad verdadera que abarcará la totalidad. Esta totalidad se
ha conseguido aceptando la realidad dada en su dispersión y descubriendo la unidad
inmanente. Este descubrimiento transforma el objeto mismo. Lo que se manifestaba
como pura diversidad se transforma en unidad. Esta nueva objetividad no elimina
simplemente lo anterior, sino que la guarda, si bien dentro de una unidad superiorʺ (1972:
157, SN).
La tarea del materialismo debería haber consistido, en efecto, en aislar el tipo de
transformación que sufre lo real al ser pensado en la totalidad, con la consiguiente
primacía de la unidad sobre el Facktum de la pluralidad, en lugar de protestar inútilmente
porque la totalidad sea pensada como idealidad. Éste será el objetivo de los capítulos 9 y
10. En principio, hay que resaltar que el dispositivo que ha sido extirpado de la

71
maquinaria de la verdad se llama sensibilidad, entendida ésta como la salvaguarda de la
originariedad de lo dado para la razón. El materialismo tiene que ser descrito, en este
sentido, como el empeño por cuidar de ese lugar llamado sensibilidad. En este
ʺcuidadoʺ, que sin duda está incluido entre las competencias del famoso ʺpastor del serʺ
heideggeriano, se trata en especial de velar por la distancia, impidiendo que la relación se
haga, precisamente, infinita, es decir, cortocircuitando la pretensión de uno de los dos
términos de convertirse en la relación misma. ʺCuidar de la distanciaʺ, ʺmedirlaʺ
constantemente, si se quiere hablar así, es tanto como mantener abierto un claro en el
cual puedan dárselas cosas, sin que ninguna de estas cosas pueda erigirse en la apertura
misma. Impedir que la relación se transforme en infinita significa velar, pues, por la
ausencia de Dios, mientras que la famosa sentencia de San Pablo, ʺen Dios vivimos, nos
movemos y existimosʺ, nos impele a buscar un algo capaz de tratarse a sí mismo en el
tratar de cualquier cosa, es decir, un absoluto del que las cosas serían, de un modo u
otro, sus momentos. La sensibilidad es, por el contrario, el lugar en el que Dios está
ausente, un lugar en el que no se crea, sino que se ʺdeja serʺ, en el que el mundo es algo
que tiene que ser esperado, con una paciencia desconocida para la idiosincrasia
hegeliana. Una razón finita, en el sentido de una razón que reconoce su apertura en la
sensibilidad, es una razón para la que, al contrario que para Dios, todo ha comenzado
siempre ya.
Es patente que lo que suele llamarse la ʺcomunidad científicaʺ en general consiste en
trabajar en el horizonte de esta apertura. Y en este sentido, los reproches de Hegel a
Kant podrían convertirse también en un homenaje:

La filosofía de Kant no ha podido ejercer influencia alguna en las ciencias, porque


ha dejado las categorías y el método del conocimiento ordinario exactamente en el
estado en que estaban. Si en los escritos científicos de su tiempo se ha comenzado a
veces por proposiciones de la filosofía kantiana, se ve que estas proposiciones no son
sino un ornamento superfluo, y que, arrancando las páginas que ocupan, no disminuiría
el contenido empírico de las siguientes (Enz § 60).

Si Kant no ha aportado nada a la comunidad científica, negándose a introducir en


ella la potencia de la relación infinita, es también porque ha encontrado la forma de
ʺdejarla en pazʺ, lo que quizá sea lo más difícil. El empeño de Kant por sentar las
condiciones de posibilidad del saber consiste, ante todo, en cuidar de un lugar en el cual
es posible dejar ser a las cosas, para que éstas se muestren, ʺcuidadoʺ que se ha
resumido –por razones que habrá que exponer más adelante– en impedir tomar la palabra
a ningún supuesto ʺahíʺ en el cual pudieran ser generadas en tanto que momentos.

72
4.7. Concepto de materia

Es al pensar la totalidad como lugar de la verdad –lo que parece de lo más natural–
como Hegel pone en marcha un mecanismo capaz de absorber toda exterioridad, y, en
consecuencia, de reducir –a su modo– todo lo material, en tanto que la idea de materia
es precisamente la idea radical de pluralidad como ʺpartes extra partesʺ. La materia es el
principio opuesto al principio monista del ʺtodo está en todoʺ, sentencia que apunta, en
realidad, a una totalidad como interioridad absoluta (cfr., por ejemplo, Bueno, G.,
1972: 306). Y en efecto, si Hegel ha afirmado lo absoluto como espiritual, es porque para
el espíritu nada es completamente otro:

Toda actividad del espíritu es por eso sólo un captarse a sí mismo, y el fin de toda
ciencia que lo sea de verdad es sólo éste: que el espíritu se conozca a sí mismo en todo lo
que hay en el cielo y en la Tierra. Un algo completamente otro no existe de ningún
modo para el espíritu (Enz § 377 Ztz, SN).

Si Hegel dice que el verdadero infinito nos proporciona la clave de un sentido de


ʺrealidadʺ más alto que los habituales, es en la medida en que el infinito en cuestión no
ha sido posible captarlo más que en el tránsito a la categoría de ser‐para‐sí. Pero ello
implica inevitablemente que todo cuanto se presente como alteridad, como separado o
como ʺpartes extra partesʺ, deberá encontrar su verdad en ese tránsito al ser para sí. Lo
que el idealismo introduce es una modificación crucial en el procedimiento por el que lo
otro irrumpe en el ser y el saber, es decir, en ese negocio de la determinación al que
llamamos verdad. Lo espiritual en Hegel surge como resultado de la supresión
(Aufhebung) de lo otro como independiente (selbstandig) y su transformación en un
Selbst, en un sí mismo. La pluralidad espacial y temporal, eso a lo que llamamos lo
material, obliga a la unidad a devenir para poder seguir siendo unidad. El para sí viene
aquí al caso sin mayor misterio que el de ser la única expresión posible de este
movimiento de retorno a sí en el que nos vemos com‐ pelidos a pensar la totalidad.
Que todo es espiritual es tanto como decir que lo otro es siempre momento,
momento de lo mismo, lo que equivale a pensar, tal y como diagnosticaba Althusser, lo
finito en tanto que ʺexpresivo de la totalidad entera, como pars totalisʺ (1965b, II:
65/202). Althusser subrayó que, por el contrario, Marx se había movido siempre en el
horizonte de una eficacia de la totalidad sobre sus partes en el que tenía primacía la
complejidad como algo ʺsiempre ya dadoʺ. Para pensar este tipo de eficacia que tiene un
todo sobre sus elementos, Althusser propuso el justo concepto de causalidad
estructural, ʺla eficacia ausente que tiene una estructura sobre sus elementosʺ, ʺla
presencia de una estructura en sus efectosʺ. Causalidad, en este sentido, ni ʺtransitivaʺ,
ni ʺexpresivaʺ, sino ʺausenteʺ o ʺmetonímicaʺ. Una estructura combina y legisla una

73
complejidad siempre previa, siempre ʺya dadaʺ, pero actúa como un poder ʺausenteʺ
capaz de definir a sus elementos: ʺLa existencia de una estructura se agota en sus
efectosʺ (cfr. 1965b, cap. IX).
La encrucijada entre idealismo y materialismo se localizaba, pues, respecto al tipo de
causalidad puesta en juego. Y la sentencia ʺsólo lo espiritual es realʺ debía, en este
sentido, ser rechazada en orden a encontrar alguna razón que nos impidiera entender la
determinación como momento, es decir, como pars totalis, y no por ninguna protesta del
sentido común sobre la innegable tangibilidad de la materia. Esta razón aún no la hemos
encontrado aquí. Lo único que sabemos es que el problema tiene que centrarse respecto
al tipo de ʺpacienciaʺ teórica que el materialismo tiene que contraponer a la ʺpaciencia del
conceptoʺ hegeliana. Pues, para Hegel, en efecto, la afirmación del sí mismo no puede
ahorrarse ninguna determinación, por superflua que resulte. Lo otro, en sus más mínimos
detalles, no es una mera estrategia para la autoafirmación espiritual, de modo que baste
con trazarlo en cuatro pinceladas. Hemos visto que Marx no ha tenido ninguna intención
de dirigir este reproche a Hegel, sino, paradójicamente, a su contestación materialista, en
la que no ha visto sino una investigación histórica indigente y ridicula. Ahora bien, el
trabajo del concepto en Hegel puede, de todos modos, no trabajar lo bastante o no
trabajar en la dirección adecuada, y esto es lo que queda abierto en adelante para nuestra
discusión.

4.8. Infinitud de la razón y conocimiento. La ideología como tributo


historicista

El hecho es que, tras muchas idas y venidas, para el materialismo, todo el engranaje
hegeliano capaz de convertir la determinación en momento del despliegue de algún
indeterminado inicial acabó por verse traducido al misterio por el que la ignorancia
pretendía, mediante algún escondido resorte o fertilidad, tomar la palabra y desplegar la
determinación a partir de un mero vacío o confusión. A esta fecundidad de la ignorancia
se le llamó ideología, englobando en este término toda la constelación de imágenes y
representaciones que permiten a los individuos y los pueblos históricos tomar conciencia
de su realidad, sin propocionarles, no obstante, los medios de conocerla. La ideología
permite vivir la relación con lo real; supone la apertura práctico‐social del mundo,
mientras que sólo de la ciencia –desde el puro desinterés que define su actitud– puede
esperarse una apertura teórica de éste.
De esta suerte, y por algún motivo que es preciso sacar aquí a la luz, la polémica
inicial entre idealismo y materialismo acabó por centrarse en el problema de mantener o
suturar la brecha entre lo ideológico y lo científico.
Es importante resaltar que al suprimir la independencia de lo otro y reabsorberlo en

74
un sí mismo que opera como infinito verdadero, es decir, al constreñir a lo otro a la
condición de momento, se prima la problemática del despliegue o de la génesis de lo real
en la razón sobre la cuestión del conocimiento en tanto que investigación de lo dado. El
conocimiento mismo deja de ser el verdadero asunto que hay que tomar en serio por sí
mismo. La razón hegeliana nunca se limita a conocer; si conoce es porque se despliega
en cada determinación y, de alguna forma, la genera. El insólito lugar que llamamos
ʺrazónʺ no es, en ese sentido, tanto el lugar del conocimiento, como el lugar señalado
crípticamente por las religiones mediante misterios como el de la creación o la
encarnación.
Para Hegel todo conocimiento es reconocimiento. La conciencia se dirige hacia la
cosa porque no sabe que lo que encontrará tras sus misterios no es sino ella misma. El
conocimiento aparece así como un momento transitorio de un camino más largo y
decisivo, en el cual se desarrolla la vida de lo real como espíritu. Ya no se trata entonces
de que lo real sea accesible a la razón, de que sea, en suma, cognoscible, sino del
proceso mismo de constitución de lo real. El trabajo del concepto no es sólo el trabajo
del conocimiento, sino el trabajo que lo real vierte sobre sí mismo. En el capítulo anterior
localizamos ya en una especie de ʺdispositivo Jesúsʺ el engranaje fundamental del
proceso hegeliano hacia la realidad efectiva. Que el lógos se ha hecho carne como
Humanidad significa en último término que la Historia misma tiene que ser entendida
como un despliegue de la razón, de modo que es ésta la que tiene que actuar en cada
caso y la que, de cualquier manera, actúa siempre. Los contenidos que se suceden en la
historia son, así, generados por la propia razón. Pero, entonces, la Historia no es tanto
algo que hay que conocer, como algo que es capaz de comprenderse a sí mismo. La
investigación histórica no hace sino mostrar lo que el curso real de la propia historia ha
investigado en sí mismo. El trabajo del historiador es el trabajo mismo de la Historia.
Y es en este punto en el que Marx protesta contra Hegel en la famosa Introducción
de 1857:

[Para la conciencia filosófica] el movimiento de las categorías se le aparece como el


verdadero acto de producción (el cual, aunque sea molesto reconocerlo, recibe
únicamente un impulso del exterior) cuyo resultado es el mundo; esto es exacto en la
medida en que –pero aquí tenemos de nuevo una tautología– la totalidad concreta, como
totalidad del pensamiento, como un concreto de pensamiento, es in fact un producto del
pensamiento y de la concepción, pero de ninguna manera es un producto del concepto
que piensa y se engendra a sí mismo, desde fuera y por encima de la intuición y de la
representación, sino que, por el contrario, es un producto del trabajo de elaboración que
transforma intuiciones y representaciones en conceptos. El todo, tal como aparece en la
mente como todo del pensamiento, es un producto de la mente que piensa y que se
apropia del mundo del único modo posible, modo que difiere de la apropiación de ese

75
mundo en el arte, la religión, el espíritu práctico... (1857, II.1.1: 37/51‐52).

El materialismo localizó perfectamente el problema que aquí se estaba jugando al


insistir con tozudez en la separación insalvable entre lo ideológico y lo científico. Si el
trabajo del historiador y el trabajo de la historia coinciden, entonces la ciencia no es mero
conocimiento. Pero al ser algo más, es también algo menos que ciencia: ésta se
convierte, por una parte, en la manifestación suprema del trabajo de lo real consigo
mismo, pero, de otra, se degrada también en una realidad histórica más, bajo la forma de
espíritu de un pueblo o, si se quiere, de ideología. Es el tributo historicista que paga la
verdad como lugar del conocimiento de lo real por querer ocupar el lugar de lo real
mismo.
Éste es también el motivo de la tozuda insistencia althusseriana en distinguir el
objeto de conocimiento y el objeto real, que encontró su lema en el famoso aforismo
spinozista ʺla idea de círculo no es redondaʺ o ʺel concepto de perro no ladraʺ; y también
de que la suerte de esta distinción se hiciera jugar en la distinción entre ideología y
ciencia. No se puede, se decía, confundir lo real con su conocimiento. La razón no es el
ahí de lo real, sino el de su conocimiento. O, tal y como diagnosticaba finalmente la obra
de Artola sobre Hegel ya citada, si la razón es capaz de penetrar en los misterios de la
naturaleza y de la historia no es porque descubra en ellas ecos de la palabra originaria que
es ella misma: ʺ¿Acaso no puede explicarse esta coincidencia de la razón con la
naturaleza y con la historia gracias a la capacidad de la razón para escuchar y escudriñar
lo que en ellas se encuentra? Que lo real sea racional puede explicarse por la capacidad
de la razón para penetrar en la realidad [...] La capacidad de comprensión racional no es
lo mismo que la absorción de todo lo dado en la razón [...] La razón que se sabe a sí
misma sabe algo más que a sí misma. Quizá para Hegel ese ʹalgo másʹ significaba
renunciar al conocimiento como Erkenntnis, como conocimiento absoluto y adecuadoʺ
(1972: 464). La razón puede entonces estar sencillamente abierta a un Lichtungen el que
puede recibir lo otro que ella misma: ʺEl área de lo que es y es pensado con
independencia de nuestro propio pensamientoʺ (1972: 459). Pero una razón receptiva es
una razón finita, para la que las determinaciones de lo real no pueden ser generadas a
partir de sí misma.

4.9. Anotaciones para una topología de la cuestión general y programa para


su investigación

Como consecuencia de este error, a todos les ocurre


que toman por sabiduría lo que no es más que su propia
ignorancia. De ahí que, sin saber nada, por lo general,

76
creamos saberlo todo.

Platón, Leyes, 732a

Es ahora la ocasión de abrir un paréntesis para disponer el orden de las razones y


establecer la jerarquía de preguntas y problemas implicados en esta investigación y de las
cuales este libro va a intentar hacerse cargo.
En principio, que el conocimiento sea sólo el conocimiento, o que el concepto de
perro no sea capaz de ladrar, no parece tampoco una verdad que tenga que ser
especialmente defendida más que frente a ciertas ficciones metafísicas construidas por
puro entretenimiento especulativo. Nadie parece pretender que el conocimiento genere lo
real. De hecho, tomado de forma espontánea, el reproche que Marx vierte sobre Hegel
resulta más que nada desconcertante:

Hegel cayó en la ilusión de concebir lo real como resultado del pensamiento que,
partiendo de sí mismo, se concentra en sí mismo, profundiza en sí mismo y se mueve
por sí mismo, mientras que el método que consiste en elevarse de lo abstracto a lo
concreto es para el pensamiento sólo la manera de apropiarse lo concreto, de
reproducirlo como un concreto espiritual. Pero esto no es de ningún modo el proceso de
formación de lo concreto mismo (ibídem).

Puede tomarse esto con cierta extrañeza, pues cualquiera puede constatar que una
cosa es defender que la razón sea capaz de generar por sí misma sus contenidos –que es
lo que hemos resumido en la infinitud de la razón– y otra bien distinta que la razón sea el
demiurgo de lo real. Pero, estas observaciones, en las que razón, conocimiento,
pensamiento o concepto, no tienen ningún significado preciso, ni aciertan en Hegel ni se
enfrentan en realidad a otra cosa que a lo que se ha imaginado como idealismo, no al
idealismo mismo. La gravedad del problema reside primero en entender que si la
determinación tiene que ser generada en aquello a lo que llamamos razón, la razón que
en adelante está en juego ya no es más esa razón finita a la que en vano se podría
solicitar la creación del mundo real, sino la razón divina, que no tiene por qué esperar
ninguna llegada del mundo para concebirlo.
Siempre resulta muy desconcertante insistir en que el conocimiento sea sólo
conocimiento, como si alguien pretendiera lo contrario. Y sin embargo, el hecho es que,
por otros caminos inesperados, siempre se pretende, en efecto, lo contrario. Es, sin duda,
un absurdo pretender que la palabra cree el mundo o que devenga carne ella misma
resumiendo el universo en su obra histórica. Sólo la religión y algunos sistemas filosóficos
han tenido el atrevimiento de sostenerse en semejante ocurrencia. Ahora bien, el abismo
que separa mundo y pensamiento no es menor que el que separa a la ignorancia del

77
saber, y la ideología, que siempre considera evidente la primera separación, es, sin
embargo, ella misma, la que se encarga de transitar constantemente como si la segunda
no existiera. Que lo indeterminado sea capaz de desenvolverse en lo determinado y
reconocerse en él, que el desenvolvimiento de la ignorancia pretenda aparecer como el
saber, es una aventura cotidiana y completamente natural, pero que encierra, en verdad,
un misterio paralelo –y, desde un punto de vista lógico, idéntico– al que pensaran las
religiones al construir un Dios creador del mundo.
Que el concepto de perro ladre puede ser una absurda pretensión. Pero también lo
sería pretender resumir la zoología canina en la forma indeterminada con la que la
conciencia natural pone en obra ciertas representaciones para señalar a los perros y
regular su comportamiento con ellos. A primera vista, no hay nada de asombroso en que
el conocimiento sea sólo conocimiento, al menos mientras no se perciba nada de
asombroso en el hecho mismo del conocimiento. Pero que la ignorancia pretenda saber
no es nada inhabitual y, sin embargo, es de lo más difícil sacar a la luz la maquinaria
ontológica implicada en esta mediación. Sólo en el caso de que lo puramente lógico
encontrara un procedimiento para devenir real y efectivo, como en realidad sólo ocurre
en el caso de un concepto, del concepto de Dios, o si se quiere, con el concepto sin más,
podrían seguirse los pasos del famoso argumento ontológico utilizándolo como método
efectivo capaz de mutar lo lógico en realidad, al tiempo que la ignorancia en saber.
Independientemente de la función que ello cobre en su propio sistema, Hegel ha
demostrado que en la espontánea pretensión de la conciencia por la que pretende saber
cuando sencillamente se limita a señalar las cosas y vivirlas de un modo u otro, se
esconde, en verdad, una sorprendente osadía ontológica, en la que el mundo tendría que
ser resultado de la palabra. A la postre, una ignorancia que pretende saber postula una
razón capaz de crear el mundo. Si la ignorancia albergara alguna profundidad de la que
pudiera obtenerse el saber, entonces el conocimiento no sería mero conocimiento:
poseería, él también, una profundidad en la que se gestaría el mundo mismo. Por eso,
Hegel sabía muy bien que no se podía tratar al conocimiento como una cosa más entre
las cosas, y ha llegado incluso a reprender duramente a Aristóteles por haberlo
yuxtapuesto a todas las demás realidades (cfr. apartado 11.5.1).
El sentido de este libro va a ser sacar a la luz el motivo por el que lo ideológico se
sostiene en una oscura e inconsciente negativa a aceptar que el conocimiento sea sólo
conocimiento o que el concepto de perro no ladre. El problema que nos va a ocupar es
mostrar que lo más difícil es mantener la distinción entre ignorancia y saber,
precisamente porque la ideología consiste cotidianamente en borrar esta distinción; ella
no sospecha en absoluto cuantas otras distinciones se desvanecen junto con ella. Es
natural, pues, que la ideología se sorprenda de que para apuntalar la distancia entre
ignorancia y saber sea preciso insistir en cosas tan aparentemente evidentes como que la

78
idea de círculo no es redonda, que el pensamiento es sólo pensamiento o el conocimiento
sólo conocimiento, o que la pura lógica no tiene la capacidad que la religión reconociera
en Dios como potencia creadora de este mundo. Si se trata de discutir con la conciencia
natural –y por mucho que ésta funcione hegeliana‐ mente–, la cuestión nunca se ventila
en los términos utilizados por Marx contra Hegel en el reproche antes citado, pues ella
jamás se sitúa conscientemente en el lugar de una razón infinita y es verdad que es
absurdo pensar ninguna fecundidad respecto a lo real por parte de una razón finita; la
pregunta pertinente que hay que dirigir a esta última no es cómo puede pretender gestar
lo real, sino cómo pretende en cada caso gestar el saber en su ignorancia.
Y sin embargo, las dos pretensiones están muy entrelazadas, por difícil que resulte
aclarar esta ecuación en la que la pretensión de saber de la ignorancia queda igualada a la
pretensión del pensamiento de contener la gestación profunda de este mundo. La
ideología no comprende que el ingenio filosófico haya llegado a entender el concepto
como demiurgo de lo real; pero los hombres no viven tampoco su ideología en cuanto
que tal: la toman por el propio mundo. Su sistema de representaciones no es vivido como
una constelación de imágenes, sino como el mundo mismo en tanto que vivido. Este
complejo de vivencias y de imágenes constituye un macizo de evidencias para la
conciencia natural, a partir del cual ésta confunde constantemente imaginación y realidad.
La pretensión de que lo lógico engendre lo real le parece un sinsentido, pero ella se
mantiene constante e inconscientemente suspendida en la misma pretensión de lo
imaginario. Este escamoteo tan sólo se hace patente, en ocasiones, en la recóndita
industria imaginaria con la que algunos caracteres neuróticos construyen minuciosa y
laboriosamente un sueño tan detallado y coherente como para suplantar toda realidad.
El objetivo de esta investigación se perfila, por tanto, en la tarea de mostrar que la
separación entre la palabra y el mundo –que los misterios religiosos de la creación o la
encarnación se ocuparon de mediar, concediendo a la primera la potencia de devenir
realidad–, puede ser articulada con la separación entre ignorancia y saber, mediada a su
vez por la ideología en tanto que ininterrumpida mutación de la primera en el segundo. El
sistema hegeliano en su conjunto opera, en realidad, a base de aislar la profunda
maquinaria en la que estas dos mediaciones se explican mutuamente y no cesan nunca,
por sorprendente que parezca, de remitir la una a la otra.

4.10. Finitud de la razón y conocimiento. El problema de la articulación de la


brecha intuición-concepto con el corte ideologí-ciencia

Para Kant, como para la tradición materialista primero –de un modo completamente
ingenuo– y para el propio Althusser después, lo importante ha sido llamar la atención
sobre el fenómeno mismo del conocimiento, mostrando: a) que el conocimiento mismo

79
es una realidad suficientemente prodigiosa como para que su mera facticidad plantee
cuestiones gravísimas a la razón; b) que el conocimiento, siendo un prodigio en sí mismo,
no es un aspecto más o menos comprensible de un misterio más profundo, es decir, que
el conocimiento es sólo conocimiento y nada más. Entre paréntesis, conviene recordar
que, por eso, sin duda, ha hecho Kant, precisamente, ontología, y no algo así como
teoría del conocimiento; lo malo de lo que se llama teorías del conocimiento es que
comienzan por no ver un problema en lo que pretenden pro‐ blematizar: el conocimiento
mismo, sobre el que se limitan a escudriñar su funcionamiento, de modo que cuanto más
consiguen aislar éste, más se ve cómo el conocimiento deja, en realidad, de serlo.
La forma kantiana de preservar esta consistencia del conocimiento como Faktum no
reducible a otra cosa más profunda tiene por punto de partida la brecha abierta entre
concepto e intuición. En la Introducción de la Crítica de la razón pura,, es decir, antes
de que la investigación trascendental haya ni siquiera comenzado, y tras haber mostrado
que el Faktum con el que nos enfrentamos es precisamente que ʺhay conocimientoʺ, es
decir, que ʺhay juicios sintéticosʺ y que, por tanto, tiene que poder haberlos –lo que
hace legítima la pregunta: ¿cómo son a priori posibles juicios sintéticos?–, Kant nos dice
que, como cuestión previa,

sólo parece necesario indicar que existen dos troncos del conocimiento
humano, los cuales proceden acaso de una raíz común, pero desconocida
para nosotros: la sensibilidad y el entendimiento. A través de la primera se
nos dan los objetos. A través de la segunda los pensamos (A 15, B 29).

Un juicio remite un concepto a otro concepto, y así sucesivamente. Pero lo


característico es que Kant considera necesario, como ʺcuestión previaʺ para que ese
remitir de conceptos a conceptos pueda ser llamado conocimiento –y no algo menos,
como, por ejemplo, mera palabrería, o algo más, como creación, despliegue, emanación,
etc., de lo real en el concepto–, que haya forzosamente un límite en el cual el concepto
se refiera a algo que no sea concepto.

El conocimiento de un objeto implica poder demostrar su posibilidad, sea porque la


experiencia testimonie su realidad, sea a priori, mediante la razón. Puedo, en cambio,
pensar lo que quiera, siempre que no me contradiga, es decir, siempre que mi concepto
sea un pensamiento posible, aunque no pueda responder de si, en el conjunto de todas
las posibilidades, le corresponde o no un objeto. Para conferir validez objetiva
(posibilidad real, pues la anterior era simplemente lógica) a este concepto, se requiere
algo más (SN). Ahora bien, este algo más (SN) no tenemos que buscarlo precisamente
en las fuentes del conocimiento teórico. Puede hallarse igualmente en las fuentes del
conocimiento práctico (KrV, B XXVII).

80
La última cuestión, crucial en la obra kantiana, no nos concierne ahora, pues el
asunto que nos ocupa es que, en la consistencia teórica del conocimiento, para que éste
sea precisamente ʺconocimientoʺ, se requiere, dice Kant, un ʺalgo másʺ. Conviene
retener por un momento la cuestión en esta forma aún indeterminada, sin poner en juego
nada de lo que va a aparecer en la Crítica: para que haya conocimiento tiene que haber
radicalmente otra cosa: ʺalgoʺ.
Tiene que ser ilustrativo para nosotros (cfr. capítulo 6) que, en sus críticas a Hegel
entre 1822‐1836, Schelling (1836: 213‐214) imprima a sus esfuerzos filosóficos un sello
muy semejante al de Kant:

El mundo entero yace, por decirlo así, en las redes del entendimiento o la razón,
pero la cuestión es justamente, cómo ha entrado en estas redes, ya que en el mundo
evidentemente hay algo más que mera razón, e incluso algo que ambiciona salir por
encima de estos límites.

Pero, volviendo al texto de Kant, hay que señalar lo siguiente. La investigación de


aquello en lo que consiste el conocimiento es la dilucidación de las condiciones de
posibilidad del conocimiento, es decir, la tarea que apunta al eîdos conocimiento, al qué
es el conocimiento. Aquello en lo que conocimiento consiste es un a priori de cualquier
conocimiento. Pues bien, acaba de señalarse el a priori fundamental sin el cual no hay
ningún otro a priori posible, el a priori sin el cual, la investigación del a priori ni
siquiera puede comenzar: de ahí precisamente que la Crítica de la razón pura aún no
haya comenzado en este punto. Ese a priori de todo a priori es, en realidad, lo a
posteriori.

La condición del uso objetivo de todos los conceptos del entendimiento es sólo la
índole de nuestra intuición sensible, que es el medio a través del cual se nos dan los
objetos. Los conceptos carecen de referencia a un objeto si se prescinde de esa intuición
(A 286, B 342).

Es decir: para que haya conocimiento es preciso que algo sea dado a la razón. No
hay conocimiento más que en el ámbito de una razón para la cual hay ʺalgo másʺ que ella
misma. Para que podamos hablar de conocimiento –y no más bien de otra cosa más
profunda o más superficial– es preciso que la razón sea finita, que haya una receptividad
de la razón a la que llamamos sensibilidad. ʺTodo nuestro conocimiento comienza con la
experienciaʺ (B 1). No todo él procede, sin embargo, de la experiencia. Interesa advertir
que la investigación kantiana no comienza en la segunda parte de la frase, sino en la
primera: pues sin experiencia no hay, ni siquiera, eso a lo que llamamos conocimiento. Si
no todo es a posteriori, podría decirse, es porque hay un a priori fundamental: lo a

81
posteriori mismo. Sin la finitud de la razón no hay investigación trascendental del
conocimiento sino otra cosa, y no porque se desvanezca el ámbito de lo trascendental –
pues los ʺtrascendentalesʺ son precisamente el nombre que la tradición escolástica había
reservado para nombrar las nociones vinculadas al ʺserʺ–, sino porque se desvanece el
ámbito del conocimiento.
Pues bien, a ese ʺalgo distintoʺ a lo que tiene que remitir el concepto para que el
conocimiento sea ʺsólo conocimientoʺ se le llama en el primer párrafo (A 19, B 33) de la
Crítica de la razón pura ʺintuiciónʺ. El conocimiento remite conceptos a conceptos, pero
en último término, tiene que haber una referencia a algo que no sea concepto: la
intuición. Pasa por ser el descubrimiento más característico de Kant –su famoso ʺgiro
copernicanoʺ– la afirmación de que ʺsólo conocemos a priori de las cosas lo que
nosotros mismos ponemos en ellasʺ (B XVIII), de tal modo que la razón puede legislar
sobre la naturaleza en lugar de limitarse a esperar su presentación empírica. Ahora bien,
si el concepto es legislador sobre lo dado en la intuición empírica, es sólo porque es
siervo del puro hecho de que algo en general se da. La ʺdeducción trascendentalʺ de las
categorías viene a demostrar que éstas expresan sólo el en qué consiste el tiempo, es
decir, la intuición pura, y que, sólo por eso todo lo intuido está ligado y legislado por
ellas: ʺEl entendimiento puro puede permanecer como señor de la intuición empírica sólo
en tanto que, en calidad de entendimiento, permanezca como siervo de la intuición puraʺ
(Heidegger, 1929: § 16).
Todo ello equivale a decir que el concepto sólo puede remitir a la cosa –y no ser
mera palabrería, ʺalgo menosʺ que ʺconocimientoʺ– en tanto que no sea él el que remita
a la cosa. El concepto no puede alcanzar la cosa, en definitiva, si la cosa no se da
además de ser pensada. Luego a lo que remite el concepto es al darse de la cosa. Y es a
ese darse al que llamamos intuición. Si ese darse de la cosa no fuera finito, si no fuera
sensible, es decir, si en lugar de ser un ʺdarseʺ fuera más bien un ʺgenerarseʺ o una
ʺautoexposiciónʺ de la cosa, entonces sencillamente no sería preciso pensar: bastaría con
intuir; pero lo que entonces tendríamos no sería propiamente conocimiento sino ese algo
distinto cuya problemática ha sido míticamente señalada por las religiones como creación.
Lo que tendríamos entonces sería una intuición creadora, en la que el ver y el generarse
de la cosa misma coincidirían. Si nosotros necesitamos también pensar –es decir, si nos
vemos compelidos a proceder discursivamente, remitiendo conceptos a conceptos en esa
tarea de alcanzar la cosa a la que llamamos conocer– es porque las cosas se dan, o sea,
porque nuestra intuición es finita. De donde se deduce que eso de que ʺel concepto
remita a una cosaʺ significa sencillamente que el concepto conoce... y nada más. En
suma: decimos que hay algo así como ʺconocimientoʺ –y no, por una parte, creación,
emanación, despliegue, exposición o, por otra, mera palabrería– porque el concepto
señala en último término a algo que no es concepto. Sin ese ʺalgo que no es conceptoʺ ni

82
siquiera podríamos hablar propiamente de conocimiento (de ese algo que no es
concepto). Si todo se juega en Kant en la brecha insalvable entre intuición y concepto, es
porque de ello depende la separación entre lo real y el conocimiento de lo real. Y lo
importante es notar que, sin esa separación –entre ʺel objeto de conocimiento y el objeto
realʺ, como quiso entenderla la tradición materialista– lo que estaría en cuestión ni
siquiera sería lícito llamarlo ʺconocimientoʺ, porque sería siempre, de algún modo, más
bien otra cosa más profunda.
Pese a ciertas apariencias, el texto de Marx citado más arriba es, en realidad, muy
kantiano. El conocimiento apunta a las cosas, y se las ʺapropiaʺ de ese modo misterioso
que es la ʺteoríaʺ no porque haya algún ʺahíʺ (al que llamaríamos, por ejemplo, ʺcriterioʺ
del conocimiento) desde el cual pueda compararse el conocimiento con las cosas. En
realidad, el conocimiento no puede arrancar de las cosas sino que parte, simplemente, del
conocimiento anterior. Si hubiera algún ahí desde el cual pudiera compararse las cosas
con el conocimiento, ese ʺahíʺ sería, lógicamente, el conocimiento que buscábamos. El
conocimiento no se compara con la cosa: se compara con el conocimiento. Los
conceptos se comparan, se enlazan y se infieren unos de otros. El milagro –ese extraño
milagro que Grecia introdujo en el mundo– es que el conocimiento, comparándose sólo
con el conocimiento, sea capaz de –como dice el propio Marx– ʺapropiarse
(anzuaeignen) teóricamente de la cosaʺ: lo milagroso es que el conocimiento,
precisamente, conozca.
Que el conocimiento conozca significa que acontece el extraño prodigio por el cual
los conceptos se refieren a conceptos y, sin embargo, en ese referirse se refieren, en
realidad, a las cosas, pretendiendo además decirlas verdaderamente, por lo que podemos
decir que en ese referirse hay alguna ʺapropiaciónʺ o ʺadueñamientoʺ de algo de ellas: su
ʺserʺ, su ʺformaʺ, su ʺen qué consistenʺ. A este misterio le llamamos razón teórica. Pues
bien: Marx y Kant saben que no hay posibilidad de hacerse cargo de ese problema si no
se comienza por distinguir, en el propio conocimiento, dos tipos de representaciones:
intuición y concepto. Si ʺel conocimiento se apropia cada vez mejor de las cosasʺ es
porque el conocimiento puede ʺcorregir al conocimientoʺ, comparándose a sí mismo, no
desde luego con la cosa –¿desde dónde lo haría que no mereciera el título más
privilegiado aún de ʺconocimientoʺ?–, sino comparando intuiciones con conceptos y
conceptos entre sí. Es verdad que el conocimiento corrige al conocimiento comparando
representaciones seguras por otras más seguras. El problema es que, en este juego de
representaciones, no sólo hay en cuestión un grado de seguridad: si hay grados de
seguridades es porque hay dos tipos de representación de distinta naturaleza. En este
juego de representaciones con representaciones todo quedaría en ʺmeras
representacionesʺ si no hubiera una separación radical entre intuición y concepto. Lo que
buscamos al conocer son conceptos ʺadecuadosʺ. Pero esta adecuación que nos autoriza

83
a decir que nuestros conceptos ʺconocenʺ depende de que haya algún tipo de
representación que no sea concepto. Es decir, la estructura de este ʺefecto‐
conocimientoʺ que tienen ciertos conceptos depende de que en el juicio se jueguen
intuición y concepto como dos tipos distintos de representaciones. Y por lo mismo,
depende de que en la práctica científica se jueguen dos tipos de representaciones que la
tradición materialista llamó ideología y ciencia. El fondo trascendental de estas dos
divisiones –la del juicio y la de la práctica científica– es el mismo, aunque en absoluto se
pueda equiparar ideología e intuición, pues, de hecho la intuición no pretende saber, sino
ver, mientras que la ideología tiene más bien relación con un drama muy bien descrito en
la primera figura de Fenomenología del Espíritu: en ella encontramos una intuición que
pretende saber. Lo importante es que el marxismo dividió el mundo de las
representaciones en ideología y ciencia por el mismo motivo que Kant dividió el juego de
representaciones en intuición y concepto: de lo que se trataba en los dos casos era de que
el conocimiento fuera sólo conocimiento, es decir, de que hubiera precisamente eso que
llamamos conocimiento. Por parte de Kant se trataba de mostrar la finitud de la razón, es
decir, el hecho de que la razón (teórica) fuera precisamente cognoscente (ʺy nada másʺ).
Por parte del marxismo, se trataba de mostrar que el conocimiento sólo cambia algo en lo
real porque le agrega su conocimiento y nada más y no por ningún otro motivo.
La dificultad del problema no tiene que ser aquí disimulada en modo alguno. Es
precisamente uno de los objetivos fundamentales de este libro sacar a la luz la forma en
que es necesario pensar la articulación profunda de la distinción intuición‐concepto con
la distinción ideología‐ciencia, mostrando que no se trata de una comparación retórica ni
de ninguna manera de una asimilación entre intuición e ideología, por un lado, y por otra
entre concepto y ciencia. Es, sin embargo, imprescindible demostrar que si se sutura la
brecha entre intuición y concepto, concediendo a la razón cualquier suerte de infinitud, se
cierra también, en otro sitio, la brecha entre ideología y ciencia.
Si la representación no fuera de dos tipos, para el marxismo no habría ruptura entre
ideología y ciencia, y la ideología sería algo así como el efecto más periférico de lo
científico, el cual, a su vez, no sería sino la raíz más profunda de algo así como el
espíritu de un pueblo. La infinitud de la razón siempre termina por establecer alguna
línea de continuidad entre el trabajo científico y el trabajo de la historia sobre sí misma,
entre el trabajo teórico y el trabajo mismo de lo real. Se puede luego dar cuantas vueltas
se quiera a este resultado teórico más o menos historicista, el punto de partida y de
llegada siempre habrá sido contado por Hegel mejor que por nadie. Es decir, si no
hubiera dos tipos de representaciones se borraría de golpe la frontera absoluta que da
todo sentido a eso del conocimiento, la diferencia entre saber e ignorar, y eso
independientemente de que luego se piense de forma muy compleja su mediación. Es
obvio que eso no tiene nada que ver con que la intuición deba equipararse a un ignorar y

84
el concepto a un saber, sino con el hecho de que, por algún motivo, si se borra una
frontera se borra también la otra. En este motivo se esconde la pregunta específica a la
que el materialismo tiene que responder y que actuará como motor de toda nuestra
investigación en adelante.
En Kant, por su parte, si la intuición no fuera más que algo así como un concepto en
estado de confusión, no sería posible hablar de conocimiento (es decir, de algo más que
de mera palabrería) más que en la medida en que además de conocimiento se esté
hablando más bien de otra cosa: creación, participación, emanación, despliegue,
dialéctica, etc. Pues: o bien la razón tiene que dar un rodeo por algo que no es razón (la
cosa), y entonces ese rodeo se llama experiencia y al efecto racional ʺconocimientoʺ, y
entonces hace falta una representación que no sea concepto, que sea pasividad respecto a
la cosa, y hace falta, por tanto, en último término, que la razón sea finita; o bien la
razón tiene, entonces, que dar otro rodeo, siendo capaz de salir fuera de sí sin salir de sí
misma, por lo que ya no tenemos conocimiento más que en la medida en que, en
realidad, lo que tenemos es más bien otra cosa, ya se llame emanación, despliegue,
creación, etc., es decir que entonces hace falta que la razón no se limite a conocer, sino
que sea capaz de ʺcrearʺ de algún modo lo que conoce, por lo que se hace preciso, en
último término afirmar la infinitud de la razón. En el primer caso tenemos que justificar
ese rodeo por la cosa al que llamamos experiencia; en el segundo, ese rodeo por la cosa
al que llamamos creación. En el primer caso se trata del conocimiento, en el segundo se
trata de justificar por qué el concepto ʺaburrido de su mero ser lógicoʺ –según la feliz
expresión de Schelling– ha decidido separarse de sí generando la naturaleza, o por qué el
Uno no ha sabido impedirse desdoblarse en sus momentos, dando lugar –a través de
todas las aporías del tercer hombre– a la dialéctica de lo uno y lo diverso, o por qué Dios
ʺha cometido la locura de crear el mundoʺ (Heine), o por qué el Bien no ha sabido, serlo
sin engendrar el Mal. De este segundo rodeo en general se ha hecho cargo teórico una
estructura ontoteológica a la que llamamos teodicea. Pero ʺteodiceaʺ en unas condiciones
en las que semejante empresa sólo tenía una posibilidad de resultar exitosa –como bien
demostró finalmente Hegel: la teodicea sólo logra sus propósitos si logra convertirse en la
verdadera teología, es decir, si logra demostrarse que justificar a Dios frente al Mal es
tanto como mostrar en qué consiste Dios, mostrando que Dios mismo consiste
precisamente en el rodeo en cuestión. El hecho de que Hegel acabe por convertir a la
historia misma en la verdadera Teodicea, a la vez que en el astuto trabajo de la razón,
puede ilustrar en qué sentido estamos afirmando que el problema de la filosofía hegeliana
es siempre algo más profundo, pero que también paga sus tributos, que el mero asunto
del conocimiento.
Lo que tenemos no es, pues, dos epistemologías posibles que pueden optar entre
racionalismo o finitud de la razón, sino la necesidad de optar entre epistemología o

85
teodicea, o si se quiere, entre ontología y ontoteología.

4.11. Conclusiones

La conclusión a la que venimos a desembocar es que el postulado de la infinitud de


la razón borra la diferencia de naturaleza entre ideología y ciencia. El motivo por el que el
materialismo se empeñó en mantener a todo precio esta diferencia –que en un
determinado momento fue entendida decididamente bajo el signo del corte
epistemológico de Bachelard, y la forma en la que se pensaron entonces las complejas
relaciones entre lo ideológico y lo científico –siempre tomando por base el famoso texto
de Marx en la Introducción de 1857– no puede ser expuesto ahora. Lo importante es
haber acertado a diagnosticar que, al centrar su interés en la tensión entre lo ideológico y
lo científico, el materialismo se enfrentaba, en realidad, a la infinitud de la razón y, por
ende, a la definición misma del idealismo. Desde la infinitud de la razón, el conocimiento
no puede ser pensado como mero conocimiento y se transforma más bien en algo así
como la vida profunda en la que una realidad, o especialmente un pueblo histórico, logra
coincidir consigo mismo o transitar a otro momento de la historia. El concepto ya no es
sólo el conocimiento de lo que se está jugando en una formación histórica, sino lo que
verdaderamente se está jugando en ella: la vida interna que anima y mueve el desarrollo
histórico de ese pueblo, su ʺespírituʺ. La ciencia aparece así en una línea de continuidad
real con la ideología, como su momento más profundo o crítico, como lo
verdaderamente buscado por la historia y todas las fuerzas espirituales que en ellas se
han dado cita.
Pero, al mismo tiempo, se juegue lo que se juegue en cada momento histórico, entre
todos sus intereses y todos sus charcos de sangre, siempre será de algún modo un
concepto el verdadero motivo de litigio. De este modo, toda la labor del tiempo se
condensa en un despliegue lógico que sería su verdad. El tiempo es el ʺser ahíʺ del
concepto, el Dasein del sujeto; es ʺel poder del conceptoʺ (Enz § 258).
El tiempo es la inquietud de la pluralidad, la forma en la que la pluralidad se somete
al poder del concepto, de modo que la contradicción inherente a todo lo finito resuelve
así su propia inadecuación, transformándose en unidad viviente. La historia aparece
entonces como el espíritu alienado en el tiempo, el lugar en el que la Idea se conoce en
su ser fuera de sí.
Éste es el motivo de que esa aventura lógica, que comienza en el sistema hegeliano
con Dios pensado antes de la creación del mundo, culmine, a través del desgarramiento
natural e histórico, de nuevo, en el elemento lógico, ya que la Historia universal
encuentra finalmente su verdad en la historia de la filosofía. Eso que llamamos ʺrealidad
efectivaʺ es la impresionante mediación de un retorno lógico, que permite a la Idea ser

86
finalmente absoluta ya no como mera idea sino como espíritu, lo que permite afirmar, a
su vez, que ʺsólo lo espiritual es realʺ, por encima, en efecto, de lo meramente lógico y lo
meramente real.
En resumen, si el materialismo no ha podido nunca renunciar a la ʺfunción‐
sensibilidadʺ, es decir, a la finitud de la razón, ha sido en la medida en que ha estado
interesado en mantener abierta una brecha entre ideología y ciencia, y en último término
entre ignorancia y saber. Que la ignorancia hable y que, además, no pueda hacerlo sino
hegelianamente es algo que todavía está aquí por demostrar. Todo ello puede, sin
embargo, arrojar alguna luz sobre el motivo que inspiró todas las manifestaciones clásicas
del materialismo sobre la necesidad de distinguir entre lo real y su conocimiento, así
como de su insistencia en entender éste como ʺmero conocimientoʺ y ʺnada másʺ.

87
5
El asalto a la razón hegeliana. Feuerbach

5.1. Balance

La gravedad de que la polémica con el idealismo hegeliano se haya deslizado hacia


un oscuro negocio entre ignorancia y saber reside en que, como se empieza ya a
sospechar, no va a ser posible arrancarse de la órbita de Hegel mediante la negativa a
aceptar el principio idealista fundamental o mediante reivindicaciones de la sensibilidad.
El caso de la crítica de Feuerbach a la filosofía especulativa puede ilustrar aquí esta
dificultad y contribuir a promover el desconcierto imprescindible para que vayan
aflorando si no las respuestas, al menos las preguntas pertinentes.
En una carta a Ruge de 1843, después de haber leído las Tesis provisionales para la
reforma de la filosofía, Marx afirma que ʺsólo discrepa de los aforismos de Feuerbach
en un punto, a saber, en que insiste excesivamente en la naturaleza y demasiado poco en
la políticaʺ. El caso es que ahora nos interesa bastante menos la discrepancia que el
punto de acuerdo. Marx está de acuerdo con Feuerbach en una determinada forma de
oponerse a la filosofía hegeliana.
Feuerbach resume cualquier posible oposición al sistema hegeliano en la negación
precisamente del presupuesto idealista expuesto por Hegel en la Ciencia de la Lógica:
ʺLa afirmación de que lo finito es ideell constituye el idealismoʺ. Mostramos ya en el
capítulo anterior cómo esta tesis se traduce en la consideración de lo finito como
momento de un despliegue, del desplegarse de lo absoluto, del todo, del infinito. La
convicción de Feuerbach a este respecto queda resumida con precisión en la siguiente
declaración: ʺLa filosofía, que deduce lo finito de lo infinito, lo determinado de lo
indeterminado, no llega jamás a una verdadera posición de lo finito y lo determinado”
(1842, IX: 249/71). Consiguientemente, Feuerbach define la ʺtarea de la auténtica
filosofíaʺ de modo inverso: no se trata de ʺponer lo finito en lo infinito, sino lo infinito en
lo finitoʺ (ibídem). Este proyecto implica, ante todo, negarse a entrar en el sistema

88
hegeliano, negar a Hegel la legitimidad tanto del comienzo lógico como fenomenológico.

5.2. El comienzo lógico

Hemos visto a Hegel decir que cuando se comienza a filosofar hay que bañarse en
esa sustancia spinozista en la que naufraga cualquier determinación. Puede que también
el propio Feuerbach haya iniciado por ahí su carrera filosófica, pero de lo que se trata es
de que la filosofía misma no acepte en ningún sentido ese comienzo:

El comienzo de la filosofía no es Dios ni lo absoluto ni el ser como predicado de lo


absoluto o de la idea: el comienzo de la filosofía es lo finito, lo determinado, lo real. Lo
infinito no puede en absoluto ser pensado sin lo finito. ¿Se puede pensar la cualidad,
definirla sin pensar en una cualidad determinada? Así pues, lo primero no es lo
indeterminado, sino lo determinado; luego la cualidad determinada no es más que la
cualidad real; la cualidad real precede a la cualidad pensada (ibídem).

Es preciso, pues, detener el sistema hegeliano en su mismo comienzo, impedir


incluso la posibilidad de que llegue a comenzar. Hegel comienza la Ciencia de la Lógica
por el puro ser. Ese ʺpuro serʺ, absolutamente indeterminado, es el único que no
presupone nada y, por tanto, es el único comienzo lógico posible. Pero este ser ʺsin
ninguna determinaciónʺ no permite que nada sea pensado en él. Tan pronto como
intentamos concebirlo se nos ha convertido en la pura nada. Pero la nada es también ʺla
ausencia de determinación, y con esto es en general la misma cosa que es el puro serʺ.
Esta inquietud por la que el ser pasa a la nada y la nada al ser es la verdad de ambos, su
verdadero concepto: el devenir. El devenir consiste en el continuo desaparecer del ser en
la nada y la nada en el ser, pero él mismo es el tranquilo reposar de esa inquietud del ser
y la nada. En el devenir lo que desaparece es precisamente la desaparición misma. Pero
esta desaparición no puede ser un recaer en la nada de la cual ha surgido.

Este resultado es el haber desaparecido, pero no como nada; entonces sería sólo una
recaída en una de las determinaciones ya eliminadas, y no un resultado de la nada y del
ser. Es la unidad del ser y la nada que se ha convertido en tranquila simplicidad. Pero la
tranquila simplicidad es el ser, sin embargo precisamente ya no por sí, sino como
determinación del todo (WL, V: 113/97).

De este modo, la consideración lógica de la determinación en Hegel la hace aparecer


desde el primer momento en el despliegue del todo. El devenir que ʺdesaparece como
desapariciónʺ es el ser determinado (Dasein). Pero éste, a su vez, es el resultado de ese
despliegue que el puro ser ha iniciado al comienzo.

89
Se puede decir que, para Feuerbach, y para tantos otros críticos de Hegel, las cartas
han quedado decididas ya para todo el sistema hegeliano: la determinación es un
derivado, nunca un Facktum. Se ha comprobado en el capítulo anterior que este prodigio
especulativo no tarda mucho en mostrar su verdadero rostro lógico: no puede haber
determinación sin constitución de un Selbst, es decir, sin convertirla en momento de una
totalidad que sea un sí mismo. La lógica subsiguiente del Dasein, en efecto, alumbra el
concepto de infinito verdadero como ser para sí.
La crítica de Feuerbach consiste –como ya se ha dicho– en impedir que este proceso
especulativo se ponga en marcha, y centra su atención, por tanto, en la primera línea de
la Ciencia de la Lógica.

La Lógica sostiene: hago abstracción del ser determinado; no atribuyo la unidad del
ser y de la nada a un ser determinado. Si el entendimiento halla ridícula y paradójica esta
unidad es porque sustituye el ser puro por un ser determinado y es evidente entonces que
existe una contradicción cuando el ser debe ser la nada (Feuerbach, 1839: IX, 36/37).

Como es notorio, en este texto Feuerbach está reproduciendo la forma en la que


filosofía hegeliana sale al paso de elementales objeciones a su punto de partida, como
puede comprobarse, por ejemplo, en el § 88 de la Enciclopedia:

No demuestra un gran talento ridiculizar la proposición: el ser y el no ser son una


sola cosa, alegando consecuencias absurdas arbitrariamente derivadas. Si el ser, se dice,
y el no ser son idénticos, mi casa, mis bienes, respirar el aire, esta ciudad, el sol, el
derecho, el espíritu, Dios, son y no son y me es indiferente que sean y no sean. Pero,
ante todo, en estos ejemplos se empieza por sustituir el ser y el no ser, puros y
abstractos, por seres particulares y cosas que tienen una utilidad para mí, y se pregunta si
a mí me es igual que tales cosas sean o no sean. [...] Cuando se sustituye al ser y la nada
por contenidos concretos, se cae en el error habitual del pensamiento irreflexivo, que
consiste en representarse otra cosa de aquello de lo que se habla. Aquí se trata
sencillamente del ser y la nada abstractos.

Pero semejante autodefensa es para Feuerbach una mera insistencia en la estafa


inicial. El texto que antes interrumpimos continúa así:

Mas el entendimiento responde a su vez: sólo el ser determinado es ser; el concepto


de ser comprende el concepto de la determinación absoluta. Del ser mismo obtengo el
concepto de ser; pues todo es un ser determinado, por ello es que puedo oponer también,
dicho sea de paso, la nada, que significa: no algo opuesto al ser, dado que siempre
inseparablemente vinculo el algo con el ser. Quitar al ser la determinación es como que

90
deje de ser del todo. Que se me diga entonces que ese ser es la nada, no tiene nada de
sorprendente. Se advierte aunque no se lo diga. Si se quita al hombre lo que lo hace
hombre, se me puede probar sin dificultad que no es un hombre. [...] De igual modo,
también el concepto de ser, en tanto se separa el contenido del ser, ya no es el concepto
de ser. El ser es tan diverso como las cosas. El ser es uno con la cosa que es. Retirar el
ser de una cosa significa retirarlo todo. El ser no se deja separar para sí. El ser no es un
concepto particular: al menos para el entendimiento lo es todo (Feuerbach, 1839, IX:
37/37).

En resumen, no es el ser el que pasa a la nada, es el filósofo (hegeliano) el que, a


fuerza de vaciarlo de su sentido, le obliga a convertirse en nada. Se comprobará
enseguida que en este punto las críticas del viejo Schelling caminan en la misma dirección
(capítulo 6).
El sistema de Hegel comienza por el ser puro y simple porque comienza por una
deliberada ausencia de presupuestos. Comenzar presuponiendo un presupuesto es, en
efecto, un contrasentido, no es en verdad un comenzar auténtico. Y sin embargo,
denuncia Feuerbach, por evidente que esto resulte es, en realidad, el camino por el que
se introduce el más portentoso de los presupuestos, a partir del cual se desarrollará todo
el sistema hegeliano: el presupuesto por el cual la determinación no puede irrumpir más
que por derivación, como momento de un despliegue. O lo que es lo mismo: el
presupuesto por el cual queda negada de principio la ʺfunción sensibilidadʺ, el carácter
dado de la determinación en general. La protesta de Feuerbach es más gráfica que
cualquier posible comentario:

¿O bien será por azar que la filosofía hegeliana no comience también por un
supuesto? ʺ¡No! Ella empieza por el ser puro; no se inicia por ningún comienzo
particular; sino por lo indeterminado puro, por el comienzo mismo.ʺ ¿Verdad? Sin
embargo, que la filosofía deba comenzar, ¿no es ya un supuesto? [...] ¿Por qué al
comienzo no puedo renunciar precisamente al concepto de comienzo? ¿Por qué no
puedo referirme de modo inmediato a lo real? Hegel comienza por el ser, es decir, por el
concepto de ser y por el ser abstracto. ¿Por qué no puedo empezar por el ser mismo,
vale decir, por el ser real? (1839, IX: 22‐23/22‐23).

Se comprobó en el capítulo anterior que convertir lo finito en momento es


precisamente convertirlo en ideelL Ello a su vez implicaba que ninguna determinación,
ninguna finitud podía resultar legítima si no era en el engranaje propio de una Aufhebung,
lo que obliga, como decimos, a cualquier determinación a generarse por vía negativa en
el dispositivo de un sí mismo que se despliega. No hay pues, a todo lo largo y ancho del
sistema hegeliano, ninguna positividad que no sea el resultado de la negación, de la

91
negación de la negación. Esta afirmación que se conquista negando negaciones es –como
comprobamos el concepto mismo de ser para sí. Y en la realidad espiritual Hegel localiza
precisamente la ʺpaciencia del conceptoʺ, el riguroso y meticuloso trabajo que obliga a
generar cada determinación.
Sin embargo, Feuerbach no ve aquí ʺpacienciaʺ alguna, sino más bien una descarada
pereza. La positividad en cuestión tiene más bien la particularidad de no necesitar del
aburrido y laborioso quehacer de la investigación, tal y como se puede decir por ejemplo
de nuestra comunidad científica que tiene ʺpacienciaʺ, sino que se ofrece a la carta para
el filósofo en virtud del milagro de la doble negación. Por un ʺverdadero milagro de
arbitrariedad especulativaʺ –nos dice Feuerbach– la filosofía ha logrado convencerse de
que lo finito es negativo: negar lo finito se convierte por tanto en una arbitraria
positividad, la positividad ʺfilosóficaʺ del sistema hegeliano, donde nada es positivo sino
como momento y despliegue de lo mismo. La pretendida falta de supuestos del comienzo
de la Lógica esconde el presupuesto insólito de que todo es el ʺuno y todoʺ, y de que,
por consiguiente, ʺtodo está en todoʺ. Esconde, pues, el presupuesto, precisamente, de lo
Absoluto. Y de nuevo nos encontramos por tanto ante una aparentemente inofensiva
afirmación, ʺel todo es lo verdaderoʺ, que no puede ser entendida más que afirmando
con toda radica‐ lidad que ʺsólo lo espiritual es realʺ.
ʺRenunciar al comienzo precisamente al concepto de comienzoʺ, como dice
Feuerbach, es, por tanto, lo mismo que afirmar la sensibilidad. Pero no sólo la
sensibilidad como ʺfacultadʺ del hombre, sino como ʺfacultadʺ de la razón, lo que no es
en absoluto lo mismo. Que la razón misma tenga esa ʺfacultadʺ – utilizando una metáfora
puramente mítica o antropológica– es afirmar la finitud de la razón. Es decir, es tanto
como afirmar que el horizonte de la determinación es un Facktum. Es, en último
extremo, aceptar que la razón siempre se enfrenta a ʺun todo complejo siempre ya
dadoʺ. Semejante fórmula ha dado –como es sabido– mucho juego a la relectura
althusseriana de la cuestión materialista. Pero por el momento nos interesa retener tan
sólo lo siguiente: la afirmación de la sensibilidad equivale simplemente a la negativa a
entender la complejidad como el despliegue o la expresión de un simple original. Es decir,
una tal decisión por la sensibilidad consiste precisamente en la negativa a aceptar la
proposición con la que Hegel ha definido el idealismo: la presentación de lo finito como
ideal, como lo puesto por el principio.

5.3. El comienzo fenomenológico

Sin embargo, como es obvio, el empeño por defender los derechos de la sensibilidad
contra el comienzo lógico no hace sino precipitarnos en el interior del sistema hegeliano
por otra vía distinta: la Fenomenología del Espíritu. Al fin y al cabo ¿no es Hegel,

92
precisamente, quien más se ha empeñado en no dar por supuesto lo absoluto? En la
Fenomenología se trata de partir de la conciencia tal y como a ella le venga bien hacer la
experiencia de sí misma, incluso si a ella le viene bien precisamente negar cualquier
posibilidad de elevarse por encima de lo más particular y determinado que se ofrece a los
sentidos. Y en modo alguno se trata ahí de refutar esta pretensión desde un supuesto
saber más elevado al que llamaríamos ciencia. Al contrario, la estratagema hegeliana
consiste en obligar a la conciencia a realizar la experiencia de lo que ella misma afirma y
quiere afirmar como ʺcerteza sensibleʺ. La conciencia afirma: ʺEsto, aquí, ahora, esʺ. Y
se niega a presuponer ninguna mediación, ninguna abstracción, ningún concepto que
unlversalice o resuma esta infinita riqueza por la que puede ser señalada cada partícula
de polvo o cada hoja de un arbusto. Hegel se limita a preguntar a la certeza sensible qué
sabe cuando pretende saber lo que sabe. Y es ella, y no Hegel, la que responde siempre,
para su propia sorpresa, con la misma monótona universalidad: ʺEsto, aquí, ahora, esʺ.
En su pretender fijar lo más particular, lo más diverso, lo más rico, no logra sino repetir
una y otra vez lo mismo, pues todo es un ʺestoʺ. La certeza sensible dice, en realidad, lo
más universal.
Y, en efecto, cuando la conciencia intenta decir lo que sabe cuando pretende fijar lo
particular, no logra sino expresar un concepto: precisamente el concepto de universal, el
primer concepto que es alumbrado en la Fenomenología, y que notoriamente coincide
con la primera noción de la que parte la Lógica: el puro ser. Lo que la certeza sensible
logra poner en juego es un simple que pretende ser esto, pero al que le da igual ser esto o
eso, porque todo lo dice de la misma forma: es el esto universal, en realidad el todo, pero
un todo sin vida ni paciencia, el todo de la pereza y la ignorancia, un todo que solamente
es todo porque le da lo mismo ser esto o lo otro, un todo que es todo por mera
indiferencia (cfr. Phä, III: 85/65). Así que es la propia certeza sensible la que comienza
por señalar lo absoluto, precisamente cuando pretende no señalarlo, cuando pretende
estar fijando en su más concreta particularidad una determinada y específica brizna de
hierba. Y es que hace falta mucho trabajo conceptual, mucho instrumental abstracto,
mucha mediación teórica para fijar la especificidad de una brizna de hierba. Todavía
Kant desesperaba en su tiempo de que alguna vez pudiera nacer un Newton de la hierba.
Para la certeza sensible todas las plantas son hierbas; hace falta toda una ciudad científica
de botánicos para fijar realmente esa especificidad que la certeza sensible señala diciendo
ʺestoʺ. En realidad, ella no señala más que lo absoluto, si bien bajo una forma
supremamente perezosa, como si se tratara de un Dios indiferente que se limitara a
encogerse de hombros ante la opción de ser esto más bien que eso, un Dios que lo fuera
todo porque le cansara distinguirse de la menor determinación.
Lo que la certeza sensible nombra todo el rato no es sino ʺel absoluto en el que
todos los gatos son pardosʺ. Ese absoluto por el que el romanticismo ha suspirado como

93
si se tratara de lo más difícil y lejano es, en realidad, lo más cercano, lo más pobre, lo
más sensible. Para la certeza sensible ʺtodo está en todoʺ de forma inmediata, porque ella
es incapaz de dar cuenta de ninguna determinación frente a alguna otra. Mientras el
quehacer conceptual de la ciencia sabe lo mucho que cuesta aislar la más mínima
determinación, la conciencia sensible pretende todo el tiempo charlar sobre
particularidades pero siempre acaba por preguntarse perpleja ¿pero de qué estamos
hablando?; y siempre tiene que conformarse con encogerse de hombros alumbrando, en
realidad, el primer paso de la Ciencia de la Lógica: ʺHablábamos... de todo y de nadaʺ.
Igual que existe una ʺanchura vacía, hay también una profundidad vacíaʺ (Phä, III:
19/11); las profundidades absolutas buscadas por el romanticismo no son, a la postre,
sino la superficialidad de la que se pretendía apartar. Los enamorados del absoluto en
nada se distinguen de los que chapotean en la ciénaga cotidiana de la sensibilidad.
Es por lo que, sin ningún tipo de paradoja, Hegel se puede permitir redactar el
Prólogo a la Fenomenología en clave de homenaje a la experiencia. La experiencia es
precisamente lo más difícil, de ningún modo es el comienzo. La pretensión romántica de
ʺelevarʺ a los hombres por encima de la experiencia y el presente es un contrasentido: el
hombre siempre está, en realidad de forma muy espontánea, ʺen las nubesʺ, elevado por
encima del presente y la experiencia. El último indígena del último rincón del planeta
conoce muy bien el mundo supraterrenal relatado por sus mitos y sus exigencias
anímicas. Lo que llama la atención en el ʺhombre de la calleʺ no es su mezquino interés
por lo particular, sino muy al contrario, la vacía e insulsa abstracción de todos sus
decires: su problema no es que hable de cosas muy determinadas, sino, al contrario, que
nunca se sabe de qué está hablando. Lo propio de la doxa –Platón lo ha señalado
suficientemente– es precisamente que siempre cambia de tema, que dice que nos va a
hablar de una cosa y nos habla siempre de otra, sin que nunca sepamos tampoco fijar
esta otra. La doxa habla de todo y de nada. Es la doxa, precisamente, la que jamás tiene
verdaderas experiencias, pues su relato es completamente abstracto, como el relato de
los niños que se limitan a contarlo todo señalando en su cabeza cosas que nunca aciertan
a decir: ʺY entonces ocurrió eso, y luego, eso”.
La humanidad ha tenido, en cambio, que recorrer un largo y metódico camino para
alcanzar la experiencia, la atención al presente. Ha sido preciso que todo el Renacimiento
pusiera manos a la obra para estar seguros por una vez de alguna experiencia elemental y
de semejante acontecimiento no ha surgido una tertulia de mercado sino nada menos que
la física moderna. Venir a suspirar ahora por unas ʺgotas de divinidadʺ en el parco
desierto de la experiencia no es clamar por un mundo más elevado, sino sencillamente
echar de menos la mentalidad más común. No es Hegel quien decide partir de lo
absoluto, como si una decisión spinozista le hubiera decidido a comenzar sentando ʺesa
sustancia en la que naufraga toda determinaciónʺ; en 1807, Hegel está ya convencido de

94
que es la conciencia sensible la que sin decisión alguna, de forma completamente
espontánea, se limita a chapotear en ese océano de la ausencia de determinación. La
experiencia no es patrimonio de la conciencia sensible, como tampoco lo es la
determinación: su patrimonio es, por el contrario, el absoluto más abstracto, el universal
más indiferente a cualquier determinación.
Feuerbach, por supuesto, combatirá este comienzo fenomenológico con tanto vigor
como el lógico. Y el argumento fundamental consistirá en negar que la Fenomenología
sea verdaderamente una fenomenología.

¿Hegel ha engendrado la idea, o el pensamiento, partiendo de la alteridad del


pensamiento o de la idea en general? ¡Veamos! El primer capítulo contiene: ʺLa certeza
sensible o el esto y el pretender fijarʺ. Hegel designa el momento de la conciencia en que
el ser sensible y singular tiene para ella un valor de ser verdadero y real, pero para
revelarse de pronto a manera de ser universal. ʺEl aquí es un árbolʺ; mas continúo y
digo: ʺEl aquí es una casaʺ. La primera verdad desapareció. ʺEl ahora es nocheʺ; pero no
se demorará en decir: ʺEl ahora es díaʺ. La primera verdad propuesta ha devenido ahora
ʺtrivialʺ. El ahora se revela así como un ahora universal, un múltiple (negativo) simple.
Lo mismo ocurre con el ʺaquíʺ. El aquí mismo no desaparece, subsiste con la
desaparición de la casa, del árbol, etc., indiferente a que sea casa o árbol. El aquí se
demuestra en su momento como simplicidad mediatizada o universalidad (Feuerbach,
1839, IX: 43/43).

¿Por ese modo se prueba lo universal como real?, pregunta Feuerbach. Sí, para el
pensamiento que ya está seguro a priori de ser lo real. Sí, para el pensamiento que ya
está convencido de antemano de que se podrá abrir a la Ciencia de la Lógica. Pero, la
conciencia –protesta Feuerbach– no se deja engañar: ʺEl aquí –¿por qué no el aquí‐
existente? –, el ahora –¿por qué no el ahoraexistente?ʺ (ibídem).

La misma contradicción, el mismo conflicto no mediatizados que encontramos en el


comienzo de la Lógica, nos salen al paso aquí en el comienzo de la Fenomenología; el
conflicto entre el ser que aquí se toma como objeto y el ser como objeto de la conciencia
sensible. El aquí fenomenológico en nada se distingue de otro aquí que yo señalé; si éste
se revela también como un aquí universal, es de hecho un aquí universal. Por el
contrario, el aquí real, se distingue justamente de otro aquí de manera real, es un aquí
exclusivo. ʺPor ejemplo, el aquí es el árbol. Doy media vuelta y esa verdad ha
desaparecido.ʺ Así es, en efecto, en la Fenomenología, donde la media vuelta no cuesta
más que una palabreja; mas en la realidad en que debo hacer actuar mi pesado cuerpo, el
aquí se me revela, aún detrás de mí, dotado de una existencia muy real (1839, IX: 44‐
45/45).

95
Es de este modo que se hace patente que Hegel no está refutando el aquí real, sino
el aquí lógico, el ahora lógico; como gusta decir Feuerbach: un aquí sin espacio, un ahora
sin tiempo. No está refutando el aquí y el ahora, sino el pensamiento del aquí y elabora.
No está mostrando la no verdad del ser singular señalado por la certeza sensible, sino la
no verdad del ser singular como representación lógica. La Fenomenología hegeliana no es
fenomenología. ʺLa fenomenología no es sino Lógica fenomenológica. Sólo desde este
punto de vista se puede disculpar el capítulo de la certeza sensible, [porque] comienza no
por el ser otro que el pensamiento, sino por el pensamiento del ser otro del
pensamiento, en el que el pensamiento está naturalmente seguro por anticipado de su
victoria sobre el adversarioʺ (ibíd., 46/46).

5.4. El materialismo frente al paradójico saldo de la crítica de Feuerbach

En el intervalo entre 1843 y 1845 –quizá sea más importante decir en el recorrido
que le ha llevado desde Alemania a París y Bruselas– Marx ha variado sustancialmente
de postura frente a Feuerbach. El elogio inicial de sus vigorosos ataques a Hegel vuelve
aún más desconcertante el que en adelante se vaya a acusar a Feuerbach precisamente de
ʺretoño del sistema hegelianoʺ, junto con Strauss, Stirner y Bauer. Comienza a
sospecharse en Hegel, ya entonces, una paradójica capacidad para revivir y engordar con
el ataque frontal de sus adversarios más radicales; después de todo, no de otro modo que
el propio absoluto hegeliano, capaz de ser lo mismo en su ser otro, necesitado, en
realidad, de lo otro para poder ser sí mismo. El mundo feuerbachiano no es sino el ser
para sí del sistema hegeliano en su conjunto.
ʺ¿Cómo es posible que el impulso gigantesco dado por Feuerbach resultase tan
infecundo en él mismo?ʺ, preguntaba Engels tiempo después (1886, II: 353/52). Lo
sorprendente es la forma tan descarnada en la que la respuesta de Engels da la razón a
Hegel: ʺSencillamente, porque Feuerbach no logra encontrar la salida del reino de las
abstracciones, odiado mortalmente por él, hacia la realidad viva. Se aferra
desesperadamente a la naturaleza y al hombre; pero en sus labios, la naturaleza y el
hombre siguen siendo meras palabras. Ni acerca de la naturaleza real, ni acerca del
hombre real, sabe decirnos nada concretoʺ. Resultado que hegelianamente hablando,
podría decirse, se veía venir. Engels reprocha a la reivindicación feuerbachiana de la
sensibilidad las dos notas básicas con las que Hegel ha definido a la certeza sensible:
pretende ser concreta y es la más abstracta, pretende ser rica y es la más pobre.

Este Feuerbach que predica en cada página el imperio de los sentidos, la sumersión
en lo concreto, en la realidad, se convierte, tan pronto como tiene que hablarnos de otras
relaciones entre los hombres que no sean las simples relaciones sexuales, en un pensador

96
completamente abstracto. Para él, estas relaciones sólo tienen un aspecto: el de la moral.
Y aquí vuelve a sorprendernos la pobreza asombrosa de Feuerbach, comparado con
Hegel. En éste, la Ética o teoría moral es la filosofía del Derecho y abarca: 1) el Derecho
abstracto; 2) la moralidad; 3) la Ética que, a su vez, engloba la familia, la sociedad civil y
el Estado. Aquí, todo lo que tiene de idealista la forma lo tiene de realista el contenido.
Juntamente a la moral se engloba todo el campo del Derecho, de la Economía, de la
Política. En Feuerbach es al revés. Por la forma, Feuerbach es realista, arranca del
hombre; pero como no nos dice ni una palabra acerca del mundo en que vive, este
hombre sigue siendo el mismo hombre abstracto que llevaba la batuta en la filosofía de la
religión (1886, II: 349/46).

De este modo, lo que se ha presentado como la más tozuda batalla contra Hegel se
convierte en el mejor homenaje que puede hacerse a la primera figura de la
Fenomenología del espíritu. Feuerbach con su negativa a aceptar primero el comienzo
lógico y después el comienzo fenomenológico ha convertido el conjunto completo de su
filosofía en este último. Pues, en verdad, sin la resistencia de la certeza sensible a salir de
sí misma, la Fenomenología no se pone en marcha. Irónicamente, Hegel podría saludar
los Apuntes de Feuerbach como el primer texto que se toma en serio la gravedad del
comienzo fenomenológico en la certeza sensible, de modo que el supuesto adversario se
convertiría así en el mejor de los alumnos.

Se puede permanecer indefinidamente en la línea de la frontera sin cesar de repetir:


¡concreto! ¡concreto! ¡real! ¡real! Es lo que hace Feuerbach, quien hablaba también de la
sociedad y del Estado, y no cesaba de hablar del hombre real, del hombre que tiene
necesidades, del hombre que no es más que el conjunto de sus necesidades desarrolladas,
de la política y de la industria (Althusser, 1965a: 256/203).

Feuerbach critica a Hegel por habernos hecho creer que partía del ser otro que el
pensamiento, cuando en realidad no partía sino del pensamiento del ser otro que el
pensamiento. En realidad es un reproche que a medias se le puede hacer a Hegel pues él
no ha pretendido disimular nada: sencillamente se ha limitado a preguntar a la conciencia
qué sabe y qué dice cuando pretende estar ante lo otro de ella misma. La crítica habría
que dirigirla, en todo caso, a la propia conciencia que tiene esa pretensión.
Lo extraordinario, por tanto, es que el reproche de Feuerbach se vuelve contra él
mismo. Frente al concepto y la especulación hegeliana, Feuerbach exige lo positivo, lo
real, lo sensible, lo existente. Pero ni el concepto de ʺlo positivoʺ es nada positivo, ni el
concepto de lo sensible es nada sensible. Hegel podría muy bien preguntar a Feuerbach
qué dice cuando dice lo que dice, igual que hacía con la propia certeza sensible.
Feuerbach exige la determinación frente a lo indeterminado. Pero el concepto de

97
determinación no es ninguna determinación en especial: es precisamente lo indeterminado
mismo. Lo que precisamente encontramos en Feuerbach es una impresionante indigencia
de determinaciones, frente al prodigioso paraíso de minuciosas distinciones que recorre el
sistema hegeliano. A la postre, viene a decir el diagnóstico de Engels, Hegel es mucho
menos ʺhegelianoʺ que sus críticos. Combatir un Hegel imaginario puede ser una forma
de no ser hegeliano, pero es con toda seguridad una manera de convertirse en una pieza
de su sistema.
El fracaso general de la izquierda hegeliana en su enfrentamiento con Hegel –ya
diagnosticado antes en Stirner y problematizado ahora en Feuerbach– no prueba que
Hegel tenga razón, sino que existe alguna oscura dificultad en la que nunca se repara a la
hora de enfrentarse a él, por lo que su sistema parece transfigurarse en un tramposo
ingenio que se alimenta de sus detractores. De hecho, Hegel no sólo ha reabsorbido a sus
oponentes, sino que ha convertido al conjunto entero de la historia de la filosofía en una
exposición de su sistema. Como el absoluto hegeliano,Hegel no tiene enemigos: es lo que
es en su ser otro. El modo en que la especulación hegeliana afronta cualquier crítica
consiste en dar la razón al adversario: en darle incluso –y sobre todo– más razón de la
que él mismo pretende tener.
Feuerbach no ha sido tan ingenuo de criticar el comienzo lógico hegeliano para ser
devorado a sus espaldas por el comienzo fenomenológico. La gravedad del problema
consiste en que incluso habiendo presentado una respuesta convincente a este último, no
puede evitar que sus propios textos funcionen como Hegel había previsto. Todo ello
sigue abocándonos a pensar que cuando se critica a Hegel no sólo se trata de refutar unos
determinados textos filosóficos, porque hay algo en el propio lenguaje que funciona
hegelianamente y que es capaz de tomar la palabra incluso en las críticas más certeras. El
idealismo puede que no sea, en efecto, una mera postura en la historia de la filosofía,
sino una realidad en este mundo que si bien no es, como Hegel pretendió, su verdad, sí
puede muy bien ser una ilusión perfectamente necesaria e inevitable.

98
6
El asalto a la razón hegeliana.
Schelling a partir de 1809

6.1. Recapitulación

El episodio al que acaba de asistirse proporciona la ocasión de recapitular respecto a


lo poco que estas páginas llevan ganado con vistas a aislar un posible sentido del término
materialismo. Se comenzó, sencillamente, por levantar alguna suerte de perplejidad
referente a esta postura filosófica que en manos de Engels o Bakunin parecía coincidir
con un sentido común más bien romo. Por su parte, la situación seguida a través de Marx
y Engels en 1845 aporta en resumen una definición puramente negativa en cuya
indigencia, sin embargo, no hemos vacilado en apoyarnos: ser materialista tiene que ver
con ʺno ser idealistaʺ; y por ʺidealistaʺ hemos entendido ʺalgoʺ, siguiendo el texto de La
ideología alemana, que tiene que ver con Hegel y que, por otro lado, parece que ha
contaminado a todo el universo teórico alemán bajo la forma de una ʺilusión hegelianaʺ.
Materialismo, en este sentido, quiere decir ʺpensar en el afuera de Hegelʺ, donde Hegel
nombra más que nada una dolencia a la que en determinadas condiciones lo teórico
resulta, al parecer, propenso. Hemos visto ya que, tras una larga tradición marxista
hegeliana, ésta es la forma en la que empiezan a plantearse las cosas en el ámbito teórico
francés, a partir de 1965 y del seminario Lire le Capital, advirtiendo, pues, que lo que
fundamentalmente hay que replantear en la cuestión del materialismo son las relaciones
Hegel‐Marx.
No obstante, la dificultad y el aparente fracaso de las radicales críticas al universo
hegeliano por parte de la izquierda hegeliana –que, incluso cuando aciertan en el corazón
mismo del idealismo, se hunden todavía más en él– nos ha inducido una cierta
precaución al respecto, y el siglo XX, como vimos, no ha hecho más que hacerse más y
más precavido según iba profundizando en su relectura de Hegel. Es también por este

99
motivo por el que se volvió a dirigir la mirada a la en un tiempo olvidada polémica del
viejo Schelling con el sistema hegeliano.

6.2. La intervención de Schelling

La elemental ecuación de la que nosotros mismos estamos partiendo, en la que


buscamos un pensamiento capaz de entender a Hegel, de alguna manera en pie de
igualdad, y, al mismo tiempo, firmemente decidido a denunciar su potente y escondido
engranaje, parece también abocarnos a considerar la intervención del último Schelling
como la primera y, quizás en sus tiempos la única, capaz de enfrentarse en serio y en su
propio terreno a la dificultad de situarse en el exterior del sistema hegeliano. Hasta tal
punto tiene que ser así que Schelling reprocha a Hegel haber triunfado en Alemania a
base de convertir en sistema un error de su propia filosofía de juventud, por lo que, de
alguna manera, la crítica explica también el tortuoso itinerario del pensamiento
schellingniano.
En efecto, durante su docencia en Múnich (1822‐ 1840), Schelling ha tratado a
Hegel como un epígono de su propia filosofía, un epígono que, sin embargo, ha logrado
suplantarle y, de alguna forma, eclipsar su liderazgo teórico, en otro tiempo indiscutible.
En 1809, cuando publica su Tratado sobre la esencia de la libertad humana y se sume
en un desconcertante silencio editorial hasta 1854, Schelling tiene treinta y cuatro años,
cinco menos que Hegel, su gran amigo de otros tiempos; ha escrito ya una obra
monumental, en la que ha evolucionado vertiginosamente siempre ʺde cara al gran
públicoʺ, según el famoso comentario de Hegel, quien, mientras tanto, trabajaba en un
oscuro anonimato hasta la publicación en 1807 de la Fenomenología. Es sobradamente
conocido que esta obra supuso la ruptura de la amistad entre los dos grandes pensadores;
Hegel no había nombrado a Schelling al despreciar aquel absoluto romántico que es
como la noche en la que todos los gatos son pardos, pero al no hacerlo había abierto
ambiguamente las puertas a que se leyera entre líneas una larvada alusión que Schelling
consideró más una calumnia que un malentendido involuntario.
Podemos considerar el Tratado de 1809 como la primera respuesta de Schelling, no
tanto a la alusión de Hegel como al camino en el que éste había introducido desde
entonces a la filosofía. Pero esta obrita pasa desapercibida y mientras que Hegel se
apodera del universo ideológico alemán, Schelling, en parte deprimido por la muerte de
su esposa Carolina y en parte enredado en un problema inacabable, se dedica a la
docencia y deja de publicar hasta el fin de sus días. No obstante, la rivalidad con Hegel
no sólo es una cuestión de amargo resentimiento; sus críticas a la filosofía de su “antiguo
discípuloʺ vienen a confirmar que el motivo de su silencio reside, en realidad, en haberse
negado a alimentar una ambigua solución de facilidad sugerida en su primera producción

100
y de la que, en cambio, Hegel habría sacado un gran partido tan sorprendente como
monstruoso. En sus lecciones de Munich y en un prólogo a Víctor Cousin (1834),
Schelling ha hecho un minucioso balance del giro fatal que Hegel ha infligido en la
filosofía alemana al adueñarse de ella, y en 1841, cuando la izquierda hegeliana comienza
a alborotar de forma preocupante para las instancias gubernamentales, es llamado a
Berlín a ocupar la propia cátedra de su antiguo rival, con el encargo políticamente
explícito de ʺextirpar las raíces del dragón hegelianoʺ. Kierkegaard, Bakunin, Engels y
Burckhardt se encontraban entre los muchos oyentes que desertaron desilusionados de
sus lecciones (cfr. Löwith, k., 1939: 130‐136/165‐173). Ya en 1834, Heine había hecho
de Schelling un retrato que perduraría durante mucho tiempo sin que aquel postrero
desquite berlinés lograra impedirlo: ʺEl odio y la envidia ocasionaron la caída de los
ángeles, y es demasiado cierto, por desgracia, que el despecho de ver a Hegel cada vez
más alto en la consideración pública, condujo al pobre Schelling al estado en que hoy le
vemos [...] Schelling ha traicionado a la filosofía y la ha vendido a la religión [...] No
queremos excusarle; ningún motivo de piedad o de prudencia nos induce a callar: el
pensador que en otro tiempo desarrolló en Alemania con el mayor atrevimiento la religión
del panteísmo, el que proclamó en voz más alta la santificación de la naturaleza y la
reintegración del hombre a sus divinos derechos, ese pensador se hizo apóstata de su
propio pensamiento; abandonó el altar que él mismo había consagrado; volvió a las
criptas religiosas del pasado; y ahora predica un dios exterior al mundo, un dios personal
que ha cometido la locura de crear el mundo” (Heine, 1834, III: 432 y 633/182 y 108).
Fue sólo cuando a la propia tradición marxista le llegó el turno de intentar extirpar de sí
misma ʺlas raíces del dragón hegelianoʺ cuando la palabra de Schelling volvió a ser
atendida en los círculos del materialismo (cfr. por ejemplo Albiac, G., 1979). Mientras
tanto, la impresionante obra de Xavier Tilliette (1969) había contribuido con mucha
eficacia a resituar la Spätphilosophie de Schelling, insertándola en los antecedentes de la
crítica al idealismo hegeliano por parte de la fenomenología y el positivismo (II: 98 y
193) y obligando al marxismo a volver hacia allí su mirada: ʺEn último término, Schelling
parece ser el antídoto necesario a la hegemonía hegeliana, tanto más cuanto que se eleva
a su mismo nivel. No es, pues, un intruso en la discusión interminable con el idealismo
que ha dirigido todo el siglo XX y determinado el curso de su pensamientoʺ (II: 497).

6.3. Hegel como instaurador de un "nuevo wolffianismo"

No puedo contemplar eso que se llama filosofía hegeliana, en lo


que a ella le pertenece de verdad, más que como un episodio de la
historia de la filosofía moderna, y ciertamente como un triste episodio.
No es preciso continuarla, sino romper por entero con ella,
considerarla como inexistente.

101
F. W. J. Schelling

A ojos de Schelling el ʺepisodioʺ hegeliano ha nacido de una encrucijada en la que se


había estancado desconcertada su propia Filosofía de la Naturaleza, cuyo método había
quedado ya delimitado y aplicado en su obra de 1800, Sistema del idealismo
trascendental. Schelling había desarrollado exitosamente –contra la forma de proceder de
Fichte– una especie de ʺhistoria trascendental del yoʺ en la que el concepto y el
pensamiento se veían necesariamente involucrados en un proceso objetivo. Este proceso,
del que Schelling afirma tener una importancia crucial para la física –y que constituye a
su vez una física especulativa paralela–, contenía un desarrollo que mostraba
convincentemente y con gran elegancia el paso de la pura materia a su concepto, la luz,
como la primera subjetividad que existe fuera de nosotros, de modo que a partir de ahí se
veía a la naturaleza conquistar cada vez más distintas realidades, como el magnetismo o
la electricidad, el organismo y la vida. Esta evolución hacía emerger lo humano, como lo
ideal que ahora se enfrenta ya a la totalidad de lo real, en tanto que saber, explicando así
también la inmortalidad del alma como ese momento en el que ya no es posible para el
sujeto sumergirse de nuevo en la materia. Lo ideal puro sigue entonces progresando
como historia, manifestándose en el arte, la religión y la filosofía como espíritu absoluto,
es decir, como Dios.
Esto no es, por supuesto, ni siquiera un esbozo de la filosofía de la naturaleza, sino
una forma de resaltar el punto que Hegel convertiría en un lema especulativo y que, por
el contrario, para Schelling señala un cierto callejón sin salida en el que había que tomar
una difícil decisión, muy distinta a la hege‐ liana (cfr. 1836: 193 y ss.). Dios aparece
como resultado y sometido a un devenir. Si Schelling encuentra aquí, a la postre, un
grave escollo es porque el proceso en cuestión ha sido pensado como un desarrollo
efectivo y real. De este modo, se hace preciso pensar un tiempo en el que Dios no era
como tal, lo que repugna tanto a su concepto como a la conciencia religiosa. Y entonces
la única escapatoria es negar ʺque haya existido un tiempo semejante, es decir, se explica
que aquel movimiento, aquel acontecer, es un acontecer eternoʺ (ibíd., 194). Ahora bien,
para Schelling, esta posibilidad desemboca muy alejada de la interpretación hegeliana:

Sin embargo, un acontecer eterno no es un acontecer. Por consiguiente, toda la representación de aquel
proceso y movimiento es ilusoria, no ha sucedido propiamente nada, todo se ha desarrollado únicamente en el
pensamiento; todo este movimiento no era en realidad más que un movimiento del pensamiento. Aquella filosofía
[su propia Filosofía de la Naturaleza] hubiese tenido que comprender esto; así se hubiese colocado fuera de toda
contradicción, pero precisamente con ello renunciaría a su pretensión de objetividad, es decir, debería
reconocerse como una ciencia en la que no se habla de existencia, de aquello que existe efectivamente, y, por
consiguiente, tampoco se habla de conocimiento en este sentido, sino sólo de relaciones que asumen los objetos
en el puro pensamiento. Y puesto que la existencia es siempre lo positivo, o sea lo que es puesto, asegurado y
afirmado, ella debería reconocerse como filosofía puramente negativa, pero precisamente con ello debería dejar
libre fuera de sí el espacio para la filosofía que se refiere a la existencia, es decir, para la filosofía positiva, y no

102
pretender pasar por la filosofía absoluta, por la filosofía que no deja nada fuera de sí (ibíd., 195).

En esta ʺfilosofía positivaʺ trabajará Schelling sin descanso hasta el fin de sus días,
intentando así completar el proyecto anunciado en 1809 de un sistema de la libertad.
Pero, entretanto, ha habido en este desenvolvimiento teórico una interferencia
desgraciada que ha hecho perder a la filosofía alemana un tiempo precioso. Se trata, en
efecto, del ʺepisodio hegelianoʺ. Hegel ha tenido un mérito indudable: en su Ciencia de
la Lógica ha aislado el elemento puramente lógico de la filosofía de la naturaleza,
mostrando que, efectivamente, en ella no se trataba más que de las relaciones del
pensamiento consigo mismo, apartando toda referencia y toda mezcla con la positividad.
Hegel distinguió así de forma radical entre devenir lógico y devenir real. Ahora bien, esta
ʺaportaciónʺ se convirtió inmediatamente en una receta envenenada, pues Hegel, en lugar
de abrir entonces el espacio para una filosofía positiva, revistió a lo lógico mismo con
todas las antiguas pretensiones de la filosofía de la naturaleza, atribuyéndole una
fertilidad real y efectiva. En lugar de limitarse a desenmascarar el método de Schelling
como ʺmeramente lógicoʺ e impotente para el tratamiento de lo positivo, lo mostró
efectivamente como lógico, pero confirió a lo lógico mismo la virtud de la positividad. Y
de este modo, toda su filosofía puede resumirse en un sacar partido de un error de
juventud de Schelling; y en lugar de abrir en Alemania las puertas de la positividad, la
filosofía de Hegel se convirtió en pura filosofía negativa, sólo que con la absurda
pretensión de agotar el sistema general de las ciencias filosóficas.
Schelling acusa, pues, a Hegel, en primer lugar de haberle arrebatado la autoría de su
método: ʺEste método era para mí algo tan propio (mi propiedad particular) y tan natural,
que casi no me puedo vanagloriar del mismo como de un descubrimiento, pero
precisamente por eso no puedo dejar que me lo arrebaten ni puedo permitir que otro se
jacte de haberlo descubiertoʺ (1836: 166). En segundo lugar –como expone en el
Prefacio a Cousin (1834)–, le recrimina haber aplicado este método en un lugar al cual
no estaba destinado y en el que resulta sencillamente absurdo:

Alguien llegado más tarde [Hegel], al que la naturaleza parecía haber predestinado <a fundar> un nuevo
wolffianismo para nuestro tiempo, ha despachado este elemento empírico de un modo, por decirlo así, instintivo,
al poner en el lugar de lo vivo, de lo efectivamente real –a lo que la filosofía anterior [la de Schelling en 1800]
había atribuido la propiedad de transitar a su contrario (al objeto) y desde ello regresar a sí mismo–, el concepto
lógico, al que adscribe, por una extraña ficción o hipostasiándalo, un necesario automovimiento semejante. Esto
último fue su invención, como corresponde para admiración de cabezas indigentes, así como el que precisamente
este concepto en su comienzo quedara determinado como el puro ser. Tuvo que conservar el principio del
movimiento, pues sin él no se podía mover del sitio, pero modificó su sujeto. Este sujeto fue, como ya hemos
dicho, el concepto lógico. Puesto que éste era el que supuestamente se movía, llamó dialéctico al movimiento, y
como en el sistema anterior el progreso no era, en ningún caso, dialéctico en este sentido, este sistema, sólo al
cual le debía el principio del método, es decir, la posibilidad de hacer un sistema a su manera, no tenía, según él,
absolutamente ningún método; <era> la manera más simple de arrogarse la peculiar invención del principio del
sistema (1834, IV E: 456‐457).

103
En virtud de este método Hegel hace ʺengordarʺ su sistema mediante un juego de
manos ilegítimo, cuya raíz reside en pretender que el comienzo de la Lógica sea un
verdadero comienzo y un comienzo que verdaderamente comienza. Hegel inicia la
Lógica sin presupuestos, por el puro ser vacío de toda determinación. Pero el comienzo
no es, en realidad, tan pobre e indeterminado como Hegel pretende. Y no sólo porque,
como apunta Schelling, presupone el sentido de la cópula ʺesʺ en la primera tesis ʺel ser
puro es la pura nadaʺ; no sólo porque presupone toda la lógica ordinaria como la
gramática misma del texto, e incluso la numeración ordinaria. El puro ser está habitado
desde el principio por una inquietud. Gracias a ella se transforma en la pura nada en
cuanto intentamos pensarlo. Pero, pregunta Schelling, ¿de dónde procede esa inquietud?
Proviene del pensamiento que piensa el puro ser, pero tan sólo por una razón: porque ese
pensamiento no puede resignarse a pensar semejante pobreza y ello es porque está
acostumbrado a un ser rico y concreto: el ser determinado. En resumen: la necesidad de
progresar no emana de la vacía abstracción, sino del pensamiento del filósofo (cfr. 1836:
201). La cosa presenta su gravedad: Hegel ha pretendido no partir de ninguna intuición
de lo absoluto y la Lógica no puede, por su parte, basarse en ningún sentido en la
intuición sensible. Sin embargo, señala Schelling, el sistema lógico no se pone en marcha
más que por el recuerdo que el filósofo tiene de la intuición sensible de lo determinado,
que ahora separa del puro ser. Es por lo que la Lógica no se conforma con decir
simplemente ʺserʺ, sino que tiene que añadir de inmediato ʺsin ninguna determinaciónʺ.
Y es éste innecesario y por completo injustificable añadido el que introduce esa inquietud
que es en realidad el verdadero punto de partida. Lo que a ojos de Schelling es tanto
como reconocer que Hegel tampoco ha podido prescindir en el comienzo de la intuición y
el ser determinado. Pues es sólo en la medida en que el pensador tiene recuerdo de ese
ser por lo que la Ciencia de la Lógica puede comenzar y el puro ser puede ser un
comienzo y no sencillamente una abstracción inerte. De este modo, Schelling, puede
resumir ʺel verdadero sentidoʺ del sistema hegeliano con estas palabras:

Una vez que he puesto el puro ser, busco algo en él y no encuentro nada, pues me he prohibido a mí mismo
encontrar nada en él precisamente por el hecho de que lo he puesto como puro ser, como el mero ser en general.
Por consiguiente, no es que el ser se encuentre a sí mismo, sino que yo lo encuentro como la nada y lo expreso
en la proposición ʺel puro ser es la nadaʺ (1836: 204).

La ilusión general es doble, pues, por una parte, Hegel ha sustituido el pensamiento
por el concepto imaginándose que éste puede moverse por sí mismo, sin sujeto pensante.
Pero, además, la apariencia de este movimiento no surge de ninguna necesidad interna
del propio concepto, sino de lo que a este concepto le ha sido arrebatado por el propio
pensamiento, es decir, por todo el mundo efectivo que éste debería haber pensado y
hacia el cual se dirige en realidad. Lo que mueve todo el sistema hegeliano es su terminus
ad quem. La primera filosofía de Schelling se había situado desde el comienzo ʺen la

104
naturaleza, y, por tanto, en lo empírico y la intuiciónʺ (ibíd., 208). Es fácil percatarse de
la violencia que tenía que suponer la pretensión de elevar a lo puramente lógico el
método que tenía absolutamente ʺla naturaleza como contenido y la intuición natural
como compañeraʺ. Al negar la intuición no se ha logrado más que sobrentenderla
continuamente y, se puede incluso afirmar, que la Lógica no podría haber dado un paso
sin este sobrentendido (ibídem).

6.4. Un desierto lógico sin oposición real. El nihilismo

A este tipo de reproches la filosofía hegeliana siempre puede responder que no hay
prestidigitación alguna en la forma en la que el resultado, el final, es capaz de ʺinquietarʺ
al comienzo. Lo que hay es, por el contrario, todo el sistema hegeliano. Lo que hay es
determinación y absoluto. Pero entonces, tal y como habíamos comprobado en el
capítulo anterior, es siempre, de algún modo, la facticidad de la determinación la que
anima un sistema que consiste en un autosuprimirse obsesivo de la facticidad de lo
fáctico. Y entonces la pregunta que queda en el aire es qué se gana y qué se pierde, qué
se juega en realidad, en la decisión de no comenzar por ese verdadero comienzo que es
supuestamente el final.
Para Schelling el saldo final de la apuesta hegeliana es claro; Hegel nos ha hecho
desembocar en un nuevo wolffianismo, al que se ha pretendido vanamente insuflar vida
mediante un método impracticable en el terreno puramente racional. Pero este terreno es,
en realidad, un completo desierto. En el medio lógico falta toda ʺoposición efectivaʺ, toda
ʺluchaʺ, toda ʺresistenciaʺ, toda ʺdisonancia realʺ (1836: 207 y 211). La crítica de
Schelling reproduce aquí temáticas muy cercanas al reproche general que Kant lanzara
contra la filosofía wolf‐ fiana y también, como se verá, a las que más tarde Althusser
dirigiera al propio Hegel (cfr. capítulo 9).

Allí (en la filosofía hegeliana) el punto de partida se comporta frente a lo que le sigue como un simple
minus, como una carencia, un vacío que se rellena y por ello ciertamente se supera (aufheben) en tanto que
vacío; pero hay ahí tan poca cosa que superar, como la que hay que superar cuando se llena un vaso vacío. Todo
ocurre de lo más pacíficamente –entre el ser y la nada no hay oposición, no se hacen nada el uno al otro. La
transferencia del concepto de proceso al movimiento dialéctico, donde sólo es posible un avance monótono, casi
soporífero, pero en absoluto lucha alguna, pertenece por tanto a aquel abuso de las palabras que es, por cierto, en
Hegel un gran medio para ocultar la carencia de vida verdadera (ibíd., 207).

Hegel no avanza, pues, sino a base de ʺmetáforas congeladasʺ a imitación de la


anterior filosofía de la naturaleza. Ésta también tenía, sin duda, su lugar para lo lógico,
para el concepto en tanto que tal. Desde luego que no había en ella ningún lugar posible
para los conceptos en el sentido hegeliano, pues ʺya se ha dicho que ella estaba desde el
principio en la naturalezaʺ; pero ella ʺperseguía a la naturalezaʺ hasta el momento en que

105
de ella emergía el yo, y con él el puro pensamiento; allí los conceptos son como el acta
de una historia trascendental que ya ha quedado atrás. El absurdo hegeliano es, al
contrario, haber partido de lo abstracto, convirtiendo al concepto en un comienzo; de
este modo, trastoca lo que en realidad no es sino el recuerdo conceptual de una historia
real en la verdadera historia, confundiendo el puro pensar con el pensamiento efectivo,
pues ese pensamiento ya no tiene nada que pensar, es sólo pensamiento del pensamiento,
y en el fondo, por tanto, puro nihilismo. La filosofía entera, entonces, con toda su
supuesta ʺpacienciaʺ equivale ʺal mero trabajo de fijar algo que no se deja fijar, porque
es nadaʺ (1836: 205).

6.5. Devenir lógico y devenir real

Ahora bien, la decisión hegeliana de comenzar con lo lógico introduce en el interior


del conjunto del sistema hegeliano un problema irresoluble en el momento de dar razón
del surgimiento de la naturaleza misma. De hecho, como ya se constató, Schelling ha
reconocido también a Hegel en este punto el importante acierto de distinguir entre
devenir lógico y devenir real. Su sistema tiene, pues, dos partes, una ideal (la lógica) y
otra real (la filosofía de la naturaleza y la filosofía del espíritu). Pero esto no ha valido a
Hegel para distinguir una filosofía negativa de una filosofía positiva, sino para constatar,
al final de la lógica, que no puede conformarse con tener la Idea divina consumada como
resultado lógico, sino que quiere tenerla también, otra vez, como resultado real, si bien,
de todos modos, a partir de lo lógico. Este hilo de con‐ tinuidad es el tributo pagado al
wolffianismo inicial. Se exige consecuentemente que sea la Idea la que pase a la
naturaleza. Pero una vez que en la Idea ha tenido lugar ya toda presencia, la naturaleza
entera no puede en verdad representar otra cosa que la agonía del concepto. La filosofía,
que tuvo sus comienzos en una reflexión sobre la phúsis, se va a encontrar ahora, en el
interior de este insólito ʺepisodioʺ, con el derecho de recriminar a la naturaleza ʺpor no
saber permanecer firme en sus determinacionesʺ; ahora ʺla impotencia de la naturaleza
pone límites a la filosofíaʺ, ella es sólo lo abstracto, vacío y exterior, incapaz de
apoderarse de sus propias determinaciones (cfr. Enz § 250); la propia inmensidad del
cielo estrellado sobre nosotros, que Kant comparara con la ley moral, puede conmover al
sentimiento, pero no dice nada a la razón; no hay en esa ʺerupción de luzʺ mayor motivo
de admiración racional que el que pueda sugerir un hormiguero o un sarampión (Enz §§
276 y 341).
Es el saldo inevitable obtenido de una filosofía que, habiendo en el comienzo
considerado superflua la naturaleza misma como dada, ve ahora a ésta regresar como un
gigante tanto más grande cuanto más superfluo. La Idea, que al final de la lógica era ya
sujeto y objeto, era ya como lo ideal también lo real.

106
No tiene, por consiguiente, ninguna necesidad de llegar a ser más ni de otra manera real, que como ya es
real. Por tanto, si se admite que algo parecido ha tenido lugar, no se admite a causa de una necesidad inherente a
la Idea, sino tan sólo porque la naturaleza existe (1836: 222).

A este respecto, no valen para Schelling ninguno de los ʺpretextosʺ hegelianos. Se


dice que la Idea no está contrastada y que necesita salir de sí misma para hacerlo. Pero,
pregunta Schelling, ʺ¿para quién hay que contrastar la Idea? ¿Para ella misma? Sin
embargo, ella es la Idea segura y cierta de sí misma, y sabe de antemano que no
sucumbirá a la alteridad; para ella este conflicto no tendría ningún sentidoʺ. Si la Idea
necesita contrastarse es sólo para dejar tranquilos a los filósofos hegelianos que, de lo
contrario, habrían hecho el ridículo con una filosofía ʺque no supiese nada del mundo
efectivoʺ, de la naturaleza y la historia. Las metáforas de Hegel, como era de esperar, se
multiplican en este pliegue entre lo lógico y lo real: se dice que la Idea se ʺdecideʺ a
transformarse en naturaleza, que la Idea ʺdesprendeʺ la naturaleza.

[Mientras] el sistema avanzó dentro de lo meramente lógico, el auto‐ movimiento del concepto (¡y de qué
concepto!) se mantuvo, como era de prever. [Pero] en cuanto tiene que dar el difícil paso a la realidad, rompe
totalmente los hilos del movimiento dialéctico, pues se hace necesaria una segunda hipótesis, a saber, que a la
Idea, no se sabe por qué, como no sea para interrumpir el tedio de su mero ser lógico, se le ocurra o le venga a
bien dejarse descomponer en sus momentos y poner la naturaleza en libertad (1834: 457).

Aquel proceso por el cual el sujeto cae de inmediato en su contrario para luego
recuperarse como espíritu había sido ya explotado y aplicado ampliamente por la filosofía
de la naturaleza. Ahora bien, este proceso es algo que ʺse puede pensar de algo vivo y
real, pero del mero concepto no se puede pensar ni imaginar, sino solamente decir”, y
esto es lo que se limita a hacer Hegel con sus heladas metáforas.
No hay, pues, forma de comprender qué debe mover a la Idea ʺa rebajarse de nuevo
a mero ser y a dejarse desmoronar en la mala exterioridad del espacio y del tiempoʺ. El
Dios de toda filosofía racional es un Dios final, un Dios que ʺno puede tener futuroʺ, que
ʺno puede comenzar nadaʺ, que no puede ser jamás el principio eficiente de algo. Es un
Dios, de alguna manera, inútil, que, al igual que el Dios de Aristóteles, vuelve inútil a la
teología misma, tal y como subrayó Pierre Aubenque (1962), obligando a la filosofía a
desenvolverse en un espacio segundo, en el que germinará la física. Aquel Dios de
Aristóteles no crea, se limita a dejar ser: no ha podido impedir que el mundo exista, ni
puede impedir que todo allí tienda hacia él, pero en sus alturas astronómicas permanece
en su soledad ignorante de todo este movimiento, sin ser capaz siquiera de pensar otra
cosa que no sea sí mismo. Schelling tampoco quiere este Dios. Pero lo que de ninguna
manera puede aceptar es la estratagema hegeliana por la que se intenta satisfacer en el
Dios de Aristóteles todas las aspiraciones de la naturaleza y de la historia, convirtiéndolas
en su necesaria mediación consigo mismo. Si el Dios de Aristóteles era inútil, el de Hegel
padece, en realidad de la misma enfermedad. Es un Dios que no conoce ningún

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ʺsábadoʺ, un Dios que no puede descansar, que tiene que crear constantemente el mundo
como un acontecimiento eterno; pero este Dios del obrar eterno y continuo tampoco
puede hacer más que lo que ya ha hecho, tampoco puede ʺcrear nada nuevoʺ,
sencillamente juega sin tregua a la enajenación para reencontrarse de nuevo tan sólo a sí
mismo.
Comparando en detalle dos ediciones de la Enciclopedia hegeliana, Schelling logra
aislar ciertos intentos de Hegel de pensar un verdadero acontecimiento en el paso de la
Idea a la naturaleza, tendente a invertir la causa final como causa eficiente y
pretendiendo así dar razón de una "creación libre del mundo". Hegel afirma,
coherentemente, que lo último es también aquello de lo que procede lo primero y que,
por tanto, lo que aparece como resultado es, en realidad, más bien, el principio. "Ahora
bien –comenta Schelling–Lówith, 1939: 131/166). Pero –, si esta inversión fuera posible
de la manera como quiere Hegel, y si él no sólo hubiese hablado de esta inversión, sino
que la hubiese ensayado y planificado efectivamente, entonces él mismo habría puesto ya
al lado de su primera filosofía, una segunda filosofía que sería inversa a la primera, la
cual hubiese sido aproximadamente lo que nosotros proponemos bajo el nombre de
filosofía positivaʺ (1836: 227). Mas Hegel no tiene en absoluto esa intención y semejante
proyecto, sencillamente así ʺdichoʺ, resulta patentemente un absurdo, pues obligaría tan
sólo a leer su sistema al revés, haciendo a cada momento posterior el principio efectivo
del anterior, de modo que llegaríamos por ejemplo a concebir ʺal hombre como causa
eficiente o productora del mundo animal, el reino animal como causa productora del
reino vegetal, el organismo, en general, como causa de la naturaleza inorgánica, etc., y
quién sabe hasta dónde habría que continuar, quizás hasta la Lógica, remontándose al
puro ser que es igual a la nadaʺ, de modo que también al final no se habría producido, en
realidad, nada.

6.6. El tributo ʺwolffianoʺ de la definición hegeliana de realidad

Eres nunca nuevo y nunca viejo, [...] siempre obrando y siempre en


reposo, siempre recogiendo y nunca necesitado, [...] siempre buscando
y nunca falto de nada. [...] Amas y no sientes pasión; tienes celos y
estás seguro, te arrepientes y no sientes dolor; te encolerizas y estás
tranquilo.

San Agustín

La Lógica ha definido lo real como ʺla unidad inmediatizada de la esencia y la


existencia, de lo interior y lo exteriorʺ (Enz § 142). Con ello Hegel ha transferido a toda la
realidad una definición que la tradición filosófica había reservado sólo para Dios (cfr.

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Löwith, 1939: 131/166). Pero lo crucial reside en sopesar cómo la realidad misma paga
su tributo al vestirse con la definición de lo divino. Nos ocuparemos de investigar este
tributo (que Schelling, ha tildado de ʺwolffianoʺ, en apartado 10.2), mostrando que,
como ya había advertido Kant, eso equivaldría a suprimir en lo real toda oposición
efectiva. La realidad resultante, también lo advirtió Feuerbach con energía, aparece
entonces purificada de todo aquello que la hace realidad, del mismo modo que en Dios la
teología sólo había sido capaz de pensarlo todo a fuerza de nihilizarlo.

La filosofía especulativa ha hecho del desarrollo, separado del tiempo, una forma, un atributo de lo
absoluto. Separar el tiempo del desarrollo es ciertamente una verdadera obra maestra de arbitrariedad
especulativa, y la prueba terminante de que los filósofos especulativos han realizado, en efecto, con su absoluto
lo mismo que los teólogos con su Dios, quien posee todas las pasiones humanas sin pasión, ama sin amor, se
encoleriza sin ira. ¡El desarrollo sin tiempo vale tanto como un desarrollo sin desarrollo! (Feuerbach, 1842, IX,
252‐253/75).

Hegel ha comenzado por el ser sin el ser, y en adelante toda su filosofía puede
resumirse en un monótono ʺquerer el ser sin el enteʺ (Löwith, 1939: 132/167). En efecto,
la consistencia profunda de la dialéctica hegeliana consiste en una ininterrumpida
afirmación del ser como lo ente, es decir, de lo ontológico como lo óntico. De ahí que lo
que en Kant fuera sólo condición de posibilidad aparezca ahora como realidad, y lo que
allí fuera filo‐sofía, aparezca ahora como el saber. Aquello en lo que consiste ser es
mostrado como debiendo ser lo ente mismo.

En el lugar de lo mero ente (el más alto de todos los conceptos racionales, lógicos) la filosofía mencionada
ha puesto el puro ser, el abstracto de un abstracto, del cual se podría decir sin duda que es un concepto puro, es
decir, vacío; pero justamente por eso en un sentido muy distinto <se podría decir que es> nada, como en <el
sentido> que ella misma da, a saber, algo así como lo blanco sin algo blanco o lo rojo sin algo rojo. Poner el ser
como lo primero significa ponerlo sin lo ente. ¿Pero qué es el ser sin lo ente? Aquello que es, es lo primero, el ser
sólo lo segundo, impensable por sí solo. Utilizado del mismo modo, el concepto de mero devenires un
pensamiento completamente vacío, es decir, un pensamiento en el que nada se piensa (Schelling, 1834: 459).

La realidad, pues, no se deja pensar en Dios, ni la física se convierte simplemente


en una mediación de la teología, sin transferirle todo el esfuerzo ine‐ fabilizador y
nihilizador que la teología negativa había antaño vertido sobre lo divino. Desde que el
ser se nos ha convertido en nada, no podemos ya estar seguros en adelante de que toda
la paciencia de la determinación no esté instalada en un terreno nihilizado. En realidad, el
itinerario mismo del sistema hegeliano sólo prueba que una vez que nos hemos
desembarazado de lo empírico en el comienzo, éste tiene que volver a entrar tarde o
temprano por la puerta trasera, y éste es el verdadero sentido de que la Idea tenga
finalmente que desprender de sí la naturaleza. La necesidad de este paso se entiende sólo
comprendiendo que ʺlo que de hecho demostró Hegel es sólo que con lo puramente
racional no se llega a la realidadʺ (Löwith, 1939: 132/168), por lo que la exigencia del

109
aludido tránsito se confunde con el retorno inevitable de lo escamoteado en el comienzo.
Pero esta restauración de lo real como naturaleza llega ya demasiado tarde, porque la
efectividad no emerge de esta manera sino cortada por el patrón de lo lógico y, además,
no podrá ya descansar hasta reencontrarse de nuevo en lo puramente lógico, como
filosofía.

Una filosofía que no posee en sí misma ningún principio pasivo, que especula sobre la existencia sin
tiempo, sobre la existencia sin duración, sobre la cualidad sin sensación, sobre el ser sin ser; sobre la vida sin
vida, sin carne ni sangre, tal filosofía de lo absoluto en general, tiene en su unilaterali‐ dad radical,
necesariamente, como su contrario, a lo empírico (Feuerbach, 1842, IX: 253/76).

En el Dios hegeliano, como en el universo mítico, nada puede suceder o todo ha


ocurrido ya. Todos los choques materiales, todas las oposiciones reales, toda la
efectividad desplegada en la exterioridad, junto con todos los charcos de sangre de la
historia han comenzado por no ser sino pura lógica. Y si tras semejante despliegue de
medios se ha producido por un momento la apariencia de un acontecer efectivo ha sido
tan sólo para regresar al medio lógico. El sistema de Hegel, en efecto, comienza con lo
lógico, con el ʺpacíficoʺ y ʺsoporíferoʺ desplegarse del concepto; pero, a la postre, toda
la filosofía del espíritu culmina en un espíritu absoluto que encuentra la verdad final de
todo en la filosofía, regresando de algún modo al pacífico éter conceptual, donde el
espacio y el tiempo son de nuevo suprimidos o ʺpurificadosʺ. Si la historia de la filosofía
es la verdad de la Historia universal y lo que verdaderamente se ha jugado en ella, es
porque previamente se había exigido a un elemento puramente lógico ser capaz de sacar
de sí la naturaleza y la historia.

6.7. La historia y el mal

Ya desde 1809 y apartándose decididamente de este posible itinerario teórico,


Schelling había buscado una fórmula que impidiera a la noción de absoluto nihilizar lo
real como el Dios de los teólogos había nihilizado todas sus determinaciones. En esta
ocasión, Schelling ha echado mano de Jacob Böh‐ me, distinguiendo entre divinidad y
Dios e intentando pensar, de este modo, algo que ʺen Dios no es Diosʺ. Ello le ha
obligado, en primer lugar, a pensar a Dios como una atmósfera no meramente lógica. Si
Dios ha sido entonces pensado como amor ha sido para asegurar un medio a la relación o
la oposición real. No hay vida si no hay lucha, y la oposición meramente ʺdialécticaʺ, es
decir, meramente lógica, no puede ser considerada como un verdadero combate; el más
grandioso de los campos de batalla es, en cambio, el amor. Éste instaura un reino en el
que la dependencia no destruye la autonomía de los dependientes; él es, más bien, el
milagro por el que ʺdos seres que podrían existir por sí mismos no pueden, sin embargo,

110
vivir el uno sin el otroʺ. De esta manera, si bien hay que afirmar que ʺsin duda existe un
sistema en el entendimiento divino, Dios mismo no es sistema, sino que es vida”. Dios
no ha querido contrariar la pasión de su propio fondo, de lo que ʺen Dios no es Diosʺ,
para no destruirse a sí mismo como amor. Pero, entonces, lo creado tiene que ser a su
vez creador; lo contrario sería afirmar que Dios ha creado, pero que no ha creado nada,
a excepción de su propio acto de crear. Panteísmo y acosmis‐ mo se identifican así
llevados del nihilismo inevitable de un exceso de creación, en el que la creación crea
tanto que no puede sencillamente dejar ser a lo creado. Schelling se esfuerza en que Dios
sea creador de algo. Es esto lo que obliga a Schelling a concebir que, si bien todo tiene
que ser en Dios, no todo en Dios es Dios.
El amor es, en verdad, pensado como la esencia de la cópula ʺesʺ, que en primer
lugar tiene que ponerse a prueba en la sentencia ʺDios es todoʺ (cfr. Heidegger, 1936:
195‐196). Sólo el amor es capaz de pensar la cópula como una ʺdependencia de
independientesʺ, como un ʺcondicionamiento de incon‐ dicionadosʺ; y, en efecto, así es
como el amor viene a habitar, a través de la cópula, cualquier juicio, en tanto que
copertenencia de diversos. Lo contrario a este universo en el que, como quería Kant,
hay siempre ʺsíntesisʺ, es el mundo puramente analítico de las consecuencias sin
consecuente, de los principios que agotan en él la totalidad de sus consecuencias, un
mundo en el que no hay ser más que como una minuciosa y fatigosa refutación de todo
lo ente, cuya paciencia no encuentra ningún ʺsábadoʺ.
Ahora bien, la autonomía de lo creado tiene que ser pensada, entonces, como
libertad para el bien y para el maL De este modo, el Tratado sobre la esencia de la
libertad humana recorría el camino que va de la necesidad formal de la libertad a la
posibilidad del Mal, expuesta de inmediato como la posibilidad del hombre, que
presupone, a su vez, la posibilidad del ser creado, y por consiguiente, la posibilidad de
la creación. Sólo desde esta última posibilidad puede trazarse un sistema de la libertad
como el perseguido por el idealismo y sólo desde ella es posible para la razón ver más
allá del reino de las consecuencias sin consecuente. Como ha advertido Schelling, no se
trata, pues, de ʺabjurar de la razónʺ sino de proporcionar algo que razonar. El hombre
aparece así, como en Hegel, si bien en un sentido muy distinto, como una pieza
fundamental, sin la cual no podría revelarse Dios. Heidegger lo ha resumido con estas
palabras: ʺEl hombre, este Otro que es preciso que sea como tal, a fin de que Dios pueda
revelarse en general gracias a él, si él se revelaʺ (ibíd., 282).
Se podría decir que si Schelling tiene un máximo interés en responder a 1a
envenenada alusión del Prólogo de la Fenomenología (1807) con un tratado sobre la
posibilidad del Mal es porque de alguna forma ha entrevisto perfectamente el camino por
el que Hegel acabaría por introducir a la filosofía de la historia. Schelling, como Kant, se
ha negado a que la Historia universal fuera una Teodicea. Resolver la teodicea en una

111
teología consecuente, como ha hecho Hegel, mostrando que Dios no podría ser Dios sin
ʺcargar con todo el peso del malʺ, le ha parecido desde el primer momento no sólo una
blasfemia teórica, sino un camino peligroso en el que todo acontecer realmente efectivo
quedaría nihilizado y toda oposición real –incluso las que se obstinan en un estado de
perpetua indecisión sin desenlace– resuelta en una mera interiorización espiritual. Lo que
Schelling no ha podido admitir en la obra de Hegel de 1807 es la filosofía de la historia
universal que necesariamente iba a derivarse de ella.

112
7
Marx como Galileo
de la historia
Toda su vida, basta aquel momento, habia tenido por cierto, con la
mayor probidad, que el materialismo era un hecho. Pero se
diferenciaba de los otros materialistas precisamente en esto: que
prefería un hecho incluso al materialismo.

G. K. Chesterton

7.1. El materialismo como pereza del idealismo

Se intentó demostrar (capítulo 2) que la verdadera polémica de Marx con Stirner se


plantea en el terreno de la investigación histórica y que sólo a partir de la constatación de
su deficiencia interviene la cuestión del idealismo o el materialismo. Lo que escandaliza a
Marx en el tratamiento stirneriano del continente historia es que todos los contenidos en
los que tendría que ocuparse el trabajo de una ciudad científica, aún por constituir, no
son allí reclamados más que bajo la condición – teóricamente degradada– de ejemplos.
Los contenidos en cuestión, es decir, cada determinación en la que la investigación
científica tendría que detenerse, ingresa en la obra de Stirner como ejemplo del conocido
engranaje hegeliano de la enajenación y su posterior superación mediante una
reapropiación de lo exteriorizado. Pero, de este modo, la determinación, todo aquello que
en Hegel había quedado emplazado en la condición de momento, aparece por el lado del
materialismo bajo la misma estructura, sólo que en una versión envilecida y mezquina. El
ejemplo stirneriano responde a una especie de edición basura del momento hegeliano. En
este sentido, si hubiera, contra Hegel, que considerar materialista a Stirner,
ʺmaterialismoʺ no tendría aquí otro significado que el de un idealismo perezoso, en el
que toda la riqueza y complejidad de los momentos hegelianos aparecería toscamente
resumida en forma de una enumeración de ejemplos.
Es comprensible entonces que lo que en Hegel eran momentos de un despliegue
racional dialéctico de lo absoluto, en Stirner no pueda presentarse, a ojos de Marx, más

113
que como momentos del despliegue de la ignorancia, y que su reproche ʺmaterialistaʺ
general a la izquierda hegeliana se agote especialmente en acusarla de ignorante. Ahora
bien, el paralelismo no es tan gratuito si se atiende a que la ignorancia también introduce
su absoluto. Ella misma no nombra en principio sino lo indeterminado que desconoce y
en esta forma, de alguna manera, el todo; y, en la medida en que la ignorancia no se
limita a callar, el tratamiento profundo que puede hacer de cualquier determinación sólo
puede consistir en obligar al todo inicialmente nombrado –así sea con el nombre de Dios,
de Hombre o incluso de Historia– a desenvolverla como momento. Stirner, ʺque ha
basado su causa en la Nadaʺ, se limita, pues, tan sólo a desarrollar la versión nihilista del
idealismo que Jacobi ya había diagnosticado y denunciado en general hacía tiempo en el
curso de la filosofía alemana. Dios, Hombre, Historia o Nada no son en cualquier caso
más que formas en las que la ignorancia nombra el horizonte en el que ʺtodo está en
todoʺ para ella, ya que precisamente es incapaz en tanto que ignorante de distinguir allí
determinación alguna. Para la ignorancia, ʺnaturalezaʺ no puede sino nombrar el espacio
de todas las cosas que ignora de la física. Cuanto más pretenciosa y cuanto más
ignorante es la ignorancia, más pretende estar diciendo algo cuando dice, ʺpor ejemploʺ,
que la naturaleza dilata los cuerpos, hace caer las piedras o al ámbar atraer limaduras de
papel.

7.2. La ignorancia como maestro epistemológico

Pero el mismo problema surge también en el interior de la comunidad científica


cuando se pregunta si semejantes nociones adelantadas por la ignorancia pueden o no
rendir algún servicio teórico. La pretensión de hacer fecunda una ignorancia nombrada
se continúa entonces en una versión epistemológica. En cualquier caso se estará
solicitando a un ahí en el que ʺtodo está en todoʺ la virtud de sacar de sí la
determinación, como si se pretendiera que la ciencia debiera aprender de la forma en la
que se despliega o se comporta la ignorancia. Pretender que el ahí en cuestión tenga por
nombre la Nada es tan sólo una forma de llevar al límite el problema, obligando a lo
indeterminado a sacar de sí toda determinación. Un proyecto semejante es, sin duda, el
sistema hege‐ liano, que desde el principio ha logrado inquietar al puro ser y la pura nada
obligándoles a decir todo lo que tienen que decir. Y esto es precisamente lo único que ha
podido ser llamado idealismo, como aquel sistema capaz de mostrar la manera en la que
la determinación habita su principio indeterminado como momento de él. Pero, a modo
de basurero, la ignorancia misma, en la medida en que no calla, se comporta,
aventajando así con mucho a las ciencias positivas, de forma idealista. Y en esto ha
reparado Marx cuando ha dirigido la acusación de idealismo no tanto a los idealistas
como a la ignorancia misma, hasta el punto de defender, como materialista, a Hegel

114
contra los toscos bocetos históricos que los materialistas pretendían oponerle. Lo que
Marx y Engels vinieron a mostrar es que no se podía combatir el minucioso nihilismo del
sistema hegeliano con el nihilismo perezoso de la ignorancia.
Si el método de Marx ʺno ha partido del hombreʺ, ha sido porque se ha negado a
aceptar ningún servicio teórico que la ignorancia pudiera prestar a su investigación. El
antihumanismo marxista ha surgido al constatar la indiferencia de llamar Dios, Hombre o
Historia al lugar en el que todo está en todo, es decir, al punto de partida de la ignorancia
absoluta. Feuerbach había denunciado que el secreto de la filosofía especulativa era la
teología; pero al buscar en el humanismo el secreto de la teología no ha hecho sino
localizar en el hombre un teólogo más potente. Decir que el hombre es la causa de la
pobreza, el paro, la guerra, las crisis cíclicas de sobreproducción, la inflación o el
terrorismo no es obviamente sino hacer un catálogo de las cosas que todavía ignoramos.
Pero lo mismo ocurría cuando se afirmaba que ʺla historia nos traerá el socialismoʺ o
cuando la historia aparece como la causa de que ciertas formaciones sociales
desaparezcan o de que haya inevitablemente eso a lo que llamamos progreso. Con ello no
tenemos obviamente saber alguno, ni idealista ni materialista, sino tan sólo un modo de
desenvolver nuestra manera de ignorar las cosas. Naturaleza, Historia, Hombre, son, en
principio, nombres de nuestra ignorancia y nada más. A partir de ellos la ignorancia
recorre siempre con rapidez una geografía que la ciencia visita con tediosa lentitud. La
paciencia idealista aprendió con Hegel a detenerse en la seriedad de la determinación,
pero, con todo, siguió compartiendo con la ignorancia el presupuesto fundamental de que
las determinaciones en cuestión lo eran de la totalidad previamente nombrada, que de
este modo se desenvolvería en sus momentos. Su búsqueda de una ignorancia
epistemológica, capaz de un desenvolvimiento racional, llevó al idealismo a nombrar la
totalidad sin presupuestos, entendiéndola al comienzo como el puro ser. En adelante, su
tarea no podía consistir sino en mostrar que en aquello en lo que consiste ser tiene lugar
todo, y que, por consiguiente, toda determinación tiene que ser generada a partir de un
principio tal. Es por ello por lo que la tradición marxista pudo siempre pensar que había
una profunda solidaridad entre el idealismoy la simple ideología, denunciando el sistema
de Hegel como la mistificación racional del catálogo de lo que la ignorancia se limitaba a
señalar.
De este modo, las pretensiones de lo ideológico inspiran inevitablemente una
determinada manera de fundar la sociología o la historia. Marx ha señalado (1845: 53 y
ss./50 y ss.) que toda clase social intenta hacer pasar sus ideas, así como sus intereses,
como las ideas y los intereses del conjunto de la sociedad. La historia aparece entonces
como supuestamente dominada o movida por ideas cada vez más generales, hasta que
finalmente resulta fácil abstraer de las diferentes ideas que intervienen en la historia y se
disputan el espacio social, la ʺidea de la ideaʺ, la Idea misma, considerando a ésta como

115
el principio rector de la Historia, que en su despliegue especulativo asumiría el papel de
motor de todo desarrollo. Pero esta manera de entender la historia en tanto que regida o
gobernada por las ideas, que surgirían a su vez como autodeterminaciones sucesivas de la
Idea, es, también, una indicación que la ideología brinda a la ciencia como camino a
seguir.

Así consideradas las cosas, es perfectamente natural también que todas las relaciones existentes entre los
hombres se deriven del concepto de hombre, del hombre imaginario, de la esencia del hombre, del hombre por
antonomasia. Así lo ha hecho, en efecto, la filosofía especulativa. El propio Hegel confiesa, al final de su Filosofía
de la Historia, que ʺsólo considera el desarrollo ulterior del concepto” y que ve y expone en la historia la
ʺverdadera teodiceaʹ (1845: 58/54).

Y la estructura teórica sigue siendo la misma por mucho que se cambie el nombre de
este principio rector al que la ciencia debe reclamar sus determinaciones. Nada cambia en
realidad en esta matriz especulativa que la teoría toma prestada de la ignorancia y la
ideología por hablar de Dios, de Hombre o de Historia. Fue con vistas a desconectar esta
última posibilidad por lo que Althusser acuñó su famosa fórmula sobre la historia como
un proceso sin sujeto ni fines. Lo importante era recalcar que la historia misma no es sino
una forma de nombrar lo que ignoramos en el espacio histórico y que,
consiguientemente, la historia no actúa, ni es astuta, ni persigue sus propios fines; que
ella es más bien el continente inerte en el que se dan cita todos los proyectos, los sujetos,
y las astucias que las formaciones históricas son capaces de poner en juego, y que ni
siquiera este juego es capaz de dar razón de lo que es un acontecimiento histórico (cfr.
1965a, cap. 3. Anexo).
Pero ello equivale a afirmar que si bien es posible encontrar leyes en la historia no
hay ni puede haber leyes de la historia. Es posible, en definitiva, investigar la ley
fundamental de una determinada sociedad histórica, pero no tendremos ahí un ley de la
historia, sino una ley de esa sociedad. Todo ello no presenta, después de todo, más
misterio, como más tarde se comprobará, que el hecho de que la física haya podido
encontrar leyes de la velocidad o de la electricidad, pero nunca una ley de la
naturaleza, en virtud de la cual ésta actuaría o se desenvolvería en tales realidades. Lo
interesante es señalar que lo que aquí se ventila, entre idealismo o materialismo, es ante
todo una negativa de la teoría a seguir el camino que la ignorancia le ha inspirado, de
modo que la ciencia se niega a entender al modo en que la ideología entiende,
renunciando a los servicios teóricos que las nociones de ésta pretenden brindarle. La
ideología es el punto de partida de la ciencia –¿qué otro podría tener?, ¿desde dónde se
dirigiría la ciencia hacia las cosas sino desde la forma en la que la ideología las señala y
las vive?–, pero ésta no aprende de ella, sino contra ella.

116
7.3. Marx y Galileo

Marx y Engels no solicitaban tanto una intervención materialista en la historia de la


filosofía, como la constitución de una ciudad científica capaz de hacerse cargo del
continente historia. Es así que Althusser pudo entender a Marx como un Galileo de la
historia.

Si consideramos, en efecto, los grandes descubrimientos científicos de la historia de la humanidad, parece


que podemos comparar lo que llamamos las ciencias, como otras tantas formaciones regionales, a lo que
llamaremos los grandes continentes teóricos. [...] Antes de Marx, únicamente dos grandes continentes habían
sido abiertos al conocimiento científico por cortes epistemológicos continuados: el continente Matemáticas con
los griegos (por Tales o aquellos que designa el mito de este nombre) y el continente Física (por Galileo y sus
sucesores). Una ciencia como la química, fundada por el corte epistemológico de Lavoisier, es una ciencia
regional del continente física: todo el mundo sabe ahora que se inscribe en él. Una ciencia como la biología, que
acaba de dar fin, hace solamente una decena de años, a la primera fase de su corte epistemológico inaugurado por
Darwin y Mendel, integrándose a la química molecular, queda comprendida también en el continente de la física.
La lógica en su forma moderna, entra en el continente matemáticas, etc. Es verosímil, en cambio, que el
descubrimiento de Freud abra un nuevo continente, que comenzamos a explorar (1969: 20/32).

Pues bien, Marx habría abierto un nuevo y tercer continente científico: el continente
Historia. Para muchos esto será mucho decir y, en ese sentido, es posible discutir cuanto
se quiera. Sin embargo, las interpretaciones que realmente enviciaron para siempre la
lectura de Marx fueron las que denunciaron que en este punto se le concedía a este gran
pensador demasiado poco. Resultaría pertinente aquí y muy interesante, si los límites de
este libro no lo impidieran, discutir con Schumpeter (1942), o con Saumelson (1987)
sobre si Marx siguió un camino equivocado o no con su teoría del valor y su forma de
entender el ensamblaje de lo económico y lo social en la modernidad; es, por el contrario,
completamente estéril discutir con Bloch, Schaff, Lukács o Garaudy, o sin ir más lejos,
con ciertos textos ʺautocríticosʺ del propio Althusser.
Lo importante es resaltar que esta caracterización obliga a plantear la polémica sobre
el materialismo como dependiendo del proyecto de instituir una especie de física de lo
histórico. El propio Engels (Carta a Karl Schmidt, 1890) insistió muy contundentemente
en este problema:

La concepción materialista de la historia también tiene ahora muchos amigos de


ésos, para los cuales no es más que un pretexto para no estudiar historia. Marx había
dicho a fines de la década del 70, refiriéndose a los ʺmarxistasʺ franceses que ʺtout ce
que je sais, c’est queje ne suis pas marxisteʺ [...] En general, la palabra ʺmaterialistaʺ
sirve en Alemania, a muchos escritores jóvenes, como una simple frase para clasificar sin
necesidad de más estudio todo lo habido y por haber; se pega esta etiqueta y se cree
poder dar el asunto por concluido. Pero nuestra concepción de la historia es, sobre todo,

117
una guía para el estudio y no una palanca para levantar construcciones a la manera del
hegelianismo. Hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las
condiciones de vida de las diversas formaciones sociales, antes de ponerse a derivar de
ellas las ideas políticas, del derecho privado, estéticas, filosóficas, religiosas, etc., que a
ellas corresponden. Hasta hoy, en este terreno se ha hecho poco, pues ha sido muy
reducido el número de personas que se han puesto seriamente a ello. Aquí necesitamos
fuerzas en masa que nos ayuden; el campo es infinitamente grande, y quien desee
trabajar seriamente, puede conseguir mucho y distinguirse. Pero, en vez de hacerlo así,
hay demasiados alemanes jóvenes a quienes el lema del materialismo histórico (todo
puede ser convertido en lema) sólo les sirve para erigir a toda prisa un sistema con sus
conocimientos históricos, relativamente escasos –pues la historia económica está todavía
en mantillas–, y pavonearse luego, muy ufanos de su hazaña (Marx/Engels, Schriften, II:
454/II: 518‐519).

Es una manera muy precisa de insistir en que el desplazamiento que Marx ha


intentado operar respecto al universo hegeliano no consiste en una toma de postura
materialista en el interior de la historia de la filosofía, sino en la apertura de un lugar
exterior a ésta, en el que ha pretendido sentar los cimientos de una ciudad científica
capaz de encontrar sus objetos en el espacio histórico. No se trata de reivindicaciones
feuerbachianas de la positividad ni de la materialidad, sino de la constitución de un
posible nuevo objeto físico. Hegel no ha tropezado con ningún escollo respecto a la
naturaleza o la positividad, sino, en todo caso, respecto de la física de Newton;
asimismo, no es posible oponer a su concepción de la historia una nueva filosofía de la
historia; de lo que se trata es de abrir un espacio teórico en el que una física de lo
histórico pueda proceder no hegelianamente.
Queda abierta la cuestión, a la espera de su constitución efectiva, de si esta ʺfísicaʺ
de lo histórico puede ser entendida o no como una región específica de la física misma,
especificidad que sería, sin duda, muy insólita, o de si la disciplina teórica en cuestión no
respondería al título de physica más que en el sentido de la filosofía segunda aristotélica.
Terminaremos más bien este libro abriendo la pregunta que reclama una ontología
regional del ser histórico.

7.4. A propósito de un supuesto materialismo histórico

Marx no funda nada parecido a un materialismo dialéctico; pero tampoco algo así
como un materialismo histórico, si por ello hemos de entender precisamente una ciencia
de la historia universal. Ello no quiere decir que Marx no haya pretendido en alguna
ocasión fundar semejante cosa y desde luego habría que explicar por qué la tradición

118
marxista en muchas ocasiones no ha querido leerle de otra forma. Pero el hecho es que,
en un determinado momento de su itinerario teórico, Marx ha invertido todo su trabajo
en aislar ʺla ley fundamental de la sociedad modernaʺ y que la única obra, por otra parte
monumental, que ha querido legar a la comunidad teórica la mayor parte de su vida ha
quedado resumida en este proyecto.
La paradoja de que Marx haya centrado su atención en ʺsacar a la luz la ley
económica que rige el movimiento de la sociedad modernaʺ (Kap, II.5: 13‐ 14/vol. 1:8),
hasta el punto de dejarnos en la absoluta indigencia respecto a una posible concepción
materialista de la historia o una filosofía materialista en general, y también, por cierto,
respecto al famoso ʺmétodoʺ dialéctico, comienza a hacerse patente en 1965 a raíz del
mero examen de sus textos fundamentales en el entorno del seminario Lire le Capital; y
esta constatación es la que fuerza a Althusser, Balibar y tantos otros a dar prioridad a la
fórmula según la cual Marx habría sentado los cimientos de una física del espacio
histórico, por encima de otras presentaciones clásicas en las que aparecía como fundador
del materialismo dialéctico o del materialismo histórico.
El problema ha surgido, en primer lugar, al descubrir que en El capital nada
funciona dialécticamente –a excepción de una metáfora y la retórica de un capítulo. Esto
no puede ser demostrado aquí, pero se impone recordar que es algo que quedó
demostrado con contundencia por el mero hecho de leer el texto en cuestión (cfr. 1965b,
Balibar, cap. IV).
Por otra parte, la disolución del espejismo dialéctico dejó chocantemente al
descubierto el hecho de que en Marx no era posible encontrar ninguna teoría de la
sucesión de los modos de producción en la historia, ni ninguna ley que presidiera este
desarrollo. La aludida metáfora por la que el modo de producción capitalista había
aparecido como la negación del modo de producción feudal y el comunismo como la
negación de la negación (Kap, II.5, 609/vol. 1: 954), resultaba quedar
desconcertantemente desautorizada por la exposición misma del capítulo en cuestión, en
el que precisamente Marx se había ocupado de engranar la prehistoria del capitalismo en
la historia de la sociedad feudal renunciando a cualquier servicio dialéctico. Al mismo
tiempo, se hacía cada vez más patente que la tradición marxista había confundido por
entero el sentido de la contradicción interna del modo de producción capitalista, al
entender que exigía su resolución o superación en el comunismo. Marx había demostrado
una contradicción ten‐ dencial en el interior sincrónico del capitalismo entre el inevitable
aumento de la masa de valores producidos, e incluso, del plusvalor, y una necesaria
disminución correlativa de la tasa de ganancia. Esta contradicción, que no podía sino
hacerse cada vez más intensa en la acumulación creciente de capital, demostrada a su
vez como una necesidad interna del modo de producción, había inspirado todo tipo de
retóricas hegelianas en virtud de las cuales una intensificación cuantitativa tenía que

119
producir en un determinado momento un salto cualitativo a otro modo de producción. El
problema surgió al constatar, mediante la mera lectura del texto, que esta contradicción
no satisface para Marx en absoluto esta expectativa; lejos de ser el motor de un ciclo
histórico entre dos modos de producción, lo que encontramos ahí, mucho más
modestamente, es la explicación física del carácter nece‐ sariamente cíclico del modo de
producción capitalista, es decir, el trasfondo estructural de las crisis cíclicas del capital.
Marx no descubría, como tantas filosofías de la historia lo habían hecho ya, que la
historia fuera cíclica, sino más bien que el capitalismo podía permanecer eternamente
estancado en una estructura contradictoria, en virtud de que a la consistencia estructural
en cuestión le correspondía un desenvolvimiento cíclico que lejos de anunciar su
necesaria superación, formaba parte de los dispositivos propios de su permanencia. La
historia no tenía nada que decir sobre la posibilidad de que el capitalismo permaneciera
indefinidamente en esa situación, la lucha de clases fuera capaz de forzar en ella un paso
a otra consistencia estructural y otro consiguiente modo de producción, o sencillamente el
conflicto se resolviera en una estúpida apocalipsis nuclear. Ni la historia contenía ninguna
ley al respecto, ni, lo que es más grave, el propio modo de producción capitalista
contenía en su interior ninguna necesidad de probarse a sí mismo en su superación,
agotando todas las posibilidades de su devenir contradictorio hasta convertirse en otra
cosa.
Con ello quedaba invalidado cualquier proyecto de encontrar en el concepto del
capital una interioridad preñada de un comunismo por venir. La cosa quedaba todavía
más clara al atender a las relaciones entre el modo de producción capitalista y la sociedad
feudal de cuyas entrañas parecía haber surgido. Aquí también, salta a la vista que ʺallí
donde una ‘lógica dialéctica’ resolvería bien el problema, Marx se atiene obstinadamente
a principios lógicos no dialécticosʺ (1965b, II: 179/298). En el capítulo sobre la
acumulación primitiva de capital, lejos de encontrar una ley que resuelva con elegancia el
tránsito al modo de producción capitalista, Marx nos relata un conjunto de historias
exteriores e independientes entre sí, historias que se encontraron en un espacio común,
generando una combinación de la que ninguna de ellas estaba preñada. En ningún
sentido ocurre que la prehistoria del capital se confunda con la historia del modo de
producción feudal. Este nuevo orden económico, nos dice Marx, ʺsalió de las entrañas
del orden económico feudal; la disolución de uno desprendió los elementos del otroʺ
(kap, II.8: 669/893). Balibar era muy oportuno al resaltar la importancia crucial de que el
tránsito fuera pensado no a nivel de las estructuras, sino al nivel de los elementos (1965b,
II: 187/304). La necesaria evolución de la estructura feudal no alumbra la estructura‐
capital, sino que se resuelve en su disolución. Es esta disolución la que deja en estado
ʺflotanteʺ para la historia una serie de elementos que al entrar en nuevas relaciones van a
convertirse en el proletariado y el capital. Es relevante, además, que Marx aborda la

120
prehistoria de estos dos elementos separadamente, demostrando la independencia de los
caminos de formación de cada uno. Sólo con esta independencia tomada por base puede
Marx pasar al examen de las distintas interrelaciones en las que ambas historias se
disputaron la materialidad finita puesta en juego por la historia. Marx nos relata, en suma,
una complicada coyuntura. Ello no debe hacernos creer que respecto a la prehistoria del
capitalismo sólo cabe una exposición empírica. Es cierto que lo que hace Marx es
demostrar que el feudalismo y el capitalismo sólo pueden ser comprendidos en un plano
sincrónico, estudiando la consistencia necesaria de su permanencia y sin encontrar en ella
ningún traspaso del uno al otro. Lo que define el carácter capitalista de una formación
social es una estructura capaz de dar cuenta de una supuesta reproducción eterna de las
mismas condiciones. Ella es la que hace que el capital sea capital. Si, pese a todo, la
sociedad capitalista, por ejemplo, tiene o puede tener un fin, ello será en la medida en
que en la historia se dan cita otras estructuras capaces de disputarse el espacio histórico
en una sincronía más general. Siempre hay, por ejemplo, en cada formación histórica,
una coexistencia de varios modos de producción. Pero si es posible encontrar esta
ʺsincronía más generalʺ que habría de ser capaz de desestructurar lo que el capital
estructura, eso no impide que lo llamado a disolverse sea, precisamente, capital y no
cualquier otra cosa, y de este Ser puesto en juego para desaparecer, sólo puede dar razón
una estructura capaz de explicar –en un sentido ciertamente muy platónico– la
permanencia eterna de semejante realidad. De la propia disolución, sin embargo, tiene
que dar cuenta una sincronía más amplia, capaz de hacerse cargo de otros poderes
definidores y capaz de definir esa situación como un tránsito.
En Sin vigilancia y sin castigo (1992), realicé un repaso más minucioso de este
problema, que ahora puede darse por dispensado. Marx estudia aquello que hace
capitalista a la sociedad capitalista, es decir, la estructura que por sí misma podría
convertir el capitalismo en un efecto eterno, pero no los dispositivos estructurales que
logran hacer de la sociedad capitalista, precisamente, una sociedad. En el engendro
estructural de la sociedad moderna, en su sincronía general, si ésta pudiera trazarse, se
dan cita, obviamente, un número impresionante de matrices estructurales capaces de
generar ʺsociedadʺ ahí donde el mercado de capitales es impotente para generar otra cosa
que ʺmercadoʺ, así como de generar un ʺefecto‐culturaʺ, del que una antropología de la
sociedad moderna tendría que ocuparse; dispositivos, en suma, todos ellos, que coexisten
con el capitalismo y que pertenecen algunos a modos de producción anteriores o a
realidades inevitables del ʺefecto‐hombreʺ que nos interpelan desde la prehistoria; y, lo
que es todavía más grave, en tanto es precisamente el quid de la cuestión de nuestra
herencia ilustrada, la sociedad moderna se ha levantado sobre la base de un proyecto de
acoplar todo este amasijo de realidades con un lugar vacío de todas ellas, el ʺlugar de
cualquier otroʺ, una patria de los seres racionales, ahí donde los dis positivos de la

121
historia aparecen como exigencias y, por tanto, como leyes, como deberes capaces de
interperlarnos no ya desde la prehistoria, sino más bien desde la eternidad. También
Santiago Alba Rico, en su obra Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del
mercado (1995) ha mostrado, en el mismo sentido, los oscuros caminos por los que una
sociedad regida por el mercado de capitales, logra ser, pese a todo, una ʺsociedad de
hombresʺ, en la que, por ejemplo, la categoría de fuerza de trabajo personificada no
puede evitar acoplarse con un indigenismo muy peculiar, y el concepto, en principio
puramente económico, de ʺreproducción de la fuerza de trabajoʺ se ve forzado a
ensamblarse con el parentesco, la familia, la realidad tribal, la lengua materna y la
Nación, mostrándose, en definitiva, que en la sincronía general de la sociedad capitalista
no puede obviarse la profunda eficacia estructural de que sus habitantes sean, además de
obreros o capitalistas, Edipos capaces de producir una maraña de tejidos rituales y
simbólicos de los que sólo una antropología del mercado bien hecha, y que Marx jamás
pudo ni tan siquiera indicar, podría dar cuenta algún día.

7.5. Antievolucionismo y ausencia de memoria en el continente historia

En los dos últimos capítulos del libro I de Das Kapital‐ La llamada acumulación
originaria y La teoría moderna de la colonización‐) Marx nos describe, pues, la
genealogía de los elementos que, desprendidos de la disolución del modo producción
feudal, se combinaron para formar la nueva edad capitalista. Se trata del conocido
proceso por el que, por una parte, la población queda separada de sus condiciones
sociales de existencia, el momento de la expropiación originaría que transformó a la
población en una masa de desocupados, por primera vez libres de todas las servidumbres
de su anterior pertenencia a la comunidad, pertenencia que, con todo, era la garantía de
acceso a las condiciones comunales de existencia. Se trata, en este caso, de la historia de
la separación entre el trabajador y sus medios de producción, proceso en el que la
población se liberaba de un golpe de sus servidumbres feudales al mismo tiempo que de
sus condiciones de subsistencia. La bolsa de población así ʺliberadaʺ no es en absoluto
el proletariado moderno, sino una muchedumbre de mendigos que habían visto
desintegrarse su modo de producción a la vez que sus lazos serviles comunitarios, y de la
que tuvieron que ocuparse todo tipo de instituciones de beneficencia seglar y eclesiástica.
Es tan sólo por el encuentro con el ʺhombre de los escudosʺ, el cual se ha constituido por
otras vías, estudiadas por Marx separadamente, por lo que esta masa informe desgajada
del antiguo régimen se transforma en la nueva clase social proletaria. Ni la historia del
capital ʺoriginarioʺ (historia del capital usurario, del capital mercantil, de la expoliación de
los bienes eclesiásticos, etc.) nos entrega al trabajador libre, ni ambos elementos hacen
otra cosa, en principio, que compartir una determinada coyuntura histórica. El encuentro

122
entre ambas realidades es descrito por Marx como un ʺhallazgoʺ estructural que generará
un nuevo modo de producción. Como afirmó Balibar, ʺeste hallazgo, evidentemente, no
implica ningún azar; significa que la formación del modo de producción capitalista es
totalmente indiferente al origen y la génesis de los elementos que necesita, ʹencuentraʹ y
ʹcombinaʹʺ (1965b, II: 192/308). La antigua estructura no se transforma por sí misma
para dar lugar a una nueva edad; por el contrario, desaparece como tal, poniendo en
libertad unos elementos que se combinarán generando una nueva configuración de la que
la anterior no estuvo jamás preñada en su interior y que tampoco conservará superada en
su interioridad. También en esta ocasión tuvieron razón Althusser y Balibar al distinguir
tajantemente la historia marxista de la hegeliana mediante la constatación de la ausencia
radical de memoria que caracteriza a la primera.
En suma, es ante todo preciso señalar el carácter ʺradicalmente antievolucionista de
la teoría marxista de la historia de la producción y la sociedadʺ (1965b, Balibar, cap. II).
En ella no encontramos ʺni movimiento de diferenciación progresivo de las formas, ni
incluso línea de progreso cuya ʺlógicaʺ se emparentaría con un destino; Marx nos dice
claramente que todos los modos de producción son momentos históricos, no nos dice
que estos momentos se engendran unos a otros: por el contrario, el modo de definición
de estos conceptos fundamentales excluye esta solución de facilidadʺ (1965b, II:
112/246). Lo reseñable es que, de forma no menos misteriosa a como ocurre en
cualquier continente de la física, para el estudio de la ley fundamental de la sociedad
moderna, Marx ha producido unos instrumentos conceptuales cuya eficacia teórica puede
y debe ser contrastada respecto a otros modos de producción en el mismo continente de
la historia. No es en absoluto imposible, desde luego, que existan ʺconceptos generales de
la ciencia de la historiaʺ, pero no hay ni puede haber jamás ʺuna historia en generalʺ
(1965b, II: 114/247).

7.6. Marx, contra una teoría general del curso histórico

La lectura detallada de los capítulos en cuestión deja pocas dudas respecto a la


importancia y la exactitud de esta interpretación. Pero el propio Marx, respecto a ellos, se
ha pronunciado en ocasiones de forma muy radical, aludiendo a ellos para hacer notar su
decidida negativa a asumir el dudoso mérito de haber fundado una ciencia de la evolución
histórica. En la larga polémica sobre el porvenir de la comuna rural rusa, en la que tanto
Marx como Engels se vieron involucrados repetidamente, se había planteado el problema
de si Rusia debía ʺempezar por destruir la commune rurale para pasar al régimen
capitalista o si, por el contrario, podía ‐sin experimentar las torturas de este régimen‐
apropiarse de todos sus frutos dando desarrollo a sus propias condiciones históricasʺ, de
modo que, precisamente, esta reliquia neolítica sirviera de base para la construcción del

123
comunismo. En orden a esta posibilidad, Rusia podría supuestamente ahorrarse la
expropiación de las condiciones de existencia social que había sido descrita por Marx en
el capítulo de la acumulación originaria basándose en el ejemplo inglés. Ciertos escritores
rusos habían desautorizado esta vía, citando al propio Marx en su defensa y afirmando
con él que el aludido proceso, ʺque hasta ahora sólo se ha realizado plenamente en
Inglaterraʺ, es ʺel mismo movimiento que recorren todos los otros países de la Europa
occidentalʺ (Kap, II.7: 634/953‐954). No obstante, Marx (Carta 1877), interviene
sorprendentemente para desautorizar con energía esta utilización de su propio texto.
Afirma que la única aplicación que puede hacerse de sus palabras es, en efecto, mucho
más modesta: ʺSi Rusia tiende a transformarse en una nación capitalista a ejemplo de los
países de la Europa occidental no lo logrará sin transformar primero en proletariados a
una buena parte de sus campesinos; y en consecuencia, una vez llegada al corazón del
régimen capitalista, experimentará sus despiadadas leyes, como la experimentaron otros
pueblos profanos. Esto es todoʺ. Sin embargo no lo es para su bienintencionado
intérprete:

Él se siente obligado a metamorfosear mi esbozo histórico de la génesis del capitalismo en el Occidente


europeo en una teoría historico‐filosó‐ fica de la marcha general que el destino le impone a todo pueblo,
cualquiera sean las circunstancias históricas en las que se encuentre, a fin de que pueda terminar por llegar a la
forma de la economía que le asegure, junto con la mayor expansión de las potencias productivas del trabajo
social, el desarrollo más completo del hombre. Pero le pido a mi intérprete que me dispense. (Me honra y me
avergüenza a la vez demasiado.)

Acto y seguido, Marx pasa a advertir que ʺsucesos notablemente análogosʺ


conducen en la historia a resultados completamente distintos. Alude al destino de los
plebeyos de la antigua Roma, que en su origen habían sido campesinos libres y que en el
curso de la historia del imperio fueron expropiados y separados brutalmente de su
propiedad comunal. Además, al mismo tiempo que ellos se convertían en una masa
ʺenteramente libreʺ (de sus servidumbres comunales y también de sus condiciones de
existencia), en el imperio romano se concentraba en ciertas manos una gran propiedad
financiera. La situación es, en lo fundamental, idéntica a la descrita en Inglaterra a partir
del siglo XV. Ahora bien, los ʺproletariadosʺ romanos no se transformaron en
trabajadores asalariados, ʺsino en una chusma de desocupados más abyectos que los
ʹpobres blancosʹ que hubo en el Sur de los Estados Unidos, y junto con ello se desarrolló
un modo de producción que no era capitalista, sino que dependía de la esclavitudʺ. Lo
que se impone para la teoría de la historia es, pues, concluye Marx, ʺestudiar por
separado cada una de estas formas de evoluciónʺ y comparándolas, encontrar la clave de
esos fenómenos, en lugar de inventar ʺun passe‐partout universal de una teoría
historico‐filosófica general cuya suprema virtud consiste en ser suprahistóricaʺ.

124
7.7. El álgebra del capital y las coordenadas metódicas que la hicieron
posible

Si Rusia tiene que convertirse en un país capitalista... no lo logrará sin la


expropiación general de la propiedad comunal del campesinado. No hay mejor forma de
constatar que el estudio de Marx se ha centrado en el aislamiento de ʺaquello en lo que
consiste el capitalʺ, y no de cómo tiene que proceder el curso histórico. Marx ha
estudiado la forma‐capitalʹ sin la cual ninguna realidad puede ser llamada capitalista. En
los dos aludidos capítulos del Libro I, que Althusser consideró con el tiempo, cada vez
más, el verdadero ʺcorazónʺ de su obra (1982b, 572), logra sacarse a la luz la base
estructural sin la cual ninguno de los elementos que se dan cita en la sociedad moderna
lograrían constituir un modo de producción capitalista. El capital, viene a demostrarse, no
es una cosa, sino una relación social: ni el dinero, ni la propiedad privada de medios de
producción, ni siquiera la existencia de una masa de población trabajadora, son capaces
de generar algo así como capitalismo. No hay capital más que cuando esta masa de
población ha sido previamente expropiada de sus condiciones de existencia, separada de
la tierra y obligada a concurrir por su propia voluntad en un mercado de fuerza de
trabajo. Y aún así, todavía es necesaria la existencia de un mercado posible, capaz de
absorber la producción, y la necesidad por parte de la población de acudir a ese mercado,
cosa que tampoco se da mientras ésta disponga de medios de producción propios o
comunales. Sea como sea, Marx ha investigado ʺaquello que hace capital al capitalʺ, en el
sentido platónico exacto en el que un Sócrates podía preguntar por aquello que hace
bellas a las cosas bellas o zapato al zapato.
Es desde las coordenadas de esta base estructural – aisladas al final del libro I–
desde las que, en realidad, Marx pone en marcha su método teórico, que en este sentido
es más que nada sorprendentemente cartesiano. Pues, en efecto, la expropiación
generalizada de las condiciones de existencia social tiene por consecuencia inmediata
las famosas primeras líneas de El capital: ʺLa riqueza de las sociedades en las que
domina el modo de producción capitalista se presenta como una inmensa acumulación de
mercancías, y la mercancía individual como la forma elemental de esa riquezaʺ (Kap,
II.8: 63/vol. 1: 43). Si la población en general carece de medios de producción no tiene
más remedio que acudir al mercado para subsistir, de igual forma que, paralelamente, la
clase propietaria de los medios de producción no tiene otro interés en la producción que
el de destinarla al mercado. Sólo desde esa base ocurre, por primera vez en una
formación social histórica, que la riqueza en general aparezca necesariamente como
mercancía. A partir de este momento se va a poner en marcha todo el engranaje –que no
viene al caso aquí intentar reproducir– de leyes capaces de intentar agotar aquello en lo
que consiste el capital. Lo importante es reparar en que la minuciosa construcción de este

125
embrollado complejo procede en manos de Marx siguiendo un camino muy semejante al
seguido por Descartes al transformar la geometría en álgebra o por Galileo en la
fundación de la física moderna. La apertura de un espacio capitalista es paralelo a la
constitución de las coordenadas cartesianas en las que cualquier figura geométrica va a
poder ser recorrida en todos sus puntos mediante la relación algebraica de dos variables
(xe y, para un espacio de dos dimensiones). Marx busca, efectivamente, un punto
absolutamente abstracto a partir del cual puedan construirse las distintas configuraciones
de las formas mercancía y lo encuentra en el valore orno tiempo de trabajo (simple y
abstracto) socialmente necesario cristalizado en una mercancía. Es con esta unidad
tomada por base con la que va construyendo las leyes que se dibujan en el espacio
abstracto del capital, del mismo modo que Descartes va aislando las ecuaciones
correspondientes a las distintas figuras geométricas. Con ello, como es evidente, no
estamos acotando ninguna ley de la historia ni de la sociedad, sino entresacando aquello
que está necesariamente contenido en el hecho de que el capital sea capital, y por tanto,
aquello que una sociedad tiene necesariamente que cumplir si ha de ser una sociedad
capitalista, lo que desde luego no ocurrirá jamás sin que en ella se hayan sentado las
bases que han abierto el espacio algebraico en cuestión.

7.8. Conclusiones

De cualquier forma, lo que debe ser constatado es que si bien Marx encuentra leyes
de la sociedad moderna en tanto que ésta es la sociedad capitalista, en ningún sitio es
posible encontrar en su obra alguna ley que lo sea de la historia misma. Marx ha hecho, o
ha pretendido hacer, una física del capitalismo de la sociedad capitalista, eso es todo.
No corresponde a este libro ni exponer ni juzgar la construcción teórica levantada
por Marx en las coordenadas del espacio‐capital. Tampoco es cuestión de demostrar
nuestra afirmación de que el proceder de Marx es, en realidad, estrictamente acorde con
el de Descartes y Galileo, y en general con el de la física matemática moderna. Lo que sí
que corresponde a nuestro problema es plantear cómo, si esto fuera efectivamente así, es
decir, si Marx se hubiera limitado, como hemos afirmado, a abrir a la investigación
científica el continente de la historia mediante la fundación de una física del capitalismo
de la sociedad capitalista, esto tendría algo que ver con la cuestión del materialismo y por
qué, incluso, la polémica con el idealismo es crucial en este punto.
En primer lugar, la caracterización de Marx como Galileo del espacio histórico exige
ciertas consideraciones sobre el problema político que en general plantea siempre la
apertura científica de un nuevo continente, y, en particular, sobre la problemática
específica que se plantea respecto a la historia en especial. Pero tampoco puede ser
introducida aquí esta consideración, de la que ya me ocupé en el texto antes citado

126
(Fernández Liria, C., 1992). El conocimiento, hemos dicho, es conocimiento en tanto
que no añade nada a lo real: pero a lo real no le es en absoluto igual ser o no conocido.
Todas las revoluciones científicas han dejado tras ellas una hilera de hogueras encendidas
y de condenas en los tribunales, y se puede entender fácilmente que si los triángulos
rectángulos consistieran en una monumental injusticia geométrico‐social, de modo que al
demostrar el teorema de Pitágoras la pizarra se riñera de sangre, los profesores de
matemáticas, hoy día, estarían todos en la cárcel. Así ocurre precisamente en el espacio
histórico, en donde la búsqueda de en qué consiste ser esto o lo otro siempre pone al
descubierto el poder interesado en que las cosas sean precisamente las que son.

127
8
Física y teología
8.1. Estado de la cuestión del materialismo y razones para volver la mirada
hacia Kant

El caso de Feuerbach y la crítica de Engels (apartado 5.4) vinieron a demostrar que


no se puede refutar a Hegel mediante reivindicaciones de la sensibilidad, la materialidad o
la positividad. Hegel ha demostrado, en la primera figura de la Fenomenología, que la
certeza sensible acaba por convertirse en una determinada manera de gestionar el Todo,
bajo la forma de un universal indiferente. Su verdad es precisamente esta indiferencia, a
través de la cual se introduce la totalidad, si bien de forma completamente abstracta. Su
patrimonio no es la realidad efectiva, sino una suerte de Todo para pobres en el que lo
concreto no es más que una pretensión infundada de la ignorancia. Por otra parte, en los
capítulos 3 y 4 hemos intentado hacer ver que la sentencia idealista ʺsólo lo espiritual es
realʺ es la consecuencia inevitable del emplazamiento de la verdad en el Todo. Ahora
bien, no es, pues, mediante afirmaciones de la sensibilidad como se refuta que ʺel todo es
lo verdaderoʺ. No será en Feuerbach en donde se encontrará una puesta a prueba del
impulso teórico que encierra esta afirmación, sino en la Dialéctica trascendental de Kant.
Al mismo tiempo, hemos mostrado en el capítulo anterior que en el materialismo de
Marx todo se juega en torno a la fundación de una física respecto al continente historia.
Al menos de este modo tenemos por ambos lados localizado el verdadero problema
como algo que tiene que decidirse respecto a las relaciones entre la física y la totalidad; o
dicho de otra forma, el campo de batalla entre idealismo y materialismo tiene que
decidirse, según nos vemos obligados a concluir, en el mapa de las relaciones posibles
entre física y teología. También en este sentido nuestra investigación desemboca
inevitablemente en la Crítica de la razón pura.

8.2. Ciencia de la Lógica y Dialéctica trascendental

Nos vemos compelidos, por tanto, a desplazar nuestra mesa de operaciones a la

128
consideración de las relaciones entre Hegel y Kant, en un intento, también, de imaginar
una posible respuesta kantiana al asunto debatido. La siguiente referencia de Hegel es
inevitable para introducir la cuestión:

De ordinario se conceptúa la dialéctica como un procedimiento extrínseco y


negativo, que no pertenece a la cosa misma, sino que tiene su fundamento en la simple
vanagloria, como una manía subjetiva de hacer tambalear y disgregar lo permanente y
verdadero, o por lo menos que no conduce sino a la vanagloria del objeto tratado
dialécticamente. Kant elevó mucho más la dialéctica –y esto constituye uno de sus
méritos más grandes– al quitarle toda la apariencia de acto arbitrario que tenía según la
representación ordinaria, y la presentó como una operación necesaria de la razón.
Mientras se entendía la dialéctica sólo como un arte de crear espejismos y suscitar
ilusiones, se había supuesto sencillamente que ella jugaba un juego falso y que toda su
fuerza se fundaba sólo en el ocultamiento del fraude; que sus resultados eran subrepticios
y de apariencia subjetiva. Evidentemente las exposiciones dialécticas de Kant, en las
antinomias de la razón pura, no merecen muchas alabanzas, cuando se las examina
cuidadosamente; pero la idea general, que él puso como fundamento y valorizó, es la
objetividad de la apariencia y la necesidad de la contradicción, que pertenece a la
naturaleza de las determinaciones del pensamiento. Primeramente esto acontece, es
verdad, en cuanto estas determinaciones son aplicadas por la razón a las cosas en sí;
pero justamente lo que ellas son en la razón y con respecto a lo que existe en sí,
constituye su naturaleza. Este resultado, comprendido en su lado positivo, no es más
que la negatividad interior de aquellas determinaciones, representa su alma que se
mueve por sí misma, y constituye en general el principio de toda vitalidad natural y
espiritual. Pero, al detenerse sólo en el lado abstracto y negativo de lo dialéctico, el
resultado es sencillamente la conocida afirmación de que la razón es incapaz de
reconocer el infinito; extraño resultado, puesto que, mientras lo infinito es lo racional, se
dice que la razón es incapaz de conocer lo racional (WL, V, 52/52).

Así pues, el paradójico mérito de Kant se resume en haber afirmado que cuando la
razón actúa de conformidad con su naturaleza, el resultado es, sin embargo,
sorprendentemente ilegítimo, desembocando, por consiguiente, en la absurda afirmación
de que ʺla razón es incapaz de conocer lo racionalʺ. La razón no puede evitar proceder
dialécticamente; de hecho, la contradicción es una operación necesaria consustancial a la
disposición racional, del mismo modo que pertenece a su esencia, como una ʺinclinación
naturalʺ, el hacer metafísica, enredándose en polémicas en las que nadie puede salir
victorioso.
El ʺabsurdoʺ de que la razón genere espejismos cuando actúa precisamente como
tiene que actuar no representa para Hegel, obviamente, nada meritorio, como tampoco,

129
por demás, merecen muchas alabanzas las exposiciones dialécticas de Kant. Pero Kant
había heredado el término ʺdialécticaʺ como sinónimo de sutileza sofística, en el sentido
de que se trataba de un procedimiento puramente subjetivo para crear apariencias de
verdad en el error. Frente a ello, Kant demostró que la lógica de la apariencia era una
operación necesaria de la razón y que, por tanto, había una ʺobjetividad de la
aparienciaʺ. Ahora bien, según el texto de Hegel, parecería que a Kant le hubiera faltado
el valor para concluir lo inevitable: si procediendo según su propia naturaleza, la razón se
contradice, lo que es preciso concluir es que la realidad misma es contradictoria, pues, de
lo contrario, en efecto, es inevitable afirmar que la razón no puede conocer lo racional.
Hegel parece así pensarse a sí mismo como surgiendo de un mero saber aceptar el
lado positivo de la dialéctica kantiana, rechazando su inconsecuencia. Ahora bien, si bien
es cierto que se puede diagnosticar muy oportunamente la opción hegeliana desde la
Dialéctica trascendental, semejante opción no es posible desde Kant y no es en absoluto
una cuestión de valentía, de modo que no se puede asegurar que el texto de Hegel dibuje
en realidad ninguna verdadera coyuntura kantiana. La alternativa no está entre un
timorato agnosticismo y un valeroso reconocimiento de la capacidad de conocer de la
razón; el asunto se juega –es lo que se trata ahora de mostrar– a la hora de decidir las
relaciones entre la física y la teología.
Lo decisivo es preguntarse qué ocurriría en el interior de la Crítica de la razón pura
si se aceptara, como quiere Hegel, la legitimidad del proceder dialéctico de la razón y, por
tanto, el carácter contradictorio de lo real.

8.2.1. Lógica general

Kant, de acuerdo con la tradición, distingue respecto a la lógica general una parte
analítica y otra dialéctica. La analítica expone la forma del pensar, independientemente de
que el contenido sea puro o empírico. Puesto que ningún conocimiento puede ser
verdadero si no está de acuerdo con esta forma del pensar, pues, de lo contrario, sería
contradictorio, hay que afirmar que la lógica es

una conditio sine qua non, esto es, una condición negativa de toda verdad. Pero la
lógica no pasa de aquí. Carece de medios para detectar un error que no afecte a la forma,
sino al contenido (KrV, A 60, B 84).

Esto significa que la lógica es adecuada para exponer la verdad –una verdad que ya
hemos encontrado por otros medios–, pero no para llegar a ella. Ésta es la razón por la
que Descartes había distinguido tajantemente el método para encontrar la verdad de la
lógica. La lógica, al sólo ocuparse de la corrección formal de los razonamientos,

130
prescinde del valor de verdad de las premisas y las conclusiones, de modo que, como es
obvio, un razonamiento puede ser perfectamente correcto y, sin embargo, concluir algo
falso a partir de alguna premisa que también lo era. Utilizando como premisa mayor la
afirmación de que ʺtodos los animales que viven en el mar son pecesʺ, puedo concluir
muy bien que la ballena es un pez de acuerdo con reglas lógicas perfectamente válidas.
La lógica trata por igual las verdades que los errores, preocupándose tan sólo por la
corrección de los razonamientos. Por eso, Descartes denunciaba que, a lo largo de la
historia del saber, la lógica había servido más para conservar errores que para descubrir
verdades, puesto que, a partir de una premisa falsa sentada, por ejemplo, por Aristóteles,
la tradición había podido deducir lógicamente una larga cadena de razonamientos
perfectamente válidos, de manera que, una vez olvidada la vieja premisa, no había forma
de distinguir, bajo tanta envoltura de corrección, el motivo de la falsedad de la
conclusión. Respecto a la verdad, que es lo que interesa al método, la lógica es, pues,
peligrosa. Y también inútil; pues una razón lo suficientemente atenta a lo que hace no
necesita consultar las reglas de la lógica, antes bien, al consultarlas constantemente no
puede sino distraerse de su verdadero cometido, del mismo modo que si al hablar
pensáramos para cada frase en las reglas de la gramática no lograríamos sino balbucear,
corriendo más peligro de equivocarnos que si centramos nuestra atención en lo que
queremos decir.
La lógica general es un canon para la razón; contiene las reglas que toda verdad
tiene que cumplir necesariamente, pero en absoluto es un método para dar con estas
verdades; se trata de una condición meramente negativa de toda verdad. Pero, el estar en
posesión de las reglas de la lógica despierta una fuerte tentación de hacer pasar cualquier
cosa por verdadera, de modo que el error más flagrante, expuesto con corrección lógica,
puede hacerse pasar por una poderosa verdad. Entonces la lógica deja de funcionar como
mero canon y ʺes empleada como organon destinado a la producción efectiva, al menos
en apariencia, de afirmaciones objetivasʺ (A 61, B 85). Así utilizada no para exponer
verdades, sino para producirlas, la lógica general recibe el nombre de dialéctica.

La pretensión de servirse [de la lógica] como de un instrumento (organon)


encaminado a extender o ampliar, al menos ficticiamente, los conocimientos, desemboca
en una pura charlatanería (A 61, B 86).

8.2.2. Lógica trascendental

Con el paso desde la lógica general a la lógica trascendental, el problema ya no es


sólo el mero pensamiento, sino también el conocimiento. La lógica trascendental no
prescinde de todo contenido, pues excluye los conceptos de origen empírico; considera,

131
por tanto, las leyes del entendimiento en tanto que se refieren a priori a objetos. Esto
sólo lo puede hacer basándose en las condiciones de posibilidad de los objetos de la
experiencia. Estas condiciones son, como sabemos, la forma de la experiencia y no sólo
del mero pensamiento, por lo que toda objetividad tiene que ceñirse a ellas. Ello implica
que la lógica trascendental constituye una lógica de la verdad, ʺpues ningún conocimiento
puede estar en contradicción con ella sin perder, al mismo tiempo, todo contenido, esto
es, toda relación con algún objeto y, consiguientemente, toda verdadʺ (A 63, B 87).
La lógica general estudia la concordancia del pensamiento con el propio pensamiento
y a esto le llamamos rectitud (Richtigkeit). Pero la rectitud en el pensar no es en
absoluto ninguna garantía de concordancia con el objeto, y es sólo a esta última
concordancia a la que podemos llamar verdad. Si la lógica trascendental es pura, lo es,
por tanto, en un sentido muy distinto que la lógica general, pues estudia las reglas del
pensamiento puro en tanto que ellas permiten pensar el objeto de forma a priori. La
lógica general sólo vale ʺpara todos los objetosʺ en tanto que hace abstracción de ellos,
resultando indiferente a cualquier relación objetiva. La lógica trascendental estudia, en
cambio, el referirse puro a la objetividad. En este sentido, centra su atención en las
condiciones de posibilidad del objeto; aquí ʺpuroʺ significa ʺno empíricoʺ, y no
indiferencia a la cuestión de la objetividad.
No obstante, la analítica trascendental, presentando ciertas condiciones a priori de
la verdad, tampoco puede proporcionar la verdad misma. Ella expone la forma de la
verdad, al igual que la lógica clásica exponía la forma de la corrección, pero, en cualquier
caso, no puede proporcionar su materia, su contenido. La filosofía trascendental jamás
pretende ocupar el lugar del saber mismo. Ella sigue respondiendo a la inspiración propia
del término filo‐sofía como ʺamor por el saberʺ, se ocupa de las condiciones de
posibilidad del conocimiento, pero no pretende producir este conocimiento. Sin una
intuición que le proporcione el contenido, cualquier proceder lógico es completamente
vacío. Los conceptos puros del entendimiento pueden referirse a la intuición pura y, de
este modo, proporcionar ciertos conocimientos que valdrán en lo sucesivo para cualquier
posible objeto de la experiencia. Pero esto sólo ocurre en la medida en que su materia les
es, entonces, proporcionada por la propia forma de la intuición, y entonces tales
conocimientos ‐sintéticos a priori‐ no pueden tener validez más que en los límites de la
experiencia posible. La lógica trascendental no puede producir ningún conocimiento si el
contenido no le viene dado en la intuición pura. En este sentido hay que afirmar que la
analítica trascendental es un canon del uso empírico, pues si bien ninguna verdad
empírica puede contradecir sus principios sin perder toda referencia a la objetividad,
estos principios no pueden servir, sin embargo, para proporcionar por sí mismos verdad
empírica alguna.

132
8.2.3. La ilusión trascendental

Pero, al igual que ocurría en la lógica general, ʺresulta muy atractivo y tentadorʺ el
servirse de los principios lógico trascendentales para producir conocimientos sin que
materia alguna haya sido dada en la intuición, de manera que los conocimientos puros del
entendimiento pueden pretender así aplicarse a objetos que caen más allá de los límites
de la experiencia posible. De este modo, el canon se transforma en un organon. Aquí,
igual que antes, lo significativo es que lo lógico mismo se convierte en un instrumento
capaz de conocer por sí sólo. Al no serle proporcionado el contenido ni por la intuición
empírica ni por la intuición pura, lo lógico tiene entonces la necesidad de proporcionarse
a sí mismo un contenido que pensar, con la esperanza de que a ese pensar pueda
considerársele un conocer dicho contenido. Tales contenidos que no son proporcionados
por la experiencia ni obtenidos de la forma de la experiencia no pueden sino ser
considerados Ideas de la razón. El conocimiento resultante merece entonces el título de
metafísica.
El problema es que la Crítica va a demostrar que los conceptos puros del
entendimiento –las categorías– son meras formas de leer la serie del tiempo, es decir,
formas puras de referirse a la intuición. Pero las categorías son aquello en lo consiste el
concepto. Por tanto, puesto que pensar es utilizar conceptos y los conceptos consisten en
las categorías, no podemos pensar nada sin pensarlo sometido a ellas. Tampoco
podemos, pues, pensar las Ideas de la razón sin utilizar las categorías, con lo cual
aplicamos lo que en realidad es una forma de leer lo dado a algo que no puede sernos
dado, aplicamos una forma de la experiencia a algo que no puede ser objeto de ninguna
experiencia posible. El resultado es lo que Kant llama una ilusión trascendental
En este espejismo navega la metafísica, obteniendo como síntoma fatal de su ilusión
cognoscitiva que puede demostrar tanto sus tesis como sus antítesis, de modo que toda
ella se mueve sin posibilidad de reposo en el elemento de la contradicción.
Este espejismo es inevitable porque la razón en su propio proceder natural
encuentra necesariamente unos contenidos que no le son proporcionados por la intuición,
y una vez sentados estos contenidos –las Ideas–, no puede evitar el pensarlos del modo
aludido, utilizando categorías que no tienen validez fuera de los límites de la experiencia.
Es por este motivo que el espejismo en cuestión no se asemeja a las ilusiones lógicas,
meros errores del razonamiento con apariencia de corrección que desaparecen una vez
que se presta la necesaria atención, sino que son más bien del tipo de las ilusiones
ópticas, como las producidas por la refracción de la luz en el agua, que persisten una vez
desvelado el origen del error. La ilusión trascendental es una ilusión natural a la razón, tal
y como, en efecto, subrayaba el texto de Hegel.
Es preciso, entonces, preguntarse por la causa de que la razón no pueda renunciar a

133
esos contenidos que no están respaldados por ninguna intuición.

8.2.4. Lo incondicionado

Hay un proceder legítimo de la razón que no tiene nada que ver con el que la
Crítica ha descrito como propio del entendimiento. Para el entendimiento los conceptos
son reglas para recorrer, reunir o enlazar las intuiciones. De este modo, el entendimiento
produce conocimientos, es decir, juicios sintéticos. Pero los conceptos pueden ser
tomados también como conjunto de notas, sin pensar en ellos referencia alguna a la
intuición, y producir juicios mediante el juego lógico con estas notas. Puedo afirmar que
los cuerpos son extensos sin referencia alguna a la intuición, escudriñando tan sólo la
definición misma de cuerpo. Naturalmente, los juicios que resultan de este proceder son
meramente analíticos y no pueden ser considerados como conocimientos, puesto que no
aportan nada que no supiéramos ya por entender el concepto que hace de sujeto de esta
proposición que, en realidad, no propone nada. Pero este proceder es, sin embargo, la
base para enlazar lógicamente unos conocimientos con otros, mostrando que unos
pueden funcionar como premisas de otros que son sus conclusiones. Es preciso el
concurso de la zoología para decidir sobre un juicio como ʺla ballena es un pezʺ; pero es
perfectamente racional concluirlo de que ʺtodos los animales que viven en el mar son
pecesʺ y de que la ʺballena vive en el marʺ. Así no decidimos nada sobre la validez
zoológica de la conclusión en tanto que conocimiento, pero el caso es que a la zoología
no le resulta en absoluto indiferente este tipo de proceder. Sin él, su comportamiento
como ciencia se limitaría a la recolección de verdades completamente aisladas entre sí,
yuxtaponiendo unos juicios a otros según los fuera confeccionando el entendimiento. La
ciencia no sólo produce juicios, sino que también los ordena en razonamientos,
subsumiendo los conceptos más particulares en los más generales. La ciencia conoce,
pero también razona. Gracias a ello la experiencia puede no solamente ser ʺdeletreadaʺ
sino también ʺleídaʺ como un texto coherente (A 314, B 370).
Este proceder analítico de la razón es el silogismo. Mediante él, un conocimiento
dado es remitido a sus condiciones como conclusión de unas premisas. Juan es mortal
puede ser concluido de la premisa de que todos los hombres son mortales. Pero esta
premisa misma es la conclusión necesaria de que los hombres sean animales y los
animales mortales. Igualmente puede obtenerse, mediante un nuevo prosilogismo esta
premisa como conclusión si subsu‐ mimos la nota animal en el concepto más general de
ser vivo. Esta progresiva unidad sistemática que se obtiene ascendiendo en la cadena
silogística en busca de la condición de la condición, y la necesidad que tiene la razón de
considerar siempre posible la continuación de esta serie, hace que ella se base, en
realidad, en el supuesto inevitable de que si se da lo condicionado tiene que darse

134
también la serie completa de todas las condiciones, es decir, un incondi‐ cionado a partir
del cual sería posible derivar todo conocimiento.
Ahora bien, esto sólo significa que la razón se obliga a buscar siempre juicios más
generales respecto a los juicios que posee y que, por tanto, piensa cada cosa como si ella
fuera integrable en una totalidad. Al hacerlo no puede evitar concebir la totalidad en
cuestión y es entonces cuando le aplica conceptos que no tienen objetividad alguna fuera
de los límites de la experiencia, generando el espejismo trascendental.
La comunidad científica no puede renunciar a ordenar sus conocimientos en una
creciente totalidad, porque se lo impone la naturaleza misma de la razón, en la forma de
un imperativo de completa unidad sistemática que la investigación tiene que trabajar sin
descanso. Pero el proceder de la razón que contiene tal exigencia es un proceder
puramente analítico, de modo que aquí se trata tan sólo de un ordenamiento de los
conocimientos según la idea de una totalidad y en absoluto del conocimiento de esa
totalidad. La exigencia de la razón en este punto regula el curso de la investigación
cognoscitiva, pero no produce ningún conocimiento. En adelante, Kant va a mostrar que
cuando el concepto pretende referirse temáticamente a ese incondicionado
necesariamente presupuesto, de modo que lo que se pretende entonces es conocer algo
de él, el proceder lógico se convierte en dialéctico dando lugar a paralogismos o
antinomias.

8.2.5. La teogonia como exigencia dialéctica de la teología. La decisión hegeliana

Es aquí donde es preciso medir la verdadera rentabilidad del texto de Hegel citado.
Al tener la valentía de afirmar que puesto que la razón se comporta en este caso con
arreglo a su naturaleza y que es también con arreglo a ella que se enreda en
contradicciones, es preciso concluir que lo real mismo es conocido de esa forma y que lo
real es, así, contradictorio, no sólo se está legitimando el valor cognoscitivo de la
contradicción, sino que de modo fundamental se está convirtiendo a todo saber racional
en teología. Desde el interior de la crítica kantiana lo que se está haciendo es erigir a la
razón en un organon capaz de producir conocimientos. Pero la razón no ha
proporcionado otro contenido de iure que el de la totalidad incondicionada, es decir, lo
absoluto. Si la razón conoce –así sea dialécticamente– conocerá precisamente ese
ʺobjetoʺ y no otro. Mientras tanto, la sistematización de los conocimientos que aporte el
entendimiento, como juicios que tratan de tal o tal objeto –el que hace las veces de sujeto
de los predicados– no será una mera sistematización sino más bien una refutación de su
pretensión de estar tratando de ese sujeto. Sistematizar es tanto, entonces, como mostrar
que las determinaciones en juego lo son de derecho de lo absoluto y, entonces, el
problema será más bien mostrar cómo es que el absoluto puede pasar o presentarse en

135
esa determinación. De esta manera, si la razón, operando por meros conceptos, es capaz
de conocer, este conocimiento no puede ser sino teología, pero una teología además que
no progresa más que a fuerza de reabsorber –conservar en su supresión (Aufheben)–
cada determinación en la divinidad, de modo que el Dios en cuestión es también uno
muy particular: un Dios capaz de ser cualquier determinación. La teología en juego, por
ende, tiene que ser, al mismo tiempo, una teofanía, un mostrarse de Dios en cada
determinación conquistada. Pero ello implica que Dios es en el acto mismo en el que la
teología sabe lo que es, por lo que el conocer de la razón se convierte en una teogonia
cuyo dispositivo profundo consiste en mostrar, en cada determinación, a Dios, por lo que
también se puede decir que la teología misma es, en realidad, la teodicea en la cual todo
lo ajeno a la divinidad es mostrado como la forma que tiene Dios de ser el que es. La
cosmología, la psicología, y también la física y la historia misma no son sino las tareas a
las que se enfrenta la teodicea para ir desenvolviendo la teología misma.
Una comunidad científica tiene por único negocio conocer.
En ella, cada investigador se concentra en el objeto de su especialidad, produciendo
juicios que tienen la particularidad, al contrario de lo que ocurre, en cambio, en el
exterior de la Academia, de que se sabe con precisión de lo que tratan, se sabe, por tanto,
que tratan de su sujeto y no de otro aludido por ambigüedad, oscuridad o confusión. Con
todo, los departamentos especializados están ordenados sistemáticamente y cada
especialista sabe que su objeto se relaciona con el de los demás por distintos caminos,
algunos conocidos y otros desconocidos todavía. En cualquier caso, los juicios
conquistados por aquí y por allá pueden ser ordenados analíticamente en condiciones
cada vez más generales, de modo que el interés recíproco entre las tareas de los distintos
investigadores responde a la convicción de estar estudiando una misma y única realidad.
Esta realidad única puede ser pensada como aquello hacia lo que se dirige la creciente
cohesión entre los distintos conocimientos. Pero si en esta coyuntura alguien viniera a
contar qué es a su vez esa realidad en la que todos piensan se diría que ese intruso de la
comunidad científica está haciendo ʺmetafísicaʺ. Lo que Hegel ha hecho no es,
obviamente, legitimar esa intervención. Más bien se ha ocupado de mostrar que esa
unidad no puede ser pensada sin el paciente detenerse en cada determinación que es
trabajado en los distintos compartimentos científicos. Pero el hecho es que precisamente
por ello la ciencia en su conjunto se convierte en un desenvolvimiento de los distintos
capítulos de lo teológico. La ciencia es ciencia en la medida en que es teología, y
mientras no logra mostrarse como tal se puede decir que está todavía estancada en su
prehistoria. La dificultad que encierra hacerse cargo de en qué debe consistir esta peculiar
teología coincide con la complejidad misma de todo el sistema hegeliano y al respecto no
valen malas elucubraciones metafísicas. Pero a la postre, lo que sí es posible saber desde
el interior mismo de la Crítica de la razón pura es que si el proceder especulativo de la

136
razón que para Kant era una ilusoria dialéctica, puede ser pensado como legítimo,
entonces no se trata tan sólo de que lo real sea contradictorio sino de que Dios mismo es
la única realidad a conocer y que ella no puede consistir sino en ʺun pensamiento que se
piensa a sí mismoʺ, lo que de alguna manera tiene que llevarnos a concluir que se juegue
lo que se juegue en lo real se tratará siempre de lo que un concepto determinado pueda
poner en juego. El concepto ya no será tanto la producción teórica que pretende hacerse
cargo de lo real que transcurre en el espacio y el tiempo, como la realidad misma que
transcurriendo en lo lógico ha hallado, por algún motivo del que la lógica tendrá que
hacerse cargo, un ahí físico en el que desenvolverse. Lo lógico, en este caso, tendrá que
ser capaz de generar lo estético, dando cuenta del aparente absurdo o exceso de que las
cosas, además de ser en Dios, sean también en el espacio. Desde el interior de la Crítica
de la razón pura podría decirse que al legitimar el uso dialéctico de la razón lo primero
que ocurre es que la Estética trascendental pierde su autonomía y, en realidad, colapsa
sobre sí misma, reapareciendo después como una de las tareas que el concepto ha de
desplegar lógicamente.

8.2.6. El entendimiento como detentador de la facultad de conocer. La esterilidad de


lo lógico

Kant ha impedido esta posibilidad al afirmar y demostrar que el conocimiento es


patrimonio del entendimiento. ʺEl entendimiento es, para decirlo así en términos
generales, la facultad de los conocimientosʺ (B 137). No hay conocimiento más que en
la referencia de la representación al objeto. El entendimiento remite conceptos a
conceptos en el juicio, pero, en último término, todo este proceder sería completamente
vacío si no hubiera un límite en el cual el concepto remitiera a una intuición. Conocer es
pensar algo que se da. Un conocimiento es un juicio; un razonamiento, en cambio, es
una ordenación lógica de conocimientos. En este sentido se puede afirmar que la razón es
una ʺsimple facultad subalterna destinada a conferir cierta forma a unos conocimientos
dados, cierta forma que se llama lógica y a través de la cual se subordinan unos a otros
los conocimientos del entendimientoʺ (A 305, B 362. SN). La razón, entonces, nunca se
refiere directamente a ningún objeto, ʺsino al entendimiento, a fin de dar unidad a priori,
mediante conceptos, a los diversos conocimientos de ésteʺ (A 302, B 359). El
entendimiento es la facultad del conocimiento, la razón es la facultad de la unidad de los
conocimientos.
Todo ello implica que el saber tiene que buscar la unidad sistemática a base de
conocer más y mejor las cosas, pues la unidad misma perseguida no es objeto posible de
ningún conocimiento. ʺEn efecto, la razón pura lo deja todo para el entendimiento, que
es el que se refiere de inmediato a los objetos de la intuiciónʺ (A 326, B 383). Ella ʺse

137
reserva únicamenteʺ la tarea de conducir a la máxima unidad posible los conceptos del
entendimiento. De este modo, la razón permanece completamente ociosa y estéril si el
entendimiento no le proporciona conocimientos que ella encuentra como dados. Es sólo
cuando se encuentra con un conocimiento cuando ʺse ve obligada a suponer completa y
dada en su totalidad la serie ascendente de las condicionesʺ (A 332, B 389). Por el
contrario, la serie descendente de los episilogismos le resulta a la razón completamente
indiferente. Es sólo el entendimiento, apoyado en la intuición, el que hace descender la
serie de las consecuencias. ʺEs fácil ver que la razón pura no persigue otro objetivo que
el de la absoluta totalidad de la síntesis por el lado de las condiciones y que la absoluta
completud por el lado de lo condicionado no es de su incumbenciaʺ (A 336, B 393). De
este modo, Kant no puede aceptar ninguna posible solución, por ingeniosa que se
pretenda, al problema de la derivación de lo determinado a partir de la totalidad, pues
este problema es, para él, una mera arbitrariedad. En definitiva, ello no es sino la
consecuencia directa de haber afirmado la vaciedad de lo lógico sin referencia a la
intuición, es decir, su esterilidad. Para Kant, como para Sócrates, la mera lógica, como
comadrona de toda verdad, es, por sí misma, estéril (cfr. más adelante, capítulo 11).
Esta esterilidad de lo lógico que liga el conocimiento al entendimiento –llamando así
a la razón en tanto que funciona por referencia a la intuición– separa a la física de la
teología, impidiendo a ésta erigir al medio y al despliegue lógicos en la verdad de lo
espacial y lo temporal.
Ahora bien, que el conocimiento sea patrimonio del entendimiento es equivalente a
afirmar que el ser sólo se predica legítimamente de las cosas, que son ellas y no Dios las
que son efables, y que ʺconocimientoʺ es algo que sólo puede referirse de derecho
respecto a ellas. Éste es el motivo por el que la física comienza preguntando por la
naturaleza y acaba siempre encontrando leyes respecto a la gravedad, el calor o la
electricidad. Su saber nunca consiste en saber que la naturaleza es o se muestra como
gravedad o electricidad. En vano se buscará en el interior de la física una ley que tenga
semejante forma, una ley que tenga por sujeto a la naturaleza misma. Se investiga la
naturaleza y se sabe sobre la electricidad o la gravedad. Y solamente a base de este saber
sobre las cosas físicas puede afirmarse que la física recorre cada vez más intensa y
extensamente el espacio o la apertura que la ignorancia nombró al comienzo como
ʺnaturalezaʺ, tal y como si se tratara ahí de un ente o super‐ente que fuera lo que
realmente hubiera que conocer.
Esto es tanto como afirmar que el conocimiento es siempre de iure conocimiento de
alguna cosa. Se conoce la gravitación, o la sociedad moderna en su ley fundamental, la
electricidad o la estructura profunda de la lengua; de este modo conocemos sin duda,
cada vez mejor, la naturaleza o la historia. Pero, precisamente, ninguno de esos
conocimientos lo es de iure ni de la naturaleza ni de la historia. Si admitiéramos esta

138
última posibilidad lo que estaríamos haciendo, en realidad, es considerar que ahora
sabemos algo sobre lo que supuestamente sabía la ignorancia al comienzo de nuestra
investigación. ʺNaturalezaʺ, ʺHistoriaʺ, ʺHombreʺ no son sino la forma en la que una
ciencia nombra su objeto cuando todavía no sabe nada de él; en cuanto logra saber algo
empieza a saber sobre la gravedad, la electricidad o la sociedad moderna. Pretender que
esos conocimientos son de todos modos de la naturaleza o de la historia no viene sino a
señalar que la ignorancia no era inútil y que en realidad era ella la que tenía razón desde
el principio, de modo que, finalmente, quizás hubiera convenido preguntarle a ella en
lugar de trabajar en la experiencia.

8.3. Física y teología

La verdadera encrucijada que ha atravesado el saber desde los tiempos de la


Academia de Platón podría resumirse en este texto de Hegel:

Hubo un tiempo en el que toda ciencia era una ciencia acerca de Dios; nuestro
tiempo, por el contrario, tiene como característica el saber de todas y cada una de las
cosas y ciertamente de una cantidad ilimitada de objetos, pero nada acerca de Dios
(VorPhRel: 60 // I: 6).

El problema profundo es que el esfuerzo de la física por saber de la totalidad o la


naturaleza a fuerza de saber de las cosas físicas no se limita a dejarse integrar en una
Enciclopedia capaz de mostrar cada saber como un momento teológico, es decir, que las
ciencias mismas, por su misma manera de proceder, fustran toda esperanza de ser
reintegradas en una única ciencia acerca de Dios. Si lo que se pretende es que ʺtoda
cienciaʺ sea ʺuna ciencia acerca de Diosʺ el método matemático no puede ser el que la
comunidad científica pone en juego cotidianamente. El logro de Hegel ha sido
precisamente sacar a la luz el armazón lógico que haría posible cada ciencia como
teología. De hecho, Feuerbach no descubría en realidad ningún secreto cuando
identificaba en general la filosofía especulativa con la teología; y no solamente porque
eso ya lo había hecho el propio Hegel; desde la Dialéctica trascendental kantiana
sabemos muy bien que una filosofía especulativa no podía tener otro resultado que el de
identificar el patrimonio científico en general con la teología, si bien a precio de introducir
en este patrimonio una modificación sustancial.
Éste es el motivo por el que, para Hegel, en la mentalidad ilustrada no sólo hay un
error filosófico, sino un desatino científico general. No es sólo que no se haya sabido
interpretar adecuadamente el resultado de los esfuerzos de la comunidad científica, sino
que estos esfuerzos mismos caminan en una mala dirección. El verdadero conocer

139
conoce lo absoluto y lo contrario es pretender que ʺlo que puede ser conocido no es lo
verdadero sino lo falso, es decir, el ser contingente y perecedero; que lo que constituye el
objeto de la ciencia es el elemento exterior o histórico, las circunstancias accidentales en
medio de las cuales esa pretendida verdad se ha manifestadoʺ (Hegel, 1818, X: 402/12).
Lo que saca de quicio a Hegel no es obviamente que se preste atención a lo contingente o
lo exterior; lo malo es que la atención que se le presta no es capaz de mostrar esa
realidad efectiva como manifestación de la necesidad. Lo que Hegel no puede sino
despreciar como un camino ʺbárbaroʺ y ʺtorpeʺ –como el emprendido por el propio
Newton– es el que se construyan conceptos para conocer lo contingente como
contingente, de modo que logren quizá sentarse condiciones que lo contingente tenga que
cumplir necesariamente, pero sin que esa necesidad logre volver necesario a lo
contingente mismo.
La comunidad científica ilustrada no ha errado por dirigirse a lo falso, pues el propio
absoluto vive precisamente de lo falso como vive de la muerte, el mal y la separación; su
error, desde el punto de vista hegeliano, ha sido empeñarse en encontrar una verdad de lo
falso como falso, produciendo como resultado una paralización de la falsedad que
bloquea impertinentemente el engranaje de la Aufhebung. Los arañazos de verdad que la
física de Newton ha infligido a la naturaleza son, por eso, más que nada, un inoportuno
estorbo añadido a la Enciclopedia que paralizan irritantemente lo que estaba destinado a
ser como momento.
ʺEn nuestros días –continúa diciendo Hegel–, la filosofía crítica ha venido a prestar
apoyo a esta doctrina en cuanto pretende haber demostrado que nada podemos saber de
lo eterno y lo absoluto.ʺ De este modo, al parecer, la filosofía crítica es responsable de
que no se acepte como saber más que la erudición y la investigación histórica, ʺafirmando
que el conocimiento de la verdad nos es rehusado y que lo que nos es dado a conocer es
el ser contingente y fenoménicoʺ. Sin embargo, no es la erudición o el historicismo lo que
verdaderamente incomoda a Hegel, sino el hecho, mucho más real, de que la filosofía
crítica haya convertido el saber en un patrimonio de la física, manteniendo respecto a él
una distancia que el mismo término de ʺfilo‐sofíaʺ se encarga de conservar.
La filosofía trascendental ha negado, precisamente, que las condiciones de
posibilidad del saber –aquello en lo que consiste el ʺesʺ de todo S es P– puedan constituir
el saber mismo, es decir, que pueden erigirse en principio a partir de lo cual derivar lo
óntico. La finitud de la razón no tiene nada que ver con el escepticismo, sino más bien al
contrario, con una apertura del horizonte de la física. Pero ello implica que, en adelante,
la ciencia tiene objetos y que cualquier determinación lo es de esos objetos y no de Dios.
El que la razón pueda sistematizar los conocimientos en una unidad no implica en
absoluto que lo conocido sea esa misma unidad, ni que haya posibilidad alguna de seguir
el camino inverso, derivando o desplegando lo conocido a partir de un principio tal.

140
Este panorama es –según Hegel– el verdadero legado de la filosofía crítica: ʺNunca,
desde el tiempo en que ha comenzado a alcanzar un rango distinguido en Alemania, se
había presentado la filosofía bajo un aspecto tan vergonzoso, porque jamás una doctrina
tal, un tal abandono del conocimiento racional, había alcanzado proporciones tales ni se
había mostrado con igual arroganciaʺ (1818, X: 403/13). A sus ojos, Kant ha cargado de
orgullo a la ignorancia. Bajo la pretendida humildad ilustrada, en efecto, Hegel no
descubre sino presunción y soberbia. Quien denuncia como arrogante la pretensión de
conocer lo infinito ʺqueda sumido en la vanidad, pues pone lo divino como la impotencia
de retornar a sí mismo, mientras que él mantiene su propia subjetividadʺ (VorPhRel : 191
// I: 201). ʺAntes, la impotencia de la razón iba acompañada de dolor y de tristezaʺ; si la
filosofía crítica ha tenido éxito ha sido porque se ha acogido ʺcon entusiasmo esta
doctrina de la impotencia de la razón, por la cual la propia ignorancia y nulidad adquieren
importancia y vienen a ser como el fin de todo esfuerzo y de toda aspiración intelectualʺ
(1822, X: 403/13).
Sin embargo, desde el punto de vista socrático la realidad es muy distinta. Nos
ocuparemos de este problema en detalle en los capítulos 11 y 12. La ilustración no ha
venido a otorgar a la ignorancia el derecho a ʺdarse importanciaʺ, sino que ha mantenido
una brecha insalvable entre saber e ignorar con el resultado de dejar la palabra a una
física difícil de caracterizar de ʺnulidadʺ. Es más bien Hegel quien se ha inscrito en la
tradición de la docta ignorancia, apelando a su fertilidad negativa y encontrando en la
doble negación el engranaje profundo de cualquier positividad. Si puede afirmar, contra la
mentalidad ilustrada, ʺpor mi parte, saludo e invoco la aurora de este espíritu, del cual
sólo he de ocuparme, porque sostengo que la filosofía tiene un objeto, un contenido real
y este contenido es el que quiero exponer a vuestra vistaʺ, es porque está seguro de
haber encontrado la forma de desenvolver una teología capaz de contener la física como
corresponde a un Dios que ha tenido en el mundo su fertilidad. En este esquema general
no hay lugar posible para una apertura física del continente historia, pues la historia
cumple la función de ser el retorno a Dios a partir de lo físico. Una física de lo histórico
no haría, al contrario, más que abortar el engranaje teológico, volviendo impotente a la
divinidad e hiriendo de muerte el punto neurálgico en el que Dios puede ser espíritu libre.

8.4. El lugar del materialismo

El imposible lugar de Marx en el universo hegeliano del que tuvo que arrancarse
tiene que ver con este proyecto. El verdadero afuera de Hegel apunta siempre a la
producción de conceptos capaces de apropiarse teóricamente de lo ʺexteriorʺ y
ʺcontingenteʺ, y Marx ha dirigido su atención, además, a lo histórico, un punto
especialmente sensible en la inflexión hegeliana. El término ʺmaterialismoʺ ha venido aquí

141
a cuento con vistas a cuidar del lugar de la filosofía segunda, cuidado que se resume en
bloquear toda ontología común a Dios y al mundo. El mayor mérito de Althusser fue
advertir que lo que se estaba jugando en la cuestión del materialismo era el lugar de la
comunidad científica, en este caso, respecto del continente historia. Supo hacer ver que,
respecto a este proyecto, Marx no tuvo ni un Aristóteles ni un Kant a su disposición. En
el continente histórico el trazado de demarcación entre lo teológico y lo físico era todavía
inasible y Marx tuvo que diagnosticar en la filosofía en general una enfermedad teológica
que en realidad sólo afectaba al universo hegeliano alemán. Lo importante era mostrar
que la sistematicidad creciente de los instrumentos teóricos de investigación histórica no
convertía a la historia en la unidad misma conocida. De allí que hayamos insistido en el
capítulo 7 en que Marx elabora conceptos capaces supuestamente de dar cuenta de la ley
fundamental de la sociedad moderna pero no encuentra ninguna ley de la historia.

8.5. Lo que ni siquiera es real

Cuando Althusser presenta ʺla inmensa revolución teórica de Marxʺ a partir de la


introducción de lo que él considera grandes conceptos cruciales contra la epistemología
de la Historia hegeliana, como el ʺconceptoʺ de coyuntura –¡que se dice, además,
ʺtomado de Leninʺ, sin ahorrarse por el camino ciertas referencias a Mao e incluso a
Stalin! – es difícil no verse sumido en una cierta perplejidad, pues la elementalidad de tan
insignes categorías raya, sin duda, como señalara Foucault, en una mentalidad de
ʺsargento cucharónʺ. Lenin no sabía gran cosa de Hegel, pero resulta obvio que sabía
bastante de coyunturas políticas. Pero, una de dos, o Lenin fue un genial pensador de
coyunturas ‐en el mismo sentido en que puede demostrarse una cierta ineptitud hegeliana
al respecto, por lo mismo que Hegel era un pésimo geógrafo– o fue el genial inventor del
concepto de coyuntura que luego esgrimió contra el universo hegeliano. Esta segunda
posibilidad no encaja en ningún texto de Lenin, que, antes bien, siempre tendió a creerse
muy hegeliano, con el mismo desatino con el que se creyó, por ejemplo, muy
antikantiano; Lenin no había entendido una línea de la historia de la filosofía y, en
realidad, ni falta que le hacía. Pero Althusser sí esgrime el concepto de ʺcoyunturaʺ
contra Hegel. Ahora bien, una coyuntura es más bien aquello para cuya comprensión hay
que producir ciertos conceptos, cierto instrumental teórico. Apuntalar el concepto de
coyuntura contra los conceptos hegelianos es sencillamente denunciar la ineptitud del
procedimiento hegeliano para pensar coyunturas.
Lo importante no es que Lenin pretendiera o no refutar el procedimiento de la
especulación hegeliana mediante una reivindicación de semejante hallazgo teórico, como
si se tratara de repetir el episodio feuerbachiano por el que se reivindica lo positivo frente
a lo lógico sin más carta de presentación que el mero concepto lógico de positividad. Lo

142
importante es que Lenin, como Marx, ha producido un instrumental teórico capaz de
prestar atención precisamente a eso que en Hegel era meramente ʺcoyunturalʺ, mera
ʺacumulación de circunstanciasʺ; lo relevante es que su esfuerzo teórico ha producido
conceptos idóneos para trabajar epistemológicamente en un horizonte que para Hegel ni
siquiera podía llamarse real: ʺLa filosofía no considera en general nada que no sea; tan
sólo lo que es (lo que es real, no lo que aparece, lo que existe meramente) es racional;
pues la filosofía no se ocupa de algo tan impotente que no posea la fuerza de
encaminarse hacia la existenciaʺ (VorPhRel: 125). Son esos conceptos, y no el cua‐ si‐
concepto de coyuntura, los que rechazan toda invitación para entrar en el sistema
hegeliano, y ante los que la especulación hegeliana se detiene irritada.
ʺAquí se encuentra lo irremplazable de los textos de Lenin: en el análisis de la
estructura de una coyuntura [Rusia, 1917]ʺ (1965a: 181/147). El que tanto Marx como
Lenin hayan producido conceptos capaces de apropiarse teóricamente de lo que en Hegel
no era ni siquiera real, significa que su análisis logra asegurarse de que no trata en cada
caso más que de lo que está tratando; y de ahí la pertinencia de afirmar que lo que se
está estudiando es una ʺcoyunturaʺ. Ese horizonte de la determinación ʺni siquiera realʺ,
en Hegel, se limitaba a aportar a la especulación un único concepto: el concepto de
naturaleza. Un concepto, en efecto, que refutaba por el mero hecho de serlo todo el
horizonte de supuestas determinaciones que estaba en juego en cada caso. El concepto
de naturaleza se hace cargo de la naturaleza, al igual que el concepto de universal es
capaz de desgajarse como resultado de la pretensión de la certeza sensible en la
Fenomenología. Lo coyuntural no es más que ʺla impotencia de la naturaleza para
permanecer fiel al concepto en el curso de su desarrolloʺ; ʺla riqueza infinita y la
pluralidad de formasʺ, unidas a su ʺcontingenciaʺ y ʺarbitrariedadʺ no es ningún objeto
para la filosofía, al contrario, es la ʺimpotencia que pone límites a la filosofíaʺ y ʺresulta
del todo impertinente exigir al concepto que conciba tales contingencias o exigir, como se
ha pretendido, que las construya o las deduzcaʺ (Fnz § 250). Pero con este irrefutable
golpe de estado especulativo, Hegel ha inefabilizado de principio el derecho teórico que
reclaman todos los conceptos producidos por la física, de modo que la apertura physica
del mundo tiene que ser reintegrada –no sin cierto mal humor– por otros caminos de la
Enciclopedia; nadie tiene por qué dudar del éxito obtenido en este proyecto, pero el
hecho es que ʺesos caminosʺ no son ya los de la física y algo habrá que hacer con esta
discordancia. El hallazgo de Lenin y Marx, en este sentido, no es haber reivindicado el
concepto de aquella apertura, sino el haberse situado en ella para trabajarla
conceptualmente: su supuesto ʺhallazgoʺ se resume en que se han integrado en el
proyecto de una física del continente historia.
La física –sea de la naturaleza, de la historia, del lenguaje, o de lo que sea en el
ʺmundo sublunarʺ aristotélico– consiste en trabajar el horizonte de lo que en Hegel ʺni

143
siquiera es realʺ. Lo característico del preguntar ʺfísicoʺ es que considera que lo que
aparece en ese horizonte puede ser investigado, es decir, que semejantes determinaciones
son posibles sujetos legítimos del juicio. El mundo entero de lo contingente, de la
ʺprodigiosa acumulación de circunstanciasʺ, de lo ʺcoyunturalʺ, no contenía, para Hegel,
determinación alguna si ésta no era capaz de convertirse en momento de lo que en ese y
en cualquier otro horizonte era en realidad siempre y en todo caso tratado en realidad. Es
por este motivo, y no por ningún otro, por el que ʺlo concreto de una situación políticaʺ
no es permeable a la especulación hegeliana más que como ʺla contingencia en la que se
realiza la necesidadʺ (1965a: 180/146), cosa que, en efecto, se ha repetido muchas veces.
Pero lo que tiene que ser repetido todavía muchas veces más es que si eso acontece en
Hegel es porque en él el sujeto del juicio no es tal más que por delegación del verdadero
sujeto siempre tratado de antemano al tratar de cualquier cosa: que en Hegel una cosa no
es una cosa más que si aparece como momento y que, por tanto, el juicio no trata de las
cosas más que en la medida en que trata de algo que sea capaz de ser lo que es
desplegándose en tales determinaciones. Ese ʺalgoʺ siempre ya tratado es –como toda la
historia de la filosofía ha sabido– el ser, de ahí que el juicio no pueda hacerse cargo de
ninguna determinación sin decir precisamente ʺesʺ. Ahora bien, todo ello equivale a
afirmar que una determinación no es ʺrealʺ, es decir, no es legítimamente tratada por un
juicio, más que en la medida en que ese juicio sea capaz de no tratar la cosa en cuestión
más que en tanto trate del ʺesʺ, de tal modo que la cópula se convierte así en el
verdadero sujeto de investigación. Ello significa que lo ontológico y lo óntico coinciden
en el quehacer del juicio. Ello implica, consiguientemente, que lo ontológico –el seres
también lo óntico –el ente– y que por tanto no hay física, sino siempre, en el fondo,
ontología; ontología que, por su propia pretensión de agotar en general lo óntico, es, en
realidad, la verdadera teología, la ontoteología, ya que sólo Dios puede ser capaz de ser
el ente y el ser, el ente supremo que hace ser a todos los entes como sus momentos.
Como ya comprobamos, la coherencia – inusitada en la historia de la filosofía– del
sistema hegeliano ha consistido en mostrar que esto implica también que la teología tiene
que ser al mismo tiempo teofanía, teogonia, teodicea y, por lo mismo, cosmología,
física, religión, y tantas otras cosas más.

8.6. El sujeto del juicio y lo coyuntural

Pero lo que ahora interesa resaltar es que la separación entre lo óntico y lo


ontológico es idéntica a la apertura de un espacio para la física. O lo que es más grave y
mucho más inquietante: que no se logra separar lo ontológico de lo óntico, y que,
consiguientemente, no se deja de hacer teología, más que en la medida en que la física
logra asentar su investigación. Tenemos noticia de esta ʺseparaciónʺ, por primera vez,

144
en la fundación aristotélica de una física, es decir, de una apertura ʺsegundaʺque sería
precisamente la tierra labrada por el jui‐ cio. En suma, es propio de la ilusión
trascendental inevitable para la ignorancia el no trazar esa separación y no se arregla nada
con reivindicarla mientras la ignorancia no se transforme en saber. Este punto es de
primordial importancia en nuestro hilo conductor, pues indica que la física no sólo tiene
que discutir con un determinado saber al arreglar sus cuentas con la teología, sino que
tiene también que discutir de teología con la ignorancia. Este misterio, del que nos
ocuparemos más adelante (apartados 11.3 y 11.4), explica de algún modo que Marx,
desde el momento en que intenta sentar los fundamentos de una física de lo histórico, no
se preocupe especialmente de discutir con los textos hegelianos, sino que más bien se
empeñe en denunciar una ilusión hegeliana en la conciencia natural del pueblo alemán.
Hemos comprobado antes que lo característico del horizonte ʺfísicoʺ es que
constituye una alétheia de las cosas y no de un ser que se desenvolvería en ellas. Todo
esto puede parecer quizá muy de altos vuelos ʺmetafísicosʺ, pero el problema es que
produce sus efectos precisamente en lugares que a nadie le parecen tales. Hay en estas
disquisiciones una afirmación fundamental que afecta a la epistemología más elemental:
un físico no está convencido de la verdad de una proposición más que en la medida en
que está seguro de que esa proposición no trata más que lo que trata, es decir, del sujeto
de la proposición en cuestión. Está seguro de haber encontrado una ley de la electricidad
en la medida en que puede demostrar que el juicio que la expresa no trata más que de la
electricidad y no, por ejemplo, de la naturaleza en uno de sus momentos. La garantía a la
que se agarra el físico es precisamente su capacidad de mostrar por algún procedimiento
que él ha encontrado una ley de los graves, o de la electricidad, o de la transmisión
genética, y no de la naturaleza, pues, en este último caso, lo relevante sería haber
encontrado la ley que hace a la naturaleza mostrarse como electricidad, de modo que el
juicio en cuestión tendría a aquélla por verdadero sujeto de iure.
Esta cuestión está tanto menos decidida cuanto más en la prehistoria se encuentra
una ciencia particular, tal y como es el caso en el espacio histórico. En este sentido hay
que medir el acierto de Althusser al resumir el hallazgo de Lenin de esta forma:

A través de Lenin y contra la tesis especulativa (hegeliana, pero heredada por Hegel
de una ideología más antigua ya que se encuentra así formulada en Bossuet) que
considera lo concreto de una situación política como la ʺcontingenciaʺ en la que se
ʺrealiza la necesidadʺ, somos capaces de dar el comienzo de una respuesta teórica a esta
cuestión real. Vemos que la práctica política [y teórica] de Lenin no tiene por objeto la
Historia universal, tampoco la Historia general del Imperialismo. La Historia del
imperialismo es sin duda problematizada en su práctica, pero no constituye un objeto
propio.

145
Ello no tiene nada que ver con una supuesta modestia de las pretensiones teóricas
leninistas, dirigidas al ʺanálisis concreto de una situación concretaʺ o a ʺla estructura de
una coyunturaʺ, ni con ello se está diciendo para nada que lo que Lenin se propone es un
análisis puramente coyuntural. A no ser que llamemos ʺfísicaʺ a eso de ʺanálisis
puramente coyunturalʺ, lo que, a lo mejor, tendría su interés: en efecto, no hay lugar
para la física, como bien mostró Aristóteles, más que porque hay una coyuntura
ontológica entre la filosofía primera y la filosofía segunda, una coyuntura entre lo que
está por encima de la Luna y lo que está por debajo, entre el movimiento circular que
imita el reposo de un ser capaz de ʺser lo que esʺ y el movimiento sublunar en el que el
ser ʺse dice de muchas manerasʺ. No es preciso decir que, para llegar a estas
conclusiones, no hay que barajar ninguna supuesta competencia de Lenin en cuanto
físico de la coyuntura en cuestión. Aunque Lenin no hubiera producido más que
desatinos, el caso es que Althusser acertó plenamente en señalar que el lugar teórico en
el que se había situado Lenin para plantear sus tesis y sus errores era el lugar de la
filosofía segunda aristotélica. Y ello significa, tan sólo, que Lenin no encara la coyuntura
en cuestión como un momento de la Historia, o del Imperialismo, sino como el
ʺmomento actualʺ en la historia. Este ʺenʺ es el que inspiró a Althusser para referirse a la
historia como un ʺcontinente descubierto o abiertoʺ para la investigación teórica por Marx
(y Lenin). Es por lo que, pese a lo mucho que ha circulado la expresión en la propia
tradición althusseriana, no pueda afirmarse que Marx haya fundado una ʺciencia de la
historiaʺ, y que la expresión correcta sea, en efecto, la propuesta por el propio Althusser:
Marx abrió el continente historia a la investigación teórica (apartado 7.3).
Esto es así porque cuando se producen los conceptos capaces de permitir una
apropiación teórica de una coyuntura –es decir los conceptos capaces de conocerla– se
puede tener legítimamente la esperanza de haber producido unos conceptos capaces de
permitirnos investigar otras coyunturas y, en cualquier caso, susceptibles de ser
modificados, variados, transformados o completados para el estudio de otros casos en el
mismo continente. Incluso el hecho de que puedan mostrarse absolutamente ineptos para
el estudio de otro ʺmomentoʺ o ʺlugarʺ histórico es precisamente una garantía de su
derecho de pertenencia al patrimonio conceptual de los instrumentos teóricos de las
ciencias históricas. Pues un concepto bien hecho es precisamente un concepto que es
capaz de indicar cuándo puede ser aplicado y cuándo no al análisis de una determinada
realidad. Ningún físico del ADN pretende que sus conceptos tengan por qué valer para el
estudio de la caída de los graves, pero el hecho mismo de que pueda interesarle una
conversación al respecto para acotar la superfluidad o relevancia mutua de estas dos
investigaciones demuestra que éstas son sendas en el mismo ʺcontinenteʺ. Del mismo
modo, ninguno de los conceptos producidos en la obra de Marx trata sobre la historia.
Por el contrario, si tienen alguna relevmcia científica es porque tratan de lo que tratan en

146
cada caso –el valor, las clases, los modos de producción o lo que sea–, de tal modo que
permiten recorrer el continente historia cada vez más extensamente, acotando dónde
pueden ser aplicados y dónde no.
Sólo viene al caso hablar aquí de ʺmodestiaʺ si se advierte que la ciencia consiste
fundamentalmente en trabajar esta modestia y es eso lo que la separa con un abismo
infranqueable de la ideología y la actitud de la conciencia precientífica. Allí donde Omhs
encontró una ley de la electricidad, la conciencia común tuvo la inmodestia de encontrar
una ley del mundo, el momento privilegiado de una naturaleza que en su esencia más
profunda debía de consistir en electricidad, de modo que el amor era fácilmente
interpretado como una atracción eléctrica positiva y el odio como la negativa, y lo mismo
ocurría con cualquier otra realidad en la que la imaginación decidía detenerse, de modo
que se inventaron incluso recetas eléctricas para regular la vida matrimonial o el espacio
político.

8.7. El instrumento, como distintivo de la investigación teórica materialista.


El sistema cerrado y el sujeto de

La proposición científica La ciencia trabaja la experiencia construyendo sistemas


minuciosamente cerrados. Bachelard ha mostrado muy bien cómo este modo de
proceder repugna vivamente a la mentalidad precientífica al bloquear todas las sugestivas
ensoñaciones derivadas de ʺla idea de una correlación total de los fenómenosʺ y atentar
contra el valor irrenunciable de una ʺconcepción unitaria del Universoʺ (1938a: 218‐
222/258‐262). Pero la construcción de sistemas cerrados es también impertinente para la
consistencia lógica de la filosofía especulativa. A fin de cuentas, un sistema cerrado viene
a garantizar al científico que el objeto tratado, el sujeto del que se va a decir esto o lo
otro, ha sido aislado de la totalidad, de modo que la ventaja perseguida es la de estar
seguros de que sólo se está hablando de él y no más bien dejando vivir a un todo más
relevante. Tal y como antes se planteó (apartados 4.5 y 4.8), un sistema cerrado se cuida
ante todo de que las relaciones no puedan metamorfosearse en infinitas.
El sistema cerrado es el proceder mismo del entendimiento, que trabaja la muerte,
paralizando la vida de la totalidad, y en este sentido es incluso una necesidad de la
filosofía especulativa. El problema surge, para Hegel, cuando la comunidad científica se
empeña en poner todas sus esperanzas de sistematización en la perseverancia en este
trabajo, negando a la especulación el derecho de unificación del mismo modo que antes
se lo negara a la mentalidad pre‐ científica. Es obvio que para la comunidad científica
la solución totalizadora de la ignorancia común no elude menos, ni tampoco más, el
problema a resolver que una solución especulativa.
Veamos, por ejemplo, cómo describe Bachelard un experimento respecto a la

147
combustión del carbono. Se trata de un fenómeno del que también podría ocuparse el
ministerio, reuniendo grandes industriales que consideren el precio del carbón y discutan
sobre la productividad, y al que también está acostumbrada la conciencia natural al ver
consumirse un tronco navideño. Pero en el laboratorio ʺse trata de obtener un pequeño
filamento de carbono puro, tan puro como se puedaʺ y luego de estudiar su combustión
ʺen una atmósfera de oxígeno puroʺ.

¿Pero ¿a qué presión? A la presión de un milésimo de milímetro. Ahora bien, si


ustedes reflexionan sobre ello, cuando un químico o un físico les habla de una presión de
un milésimo de milímetro, ¡cuánto ha trabajado ya! ¡No es con la ley de Mariotte y Gay
Lussac que se puede comprender la fineza, la precisión, la suma de técnicas que debe
lograr una presión de un milésimo de milímetro! Entonces, para estudiar ese mecanismo
de la combustión del carbono, ven ustedes lo que es preciso: estamos ante sabios que
exigen un diploma de pureza para el carbono, un diploma de pureza para el oxígeno y un
control de presión extremadamente fino. [...] Aquí estamos ante una ampollita. ¿Y qué
hay ante esta ampollita? Toda una sociedad de físicos. Pertenecen por lo menos a tres
clases: hay químicos, físicos y cristalógrafos, [...] van a cooperar tres culturas imbuidas
de racionalismo (1950: 56-7/54).

En suma, la ciudad científica en su conjunto es el instrumento necesario para


encerrar un fenómeno en una ampollita. La sistematicidad científica que permite a todos
esos sabios entenderse y cooperar no tiene en este caso otro objeto que el de tener la
seguridad de que lo que se está estudiando es la combustión del carbono y no ninguna
otra cosa. Se espera, sin duda, que los resultados teóricos sirvan para aclarar muchas
otras realidades pero sólo en la medida en que en ellas sea igualmente posible aislar lo
que ellas tienen de combustión. Estamos enteramente alejados de la mentalidad platónica
que prohibía no utilizar en el mundo teórico otro instrumento que la regla y el compás.
Bache‐ lard ha dicho que un instrumento es un ʺteorema cosificadoʺ, una ʺteoría
materializadaʺ (cfr. Canguilhem, G., 1968: 191‐192): ʺLa ciencia piensa con sus
aparatos, no con los órganos de los sentidosʺ. Y en efecto, así como lo que se espera de
cualquier proposición científica es que no trate más que de lo que dice tratar, un aparato
de investigación ʺse define por las perturbaciones que impide, por la técnica de su
aislamiento, por la seguridad que ofrece de que pueden despreciarse influencias bien
conocidas, en una palabra, por el hecho de que encierra un sistema cerradoʺ. Un
instrumento ʺes un conjunto de pantallas, de estuches, de inmovilizadores, que conservan
el fenómeno encerradoʺ (1938a: 222‐223/262).

8.8. El laboratorio teórico de Marx

148
En otro lugar (Fernández, C., 1992) me ocupé ya de mostrar que la obra de Marx
dispone todo su instrumental teórico con vistas a encerrar el capital en un laboratorio –
que, respecto a la historia, en la que no se pueden realizar ʺexperimentosʺ, tiene que
confiar siempre en el mero trabajo de la abstracción–, de tal modo que no se queda
tranquilo hasta que éste ha quedado confinado en un círculo aparentemente tautológico:
ʺEl capital produce... capitalʺ. En resumen, ésta es toda la conclusión de Marx, y es
cierto que ʺen resumenʺ todos los intrincados itinerarios científicos le parecen a la
ignorancia ʺtautológicosʺ. Sin embargo, esta ʺtautologíaʺ es una prisión estructural bien
real para la sociedad capitalista. Pero la mentalidad precientífica no puede evitar una
cierta desilusión: no se conforma con que el capital sea ʺdeterminante en última instanciaʺ
en el seno de un complejo ensamblaje de otras estructuras que producen sociedad,
cultura, pobreza, guerras o incluso suicidios llevados por la desesperación y tantas otras
cosas más, sino que se empeña en entender el capital como un foco de responsabilidad
universal que extendería tanto más su eficacia cuanto más se ignore el modo en que lo
hace. Condensando, pues, todas las potencias de la ignorancia en lo que parece una
investigación, se concluye que el capital sólo ʺen última instanciaʺ es el alma de nuestra
sociedad moderna, con la satisfacción así del logro ʺmaterialistaʺ de haber retrasado la
apoteosis triunfal del idealismo. Para Marx, en cambio, el capital no produce sino las
necesidades de la producción de capital: aquello en lo que el capital consiste. La
(re)producción de capital se muestra así, por ejemplo, como reproducción ampliada de
plusvalor relativo. Si la gramática de esta producción llega, en determinadas condiciones,
a poner a la humanidad en una situación, por ejemplo, de guerra mundial inminente, eso
sólo significa que el capital ha desplegado unas necesidades estructurales en las que
provocar y declarar la guerra se hace, para otras instancias, inevitable. Pero la guerra
misma no es una necesidad del capital; es una necesidad, si se quiere, de los hombres o
los Estados que viven en las condiciones capitalistas de producción. De hecho, para el
capital no existen las guerras; ahí donde los hombres ven grandes matanzas para el
capital no existen sino mercados para su reproducción ampliada. Todo el trágico colorido
humano de la batalla es, en la gramática del capital, estrictamente ʺinvisibleʺ. Y lo que se
impone para el trabajo teórico tampoco es conectar la matriz estructural del capital con
ese mundo colorista de las evidencias vividas, sino ensamblar ese ʺsistema cerradoʺ con
otros ʺsistemas cerradosʺ aislados por otras disciplinas, hasta trazar el mapa de los
lugares estructurales en el que finalmente la realidad tiene que acomodarse. Hay ciertos
ʺpaisajes estructuralesʺ en la historia que son tan ʺinhumanosʺ que el mayor de los
horrores para el hombre se convierte en una solución deseable. Las guerras son, por
ejemplo, una insensatez humanamente hablando, pero, en determinadas condiciones no
es cuestión de que sean o ʺracionalesʺ o ʺinsensatasʺ: comienzan a ser ‐como lo fue la
OTAN– algo ʺrazonableʺ y así se lo suele parecer a quienes las decretan y a quienes

149
participan en ellas. Marx no descubrió lo atroces que son las guerras o lo mísera que es la
miseria (tampoco descubrió que el capital producía lo uno y lo otro), sino todo lo
contrario: aisló una topología estructural en la que las guerras no son sino meros
mercados, el hambre un motivo de salud económica en una sociedad que depende a vida
o muerte de su economía, la sobreproducción de riqueza un motivo de crisis y la lógica
del genocidio tan sólo un imperativo ʺliberalʺ de la lógica de los negocios.

Apéndice:
Física y conocimiento

Respecto al itinerario que partiendo de una posible preocupación interior a la obra


crítica de Kant ha recorrido el impulso idealista alemán hasta Hegel es difícil expresarse
con la rigurosa concisión y con el mismo acierto de Felipe Martínez Mar‐ zoa, al que, al
menos en lengua castellana, se le debe más que a nadie el haber abierto la historia de la
filosofía a una interpretación general por primera vez compatible con los textos clásicos,
y, en particular, el haber trazado con precisión las verdaderas fronteras que el idealismo
se empeñó en traspasar. Este Apéndice no intenta otra cosa que reconstruir la postura de
Marzoa, para acotar con ella el tipo de cuestión que funciona como premisa en nuestro
hilo conductor.
Marzoa ha diagnosticado el origen del idealismo en el proyecto de resolver lo que en
Kant sería una ʺconsecuente inconsecuenciaʺ a la que nunca se renunció (cfr. 1995, § 2).
Ésta no puede ser sin más suprimida sino más bien mostrada de manera que ella misma
consista en su propia supresión. El problema es introducido en torno a la interpretación
de los distintos sentidos de la palabra sujeto. Sujeto, en tanto que hupokeímenon, nombra
ʺlo que subyaceʺ, lo que ʺestá ya ahíʺ y en este sentido es aquello de lo que se trata.
ʺSujetoʺ es, en este sentido, el sujeto de la proposición del que se dice que ʺesʺ esto o lo
otro, es decir, ʺsujetoʺ es ʺlo que esʺ, el ente. Pero, al tratar de éste o de aquel sujeto
hay, sin embargo, algo siempre ya tratado, algo que, precisamente, siempre ʺestá ya ahíʺ,
algo que ʺsubyaceʺ a todo tratar de esto o de aquello como siendo esto o lo otro. En todo
ʺalgo es algoʺ, en todo mostrarse de algo como algo, es, de alguna forma ya tratado el
ʺesʺ, el ser. El ʺesʺ implica que algo es reconocido como siendo un ente, una cosa y que,
por tanto, no se le puede aplicar cualquier predicado, sino precisamente aquellos que le
corresponden. El ʺesʺ no dice qué hay que decir de ʹ la cosa, lo único que dice es que no
todo vale respecto a ella y que si valen unos predicados es por lo mismo que se puede
mostrar que no valen otros. El ʺesʺ, por tanto, implica que cualquier predicado, sea el
que sea, tiene que poder formar contexto con los demás, es decir, que puede ser
integrado en un único contexto con el resto de los predicados, de modo que unos puedan,
en efecto, o bien acomodarse, en el caso de que estemos hablando de enunciados

150
válidos, o bien corregir o desplazar a los otros. Pero, el que todos los enunciados puedan
formar contexto unos con otros implica que pueden ser interpretados de iure como
enunciados de un único enunciante. Este ʺúnico enuncianteʺ es, pues, también, el
ʺsujetoʺ, que se nos presenta ahora como el sujeto cognoscente.
La importancia del acierto de Marzoa reside en mostrar que aquí no tenemos una
dispersión accidental de sentidos de la palabra ʺsujetoʺ sino una tensión, una
ʺconsecuente inconsecuenciaʺ en la que se mantiene enraizado todo el pensar kantiano.
El ser es ʺaquello de lo que siempre y en todo caso se trataʺ al tratar de ʺlo que se trataʺ
(el ente). Pero, en este sentido, el verdadero ʺsujetoʺ debería ser pensado como el ʺesʺ,
es decir, como aquello que precisamente nunca ocupa el lugar de sujeto en la
proposición. Nos vemos obligados a concluir, pues, que ʺel sujeto no es el sujetoʺ.
ʺImporta destacar que no se trata de juego de palabras alguno, pues no hay en ello dos
sentidos de la palabra ʹsujetoʹ, sino uno solo, a saber, aquello de lo que se trata, y lo que
la fórmula dice es que aquello de lo que siempre y en todo caso se trata precisamente no
puede ser aquello de lo que se trataʺ (1995: 22). Esto es, en definitiva, lo que marca la
otra separación fundamental: que el sujeto no sea jamás el sujeto es lo que le hace
aparecer como sujeto cognoscente y jamás como lo conocido. Lo conocido y lo
cognoscente, lo ente y el pensar, no se funden jamás en el horizonte de esta
ʺconsecuente inconsecuenciaʺ. No hay aquí sutura alguna posible de la brecha entre lo
real y su conocimiento. Tal y como se planteó en los apartados 4.8 al 4.10, la
coincidencia entre la razón y lo real se explica por la capacidad de la razón de penetrar en
los misterios de la realidad que le es dada, y no por su capacidad de genererla.
Todo ello no es sino una manera de decir –y también de aclarar– que ʺaquello en lo
que consiste ser no puede ser ello mismo lo enteʺ, es decir, de mantenerse suspendido en
la diferencia ontológica entre ser y ente. Una vez que la modernidad ha convertido la
cuestión del ente en la cuestión de la validez –en el sentido de que ente es precisamente
aquello de lo que trata el enunciar válido o legítimo, el enunciar objetivo–, aquello en lo
consiste ser, entendido como aquello en lo que consiste la validez misma, es interpretado
como aquello en lo consiste el enunciante de iure, que, como hemos comprobado, tiene
que ser entendido como único. Es entonces cuando la diferencia entre ser y ente es
reinterpretada en la fórmula ʺel sujeto no es el sujetoʺ; es decir, que el sujeto en sentido
ontológico, como lo que está implicado en aquello en que consiste ser, no es nunca el
sujeto en el sentido de ʺaquello de lo que se trataʺ en el enunciar válido, o sea, el ente.
Que el sujeto no es nunca el sujeto, que el ser no es el ente, implica, si se quiere,
ʺque no hay sujetoʺ (1995: 26). Implica que el sujeto trascendental kantiano, en tanto
que es aquello en lo que consiste la validez, no es, en principio, nada. Es la estructura de
la nada en la que cual puede mostrarse el ente, la estructura del ahí del ser (del Dasein).
Lo que se esconde en la palabrita ʺesʺ no es lo verdaderamente ente, el sujeto, sino

151
nada. Con ello se hace justicia al Faktum de que son las cosas las que se muestran, que
son sólo ellas las que pueden ser dichas en el enunciar válido, las que pueden ser
conocidas. Es en este sentido que Heidegger pudo separar las tareas de la ciencia y la
filosofía, en su famosa conferencia ¿Qué es metafísica?, diciendo que la primera se
ocupa del ente ʺy nada másʺ, mientras que la segunda interroga precisamente a este
ʺnada másʺ, a la nada.
Por otro lado, el que el sujeto sea nada es lo que le permite aparecer como sujeto
cognoscente, en tanto que el conocimiento es, precisamente, una nada que se añade a lo
real sin añadirle, lógicamente, nada. El sujeto psíquico que proyecta conocer es sin duda
un ente empírico como cualquier otro. Pero el sujeto de iure que enuncia, pongamos por
caso, los juicios de la física no es nadie ni es nada. Vimos en el apartado 3.9 a Althusser
caracterizar el conocimiento como una adición a lo real que no le añadía nada.
Insistimos entonces en que, si bien hay aquí, sin duda, un misterio, éste no es otro que el
del conocimiento mismo, y, en general, el de la misteriosa ʺaportaciónʺ griega a la historia
universal. ʺEl autor –ha dicho también Althusser, pero nadie en la historia de la filosofía
tiene ningún interés en contradecirle–, en tanto que escribe las líneas de un discurso que
pretende ser científico está completamente ausente, como sujeto, de su discurso
científico (ya que todo discurso científico es por definición un discurso sin sujeto)ʺ. La
cosa no plantea tampoco mayor problema descrita por Sánchez Ferlo‐ sio: ʺLa modestia
es un rasgo propio de la ciencia, no ya porque el científico se lo proponga,
deontológicamente, como una virtud, sino porque, siendo lo más característico de su
actividad el mantenerse volcado totalmente hacia el interés por el objeto, tiende a sumirse
de manera espontánea, en mayor o menor olvido de sí mismoʺ.
La diferencia ontológica abre una separación necesaria entre el saber y la filosofía,
pues esta última investiga el en qué consiste ser, mientras que el saber se ocupa de decir
lo que es y qué es. El saber trabaja respecto a lo óntico, la filosofía es, en cambio,
ontología, investigación que se dirige hacia el ʺesʺ y que, por tanto, pretende explicitar
aquello que subyace siempre a todo decir algo como algo, es decir, las condiciones de
posibilidad del saber.
A este respecto, y como ya se apuntó, Marzoa condensa el proyecto idealista en lo
siguiente: ʺSe pretende que la consecuente inconsecuencia en cuestión se suprima, lo cual
desde luego no puede consistir en que simplemente no la haya, pues Kant no se la ha
sacado de la manga, sino en que ella misma de algún modo consista en su propia
supresiónʺ (1995: 22). Se trata de que el sujeto sea efectivamente el sujeto, lo que ʺes ni
más ni menos que la pretensión de absolutoʺ. En principio, esto entraña que el ʺesʺ deja
de ser meramente la cópula y pasa a convertirse en lo efectivamente siempre tratado en
el tratar de cualquier cosa, es decir, que se transforma en el sujeto verdaderamente
tratado. El ser asume entonces el papel de lo ente, que ahora no puede aparecer ya como

152
cualquiera sino como el verdadero ente, en referencia a los sujetos virtuales tratados en
cada caso. De alguna forma, queda dicho, entonces, que todo juicio trata
verdaderamente del ʺesʺ, lo que es lo mismo que decir que todos los juicios tratan en el
fondo de un lo mismo, de un hen kai pán. Es por eso por lo que toda determinación
aparece de iure como determinación de lo absoluto, un absoluto, que, de todos modos,
tiene que tener la capacidad de mostrarse en cada momento como siendo, en cada caso,
el sujeto del juicio en cuestión. Esto equivale, como dice Marzoa, a afirmar que, para el
idealismo, cualquier ente y todo lo ente en general tiene que acontecer y tener lugar –en
el sentido de que tiene que poder ser generado ahí– en aquello en lo que consiste ser. El
ser se convierte en lo verdaderamente ente, y el problema en adelante es más bien
mostrar cómo lo verdaderamente ente puede generar en su interior a los entes.
Al convertir el acontecer mismo de la cópula en todo acontecer, el idealismo suprime
la radicalidad de la diferencia entre ser y ente, pero con ello suprime también la
sustancialidad misma del conocimiento como mero conocimiento. En adelante, el
problema ya no será el hecho mismo del conocimiento como la cuestión de cómo el
sujeto, lo verdaderamente ente, puede generar o producir los distintos sujetos o entes de
los que el juicio trata en cada caso. Lo que tenemos entonces ya no es tanto el problema
del conocimiento como el problema de cómo lo mismo puede pasar por lo otro y regresar
a lo mismo sin deshacer su identidad. El conocimiento no es, en todo caso, sino la vía en
la que este recorrido se hace posible. Pero, entonces, el sujeto en tanto que cognoscente
es, a la vez, lo real mismo que hay que conocer, y en este sentido también es, pues, lo
absoluto.
Por el contrario, el que aquello en lo que consiste ser no sea ello mismo lo ente
implica que aquello de lo que en cada caso se trata no puede ser derivado ni construido a
partir de un principio, sino que viene dado, que es ʺalgo con lo que nos encontramosʺ, un
Faktum. Esto es lo que ha mantenido Kant de forma radical afirmando que todo
contenido viene dado para la razón y que no hay ningún dispositivo aprio‐ rístico que
pudiera proporcionárselo a sí mismo. Es cierto que el hecho de que el verbo ser tenga
algún sentido hace que el Faktum en cuestión sea precisamente un ius, una validez, pero,
de todos modos, el ʺque haya en general validezʺ sigue siendo un Faktum, aquel del que
parte la filosofía y sobre el que investiga las condiciones de posibilidad. De esta manera,
la interrogación filosófica sólo puede ʺponerse en caminoʺ hacia los principios, a partir de
lo dado, pero nunca seguir el camino inverso, construyendo o derivando lo ente a partir
de lo ontológico. Es en este sentido en el que Marzoa saca oportunamente a colación el
término griego epagogé, como característico del proceder ontológico de la filosofía.
El término epagogé se. refiere a un ʺponerse en camino hacia los constitutivos onto‐
lógicos al cual no le corresponde en momento alguno un camino de vuelta o algo así
como construcción de la cosa desde esos constitutivosʺ. Si aquí es especialmente

153
significativo resaltar la unidireccional del proceso es porque ʺsi hubiese tal camino de
vuelta, entonces ya no se trataría de constitutivos ontológicos, sino de componentes
ónticos o causas ónticasʺ (1995: 22). En efecto, si lo físico no es un Faktum a partir de lo
cual solamente se puede emprender la investigación de sus constitutivos ontológicos, sino
algo que es posible derivar de un principio ontológico, el nacer y el perecer físicos
pierden peso respecto al nacer o el surgir ontológico, de modo que la física debe
orientarse más bien a este último. Pero, entonces, lo que se proyecta ya no es una
ontología meramente sino más bien algo así como una super‐física, o como venimos
diciendo, una teología capaz de engendrar la física en su interior. Lo que tenemos ya no
es un encaminarse hacia al ser desde el ente, sino un planteamiento de la cuestión de
cómo lo verdaderamente ente ha podido engendrar, causar o tener en general por
consecuencia a lo simplemente ente, es decir, el proyecto de generar algo así como la
ʺverdaderaʺ física de lo real, mostrando cómo cualquier determinación surge, desaparece
y se conserva en lo absoluto.
Así se aclara el motivo por el que, al abandonar el camino epagógico, la
interrogación filosófica idealista tiene que proponerse que la filosofía deje de ser un mero
ʺamor por el saberʺ y convertirse en el saber mismo (Phä, III: 14/9). Ya no se trata de
investigar las condiciones de posibilidad de un Faktum, sino de generar a partir del
principio ese Faktum en cuestión, mostrando, así pues, su verdadero acontecer; lo físico
ya no es aquello que, necesariamente, primero se encuentra la razón y respecto a lo cual
se encamina hacia sus constitutivos ontológicos, sino que, siendo lo generado por el
principio, esta generación misma tiene de iure que convertirse en la verdadera física.
Pero cuando la investigación ontológica cesa de dirigirse hacia las condiciones de
posibilidad del saber y se convierte en el propio saber, ella misma, junto con la propia
física, se transforman en teología.
La ʺposición fundamentalʺ del idealismo puede, pues, ser resumida en un abandono
del camino epagógico, o si se quiere, fenomenológico: ʺEsto comporta que lo a priori no
puede ser obtenido epagógicamente, porque no es la validez de un contenido, sino que es
ello mismo a la vez el contenido; lo a priori tendrá lugar, pues, en sí mismo y a partir de
sí mismo, esto es, en la génesis. Sólo una cosa tiene lugar, a saber, el tener‐lugar mismo,
y el tener‐lugar es la génesisʺ (1992: 63).

154
9
Dialéctica y sobredeterminación
Marx no era más ʺmaterialista dialécticoʺ de lo que Hegel era
ʺidealista dialécticoʺ; el concepto de movimiento dialéctico, concebido
por Hegel como una ley universal –y así aceptado por Marx–, hace que
los términos ʺidealismoʺ y ʺmaterialismoʺ no tengan sentido como
sistemas filosóficos.

H. Arendt

9.1. Las posiciones de Althusser

En el seno de la tradición marxista, Althusser incidió en los dos ejes que han dirigido
nuestra investigación hasta el momento. Por una parte, al comparar a Marx con Galileo
y, por otra, al separar a Marx de Hegel, dejó al desnudo el problema de las relaciones
entre física y teología en el seno de la comunidad científica, problema que también había
encontrado un tratamiento impresionante en la obra de Pierre Aubenque (1962) sobre
Aristóteles.
Su obra fundamental fue Pour Marx (1965a). Hoy día, esa breve colección de
artículos sorprende a veces por evidente, otras por timorata, otras por la aparente
elementalidad de sus inofensivos propósitos, sorprende, sobre todo, que pudiera levantar
semejante escándalo. Se trataba en todo caso de fechar los textos de Marx, de
distinguirlos de los de Engels, de separar lo publicado por el autor del material en calidad
de borrador o simplemente desechado. No era para armar tanto griterío. Estaba sin duda
la cuestión del humanismo, sobre la que aún hoy se sigue desvariando a menudo. Pero,
en manos de Althusser, el antihumanismo teórico de Marx era una constatación casi
puramente académica, incontestable por elemental. La reacción frente a esta obse vación
althusseriana por parte del mundo intelectual marxista y no marxista no inaguró ningún
verdadero debate teórico; consistió en un ataque de histeria puramente religiosa que
reclamaba la excomunión de Althusser por haber atentado contra el pilar de la religión
mejor asentada de occidente, el hombre, un concepto al que en vano se podía pedir que
nos aclarara gran cosa respecto, por ejemplo, a la ley fundamental de la sociedad

155
moderna, pero que actuaba enseguida como un poderoso cimiento para cualquier labor
de la imaginación.
Pero, para los marxistas, el texto de Althusser tocaba el nervio fundamental de su
universo teórico: el concepto de dialéctica. En realidad, pese a los intentos de Althusser
por disimularlo, el artículo Contradicción y sobredeter‐ minación hería de muerte ese
concepto en cualquiera de sus versiones, expulsando el dispositivo dialéctico de la obra
marxiana con tal contundencia que, en ocasiones, es verdad, había que comprender a
Marx mejor que el propio Marx. Pese a que Althusser camufló –sin duda que también
para sí mismo– su descubrimiento manteniendo la noción de una dialéctica ʺmaterialistaʺ,
el escándalo en el seno del universo marxista no parecía tener precedente. Y sin
embargo, ahora que todo ese universo ha sido barrido por el viento, puede leerse con
serenidad el artículo de Althusser y descubrir que, a la postre, su descubrimiento fue de
una simplicidad y de una evidencia pasmosa. Althusser se limitó a señalar en dirección a
la noción que Hegel había considerado ʺel concepto fundamental de la filosofíaʺ y que le
había permitido afirmar que ʺtoda filosofía es un idealismoʺ: la noción de infinito
verdadero y la consiguiente idealidad de lo finito. Althusser no citó nunca esta famosa
afirmación de la Ciencia de la Lógica, pero todo el diagnóstico que hizo de la dialéctica
hegeliana acertaba con precisión en el corazón del idealismo. Así lo reconocieron con
cierta sorpresa, por cierto, algunos buenos conocedores de Hegel que nada tenían que
ver con el marxismo y que en ocasiones pertenecían a tradiciones más bien tomistas: a
Althusser, que ʺhabía tenido que ser marxista fuera del marxismoʺ, se le hacía justicia,
también, fuera del marxismo.
Esto sentado, Althusser se limitó a proceder en consecuencia y mostrar que muchos
de los esquemas teóricos en los que navegaba la tradición marxista no eran compatibles
con el rechazo materialista de dicha fuente del idealismo, y, entre ellos, el esquema
mismo de la dialéctica. La inquina y la mala fe, pero, sobre todo, la flagrante ignorancia
que se desató contra este escueto descubrimiento de Althusser da una idea de que en esta
constatación académicamente irrefutable se estaba en realidad jugando algo muy
importante en el terreno de las batallas ideológicas. Althusser había tocado dos fuentes
fundamentales dé nuestra mitología, el hombre y la dialéctica, y esto no se le perdonó y
hoy –que corren tiempos más difíciles a este respecto– se le perdona cada vez menos.
Las tesis más molestas de Althusser no tenían nada de asombroso. Lo asombroso
fue que implicaran una intervención teórica tan encarnizada. El elenco de disparates,
bellaquerías y sinsentidos que se presentaron como objeciones demuestra la indigencia
teórica de la atmósfera marxista del momento y en particular lo poco que habían sido
leídos Hegel y, menos aún, Marx. Por enfrentarse a toda esa basura con un ramillete de
escuetos argumentos bien fundamentados Althusser se ganó, desde luego, el título de
Sócrates del siglo XX.

156
Ello no nos aclara la razón que convirtió las tesis de Althusser en tan peligrosas para
tanta gente marxista y no marxista. Lo único que había hecho Althusser era separar a
Marx de Hegel. Tiene que haber algún motivo por el que un siglo XX que, al menos
intelectualmente, ha soportado resignado a sus mar‐ xistas no haya podido, sin embargo,
tragar sin griterío con un ataque a Hegel de este tipo. Lo que viene a demostrar que en
realidad el mundo intelectual occidental no ha avanzado gran cosa respecto a la situación
descrita por Marx en La ideología alemana, y que la enfermedad hegeliana que entonces
infectaba a la izquierda y derecha alemanas ha tenido una larga y persistente herencia
entre nosotros.

9.2. Contradicción y sobredeterminación

El artículo de Althusser comenzaba sentando que el materialismo no es lo inverso


del idealismo. Mostró el absurdo de buscar cualquier tipo de simetría entre el
materialismo y el idealismo, ni siquiera una simetría semejante a la que había funcionado
entre racionalismo y empirismo. Con ello, se cortaba el camino a todas las sugerentes
mitologías que una famosa frase de Marx había alimentado en la tradición marxista: ʺLa
dialéctica, en Hegel, estaba cabeza abajo. Es preciso invertirla para descubrir el núcleo
racional encubierto en su envoltura místicaʺ (Kap, II.8: 55/vol. 1: 20). Lo que se había
mostrado en el seminario Lire le Capital, era que no solamente la dialéctica en Hegel no
estaba cabeza abajo, sino que, en realidad, la dialéctica no está en absoluto en El capital,
ni al derecho ni al revés, porque en esa obra nada funciona dialécticamente, a excepción
quizá de tres o cuatro metáforas escuálidas y algún coqueteo retórico en la redacción del
famoso capítulo sobre el fetichismo (cfr. capí‐ tuo 7). La dialéctica no es algo así como
un ʺmétodoʺ que pueda ser aplicado por aquí o por allá, ya sea a las ideas, ya a la
materia.
En efecto, la tradición marxista se había querido materialista por haber trasladado la
contradicción hegeliana al terreno material de la lucha de clases, de la tensión entre
relaciones de producción y desarrollo de las fuerzas productivas, de la confrontación
fundamental entre capital y trabajo. La intervención de Althusser consistió en advertir
que semejante traslado no era compatible con la naturaleza y el carácter de la dialéctica
hegeliana y que, consecuentemente, no se trataba, pues, de un ʺtrasladoʺ sino de
enteramente otra cosa.
La contradicción hegeliana no es un mero tipo de oposición entre realidades, sino la
verdad de cualquier tipo de oposición. Una oposición, como en general cualquier
relación, no es comprendida en su verdad más que cuando ha sido posible entenderla
como ʺdiferencia internaʺ, como ʺrelación infinitaʺ, mostrando uno de los términos
opuestos como siendo capaz de ser la relación misma. Este prodigioso dispositivo es,

157
como sabemos, una eficacísima maquinaria asimiladora de toda exterioridad. En él
cualquier realidad se muestra como espiritual, lo que es como decir que se muestra como
pura interioridad, pues el espíritu, en efecto, es lo que no tiene exterior. Ya discutimos
más arriba que en realidad la tesis de que sólo lo espiritual es real viene de suyo desde el
momento en que se advierte que, como dice el § 377 Ztz de la Enciclopedia, ʺun algo
completamente otro no existe de ningún modo para el espírituʺ. Esto es equivalente a
decir que el espíritu es lo único que puede servir de ʺejemploʺ (Enz § 96 Ztz) del
absoluto, pues, el absoluto es precisamente lo que no puede tener otro. Entender una
relación o una oposición como espiritual es, pues, entenderla desde el punto de vista del
absoluto, sub specie aeter‐ nitatis, entenderla en su verdad.
He aquí por qué Althusser acertaba muy bien al afirmar que lo característico de la
contradicción hegeliana es que no puede nunca estar ʺsobredeterminadaʺ; es decir, que
no puede ella misma ser afectada por las instancias que ella es capaz de mediar.
Semejante posibilidad de ser afectada por su exterioridad es sencillamente absurda
hegelianamente hablando pues, en realidad, la contradicción no es sino la verdad de ese
exterior. Todo horizonte de facticidad, el conjunto de las circunstancias, contingencias y
relaciones externas, como la geografía misma en último término, es en todo caso
expresión, despliegue o fenómeno de una realidad que es pura interioridad y que por
mucho que se tome el paciente trabajo de detenerse frente a cada determinación lo hace
únicamente para reconocerse a sí misma, o si se quiere, para vivir como espíritu, es
decir, como libertad. En las estrategias de esta astuta paciencia hay apariencias de
sobredeterminación, como se puede comprobar, por ejemplo, en la Filosofía de la
Historia. Ahí vemos a Hegel prestar una minuciosa atención al vasto conjunto de
determinaciones concretas que componen una sociedad histórica: leyes, religiones,
costumbres, usos, regímenes financiero, comercial y económico, sistema de educación,
artes, filosofía, etc. Pero, ʺsin embargo, ninguna de estas determinaciones es en su
esencia exterior a las otras, no solamente porque constituyen todas juntas una totalidad
orgánica original sino, más aún y sobre todo, porque esta totalidad se refleja en un
principio interno único, que es la verdad de todas las determinaciones concretasʺ.

Así, Roma: su gigantesca historia, sus instituciones, sus crisis y sus empresas, no son sino la manifestación
en el tiempo y luego la destrucción del principio interno de la personalidad jurídica abstracta. Este principio
interno contiene en él, como ecos, todos los principios de las formaciones históricas superadas, pero como ecos
de sí mismo, y a ello se debe que no tenga sino un centro, que es el centro de todos los mundos pasados
conservados en su recuerdo, razón que explica que sea simple. Y en esta simplicidad misma aparece su propia
contradicción: en Roma, la conciencia estoica, como conciencia de la contradicción inherente al concepto de la
personalidad jurídica abstracta, que apunta sin duda al mundo concreto de la subjetividad, pero yerra el tiro. Esta
contradicción hará estallar a la misma Roma y producirá aquello que la continuará: la figura de la subjetividad en
el cristianismo medieval. Toda la complejidad de Roma no sobre‐ determina en nada la contradicción del principio
simple de Roma, que no es sino la esencia interior de esta infinita riqueza histórica (Althusser, 1965a: 101/83).

158
Si el principio interno de Roma dejara de concebirse como una idea –la personalidad
jurídica abstracta– y uno se esforzara en entenderlo como algo material, aludiendo por
ejemplo a su base económica, estaríamos sencillamente malentendiendo por completo lo
que Hegel quiere decir con eso de ʺprincipio internoʺ. Si es interno es espíritu. Espíritu
no quiere decir otra cosa que eso: la posibilidad de entender una relación de exterioridad
como interioridad en lo que ella tiene de absoluto. Hegel nunca pone demasiados reparos
en llamar materia al principio interno; simplemente señala que toda su filosofía consiste
en mostrar cómo la materia es espíritu; en el fondo es la propia inquietud de la naturaleza
toda la que se encarga de demostrarlo, buscando incansablemente su descanso o su
plenitud en la psique y el espíritu.
Por eso, Althusser era muy oportuno al señalar que la cuestión no residía en si la
dialéctica había de aplicarse a la materia o al espíritu. En realidad, en Hegel, ʺespírituʺ no
significa sino aquello que es resultado de un proceso dialéctico. Espíritu no significa sino
la capacidad de ser lo mismo en lo otro, es decir, la explicitación de uno mismo en la
negación, en la contradicción. Este llegar a ser lo que se es mediante la contradicción
determina ya que lo que se es tiene que ser espíritu. Si la materia llega a ser lo que es
mediante la contradicción es que, en sentido hegeliano, la materia es espíritu. Y cualquier
juego de palabras a este respecto no variará la situación. De ella sólo puede escaparse
negando que los términos de la contradicción sean el uno despliegue del otro. Pero
entonces la contradicción sencillamente deja de ser una contradicción: se convierte en
una burda oposición o enfrentamiento entre dos cosas exteriores la una a la otra.
La contradicción es la interioridad de un exterior. Esa interioridad sólo puede ser el
absoluto mismo en uno de sus momentos, pues sólo para el absoluto, para el todo, es
interior todo lo exterior. Y todo Hegel ha mostrado que esta interioridad, este absoluto,
sólo puede ser el espíritu, el ser para sí en todo ser otro.
De todo ello hay sin duda que deducir que una realidad contradictoria es espiritual
por definición, así nos empeñemos cuanto queramos en llamarla materia. Althusser lo vio
con toda claridad, si bien no quiso dar el paso –tan kantiano– de sustituir enteramente el
concepto de contradicción por el de ʺoposición realʺ. El materialismo dialéctico, siempre
tan orgulloso de no ser mecanicista, se convertía así en tanto más idealista cuanto más
lograba el propósito de no ser mecanicista. Y a este respecto el ʺestructuralismoʺ
tampoco resultaba mucho más dialéctico, pues estaba claro que no se trataba ahí sino de
establecer una Mecánica de los fenómenos lingüísticos. El caso es que este enemigo del
hegelianismo que fue Althusser había acertado mucho mejor que nadie en comprender a
Hegel. Pues en realidad era Hegel mismo el que había demostrado el absurdo de un
supuesto materialismo dialéctico. No hay dialéctica sino hay un ahí posible para la
ʺdiferencia interiorʺ, para la diferencia ʺcapaz de ser su diferenciadoʺ y la materia es, por
definición, la pura exterioridad del ʺpartes extra partesʺ. De ahí que, en todo caso, lo

159
que habría que decir es que ha sido Hegel quien concienzudamente ha ʺaplicadoʺ el
ʺmétodo dialécticoʺ a lo material. En efecto, cada vez que Hegel se ha topado con una
exterioridad, con una materialidad, ha hecho precisamente lo que tan orgu‐ llosamente ha
dicho la tradición marxista que hizo Marx: entenderla dialécticamente, buscar en ella un
lugar en el que lo mismo fuera lo otro, entenderla como internamente contradictoria y,
por consiguiente, como espiritual. Así, por ejemplo:

Suele decirse que, en la historia de la filosofía, deben ser tomadas en cuenta las
circunstancias políticas, la religión, etc., porque ejercen gran influencia sobre la filosofía
de cada época, como ésta sobre ellas. Pero, cuando se parte de categorías como las de
ʺgran influenciaʺ, contentándose con esto, lo que se hace es enfocar ambos factores en
una conexión externa y situarse en el punto de vista de que cada uno de estos lados tiene
existencia propia y sustantiva. Aquí nos proponemos, sin embargo, enfocar esta relación
con arreglo a otra categoría, no según la de la influencia que cada uno de los factores
ejerce sobre el otro. La categoría esencial es la de la unidad de todas estas diversas
formas, ya que es un espíritu y solamente uno el que se manifiesta y se plasma a través
de estos diversos momentos (Hegel, VorGeschPhil, XVIII: 70/52‐53).

Categorías como la de ʺgran influenciaʺ han avergonzado siempre al materialismo.


Pero en ellas no se encuentra sino el resumen abstracto de una determinación de
exterioridad. Cualquier resultado positivo trabajosamente conquistado por medio, por
ejemplo, de la medida es, en su concepto, impresionantemente pobre. Especificar el
ʺtérmino medioʺ de ciertas relaciones fue para la escolástica un minucioso trabajo de
cirujano especulativo. Para el espectador no comprometido, no hay allí, en cambio, sino
un cuasiconcepto en juego: el concepto de lo que no es ni carne ni pescado, el concepto
de lo que no hay más remedio que medir porque no se puede determinar mediante una
nota conceptual. El concepto de cantidad, podría decirse, hace muy poca justicia al vasto
universo de las cantidades.
Al utilizar categorías como la de ʺgran influenciaʺ nos situamos, dice Hegel, en un
punto de vista puramente externo, afirmando que cada uno de los términos tiene
ʺexistencia propia y sustantivaʺ. Pero afirmar la existencia propia y sustantiva de tales
determinaciones es precisamente negar que lo finito sea ideell, es decir, negar el principio
fundamental del idealismo. ʺEl idealismo de la filosofía no consiste más que en esto: no
reconocer a lo finito como un verdadero existenteʺ (WL, V: 172/136). El concepto de
sobredeterminación de Althusser, como punta de lanza del materialismo, venía entonces
muy oportunamente a salvar la originariedad de la exterioridad. Por ello, convenía en
especial insistir en que respecto a Hegel hay en Marx un cambio en la elección de las
metáforas harto significativo: lo que en Hegel es esfera, en Marx es edificio. Ello se debe
a que Marx ha sustituido la problemática de generar la complejidad a partir de un centro

160
simple –capaz de reflexión– por una tópica de las instancias y eficacias en juego. Dadas,
por ejemplo, una instancia económica y una instancia ideológica, la cuestión no reside en
ser materialista por considerar a la primera determinante. El materialismo se ha decidido
antes de eso, al considerar esas instancias como dadas. Es decir: lo que el materialismo
veta contra el idealismo es la posibilidad de considerar una de las dos instancias como
generada en la otra, como si la una fuera el puro fenómeno, el despliegue o la expresión
de la otra. Althusser acertó con agudeza al descubrir contra toda la tradición marxista que
la cuestión no estaba entre optar por la primacía de lo económico o lo ideológico, sino en
impedir que uno de los dos términos se arrogase el papel de ʺrelación infinitaʺ. Pero si las
instancias están dadas, entonces el juego entre ellas no puede ser pensado en términos de
una única determinación. Será legítimo buscar la instancia determinante más o menos ʺen
última instanciaʺ, pero esa instancia será siempre afectada por las instancias que ella
determina. En el modelo tópico, toda determinación está sobredeterminada.

9.3. Materialismo y dialéctica

La estructura de la verdad que se deduce de la definición del idealismo hegeliana es


la de sermomento‐de. A la postre, lo que vino Althusser a mostrar fue, en primer lugar,
que si Marx tenía que ser materialista tenía que desenvolver su labor de investigación en
un éter enteramente distinto. Y en segundo lugar que, en realidad, aquella matriz de la
verdad hegeliana era ni más ni menos que la dialéctica, con lo que el marxismo no tenía
más remedio que optar entre materialismo o dialéctica. Pese a los intentos de Althusser
de disimular la gravedad de esta opción mediante la fórmula límite –a la que acabó
renunciando en los años ochenta– de una ʺdialéctica materialista no hegelianaʺ, lo que se
leía en su artículo era más bien que el intento de conciliar materialismo y dialéctica era un
completo absurdo. Y la cosa podía haberse presentado, con todo derecho, de forma más
espectacular: en realidad, ʺmaterialismoʺ no significaba nada fuera del rechazo de la
dialéctica.
Esta constatación es la que, de nuevo, nos va a conducir, en el capítulo siguiente, a
retroceder hacia Kant. La consistencia de la dialéctica consiste en convertir, en general, el
negocio de la determinación en momento del todo, transformando, como se comprobó, al
todo en el sujeto de iure de toda determinación. El papel de la cópula ʺesʺ en el juicio
sufre así una modificación, pasando a señalar el lugar del verdadero sujeto tratado al
tratar del sujeto en cada caso mencionado. Ello implica, naturalmente, que toda verdad
tiene que ser de inmediato superada, por el mero hecho de que trata de lo que trata y no
de lo que tenía que tratar: una verdad se prueba en su convertirse en otra verdad que
surge de ella, de modo que el juicio es cada vez más el dispositivo mismo en el que toda
verdad aparece y desaparece, el dispositivo que convierte toda determinación en

161
momento de algo que siempre ha estado presente en él. Si, pese a todo, la cópula, en
tanto que lo siempre ya tratado, funciona como cópula y no como sujeto es porque este
peculiar sujeto –en estricta coherencia hegeliana– no podría serlo sin un dispositivo capaz
de desplegar cada determinación como momento de una reflexión, de una interiorización
espiritual cada vez más profunda. Y en efecto: esto es lo que ha mostrado Kant que
ocurriría si la dialéctica no mostrara en la desesperación de la contradicción lo ilegítimo
de semejante proceder especulativo. Esta encrucijada debería haber obligado a la
tradición materialista a trazar una ecuación inevitable entre ser materialista y
escandalizarse por el proceder dialéctico de la razón. El escándalo kantiano frente a las
antinomias de la razón tenía que haberse mostrado – como a la postre se mostró tras un
siglo de vacilaciones, acusaciones internas de presuntas recaídas en el idealismo y
dolorosas autocríticas‐ como– el punto de partida en el que había que haberse negado a
penetrar en la senda del idealismo.

9.4. El horizonte de la acumulación de circunstancias

La ʺsobredeterminaciónʺ althusseriana daba cuenta de forma muy espectacular de


ciertas perplejidades famosas en los análisis históricos del marxismo. El hecho, por
ejemplo, de que la contradicción entre capital y trabajo hubiera estallado en la
Revolución rusa, en un país semifeudal, en el que capital y proletariado eran
prácticamente una anécdota. La contradicción entre relaciones de producción y fuerzas
productivas, encarnada en la contradicción entre capital y trabajo, había puesto a Europa
y el mundo entero en una situación revolucionaria. Pero la revolución anunciada por esa
contradicción acontece precisamente donde esa contradicción está prácticamente ausente
y sub‐ desarrollada. Todo ello demostraba que la contradicción por sí misma era incapaz
de provocar un desenlace revolucionario si no se sumaban a su eficacia una multitud de
eficacias distintas, en ocasiones enteramente ajenas, una ʺprodigiosa acumulación de
circunstanciasʺ, ʺmuchas de entre ellas necesariamente y paradójicamente extrañas, aún
más, absolutamente opuestas a la revoluciónʺ (1965a: 98/80). De modo que, por
paradójico que resulte, es la exterioridad más ʺcontingenteʺ y más ʺexteriorʺ, en el
sentido de que es más bien inercia y reacción frente a lo revolucionario, la que determina
precisamente el estallido.
Una vez más, el concepto esgrimido contra el idealismo choca por su parquedad. La
revolución no aconteció sino por una ʺprodigiosa acumulación de circunstanciasʺ. Fuera
del enfrentamiento con la dialéctica hegeliana, el concepto ʺacumulación de
circunstanciasʺ no aparece siquiera como un concepto, sino más bien como una
constatación de sentido común. Althusser parece empeñarse en hacer pasar por un
hallazgo conceptual lo que no es sino la constatación de que una tentación lógica ha

162
fracasado a la hora de comprender el asunto en cuestión. Pero el homenaje rendido a
Lenin no reside en que fuera capaz de inventar semejante pseudoconcepto. Lo que
realmente ha hecho Lenin, valiéndose supuestamente de ciertos instrumentales teóricos
de Marx, es producir los conceptos capaces de hacerse cargo teóricamente de aquello
que en Hegel no sería sino lo contingente, la inmensa acumulación de circunstancias que
acompañaba a lo que verdaderamente había que comprender porque era la realidad y la
razón de semejante panorama. El caso es, a la postre, que Lenin se ha ocupado de
pensar lo que en Hegel ni siquiera merecía ser pensado.

9.5. El pasado y las ʺsupervivenciasʺ históricas

El tipo de entramado de realidad que impide al tejido de la verdad ser investigado


dialécticamente y que Marx y Lenin habrían considerado el objeto propio de la
investigación científica en el continente de la historia puede ser ilustrado por el siguiente
de Althusser:

Cuando en esta situación entra en juego, en el mismo juego, una prodigiosa


acumulación de ʺcontradiccionesʺ, de las que algunas son radicalmente heterogéneas, que
no todas tienen el mismo origen, ni el mismo sentido, ni el mismo nivel o lugar de
aplicación, y que, sin embargo, ʺse fundenʺ en una unidad de ruptura, ya no se puede
hablar más de la única virtud simple de la ʺcontradicciónʺ general. Sin duda, la
contradicción fundamental que domina todo este tiempo (en el que la revolución está ʺal
orden del díaʺ), está activa en todas esas ʺcontradiccionesʺ y hasta en su ʺfusiónʺ. Pero
no se puede, sin embargo, pretender con todo rigor que esas ʺcontradiccionesʺ y su
ʺfusiónʺ sean su puro fenómeno, ya que las ʺcircunstanciasʺ o las ʺcorrientesʺ que la
llevan a cabo son más que su puro y simple fenómeno. Surgen de las relaciones de
producción, que son, sin duda, uno de los términos de la contradicción, pero al mismo
tiempo, su condición de existencia; de las superestructuras, instancias que derivan de
ella, pero que tienen su consistencia y eficacia propias; de la coyuntura internacional
misma que interviene como determinación y desempeña su papel específico. Ello quiere
decir que las ʺdiferenciasʺ que constituyen cada una de las instancias en juego (y que se
manifiestan en esta ʺacumulaciónʺ de la que habla Lenin) al fundirse en una unidad real,
no se ʺdisipanʺcomo un puro fenómeno en la unidad interior de una contradicción
simple. La unidad que constituyen con esta ʺfusiónʺ de ruptura revolucionaria, la
constituyen con su esencia y su eficacia propias, a partir de lo que son y según las
modalidades específicas de su acción. Constituyendo esta unidad, constituyen y llevan a
cabo la unidad fundamental que las anima, pero, haciéndolo, indican también la
naturaleza de dicha unidad: que la ʺcontradicciónʺ es inseparable de la estructura del

163
cuerpo social todo entero, en el que ella actúa, inseparable de las condiciones formales de
su existencia y de las instancias mismas que gobierna; que ella es ella misma afectada en
lo más profundo de su ser, por dichas instancias, determinante pero también determinada
en un solo y mismo movimiento, y determinada por los diversos niveles y las diversas
instancias de la formación social que ella anima; podríamos decir: sobredeterminada en
su principio (1965a: 98‐99/81)

ʺHay una manera de invertir a Hegel, dándose el aire de engendrar a Marx.ʺ


Consiste, nos dice, en hacer jugar la Astucia de la Razón a contrapelo, haciendo que todo
lo que en Hegel constituía lo político y lo ideológico hunda sus raíces en la sociedad civil
y en su secreto económico. De este modo, Marx habría encontrado en lo económico la
verdad del cuerpo social y, lo que en Hegel serían los momentos desplegados de la Idea,
consistiría en Marx en un despliegue de los momentos sucesivos de la Economía. Pero,
el caso es que Marx no ha invertido a Hegel sino que ha suprimido precisamente el
esquema mismo fenómeno‐ esencia‐verdad de... Es precisamente por eso por lo que no
se puede esperar que las superestructuras –tengan la naturaleza que tengan– se ʺdisipenʺ
con el avance de lo infraestructural. ʺUna revolución en la estructura no modifica ipso
facto en un relámpago [...] las superestructuras existentes, y en particular las ideologías,
ya que tienen como tales una consistencia suficiente para sobrevivir fuera del contexto
inmediato de su vida.ʺ

Jamás la dialéctica económica juega al estado puro. Jamás se ve en la Historia que


las instancias que constituyen las superestructuras, etc., se separen respetuosamente
cuando han realizado su obra o que se disipen como su puro fenómeno, para dejar pasar,
por la ruta real de la dialéctica, a su majestad la Economía porque los Tiempos habrían
llegado. Ni en el primer instante ni en el último, suena jamás la hora solitaria de la última
instancia (1965a: 113/93).

Lo que de paso contribuía, pues, a arrojar luz sobre otro de los enigmas con los que
la práctica teórica y política del marxismo se había estrellado insistentemente: la cuestión
de las supervivencias, en concreto de las supervivencias feudales en el modo de
producción capitalista, en el interior, pues, de la sociedad moderna.
En efecto, el siglo XX ha demostrado en multitud de frentes teóricos y campos de
estudio que en el engendro que llamamos sociedad capitalista se dan cita en un
complicado ensamblaje una pluralidad muy vasta de dispositivos que generan sus efectos
de forma relativamente independiente y sin pedir permiso, podría decirse, a la ʺley
fundamental de la sociedad modernaʺ –estudiada por Marx en Das Kapital–. Ya
comentamos en el capítulo 7 que, para empezar, el dispositivo capaz de generar el
capitalismo de la sociedad capitalista ha tenido que ensamblarse con algún dispositivo

164
capaz de generar sociedad. En este último dispositivo capaz de generar el efecto‐
sociedad se dan cita a su vez mil viejas cuentas pendientes de la humanidad que nos
interpelan desde la prehistoria. El mero hecho de que en la sociedad capitalista sigamos
hablando lenguas maternas, por ejemplo, nos habla de que tiene que haber dispositivos
capaces de insertar sexo y lenguaje, y de que tiene que ser posible después rastrear la
forma en la que los Edipos resultantes logran ser, de todos modos, habitantes posibles
para una sociedad capitalista. En el engendro de la sociedad moderna encontramos así
piezas feudales e incluso neolíticas, y, mucho más aún, meramente naturales. En cuanto
al tema que ahora nos preocupa, el hecho es que la tozuda resistencia de las llamadas
ʺsupervivenciasʺ de otros modos de producción a desaparecer no tiene nada que ver con
una virtud hegeliana por la que el presente superaría el pasado ʺconservandoʺ lo
eliminado en su interior. Precisamente todo demuestra lo contrario: esas ʺsupervivenciasʺ
superviven pesando como el plomo en relaciones de pura exterioridad, y otras veces
pueden ser borradas del mapa sin que la historia se conmueva ni exterior ni
interiormente. El pasado no es la interioridad del presente: en ocasiones le acompaña
tozuda e inertemente, pudiendo convertirse en obstáculo o en pieza, generando
reactivaciones o, lo que es todavía más inquietante, no generando absolutamente nada, al
modo en que ciertas comunidades indígenas del planeta no han sido reclamadas por el
siglo XX más que por su propia perseverancia en existir desde los tiempos más remotos.
En Hegel, por el contrario, el pasado no es nunca opaco y nunca es obstáculo. ʺEs
siempre digerible porque ha sido digerido de antemano. Roma puede reinar muy bien en
un mundo impregnado de Grecia: la Grecia ʹsuperadaʹ sobrevive en sus recuerdos
objetivos: esos templos reproducidos, esa religión asimilada, esa filosofía repensada.
Siendo ya Roma sin saberlo, cuando se encarnizaba en morir para dar a luz su futuro
romano, jamás obstaculiza Roma en Romaʺ (1965a: 115/95).
Pero el texto de Althusser no puede comprenderse como una reivindicación de los
conceptos que él mismo pone en juego –ʺcoyunturaʺ, ʺacumulación de circunstanciasʺ,
ʺsobredeterminaciónʺ, ʺinerciaʺ, ʺopacidadʺ...– como si en ellos se condensara la
ʺrevolución teórica de Marxʺ. La característica de estos conceptos es que ni siquiera se
les puede considerar tales. Althusser no tiene ni la menor intención de caer en el vicio
feuerbachiano de atacar a Hegel reclamando la positividad frente al concepto lógico sin
disponer para ello de otro patrimonio que el concepto lógico de lo positivo. Althusser lo
que hace es señalar que el trabajo de Marx (y de Lenin) parte de otro sitio que el de
Hegel, que se interesa precisamente en lo que él no se interesa –en lo que Hegel
considera meramente ʺcoyunturalʺ, mera ʺacumulación de circunstanciasʺ, ʺinerciaʺ o
ʺexterioridadʺ–, y que precisamente su investigación lo primero que hace es producir
unos instrumentos teóricos capaces de hacerse cargo de eso que la dialéctica hegeliana
suprimía‐conservando, mediante ese peculiar instrumento teórico que es el concepto de

165
Aufheben. Lo importante es mostrar que en Marx la Historia ʺprogresa por el lado
maloʺ, por el lado de las ʺexcepcionesʺ, y que en muchos casos la excepción es
precisamente la regla misma. Como se verá, hay aquí implicado mucho más de lo que ya
parece a simple vista: lo importante es que en Marx la Astucia de la Razón en la historia
no es sino la astucia de la razón para conocer la historia. Si hay que ser astuto para abrir
al conocimiento teórico la historia es precisamente porque, al contrario de lo afirmado
por Hegel, la razón no es una astucia dela propia historia. Ese agujero de ʺnadaʺ que
Grecia abrió en la Historia y al que la Ilustración llamó ʺrazónʺ, puede, sí, conocer, y
puede también, sin duda, exigir. Ninguna de las dos aperturas (teórica y práctica) que la
razón introduce en la historia convierte a la historia misma en un despliegue de lo
racional, ni nada puede convertir a ninguna de sus ʺastuciasʺ en un signo de ʺla mano de
la Providencia en la historia universalʺ (VorPhGesch, XII: 28‐29/50).

166
10
Contradicción y oposición real

emos venido afirmando que la cuestión del materialismo y el idealismo tiene que

H ser decidida en orden a considerar la transformación que el objeto investigado


sufre por el hecho de ser pensado en la totalidad. Es éste el motivo de nos
vieramos compelidos a plantear el problema desde la dialéctica trascendental de Kant. En
el capítulo anterior, por otro lado, hemos seguido a Althusser para sacar a la luz la
transformación que experimenta la noción de oposición al ser integrada en el engranaje
hegeliano de la totalidad. Intentaremos hacer ver ahora que el problema es más antiguo
de lo que se creyó, y que es posible entender esta polémica como una nueva edición de
un episodio crucial en el que, precisamente, Kant se apartó del universo leibniciano‐
wolffiano.

10.1. Oposición real y oposición lógica

Decir que la contradicción es motora es, por lo tanto, en teoría


marxista, decir que implica una lucha real, afronta‐ mientos reales
situados en lugares precisos de la estructura del todo complejo.

Louis Althusser

“Alguien venido después, al que la naturaleza parecía haber predestinado a fundar


un nuevo wolfianismo para nuestro tiempo…” Hemos aludido ya a lo significativo y
acertado de este diagnóstico de Schelling respecto al universo instaurado por Hegel en el
ámbito teórico alemán (apartado 6.3).
El mundo especulativo wolffiano había sido ya diagnosticado y, a raíz de este
diagnóstico, desintegrado desde sus cimientos, por obra de Kant. Lo importante para
nuestros objetivos es constatar ahora lo siguiente: el conjunto teórico que Althusser

167
considera una revolución teórica sin precedentes operada por Marx se enfrenta al
universo especulativo hegeliano mediante la problematización del mismo tipo de asunto
que Kant, al menos desde 1763, ha considerado clave contra el universo metafísico
wolffiano. Circunstancia crucial de inestimable trascendencia que, en primer lugar, da
testimonio de la justeza del temprano diagnóstico de Schelling respecto a la filosofía
hegeliana, y que, en segundo lugar, nos proporciona la confirmación de que, si Althusser
ha tenido razón, Marx habría acertado respecto de ese “nuevo wolffianismo de su época”
por incidir en el mismo tipo de razones ya esgrimidas por Kant en su momento.
En efecto, lo que Althusser presenta como la gran revolución teórica de Marx ha
sido, como hemos visto, la distinción radical entre oposición lógica y oposición real. Pero
esto coincide con la vía seguida por Kant en 1763 contra el mundo racionalista, en su
artículo Intento de introducir en la sabiduría del universo el concepto de magnitudes
negativas.

Una cosa se opone a otra: una de ellas suprime lo que ha sido puesto por la otra. Esta oposición es doble: o
lógica en virtud de la contradicción, o real, es decir, sin contradicción (Kant, 1763: 171).

En la contraposición lógica, según Kant, encontramos la antítesis entre dos


predicados A y no‐A, y su resultado es la nada pura, el puro vacío de pensamiento. En la
contraposición real hallamos algo bien distinto: un barco, por ejemplo, que es empujado
por el viento en una dirección determinada con una determinada velocidad y que, al
mismo tiempo, es empujado en sentido contrario con una fuerza idéntica por una
corriente, se encuentra sometido a dos fuerzas contrarias que se anulan en un sentido
completamente distinto del lógico. El resultado no es un vacío de pensamiento sino una
realidad perfectamente específica y determinable a la que llamamos “reposo”. Pero el
“reposo” es una magnitud como cualquier otra, exactamente igual que el cero no es sino
un número más.
No es extraño que, Althusser, al arrancar el análisis marxista del universo dialéctico
hegeliano haya insistido también, muy especialmente, en que lo fundamental es que la
matriz teórica puesta en juego sea capaz de hacerse cargo no sólo del desarrollo, sino del
no desarrollo. La matriz de la sobredetermina‐ ción que nos propone tiene, como
pretende Kant contra el universo wolffia‐ no, la virtualidad de ser capaz de hacerse cargo
del “cero”, del “reposo”, del “no desarrollo”, sin convertirlo en un vacío lógico o una
necesaria ocasión dialéctica para la Aufhebung. De ahí que Althusser no cese de insistir
en que lo que él llamaba todavía la “dialéctica marxista” tenía la particularidad de poder
“pensar lo que constituye la ‘cruz’ de la dialéctica hegeliana: por ejemplo, el
nodesarrollo, el estancamiento de las ʹsociedades sin historiaʹ, sean éstas primitivas o no;
por ejemplo, el fenómeno de las ‘supervivenciasʹ reales, etc.” (1965a: 223/181). Pero,
también, el hecho sorprendente. de que la revolución proletaria –que ha acontecido en

168
Rusia, donde apenas hay proletariado– no se haya producido en Alemania, Inglaterra o
Estados Unidos, allí donde la oposición había alcanzado su máximo desarrollo.
Lo característico del desarrollo hegeliano, afirma Althusser, es que “dependiendo
integralmente de este supuesto radical de una unidad originaria simple” se desenvuelve
únicamente “por la virtud de la negatividad”. Si Marx hubiera procedido según esta
matriz hegeliana, la “prodigiosa acumulación” de enfrentamientos y oposiciones que
determinan una coyuntura histórica moderna encontraría una condensación suficiente en
las virtudes negativas de la oposición más determinante, la oposición entre “Capital” y
“Trabajo”, en la cual el capital funcionaría como la negación del trabajo y viceversa, de
modo que esta contradicción fundamental absorbería en su compleja interioridad el
conjunto de determinaciones puestas en juego en las formaciones sociales capitalistas. Es
decir, la sociedad moderna estaría habitada por un enfrentamien‐ to real que se resumiría
en su misma esencia en una contradicción entre un A y un no‐A, en una “repugnancia
lógica” que se desenvolvería en virtud de los dispositivos de la negatividad hegeliana:
enajenación‐exteriorización, negación de la negación, Aufhebung, etc. Frente a la
concepción hegeliana de la contradicción, Althusser insistió en la desigualdad
característica de la contradicción marxista, capaz de “poner en juego contrarios que no se
han obtenido afectando a uno de ellos con el signo opuesto al del otro” (1975: /148).

La clase obrera no es el negativo de la clase capitalista, la clase capitalista afectada con un signo menos,
privada de sus capitales y de sus poderes; y la clase capitalista no es la clase obrera afectada con un signo más, el
de la riqueza y el poder. No tienen la misma historia, no tienen el mismo mundo, no tienen los mismos recursos,
no realizan la misma lucha de clases (ibíd. /149).

Hemos comentado ya en el apartado 7.4 la importancia de observar que Marx


aborda la formación de estas dos clases sociales separadamente y que su combinación en
el modo de producción capitalista es entendida como un ʺhallazgoʺ estructural. Esta
exterioridad irreductible de los dos elementos fue, en efecto, la que inspiró a Althusser
sus últimos esfuerzos sistemáticos bajo el título de un ʺmaterialisme de la rencontreʺ
(1982b).
Por otro lado, si la contradicción entre las clases fuera entendida por Marx a la
manera hegeliana, la garantía del tránsito a otros modos de producción residiría entonces
en la máxima acentuación de la repugnancia lógica en cuestión, que, agotando todo
recurso para mantenerse en la contradicción, acabaría por convertirse en otra cosa capaz
de funcionar como Aufhebung.
El problema es que si el enfrentamiento determinante de la sociedad moderna es
pensado como ʺoposición realʺ y no como ʺrepugnancia lógicaʺ las cosas pueden
funcionar según esa misma apariencia, pero pueden también funcionar de modo
completamente distinto, sin que sea posible decidir uno u otro desenlace operando por
meros conceptos. En ese caso, la negatividad puesta en juego remite siempre a

169
fundamentos positivos que pueden sumarse o restarse, anularse recíprocamente total o
parcialmente en sus efectos. No hay, dice Kant, cosas negativas. En la oposición real
ʺuno de los opuestos no es el contradictorio del otroʺ sino ʺalgo positivoʺ, no ʺuna simple
negación del mismoʺ, sino ʺalgo a él opuesto como afirmativoʺ (loc. cit. 175). ʺCaer no
se distingue de subir simplemente como no‐a de a, sino que es algo tan positivo como el
subir y que sólo cuando se lo pone en conexión con él implica el fundamento de una
negaciónʺ (ibídem).
Por otro lado, para que podamos hablar de oposición real, dice Kant, es preciso que
las determinaciones en conflicto se hallen ʺen el mismo sujetoʺ. Esto es, precisamente, lo
que hace que fuerzas ajenas que podrían ignorarse no puedan sin embargo hacerlo,
teniendo que entrar en relaciones de oposición, de suma o de resta: que pueden aplicarse
sobre el mismo sujeto y que, en último término, tienen que disputarse un suelo que es
siempre finito. Es en el mismo sentido que Althusser afirma que para comprender los
destinos de las oposiciones en una coyuntura dada es preciso atender a cómo en ʺesa
situación entra en juego, en el mismo juego, una prodigiosa acumulación de
contradiccionesʹ, de las que algunas son radicalmente heterogéneas, que no todas tienen
el mismo origen, ni el mismo sentido, ni el mismo nively lugarʺ, llamando aquí
ʺcontradiccionesʺ a enfrentamientos específicos entre realidades que desplegados en una
tensa red se disputan entre sí un stock finito de realidad (1965a: 98/78). El poder de lo
negativo no surge así de la contradicción lógica, ni de la mera ausencia o carencia de lo
positivo, sino del hecho de que muchas positividades tengan que repartirse lo que hay.

Siempre que existe un fundamento positivo y la consecuencia, sin embargo, es cero, hay una oposición real,
es decir, que ese fundamento positivo está en conexión con otro fundamento positivo, que es la negativa del
primero (Kant, 1763: 177).

De este modo, si la correlación de fuerzas entre capital y trabajo en un determinado


país ofrece como saldo posible, pongamos por caso, la ʺinminente victoria del
proletariadoʺ, y, sin embargo, ésta no se produce, dejando las cosas como están, puede
darse por supuesto que habrá otros ʺfundamentos positivosʺ que son capaces de
intervenir en la misma coyuntura anulando mediante una ʺresta realʺ el efecto esperado.
Es claro que Althusser razona según esta lógica de la ʺoposición realʺ, en principio muy
elemental, cuando critica a los socialdemócratas alemanes del siglo XIX que creían ser
llevados, en corto plazo, al triunfo socialista ʺpor pertenecer al Estado capitalista más
poderoso, en plena expansión económicaʺ y encontrarse ellos mismos ʺen plena
expansión electoralʺ, recordando lo siguiente:

Olvidaban que todo ello ocurría en una Alemania armada de un poderoso aparato de Estado y que contaban
con una burguesía que, desde hacía mucho tiempo, se había tragado ʺsuʺ revolución política a cambio de la
protección policiaca, burocrática y militar de Bismarck y luego de Guillermo, a cambio de los beneficios

170
gigantescos de la explotación capitalista y colonialista, rodeada de una pequeña burguesía chauvinista y
reaccionaria. Olvidaban que esta purificación tan simple de la contradicción [Capital‐ Trabajo] era simplemente
abstracta: la contradicción real se confunde de tal modo con estas ʺcircunstanciasʺ que no es discernible,
identificable ni manejable sino a través de ellas y en ellas (1965a: 97/79).

Supuestamente, el mayor desarrollo del capital ʺen plena expansiónʺ había producido
el máximo desarrollo de su correlato proletario, que, ʺen plena expansión electoralʺ podía
así ganarle la batalla. Sin embargo, este efecto, que no se produce, introduce un =0 en la
coyuntura. Este cero no es la vaciedad de un absurdo lógico incomprensible, ni tampoco,
precisamente, la ocasión para un pasar dialéctico a otra cosa. Es un verdadero cero que
tiene que ser explicado haciendo intervenir otros fundamentos positivos que hayan
conseguido restar de los efectos sumados por el proletariado. Lo que indica precisamente
que, comprendiendo la situación en términos de ʺoposición realʺ, Althusser tiene razón
en afirmar que se hace preciso entonces pensar en términos de sobredeterminación. Sólo
en una realidad en la que es posible la sobredeterminación ocurre que el reposo o el cero
no tiene por qué indicar una carencia sino indicar a otra fuerza positiva que haya
conseguido anular los efectos de las otras. Pues, tal y como afirma Kant: ʺLa supresión
de la consecuencia de un fundamento positivo, reclama siempre también un fundamento
positivoʺ (loc. cit. 177)
Por otra parte, el resultado de una oposición entre capital y proletariado puede dar
lugar a un cero (es decir alguna especie de empate) que no tiene nada de absurdo lógico:
puede ser un pacto social o un estancamiento o incluso una huelga en la que nadie puede
vencer. El problema es que dos fuerzas que se oponen y se anulan en sus consecuencias
sólo pueden hacerlo así si –como dice Kant– ʺlas determinaciones en conflicto se hallan
en el mismo sujetoʺ. De lo que se deduce que, en nuestro caso, capital y proletariado se
están enfrentando respecto algo que no son ellos mismos, por ejemplo, respecto a la
toma del aparato de Estado o la opinión pública que podría otorgar una victoria electoral.
En este universo ʺno meramente lógicoʺ la simple ʺcarenciaʺ tampoco encierra nada
de contradicción: remite, simplemente, respecto de un determinado efecto posible, a la
ausencia de ʺfundamento positivoʺ (Kant, 1763: 178). Así es el caso, aludido antes por
nosotros, de ciertas comunidades indígenas que han podido permanecer olvidadas por
toda necesidad de desarrollo y de todo conflicto con él, permaneciendo estancadas en el
neolítico sin que ello implique dialéctica ni absurdo lógico alguno. El problema de las
ʺsupervivenciasʺ del pasado en el presente es, sin duda, mucho más amplio y difícil, pero
el caso es que tiene que ser abordado, según Althusser, en un terreno en el que el no
desarrollo puede ser una carencia, o una posible anulación entre fuerzas contrarias, o
incluso, en determinados momentos, una fuerza eficaz como la inercia para producir, en
conexión con otras fuerzas, efectos destructores en una configuración social, al modo,
por ejemplo, en que el propio estancamiento campesino de la estepa rusa se convierte, en

171
determinadas circunstancias, en una pesada carga inerte que vuelve insostenible cualquier
solución no revolucionaria a la difícil coyuntura de 1917.
A la postre, el texto de Kant termina por afirmar que ʺse requiere un principio tan
real para suprimir algo que existe, como para producirlo si no existeʺ. Todo el mundo
entiende que cuando algo no es es porque le falta la razón positiva para ello. Y cuando
algo que ya es, deja de ser, hace falta, precisamente, un fundamento positivo de su
desaparición. En definitiva, Kant está negando toda potencia a lo negativo que no esté
respaldada por una eficacia positiva. O lo que es lo mismo, está negando a la mera
negación lógica toda eficacia real, y afirmando, por contra, que si lo negativo tiene
eficacia real es por la disposición –siempre coyuntural– de las realidades positivas entre
sí.
El racionalismo ha partido de la base de que de iure toda verdad de hecho tiene que
poder ser convertida en verdad de razón, lo que implica tanto reducir lo empírico a algo
puramente lógico como, para que esta reducción sea posible, concebir que lo empírico
era ya desde el principio, de algún modo, algo conceptual, si bien confuso y oscuro. Ello
resultaba equivalente a pensar toda determinación en Dios y desde el punto de vista de
Dios, para el que nada es un mero hecho y nada es meramente empírico. El problema
que ha planteado Kant surge de la observación de que, de esta manera, no puede ser
pensada de iure ninguna oposición entre realidades positivas, sino sólo entre lo positivo y
su negación. Así, si Leibniz no puede pensar una oposición entre una realidad A y otra B
es porque tal cosa no puede ser pensada por meros conceptos. En el medio lógico no hay
oposición entre realidades, sino entre realidad y negación: el ser no se opone nunca al ser,
sino sólo al no ser. Hay negación cuando falta la razón para que algo sea puesto. De este
modo, comenta Kant, Leibniz intentó construir ʺun mundo hecho de pura luz y sombra,
sin tener en cuenta que para colocar un espacio en la sombra hace falta que haya allí un
cuerpo, o sea algo real que resista a la luz y la impida entrar en el espacioʺ (1791: 282).
En el universo resultante, el mal no es sino la ausencia de bien; el dolor, la ausencia de
placer; el vicio, la ausencia de virtud; el reposo, la falta de fuerza motriz. De este modo,
el O y el mal en general se convierten en la misma cosa. Hay mal porque no hay bien.
Kant, en cambio, ha insistido en que algo puede estar en reposo no por la ausencia
de fuerza motriz, sino por la oposición real de fuerzas contrapuestas en el espacio. Pero,
no se pueden pensar direcciones en el espacio contrapuestas mediante meros conceptos.
Es decir, tal cosa es impensable si se considera que el medio lógico es el verdadero
espacio de las cosas. En lo lógico nunca hay contraposición entre A y B sino entre A y
no A. La crítica de Kant incide en el mismo sentido que la de Althusser cuando recuerda
contra el pensamiento hegeliano que el capital no es la mera negación del trabajo y
cuando acusa a Hegel de haber pensado una historia sin geografía.

172
10.2. Dios y la oposición real

10.2.1. Kant, Hegel y el dogmatismo clásico

En una línea enteramente opuesta a la que acaba de trazarse, la tradición marxista


hegeliana intentó valerse de este opúsculo de Kant para localizar en él un avance hacia el
pensamiento dialéctico, en el sentido de que gracias a él se habría centrado la atención en
lo negativo, señalándose, además, que el resultado de la oposición no era simplemente un
absurdo, sino, en todo caso, una realidad, una positividad. Este desatino ya fue
denunciado por Gérard Lebrun tanto en su libro Kant et la fin de la métaphysique (cap.
VII), como en La patien‐ te du Concept (cap. VI). La introducción en filosofía del
concepto de magnitud negativa no representa en absoluto un preludio del hegelianismo.
Antes bien, la pregunta clave que mueve todo el texto de Kant en su polémica con el
dogmatismo clásico de Wolff es radicalmente refractaria al universo teórico de Hegel:
ʺ¿Qué debe ser el ʹserʹ finito y mundano en relación al Ser infinito para que se pueda
encontrar en él una relación incompatible, en todos los sentidos, con el Ser infinito?ʺ
(1970: 195). La aludida ʺrelaciónʺ es, precisamente, la oposición real, imposible de no
reconocer en este mundo, pero impensable, sin embargo, de forma radical, en Dios. Pese
a todas las simpatías hegelianas que pueda despertar la introducción de las magnitudes
negativas en filosofía, el verdadero punto crucial entre Kant y Hegel se juega tan sólo
respecto al saldo que va a tener en la teología la incidencia de esta noción.
En primer lugar, es preciso señalar, como hizo Lebrun, que el opúsculo de Kant no
anuncia en absoluto la positividad de lo negativo. Muy al contrario, el efecto es una
crítica y un replanteamiento de la positividad del ser mundano; ¿qué ser es éste que
puede destruirse positivamente en su realidad? Al introducir las magnitudes negativas,
lejos de prefigurar a Hegel, Kant traza una separación insuperable entre lo finito y lo
infinito.
En un sentido, es cierto, Kant permanece, al contrario que Hegel, en el interior del
pensamiento clásico‐dogmático. En el mismo sentido exacto que Sartre, esta vez
directamente contra el pensamiento dialéctico y desde la fenomenología, haría en El ser y
la nada la siguiente profesión de dogmatismo: ʺEn una palabra, lo que es preciso
recordar aquí contra Hegel, es que el ser es y la nada no esʺ (1943: 51/51). Lebrun tiene
razón al señalar aquí algo así como ʺel mínimo de dogmatismo que es preciso mantener
para no ser hegelianoʺ, y no cabe duda, en efecto, de que Kant acepta este mínimo. Y es
verdad, que a este respecto, Kant habría resultado a los clásicos quizá sorprendente, pero
no incomprensible. Él habla su mismo lenguaje, mientras que Hegel habría inventado una
sintaxis ininteligible capaz de tratar lo negativo como positivo. ¿Se equivoca entonces
Schelling al acusar a Hegel, precisamente, de nuevo wolffiano? Hemos intentado mostrar

173
que el artículo de Kant podría muy bien haber sido esgrimido althusserianamente contra
Hegel, en el mismo sentido en que fue concebido contra Wolff. La razón profunda de
este paralelismo es que lo ʺdogmáticoʺ no residía fundamentalmente en no conceder
positividad a lo negativo; lo dogmático que en verdad está en juego consiste en no
aceptar otra negatividad que la negatividad lógica. Desde el siglo XX, y
fundamentalmente respecto al sentido de la revolución teórica de Marx, el hecho de que
Hegel haya conferido a la negatividad lógica una fecundidad positiva –ajena por
completo al mundo clásico– no prueba en absoluto que Hegel no pueda ser un nuevo
clásico, sino más bien que Hegel ha encontrado un procedimiento lógico lo
suficientemente fecundo para sustituir ciertas metáforas inoportunas del racionalismo,
como la armonía preestablecida, por dispositivos racionales explícitos. Empero, su
preocupación es enteramente clásica. Como denunció Schelling, la ʺinnovaciónʺ
hegeliana ha consistido en transferir a lo lógico un método que sólo tenía sentido para lo
real y efectivo (cfr. capítulo 6). Con ello no se ha apartado de la vía wolffiana, sino que
más bien ha construido un nuevo Wolff infinitamente potente. Pero el saldo final sigue
siendo el mismo: no hay en Hegel, ha dicho Althusser, como Kant dijera del
racionalismo, lugar para la oposición real. Hay ahora, sí, apariencia de oposición real,
pues Hegel ha conseguido ʺintroducir lo negativoʺ en la divinidad. Pero este negativo que
no es positivo más que a base de negaciones, por mucho que no convierta la oposición
en una nada o vacío lógico, le abre las puertas de la divinidad tan sólo a condición de
introducir en ella una nihilización de la que la superación dialéctica es el síntoma
distintivo, a fuerza de trivializar la superficie de determinaciones exteriores en la que, sin
embargo, se ocupa mientras tanto toda la comunidad científica.
Al no aceptar otra negatividad que la negatividad lógica, el mundo wolf‐ fiano había
negado que en Dios y desde el punto de vista de Dios hubiera privaciones. El balance
crucial de la nueva lógica hegeliana tiene que resolverse en pesar si la oposición real
kantiana –en la que en realidad navega toda la física– es ahora accesible en tanto que
lógica o si no se ha hallado más bien un procedimiento más potente, paciente y cuidadoso
de nihilizarla y mantenerla marginada de toda consideración epistémica.
A la postre, Hegel está mucho más cerca del mundo clásico que Kant. El diagnóstico
de Lebrun es correcto al afirmar que la verdadera ruptura pasa entre el dogmatismo y su
reformulación dialéctica por una parte y Kant por la otra. Hegel reprocha, sin duda, a los
clásicos el no haber sabido hacer nada con la negación. Pero en Kant, el remedio es peor
que la enfermedad, porque si introduce lo negativo es sólo a costa de negar cualquier
continuidad entre lo finito y lo infinito, entre Dios y el mundo. Al menos, los clásicos
habían convertido todo el universo de las privaciones en una pura imaginación
antropocéntrica y habían afirmado, como Spinoza, que las cosas eran en Dios. Para
Hegel, su error reside en no saber mostrar cómo son las cosas en Dios, viéndose

174
obligados a convertir lo finito en una mera apariencia, o en una verdad provisional
destinada a convertirse algún día en verdad de razón, pero de este modo mantuvieron
pese a todo la continuidad entre lo infinito y lo finito, en lugar de operar con la vanidad y
la soberbia ilustrada, pretendiendo desgajar la propia finitud de lo absoluto y sentando,
así, tanto la impotencia de Dios para retornar a sí mismo como el derecho a la pereza y
el desfallecimiento en la búsqueda del asiento necesario de la finitud en lo divino. De lo
que se trata es de aceptar lo finito en lo infinito, para lo que es preciso incluir lo negativo
en lo divino, y, en general, también el error, el mal y la apariencia. De ahí que, si para
Hegel, el Dios de los clásicos fallece en el Ideal de la razón kantiano, lo hace sólo porque,
de hecho, los clásicos no habían sido capaces de hacer vivir lo negativo en él. Si Kant
tiene razón en matar a ese Dios es sólo para que resucite en la nueva lógica hegeliana. El
problema de Spinoza y los clásicos es que en ellos, según la expresión de Hegel, ʺel ser
se oscurece más y más, y la noche, lo negativo, es el punto extremo de la línea en que no
se retorna jamás a la primera luzʺ. Pero el que ellos no hayan sabido encontrar el camino
de retorno a esa primera luz, mostrando que en realidad ese camino es precisamente su
forma de iluminar, les llevó sencillamente a ignorar la realidad del espíritu y a confundir
ese oscurecimiento de lo negativo con el proceder de una ilusión que la verdad tenía que
deshacer a su modo. Kant, en cambio, no ha prestado atención a lo negativo más que
para prohibirle todo retorno a la ʺprimera luzʺ (1970: 201). Kant ha excluido toda
ontología común de lo finito y lo infinito. Por eso, Hegel tiene que juzgar con mucha más
dureza a Kant y la filosofía crítica que al universo racionalista, pues a sus ojos es como si
aquél hubiera convertido en sistema lo que en éste no era sino una incompetencia.
Una vez desautorizada la versión ʺprehegelianaʺ del artículo de Kant leído por la
tradición marxista, lo que Lebrun no ha querido hacer y tampoco supo hacer Althusser,
aunque éste no por eso dejó de caminar en esa dirección, es servirse de este texto para
diagnosticar, como Schelling, a Hegel como un nuevo wolffiano, señalando sobre la base
de ello algún paralelismo entre la crítica de Marx y la de Kant. Es patente que para Hegel
la repugnancia lógica no es un absurdo o vacío lógico. El wolffianismo con el que tuvo
que enfrentarse el Marx leído por Althusser no es el mismo con el que se enfrentara
Kant. Para el wolffianismo la contradicción produce un cero que es un absurdo, y su
negativa a pensar otra oposición que la oposición lógica le impide pensar un conflicto de
realidades que tenga por resultado una magnitud como cualquier otra. Para Hegel, la
contradicción produce, en cambio, un tránsito. Pero lo que viene a mostrar Althusser es
que este ʺtránsitoʺ conserva, en realidad, algo del cero racionalista. Este tránsito es sólo
posible como interiorización. Y las determinaciones que arrastra están nihilizadas en su
exterioridad y su eficacia para la sobredeterminación, de modo que no son nunca un
verdadero acontecimiento físico, sino más bien algo siempre más profundo, pero también
menos tosco y grosero que la efectividad material. Es por eso que Balibar acertó también

175
en su aportación al seminario Lire le Capital al señalar el punto de ruptura fundamental
entre Marx y Hegel ʺa propósito de una teoría del tránsitoʺ, mostrando –tal y como ya se
comentó (apartados 7.5 y 7.6)– que ʺallí donde una lógica dialéctica resolvería fácilmente
el problema, Marx se obstina siempre en soluciones no dialécticasʺ.

10.2.2. Armonía preestablecida y dialéctica

El problema profundo de Leibniz, a ojos de Kant, es que el ámbito instaurado por el


principio de razón suficiente no ha sabido superar el dominio de los juicios puramente
analíticos, donde no hay ninguna relación que no sea meramente conceptual. No hay, así,
ningún ʺalgo másʺ posible para el concepto, de modo que para la forma general del
concepto, para el concepto del concepto no hay propiamente nada que sea
verdaderamente otro, por lo que queda abierto un espacio de verdad que puede ser
considerado absoluto. Pero en ese espacio, Leibniz se ve obligado a construir el mundo a
base solamente de afirmaciones y negaciones.
No ha de extrañar que ante semejante empresa no pueda competir con Hegel, quien
ha logrado mostrar el carácter positivo que la contradicción tiene como ser para sí, y, en
último término, como absoluto libre, como espíritu. Pero, en cualquier caso, la empresa
en cuestión es la misma. La dialéctica hegeliana viene a resolver exitosamente el mismo
problema al que pretendía dar respuesta la armonía preestablecida de Leibniz. Ésta fue
descrita por Kant como ʺla ficción más prodigiosa que jamás haya excogitado la
filosofíaʺ; para Schelling (1836: 122) se trataba, incluso, de una mera broma para divertir
al gran público. La armonía preestablecida es el saldo racionalista que es preciso concluir
de que todo esté en todo y de que, por tanto, cada sustancia tenga que agotar el todo y
no tener, pues, ninguna comunicación con las otras. No hay, entonces, apunta Kant,
ʺninguna razón por la que los accidentes de una sustancia tengan que fundarse en otra
sustancia externa y de la misma especie por lo que hace a su estado. De modo que, aun
cuando como sustancias del mundo tengan que estar en comunidad, ésta tiene que ser
meramente ideal, incapaz de todo influjo real (físico), ya que ello implica la posibilidad de
interacción como si ésta se entendiera a partir de su mera existencia (cosa que sin
embargo no es así)ʺ (1791: 284). Esta conclusión es inevitable para Kant desde el mismo
momento que se ha pretendido ʺexplicar y hacer concebible todo a partir de meros
conceptosʺ. La armonía preestablecida es el primer síntoma de un universo en el que,
habiendo sido suplantado el espacio y el tiempo por el desplegarse de lo lógico, es
imposible la sobredeterminación. Los accidentes de una sustancia no pueden deberse a
ningún influjo exterior, ni las sustancias pueden afectarse exteriormente, porque, en
realidad, todo es interior desde el principio y, como corresponde a la idea misma de
absoluto, todo despliegue no puede ser sino una interiorización más profunda. Pero al

176
resolver a la postre toda determinación en una interiorización, no nos hemos limitado a
invertir la cosa, como si ahora diera igual decir Dios que Naturaleza: hemos suprimido
una relación, la relación ʺfísicaʺ o ʺrealʺ entre las cosas. El saldo de la armonía
preestablecida no debe ofuscar el hecho de que Hegel no ha partido de un punto distinto
y de que no se encuentra tampoco con un problema distinto: en adelante jamás se tratará
para la filosofía de ʺinflujosʺ o ʺgrandes influenciasʺ o determinaciones que se dejan
ʺafectarʺ por otras determinaciones, sino de una totalidad capaz de generar mediante
diferencias internas todos esos supuestos efectos. El reproche de Althusser a la
concepción histórica hegeliana coincide con el de Kant al mundo leibniziano‐wolffiano: al
hacer de lo lógico, esto es, de Dios, el verdadero espacio de las cosas, se ha dado al
traste con la posibilidad de una pluralidad exterior capaz de interactuar con eficacia real,
es decir, con la posibilidad de entender un ʺtodo complejo y estructurado siempre ya
dadoʺ. No hay estructura más que cuando hay una anterioridad de la complejidad. El
todo hegeliano, origen de toda determinación y de toda estructura, no tiene estructura a
su vez. La ficción de Hegel, mucho más ʺprodigiosaʺ que la de Leibniz, estructura, pero
no tiene estructura.

10.2.3. La complejidad del acontecer físico

Kant investiga lo que está implicado en la complejidad del acaecer, tanto para la
metafísica como para la propia ciencia natural. Éste es impensable sin ciertas relaciones
muy simples y sencillas, pero de las que, sin embargo, es imposible dar cuenta partiendo
de meros conceptos. Así por ejemplo la rela‐ ción de causalidad. Una cosa es que una
conclusión se derive de sus premisas, o que una consecuencia se derive de su
fundamento conceptual, y otra bien diferente que algo sea derivado de otra cosa
distinta. Sólo a esto último llamamos causalidad. En el primer caso tenemos una relación
lógica, en el segundo una relación real, y no hay para Kant continuidad alguna entre una
y otra problemática. La derivación lógica depende del análisis de los meros conceptos.
Aquella derivación ʺrealʺ a la que llamamos causalidad no puede ser justificada
analíticamente ni por el análisis más potente. En ella hay un proceder sintético, por el que
una cosa –que entendemos perfectamente en su concepto‐ da lugar a otra que también
entendemos perfectamente en su concepto, sin que el concepto de la primera contenga
ninguna referencia al paso de una a otra cosa. En suma: palabras como ʺcausaʺ y
ʺefectoʺ o ʺfuerzaʺ y ʺactoʺ expresan ʺque, por el mero hecho de existir algo, tiene
necesariamente que existir algo distinto de eso, pero no que, como correspondería al
razonamiento lógico, por el hecho de pensarse algo se tiene que pensar necesariamente
otra cosa, en el fondo idéntica a aquelloʺ (Cassirer, 1918: /95).
Se ha señalado en este momento kantiano (1763) la primera afirmación de un

177
marcado dualismo (Cassirer, 1918: /95). En adelante, en la obra de Kant no hay
ontología común posible para lo finito y lo infinito, la ontología se separa radicalmente de
la teología, impidiendo al análisis interiorizar la síntesis, impidiendo que el concepto
pueda valerse por sí mismo para alcanzar lo real, abriendo así una brecha insalvable entre
dos tipos de representaciones: intuición y concepto. El mismo dualismo separa dos
ámbitos de validez: lo teórico y lo práctico. Esta insistencia kantiana en la separación –
idéntica a la de Aristóteles (cfr. Aubenque, 1962) – se expresa ya en 1763, contra el
universo leibniziano‐wolffiano en un dualismo que expresa en el fondo la prohibición de
confundir mediante ningún recurso posible la cosa con el conocimiento de la cosa. Y es,
por demás, esta separación la que proporciona al conocimiento la especificidad que le es
propia, diferenciándole del mero pensamiento válido.
Se hace preciso así distinguir trascendentalmente dos lugares fundamentales. Por
una parte, el lugar en el que se dan o hay las cosas, al que Kant llama sensibilidad. Por
otra, el lugar en el que se piensan las cosas, es decir, el entendimiento. Juzgar consiste en
comparar y relacionar conceptos. Estos conceptos pueden ser, así, idénticos o diferentes,
concordar u oponerse, ser interiores o exteriores, pueden ser determinables o ser una
determinación. El problema es que estas comparaciones pueden plantearse en ambos
lugares trascendentales y en uno y otro caso no se está haciendo la misma cosa.
Podemos comparar nuestras representaciones en el lugar en el que se dan las cosas o en
el lugar en el que sencillamente son pensadas. Es decir, puedo estar limitándome a
comparar conceptos entre sí; pero si lo que quiero saber es si las cosas son iguales o
diferentes, concordantes u opuestas, entonces tengo el deber de distinguir mediante la
reflexión si estoy comparando en la sensibilidad o en el entendimiento (KrV, A 263, B
319).
Leibniz intelectualizó el mundo al no reconocer otras diferencias en él que no fueran
aquellas por las cuales un concepto se sigue de otro. No advirtió que la sensibilidad
introduce sus propias diferencias y que dos cosas cuyo concepto es idéntico pueden, sin
embargo, ser distintas, por el mero hecho de ocupar lugares distintos en el espacio o el
tiempo. De esta manera, convirtió lo puramente lógico en el verdadero espacio‐tiempo
de lo real, o dicho de otra forma, convirtió a Dios en el único lugar posible de las cosas.
Con ello, Dios se convierte en el principio lógico del mundo y lo real mismo, regido tan
sólo por el principio de identidad, debe ser pensado como derivando de Él como una
conclusión de sus premisas. Es en esta forma de pensar la relación entre Dios y el mundo
en la que vimos a Schelling (apartado 6.7) denunciar un reino de consecuencias sin
consecuente, en el que había creación, pero nada creado, pues el principio se identifica
en realidad inevitablemente con aquello de lo que es principio, pudiéndose decir que
puesto el principio tenemos necesariamente la serie de sus consecuencias. Un Dios así no
puede concederse ningún ʺsábadoʺ, jamás puede descansar (1836: 189), pues su creación

178
se agota en Él y lo creado no posee ni autonomía ni, por supuesto, libertad para el bien y
para el mal.
A esta aberración teológica se suman, en opinión de Kant, otras aberraciones que
repugnan al sentido común y cierran el paso al objeto de la física. No poder pensar el
cero como una magnitud como cualquier otra impedía el desarrollo matemático más
elemental y también convertía en absurdo el reposo físico como consecuencia de fuerzas
contrarias. Pero incluso el sentido común tiene que protestar ante el principio de los
indiscernibles, inevitable desde el momento en que no admitimos otra diferencia que no
sea por meros conceptos. Dos objetos idénticos son ʺindiscerniblesʺ si los consideramos
como objetos del entendimiento puro y, por lo tanto, no son dos, sino uno. Pero si los
consideramos como fenómenos en la sensibilidad, entonces podemos incluso permitirnos
el lujo de prescindir de todas sus pequeñas diferencias, porque sabemos que tienen una
diferencia numérica por el mero hecho de ocupar lugares distintos en el espacio. De
hecho, dos espacios idénticos son exactamente iguales y sumados suman el doble, y
ninguna mentalidad común se dejará jamás persuadir de que dos gotas de agua idénticas
tienen por eso que ser la misma.
Al no ser lo empírico, para el racionalismo, un lugar de diferente naturaleza que lo
lógico, tratándose ahí tan sólo del mínimo de concepto, del concepto en estado de
confusión, las relaciones de interioridad y exterioridad cambian también de significado.
Pensado por meros conceptos, lo ʺinteriorʺ es ʺaquello que carece de relación con algo
distintoʺ. Éste es el motivo por el que, en Hegel, para el espíritu no puede haber algo
verdaderamente otro. La interioridad es lo absoluto, y por eso lo real en tanto que
absoluto sólo puede ser espíritu. Pero la cosa cambia si esta relación es pensada en el
lugar en el que se dan las cosas, en la sensibilidad. Lo ʺinternoʺ no es allí sino una
relación más. Sabemos, por ejemplo, que hay fuerzas que impiden la penetración en una
sustancia y a esa cualidad le llamamos ʺmateriaʺ. Una sustancia es un conjunto de
relaciones de exterioridad e interioridad y no hay sustancia más que en la composición.
Leibniz, por el contrario, al convertir las sustancias en algo puramente interior –por
representárselas sólo por meros conceptos– las tuvo que convertir en mónadas, en
sujetos simples dotados de la facultad de representación, que no podían tener relación
alguna con ninguna otra cosa, de modo que, para pensar una comunidad de sustancias
tuvo que recurrir a la ficción de la armonía preestablecida.

10.2.4. Espacio y unidad

Pero, al igual que antes hemos presentado la dialéctica hegeliana como un arreglo de
cuentas con la fórmula de la armonía preestablecida, todo el quehacer teórico de la física
puede ser considerado como el ajuste propiamente kantiano, sólo a partir del cual se

179
plantean las preguntas propias de la crítica.

Si, por el contrario, se admite la intuición pura del espacio como aquello que a priori está a la base de todas
las relaciones externas, constituyendo un solo espacio, entonces todas las sustancias están enlazadas gracias a él
en relaciones que hacen posible el influjo físico y constituyen un todo; de ese modo todos los seres, como cosas
en el espacio, constituyen en su conjunto un solo mundo, sin que pueda haber mundos separados entre sí; si este
principio de la unidad del mundo fuera aducido por simples conceptos, sin poner a la base aquella intuición, no
podría de ninguna manera ser probado (Kant, 1791: 284, SN).

El espacio, lejos de ser lo lógico degradado o enajenado, es más bien, así, el suelo de
toda comunidad de sustancias y el responsable teórico de toda unidad real y efectiva en
el mundo externo, es decir, de la unidad resultante de los enlaces físicos. Si Dios o lo
absoluto son pensados como el verdadero espacio de las cosas, entonces, tal y como era
de esperar ya desde Aristóteles, lo primero que desaparece es el objeto de la física. Es
imposible, por meros conceptos, poner en libertad el mundo físico. No puede sorprender,
pues, que en el retrato althusseriando de Marx como Galileo del continente historia,
tengamos ya una primera imagen espacial y que Althusser haya podido conceder una
importancia primordial al hecho de que Marx prescinda siempre de los sugestivos
servicios del dispositivo de la Aufhebung, poniendo en su lugar toscas metáforas
espaciales, es decir que, en suma, haya sustituido el proceder especulativo por el trazado
de una tópica de instancias sociales. Ello no es sino el signo de que lo que se ha buscado
en la historia ha quedado enmarcado en el ámbito del ʺinflujo físicoʺ y que, en efecto,
cuando Marx distingue en lo histórico una ʺbase material que ha de poder ser estudiada
con la exactitud propia de la ciencia de la naturalezaʺ está inscribiendo su investigación en
el ámbito general de la física moderna.
Por otra parte este texto arroja luz suficiente respecto al modo en que la comunidad
científica está interesada en la unidad. Si como se comprobó (apartado 8.2), todo
científico está interesado en el derecho a remontarse en la cadena silogística hacia las
condiciones de las condiciones y, en último término, hacia la búsqueda de la unidad, y
ello pese a que su investigación efectiva progresa más bien a base de separar unos
objetos de otros utilizando ʺsistemas cerradosʺ, es porque, de todos modos, se sabe a
priori que todas las cosas tienen que compartir un mismo espacio y, por consiguiente,
acomodarse entre sí y disputarse un único mundo, sin que puedan existir ʺmundos
separados entre síʺ. Si está interesado en la ordenación sistemática de su investigación
con la de otros departamentos es porque, en primer lugar, cuando se ha acotado y
delimitado el tema del que se habla, se está siempre interesado en hablar con otros que
también han acotado su propio tema, pues sólo en este caso en realidad se sabe de qué se
está hablando y de si, por tanto, los dos asuntos tienen o no algo en común; y, en
segundo lugar, porque, en tanto que cosas en el espacio, el influjo físico de unas con
otras es siempre un nuevo objeto de investigación obligatorio, en el que la comunidad

180
científica no puede renunciar a intentar trazar el mapa de la estructura compleja del todo.
Hemos visto ya que los científicos se interesan más unos a otros cuanto más se
distancian sus investigaciones y que la unidad sistemática no se desarticula, sino que
progresa con este trabajo por la separación.
Pero, con esta peculiar unidad puesta a la base, no se puede ʺdecir que todas las
realidades estén en armonía por el hecho de no haber contradicción entre sus conceptosʺ
(A 282‐3, B‐338‐9). La unidad resulta más bien tanto de la oposición como de la
concordancia. Por el contrario, cuando el todo es pensado a partir de meros conceptos,
en el todo intelectualizado del racionalismo, no puede haber oposiciones ni privaciones.
Se cree posible, de este modo, ʺunir toda realidad en un ser, sin temor a oposición
alguna, ya que no conocen otra que la contradicciónʺ. En Dios nada se opone a nada. Si
no se atiende más que a las distinciones entre conceptos, todas las cosas pueden ser
resumidas en una unidad, sin necesidad de atender a ninguna oposición. Muy distinta es
la tarea que se propone la comunidad científica, que pretende unir todas las cosas en el
espacio y el tiempo, pues en este horizonte de unidad las cosas se unen y se oponen
según relaciones específicas que tienen que ser exploradas en cada caso.
Esto último, desde luego, también lo hace a su modo Hegel. La verdad hegeliana no
huye espantada, como sabemos, ni siquiera ante el mal o el error. Pero el resultado de su
exploración consiste siempre en mostrar que lo que en cada caso hemos tomado por
maldad o falsedad debe ser reinterpretado en el marco de un engranaje lógico que no
implique semejantes relaciones de exterioridad como las sugeridas por esos términos. No
se debe afirmar ʺque lo falso sea un momento o incluso parte integrante de lo verdaderoʺ
(Hegel, Phä, /27). Pero ello es porque, en el fondo, una vez que se ha mostrado tal cosa,
lo falso o lo malo ya no aparecen como tal y ʺno debieran ya emplearse aquellos
términos allí donde se ha superado su ser otro […]; lo falso no es ya en cuanto que falso
un momento de la verdadʺ. ʺNo hay lo falso, como no hay lo malo.ʺ La peculiaridad de
la oposición dialéctica es, como ha señalado Althusser, que no puede estancarse como tal
oposición ni resolverse en un cero, implicando siempre un tránsito capaz de reabsorberla.
Hegel ha inventado una lógica paciente, pero el reproche kantiano vertido sobre el todo
intelectualizado de Leibniz le interpela por encima de todo historicismo hermenéutico,
pues, en cualquier caso, esa paciencia no es ni siquiera compatible con la paciencia de la
física.

10.3. El Ideal de la razón: el teísmo y el espacio

El tiempo es, junto con el espacio, el único englobante (Inbegriff) que funciona en la
Crítica de la razón pura. El único ens realissimum es la experiencia.
Esto viene a significar que hay saber en la medida en que Dios está ausente. Las

181
cosas son en el espacio y el tiempo en tanto que, precisamente, no son en Dios; podría
decirse, aclarando lo que afirmamos antes (apartado 4.6), que el lugar del saber depende
de que la investigación no pueda dejarse guiar por la sentencia de San Pablo ʺen Dios
vivimos, nos movemos y existimosʺ. Sin embargo, hemos mostrado que ni la razón ni la
comunidad científica pueden ni obviar la cuestión de la unidad ni dejar de interesarse en
ella. La totalidad, como incondicionado y absoluto, es una necesidad que la razón no
puede dejar de plantearse. Por una parte, la serie de los silogismos hipotéticos remite a
una totalidad del mundo fenoménico. Esta Idea de la razón ha sido criticada en sus
pretensiones en el examen de las antinomias de la razón. Pero, el problema de la totalidad
surge por otro camino cuando se investiga el Ideal de la razón, es decir, la posibilidad de
la determinación completa de cada cosa.
Ello requiere que cada cosa ha debido ser confrontada con todos los predicados
posibles, excluyendo los que no le convienen, lo que obliga a pensar algo así como un
stock de todos los contenidos, un stock de toda la realidad, respecto a la cual delimitar
cada cosa particular. Esta noción de totalidad es en principio caracterizada como el
conjunto o el englobante (Inbegriff) de todo lo real en el cual todas las cosas quedarían
determinadas de modo omní‐ vodo, agotando todas las determinaciones posibles, por
afirmación o negación. A este lugar, que no es otro que aquel desde el que es posible
adoptar el punto de vista sub specie aeternitatis, es al que, obviamente, la tradición ha
llamado Dios, a diferencia de la otra aludida totalidad a la que se ha llamado Mundo.
Las cosas son en esta totalidad como las figuras en el espacio, es decir, que lo
mismo que operando con los lugares en el espacio formamos todas las figuras espaciales,
sería operando por acotación en este stock de toda realidad como formaríamos todas las
realidades. En el espacio las cosas son aquí o allí, en la omnitudo realitatis las cosas son
no sólo cúbicas, sino también blancas, saladas, sólidas, etc., y además no son esféricas o
cónicas, negras, rojas o amarillas, dulces o agrias, líquidas o gaseosas, etc. Este stock de
realidad es el presupuesto de la determinabilidad, por lo que es absurdo pensarlo como
compuesto por las diferentes determinaciones. Y en este sentido también, la metáfora del
espacio presta sus servicios adecuadamente, porque, si bien cualquier espacio particular
no puede surgir sino de una delimitación del espacio infinito, es absurdo considerar a éste
como el resultado de la suma o la composición de los espacios finitos. Del mismo modo,
si bien toda cosa puede quedar delimitada por exclusión de ciertos predicados en el
conjunto de todos ellos, resulta imposible pensar esta totalidad presupuesta como
resultado de la suma de estas delimitaciones.
Sin embargo, el espacio, aun no siendo un compuesto, sí es divisible y esto ya no
puede convenir a Dios como omnitudo realitatis. Bruscamente, Kant abandona,
entonces, la metáfora del espacio (A 579, B 607). Ella había sido sugerida por la propia
disposición lógica del silogismo disyuntivo, pues, parecía que, en efecto, toda realidad

182
tenía a partir de éste que ser derivada mediante acotamientos y exclusión de predicados.
Pero si en un sentido lógico es preciso hacer esa presuposición, en absoluto quiere ello
decir que la razón pueda decidir sobre la realidad de un ser semejante para luego derivar
de él las determinaciones por acotamientos sucesivos. El ente señalado por el Ideal de la
razón es un pleno de positividad. Precisamente por eso, en tanto que están excluidos de
él todos los predicados negativos, todos aquellos que no pueden coexistir, ha podido ser
pensado como un individuo, como un ʺobjeto particularʺ, como un único. Ha sido
pensado, además, como el ser originario, respecto al cual todo ser finito se considera
derivado, pero ahora resulta impracticable la vía lógica de esta derivación.
Kant abandona la consideración de Dios como omnitudo realitatis, es decir, como
englobante ʺespacialʺ de todos los seres, y constata entonces que sólo queda disponible la
metáfora de Dios como fundamento. La diversidad de las cosas, ahora, ya no es
concebida como descansando en un acotamiento de la totalidad, sino como consecuencia
de un principio único. En cualquier caso, nada se ha dicho sobre la existencia o realidad
de un ser que responda a semejante idea. Con todo, esta metáfora, si se quiere
entenderla así, sí que constituye una ficción necesaria de la razón. Y lo importante es
saber por qué, de esta manera, se confiere al teísmo, contra el panteísmo, una legitimidad
en el uso de la razón que, aunque sea meramente simbólica, se afirma no obstante como
necesaria e inevitable.

El ideal del que hablamos no se basa en una mera idea arbitraria, sino natural. Por ello pregunto: ¿por qué la
razón considera toda posibilidad de las cosas como derivada de una única posibilidad básica, es decir, como
derivada de la posibilidad de la realidad suprema, y presupone luego que ésta se halla contenida en un ser
originario particular? (A 581, B 609).

Estas preguntas han quedado respondidas ya en la coherencia anterior de la Crítica


de la razón pura. Pero aquí interesa especialmente ahondar en los motivos por los que la
ilusión trascendental en cuestión y lo que ella tiene incluso de legítima para la razón –
cosa que será tratada en el ʺApéndice sobre el uso regulativo de las ideas de la razónʺ–
tiene que estar levantada sobre el modelo del fundamento y no del englobante de todas
las realidades. Si puede ser incluso inevitable y fructífero para la razón actuar como si
todas las cosas fueran consecuencias de un único principio, al que la ilusión trascendental
llamará Dios, no es, sin embargo, posible para la razón actuar como si las cosas fueran
en Dios. Sería muy fácil pretender aquí que en estas páginas Kant se está salvaguardando
de posibles acusaciones de spinozismo. El problema es que esta argucia hermenéutica no
hace justicia a Kant, pero tampoco, como se verá, al propio Spinoza (cfr. apartado
11.1.2).

10.4. Paréntesis sobre el teísmo y algunas consecuencias morales

183
Hemos visto a Heine denunciar al viejo Schelling por haberse refugiado en un
vergonzoso teísmo, proclamando la existencia de un Dios ʺque ha cometido la locura de
crear el mundoʺ. Ahora, el impulso de Schelling puede ser encarado desde otro punto de
vista mucho menos extravagante para el buen sentido materialista. Schelling ha
distinguido la divinidad de Dios con la intención de poder abrir a la razón todo un espacio
que ʺen Diosʺ no sea, sin embargo, Dios. Ha sido, en cualquier caso, su peculiar intento
de cuidar de un claro en el que la oposición real no quedara nihilizada.
En los apartados 6.6 y 6.7 hemos asistido a cómo la crítica de Schelling al sistema
hegeliano se centró, desde 1809, en orden a advertir que, al ser pensado en Dios, el
mundo entero de las determinaciones sufría una modificación sustancial que suprimía en
él la oposición física y moral. El racionalismo había sido muy pronto denunciado, y lo
seguiría siendo hasta 1854, como incapaz de sobrepasar un universo de consecuencias
sin consecuente, en el que no había sino derivación, pero nada derivado, un universo
nihilizado e inefabilizado en el que la definición de realidad como identificación entre la
esencia y la existencia trasladaba insensatamente todos los problemas de la definición de
Dios a la realidad misma. Schelling había hecho depender la posibilidad de la libertad de
que Dios pudiera descansar, es decir, de la autonomía de lo creado, y, por ello mismo, de
la posibilidad del mal. Para ello, era preciso, ante todo, que la historia no pudiera ser
entendida como una Teodicea, o más profundamente, que la teodicea no explicara a
Dios, que no pudiera convertirse en la teología consecuente, que, por tanto, Dios no
tuviera así que ʺcargar con todo el peso del malʺ. El universo ʺwolffianoʺ de la
especulación hegeliana, como el mundo leibniziano en su momento, suprime la
complejidad física de la oposición real, pero, al tiempo, impide la apertura del claro de la
razón práctica, obligando al bien a generarse en el mal y destruyendo la raíz misma de la
exigencia moral en la historia. Éste es el motivo escondido por el que en el sistema
hegeliano hay también una sutura especulativa entre lo teórico y lo práctico, y también,
como ya se comprobó –y una cosa no es, por complejo que sea sacar a la luz esta
articulación, sino consecuencia de la otra–, entre lo ideológico y lo científico. Estos
síntomas ya denunciados por Schelling en el pensamiento dialéctico afloraron en toda su
gravedad en el seno del marxismo hegeliano, ante el que se levantaron no pocas voces
escandalizadas desde las filas de una cierta sensatez kantiana, tal y como pueden mostrar
las siguientes declaraciones de protesta por parte de Hannah Arendt: ʺA través de estos
métodos fantasiosos [tendentes a borrar la frontera entre lo teórico y lo práctico en el
concepto de prâxis ʹmarcianaʹ], usted ha eliminado la distinción y al mismo tiempo ha
hecho aquel truco hegeliano en que un concepto, en sí mismo, empieza a desarrollarse a
través de su propia negación. No, no se da así. El bien no se desarrolla en el mal, y el
mal no se desarrolla en el bien. En esto soy implacableʺ (1979: 160).
Arendt no tenía ninguna duda de que un vicio hegeliano semejante procedía del

184
propio Marx. Indudablemente, en todo caso, la tradición marxista merecía estos
reproches. Estamos intentando mostrar que, sin embargo, Marx tuvo que arrancar al
universo hegeliano un lugar en el que el pensamiento dialéctico no podía tomar la palabra
y que ello ocurrió en la investigación respecto a la sociedad moderna que le ocupó la
mayor parte de su vida. Pero ello no quiere decir que haya muchos otros textos de Marx
a los que bien pueda arrojarse una reflexión de este tipo:

No comparto el gran entusiasmo de Marx por el capitalismo. En las primeras páginas del Manifiesto
comunista podemos encontrar el mayor elogio del capitalismo que jamás hayamos leído. Y esto en un momento
en que ya el capitalismo estaba siendo duramente atacado, especialmente por parte de la denominada derecha. Los
conservadores fueron los primeros en sacar a colación tales críticas, que más tarde fueron asumidas por la
izquierda, y también naturalmente por Marx. […] Por supuesto, la crueldad del capitalismo de los siglos XVII,
XVIII y XIX era también arrolladora. Y hay que tenerlo presente al leer el gran elogio del capitalismo de Marx.
Estaba rodeado por las más horribles consecuencias de este sistema y, a pesar de ello, pensó que era una gran
cosa. Era también hegeliano y naturalmente creía en el poder de lo negativo. Pues bien, yo no creo en el poder de
lo negativo, de la negación, si constituye la terrible desgracia de otra gente (1979: 168‐169).

De cualquier forma, tal y como expusimos en el apartado 7.7, el ʺgran entusiasmoʺ


de Marx por el capitalismo también le llevó a concentrar todas sus energías teóricas en
comprenderlo, en lugar de limitarse a condenarlo. Ya insistimos en que Marx no se
empeñó en hacer recuento de los males causados por el capital, sino que más bien se
ocupó de mostrar la maldad intrínseca de unas condiciones capitalistas en las que todos
esos males que ofenden la sensibilidad de los hombres son siempre remedios o soluciones
para otras amenazas mayores. Denunció, pues, la difícil coyuntura de una sociedad
moderna en la que el espacio de lo político, al que siempre alude Hannah Arendt, se
encontraba fatalmente secuestrado por las necesidades imperiosas de una base
económica de las que la subsistencia de la población depende a vida o muerte, hasta el
punto de que se ha dado en llamar ʺdemocraciaʺ o ʺEstado de derechoʺ a la mera
superfluidad de la instancia política, siempre libre de hacer todo en unas condiciones en
las que no hay nada que hacer.
Así pues, la irritante retórica hegeliana de la tradición marxista quizás apuntara a un
problema más grave que el de la mera teodicea de una filosofía de la historia capaz de
justificar cualquier crimen por el advenimiento de un reino futuro del bien. Parece más
bien, hoy día, una irresponsabilidad seguir insistiendo en esta solución de facilidad a la
hora de entender el desgraciado itinerario de nuestro siglo XX.
Al aislar del modo expuesto su objeto teórico en la historia, Marx había más bien
abierto la reflexión moral en un pozo oscuro que es el verdadero reverso tenebroso de la
Ilustración, obligando a la razón práctica y al imperativo categórico a hacerse cargo no
sólo de las relaciones humanas, sino también de las relaciones que los hombres
establecen con sus condiciones materiales de existencia y con las leyes y necesidades del
modo de producción que las administra. Los escondidos engranajes en los que en esta

185
encrucijada se han ensamblado lo político y lo moral en los dos últimos siglos, generando
sin duda realidades monstruosas inéditas, como el stalinismo, hacen al marxismo, desde
luego, responsable, pero, mucho más radicalmente, son la verdadera cuenta pendiente de
la acción política ilustrada y lo no pensado de su reflexión moral; y, en este sentido, tales
monstruos son más que nada los hijos legítimos de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre sobre la que se edificó la sociedad moderna. La gravedad de las
propias paradojas subrayadas por la obra de Hannah Arendt sirve de testigo de este
fondo no resuelto del pensamiento ilustrado, que, por otra parte, jamás habría logrado
hacerse patente si Marx no hubiera logrado aislar en lo histórico un entramado de
necesidades que ni eran naturales ni eran, tampoco, en ningún sentido, necesidades
humanas, si bien, en cambio, sí que eran capaces de dirigir y matar hombres con tanta o
mayor eficacia que el clima o los terremotos. Es precisamente en este terreno en el que
es posible encontrar leyes que no son naturales, que tampoco son morales, y que, sin
embargo, afectan a todo planteamiento moral e incluso exigen dirigir políticamente la
acción moral, en una suerte de compromiso siempre difícil de abordar para la razón
práctica, en el que hemos estado considerando que se movió la investigación de Marx en
el sentido de una física especial de lo histórico.

10.5. Estética trascendental y argumento ontológico

Pregunté a la tierra y me dijo: ʺNo soy yoʺ; y todas las cosas que
hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos
y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: ʺNo somos tu Dios,
búscale sobre nosotrosʺ. Interrogué a las auras que respiramos, y al
aire todo, con sus moradores, me dijo: ʺEngáñase Anaxímenes: yo no
soy tu Diosʺ. Pregunté al sol, a la luna y a las estrellas. ʺTampoco
somos nosotros el que buscasʺ, me res‐ pondieron. Interrogué,
finalmente, a la mole del mundo acerca de mi Dios, y ella me
respondió: ʺYo no lo soyʺ.

San Agustín

Al mantener la realidad de las magnitudes negativas, es decir, al entender la realidad


misma como un tejido en el que es siempre posible la oposición real, Kant ha impedido
que Dios pueda ser entendido como el englobante de toda realidad, pues si bien es cierto
que las magnitudes negativas tienen un fundamento positivo y que la oposición real da
lugar a algo a su vez positivo, no es menos cierto que también hay en ella la supresión de
ciertas posibilidades e incluso de ciertas realidades. ʺAhora bien, sería inconcebible que
en la omnitudo realitatis el encuentro entre dos determinaciones produjese una supresión
de realidadʺ (Lebrun, G., 1970: 195). Hay que reconocer, entonces, que todo ese tejido

186
de realidad se encuentra fuera de Dios, fuera del todo de la realidad. Esta contradicción
es el embrión del teísmo que nos obliga a pensar a Dios no como un englobante, como el
conjunto de toda realidad, sino más bien como lo más alto, como la suma, en todo caso,
de todas las perfecciones posibles. En efecto, la oposición real, considerada ahora como
efectiva, impide que coincida el concepto de la plenitud de realidad con el concepto del
conjunto de toda realidad.
Que el todo de la realidad tenga fuera de sí precisamente a toda realidad, es, sin
duda, un escándalo. Es precisamente lo que nos obliga a pensar la co‐pertenencia de
todas las cosas entre sí como basada en la dependencia de todas ellas de un fundamento
común. Si se postula un fundamento no es ya más para derivar de él las cosas, sino para
cohesionar al máximo todo lo empírico entre sí. La cuestión ya no es la pertenencia de lo
finito a lo infinito sino la copertenencia de todo lo finito. Pero esta nueva retórica de la
razón es la consecuencia de que las cosas no puedan ser entendidas como modos de lo
divino, debido a la presencia en ellas de oposiciones reales, y, por lo tanto, el recurso a
este teísmo simbólico viene a conferir al mundo finito una autonomía y consistencia
propias. Dios, como plenitud de realidad, es pensado como vacío de todo contenido real.
Lo que verdaderamente se ha jugado en esta apuesta ha sido toda continuidad entre
lo indeterminado y lo determinado. Ya no es cuestión de hacer compatible el principio de
que toda determinación es negación y, por tanto, limitación, con la indeterminación como
plenitud de realidad. Pues las cosas determinadas han encontrado otro espacio que la
divinidad para ser como sustancias. La búsqueda desesperada de un recurso para que lo
indeterminado encuentre la potencia de sacar de sí la determinación es completamente
ajena a Kant. La oposición real, demostrada como real y efectiva, ha obligado a pensar
las cosas en el espacio, y no en lo divino. Dios mismo, por consiguiente, ajeno a toda
limitación y toda negación, como lo indeterminado, ya no es más una plenitud de toda
realidad, sino un lugar enteramente vacío. Con vistas a respetar la efabilidad de las cosas
tal y como ella es, Kant ha tenido que aplicarse al máximo en la tarea de inefabilizar a
Dios.
El hecho de que podamos siempre ascender en la serie de los silogismos disyuntivos
hacia una unidad puede hacer pensar que cualquier contenido debería poderse obtener
por división disyuntiva del todo de la realidad. Pero esta presuposición tiene que ver con
el derecho a ascender en la cadena silogística; si, a la inversa, se pretendiera descender
por ella, convirtiendo la presuposición en un auténtico desarrollo, la desilusión sería
completa, pues la unidad de la que se pretendería partir se encontraría
desconcertantemente vacía de toda determinación.
¿En qué medida, sin embargo, la postura de Kant respecto al Ideal de la razón y la
consiguiente brecha abierta entre lo finito y lo infinito queda expuesta a una
reformulación más potente de lo infinito? Kant opta por el modelo del fundamento contra

187
el modelo de la omnitudo realitatis porque observa que la plenitud de realidad tiene que
ser simple, pues excluye toda negación, y por tanto, no puede ser divisible. Hegel
siempre podría, sin duda, mostrar que no hay repugnancia alguna en pensar un simple
que necesite ser otro para ser idéntico a sí mismo. Basta con pensar a Dios como
espíritu, es decir, con pensar lo lógico no sólo como identidad, sino como identidad capaz
de retornar a sí, capaz de saberse. De esta manera, Dios aparece entonces no sólo como
sustancia, sino también como sujeto, como libertad.
Convertir el espíritu y no meramente lo lógico en el verdadero ʺespacioʺ de las cosas
no tiene menos el inconveniente de suprimir como absoluto el darse mismo de las cosas
y convertirlo más bien en uno de los juegos del concepto. Pero ¿por qué mantener a
cualquier precio la heterogeneidad radical entre concepto e intuición? ¿Por qué mantener
la consistencia de una oposición real como la kantiana que nos obliga a pensar las cosas
como dadas en el espacio y el tiempo y no optar, por ejemplo, por la realidad de la
oposición dialéctica hegeliana, que tendría entonces la ventaja de permitirnos restaurar la
teología en el interior mismo de la física? ¿En qué campo de batalla se juega
verdaderamente la necesidad de optar por una u otra decisión? Vamos a intentar mostrar
en adelante que aquí como en todo el ámbito del saber la única cuestión relevante reside
en que, respecto a una determinada cuestión en juego, logre mostrarse que aquello que se
da por sabido sigue en realidad sin saberse, que lo que tomábamos por una solución no
era sino una forma de imaginar el problema, que, por consiguiente, puede aún
demostrarse que hay un problema a resolver ahí donde una pretendida respuesta lo
escamoteaba, y todo ello no puede lograrse más que demostrando conocer más y mejor.
La verdadera heterogeneidad que Kant se ha empeñado en afirmar de forma radical es la
que se da entre ignorancia y saber. Al inefabilizar a Dios y considerar lo indeterminado
no como plenitud de realidad sino como vacío, ha cerrado, ante todo, las puertas a toda
posible vía de fertilidad de la ignorancia. En adelante, el saber ignorar no está, para Kant,
preñado de ningún saber. Saber ignorar es, como lo era para Sócrates, saber preguntar.
Pero saber preguntar es tanto como reconocer un mundo ya dado al que dirigir la
pregunta, por lo que la heterogeneidad entre saber e ignorar reaparece de inmediato como
heterogeneidad entre concepto e intuición. Si hay algo que saber es sólo en la medida en
que las cosas se dan. Si se ha inefabiliza‐ do a Dios es para otorgarles a ellas la palabra.
Inefabilizar a Dios es cuidar de un sitio en el que la indeterminación sea vacía, es
decir, en el que ignorar sea pura y simplemente ignorar sin posibilidad de tránsito ni
superación. Ese lugar, sin duda, hay que llamarlo Sócrates, o si se quiere, razón. Una
razón que carece de toda fertilidad real es una razón finita. Pero el que la razón no pueda
engendrar lo real no significa que no pueda conocerlo. Un ignorar que no pretende
hacerse pasar por saber es, por el contrario, el único lugar del mundo en el que es posible
recibir la presencia de las cosas. A aquello en lo que consiste este recibir lo llamamos

188
espacio y tiempo.
Un tránsito lógico a lo real, que no sea sencillamente el mero investigar al que como
todo resultado puede llamarse conocer, exige pensar una fertilidad efectiva de lo lógico
y, como hemos visto, una fertilidad, pues, de lo indeterminado. Ello implica, en el mapa
trazado por la Crítica de la razón pura, que la lógica trascendental llegara a adquirir una
potencia suficiente para anular el lugar de la estética. Está claro que esta potencia o
fertilidad tendría que provenir de la Dialéctica trascendental, de modo que la razón
especulativa ya no se limitara a pensar y adquiriera, de pronto, la facultad de conocer. Se
puede decir muy oportunamente que no se llega a comprender nada de Kant hasta que se
ha entendido diáfanamente que basta deslegitimizar la crítica kantiana al argumento
ontológico para que toda la obra colapse haciendo desaparecer de golpe la Estética
trascendental. Negar el argumento ontológico es negar todo tránsito lógico de lo
conceptual a lo realmente efectivo (que no sea la mera investigación, cuyo único efecto
real es el conocimiento). Y ello supone, en primer lugar, que entonces lo realmente
efectivo no puede encontrar como tal su estancia en lo lógico, obligándonos a concluir
que lo lógico no puede suplantar, ni siquiera sub specie aeternitatis, al espacio físico.
Negar el argumento ontológico es afirmar que el espacio sensible es el único espacio de lo
real.
La concepción de la existencia kantiana como posición absoluta ha roto, en efecto,
todos los hilos de continuidad con el dogmatismo. En virtud de ella, el ser finito ha
quedado individualizado y no es posible pensarlo en adelante como modo de la divinidad.
Cualquier modo de aceptación del argumento ontológico está, por el contrario, abocado,
a ojos de Kant, a encontrar su coherencia más estricta en el spinozismo:

Como se había despojado a todas las cosas de su posibilidad singular y separada para existir, se terminó por
quitarles también la existencia separada y por no concederles más que la inherencia en un sujeto. El spinozismo es
el verdadero desenlace de la metafísica dogmática (citado por Lebrun, 1970: 192).

Si, por el contrario, la existencia es pensada como ʺposición absolutaʺ, se hace


preciso pensar principios heterogéneos para lo inteligible y para el fenómeno, es decir,
para la esencia y la existencia. Kant rompe con el postulado de continuidad de la
metafísica dogmática, abriendo una brecha entre lo finito y lo infinito. Lo finito ya no es
más un oscurecimiento, o un alejamiento de la luz. Pues el mundo finito está hecho de
una indisolubilidad de la luz y la sombra que puede subsistir por ella misma.
Frente a semejantes cosas ʺrealmente efectivasʺ que no pueden ser entendidas como
modos, la indeterminación ya no es más su verdadero lugar. Es tan sólo el lugar en el que
se ignora lo que son. Un lugar al que hay propiamente que llamar ignorancia, y no
ninguna otra cosa, ni comienzo ni principio, porque de todos modos tampoco puede ser
llenado de ellas, sino, todo lo más, del saber de ellas.

189
La Estética trascendental impide a Dios convertirse en el verdadero espacio de las
cosas. O lo que es lo mismo: impide –como todo el materialismo ha exigido siempre de
forma más o menos irritante– al concepto suplantar lo real. Ello viene a querer decir que
el concepto encuentra siempre ya dado algo a lo que referirse. Y que, por tanto, no
puede erigirse en principio de lo real, un principio que, como quería Hegel, sería
solamente superado o refutado por el desplegarse de las cosas como momentos en él
engendrados lógicamente. Althusser, en sus últimos escritos, tan sólo insistía
repetitivamente en este punto: ser materialista equivale a afirmar que todo ha comenzado
ya de antemano.

A la vieja pregunta: ʺ¿cuál es el origen del mundo?ʺ esta filosofía materialista responde: ʺ¿la nada (le néant)?ʺ
– ʺnadaʺ (ríen) – ʺcomienzo por nadaʺ – ʺno hay comienzo, porque nunca ha existido nada antes que cualquier
cosaʺ; pues ʺno hay comienzo obligado para la filosofíaʺ – ʺla filosofía no comienza por un comienzo que sea su
origenʺ, al contrario, ʺtoma el tren en marchaʺ, y, a pulso, ʺsube en el vagónʺ que circula por toda la eternidad,
como el agua de Heráclito, delante de ella. […] Diremos seguidamente que el materialismo del encuentro (de la
rencontre) se sostiene en una cierta interpretación de una única proposición: ʺhayʺ (ʺes gibt”, Heidegger) y sus
desarrollos o implicaciones, a saber: ʺhayʺ = ʺno hay nadaʺ; ʺhayʺ = ʺsiempre ya ha habido nadaʺ, es decir, ʺalgoʺ,
el ʺsiempre yaʺ, del cual he hecho hasta ahora un uso muy abundante en mis ensayos que no siempre ha sido
percibido (1982b: 559).

10.6. Conclusiones

Nada de lo que se ha pretendido hasta aquí hace otra cosa que intentar apartarnos de
Hegel y de una historia de la filosofía que en él desemboca, desplegando, en realidad, su
propio sistema. En principio, de todos modos, no parece que haya nada en el lugar
teórico desde el que esta otra historia de la filosofía se desarrolla que nos autorice a
hablar de ʺmaterialismoʺ, a excepción de que, desde que se inició esta discusión a partir
de la intervención de Marx, nos hemos visto compelidos a hallar un dispositivo capaz de
arrancarnos de una ilusión ʺhegelianaʺ propia de la ideología alemana. Más bien, o quizá
sea precisamente esto lo que haya que aclarar, nos hemos tropezado con una tozudez
socrática para acallar la ignorancia, con un empeño aristotélico en cuidar una cierta
apertura ʺsegundaʺ como lugar de la ʺefabilidadʺ, y muy especialmente lo que hemos
hecho es abrir las puertas a Kant.
Nadie como Kant, en efecto, ha mantenido tan insistentemente una tesis
absolutamente incompatible con la definición hegeliana de idealismo. Kant no ha seguido
el camino que luego recorrería Feuerbach al reclamar los derechos de lo positivo contra
Hegel. Su tarea ha sido defender –y en esto coincide exactamente con la decisión
fundamental de Aristóteles– una apertura en la que sólo las cosas tienen el privilegio de
ser efables, sentando, al tiempo, una efabilidad que en ningún sentido puede ser la de la
divinidad. Lo que equivale a afirmar que el juicio no trata más que de lo que trata y que

190
la cópula es el indicativo de que esto es así y en modo alguno lo verdaderamente tratado,
lo siempre o inevitablemente tratado, el auténtico sujeto del cual el sujeto virtual de cada
caso no sería sino momento, despliegue o expresión. Pero ello lo que hace realmente es
romper cualquier línea de continuidad entre ignorancia y saber, separar, incluso sub
specie aeternitatis, cualquier capacidad de la docta ignorancia para convertirse en
sabiduría. Y a la postre, semejante decisión es la que afirma lo que el materialismo
mismo se ha empeñado –incluso de la chocante mano de un Bakunin– en afirmar desde
el comienzo de estas páginas: que el conocimiento de lo real es sólo el conocimiento de lo
real y nada más. Esta afirmación puede sin duda ser resumida en la defensa de la finitud
de la razón, es decir, en la defensa de una razón cognoscente frente a una razón
creadora.
El que la oposición entre idealismo y materialismo se nos venga deslizando desde el
comienzo hacia la distinción entre ignorancia y saber encuentra, por tanto, en la decisión
kantiana más genuina una imprescindible orientación. Kant no ha reivindicado los
derechos de la intuición sensible contra la posibilidad del idealismo: lo que ha hecho es
establecer un lugar en el que la palabra podía quedar otorgada, de derecho, a Newton. Y
en este ʺsaber dejar la palabra a otroʺ es, en realidad, en el que sí es posible buscar una
genuina definición de lo que llamamos, contra el idealismo, sensibilidad.

191
11
Esterilidad socrática
y fertilidad de la ignorancia

Dios es Aquel de quien la ignorancia es verdadera sabiduría.

Escoto Erígena

SÓCRATES: […] Me ocurre en esto igual que a las comadronas,


que soy estéril en sabiduría. Muchos, en efecto, me reprochan que
siempre pregunto a otros y yo mismo nunca doy ninguna respuesta
acerca de nada por mi falta de sabiduría, y es, en efecto, un reproche
acertado. La causa es que el dios me obliga a este menester con los
demás, pero a mí me impide engendrar.

Teeteto, 150c

a investigación del materialismo ha venido a decidirse en la consideración de las

L relaciones que es preciso establecer entre lo físico y lo teológico, y esta


encrucijada, a su vez, ha situado en primer plano el tipo de relación que es preciso
pensar entre teodicea y teología. En el mismo movimiento teórico se ha mostrado que en
tales problemáticas siempre hay en juego un modo de establecer el corte entre ignorancia
y saber, en el cual la tradición materialista althusseriana, siguiendo el impulso de Marx en
1845, insistió obstinadamente en la separación entre lo ideológico y lo científico. Ahora
es el momento de desentramar el sentido de estas cuatro articulaciones.

11.1. Conocimiento y creación

11.1.1. El lugar de la razón

192
Según Schelling el problema general de todos los sistemas filosóficos ‐que, pese al
ʺepisodioʺ hegeliano, aún no puede darse por resuelto en 1836‐ reside en aclarar ʺel tipo
de unidad que Dios forma con el mundoʺ (117). Mientras no logre darse una respuesta
satisfactoria a este misterio, la palabra panteísmo no querrá decir nada determinado, y
ningún sistema filosófico tendrá derecho a hacer este reproche a Spinoza, del mismo
modo que es absurdo censurar a un general por no haber ganado una batalla si no se está
en condiciones de mostrar la manera en la que se hubiera obtenido la victoria. La
afirmación ʺtodo es Diosʺ puede inspirar, sin duda, distintos tipos de panteísmos, pero la
afirmación ʺDios es todoʺ, recuerda Schelling, es el problema fundamental de todos los
sistemas filosóficos y semejante cuestión sigue sumida en la oscuridad, por mucho que se
haya avanzado desde el planteamiento spinozista.
Esto es lo que verdaderamente está en juego, desde sus orígenes, en las relaciones
entre el idealismo alemán y Spinoza, unas relaciones marcadas todavía en las Lecciones
de Munich (1822‐1836) por estas aseveraciones de Schelling: ʺEl sistema spinozista será
siempre, en cierto modo, el modelo … Nadie puede esperar alcanzar la verdad y la
perfección en filosofía, si no ha caído al menos una vez en la vida en el abismo del
spinozismoʺ. La sustancia de Spinoza es ʺhasta el presenteʺ el centro en torno al cual se
mueve la historia de la filosofía, pero también, añade Schelling, ʺla prisión del
pensamientoʺ. Para él, Spinoza condensa perfectamente todos los términos del problema,
si bien no nos ha proporcionado ningún resultado teórico acabado del cual podamos
servirnos.
Pero ¿cómo explicitar el problema que plantea la unidad entre Dios y el mundo y
que, condensado en la frase ʺDios es todoʺ, condensa el quehacer de la historia de la
filosofía? Estamos, una vez más, frente al problema de las relaciones entre lo infinito y lo
finito, es decir, frente al problema de la imposibilidad de pensar convincentemente las
relaciones entre el todo y la determinación. La alternativa reside en si es posible o no
pensar un tránsito lógico entre Dios y las criaturas, entre Dios y el mundo o, lo que en el
fondo es lo mismo, se trata del problema de si hay algún procedimiento lógico de generar
lo realmente efectivo.
Se podría suponer, en principio, que el mito religioso de la creación apunta
precisamente a este tránsito y que la cuestión residiría en buscar intermediarios –los
atributos y los modos subordinados en Spinoza, por ejemplo– entre lo lógico y lo real.
Sin embargo, Schelling es muy consciente de que precisamente Spinoza se ha obstinado
en cerrarse a una solución de este tipo. La realidad es que el mito de la creación divina
del mundo, como todos los mitos, no se sabe muy bien a qué señala, y la filosofía no
puede hacer sino proponer distintas posturas teóricas que supuestamente logran hacerse o
no cargo del mismo problema. En cuanto al problema del tránsito entre lo lógico y lo real,
es evidente, como bien señala Schelling, que Spinoza no plantea semejante cuestión o

193
que, en todo caso, no proporciona respuesta alguna. La pregunta ʺ¿cómo proceden o han
procedido las cosas de Dios?ʺ es ajena a su planteamiento. En Spinoza cada cosa finita
no nos remite más que a otra cosa finita y así hasta el infinito. Hay enlaces entre las
cosas, jamás enlaces entre las cosas y Dios. Si habiendo preguntado ¿por qué hay en
general cosas? nos remitimos al sistema de Spinoza no encontraremos otra indicación que
la de que ʺeso sólo se sabe por experiencia, ya que a él no se le ocurriría, por decirlo así,
poner afecciones en la sustancia infinita, si previamente no hubiera encontrado las cosas
en la experienciaʺ (1936: 113). Quizás haya quien pretendiera que en Spinoza las cosas
finitas no tienen ninguna verdad, puesto que sólo Dios es en sentido propio. A lo que
Schelling responde:

De acuerdo, pero al menos que se me explique su existencia no efectiva, tan sólo aparente. O se dice que
ʺtodo ser finito, en cuanto tal, no es más que un no‐ser, límite (=negación)ʺ; estoy de acuerdo, pero entonces que
se me expliquen estas negaciones, y ciertamente a partir de la sustancia, pues esto se debe exigir (114).

Pero, en lo que a semejante inquietud se refiere, Spinoza no nos proporciona sino


una metáfora: las cosas se siguen eterna y necesariamente de Dios como el teorema de
Pitágoras se sigue de la naturaleza del triángulo rectángulo. Esto es una afirmación y nada
más que una metáfora geométrica, pues Spinoza ʺno indica la especie y el modo de esta
conexión necesariaʺ (1836: 107). Lo que efectivamente está dado en todas partes son
conexiones temporales entre las cosas y la propia filosofía de Spinoza nos incita a atender
a este género de enlace y no a la conexión necesaria con Dios, con lo que la pregunta
respecto a la relación de Dios con estos mismos enlaces en general queda en suspenso.
Los propios atributos divinos –el pensamiento y la extensión infinitos‐ no son pensados
en su derivación de la divinidad sino que son admitidos sencillamente por experiencia:
Dios es pensamiento y extensión porque hay pen‐Sarniento y extensión. ʺAunque él
llama al alma el concepto del cuerpo, no tiene otra razón que la experiencia para afirmar
la existencia del alma, así como para poner además de lo extenso también el pensamiento
infinito. Si opone el pensamiento a lo extenso, hay que atribuirlo al influjo irresistible de
la realidad efectivaʺ [que le obliga en este sentido a dar razón de lo que hay sencillamente
porque lo hay] (1836: 110).
Puede parecer que Schelling está señalando algo así como una limitación en el
sistema de Spinoza para la que él mismo tuviera una respuesta acabada. Pero es sabido
que la propia obra de Schelling es cualquier cosa menos una respuesta acabada (cfr.
apartado 6.2). Schelling había tenido una respuesta en su primer esplendor editorial,
capaz de sustituir el necesitarismo de la sustancia ciega spinozista por una sustancia viva
capaz de hacerse cargo de sus determinaciones. Pero es el propio Schelling el que se
apartará de este camino, sumiéndose a partir de 1809 en un silencio editorial en el que no
cesó de rumiar una ʺfilosofía positivaʺ que se hiciera cargo de lo que su brillante

194
acabamiento del sistema de Spinoza había más que nada escamoteado, mientras que
Hegel edificaba un sistema capaz de dar respuesta a lo que Spinoza jamás había
preguntado y a lo que, quizá, no había que preguntar. En definitiva, la sospecha es la
siguiente: el problema del tránsito entre lo lógico y lo real tal vez no sea la traducción
legítima de la cuestión que pregunta por la unidad entre Dios y el mundo.
En vano puede pretenderse resumir en pocas páginas el largo recorrido en el que, de
Schelling a Hegel y del joven al viejo Schelling, estas dos cuestiones se articulan de un
modo u otro. Pero hay en esta problemática un núcleo profundo que nunca dejará de
afectarnos y que, en distintas versiones, también ha recorrido la polémica general de
nuestro siglo en tanto que seguimos siendo herederos de Grecia. Eso a lo que llamamos
razón es el único recinto en el mundo que no pertenece al mundo, en el sentido de que
no es una pieza de este mundo ni nada que pueda engranarse con él, en el mismo sentido
exacto que hemos afirmado que Grecia no es una mera civilización histórica en la
historia, precisamente porque fue capaz de introducir en la historia algo que, por mucho
que esta introducción tenga su historia, no era en absoluto histórico. En la razón las cosas
están presentes, igual que decimos que están presentes en el tiempo o que tienen una
presencia temporal, pero no para nacer o perecer, sino para ser verdaderas o falsas,
eternamente verdaderas o eternamente falsas. En lo teórico las cosas se muestran en un
elemento ajeno al espacio y se suceden en un tiempo que no es temporal. Por eso
decimos que las cosas no sólo suceden, sino que también son algo. Y distinguimos, por
ejem‐ pío, una anterioridad lógica que no tiene nada que ver con una anterioridad
temporal.
La presencia de las cosas en la eternidad de lo lógico, es decir, su presencia en ese
agujero de divinidad al que llamamos razón plantea una perplejidad inicial –de la que
nació y se ha alimentado siempre toda la historia de la filosofía– por el sencillo motivo de
que las cosas son ya presentes en tanto que dadas en el espacio y en el tiempo. En este
último sentido las cosas ocurren, en el primer sentido no ocurre nada, o mejor dicho, lo
único que ocurre es que las cosas son (o pueden ser) conocidas. O mantenemos esta
dualidad originaria, que separa el ser de las cosas del saber de las cosas, o no la
mantenemos. Pero en este último caso se hace preciso pensar algún dispositivo lógico por
el que pueda darse cuenta, en un sentido precisamente lógico, de la existencia de las
cosas en el espacio. Las cosas son en el espacio y son en lo lógico. Pero pudiera ocurrir
que su presencia lógica fuera más verdadera que su presencia espacial, o que la primera
fuera capaz de dar razón de la segunda, que el espacio mismo fuera una degradación del
espacio lógico, o que éste fuera capaz de derivar o sacar de sí por algún procedimiento a
aquél. Lo lógico se convierte así en el verdadero y único espacio de las cosas, ya que el
espacio mismo no deja de ser, después de todo, algo lógico –degradado, confuso o
derivado.

195
11.1.2. Teísmo y materialismo

Se entiende que empeñarse en cuidar de la citada dualidad arroja un sentido muy


distinto: las cosas son en el espacio, no en lo lógico; en lo lógico sólo son sabidas. La
razón, pues, el único agujero de divinidad o eternidad que alberga este mundo, puede ser
de iure dos cosas bien distintas: el lugar del conocimiento del mundo o el verdadero
lugar, el verdadero espacio, de este mundo. Podemos entender que la razón es una
estancia para las cosas en la que éstas se muestran como verdaderas o falsas y llamar a
este efecto ʺconocimientoʺ. Pero también podemos entenderla como la verdadera
estancia de las cosas, de modo que el espacio sensible se convierte en una apariencia,
confusión, copia o derivación del espacio lógico, un espacio lógico al que ahora
convendrá llamar, en efecto, Dios. En un caso tenemos a Dios como lugar de toda
realidad, en el otro tenemos el conocimiento de lo real. En un caso, como se ha dicho a
menudo, también en estas páginas, tenemos una razón infinita, en el otro,
inevitablemente, una razón finita que tiene fuera de sí todo lo real.
Parece entonces que el dilema puede plantearse entre una razón creadora y una
razón cognoscente. Ahora bien, no podemos dejarnos llevar de las sugerencias míticas
del término ʺcreaciónʺ sin problematizarlas conceptual‐ mente, que es precisamente lo
que hace Schelling. Pues, en efecto, en un cierto sentido, la creación no une tanto como
separa. Schelling, desde 1809 en adelante, no ha dejado de diagnosticar este problema
respecto a Spinoza y el propio Hegel. También Kant había mostrado con contundencia la
dificultad que introduce en filosofía la aceptación del término creación. Convertir a Dios
en el verdadero espacio de todas las cosas, en la omnitudo realitatis, es sin duda conferir
a lo lógico la capacidad de proporcionarse a sí mismo todo contenido y éste es el sentido
en el que se habla de razón creadora, ya que, para una razón tal, nada está dado. Es de
este modo que se ha podido afirmar con fundamento que semejante opción sustituye la
problemática del conocimiento por la de la creación.
Ahora bien, en otro sentido muy distinto, la apuesta por la finitud de la razón no
tiene por qué y acaso no pueda prescindir de los servicios teóricos profundos de la
metáfora de la creación. No hay propiamente ʺcreaciónʺ, es decir, libre decisión, en la
forma en la que se deriva el teorema de Pitágoras de la naturaleza del triángulo
rectángulo. En un Dios concebido como el espacio lógico de todas las cosas no hay
creación, sino derivación necesaria de cada determinación. Hemos visto a Schelling
observar que fuera de esta metáfora geométrica nada más podemos encontrar al respecto
en Spinoza. Antes bien, Spinoza insiste en que los únicos enlaces reales que pueden
conocerse son los enlaces entre las cosas finitas, no entre éstas y Dios. De este manera,
las determinaciones no se enlazan más que con otras determinaciones y jamás con la
totalidad misma. Ello fue lo que antes (apartado 8.2) nos obligó a pensar una totalidad

196
vacía de toda determinación y a afirmar que el todo de la realidad tiene fuera de sí la
totalidad de lo real. Por este camino, la relación misma que hay entre la totalidad y las
cosas finitas se demostró como impensable en términos de omnitudo realitatis: Dios no
es el verdadero espacio de todas las cosas. La única ʺmetáforaʺ o el único ʺsímboloʺ que
puede representar por analogía esta conexión sin destruir la conexión entre las cosas
finitas en tanto que verdadera conexión es la imagen de la causalidad por libertad. Si Dios
ha creado el mundo por libertad, entonces, precisamente, la conexión necesaria no puede
ser buscada más que entre las cosas, sin que sea posible pretender dar cuenta de la
conexión de éstas con Dios mismo. Se puede decir que Kant se ve obligado a recurrir a la
metáfora de la creación para salvar la física, pues la física procede, en efecto, siguiendo
hasta el infinito los enlaces entre cada cosa. Pero la cuestión es si Spinoza, que también
ha salvado el espacio para la física a su modo, puede en realidad hacerlo de otra manera.
La insistencia de Spinoza en afirmar que jamás haya otro enlace que entre los modos
finitos no hace sino afirmar el punto de partida que obliga a Kant a instituir un ʺteísmo
simbólicoʺ. La totalidad de lo real sólo puede ser pensada: es una idea, no una cosa o
una ʺsupercosaʺ; su consistencia es puramente lógica. Si, con todo, es una idea lógica
inevitable, entonces el problema es que la idea de la totalidad de lo real tiene fuera de sí
toda la realidad, ya que la realidad es, precisamente, en el espacio, y no en lo lógico. Y,
de este modo, no hay enlace posible que pueda ser pensado entre las cosas y la totalidad,
sino que, en efecto, sólo pueden recorrerse y perseguirse enlaces entre las cosas.
Podría muy bien, en este sentido y desde el Ideal de la razón kantiano, investigarse
un obligado teísmo subyacente a la postura spinozista. Por eso mismo ha acertado
Schelling al afirmar que en absoluto se sabe qué se llama a Spinoza cuando se le llama
panteísta. Schelling ha sido muy sensible a este problema: Spinoza no sólo no da razón
de ningún tránsito lógico entre Dios y lo realmente efectivo, más bien lo prohibe
tozudamente, por lo que, a su entender, el ʺinacabadoʺ sistema spinozista deja un agujero
muy relevante para pensar la creación por libertad.
Aquí hunde sus raíces más profundas la tardía reivindicación del empirismo por
parte de Schelling. La temática de la libre creación del mundo por parte de Dios implica,
para empezar, que la existencia del mundo no pueda de iure ser conocida más que a
posteriori y que la filosofía racional no pueda en un determinado momento sino callarse
para abrir las puertas a una filosofía positiva que, en cierto modo, tiene que ser entendida
como un nuevo Gran Empirismo. Sobre el correlato de una libre creación no puede haber
más que una ciencia de la experiencia.

Hay un concepto superior y un concepto inferior del empirismo. Ahora bien, si lo más alto a lo que
ciertamente la filosofía puede llegar, según el consenso general incluso de aquellos que hasta ahora piensan otra
cosa, fuese precisamente concebir el mundo como algo producido y creado libremente, entonces, según esto, la
filosofía sería, respecto al punto esencial que pudiera o debiera alcanzar precisamente en cuanto alcanza la meta
suprema, ciencia de la experiencia, no quiero decir en sentido formal, sino en sentido material, o sea, que su

197
misma meta suprema sería según su naturaleza lo experimental (1836: 169).

La cuestión reside entonces en una problemática muy diferente a la anteriormente


planteada. El problema es cómo hacerse cargo de la totalidad de lo real una vez que la
razón se ha afirmado como cognoscente y no como creadora. Si la razón (entendimiento)
conoce, es decir, si la presencia de las cosas en la eternidad de lo lógico es sólo su
conocimiento, entonces las cosas no son en lo lógico sino en el espacio (y no se suceden
lógicamente, sino temporalmente). Que la razón es una razón cognoscente es una
afirmación equivalente a decir que el espacio sensible es el verdadero espacio de las
cosas, o lo que es lo mismo: el concepto no puede pensar nada si las cosas no se dan
además de ser pensadas. Pues bien, una vez afirmada la razón como cognoscente y
consiguientemente el espacio como verdadero lugar de las cosas no hay ninguna
posibilidad de representación entre las cosas y la totalidad que la imagen de la libre
creación. Si tenemos que hablar aún de Dios en este lugar que sólo porque Dios está
ausente es posible conocer, en la naturaleza sensible que se extiende en el espacio y
transcurre en el tiempo, entonces Dios no puede representar un tránsito lógico a las
cosas, sino que tiene que aparecer como voluntad libre. Una vez más, como ya hizo en
su momento Santo Tomás, hay que recurrir al teísmo para salvar el lugar de lo phy‐ sico
–pues entonces todavía estaba claro que evitar el panteísmo era, ante todo, evitar el
acosmismo– La única otra opción posible, en todo caso, es la del propio Aristóteles:
afirmar la separación entre el Dios y el mundo en todos los sentidos, paralizar al Dios
hasta el punto de que éste ignore el mundo y en lugar de crearlo se limite, simplemente, a
dejarlo ser, sin poder impedir, empero, ser imitado por la totalidad de lo physico (cfr.
Aubenque: 1962).
A lo que llamaríamos, por el contrario, ʺpanteísmoʺ sería a toda pretensión teórica
de hacer de Dios el verdadero espacio de las cosas, de modo que las cosas no sean
verdaderamente conocidas más que ahí donde verdaderamente son, en el medio lógico,
convirtiendo al espacio sensible en un mero intermediario confuso. Pero, entonces, la
razón no se puede decir que, en la profundidad de su quehacer, sea propiamente
cognoscente, pues lo lógico mismo sería entonces capaz de generar las cosas conocidas y
el ser de las cosas coincidiría con su conocimiento; y sólo en este sentido negativo que
nos obliga a pensar en el límite lo que sería una razón no meramente cognoscente es por
lo que entonces hablamos de una razón ʺcreadoraʺ. De ahí que el panteísmo consista
propiamente, como ha sabido ver Schelling, en la pretensión de trazar un tránsito lógico
hacia la efectividad de lo real.
En resumen, una vez sentada la divinidad de la razón o, si se quiere, la eternidad de
lo racional, entonces ésta puede ser pensada originariamente como conocimiento o como
(verdadero) espacio de las cosas.
Se interprete como se interprete a Spinoza, la aparente contradicción que hay en el

198
hecho de que existan enlaces temporales entre cosas finitas y de que, sin embargo, las
cosas se deriven eternamente de Dios como un teorema se deduce de la naturaleza del
triángulo, sólo puede interpretarse así: la presencia eterna de las cosas no es su presencia
efectiva (real), sino su conocimiento. Las cosas, en definitiva, son en el tiempo, no en la
razón. La razón es sólo un ahi para las cosas en tanto que conocidas. El conocimiento se
dirige y se propone, no obstante, la verdad de las cosas, no un supuesto velo de maya,
por lo que la citada articulación entre las dos presencias de las cosas no afirma, en
realidad, otra tesis que lo siguiente: las cosas, además de presentes en el espacio y el
tiempo, son, también, cognoscibles.
De todo ello hemos de tomar nota respecto a nuestra investigación, concluyendo, en
primer lugar, que el materialismo debe de tener que ver con algo así como un tomarse en
serio el conocimiento como conocimiento. Toda la dificultad reside en reconocer que el
conocimiento es sólo ʺconocimientoʺ, al tiempo que se le concede al conocimiento su
insólita especificidad. En segundo lugar, quizá se haga patente que la tradición
materialista buscó de manera muy desencaminada sus raíces en la historia de la filosofía
y que el hilo rojo de su verdadero armazón teórico debería haber sido rastreado más bien
bajo el signo retórico del teísmo.

11.2. Lo lógico como pregunta

Lo que viene a concluirse entonces es que el famoso ʺtránsito lógicoʺ entre Dios y el
mundo, o entre la idea de todo y la determinación, no es otro que la investigación.
Precisamente porque no hay tal tránsito, el tránsito en cuestión se llama conocimiento. Si
lo lógico pretende ser otra cosa que la mera estructura de la nada, hay que partir de que
el mundo ha comenzado siempre ya para lo lógico. Pero entonces no hay ninguna
realidad en el tránsito lógico a lo real, o lo que es lo mismo, la única realidad de
semejante tránsito es esa realidad insólita a la que llamamos conocer. Aristóteles ordenó
perfectamente el problema: las cosas se mueven, luego son cognoscibles. Pero las cosas
se mueven en el espacio – o para Aristóteles: ʺpor debajo de la Lunaʺ–, no en lo lógico.
El pensamiento puede moverse en el terreno lógico para conocer las cosas porque
precisamente las cosas no se mueven en ese terreno. Las cosas acontecen, el
pensamiento piensa. Gracias a esta dualidad hay, en efecto, un acontecimiento más en
este mundo absolutamente peculiar: el conocimiento.
Pero, una vez sentada de esta manera la naturaleza del ʺtránsitoʺ en cuestión, el
difícil problema de pensar la unidad entre Dios y el mundo, que Schelling ha explicitado
como el problema general de toda la historia la filosofía, se resuelve en la cuestión de las
relaciones entre ignorancia y saber. Y en verdad la historia del amor por el saber no ha
podido tener, en efecto, otro ʺquehacerʺ profundo.

199
El problema de cómo lo lógico se proporciona la determinación es el problema de
cómo logramos en general saber algo. Lo lógico no es sino una pregunta posible en este
mundo, pero lo importante, precisamente, es que es una pregunta. El espacio abierto en
el que se ha movido toda la historia del saber ha sido la pregunta socrática ʺqué es…ʺ. Lo
lógico interroga el mundo de una forma enteramente insólita porque pregunta a las cosas
ahí donde no se pretende hacer nada con ellas, ahí donde, en efecto, el desinterés ha
pretendido poner entre paréntesis todos los aconteceres. Saber es ese extraño negocio
con las cosas que consiste en no negociar nada con ellas. Es, si quiere decirse así, el
negocio de la determinación. Las cosas entregan su determinación cuando ya no entregan
por ejemplo alimento para los hombres o calor para el ambiente. Lo lógico es más bien
ese ʺambienteʺ –que no se calienta en absoluto– en el que las cosas sólo pueden entregar
su determinación –como ʺcalorʺ, por ejemplo.
La forma sintáctica de esta interrogación inaugura un verbo insólito que no expresa
ningún ocurrir ni ningún pasar ni ninguna producción real: el verbo cópula, el ʺesʺ. Así
entendido el universo lógico como pregunta, la cuestión de cómo lo lógico se proporciona
a sí mismo las determinaciones equivale, en definitiva, al problema de cómo es que la
ignorancia logra transformarse en un saber de algo determinado, es decir, de cómo puede
en general contestarse a una pregunta del tipo ¿qué es A?: de cómo puede pasarse de la
convicción indeterminada de que algo tiene que ser algo a la determinación que ese algo
es. Para el saber la única cuestión relevante es la de cómo convertir la indeterminación de
la ignorancia en saber determinado. Idéntico problema a aquel en el que el idealismo ha
resumido el quehacer propio del que depende si se da o no una filosofía, pero con la
diferencia de que aquí lo lógico no es el arkhé a partir del cual se ha derivado o se deriva
lo real, sino tan sólo el problema en el que está comprometido cualquier interrogar el
mundo en el seno de nuestra comunidad científica, pues, en ese paso no está en cuestión
lo real sino el conocimiento de lo real (no se trata de que ocurra nada, a excepción de ese
misterioso ocurrir que supone saber qué es lo que está ocurriendo).

11.3. Materialismo, ignorancia y saber

Si consiguiéramos alcanzar esto plenamente, habríamos alcanzado


la docta ignorancia. Así, pues, a ningún hombre, por más estudioso
que sea, le sobrevendrá nada más perfecto en la doctrina que saberse
doctísimo en la ignorancia misma,, la cual es propia de él. Y tanto más
docto será cualquiera cuanto más se sepa ignorante.

Nicolás de Cusa

En la historia de la filosofía nadie ha estado interesado, como suele imaginarse fuera

200
de ella, en cuestiones de mala metafísica que pretenden decidir si las ideas son más reales
que las cosas, si todo se mueve o el movimiento es una apariencia sensorial, o cosas por
el estilo. Ni el idealismo ni el materialismo son tampoco opciones respecto a estas
preguntas. La historia de la filosofía ha pretendido sencillamente saber (como historia de
la ciencia) y en todo caso preguntarse cómo es eso de que es posible saber. Desde el
comienzo de estas páginas hemos visto, por ejemplo, a Marx reprochar a Stirner o
Feuerbach que en realidad no sabían cuando decían saber, y por eso y no por otro
motivo les ha misteriosamente llamado idealistas. De tal modo que tampoco podemos
considerar ahora el idealismo como una especie de afirmación creyente en un tránsito
real desde lo lógico a las cosas determinadas. Más bien nos hemos arrinconado en la
tesitura de pensar el idealismo como una cierta forma de buscar la determinación en el
saber. Lo que tiene que estar en juego es una específica manera de entender cómo debe
proceder la ignorancia en su búsqueda del conocimiento. El problema es y ha sido qué
debe hacer la ignorancia cuando ha aprendido a preguntar lógicamente. Y sólo a partir de
ese momento pueden separarse dos posibilidades a las que quizá puedan convenir el
nombre de materialismo o de idealismo. Una pregunta como la citada de Bakunin al
comienzo de estas páginas –si son antes las cosas o las ideas– no tiene siquiera una
formulación sintácticamente posible en el seno de la historia de la filosofía.
Es por eso que la cuestión ʺmaterialistaʺ –se ha insistido ya en esto repetidamente–
nunca reside en criticar a Hegel con reivindicaciones de lo material o lo positivo, o con
supuestas inversiones. La cuestión se ha jugado, al contrario, en un ʺvolver a Kantʺ,
regresando, en realidad, a la forma en la que queda planteado el negocio de la
determinación en la Dialéctica trascendental, en tanto que ahí se hacía justicia al proceder
teórico en el que navega la física en general, en el sentido, en efecto, que inspiraba los
reproches hegelianos antes citados respecto a que Kant “no había aportado nadaʺ a esa
comunidad (apartado 4.6). La razón de que esto tenga que ser así es que Marx se ha
situado precisamente en el lugar en que lo que era preciso era conquistar una apertura
física del continente historia. Pues a Marx no le ha interesado –por lo menos a partir de
un cierto momento– ser ʺmaterialistaʺ, sino abrir a la investigación científica ʺla ley
fundamental de la sociedad modernaʺ. Es en este proyecto en el que ha considerado
fundamental no ser idealista. Si materialismo quiere decir algo –por ejemplo en Marx–,
tiene que ser explicitado en la problemática de este proyecto y con respecto a otra
posibilidad –abierta en ese caso por Hegel– para este mismo proyecto.
Cuando pregunto a las cosas qué son, qué es A o qué es B, qué es Roma o cuál es la
ley fundamental de la sociedad moderna, lo que hago es proponer para ciertas
determinaciones, que son en el espacio y transcurren en el tiempo, un lugar en lo teórico
en el que tienen que mostrarse como eternamente verdaderas o eternamente falsas –lo
que evidentemente no tiene nada que ver con que sean eternamente durables–. Lo que

201
semejante pregunta ʺsocráticaʺ introduce en este mundo es un lugar lógico para las cosas,
un lugar del que, como hemos dicho, sólo Grecia supo cuidar. La caída de una piedra, el
siglo de Peri‐ cles o la Revolución francesa suceden en determinadas circunstancias y
pasan durando más o menos tiempo. Pero la sintaxis misma por la que pretendo que
además de pasar son algo cuando pasan hace que yo pueda decir cosas eternamente
verdaderas o eternamente falsas sobre la Revolución francesa o la caída de aquella piedra
olvidada por la historia. Lo teórico introduce en el mundo un punto de vista sub specie
aeternitatis, no porque pretenda detenerlo para siempre, sino porque pretende
conocerlo. Por eso, como ya hemos venido insistiendo, la teoría no es sencillamente una
cosa más que ha pasado por el mundo entre las cosas que han pasado, sino que el efecto
teórico ha acontecido de un modo absolutamente peculiar que pretende ser precisamente
el conocimiento de lo que ha pasado. Nada impide, desde luego, preguntarse qué pasó
cuando fue conocido lo que pasó, pero la cuestión seguirá siendo siempre si ese ʺfue
conocidoʺ añadió a este mundo una cosa más entre las cosas –ciertas palabras y ciertos
trabajos neuronales, por ejemplo– o lo que se añadió fue precisamente ʺconocimientoʺ.
En este último caso hay que decir que a las cosas se les añadió de pronto una particular
ʺnadaʺ que desde luego causó sus efectos, pero unos efectos también bien misteriosos e
insólitamente específicos: ¿cómo es, se podría preguntar, que ocurren cosas cuando se
añade a ciertas cosas no más cosas, sino una particular nada lógica que permite
conocerlas?, ¿cómo es que el conocimiento interviene en lo real? O dicho de otro modo:
¿qué fue lo que Grecia añadió a este mundo? Para la antropología o la arqueología
añadió una nueva cultura, es decir, una cosa bastante complicada. Para Occidente –si se
quiere llamar así a todos los pueblos que se han querido herederos de la filosofía‐ el
misterio griego consiste precisamente en haber añadido a este mundo histórico una
ʺnadaʺ.
Lo que ahora interesa resaltar es que una pregunta ʺsocráticaʺ cualquiera solicita en
este mundo un lugar lógico para la determinación. Ese lugar lógico, contenido en la
propia sintaxis de la pregunta, es la cópula ʺesʺ, que se vierte sobre el mundo para ser
llenada de contenido. Hemos dicho antes que sólo entonces la cosa entrega su
determinación, su ser A o B, su eÎdos. A este apropiarte del eÎdos de una cosa –por
ejemplo, decíamos, de la determinación ʺcalorʺ, algo completamente distinto de ese
apropiarte que sería el ʺcalentarteʺ–lo llamamos saber, es decir, responder a la pregunta
en cuestión. El preguntar lógico indica que no sabemos lo que es esa cosa que, sin
embargo, señalamos. La señalamos de manera indeterminada – que encierra muchos
comercios que mantenemos con ella cuando nos calienta, nos quema, nos alimenta, la
rezamos, veneramos o des–preciamos‐ y buscamos una determinación. Pues bien, es
aquí y no en ningún otro sitio referente a la existencia de Dios o la preeminencia de lo
material donde tenemos que distinguir lo que puede separar el idealismo del materialismo.

202
Hemos visto afirmar a Hegel (apartados 4.1 a 4.3) que la proposición ʺlo finito es
ideal constituye el idealismoʺ. ʺIdealʺ es lo puesto en el principio, lo que es ʺmomentoʺ
del principio. Lo finito es lo determinado, lo que tiene límites. La determinación tiene que
aparecer así como momento de lo indeterminado. Pero, si como ahora venimos
mostrando, lo lógico es precisamente la ʺpregunta‐cópulaʺ que se vierte sobre el mundo
precisamente porque ignoramos la respuesta, este ʺesʺ es, en realidad, lo que la
ignorancia sabe. El ʺpuro serʺ que se despliega en sus momentos en la Lógica hegeliana
plantea, en verdad, ese sacar a la luz lo que la ignorancia sabía sin saberlo. El idealismo
viene, pues, a indicar que la respuesta debe buscarse en un dejar a la pregunta
desenvolverse, y esto es, sin duda, una posible interpretación de lo que ocurre entre
Sócrates y el esclavo cuando se trata de mostrar el conocimiento como recuerdo (Menón,
82c). Lo importante es, por tanto, entender la forma en la que el idealismo concibe la
naturaleza de la respuesta. Toda determinación, toda respuesta, es concebida como
momento en el despliegue de lo que ya sabía la pregunta, es decir, de lo indeterminado.
Es en este sentido en el que nos parece que Marzoa ha acertado admirablemente en
el punto nodal que se juega entre Kant y el idealismo al remitirse al comienzo de la
Wissenschaftslehre 1804, con esta consideración: ʺParti–mos ‐nos dice allí Fichte–de que
ʹhay verdadʹ, esto es, no que la verdad sea esto o aquello (eso sería en todo caso lo que
habrá que ver), sino meramente de que la hay; sólo esto tomamos como punto de
partida, y de sólo esto, ya que sólo esto es absolutamente seguro de entrada, habremos
de obtener todo cuanto sea verdadʺ (1992: 56). El idealismo en general se ha negado a
que la mera constatación de que ʺhay verdadʺ no tenga otra fertilidad que las reglas
lógicas para conocer, una mera condición negativa para la verdad, y no, de algún modo,
la verdad misma como capaz de contener ʺen síʺ toda verdad determinada; es decir, se
ha negado a que la lógica no posea ninguna fertilidad óntica.
Aquí reside, para nosotros, la posibilidad de confirmar planteamientos que antes
hemos venido dejando en suspenso: la frontera que ha quedado borrada verdaderamente
por el idealismo es la diferencia entre ignorar y saber. De la supresión de esta diferencia
emanan todas las demás supresiones de aquellas oposiciones que para el idealismo
comenzaron por ʺnaufragar en la sustancia spinozistaʺ: sujeto‐objeto, finito‐infinito, ser‐
nada, materia‐espíritu...
La cópula ʺesʺ es para Sócrates una pregunta dirigida al mundo: esa peculiar forma
de interrogar a la que llamamos lógica. Se trata de una pregunta precisamente en virtud
de la esterilidad misma de lo lógico. Por saber que las cosas son no sé todavía nada de la
cosas. Pero, quizás entonces puedo razonar como jamás Sócrates razonó: si el puro ser
no es sino el nombre de mi ignorancia, si el mero ser no es sino la forma que tengo de
nombrar que nada sé, ya no tengo tan sólo una pregunta; tengo, también, una primera
fecundidad por la que el puro ser se me ha convertido en la pura nada. Y tengo, por lo

203
mismo, el tránsito de una cosa en la otra, la noción de devenir. El devenir mismo es la
quietud de este traspasarse del ser en la nada, luego él mismo es de nuevo el ser del
principio, pero ahora surgido de él y conteniéndolo, por tanto, como determinación: lo
que tengo es ahora el ser determinado, pero de forma aún abstracta, que sólo llegará a
concretar una primera determinación como ser para sí. Y así sucesivamente la
fecundidad lógica irá desenvolviendo el saber en la ignorancia inicial, mostrando a la
postre que lo que había al principio no era tanto una pregunta como la respuesta misma
que aún no se reconocía como tal.
Ahora bien, nunca Sócrates razonó de esta manera. Muy por el contrario, declaró
que el saber de su ignorancia era por completo estéril, es decir, que no consistía en otra
cosa que en su saber preguntar. Jamás confundió la pregunta con la respuesta y se negó
siempre a imaginar o intentar confeccionar alguna mediación de la ignorancia consigo
misma que pudiera convertir la pregunta en el saber por lo preguntado. Su virtud –por la
que le distinguió el oráculo como el más sabio de Grecia– consistió en saber mantener
con tozudez la esterilidad de su ignorancia. Pues, en efecto, el problema es que la
ignorancia nunca se vive ignorante, nunca se contempla a sí misma como estéril. Nadie
ignora callando. El esfuerzo de Sócrates y su tragedia consistió en la defensa de la
esterilidad del ignorar contra una ignorancia que tenía toda la fertilidad de la dóxa, toda la
fecundidad edípica de la opinión, de la palabra de los mortales nacidos del sexo.
Quizá conviniera preguntar a Lacan –que tanto aprendió de Hegel– la forma en la
que la palabra vivida de los hombres –que viven siempre como Edi– pos–es capaz de
generar tantas palabras sobre tantas cosas que se ignoran. De dónde emanan las
determinaciones que la ignorancia vivida de los mortales desenvuelve como momentos de
ese ignorar que ignora incluso su ignorancia. De todos modos, la ignorancia es un
indeterminado que despliega sus determinaciones, y, por tanto, un absoluto que es capaz
de ser lo mismo en su ser otro, ignorando más cuanto más habla, permaneciendo en sí
mismo pese a todos su perpetuo estar fuera de sí. Por este camino o por otro más
potente, habría, a la postre, que dar la razón a Heidegger en su interpretación de Kant:
ʺLa Dialéctica trascendental no es ninguna otra cosa que una interpretación ontológica de
la metafísica natural, es decir, de la estructura fundamental de lo que nosotros llamamos
la concepción del mundo (Weltanschauung) natural del hombreʺ (1928, XXV: 198).
Decir que la ignorancia funciona hegelianamente, que tiene una fecundidad
hegeliana–contra la que Sócrates no cesó de enfrentarse– no es sólo una metáfora; pues,
al fin y al cabo, es lo que ha demostrado Hegel en la Fenomenología del Espíritu. Es
precisamente la conciencia natural, como certeza sensible, la que comienza pretendiendo
saber lo más determinado, cuando en verdad no sabe sino lo único que sabe Sócrates: el
puro ser. La conciencia señala por doquier lo más determinado y sólo sabe lo más
indeterminado: esto, aquí, ahora, es. Pero para ella este saber no es una pregunta, sino

204
una pretensión que pretende la más rica determinación de lo concreto y realmente
efectivo. Y lo reseñable es que, para Hegel, tampoco se trata aquí de una separación
entre pregunta y respuesta, sino de una desigualdad entre lo pretendido y lo realmente
sabido. Esta desigualdad, y no la socrática, será la que empujará a la conciencia por todo
el recorrido de la Fenomenología. No una separación entre ignorancia y saber, sino una
desigualdad entre dos saberes, pues la ignorancia, desde el principio, ha comenzado
sabiendo.
Acaso, en verdad–como puede diagnosticarse por el episodio lacaniano–Hegel haya
dado en el clavo –de forma en realidad impresionante, en la Fenomenología– sobre
cómo funciona la ignorancia en la conciencia natural. En este sentido, podría decirse que
Sócrates discutió con Hegel sin saberlo cuando se enfrentaba al ignorar doxático de sus
conciudadanos, de modo semejante a como Marx asegura estar discutiendo con una
ʺilusión hegelianaʺ cuando discute con la conciencia alemana de su época –pues Marx no
sólo discute con textos de filósofos, sino con una consistencia ʺideológicaʺ de la que
Alemania parece más bien respirar sin necesidad de escribir nada.
Pero hay otra posibilidad de la ignorancia que Sócrates no podía combatir, porque de
algún modo nació con él, si bien a sus espaldas. Sócrates conoció la fertilidad natural o
mítica (es decir, poética) de la ignorancia, pero no tuvo que enfrentarse jamás a su
fecundidad epistémica. No podía enfrentarse a una historia de la filosofía que sólo
después de él comenzaría a escribir Platón. De ahí que, si bien las aventuras de la
desdichada conciencia de la Fenomenología le habrían sin duda sonado familiares, un
desarrollo lógico de la ignorancia o lo indeterminado–como el antes ensayado en su boca
a partir del puro ser–le era completamente ajeno. Para tomar conciencia de semejante
posibilidad tendría que haber encontrado, como quiere Platón, algún viejo Parmé‐ nides
o algún extranjero de Elea que no pretendiera saber lo que no sabía sino que pretendiera
convencerle a él mismo de que su esterilidad lógica escondía, en realidad, una prodigiosa
fecundidad que iba a tener, por demás, una larga herencia –que no fue la suya–en la
historia de la filosofía.
El saber de Sócrates era una pregunta. Convertir esta pregunta en el comienzo lógico
de una respuesta equivale a exigir a la cópula ʺesʺ que sea capaz de arrojar por algún
procedimiento la determinación interrogada. Lo meramente lógico, entonces, deja de ser
una pregunta y se convierte en el sujeto capaz de desplegar en sus momentos las distintas
determinaciones antaño buscadas por las calles de Atenas. Pero esto equivale a decir que
el sujeto por el que se ha preguntado, y para el que se busca un predicado, no es jamás el
verdadero sujeto, o, por algún procedimiento, no es sujeto de ningún juicio más que por
fecundidad del verdadero sujeto: el ʺesʺ contenido en la pregunta que lo señalaba. Y, en
efecto, así comprobamos antes (capítulo 8) que debería ocurrir si se cae en la cuenta de
que, en cualquier respuesta, está contenido aquello que aportaba la pregunta: el ʺesʺ.

205
Toda respuesta tiene la forma S es P. Por lo que puede decirse, sin duda, que aquello que
es subiectum o hupokeímenon, aque‐ llo que siempre de derecho subyace está
presupuesto de antemano en todo poner A o B, es el ʺesʺ que ya aportaba la pregunta
lógica. El sujeto de iure es, pues, la cópula. Pero el sujeto es precisamente, en cada caso,
aquello de lo que se dice que es esto o lo otro, es decir, el ente ¸ de modo que hay que
concluir que el ente de iure es, precisamente el ser. Lo que era una pregunta se ha
convertido en el verdadero ente. Y, al tiempo, en esta conversión se ha generado una
pregunta bastarda que antes no existía: la de cómo lo verdaderamente ente se relaciona
con los entes, con las cosas que no son lo verdaderamente ente, pero que, de algún
modo, han tenido que ser ʺcreadasʺ, ʺemanadasʺ o tienen que ʺparticiparʺ de él.
Ésta sería la forma en la que, por alguno de los procedimientos que luego ensayaría
la historia de la filosofía, Sócrates habría descubierto que no sólo era el más sabio por no
conceder ninguna fertilidad doxática a su ignorancia, sino por estar en posesión de una
fertilidad lógica de su saber ignorar. Pero él más bien se ha limitado a dejarse vapulear
por el viejo Parménides y no ha emprendido jamás este camino. Muchos siglos después,
Hegel homenajeará esta famosa conversación imaginada por Platón como ʺel mayor
monumento de la dialéctica antiguaʺ. Para Hegel ya no cabrá duda respecto a la
fecundidad epistémica de lo lógico. ʺToda determinación lo es de iure del absolutoʺ o, lo
que es lo mismo, ʺlo lógico es capaz de engendrar (concebir o ʹdar a luzʹ, como
parturienta y no como comadrona) lo realʺ. En la igualdad de estas dos ecuaciones reside
el trasfondo hegeliano. Ello no implica, después de todo, sino que por saber preguntar
Sócrates tenía ya en sus manos un ʺesʺ, un ser indeterminado, ʺvacío de toda
determinaciónʺ, que estaba preñado de una inquietud que, tras convertirle en nada,
podría devenir lógicamente por cualquier determinación. Es por lo que Felipe Martínez
Marzoa ha podido oportunamente concluir el capítulo de Hegel en su Historia de la
Filosofía con estas palabras: ʺEl es expresa lo que llamamos la experiencia o la
autosupresión de la diferencia, y en el es está todo, o él es todo lo que hay. He aquí una
nueva expresión de que la lógica es todo, pues lo ʹlógicoʹ, el nada‐más‐quelógica, es lo
concerniente a la forma del enunciado y aquí no hay nada más que, en efecto, la forma
del enunciado, el esʺ (1994,II:210).

11.4. La materialidad de la pretensión de absoluto: lo ideológico

La ilusión teológica no es sólo, por tanto, una disposición de la razón que haya
tenido por resultado los textos de la metafísica, sino una inclinación natural de todo
discurso vivido hacia la metafísica. En el fondo, lo vivido no sólo piensa, sino que piensa
hegelianamente. Las aventuras de la conciencia en la Fenomenología del Espíritu, y la
complicada dialéctica que ahí se da cita entre el ʺpara la concienciaʺ y el ʺpara nosotrosʺ

206
(ʺlos que sabemos absolutamenteʺ), no pueden dejar de arrojar luz sobre la estructura
profunda de lo ideológico.
El conjunto del sistema hegeliano nos ha mostrado el destino que necesariamente
está abocada a correr toda pretensión de absoluto. Pero el ser mismo no tiene esa
pretensión. Una obra como El ser y la nada de Sartre se explica, en efecto, desde esta
convicción: ʺLo real es un esfuerzo abortado por alcanzar la dignidad de causa‐de‐ sí.
Todo ocurre como si el mundo, el hombre y el hombre‐en‐el‐mundo no llegaran a
constituir sino un Dios fallidoʺ (1943: /754). Para Sartre es un hecho que si el ensí
debiera fundarse, no podría ni siquiera intentarlo salvo haciéndose conciencia; también es
innegable ʺque la conciencia es de hecho proyecto de fundarse a sí misma, es decir,
proyecto de alcanzar la dignidad del en‐sí‐ para‐sí o en‐sí‐causa‐de‐síʺ (1943: /752).
Pero no podemos valemos de ello: ʺNada permite afirmar, en el plano ontológico, que la
nihilización del en‐sí en para‐sí tenga por significación, desde el origen y en el seno
mismo del en‐sí, el proyecto de ser causa de síʺ. Nada permite, pues, traspasar al ser
mismo en general la pretensión del ser‐para‐sí. Éste es el motivo por el que el ser‐en‐
sí‐para‐sí aparece tan sólo como una pasión inútil –imputable sólo al para‐sí–y por lo
que el hecho de que la conciencia habite el ser, si bien logra abrir un mundo, no logra, sin
embargo, constituir sino una especie de Hegel abortado.
Pero este mundo sí está habitado por muchas vocaciones de absoluto. Lacan ha
mostrado que el yo dispara la cadena significante a partir, precisamente, de una pérdida
absoluta y con la pretensión de restaurar con ella la unidad perdida. El yo es la
ʺenfermedad mental de la humanidadʺ, el ʺsíntoma humano por excelenciaʺ. El yo se
comporta efectivamente como un teólogo hegeliano que no quisiera ahorrarse ninguna de
las aventuras de la religión efectiva. Pero la religión misma, como realidad histórica, la
cultura, vertebrada por la mitología, el psi‐ quismo, con todos sus rituales neuróticos, y
en general toda palabra vivida, o quizá, si Freud tiene razón, toda palabra nacida del
sexo, persigue un silencio en el que todas las determinaciones naufraguen en una
plenitud, un ahí en el que la aventura general del ser pueda constituir un absoluto.
Religión, cultura, psiquis‐ mo, ideología, son, en realidad, la materialidad de lo absoluto
en este mundo.
En este sentido, si Marx ha combatido una ilusión hegeliana para abrir el continente
histórico a la investigación científica es porque, en el fondo, lo ideológico mismo siempre
toma la palabra hegelianamente. La estructura de los obstáculos epistemógicos con los
que se encuentra la investigación científica no es, en efecto, menos compleja o profunda
que el sistema hegeliano. Si hemos visto coincidir a Heidegger y Lacan al diagnosticar la
inclinación natural de la razón mostrada por Kant en la Dialéctica trascendental como la
enfermedad mental de la especie humana o como la estructura fundamental de toda
Weltanschauung, al tiempo que, como se mostró (apartado 8.2), la opción hegeliana

207
podía ser muy bien prevista desde estas páginas de la Crítica de la razón pura, es
preciso concluir que la ciencia tiene que verse obligada a combatir las pretensiones de la
metafísica en el seno mismo de la conciencia espontánea, y que, además, la potencia
discursiva allí encerrada es de carácter hegeliano.
El idealismo aparece, de este modo, más que como una mera corriente en la historia
de la filosofía como la estructura profunda del obstáculo epistemológico fundamental de
la comunidad científica, al tiempo que como su verdadero y único punto posible de
partida. El empirismo habría en especial desconocido fatalmente esta realidad por la que,
en el mismo saco que la experiencia espontánea, viene siempre, también, el idealismo
más potente.
Por otra parte, ésta es la ocasión para recordar que la ciencia no sólo combate
ilusiones, sino realidades muy específicas. La ilusión, el error y la apariencia, como la
ideología en general, tienen también sus materialidades discursivas propias, tal y como
acabamos de apuntar. Éste es el motivo de que la tradición materialista althusseriana no
se cansara de advertir que la verdad nunca es un antídoto suficiente frente al error y que,
desgraciadamente, la materialidad ideológica sólo puede ser anulada por otra materialidad
ideológica de signo contrario. Demostrar el error no es hacerlo desaparecer y vencer un
argumento jamás ha impedido a ningún Calicles azotar al vencedor. La ciencia se
conforma con vencer en la eternidad de lo lógico; en el tiempo, ese lugar ni siquiera
existe, y no tiene mayor fuerza que la que la comunidad científica haya logrado arrancar
materialmente a la historia.

11.5. El materialismo y los intentos de dinamizar el mundo inteligible

11.5.1. Hegel y Aristóteles

Para que lo lógico pueda adquirir la primacía que acaba de explicitarse (apartado
11.3) es preciso concederle una fertilidad semejante a la que el cristianismo representó a
su modo en el misterio de la Trinidad, es decir, en el nacimiento del Hijo y la
problematicidad de la identidad y unicidad divina surgida en consecuencia. Nadie como
Hegel supo sacar partido de lo que antes llamamos (apartado 3.4) ʺel dispositivo Jesúsʺ,
el misterio fundamental por el que ʺel lógos se ha hecho carneʺ. La izquierda hegeliana
estuvo especialmente interesada en reconocer en este ʺdispositivo Jesúsʺ un ʺdispositivo
Humanidadʺ, convirtiendo la Historia en el lugar en el que lo lógico alcanzaba su
efectividad, y en el que, de este modo, Dios y el mundo se reconciliaban e identificaban
como espíritu y libertad; pero con ello no hacían sino tensar el pensamiento hegeliano en
su posibilidad más propia. Lo que estamos intentando diagnosticar es más bien que en
uno y otro caso se trata siempre de conceder a una ignorancia epistemólogica inicial una

208
fecundidad lógica respecto al saber efectivo, de manera que no nos puede extrañar que el
reproche de Marx hacia los trabajos de la izquierda hegeliana se dirija tan
minuciosamente a señalar y denunciar que en cada una de sus respuestas lo que tenemos
es una ignorancia transfigurada de otra forma. No estamos frente al problema de juzgar
desde la filosofía los misterios de la religión, sino ante el problema de cómo un
determinado ʺdispositivo Jesúsʺ es capaz de gestionar las relaciones entre el saber y el
ignorar.
En conexión a esta temática clave, puede resultar muy instructivo atender a las
relaciones que Hegel ha establecido con la obra de Aristóteles, en la cual, precisamente,
la inmovilidad del primer motor excluye de principio cualquier dispositivo de este tipo.
Pierre Aubenque (1974) diagnosticó certeramente una doble vertiente en la postura de
Hegel frente al Estagirita. Por una parte, se rinde a Aristóteles el mayor homenaje
cerrando la Enciclopedia con el famoso texto de la Metafísica; en el mismo sentido
apuntan las elogiosas alusiones del Prólogo de la Fenomenología. Pero, por otro lado, tan
pronto como Hegel se dispone a leer con detenimiento a Aristoteles –como ocurrre en las
Lecciones– el homenaje se convierte en una severa crítica: Aristóteles no satisface
ninguna de las grandiosas expectativas en él encerradas.
Lo interesante es resaltar que mientras que en los homenajes hegelianos no
descubrimos sino un viejo malentendido –que tenía una larga tradición hermenéutica–,
debemos, en cambio, a Hegel el habernos abierto los ojos respecto a la obra de
Aristóteles precisamente cuando éste es más duramente criticado y precisamente contra
la interpretación tradicional citada.
En el homenaje de la Enciclopedia, Hegel hace decir a Aristóteles que Dios es
ʺactividad que se dirige a sí mismaʺ –allí donde Aristóteles dice ʺel acto por síʺ, ʺel acto
propiamente dichoʺ–y ʺpensamiento que se piensa a sí mismoʺ, y que en ello reside ʺla
vida eterna y mejorʺ (cfr. Met 1072b). Es la tendenciosa traducción de Hegel la que
permite convertir al Dios aristotélico en una prefiguración del Saber absoluto, de tal
modo que, en esta supuesta mediación de Dios consigo mismo, se cuela oportunamente
toda la labor especulativa desplegada en la Enciclopedia. El ʺpensamiento que se piensa
a sí mismoʺ es, de este modo, la definición final de un absoluto que ha tenido que
mediarse con toda la realidad para mediarse y coincidir finalmente consigo mismo. De
ahí deriva, en efecto, la interpretación que hace Hegel de la crítica de Aristóteles a la
teoría de las Ideas platónica: ʺLas Ideas y los Números de Platón, siempre en reposo, no
hacen nada para pasar a la efectividad (Wirklichkeit): a diferencia del Absoluto de
Aristóteles, que, en su reposo, es al mismo tiempo la actividad absolutaʺ (VorGeschPhil,
XIX: 159/II, 262). Pero, tal y como señala Aubenque (1974: 106‐107), Hegel no hace
de este modo sino combatir a Platón con más de lo mismo, pues la interpretación del
Aristóteles que utiliza como contrapunto es completamente ʺplatonizanteʺ o

209
ʺneoplatónicaʺ: ʺʹDinamizandoʹ así el acto aristotélico (el cual, precisamente, se oponía a
la dúnamis), atribuyendo a lo Divino las palpitaciones de una Vida que sería a la vez
exteriorización y retorno a sí, Hegel ha cometido el error de tomar al pie de la letra lo
que, para Aristóteles, no es más que una metáfora necesariamente inadecuadaʺ. Hegel
convierte el mundo sublunar en momento de la mediación de la vida pura y eterna de
Dios, y, en su búsqueda de un absoluto capaz precisamente de esta mediación, queda
encerrado en los límites de un aristotelismo neoplatónico.
En 1962, Aubenque había más bien mostrado cómo la consistencia del pensamiento
aristotélico consiste mucho más en un trazado topológico de niveles cosmológicos, que
primero son aceptados como puros hechos y para los que sólo después se busca una
mediación ʺexteriorʺ. La metáfora de Aristóteles sobre Dios no va en la dirección de
unificar estos niveles en la vida divina, sino que, por el contrario, es confeccionada para
separarlos. Dios no piensa el mundo al pensarse a sí mismo –de tal modo que una buena
teología contendría la física en su seno–, ni es legítimo ver en esta ʺfórmula límiteʺ el
anuncio de una actividad que sería capaz de desplegarse en todo lo real. ʺLa totalidad de
lo empírico aristotélico es de alguna forma distributiva y no colectiva: si todo es pensado
en su determinación, el todo en tanto que tal no es pensado en su unidadʺ (1972: 109‐
110).
Pero el caso es que es precisamente Hegel quien mejor ha caído en la cuenta de esta
particularidad del ʺno‐ sistemaʺ aristotélico, denunciándola como una insólita deficiencia.
En el momento en que Hegel deja de utilizar a Aristóteles para sus propios fines y decide
exponerlo en su conjunto, el balance contribuye muy eficazmente a arrancar su obra de
la interpretación neoplató‐ nica que dominaba en los homenajes. Hegel se ha negado a
inventar con la tradición una coherencia sistemática a la que Aristóteles se sustrae, por lo
que podríamos decir que el auténtico aristotelismo asoma por primera vez gracias a las
críticas hegelianas. Hegel ve con toda claridad que Aristóteles no ha sabido –o no ha
querido– valerse de las posibilidades de unidad sistemática que le brindaba la
caracterización de Dios como ʺpensamiento de pensamientoʺ. En toda su obra
encontramos más bien una mera ʺyuxtaposiciónʺ (Nebeneinan‐ der) de partes y de
ciencias, una topología rapsódica, como ʺrapsódicaʺ es su propia lista de categorías.

Este modo de proceder no presenta brillantez alguna, ya que no parece elevarse hasta la idea … ni reducir a
ella lo concreto y detallado. Pero, si bien Aristóteles, de una parte, no destaca lógicamente la idea en general …,
no es menos cierto que, por otra parte, en él aparece también lo uno absoluto, la idea de Dios, como algo
particular, ocupando su lugar al lado de los demás, aunque sea toda la verdad. Es algo así como si se dijera:
ʺExisten las plantas, los animales, los hombres, y además, también existe Dios, el ser más eminente de todosʺ
(VorGeschPhil, XIX: 151/II 255).

Por haber sido el primero en comprobar –lo que para él era una deficiencia– la
ausencia de toda función arquitectónica de la teología del Primer Motor en el texto

210
aristotélico, señalando la no fecundidad para la realidad efectiva de la fórmula
ʺpensamiento de pensamientoʺ, debe serle reconocido a Hegel el mérito de haber
arrancado a Aristóteles de la prisión de la tradición comentarista. De ahí que Aubenque
pueda rendirle este homenaje: ʺSe podrían multiplicar los textos aristotélicos,
comprendidos incluso los que no cita Hegel, que confirmarían la verdad de la
interpretación hegeliana: en especial los que afirman la incomunicabilidad de los géneros,
la imposibilidad de una ciencia universal, la homonimia del ser, la dualidad mal rematada
de una metafísica general y de una metafísica especialʺ (1974: 113). Porque, en efecto,
releida la cuestión desde el siglo XX, Hegel, negando a Aristóteles las virtudes
sistemáticas que la tradición le confería, le ha separado, ante todo, de su propio sistema,
proporcionándonos de alguna manera el antídoto contra su propio pensamiento (al menos
si hemos de seguir aceptando la ecuación de la que partimos en el apartado 3.1).
Demarcando lo que separa a Aristóteles del idealismo, Hegel ha puesto en libertad para
nosotros lo que es, en realidad, su mayor virtud: el haberse negado tozudamente a una
posibilidad lógica que sólo Hegel mismo llegó a explotar hasta sus últimas consecuencias,
pero que tenía ya su tradición en tiempos del Estagirita y que –para Hegel– era ya, en su
raíz, ʺhegelianaʺ sin saberlo.
Hegel acertó, también, al constatar que la ʺexigencia de sistemaʺ sólo fue satisfecha
en el helenismo estoico, si bien, como puede comprobarse en la Fenomenología, ello no
podía ocurrir más que en un sentido puramente formal, a riesgo, esta vez, de renunciar a
todos los contenidos y determinaciones, es decir, a todo ese vasto horizonte en el que se
había comprometido sobriamente, pero con el valor que tiene el entendimiento para mirar
lo muerto cara a cara, la decisión aristotélica. Harán falta todavía muchos episodios en la
historia de la filosofía para que el sistema mismo pueda hacerse cargo de lo que el
estoicismo expulsó y Aristóteles trabajó a fuerza precisamente de no ser sistemático.
Pero, una vez planteadas así las cosas, el camino que lleva en la historia de la filosofía
hacia el sistema hegeliano es tan inexorable como el que recorre la conciencia de la
Fenomenología hacia el saber absoluto.

11.5.2. La vida de Dios

En el artículo que venimos citando, Aubenque resumió la deformación hegeliana de


la ʺtopologíaʺ aristotélica en una ʺdialectizaciónʺ de corte neo‐ platónico que consiste en
lo siguiente: Hegel habría aplicado al motor inmóvil de Aristóteles ʺel pasaje bien
conocido del Sofista (248e) de Platónʺ:

¡Y qué, por Zeus! ¿Nos dejaremos tan fácilmente convencer de que el movimiento, la vida, el alma, el
pensamiento, no tienen realmente ningún sitio en el seno del ser universal, que él no vive ni piensa y que, solemne
y sagrado, vacío de intelecto, se queda allí plantado, sin poder moverse?

211
Lo que estamos intentando mostrar es que el materialismo ha consistido siempre, a
riesgo de dejar de serlo, en negarse a recoger este guante lanzado por el extranjero del
Sofista. Pues está muy claro que Hegel puede convertir la historia de la filosofía en el
despliegue histórico de su propio sistema recogiendo con cuidado todos los momentos en
los que se ha aceptado de un modo u otro la invitación de conceder vida y alma a la
divinidad de lo teórico. El materialismo tiene que ver precisamente con defender la
esterilidad de lo lógico, es decir, tal y como se vino antes a concluir, la esterilidad de la
docta ignorancia. Y esto es tanto como negar a lo lógico cualquier fecundidad real, y por
tanto, negarle precisamente toda vida y todo devenir, lo que, en realidad, supone al
mismo tiempo afirmar su eternidad – cosa que la tradición materialista, siempre
obsesionada con negar la existencia de Dios o la inmortalidad, entendió con mucha
dificultad–. Schelling, en cambio, sí fue especialmente sensible a este problema, cuando
critica la Ciencia de la Lógica acusando a Hegel de haber aplicado en el medio lógico un
método que estaba pensado para un terreno muy distinto, la filosofía de la naturaleza,
otorgando así a lo lógico una fecundidad que sólo tiene lo real. Por eso, también,
Althusser tiene el máximo interés en que la idea de perro no ladre ni la idea de círculo sea
redonda. Y sintomáticamente, acabamos de ver a Hegel reprochar a las Ideas y a los
Números de Platón su inmovilidad, el que no sean capaces de ʺhacer nada por pasar a lo
real y efectivoʺ.
Al huir de todo lo que sonara a eternidad, el materialismo común hacía sitio en su
interior, más bien, al embrión de todo idealismo, viéndose obligado a realizar la
consistencia meramente lógica por algún procedimiento. Por eso desconcertó tanto y, sin
embargo, fue tan acertado, el alineamiento de Althusser en las filas del antihistoricismo
husserliano. La autonomía y eternidad de la consistencia lógica como el aire mismo en el
que se desenvuelve lo teórico era, precisamente, la única forma de evitar que lo lógico
devorase en su interior la realidad efectiva, por lo que, en efecto, tal y como Althusser no
cesó de afirmar, el historicismo y el psicologismo se convertían en los primeros enemigos
a los que el materialismo tenía que enfrentarse.
Antes identificamos la esterilidad socrática como la garantía a la que el materialismo
no puede renunciar. Pero ¿qué garantiza, en suma, esta garantía? Lo que se dice cuando
uno se niega a conceder vida alguna o devenir a las Ideas no tiene nada que ver con
separar el mundo o lo real en dos realidades, por una parte la del devenir y por otra la del
ser inmóvil del que las cosas sensibles y móviles sólo serían copia o sombra o
degradación. Lo que se está haciendo es afirmar una separación muy distinta: la
separación entre lo real y el conocimiento de lo real. Lo que se está diciendo es que lo
lógico (es decir, lo eterno, lo eternamente verdadero o eternamente falso, lo que no está
en el tiempo ni es una cosa más en el tiempo) es sólo el lugar del conocimiento y nada
más. Que ʺno pasa nadaʺ en el mundo inteligible –que allí ni el perro ladra ni el círculo

212
rueda–quiere decir sencillamente que las cosas pasan en la realidad y no en el
conocimiento de lo real, y que, en todo caso, el conocimiento cambia algo en lo real sólo
porque le añade su conocimiento, no por otra cosa más profunda. En el mismo sentido,
vimos a Kant distinguir el lugar en el que se dan las cosas y el lugar en el que se piensan
las cosas; el primero, la sensibilidad, es el sitio en el que ʺhay las cosasʺ, en el segundo
no están las cosas, sino tan sólo la forma que permite pensarlas.
Estas separaciones fundamentales, como la de Platón o Kant, y también la de
Aristóteles, no trazan una frontera en lo real, dividiéndolo –como quiso entender
Nietzsche– en una mundo aparente y otro verdadero, sino que marcan las fronteras en
las que consiste y por las que puede circular la razón y el lenguaje, distinguiendo entre
hablar, pensar, imaginar, conocer o decidir.
El Platón que ha inmovilizado el mundo inteligible no sólo no ha dividido el mundo
en dos, negando al mundo de los hechos sensibles el horizonte del verdadero acontecer;
muy al contrario, lo que ha afirmado es que las cosas no ocurren más que en el mundo
sensible, que las cosas pasan realmente en aquel mundo que se toma a veces por un
mundo de sombras e imágenes. Lo que sí ha separado radicalmente ha sido, en primer
lugar, el mundo del conocimiento del mundo. Negarse a vivificar el espacio lógico en el
que navega el conocimiento es tanto como afirmar que una cosa es que las cosas ocurran
y otra bien diferente que sean conocidas. Por eso, como saben muy bien los
antropológos y los psicoanalistas, lo que diferencia a un sueño de un conjunto científico
de teoremas es que en el primero siempre hay algo que estudiar, algo que ha ocurrido o
pasado ahí, mientras que quien despierta del mundo etéreo de la teoría para regresar al
mundo de las cosas no dice que ha estado soñando, sino que, precisamente, ha estado
conociendo esas cosas en cuestión; lo único que científicamente se espera que haya
ocurrido ahí es que se haya conocido más y mejor.
Y, en segundo lugar, en la medida que deja la palabra a Sócrates, Platón ha tenido el
máximo interés en distinguir entre conocer y opinar. La palabra vivida de los mortales es,
al fin y al cabo, una cosa más entre las cosas, que tiene que ser distinguida de la
utilización del lenguaje para cuidar de un lugar en el que se otorga a la cosa el único
derecho a la palabra.
Un malentendido fundamental en la interpretación del primer khorismós ha viciado
la interpretación de esta doble articulación, permitiendo adjudicar a Platón no se sabe qué
decisiones ʺidealistasʺ. Por el contrario, la inmovilidad del mundo inteligible es más bien
la garantía de un tozudo materialismo en Platón, que no vendrá a ser corregido más que
a raíz de ciertas invitaciones procedentes de Elea, por la intervención de un viejo
Parménides y un inquisitivo extranjero. Lo que afirma la inmovilidad de las ideas es que
la astucia de lo inteligible no es más que la astucia que hay que poner para conocer el
mundo, no la astucia del mundo mismo: la ʺastucia de la razónʺ es sólo cognoscitiva. La

213
razón no es la astucia profunda de lo real, como ha querido Hegel, sino, tan sólo, la
ʺastuciaʺ–si se quiere hablar así– que nos permite conocer lo real.
Se ven las cosas más claramente si se atiende a qué ocurre una vez que se ha
aceptado la invitación del extranjero del Sofista. Porque lo que ocurre entonces es que el
conocimiento deja de ser propiamente el mero conocimiento y se convierte más bien en
un efecto secundario de un problema más profundo, apuntado precisamente en la
cuestión de cómo vive y qué puede ser la vida de lo divino. La fecundidad de lo lógico
vivificado ha sido míticamente nombrada por las religiones en el mito de la creación, si
bien, como se comprobó, esta comparación puede ser utilizada filosóficamente con muy
distintos fines (apartado 11.1). La historia de la filosofía procedente de Elea se ha hecho
cargo de este problema por dos vías muy bien determinadas. En primer lugar, si lo lógico
–lo eterno– tiene que ser fecundo, la ignorancia tiene que poder saber al ignorar y sabrá
más cuanto más ignore. En segundo lugar, lo que tenemos en el misterio del
conocimiento no es tanto el misterio del conocimiento, cuanto el misterio en el que lo real
se genera a sí mismo. Lo fuera del tiempo –lo eterno–, entonces, ya no apunta a algo así
como el conocimiento, sino al lugar en el que están todas las cosas, de modo que
regresaríamos de nuevo a la aseveración paulina ʺen Dios vivimos, nos movemos y
existimosʺ. El problema en adelante ya no es mostrar el misterio del conocimiento, sino el
misterio de la vida de Dios, el misterio por el que Dios puede vivir en su ser otro sin
dejar de ser él mismo. Lo que se busca entonces ya no es sólo decir qué son las cosas,
sustituyendo la sintaxis del relato por la sintaxis del verbo cópula, sino un relato originario
de un acontecer eterno y privilegiado.

11.6. Idealismo, poesía y filosofía

Lo que nos hace padecer el presente es la modestia mal ubi‐ cada.


La modestia se ha mudado del órgano de la ambición y se ha instalado
en el órgano de la convicción, al que no estaba destinada. El hombre
estaba destinado a dudar de sí, pero no de la verdad; ha sucedido
precisamente lo contrario. … Estamos en camino de producir una raza
de hombres mentalmente demasiado modestos para creer en la tabla de
multiplicar.

G. K. Chesterton

11.6.1. Consistencia teórica y consistencia histórica

En este punto preciso, mito y filosofía vuelven a darse la mano, encontrando en la


temática de la vida de lo absoluto un territorio muy específico en el que dejan de

214
distinguirse. El redescubrimiento de este territorio por parte de los inicios del idealismo
alemán, en 1796, fue, de hecho, saludado por Schelling, Hegel y Hólderlin como un
acontecimiento que anunciaba, significativamente, una ʺmitología de la Razónʺ: ʺLa
poesía recibe de este modo una más alta dignidad, vuelve a ser al final lo que era al
principio–maestra de la humanidad, pues ya no hay filosofía, ya no hay historia, sólo la
poesía sobrevivirá a todas las demás ciencias y artesʺ (Holderlin, 1796. Escrito conjunto
con Schelling y Hegel, conocido como El más antiguo programa del idealismo).
La peculiaridad de este territorio así acotado para la razón es que en él ya no se
contraponen narración mítica y reflexión lógica. Un mito es el relato primigenio de ciertos
acontecimientos únicos, protagonizados o padecidos por personajes excepcionales y que
ocurren en un tiempo inmemorial y prestigioso. El mito sustrae el tiempo de los
acontecimientos del tiempo de los hombres y se lo otorga illo tempore a los dioses y los
héroes. Lo que para los hombres es costumbre, repetición ritual de lo que sucedió por
primera vez, para los héroes fue acontecimiento. Uno de esos acontecimientos
primordiales es siempre, invariablemente, la fundación de la lengua materna para un
determinado pueblo histórico: los antepasados míticos ʺpusieron su nombre a las cosas y
así fundaron nuestra lenguaʺ, por lo que puede afirmarse también que lo que para los
hombres es gramática, para ellos fue frase. Ellos hablaron, en el límite del lenguaje
mismo, de un modo tal que cada frase fundó su propia gramática, al igual que cada una
de sus acciones, realizadas más allá del bien y del mal, decidió lo que en adelante sería
nuestra moralidad. Lo que para nosotros es estructura, para ellos fue suceso. De ahí que
el relato mítico se confunda con la cosmología: todo el horizonte de los eÎdos que puede
dar razón de en qué consisten las cosas, todo el mundo de la determinación, fue para los
dioses y los héroes el resultado de su actividad. Ellos habitaron el arkhé, del mismo
modo que nosotros habitamos el mundo así fundado.
Pues bien, en este sentido, tienen razón los tres amigos del Stifi de Tubinga en
diagnosticar que una mitología racional no podría sino poetizar al relato primigenio por
el que la razón ha sido, supuestamente, capaz de otorgarse para sí el mundo de las
determinaciones, abriendo una monumental incógnita para la historia de la filosofía
subsiguiente. Lo que se busca ya no es lo lógico frente a la narración. La alternativa ya
no es poesía o filosofía, sintaxis del relato o sintaxis del ser, sino, de nuevo, un relato
primigenio: el relato de cómo vive Dios, de cómo vive lo lógico mismo. El sistema
racional se va a convertir en la poesía por antonomasia y Dios se convertirá en el relato
mismo. El proyecto del idealismo es así presentado como una ʺnueva religiónʺ: ʺMientras
no hagamos estéticas, es decir, mitológicas, las ideas, ningún interés tienen para el
pueblo, e inversamente: mientras que la mitología no sea racional, el filósofo tiene que
avergonzarse de ella.ʺ
Gracias al inolvidable trabajo de Havelock (Prefacio a Platón, 1963) y de la escuela

215
que nació de él, podemos reconocer como muy antigua la encrucijada en la que se
disponen tales posibilidades teóricas. El siglo V griego viene marcado por una compleja
coyuntura que sólo logra hacerse patente al advertir que Grecia había sido hasta el
momento y, aún seguía siéndolo de forma general, una cultura oral, en la que, de forma
no más misteriosa que en cualquier otra cultura de las estudiadas por la etnografía, la
poesía era el único archivo de la palabra y el verso, la danza y el acompañamiento
musical la única materialidad del discurso disponible. El ideal del rey filósofo de Platón,
como aquel modelo político en el que se trata precisamente de que gobierne la razón, de
que gobiernen, pues, las leyes, aparece de este modo mucho más cercano a nuestra
realidad ilustrada que la propia realidad política de la Grecia clásica, en la que la figura
del rey poeta es la predominante y en la que–como ocurre en general en todas las
sociedades en las que la escritura alfabética no existe o no ha logrado letrar a la
población– la voz del gobierno e incluso la voz militar no encuentra otra posibilidad
mnemotécnica que la poesía. Homero –la épica en general y también el teatro ático en su
momento– funcionó, de este modo, para los griegos como la verdadera enciclopedia
tribal del pueblo histórico griego. Havelock demostró fehacientemente cómo la
tecnología verbal de la oralidad obliga al discurso a ceñirse a los límites del relato, de
modo que incluso los datos geográficos tienen que ser inscritos en el marco de una
aventura animada que contrasta vivamente con la neutralidad y sequedad de los listados
que luego pudieron ser conservados en la enciclopedia escrita.
En el seno de esta paideia de la oralidad, basada en el verso, la música y la danza
como único recurso mnemotécnico, la irrupción de la escritura conllevó la posibilidad de
que discurso y poesía se divorciaran por primera vez, de modo que el relato, y en este
sentido, el tiempo, dejó de ser la única sintaxis posible. Así surgió la posibilidad de una
sintaxis lógica, en virtud de la cual las cosas ya no sólo pasaban y ocurrían sino que
también eran algo que podía ser dicho. Si el tiempo es la sintaxis de la oralidad, la
sintaxis de lo lógico es la eternidad. Se aclaraba así que Platón viera en el teatro y la
poesía la competencia más perniciosa para los trabajos de la Academia, y que, en la
República, hubiera incluso propuesto censurar o prohibir la poesía homérica y el teatro,
así como determinados ritmos musicales. Una cultura oral no puede ni recordar ni pensar
proposiciones matemáticas, pues su propia tecnología verbal sería incapaz de conservar,
por ejemplo, el teorema de Pitágoras sin dramatizar la relación entre los catetos y la
hipotenusa, es decir, sin relatarlo como un acontecimiento más o menos privilegiado.

Igualmente imposible resultará una epistemología capaz de optar entre lo lógicamente (y por tanto,
eternamente) verdadero y lo lógicamente (y por tanto, eternamente) falso. … En una cultura oral todo
ʺconocimientoʺ se hallará sometido al condicionamiento del tiempo, lo cual viene a ser como afirmar que en dicha
cultura no puede darse el ʺconocimientoʺ tal y como nosotros lo entendemos ahora. Es a ese rasgo de la
mentalidad homérica al que se dirigen tanto Platón como otros pensadores preplatónicos,solicitando que el
discurso del ʺdevenirʺ –la interminable sucesión de hechos y sucesos– sea reemplazado por el discurso del ʺserʺ –

216
el de las expresiones que, en jerga moderna, llamaríamos analíticas, libres de todo condicionamiento temporal. En
la filosofía griega, el enfrentamiento entre el ser y el devenir no arranca, en principio, del tipo de problemas
lógicos característicos del pensamiento más elaborado, ni mucho menos lo ponen en marcha la metafísica o el
misticismo. El enfrentamiento entre ser y devenir se produce por primera vez cuando cristaliza la demanda de que
la lengua y la mente de los griegos rompan con el legado de la poesía, ese flujo rítmico de imaginería aprendida de
memoria, sustituyéndolo por la sintaxis del discurso científico –con independencia de que éste sea de orden moral
o de orden físico (1963: /174).

De este modo, la problemática Ser y Devenir no es una oposición lógica o


metafísica, sino una brecha abierta entre filosofía y relato, o, si se quiere, entre matema y
poema. La separación platónica entre dóxay epistémeabre, en realidad, una diferencia, de
la que nació eso que llamamos razón occidental, entre ʺcontar el mundoʺ y ʺconocerloʺ.
Borrar la frontera entre lo histórico y lo científico es sencillamente negar a la ciencia la
sintaxis de la que ha nacido. Obviamente esto no tiene nada que ver con el hecho
evidente de que la ciencia tiene, como cualquier otra realidad, su historia. Pero el camino
de búsqueda de la verdad, en adelante, no coincide con el camino de la verdad misma
encontrada. La historia del teorema de Pitágoras no decide nada sobre su verdad o
falsedad, y no es el historiador sino el matemático quien tiene allí la palabra. La crítica de
Husserl al his‐ toricismo y al psicologismo no hacía, en este sentido, sino reproducir en el
siglo XX una coyuntura en la que la filosofía, desde sus orígenes, no ha cesado de
explicar que su consistencia sintáctica no es temporal:

En general, los fines de la vida son de dos especies: unos para el tiempo, otros para la eternidad. La ciencia
es un título de valores absolutos, intemporales. En interés del presente no podemos sacrificar la eternidad. Las
cosmovisiones pueden litigar, sólo la ciencia puede decidir y su fallo lleva el sello de la eternidad. La personalidad
se dirige a la personalidad. Pero la ciencia es impersonal. Sus colaboradores no necesitan sabiduría, sino talento
para la teoría. Sus contribuciones enriquecen el tesoro de valideces eternas que llegará a constituir la felicidad de
la humanidad (Husserl, E., 1910‐1911:/105‐106).

Sin embargo, Husserl, al igual que Althusser, ha tenido que enfrentarse a una
posibilidad inédita en el no reconocimiento de la eternidad de lo lógico, un historicismo
peculiar que ha sido, no tan paradójicamente como podría parecer, la consecuencia
directa del tratamiento vertido por el idealismo alemán sobre la consistencia lógica. Pues
el idealismo no ha negado esa eternidad; más bien lo que ha hecho ha sido encontrar un
recurso por el que la eternidad misma de lo racional volvía a tender sus brazos hacia el
poema histórico, como una respuesta genial a la incógnita planteada en 1796 bajo el título
de una mitología racional. El idealismo ha encontrado en lo espiritual la posibilidad de
una eternidad capaz de moverse y retornar sobre sí misma, convirtiendo la historia
misma en un drama lógico, fórmula, en realidad, no menos sorprendente que la de un
lógos hecho carne. Es por eso por lo que el historicismo criticado por Husserl y Althusser
en las filosofías de la historia, con todas sus cosmovisiones y sus espíritus del pueblo,
presenta una nueva cara: pero el que la mitología retornara en esta ocasión bajo forma

217
racional no les impidió descubrir cómo se había igualmente atentado contra la
consistencia misma de lo teórico, borrando la frontera entre lo ideológico y lo científico.

11.6.2. Lo lógico como el mito verdadero

La composibilidad lógica del mundo introduce en él lo intemporal. Así


diagnosticábamos antes el descubrimiento fundamental por el que debemos a Grecia la
historia de la filosofía y de la ciencia: las cosas no sólo pasan o suceden, sino que
también son algo. De ahí que Havelock y su escuela acertaran plenamente en resaltar que
la batalla fundamental en la que están enfrascados Sócrates y Platón, por encima de su
polémica con los sofistas, es la ʺmuy antigua desavenencia entre filosofía y poesíaʺ (Rep,
607 b). La poesía edifica el relato de lo que hay. Su sintaxis es la narración y, en último
término, el tiempo. Un mito es el relato de lo que sucedió y de lo que sucede. En el
horizonte poético las cosas se entrelazan unas con otras porque se cruzan en el espacio y
en el tiempo de un modo que puede ser contado o relatado. La composibilidad de las
cosas mediante el verbo ser es, en cambio, intemporal.
Pero lo eterno en el mundo podría ser el lugar en el que todas las cosas se mueven,
viven y existen. Y en ese sentido, la composibilidad lógica se convierte en el verdadero
relato que acontece en este mundo. Lo único que queda entonces por explicar es por
qué, entonces, las cosas suceden en el tiempo además de suceder en lo lógico, lo que
míticamente hablando es tanto como preguntar por qué Dios, que lo es todo, se ha hecho
acompañar de un mundo sin por eso dejar de ser todo. Todo ello implica que, en
adelante, la filosofía asume el cometido de contar las cosas de modo que relato y lógica
dejen de contraponerse, mostrando que, en efecto, la lógica misma es el verdadero
relato. Lo que en el plano mítico significa que la vida de Dios resume o se hace cargo de
todo acontecer en el mundo. Pero este hacerse cargo implica, también, desde luego,
como ya vimos denunciar a Schelling en 1809, hacer cargara Dios con todo el peso de la
naturaleza y el mal.
La esterilidad de lo lógico, por el contrario, convierte la eternidad en el vacío
absoluto. Lo lógico es, en ese sentido, un agujero de nada abierto en un mundo que
discurre fuera de él. La composibilidad lógica del mundo, entonces, no es en absoluto el
acontecer mismo de lo real, sino sencillamente el conocimiento de lo real. Insistimos de
nuevo en que el punto crucial a partir del cual estas dos posibilidades lógicas divergen no
es una decisión temática o metafísica. Hemos derivado antes todo el problema de la
relación misma que se establece entre la ignorancia y el saber. Sócrates introduce la
exigencia de composibilidad lógica en el mundo introduciendo en las calles la pregunta
¿qué es A? Pero afirma que con ello sólo ha introducido la ignorancia y se niega a que
esa ignorancia sepa otra cosa que su propia ignorancia. Precisamente por eso tiene la

218
forma de pregunta. Introducir lo lógico en el mundo es introducir una forma específica de
preguntar, que no busca cosas o partes de las cosas, sino aquello en lo que las cosas
consisten, aquello que son. Pero lo lógico pregunta al mundo precisamente porque no es
capaz de producirlo en su interior. Y es así por lo que el efecto de este preguntar da lugar
en el mejor de los casos a un conocimiento. Si, por el contrario, la pregunta misma
pretende saber queda postulado que el ʺesʺ de las cosas es la verdadera cosa en su
verdadero acontecer: Dios en uno de sus momentos. La cuestión ya no es propiamente la
cuestión del conocimiento, sino la cuestión de cómo Dios ha tenido que pasar por ese
momento para ser lo que es. Lo lógico ya no es el lugar del conocimiento de las cosas,
sino el lugar mismo de las cosas.
Y, de algún modo, esta posibilidad también había sido prevista en la situación griega
a la que nos hemos referido. En la obra de Platón se cruzan respecto a la cuestión de
aquello que significa saber e ignorar, varias tensiones en una difícil coyuntura. Sócrates y
los sofistas, frente a los poetas, representan la Ilustración helénica que pretende arrancar
a la oralidad y el mito el monopolio de la paideia griega. La alternativa separa entonces
la sintaxis narrativa de la sintaxis lógica. Pero por otra parte, Platón mismo siente la
tentación de convertir la sintaxis lógica en la verdadera narración. Si antes los textos de
Platón habían utilizado mitos para explicar lo que no había forma de hacer entender, ‐la
nueva consistencia de lo teórico–, a partir del impulso del Parménides, la teoría empieza
más bien a proponerse como único medio de contar, por una vez, un mito verdadero.
La lógica, por sí misma, no puede saber sino negando, lo que convierte al poder de
lo negativo, para toda la herencia de este impulso platónico en el que Sócrates ha perdido
ya todo protagonismo, en el verdadero poder que mueve este mundo. La ignorancia sólo
está segura de ignorar, y por tanto no tiene otra vía para hacerse cargo de las
determinaciones que la negación. Si la ignorancia tiene que saber es, entonces, porque
toda determinación es negación. La teología negativa es el momento histórico que mejor
se hizo cargo de este problema que reducirá todo quehacer lógico en la negación. Del
mismo modo, hemos visto a Schelling calificar el ʺepisodioʺ hegeliano como una mera
sofis‐ ticación de esta teología resumida en el título inquietante de ʺfilosofía negativaʺ. Si
lo lógico tiene que ser fecundo, esta fecundidad sólo puede ser la fecundidad de lo
negativo: lo lógico no puede aprehender lo que es, sino meramente ʺlo que no se puede
no pensarʺ (Schelling, 1834, IV E: 459). Pero si no queremos el ʺmero serʺ, si
solicitamos el ser que es o existe, lo lógico tiene que pedir prestada a otro su fecundidad
y entonces esta fecundidad no puede tener otro nombre que sensibilidad. Pero una
razón sensible, una razón finita es una razón cognoscente, ya no una razón creadora.

11.7. La materialidad de lo lógico

219
11.7.1. El conocimiento como realidad material

Lo que ahora interesa señalar es que, tras haber separado insistentemente la lógica y
lo real, se hace preciso aislar la realidad misma de lo lógico. Lo que más podría
escandalizar a Hegel es ver tratado el conocimiento como una mera facticidad entre
otras, como una realidad ʺyuxtapuestaʺ a las demás. Así es como hemos visto que
ocurría con el Dios de Aristóteles, según su opinión en este caso acertada. Aristóteles ha
colocado lo universal ʺcomo un particular másʺ, no ha sabido hacer vivir lo particular en
lo universal.

Parece como si se limitase a filosofar sobre lo concreto, sobre lo particular, sin destacar qué es lo absoluto,
lo general, qué es Dios, pues pasa siempre de unos detalles a otros …. Aunque para ello recorra toda la masa del
mundo de las representaciones, sólo parece buscar lo verdadero en lo particular, sólo parece reconocer una serie
de verdades particulares (VorGeschPhil, XIX: 151/11, 255).

El universal aristotélico es inerte, es una realidad más en la realidad. Lo mismo que


dice Hegel del Dios de Aristóteles puede decirse del conocimiento: el conocimiento es
una realidad más entre todas las demás. Pero lo es como conocimiento, sin perder su
especificidad. La separación que antes hemos afirmado tiene que ser mostrada como la
causa profunda que hace al conocimiento, precisamente, tener unas condiciones
materiales de existencia, ser una realidad tan material como cualquier otra, al tiempo que
conserva su asombrosa especificidad: su realidad consiste en no ser nada real, en ser el
conocimiento de lo real. Es por el contrario si se busca una ʺmediaciónʺ capaz de suplir
el khorismós cuando el conocimiento no sabe permanecer como mera realidad
yuxtapuesta a las cosas de este mundo, y se arroga el papel de espacio de todo lo real, de
verdadero t ó pos en el que toda efectividad es ʺeliminada y conservadaʺ, es decir, en
vida de la totalidad.
Fue marcadamente en este punto ‐intentando, por demás, arrancar a Marx del
universo hegeliano‐ en el que Althusser ‐que había tan ʺhusserlianamen‐ teʺ combatido
toda concepción historicista de lo teórico, afirmando la eternidad de lo lógico‐ inventó,
para un público atónito, el concepto de ʺpráctica teóricaʺ, especialmente diseñado para
resaltar que todo proceso teórico tiene condiciones materiales de existencia y que el
discurso lógico posee como cualquier otro su materialidad discursiva. Althusser fue en
general muy mal comprendido a este respecto y hoy lo es todavía más. Pero su
descubrimiento, aquí como en otros casos, no tenía nada de nuevo, y no sólo por ceñirse
estrictamente a la literalidad marxiana de la Introducción de 1857, sino porque el
problema había recorrido toda la historia de la filosofía desde el seno de la Academia de
Platón, encontrando su momento más crucial en los aspectos del ʺpseudosistemaʺ
aristotélico destacados críticamente por Hegel. Toda la temá‐ 2JI tica ʺestructuralistaʺ y
ʺfoucaultianaʺ respecto a las condiciones de existencia del saber o el discurso,

220
fundamentalmente en un pensamiento francés obsesionado con poner un pie fuera de
Hegel, no había surgido de la nada. Es desde los comienzos profundos de la historia de la
filosofía como es preciso comprender que aquellos que afirmaran la ʺeternidad
sincrónicaʺ de lo teórico–siendo tan desafortunadamente acusados de pretender detener
la historia o paralizar el movimiento a golpe de estructura‐ fueran los primeros en aceptar
la tesis foucaultiana de que ʺcualquier cosa no puede decirse en cualquier épocaʺ, y
fueran también los mismos que más atención prestaron al estudio de la historia de las
ciencias atendiendo, precisamente, a las condiciones materiales de la discursividad.
Idénticas observaciones se podrían hacer a la escuela de Havelock antes citada, que,
como hemos comprobado, ha investigado minuciosamente las condiciones de existencia
del discurso lógico, centrando su atención en la escritura, y comparándolas con la
materialidad discursiva de la oralidad, que encuentra en el verso, en la rítmica repetitiva
del sistema nervioso y en el cuerpo mismo su imprescindible soporte material.
Una ley científica es, como cualquier otra proposición, algo que se dijo en un
determinado momento de la historia, un descubrimiento que coincidió o derivó de otros
que también tuvieron su historia y que operaron como condiciones de existencia para la
producción de este tipo de verdades. Pero el orden de la búsqueda de la verdad, hemos
dicho, no coincide con el orden de la verdad: la historia de esa proposición no añade nada
a su verdad o falsedad. En ella, la historia no ha hecho sino sentar las condiciones en las
que podía ser pronunciado un enunciado que es eternamente verdadero o eternamente
falso, y la historia de la ciencia subsiguiente no puede, en todo caso, sino disputar sobre
esta verdad o falsedad eternas, mostrando por ejemplo que sólo en determinadas
condiciones euclídeas o limitadas es eternamente verdadera, siendo eternamente falsa
fuera de esos límites. Ninguna verdad deja de ser absoluta por ser relativa a sus axiomas
y mucho menos por haber sido pronunciada en la historia.
En este sentido, hemos afirmado que la consistencia lógica es ajena –inde–
pendiente– del espacio y el tiempo, incluso cuando se trata de decir algo consistente
sobre una realidad temporal o histórica, como la Revolución francesa. Aquí la asunción
de la ʺeternidadʺ o ʺdivinidadʺ de lo lógico coincide con la necesidad de separarlo de
toda realidad: lo lógico no es una cosa más en este mundo porque un transcurrir o
despliegue lógico no es un transcurrir físico o histórico. Ahora bien, esta separación
radical entre lógica y realidad puede traducirse, como ya se vio, en dos problemáticas
distintas, una de las cuales es la del conocimiento, mientras la otra nos impele a
conservar la huella de esta separa‐ ción en la distinción entre lo verdaderamente real y lo
meramente real. En este último caso, lo lógico adquiere una fecundidad que lo convierte
en el lugar de todas las cosas, un ʺlugarʺ que sustituye el ʺespacioʺ por la ʺrazónʺ, de
modo que ʺlocalizarʺ se convierte de este modo en causar y dar razón. Es cierto que la
ʺseparaciónʺ, entonces, se desvanece, al tiempo que lo lógico se vivifica y se hace pasar

221
por el verdadero acontecer, pero permanece el rastro de la separación en la afirmación de
que lo lógico no es, de todos modos, una vida más, sino la vida del todo, que el
transcurrir lógico no es una temporalidad en lo temporal, sino la verdad del tiempo, etc.
De modo que puede afirmarse: si lo lógico cobra vida, entonces su vida es superior en
dignidad a cualquier otra vida, es el lugar de toda vida, el lugar de todas las cosas en
general. Si lo lógico fuera algo real, no sería una realidad cualquiera, sino la realidad
misma sub specie aeternitatis. Su efecto no sería el conocimiento, sino algo así como la
generación misma de lo real.
Sólo si lo lógico –lo eterno– permanece incapaz de cualquier fecundidad real, es
decir, sólo si permanece completamente separado de la vida de las cosas, entonces su
eternidad se muestra como mero conocimiento y no como ese verdadero tópos de las
cosas en el que localizar sería tanto como razonar. Mientras el concepto de perro no
ladre, el concepto de perro no será sino el intento de conocer lo que son los perros.
Pero, precisamente por esta separación radical entre lo real y su conocimiento, el
efecto lógico llamado conocimiento se convierte en una realidad más entre otras, una
realidad que ya no ocupará el lugar de verdadera historia, sino que, sencillamente, tendrá
su historia en la historia. Como ya hemos visto desde el capítulo 3, no hay aquí más
contradicción, paradoja o dificultad que la de comprender la peculiaridad y especificidad
de ese efecto‐razón que Grecia vino a ʺsumarʺ a la historia de la civilización y la
naturaleza. La separación absoluta de lo real es precisamente la que impide a lo lógico ser
lo real mismo sub specie aeternitatis, y por tanto lo que permite al efecto conocimiento
ser una realidad más entre otras, cuya especificidad es precisamente la aludida
separación. Si suprimimos o mediamos la separación, en cambio, hacemos algo muy
distinto que convertir el conocimiento en una realidad cualquiera más –como la ciudad
universitaria es una realidad entre otras‐: porque, sin la separación, lo lógico no sabe ser
una mera realidad, se convierte en el lugar de toda realidad. Lo lógico no es nada real, y
por eso el efecto lógico llamado conocimiento es una realidad más entre las realidades –
cuya especificidad es, precisamente, la de no ser nada real a excepción de ser el
conocimiento de lo real.
Lo único que puede ʺpasarʺ en el mundo inteligible es que se conozca lo que hay
que conocer. Hemos visto que las Ideas no pueden tener propiedades épicas. Que
ocurran cosas es algo que sólo puede pasar en el mundo de las cosas. Las cosas ocurren
en el tiempo y el espacio, eso es todo. En el espacio lógico no pasa nada. Pues bien, ésta
es la garantía de que en el mundo hay una cosa especial que pasa de forma muy especial:
el conocimiento. Desde la ocurrencia del extranjero de Elea se ha sospechado, en
cambio, lo siguiente: en ese lugar del conocimiento podría ocurrir algo que fuera la
transcripción racional de todos los mitos, de todos los aconteceres y relatos... un relato
privilegiado, épica de todas las épicas.

222
11.7.2. Instrumento y abstracción. El ʺdiscurso del métodoʺ de 1857

La Introducción generala la crítica de la economía política de 1857 fue


caracterizada por Althusser como el ʺDiscurso del métodoʺ de Marx y utilizada para
mostrar la forma en la que éste se había separado en un mismo movimiento del
empirismo ‐anulando de paso el falso problema de una teoría del conocimiento‐ y de
Hegel. El modelo teórico que propuso Althusser para la comprensión de este texto
fundamental no ha sido suficientemente tomado en serio, pero era esencialmente
correcto. Althusser había aprovechado la ocasión para concebir el proceso del
conocimiento como un modo de producción peculiar que lo que se propondría producir
serían, precisamente, conocimientos. Esto fue lo que obligó a introducir el concepto de
una práctica teórica. En toda producción hay una materia prima de la que se parte, unos
medios de producción determinados y un producto elaborado al que se llega como
resultado. El problema surgía al pensar las peculiaridades de una práctica que lo que se
propone es producir un efecto tan extraño como un conocimiento.
Lo importante era resaltar, como hacía Althusser, que, en el momento de designar la
materia prima de la práctica teórica hay por parte de Marx una coincidencia de principio
con Hegel, absolutamente primordial, que le separa de todo posible empirismo. El
proceso teórico no parte de lo concreto y camina hacia lo abstracto, sino que ʺse eleva de
lo abstracto a lo concretoʺ. Por otra parte, Marx nos ha dicho que ese proceso consiste
en un trabajo de elaboración que transforma ʺintuiciones y representaciones en
conceptosʺ, de lo que Althusser sacaba la conclusión inevitable de que la intuición y la
representación directamente vivida era entendida por Marx como el máximo nivel de
abstracción. Así, como conceptos, el concepto de ʺfrutaʺ o el concepto de ʺpoblaciónʺ o
de ʺtrabajoʺ son meras abstracciones, producidas por prácticas no teóricas, prácticas
agrícolas, mágicas, tribales, económicas, etc., que forman el entramado de lo vivido.
Estas abstracciones, sin embargo, señalan supuestos objetos y realidades concretas que
son precisamente los que se ha propuesto conocer. Un concepto ideológico nos hace
tomar conciencia de un conjunto de hechos y realidades existentes, pero sin
proporcionarnos los medios para su conocimiento. La ideología no es conocimiento, sino
conciencia del mundo y su correlato es, pues, el mundo vivido; su horizonte es práctico‐
social, no teórico. Para la ideología las cosas son prágmata, sólo para el comportamiento
teórico, que se limita a verter sobre ellas la pregunta ¿qué es..?., las cosas son entes. Este
tejido de practicidades que es la ideología está trenzado con imágenes y, sin duda, con
conceptos, pero éstos son completamente abstractos; el problema es que la ideología
toma este horizonte imaginario y abstracto por el mundo mismo, sin sospechar que, en el
caso de que el comportamiento científico se vertiera sobre él específicamente, lo que
saldría a la luz no sería el mundo, sino un sueño más a estudiar por la antropología o la

223
mitología.
Pero el trabajo teórico trabaja esas abstracciones, también, a propósito del objeto
real señalado, con la pretensión de producir su conocimiento. El conocimiento discute,
pues, con el conocimiento anterior y, en último término, con conceptos aportados por
prácticas no teóricas, puramente ʺideológicasʺ, a propósito del objeto real y concreto,
pero sin poder jamás partir de él. Todo ocurre, en efecto, ʺen el pensamientoʺ, con la
intención de generar una ʺapropiación teóricaʺ de lo concreto real, es decir, con la
intención de producir un ʺefecto conocimientoʺ.
No es preciso insistir mucho en que el término intuición no funciona aquí como en
Kant, si bien la postura general de este texto puede ser caracterizada, como hicimos en el
apartado 4.10, como muy kantiana. Pues aquí no se trata de una intuición ʺciegaʺ sin
concepto, es decir, no se trata de un elemento constitutivo o trascendental del saber, si no
de una realidad, de un saber, en concreto de esa realidad a la que llamamos ideología. Es
decir, lo que está en juego es un horizonte en el que la intuición pretende saber. El drama
es, en efecto, el que permite a Hegel disparar todo el desarrollo de la Fenomenología a
partir de la certeza sensible, a la que trata como mera intuición y a la que, sin embargo,
pregunta –cosa que no haría nunca Kant– qué sabe, qué dice cuando señala a un esto
concreto; es obvio que entonces la intuición que señala lo concreto no sabe, sin embargo,
sino lo más abstracto: en realidad, saber, no sabe nada.
El proceso teórico parte siempre de este horizonte tejido de abstracciones. Pero,
advierte Marx, el conocimiento ʺes un producto del pensar y del concebir, de ninguna
manera un producto del concepto que piensa, que se engendra a sí mismoʺ. O sea, entre
la abstracción inicial –que Althusser llamó Generalidad I (G I)– y la abstracción capaz de
apropiarse teóricamente de lo concreto (G III) hace falta pensar un trabajo teórico que en
modo alguno puede ser entendido como una fecundidad dialéctica o un desarrollo propio
de la G I. La fecundidad de la G I es, desde luego, innegable, y acaso pueda funcionar
como Hegel pretende, pero su producto no es el conocimiento sino ese hablar de la
ignorancia que pretende siempre saber y que termina por constituir ese macizo de
evidencias al que llamamos ʺideologíaʺ. Para que la G I se transforme en G III, es decir,
para que se produzca el corte que separa a lo ideológico del resultado científico, hace
falta la intervención de unos conceptos de naturaleza enteramente distinta, producidos
específicamente por la práctica teórica para poner fuera de juego las evidencias
propuestas en el punto de partida y para trabajar todo ese material abstracto inicial en
orden a producir conceptos capaces de dar cuenta de qué es lo que se estaba desde el
principio señalando. Estos nuevos conceptos abstractos que entran en juego –lo que
Althusser llamó G II– no provienen de ninguna fecundidad que la G I contuviera ʺen síʺ:
son los que componen lo que suele llamarse una ʺteoríaʺ o un ʺmétodoʺ científico, y han
sido producidos por un trabajo completamente ajeno y exterior al trabajo que lo real

224
vierte sobre sí mismo y a la forma en la que lo ideológico elabora sus representaciones.
Estos conceptos son el producto específico de la comunidad científica que ha trabajado
en unas condiciones materiales de existencia determinadas y que, en cada momento
histórico, ha logrado proponer unos medios de producción teóricos capaces en cada caso
de producir el corte entre lo ideológico y lo científico.
Esta exterioridad material de la G II es la que separa radicalmente a Marx de Hegel.
Es verdad que el proceso teórico no parte de los datos concretos que sólo podrían
provenir de lo directamente vivido para encaminarse hacia el conocimiento por medio de
la abstracción científica. Un concepto científico es siempre mucho más concreto que
cualquiera de las vacuas abstracciones que propone la experiencia vivida. El mito
empirista de unos puros datos de realidad desde los que se iniciaría el proceso teórico ha
sido destruido al señalar que esos supuestos datos tan particulares y concretos son
siempre nociones generalísimas y vacías de contenido que otras prácticas han siempre ya
puesto en juego por otros caminos. La antropología, entre otras ciencias, podría muy
bien ocuparse, por ejemplo, de las prácticas alimentarias, las técnicas agrícolas, los
rituales mágicos, las creencias religiosas, etc., que se han dado cita en la elaboración de
un concepto como el de ʺfrutaʺ, que para la botánica no sería sino una abstracción
inutilizable.
Ahora bien, también es cierto que, a propósito de los objetos reales señalados por
este tipo de abstracciones, no hay ninguna línea de continuidad entre la G I y la G III, es
decir, entre la vivencia de lo real y el conocimiento de lo real. Y tampoco hay ningún
posible trabajo de la historia que pudiera originar en la G I el surgimiento de una G II
capaz de transformarla en G III. La historia de la ideología y la historia de la ciencia
están constantemente en diálogo y operan la una y la otra muchas veces y en muchos
sentidos como condición de existencia la una de la otra; pero están separadas por un
corte fundamental que hace que desde ningún punto de vista se pueda convertir a la
segunda en la maduración profunda de la primera. La ciencia no trabaja como lo hace la
historia misma –y las ideas no son, después de todo, sino realidades en la historia–, ni su
trabajo es la continuación suprema o la culminación del curso histórico. La ciencia es el
resultado del trabajo de elaboración de conceptos de la comunidad científica y ésta no
trabaja concentrando todas las potencias históricas, sino arrancando a la historia misma
un recinto para trabajar autónomamente, y en último término, arrancándole una
asignación de recursos económicos y materiales para un trabajo teórico que la historia
por sí misma jamás llegaría a realizar.
De este modo, confirmando lo ya expuesto en el apartado 4.10, llegamos ahora a la
conclusión de que es precisamente la eternidad de lo lógico en tanto que atmósfera en la
que realmente se mueve la comunidad científica, arrancándose al tiempo histórico, lo
que, no tan paradójicamente, garantiza precisamente la comprensión de la materialidad

225
de lo teórico y de la propia historia de la ciencia en tanto que tal, de modo que ésta no
pueda reducirse a una condensación o continuación privilegiada de la historia en general.
En el apartado aludido advertíamos ya cómo, por el contrario, lo más característico del
idealismo era haber pensado una eternidad lógica lo suficientemente potente para albergar
en sí el tiempo histórico, de tal modo que, en una versión inédita y sorprendente, era en
cualquier caso el historicismo el que volvía a tomar la palabra, borrando, también por
este camino, la frontera entre lo ideológico y lo científico.
El acierto de Althusser fue insistir en entender la llamada G II como ʺmedios de
producciónʺ al tiempo que se reseñaba la dificultad implícita en que estos medios de
producción se propusieran producir precisamente conocimientos. Los medios de
producción teórica no son medios técnicos, es decir, medios para producir un objetivo
predeterminado. Es una fuente de errores teóricos muy habitual utilizar esos medios
como un ʺmétodoʺ que puede ser aplicado en cualquier sitio con tal de que produzca las
modificaciones esperadas en el objeto, como, por ejemplo, cuando la tradición marxista
se empeñó en ʺaplicarʺ el método dialéctico a la naturaleza, satisfecha así de que,
mediante ese filtro metódico, todo apareciera naturalmente animado por la contradicción;
todo ese empeño no produjo ningún conocimiento, sino que añadió un mito más a este
mundo, una colección de imágenes en la que toda una tradición se permitió soñar
dialécticamente.
El medio de producción teórica se propone conocer lo señalado por la materia prima
de abstracciones propuestas por la experiencia, no se propone modificar éstas para que
tengan una forma predeterminada. El objetivo de la práctica teórica es el conocimiento y,
por tanto, sólo puede proponerse producir teóricamente el objeto que ya existe
realmente, producir, pues, un efecto‐conocimiento. El ʺconcreto de pensamientoʺ que es
su resultado y que aparece como conocimiento del objeto real propuesto, no es modelado
por esos medios de producción más que a propósito de ese objeto real, que, en realidad,
es o debería ser el único ʺmétodoʺ de iure de la investigación. Así ocurre con todos los
instrumentos científicos. Éstos se caracterizan, ante todo, por no ser instrumentos
técnicos –aunque sean técnicamente complejísimos–. Se caracterizan, más bien, por todo
lo contrario: por poner fuera de juego otros instrumentos que siempre toman la palabra
cuando se señala ideológicamente un objeto, cuando se vive un objeto o cuando
simplemente se lo ve (con los ojos, un instrumento, en efecto, también muy complejo,
muy eficaz técnicamente, pero muy criticado en cuanto a su competencia teórica, al
menos desde que Descartes logró transformar en álgebra la geometría); un instrumento
científico sirve para anular todos los instrumentos inconfesados que se proponen a la
investigación teórica y que, con la promesa de proporcionar conocimientos, elaboran
siempre, mediante ocultos dispositivos, resultados técnicos cuyos productos serán
siempre imágenes o representaciones de cualquier tipo. Es obvio que el famoso

226
telescopio de Galileo y, aún más, el impresionante desarrollo técnico que lo ha convertido
en el Hubble de nuestros días, no tenía por función producir una interferencia entre
nosotros y el cielo, sino, al contrario, suprimir todas esas interferencias ʺtécnicasʺ que
por el funcionamiento de nuestro ojo nos separan de la Luna. Lo mismo hace cualquier
teoría científica respecto a la complicada maquinaria de nuestro tejido de vivencias. Toda
la técnica desplegada por la comunidad científica no tiene otro objetivo que el de poner
fuera de juego los instrumentos de la imaginación, la fábrica de todos los sueños sobre el
mundo. Por eso, un concepto es todo lo contrario de una imagen en este mundo. La
ciencia no produce un sueño más para este mundo. Produce, como hemos venido
diciendo, una nada en la que el mundo puede mostrarse. Preci‐ samente porque la
ciencia siempre trabaja la nada., su trabajo nunca es ni puede continuarse en modo
alguno desde el tiempo histórico en el que transcurren sus objetos. Precisamente porque
el científico parte siempre de un papel completamente en blanco, desde el que sentar sus
axiomas, no puede esperar que la continuación del curso histórico sobre su mesa de
trabajo haga sus descubrimientos por él. Y precisamente por eso, también, depende tan a
vida o muerte de todas las victorias históricas en las que otros científicos lograron
arrancar a la historia ese recinto en el que se espera que la historia no intervenga.
Quizá sean estas reflexiones suficientes para hacer patente que la aseveración del
historicismo vulgar que siempre insiste en que no hay nada que no tenga su historia es la
peor forma de defender la historia de la ciencia. Si todo es histórico, entonces, es verdad,
ʺtodo es históricoʺ, pero no hay historia de la ciencia, porque no hay ciencia. Es por lo
que recordábamos antes que los mayores logros en materia de la historia de la ciencia
provinieron del lado de una epistemología materialista –a la que a veces se llama
estructuralista– que previamente había insistido con tozudez en combatir cualquier forma
de historicismo y que entre la obra de Bachelard o Canguilhem y el famoso librito de
Kuhn no había tenido duda de cómo elegir (cfr. Balibar, E., 1991: 53).

227
12
Academia y materialismo

Si la evolución significa simplemente que algo


positivo llamado mono, se convirtió, muy lentamente,
en algo positivo llamado hombre, entonces no hay
problema ni para la religión más ortodoxa, porque un
Dios personal puede hacer las cosas tanto lenta como
rápidamente, en especial si como el Dios cristiano está
fuera del tiempo. Pero si evolución quiere decir algo
más, significa que no existe cosa tal como un mono a
convertir, ni como tal un hombre en el cual ser
convertido. Significa que no existe tal cosa como una
cosa. A lo más existe una sola cosa, el flujo del todo y
de la nada. Esto es un ataque no contra la fe, sino
contra la mente; no es posible pensar si no hay nada
que pensar.

G. K. Chesterton

12.1. Platón y la coyuntura académica

Puesto que nuestra cuestión no puede ser resuelta más que en consideración a la
contraposición entre dos formas posibles de entender las relaciones entre saber e ignorar,
demostrando que cada una propone un quehacer matemático específico a nuestra
comunidad científica, se hace preciso esbozar ahora una especie de arqueología de la
polémica entre materialismo e idealismo. Este esbozo tendría que situarse en el interior
de la Academia de Platón, mostrando ahí alguna coyuntura real o posible entre dos
posibilidades de orientar los trabajos académicos presididos por el famoso friso ʺno entre

228
aquí quien no sepa matemáticasʺ. Esta ʺarqueologíaʺ puede tener su apoyatura histórica
y ésta tendría que ser investigada; pero nuestra intención es más bien mostrar que los
restos arqueológicos en cuestión serían, en todo caso, piezas ontológi‐ cas
imprescindibles que siempre están inevitablemente en juego cuando se trata de distinguir
el saber del no saber.

12.1.1. Los ʺamigos de las ideasʺ y la función sensibilidad

Como quiera que lo interpretemos, en la evolución del pensamiento de Platón hay


sin duda un momento en el que éste comienza a sentir una profunda incomodidad ante la
pluralidad eidética en la que se desarrollan los trabajos matemáticos de la Academia.
Platón parece regodearse en la destrucción progresiva de todas las convicciones hasta
entonces defendidas en sus diálogos, presentándonos de pronto a un joven Sócrates
inexperto y pudoroso frente a la serenidad con la que un Parménides anciano se
complace en encerrarle en las más incómodas aporías. Posteriormente, ya en el Sofista,
los representantes más sobresalientes del momento más conocido y repetido
académicamente de la sabiduría platónica han pasado a ser llamados con cierta
superioridad paternalista ʺlos amigos de las ideasʺ, y permanecen boquiabiertos frente a
un extranjero de Elea, ante el que Sócrates guarda un silencio para muchos
desconcertante. Es corriente, aunque no demasiado serio, interpretar esta contraposición
entre los ʺamigos de las ideasʺ y ʺlos hijos de la tierraʺ como el intento platónico de
soslayar el idealismo y el materialismo respectivamente; la verdad es que las enseñanzas
del extranjero tendrán un destino muy distinto en la historia de la filosofía, encontrando
sus discípulos y herederos más bien en los eslabones más firmes en los que el
pensamiento hegeliano quiso reconocerse.
Hegel rinde homenaje al Parménides de Platón en el Prólogo a la Fenomenología
considerándolo como ʺel mayor monumento de la dialéctica antiguaʺ. Se interprete como
se interprete esta obra de Platón, lo que sí es indudable es que Hegel descubrió en ella el
origen de un problema con una herencia muy determinada en la historia de la filosofía y
de la cual él mismo se valió para convertir esta historia de la filosofía en el sistema de la
filosofía, viniendo a mostrar, a la postre, que toda la tradición filosófica ha sido el
esfuerzo interior del propio sistema hegeliano por desplegarse en el tiempo.
Respecto a este más o menos injusto recurso hegeliano lo que interesa, poniendo
entre paréntesis toda discusión, es atender a las incómodas particularidades que de un
modo u otro desagradaron a Platón en el mundo teórico de los ʺamigos de las ideasʺ. Y
en este punto hay una vieja anécdota de inusitada trascendencia para la herencia de la
encrucijada académica que de Platón a Hegel ha marcado también nuestra coyuntura
teórica: nos interesa especialmente la figura de Eudoxo, personaje que había irritado

229
tremendamente a Platón por utilizar un péndulo para ayudarse a deducir quién sabe qué
teorema. Pese a que Platón le acusara de huir del mundo inteligible para refugiarse como
esclavo fugitivo en las oscuridades de lo sensible, a los ojos de la comunidad matemática
actual Eudoxo no habría cometido ningún sacrilegio. Su objetivo no era generalizar la ley
a partir de la regularidad sensible, sino ayudarse a encontrar el camino en el que la ley de
la regularidad sensible podía ser efectivamente deducida. Semejante recurso no ha
escandalizado a la historia de las matemáticas, pero sí despertó en Platón un mal humor
de trascendentales consecuencias para nuestra enciclopedia del saber.
Según los testimonios de Diógenes Laercio (Vidas de filósofos, VIII) y Plutarco
(Vidas paralelas, Marcellus; Qu. conv. 718e‐f) puede inferirse, o más bien, imaginarse,
que Eudoxo –que había llegado incluso a dirigir la Academia mientras Platón viajaba a
Siracusa, precisamente en el momento en que entraba como alumno Aristóteles– fue
expulsado de la Academia por Platón, y tras estacionarse en Egipto y Cízico,

regresó de allí a Atenas acompañado de un gran número de discípulos, sólo


por dar envidia a Platón, como quieren algunos, porque en sus principios
éste lo había despedido.

Plutarco nos cuenta que, en concreto, ʺPlatón reprochó a Eudoxo, Arquitas y


Menecmo, que se empeñaran en trasladar la duplicación del cubo a medios
instrumentales y mecánicos, como si intentaran tomar dos medias proporcionales del
modo que se pudiera, al margen de la razón; pues así se perdía y destruía el bien de la
geometría, que regresaba de nuevo a las cosas sensibles y no se dirigía hacia arriba, ni se
apoderaba de las imágenes eternas e incorpóreas, en cuya presencia el dios es siempre
diosʺ. En la Academia no estaba permitido utilizar otros instrumentos sensibles que la
regla y el compás, y, por tanto, la resolución de teoremas mediante ayudas o
inspiraciones mecánicas, como péndulos o cubos de madera, tenía que escandalizar
vivamente a Platón. El hecho es, sin embargo, que las aportaciones de Eudoxo a la
historia de la matemática fueron impresionantes comparadas con el escuálido legado de
Platón (cfr., por ejemplo, Hull, L. W. H., 1959) quien, sin embargo, había presidido su
enseñanza con el famoso friso ʺno entre aquí quien no sepa matemáticasʺ.
Es verdad que las relaciones entre Platón y Eudoxo no están en absoluto
historiográficamente claras. Que ni siquiera es seguro que Eudoxo dirigiera la Academia y
mucho más discutible es que la escuela de Eudoxo –prófuga de la Academia– tenga algo
que ver con los famosos ʺamigos de las ideasʺ mencionados en el Sofista, si bien hay
estudiosos que han defendido esta última posibilidad (cfr. Gutrie, W. K. C., 1978, V, nota
274). Si aquí queremos imaginar la historia de esta forma no es, por supuesto, en tanto
que historiadores, sino en la medida en que, de algún modo, es posible mostrar que el
reproche platónico a los amigos de las ideas no es, en el fondo, diferente al vertido sobre

230
los procedimientos geométricos de Eudoxo.
Lo que, en un determinado momento, comenzó a incomodar a Platón no fue que los
amigos de las ideas se mancharan con el mundo del devenir –más bien sabemos ya cómo
el Sofista hace todo lo posible por introducir el devenir en el reino de lo eidético– El
origen de su malestar tenía que ver con que la dignidad de la palabra inteligible se viera
incomodada por la necesidad de recorrer un espacio, por muy inteligible que se
pretendiera éste, y de trabajar en ese espacio construyendo sus ideas con campesina
paciencia, arañando aquí y allá precarias sendas en el mundo inteligible que no se
internaban en él por la misma puerta y que lejos de reunirse en una unidad común
inteligible se iban distanciando más y más unas de otras según se desarrollaban. Si para
aislar alguna nueva ley era preciso introducir un péndulo en la Academia, nada podría
evitar que cualquier objeto del universo reclamara el mismo derecho sin preocuparse de
garantizar en lo más mínimo su legitimidad. De ahí que las primeras aporías en las que
vino a plasmarse esta encrucijada de lo teórico tuvieran que ver con el hecho de que el
viejo Parménides preguntara al joven Sócrates si habría que introducir en el mundo
eidético ideas del pelo, el barro o la basura.
A semejante derecho a ingresar en el mundo inteligible sin pedir permiso y sin haber
sido previamente invitado por ninguna instancia lógica le llamamos sensibilidad. Y ello
tiene poco que ver con lo que suele reclamarse bajo el título de empirismo o de
positivismo. Tiene que ver más bien con el hecho innegable de que, en el interior de la
ciudad científica –en cuyo umbral sigue en pie el platónico ʺno entre aquí quien no sepa
matemáticasʺ– la distribución de los departamentos, de las facultades, de las secciones de
investigación, incluso la asignación de recursos y becas ha sido siempre resultado del
derecho a ser estudiadas que ciertas realidades han exigido. En absoluto se ha pedido a
ninguna instancia gubernamental que genere esa diversidad; se le ha pedido que sepa
recorrer ese espacio para proporcionarle un recinto compa‐ tibie con cierta asignación de
recursos. Si en el último rincón de nuestra ciudad científica encontramos a un filólogo
estudiando las peculiaridades gramaticales de la lengua dogon a nadie le cabrá duda de
que los únicos responsables de que semejante objeto haya pedido asilo en el mundo
inteligible son los propios dogones que no han sabido impedirse existir en algún lugar
perdido del continente africano. Si algo más allá, cruzando la carretera que da a la
facultad de matemáticas, encontramos a alguien redactando una tesis doctoral sobre el
comportamiento de ciertos números complejos, e incluso si tenemos la seguridad de que
a ambos personajes les sería muy rentable almorzar juntos algún día en el comedor
frecuentado por los investigadores de no sé qué diminuta fracción del genoma humano,
seguros de que con un poco de tiempo se entenderían a las mil maravillas y con suerte
llegarían a arrojarse mutua luz sobre sus respectivos objetos de estudio, no por eso se
nos ocurrirá en absoluto pensar que en algún lugar recóndito de esa misma ciudadela

231
científica, en el departamento, pongamos por caso, de óntoteología, podría localizarse
una doctrina en el que las matrices del matemático, los genomas del biólogo y los
fonemas dogones del lingüista fueran algo así como los distintos momentos de un lo
mismo que ahí residiría. Tampoco a la instancia gubernamental que otorga el presupuesto
a cada suburbio de la ciudad científica se le ocurriría ni por asomo buscar un
departamento al que pedir consejo una vez hubiera demostrado éste ocuparse de un lugar
privilegiado y absoluto en el que todo está en todo y en el que, por tanto, cada
determinación podría quedar legitimada en la medida en que fuera capaz de aparecer
como momento de semejante omnitudo realitatis. Ni las matrices, ni los fonemas, ni los
dogones, ni los genomas han pedido permiso a ese supuesto departamento para penetrar
en el mundo explorado por la comunidad de académicos. Más bien han encontrado
siempre la solicitud, quién sabe si imprudente, de ciertos ʺamigos de las ideasʺ,
dispuestos a abrir las puertas a tales objetos en el umbral del ʺno entre aquí quien no
sepa matemáticasʺ porque, independientemente de que resulte complicado ser amigo de
un dogon, incluso considerando a semejante personaje como una sucia realidad sensible
bastante criminal por sus costumbres –tanto al menos como el péndulo de Eudoxo–, es
imposible no ser amigo, en cambio, del eidos‐morphé que exige el derecho de ser
comprendido en ese mundo teórico cuyo umbral ha traspasado ya desde el mismo
momento en que África y sus habitantes no han sido capaces de impedirse a sí mismos
existir.
El mundo en el que se habían internado los amigos de las ideas era un mundo que
había que recorrer, que explorar, que investigar. Husserl, en Ideen, § 22, no tuvo reparos
en reconocerse en este universo eidético, al que consideró como propio de ʺrealistas
platonizantesʺ, postulando un realismo de las ideas, un positivismo de lo necesario.

Si positivismo quiere decir tanto como fundamentación absolutamente exenta de prejuicios, de todas las
ciencias en lo ʺpositivoʺ, en, pues, lo que se puede aprehender originariamente, entonces somos nosotros los
verdaderos positivistas (Husserl, 1913: § 20).

Los ʺamigos de las ideasʺ también han tenido su herencia. Hegel ha sido la
culminación de una tradición que arrancó del malhumor parmenídeo frente a ciertos
acontecimientos internos en el seno de la Academia. La herencia del extranjero de Elea,
independientemente, como decimos, de la interpretación que queramos volcar sobre el
Sofista, ha sido, en efecto, muy bien utilizada por Hegel para ordenar una historia de la
filosofía a su medida. Pero la herencia de los amigos de las ideas ahí nombrados no ha
tenido menos importancia, y en Hegel no es difícil descubrir respecto a Newton el mismo
mal humor parmenídeo que despertó Eudoxo en Platón. Pero no sólo el mal humor ha
tenido su continuación histórica. También hay una paradoja que se repite
sorprendentemente. La historia de las matemáticas es fundada por Eudoxo fuera de la

232
Academia de Platón, fuera, precisamente, de un lugar en el que estaba prohibido entrar si
no se sabía matemáticas. Habría mucho que meditar a este respecto, pero, sobre todo,
porque todo hace sospechar que la misma sorprendente paradoja se repite entre nosotros.
Hemos visto la prodigiosa dificultad para no ser arrastrados por un camino u otro en el
interior de la Enciclopedia hegeliana. El fracaso de Stirner o de Feuerbach ha llegado a
hacernos sospechar que siempre que cerramos las puertas a Hegel lo que hacemos es
encerrarnos a nosotros mismos en su interior. Y, sin embargo, Newton no sólo no ha sido
devorado por la maquinaria hegeliana, sino que los intentos de Hegel por encontrarle un
lugar en las ciencias filosóficas fracasan o por lo menos le hacen mascullar un bien
conocido por antiguo malestar, Feuerbach entra en Hegel arrastrado por su propio
empeño de combatirlo. Newton no entra pese a todos los esfuerzos que Hegel invierte
para buscarle sitio en su sistema.
Sin ánimo de improvisar una genealogía del mal humor en la historia de la filosofía
es significativo comparar la actitud de Hegel ante Newton o de Platón ante Eudoxo, con
el alegre homenaje que Descartes hace de Galileo: ʺHace filosofía mucho mejor de lo que
es común, pues trata de examinar cuestiones físicas por medio de razonamientos
matemáticos… En esto estoy enteramente de acuerdo con él y defiendo que no existe
ningún otro medio para alcanzar la verdadʺ (A Mersenne, 11 de octubre de 1638). Lo
mismo podría decirse de Kant respecto a Newton. Lo interesante es advertir que la
acritud platónica o hegeliana intenta vanamente cerrar las puertas de la historia de las
matemáticas en un caso y de la historia de la física en otro, y en el fondo, por el mismo
motivo, no poder admitir que la razón tenga que conformarse con una pluralidad de lo
necesario que no pueda ser a su vez resumida en una necesidad. Hay en ello un cierto
monoteísmo celoso que nos retrotrae a un mucho más antiguo malhumor frente a la
pluralidad innecesaria y contingente, cuando Dios prohibe a Moisés llegar a la tierra
prometida por haber golpeado dos veces en la piedra de la que había de manar el agua.
Por estúpido que pueda parecer este paralelismo es, sin embargo, de vital
importancia para nuestro hilo conductor, pues, en realidad, señala muy certeramente el
itinerario que intentamos comprender desde el principio, aquel que arrancó a Marx y
Engels del universo de la ideología alemana y les llevó a fundar su propia escuela en el
exterior del ʺverdadero socialismoʺ, en Bruselas, París y Londres. Un itinerario, en
efecto, en el que Althusser ha centrado –definiéndolo como una ʺvuelta atrásʺ– todo el
núcleo de la revolución teórica de Marx (1965a: 73/62). Todo el mal humor historicista y
humanista frente al Marx que Althusser rescató para el siglo XX puede ser perfectamente
ordenado en esta línea de acritud que venimos describiendo. Marx, como Eudoxo, es un
exiliado de la historia de la filosofía. Si el cuento que hemos imaginado tiene algún viso
de realidad, Platón influenciado por ciertas preocupaciones teóricas procedentes de Elea,
habría expulsado de la Academia el hogar en el que se fraguaba la historia de las

233
matemáticas. Estas mismas preocupaciones, homenajeadas por Hegel, habían instaurado
en Alemania un ʺnuevo wolffianismoʺ, una nueva Elea en la que Newton despertaba mal
humor y de la que Marx habría tenido que apartarse para ʺabrir –como un nuevo
Galileo– el continente historia al pensamiento científicoʺ. Por el mismo motivo, Althusser
y ʺtoda una generaciónʺ, frente a la tradición del materialismo dialéctico, tuvo que
ʺaprender a pensar en marxista fuera del marxismoʺ, guiados por el rigor de Canguilhem
y enfrascados en la lectura de una lista de filósofos que en 1986 era enumerada de la
siguiente forma: ʺDe Aristóteles a Husserl, pasando por Descartes, Kant y Hegelʺ
(Althusser, 1986: 27).
Desde el principio hemos centrado nuestra atención en comprender la mutación de
actitud teórica –en la que debe ser buscado el sentido del título ʺmaterialismoʺ– que hace
a Marx apartarse del universo ideológico alemán y aplicarse en el estudio de la economía.
Sea como sea, la coyuntura teórica que separa Alemania de Bruselas tiene que estar
necesariamente trazada en el seno de la Academia de Platón, en la que en un
determinado momento se otorga la palabra a Elea y se hace callar a Sócrates y los amigos
de las ideas, y en la que se ha expulsado, también, a Eudoxo y sus discípulos. El hecho
de que Aristóteles entrara en la Academia ʺen tiempos de Eudoxoʺ, se interprete como se
interprete, no deja también de ser un símbolo muy eficaz, teniendo en cuenta que tan
insigne alumno no sólo no tenía nada contra los péndulos o los cubos de madera, sino
que iba a fundar un nueva escuela, el Liceo, en la que se abrieron las puertas a todo tipo
de animales horrorosos, y en la que, ante todo, se constituyó el lugar teórico de la física.
También Aristóteles considera primordial para llevar a término esta tarea criticar
precisamente las posibilidades platónicas introducidas por el extranjero de Elea, la teoría
de los números Ideales. Nos ocuparemos de esta cuestión más adelante (apartado
12.3.1). Quizás ahora sea posible aislar algún itinerario común a todos estos episodios,
que siempre nos aleja de Elea para hacernos desembocar en la historia de las ciencias.

12.1.2. El Gran Empirismo del mundo inteligible

Este Gran Empirismo, que se reclama heredero de Bacon y que ʺnada tiene que ver
con ese pobre dominio de pequeños análisis y estériles redichos psicológicosʺ (Schelling,
1836: 269), ha buscado, sin duda, a la manera en que el empirista busca hechos, pero su
peculiaridad es que lo que ha buscado son esencias. Contra el todopoderoso sistema
hegeliano, Schelling había declarado no tener miedo del título de ʺempiristaʺ, tal y como
Husserl declara no tener reparo en reconocerse en el paradójico título de ʺrealista
platónicoʺ. El uno y el otro supieron rescatar, contra las lecciones hegelianas de historia
de la filosofía, una bien poblada tradición en la que reconocer su derecho a cultivar un
ʺempirismo de lo aprioriʺ (cfr. Tilliette, X., 1969, II: 46 y ss.; Schelling, VI E: 130)

234
marcado fundamentalmente por dos famosos hitos de la historia de la filosofía que Hegel
había contemplado con ironía, como si de lo que se tratara fuera de solventar alguna
afrenta a la ciencia en ellos contenidos. El primero era la rapsódica enumeración de las
categorías que nos ofrece Aristóteles. El segundo, la a sus ojos incomprensible ligereza
con la que Kant pretende remediar la deficiencia limitándose a poner un poco de orden
gracias a la confección lógica de la tabla de los juicios.

Ahora bien, el tomar la multiplicidad de las categorías, del modo que sea, como algo que se encuentra,
partiendo por ejemplo de los juicios, y aceptarlas así, constituye, en realidad, una afrenta a la ciencia: ¿dónde
podría el entendimiento poner de manifiesto una necesidad, si no pudiera hacerlo en él mismo, que es la necesidad
pura? (Phä, III: 182/146).

Sin embargo, queda abierta otra posibilidad de afrontar el problema, que Aubenque
recalcó respecto a Aristóteles: ʺEl carácter disperso, arbitrario, indeterminado, que a
menudo se le reprocha a la tabla aristotélica de categorías, no es imputable tanto a
Aristóteles como al propio ser; si la tabla de categorías es una ʹrapsodiaʹ, acaso sea
porque el ser mismo es ʹrapsodia)ʹ […]. Decir que está en la naturaleza misma de tal
problema [¿qué es el ente?] el ser siempre debatido e investigado significa reconocer que
la tabla de categorías está condenada a no ser jamás otra cosa que una rapsodia, sin
poder nunca constituirse en sistemaʺ (1962, /179).
Lo que la brillante corrección hegeliana –iniciada por Fichte– introducía era, en
realidad, una forma de eclipsar todo el horizonte en el que lo necesario aún aparece de
hecho, en el que la idea tiene que ser buscada, rastreada, encontrada, ahí donde la
dilucidación matemática de aquello‐que‐está‐siem‐ pre‐ presupuesto‐de‐antemano en
las cosas aparece como trabajo teórico, o si se quiere, como investigación. En suma:
todo el laborioso camino por el que había discurrido aquel Gran Empirismo, desde el
trabajoso cultivo del Jardín Eidético por parte de los amigos de las ideas, hasta el
episodio de la filosofía positiva del último Schelling, ahora enfrentada a los argumentos
todopoderosos del nuevo extranjero hegeliano, ese ʺalguien llegado despuésʺ que parecía
ʺhaber sido llamado a instaurar un nuevo wolffianismo para nuestro tiempoʺ.
No es el momento de intentar siquiera una reproducción exhaustiva de este
recorrido. El ʺempirismo de las ideasʺ en el que queremos reconocer a los amigos de las
ideas puede presentarse como testigo de un lugar en el que aún se concebía el discurso
científico como necesitado de un soporte material, sometido a un modo de existencia en
el que no había parto teórico sin dolor. Un mundo –radicalmente refractario a las
tentaciones hegelianas– en el que no había teoría sin trabajo teórico, siendo éste de una
naturaleza a la que habría desconcertado vivamente la impetuosa ligereza de la supuesta
ʺpaciencia del conceptoʺ hegeliana.
Respecto a la controversia referente a la crítica platónica a los ʺamigos de las ideasʺ
somos de la misma opinión de Guthrie (1984, V: /155), cuando afirma que ʺyo no veo

235
cómo alguien puede dudar que Platón está preparando al lector para una modificación de
su propio pensamientoʺ. Es preciso, sin duda, distinguir con energía los diálogos de
Platón en los que Sócrates es el personaje principal de los diálogos a partir del
Parménides, en los que se ha introducido la preocupación que antes hemos resumido en
boca del extranjero del Sofista (l48e; cfr. apartado 11.5.2). La introducción del devenir
en el mundo inteligible viene a arrancar de él toda la facticidad de lo necesario que sólo
empíricamente podía ser recorrida. Todo hace pensar que Platón sólo en un determinado
momento cae en la cuenta de que la inmutabilidad de lo eidético había convertido su
doctrina en lo que más tarde resultó adecuado llamar un ʺempirismo de lo a prioriʺ o un
ʺrealismo de las ideasʺ, o si se quiere, una fenomenología. En todo caso, pese a sus
críticas a los amigos de las ideas y sus posteriores ensayos ʺeleáticosʺ –que intentaron
proporcionar a la eternidad de lo lógico la vida y el movimiento capaz de suplantar el
movimiento físico mismo–, Platón no iba a librarse en el futuro de un reproche hegeliano
hartamente significativo:

Platón procedía, en conjunto, de un modo empírico, al hacerse cargo de ésta y de la otra representación y
recorrerlas y analizarlas (VorGeschPhil, XIX: 247/334).

Pero, ʺesta manera vaga y empírica de procederʺ, continúa diciendo Hegel, ʺse
manifiesta aún con mayor fuerza en Aristótelesʺ.

[Para que quepa hablar de sistema] es necesario que se establezca un principio y se lo desarrolle de un
modo consecuente a través de lo particular. […] La lógica aristotélica es más bien lo contrario de eso. Recorre la
serie de los vivos y los muertos, se enfrenta a su pensamiento objetivo, es decir, comprensivo, y lo capta al
comprenderlo; todo objeto es, para ella, un concepto desintegrado en sus determinaciones, aunque luego se
encarga de articular y hacer coherentes estos pensamientos, convirtiéndose así en especulativa (ibídem).

Aquí, como tantas otras veces, Hegel nos indica con sus críticas la naturaleza de la
empresa teórica que fundamentada por Aristóteles como ʺfilosofía segundaʺ iba en
adelante a ser el aire del que ha respirado toda la comunidad científica occidental.
La cuestión no se ventila pues entre lo meramente fáctico y lo necesario. El
ʺempirismoʺ que está aquí en juego y del que abomina el idealismo tiene más que ver
con lo que antes llamamos con Marzoa actitud epagógica de la interrogación filosófica
(cfr. capítulo 8. Apéndice). Hegel, al igual que Fichte, está llamando ʺempíricoʺ no a lo
meramente fáctico y contingente, sino a todo aquello que, por necesario que sea, tiene el
carácter de algo con lo que la razón ʺse encuentraʺ sin poder construirlo o derivarlo de un
principio. ʺFichte opta por llamar ʹempíricoʹ a lo que en sentido kantiano no es en modo
alguno empírico, sino a priori, sólo que encontrado como Facktum; Fichte reclamará el
paso de esa ʹevidencia fácticaʹ a la ʹevidencia genéticaʹ, paso con el que lo llamado ʹempí‐
ricoʹ dejará de tener tal carácterʺ (1992: 54). En efecto: ʺEn Kant la averiguación de las
condiciones de posibilidad tiene el carácter de que siempre ya hay aquello cuyas

236
condiciones de la posibilidad se han de investigar y este ʹsiempre ya hayʹ implica incluso
que no se lo puede construir a partir de las condiciones de la posibilidad, lo cual tiene la
doble vertiente de que, por una parte, lo válido, lo ente, el contenido, es siempre
contingente, y, por otra parte, el propio ʹen qué consisteʹ de la validez misma, la
possibilitas cuyos requisita buscamos cuando hablamos de las ʹcondiciones de
posibilidadʹ, es ciertamente necesario en el sentido de que es de antemano obligatorio
para toda posible situación, pero es fáctico, no en el sentido de quaestio facti en
contraposición a quaestio iuris, puesto que es precisamente un ius, pero sí en el sentido
de que es algo con lo que nos encontramos y hacia lo cual el filósofo se comporta
fenomenológicamenteʺ (1995: 22). Para el idealismo el quehacer de la filosofía consiste
en reducir toda necesidad o legitimidad con la que se encuentre la razón a momento en el
despliegue de un único principio, y por ello, ʺtoda pluralidad no reductibleʺ, que no se
deje ʺsuprimir como pluralidadʺ, será ʺempíricaʺ. Por eso, se puede decir ʺque Kant
procede ʹempíricamenteʹ al constatar que hay dos modos de validez de discurso [teórico
y práctico], que hay dos componentes en el conocimiento [intuición y concepto], que hay
dos aspectos de la forma de la sensibilidad [espacio y tiempo], que hay cuatro tríadas en
la tabla de categorías, etc.ʺ (1992: 56). Lo característico del proceder epagógico es que,
precisamente por encaminarse hacia lo ontológico a partir de algo que tiene el carácter de
Faktum, lo ontológico aparece inevitablemente como una pluralidad de principios, entre
otras cosas porque el mismo carácter de Faktum exige distinguir de antemano dos
principios capaces de dar cuenta tanto de lo necesario –que entonces aparece como
condición de posibilidad– como de lo contingente. Ya en el apartado 4.5 señalamos el
corazón del proyecto idealista en la noción hegeliana de ʺrelación infinitaʺ, en virtud de la
cual toda dualidad es entendida como la capacidad de uno de los términos para ser el
otro, por lo que la dualidad es, en realidad, suprimida como tal y transformada en la
interioridad y el ʺretorno a síʺ de una unidad.

12.1.3. El vaciado del mundo inteligible y la inefabilidad divina

En Sofista (216‐217) Platón ha llamado ʺdivinosʺ a los filósofos. Ahora bien, Platón
no ha esperado a la visita de ningún viejo Parménides ni de ningún extranjero de Elea
para afirmar la divinidad del mundo inteligible. El mundo en el que habita el genio ateo
del científico es un mundo divino sin Dios, un pensamiento divino no teológico. Tenemos
que centrar nuestra atención en este tipo de efabilidad trabajada, investigada, explorada,
en la que se desenvuelve efectivamente lo teórico. Se trata de una efabilidad atiborrada
de ideas, repleta de contenidos, pero, de alguna forma, de una efabilidad huérfana en la
que lo necesario se entrega a retazos y en la que, según ha ido trabajando la Academia,
cada vez más se ha ido abandonando la esperanza de verla engrendrarse por sí misma en

237
un único discurso. Los amigos de las ideas se habían internado en un mundo inteligible
en el que lo necesario era un hecho que fuera necesario, en el que la ley era un hecho
que fuera ley; utilizando una expresión husserliana, se trataba del mundo que tenía por
horizonte a la necesidad de hecho.
Con todo, el mundo de la necesidad es siempre un más allá de nuestro mundo, del
mundo vivido. Y, en efecto, se trataba de un ʺmás alláʺ, en tanto que la mera
formulación de la pregunta teórica ¿qué es?, ¿qué es un caballo, qué es una lanzadera,
qué es la virtud?, actúa como un poderoso compromiso capaz de poner entre paréntesis
todo el universo de lo vivido. Si queremos nombrar el ser hemos de purificar nuestro
discurso de todos nuestros pareceres, de todas nuestras razones, hasta que la cosa misma
interpelada ya no nos parezca nada. Escapar así, podríamos decir, al destino edípico de
la palabra, al triángulo parricida y tribal de los pronombres personales, en el que siempre
hablan los hombres, hasta que allí, donde faltan todas las razones, la cosa misma tome la
palabra y aparezca, precisamente, lo racional. El camino es, en verdad, una epokhé de
todas las razones de los hombres, de todo lo razonable tribal, cuya intención es dejar la
palabra únicamente a las razones de la cosa.
Por el hecho de que se haga preciso de un modo u otro hablar en este punto de ʺmás
alláʺ, suele ser común, en el basurero comentarista, hacer responsable a Platón de dividir
el mundo en dos, convirtiendo supuestamente ʺeste mundoʺ en un reino de puras
apariencias. El problema de esta interpretación es que ni siquiera es equivocada, porque
no quiere decir nada, pues no está en absoluto claro lo que decimos con eso de ʺeste
mundoʺ. El ʺmás alláʺ en cuestión no nombra obviamente un ʺmás alláʺ del universo
físico sino un más allá del nosotros mismos que nos separa de él. Uno no puede
sorprenderse de que tengamos cariño a nuestro mundo vivido, pero eso sólo demuestra
un comprensible interés por vivir nuestras vivencias, no por el mundo mismo y ni
siquiera por las vivencias en cuestión, que en ese sentido serían objeto de la psicología o
la antropología, donde tampoco hay nada que ʺvivirʺ. La conciencia psíquica o ideológica
no siente ninguna inclinación por estudiar el mundo más que a condición de que sea ella
quien lo habite. Pero el interés de la razón es muy distinto, pues su compromiso es por el
contrario decir lo que es independientemente de quién lo viva. Hegel, en este punto, ha
marcado perfectamente la diferencia:

El hombre ama el sentimiento porque ahí sólo tiene su particularidad ante sí; se produce la constante
reminiscencia del yo, mientras que quien vive en la cosa misma, ya sea la ciencia, el arte, el derecho, la religión,
se olvida de sí mismo (VorPhRel, 157 // I: 269).

¿Por qué habría que suponer que ʺnosotrosʺ somos un buen ahí para ʺeste mundoʺ?
Sócrates y Platón demostraron minuciosamente lo contrario, pero también todo el
neolítico estudiado por la antropología es una prueba irrefutable de que ese ʺnosotrosʺ al

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que llamamos ʺculturaʺ es, contra lo que parece a menudo a los interesados, el ahí,
precisamente, de un más allá de este mundo. Es el hombre de la antropología el que
siempre ha vivido en las nubes, entre dioses, quimeras y fantasmas, no el hombre de
Platón o Sócrates. Y puestos a hablar de nihilismo, no es posible encontrar una
maquinaria capaz de producir nada más eficazmente que la denominada cultura. Ella
misma es, en realidad, una nada minuciosamente generada a fuerza de robar a los
hombres el tiempo y el espacio para otorgárselo a los antepasados míticos, de modo que
toda cultura consiste de algún modo en afirmar que sólo hubo mundo e historia una vez,
la primera vez, y que en adelante todo es más bien liturgia, costumbre y repetición. Allí
donde se suele decir que Platón ʺdividió el mundo en dosʺ no hay otro khorismós que el
que separa el conocimiento de la opinión y la vivencia. En realidad, el khorismós, lejos
de ser una decisión ʺmetafísicaʺ de Platón, ha quedado decidido mucho antes por la
propia literalidad de la palabra ʺfilosofíaʺ en tanto que ella nombra precisamente un
ʺsaber por saberʺ que pone entre paréntesis todos los motivos para decir lo que se dice.
Semejante imperativo, que pretende siempre situarse ʺmás alláʺ o ʺmás acáʺ de todo
interés o vivencia personal, tribal, ideológica o técnica, es el que separa el
comportamiento precientífico de la actitud científica o teórica:

Lo uno y lo otro es un conocer en el sentido de un desvelamiento del ente antes velado, de un


descubrimiento del ente antes encubierto, de la apertura del ente hasta entonces cerrado. Pero, el conocer
científico se caracteriza porque el Dasein existente se propone como tarea libremente escogida desvelar por
desvelar el ente que era ya antes accesible de una manera u otra. El libre asir la posibilidad de un tal desvelamiento
–en tanto que tarea para la existencia– es por sí mismo, en tanto que asir el desvelamiento del ente en sí mismo,
una decisión de ligarse libremente al ente y desvelarlo como tal. Por esta elección de la tarea, es el ente mismo, en
lo que es y en el modo en que es, quien es libremente adoptado como la instancia misma que reglamentará en lo
sucesivo el comportamiento del investigador. De golpe, desaparecen todas las finalidades que gobiernan el empleo
del ente desvelado y conocido, desaparecen los límites que restringen la investigación concluida en una intención
técnica planificada –la lucha tiene por única apuesta el ente mismo, no persigue más que el arrancarlo a su
retraimiento y a restituirlo precisamente así en su derecho propio, es decir, no se propone más que dejar ser al
ente lo que éste es en sí (Heidegger, 1928: GEXXV, 25).

También el Prólogo de la Fenomenología ha diagnosticado muy bellamente cómo el


hombre siempre ha tenido por patrimonio un más allá de este mundo y cómo la historia
tuvo que desplegar una dura disciplina para obligarle a prestar interés al suelo que pisaba,
conquistando lo que, en realidad, ha sido lo más difícil: la experiencia:

Hubo un tiempo en que el hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de pensamientos y de
imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo; entonces, en vez de permanecer
en este presente, la mirada se deslizaba hacia un más allá, hacia la esencia divina, hacia una presencia situada en lo
ultraterrenal, si así vale decirlo. Para dirigirse hacia lo terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que
ser coaccionado; y hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que sólo poseía lo supraterrenal
acabara por penetrar en la oscuridad y el extravío en que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante
y valiosa la atención al presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia ( Phä, III: 16‐17/11).

239
Vimos también a Havelock (1963) definir la intervención de Sócrates, unida a la de
los sofistas, como una Ilustración helénica que operó contra el imperio de la poesía. A
partir de entonces, Grecia se embarcó en ʺun juego tan arriesgado como fascinante, por
el que las luchas de los héroes homéricos se traducían a enfrentamientos entre conceptos,
categorías y principiosʺ (1963: 277). Los conceptos no sustituyeron a las cosas, sino a los
dioses y los héroes. El espacio matemático sustituyó al Olympo. La Academia compitió
con el Teatro y el Rapsoda. La prosa de las Ideas intentó desplazar al relato épico.
Havelock mostró, asimismo, el paralelismo entre la crítica de Platón a la opinión y los
sentidos y su ataque a la poesía; si se rechaza la experiencia es sólo porque la experiencia
está poetizada por una paideia homérica que aprisiona el discurso en los límites del
relato. De este modo, el philodoxoi es dibujado por Platón como un aficionado al teatro,
los espectáculos y los rapsodos. Pero no es necesario frecuentar los teatros para vivir en
la opinión; basta, en efecto, con percibir pues que la experiencia misma llevaba entonces
el sello trascendental de todos los requerimientos de la paideia oral, como ahora se
podría decir que lleva el sello de nuestra enseñanza primaria alfabetizada. Así pues, lo
único que demostraría la crítica de Platón al ʺmundo sensibleʺ es que la propia
experiencia tiene que ser arrancada a la opinión, cosa que toda la historia de las ciencias
experimentales ha venido finalmente a demostrar fehacientemente.
Lo racional había aparecido en Grecia como un desembarazarse del ropaje doxático
de la palabra, como un desembarazarse de la intercambiabilidad doxática de los
pronombres personales que es el secreto edípico de la palabra, de esa palabra a la que
llamamos opinión. Al desnudar de todos sus ropajes doxáticos el ahí en el que ha de
entregarse el ser, abandonamos precisamente lo vivido, nos situamos, pues, frente a una
apertura, que no hemos de sentir temor en denominar ʺmísticaʺ o, si se quiere, ʺdivinaʺ.
Pero se trata de una efabilidad mística asequible, explorada e investigada, poblada, como
decíamos, de todos los logros y conquistas del laborar de la Academia, o a la postre, de
la comunidad científica. Y es precisamente esta última la que ha entregado a la
humanidad el patrimonio de la experiencia.
Si, inspirándonos por un momento –y sin mayor compromiso especial– en la
Historia de un error de Nietzsche, damos ahora un salto al interior de la filosofía
cristiana asistiremos, en efecto, a un progresivo alejamiento de este ʺmás alláʺ (1887:
/51‐52). El mundo verdadero –dice Nietzsche–, antes asequible al sabio, se convierte
ahora en promesa, ʺse promete al pecador que hace penitenciaʺ. Pero el cristianismo no
sólo aleja este más allá. Al tiempo, lo vacía de sus contenidos científicos. No por eso lo
deja despoblado o lo abandona al silencio. Los ángeles, en Santo Tomás, ocupan
estrictamente el lugar de los universales platónicos: el anterior mundo de esencias de la
vida científica aparece ahora poblado de ángeles y santos de vida beatífica. Igual que las
esencias platónicas, los ángeles ʺcarecen de sexoʺ, ʺagotan su especieʺ, su ʺuniversalʺ, al

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carecer de composición con la materia, principio de individuación. Su composición con la
existencia les hace todavía efables, pero tal efabilidad, sencillamente, ya no es la de las
sendas conquistadas por los amigos de las ideas en su cotidiano laborar teórico en el
recinto de la Academia. A través de una laboriosa historia de vaivenes y recursos, se
podría decir que el cristianismo ha sustituido el mundo entero de las matemáticas y de la
física –con el cual habría vuelto a conectar nuestra Academia moderna– por las imágenes
beatíficas con las que los pintores medievales se esforzaban por representar un Cielo
cada vez más claro, cada vez más luminoso, cada vez más parecido al aburrimiento
vacío de la nada y la plenitud. El cristianismo transformó el trabajo teórico de lo
matemático en trabajo pictórico, entendiendo éste, a su vez, como el espejismo
provisional de un orden para nosotros incapaz aún de identificarse con el propio
desarrollo necesario del Espíritu, es decir de Dios.
Sin embargo, bien mirada, la mística cristiana era en cuanto a su estructura inteligible
ʺfilosofíaʺ y ʺmatemáticaʺ. Sólo que no basta ser matemático para descubrir, pongamos
por caso, el teorema de Pitágoras. La matemática cristiana sólo podía ser una matemática
de la constante afirmación del ser como ente, un anhelo por el ser sin el ente, una
matemática que más y más se iría convirtiendo en una matemática de la nada que
hipostasiaba su plenitud óndea en un orden en sí que se iba alejando de nosotros a
medida que maduraba nuestra razón. Una matemática transida por el anhelo justificatorio
de un Dios que había cometido la inconsistente locura de crear el mundo, un Dios
imposible, que, aburrido de su mero ser lógico, había intentado escapar al Tedio,
enajenándose hegelianamente en la naturaleza.
Con todo, esta matemática teológica era, estrictamente, matemática. De hecho, los
místicos cristianos supieron reconocerse muy bien en el tipo de apertura del ser que los
griegos localizaron en el paso de la dóxa a la epistéme. La diferencia es sólo la de un
relevante vaciado de lo místico. El trabajo científico se transformaría en comunión con
Dios. Lo teórico en beatitud. El sabio en santo. Las ideas en ángeles. Lo verdaderamente
significativo –y esto es muy relativo– es el abandono y el desinterés hacia esa ʺefabilidadʺ
incómoda de los amigos de las ideas que permanecía amenazada desde el Parménides
por la inefabilidad del Uno, cada vez más poderosa, cada vez más necesaria en la
filosofía cristiana, cada vez más capaz de arrinconar la ciencia en la provisionalidad de un
orden para nosotros con el que sólo lograría reconciliarse sinceramente en la epifanía
hegeliana.

12.2. Monoteísmo e ignorancia

12.2.1. Primera vía (en atención a la cuestión histórica)

241
Pero habíamos dejado a Platón incomodado por la pluralidad inerte de las ideas.
Hay que regresar todavía a este punto, donde pueden rastrearse los primeros efectos que
el monoteísmo causó en el espacio inteligible. Los orígenes de la teología, en efecto,
pueden ser buscados en el efecto epistemológico resultante de una interferencia en cierto
modo fáctica y exterior: la interferencia entre el trabajo científico abierto por Grecia en
un espacio de divinidad en el que un preguntar absolutamente desinteresado buscaba lo
racional más allá de todas las razones de los hombres y los mortales, y el monoteísmo
religioso, respecto al cual, hay quien ha querido oír noticias de su peculiar importancia en
la formación del propio Platón. En este sentido, Platón habría abandonado el mero
cultivo socrático de lo inteligible, obligando a esa palabra divina, ajena tanto a Dios como
a los mortales, a insertarse en una previa concepción monoteísta tomada de las religiones
orientales.
En efecto, tal y como señala con cierto detalle Rodolfo Mondolfo (1983), las
culturas orientales habían desarrollado, en el terreno de la especulación religiosa, ciertos
conceptos que, pese a su envoltura mítica, podían resultar extremadamente relevantes
para la filosofía griega.
Recordemos los principales: 1) la idea de la unidad universal, afirmada entre egipcios y mesopotámicos,
bajo la forma de unidad divina, en vagas formas de panteísmo (ʺel dios de los innumerables nombres, que crea los
propios miembros, que son los Diosesʺ; ʺEl Uno único, padre de los padres, madre de las madresʺ; ʺsuma de las
existencias y de los seresʺ, del cual surge todo el devenir, que luego refluye en él); 2) la cosmogonía, concebida
en sus distintas exposiciones, como pasaje de la unidad caótica indistinta primordial a la distinción de los seres, es
decir, como pasaje del caos (Caos acuoso en Babilonia, Num en Egipto) y de las tinieblas al orden y a la luz (con
Marduk en Babilonia y Ra en Egipto), etc, etc. [O bien, por ejemplo:] El Sol, Aton Ra, es el espíritu que sube
sobre las aguas y da lugar así a la primera tríada cósmica, de la cual se deriva después toda la enéada divina de
los elementos y de las potencias cósmicas (I: 12).

Estos y muchos otros elementos pudieron llegar al mundo helénico y prehelénico


desde la cultura clamítica a la egipcia, desde las culturas microasiáti‐ cas a la sumeria. En
el momento que nace la filosofía en las colonias de Asia Menor, Mileto, Samos o Efeso
ʺhabían intensificado sus relaciones directas con el Egipto e indirectamente con la
Mesopotamia y el Irán, especialmente a través de Fenicia y Lidiaʺ. No podemos
detenernos en valorar si Platón sintió especial seducción por algún germen monoteísta
importado de las religiones orientales. Pero es posible afirmar que el universo teológico
oriental con el que Grecia estuvo en contacto fue el origen de muchas reformulaciones
filosóficas que tuvieron enorme peso en el pensamiento griego. Sin duda que Platón
consideraba adecuada la reprimenda que el viejo sacerdote egipcio hace a Solón: ʺSolón,
Solón, vosotros los griegos sois siempre niños; un griego nunca es viejo. Porque no
guardáis ninguna opinión antigua procedente de ninguna antigua tradición, ni tenéis
ninguna ciencia encanecida por el tiempoʺ (Timeo, 22b).

242
12.2.2. Segunda vía (en atención a las exigencias de la razón)

Al margen de interferencias históricas, hay otro tipo de interferencia que puede


plantearse a priori. El monoteísmo religioso penetró en Grecia de la mano de la filosofía
debido a que ésta supo responder a ʺlas necesidades del espíritu y alma humana: la
necesidad de un Dios que satisficiera a la vez las exigencias del pensamiento científico y
las aspiraciones de la conciencia individualʺ. Ésta es la vía seguida por Festugière (1946),
quien distingue en Grecia dos tipos de religión. Por una parte, la ʺreligión cívicaʺ, de
carácter social, para la que los dioses eran los protectores de la ciudad, pero que
resultaba absolutamente inepta para responder ʺa las preguntas que el hombre reflexivo
se plantea acerca de la acción de lo divino en el mundo, de las relaciones entre lo divino
y lo moral o del sentido del destino humanoʺ, ámbito de problemas que designa bajo el
título de ʺreligión individualʺ. Sin duda que este tipo de preocupaciones son, con
propiedad, helenísticas; en virtud de ellas, Alejandro afirmó que los hombres no debían
distinguirse en helenos y bárbaros, sino entre buenos y malos, y que todos los pueblos
estaban llamados a fundirse en uno solo: la Ciudad del Mundo, gobernada por un Dios
Cósmico. Pero Festugière tiene toda la razón en afirmar que la acción política de
Alejandro por sí sola no lo explica todo. La ʺreligión individualʺ, en realidad, había
triunfado mucho antes:

(Pese a la condena de Sócrates) el triunfo de la religión cívica no es sino un triunfo aparente. En realidad,
ha vencido la religión individual. Ha vencido con Platón, que debe considerarse, rigurosamente, el verdadero
iniciador del pensamiento religioso helenístico. […] Lo que el hombre reflexivo pedía era un Dios que fuese a la
vez Primer Principio del orden cósmico y sostén y símbolo de las nociones fundamentales sobre las que se
asienta la civilización: Verdad, Justicia, Belleza, Bien. En otros términos, lo que se quería era un Dios que fuese
plena y absolutamente el Ser, el Ser inmutable, el Ser verdadero. Y precisamente toda la filosofía de Platon
consiste en reconocer la preeminencia de ese Ser, que es la Idea platónica, y, en la cúspide las Ideas, el Bien‐ Uno
que las unifica (Festugière, A. J., 1946: /13).

No se trata ahora de perder de vista que estamos intentando comprender una


supuesta crisis interna en la estructura epistemológica de la Academia de Platón. Si el
problema de las interferencias entre el monoteísmo religioso y el mundo inteligible de la
comunidad científica es, para nosotros, algo más que un mero divertimento histórico es,
al contrario, para recordar el motivo por el que hemos ido a desembocar en la Grecia de
Sócrates y Platón desde la Alemania que Heine nos describiera en 1834 (cfr. capítulos 1
y 3). Desde la discusión de Marx con el universo hegeliano estamos intentando aislar los
efectos epistemológicos que introduce la ignorancia por el mero hecho de ignorar, seguros
de que la ignorancia, precisamente, no se reduce al silencio, sino que más bien contribuye
a llenar de palabras –que también tienen su estructura y su método– el espacio del
discurso. Hemos visto a Marx hacer a la izquierda hegeliana no tanto un reproche de

243
idealismo como un reproche de ignorancia, que, por demás, ha extendido al conjunto de
la ideología alemana. La ignorancia aparece como mito, y no hemos de olvidar que, en el
mismo sentido que Marx, Heine ha hablado de que Alemania se encuentra poseída por
una nueva religión que es ya un ʺsecreto a vocesʺ: el panteísmo. El problema de las
interferencias de derecho entre religión y filosofía es fundamental para nosotros, pues
ambas consisten en cultivar un espacio de divinidad, y así como la ignorancia común es
espontáneamente religiosa, una ignorancia epistémica no podría sino introducir en lo
inteligible un monoteísmo racional capaz de inquietarse frente a toda pluralidad eidética.
Por esta inquietud, que ya tambaleó la Academia de Platón, ha transcurrido la línea de la
historia de la filosofía que ahora estamos intentando abarcar.

12.2.3. Tercera vía (en atención a la constitución interna de lo epistemológico)

Ahora bien, a la hora de explicar el cambio de actitud de Platón respecto a los


ʺamigos de las ideasʺ no basta, sin embargo, con apelar a accidentes históricos o a los
derechos reclamados a la filosofía por una religión ilustrada. Lo importante es mostrar
que la decisión platónica ensarta de alguna forma en la constitución misma de lo
epistemológico.
Un matemático que como el esclavo de Menón deduce el teorema de Pitágoras,
construyendo un cuadrado doble que otro sobre la diagonal de éste, hace renuncia
explícita del espacio humano en el que diversos objetos semejantes o parecidos a
cuadrados o triángulos se le enfrentan en cuanto sujeto capaz de opinar, de observar, de
vivir. De hecho, el cuadrado buscado no se construye ante sus ojos más que cuando él
ya ha declarado que él nada sabe de todo eso y que no tiene nada que opinar ni nada que
decir, que los cuadrados ésos que Sócrates le había mostrado sobre las baldosas del suelo
ya no le parecen nada. El esclavo –aneu logou–, ingresa, así, en un espacio en el que
ciertos objetos puramente teóricos se hacen permeables a una palabra que ya no es la
suya, ni la de todos los hombres en su conjunto, ni, en general, la de ninguna cosa ente:
esa palabra es la razón. El esclavo‐matemático deja de hablar y comienza a razonar.
Inmerso en sus laboriosas deducciones, en las que se somete precisamente a una palabra
que ya no es la suya, alcanza así la libertad de poner en libertad al ser, y renunciando de
este modo al destino edípico de los mortales alcanza la divinidad inmortalizándose en el
ahí eterno del triángulo rectángulo.
Ahora bien ¿acaso siente la tentación de representarse a Dios en el triangulo
rectángulo y, abandonando toda ulterior investigación, postrarse ante él y dirigirle sus
oraciones? Esta pregunta puede parecer fantástica o ridicula, pero ha de reconocerse que
el punto de partida de semejante esclavo matemático no debía ser en principio refractario
a esta posibilidad, tanto más cuanto que estamos buscando precisamente una

244
interferencia epistemológicamente relevante entre religión y saber.
Ello hace que convenga ver las cosas más de cerca. La búsqueda socrática de la
ignorancia no es al mismo tiempo, necesariamente, la explotación científica de esa
ignorancia. De hecho, Sócrates ante Teeteto se confiesa estéril para esta última empresa.
Precisamente por ello, Sócrates recurrió al diálogo convirtiéndose en comadrona de
aquellas mentes capaces todavía de ʺdar a luzʺ, de concebir. Sócrates distinguió, sin
duda, dos tipos de ignorancia: la ignorancia de aquel que no sabe pero cree saber,
doblemente ignorante al ni siquiera saber de su ignorancia, y la ignorancia del que sabe
que nada sabe, una ignorancia laboriosa, duramente conquistada contra el imperio de las
evidencias de la palabra vivida de los mortales. Esta ignorancia es una sabia ignorancia,
pero para Sócrates sigue, con todo, y esto es lo importante, siendo ignorante: jamás
pretendió que constituyera la sabiduría misma. Se trata, por el contrario, de una sabiduría
que se limita a saber su ignorancia, y que por definición nada encuentra en ella: ni
triángulos rectángulos, ni nada; se trata tan sólo del presupuesto de un trabajo teórico que
no sólo no ha concluido, sino que ni siquiera ha comenzado. Y todavía más radicalmente:
esta ʺdocta ignoranciaʺ no tiene la menor pretensión de profundizar en sí misma hasta
sufrir alguna mutación dialéctica capaz de convertirla en saber.
Con todo, dicha ignorancia es, en sí misma, ajena por entero a la ignorancia de los
hombres, a la forma en la que tienen los hombres de ser ignorantes: hasta el esclavo de
Menón –reducido en su esclavitud a un mínimo de ʺhumanidadʺ–, creía saber ciertas
cosas y comenzaba por doblar el lado del cuadrado, introduciendo lo único que de
personal y humano es posible introducir en lo racional: un error. En tanto esta ignorancia
es por completo ajena a los mortales es ya de por sí una ignorancia que comparte con la
ciencia el mismo espacio, el mismo suelo divino: nada obliga a que este suelo sea
cultivado por la ciencia en exclusiva. Así, si bien es cierto que existe una palabra
exclusivamente racional y en este sentido divina, no menos es cierto que existe una
ignorancia enteramente racional: una ignorancia segura de sí misma, una docta
ignorancia que no es la de los mortales, una ignorancia divina. Y mientras la palabra
racional trabaja aquí y allá, separándose en distintas sendas que, contra todas las
esperanzas de unificación, siempre parecen distanciarse más y más, perdiéndose en una
especie de ʺpositividad inteligibleʺ inabarcable e inagotable, la ignorancia racional, por el
contrario, está segura de ser Una e idéntica a sí misma como la nada.

12.2.4. La razón como obstáculo epistemológico

Ya desde los trabajos del aludido Platón es posible rastrear en detalle el destino de
esta tentación por la superioridad monoteísta de la ignorancia. La pluralidad eidética,
presupuestaria en el trabajo socrático, comenzó muy pronto a hacerse explícitamente

245
refractaria a las esperanzas monoteístas platónicas, al menos mientras las ideas siguieran
siendo inertes e incapaces de tomar a su cargo esta pluralidad puramente exterior. Las
Ideas son varias y, por añadidura, no se contienen ni se engloban mutuamente,
pareciendo más bien que el desarrollo científico tiende a distanciarlas. Tras la aventura
hegeliana, de la mano de Marx, la fenomenología y las analíticas de la finitud, del
acotamiento y determinación del efecto‐hombre llevado a cabo por la antropología y el
estructuralismo, de la nueva lectura de la historia de la filosofía plasmada en la obra
heideggeriana, los desarrollos del psicoanálisis y otros tantos acontecimientos teóricos que
han removido el suelo sobre el que se asentaba la ciudad científica, el siglo XX ha
cobrado una perfecta conciencia de esta circunstancia, resumida en la muerte de Dios,
del hombre y también, como se ha visto ya (apartados 7.1 y 7.2), de la historia misma.
Nuestro siglo ha tomado buena nota de la sospecha de Foucault: ʺQuizás el saber no está
hecho para unificar sino para hacer tajos.ʺ Gaston Bache‐lard también advirtió
insistentemente a este respecto:

Se repite también frecuentemente que la ciencia es ávida de unidad, que tiende a unificar fenómenos de
aspecto distinto, que busca la sencillez o la economía en los principios y en los métodos. Esta unidad la
encontraría muy pronto, si pudiera complacerse en ella. Por el contrario, el progreso científico marca sus más
puras etapas abandonando los factores filosóficos de unificación fácil (1938a: 16/18).

Bachelard ha contribuido a mostrar que un éxito científico siempre consiste en


deshacer una previa pretensión de unidad de la ignorancia. También Hegel sabía muy
bien que la unidad es, más que nada, la noche que siempre se tiene de antemano y que el
trabajo del entendimiento siempre tiende a separar y matar la vida de la totalidad. Esto es
algo que hemos aprendido de él más que de nadie: es la ignorancia y no el saber la que
aporta el hén kaí pân en el que naufragan todas las determinaciones. Pero Hegel tampoco
habría aceptado nunca que el negocio mismo de la verdad consistiera en cualquier tipo de
separación. Si bien es cierto que lo absoluto no puede pasarse sin la diferencia, no es
menos cierto que esta diferencia no presenta su verdad más que como diferencia
interna, y en el fondo es ésta la que echa en falta en los ʺno sistemasʺ de Platón y
Aristóteles, cuando les reprocha, como hemos visto, proceder ʺde modo empíricoʺ y, en
el mismo sentido, se queja de que Newton haya ʺacostumbrado a la física a una barbarie
categorialʺ (Enz § 276). Éste es el motivo por el que Bachelard no sólo aparta a la
comunidad científica de las pretensiones de unidad de la ignorancia, sino también de las
propuestas de unificación que provienen del saber filosófico. La ciencia no sólo
encuentra sus obstáculos epistemológicos amasados de ignorancia; para ella, la razón
misma es un obstáculo.

En resumen, la ciencia instruye a la razón. La razón debe obedecer a la ciencia […] La aritmética no está
fundada sobre la razón. Es la doctrina dela razón la que está fundada sobre la aritmética elemental. Antes de saber

246
contar yo no sabía apenas qué era eso de la razón (Bachelard, G., 1940: 144).

No puede sorprendernos ya que la razón misma aparezca como el obstáculo


epistemológico fundamental, habida cuenta de la manera en que nuestra exposición ha
sentado la primacía del Facktum del conocimiento, por una parte, y señalado, por otra, el
dispositivo metódico que la razón pretende por sí misma introducir en el saber.
La sola idea de generar un discurso que unificara en un origen común los objetos de
nuestra comunidad científica, de manera que, por poner el caso, pudiéramos deducir del
mismo sitio las ecuaciones de transformación de la masa en energía y la estructura de las
relaciones de parentesco, el cálculo de matrices o la ley del valor o la gramática del
tojolabal, sería considerada hoy día un sinsentido. Ni siquiera, pues, en el mundo teórico
parece posible culminar lo que, ya en los tiempos de Platón, comenzaba a presentarse tan
sólo como un proyecto y una esperanza frustrada: que como decía Anaxágoras ʺtodo esté
en todoʺ. La realidad teórica actual muestra más que nunca que la comunidad científica
se une separando sus objetos. Pues, en efecto, la paradoja –perfectamente ya
problematizada en Kant (apartado 8.2.4)– es que los científicos se interesan mutuamente
tanto más cuanto más se separan sus investigaciones y cuando más seguros están de no
estar estudiando lo mismo que el departamento vecino; es sólo de este modo que, al
contrario que los debates o las tertulias, los diálogos en la comunidad científica logran ser
fructíferos.
Pues bien, es también en este sentido que la palabra racional se revela más y más
indigna del espacio del que ella misma parte: la ignorancia racional. La efabilidad
racional, en suma –y de ahí su incomodidad–, depende de la habilidad de Sócrates como
comadrona, del circunstancial evento de que un extranjero pase o no pase por la ciudad,
de los efectos del vino en la trama del diálogo, de la voluntad política de Calicles que
puede levantarse enfurecido o incluso mandarte azotar, del tribunal de los atenienses o
incluso, hoy día, de las subvenciones del gobierno; además, esa efabilidad racional tiene
el imperdonable inconveniente de precisar de un soporte material, la escritura, contra el
que ya el Fedro había descargado todo su rencor. La mítica pureza de una amistad por el
saber detenida en saber su ignorancia, no puede ser sino empañada, enturbiada y
dificultada por una pluralidad eidética a no ser que ésta sea capaz de desplegarse por sí
misma en sus determinaciones. Una divinidad que necesita ser trabajada es como un
Olympo proletario. La aprensión ante esta divinidad impotente, incapaz de completar un
Dios, germina en el pensamiento de Platón y se dirige más y más contra lo que él mismo
llama despectivamente la teoría de los ʺamigos de las ideasʺ. Mientras la religión
monoteísta triunfa ʺen los límites de la razónʺ, el cultivo de lo racional en la Academia
parece, al menos en determinados momentos, no ofrecer más que pluralidades cada vez
más aisladas y exteriores. Y quizás el reproche de ʺempirismo eidéticoʺ, que antes leímos
en boca de Hegel, Platón haya llegado a planteárselo a sí mismo; después de todo, ¿por

247
qué la episteme va a ser menos monoteísta que su amago sensible, la religión?
Mientras esa comunidad científica en la que Eudoxo no paraba de meter la pata con
sus escuálidos péndulos, metedura de pata de la que es heredero nuestro patrimonio
científico, mientras los ʺamigos de las ideasʺ se comprometían en arañar sendas en lo
teórico, la fe monoteísta permanecía, en cambio, segura de la invulnerabilidad y
completitud de su sabiduría, segura de su ʺdocta ignoranciaʺ, aventajando así a la ciencia
en dignidad e infalibilidad. La esterilidad científica se representa a sí misma en el Dios del
monoteísmo: en el Uno. Y al igual que Dios contiene en sí su creación, la representación
teológica de la ignorancia (el Uno) se imagina contener la sabiduría por entero. Al teólogo
competerá, en todo caso, la labor de aislar la matemática de esta ignorancia que de por sí
ha de ser ya todo el saber. Desde los números ideales de Platón, pasando por el
neoplatonismo y la filosofía cristiana, esta esperanza se ha alimentado a sí misma hasta
su epifanía hegeliana, sin encontrar otro obstáculo que el impertinente e inoportuno,
trabajoso y cansado, pero seguro, avanzar de una historia de las ciencias siempre fiel a la
original modestia socrática, capaz de aguantar que la pluralidad inteligible de los
triángulos rectángulos, las leyes físicas e históricas y el conocimiento en general, se
muestre siempre incapaz de exponerse a sí mismo con la elegancia especulativa de una
sola palabra capaz de diferenciarse internamente. La historia de la teología es, así, la
historia de una voluntad teórica decidida a instalarse en una ignorancia epistemológica
tanto más segura de ser sabia como comprometida logre estar en su ignorancia. Una
voluntad que quiere la verdad, pero que huye como de la peste de cualquier verdad
determinada: pues la Verdad (ahora identificada con Dios) está más segura de alcanzarlo
todo cuanto más segura está de haberse por completo vaciado.
Por su parte, y frente a este mero horror supersticioso a lo determinado, la filosofía
hegeliana –y éste es su verdadero prodigio y la clave del éxito sin precedentes que le
permitió exponerse a sí misma en clave de homenaje a la experiencia y la finitud del
entendimiento– no representó en este sentido sino el metódico exorcismo de la amenaza
de la determinación en el saber: la paciente producción teórica de una determinación
inofensiva, nihilizada en sí misma, pero lo suficientemente potente para conjurar,
ʺsuprimida y conservadaʺ, el blasfemo progreso de una historia de la ciencia cada vez
más fuerte y cada vez menos nostálgica de no estar exponiendo a Dios. Hoy ya no puede
extrañar que la Enciclopedia hegeliana se muestre muy segura de haber arreglado sus
cuentas con la naturaleza, con el concepto de naturaleza más bien, y que, sin embargo, a
Hegel siga resultándole muy incómoda la física de Newton. El primer éxito es su
novedad, pero la citada incomodidad es, como estamos viendo, muy antigua. Si,
siguiendo una tradición partidista pero habitual entre los comentaristas, identificamos la
historia de la filosofía con la historia de esta voluntad teológica, entonces la filosofía se
muestra a los ojos del científico como el intento de ʺrepresentarʺ la ignorancia como

248
conteniendo por algún ingenioso procedimiento –ya se llame ʺparticipaciónʺ, ʺanalogíaʺ,
ʺcreaciónʺ, ʺemanaciónʺ o ʺdialécticaʺ– el conjunto entero de los contenidos de una labor
científica ya culminada a priori. En este sentido, Bachelard acertó totalmente en definir
la ʺfilosofíaʺ como la ʺpereza del científicoʺ.

12.3. La estructura de ʺteodiceaʺ del no‐desarrollo científico

Ni ahora, ni en el marco general del presente libro, es factible intentar reproducir la


forma en la que la efabilidad teológica del ser y esa otra efabilidad de lo necesario a la
que hemos llamado positiva han seguido caminos ajenos, ignorándose en ocasiones y
entrando en otros momentos en aparatosos conflictos o arreglos de cuentas eclécticos
más o menos precarios. Hay que señalar, eso sí, que el nervio fundamental de semejante
investigación tendría que proponerse el seguimiento de la historia de la teodicea, de la
justificación de Dios ante el Mal, en tanto que lo que siempre ha estado en cuestión es
pensar el tipo de misteriosa unidad que permite a Dios ser todo a pesar del mundo.
Arrancando en Platón, tendría que detenerse especialmente en Aristóteles, donde
precisamente habría que resaltar –como hizo Pierre Aubenque en 1962– la completa
ausencia de la problemática de la teodicea, supuestamente en contraste con ciertas
preocupaciones platónicas y ciertos eslabones perdidos del universo neoplatónico. Tras la
inabarcable reelaboración de esta problemática plasmada en la historia de la teología
negativa, y su reconversión escolástica en la reconstrucción tomista del orden en sí
mediante una nueva utilización de la metáfora platónica de la participación (cfr. Artola,
1963), habría que asistir a la nueva encrucijada en la que dicha cuestión arranca de
nuevo para la modernidad en la cuestión crucial del panteísmo y el acosmismo. De
nuevo, la cuestión de la teodicea es extirpada del ámbito de cuestiones de la razón teórica
en Kant, quien merece bien en este sentido el título de Aristóteles del mundo moderno. Y
por algún motivo que es precisamente el que sí perseguimos nosotros aislar, la historia se
repite también en esta ocasión: el idealismo alemán no viene a ensanchar el hueco abierto
por Kant en el progreso de la teodicea, sino a continuarlo desde más acá de Kant, hasta
su culminación definitiva. El trágico episodio de la filosofía del último Schelling,
intentando retroceder más bien al punto kantiano que Hegel había pasado por alto,
muestra perfectamente que todo este inacabable universo de preocupaciones podía
resumirse desde el principio en el título Razón y Mal.
Es desde el telón de fondo del título Razón y Mal como hay que intentar seguir los
pasos de la efabilidad no teológica del ser, buscando aquí y allá dónde la historia del
pensamiento se ha sabido comprometer en aquella divinidad sin Dios, inagurada, según
hemos más que nada imaginado, por los ʺamigos de las ideasʺ.
Pero esta búsqueda tiene también un posible reverso. Puede igualmente

249
emprenderse desde el otro lado, desde el lado –podría decirse– del adversario, siguiendo
los caminos por los que la ignorancia racional trabaja en la historia del pensamiento. En
efecto, la ignorancia no es sólo el negativo del saber, el océano inerte y silencioso que
éste iría poco a poco cubriendo de continentes. La ignorancia habla, la ignorancia trabaja,
introduciendo un discurso y, en cierto modo, una ciencia, la teología. Toda la historia de
la teología ha sido siempre perfectamente consciente de que a la ignorancia se lo debe, en
cierta manera, todo, pues, desde la Metafísica de Aristóteles sabemos que ahí donde
Dios mismo no sea el teólogo, el camino histórico de semejante ciencia está abierto
solamente para la negación y que de Dios, que ha dicho de sí mismo ʺYo soy el que soyʺ
sólo podemos saber lo que estamos seguros de ignorar.
En la autocontemplación de la ignorancia racional, resumida en el Absoluto y el Uno
frente al balbucear dóxatico de los mortales, la ignorancia funda y posibilita la apertura
mística en cuyo lugar natural se gestarán las inquietudes teológicas.
Es preciso aquí insistir en hablar de inquietud, de la teología como inquietud. Porque
la contemplación mística de la ignorancia nunca reposará hasta lograr resumir y
condensar en su consecuente y paradójicamente fértil inefabilidad la efabilidad fáctica,
innegable y positiva del ser. Es por lo que tiene que ser posible –como acabamos de
apuntar– recorrer los caminos en los que trabaja la ignorancia siguiendo los pasos de la
teodicea.

12.3.1. El saber en la encrucijada de dos posibilidades matemáticas

Prefiero una concreción que diga algo a una abstracción que lo diga todo.

Sören Kierkegaard

La cuestión del idealismo ha sido fundamental para la historia de la filosofía desde


sus comienzos; pero ello ha ocurrido tan sólo en la medida en que el idealismo ha
contenido una propuesta específica para trabajar el asunto de la determinación. El
idealismo ha sido una concreta manera de entender lo que acontece en el hecho de que
algo se muestre como algo y un indicativo sobre la forma en que la teoría debía hacerse
cargo con vistas a gestionar ese negocio, resumido en la palabra alétheia. Fuera de esta
cuestión, la polémica con el idealismo no ha hecho sino barajar metáforas y
proponérselas a la imaginación; pero con ello abandonamos la historia de la filosofía. Lo
crucial, por tanto, jamás ha sido qué hacer con la existencia de Dios, la inmortalidad del
alma o la eternidad del mundo, sino qué hacer con la ignorancia cuando lo que se
pretende es saber.
Nada de esto tendría sentido –ni lo habría tenido la filosofía misma– si no hubiera,

250
desde el principio, dos matemáticas posibles en juego. El saber no puede surgir más que
del trabajo que la ignorancia vierte sobre la propia ignorancia. Y sería un milagro, sin
duda, que una ignorancia trabajada lograra mutarse en saber si no fuera por ese privilegio
–en el que se resume eso a lo que llamamos razón– que tienen los hombres de saberse
ignorantes. Desde ese mismo momento, la ignorancia trabaja la ignorancia comparando el
saber con el saber. ʺNo afirmaríamosʺ, dice Aristóteles, ʺque dos y tres son igualmente
pares, ni yerran igualmente el que cree que cuatro son cinco y el que cree que son mil.
Si, pues, no yerran igualmente, es evidente que uno de los dos yerra menos, de suerte
que se acerca más a la verdadʺ (Met, IV, 4, 1008b, 35). El saber surge siempre de un
hacerse cargo de lo que se ignora y lo primero que sabe es, precisamente, que se ignora.
El idealismo hunde sus raíces, como se ha intentado mostrar, en una determinada manera
de entender el trasfondo de esta relación entre saber e ignorar. En este sentido, cualquiera
que sea la forma en la que entendamos los términos materialismo o idealismo, la
polémica entre estas dos supuestas escuelas no puede consistir en otra cosa que en
intentar mostrarse mutuamente que se sigue ignorando lo que se pretende saber. Así se
comprobó que operaba Marx respecto a la izquierda hegeliana. Pero, si en éste como en
otros casos la ignorancia combatida merece el título general de ʺidealismoʺ, tiene que ser
porque desde el comienzo ha habido una determinada posibilidad matemática que ha
podido responder, a la postre, a semejante título.
No ha de resultar ni partidista ni sorprendente que se coloque esta posibilidad
matemática del lado de la ignorancia, pues basta repasar su historia para comprobar que
ésta fue precisamente su propia opción, desde la teología negativa a la docta ignorancia,
acabando en cualquier caso por mostrar en Hegel que la Enciclopedia entera podía ser
elaborada a golpe de negación.
Hemos intentado mostrar que materialismo e idealismo, entendidos como dos
maneras distintas de trabajar la ignorancia desde el sabernos ignorantes, se enfrentaron
ya en el seno de la Academia de Platón como dos matemáticas contrapuestas que, en
adelante, no cesarán de medir sus fuerzas frente a la determinación. Su verdadero campo
de batalla ha sido la historia de la ciencia, en la que el saber ha ido abriendo nuevos
continentes a la investigación y sancionando determinadas proposiciones como
eternamente verdaderas o eternamente falsas –en el sentido en que Bachelard ha podido
decir ʺla noción de calor específico es una noción científica para siempre que entra como
elemento constitutivo en una historia de la física sancionadaʺ.
Para Sócrates, el saber ignorar ha consistido en un saber interrogar. Lo
indeterminado no habita en este sentido el saber más que para obligarle a solicitar una
determinación. Pero la forma en la que la ignorancia recorre el mundo de parte a parte,
abarcándolo a fuerza de indeterminación, contrasta entonces con la lentitud y la modestia
con la que el saber conquista cada determinación. Es de este modo como,

251
paradójicamente, la ignorancia tiene al todo por patrimonio, mientras que el saber no
logra conquistar más que determinaciones aisladas, según va paseando su pregunta por
aquí y por allá entre péndulos y cubos de madera. Estar en posesión del todo no es desde
luego un gran logro mientras sea a base de indeterminación. Pero el caso es que hay ahí
una pregunta legítima que puede inspirar todo un posible camino matemático,
comprometido en trazar la forma en la que el todo de la realidad puede contener o
desplegar cada determinación. Es legítimo, en suma, buscar la determinación en ese
nuevo espacio aportado por la mera ignorancia, en lugar de recorrer un espacio físico que
siempre permanecerá inabarcable.
Míticamente, las religiones han acotado una pregunta de este tipo en el misterio por
el que Dios contiene en sí su creación. Del mismo modo que ʺDios contiene en sí su
creaciónʺ la filosofía afirma que hay un ahí teológico en el que la ignorancia tiene que
poder contener en sí todo el saber, en una representación que ella se basta para aportar:
el Uno. Hemos dado la razón a Schelling (cfr. apartado 11.1) al afirmar que el problema
general de todos los sistemas filosóficos ha sido el de aclarar el tipo de relación que
puede ser pensada entre Dios y el mundo o entre el todo y la determinación. En el fondo,
semejante cuestión no plantea más que el enigma de la relación entre el patrimonio de la
ignorancia y el patrimonio del saber, una vez constatado que la ignorancia comienza por
estar en posesión del todo a fuerza de indeterminación. La razón, que por sí misma nada
puede conocer, ʺpreparaʺ, sin embargo, ʺel terreno al entendimientoʺ, proporcionándole
la idea de unidad sistemática (KrV, A 657 B 685). Kant se hizo cargo a su manera de esta
relación en la que han navegado todos lo; sistemas filosóficos. El Idealismo, por su parte,
se comprometió en la tarea de encontrar una matemática que diera cuenta de la relación
entre ignorancia y saber de modo que en ella fuera identificable, precisamente, el saber
mismo, la enciclopedia de las ciencias.
En principio, la docta ignorancia no ha podido hacer otra cosa que señalar el lugar
de esta matemática. Así lo hizo Platón mediante las nociones de participación y de
imitación. Ambas apuntan al doble problema de cómo las Ideas son predicables unas de
otras y de cómo son predicables de lo sensible. Es decir, se trata de aclarar el sentido de
la palabra ser cuando decimos que ʺel hombre es animalʺ o que ʺSócrates es hombreʺ.
Aristóteles afirmaría más tarde que hablar de participación es ʺpronunciar palabras vacías
y hacer metáforas poéticasʺ (Met, A, 9, 991a 21). Pero Platón está muy lejos de haberse
dado por satisfecho con meras metáforas. Antes bien, su propia obra ha inaugurado un
camino en la historia de la filosofía que puede resumirse en el intento por lograr que la
noción de participación deje por fin de ser una metáfora. Mientras que para Aristóteles el
término ʺparticipaciónʺ no hace sino añadir una metáfora inútil al verdadero problema,
para Platón esta metáfora señala aquello que tiene que ser matematizado en general. Para
Aristóteles el problema es el ser y la noción de participación introduce una violencia en el

252
lenguaje que suplanta precisamente a la cópula, pues no decimos ʺSócrates participa de la
Humanidadʺ, sino ʺSócrates es hombreʺ. Platón rechaza la noción, pero acepta la
conveniencia del alejamiento del problema, buscando una matemática en la que el
problema del ser siempre habrá sido suplantado por una problemática más profunda:
cómo lo Uno puede engendrar lo múltiple, o, como diría Schelling andando el tiempo,
¿cómo proceden o han procedido las cosas de Dios? Es decir, mientras que el problema
del ser nos circunscribe en un horizonte en el que las cosas finitas se enlazan con cosas
finitas, el problema de la participación nos sitúa tan pronto como intentamos aclararlo
frente a la cuestión de cómo lo finito se relaciona con la totalidad.
En resumen, todo el esfuerzo de la filosofía platónica se centra en la organización de
un sistema racional capaz de sustituir al problema que antes había señalado mediante
metáforas y relatos míticos. Ésta es la interpretación que defendió, entre otros, Léon
Robin (1908), respecto al último Platón y, en particular, respecto a sus doctrinas no
escritas. La teoría de los Números ideales habría venido a producir las mediaciones
necesarias para responder a la pregunta ʺsi lo Uno ¿por qué lo Múltiple?ʺ. Los Números
son leyes capaces de dar cuenta de la participación de las Ideas entre sí; son tipos de la
organización interna de cada Idea. Pues, si las Ideas participaran indistintamente de todas
las demás, todo sería predicable de todo y por tanto no habría inteligibilidad de ningún
tipo. Por su parte, ʺla relación de lo Sensible con la Idea repite, en un estado de
dependencia y complicación más elevado, la relación de las Ideas con los Números
idealesʺ (1908: 591). En este sentido, Robin habría acertado con lo que sería un
importante eslabón histórico perdido para la historia de la filosofía y que nos conduciría
hacia la doctrina neoplatónica de la emanación.
Aristóteles, por su parte, se habría enfrentado precisamente no tanto a una supuesta
teoría de las ideas como a esta preocupación platónica en general que, a su ojos, tenía la
particularidad de cambiar el problema del ser por otra problemática heredera de relatos
mitológicos y puras metáforas.
Según Pierre Aubenque (1962), Platón se habría ido planteando cada vez más el
problema de los mediadores ʺy a esta exigencia respondía sin dudacomo el propio
Aristóteles subraya– la teoría de los números y las magnitudes que permitían reconocerle
a la Idea, matemáticamente determinada ella misma, una acción informadora sobre lo
sensible, por mediación de las estructuras matemáticasʺ. Pero para Aristóteles ʺno existe,
entre lo eterno y lo corruptible, esa relación sutil de inteligibilidad, determinada además
por las mediaciones matemáticas, que Platón llamara participaciónʺ. Hay en el corpus
aristotélico una constante fundamental:

La desconfianza hacia todo pensamiento que pretende instalarse de entrada en la totalidad, o que pretende –
como esos malos dialécticos de que habla el Filebo, que ʺunifican a tontas y a locasʺ– llegar a ella demasiado
pronto. Cualesquiera que sean las formas técnicas que adopte, el argumento de Aristóteles contra esas doctrinas

253
será siempre el mismo: al querer captar la unidad del ser, se cae en la infinitud, o sea, en el no‐ser; en la
confusión entre el sery el no‐ser vienen a parar todas las filosofías de la totalidady ésa es la irrecusable señal de
su fracaso. Esto no sólo es válido para los sofistas o los platónicos, que sólo alcanzan la universalidad o la unidad
al precio de la vacuidad del discurso; sino que un argumento paralelo se encuentra en la polémica de Aristóteles
contra los físicosy los teólogos, ya se trate del Uno de Parménides, del Infinito de Anaximandro, de la Mezcla
primigenia de Anaxágoras, o incluso de la Noche de Hesíodo. De todos ellos podría decirse lo que Aristóteles dice
en particular de Anaxágoras, cuya tesis todas las cosas están unidas acaba por convertirse en esta otra: nada
existe en realidad. ʺEstos filósofos parecen hablar de lo indeterminado, y, creyendo hablar del ser, en realidad
hablan del no‐ser (Met, I, 2, 982a 8)ʺ (1962: 213/206).

El hecho de que Aubenque haya demostrado fehacientemente que la utilización que


Hegel hace de Aristóteles (cfr. apartado 11.5.1) está marcada por un signo neoplatónico
tiene que arrojar necesariamente algo de luz sobre la forma en la que el sistema hegeliano
es, a su vez, una respuesta impresionante a la aludida preocupación platónica. Se
entiendan como se entiendan las relaciones entre los dos pensadores, ha sido el propio
Hegel el que ha reconocido que la pregunta de la que depende ʺsi se da o no se da una
filosofíaʺ es ʺ¿cómo el infinito sale de sí mismo y llega a la finitud?ʺ (WL, V: 168‐
169/134). El concepto de infinito verdadero muestra desde luego que la pregunta está
inadecuadamente formulada, pero eso no varía el hecho de que, para Hegel, como para
el idealismo en general, la filosofía misma se sostiene en esa preocupación. Tras tanto
esfuerzo histórico por racionalizar las metáforas platónicas, resulta incluso simpático que
Schelling, como vimos, acuse a Hegel de proceder arrastrado por meras ʺmetáforas
congeladasʺ.
Es patente, pues, que la herencia de la inicial preocupación platónica por superar el
carácter metafórico de la noción de participación se ha ocupado de trabajar una
matemática teológica, bien entendido que esta teología alimenta su efabilidad en la
problemática de la teodicea. La teodicea, en efecto, no ha sido más que el campo de
batalla en el que se ha descubierto para la historia de la filosofía que una teología bien
hecha tenía que agotar la física en su interior. Dios no podía ser Dios sin el mundo y el
mundo tampoco podía destruir a Dios, de modo que lo señalado por la noción de
participación tenía que hacerse un lugar entre el panteísmo y el acosmismo. La teología
realizada como teodicea viene a sustituir y digerir en su seno toda la problemática de la
ontología en la que Aristóteles se detuvo obstinado. Pero lo importante es que la
ontología no se transforma en teodicea más que a condición de anular el lugar de la física
como disciplina autónoma. La teología, en tanto que teodicea, ha buscado un
procedimiento en el que lo verdaderamente ente agote todo lo óntico instalando
mediaciones entre el ser y el ente. Son a estas mediaciones a las que se dirige su esfuerzo
más o menos matemático. Frente a ello, el esfuerzo de la física no puede sino ser
provisional o desencaminado. Por el contrario, al negar toda solución de continuidad
entre el ser y el ente, la ontología otorga a la física el patrimonio de la efabilidad óntica.
Ahora bien, la docta ignorancia no puede desplegar entonces otra labor enciclopédica

254
que preguntar a la física, se las arregle como se las arregle ésta.
Nietzsche había señalado que la significación profunda de la filosofía alemana,
culminada en Hegel, se resumía en pensar un panteísmo en el que el mal, el error y el
sufrimiento no fueran sentidos como argumentos contra la divinidad (La voluntad de
poden n.° 416). Sabemos ya que Hegel ha logrado sistematizar toda la eficacia de las
metáforas recogidas en la historia de la filosofía de modo que la pluralidad, la finitud y la
determinación sean la clave de un sentido de unidad más alto que la obtenida por la pura
abstracción, encontrando precisamente en todo el horizonte de mal, la apariencia y la
falsedad, la posibilidad de resolver en la historia la cuestión de la totalidad como espíritu
y libertad efectiva. La pluralidad en general, incluso en su forma natural de inerte
exterioridad vacía, nunca ha supuesto para Hegel un aprieto; ha operado más bien como
el resorte que permite a la lógica alcanzar lo concreto y cobrar efectividad en lo espiritual.
El problema no ha residido, ni para Hegel ni para Platón, en los péndulos, ni en las
inabarcables cordilleras montañosas, ni en la pluralidad de lo natural en la que rige la pura
exterioridad; el problema ha sido que, mientras tanto, esa pluralidad estuviera siendo
trabajada por otra matemática que no tenía sus mismas pretensiones y que caminaba en
otra dirección y hacia otro resultado.

12.3.2. El problema del conocimiento como último efecto de la teología negativa y la


ignorancia racional

Tarde o temprano, hemos concluido, la ignorancia es hegeliana y nos hace


hegelianos. Ello quiere decir que nuestro trabajo como historiadores de la filosofía se ve
compelido como entre la espada y la pared ante dos posibles opciones: la de aceptar una
servidumbre básica hacia las Lecciones de Historia de la Filosofía de Hegel, o la de
comprometerse sencillamente a contar bien, de una vez, la historia de la ciencia. El punto
crucial a este respecto consiste, sin duda, en valorar las consecuencias de la separación
que nuestro archivo académico ha operado entre historia de la filosofía e historia de la
ciencia en el pensamiento moderno y contemporáneo.
A raíz de esta separación que desplaza el conocimiento al espacio de lo científico y
obliga al espacio de lo filosófico a contemplar el conocimiento allí donde él ya no está, de
modo que sólo se sopesan ya las potencias discursivas de la ignorancia –lo que el último
Schelling llamara ʺfilosofía negativaʺ–, el transcurrir cotidiano de lo académico se
compromete en dos problemas: uno, como decimos, el de entender la historia de la
filosofía desde la Enciclopedia hegeliana, la cual había asimilado muy bien el concepto de
naturaleza, y también el concepto de positividad, pero no había podido, en cambio,
digerir la física newtoniana, sentenciando de este modo la separación entre filosofía y
ciencia positiva; otro, el problema del conocimiento, que debería ser interpretado en este

255
sentido como el callejón sin salida de una teología monoteísta que ya no quiere aceptarse
a sí misma como tal.
La ignorancia racional, contemplándose a sí misma, se autoposee y se constata
como Una e Idéntica consigo misma, pese a toda determinación y diferencia, superior a
toda determinación y diferencia, las cuales aparecen entonces como necesariamente
generadas, emanadas o creadas en la autocontemplación de lo superior. La ignorancia, es
lo que hemos estado discutiendo, tiene una potencia discursiva propia y, por tanto, es
capaz también de generar realidad, en tanto que el discurso de la ignorancia necesita
también de unas condiciones fácticas materiales en las que pronunciarse: la existencia
misma de nuestras facultades de filosofía y teología es prueba de ello. La ordenación de
nuestro archivo académico depende en gran medida de la potencia discursiva de la
ignorancia. Frente a una sabiduría que se autoposee y se completa enteramente en la
docta ignorancia, el laborar efectivo de las ciencias positivas no puede para el académico
de la filosofía sino resultar incomprensible y sospechoso. Es de esta sospecha como
surge un problema que, a nuestro entender, y por duro que resulte decirlo, jamás existió
en la historia de la filosofía, tratándose más bien de un espejismo de la historia de los
comentaristas: el problema del conocimiento, el cual se convertirá en lo sucesivo en uno
de los cometidos específicos centrales del academicismo y la bibliografía comentarista.
Nuestras facultades de filosofía en las que se pretende reflexionar sobre la historia del
saber en un espacio que previamente se ha negado a sí mismo cualquier conocimiento
determinado han quedado, así, ancladas en un sin‐ sentido paralizante y ficticio. De ahí
que resultara un acontecimiento monumental en la historia de la filosofía la intervención
hermenéutica de Heidegger y, entre nosotros, la publicación de la Historia de la filosofía
de Felipe Martínez Marzoa (1973) en la que el problema del ʺcriterioʺ del conocimiento
como tal no aparece en parte alguna.
Por mi parte, en otros lugares (Fernández, C., 1992) me he ocupado ya de mostrar
las vías por las que el asunto del criterio del conocimiento fue convertido en uno de los
pseudoproblemas comentaristas más irritantes. Creo que podría afirmarse que en la
historia efectiva del saber todos han estado siempre bien seguros de que el único criterio
posible del conocimiento es el conocimiento. Tal fórmula sólo es tautológica para aquel
que pretende ponerla a prueba sin utilizar conocimiento alguno. De esta forma sí que es
cierto que la fórmula ʺel criterio del conocimiento es el conocimientoʺ se transforma
subrepticiamente en otra, esta vez, sí, tautológica y desconcertante: que la ignorancia sea
el criterio de la ignorancia. Fuera de aquellos para los que el conocimiento es como un
saco vacío referido a unas ʺcosasʺ respecto a las cuales estamos supuestamente en
directa convivencia, a nadie se le ocurriría la peregrina pretensión de comparar la
adecuación del conocimiento con la cosa, comparando el conocimiento con la cosa. La
historia de la ciencia comprueba diariamente esa ʺadecuaciónʺ, como es evidente, por

256
una vía muy distinta: comparando nuestro conocimiento de la cosa con nuestro
conocimiento de ella. Conocemos la cosa si de verdad la conocemos, y si nos entra
alguna duda al respecto, lo mejor es que intentemos, sencillamente, conocerla mejor.
Para quien en verdad se molesta en conocer, lo que no es el caso precisamente de los
filósofos del conocimiento, el conocimiento actúa como un poderoso correctivo del
conocimiento, ordenándolo, reformulándolo, obligándole a cambiar sus supuestos, a
modificar sus preguntas, a observar más o mejor, etc. El saber se adecúa al saber, y, por
ello mismo, en efecto, se apropia cada vez mejor de la cosa. Independientemente del
tratamiento que adoptara la cuestión en la filosofía de Husserl, creo que éste acertaba
enteramente al escribir, en 1907:

Los conocimientos no siguen sin más a los conocimientos como poniéndose en fila, sino que entran en
relaciones lógicas los unos con los otros: se siguen unos a partir de los otros, ʺconcuerdanʺ mutuamente, se
confirman –como reforzando los unos la potencia lógica de los otros–. De otro lado, entran también en relaciones
de contradicción y de pugna, no concuerdan, son abatidos por conocimientos seguros, rebajados al nivel de
meras pretensiones de conocimiento. Nacen las contradicciones, quizá en la esfera de las leyes de la forma
puramente predicativa: hemos sucumbido a equívocos, hemos cometido paralogismos, hemos calculado o
contado mal. Si es esto lo que sucede, restauramos la concordancia formal, deshacemos los equívocos, etc. O
bien, las contradicciones perturban el nexo de motivaciones que fundan la experiencia: unos motivos empíricos
entran en pugna con otros. ¿Cómo salimos entonces del paso? Pues bien: sopesamos los motivos que hablan a
favor de las diversas posibilidades de determinación o explicación. Los más débiles han de ceder a los más
fuertes, los cuales, a su vez, están en vigencia justo en tanto que resisten, o sea, mientras que no tienen que
rendirse en un combate lógico semejante ante nuevos conocimientos que aporten una esfera de conocimientos
ampliada. Así prospera nuestro conocimiento natural. Se va adueñando cada vez mejor y en mayor medida de lo
que efectivamente existe y está dado […] Así surgen y crecen las distintas ciencias naturales (1907: 18).

Sería muy interesante mostrar que lo que nos está contando aquí Husserl como algo
que es evidente y que sólo merece ser dicho de pasada coincide curiosamente con aquel
texto de Marx de 1857 en el que la tradición marxista quiso ver la absolutamente
novedosa fundación de la metodología marxista, supuestamente diferente y contrapuesta
a las despectivamente llamadas ciencias burguesas. Tiene algo de trágico el que ese
famoso seminario de Althusser, Lire le Capital, se rompiera la cabeza para llegar a
descubrir una verdad tan insólita y novedosa como que el conocimiento es el criterio del
conocimiento, que la verdad es index sui, como solía decirse en aquellos tiempos
spinozistas. Pero no es el momento de reiniciar esta discusión. Lo importante era resaltar
que nuestro archivo académico general, al separar la historia de la filosofía de la historia
de la ciencia, se ha comprometido en el inútil proyecto de localizar un criterio del
conocimiento rebuscando tan sólo en el saco de la ignorancia. Es natural que el problema
resulte, a la postre, irresoluble.
Visto desde el otro lado, desde el compromiso efectivo en la historia del trabajo
científico, el problema muestra enseguida su carácter imaginario. La epistemología es, sin
más, la historia efectiva de las ciencias. El mérito de Bache‐ lard no fue haber hecho este

257
descubrimiento, sino sencillamente el de habérselo recordado a los filósofos, o mejor, a
los comentaristas. Una teoría del conocimiento es un sinsentido. El corte que separa lo
epistémico de lo no epistémico es definido por Bachelard como la superación efectiva y
siempre determinada de obstáculos epistemológicos siempre específicos para cada caso.
La única forma de recorrer esta especificidad del corte, en la que se encierra todo el
misterio del criterio, es reconstruir en cada caso el desarrollo científico histórico que
lo originó. Es decir, el problema del conocimiento acaba por resolverse en la tarea de
contar bien de una vez la historia de la ciencia. Es allí y no en ningún otro sitio como se
puede constatar cómo el conocimiento corrige al conocimiento.

12.4. ʺSócratesʺ como título del materialismo

Cuanto llevamos planteando puede ya arrojar ciertas conclusiones con vistas a


aclarar lo que en verdad se estaba jugando en el enfrentamiento entre Marx y la ideología
alemana (capítulos 1 y 2). Hemos intentado mostrar que la apelación a una ʺilusión
hegelianaʺ en el universo teórico alemán no tiene tanto que ver con la influencia
académica de Hegel como con la estructura misma de la ignorancia –en un momento,
además, en el que Marx y Engels se proponen precisamente fundar algo así como un
ʺmaterialismo históricoʺ que no puede ser entendido más que como una especie de
ʺfísicaʺ de lo histórico. Hemos afirmado que hay ʺalgoʺ que funciona hegelianamente en
la ignorancia, incluso antes de que ésta plasme su fecundidad en textos filosóficos (cfr.
apartados 11.3 y ll.4). Yes por ello que nos vemos obligados a desembocar en la tesis de
que las ciencias menos desarrolladas serán tanto más hegelianas cuanto menos
desarrolladas estén.
La matriz básica de este no desarrollo, capaz de explicar su paradójica fecundidad,
es la teodicea. Porque ¿podríamos considerar las Lecciones de filosofía de la historia
universal hoy en día como la fundación de una ciencia de lo histórico? Todo hace pensar
–como señaló Marx– que esas lecciones representan más bien lo que en adelante se
llamará una ʺfilosofíaʺ de la Historia y que el problema está precisamente en eso de
ʺfilosofíaʺ. Pero ésta tampoco recorre cualquier itinerario filosófico posible, sino uno
muy concreto explicitado por el propio Hegel como Teodicea.
Quizá parece entonces que nos vemos compelidos a otorgar el título de materialismo
exclusivamente a nuestra comunidad científica, heredera al parecer de un cierto
empirismo ʺamigo de las ideasʺ. Pero ni la física ni la matemática, ni alguna supuesta
ciencia de lo histórico, tienen por qué necesitar de semejante título. Es en la propia
historia de la filosofía en la que se hace preciso dar razón de su sentido. Y por ahora no
sabemos más que lo que no ha hecho el idealismo. El idealismo se ha negado a otorgar a
otro el derecho a la palabra. Eudoxo nos ha valido como símbolo de Galileo o Newton, o

258
también de Adam Smith, Ricardo o Quesnay, y de toda la realidad teórica que, tras
apartarse del universo de la izquierda hegeliana, Marx y Engels van a descubrir en
Bruselas o Londres.
Precisamente porque la ignorancia habla, doxática y epistémicamente, y también
porque ella misma es capaz de introducir, por su propia consistencia, una posibilidad
matemática capaz de competir con la trabajada por la comunidad científica, existe, en el
interior de la historia de la filosofía, un quehacer teórico que tiene que ocuparse de velar
por la efabilidad propia del saber, impidiendo a la efabilidad en la que navega la
ignorancia apropiarse del lenguaje y la palabra. El cuidado de esta efabilidad a la que
llamamos saber es la definición misma de la filosofía. Kant ha dejado la palabra a Galileo
y Newton porque su investigación se ha dirigido hacia las condiciones de posibilidad, es
decir, hacia aquello que es preciso saber de antemano para que la cosa pueda ser como
ellos saben que es. Newton ha preguntado por la gravitación. Kant ha preguntado por el
ʺesʺ que permite decir cosas como que la fuerza ʺesʺ masa por aceleración. Pero Kant
jamás ha pretendido que las condiciones de posibilidad de lo válido sean ellas mismas lo
válido, jamás ha buscado una línea de continuidad entre la investigación del ser y la del
ente. No hay en Kant, podríamos decir, ninguna matemática posible para mediar la
diferencia ontológica. Es en este sentido que puede decirse que Kant ha invertido su
esfuerzo teórico en cuidar de un lugar en el que es otro el que tiene que hablar. Su
filosofía ha cuidado del saber, pero jamás ha pretendido, como declara Hegel, que la
filosofía pueda ser el saber mismo.
ʺCuidar de un lugar en el que se deja la palabra a otroʺ es, en realidad, la definición
de ese personaje llamado Sócrates. Sócrates, ʺque no sabe nadaʺ, no consiste en otra
cosa que en dejar la palabra a otro, a Teeteto. ¿Acaso para que hable Teeteto? No. Lo
que distingue a Teeteto de Calicles o Polo es que él no tiene tampoco nada que decir. En
el desarrollo de un diálogo socrático, la pregunta ¿qué es…? actúa como un minucioso
dispositivo que va poniendo fuera de juego todo lo que los interlocutores tienen que
decir, con la esperanza de que, a medida que el asunto mismo tratado deje de parecerles
esto o lo otro, sea la cosa misma en cuestión la que se muestre como esto o aquello. El
diálogo consiste, en definitiva, en edificar un ahí en el que la cosa pueda mostrarse a la
palabra. Un ahí, en efecto, del es, un ahí del ser, pues lo que ha solicitado la pregunta
socrática al mostrarse de las cosas ha sido precisamente el ʺesʺ. Esta violencia que los
interlocutores se hacen a sí mismos para dejar en libertad a la cosa tratada es más o
menos aparatosa según el interpelado esté bien o mal dispuesto a renunciar a su interés
por decir una u otra cosa. Si Teeteto es un interlocutor dócil en este sentido es porque
suele prestarse gustoso a conceder a la cosa el derecho a la palabra. Ello puede
resultarnos más o menos misterioso pero es una realidad a la que estamos enteramente
acostumbrados: ʺdejar la palabra a la cosaʺ no es más que aceptar el compromiso de que

259
la palabra se refiera, como predicado, al sujeto; no es más que la estructura misma del
juicio S es P. En orden a esta disciplina del juicio es por lo que Bachelard pudo definir el
espíritu científico como un compromiso de ʺaridez voluntariaʺ. Todo el instrumental
teórico y técnico de un laboratorio se encarga de velar por este compromiso que hace del
aburrimiento absoluto el requisito imprescindible que figura como friso de entrada de
nuestra ciudad científica. Quien lo traspasa sabe que, en adelante, él ya no tiene nada que
decir, que todos los predicados posibles se refieren de iure a la cosa investigada. Il ne
faut pas voir la réalité telle queje suis (Paul Eluard). El problema es que, como dijo
Bachelard, ʺbasta con que hablemos de un objeto para creernos objetivosʺ; y sin
embargo, antes de que el instrumental teórico intervenga, ocurre siempre que ʺel objeto
nos designa a nosotros más de lo que nosotros lo designamos a él, y lo que tomamos por
nuestros pensamientos fundamentales sobre el mundo son a menudo confidencias de la
juventud de nuestro espírituʺ (1938b: 9).
¿Y qué hay que decir respecto al papel de Sócrates o al papel que cumple el propio
friso de la Academia? Sócrates se encarga de velar por esta sintaxis capaz de poner en
libertad el mostrarse de la cosa interpelada. Su cometido es cuidar del ser como cópula
para que el ente se muestre en su ser, en la palabra de su interlocutor e incluso a pesar de
él mismo. A este cuidado tenemos que llamarle ontología. Ontología es cuidar de lo que
Sócrates cuidó.
Que la sintaxis lógica o la razón ʺdeje la palabra a la cosaʺ es lo que llamamos
función sensibilidad y, en principio, ello no quiere decir más que esto: que la razón o el
ʺesʺ no puede proporcionarse a sí misma la cosa que ahí tiene que mostrarse. Por ello,
ʺcuidarʺ del ʺesʺ como cópula es cuidar de una Dimensión en la que las cosas se dan. El
concepto de ʺrelación infinitaʺ de Hegel, como vimos, viene a dejar atrás esta concepción
neolítica de la verdad, que equipara la labor lógica a una labor de pastores y campesinos,
de modo que la Dimensión misma se convierte en todo lo que en ella tiene que aparecer.
Ya no se trata de cuidar de la relación, sino de mostrar que uno de los dos términos de la
relación puede ser concebido como siendo la relación misma. Ello es tanto como decir
que la cópula es, en realidad, el verdadero sujeto de todo juicio, y que, por tanto, ella no
puede consistir sino en suprimir (y conservar) en cada caso al sujeto que pretendía
arrogarse ese papel.
Frente a ello, ʺmaterialismoʺ no puede significar otra cosa que una determinada
forma de hacerse cargo del título ʺSócratesʺ, como un lugar en el que las cosas pueden
mostrarse. Una determinada forma, por demás, que consiste en hacer justicia y tomarse
radicalmente en serio la diferencia entre saber e ignorar que las repetidas alusiones a la
esterilidad por parte de Sócrates contribuyen a recordar.

260
261
13
Materialismo e Historia

La constitución de 1795, de igual manera que las


ante‐ riores, está hecha para el hombre. Ahora bien,
no hay hombres en el mundo. Durante mi vida, he
visto franceses, italianos, rusos, etc.; sé incluso,
gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero,
en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado
en mi vida; si existe, es en mi total ignorancia

Joseph de Maistre

13.1. Tránsito a la cuestión de los efectos de la ignorancia racional en las


ciencias humanas

Si, según el modo expuesto, la ignorancia trabaja hegelianamente y produce sus


efectos epistemológicos, las ciencias menos desarrolladas han de ser las más propensas a
funcionar según la matriz teológica antes descrita. Es así que las ciencias del hombre
culminaron su prehistoria en Hegel, quien, en efecto, había significativamente convertido
la Historia universal en Teodicea.

[La filosofía de la historia] es, por tanto, una Teodicea, una justificación de Dios. […] Es en la historia
universal donde la masa entera del mal aparece ante nuestros ojos (en realidad, en ninguna parte hay mayor
estímulo para tal conocimiento conciliador que en la historia universal). […] La evidencia filosófica es que […]
Dios tiene razón siempre; es que la historia universal representa el plan de la Providencia (VorPhGesch, XII: 28‐
29/56‐57).

La superación de los efectos hegelianos en las ciencias históricas no puede,


entonces, ser un arreglo de cuentas ʺfilosóficoʺ, en el sentido académico que suele darse

262
a esa palabra. Por mucho que se insista en la superación de la filosofía hegeliana, las
ciencias humanas no dejarán de ser hegelianas hasta que no sean ciencias, es decir, hasta
que no hayan logrado abrir a la investigación teórica esos continentes que la ignorancia ha
visitado siempre de antemano. Tras un siglo de investigaciones antropológicas a lo largo y
ancho de un planeta que cien años antes había sido abarcado, aldea por aldea, por la
conquista colonial, nada puede resultar más chochante, por ejemplo, que leer hoy los
fundamentos geográficos con los que Hegel abre las Lecciones de filosofía de la
Historia, en los que la raza negra se relaciona con la oscura noche de un absoluto en el
que todos los gatos son pardos, como corresponde a un continente infantil en el que la
historia todavía no ha comenzado, y la forma del continente americano se relaciona con
un silogismo de término medio muy estrecho, materializado en el istmo de Panamá.
Se ha comprobado en capítulos anteriores que éste es uno de esos contados
momentos en los que Federico Engels dijo algo enteramente acertado. Lo que hace
derrumbarse al sistema hegeliano no es que él no tenga razón pues toda razón se pone
siempre de su lado; lo grave para el sistema hegeliano es que después de Hegel todavía
quede algo por conocer. El camino que se abre ahora delante de nosotros debería, pues,
intentar pensar el problema de cómo trabaja o ha trabajado la ignorancia en el continente
de la historia, o si se quiere, de las ciencias humanas.

13.2. Materialismo y ciencias humanas

Las ciencias históricas son las ciencias menos desarrolladas. En ellas se echa en falta
la matematización rigurosa a la que han accedido las ciencias físicas. ¿Qué debe
entenderse por esta falta? ¿Se sabe qué es eso que falta cuando se señala en las ciencias
históricas la carencia de matematización? Hay algunas precisiones de Lévi‐Strauss que
resulta oportuno recordar:

No existe ninguna relación entre las nociones de ʺmedidaʺ y las de ʺestructuraʺ. Las investigaciones
estructurales han aparecido en las ciencias sociales como una consecuencia indirecta de ciertos desarrollos de la
matemática moderna, que han otorgado creciente importancia al punto de vista cualitativo, alejándose así de la
perspectiva cuantitativa de la matemática tradicional. En distintos campos: lógica matemática, teoría de los
conjuntos, teoría de los grupos y topología, se ha comprendido cómo problemas que no comportaban solución
métrica podían igualmente ser some tidos a un tratamiento riguroso. […] Excesivamente ocupados en medir,
habríamos descuidado el hecho de que las nuevas matemáticas introducen la in dependencia entre la noción de
rigor y la noción de medida... Con estas matemáticas nuevas aprendemos que el reino de la necesidad no se
confunde inevitablemente con el de la cantidad (1958: 360/297).

La cuestión puede radicalizarse. Lo importante no es sólo advertir que el rigor


matemático no se limita al estudio de lo cuantitativo. Lo que interesa es saber qué es
aquello por lo que pregunta el preguntar matemático, ya se trate o no de lo cuantitativo.

263
Las advertencias de Lévi‐Strauss estaban en este sentido previstas por ciertas
consideraciones heideggerianas:

Desde hace mucho estamos habituados a pensar bajo lo matemático los números. Lo matemático y los
números están evidentemente en alguna relación. Lo cuestionable es esto: ¿existe esta conexión porque lo
matemático es algo numérico, o a la inversa porque lo numérico es algo matemático? Esta alternativa es la
verdadera (1935/36, XLI: 71).

Ta mathémata es lo que se puede aprender y enseñar. ʺAprender es un modo (Art)


del ʹtomarʹ (Aufnehmens) y del apropiarseʹ (Aneignens)ʺ (ibídem). El giro de Marx que
hemos venido citando es, por cierto, prácticamente el mismo: el conocimiento es ʺun
modo (Art) de apropiarse (anzueignen) lo concreto, de reproducirlo como un concreto
espiritualʺ. Y también el antes citado de Hus‐ serl: la ciencia natural ʺse va adueñando
(bemächtigt) cada vez mejor y en mayor medida de lo que efectivamente existe y está
dadoʺ. ¿Pero de qué se apropia en las cosas lo matemático?

Lo matemático, tomado en su sentido original [es] aprender a conocer aquello que ya siempre se conoce de
antemano (ibídem).

Aquello que en la cosa rige de antemano es la cosidad de la cosa, lo que hace cosa a
la cosa. Lo que en el ente rige de antemano es el ser. De este modo, la ciencia no se hace
matemática en la Edad Moderna, sino que la ciencia moderna puede reconocerse en una
significativa transformación –y en cierto sentido limitación– de lo matemático porque el
proyecto original del saber era desde el comienzo matemática. El compromiso
matemático consiste en el empeño de que el pensar permanezca en el horizonte del ser:
lo matemático ha de proporcionar la ʺefabilidadʺ precisa para que la pregunta ʺ¿qué es...ʺ
pueda desenvolverse y buscar sus respuestas.
Con vistas al problema que nos ocupa sería, pues, conveniente interrogarse del
siguiente modo: ¿es que significa algo preguntar qué es... en el espacio histórico? La
pregunta qué es... –qué es un zapato, qué es el paro o qué es el capital– ¿puede ser
formulada con sentido en el terreno histórico? Se dirá que por supuesto. Sin embargo,
toda nuestra filosofía de la historia ha opinado más bien lo contrario. La cuestión puede
plantearse de nuevo en otra forma: ¿existe algo ʺmatemáticoʺ en lo político? Acaba de
comprobarse más arriba que esto no supone cambiar inesperadamente de pregunta, sino
sencillamente pensar en lo que se ha preguntado. Empero, así formulada, la respuesta
afirmativa resulta mucho menos espontánea. Y es posible seguir convirtiendo en odiosa e
incómoda nuestra tan familiar pregunta qué es: ¿hay algo que siempre se sepa de
antemano en lo político? Es decir: nos preocupa saber qué ocurre con el ser –con aquello
que ʺrige siempre ya paraʺ cada cosa (hupárkhein + dativo)– ahí donde el ser es el
poder. ¿Qué puede significar alétheia en el continente historia?

264
Todos estos interrogantes preguntan, en realidad, si hay algo en la historia que no
sea historia. ¿Hay alguna ausencia de la historia en la historia? Se ha comprobado ya que
los esfuerzos de Althusser y Balibar en torno al concepto de causalidad ausente, resuelto
finalmente en el concepto de causalidad estructural, iban encaminados a aislar en lo
histórico el poder definidor con el que una estructura define a sus elementos; no se
buscaba, después de todo, como algunos pensamos, algo muy distinto a lo que en la
tradición aristotélica se llamaba causa formal. Una estructura es, ante todo, ha dicho
Althusser, el principio de inteligibidad de sus efectos: ʺEstas formas, como tales, son
justamente formas en cuanto son principios de realidady principios de inteligibilidad
de sus efectos; pueden ser perfectamente conocidas, y en este sentido, son la razón
transparente de los hechos que surgen de ellasʺ (1965a: /98). Cuando se pregunta en
general qué es esto o lo otro, se busca siempre una especie de ausencia cósica en la cosa,
eso a lo que llamamos eîdos, es decir, eso por lo que hemos preguntado al preguntar por
su ser. Se repitió hasta el cansancio que el concepto de estructura no aportaba nada a la
cosa, excepto si acaso una suerte de pedantería afrancesada. Sin embargo, esa ʺnadaʺ
tenía más de griega que de francesa. Se trataba de aportar a la cosa una nada en la que
era imposible comerciar o entrar en relaciones históricas con ella. La causalidad
estructural no encerraba otro misterio que éste: el concepto de estructura es que la
estructura es el concepto. Con ella no se buscaba una interioridad de la cosa a la que
pudiera llamarse su esencia, siempre contaminada por un enjambre de accidentes: la
estructura de algo no es un algo esencial interior a ese algo, sino sencillamente su
conocimiento.

La ʺinterioridadʺ no es sino el concepto, no es lo ʺinterior realʺ del fenómeno, sino su conocimiento. […] Si
lo ʺinteriorʺ es el concepto, ʺlo exteriorʺ no puede ser sino la especificación del concepto, exactamente como los
efectos de la estructura del todo sólo pueden ser la existencia misma de la estructura (1965b, II: 69/207).

Lo que se llamó el conocimiento estructural no era sincrónico por ser estructuralista,


sino por ser conocimiento. Nadie quería ver entonces que se trataba de una sincronía
muy determinada y además muy antigua y nada original: la sincronía del conocimiento
teórico.

Lo que es visualizado por la sincronía no tiene nada que ver con la presencia temporal del objeto como
objeto real, sino que, por el contrario, concierne a otro tipo de presencia y a la presencia de otro objeto: no a la
presencia temporal del objeto concreto, no al tiempo histórico de la presencia histórica del objeto histórico, sino a
la presencia (o ʺtiempoʺ) del objeto del conocimiento del análisis teórico mismo, la presencia del conocimiento.
Lo sincrónico, entonces, no es más que la concepción de las relaciones específicas existentes entre los diferentes
elementos y las diferentes estructuras de la estructura del todo, es el conocimiento de las relaciones de
dependencia y de articulación que forman un todo orgánico, un sistema. Lo sincrónico es la eternidad en el
sentido spinozista o conocimiento adecuado de un objeto complejo por el conocimiento adecuado de su
complejidad (Leer, I, 134, 118).

265
La eternidad sincrónica del conocimiento teórico fue sin duda un descubrimiento de
Marx, fechado en 1857, pero en el sentido de que Marx descubrió entonces algo que
toda la historia de la filosofía había sabido desde siempre aunque los historiadores de la
filosofía lo hubieran olvidado a menudo. Pero los lectores y los críticos de Althusser no
fueron mucho más agudos a este respecto que el propio Althusser, y rizaron el rizo
convirtiendo ese hallazgo en una imposición althusseriana a Marx. Fue así como se
empezó a hablar de la escuela ʺestructuralistaʺ en el marxismo. Lo que se temía en esta
supuesta escuela era que la eternidad sincrónica de lo teórico paralizara la historia, que la
sumiera en el determinismo, en el fatalismo, en el mecanicismo, en el antihumanismo. Y,
de este modo, el estructuralismo pasó a ser una escuela que defendía todas estas tesis
que sus comentaristas temían como consecuencias de lo teórico. Pero lo que
verdaderamente se temía era lo teórico y no sus consecuencias imaginarias.

[El antihumanismo teórico] –se quejaba irónicamente Althusser– es una tesis seria siempre que se la lea
seriamente y que, ante todo, se tenga seriamente en cuenta una de las dos palabras que la misma incluye –al fin y
al cabo no se trata del diablo–: la palabra teórico. He dicho y he repetido que el concepto de hombre no
desempeñaba ningún papel teórico en Marx. Pero parece que teórico no significaba nada para aquellos que no
querían escuchar esa palabra (1975: /160).

Con todo, el estructuralismo pasó a convertirse en algo así como la ʺescuela de mis
temoresʺ. Testimonios como el de Lévi‐Strauss, la supuesta autoridad en la materia,
resultaban entonces más que nada desconcertantes:

Actualmente, el estructuralismo, o lo que se pretende designar por ese nombre, ha sido considerado algo
completamente novedoso y revolucionario, aunque yo pienso que esto es doblemente falso. En primer lugar el
estructuralismo no tiene nada de nuevo en el campo de las humanidades: se puede seguir perfectamente esta línea
de pensamiento desde el Renacimiento hasta el siglo XIX e inclusive hasta nuestros días. Pero esta opinión
también es errónea por otro motivo: lo que denominamos estructuralismo en el campo de la lingüística o de la
antropología, o en el de otras disciplinas, no es más que una pálida imitación de lo que las ciencias naturales han
venido realizando desde siempre. La ciencia tiene apenas dos maneras de proceder: o es reduccionista o es
estructuralista. No estoy intentando formular una filosofía, ni siquiera una teoría. Desde niño me he sentido
incómodo ante lo irracional y desde entonces he intentado encontrar un orden por detrás de aquello que se nos
presenta como el desorden (1978: 27‐28).

Todo esto no parece que dé mucho miedo ni que pueda levantar demasiado
escándalo. Sin embargo, lo que sí es una inquietante cuenta pendiente que nos interpela
desde Grecia es la idea de que lo teórico penetre en el espacio de lo político. Y aunque en
nuestro siglo no se vaya a condenar a muerte a nadie por introducir lo teórico en las
conversaciones de los zapateros, todo un abanico de filosofías de la historia han
reaccionado escandalizadas ante este proyecto. Se comprenderá dónde está el problema
si se atiende a aquello hacia lo que se dirige el preguntar teórico. Preguntamos
teóricamente cuando preguntamos qué es. El problema está en el ʺesʺ. Se sabe dónde

266
reside el inconveniente de introducir eso del ʺserʺ: al igual que aquello en lo consiste el
zapato no es ningún zapato, aquello en lo que consisten las cosas históricas no es a su
vez ninguna historia.
La pregunta misma nos encamina hacia el ser y nos aleja de la historia. ¿Cómo
interpretar este alejamiento?
Primero conviene detenerse en cómo lo interpretaron sus detractores. Si el ser nos
aleja de la historia, se dijo, lo primero que debe hacer un pensamiento histórico es tomar
distancia con respecto a él. Así fue como la filosofía de la historia podría ser ordenada
según las distintas precauciones contra el ser que desplegó: en la historia nada es, todo
ʺse haceʺ, ʺse eligeʺ (o en una especie de espejo negro foucaultiano: todo acontece, se
produce, se constituye mediante esos dispositivos microscópicos que son las
capilaridades del poder). Había, como se dijo, que desconfiar de la voluntad de verdad:
¿qué discursos se pretenden acallar, reprimir o censurar cuando se dice ʺesto es
científicoʺ o ʺesto es verdadʺ?
Un ejemplo. Hemos planteado: ¿qué significa preguntar qué es en el continente
historia? La pregunta en Sartre adquiere un carácter muy incómodo, ya que precisamente
el ser, en el espacio humano, no puede ser sino un resultado engañoso de lo que él había
denominado ya desde El ser y la nada como mala fe. Una cuestión que dio mucha lata
por aquel entonces: Sartre no podía aceptar sin más que la pregunta ¿qué es la clase
obrera? o ¿qué es un obrero? tuviera una sintaxis teórica correcta. La pregunta para él
sería más bien ¿cómo la libertad se elige a sí misma en la clase obrera? Por cierto que, en
Sartre, esta pregunta no tiene una respuesta ingenua y sencilla: al contrario, la respuesta
es ʺinfinitamente complejaʺ, debe remitirse a la ʺtotalidad vivida del obreroʺ.
El problema es, precisamente, que la ciencia no es jamás, por definición, una
aventura ʺinfinitamente complejaʺ. Es esto algo que le recordaría Levi‐ Strauss en esa
memorable polémica de El pensamiento salvaje: ʺUna historia verdaderamente total se
neutralizaría a sí misma: su producto sería igual a ceroʺ (1962: 341/373).
Esto no quiere decir que la ciencia sea necesariamente ʺreduccionistaʺ y ʺparcialʺ.
Sencillamente quiere decir que la ciencia responde siempre a preguntas específicas, que
la ciencia responde siempre a una pregunta, a cada pregunta, y que quiere responder tan
sólo a esa pregunta y no a otra o a todas. Por eso, a propósito de la misma cuestión,
Marx comienza por distinguir dos preguntas. La causalidad estructural que nos define
como obreros y el proceso histórico que produjo esa causalidad estructural. Ninguna de
ellas tiene nada que ver con cómo los cuerpos se eligen a sí mismos como obreros
atendiendo por la mañana al despertador o sometiéndose a mil controles y disciplinas
microscópicas durante el día – problemas planteados por otras preguntas, también, sin
duda, muy legítimas–. Un obrero que se niega a atender al despertador o que se decide
por la indisciplina no deja por eso de ser obrero; se convierte, todo lo más, en un obrero

267
en paro. En cuanto al proceso que generó semejante poder definidor que se impone, al
parecer, sin ʺejercicio de poderʺ alguno, hay que advertir que tampoco es toda la historia,
sino una historia, y muy determinada, diferente además de aquella otra que nos define
como obreros en la contemporaneidad. Esa historia que produjo la proletari‐ zación del
trabajo humano no sucede todos los días para constituirnos como obreros, desde que
suena el despertador hasta que poco a poco vamos proletarizando nuestro tiempo, bajo la
presión de mil micropoderes, mil disciplinas y controles (cfr. Fernández, C., 1992). Esa
historia no es una cosa entre las cosas históricas, no es un ejercicio histórico entre los
ejercicios históricos. Esa historia ya no es, simplemente, una historia.
¿Hay, pues, algo en la historia que no es historia? Siguiendo el ejemplo anterior,
podría preguntarse: ¿qué es, en qué consiste, la eficacia que proletariza el tiempo
histórico? ¿Por qué tipo de eficacia se está preguntando? A lo que hay que responder: se
pregunta por aquella eficacia capaz de posibilitar que la pregunta ¿qué es un obrero?
tenga una posible respuesta. Y de ahí que no encierre misterio metafísico alguno la
afirmación de que, en suma, estamos preguntando por el ser en el que consiste ser
obrero.
Por supuesto que aquello que no es historia en la historia sigue siendo, de todas
formas, algo histórico: pero es precisamente el ser histórico, y lo que ahora viene al caso
es atender a eso del ʺserʺ. La historia no sólo produce más historia. Hemos visto intentar
captar el ser en una especie de causalidad ausente, buscar el ser en la ausencia histórica,
en lo que no es historia en la historia. Si esto parece misterioso es porque la historia, tan
escurridiza, tan humana, nos ha hecho creer que las cosas sólo se hacen, funcionan y
discurren, haciéndonos olvidar (en un sentido ciertamente muy platónico) que también
son algo en la historia. Y son algo y, por tanto, no lo son todo. En la historia no todo está
en todo. El proyecto idealista, al contrario, en sus diversas cristalizaciones, ha buscado
siempre situarse en un lugar en el que la historia comulgue en general consigo misma. Y
ese lugar sólo podía ser, a la postre, el hombre, mónada de la Historia. Que el resto del
desarrollo camine siempre hacia una ʺFundamentación de la Razón dialécticaʺ, sartreana
o no, ya no tiene nada de asombroso: si es posible pensar un Absoluto en el que toda la
historia esté en la historia, es ya cosa decidida que la historia sólo puede seguir siendo
histórica, es decir, continuar su curso histórico, a fuerza de contradicciones consigo
misma. La única efabilidad histórica posible será, pues, la dialéctica. Pero, al tiempo, la
única historia posible será la historia vivida.

Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad de problemas filosóficos corre demasiado el
riesgo de llegar a una suerte de metafísica para modistillas, aceptable como procedimiento didáctico, pero muy
peligrosa si interfiere con esa misión que se asigna a la filosofía hasta que la ciencia sea lo suficientemente fuerte
para reemplazarla, que consiste en comprender al ser no en relación a mí, sino en relación a sí mismo (Lévi‐
Strauss, C., 1955: 61/62).

268
Comprender al ser en relación a sí mismo es precisamente el objeto del pensar
teórico. Lo que se ha escamoteado es el ser del ser histórico, eso que habíamos llamado
lo sincrónico en la historia. En realidad, lo que se ha hecho ha sido robar a la historia su
pasado: la eficacia ausente que el pasado histórico tiene en la historia. La historia, en
efecto, no sólo se hace, no sólo transcurre, no sólo acontece, también edifica, también
construye resultados históricos que son las condiciones siempre invivibles sobre las que
ya siempre de antemano comienza cualquier historia vivida.
Antes preguntábamos: si la consideración del ser en la historia nos aleja de la historia
¿cómo interpretar este alejamiento? Se vislumbra la respuesta: la eternidad de lo
sincrónico nos aleja de la historia para encaminarnos hacia el conocimiento de la
historia.
Esto habría resultado muy tranquilizador si no se hubiera descubierto
inmediatamente en este conocimiento de la historia algo que resultaba sospechoso. Lo
sospechoso era que se dijeran cosas como éstas que Althusser no paró de repetir hasta el
final de sus días:

[El historicismo] impide alcanzar un valor científico y por lo tanto objetivo, o sea, teóricamente
independiente de su tiempo. En mis ensayos he citado a Spinoza: ʺel concepto de perro no muerdeʺ (o lo que es lo
mismo, el concepto de perro no es canino). Yo agregaba que el conocimiento del azúcar no es azucarado, que el
conocimiento de la historia no es histórico; es decir, los conceptos teóricos que permiten el conocimiento de la
historia no están sometidos al relativismo histórico (1986: 95‐96).

Así pues, lo que seguía siendo sospechoso para la filosofía de la historia era que el
conocimiento seguía siendo aquí pensado como el conocimiento teórico, y que, también
en este caso, así se tratara aquí no sólo de un devenir, sino –siendo el caso de lo
histórico– de un devenir humano, lo teórico tenía que ser husserlianamente entendido
como un asunto a tratar con la eternidad. Quizás la historia pasa de forma más
enigmática a como pasan las cosas físicas, pero el éter en el que navega lo teórico para
apropiarse más y mejor de lo histórico no por eso deja de ser el de lo eternamente
verdadero o lo eternamente falso.
Con ello se conforma el conocimiento. El conocimiento no pretende sino conocer y
le basta con que la eternidad sea la superficie en la que investiga y trabaja. Pero cuando
la ignorancia protesta contra esta eternidad es sólo porque pretende una eternidad más
poderosa, capaz de condensar y resumir en una representación toda la efabilidad a
investigar. La inefabilización del ser a la que acabamos de asistir puede imaginarse que
lucha contra cualquier suerte de divinidad de lo teórico, pero la historia de la teología
negativa ha demostrado muy bien que ello sólo se hace para obligar a lo divino a
completar un Dios.
Hace ya mucho tiempo que estamos acostumbrados a ver las leyes de la física
detenidas en el tiempo sin tiempo de lo matemático y nadie se ha rasgado las vestiduras

269
diciendo que los físicos quisieran detener el tiempo o negar su realidad. Pero cuando las
ciencias históricas insistieron en que sus conceptos no operaban histórica sino
lógicamente, todo fueron gritos histéricos diciendo que se nos robaba el devenir. No es
difícil advertir que tanto griterío no reclamaba tanto el devenir como algo que los
espectadores de las ciencias históricas necesitaban mucho más: el Uno de la efabilidad
histórica, un posible ahí en el que condensar la totalidad de lo histórico, así fuera
bautizado con el nombre de hombre o, simplemente, de historia. Lo único que se
defendía era el derecho de ciertas atractivas abstracciones a dirigir la investigación
histórica. Tras el empeño de que la historia sea el aquí y el ahora en el que reconocer lo
humano late el deseo de que haya así, al menos, un punto en el que todo esté en todo en
la historia. El hombre es la totalización siempre cambiante de la historia y su concepto
mismo tiene así la supuesta ventaja de llevar en su seno el devenir. Tenemos entonces un
lugar en el que podemos instalar nuestra inquietud hegeliana: un lugar en el que la historia
comulga en su totalidad consigo misma. El hombre, mónada de la Historia, se traga toda
la machaconamente repetida dificultad de las ciencias humanas en una inefabilidad que
sin embargo posee la infinita dignidad de contenerlo todo de derecho.
Historicismo y humanismo representan uno de los caminos en los que la ignorancia
ha desplegado su fecundidad en el continente historia. Pero las potencias discursivas de la
ignorancia –cuyo funcionamiento hemos pretendido recorrer en los capítulos anteriores–
hace tiempo ya que dejaron de esforzarse en ser explícitas. Hoy, a nadie se le ocurriría
irrumpir en la polémica general del pensamiento histórico reivindicando tan sólo su
ignorancia y su potencial teológico. Pero que hoy nadie esté dispuesto a asumir el papel
de Nicolás de Cusa, no significa que la ignorancia opere según distintos efectos, y la
teología del hombre, si bien ha sido más grosera, no ha tenido en el fondo una estructura
diferente. Si el historicismo ha protestado contra toda suerte de eternidad, ha sido tan
sólo para depositar en el hombre todas sus inquietudes teológicas.
Del lado idealista la ignorancia racional ha trabajado explícita y conscientemente,
produciendo, por demás, sistemas teológicos de inigualable poder discursivo y de
incomparable belleza. Pero lo que nosotros hemos planteado es que la ignorancia siempre
trabaja discursivamente en el saber, incluso cuando este trabajo no es explícitamente
elaborado. De ahí que, del otro lado, del lado ʺmaterialistaʺ, como suele decirse, se haya
estado muy lejos de encontrarse a salvo de la teología. Ahora bien, los recursos
teológicos por parte del materialismo, precisamente por no ser conscientemente
elaborados como tales, han sido mucho más entorpecedores del desarrollo de las ciencias
humanas, y también ocurre que son mucho más difíciles de diagnosticar, entre otras
cosas porque son más numerosos y menos espectaculares.
No es posible hacer un inventario de los efectos teológico‐materialistas, pues su
estructura epistemológica se extiende tanto como se extiende la ignorancia. El

270
historicismo, el humanismo, la ilusión hegeliana denunciada por Marx en el materialismo
alemán, el famoso método dialéctico del materialismo engelsiano, son sólo algunos
aspectos de este problema. Pero hacía falta tener el temple descarado e irritable de
Foucault para advertir que la renuncia a estos recursos estaba muy lejos de haber
acallado el proceder tenaz de la ignorancia, mostrando cómo se podía seguir siendo
hegeliano no sólo sin necesidad de sistema, sino incluso sin necesidad de la dialéctica. Así
ocurrió, de pronto, que todos aquellos modelos de explicación que la mejor de las
tradiciones marxistas había desplegado a modo de diques de contención contra Hegel se
desvelaban, en el fondo, como aparatosas soluciones de facilidad en las que siempre
comenzaba tomando la palabra la ignorancia y siempre acababa por otorgarse a Hegel el
derecho de sacar las conclusiones.
Así por ejemplo pasaba con el esquema estructurasuperestructura, con la teoría del
Estado como instrumento de la clase dominante y, en general, con toda mentalidad ʺde la
sospechaʺ dispuesta siempre a traducir, a interpretar; a reducir la realidad a un vasto
horizonte de enmascaramientos de un discurso latente que se pronunciaría y se
impondría en el orden profundo de recónditas eficacias. Pese a lo que Foucault había
mantenido en 1964, su pensamiento se dirigía más y más contra la idea de una realidad
transparente y engañosa en la que todo se comunicaría mediante el vínculo mágico de la
interpretación: la realidad no se expresa en estructuras cada vez más superficiales hasta
enmascararse finalmente en el discurso contaminado de la conciencia. El esquema
ocultamientoenmascaramiento no es sino la idea de una comunión mística de realidades
mediante la cual la razón pretende ahorrarse el trabajo teórico de decidir cómo se
ensamblan y coexisten dos estructuras independientes. Foucault arremetió sin vacilar
contra toda idea de ʺenmascaramientoʺ que nos presentara una realidad de elementos
preñados y estructuras embarazadas en la que la ciencia no tendría más misión que la de
facilitar el parto de la verdad. Había que ser, decía, ʺmás modesto y menos fisgónʺ:

Con frecuencia, los análisis de textos históricos tienen por finalidad buscar lo ʺno dichoʺ del discurso, el
ʺinconscienteʺ del discurso. Parece pertinente abandonar esta actitud y ser a la vez más modesto y menos fisgón,
porque cuando se examinan los documentos uno se sorprende al comprobar con qué cinismo la burguesía del
siglo XIX decía fielmente lo que hacía, lo que iba a hacer y por qué lo hacía (1975: 87‐88).

Aplicando el oído con cuidado al discurso manifiesto no logramos escuchar el


murmullo silencioso de otro discurso más profundo que se expresase encubierto: todo lo
más aparecen las reglas autónomas de construcción de este discurso manifiesto,
ensambladas en una compleja red con otros discursos que le son ajenos y con los que
coexiste entre interferencias, choques y desarrollos paralelos sin que ninguna expresividad
pueda reducir este campo de batalla a una unidad. Donde la interpretación concluye con
un único discurso latente‐ manifiesto lo único que se esconde es un complejo entramado
por el que dos discursos se ensamblan entre sí.

271
El materialismo había acabado con la comunión mística hegeliana de lo real en una
interioridad espiritual que la historia no haría sino expresar y desenvolver; pero como
resultado nos habíamos encontrado con la paradoja de una materia que siempre que
necesitaba ensamblarse consigo misma lo hacía desenvolviéndose en expresividades
igualmente espirituales. De pronto, resultaba que estudiar una superestructura se reducía
a remitirla a una infraestructura de la que supuestamente habría emanado como si del
olor de un perfume se tratara, y de este modo, cuando todo el mundo decía rechazar la
idea de un espíritu que se determinara a sí mismo autónomamente, a nadie parecía
molestar, mientras tanto, una materia que desplegara espiritualmente sus
determinaciones. Está muy bien que los científicos sospechen de las evidencias, pero la
sospecha, en sí, no es un método científico y la comunidad científica no es una ʺescuela
de la sospechaʺ (cfr. Fernández, 1992).
Sin duda que no faltaban en el seno del marxismo quienes también habían
reaccionado ante los abusos de este modelo insistiendo en la ʺrelativa autonomíaʺ de las
superestructuras, de los fenómenos ideológicos, del poder de Estado, etc. Pero, Foucault
solía reaccionar con sarcástica crueldad ante estas rectificaciones de sensatez que
delataban hasta qué punto se había ya cometido una estupidez irremediable. La raíz del
mal seguía ahí: se seguía suponiendo que era una cuestión de ʺabusosʺ, y la magia
reduccionista de la expresividad y el enmascaramiento pretendía ser exorcizada con el
talismán de simples referencias a esta autonomía parcial. La maquinaria de la ignorancia
seguía funcionando como explicación, y el engranaje mismo de esas autonomías
legitimadas por decreto seguía siendo ignorado sin remordimiento. Se podría seguir
enumerando ejemplos de estas soluciones de facilidad: aquello, por ejemplo, nos dice
Foucault, que se llama sin reírse la ʺteoríaʺ del eslabón más débil, la fascinación que
introduce en nuestros análisis teóricos la noción de represión, la sospechosa utilización de
ciertas muletillas agradecidas como el término ʺrepresentaciónʺ según el cual decimos por
ejemplo que el padre representa el poder del estado en la familia y que el poder del
estado representa los intereses de la clase dominante...
Lo mismo podría decirse de la forma casi mágica con la que en el discurso marxista
–y hablamos del mejor de los marxismos– funcionaba el concepto de ʺen última
instanciaʺ. Todo aquello que no era sino un mito inconcebible parecía que dejaba de ser
mito en cuanto se limitaba a serlo al final. Lo que estaba claro que ignorábamos parecía
que ya lo ignorábamos menos por ignorarlo en última instancia. El que los sujetos y las
sujeciones sociales fueran económicos ʺtan sólo en última instanciaʺ no nos acercaba ni
un paso a la comprensión del engranaje de la sujeción social con lo económico.
Y el caso es que este engranaje, mientras tanto, estaba ya siendo muy bien estudiado
ante las narices de la tradición marxista. Karl Polanyi es sólo un ejemplo, pero un
ejemplo muy bueno. Polanyi había insistido en un hecho que, por evidente que parezca,

272
había interesado muy poco a la tradición marxista: la sociedad capitalista, además de ser
capitalista, es y necesita ser a toda costa sociedad. Luego es imprescindible distinguir
entre las relaciones sociales de producción y las relaciones sociales que generan la
posibilidad de lo social mismo, al tiempo que preservan y protegen a la sociedad de las
leyes de su economía. Investigar los recursos sociales que generan lo social parece sin
duda una fórmula tautológica y estéril, cuando no idealista. El marxismo nos había
acostumbrado a la idea de que lo social no era sino una abstracción si se lo consideraba
sin tener en cuenta los intereses de clase que lo atraviesan. Y en efecto, lo social es tanto
más abstracto cuanto más nos hemos negado a preguntarnos en qué consiste lo social y
en qué consisten estos recursos generadores de sociabilidad. Una vez más el asunto
parece tanto más tautológico cuanto más lo ignoramos. Por el contrario, Polanyi –como
más tarde Gode‐ lier y tantos otros– no paraba de insistir en la necesidad de una
antropoeco‐ nomía que supiera coordinar el trabajo etnológico con la investigación
económica. La razón es muy sencilla: lo social tampoco se identifica con su historia, y
mucho menos es posible pensarlo como constituido a partir de las relaciones sociales de
producción quién sabe si por emanación, por participación o por dialéctica. Más bien hay
que decir que lo social introduce su propio tema en la historia y lo intenta acomodar en
ella en la medida en que puede.
De este modo, el marxismo, dirá Polanyi, empeñado en entenderlo todo como
intereses de clase, ha olvidado tomar en consideración los intereses de la sociedad
misma. Y es que al marxismo le interesaba sobre todo la historia, y la lucha de clases era,
sin duda, el motor de la historia. El problema es que, incluso la historia, muchas veces, se
mueve y se determina más por sus inercias que por sus motores: ʺEl destino de las clases
viene determinado con más frecuencia por las necesidades de la sociedad que por las
necesidades de las clasesʺ. Así, por ejemplo, lo que el marxismo había llamado
supervivencias feudales fueron, en realidad, para Polanyi, las funciones protectoras que
desplegó el cuerpo social contra las exigencias del motor de la historia, el cual amenazaba
precisamente con destruir los dispositivos generadores no sólo de la sociedad feudal, sino
de la sociedad misma. Y el caso es –y esto es fundamental– que estas funciones
protectoras tuvieron a la postre efectos tan aparatosos que sin ellos es imposible concebir
el panorama de nuestra realidad socioeconómica actual. Ahí está el hecho de que los
Estados modernos jamás hayan sabido ser Estados sin ser a la vez Naciones, y el hecho
de que finalmente, como bien demostró históricamente Hannah Arendt, la Nación
triunfara sobre el Estado, cosa que la llamada explosión de los nacionalismos actual ha
hecho todavía más patente. Sería surrealista, aparte de sumamente ignorante, empeñarse
en leer este panorama que ya es casi del siglo XXI como el entresijo de una abigarrada
profusión de supervivencias feudales, en la que nacionalismos, integrismos, racismos y
tribalismos de todo tipo habrían resurgido de las entrañas de la historia. Ahora bien, es

273
imposible deducir del capitalismo la necesidad de la nación: bien sabían esto los
librecambistas del pasado siglo. Sin embargo, la soberanía territorial ha sido una pieza
absolutamente imprescindible de la sociedad capitalista y no porque ésta no tenga otro
remedio que albergar en su seno la pertenencia feudal y campesina a la tierra u otras
supervivencias inertes del feudalismo o incluso el neolítico, sino porque no tiene otro
remedio que ser sociedad.

En ocasiones se ha propuesto como explicación la teoría de los ʺresiduosʺ, según la cual instituciones u
órganos que no corresponden a ninguna función pueden continuar existiendo por inercia. Sería, sin embargo, más
exacto decir que una institución no sobrevive nunca a su función –cuando parece hacerlo se debe a que
desempeña cualquier otra función, o muchas otras, que no coinciden con la ʺfunción originalʺ–. Es así como el
feudalismo y el conservadurismo agrícolas han mantenido su fuerza durante el tiempo en que han servido para
limitar los efectos desastrosos de la movilización de la tierra. En esta época, los librecambistas habían olvidado
que la tierra formaba parte del territorio nacional, y que el carácter territorial de la soberanía no era simplemente
consecuencia de asociaciones sentimentales sino de las realidades materiales, incluidas las de orden económico. A
diferencia de las poblaciones nómadas, el agricultor se implica en mejoras localizadas en un espacio específico.
Sin dichas mejoras la vida humana se convierte en algo elemental, muy próxima a la de los animales. ¡Qué gran
papel jugaron esos perfeccionamientos en la historia de los hombres! Las tierras aradas y cultivadas, las viviendas
y otras construcciones, los medios de comunicación, las múltiples instalaciones necesarias para la producción, la
industria y las minas, todas esas mejoras permanentes y asentadas que enraîzan una comunidad humana en el
lugar en el que habita no pueden improvisarse, sino que son el fruto de un trabajo paciente, constante y
progresivo de generaciones, por lo que la colectividad no puede permitirse el lujo de tirar por la borda ese
patrimonio y comenzar de nuevo desde cero. De ahí el carácter territorial de la soberanía que impregna nuestras
concepciones de la política (1944: /297).

Lo mismo puede decirse cuando ocurre lo contrario, cuando el desarrollo histórico


destruye y corroe sin remedio los dispositivos generadores del cuerpo social. En estos
casos, explica Polanyi, el término ʺexplotaciónʺ contribuye muy deficientemente a
explicar la realidad histórica. Así por ejemplo, el punto de vista de la explotación
económica explica muy mal la causa de las hambrunas que sobrevinieron en la India al
implantarse el libre mercado.

La causa de la degradación no es, como muchas veces se supone, la explotación económica, sino la
desintegración del entorno cultural de las víctimas. […] La catástrofe que sufre la comunidad indígena es una
consecuencia directa del desmembramiento rápido y violento de sus instituciones fundamentales. Dichas
instituciones se ven dislocadas por la imposición de la economía de mercado a una comunidad organizada de
forma completamente distinta; el trabajo y la tierra se convierten en mercancías, lo que no es, una vez más, más
que una fórmula abreviada para expresar la aniquilación de todas y cada una de las instituciones culturales de una
sociedad orgánica. […] Podemos recordar el célebre ejemplo de la India. En la segunda mitad del sigloXIX, las
masas hindúes no murieron de hambre a causa de la explotación, sino que perecieron en gran número porque
fueron destruidas las comunidades de los pueblos hindúes (1944: /257).

Aquí puede comprobarse cómo el hecho de añadir que la explotación económica


sólo es determinante ʺen última instanciaʺ no contribuye en nada a hacernos comprender
ni la realidad de la cultura ni la forma de su degradación. Y sin embargo, esta

274
degradación tuvo, en primer lugar, efectos económicos inconmensurables. En segundo
lugar, efectos históricos tan descomunales que la historia del siglo XX puede ser leída
repasando los distintos mecanismos proteccionistas con los que la sociedad intentó
defenderse de su economía, o si se quiere, de su historia. No por otro motivo Keynes
representa una pieza fundamental en la comprensión de nuestro siglo.
He intentado hacer ver que, en estos casos, como en tantos otros, la cuestión no se
debatía entre idealismo y materialismo, o entre humanismo o antihumanismo, sino entre
ignorancia y saber. Lo único que distinguió a este respecto al idealismo del materialismo
fue que mientras el primero era consciente de explotar teológicamente su ignorancia (que
entonces era la docta ignorancia), los materialistas, mientras tanto, ignoraban sus
recursos teológicos tanto como ignoraban su ignorancia.

13.3. Sociedad moderna y oposición real

13.3.1. Materialismo y razón práctica

Hemos comenzado afirmando que la prehistoria de las ciencias humanas culmina


con Hegel al sacar a la luz la teodicea como estructura fundamental de la historia. Ahora
bien, al deshacer esta solución de facilidad no nos encontramos frente a un arreglo mejor
con el que podamos concluir, sino que más bien abrimos un problema más complejo y
difícil, que acota los límites de este libro mediante una especie de noúmeno negativo. La
intervención de Schelling frente al proceder del sistema hegeliano nos ha enseñado, a lo
largo de esta investigación, a considerar el título de Razón y Mal como el horizonte desde
el cual formular la pregunta pertinente: ¿qué significa pensar lo histórico?, ¿qué significa
ser en el horizonte de lo histórico? No existe una apertura propia de lo histórico allí
donde se obliga a la historia misma a culminar la teleología natural, convirtiendo al mal en
una estrategia del bien y a las ciencias históricas en los distintos capítulos de una
grandiosa teodicea. El mismo movimiento que ha obligado a separar ignorancia y saber,
vaciando a Dios del mundo o pensando en el límite algo que ʺen Dios, no sea Diosʺ,
obliga a separar el bien del mal, introduciendo otra legalidad que no tiene que ver con lo
que es, sino con lo que debe ser, y que no exige determinados actos o movimientos en
este mundo sino, más bien, otro mundo. La consistencia del idealismo, en efecto,
convierte, como ya se ha comprobado, a la física en una estrategia de la teología, pero, al
mismo tiempo, suprime también la separación real entre naturaleza e historia, al postular
un dispositivo físico lo suficientemente potente para reabsorber el mal en un
desenvolvimiento más general y profundo. Al confundir el trabajo de lo teórico con el
trabajo de la historia, el idealismo supera todo el ámbito de problemas en el que la razón
práctica se detiene perpleja e incapaz de concebir ninguna línea de continuidad posible

275
entre el bien y el mal. De este modo, toda la insistencia materialista en ʺnaturalizarʺ el
curso histórico ha corrido siempre el peligro de borrar la frontera fundamental que le
separaba del idealismo, mientras que las pretensiones revolucionarias que lo atravesaron
estaban, antes bien, muy necesitadas de una apertura distinta y sin continuidad con la
legalidad física, en la que pudiera exigirse que el mundo fuera radicalmente otro. El
materialismo debería entonces haber comprendido que la imposibilidad de mediar
ignorancia y saber, no solamente coincidía con la separación entre lo real y su
conocimiento, sino también con la separación entre razón teórica y razón práctica.
En realidad, este libro ha tratado mucho del tiempo, pero muy poco de la historia. Se
ha apuntado cómo, respecto a la historia, y contra Hegel, Marx ha desenvuelto su
investigación en el horizonte de la ʺoposición realʺ en el que la física trabaja la
complejidad del acontecer efectivo, negándose, ante todo, a convertir la historia en su
conjunto en la bisagra en la que lógica y naturaleza habrían de reconciliarse en una
unidad espiritual. La historia puede y debe ser investigada al modo físico y, en efecto,
siempre es posible encontrar en toda formación social una ʺbase materialʺ, una
ʺestructura económicaʺ, en el sentido de algo ʺque puede ser estudiado con la exactitud
de la física matemáticaʺ (Marx, Shriften, I: 373). Pero lo que hemos mostrado en los
capítulos anteriores es que este proyecto ha tenido que ser violentamente arrancado del
sistema hegeliano y frente a la posibilidad de hacer aparecer la historia como una
teodicea. Para otorgar consistencia a la física en el continente de la historia ha sido
necesario poner la teodicea fuera de juego, separando el bien del mal, también en
términos de oposición real, y produciendo de este modo una apertura autónoma para la
razón práctica. Hemos intentado hacer ver que la separación entre ideología y ciencia
obligaba a separar también, en otro sitio, a la razón teórica de la razón práctica, y, por
tanto, a la naturaleza de la historia, constituyendo dos géneros de legalidad que no
pueden continuarse el uno al otro. La razón práctica trabaja por una patria de los seres
racionales en la que la legalidad física no tiene nada que aportar ni tampoco nada que
decidir: la legalidad del Derecho no es la culminación ni la Aufhebung de ningún proceso
natural. Al anular el lugar que Hegel había reservado a la apertura histórica como
reconciliación de Dios con todas las aspiraciones de la naturaleza, Marx –alineando su
investigación con la física en vez de obligarla a culminar‐ la– no ha podido impedir que
se abriera a sus espaldas un género de legalidad que en absoluto compete a la ciencia
natural. De allí que, mientras su investigación teórica se perfilaba en el horizonte de la
física matemática como cualquier otra investigación natural, un trabajo paralelo de las
exigencias de la razón práctica atravesara toda su obra esforzándose con intensidad en
una suerte de compromiso revolucionario muy difícil de ensamblar con precisión. En
efecto, es patente que el propio Marx ha vacilado muchas veces a la hora de entender
este compromiso entre lo teórico y lo práctico, desde el famoso desatino de las Tesis

276
sobre Feuerbach, hasta las múltiples recaídas en posturas hegelianas que salpican toda su
obra; es de este aspecto confuso de su producción de donde se ha obtenido el filón de
textos que permitieron a varias generaciones de marxistas trazar una línea de continuidad
entre Hegel y Marx, elaborando fantásticas teorías sobre la necesidad natural del curso
histórico, en el que el sacrificio de millones de seres humanos acabó finalmente por ser
entendido como un mero aspecto físico tangencial. Asimismo, se ha podido ridiculizar a
un marxismo que pretendía predecir la historia como se predice un eclipse, pero que, al
tiempo, había considerado necesario crear un partido político para producirlo.
Con todo, Marx dejó explícitamente abierta una pregunta cuya gravedad nunca
hemos dejado de recoger: la de cómo se han ensamblado en la sociedad moderna esas
dos legalidades; al tiempo que quedaba planteado lo que una exige a la otra, pensando
además este último problema muy eficazmente en términos, también, de oposición real.
En este sentido, no se ha tratado tan sólo de criticar a Hegel, sino de plantear una
cuestión no resuelta en términos kantianos. Esta cuestión es, en realidad, la encrucijada
fundamental sobre la que se levanta todo el edificio trascendental de la sociedad moderna
y de la herencia griega en general (cfr. apartado 10.4). El que en esta apertura no física
del mundo que es la historia Marx haya descubierto leyes ʺque pueden ser estudiadas con
la exactitud de la física matemáticaʺ, introduciendo un meollo de oscuridad entre las
claridades del Derecho, no resuelve el problema en una negación de esta apertura en la
que inconscientemente soñó la Ilustración, sino que, por el contrario, plantea más bien un
nuevo problema más complejo: el de cómo la apertura histórica se ensambla y arregla sus
cuentas con la apertura física del mundo y con lo que en la historia misma puede ser
estudiado físicamente. Pensar este problema en términos de oposición real implica
reconocer en él no sólo una cuestión teórica o académica, sino una confrontación en la
que dos legalidades se disputan efectivamente el espacio finito o, si se quiere, el territorio,
sobre el que se levanta la sociedad moderna.

13.3.2. La sociedad moderna y su conciencia desdichada

Seguro que hoy ya no existen muchas personas dispuestas a


prescindir de las antiguas libertades liberales, y en especial de la
libertad de expresión y de prensa.Pero seguro que tampoco quedarán
muchas en el continente europeo que crean que se vayan a mantener
tales libertades allí donde puedan poner en peligro a los dueños del
poder real.

Cari Schmitt

El que todo en la historia tenga que ser juzgado moralmente no quiere decir en

277
absoluto que haya que buscar en la moral la explicación profunda de lo histórico. Si bien
en este punto Marx dispone las cosas más que nada a la manera kantiana, es sólo
después de haber trabajado respecto a lo histórico al modo de Galileo, presentando al
universo ilustrado un mundo de leyes con el que nadie había contado y, en virtud de las
cuales, todos los sueños de la Ilustración se han ido convirtiendo uno por uno en
pesadillas. No es posible exigir nada distinto de lo que la Ilustración exigió a la historia:
que la razón sea capaz de gobernar. Pero las exigencias de la Ilustración se han hecho
carne con demasiada facilidad en la imaginación de la sociedad moderna, generando una
nueva versión de la conciencia desdichada hegeliana en la que el Derecho no logra jamás
constituir un Estado, pero sí alimenta muy eficazmente una religión. Desde hace ya
décadas, la noción de democracia ha generado su propia mitología, colmando nuestras
aspiraciones políticas y teóricas, y originando en nuestras conciencias una plenitud
ʺeuropeaʺ –civilizada– que hiela el pensamiento y convierte en vana toda capacidad de
preguntar más. Pendiente sólo del presente, henchida de evidencias, segura de que su
dignidad reside en el seco e incontestable derecho de ser ya sencillamente un ʺhechoʺ, la
democracia del primer mundo se contempla a sí misma cada vez con más orgullo y cada
vez con menos reflexión. Se vive a sí misma como arquetipo y eîdos, se propone como
ʺmodeloʺ a los países en ʺvías de desarrolloʺ y a los países del Este, para los que nos
convertimos, de la noche a la mañana, en el submundo ʺinteligibleʺ del planeta. El
concepto se ha hecho carne en nosotros: hemos sido y somos la eucaristía de este siglo,
no se sabe si por milagro o por eficacia hegeliana. Resulta ocioso pensar, en efecto,
cuando se está seguro de que el pensamiento existe en carne y hueso en algún sitio.
Sobre semejante fe, el cristianismo comenzó en su tiempo por sustituir la exploración
matemática de la verdad por la búsqueda de ese rinconcito en el que la carne y la sangre
habían afirmado ser ʺla verdad y la vidaʺ. Desde la misma convicción, las democracias
occidentales se han convertido en la Meca del éxodo de aspiraciones políticas
internacionales. En ellas habita, de facto, aquello que tras los muros de la historia aún no
es más que deber ser: somos lo inteligible, pero ya no porque – como antaño ocurrió en
Grecia– seamos la cuna del trabajo teórico y de las exigencias morales, sino porque el
pensamiento existe en nosotros, porque somos tierra santa. Esta nueva aventura de la
conciencia desdichada es mucho más hegeliana que cristiana: tan sólo algunos ʺteólogos
de la liberaciónʺ siguen prefiriendo creer en un crucificado antes que en la epifanía en
carne y hueso de todas las exigencias de la razón que brindan las democracias
occidentales.
Ahora bien, si hay algo que ha demostrado el siglo XX es que tanta evidencia fáctica
no goza tan siquiera de la garantía por la que los positivistas suelen otorgar su
asentimiento a los hechos constatados. A un lado y otro del Atlántico, la democracia sólo
ha estado asegurada cuando a su vez estaba asegurado el respeto por los intereses de ese

278
capital que Marx se ocupó tanto de estudiar. Puede que nada impida lo contrario, pero,
en cualquier caso, jamás se ha comprobado. Todavía no ha habido ni una sola ocasión en
que la victoria electoral de una opción capaz de atentar contra la propiedad privada de las
condiciones de trabajo no haya sido inmediatamente corregida por un golpe de estado o
por una guerra financiada por los propios intereses que el espacio público había decidido
poner en cuestión. Es un hecho que la sociedad moderna no ha respetado las decisiones
de la instancia política más que en la medida en que éstas han sido superfluas. Casos
como el de Chile, Nicaragua o Argelia, o como el de España en 1936, son, en realidad, el
paradigma del itinerario político en el que se adentró la sociedad moderna, supuestamente
guiada de la mano ilustrada, y servirán siempre para recordar que, por ahora, no se ha
llamado democracia más que a un paréntesis que sólo permanece abierto mientras ésta
no atente contra nada de importancia, asunto sobre el que, a finales del siglo XX,sólo
Pinochet ha insistido en incidir, al declarar que estaba dispuesto ʺa respetar los resultados
democráticos, siempre que no ganara ninguna opción de izquierdasʺ. Cuando Pinochet
abandonó el poder éste no se devolvió a los que democráticamente habían ganado las
elecciones en 1973, sino que, simplemente, entre aplausos internacionales, se saludó la
resurrección de la crucificada democracia, por mucho que esta vez volviera a nosotros
manchada por el miedo y el exterminio civil capaces de asegurar el triunfo electoral a los
mismos demócrata‐cristianos que no habían vacilado en sacrificarla dieciséis años antes
al perder las elecciones. En España se tardó bastante más en lograr el mismo resultado:
una guerra civil y cuarenta años de dictadura. Más allá de los Pirineos, la guerra mundial
que azotó a Europa salvó finalmente la democracia, pero, al tiempo, había tomado las
medidas para que el movimiento obrero fuera contundentemente sacrificado. El nazismo
fue vencido. La revolución, pese a que colaboró muy eficazmente en la resistencia
democrática, fue sencillamente exterminada.
La historia de la democracia moderna ha ʺtoleradoʺ muy bien ciertas formas de
dictadura como razonables. El propio Juan Pablo II no se equivocaba de intereses al
repartir la señal de la cruz –si bien sí parece que cometió una torpeza de consideración
histórica– cuando en los años ochenta subrayó las ventajas de la dictadura chilena sobre
la polaca en virtud del carácter meramente provisional de la primera. Los polacos se
liberaron poco después de su correspondiente yugo dictatorial y se ahorraron además un
baño de sangre en la empresa. Los chilenos, en cambio, cuando en 1973 intentaron
amortiguar la dictadura económica que los atenazaba, vieron su país convertido en una
carnicería que aseguró la dictadura económica con los refuerzos de una militar. Estas
últimas son, en efecto, provisionales: se desvanecen –en unas pocas décadas– en cuanto
la ininterrumpida dictadura económica vuelve a quedar salvaguardada de cualquier
irresponsable episodio democrático por el que la instancia política hubiera decidido dirigir
su atención hacia el suelo mismo sobre el que se levanta el espacio público, dispuesta a

279
gobernar, por una vez, algo de lo que dependa realmente la vida de los hombres.

13.3.3. Sobre el edificio trascendental de la sociedad moderna

El proletariado es aquella clase social que no participa de la


plusvalía, que no posee y que no conoce ni familia, ni patria, etc. El
proletariado se convierte en una nada social. De él solo puede ser cierto
que, al contrario del burgués, no es nada más que humano.

Cari Schmitt

Lo queramos o no, nuestro espacio político nacional e internacional sigue estando


atravesado trágicamente por dos modelos incompatibles a los que Occidente no ha
podido renunciar. Los llamaré, para abreviar, el modelo del Rey filósofo y el modelo del
Rey poeta. Esto quiere decir que, en algún sentido, sigue presente para nosotros la
encrucijada fundamental del siglo V griego en la que reflexionaron Sócrates y Platón (cfr.
apartado 11.6). Y no obstante, en otro sentido, la sociedad moderna no se encuentra en
absoluto en la misma situación. Este sí y este no merecen algunas reflexiones que quizá
puedan valemos ahora de conclusión.
El ideal platónico del Rey filósofo lo leemos en la República y, en principio, afirma
que es a los filósofos a los que corresponde gobernar, ya que son ellos los que saben qué
es lo hay que gobernar, los que son capaces de gobernar realidades y no meras
apariencias, convirtiendo, por tanto, al propio gobierno en una mera apariencia de
gobierno. Según Platón va escarmentando al estrellarse contra la clase política, va
matizando, como es sabido, este proyecto: ya no se trata tanto de que los filósofos
gobiernen cuanto de que, al menos, los gobernantes aprendan filosofía. Y, a raíz de lo
mal parado que sale Platón en Siracusa, el mensaje es cada vez más modesto: ya que los
gobernantes no aprenden filosofía, por lo menos que no maten a los filósofos, como han
hecho con Sócrates.
Entre nosotros, este ideal del Rey filósofo es presentado a veces como una
ocurrencia utópica de Platón bastante extravagante. Y sin embargo, todo eso que
llamamos Estado de Derecho, Democracia constitucional, División de poderes, etc., no
es sino la herencia estricta de ese ideal. Que ʺgobiernen los filósofosʺ no tiene
obviamente nada que ver con que gobiernen los profesores de filosofía. La filosofía
representa la extraña pretensión de que el hombre tenga la capacidad de decir y obrar ahí
donde no se trata a sí mismo como espar tano, ateniense o persa, ahí donde ni siquiera se
trata a sí mismo como hombre, sino, simplemente, como ser racional. Al tratarse como
ser racional, el hombre tiene la particularidad de decir y exigir determinadas cosas sin que
nadie las diga o las exija en tanto que ateniense, espartano o persa; y por eso, a ese lugar

280
se le puede llamar también el lugar de ʺcualquier otroʺ. Que ʺgobiernen los filósofosʺ es,
por tanto, equivalente a decir que nadie gobierne, o lo que es lo mismo, que gobiernen las
Leyes.
Las Leyes son el ʺlugar de cualquier otroʺ y, por lo tanto, por definición, no el lugar
de los espartanos, atenienses o persas. Y por eso, andando el tiempo, el producto
genuino del modelo del Rey filósofo no tiene nada de extravagante: es, en realidad, la
Declaración universal de los Derechos del Hombre, en virtud de la cual todo hombre
tiene derechos por el mero hecho de serlo, independientemente de que sea ciudadano,
esclavo, griego, bárbaro, católico o protestante, mujer u hombre, negro o blanco.
El modelo al que se enfrentaba este ideal platónico sí es, en cambio, completamente
extravagante para nosotros –y sin embargo, como puede comprobarse, no nos es tan
ajeno como querríamos o pretendemos–: el Rey poeta. Ya se aludió paginas atrás (cfr.
apartado 11.6) a que la poesía no siempre ha sido lo que es para nosotros, algo que tiene
que ver con la literatura. En todas las culturas no alfabetizadas la poesía ha sido
precisamente el lenguaje del poder y el verso la sintaxis de la ley. Esto es algo a lo que los
antropólogos están muy acostumbrados. Si a cualquier informante indígena se le pregunta
qué es una ley o dónde residen las leyes, es decir, a qué obedece y cómo sabe a qué
obedecer, remitirá a algún anciano de la comunidad que las sepa recitar, pues, en efecto,
las cosas se recuerdan en verso, no en prosa. El anciano recitará, por su parte, una serie
de poemas, de relatos ejemplares, de mitos que rigen las costumbres de esa comunidad.
Un miembro de la comunidad se identifica como tal en tanto que es capaz de recordar lo
que hay que recordar. La poesía no sólo es un aparato legal, es un aparato legal que
identifica naciones: hombres ʺverdaderosʺ –como suelen nombrarse a sí mismos los
indígenas– frente a los que no lo son, ya que, por algún motivo, no recuerdan las mismas
cosas y hacen otras siempre incomprensibles o repugnantes. El gobierno de los poetas no
sólo tiene una ley de extranjería, sino que, incluso, bajo su autoridad, ʺlos límites de la
humanidad terminan siempre en los límites de la tribuʺ (Lévi‐Strauss). Ningún
antropólogo se sorprende, en efecto, de que, por ejemplo, el mir siberiano, la escuálida e
insignificante aldea campesina rusa, se nombre a sí misma con un término que significa
ʺuniversoʺ.
Según uno de los modelos, el hombre se ha querido gobernado por la Ley, es decir,
por una palabra que se pretende la palabra de nadie, igual que un teorema se pretende el
discurso de nadie. Esta palabra puede quizá fundar un Estado, pero no una Nación. En el
otro caso, se trata de una palabra que permite, precisamente, a un pueblo no ser
cualquier otro, generando una identificación colectiva, que podría quizá ser la base de
una Nación, pero no de un Estado.
El problema es que no sólo ha sido Platón quien nos ha interpelado desde el siglo IV
griego en tanto que meros hombres o seres racionales y no en tanto que espartanos,

281
atenienses o persas. Hay una ʺtercera fuerzaʺ entre la Ley y la Poesía que también nos
ha interpelado al margen de cualquier prejuicio tribal. Desde que la sociedad moderna es
la sociedad moderna, esta otra instancia es la economía capitalista. Ella ha convertido el
mundo en el ʺlugar de cualquier otroʺ con mucha más eficacia, si bien de forma también
más sanguinaria y genocida, que la instancia política ilustrada, generando efectos
bastardos cuyo poder destructor ha superado con mucho –por primera vez desde que el
hombre es hombre– al poder destructor de la naturaleza.
El mercado de capitales que ha convertido a este mundo en una aldea global
tampoco es nacionalista o racista, como bien saben esas decenas de multinacionales que
han suplantado hace tiempo incluso el mapa de las naciones –hay, en efecto, empresas
multinacionales con más habitantes que muchos países–. El mercado tampoco pregunta a
nadie si es negro o blanco, hombre o mujer, cristiano, católico, espartano o persa.
Pregunta si tiene dinero y se comporta, mucho mejor que los hombres, al margen de
todo prejuicio racista o tribal –en el régimen del ApartheidXos japoneses eran, por
ejemplo, legalmente considerados como ʺblancos honoríficosʺ.
En este ʺotroʺ ʺlugar de cualquier otroʺ que ha suplantado al anterior, no ha
germinado algo así como la ocasión republicana, sino la proletarización masiva de la
humanidad.
El orden económico internacional nos reclama, en efecto, en tanto que sujetos
independientes de su identidad cultural. Siempre ha formado parte de la ideología liberal
hoy triunfante en la economía internacional el considerar a las identidades culturales e
incluso a la nación misma como derivadas de oscuros prejuicios tribales destinados a ser
abolidos por la historia. Cuanto más profunda y densa es una cultura, más difícilmente se
pliega a los mandatos y necesidades ciegas y automáticas del mercado autorregulador.
Cuanto más compleja es una cultura, más inerte es al desarrollo y más interfiere en la
lógica de éste, y es así que puede decirse de ella que está más cercana al salvajismo. Lo
que el liberalismo económico nos proponía y nos sigue proponiendo es ingresar en la
historia y ser en ella sencillamente hombres. La dificultad ha sido invariable y
trágicamente la misma: los seres humanos, en tanto meros seres humanos, al margen de
todo prejuicio tribal, no están protegidos por ningún cuerpo político y se ven compelidos
a poner su esperanza de supervivencia en una Declaración de los Derechos humanos que
no sólo no ha dado nunca de comer a nadie, sino que tampoco ha logrado protegerlo más
que en las fosas comunes de las dictaduras de todo el planeta.
Sin embargo, si hay una utopía que se haya verdaderamente derrumbado en los
albores del siglo XXI más aún que las supuestas pretensiones del llamado socialismo real,
es precisamente este sueño del liberalismo económico (cfr. Polanyi, K., 1944). Según
este sueño, hace ya mucho que debería haber terminado la historia de los pueblos y
comenzado la Historia de la Humanidad. Y sin embargo, hoy día basta abrir los

282
periódicos para comprobar que el panorama político internacional es el contrario del
esperado: asistimos al resurgir de los nacionalismos, de los conflictos étnicos, de los
integrismos religiosos y fascistas, de la xenofobia y el racismo, de los fundamentalismos
militares y carismáticos. Asistimos al irritante y desconcertante espectáculo de unos
pueblos que, en una realidad de multinacionales, luchan tozudamente por ser kurdos,
vascos, chiítas, musulmanes, croatas, palestinos o armenios. La defensa de los derechos
del hombre se vuelve problemática cuando vivimos en un mundo en el que da la
impresión de que nadie tiene ganas de ser hombre, de que nadie tiene ganas ya de ser
sencillamente un ser humano. Precisamente en el momento en el que el mundo se ha
convertido en uno solo, parece que nadie tiene la menor intención de ser ciudadano del
mundo y opta por su barrio, su tribu, su pueblo o su nación contra la historia. Se podría
decir que lo que más aflora en el ocaso del sigloXX es la inmensa capacidad de
anacronismo del ser humano. Es como si la historia hubiera adelantado mucho más que
el hombre y ya sólo tuviera que cargar con él como una carga inerte, tozuda y neurótica.
Parece como si hoy día no hubiera sino dos opciones posibles: o ser un hombre en la
historia o ser chamula, armenio, croata o kurdo contra ella. Y parece que los pueblos de
la tierra han optado por esta última posibilidad –por procedimientos más o menos
integristas que pueden gustarnos más o menos, pero que en cualquier caso necesitan
igualmente ser comprendidos.
¿Qué es posible aprender de todo ello? La sociedad moderna se entiende a sí misma
desde un ilustrado lugar de cualquier otro que, sin embargo, ha sido ocupado por entero
y para sus propios fines por una instancia que la Ilustración no pensó y que tuvo que
esperar al esfuerzo de Marx para preocupar de forma masiva a la humanidad,
interpelándola política y moralmente.
Ello ha generado unas paradojas en la realidad de la sociedad moderna tan
espectaculares como ella misma. El siglo XX no ha encontrado nada especial que
respetar en el hombre abstracto para el que se constituye la Declaración universal de los
Derechos del Hombre. La realidad de lo que era un hombre absolutamente liberado de
todo, excepto de la historia, liberado de su cuerpo político, de su costumbre, de su patria,
de su tierra, de sus condiciones de existencia, de su nación, de su familia, la encarnaron
los tres millones de apátridas exiliados o deportados que en los albores de la segunda
guerra mundial recorrían Europa. Ellos eran los únicos que sencillamente eran hombres y
que nada en ellos los hacía parecer franceses, alemanes o húngaros. Y la historia, como
expone Hannah Arendt, no encontró nada sagrado en la abstracta desnudez de esos seres
humanos (Arendt, H., 1951, cap. 9). No encontró otro rincón en el que instalarlos que el
campo de concentración, la prisión o la cámara de gas. Desde entonces los hombres
saben muy bien que nada hay tan peligroso como ser tan sólo un ser humano en la
historia. Y no es extraño que hayan empezado a sospechar de la promesa de una libertad

283
que sólo puede liberar la libertad, y hayan comenzado más bien a plantearse cómo elegir
su servidumbre, cómo elegir algún tipo de servidumbre–así sea religiosa, cultural, tribal
o nacional– en la que al menos sea posible salvaguardar un rincón en el que desenvolver
la anacrónica sincronía en la que consiste la producción etnológica de humanidad. Lo
único que queda de un hombre sin nación, sin pueblo, sin patria, sin familia, sin
costumbres, es su abstracta desnudez de ser humano. Una vez desprovisto de su
protección tribal o nacional frente a la historia, desprovisto de todo cuerpo político
protector –y en último término de un banco central que amortigüe las arremetidas del
mercado de capitales–, el hombre tan sólo puede esperar que las organizaciones de
derechos humanos lamenten su situación. Pero estas organizaciones, que precisamente
porque vigilan los cuerpos políticos constituidos jamás logran constituirse en un cuerpo
político a su vez, siempre llegan, por definición, demasiado tarde. Reivindican al hombre
en los cementerios clandestinos. Por más que se exprima la abstracta desnudez del ser
humano, lo único que logra hacerse patente en ella es el color de su piel, que siempre
suele ser más oscuro que el deseable, de tal modo que Arendt o Schmitt no dudaron en
establecer una paradójica solidaridad entre la proclamación de los Derechos del Hombre
y el surgimiento del racismo.
En estas condiciones, en las que el mercado internacional ha ocupado el lugar
ilustrado de cualquier otro, la Declaración universal de los Derechos del Hombre es
impotente para fundar ningún cuerpo político y su eficacia política es irrisoria. Así que no
es extraño que, fuera de las zonas residenciales del primer mundo, a nadie se le ocurra la
pretensión de parecer un mero ser humano. El hombre busca dispositivos proteccionistas
más o menos serviles que le permitan, más bien, defenderse de ese lugar de cualquier
otro llamado mercado en el que tan sólo tiene derechos una vez que ya está muerto. De
ahí, que el modelo del Rey poeta sea visto con nostalgia e inspire todo tipo de apuestas
nacionalistas. Por eso, tenía razón Regis Debray al constatar una especie de termostato
antropológico que se activa reivindicando viejos arcaísmos, de forma más o menos
histérica, cuanto más el mundo se va convirtiendo en uno solo (cfr. 1981, Introducción
/15‐ 65).
Y lo que es más grave: mientras tanto, el modelo político del Rey filósofo se ha
convertido en la coartada mistificadora de esta realidad, es decir, en lo que el marxismo
llamó la ʺdemocracia formalʺ que encubría una dictadura de clase que se iba
endureciendo día a día más y más. Y aquí hay que decir como el viejo Parménides –
después de haber demolido con toda clase de aporías la teoría de las ideas– le dice al
joven Sócrates: ʺPues de todos modos, Sócrates, no podemos renunciar a las ideasʺ. No
podemos renunciar a la filosofía, ni a la idea dé que gobiernen las leyes, porque renunciar
a eso sería renunciar en realidad a la idea misma de gobierno y de lo político. Pero
tampoco es posible dejar de ver que la modernidad ha convertido esa idea en una

284
ideología y en la coartada de una realidad que, precisamente, la convierte en imposible.
Este panorama esquizofrénico ha hecho incluso que ʺtener razónʺ se haya
convertido en algo teóricamente equivocado y moralmente condenable. Es muy fácil
escribir hoy día inquisitivos artículos sobre cómo la categoría de ʺpuebloʺ no es una
categoría política legítima, porque el ʺpuebloʺ no es un interlocutor posible en el lugar de
cualquier otro, en el que no hay ʺpueblosʺ sino ʺciudadesʺ, por la misma razón que no
hay ʺindígenasʺ sino ʺciudadanosʺ. Una buena lógica arendtiana siempre aparece cargada
de razón. Pero, siempre la tiene en unas condiciones en las que tener razón es una estafa
y, además, una estafa prepotente, falta de toda piedad y de toda moralidad. Lo que
siempre se echará de menos de la tradición marxista es su capacidad de reconocer los
problemas más graves ahí donde todo el mundo ha visto las más eficaces soluciones.

13.3.4. Algunas conclusiones e incertidumbres

Tal y como expusimos al comienzo de este libro (cfr. capítulos 1 y 3), el idealismo
vino marcado en sus orígenes por la admiración ante la Revolución francesa, que
apareció como un acontecimiento sin igual en el que la razón, por primera vez en la
historia, abarcaba toda la tierra y la tomaba a su cargo, reconciliando a Dios con la
naturaleza. Era una forma de retomar el viejo programa platónico de que la razón
gobernara el mundo. Pero el proyecto pertenece de derecho a eso que llamamos
Ilustración y no al Idealismo. Éste, por su parte, pensando en unas condiciones en las
que lo teórico no iba acompañado de ninguna revolución capaz de remover las entrañas
del planeta, surgió más bien de la hipóstasis alemana de esta exigencia, realizándola en
un aquí y un ahora capaz de condensar todos los esfuerzos de la historia en un absoluto,
de modo que la historia misma en su conjunto –a través de una especie de ʺdispositivo
Jesúsʺ o de nueva encarnación– se convertía en la facticidad de la razón. En verdad, el
impulso jacobino se había enfrentado a una realidad mucho más compleja que ese
milagro especulativo, siempre consciente de que la razón no podía tomar a su cargo el
mundo más a que través de una dictadura educativa que, por un camino u otro y en un
complejo juego de instancias dispuestas en clave de oposición real, siempre acababa
instaurando alguna suerte de Terror. La herencia genuina de este jacobinismo empeñado
en otorgar a la razón –y en consecuencia al espacio político– el derecho a gobernar, ha
quedado desconcertantemente materializada en nuestro siglo en la pavorosa dictadura
educativa maoísta, en el proyecto trotskista de militarizar el trabajo y, consecuentemente,
cualquier flujo social, o en la propia realidad del stalinismo, en la que un totalitarismo
policial se encargó del mismo cometido, instituyéndose en garantía de cumplimiento de la
planificación económica y social decidida por la instancia política.
Esta herencia tenebrosa del impulso ilustrado no puede eclipsar el hecho de que la

285
herencia práctica del impulso idealista tampoco ha seguido caminos menos inquietantes.
Las exigencias de la razón práctica obligan a sentar unas condiciones en las que el
espacio político pueda tener eficacia sobre lo social y lo económico. Pero si el
jacobinismo ilustrado jamás ha dejado de enfrentarse a ese problema, generando todo
tipo de aberraciones históricas inéditas, la pretensión de ver encarnadas las exigencias de
la razón mediante una mitología racional o una razón mitológica acabaron por
desembocar –haciendo así de Heine un verdadero profeta– en la revolución nacional‐
socialista, sustituyendo el terror por el exterminio y viniendo a demostrar que, para una
humanidad decidida a gobernar, soñar no ha sido más inofensivo que actuar. Una vez
que la razón ha adquirido realidad en forma de mitología, el mito acaba por ser más
importante que la propia razón; y puesto que la razón se había encarnado, esta vez, en
algo universal los enemigos del mito no aparecían como meros opositores políticos, sino
como carne inexplicablemente sobrante de la totalidad y destinada a ser aniquilada en
tanto que enemiga de la humanidad.
Este último punto es el que no puede dejar de inquietarnos a la hora de juzgar
nuestros estados democráticos, pues la matriz de nuestra conciencia política sigue mucho
más los pasos desdichados del idealismo que los del jacobinismo. Si se ha apartado de
éste no ha sido por haber construido una habitación racional en la que otorgar a lo
político la eficacia para gobernar en el marco de esas leyes que el socialismo real ignoró y
que el nazismo y el fascismo decidieron anular, sino porque ha descubierto que, en
determinadas condiciones y recintos privilegiados, los sueños de la razón –aunque sigan
hundiendo sus raíces en un inconsciente basura en el que aún agoniza la mayor parte del
planeta– ya no necesitan del recurso al terror: la impotencia de las leyes para gobernar es
casi imperceptible ahí donde el mundo que debe ser gobernado no las viola demasiado.
El idealismo construyó un sueño en el que la historia entera aparecía como carne de la
razón. Hoy día, la razón se ha hecho carne, más modestamente, en el quince por ciento
de la población mundial. El milagro de la encarnación, como hemos intentado mostrar en
este libro, siempre acaba por construir algún género de teodicea y también ha ocurrido
así en estos dos casos: la del idealismo fue, cuando menos, grandiosa; la nuestra, es
preciso reconocer que es más bien hipócrita.
Las leyes están hechas para el hombre en tanto que ser racional. Ahora bien, para
que la ley no sea solamente un mito hace falta sentar unas condiciones en las que pueda
tener eficacia política: construir efectivamente una ciudad para los seres racionales. La
tragedia de la Edad Moderna es que, si bien fue capaz de construir un cuerpo jurídico –
probablemente irrenunciable–, no logró, sin embargo, construir una sociedad que pudiera
regirse por él. Y, sin embargo, el hombre en abstracto para el que la ley iba dirigida se
había de todos modos encarnado en otro sitio, en el espacio universal del mercado y la
proletarización. La razón adquirió un cuerpo en unas condiciones que, al tiempo, le

286
robaban todo ejercicio, en solidaridad con un dispositivo económico que sólo le hacía un
sitio en este mundo mientras nada fuera razonado y que sólo le otorgaba libertad a
condición de que no hubiera nada que liberar, a excepción del mercado. Ésta ha sido la
nueva conciencia desdichada propia de la Edad Moderna: el Hombre, en toda su
abstracta desnudez, está ahí, encarnado, sometido a toda la fugacidad agresiva de la
sensibilidad, que hoy viaja a la velocidad de la luz siguiendo los flujos de capital. Y a la
postre, lo que la contemporaneidad ha mostrado hasta sus límites más genocidas ha sido
el portentoso peligro de robar a la racionalidad el espacio político ahí donde se han
generado unas condiciones que –como la razón misma exigía– no tratan al hombre más
que en tanto hombre, en tanto universal.
Hemos estudiado en este libro los peligros teóricos de obligar a la ignorancia racional
a hacerse cargo del cuerpo del saber en su conjunto, reconociendo en ellos la mutación
que siempre hace pasar lo ideológico por lo científico. Al realizar la docta ignorancia, se
obliga al saber a funcionar como un cuerpo teórico sin sensibilidad, sin materia, sin
receptividad, en la que la lógica de los contenidos logra funcionar fácticamente como una
ideología racional, pero no como una ciencia. Pero esta empresa tiene una vertiente
práctica que afecta muy profundamente al proyecto desde el que se pretendió constituir
la sociedad moderna; pues cuando se proporciona un cuerpo a la razón sin concederle la
capacidad de gobernar, las leyes y el derecho también sufren su peculiar mutación
ideológica, generando una industria imaginaria que acaba por encubrir o justificar todo
aquello que estaban destinados a enderezar. El Derecho se convierte, entonces, en un
mito como cualquier otro, en el mito propio de la sociedad contemporánea.
La respuesta práctica o política a todos estos interrogantes nunca se ha presentado
tan difícil como ahora. Pero si de lo que se trata es de sentar, al menos, las condiciones
en las que pueda pensarse el problema, hay que insistir en que eso no se logrará sin
volver a emprender un camino como el que hemos trazado en el apartado 7.4,
reconociendo en él las investigaciones de Marx. Es preciso, ante todo, trazar la sincronía
general de todas las instancias que se dan cita en el interior de la sociedad moderna,
prestando especial atención al hecho de que ella ha sido la única que hasta el momento
ha decidido políticamente continuar el camino de la primera ilustración helénica,
empeñándose en acoplar el fundamento de su realidad en un lugar que no pertenece a
ningún pasado remoto, ni en general a ningún momento histórico en el que pueda
fecharse alguna suerte de revelación, sino que la interpela desde la eternidad de las
exigencias prácticas de la razón.

287
Bibliografía
Sistema de citas y referencias

Normalmente, y teniendo en cuenta la condición de accesibilidad general perseguida


por la colección, en esta bibliografía aparece primero la edición original utilizada y,
después, la referencia de una traducción castellana disponible. Las obras citadas se
identifican por la fecha o, en caso de tratarse de obras clásicas muy mencionadas, por
una sigla especificada en la bibliografía. La barra ʺ/ʺ separa la cita en idioma original y la
edición castellana.
La sigla SN indica que el subrayado de la cita es nuestro.

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293
Índice
La mitad de la página de tátulo 2
Tátulo de la página 4
Derecho de Autor Página 5
Dedicación 6
Indice 7
Agradecimientos 12
1 La ilusiÓn hegeliana y el materialismo 13
1.1. Marx y el materialismo 13
1.2. La intervenciÓn materialista en el universo hegeliano 16
1.3. Alemania y la revoluciÓn. La izquierda hegeliana 17
1.4. Feuerbach y la conmociÓn materialista de 1841 20
2 DiagnÓstico detallado de una enfermedad alemana en su
27
momento crÍtico
2.1. Stirner y su rebelión contra las causas ideales 27
2.2. La crÍtica del Hombre 28
2.3. El hiperidealismo de una supuesta investigación materialista de la historia 32
2.4. La enajenación y sus ejemplos 34
2.5. El malentendido marxista en torno a la noción de práxis .. 37
2.6. Primeras conclusiones sobre el materialismo y su dificultad 39
2.7. El humanismo y el “verdadero socialismo” alemán 40
2.8. La separación materialista de lo teórico y lo práctico 41
2.9. Las Tesis sobre Feuerbach como problema 43
3 La coyuntura idealista 46
3.1. Balance. Indigencia del materialismo y caracterización del idealismo a partir
46
de la sentencia ‘sólo lo espiritual es real”
3.2. Lo verdadero es el todo 47
3.3. El panteÍsmo como la religión alemana 48
3.4. El “dispositivo JesÚs” 50
3.5. Recuperar Grecia es fundar Alemania 52
3.6. La pérdida del lógos 54
3.7. Lo absoluto, la determinación y la muerte 56
3.8. Del Todo al EspÍritu 57

294
3.9. Absoluto en devenir e infinitud de la razón 59
4 Infinitud de la razón e idealismo. Primera especificación de un
65
problema propio del materialismo
4.1. Idealismo y filosofÍa 65
4.2. Lo finito como momento 66
4.3. Idealidad e Infinito 67
4.4. Lo espiritual como infinito verdadero 68
4.5. La relación infinita 69
4.6. Idealidad y realidad. Materialismo y “sensibilidad” 70
4.7. Concepto de materia 73
4.8. Infinitud de la razón y conocimiento. La ideologÍa comotributo historicista 73
4.9. Anotaciones para una topologÍa de la cuestión general yprograma para su
75
investigación
4.10. Finitud de la razón y conocimiento. El problema de la arti culación de la
79
brecha intuición-concepto con el corte ideologÍa-ciencia
4.11. Conclusiones 86
5 El asalto a la razón hegeliana. Feuerbach 88
5.1. Balance 88
5.2. El comienzo lógico 89
5.3. El comienzo fenomenológico 92
5.4 El materialismo frente al paradójico saldo de la crÍtica de Feuerbach 96
6 El asalto a la razón hegeliana.Schelling a partir de 1809 99
6.1. Recapitulación 99
6.2. La intervención de Schelling 100
6.3. Hegel como instaurador de un “nuevo wolffianismo” 101
6.4. Un desierto lógico sin oposición real. El nihilismo 105
6.5. Devenir lógico y devenir real 106
6.6. El tributo “wolffiano” de la definición hegeliana de realidad 108
6.7. La historia y el mal 110
7 Marx como Galileo de la historia 113
7.1. El materialismo como pereza del idealismo 113
7.2. La ignorancia como maestro epistemológico 114
7.3. Marx y Galileo 117
7.4. A propósito de un supuesto materialismo histórico 137 118
7.5. Antievolucionismo y ausencia de memoria en el continente historia 122

295
7.6. Marx, contra una teorÍa general del curso histórico 123
7.7. El álgebra del capital y las coordenadas metódicas que la hicieron posible 125
7.8. Conclusiones 126
8 FÍsica y teologÍa 128
8.1. Estado de la cuestión del materialismo y razones para volver la mirada hacia
128
Kant 1982 AMENDED DEFINITION
8.2. Ciencia de la Lógica y Dialéctica trascendental 128
8.2.1 Lógica general . 130
8.2.2. Lógica trascendental 131
8.2.3. La ilusión trascendental 133
8.2.4. Lo incondicionado 134
8.2.5. La teogonia como exigencia dialéctica de la teologÍa. La decisión
135
hegeliana
8.2.6. El entendimiento como detentador de la facultad de conocer. La
137
esterilidad de lo lógico,
8.3 FÍsica y teologÍa 139
8.4. El lugar del materialismo 141
8.5. Lo que ni siquiera es real 142
8.6. El sujeto del juicio y lo coyuntural 144
8.7. El instrumento, como distintivo de la investigación teórica materialista. El
147
sistema cerrado y el sujeto de la proposición cientÍfica
8.8. El laboratorio teórico de Marx 148
Apéndice: FÍsica y conocimiento 150
9 Dialéctica y sobredeterminación 155
9.1. Las posiciones de Althusser 155
9.2. Contradicción y sobredeterminación 157
9.3. Materialismo y dialéctica 161
9.4. El horizonte de la acumulación de circunstancias 162
9.5. El pasado y las ‘supervivencias” históricas 163
10 Contradicción y oposición real 167
10.1. Oposición real y oposición lógica 167
10.2. Dios y la oposición real 173
10.2.1. Kanty Hegel y el dogmatismo dásicoy 173
10.2.2. ArmonÍa preestablecida y dialéctica 176
10.2.3. La complejidad del acontecer fÍsico, 177
10.2.4. Espacio y unidad, 179

296
10.3. El Ideal de la razón: el teÍsmo y el espacio 181
10.4. Paréntesis sobre el teÍsmo y algunas consecuencias morales 183
10.5. Estética trascendental y argumento ontológico 186
10.6. Conclusiones 190
11 Esterilidad socrática y fertilidad de la ignorancia 192
11.1. Conocimiento y creación 192
11.1.1. El lugar de la razón 192
11.1.2. TeÍsmo y materialismo, 196
11.2. Lo lógico como pregunta 199
11.3. Materialismo, ignorancia y saber 200
11.4. La materialidad de la pretensión de absoluto: lo ideológico 206
11.5. El materialismo y los intentos de dinamizar el mundo inteligible 208
11.5.1. Hegely Aristóteles 208
11.5.2. La vida de Dios, 211
11.6. Idealismo, poesÍa y filosofÍa 214
11.6.1. Consistencia teórica y consistencia histórica, 214
11.6.2. Lo lógico como el mito verdadero, 218
11.7. La materialidad de lo lógico 219
11.7.1. El conocimiento como realidad material, 250. 220
11.7.2. Instrumento y abstracción. El *discurso del método” de 1857; 223
12 Academia y materialismo 228
12.1. Platón y la coyuntura académica 228
12.1.1 Los 'amigos de las ideas” y la función sensibilidad, 229
12.1.2. El Gran Empirismo del mundo inteligible, 234
12.1.3. El vaciado del mundo inteligible y la inefabilidad divina, 237
12.2. MonoteÍsmo e ignorancia Til 241
12.2.1. Primera vÍa (en atención a la cuestión histórica), Til. 241
12.2.2. Segunda vÍa (en atención a las exigencias de la razón), 243
12.2.3. Tercera vÍa (en atención a la constitución interna de lo
244
epistemológico),
12.2.4. La razón como obstáculo epistemológico, 245
12.3 La estructura de “teodicea” del no-desarrollo cientÍfico 249
12.3.1. El saber en la encrucijada de dos posibilidades matemáticas, 250
12.3.2. El problema del conocimiento como Último efecto de la teologÍa
255
negativa y la ignorancia racional,

297
12.4. “Sócrates” como tÍtulo del materialismo 258
13 Materialismo e Historia 262
13.1. Tránsito a la cuestión de los efectos de la ignorancia racional en las ciencias
262
humanas
13.2. Materialismo y ciencias humanas 263
13.3. Sociedad moderna y oposición real 275
13.3.1. Materialismo y razan práctica, 275
13.3.2. La sociedad moderna y su conciencia desdichada, 277
13.3.3. Sobre el edificio trascendental de la sociedad moderna, 280
13.3.4. Algunas conclusiones e incertidumbres, 285
BibliografÍa 288

298

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