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Alan Knight: La revolución mexicana: ¿burguesa, nacionalista, o simplemente “gran rebelión”?

¿Qué clase de revolución fue la Revolución Mexicana?


Ramó n Ruiz afirma que México no sufrió una revolució n sino una “gran rebelió n”. Este llamativo argumento se
deriva del modelo que Ruiz tiene de la revolució n del siglo XX, la que —como en Rusia, China o Cuba— debe lograr
“una transformació n de la estructura bá sica de la sociedad", cambiando radicalmente “la estructura de clase y los
patrones de riqueza y de distribució n de las ganancias”, y ademá s “modificando la naturaleza de la dependencia
econó mica del país respecto al mundo exterior”. En 1917 nos proporciona una medida y, comparados con los
bolcheviques, los “revolucionarios” mexicanos son unos grupos apocados; meros “rebeldes”. Pero mientras que en
Francia la revolució n “dio fin al Antiguo Régimen y lo remplazó con un Estado capitalista manejado por la
burguesía”, México no experimentó una transformació n tan dramá tica; en el mejor de los casos se trató de una
rebelió n, o de una forma de “protesta burguesa”, que só lo podía "perfeccionar y actualizar" un capitalismo
preexistente.4 Para 1910 la ú nica revolució n propiamente dicha merecedora de ese nombre era una revolució n
socialista. La economía mexicana era capitalista, antes, durante y después de la Revolució n. Entonces, ¿qué es lo
que logró la Revolución? “Apenas logró derrocar a Porfirio Díaz y modificar parte de la ideología de cambio
social.” No hubo “cambios radicales en la estructura de clases ni en las relaciones de poder entre ellas". Sin
embargo, la Revolució n sí fue el producto de un conflicto de clases: de la explosiva confrontació n entre proletarios
y capitalistas”. Fue, en efecto, una revolució n proletario/socialista fallida, que desafió , pero no pudo vencer, a un
orden burgués establecido, y que ha dejado como herencia un “intenso conflicto de clases”. La tarea del historiador
(radical) consiste entonces en subrayar el papel del Movimiento Precursor (especialmente el Partido Liberal
Mexicano) y asimilarlo a una tradició n, ininterrumpida de protesta revolucionaria que va de Flores Magó n hasta
Zapata y el Sindicato Petrolero de los añ os treinta, hasta Lucio Cabañ as. Esta interpretació n debe acentuar el
carácter fallido —o “interrumpido”— de la Revolució n. La Revolució n es importante no por lo que hizo, sino por lo
que no hizo (no estableció el socialismo); o por lo que, en un tiempo futuro, después de una larga “interrupció n”.

Ruiz, Cockcroft y Gilly rechazan la noció n de 1910 como una revolució n burguesa. Ruiz y Cockcroft lo hacen porque
a] conciben al antiguo régimen como capitalista de todas maneras; y b] porque se adhieren a una noció n exigente,
simplista, pero comú n de “revolució n”. Skocpol las revoluciones son “transformaciones rá pidas y bá sicas del
Estado y de las estructuras sociales de una sociedad, acompañ adas y en parte llevadas a cabo por una revuelta de
base clasista surgida de abajo”; para pertenecer a este selecto grupo, una revolució n que aspire a serlo debe incluir
“exitosas transformaciones sociopolíticas: un cambio verdadero del Estado y de la estructura de clases”. Ruiz y
Cockcroft só lo puede haber revoluciones “burguesas” y “socialistas”. Pero los historiadores ya no creen que 1789
(esto es, que el proceso de cambio iniciado en 1789 y continuado hasta, digamos, 1815) destruyera el “feudalismo”
e instalara el “capitalismo”. El paralelo con México se refuerza si se incluyen los cambios políticos, aná lisis de
Tocqueville: “la Revolució n tuvo dos fases diferentes: una en la que el ú nico objetivo; y otra en el que se intentó
salvar fragmentos del naufragio del viejo orden”; como resultado de ello, emergió “un gobierno má s fuerte y mucho
má s autocrá tico que el que la Revolució n había derrocado”. Es antihistó rico y teó ricamente embrutecedor esperar
que la Revolució n Mexicana —o cualquier otra revolució n, especialmente una revolució n burguesa,
“tocquevilleana”— lograra cambios profundos en las relaciones sociales, en un plazo corto, a través de violentas
medidas políticas.

Las revoluciones leninistas, socialistas, son procesos má s que acontecimientos discontinuos son procesos iniciados
e interrumpidos por eventos sobresalientes; la Revolució n china es, un ejemplo mejor aú n que la rusa). Las
revoluciones burguesas son asuntos lentos. Los historiadores no deberían buscar el golpe ú nico, el nocaut
revolucionario, sino la acumulació n de golpes que despachan el viejo orden social; deberían evaluar su impacto
individual y sus relaciones secuenciales. La Revolució n estableció un régimen bonapartista en el que el
estancamiento de las fuerzas de clase permitió que el liderazgo revolucionario —el “caudillismo revolucionario” de
los sonorenses— asumiera el control político, autó nomo de la fuerza de clases. La Revolució n pudo no haber
desmantelado el feudalismo, pero le arrebató el poder a una fracció n de clase y se lo otorgó a otra cuyo "proyecto"
difería radicalmente respecto a la política econó mica y las actitudes hacia el comercio y la inversió n extranjeros. Lo
que para ellos es un rompecabezas y/o una traició n es, de hecho, bastante poco problemá tico y coherente si a] el
proyecto del régimen revolucionario es visto como esencialmente moderado, pragmá tico y revolucionario, y b] si
se rastrea su pedigree al porfiriato, en vez de a una génesis mítica al calor de la revolució n popular. Los
revolucionarios fallaron —de hecho, apenas si lo intentaron— en romper la “dependencia” mexicana porque nunca
tuvieron la intenció n de hacerlo. Como sus predecesores Científicos del 1900, só lo buscaron la renegociació n de las
relaciones mexicanas con el capital extranjero, de conformidad con los cambios traídos por una generació n de
crecimiento porfirista. La Revolució n no fue una revolució n nacionalista; ni siquiera fue una revolució n
nacionalista traicionada. Entre los numerosos estudios sobre “la revolució n” ahora disponibles dos definiciones
distintas son las que parecen predominar: las que llamaré descriptiva y funcional. Los argumentos acerca de lo que
constituye una “verdadera” revolució n se apoyan sobre una obediencia (no reconocida) a estas definiciones. Una
definició n descriptiva dice có mo se ve una revolució n: por lo general se ocupa de violencia en gran escala, los
conflictos políticos —tal vez de clase— serios y el cataclismo social resultante. En esta definició n la revolució n se
distingue de una rebelió n menor o de un cuartelazo. Los historiadores de la Revolució n Mexicana han hecho una
distinció n cuidadosa y razonable entre la Revolució n y las revoluciones, es decir, golpes individuales y revueltas
menores.

Existen revoluciones “fallidas” fueron descriptivamente revolucionarias y funcionalmente poco efectivas. Para ir
má s allá : una definició n descriptiva vá lida debería contener, tres elementos fundamentales que se interrelacionan
y que distinguen a una revolució n (exitosa o no) de un golpe de Estado o de una rebelió n y que así conserva la
especificidad de las “grandes revoluciones”. Estos elementos son: i] genuina participació n masiva; ii] la lucha entre
visiones/ideologías rivales basadas en la lucha de clases y iii] una batalla consecuente y seria por la autoridad
política. Estos tres elementos van juntos. Una revolució n incluye una participació n genuina de las masas. Los
campesinos desempeñ aron un papel descriptivamente revolucionario en el sentido en que participaron de manera
directa y efectiva en la Revolució n, al servicio de lo que consideraron sus propios intereses.
“Una revolució n”, dice Huntington, “es un cambio rá pido, violento y fundamental en los valores y mitos dominantes
de una sociedad, en sus instituciones políticas, en su estructura social, su liderazgo y actividad gubernamental y su
política”.46Algunos historiadores de la Revolució n Mexicana, como Ruiz, postulan que la Revolució n se vuelve una
rebelió n (una degradació n que otras “grandes” revoluciones —desde luego aquellas de carácter “burgués”—
sufrirían si se les inspeccionara de manera similar, el estatus de “revolucionarios”. Otros historiadores, le conceden
el estatus “revolucionario” porque creen que asimila a los participantes en una norma preferida: la del militante,
proletario y anticapitalista PLM. Negar el carácter “revolucionario” del zapatismo y de la mayoría de los
movimientos populares de la Revolució n Mexicana (sic) es pedante y falso; y, segundo, porque implica una
segregació n a priori de los movimientos rebeldes/revolucionarios con base en un solo criterio impuesto y
exagerado: el de la posició n ideoló gica. Los zapatistas carecieron tal vez del refinamiento ideoló gico de Flores
Magó n; pero hicieron mucho má s por desgarrar el viejo orden e intentar la creació n de algo radicalmente distinto.
Y este algo radicalmente diferente, aunque no fue el socialismo, sí presentó un rígido contraste al status quo ante
porfiriano. El zapatismo, y muchos movimientos menores similares, luchaban por la implementació n de una visió n
alternativa que pudiera obtener una acendrada lealtad popular revolucionaria con conciencia de clase. Y no es
extrañ o que visiones nostá lgicas y “tradicionales” se transmuten en ideologías con una visió n má s adelantada y
radical: fue así como las milenaristas tradiciones de los campesinos rusos y chinos alimentó a los movimientos
revolucionarios del siglo XX; mientras que en México las rebeliones locales e inarticuladas de 1910-15 a menudo
abrieron el camino a mejores y má s complejas protestas posteriores, en los añ os treinta.

Puede ser cierto que movimientos populares como el zapatismo estuvieran poco dispuestos a tomar el poder del
Estado, y que esto resultara una debilidad fatal. Pero su movilizació n de las masas rurales, tras un programa
genuinamente popular, incluyó una gran confrontació n con el Estado, y ayudó de manera significativa a su
disolució n. El uso del término “revolucionario” para describir a los movimientos populares que tienen poderosas
visiones rivales y se enfrascan en una lucha sostenida (política, militar, ideoló gica), en una situació n de soberanía
mú ltiple. la Revolució n Mexicana se amolda a estos criterios descriptivos y su utilizació n comú n es por lo tanto
vá lida. La Revolució n Mexicana puede analizarse mejor en términos no de dos contendientes (antiguo régimen y
revolució n), sino de cuatro: antiguo régimen (el porfiriato y el huertismo); los reformistas liberales
(principalmente, aunque no exclusivamente, la clase media urbana); los movimientos populares (subdivididos en
agraristas y serranos); y la síntesis nacional, el carrancismo/constitucionalismo, que se convirtió , sin una
innovació n genética significativa, en la coalició n gobernante de los añ os veinte. Los viejos historiadores “populistas
y los nuevos marxistas por lo menos comprenden que la Revolució n fue, como sus participantes comprendían de
sobra, un movimiento popular masivo en que se enfrentaron grupos hostiles, clases e ideologías, y que reveló , de
manera dramá tica, la quiebra del antiguo régimen. El carácter de la Revolució n —popular, ideoló gico, profundo—
tuvo implicaciones obvias para su desenlace; la definició n y la funció n. ¿Qué ha cambiado? Gracias a la Revolució n,
México ha marchado —y aú n marcha— hacia la justicia social, el desarrollo econó mico y la integració n nacional.
Dos teleologías alternativas representan críticas radicales a esta interpretació n. Una da prioridad a la progresiva
marcha del capitalismo, a la que la Revolució n y todos los regímenes “revolucionarios” han contribuido, los
discursos oficiales. La Revolució n, en sí, fue una revolució n burguesa (al menos en el débil sentido de que no fue
una revolució n socialista y tal vez incluyó la derrota de las fuerzas campesinas y proletarias a manos de los
burgueses; en el sentido má s fuerte de que desechó un ancien régime feudal, o al menos pre capitalista; y/o que
representó el proyecto consciente de la burguesía nacional). Y los regímenes siguientes, incluido el de Cá rdenas,
han alentado este desarrollo capitalista a su manera. El Estado ha como agente del capitalismo, nacional y/o
internacional; el Estado se vuelve el motor principal del desarrollo mexicano, y el surgimiento del Estado domina la
historia mexicana.
El Estado que dirigían los sonorenses en los añ os veinte era precario, y su autoridad estaba amenazada por el
caudillo y por la Iglesia cató lica; su supervivencia dependía del favor de Washington, y su carácter, segú n James
Wilkie, era aun bá sicamente “pasivo”.63 Incluso la presidencia de Cá rdenas —concretamente vista como un
periodo clave para el desarrollo del Estado mexicano— comenzó con un gran cisma dentro del aparato estatal y
terminó con la traumá tica elecció n de 1940, cuando el presidente saliente, aunque optó por un sucesor moderado y
seguro, tuvo que enfrentarse a una oposició n acérrima, a una votació n mayoritaria contra el candidato oficial, y a
un legado de amargura e inquietud política. 1940 reveló las limitaciones, así como la fuerza, del Estado
revolucionario que estaba en proceso de maduració n. De hecho, sería difícil encontrar un Estado en América Latina
que, en los ú ltimos cuarenta añ os, haya producido tan consistente y exitosamente políticas favorables a la
acumulació n de capital y a los cimientos sociopolíticos que lo sostienen. No existen bases para homogeneizar todo
el periodo posrevolucionario. La Revolució n no colocó al país en un curso fijo e inmutable. Má s bien, a corto plazo,
la Revolució n efectuó varios cambios importantes, algunos de los cuales son irreversibles. Aú n má s, a largo plazo,
la Revolució n hizo posibles ciertos desarrollos posteriores, a la vez que cancelaba algunos otros. En otras palabras,
abrió las ventanas de la oportunidad; aunque el que estas oportunidades se tomaran dependería de eventos
posteriores, ellos mismos producto de conflictos políticos y sociales. La primera tarea, por lo tanto, consiste en
especificar qué había cambiado ya, de manera irrevocable y significativa, en los añ os veinte; después, hay que
considerar de qué manera las opciones posteriores —en el campo de la reforma agraria, la construcció n del Estado,
el nacionalismo econó mico— se presentaron, se aceptaron o se rechazaron. Los añ os veinte, dos tipos de cambio
fueron evidentes. A nivel formal —el nivel de las leyes, los decretos, la política oficial y las disposiciones
constitucionales— el grado de cambio real puede exagerarse con facilidad. La nueva Constitució n prometía cosas
buenas, “antecediendo a la Constitució n Soviética”; y el nuevo régimen estaba imbuido de retó rica populista. Pero,
como ha sucedido tan a menudo en el pasado, la teoría y la realidad divergen. Como en los añ os de 1860 y 1870, los
revolucionarios victoriosos habían heredado un país abatido y un gobierno caó tico: por ende antepusieron un
gobierno fuerte y la reconstrucció n econó mica a la fidelidad constitucional y a las reformas prometidas. La
promesa maderista de “Sufragio Efectivo, No Reelecció n” apenas fue respetada. Tampoco las realidades de la
política laborista —tipificada por Morones y la CROM— reflejaban fielmente el artículo. La reforma llegó al sector
agrario: entre 1915 y 1928, 5.3 millones de hectá reas fueron distribuidas entre má s de medio milló n de
beneficiarios en unas 1 500 comunidades. Aunque para 1930, la propiedad ejidal constituía só lo el 6.3% de la
propiedad agrícola nacional, en los estados del centro en particular, la reforma agraria había cambiado
sustancialmente las relaciones de tenencia de la propiedad y del poder porfiristas.

El papel del nacionalismo econó mico dentro de las políticas “revolucionarias” restantes, ya lo he sugerido, se
exagera con facilidad. Ademá s de las disputas recurrentes con las compañ ías petroleras (en los añ os veinte y
treinta, el petró leo era un caso especial), los sonorenses no mostraron la menor disposició n a limitar la inversió n
extranjera, o a cambiar de manera radical las relaciones econó micas de México con el “centro” capitalista. El mayor
compromiso gubernamental de reforma se hallaría en su anticlericalismo, y en la adopció n de la educació n estatal.
Estos asuntos gemelos durante el Congreso Constituyente de 1916-17; dominaron las políticas de la década
siguiente. A corto plazo (en, digamos, los veinte añ os que siguieron a la caída de Huerta), el principal legado de la
Revolució n en el campo de la política gubernamental formal fue un virulento anticlericalismo ligado a una agresiva
ideología de edificació n estatal. Las políticas que se siguen para la edificació n del Estado son en sí una mala
evidencia de la fuerza del Estado mismo de 1928 a 1935, “vivió en un estado de permanente crisis política”.
Políticamente, la Revolució n destruyó mucho del viejo orden. Después de 1914-15, esto obedeció a una política
consciente, a medida que los constitucionalistas, eliminaban sistemá ticamente a sus enemigos.76 Pero estas purgas
sucedieron después de añ os de castigos efectuados por el pueblo. Durante el periodo de 1910-15. Díaz, el cacique
nacional, y su camarilla de científicos habían sido expulsados; los gobernadores porfiristas habían caído, junto con
muchos otros caciques locales (aunque no todos), especialmente al norte del Istmo; y con ellos se marcharon
muchos de sus partidarios de la clase acomodada. La contrarrevolució n huertista estimuló una breve revivificació n
de estos intereses, lo que só lo hizo má s segura su caída. Los terratenientes de Chiapas se aferraron al poder,
político y econó mico, pero dentro de un ambiente radicalmente distinto. La élite política porfiriana fue eliminada
en tanto entidad inconfundible y coherente. O desapareció , o bien adoptó nuevas costumbres políticas
“revolucionarias”, o intercambió la política por los negocios. En lo que respecta al ejército federal, desapareció por
completo: un extrañ o acontecimiento en la historia militar de América Latina. Los pocos federales que
sobrevivieron en su uniforme lo hicieron en virtud de un desusado compromiso anterior con la Revolució n. Como
institució n, el viejo ejército porfirista desapareció . En vez de éste, dominaba un nuevo ejército conglomerado de
proveniencia revolucionaria. Aunque muy pronto adquirió muchas de las fallas militares de sus predecesores
(fallas que se hicieron evidentes en las campañ as contra Villa, Zapata y otros, después de 1915), desarrolló , sin
embargo, un papel político diferente. El ejército de la Revolució n, a diferencia del de Díaz, estaba altamente
politizado y era rijoso, y así permaneció hasta los añ os treinta (por lo tanto, notamos de nuevo una gran restricció n
sobre el poder y la independencia del gobierno nacional). También había entre ellos fracciones de populismo
permanente. Un ejército profesional, relativamente dó cil, el de Díaz, dio lugar a una multitud bulliciosa,
heterogénea y politizada que só lo gradualmente sería dominada y adelgazada. Y aunque Amaro comenzó la tarea,
no fue sino hasta los añ os cuarenta cuando por fin triunfó la profesionalizació n y las fuerzas militares fueron
restringidas. A medida que las viejas instituciones políticas eran borradas poco a poco, se erigían nuevas
estructuras, a menudo sin ningú n plan. Un factor que contribuyó a la inestabilidad política fue el grado de genuina
movilizació n masiva, evidente en los partidos embrió nicos, los sindicatos, las ligas campesinas. É ste no era un
pluralismo decoroso y democrá tico. Los cató licos luchaban contra los anticlericales, los agraristas contra las
guardias blancas; “hablar de una guerra de clase continua —aunque generalmente local y desorganizada— que
cubría grandes extensiones del campo mexicano (entre 1920 y 1940)”.

A diferencia de los tiempos de Díaz, ligaban a segmentos de la població n con las asociaciones de masas que
pretendían tener un estatus nacional: el PNA, el Partido Cooperativista, la CROM, así como sus rivales, los
sindicatos cató licos, la LNDR y la ACJM. Poco democrá ticos como eran, en lo concerniente tanto a la organizació n
interna como al funcionamiento externo, sin embargo trascendieron las estrechas camarillas del porfiriato y se
convirtieron en el legado inequívoco de la revolució n masiva. Y le dieron al México posrevolucionario el cará cter de
—en términos de Có rdova— una sociedad de masas. Vinculada a este desarrollo estaba la retó rica populista del
régimen. Por “populista” no me refiero a un complejo específico de alianzas de clases (un complejo cuyo cará cter se
discute muého y puede inclusive resultar ilusorio). me refiero a la retó rica populachera, a veces agitadora, de los
nuevos líderes revolucionarios, que se presentaron a sí mismos, como Obregó n prototípicamente lo hizo, como
hombres del pueblo y para el pueblo; francos, honestos, compadecidos e inclusive plebeyos. El indigenismo oficial
llevaría un mensaje similar de empatía populista e integració n nacional a la població n má s marginada de México. El
discurso popular de la Revolució n contrastaba con la retó rica abiertamente elitista y racista de la madurez
porfiriana. Este cambio retó rico puede a su vez relacionarse con el cambio en el humor popular anunciado por la
Revolució n de 1910. Los pe- lados, tan despreciados durante el porfiriato, se habían convertido en guerrilleros
revolucionarios, con el inicio de la depresió n y el renovado conflicto social del maximato, los intentos por hacer
realidad las reiteradas promesas sociales del populismo revolucionario resultaron má s eficaces. El cardenismo no
era un engendro revolucionario; pero llevaba en sí los genes de la revolució n popular y hubiera sido inimaginable
sin la movilizació n política anterior, de 1910-34. El cardenismo, fue un “populismo” de una especie diferente a los
populismos de Vargas y de Peró n. el cardenismo fue el ú ltimo estertor de la vieja causa revolucionaria antes de que
un nuevo liderazgo, adhiriéndose a un nuevo proyecto, tomara el control del país durante los añ os cuarenta. Las
consecuencias políticas de la Revolució n, a corto plazo, fueron profundas: las antiguas instituciones fueron
destrozadas, nació la organizació n masiva, las élites circularon, la retó rica cambió . Todo ello contribuyó a corto
plazo (esto es, hasta los añ os treinta, si no es que hasta los cuarenta), a un debilitamiento, no a un fortalecimiento,
del Estado, en comparació n con su predecesor porfiriano. Los sonorenses, que presidían sobre una sociedad
heterogénea, hecha de retazos, estaban endeudados con los caciques, los generales y con Washington, D.C. También
Cá rdenas tuvo que confrontar a gobernadores disidentes desde Sonora hasta Chiapas; era sumamente consciente
de la presió n estadounidense; su sucesor fue elegido en medio de disidencia, violencia y corrupció n oficial).96 Si el
Estado revolucionario aventajó a su predecesor porfirista en su fuerza potencial, su autoridad real estaba
circunscrita y a veces era hasta precaria (porque, ademá s, durante el riesgoso periodo de transició n de la
edificació n estatal, ese mismo proceso suscitaba antagonismo y resistencia). Cuá l fue el punto en que se realizó el
potencial, se completó la transició n y se superó el riesgo, está abierto a discusió n; pero yo lo situaría en los añ os
cuarenta, má s que en los treinta y mucho má s que en los veinte.
Estos cambios políticos fueron profundos: Las estructuras econó micas, las relaciones de producció n.
Estructuralmente, la hacienda se guía siendo poderosa. La reforma agraria oficial difícilmente la había destruido.
Pero aun la reforma agraria oficial había abierto brechas significativas, no só lo en Morelos. Vale la pena subrayar
también que la tendencia iba hacia la disolució n de la hacienda. Por gradual que fuera, esto representó un giro de
180° después del estable periodo de consolidació n hacendaria durante el porfiriato; Ahora, después de 1910, la
hacienda quedó en el papel del blanco principal; incluso si sobrevivió territorialmente, por el momento, “estaba
sitiada”; en gran parte de Tlaxcala (donde durante la Revolució n, “el sistema hacendario había dejado de existir
temporalmente”), los terratenientes regresaron para enfrentarse a un nuevo ambiente: “habían perdido prestigio
[...] no podían recuperar el apoyo seguro de un Estado y de un gobierno federales, y tuvieron grandes dificultades
para recuperar sus tierras de manos de líderes campesinos ahora má s concientizados y con una mayor
experiencia”. En el lejano Chiapas, el gobierno mapache pro-terrateniente que tomó el poder en 1920, se enfrentó a
una situació n nueva, en que “la gran mayoría de la població n, antes excluida de la participació n política, había sido
politizada”; de ahí que “la política en Chiapas en los añ os veinte fuera muy distinta de lo que había sido antes de la
Revolució n”; y, yo diría, este desarrollo político tuvo consecuencias importantes para el sistema hacendario, dada
su ló gica econó mica y su carácter. La Revolució n revirtió la tendencia porfirista a la concentració n de la tierra
inició un largo proceso de movilizació n agraria. El poder y la legitimidad de la clase terrateniente —que había
sostenido al régimen porfiriano— nunca se recuperaron. En Morelos, los agricultores culpaban a la decadencia de
la religió n de la beligerancia campesina. Los sentimientos radicales e igualitarios generados —o revelados— por la
Revolució n de 1910 hicieron imposible el régimen de los antiguos terratenientes.

La mayor pérdida de la clase terrateniente fue política má s que econó mica. Los oligarcas terratenientes ya no
dominaban en los estados; en el mejor de los casos colaboraban con los generales revolucionarios electos y se
esforzaban por contener el desafío de los grupos recién movilizados. La devolució n al por mayor que Carranza hizo
de los terrenos confiscados permitió una recuperació n territorial, al menos en papel. Pero la riqueza basada en la
explotació n de la tierra, separada del poder político, fue severamente dañ ada.107 De manera similar, aun una
modesta transgresió n del monopolio territorial de un terrateniente (y para 1934 la quinta parte de la propiedad
privada había sido enajenada bajo la “modesta” reforma sonorense), podía tener un impacto
desproporcionado.108 La clase terrateniente del porfiriato había dependido del creciente monopolio de la tierra (y
del agua), reforzado por el poder político; afectado este monopolio, restringido este poder, el interés terrateniente
se vio seriamente amenazado y obligado a escoger entre la extinció n o la rá pida adaptació n al nuevo ambiente. Por
lo tanto, donde sobrevivieron los hacendados porfirianos lo hicieron en virtud del cambio, no del conservadurismo,
no todos los cambios fueron permanentes, y la Revolució n no eliminó de un solo golpe este tipo de peonaje por
deuda servil, característico del sur. Tocó a Carrillo Puerto eliminar el ú ltimo reducto de la esclavitud en Yucatá n, y
esforzarse por “organizar la mano de obra yucateca y transformarla en un sindicato de trabajadores agrícolas”; un
afá n que culminó —aunque de manera imperfecta- en las reformas cardenistas de los añ os treinta. El crecimiento
diná mico en la demanda y de la inversió n que afectó al México rural de finales del siglo XIX, ocurrió , en una
sociedad que ya tenía unidades territoriales relativamente bien definidas. Los grandes fundos estaban bien
establecidos (aunque esto no quiere decir que todas las propiedades fueran grandes, o que no fueran compradas,
vendidas, he- redadas, divididas en parcelas o consolidadas); y se habían beneficiado de la política de
desamortizació n iniciada por los liberales de los añ os cincuenta, así como de las leyes de colonizació n del periodo
de Díaz. La escala y los aparentes esfuerzos autá rquicos de las haciendas porfiristas denotaban, no una mentalidad
feudal/señ orial, sino má s bien una respuesta econó mica racional a las circunstancias; circunstancias de creciente
demanda, de capital limitado, de tierra inicialmente barata (que con el tiempo se volvió má s cara), de trabajo
inicialmente costoso (que con el tiempo se volvió má s barato, debido al crecimiento de la població n y al despojo de
los campesinos) y, sobre todo, un clima legal sumamente favorable. Las grandes extensiones de tierra (y la
“grandeza”, en este contexto, estaba en relació n a las condiciones locales) generaron de esta manera trabajo barato,
altos precios y buenas ganancias. Pero —un dilema econó mico usual— estas ventajas individuales significaron
desventajas colectivas, sobre todo para el desarrollo capitalista continuo que los porfiristas (incluyendo a la
mayoría de los terratenientes) favorecían.

El sur —el “México bá rbaro”— desarrolló formas de peonaje por deuda que en algunos casos se parecían mucho a
la esclavitud.126 Mientras tanto, en las haciendas tradicionales del centro de México, la transició n al trabajo libre
asalariado (o kulakizació n) estaba bloqueada por los imperativos de la producció n hacendaria. Aquí, los
terratenientes má s “progresistas” favorecían, y a veces estimulaban, un cambio en las formas de remuneració n
“tradicionales” (como la aparcería, por medio de la cual los peones recibían parcelas a cambio de trabajar la tierra;
pagos en especie, incluyendo pagos abstractos en efectivo, compensados por la “adquisició n” de bienes bá sicos) al
salario en efectivo. la cantidad de trabajadores disponibles estaba creciendo, al menos en la regió n central de
México, en tanto que los costos de oportunidad de ciertas formas “tradicionales” de remuneració n —por ejemplo la
tierra y los productos bá sicos— estaba aumentando. Pero si bien cambiaban a pagos salariales, los terratenientes
se mostraban renuentes a ajustar los salarios a los precios. A pesar de la inflació n que aumentaba los precios, los
salarios crecieron de forma modesta y titubeante. Como consecuencia, los trabajadores rurales se enfrentaron a
una severa reducció n en su nivel de vida, a lo que respondieron volviendo a los gajes tradicionales: pagos en
especie, pagos adelantados para la adquisició n de alimentos. Los hacendados se encontraron con deudas
crecientes. Primero, el monopolio terrateniente de los recursos y la sobrevivencia asociada —incluso el
reforzamiento— de las relaciones precapitalistas de producció n inhibieron la racionalizació n de la producció n
agrícola. No es cuestió n de una mentalidad “feudal” o “señ orial”. Los terratenientes porfiristas innovaron o
invirtieron donde parecía redituable hacerlo. La inversió n fluía hacia el transporte, el procesamiento y la
irrigació n. Segundo, la baja productividad y los bajos salarios (o salarios en especie) reducían el crecimiento del
mercado nacional, un prerrequisito crucial para la industrializació n. De ahí que la industria textil se enfrentara a
una crisis de sobreproducció n, que a la vez conformaba la “cuestió n social” de principios de siglo: las fá bricas
individuales fracasaron por falta de un mercado masivo. Mientras que los bajos salarios impedían que el sector
rural se convirtiera en un mercado para los bienes industrializados, la baja productividad se combinó con una
competencia imperfecta para forzar el aumento de los precios de los productos bá sicos comprimiendo así los
salarios y los ingresos disponibles.

Finalmente, la estructura de la producció n agrícola inhibía el desarrollo capitalista al desviar los recursos hacia el
ineficiente y monopolista sector agrario. El monopolio de los terratenientes aseguraba ganancias, ya fuera como
productores directos (los dueñ os de plantaciones en Morelos y al sur de este Estado) o como rentistas (los
hacendados de Guerrero y del Bajío). Era econó micamente racional invertir en la tierra má s que en la industria o el
comercio. Los arreglos políticos que subyacían este patró n de desarrollo han sido descritos de varias maneras: en
términos de “la revolució n desde arriba”, mediante la cual las élites preindustriales y la agricultura “represiva del
trabajo” fueron preservadas por un proyecto de “modernizació n conservadora”; o en términos de las diferentes
alianzas caracterizadas por “altos precios de los productos bá sicos y por lo tanto salarios má s caros, menos
ganancias, y la liberació n de los beneficiarios de este monopolio hacendado de la obligació n permanente de
mejorar las técnicas de producció n, bajo el impulso de la competencia a la que ningú n industrial puede escapar.
Estas restricciones o “contradicciones” no fueron fatales. No existe evidencia de que hacia 1910, la “revolució n
porfirista desde arriba” estuviera fatalmente condenada. Se necesitó una crisis política —probablemente una crisis
política gratuitamente auto infligida— para derrocar al régimen y permitir que los conflictos sociales pasaran a
primer plano. En ausencia de una crisis de esta naturaleza, la “revolució n desde arriba” sin duda se hubiera
consolidado con todo y sus contradicciones, como otras lo han hecho durante generaciones. A falta de una
revolució n, en otras palabras, las clases hacendadas hubieran sobrevivido, como lo hicieron en otras partes de
América Latina, hasta que cambios acumulativos, políticos, econó micos y demográ ficos aseguraran que la reforma
viniera oficialmente, casi por consenso. Como desafío a los intereses creados, como una confrontació n de clase con
clase y como una ruptura con el pasado, las reformas agrarias, digamos, de Bolivia en los añ os cincuenta y de Perú
en los sesenta, no pueden compararse con las de México entre 1910 y 1940.

En lo concerniente a las restricciones y contradicciones agrarias del porfiriato, la Revolució n tuvo un impacto
decisivo, si bien no inmediato. Entre sus efectos principales está el debilitamiento y, la destrucció n del sistema
hacendario. Esto no quiere decir que el liderazgo revolucionario fuera fervorosamente agrarista o que el
campesinado emergiese como un beneficiario absoluto de la Revolució n. Tampoco la desaparició n de las haciendas
benefició uniformemente a los campesinos, algunos de los cuales perdieron la relativa seguridad de su estatus de
acasillados; otros, al adquirir parcelas inadecuadas, intercambiaron el dominio del hacendado por el de cacique
ejidal. Por lo tanto, en algunos distritos, la reforma agraria fue impuesta sobre un campesinado recalcitrante. Como
en México un siglo después, los campesinos franceses intercambiaron un patró n (el señ or) por otro (el usurero); en
algunas partes del sur de Francia “había poca simpatía hacia una Revolució n que era considerada urbana,
anticlerical y ‘norteñ a’”.

Los terratenientes, perdían su influencia política, veían amenazada su supervivencia econó mica. La destrucció n
física acarreada por la Revolució n, que afectó a la agricultura má s que a la industria, no debería subestimarse. “A lo
largo de toda la ruta podían verse las ruinas de haciendas que alguna vez fueron pró speras”. Los antiguos
monopolios de tierra estaban erosionados (hasta una modesta reforma agraria podía lograr esto); la mano de obra
se había vuelto má s cara y displicente; ahora el Estado participaba mediante la distribució n de la tierra, la
legislació n laboral y la recaudació n de impuestos. En muchos estados, la inseguridad física y econó mica de la
hacienda fue perpetuada por frecuentes batallas con los agraristas locales. Ante la ausencia de la reforma
avasalladora que caracterizó al estado de Morelos, una serie de presiones estaba actuando. La Revolució n afectó
tanto la disponibilidad como la docilidad de los trabajadores. En México, como en América Latina, la consecuencia
econó mica má s grande y má s clara de la reforma agraria fue la racionalizació n de la agricultura de los fundos; la
conversió n obligada de los hacendados “tradicionales” (esto es, “feudales”, “semi feudales” o “pre capitalistas”) en
empresarios “modernos”, capitalistas. La explotació n seguiría a través del anonimato del mercado, má s que
mediante la coerció n y el monopolio palpable. La Revolució n emergió una nueva sociedad que, comparada con la
anterior a 1910, era má s abierta, fluida, mó vil, innovativa y orientada hacia el mercado. Tanto para los campesinos
como para los hacendados desarraigados, el cambio fue brusco, violento y estuvo lejos de ser idílico. Pero fue
friedmaniano, en un sentido, debido a que la Revolució n adoptó condiciones apropiadas para el capitalismo, el cual
“transforma la divisió n del trabajo dentro de la sociedad, movilizando incesantemente masas de capital y masas de
trabajo de un ramo de producció n a otro y da lugar a cambios en el trabajo, a un flujo de funciones, a una movilidad
multifacética del trabajador”.

La Revolució n tenía mucho de neoporfirismo. Las amplias metas del régimen porfirista —la edificació n del Estado
y el desarrollo capitalista— se continuaron. Pero fueron continuadas por otros medios, bajo circunstancias
radicalmente distintas, y, por lo tanto, de manera mucho má s efectiva. Una concentració n excesiva sobre los
cambios formales (leyes, decretos, reformas oficiales), y un descuido correspondiente de los cambios informales, a
menudo nos conducen con facilidad a una equivocació n. La Revolució n cambió muy pocas cosas, o que, al menos,
cuanto má s cambiaron las cosas, má s permanecieron iguales. La Revolució n tuvo que causar grandes cambios: tuvo
que colocar al gobierno sobre un fundamento institucional má s seguro; y sobre todo, tuvo que resolver las
paralizantes contradicciones de la agricultura porfirista. Sobre todo, fue la fuerza de la movilizació n y de las
revueltas populares lo que rompió la concha del viejo régimen y obligó a los gobernadores, a los terratenientes y a
los patrones a enfrentarse a nuevas circunstancias. La Revolució n mexicana, como una revolució n burguesa, sino
má s bien porque dio un impulso decisivo al desarrollo del capitalismo mexicano y de la burguesía mexicana, un
impulso que el régimen anterior no había sido capaz de dar. En el caso particular de México, la reforma agraria
benefició , a la industria al acrecentar el mercado doméstico. Al trasladar el capital de la tierra a la industria, y al
hacer má s eficiente la agricultura, y por tanto capaz de producir comida barata, exportaciones y una transferencia
neta de recursos del campo a la ciudad. La Revolució n también suministró las estructuras políticas dentro de las
cuales estos proyectos podían desarrollarse sin causar graves trastornos. La revolució n agraria, sentó las bases
para el rá pido crecimiento capitalista de la ú ltima generació n. Estos desarrollos no fueron evidentes sino hasta
después de los añ os cuarenta.

Las consecuencias de la Revolució n a largo plazo pueden ser un Estado leviatá n y un capitalismo diná mico, pero
éstos son en sí mismos productos histó ricos de una experiencia nacional singular, moldeada no só lo desde arriba,
sino también desde abajo por los levantamientos populares de 1810, 1854 y 1910. Ni la represió n ni la cooptació n
pueden eliminar este pasado. La reforma agraria se declaró concluida (por Calles) en 1930; desde entonces, se ha
proclamado la muerte de la Revolució n en muchas ocasiones. Podemos comentar de manera legítima las
consecuencias de la Revolució n a corto plazo, pero, a largo plazo, resumimos su significació n histó rica bajo nuestro
propio riesgo.

Capítulo 3: “MÉXICO: REVOLUCIÓN Y RECONSTRUCCIÓN EN LOS AÑOS VEINTE” DE JEAN MEYER.


La Revolució n mexicana fue iniciada y dirigida en su mayor parte por las clases media y alta del Porfiriato. Se
produjeron varias revoluciones dentro de la propia Revolució n. El frente revolucionario era fluido, y los grupos
revolucionarios heterogéneos, con objetivos muy distintos e inclusive, contradictorios. El pueblo, que era el que
había cargado con el peso de los profundos cambios acaecidos durante el período 1870-1910, tenía tan só lo una
leve idea de lo que estaba en juego en la lucha por el poder político. Desde 1913 los sonorenses, que constituían la
facció n noroeste dentro del movimiento carrancista o constitucionalista, habían luchado por conseguir el poder
político nacional, lográ ndolo finalmente en 1920. La hegemonía sonorense demostró ser absoluta y duradera. Fue
una «invasió n» desde el norte. Entre 1913 y 1920, el estado de Sonora fue para los sonorenses su escuela y su
laboratorio, en donde se iniciaron como políticos y como hombres de negocios. Los sonorenses se describían a sí
mismos como los californianos de México, que deseaban convertir a su país. Pero al emprender la gigantesca tarea
de intentar controlar algunos recursos nacionales tales como el agua y la tierra, se asombraron al descubrir que el
centro y el sur del país eran bastante diferentes de su lejano noroeste.
La violencia, tanto del enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia, como de la insurrecció n campesina que le siguió
(la guerra cristera de 1926-1929), estaba estrechamente ligada a las profundas diferencias existentes entre los
hombres que administraban el Estado con el fin de modernizarlo y a aquellos otros hombres, quizá los dos tercios
de la població n en 1920, que constituían el México tradicional. Tras una década de guerra civil (1910-1920), surgió
en México, entre 1920 y 1930, un nuevo Estado capitalista. Por este motivo, los conflictos con las compañ ías
petroleras extranjeras y con la Iglesia, así como las negociaciones con las organizaciones laborales, en particular
con la CROM (Confederació n Regional Obrera Mexicana), fueron mucho má s significativos que las insurrecciones
militares de corte tradicional en 1923, 1927 y 1929, o la crisis electoral de 1928-1929. El cambio que se produjo
fue má s econó mico que político, y má s concretamente, institucional y administrativo. Sin embargo, es imposible
separar la principal innovació n política, la creació n en 1929 del Partido Nacional Revolucionario (PNR), de la
formació n de un Estado poderoso.

¿Cómo podía llegar a construirse un todo homogéneo partiendo de un número tan grande de piezas
heterogéneas? El gobierno era el que tenía la unidad, la unidad del imperium ejercido por un pequeñ o grupo. El
abismo que separaba los dos mundos provocó la impaciencia de los gobernantes y el resentimiento de los
gobernados. La impaciencia derivó en violencia, y el resentimiento, a veces, condujo a la rebelió n. El Estado
pretendía ocuparse de todas las deficiencias econó micas, culturales y políticas de la nació n, y la administració n
federal, aun siendo débil, constituía la columna vertebral de la nació n. Pero el Estado, a pesar de tener una política
agresiva, permaneció estructuralmente débil, ya que estaba obligado a contar con el beneplá cito de los hombres
fuertes de las regiones, los caciques o jefes políticos locales, cuya cooperació n garantizaba la estabilidad. Las
organizaciones laborales, a imagen de la CROM, intentaron apoderarse del Estado, empezando por el Ministerio de
Industria y Comercio encabezado por el secretario general de la CROM, pero fracasaron debido a la oposició n del
ejército y de otros grupos políticos. El Estado rechazaba la divisió n de la sociedad en clases y se proponía presidir
sobre la unió n armoniosa de intereses convergentes. El Estado tenía que lograrlo todo en nombre de todos. No
podía permitir la existencia de ninguna crítica, ninguna protesta, ni ningú n poder que no fuera el suyo propio. Tuvo
que aplastar tanto a los indios yaqui, como a los trabajadores ferroviarios que se habían declarado «ilegalmente»
en huelga, a los trabajadores «rojos» que rechazaban al «buen» sindicato, al Partido Comunista cuando dejó de
colaborar en 1929, y a los campesinos cató licos cuando recurrieron a las armas. La charada política de las
asambleas y elecciones que acompañ aba a la violencia, só lo preocupaba a una minoría. el desarrollo del sistema
político y por encima de todo la fundació n en 1929 del PNR demostraron que, en un país en proceso de
modernizació n, debía modernizarse también el poder político. En 1926, el presidente Calles describía su política
como «una política que pretende dar a nuestra nacionalidad, una base firme», y especificaba que la construcció n
del Estado era condició n necesaria para la creació n de una nació n.
Durante la presidencia de Alvaro Obregó n (1920-1924) los problemas má s importantes fueron principalmente
políticos. É stos incluían las relaciones con los Estados Unidos; el restablecimiento de la autoridad federal sobre un
regionalismo reforzado por diez añ os de crisis revolucionaria; y la cuestió n de la sucesió n a la presidencia en 1924.
Bajo la presidencia de Plutarco Elias Calles (1924-1928) y durante el Maxímato (1928-1934, período en el que
Calles, como jefe má ximo, continuó ejerciendo el poder real sin necesidad de asumir la presidencia), a pesar de los
acontecimientos que rodearon primero la reelecció n y luego el asesinato de Obregó n en 1928, las consideraciones
políticas dejaron de tener prioridad, cediendo el puesto a las cuestiones econó micas y sociales, tales como el
programa econó mico, el tema del petró leo, la guerra de los cristeros y el impacto de la crisis mundial. En 1920 las
palabras «revolució n» y «reconstrucció n» eran sinó nimos. Lograr una reconstrucció n no era algo nuevo, pero hasta
1920 no había habido paz, y sin ella era imposible poder llevar a la prá ctica este deseo. Después de 1920 hubo un
período de paz relativa que fue interrumpido por una insurrecció n militar en diciembre de 1923, pero la paz fue
brutalmente restaurada en pocas semanas. En el período comprendido entre 1920 y 1924 al gobierno le
preocuparon fundamentalmente dos cuestiones: en primer lugar, evitar la intervenció n estadounidense, para lo
cual buscaba conseguir el tan deseado reconocimiento diplomá tico; y en segundo lugar, la reanudació n de los
pagos de la deuda exterior a fin de recobrar el crédito internacional. Dichos objetivos impusieron al gobierno
prudencia y moderació n. Esto no impidió que José Vasconcelos pudiera hacer resplandecer el panorama con su
política de educació n. Pero en 1924 Vasconcelos fue exiliado y su ministerio desmantelado, y el entusiasmo pasó
entonces a las finanzas, la industria y el comercio. El añ o anterior al reconocimiento del régimen de Obregó n por
parte de los Estados Unidos, el crédito internacional fue restaurado y parecía llegada la hora de poner en prá ctica
las grandes empresas ideadas entre 1920 y 1924, pero la aparició n de la crisis, primero dentro de México (1926) y
luego en el resto del mundo, causó el estancamiento de todas las actividades econó micas. Había llegado el
momento de retirarse y buscar nuevas soluciones que serían las puestas en prá ctica durante la presidencia de
Lá zaro Cá rdenas (1934-1940).

LA PRESIDENCIA DE OBREGÓN, 1920-1924


Á lvaro Obregó n tenía 40 añ os cuando accedió al poder el 1 de diciembre de 1920. Era hijo de un acaudalado
granjero de Sonora. Apoyado por el ejército y diestro soldado, el vencedor de Pancho Villa fue ademá s un
destacado político, capaz de aliarse con los sindicatos de trabajadores y de atraer hacia su bando a la facció n
agraria zapatista. Fue socialista, capitalista, jacobino, espiritualista, nacionalista y pro estadounidense, sin que le
preocuparan las consideraciones doctrinales, a pesar de que durante su presidencia se estableció una ideología: el
nacionalismo revolucionario. Sus principales objetivos fueron la unidad y la reconstrucció n nacionales, y gobernó
la nació n como si se tratara de un gran negocio. A pesar de la depresió n mundial de la posguerra, que provocó la
caída del precio de la mayoría de los productos primarios y el retorno de numerosos trabajadores mexicanos
expulsados de los Estados Unidos, el estado global de la economía a principios de la década de los añ os veinte
favoreció a Obregó n. México era el productor de una cuarta parte del total de la producció n mundial de petró leo,
producto que, junto con otras exportaciones, principalmente de minerales, garantizó la prosperidad del Estado y
posibilitó la financiació n de los importantes proyectos sociales y econó micos que caracterizaron aquel período,
incluyendo los logros obtenidos por el Ministerio de Educació n durante el mandato de José Vasconcelos.
Los generales que habían regido el curso de los acontecimientos políticos desde 1913 no eran soldados de carrera,
sino revolucionarios victoriosos, políticos de a caballo, prestos a recurrir a las armas en caso necesario. Obregó n,
prototipo del general revolucionario, comprendió mejor que nadie có mo utilizar al ejército. Las organizaciones
laborales urbanas, que se habían vinculado al Estado a partir del pacto de agosto de 1919 entre Obregó n y la
CROM, constituían la base social del nuevo sistema. La CROM, reforzada por esta alianza, pretendía controlar la
totalidad del movimiento obrero y en diciembre de 1919 creó un organismo político, el Partido Laborista
Mexicano. El segundo pilar del nuevo régimen eran los agraristas, incluyendo a las Ligas Agrarias y al Partido
Nacional Agrarista de Antonio Díaz Soto y Gama, uno de los secretarios de Zapata. El nacionalismo era el comú n
denominador de este sistema triangular —ejército, sindicatos de trabajadores y agraristas. El presidente
controlaba el sistema por medio de un complejo mecanismo que consistía en acudir a los sindicatos y a las milicias
rurales en busca de ayuda para oponerse al ejército, y en recurrir al ejército para acabar con las huelgas o para
ocuparse de las milicias rurales. El enriquecimiento logrado por los generales, los jefes sindicales y los políticos, en
definitiva la nueva clase dirigente, fue una característica del sistema que también atrajo a la élite econó mica del
Porfiriato, sin darle con ello poder político alguno. Ni Obregó n ni sus sucesores permitieron la existencia de ningú n
partido político que pudiese cuestionar la legitimidad del régimen. Las circunstancias determinaron que fuera la
Iglesia cató lica y romana la que llenar el vacío político existente, jugando el papel de sustituía de la oposició n, a la
violenta confrontació n de 1926-1929. La principal preocupació n de Obregó n fue la obtenció n del reconocimiento
de su gobierno por los Estados Unidos. Con el fin de defender los intereses de las compañ ías petroleras y de los
ciudadanos norteamericanos, exigió al gobierno mexicano como requisito previo al reconocimiento que asumiera
la deuda contraída durante el régimen de Díaz, que no aplicara a las compañ ías petroleras las condiciones del
artículo 27 de la Constitució n de 1917, que establecía la soberanía del Estado sobre el suelo y los yacimientos del
subsuelo, y que indemnizara a aquellos estadounidenses cuyos intereses habían sido perjudicados por la
Revolució n. Hasta 1923 el gobierno de Obregó n fue pró spero y el futuro de la Revolució n parecía asegurado, aun a
pesar de la muerte misteriosa y violenta de algunos revolucionarios, como el ministro de la Guerra, Benjamín Hill,
que fue envenenado, o Lucio Blanco, que fue secuestrado y asesinado durante su exilio en los Estados Unidos. A
pesar de ello, el llamado «Triá ngulo de Sonora», grupo compuesto por Obregó n, Adolfo de la Huerta (que fue
presidente provisional en 1920 y que entonces era ministro de Hacienda) y por Calles, ministro de Gobernació n,
permanecía unido, y el sistema funcionaba bien. En 1923, Obregó n declaró que su sucesor sería Calles, hombre
poco conocido a nivel nacional e impopular entre muchos generales, pero que contaba con el apoyo de la CROM y
de los agraristas. El asesinato de Pancho Villa. La Revolució n devoraba a otro de sus hijos. La rebelió n militar que
estalló en diciembre de 1923 alcanzó una gravedad inesperada, ya que dos tercios del ejército eran partidarios
activos de la insurrecció n. Sin embargo, las operaciones militares permanecieron paralizadas durante el mes de
diciembre, mientras se debatía en Washington la suerte de la rebelió n. Para obtener el apoyo de los Estados
Unidos, Obregó n tuvo que conseguir la ratificació n por parte del Senado de los acuerdos de Bucareli, y para
obtener esta ratificació n, Obregó n compró a algunos senadores deshonestos y aterrorizó a otros con el asesinato
de su miembro má s crítico, el senador Field Jurado. El presidente Coolidge envió a la flota estadounidense para
bloquear el Golfo en contra de los rebeldes y entregar a Obregó n las armas que sus tropas necesitaban. Al día
siguiente se desencadenó la guerra dentro del propio bando rebelde que estaba a su vez dividido, soldado contra
civil y general contra general. Obregó n se aprovechó de la situació n y en el curso de 15 días y tres batallas
clausuraron una de sus mejores campañ as.

La crisis de sucesió n a la presidencia de 1923-1924, que puso de manifiesto el papel decisivo que los Estados
Unidos jugaban todavía en los asuntos mexicanos, acabó con los restos de liberalismo político existentes en México.
Los parlamentarios y jueces del Tribunal Supremo fueron puestos bajo control, y Calles ganó las elecciones
amañ adas ante los ojos de una nació n indiferente. El «golpe» de Obregó n había sido un éxito y podía esperar de
antemano volver al poder en 1928. Sin embargo, el precio había sido alto, e incluía la salida de José Vasconcelos del
Ministerio de Educació n. Durante el gobierno de Obregó n, Vasconcelos tuvo virtualmente carta blanca con la
educació n estatal. Vasconcelos era miembro de la clase media provincial que había jugado un papel importante en
la caída de Porfirio Díaz, y era también maderista de primera hora que había pasado muchos añ os de exilio en los
Estallos Unidos, hasta que fue llamado en 1920 por los sonorenses triunfantes para encargarse de la Universidad
de México y má s tarde de la educació n estatal. Educado en la abogacía, Vasconcelos fue un autodidacta en
cuestiones culturales. Leyó mucho, y llegó a convertirse en el «maestro» de los intelectuales mexicanos. Siendo
rector no prestó mucha atenció n a la universidad, a pesar de que se preocupó de que el Ministerio de Educació n,
que había sido suprimido por Carranza, fuera restablecido. Viajó por Suramérica, para que su prédica de
nacionalismo populista lograra hacer florecer el sueñ o de una unidad hispanoamericana, una «raza có smica» que
habría de surgir en América como fruto de la fusió n de todos los grupos étnicos. Esta fue la razó n que llevó al
presidente Obregó n a apoyar a este visionario que servía para legitimar su régimen. Obregó n proveyó a
Vasconcelos de los medios financieros necesarios para llevar a cabo su labor, para poder pagar mejor a los
maestros, construir escuelas, abrir bibliotecas y publicar perió dicos y libros. Vasconcelos inició un gigantesco
proyecto con el fin de erradicar el analfabetismo entre niñ os y adultos, integrar a los indios a la incipiente nació n,
valorizar el trabajo manual, y dotar a la nació n con centros de instrucció n técnica. La universidad le interesó menos
pues afectaba a un nú mero relativamente inferior de personas. Sus ideas utó picas sobre la educació n podrían
calificarse como una forma de nacionalismo cultural, que exigía, la instrucció n rá pida y a gran escala de todos los
mexicanos, tanto jó venes como viejos, teniendo en cuenta ademá s que el analfabetismo en el añ o 1921 era del 72
por 100, y todavía en 1934 afectaba al 62 por 100 de la població n. Los maestros eran considerados «misioneros» y
se les comparaba con los franciscanos del siglo xvi. Los libros y las bibliotecas eran esenciales para la causa, y los
«clá sicos populares» se imprimieron a millones con el fin de constituir una biblioteca bá sica en cada escuela y en
cada pueblo. Vasconcelos proveyó a los pintores con los materiales de trabajo necesarios, les dio muros de edificios
pú blicos para cubrir y temas. En 1923, el Manifiesto del Sindicato de Trabajadores, Técnicos, Pintores y Escultores,
firmado por David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, José Clemente Orozco, Carlos Mérida y otros, hacía la siguiente
declaració n, muestra del optimismo populista: El arte popular de México es la má s importante y la má s rica de las
manifestaciones espirituales y su tradició n original es la mejor de todas las tradiciones.

La partida de Vasconcelos en el añ o 1924 marcó el final de esta breve pero brillante etapa en la cual los
intelectuales y los artistas habían sido puestos al servicio del Estado bajo los auspicios del Ministerio de Educació n.
A partir de ese momento se implantaron dos puntos de vista opuestos en el mundo cultural: por un lado, el
representado por el grupo que apoyaba al régimen, y que postulaba una cultura dotada de un cierto contenido
social; y por otro, el del sector que rechazaba la cooperació n con el régimen, postura que comportaba el
aislamiento o el exilio al extranjero. Como prueba de ello, el propio presidente Calles estableció una distinció n
entre «los intelectuales de buena fe» y los otros. Moisés Sá enz fue la encarnació n de la política educativa de Calles,
que otorgaba gran importancia a las escuelas rurales, considerá ndolas como el centro de la comunidad y el
sustituto social de la Iglesia. Se hizo hincapié en la educació n de tipo prá ctico, en oposició n a la educació n
académica. En los añ os treinta surgieron otras ideas utó picas en el plano educativo, tales como £l énfasis en la
educació n sexual y la escuela socialista, que desataron una considerable polémica, pero ninguna de ellas igualó a la
utopía de Vasconcelos en su liberalidad o en su alcance. Con la desaparició n de Vasconcelos, los intelectuales y
artistas que le habían secundado perdieron el papel que se les había asignado. Algunos escritores como Jorge
Cuesta, José Gorostiza, Salvador Novo, Carlos Pellicer. Estos intelectuales, luchaban contra el nacionalismo cultural
de Calles al que consideraban como una mera caricatura del de Vasconcelos, exigían libertad absoluta de expresió n
y declaraban que México tenía que abrir sus puertas a todas las culturas, a las europeas. Consecuentes con sus
ideas, dedicaron gran parte de su tiempo a traducir con considerable destreza a los escritores má s importantes del
siglo XX.

LA PRESIDENCIA DE CALLES, 1924-1928:

La extinció n del levantamiento delahuertista en 1923-1924 demostró que cuando se tomaba una decisió n dentro
de los consejos má s secretos del gobierno, ésta tenía que ser aceptada por toda la «familia revolucionaria. Calles,
que se convirtió en presidente era un personaje sombrío. Descendiente bastardo de una poderosa familia
terrateniente de Sonora, fue un pobre maestro hasta que la Revolució n cambió su vida. Ascendió dentro del cuerpo
revolucionario hasta llegar a convertirse en gobernador provisional de Sonora en 1917 y má s tarde en ministro de
Gobernació n durante el mandato de Obregó n. A pesar de su reputació n radical y de sus conexiones socialistas,
Calles estaba tan decidido como Obregó n a establecer un programa de desarrollo econó mico de corte capitalista y
nacionalista. El Estado jugaría una parte importante y de ninguna manera se opondría a los terratenientes 'ni al
capital, tanto nacional como extranjero, a condició n de que sirvieran a los intereses nacionales. Este tipo de
nacionalismo provocó el enfrentamiento no só lo con las compañ ías petroleras estadounidenses, sino también con
los sindicatos ferroviarios tan pronto como éstos se opusieron a la reorganizació n de la red. El nacionalismo fue
también el factor esencial en el conflicto con la Iglesia. A pesar de ser un nacionalista y un hombre de hierro, Calles
era realista y supo cambiar de rumbo en el momento necesario, lo demostró no só lo al enfrentarse con los Estados
Unidos, sino también en sus relaciones con la Iglesia, y en sus relaciones con la CROM.

Entre los aliados políticos má s allegados a Calles, se encontraban el general Joaquín Amaro y el líder laboral Luis N.
Morones. Calles se embarcó en la difícil tarea de domesticar a la guardia pretoriana y de tratar de convertir a sus
oficiales en profesionales. Dicho intento fue interrumpido por la campañ a contra los criste-ros (1926-1929) y por
la resistencia de los rebeldes obregonistas, que no fueron vencidos hasta marzo de 1929, ocho meses después del
asesinato del propio Obre-gó n. La CROM, bajo el liderazgo de Morones, ministro de Industria, Comercio y Trabajo,
sirvió de contrapeso al ejército y al general Obregó n. Morones, que al principio había jugado la carta obregonista,
se convirtió después en el brazo derecho de Calles, proporcioná ndole la inspiració n de una gran parte de su política
socioeconó mica.

Calles, que tomó posesió n de su cargo de la mano de Obregó n, nunca fue lo suficientemente fuerte como para
librarse del peso de su patronazgo. El ex presidente Obregó n estaba atrincherado en el corazó n mismo del sistema
político como jefe real y absoluto del ejército. Calles, contrariamente a toda tradició n revolucionaria y aun a riesgo
de provocar una rebelió n, tuvo que aceptar las reformas constitucionales que, en julio de 1928, hicieron posible la
reelecció n de Obregó n como presidente por un nuevo período de seis añ os. Calles usó a Morones contra Obregó n,
pero tuvo que evitar la ruptura abierta. El asesinato de Obregó n por el cató lico místico José de Leó n Toral, el 17 de
julio de 1928, el día siguiente a su elecció n, permitió a Calles destituir a Morones, al que los obregonistas
consideraban sospechoso de estar implicado en el asesinato. La política de la administració n de Calles estuvo
dominada primero por una grave crisis de las relaciones entre México y los Estados Unidos por causa del petró leo;
después por la crisis de reelecció n; y en tercer lugar, por una crisis de las relaciones Iglesia-Estado. La ruptura de
México con los Estados Unidos y las crecientes dificultades políticas internas coincidieron con el empeoramiento
de la situació n econó mica. Parecía que todo y todos querían conspirar contra Calles, y esto quizá s explica la
violencia de sus reacciones contra sus adversarios: los campesinos cató licos, que erró neamente hasta entonces no
habían sido considerados peligrosos. El conflicto con los Estados Unidos surgió en el momento en que Calles se
negó a refrendar los acuerdos negociados con Obregó n. En 1925, el gobierno mexicano, después de haberse
asegurado el apoyo de los banqueros y de las cá maras de comercio en los Estados Unidos gracias a la reanudació n
del pago de los intereses sobre la deuda externa, inició la ofensiva en contra de las compañ ías petroleras. La ley del
petró leo redactada por Morones en diciembre de 1925 se adaptaba meticulosamente a la Constitució n, y pasaba
por alto los acuerdos de Bucareli de 1923. Esto podría haber provocado la expropiació n, que finalmente pudo
llevar a cabo Cá rdenas en 1938. Cuando las compañ ías, apoyadas por el embajador estadounidense. En 1926
México ofreció ayuda material a los insurgentes nicaragü enses contra los marines estadounidenses, y Augusto
César Sandino recibió sus distintivos de general de manos de un general mexicano. México apareció como el
vencedor en la lucha contra el imperialismo. El grupo de presió n antimexicano de Estados Unidos presionaba a
favor de la intervenció n militar, aprovechando las emociones que el conflicto entre la Iglesia y el Estado había
despertado en la opinió n pú blica estadounidense.

La crisis fue resuelta en 1927-1928 por medio de un compromiso há bilmente negociado por el nuevo embajador
Dwight Morrow, y gracias a los buenos oficios de los banqueros de ambos países. Calles hizo la concesió n deseada:
la ley del petró leo no sería retroactiva. Esta concesió n permitió que de ahí en adelante no hubiera ni una sombra en
las relaciones entre ambos países. Como consecuencia, ni los insurgentes cristeros, ni los conspiradores contra la
reelecció n de Obregó n, ni los propios rebeldes obregonistas podían contar con el apoyo de los Estados Unidos. La
disputa con los Estados Unidos se complicó con la crisis interna provocada por Obregó n. No hay evidencia alguna
de la existencia de un pacto entre Obregó n y Calles para alternarse en la presidencia; sin embargo, desde 1924, los
obregonistas lucharon por quitar de en medio la barrera impuesta por la normativa constitucional que impedía la
reelecció n. Tardaron dos añ os en lograr su objetivo, y para conseguirlo necesitaron de la intervenció n personal de
Obregó n en las elecciones al Congreso en el añ o 1926. la intervenció n de Obregó n en la política fue constante, y la
lucha con Calles, aunque nunca fue abierta, fue permanente. Obregó n no estaba de acuerdo ni con la política
petrolera de Calles, ni con su política religiosa. A finales de 1926 todos los problemas estaban en interacció n: la
reforma constitucional y la sucesió n a la presidencia, el comienzo de la guerra cristera, una grave huelga
ferroviaria que analizaremos má s adelante, la insurrecció n de los indios yaqui de Sonora y la amenaza de una
intervenció n estadounidense. El empeoramiento general de la posició n de Calles favoreció a Obregó n. Aparecieron
tres generales como posibles candidatos a la presidencia para suceder a Calles, pero al igual que en las tragedias
shakespearianas, los tres murieron: Arnulfo Gó mez y Francisco Serrano en el añ o 1927, durante la sublevació n
abortada, y Obregó n en julio de 1928 en el mismo día en que, como presidente electo, tenía que reunirse con el
embajador Morrow para intentar poner punto final a la contienda religiosa.

En cuanto a las relaciones Iglesia-Estado, Calles adoptó una política extremadamente anticlerical. La gente
respondió violentamente, y estalló la guerra de los cristeros, conocida como la Cristiada. Fue una guerra terrible en
la que los ciudadanos de a pie se enfrentaron al Estado y su ejército, y aunque el gobierno ha sido descrito como el
representante de la «izquierda» y se ha calificado la acció n de los insurgentes como de «contrarrevolució n», en
realidad la guerra contenía todos los elementos propios de una revolució n y de una guerra anticolonial, .i El
anticlericalismo de la facció n gobernante fue un legado del racionalismo del siglo XVIII y del liberalismo del siglo
xix, deformado por la ignorancia política del Antiguo México, con su població n india, mestiza y cristiana. La
Constitució n de 1917 dio al Estado el derecho al control sobre la «profesió n eclesiá stica», pero Carranza y Obregó n
no hicieron uso de este derecho. Sin embargo, durante la crisis de 1923-1924 reapareció el grupo de presió n
anticlerical entre lo^5integrantes del ejército y del movimiento obrero. Por otro lado, los militantes del
movimiento fae Acció n Cató lica habían sido provocados, en febrero de 1925, por la CROM en su intento de crear
una Iglesia cismá tica «apostó lica y mexicana». Como contrapartida, los cató licos se agruparon en una organizació n
de lucha, la Liga, que devolvía ojo por ojo.

En 1926 se aprobó la legislació n que transformaba las infracciones religiosas en delitos criminales, y los obispos
respondieron suspendiendo los servicios religiosos a partir del día 31 de julio. Calles regañ ó a los obispos que
habían ido para asistir a una reunió n de once horas. El Congreso se negó a examinar la petició n de los obispos, y
tampoco quiso atender una demanda de reforma firmada por un gran nú mero de cató licos, y así empezó una larga
partida. Obregó n y los banqueros estatales, y finalmente el embajador Morrow. Las negociaciones se prolongaron
durante tres añ os, mientras se desataba una guerra que sorprendió tanto a la Iglesia como al Estado. Los primeros
disturbios fueron espontá neos y se produjeron después de la suspensió n de los oficios religiosos. La supresió n no
hizo sino expandir la rebelió n, ya que la gente del campo (y el 75 por 100 de México era rural) no tenía ningú n otro
medio de protesta. La Liga, ahora en la clandestinidad, estaba convencida de la futilidad de la acció n legal y estaba a
favor de lograr una solució n por la fuerza de las armas, y por ello convocó un levantamiento general para enero de
1927. A partir de entonces el país se vio inmerso en un estado de guerra que absorbió el 45 por 100 del
presupuesto nacional. La violencia de las medidas represivas, la política de quemar la tierra de cultivo al
abandonar las poblaciones, y la reagrupació n de sectores de la població n, sirvieron para inflamar la revuelta. El
ejército no podía hacer frente al problema, a pesar de que todavía mantenía bajo su control a las ciudades y al
ferrocarril. Los cristeros debían su nombre al gobierno, que los había bautizado así tomando como referencia su
grito de guerra de «¡Viva Cristo Rey; Viva la Virgen de Guadalupe!». La gran ofensiva que el gobierno lanzó contra
ellos en 1928-1929 fue un fracaso, y en junio de 1929 el movimiento alcanzó su punto á lgido, con 25.000 soldados
entrenados yen guerrillas irregulares. Esta situació n llevó al Estado a tratar de lograr un compromiso con la Iglesia
con el fin de salvar la situació n que iba deteriorá ndose rá pidamente y, para evitar que se llevara a cabo alianza
entre los cristeros y José Vasconcelos, candidato a la presidencia de la Repú blica. El conflicto fue apaciguado de
acuerdo con un plan trazado por el embajador Morrow. La ley de 1926 permaneció vigente, pero no fue aplicada, y
la Iglesia reanudó los cultos. Al anunciarse estos arreglos, los valores de bolsa mexicanos subieron en Wall Street,
las campanas tocaron y los cristeros se fueron a casa. Pero esto no era má s que una tregua en el conflicto entre la
Iglesia y el Estado.

EL MAXIMATO:

Alvaro Obregó n fue asesinado en 1928, el día siguiente a su reelecció n. Tanto los 30 generales que le respaldaban
como su bloque parlamentario hubiesen podido derrocar a Calles, junto con Morones, era sospechoso de haber
instigado el crimen. Calles supo contemporizar, y aprovechando las diferencias existentes entre sus rivales, confió
la presidencia provisional por un período de un añ o a Emilio Portes Gil, un importante político y ademá s seguidor
de ambos, Obregó n y Calles. En 1928, Calles pronunció su célebre «testamento político» con el que daba por
finalizada la era de los caudillos y abría la era del Estado institucional, cuya acció n inmediata fue la fundació n del
Partido Nacional Revolucionario (PNR), el antepasado del actual PRI (Partido Revolucionario Institucional). Tras
este golpe maestro, los obregonistas fueron incapaces de decidir si debían optar por una sublevació n inmediata o
esperar al resultado de una campañ a electoral en 1929, tal y como Calles había propuesto. Finalmente en marzo de
1929, pero ya era demasiado tarde. La elecció n de 1929 no fue una mera formalidad, ya que la desaparició n de
Obregó n animó a aquellos que se oponían a la reelecció n y a aquellos que no tenían puesto en ningú n ministerio.
Frente a un candidato oficial poco convincente, Pascual Ortiz Rubio, se presentó el todavía prestigioso Vasconcelos-
con la intenció n de asumir el manto presidencial de Madero. El servicio secreto estadounidense, cuyos agentes
trabajaban para lograr la elecció n de Ortiz Rubio, informó : «Vasconcelos cuenta con el mayor nú mero de
seguidores, pero parece claro que quedará eliminado. El embajador Morrow, Portes Gil y Calles se apresuraron a
restablecer la paz con la Iglesia, y entonces a Vasconcelos no le quedó nada má s que comentar. Las elecciones de
noviembre fueron manifiestamente fraudulentas y el desconocido Ortiz Rubio ganó 20 a 1. Tras conocer el
resultado de las elecciones, Vasconcelos huyó al extranjero, mientras que sus seguidores eran presa del terror.

Tras dirigir con gran acierto la presidencia de Portes Gil, Calles comprendió perfectamente có mo podía mantener
su dominio. Durante seis meses jugó el mismo papel que Obregó n había jugado cuando él había sido presidente,
enfrentá ndose a las mismas dificultades pero con mayor poder, pues procuró que los presidentes fueran serviles.
Sin necesidad de asumir la presidencia, hizo y deshizo, y controló todos los ministerios. Con razó n fue apodado el
jefe má ximo y de ahí el nombre otorgado a dicho período: el Maximato. Emilio Portes Gil (1928-1930), el
presidente durante la transició n, fue má s difícil de manipular de lo que se había previsto, y adoptó un estilo
apropiado a la brevedad de su período presidencial, prefiriendo el compromiso a la represió n y la discusió n a la
fuerza. Ha pasado a la historia como el responsable de tres decisiones positivas: la conclusió n de los arreglos de
junio de 1929, que restauraron la paz religiosa; la concesió n de la autonomía a la Universidad de México, también
en 1929; y la reanudació n del proceso de redistribució n de la tierra, que le llevó al enfrentamiento con Calles. El
presidente Ortiz Rubio (1930-1932) estuvo dominado por el ejército, bajo las ó rdenes del general Calles, y fue
cruelmente ridiculizado por la opinió n pú blica. Los generales controlaban los principales ministerios y seguían las
ó rdenes del ex presidente, sin preocuparse de mantener las apariencias. Ortiz Rubio, víctima de un atentado contra
su vida a comienzos de su período presidencial y abrumado por los insultos, comenzó a imponerse. El general
Amaro, que fue ministro de la Guerra, le alentó . Pero Calles entrevió la posibilidad de un golpe de Estado y tomó la
iniciativa, obligando a Ortiz Rubio a dimitir en 1932, y reemplazá ndolo por el general Abelardo Rodríguez que fue
elegido por aclamació n en el Congreso. Rodríguez, el primer presidente millonario, que había hecho su fortuna
administrando aduanas en California, no fue tratado mucho mejor que Ortiz Rubio. É l estimulado por el cargo
presidencial, intentó sacudirse el yugo de su patró n, pero no pudo evitar que sus ministros siguieran las ó rdenes de
Calles antes de pasar por la Cámara del Consejo. Conservó la presidencia hasta el final de su mandato en 1934. El
colapso financiero provocado por la crisis econó mica mundial acarreó una devaluació n de la moneda del 50 por
100, y motivó la sustitució n de las monedas hechas de metales preciosos por billetes bancarios. Pero a pesar del
cese de la acuñ ació n de moneda, el pú blico se negó a aceptar los billetes. Fue en este momento cuando el
descontento popular con las autoridades alcanzó su cénit. El general Calles, cuyo genio político había fundado el
sistema político contemporá neo, se vio obligado a retirarse de la escena para que su obra pudiese perdurar. Había
jurado, en su «testamento político» de 1928, que los tiempos' de los hombres fuertes habían quedado atrá s y que
había dejado de aspirar a la presidencia. No mintió , pues nunca volvió a ser presidente, pero gobernó el país desde
una posició n aú n má s elevada que la de presidente por un período adicional de seis añ os sin violar el principio
sagrado de la no reelecció n. El ú nico superviviente de los héroes de la revolució n norteñ a, reinó como hombre del
destino en un aislamiento precario. Era un gigante con pies de barro cuya caída se produjo de repente, a los dos
añ os de la elecció n de Lá zaro Cá rdenas a la presidencia, en julio de 1934. Calles había empezado a institucionalizar
la Revolució n, y fue Cá rdenas el que completó el proceso.

LA POLÍTICA ECONÓMICA DURANTE EL MANDATO DE CALLES

De Plutarco Calles se podría decir que: «mucha política econó mica, ninguna política». El objetivo prioritario de la
política del presidente Calles y de sus expertos técnicos parece haber sido la liberació n del país de la dominació n
econó mica extranjera. Este proyecto formaba parte de un orgulloso programa nacionalista de modernizació n
destinado a desarrollar sistemá ticamente las fuerzas productivas del país, mientras que la estructura del Estado
estaba siendo modificada a través de una reorganizació n «sistemá tica» del gobierno federal. El Estado fue
transformado en un agente econó mico, uno de los principales activistas del período. Fue un programa de
liberalismo clá sico cuyos objetivos eran: un presupuesto equilibrado, la restauració n de la confianza extranjera en
la capacidad mexicana > para pagar sus deudas y una moneda estable.» Alberto Pañ i, ministro de Hacienda durante
el mandato de Obregó n y de Calles (1923-1927), redujo los salarios de los funcionarios del Estado, suprimió
departamentos en cada ministerio e impuso otra serie de medidas draconianas en la economía. Instituyó el
impuesto sobre la renta y elaboró otros proyectos fiscales, cuyos efectos perduraron durante varias generaciones.
Como resultado de esta política, hacia 1925 los ingresos presupuestarios excedían a los gastos, y a finales de 1925
Pañ i consiguió renegociar la deuda externa en términos má s ventajosos. A cambio, el Estado restituyó los
ferrocarriles nacionalizados (Ferrocarriles Mexicanos) al sector privado. La economía a principios de 1920 era
pró spera, gracias sobre todo a las exportaciones de petró leo, se reanudó el pago de intereses sobre la deuda. Como
el propio México independiente, el de crear un banco central, el Banco de México. También se crearon otras
instituciones bancarias como la Comisió n Nacional Bancaria, y se aprobó una nueva legislació n financiera. En 1926
fue fundado el Banco de Crédito Agrícola, pero los planes para los bancos de crédito popular, el Banco de la
Seguridad Social y el Banco Obrero fueron congelados debido a la recesió n econó mica.

Las actividades financiera y bancaria estaban ligadas a la construcció n de las principales obras pú blicas. En 1925,
la Comisió n Nacional de Caminos emprendió un programa de cuatro añ os para construir 10.000 kiló metros de
carreteras, dado que existía una esperanza razonable de poder obtener los créditos necesarios para la
construcció n. Al mismo tiempo se planeó un sistema de carreteras moderno. El ferrocarril del Pacífico Sur, que iba
desde Nogales (Arizona) a Guadalajara, se terminó en 1927 con la construcció n del tramo que unía Tepic y
Guadalajara. Se comenzaron importantes obras de irrigació n con el fin de expandir en el campo mexicano métodos
de cultivo modernos. Entre 1925 y 1928, se destinó del presupuesto nacional a la construcció n de embalses y
canales, concentrá ndose la inversió n en el norte y el noroeste. En los sectores minero, petrolífero y eléctrico, no se
trató de sustituir la inversió n de las compañ ías extranjeras por inversió n nacional, sino que se intentó presionar a
las compañ ías extranjeras para que trabajaran en beneficio de México. La ley bá sica de diciembre de 1925 con su
enmienda reguladora de 1926, estipularía formalmente la devolució n de la soberanía nacional sobre el petró leo y
el desarrollo de una industria petroquímica. Esta iniciativa provocó un enfrentamiento con los Estados Unidos que,
el gobierno mexicano tuvo que abandonarla.

El Porfiriato y los primeros diez añ os de la Revolució n habían dejado como legado una economía
predominantemente capitalista con un desarrollo regional muy desigual: en cabeza estaban el noroeste y el
noreste, el Distrito Federal y la /.una del Golfo. La industria estaba concentrada en Ciudad de México y en
Monterrey y en la franja de tierra que une Puebla con Veracruz, regiones que se habían visto poco afectadas por la
violencia revolucionaria. El auge de la producció n petrolera que alcanzó su cima en 1922, fue disminuyendo
progresivamente a partir de entonces. En 1920, los principales centros de producció n industrial tan só lo habían
logrado alcanzar el nivel de 1910. En resumen, el período comprendido entre 1910 y 1920 no fue testigo del
colapso «le la producció n ni de la paralizació n de la economía. La producció n se recuperó rá pidamente, pero
siempre dentro de una economía caracterizada por desigualdades geográ ficas y sectoriales, rasgo que se vio
agravado por la Revolució n v por los lazos que la unían con la economía estadounidense. Varios sectores sufrieron
una recesió n, en términos generales el período comprendido entre los añ os 1920 y 1940 fue el segundo período de
expansió n de la economía (el primero ocurrió entre 1880 y 1910), con un momento crítico hacia 1925 que señ aló
el principio de una minirrecesió n, seguida de una depresió n. La situació n internacional de México no varió ; todo lo
contrario, estuvo caracterizada por una mayor penetració n extranjera. Entre 1910 y 1929 las inversiones inglesas
y estadounidenses aumentaron. Durante el período de depresió n mundial, las posesiones en manos) extranjeras
disminuyeron en términos absolutos, pero el porcentaje estadounidense aumentó . El comercio exterior continuó
desarrollá ndose en favor del fortalecimiento de los vínculos con los Estados Unidos. Al igual que en 1900, en 1930
el comercio exterior representaba el 20 por 100 del Producto Nacional Bruto (PNB), pero entre 1900 y 1930 las
importaciones procedentes de los Estados Unidos se incrementaron, mientras que las exportaciones a los Estados
Unidos se mantuvieron. A pesar de la depresió n mundial de la posguerra, que determinó la caída de los precios de
la mayoría de los productos má s bá sicos, el período de 1920 a 1925 fue una época dorada para México, debido a
sus exportaciones de petró leo y de otros minerales. Las exportaciones empezaron a descender en 1926-1927, y
progresivamente todos o casi todos los sectores de la economía se fueron viendo afectados en mayor o menor
medida. El programa de obras pú blicas tuvo que ser abandonado. Los ferrocarriles estaban en bancarrota y el
Estado, que los había devuelto a manos privadas, se vio obligado a retomarlos de nuevo bajo su control. A la crisis
econó mica siguió una crisis financiera y bancaria, ya que tanto el presupuesto nacional como la balanza de pagos
estaban en déficit. El gobierno hizo un esfuerzo desesperado para hacer frente a sus compromisos internacionales,
pero en agosto de 1928 se vio obligado a suspender el pago de intereses sobre la deuda externa. Las arcas del
Tesoro estaban vacías, y a los funcionarios y las fuerzas armadas se les pagaba con retraso y gracias a los fondos
anticipados por los bancos estadounidenses y britá nicos." Se produjo un descenso considerable de las reservas de
oro de México. Mientras que en mayo de 1926 las reservas existentes en los bancos eran de 110 millones de pesos,
bajaron en comparació n en 1925; a finales de 1926 las reservas habían descendido.

La causa principal de la crisis financiera y del derrumbamiento de la confianza fue la combinació n de una serie de
circunstancias poco propicias que actuaron sobre la estructura de la economía mexicana. México dependía
enormemente del comercio exterior para la financiació n de su desarrollo interno. Toda la economía se vio afectada
cuando la balanza de pagos dejó de ser positiva; cuando las exportaciones dejaron de cubrir a las importaciones,
que eran fundamentalmente bienes de consumo para las clases media y gobernante: maquinaria, minerales y
metales, vehículos, productos químicos y cereales importados de los Estados Unidos para suplir el descenso de la
producció n doméstica de comestibles de primera necesidad. La estructura del comercio exterior mexicano no fue
alterada por la Revolució n. Al contrario, sus características tradicionales se acentuaron aú n má s. México era un
país productor y exportador de materias primas. Mientras que en 1910 los minerales e hidrocarburos sentaban el
60% de las exportaciones, hacia 1926. Y aunque las exportaciones agrícolas habían aumentado de, fueron
sobrepasadas por el progresivo aumento de las exportaciones de petró leo y minerales. La ganadería reflejó la
desaparició n entre 1913 y 1920 del sistema por el cual el ganado era arrendado a los granjeros. La exportació n de
productos manufacturados era todavía menor. En 1922 el 64% de las importaciones provenían de los Estados
Unidos y hacia 1926 la cifra había ascendido hasta alcanzar el 70%. La característica global de la economía
mexicana siguió siendo una gran dependencia de los Estados Unidos y de la industria minera, combinació n que dio
una cierta fragilidad a la industria mexicana. Esta característica se hizo visible a partir de 1926, y la depresió n de
1929 vino a confirmar la evidencia. El petró leo fue el primer producto que ocasionó problemas a la economía
mexicana. En 1921 México ocupaba el segundo puesto a nivel mundial como país productor de petró leo, y el
petró leo representaba el 76 por 100 de sus exportaciones. Entre 1921 y 1927 la producció n y las exportaciones
descendieron en un 72 por 100, incluyendo el descenso no inferior en el añ o 1926-1927. Existían diversas razones,
técnicas, econó micas y políticas, para explicar esta contracció n, que continuó acelerá ndose. Las compañ ías
extranjeras habían explotado despiadadamente los pozos hasta el límite de su capacidad y, algunas veces, incluso
llegaron a destruirlos con inundaciones de agua salada. Los nuevos pozos eran menos rentables y las compañ ías,
enfurecidas por la nueva política de Morones hacia ellas, transfirieron sus inversiones a Venezuela, logrando que
hacia 1927 la producció n de este país sobrepasara la producció n de México. Pero, en 1926, cuando las
exportaciones de plata se hundieron como resultado de la caída de su precio en el mercado mundial, y la China y la
India que eran los principales compradores, suspendieron sus negocios, las exportaciones de cinc, plomo, cobre y
de productos agrícolas no fueron ya suficientes para contrarrestar las dificultades financieras. El capital huyó hacia
los Estados Unidos, la inversió n extranjera disminuyó y el déficit de la balanza de pagos alcanzó los 50 millones de
pesos en 1926.

Este fue el comienzo de la crisis econó mica de finales de los añ os veinte, que llegó acompañ ada por el desempleo,
las huelgas encarnizadas y la emigració n a los Estados Unidos. La guerra de los cristeros destruyó el campo y se
convirtió en una pesada carga para el presupuesto. En 1927 de cada peso de presupuesto, a cubrir gastos del
ejército. Manuel Gó mez Morín y Alberto Pañ i abandonaron su cargo. Finalmente, en 1929 los dos sectores que no
se habían visto afectados anteriormente, los metales no ferrosos —cinc, plomo y cobre— y la agricultura, sufrieron
los efectos de la depresió n mundial en toda su intensidad. Las exportaciones agrícolas que habían crecido de 60
millones a 161 millones de pesos entre 1921 y 1927, descendieron a 92 millones en 1928 y a 52 millones en 1930,"
y la producció n en el sector minero perdió la mitad de su valor entre 1929 y 1932.
LAS ORGANIZACIONES LABORALES Y EL ESTADO DURANTE EL MANDATO DE CALLES

Una de las características esenciales de la política econó mica seguida durante la administració n de Calles fue el
intento de reconciliar los intereses de clase a través de la mediació n del Estado. El hombre identificado con esta
iniciativa fue Morones, secretario general de la principal organizació n laboral, la CROM, que había sido colega y
posteriormente enemigo de Obregó n tras la ruptura de sus relaciones en 1923-1924. Morones se convirtió en el
brazo derecho de Calles y fue su poderoso ministro de Industria, Comercio y Trabajo (1924-1928), má s poderoso.
Con el fin de reconciliar el capital con los trabajadores bajo la égida del Estado, Morones emprendió una enorme
tarea legislativa y administrativa, para cuya ejecució n no dudó en eliminar a los «elementos irresponsables» y
«provocadores» existentes dentro del movimiento obrero. Toda huelga tenía que ser oficial, y el sindicato tenía que
mostrar su conformidad después de haberlo consultado con su comité ejecutivo nacional. El ministro decidía sobre
la legalidad de la huelga y cualquier huelga ilegal estaba condenada al fracaso. Esto favoreció a los patronos,
estaban protegidos de las huelgas sorpresa a condició n de que respetaran la ley que favorecía a los obreros. En la
legislació n se prestó especial atenció n a los problemas derivados de accidentes y enfermedades; se impusieron
normas de seguridad, al tiempo que se dictaban disposiciones relativas a la jubilació n y al salario mínimo. En 1926-
1927 las reformas de Morones pasaron una prueba importante. La industria textil había estado en recesió n. A
pesar de ser la principal industria del país, estaba tecnoló gicamente atrasada y paralizada por constantes disputas,
prueba de ello es que en 1922 las huelgas en el sector textil representaban el 71 por 100 del total de huelgas.
Morones encaró el problema y reunió a los representantes de los patronos y de los trabajadores con el fin de
resolver los problemas laborales y empezar la modernizació n de la industria. El resultado fue la redacció n de un
contrato colectivo que afectó a toda la industria textil, la adopció n de una escala salarial, y la introducció n de
comisiones mixtas para llevar a cabo el arbitraje a todos, los niveles.

Como complemento de esta estrategia existía un sistema de protecció n destinado a fomentar la creació n de
industrias nacionales, que duplicaba las ventajas fiscales concedidas a los industriales. Una campañ a publicitaria
apremió a los mexicanos «a consumir los productos de su país». Los abogados redactaron la legislació n que hacía
posible la nacionalizació n de la industria eléctrica (có digo nacional eléctrico) y de la industria petrolera, y se
prepararon para realizar una reforma de la Constitució n que permitiera la nacionalizació n de las minas, el
comercio, el crédito, las comunicaciones y las fuentes de energía. Sin embargo, debido a la crisis política y
econó mica de finales de la década de 1920, estas medidas se quedaron en letra muerta durante varios añ os. Esta
política provocó un enfrentamiento con los productores de petró leo y el Departamento de Estado, pero las
relaciones con los banqueros y productores extranjeros. El grado de industrializació n fue modesto, ya que la
combinació n de las circunstancias nacionales e internacionales no era muy favorable, y los gerentes, técnicos e
ideó logos consideraban que la verdadera riqueza del país residía en los productos agrícolas y eií la minería. Desde
este punto de vista, Morones fue un visionario aislado, precursor del desarrollo que habría de producirse en los
añ os cuarenta. Al igual que Calles, fue uno de los principales constructores del Estado mexicano, en el cual el
movimiento obrero jugó un papel decisivo. La CROM tan só lo representaba a un sector dentro del movimiento
obrero, y el sindicalismo tan só lo constituía un aspecto de los muchos que componían la vida diaria de los
trabajadores. Deslíe 1910 hasta 1918 la relació n entre los trabajadores y el Estado pasó por sucesivas fases de
hostilidad, indiferencia o colaboració n, y consecuentemente las espeluzas de los trabajadores fluctuaban en
relació n con los cambios que sufrían estas relaciones. En 1918 Morones, que previamente había sido electricista,
pronunció su famoso discurso con ocasió n de la fundació n de la CROM bajo el patrocinio del Estado. Durante diez
añ os la CROM enramó el realismo político y compartió responsabilidades con el Estado.

Las organizaciones laborales se convirtieron en un componente de la maquinaria gubernamental, situació n que


fomentó el oportunismo y la corrupció n, pero que al mismo tiempo les dio una influencia superior a lo que indican
las cifras. Los trabajadores y artesanos, tenía el sindicato eran ú tiles a la hora de hacer que la CROM fuera
respetada, ya que por medio de su partido obrero había logrado diputados y senadores al Congreso e incluso en
varios estados consiguió ganar el control del gobierno. La influencia de la CROM alcanzó su cima entre 1924 y 1928
cuando su secretario general, Morones, era el ministro má s importante en el gabinete de Calles. La CROM
aprovechó la situació n de una forma positiva, para mejorar la situació n de los trabajadores, y de manera negativa
para luchar contra los otros sindicatos utilizando todos los medios a su alcance. El conflicto religioso fue empleado
con el fin de eliminar a los sindicatos cató licos, y las huelgas fueron utilizadas para acabar con rivales tales como
los sindicatos de trabajadores del petró leo, los electricistas, los empleados de ferrocarriles, y los trabajadores
textiles, que juntos reunían un mayor nú mero de miembros que la CROM. La CROM exigió que todos los
trabajadores se reunieran en una sola confederació n y que respetaran las nuevas leyes que le eran favorables.
Cualquier huelga no afiliada a la CROM era casi siempre considerada ilegal. La crisis econó mica de 1926 multiplicó
el nú mero de huelgas en todos los sectores, y muchas veces Morones pasó de la mediació n a la represió n, lo que en
ocasiones contribuyó a la convocatoria de nuevas huelgas. La CROM promovió , apoyó o revivieron movimientos
con el fin de conquistar nuevas posiciones, destruir a sus enemigos o establecer un monopolio sindical. Los
progresos logrados por la CROM eran paralelos a los avances realizados por el gobierno de Calles: cuando este
ú ltimo inició la reorganizació n del sistema ferroviario, la CROM aprovechó la ocasió n e intentó tomar el lugar de
los sindicatos independientes. Los sindicatos independientes aprovecharon el rá pido desgaste sufrido por la CROM
después del asesinato de Obregó n en 1928 para vengarse, y la CROM fue despojada de su fuerza aunque retuvo una
capacidad considerable de resistencia. Entre 1928 y 1937 el movimiento sindical estuvo mucho má s dividido que
nunca, y hubo que esperar la llegada de Cá rdenas a la presidencia para que se fundara la CTM (Confederació n de
Trabajadores Mexicanos) y tomara el liderazgo.

Todas las huelgas eran de naturaleza política y estaban unidas a las luchas entre los partidos, a los debates
parlamentarios, a los conflictos por la sucesió n a la presidencia y a las disputas locales y nacionales. Los
trabajadores de los ferrocarriles, tenían una larga tradició n de independencia sindical y militancia que se
remontaba a la época del Porfiriato y se había consolidado durante los añ os de la guerra civil cuando las
circunstancias les situaron en la primera línea. La guerra fue un asunto de los ferrocarriles. En 1920 el presidente
provisional, Adolfo de la Huerta, facilitó la formació n de una Confederació n de Sociedades Ferrocarrileras, que fue
el mayor sindicato del país. En 1921 este sindicato se enfrentó al gobierno de Obregó n y tuvo grandes dificultades
para obtener el reconocimiento, pero cuando en ese mismo añ o la Confederació n recurrió a la huelga, el gobierno
definió esta decisió n como rebelió n abierta y el presidente Obregó n envió al ejército a ocupar los talleres, las
estaciones y los trenes. La CROM se retiró de la contienda mientras que De la Huerta, que jugaba el papel de
mediador, veía reforzada su posició n entre los trabajadores de los ferrocarriles. Este hecho se hizo patente en
diciembre de 1923, cuando la rebelió n delahuertista encontró cierto apoyo dentro de la Confederació n. Una
consecuencia ló gica de la derrota de Adolfo de la Huerta fue la purga de los trabajadores ferroviarios, purga
dirigida por la CROM, que aprovechó la oportunidad para intentar dominar un sector que le había estado vedado.
Esta maniobra, junto con la reorganizació n de los ferrocarriles que llevó consigo la reducció n de personal en el
sector, provocó una serie de enfrentamientos en 1926 que derivaron en la gran huelga de los ferrocarriles de 1926-
1927. l.a reacció n del presidente Calles fue la misma que en 1921, cuando estaba en el Ministerio de Gobernació n:
recurrió al ejército, enviando un centenar de soldados a cada taller, y apoyó a Morones que dio el reconocimiento a
nuevos sindícalos como armas en la guerra contra la confederació n ferroviaria.

La huelga del ferrocarril, fue muy dura, duró tres meses. Los soldados viajaban en locomotoras conducidas por
esquiroles, y nunca se llegó a saber cuá ntos trenes descarrilaron, ni cuá ntos trabajadores ferroviarios y
saboteadores fueron asesinados. En 1927, la agitació n perdió su momentum y se fue diluyendo en el transcurso del
verano hasta llegar a desaparecer. La victoria del gobierno y de la CROM resultó muy costosa tanto para los
trabajadores como para la empresa ferroviaria. Otras huelgas, aunque hubo muchas y muy duras, no tuvieron ni
comparació n con la huelga ferroviaria de 1926-1927. De 1920 a 1926 la industria textil estuvo en permanente
estado de inestabilidad, agravado por las disputas entre los sindicatos. La influencia de la CROM fue arrolladura.
Con el fin de obtener el control de todo el movimiento obrero nacional, se vio obligada, basá ndose en su lealtad
política, a destruir a los sindicatos que no deseaban someterse, y así lo hizo cada vez que se presentó la
oportunidad. En el sector textil se enfrentó en combate armado con los sindicatos «rojos» y los sindicatos «libres»
en la capital, el estado de México, Puebla y Veracruz. Tras la convenció n textil hubo muchas menos huelgas debido
a los acuerdos alcanzados entre los patronos, los sindicatos y el Estado. Posteriormente vino la crisis econó mica,
que debilitó la posició n de los trabajadores, amenazada por la acumulació n de las existencias y la reducció n de la
producció n. Hubo huelgas en 1921, seguidas por un período relativamente tranquilo, se produjeron huelgas entre
1924 y 1926 caracterizadas por las divisiones entre los sindicatos; y finalmente, las huelgas fueron menos
numerosas pero muchas veces desesperadas en los añ os sucesivos, cuando las fá bricas y las minas empezaron a
cerrar bajo la sombra de la crisis econó mica. ¿Cuá l fue el resultado de tanto disturbio y de tanta agresividad? La
victoria lograda con dificultad por la CROM no tenía futuro, ya que en 1928-1929 fue apartada del poder
gubernamental, y nunca má s volvió a ser la organizació n ú nica de los trabajadores mexicanos que había deseado
llegar a ser. Los añ os veinte se caracterizaron por la reorganizació n y modernizació n de las industrias existentes. El
proceso, estuvo acompañ ado en la mayor parte de los casos por reducciones de plantillas, en las minas, los
ferrocarriles y la industria textil, hecho que explica la naturaleza muchas veces desesperada de la resistencia
obrera. De 1925 en adelante la CROM cooperó en la tarea de modernizació n y abandonó la resistencia a sus
enemigos «rojos».
LA REFORMA AGRARIA, LA AGRICULTURA Y EL CAMPESINADO:
Se ha sobreestimado la importancia de la reforma agraria en la historia de la Revolució n. Durante la guerra civil, de
manera improvisada y bajo la presió n de la necesidad, se tomaron medidas legales decisivas contra los
latifundistas, como muestra el decreto de enero de 1915 y el artículo 27 de la Constitució n de 1917. Sin embargo,
hasta 1934 no se realizó la aplicació n de una versió n modificada de los principios contenidos en el decreto de 1915
y en el artículo 27 de la Constitució n, y entonces tan só lo de manera lenta y confusa, con la publicació n del Có digo
Agrario. De acuerdo con la Constitució n y el có digo reglamentario, la tierra pertenecía a la nació n, que, a través del
Estado, podía reconocerla como propiedad privada legítima o expropiarla y concederla ya sea a las comunidades
definidas por el término ejido o a pequeñ os propietarios individuales. La concesió n era inalienable y no podía ser
arrendada, vendida o heredada. Carranza había distribuido ya unas 200.000 hectá reas antes de que Obregó n
redimiera a los zapatistas y a otras fuerzas guerrilleras, junto con sus propios soldados, con la ratificació n de las
apropiaciones llevadas a cabo durante la guerra civil, en la zona zapatista. Obregó n distribuyó má s de un milló n de
hectá reas, con el objetivo político de comprar la paz. El presidente Calles siguió al principio dicha iniciativa, y luego
frenó el proceso. Al igual que Obregó n, hubiese preferido enmarcar la reforma agraria dentro de un marco político,
y completarla rá pidamente, con el fin de poder pasar a la modernizació n y fomento de la productividad,
colonizació n, irrigació n y agricultura capitalista a gran escala.

La gran distribució n por parte de Cá rdenas de 18 millones de hectá reas, el balance de la reforma agraria en 1934,
revela tres datos. En primer lugar, las concesiones fueron limitadas: diez millones de hectá reas, tal vez un 10 por
100 de la tierra cultivada, pasó a manos del 10 por 100 del campesinado (tanto los peones acasillados, como los
trabajadores agrícolas que vivían en las haciendas no se beneficiaron de la reforma agraria hasta 1934). El
resultado institucional fue la aparició n de un total aproximado de 4.000 ejidos. En segundo lugar, las concesiones
estuvieron concentradas en un nú mero reducido de distritos; y en tercer lugar, dichos distritos estaban
restringidos a la zona del antiguo México en la meseta alta central y a su ladera tropical del sur y del sureste
(Morelos, Veracruz, Hidalgo). El nú cleo central de la hacienda fue respetado y las parcelas de tierra del ejido fueron
adjudicadas con títulos de propiedad independientes, en pequeñ as parcelas de 4 a 10 hectá reas. De acuerdo con las
condiciones locales que prevalecían en cada estado, las reformas, administradas por las autoridades, fueron
ejecutadas algunas veces con vigor, algunas veces evadidas y otras aplazadas para má s adelante. De esta forma
surgieron una gran diversidad de situaciones y una cierta falta de control sobre las operaciones, que derivó en
corrupció n y en la extorsió n por parte de los campesinos, incluyendo a aquellos que se habían beneficiado de la
distribució n. La política local complicó el problema agrario, porque permitió que los caciques controlaran una
clientela considerable y que manipularan al mismo tiempo a los propietarios de las tierras. En el seno del ejido, el
comité administrativo disponía una y otra vez la distribució n de las parcelas de tierra en su propio provecho, lo
que explica la violencia en la lucha por el poder y el gran nú mero de asesinatos perpetrados en los ejidos.

La reforma agraria no solamente creó divisiones entre los mismos ejidatarios, sino que también dividió al
campesinado entre el 10 por 100 que había recibido una parcela de tierra y aquellos que no habían recibido nada.
La tá ctica consistente en dividir a los campesinos en facciones hostiles e irreconciliables garantizó al gobierno el
control de la tierra, así como la lealtad electoral de sus propietarios. La política agraria había sido un arma blandida
tanto contra los terratenientes, que estaban amenazados por la expropiació n, como contra los beneficiarios, que
temían la expulsió n de los ejidos. Se repartieron escopetas, aun a riesgo de no recuperarlas, como ocurrió en
Veracruz en 1932, entre las milicias de los ejidos denominadas «defensas sociales» con el fin de que sirvieran como
instrumento de represió n contra los otros campesinos y como un medio de hacer chantaje a los terratenientes
tanto grandes como pequeñ os. El hacendado tradicional sufrió el fuerte impacto de tres pruebas contundentes: las
guerras de 1913-1917 y 1926-1929, la crisis econó mica posterior a 1929 y la propia reforma agraria. El conflicto
agrario enfrentó al campesino sin tierras contra su vecino con tierras, ya fuera pequeñ o propietario tradicional
privado o ejidatario, y al pequeñ o propietario o comunero (miembro de una comunidad india) contra el ejidatario.
El programa agrario fue miope, ya que hizo que se multiplicaran los antagonismos mutuos debido tanto al colapso
de la sociedad establecida como a la reforma. Hubo también otros elementos humanos comprometidos —el
arrendatario, el aparcero, el peó n, el ganadero nó mada. Los conflictos de clase, raza y cultura hicieron furor, y la
disputa religiosa ciertamente no ayudó a apaciguar el sentimiento popular. Los revolucionarios que estaban en el
poder no habían tenido nunca un verdadero programa agrario; habían tenido un programa agrícola, lo cual no era
lo mismo. Nunca atacaron el principio de la hacienda, sino que estaban simplemente a favor de propiedades de
pequeñ o y mediano tamañ o. Entre 1915 y 1928, tan só lo el 10% de las haciendas había sido incautado y, la mitad
de ellas eran de pequeñ o tamañ o. Las zonas invadidas por los propios campesinos fueron de mucha mayor
importancia. A los campesinos se les concedió la satisfacció n temporal de poder apoderarse de tierras y consolidar
su poder, después se les utilizó para desmantelar las grandes fincas privadas en beneficio de una agricultura
capitalista. Los campesinos fueron a la vez instrumentos y víctimas de la versió n mexicana de la acumulació n
primitiva de capital.

Los campesinos consiguieron má s de lo que figuraba en el programa revolucionario, su éxito fue limitado. No es
difícil comprender por qué la reforma agraria no logró atraer el entusiasmo de los campesinos. Las organizaciones
campesinas estaban dominadas por la burocracia, y nunca llegaron a convertirse en organismos genuinamente
campesinos. Algunos campesinos, prefiriendo mantenerse al margen de ellas, renunciaron a las parcelas de tierra
que les correspondían. Dichas renuncias han sido atribuidas al miedo al gran terrateniente y a su «guardia blanca»
o a los curas que se oponían al plan y que algunas veces, en contra de la orden de los obispos, declaraban que era
pecado mortal aceptar una parcela de tierra de ejido. Bajo los mandatos de Obregó n y de Calles, el poder
econó mico, al igual que el poder político, estuvo una vez má s concentrado en manos del presidente y de sus
ministros y consejeros técnicos.
III. “ESTAMOS VIVIENDO UNA HORA AMERICANA DE JUAN CARLOS PORTANTIERO:

Los sucesos de Có rdoba no tardaron en desplazarse hacia los otros países del continente. El “destino americano”
que los estudiantes argentinos habían intuido para la reforma universitaria se expresó , como una violenta onda
que sacudió primero a Perú , luego a Chile, má s tarde a Cuba, Colombia, Guatemala, Uruguay. Una segunda oleada,
posterior a 1930, abarcará al Brasil, Paraguay, Bolivia, Ecuador, Venezuela, México. No se trataba de un proceso de
mera imitació n. El proceso englobaba a las clases medias que, con mayor o menor grado de difusió n, se habían
expandido en las sociedades latinoamericanas desde finales del siglo XIX, al amparo de la modernizació n urbana
abierta por el capital extranjero. El primer eco de la chispa cordobesa se incendió en Lima. Allí reinaba, impasible,
el espíritu de la colonia y era en las universidades donde encontraba su refugio ideal. “Las universidades—comenta
Mariá tegui-— acaparadas intelectual y materialmente por una casta desprovista de impulso creador, a una funció n
má s alta de formació n y selecció n de capacidades.” Su objeto “era el de proveer de doctores a la clase dominante”.
En 1919 viajó a Lima Alfredo Palacios, en donde pronunció algunas conferencias. “La reforma universitaria hay que
hacerla con los decanos o contra los decanos”, como en Có rdoba, un suceso banal sirvió de detonante para una
explosió n que habría de alcanzar matices de enorme violencia y una importancia decisiva para el futuro político del
Perú .

Todo comenzó con un conflicto que los estudiantes de la carrera de historia de la Facultad de Letras tuvieron con
un profesor. Pero era junio de 1919 y los claustros estudiantiles miraban como ejemplo cercano a la Có rdoba
reformista. La reforma universitaria anclaba en Perú . El proceso político del país mantenía, algunas similitudes con
el argentino. La casta má s cerradamente conservadora de la oligarquía, el partido civilista, era derrocada en esos
días: apoyado por los grupos liberales Augusto Leguía ocupaba el gobierno desde 1919. En 1916 había sido
fundada la Federació n de Estudiantes Peruanos y en su direcció n primaban los partidarios de Leguía a quien
incluso promovieron como candidato a la presidencia, proclamá ndolo “maestro de la juventud”. Los estudiantes
fueron gestando un clima de agitació n fortalecido por las noticias de la Argentina. A iniciativa de un estudiante del
interior recién llegado a Lima, hijo de empobrecidos hidalgos de provincia, la federació n de estudiantes interviene
en la huelga nacional de los trabajadores que tuvo lugar en diciembre de 1918 reclamando la jornada de ocho
horas, reclamo que se consiguió en enero de 1919. El estudiante que había organizado la solidaridad se llamaba
Víctor Raú l Haya de la Torre. El derrocamiento de los conservadores y el ascenso de Leguía al poder redoblaron la
combatividad del alumnado y los viejos profesores anquilosados de la universidad de Lima no pudieron resistir, en
medio de ese clima general de ascenso de las luchas sociales, la presió n de los estudiantes.

El gobierno era ademá s declaradamente amigo de los estudiantes, porque la mayoría del claustro profesoral
integraba las filas de la oposició n política. Una vez lanzado el conflicto de las demandas estudiantiles encontraron
rá pida satisfacció n. Primero, a través de un decreto del 20 de septiembre de 1919, en el que se incorporan a los
estatutos de la universidad dos de las má s importantes reivindicaciones reformistas: la existencia de cá tedras
libres rentadas por el estado y la participació n estudiantil en el gobierno de las casas de estudio. Añ o siguiente ese
decreto es ratificado por una ley en cuyo articulado se establece que “el nombramiento de los nuevos catedrá ticos
será hecho por el gobierno entre los doctores. Haya de la Torre, ya en octubre de 1919, había sido electo presidente
de la federació n de estudiantes. Con su impulso se realiza el Primer Congreso Nacional de Estudiantes, en cuya
sesió n inaugural se otorga un homenaje a Leguía “por el apoyo que prestara al movimiento de reforma
universitaria”. El movimiento estudiantil dará en la Argentina y en el Perú a la contrarreforma divergirá . Tanto en
Perú como en la Argentina, como en toda América, la reforma universitaria significará la forma má s radical de
participació n política que encuentra el despertar de posguerra de las capas medías, sacudidas por un mundo en
proceso de cambio revolucionario. Lima era, Có rdoba. Pero Lima era la ciudad má s moderna del Perú . La sociedad
peruana era una sociedad desarticulada cuyo polo de relativa modernidad era débil frente a las zonas atrasadas en
las que una mayoría de població n indígena no vivía de manera muy diferente. Perú era un típico ejemplo de
“sociedad latinoamericana” tal como se la percibe en el estereotipo de los europeos. A comienzos de la década del
veinte surgía una pequeñ a burguesía que buscaba incorporarse a la vida política, el marco en que ese proceso tenía
lugar era diferente.

La reforma universitaria había encontrado en Perú , en un primer momento, el respaldo de aquellos sectores
dominantes que se enfrentaron con los grupos oligá rquicos má s tradicionales- Pero el impulso radical de los
estudiantes no podía ser absorbido por el grupo de Leguía que, en pocos añ os, sustituyó al viejo clan como líder de
las clases altas aliadas con el imperialismo. Perú la reforma universitaria se ha de encontrar siempre, má s
rá pidamente que en otros países, con sus “límites infranqueables”. Ya en 1923, Leguía, el “maestro de la juventud”
está abiertamente entregado a la oligarquía. Para legitimar finalmente el apoyo clerical, decide, en combinació n
con el obispo de Lima, monseñ or Lizó n, consagrar la repú blica al "sagrado corazó n de Jesú s”, erigiendo para ello
una enorme estatua cuyo emplazamiento debía estar en la plaza principal de la ciudad. En la universidad se vivía
una situació n caó tica porque el grupo rival de Leguía, los “civilistas”, que aú n mantenían fuerza entre el
profesorado, habían intentado usarla como tribuna antigubernamental. Ello provoca una reacció n del gobierno que
lleva a los docentes a declararse en receso. Las clases recién se reanudarían en 1922, tras casi un añ o de conflictos.
Pero fue el intento de Leguía por colocar al Perú bajo la “protecció n de Jesú s” lo que lanzó a los estudiantes a la
calle en unidad con otros sectores. Haya ya era consciente de que tras los muros de la universidad no podía
lograrse mucho má s y organizaba la solidaridad de estudiantes y obreros en las universidades populares creadas
por la federació n de estudiantes.

Liderados por Haya de la Torre los estudiantes se volcaron contra la alianza de Leguía con el clero y efectuaron un
rapidísimo aprendizaje político. Pelotones de soldados dispararon contra la multitud que se oponía a la ridícula
“sacramentalizació n” del Perú y un estudiante de letras, Alarcó n Vidales y un obrero, Salomó n Ponce, cayeron
asesinados. Al día siguiente, una muchedumbre llevó ambos cadá veres a la universidad para velarlos. En medio de
la conmoció n, el arzobispo decidió suspender las ceremonias pero ya Leguía había definido para siempre —hasta
su caída violenta en 1930— su imagen de típico dictador sudamericano. Haya de la Torre fue deportado y poco
después, en México, creaba el APRA, el producto má s legítimo de la reforma universitaria. Pero la contienda
estudiantil ya estaba radicada en otros países del continente. Primero fue en Chile, país en el que también chocaban
la vieja oligarquía y élites de recambio que intentaban expresar al ala moderada de la pequeñ a burguesía.
Argentina y Perú , se reunió en 1920 en Santiago la primera convenció n estudiantil. En el país se vivían vísperas
electorales y Arturo Alessandri, el candidato liberal, se transformó en aliado objetivo del movimiento universitario,
utilizá ndolo como ariete contra el patriciado en momentos en que éste agitaba el sentimiento chauvinista
pretextando movimientos de tropas en las fronteras peruana y boliviana.

Los estudiantes, buscaron el contacto con sus iguales del Perú y enfrentaron unidos el desborde de
seudopatriotismo. La represió n se ensañ ó violentamente con ellos —por traidores a Chile— y con el movimiento
obrero que los acompañ aba en la lucha. Pronto los estudiantes tuvieron su má rtir, Domingo Gó mez Rojas, muerto
tras varios meses de prisió n. El candidato liberal Alessandri ganó las elecciones y asumió el poder; no tardará
también él en violar sus promesas y los estudiantes, que consideraron su victoria como propia, en pasar a la
oposició n. En la Argentina, Perú y Chile alcanzaron un primer momento de apogeo sobre la base de su coincidencia
con situaciones políticas de deterioro de la vieja oligarquía patricia, en otros países, en los que ese proceso no se
daba y en donde, el poder de los conservadores se afianzaba sobre la base de! terror, los movimientos
estudiantiles, como expresió n má s radicalizada de la protesta de las clases medias, debieron sufrir la persecució n
má s feroz. Tales fueron los casos de Venezuela, de Bolivia, de Paraguay. En Venezuela, gobernada por Juan Vicente
Gó mez, una suerte de monarca bá rbaro que mandó en el país desde 1906 hasta su muerte en 1935, la federació n
de estudiantes fue disuelta, entre 1914 y 1928. Quedaba claro que antes que pelear por modificaciones internas en
la universidad era menester concentrar todas las fuerzas en la lucha política. Pero esa lucha tenía por líderes a
jó venes universitarios y el partido clandestino que los agrupaba, Acció n Democrá tica.
La lucha política dejaba en segundo plano a las reivindicaciones culturales. La reforma universitaria, con sus
consignas de docencia libre, modernizació n de la enseñ anza y democratizació n del régimen administrativo en los
planteles superiores, lograda en Argentina, Colombia, Uruguay, Chile, México y otros países americanos, apenas si
tuvo en Venezuela otra resonancia que la de simple novedad periodística.” Recién en 1940, cinco añ os después de
la muerte de Gó mez, y al amparo del clima liberal creado por la segunda guerra mundial, los estudiantes
venezolanos conseguirían implantar en las casas de estudios, por primera vez, los postulados de la reforma. La
repercusió n de la reforma universitaria en Cuba, tuvo, en cambio, ciertos matices diferenciales. Nació directamente
inspirada por los sucesos de Argentina y de Perú y como en el segundo de estos países tuvo un éxito efímero. Pero,
a diferencia del Perú , de su fracaso, junto con una corriente populista similar al APRA surgió un ala marxista que
encontró en Julio Antonio Mella a un líder de repercusió n continental. El congreso aprobó , ademá s, una declaració n
de deberes y derechos del estudiante. Interesa destacar un pá rrafo como indicador de la orientació n que asumirá
en un principio la reforma en Cuba, mucho má s precisa. “El estudiante tiene el deber de divulgar sus conocimientos
entre la sociedad; principalmente entre el proletariado manual, por ser éste el elemento má s afín del proletariado
intelectual, debiendo así hermanarse los hombres de trabajo para fomentar una nueva sociedad, libre de pará sitos
y tiranos, donde nadie viva sino en virtud del propio esfuerzo.”
El pá rrafo es buen índice de una maduració n crítica del movimiento universitario. Es que los reformistas cubanos
tenían ya, como materia de reflexió n muy actual, el reciente fracaso de los postulados reformistas al ser confinados
en la universidad en Argentina y en Perú . Simbó licamente, 1923 era el añ o en que Leguía desterraba a Haya de la
Torre y en que el gobierno de Alvear intervenía a la universidad de Có rdoba, cuna de los sucesos.
“¿Puede ser un hecho la reforma universitaria? “En lo que a Cuba se refiere, es necesario primero una revolució n
social para hacer una revolució n universitaria.” El movimiento reformista comienza a adquirir madurez. A partir
de 1923 la discusió n interna se profundiza. Hacia 1925 el discurso universitario se hace político y si Mella—hasta
su asesinato en México en 1928— recogerá el ejemplo que comenzará a poner en prá ctica Haya de la Torre, se
diferenciará de él radicalmente por los contenidos del programa esbozado y por el arco de alianzas que traza para
la lucha política. Ninguno de los dos cree que la reforma universitaria pueda llevarse a cabo a esa altura en el
estrecho recinto de las casas de estudio. Para perdurar una reforma en la universidad tiene que sostenerse sobre
una sociedad transformada. El aprismo y los nacientes partidos comunistas dará n a ese problema respuestas
antagó nicas.

Quedan otros casos en América Latina que señ alan a su vez peculiaridades concretas: México y Brasil. En México la
transformació n social y política precedió a la transformació n universitaria dando lugar a un complicado proceso en
el que muy a menudo la universidad no só lo estuvo detrá s sino en contra del movimiento revolucionario. Nacida al
final del porfiriato y, aunque del proceso de desintegració n del mismo recogía elementos de renovació n, la
universidad ya bajo la presidencia de Madero comenzó a desempeñ ar un papel conflictivo frente al régimen
revolucionario. En 1912 los estudiantes de la Escuela de Jurisprudencia se proclaman en huelga por una causa
baladí pero en realidad los reclamos subyacentes eran a favor de una autonomía que librara a la universidad del
control del nuevo estado. Con el triunfo del constitucionalismo los reclamos de autonomía adquieren cará cter
formal: la universidad continú a siendo un centro de oposició n política y los diputados rechazan el pedido
entendiendo que se trata de constituir en poder paralelo al del estado a un baluarte del antiguo régimen. La
consigna de independencia frente al gobierno significaba de hecho el intento de aislamiento frente a la rica
experiencia de una revolució n nacional y popular. El espíritu de la reforma fue en el México de entonces política de
estado. Esto se hace notorio cuando, en 1920, José Vasconcelos es nombrado rector de la universidad y todos los
temas presentidos en Có rdoba por los estudiantes de 1918 adquirían cuerpo. La autonomía perdía relieve. En 1921
Vasconcelos es colocado a cargo de la restablecida Secretaría de Educació n y, por encima de las disputas
corporativas que venía planteando la universidad, pone en marcha un verdadero pacto de los intelectuales con la
revolució n al servicio de una reforma cultural. El problema universitario es visto como capítulo de una vasta
reforma pedagó gica y cultural y México se transformó en una guía para todo el movimiento universitario
latinoamericano. Esta funció n tutelar se ratificó en 1921 durante el Congreso Internacional de Estudiantes
efectuado en México, en donde se realizó el primer balance continental de la reforma universitaria. A la pregunta
de Mella acerca de si había en América un gobierno que pudiera amparar el programa de la reforma só lo podría
responderse nombrando al México de Vasconcelos. Pero las tensas relaciones entre movimiento universitario y
estado se recrudecieron. El tema de la autonomía se mantendrá y si en 1929 el gobierno concede una autonomía
limitada, en 1933 una nueva ley lleva esa situació n a límites absolutos concediéndole a la universidad un
patrimonio econó mico propio y desentendiéndose virtualmente de su destino. Tras una década de sordos
enfrentamientos en la que en el interior de la universidad se discutía si la educació n a impartir debía ser socialista
o regir la libertad de cá tedra y desde el gobierno, bajo el impulso de Cá rdenas, se erigía un verdadero sistema de
enseñ anza superior paralelo, en 1945, tras otra grave crisis en la universidad una nueva ley era dictada para
regular las relaciones con el estado. Pero las tensas relaciones entre movimiento universitario y estado se
recrudecieron. El tema de la autonomía se mantendrá y si en 1929 el gobierno concede una autonomía limitada, en
1933 una nueva ley lleva esa situació n a límites absolutos concediéndole a la universidad un patrimonio
econó mico propio y desentendiéndose virtualmente de su destino. Tras una década de sordos enfrentamientos en
la que en el interior de la universidad se discutía si la educació n a impartir debía ser socialista o regir la libertad de
cá tedra y desde el gobierno, bajo el impulso de Cá rdenas, se erigía un verdadero sistema de enseñ anza superior
paralelo, en 1945, tras otra grave crisis en la universidad una nueva ley era dictada para regular las relaciones con
el estado.

En Brasil, por su parte, la rebelió n juvenil de la década del veinte había adquirido un matiz ú nico en América
Latina, cuya importancia só lo saltaría a la vista a partir del añ o 30. La vanguardia de esta generació n que buscaba
encamar los ideales de una revolució n democrá tica no estuvo en las aulas sino en los cuarteles. En 1922 se produce
un movimiento militar que abre la época del llamado “tenentismo” (movimiento político-militar del ejército
brasileñ o en 1920. Demandaban reformas en la estructura del poder, el fin del voto cautivo institució n del voto
secreto y la reforma a la educació n pú blica), en el que participó el conjunto de la Escuela Militar, encabezada por
un joven oficial llamado Luis Garlos Prestes, que, poco después, realizaría la hazañ a militar y política de la columna
bautizada con su nombre que recorrió durante dos añ os el territorio de Brasil sublevando a las poblaciones
campesinas. Prestes se acerca luego al comunismo y el "tenentismo", sin él, triunfa en 1930 con la Alianza Liberal
que derroca a la Velha y lleva al poder a Getulio Vargas. El estudiantado se vuelca a mediados de la década del
veinte en el apoyo a la juventud militar y recién hacia finales del período plantea orgá nicamente sus
reivindicaciones universitarias, a través de un programa de inspiració n reformista cuyos primeros éxitos son
conseguidos en 1928.

Diez añ os después de los sucesos de Có rdoba, toda América Latina había sido envuelta virtualmente por la reforma
universitaria. El balance de una década de luchas era desigual. En algunos países la reforma había fructificado en la
organizació n de un poderoso movimiento estudiantil el cual, tras haber conseguido en muchos casos avances
importantes en la democratizació n de la enseñ anza, vivía en general una situació n de reflujo: las estructuras de la
sociedad no acompañ aron, por medio de un proceso de transformació n, a las luchas estudiantiles, de modo tal que
esa avanzada de la revolució n democrá tica liderada por la pequeñ a burguesía que fue la reforma, quedó aislada.
Tal fue el caso argentino. En otros países el fracaso de la reforma precipitó a los estudiantes a la lucha política de
masas y fueron líderes forjados en la lucha universitaria quienes habrá n de organizar a los nuevos partidos: Haya
de la Torre al aprismo peruano; Oscar Creydt al comunismo en Paraguay; Betancourt a Acció n Democrá tica en
Venezuela; Mella al comunismo en Cuba.

En el Uruguay en donde las clases medias urbanas gobernaban desde la primera década del siglo, la reforma se
integra casi con naturalidad al proceso político y los estudiantes logran una serie de conquistas sin presionar
demasiado para conseguirlas. En 1930 abriría un nuevo ciclo para la lucha de los estudiantes y de las clases medías
en general. El continente entrará en un estado de conmoció n permanente, sometido al poder ya discrecional del
capital extranjero y de las clases dominantes locales. La revolució n contra el poder españ ol había intentado ser una
revolució n americana y el programa de los grandes forjadores militares y políticos de Ja victoria anticolonial se
había elaborado en términos de todo un continente; era el ideal bolivariano de una confederació n latinoamericana.
América Latina fue durante el siglo XIX escenario de luchas intestinas planteadas en los estrechos marcos de
“naciones” raquíticas y, má s tarde, en la segunda mitad de la centuria, la suma de una serie de republiquetas sin
contactos mutuos, sometidas todas al tutelaje de una colonizació n que aunque mantenía el aparente respeto de las
soberanías políticas era aú n má s brutal y succionadora de lo que lo había sido la españ ola. Pero al entrar el siglo
XX, manteniéndose el trasfondo de neocolonialismo, algo había cambiado en la estructura interna de la sociedad
latinoamericana, al menos en aquellas zonas en las que la apertura al mercado mundial impuesta por el capital
extranjero había permitido un desarrollo, de relaciones sociales modernas. El imperialismo, necesitaba el
surgimiento de ciertas franjas de modernidad asentadas en las ciudades-puerto que recibían el producto del
monocultivo para despacharlo a los centros metropolitanos y hacían de puente con el comercio de manufacturas y
de ideas que llegaban desde el exterior. Este proceso de urbanizació n se completó , en las ciudades má s
importantes, con la recepció n de contingentes inmigratorios y con el desarrollo de ciertas industrias livianas.
Comenzaron a germinar grupos de clase media distintos a los tradicionales y en algunos países como los del Río de
la Plata nú cleos importantes de obreros industriales, asalariados de pequeñ as empresas nacionales o de las
industrias grandes manejadas en su mayoría por capitales extranjeros. Esta situació n social es el pró logo que
abrirá los episodios de la reforma universitaria; el trasfondo estructural que le dará sentido como parte de un
proceso social.

Inserta en ese marco de dependencia, con mercados internos estrechísimos, desprotegida por los gobiernos que
abrían de par en par las puertas del país a las manufacturas extranjeras, esa clase media, artesanal y burocrá tica,
no podía transformarse en burguesía industrial, en líder de un auténtico y profundo proceso de liberació n
nacional; en cabeza de una revolució n democrá tica. Pero es la intuició n de la necesidad de ese proceso, lo que
gobierna a la juventud universitaria en las jornadas de la reforma. Y con esa perspectiva, los estudiantes de 1918,
en Có rdoba y Lima, en La Habana y Cuzco, en Santiago de Chile y Buenos Aires retoman una noció n que parecía
perdida: la noció n de la unidad de América. Los reformistas aparecen, como herederos del ideal bolivariano. La
“generació n del 900”: Alfredo Palacios, José Ingenieros, Manuel Ugarte, José Vasconcelos, Rubén Darío, José
Enrique Rodó , Manuel Gonzá lez Prada, Antonio de Varona, Manuel Gó mez Carrillo, José Martí.
Está comprendida la esencia del latinoamericanismo que impregnará a la reforma universitaria. En palabras
aparecerá n en un escrito de Haya de la Torre de la reforma; fue “la revolució n latinoamericana por la autonomía
espiritual”. La reforma universitaria tiene mucho de retó rica “arielista”. Su primera concepció n de la solidaridad
latinoamericana, de la afirmació n de una personalidad comú n, no se evadía de esos límites impuestos por una
situació n de insularidad social. Desde el Manifiesto liminar de Có rdoba, hasta los discursos de sus líderes y las
declaraciones de sus organizaciones, el tono ampuloso no hace má s que intentar defender la carencia de una
ideología só lida. Pero cuando la reforma empieza a chocar en las calles con las policías brutales y los soldados;
cuando los dictadores de turno abren las cá rceles para los dirigentes estudiantiles y para los dirigentes obreros, la
ideología brumosa de los comienzos va tomando perfiles má s trabajados. Ya en 1921, Haya de la Torre, Gabriel del
Mazo y Alfredo Demaria, presidentes, respectivamente de las federaciones estudiantiles de Perú , Argentina y Chile
suscribieron acuerdos por los cuales sus organizaciones se comprometían a efectuar “propaganda activa por todos
los medios para hacer efectivo el ideal del americanismo”.

Un segundo nivel fue el Congreso Internacional de Estudiantes reunido en México, en 1921, con participació n, por
América Latina de delegados de Argentina, Costa Rica, Cuba, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Perú , Santo
Domingo y Venezuela, pero donde asistieron también representantes de Alemania, China, Estados Unidos, Japó n,
Noruega y Suiza. El congreso aprobó una serie de resoluciones enmarcadas en una mezcla ideoló gica de utopismo
pacifista de raíz wilsoniana y antimperialismo. Su importancia estriba en que le dio al movimiento reformista la
definitiva consagració n, transformando las banderas de Có rdoba, de Lima y de Santiago en reclamos de la juventud
latinoamericana que se concebía ya a sí misma como integrante má s vasta que las fronteras de sus naciones. La
unió n es el producto de una fusió n intergeneracional y sirvió de lanzamiento extrauniversitario —en muchos casos
como antecedente inmediato para la política partidista— a los líderes estudiantiles má s importantes, en compañ ía
de algunos de sus maestros, sobrevivientes y superadores del “arielismo” novecentista, encabezados por José
Ingenieros. La iniciativa para la creació n de una organizació n que tendiera a nuclear a los intelectuales
antimperialistas del continente partió , en 1922, del propio Ingenieros. La Unió n Latinoamericana, establecidos en
su declaració n original, incluyen: solidaridad política entre los pueblos latinoamericanos; oposició n a toda política
financiera que comprometa la soberanía nacional; nacionalizació n de las fuentes de riqueza y abolició n del
privilegio econó mico.
IV. “EL PURO UNIVERSITARIO ES UNA COSA MONSTRUOSA:
La relació n de los estudiantes con otros sectores populares estuvo presente desde un primer momento por
ejemplo con el movimiento obrero. Ellos formaban parte de un proceso de movilizació n social, de una coyuntura en
la que clases y grupos surgían reclamando mayor participació n. En un principio pudieron coincidir con sectores de
su propia clase de origen, empeñ ados también en remplazar el liderazgo cultural y político de la vieja oligarquía.
Fue el momento en que la reforma universitaria consiguió sus objetivos inmediatos, haciendo triunfar una suerte
de programa mínimo sobre el tá cito respaldo de los Yrigoyen, los Leguía, los Alessandri. Reforma universitaria es
lo mismo que reforma social.” Esta convicció n significó que la reforma se abría a la lucha política, que la
intervenció n de la vanguardia de la pequeñ a burguesía iba a desplazarse desde un á rea aislada —la universidad—
al conjunto del sistema social.
Claro está que las formas y los contenidos de esta inserció n no asumieron siempre el mismo carácter y de esa
variació n surgió la polémica política má s aguda y tenaz de América Latina; polémica sobre el socialismo y la
revolució n democrá tica; sobre el papel de la clase obrera y de las ciases medias en la liberació n nacional. El
enfrentamiento se polarizó en dos alternativas: el aprismo, con sus variantes locales y el marxismo, representado
por los grupos ligados a la III Internacional, doblemente abrumados por la discusió n interna en la Unió n Soviética y
por el aislamiento con las masas populares de sus países. Pero si la politizació n de la reforma habrá de expresarse
finalmente en esas dos alternativas polares hubo antes de ello un camino, a menudo andado a tientas, en el que la
solidaridad obrero-estudiantil se concibe sobre el marco confuso de una teoría mesiá nica de la “joven generació n”.
Aparece en el Perú , cuando los estudiantes luchan junto a los obreros para imponer la jornada de ocho horas; en
Chile, donde trabajadores y universitarios comparten cá rcel y represió n por enfrentar la ola chauvinista que
pretendía llevar al país a la guerra fratricida contra el Perú .

En la Argentina, en enero de 1919 una huelga general de los trabajadores que dura una semana provoca la
intervenció n sangrienta del ejército y de la policía, ayudados por bandas de civiles armados. Fue la llamada
“semana trá gica”, en la que las clases dominantes vieron aterrorizadas al espectro del comunismo recorriendo las
calles. La respuesta estuvo a la altura del miedo; muchos muertos tiñ eron de rojo ese episodio que puso a las
claras, ademá s, las contradicciones internas que corroían al gobierno de Yrigoyen, prisionero de sus propias
limitaciones y de las de su clase, para poner en prá ctica un programa de reformas. En Có rdoba, caliente aú n por las
jomadas reformistas, la federació n obrera decreta un paro en solidaridad con los trabajadores de Buenos Aires. La
federació n universitaria se adhiere al mismo, porque “esta federació n —dice— contó en su ú ltimo movimiento con
el apoyo de la clase obrera, llegando a crear un vínculo íntimo de compañ erismo, y éste es el instante de
demostrarlo. Enero de 1919, la federació n cordobesa emitía una declaració n en cuyos pá rrafos bullía el contenido
ideal que la reforma quiso impulsar desde un principio, como intuició n de la alianza que debía estar por detrá s de
la revolució n democrá tica: “El movimiento universitario argentino, iniciado por los estudiantes de la Universidad
de Có rdoba, debe ser considerado como la primera manifestació n de un proceso evolutivo en el orden nacional,
dirigido a modificar fundamentalmente el estado de crisis, por así decir, porque atraviesa su organizació n social,
econó mica, política e intelectual, teniendo como finalidad inmediata el afianzamiento de la libertad, la verdad y la
justicia en todos sus ó rdenes.” El manifiesto, el primero en el que la proyecció n social de la reforma aparece tan
claramente marcada, señ ala ademá s la conexió n “entre esos propó sitos ampliamente manifestados por la juventud
y las recientes huelgas obreras”.

En ese mismo añ o de 1919 en la ciudad de Mendoza estalla una huelga de maestros que tendrá por su
combatividad repercusió n nacional. Los estudiantes colaboran con la misma y en un acto realizado en la plaza
central de la ciudad el presidente de la Federació n Universitaria Argentina resume así los objetivos de su
movimiento. La Sociedad Científica Argentina organiza un congreso de universitarios e invita a participar a la
federació n estudiantil. Pero ésta rechaza la invitació n porque a la asamblea no se ha citado a los sindicatos. Su
suerte es nuestra suerte, su ideal es nuestro ideal y el desdén que los hiere a ellos nos hiere también a nosotros.”
Esta concepció n de la solidaridad obrero-estudiantil elaborada por la reforma habrá de expresarse en la
organizació n de un tipo particular de instituciones, las universidades populares, que a partir de su primer
antecedente en el Perú habrá n de extenderse por otras ciudades de América. La universidad” popular creada por
los estudiantes peruanos se funda el 22 de enero de 1921 y tiene a Haya de la Torre como director inspirador. En
1923 se la bautiza con el nombre de Gonzá lez Prada, en recuerdo de un intelectual novecentista que fustigara en
sus obras al dominio de la oligarquía. “La universidad popular no tiene otro dogma que la justicia social**, era el
lema de la institució n. La universidad popular funcionaba en Lima y en Vitarte, un poblado cercano en el que
existía una gran fá brica textil de capital extranjero. Cada semana, tres clases se daban en la capital y dos en Vitarte,
para un pú blico exclusivamente obrero. La asistencia era libre y por supuesto gratuita: ni los alumnos pagaban ni
los profesores cobraban. Estaba gobernada por una Junta Directiva integrada con alumnos que debían ser obreros;
todas las resoluciones debían ser ratificadas por una asamblea general de alumnos.
En Cuba, la universidad popular creada por los estudiantes se llamará José Martí. El significado ú ltimo de la
experiencia de las universidades populares se encadena con el proceso que lleva al movimiento estudiantil a
mediados de la década del veinte a la comprensió n de la esterilidad de la lucha universitaria en sí misma si se la
mantiene como un compartimento cerrado y no como el capítulo de una reforma má s vasta. El movimiento
estudiantil comprende entonces que es necesaria una apertura, que la base de sus alianzas debe ser ampliada. A
partir de esta comprensió n la vaga solidaridad obrero-estudiantil comienza a transformarse en una teorizació n
má s sistemá tica acerca de la política de alianzas necesaria para el desarrollo de una revolució n democrá tica
postergada, cuyo incumplimiento los estudiantes denunciaron tá citamente en la movilizació n que se expande a
partir de 1918.

É ste es el plano en que aparece como importante la diferencia anotada entre la concepció n peruana y la del
movimiento reformista cubano acerca de las universidades populares. En Perú , Haya de la Torre ya pone en
prá ctica lo que sería el borrador de la ideología del APRA, como tentativa “vanguardista” de la pequeñ a burguesía
sobre el conjunto de las clases populares. En Cuba, en cambio, los propó sitos de las universidades populares José
Martí se inscriben en otra direcció n: ademá s de señ alar la imposibilidad de la lucha universitaria aislada, niega que
en la alianza entre movimiento estudiantil y clases populares, el liderazgo del proceso le corresponda al primero.
De la herencia de Mella surgirá Fidel Castro, aun cuando la cristalizació n del castrismo como ideología ha de
suponer algo má s que la continuidad con Mella. La inserció n del movimiento estudiantil en las luchas populares
tiene otras características en la tradició n aprista. La reforma introducía así abiertamente una problemá tica aú n no
agotada: la de la juventud concebida como categoría social, en relació n con otras ciases y otros grupos vigentes en
la estructura de la sociedad. Los cambios sociales, dependen, sobre todo, de las ideas, de las preferencias morales y
estéticas que tengan.

La ideología del APRA aparecerá de alguna forma como la concientizació n que la pequeñ a burguesía ilustrada
efectú a de su propia movilizació n, justificada en un principio en los términos má s volá tiles de la lucha entre
generaciones. El “mito de la nueva generació n”, al decir de Mariá tegui, no queda sino reducido a eso: a una primera
manifestació n del surgimiento pequeñ oburgués para tentar la dilecció n de las masas. Las claves del proceso (y de
su desenlace) las ha fijado Gramsci: “La burguesía no consigue educar a sus jó venes (lucha de generaciones) y los
jó venes se dejan arrastrar culturalmente por los obreros y al mismo tiempo se hacen o tratan de convertirse en
jefes (deseo inconsciente de realizar la hegemonía de su propia clase sobre el pueblo) pero en las crisis histó ricas
vuelven al redil.” La “joven generació n” se transformó rá pidamente en el Perú (y en Venezuela y Costa Rica, por
citar dos casos) en partido político. No sucedió lo mismo en Argentina en donde, sin embargo, aparecieron las
teorizaciones má s acabadas sobre el problema. Las causas de ello habrá que buscarlas en la estructura social del
país y en su desarrollo político entre 1918 y 1930. Quien má s ampliamente intentó teorizar a la reforma como un
movimiento de la nueva generació n y justificar, a partir de allí, su ingreso a la acció n política, fue el argentino Julio
V. Gonzá lez, uno de los principales protagonistas de las luchas reformistas en Buenos Aires, quien finalmente
ingresó al partido socialista y fue en varios períodos diputado. Gonzá lez aplicó , letra por letra, el esquema
orteguiano y a partir de él intentó , en 1927, la creació n de un partido—el nacional reformista— inspirado en el
APRA. “La reforma universitaria —decía ya en 1923— acusa el aparecer de una nueva generació n que llega
desvinculada de la anterior, que trae sensibilidad distinta e ideales propios y una misió n diversa para cumplir.”

El gobierno de Alvear era un retroceso frente al de Yrigoyen y su conservatismo abriría las puertas para la
contrarrevolució n en 1930, pero en el plano de las libertades pú blicas nunca hubo un gobierno tan tolerante. Y este
hecho definió en gran medida las formas de inserció n del movimiento universitario en la política, reclamadas por
Gonzá lez y sus compañ eros que, con lucidez, advertían que la reforma debía trascender a la universidad. Si en
otros países la organizació n de los universitarios en partido aparecía como un juego de acció n-reacció n frente a la
brutalidad de las dictaduras militares que determinaban que la exigencia de reformas en la universidad se
transformara en bandera de rebelió n política, en la Argentina, el ritmo del movimiento reformista en la Argentina
fue muy frecuentemente el de una violenta protesta acompañ ada de un manifiesto altivamente desafiante e
inmediatamente seguida de un memorial redactado en términos má s apacibles y dirigido al presidente de la
Repú blica o a su ministro de Justicia e Instrucció n Pú blica.”
Gonzá lez “barrer con las oligarquías, descubrir las mentiras sociales, concluir con los privilegios, extirpar los
dogmas religiosos, realizar ideales americanos de renovació n social”, todo demasiado vago. “La universidad debe
prestar los servicios que la sociedad le exige, es decir, contribuir a su perfeccionamiento y llevar los beneficios de
la ciencia a todas las capas sociales. La universidad debe ir hacia los que por razones econó micas no pueden gozar
de los beneficios de la ilustració n. É ste era el programa que los reformistas podían proponer en la Argentina a las
clases populares. No podían organizar una lucha contra el terror dictatorial, porque Alvear distaba mucho de
aplicarlo; no podían levantar banderas imperialistas porque el tema sonaba todavía como algo extravagante. En
1927, Julio V. Gonzá lez propone la creació n de un partido reformista.

V. LA REFORMA FUNDA UN PARTIDO POLÍTICO


En la má s compleja estructura social de la Argentina encontrá bamos una de las causas por las que, a pesar de
haberse gestado en ese país el movimiento de la reforma universitaria, debía necesariamente fracasar un intento
de politizar la misma hasta llevar su programá tica al nivel organizativo de un partido, en el Perú será el grado de
desarrollo de sus fuerzas sociales lo que nutrirá en buena parte la posibilidad de que inversamente la reforma, a
través del APRA, deviniera partido político. El Perú de entonces: Tres “países” diferentes coexistían en su geografía:
el de la costa marítima, en donde está asentada Lima, abierto a la influencia europea, modernizado sobre todo en el
á rea del consumo, sede de una burguesía compradora y de un capitalismo burocrá tico y comercial. El de la sierra,
asiento de los grupos campesinos de origen incaico y, finalmente, la zona de las selvas orientales, virtualmente
despoblada. Las tres secciones del país no se hallaban integradas en un mercado ú nico y la base de poder estaba
constituida por una alianza estrecha entre grandes terratenientes, burgueses intermediarios y capitalistas
extranjeros. Esa sociedad, inmó vil, comienza a inquietarse en las primeras décadas del siglo con algunas oleadas de
movilizació n expresadas en migraciones internas de la zona de las sierras a la de la costa. Con esta emigració n se
reforzará la clase media limeñ a y a ella se sumará n hijos del patriciado del interior, una aristocracia lugareñ a
empobrecida en muchos casos por la penetració n del capital extranjero, que debe refugiarse en puestos
burocrá ticos sin importancia.

El estudiantado hacia 1920 estará en buena parte reclutado en estos estratos sociales. Las consignas de la reforma
universitaria tendrá n para ellos no só lo un tono ideoló gico cultural, sino también el cará cter má s marcado de
reivindicaciones econó mico-sociales, lo que marca, de entrada, una diferencia importante con el caso argentino. La
asistencia libre, es decir la no obligatoriedad de la concurrencia a clase, por ejemplo, no era solamente una manera
de castigar a los malos profesores y por lo tanto de conseguir mejores niveles docentes. Es en este cuadro social
que se dará la reforma y posteriormente el APRA. Dentro de una sociedad dependiente, con un proletariado escaso
y sin tradició n organizativa autó noma y con una burguesía industrial virtualmente inexistente, no es extrañ o que
dado un proceso de movilizació n de las clases medias el papel de vanguardia para una agitació n política y social
caiga en poder del estudiantado universitario. Guando el régimen de Leguía, que intentó en un principio
representar un cierto ascenso liberal apoyando incluso las reformas solicitadas por los estudiantes, giró a la
derecha, sobre el fondo de conmoció n creado por las luchas universitarias y ampliado por las alianzas incipientes
entabladas entre reformistas y obreros en las universidades populares, surgió la posibilidad de encuadrar a la
lucha de masas dentro de un movimiento organizado. Leguía encarcela a Haya de la Torre y luego lo destierra, tras
haberle ofrecido —como lo había hecho con Mariá tegui en octubre de 1919— una beca para radicarse en Europa,
que el futuro líder del APRA no acepta.
Haya de la Torre anclará en México, donde es recibido como un héroe. Vasconcelos, uno de los “maestros” que
saludó al movimiento de la reforma, le otorgará un cargo a su lado. Y en 1924, Haya propone la creació n de una
Alianza Popular Revolucionaria Americana, invitando a todos los latinoamericanos a unirse a la nueva organizació n
cuya sigla —APRA — acuñ ará la voz que distinguirá al grupo. El programa de la nueva organizació n, entendido
como esquema general sobre el cual cada grupo debía adecuar luego sus plataformas nacionales, poseía cinco
líneas fundamentales:
1] Acció n contra el imperialismo yanqui.
2] Por la unidad política de América Latina.
3] Por la nacionalizació n progresiva de tierras e industrias.
4] Por la intenacionalizació n del canal de Panamá .
5] Por la solidaridad de todos los pueblos y clases oprimidas.
La proyecció n imaginada para el APRA era continental. Su vinculació n con el ideario americanista de la reforma se
refuerza con esta característica, .precisada en el momento de sus orígenes y mantenida luego só lo retó ricamente.
La idea de Haya de la Torre era concentrar en el APRA las fuerzas que a partir de 1918 habían luchado por los
postulados reformistas y por la extensió n de esos postulados a otras capas populares.
Su propia concepció n de la reforma universitaria, favorecida por la capacidad demostrada por los estudiantes en
1921-23 para acaudillar y organizar un movimiento político nacional, lo llevaba naturalmente a prolongar la
insurgencia estudiantil en organizació n política. El concepto de la “nueva generació n” aplicado originariamente al
movimiento universitario era generalizado por Haya de la Torre hasta transformarlo en clave del enfrentamiento
social bá sico y en ú nica posibilidad de proyectar a la comunidad los contenidos de la reforma universitaria; en
1925 escribía, trazando un puente entre la reforma y el APRA. El instrumento de ese frente debía de ser, el APRA,
concebido no como un partido sino como un movimiento amplio de cará cter antimperialista que pretendía
aglutinar a las fuerzas de la “nueva generació n” bautizadas políticamente en las jornadas reformistas. El APRA se
autodefinía explícitamente como una “organizació n de la lucha antimperialista en América Latina, por medio de un
frente ú nico internacional de trabajadores, manuales e intelectuales, con un programa de acció n política.” Desde
1924 hasta 1930 la labor de Haya —exiliado del Perú — se concentra en la difusió n periodística de esta línea de
frente ú nico de la que participan incluso partidarios del marxismo. Tal fue por ejemplo el caso de José Carlos
Mariá tegui que rompió con el aprismo recién en 1928.

Hacia 1929 segú n los partidarios de Haya de la Torre existían filiales de la organizació n en París, Londres, Buenos
Aires, Chile, Perú , Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo. Pero los intentos —finalmente fallidos— de mayor
expansió n tuvieron lugar en la década del treinta: se crearon, entre otros, partidos apristas en Cuba, México y
Argentina. El propio Partido Aprista Peruano es organizado recién en 1930, marcando así el pasaje de una
concepció n de frente ú nico a otra de partido autó nomo. La verdadera influencia del ideario aprista, se ejerció no
sobre las fantasmales “secciones locales” del APRA sino sobre otros partidos políticos nacionales que respondían a
una concepció n sobre la estrategia política latinoamericana similar a la que fuera elaborando Haya de la Torre a
partir de 1925. Incluimos entre estas agrupaciones a Acció n Democrá tica en Venezuela; al Partido Febrerista en
Paraguay; al Partido Revolucionario Auténtico en Cuba; al Partido Acció n Revolucionaria en Guatemala; al Partido
Liberació n Nacional en Costa Rica; al Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia. En todos los casos se
trataba de organizaciones con programas nacional-democrá ticos en los que se agrupaban los estudiantes e
intelectuales enfrentados abiertamente con las dictaduras militares. Pero antes de llegar a esa expansió n, que
vendría a comprobar que los contenidos del APRA trascendían marcos locales para transformarse en bandera de
lucha de las clases medias contra la barbarie dictatorial, Haya de la Torre debió precisar su programa. Como
realizació n de un proceso definido de movilizació n social, la reforma no encontró un heredero político má s
auténtico que el aprismo de Haya de la Torre. Sus limitaciones posteriores no son sino el producto de un
envejecimiento prematuro, la pará bola de un ciclo en el que las clases medias aparecen como vanguardia social
cuando la lucha es encabezada por su sector má s combativo—los estudiantes; que se transforma luego en
moderació n cuando del desorden y de la rebeldía pasa a proponer salidas institucionales y que, en el punto final
elige la franca colaboració n con los enemigos que combatió en su hora inicial.

En aquellas zonas en las que no existían partidos comunistas organizados, los planes integrativos del APRA en la
etapa que podríamos llamar frentista, facilitaron la participació n de nú cleos marxistas dentro de la organizació n. El
caso del Perú y de quien fuera el primer teó rico del marxismo revolucionario en Latinoamérica, José Carlos
Mariá tegui, militante del APRA —no del Partido Aprista Peruano— entre 1926 y 1928, añ o en que fundará el
Partido Socialista Peruano. Haya va concretando su programa, el movimiento comunista latinoamericano, débil en
casi todos los países del continente, discutía también, como prolongació n de los acuerdos de la III Internacional, la
estrategia del frente ú nico antimperialista y de la organizació n de los partidos clasistas. Haya va pasando, en los
añ os de gestació n de su ideología, del esquema frentista al partidario, manteniendo, sin embargo, la estrategia poli
clasista. É ste será uno —no el ú nico, ciertamente— de los puntos de ruptura con los comunistas, al que se sobre
agregará el problema de la relació n entre nacionalismo y socialismo en América Latina. La reforma universitaria,
vinculados a una incorporació n del marxismo, representados por varios dirigentes que habían participado con
Haya de la insurgencia estudiantil y de los primeros pasos hacia la politizació n de la reforma: Mella y el mismo
Mariá tegui, que aun cuando no participó personalmente de las luchas universitarias, se nutrió de la “revolució n
espiritual” en ellas expresada y las saludó como “el nacimiento de la nueva generació n latinoamericana”.
Hacia 1930 Haya de la Torre ha elaborado ya el programa del APRA, no como movimiento continental de
agrupamiento antiimperialista, al estilo de la Unió n Latinoamericana, pero buscá ndole mayor eco de masas, sino
como partido político concebido de manera policlasista, a la manera del Kuomintang. “En un discurso pronunciado
durante la cena conmemorativa de la revolució n en Londres, el 11 de octubre de 1926, recordará Haya añ os má s
tarde, hice hincapié en que el ú nico frente antimperialista semejante en su origen al chino es el indoamericano y el
ú nico partido antiimperialista del tipo que tuvo el Kuomintang al formarse es el APRA. “El Kuomintang no fue
fundado como partido de clase, sino como un bloque o frente ú nico de obreros, campesinos, clase media
organizados bajo la forma y disciplina de partido, con programa y acció n política concreta y propia. Sun Yat-sen,
uno de los má s ilustres espíritus creadores de nuestro tiempo, en su época que no era posible establecer en China
un partido puramente de clases —socialista—o puramente comunista má s tarde. Lo admirable de la concepció n
política de Sun Yat-sen estuvo en su realismo genial; tan genial como, el realismo de Lenin lo fue para Rusia. Uno y
otro crearon para sus respectivos países jas fuerzas políticas que eran necesarias a sus propios medios.”

La proclamació n del Kuomintang y su bloque de clases como modelo para la lucha popular en Latinoamérica era
una la expresió n de una estrategia, la de la pequeñ a burguesía nacionalista, frente a otra, la que intentaban
testimoniar los ideó logos comunistas en nombre del socialismo y de la clase obrera. El APRA, dice Maya, sostiene
que antes de la revolució n socialista que llevaría al poder al proletariado, clase en formació n en Indo américa,
nuestros pueblos deben pasar por períodos previos de transformació n econó mica y política y quizá por una
revolució n social —no socialista— que realice la emancipació n nacional contra el yugo imperialista y 1a
unificació n econó mica y política indoamericana. La revolució n proletaria, socialista, vendrá después, pero eso
ocurrirá mucho má s tarde.” Para Haya la lucha antimperialista podía encararse de dos maneras, resultado de dos
puntos de vista. “El de una fó rmula radical que implique la abolició n total del sistema capitalista —del que la
dependencia econó mica es una consecuencia— o el de una fó rmula transicional que suponga la prevalencia del
capitalismo y la restauració n de la independencia latinoamericana dentro de él.” La primera perspectiva sería la de
los partidos marxistas, que Haya rechaza argumentando que “la destrucció n del sistema capitalista debe
producirse donde el capitalismo existe, en sus centros mismos de origen y dominio” y que la América Latina no es
una zona característicamente capitalista. El camino aprista sería otro: obtener Ja independencia econó mica de
América Latina dentro del capitalismo, pero “teniendo en cuenta la posibilidad de su destrucció n”. Haya de la Torre
elabora su concepció n acerca del papel del imperialismo en América Latina, lo que constituirá quizá el nú cleo
bá sico de su defecció n ulterior. “El aprismo —dice Haya— considera que el imperialismo, ú ltima etapa del
capitalismo en los pueblos industriales representa en los nuestros la primera etapa. Nuestro capitalismo nace con
el advenimiento del imperialismo moderno.” La conclusió n, “el imperialismo como primera, etapa del capitalismo
en los países dependientes” no puede resultar finalmente sino apologética, en tanto se transforma al imperialismo
en agente activo de modernizació n econó mica y social. La contradicció n con la teoría leninista es notoria, pese a
que Haya en un principio tratara de presentar su concepció n como complementaria.

Una distinció n escolá stica establecida entre lo que significa capital extranjero e imperialismo extranjero permite al
pensamiento de Haya justificar, dentro de un programa político que se proclama antiimperialista, la penetració n
del capitalismo de los países avanzados a través de las inversiones. Mientras el capital extranjero aparece como
necesario para el desarrollo de América Latina, el imperialismo extranjero resultaría en cambio una traba para su
desarrollo, en tanto el pragmatismo del pensamiento de Haya define al imperialismo como esa clase de capital que
interfiere en la política interna del país que lo recibe, controlando la vida de la nació n. El APRA, para derrotar a esa
forma de imperialismo planea un “frente ú nico de clases oprimidas” proyectado hacia el control del estado. Este
gobierno sería “el ó rgano de relació n entre la nació n y el imperialismo, mientras éste exista y la escuela de
gobierno de las clases productoras para cuando el sistema que determina la existencia del imperialismo
desaparezca”. El socialismo no podrá imponerse hasta que la industrializació n no haya llegado a su vértice; entre
tanto, para lograr el desarrollo de los países latinoamericanos hará n falta capitales que no podrá n ser invertidos
sino por las grandes potencias. El papel del estado antimperialista será “condicionar al capitalismo imperialista,
sometiendo su imperativo de expansió n”. Haya intentara prestigiar esta teoría con otra, llena de pretensió n
provinciana y de coquetería seudofilosó fica, llamada del “espacio-tiempo histó rico”, basada segú n su autor en
Einstein y su teoría de la relatividad. De acuerdo con Haya la teoría del espacio-tiempo histó rico equivale al
principio de la relatividad aplicada a la historia y la presenta como una correcció n de la interpretació n marxista de
la historia, elaborada en un tiempo histó rico anterior, el siglo XIX, y en el “espacio histó rico” de Europa Occidental.

En 1928, Mella publica en México un folleto destinado a la refutació n del aprismo, titulado ¿Qué es el APRA? La
polémica que a partir de él se abre será un testimonio importante de la lucha ideoló gica en América Latina. La
consigna aprista “nuestro programa econó mico es nacionalista”. Mella respondía “También los fascistas son
nacionalistas. “Para hablar concretamente, liberació n nacional absoluta só lo la obtendrá el proletariado y será por
medio de la revolució n obrera.” Se enfrentaban un “pluriclasismo abstracto” con un “clasismo abstracto. La década
del veinte América Latina asiste a un despertar en cierto modo conjunto de la clase obrera urbana y de las clases
medias; por el movimiento de la reforma universitaria y por sus proyecciones sociales posteriores, que abren la
discusió n ideoló gica acerca de las formas del socialismo y de la revolució n continental, hacia finales de la década el
proceso de comunicació n entre ambos proyectos estaba cortado. La segunda guerra mundial acortaría esas
diferencias entre la pequeñ a burguesía y los partidos comunistas, pero ya no en los términos originales de una
alianza contra el imperialismo, sino en los de una promiscua coalició n “antifascista”, aprobada por los Estados
Unidos, para combatir a las nuevas formas de populismo surgidas en América. El período que corre entre 1928 y
1930, cuando el aprismo consolidaba su ideología fundada en el liderazgo pequeñ oburgués sobre el movimiento
revolucionario y proponía el modelo organizativo del Kuomintang como realizació n del bloque de clases.
La III Internacional, por su parte, intensificaba en ese momento la elaboració n de una estrategia para América
Latina a través de una discusió n cuyo centro se ubica en la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana
convocada por el Secretariado Sudamericano de la Internacional y reunida en Buenos Aires del 1 al 12 de junio de
1929. Interesa de ese debate por el momento lo que de él surge como precisió n de las posiciones asumidas frente
al pasaje del aprismo de movimiento frentista a partido policlasista, por José Carlos Mariá tegui. Hasta 1927
Mariá tegui actú a con los apristas en momentos que no existía ni el Partido Aprista Peruano ni el partido comunista
y en que el a p r a era, como vimos, una propuesta de frente comú n latinoamericano, cuya difusió n era mayor entre
los círculos de exiliados de México y París que en los países del continente, comenzando por Perú . En 1926,
Mariá tegui funda la revista Amanta, que tanta influencia habría de adquirir en la difusió n y elaboració n de
proposiciones marxistas para Latinoamérica. La revista cumple una primera etapa ideoló gica que podríamos
definir como expresió n del ala izquierda del pensamiento de la reforma universitaria, puesta a prueba en el
período de las universidades populares Gonzá lez Prada. Esta etapa culminará en 1928, con el vaivén de la polémica
ideoló gica entre nacionalismo y socialismo como herederos potenciales de la reforma y Mariá tegui tomará
entonces decidido partido por la segunda de las alternativas. En la segunda jornada le basta ser una revista
socialista.”

En la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana Perú está representado por un grupo que en 1928 había
fundado una organizació n ligada a la III Internacional a la cual se le había dado el nombre de partido socialista. “El
antimperialismo, dice Mariá tegui, no constituye ni puede constituir para nosotros por sí solo un programa político,
un movimiento de masas apto para la conquista del poder. El antimperialismo, admitido que pudiese movilizar al
lado de las masas obreras y campesinas a la burguesía y pequeñ a burguesía liberales nacionalistas, no anula el
antagonismo entre las clases ni suprime su diferencia de intereses.” “Actualmente el aprismo, como propaganda,
está circunscrito a Centroamérica; en Sudamérica, a consecuencia de la desviació n populista, caudillista,
pequeñ oburguesa que lo definía como el Kuomintang latinoamericano, está en una etapa de liquidació n. La disputa
con el APRA se transformará en la confrontació n ideoló gica principal. “El partido socialista —dice una resolució n
de la asamblea constitutiva redactada por Mariá tegui—es un partido de ciase y por consiguiente repudia toda
tendencia que signifique fusió n con las fuerzas u organismos políticos de las otras clases. Condena como
oportunista toda política que plantee la renuncia momentá nea del proletariado a su independencia de programa y
de acció n, que en todo momento deben mantenerse íntegramente; por eso condena y repudia la tendencia del
APRA. Considera que el APRA objetivamente no existe: el APRA ha sido un plan, un proyecto, algunas tentativas
individuales, pero jamá s se ha condensado en una doctrina ni en una organizació n, mucho menos en un partido. En
las condiciones actuales, el APRA constituye una tendencia confusionista y demagó gica contra la cual el partido
luchará vigorosamente.” 16 Sobre estas bases todo acuerdo entre el socialismo revolucionario y el antimperialismo
de los primeros herederos de la reforma universitaria resultaba imposible y la historia del movimiento del 18 se
bifurcaba en dos caminos antagó nicos.

VI. LAS IZQUIERDAS Y LA REFORMA UNIVERSITARIA:


Hacia 1918 el movimiento socialista era aú n —salvo las excepciones de Argentina y Uruguay y, en cierto modo,
Chile, México y Brasil— extremadamente débil en América Latina. Las organizaciones má s poderosas y de mayor
influencia eran las argentinas, país en donde el partido socialista había sido fundado en 1896 y en el cual, al
comenzar la década del veinte poseía ya una fuerte representació n parlamentaria ademá s del control, compartido
con sus rivales anarquistas, de un movimiento sindical bastante desarrollado. En 1918, añ o de la reforma, una
escisió n de las juventudes socialistas da origen al Partido Socialista Internacional, el que poco tiempo después
acepta las condiciones de ingreso a la III Internacional y participa en su congreso constitutivo. En los otros países
de América Latina la difusió n de las ideas marxistas era aú n tarea de pequeñ os nú cleos de obreros e intelectuales
sin que sus formas organizativas alcanzaran nivel partidario. Este incipiente movimiento apoya con las fuerzas de
que dispone al proceso de reformas encarado por los estudiantes primero en Có rdoba y luego en las otras ciudades
latinoamericanas acercá ndole en especial la solidaridad de los nú cleos obreros que controlaba. La perspectiva
ideoló gica que sostenía esa colaboració n era la de la lucha comú n contra los grupos conservadores o las dictaduras
militares que gobernaban cada una de las sociedades latinoamericanas. El problema del imperialismo no era, en los
nú cleos organizativamente má s maduros de la izquierda —caso de la Argentina— una reivindicació n central. La
solidaridad continental contra la expansió n yanqui era un tema ideoló gico manejado má s por grupos intelectuales
que por los sectores obreros. Se seguía así con una tradició n originada en las versiones locales del socialismo de la
II Internacional: el Partido Socialista Argentino—líder de ese tipo de organizaciones en América Latina— no le
otorgaba importancia programá tica al antimperialismo; antes bien lo desdeñ aba como un problema secundario
para la clase trabajadora. La cuestió n nacional quedaba sumergida debajo de una abstracta “cuestió n social” que
por añ adidura era planteada en términos de puro reformismo parlamentario. Algunos de los intelectuales que
dentro de! Partido Socialista Argentino intentaron plantear una suerte de “latinoamericanizacíó n” de su programa,
debieron abandonar sus filas: Alfredo Palacios, que fue expulsado en 1914, para retornar al partido recién en 1930
y Manuel Ugarte que jamá s volvió a él. Ambos influyeron en la generació n que protagonizó la reforma
universitaria.

El partido socialista tuvo frente al movimiento del 18 una actitud ambigua. Por un lado, desde el Parlamento sus
líderes tomaron su defensa, pero una vez acalladas sus repercusiones políticas má s directas se enfrentaron a
ciertas conquistas estudiantiles. Los recientes grupos comunistas mantuvieron otra actitud. Todo el ciclo inicial de
la reforma, el que coincide con su apogeo entre 1918 y 1923 revela a una izquierda revolucionaria que acompañ a
con simpatía al movimiento estudiantil y que trata de articular acciones comunes de trabajadores y universitarios
sea para la satisfacció n de reivindicaciones particulares o para el logro de medidas de tipo democrá tico. En el
interior del movimiento universitario mismo los militantes marxistas, muy escasos no buscará n diferenciarse del
radicalismo pequeñ oburgués que le da tono ideoló gico al proceso. Después de 1923, cuando la reforma busca su
politizació n y aparecen teorías como las de la “nueva generació n” que la izquierda comienza su tarea de deslinde y
crítica ideoló gica. Mientras la reforma era un movimiento de masas con contenido democrá tico, sus relaciones con
una izquierda, por añ adidura débil e incapaz de liderarlo, no eran de tipo conflictivo sino complementario. Pero
cuando la reforma comenzó a madurar como una tentativa política de má s vastos alcances que los de la lucha
universitaria, cuando se reveló como el marco má s adecuado para generar una experiencia política en la que se
expresara el nacionalismo de la pequeñ a burguesía, la polémica ideoló gica estalló .

En países como la Argentina, en los que una mayor complejidad de la estructura social permitía un mayor grado de
sofisticació n ideoló gica, la diferenciació n entre marxistas y reformistas universitarios se produce rá pidamente. En
1920 se organiza el primer nú cleo estudiantil marxista integrado por militantes en el movimiento de la reforma: su
nombre es Insurrexit y desaparecerá tras una breve vida para reaparecer luego en la década del 30. Del
movimiento reformista elaborados desde la perspectiva del marxismo. La argumentació n utilizada en ellos pasa
por dos ejes. Uno, el de la crítica a las teorías “vanguardistas” acerca del papel de la lucha generacional en los
cambios sociales; otro, el de los supuestos econó mico-sociales de la reforma. “El problema del divorcio de dos
generaciones, repetidas veces planteado en nuestro ambiente, es un problema que no es tal o que, por lo menos, no
debiera serlo.” “Lo que distingue a ciertos grupos de vanguardia del movimiento estudiantil actual de ciertos
grupos de la denominada vieja generació n es ú nicamente una posició n ideoló gico-política, vinculada al desarrollo
econó mico y social.” Para Hurtado de Mendoza, “el movimiento estudiantil comenzado el 18 aunque aparezca como
fenó meno ideoló gico, no es má s que el resultado de los cambios profundos en la subestructura econó mica de la
sociedad argentina en el ú ltimo período de cincuenta añ os”. Se explica la afinidad entre estudiantes y proletarios;
ambos luchan por intereses econó micos y de clase, aunque con una diferencia fundamental: mientras los primeros
no tienen conciencia de ello, los segundos la tienen y perfecta”.

Ese interés de clase en la reforma, no es má s que “la proletarizació n de la clase media”, que tendría lugar entonces
en la sociedad argentina. “La població n de nuestras universidades está formada por individuos de la clase media;
sus medios econó micos, ú nicos habilitantes para entrar y permanecer en la universidad, van poco a poco
desapareciendo en virtud del fenó meno El estudiante debe recibirse o de lo contrario caerá en el abismo sin fondo
del proletariado. No hay términos medios. De esta manera la universidad aparece al estudiante como un baluarte
de privilegio y arremete contra ella, tratando de derribarla, ensayando nuevos estatutos y programas.”
Otro dirigente del partido comunista, Paulino Gonzá lez Alberdi, explica: “El movimiento de la reforma universitaria
significa la expresió n del descontento, en un momento dado, de una clase social: la pequeñ a burguesía.
Revolucionarismo en las palabras, conservadorismo o indecisió n en los hechos es la característica má s notable que
el espíritu pequeñ oburgués ha impreso a nuestra juventud reformista.” Para Gonzá lez Alberdi es el crecimiento de
la pequeñ a burguesía, manifestado en una renovació n de la clientela universitaria y en el triunfo electoral del
partido radical, la causa fundamental de la reforma ayudada por los ecos de la guerra y la revolució n rusa, que le
otorgan al movimiento “una ideología vaga y jacobinista”. Pero si en la Argentina el reformismo universitario
tiende a transformarse poco a poco en una fuerza conciliadora, dado que sus reivindicaciones coinciden
bá sicamente con el programa del oficialismo y, la acció n del imperialismo es para la pequeñ a burguesía menos
visible, en otros países latinoamericanos el eco social obtenido es má s intenso.

Si para el caso argentino la izquierda criticaba de la reforma sus limitaciones pequeñ oburguesas en tanto ellas
moderaban los alcances de la lucha estudiantil, para el caso latinoamericano —y el pensamiento se dirigía sobre
todo al Perú — ia crítica era otra e iba má s lejos: a la competencia entre el proletariado y las capas medias por el
liderazgo del proceso revolucionario. “Los dirigentes del movimiento reformista, que han dado en llamarse nueva
generació n americana, pretenden hoy transformarse en directores del movimiento revolucionario americano con
gran peligro del proletariado que debe hacer la revolució n y no ir a remolque de ningú n movimiento
pequeñ oburgués.” “La reforma universitaria —dice Haya— nace en la Argentina pero tiene un carácter
legítimamente americano. Países en donde los aumentos de població n no se han producido tan rá pidamente como
en la Argentina, donde la inmigració n es elemental, donde el yrigoyenismo no puede abarcar su resonancia, han
sido también campos de lucha, centros de acció n y baluartes de conquista del movimiento. Países donde la clase de
los pequeñ os agricultores situada entre los latifundistas y los trabajadores agrícolas no aparece tan vigorosa como
en la Argentina ni donde existen centros industriales y poblaciones tan densas con relació n al resto del á rea
nacional corrió Buenos Aires y Rosario sintieron profundamente la conmoció n reformista.” Para los países
latinoamericanos el movimiento reformista del 18 significaba —segú n el aprismo— algo mucho má s profundo que
una mera movilizació n de clases medias: era una suerte de prefacio para la revolució n continental que debería
manifestarse con formas y contenidos distintos a los que podía imaginar el pensamiento europeizante. Y el aná lisis
efectuado por un marxismo que invocaba los títulos de la ortodoxia, como el realizado por Gonzá lez Alberdi en la
Argentina, por Mella en Cuba y aun por Mariá tegui en Perú , caía, segú n Haya, en un esquematismo que
distorsionaba la posibilidad de una explicació n americana. Los desencuentros entre los jó venes partidos
comunistas y el movimiento estudiantil reformista se revelaban en dos situaciones distintas pero
complementarias.

En países como la Argentina en donde hacia la mitad de la década del veinte el poder político se mantenía aú n en
manos de sectores liberales de la pequeñ a burguesía y la presencia del imperialismo no adquiría la presencia
manifiesta de otros países del continente, el peligro mayor que acechaba al movimiento reformista, de acuerdo con
la opinió n comunista, era el de burocratizació n que lo mantendría simplemente como un intento recluido en el
interior de sí mismo, capaz de autosatisfacerse mediante la obtenció n de algunas ventajas académicas, sin buscar
una vinculació n má s o menos orgá nica con las luchas obreras. Para otros países, de los que el Perú sería un buen
ejemplo, la crítica comunista no podía destacar la falta de proyecció n social de la reforma, sino el contenido que
adquiría la politizació n. En un primer caso se trataba de estimular la solidaridad que podía postularse entre
proletariado y pequeñ a burguesía, reconociendo el alcance democrá tico de las reivindicaciones estudiantiles, pero
criticando paralelamente sus limitaciones no socialistas. En el otro, el entredicho alcanzaba el plano de un conflicto
político mucho má s decisivo: la lucha por la hegemonía de la revolució n democrá tica y la discusió n sobre el
contenido mismo de esa revolució n. No por azar Haya de la Torre se proclamaba discípulo del Kuomintang en
momentos en que la polémica sobre la revolució n china era central en las filas de la III Internacional. En este
segundo plano, demarcado no por la falta de politizació n de la reforma sino por los contenidos programá ticos de
esa politizació n, que se desarrollará el hilo argumental con que las izquierdas deslindará n su posició n frente a las
proyecciones del movimiento del 18 encarnadas mejor que nadie entonces por Haya de la Torre. Esta discusió n,
reaparecerá como un enfrentamiento clá sico entre los partidos comunistas y las tentativas pluriclasistas por
constituir movimientos nacionales de tipo populista como lo fueron, tras el impulso inicial del aprismo, el
varguismo en el Brasil, el peronismo en la Argentina o el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) en Bolivia.

La discusió n abierta por la izquierda hacia fines de la década del veinte era pues una discusió n sobre estrategias
globales y la reforma pasaba a ser en ella un capítulo má s —el de mayor importancia por su directo significado
ideoló gico— de una caracterizació n de la realidad para la que resultaba decisivo diferenciar el punto de vista
socialista del punto de vista nacionalista o populista de las clases media. El punto de vista socialista sobre los
problemas de la revolució n en el continente se reflejó reunió n de partidos comunistas latinoamericanos convocada
por la Comintern en 1929. El objetivo de la misma era culminar el ajuste teó rico y organizativo de los jó venes
partidos comunistas de acuerdo con las tesis del VI Congreso de la Internacional. A la misma concurrieron
delegaciones de Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, México, Panamá,
Paraguay, Perú , Uruguay y Venezuela. El enfrentamiento —señ ala uno de los informes centrales— ha de darse
entre “las masas obreras y campesinas” contra la burguesía nacional y el imperialismo”.
“Trá tase —dice Droz refiriéndose al peso de las movilizaciones de la clase media— de estudiantes y jó venes
intelectuales que no han ligado todavía sus intereses a la explotació n colonial de los países latinoamericanos.
Porque el proletariado es joven, desorganizado y no tiene todavía una ideología, ni una conciencia, ni una
organizació n de clase propia y porque la burguesía nacional es relativamente débil, parasitaria, sin un programa
atrevido de desarrollo capitalista independiente, la pequeñ a burguesía desempeñ a un papel político e ideoló gico
desproporcionado con su importancia econó mica y social.” El movimiento de la juventud pequeñ oburguesa e
intelectual. Su expresió n má xima es el llamado movimiento de la reforma universitaria surgido en Có rdoba
(Argentina) en el añ o 1918 y que rá pidamente se extendió por toda Latinoamérica, ejerciendo por momentos
marcada influencia en los movimientos sociales. La crítica comienza con José Ingenieros, “uno de los pontífices
má ximos de la reforma en América Latina”, pero se prolonga al APRA en tanto “la ideología antimperialista de la
reforma aparece mejor definida en los documentos del APRA, esa híbrida organizació n fundada por Haya de la
Torre.

Hacia fines de la década del veinte el camino del movimiento antimperialista derivado de la reforma y el del
movimiento comunista latinoamericano se desencontraban. Al iniciarse la década del treinta la hostilidad se
agudizaría, pese a que el recrudecimiento de la opresió n imperialista internamente manifestada en la sucesió n de
golpes militares que se apoderan del poder en distintos países lleva a los partidos comunistas, a las organizaciones
nacionalistas y populistas y al movimiento universitario a una ilegalidad compartida. La similitud entre el período
inicial de la reforma—ubicado entre 1918 y 1923— y el abierto en 1930 radicaba en que en ambos casos la
movilizació n estudiantil había adquirido una “combatividad exaltada”. Hacía, 1918 “la clase obrera argentina
carecía del partido de vanguardia”; en 1930 “existía un partido comunista organizado, con un programa preciso”.
Esa situació n, así como el momento particular de desarrollo del capitalismo en 1918 “cuando sus posibilidades de
restablecimiento econó mico eran aú n positivas” y en 1930 en medio de la “crisis general del sistema”, era la que
marcaba las nuevas tareas para el movimiento popular. Hacia 1932 se realiza en la Argentina el Segundo Congreso
Universitario, un intento de los dirigentes reformistas por replantear los contenidos del movimiento del 18 de
acuerdo con la nueva realidad política y social: de “revisar —dice la convocatoria— la teoría y la prá ctica del
movimiento reformista de la juventud desde su iniciació n”. Treinta añ os después, la visió n que los propios
comunistas tenían sobre ese congreso era radicalmente distinta: “Fue —dice un comentarista de esa orientació n—
el primer gran intento después del 18 por definir la misió n de la universidad y su contenido social. Indagó en todos
los aspectos de la restructuració n pedagó gica y de reforma educacional con un proyecto de ley universitaria, se
hizo eco de los hechos políticos má s importantes de la época, declará ndose contra el imperialismo y la guerra y por
la paz en América, contra la injerencia clerical en los asuntos pú blicos, contra la reacció n fascista, condenando a sus
bandas de choque.”

A partir de ese momento, en los añ os duros de la guerra civil españ ola y cíe la segunda conflagració n, se abrirá una
tercera etapa en la historia de las relaciones entre la izquierda y el movimiento estudiantil reformista. El
sectarismo quedaba atrá s y daba paso a la colaboració n, al entendimiento. En el período del enfrentamiento má s
activo, pueden desglosarse dos capítulos, dos aspectos del discurso crítico elaborado por la izquierda. El primero
se refiere a la reforma y en general a la lucha estudiantil, entendida como expresió n de lucha democrá tica *?n la
que se embarcaban sectores de clases medias. Así entendido el movimiento, las críticas sectarias lanzadas por la
izquierda exigiéndole que superara sus “limitaciones” y se transformara en apéndice del movimiento socialista
resultaban desaforadas e incluso contradictorias con el pensamiento de Lenin. La consigna revolucionaria —hay
que tender a coordinar la acció n política de los estudiantes con el proletariado, etc., se transforma en este caso, de
guía viva para una agitació n cada vez má s amplia, mú ltiple y combativa, en un dogma muerto que se aplica
mecá nicamente a etapas distintas de formas diferentes del movimiento. No basta proclamar la acció n política
coordinada repitiendo la ú ltima palabra’ de las enseñ anzas de la revolució n. Hay que saber hacer agitació n en favor
de la acció n política, aprovechando para esa agitació n todas las posibilidades, todas las condiciones y ante todo y
sobre todo, cualquier conflicto de masas de unos u otros elementos avanzados contra la autocracia.” Aquí el
conflicto se plantea como enfrentamiento entre posiciones de tipo Kuomintang frente a otras que se inspiran en el
socialismo. La actitud de las izquierdas frente a los fenó menos nacionalistas o populistas en la América Latina será
permanentemente de enfrentamiento, pese a las correcciones que la táctica de los frentes populares impuso al
duro sectarismo de las primeras horas. Cuando el antifascismo tornó a la pequeñ a burguesía latinoamericana en
“aliada democrá tica”, otras formas de populismo surgían en el continente. Frente a ellas —producto de la crisis, de
la industrializació n posterior y del crecimiento del proletariado— las izquierdas se ubicaron en una actitud de
cerrada oposició n, Pero entonces fueron acompañ adas por el movimiento universitario, por los hijos de la reforma.

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