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Dr.

Hernán Rojas Moscoso 2018

EL NACIMIENTO DE LA CIENCIA PSICOLÓGICA

Cuando observamos un niño con su juguete nuevo se puede aprender algo sobre los métodos
que utilizan los hombres para realizar los descubrimientos científicos. El niño coge el juguete,
lo tuerce, lo prueba y, de una forma u otra, intenta descubrir su función. ¿Puede rodar? ¿Rebota?
¿Se puede romper? Esta última pregunta es la más importante. Conforme le quita las orejas o le
jala las ruedas, el niño pretende descubrir qué es, de qué está hecho, a qué se le puede reducir.
Pronto aprende que, en su integridad, se trata de un “caballito”, y que sus componentes son “las
orejas”, “la nariz”, “la cola”, etc. Conforme se le enseña gana experiencia, el niño aprende que
aunque el “caballito” y el “perro” no son la misma cosa, aunque ambos tienen orejas, cola y
nariz. Estos componentes ocupan las mismas posiciones relativas, tienen formas similares y
sirven a funciones análogas. Conociendo las orejas, narices y colas de los caballos y perros de
juguete, el niño pronto aprende qué al animal le corresponde ciertas partes, pero nunca piensa
que la oreja es un caballo o que la nariz es un perro. Se trata de lo que se podría llamar los
componentes esenciales de estos animales. Así, incluso la inteligencia primitiva del niño es
capaz de distinguir entre las cosas y sus atributos. Pero ahora se vuelve más complejo el
problema. Tomemos un objeto amorfo y pongámosle los ojos, nariz, orejas, hocico, etc., de un
caballo. El niño inmediatamente lo reconoce y dice que se trata de un “caballito”, y en tal acto
revela su concepción de la esencia. La esencia de un caballo es la suma de sus partes.
A estas alturas estamos frente a una cuestión filosófica de primer orden. Porque, ¿qué sucede si
le ponemos al caballo las orejas del perro? ¿Se convierten por ese simple hecho en orejas de
caballo? ¿O el caballo se ha convertido ahora en perro? ¿Y qué son las orejas? ¿Son los órganos
de la audición? Pero entonces las patas de las arañas son orejas, y ahora ¿qué son las patas?
Ningún niño y muy pocos adultos se interesan en estas cuestiones, pero sin ellas no es posible
comprender con madurez la naturaleza de las ciencias del cerebro.
Las preguntas de este tipo tuvieron su origen en la Grecia antigua, cuando, para el
entendimiento humano, el hombre y el mundo eran juguetes fascinantes para ser tocados,
voleados al revés y reducidos a sus elementos constituyentes. No podemos aquí detenernos a
estudiar más que una pequeña muestra de aquellas mentes titánicas Demócrito, Sócrates, Platón,
Aristóteles. Tomaremos prestada una fracción de su genio con el propósito de iluminar el tema
que nos interesa: La mente. Antes de empezar, debemos tomar conciencia de que las mismas
palabras pueden tener significados diferentes cuando se presentan en contextos distintos. En la
era presocrática de los poetas homéricos, psiquis (de donde se deriva la palabra “psicología”)
significaba alma, como todavía sucede en griego contemporáneo. Pero alma significaba algo
diferente en los tiempos homéricos que en los tiempos de Sócrates. Para los homéricos, el alma
era el espíritu místico de las profundidades, una entidad etérea y vaporosa que abandonaba el
cuerpo y vagaba por el mundo asimilando la sustancia de nuestros sueños. Se le diferenciaba de
la fuerza generatriz de la vida (es decir, el espíritu) y se la consideraba en gran medida
independiente de las fuerzas de la conciencia y la razón. De hecho, este último término pasó a
ser usado en el siglo XCII en las disertaciones sobre cuestiones psicológicas, disciplina que en
aquel entonces se denominaba neumatología.
Los griegos acuñaron estos términos para representar las causas invisibles que subyacen la
experiencia cotidiana. Querían explicarse los sueños, los arrebatos, la locura, las intoxicaciones
y, en general, todas las circunstancias en las que el alma se ausenta del cuerpo y los sentidos
parecen engañar nuestra objetividad. En los tiempos homéricos, a la ignorancia se le revestía de
agentes misteriosos y se la eclipsaba con una fe ciega en energías omnipotentes que tenían
voluntad propia y dictaban el destino de la humanidad. El principal vehículo expositor era la
poesía, y la metáfora era el mecanismo explicativo mas recurrido. La filosofía estaba todavía
por nacer y la comprensión de la verdad se basaba en la capacidad de captar las visiones de los
grandes maestros y no en la capacidad de entender su demostración o su lógica.
Con Sócrates, presenciamos por primera vez en las crónicas históricas del pensamiento, el
esfuerzo paciente y prolongado y el argumento razonado, como método para la realización de
las verdades “eternas”. El Oriente antiguo, los egipcios, las civilizaciones de Minos y mecenas

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son culturas que alcanzaron procesos de pensamiento altamente desarrollados. Podían presumir
de contar con una tecnología avanzada y una ciencia agrícola eficaz. Pero ninguna de estas
culturas había descubierto la filosofía. Los faraones dictaban a las masas la Ley, pero nunca
examinaban el sentido último de la justicia. Gautama, el Buda, instaba a la India a unirse en la
simplificidad ascética que puede ser la vida buena. ¿Pero qué es el fin? ¿Qué es el bien? ¿Qué es
la verdad? No ofrecía ningún argumento. Incluso si las enseñanzas pudiesen de alguna manera
establecerse como hechos verídicos, no puede afirmarse que sean hechos razonados. Con
Sócrates, esto sufrió un cambio. Se empezó a dotar a la oposición de voz y voto, y la fuerza de
los argumentos se orientó a obligar al adversario. “Te ofrezco una filosofía tras otra”, dice
Sócrates a Fedo en Theatetus, “para que puedas llegar a conocer tu propia mente”. En realidad
ésta es una afirmación de los objetivos: no alcanzar la felicidad en la vida y tampoco la
inmortalidad, no conseguir riquezas ni la estimación de los demás, no alcanzar el éxito, sino
llegar a conocer la propia mente.
En su psicología, Sócrates se subscribía a la teoría de las tensiones, tensiones entre el yo
racional y el sensual, entre la pasión y el intelecto. Sin duda que esta actitud la tomó prestada
del puritanismo austero de los discípulos de Pitágoras, quienes afirmaban que los placeres de la
carne infectaban la pureza del espíritu. En cierta ocasión, H.L. Mencken definió el puritanismo
como “el sentimiento obsesivo de que quizá alguien en alguna parte esté siendo feliz”. Pero
aunque los pitagóricos sean culpables de esta austeridad desmesurada, Sócrates estaba libre de
esta actitud extrema. La misión de los pitagóricos de liberar al alma de todo vestigio de
materialidad era un fin en sí misma; más aún, el alma de los pitagóricos venía a ser un órgano de
tantos para los homéricos. En contraste, Sócrates avocaba la purificación del alma como medio
necesario para alcanzar cualquier fin trascendente, para alcanzar el entendimiento. Al describir
el alma como aquello que puede darnos entendimiento, Sócrates sacó a la psiquis de la
oscuridad metafísica integrándola con la naturaleza. Le confirió un propósito vivo y la convirtió
en un instrumento capaz de ser usado por el hombre, a diferencia de los tiempos anteriores en
que el alma era una fuerza que controlaba el destino humano.
Sócrates rechazó explícitamente los sentidos como medio de adquirir entendimiento. En los
diálogos platónicos nos encontramos con multitud de ejemplos de la debilidad de los sentidos,
de las limitaciones de la experiencia y la ilusoriedad del mundo sensible. Las verdades eternas,
los principios fundamentales sobre los que descansa la realidad, no son más que abstracciones
puras: esencias que pueden conocerse pero no sentirse. Mientras que el hombre se encuentra
saturado por las influencias sensoriales, se hallará a merced de las apariencias y continuará
estando ciego a las verdades inamovibles del universo. Es posible presenciar un acto de justicia,
pero la justicia en sí escapa a nuestros sentidos. Únicamente la razón puede comprenderla a
través del proceso llamado cognición.
En la filosofía socrática y platónica, las realidades eternas son ideas y, a través de los siglos,
tales nociones han quedado resumidas bajo la rúbrica del idealismo. Una idea es algo muy
distinto, y probablemente de un orden superior a las consecuencias de la actividad sensorial. Es
decir que una idea no es lo mismo que una percepción. Un individuo puede observar caer
innumerables manzanas sin que se le ocurra nunca la idea de la atracción gravitacional. Otro
podrá observar infinidad de ángulos rectos sin llegar a descubrir el teorema de Pitágoras. Una
idea es una invención de la mente. Es lo que la mente hace a la experiencia, más que con la
experiencia. Cuando los filósofos se planteaban la pregunta “Es el Sócrates de pie el mismo que
el Sócrates recostado? No hacían más que explorar la idea de Sócrates.
¿En qué consisten las propiedades necesarias y suficientes que determinan que una cosa sea lo
que es y no alguna otra cosa diferente? Volveremos a plantear esta pregunta en relación con la
mente y el papel que desempeña el cerebro en nuestro concepto de “mente”. La pregunta de
cuántos Sócrates existe, es central al problema de la experiencia. Como estímulo visual.
Sócrates es diferente cada vez que él o su audiencia se desplazan. Está sujeto a cambios con la
edad, con la ropa que lleva, con la hora del día. Pero existe una característica esencial de él que
se mantiene más allá de todo cambio. Existe una esencia, un Sócrates real que no se nos revela a
través de sus atributos cambiantes. Lo mismo sucede con la verdad, con la justicia y con la
belleza. Un objeto bello puede tornarse feo, pero la belleza en sí es inmutable. Los sentidos no
perciben más que los atributos; la mente es capaz de realizar las esencias. Para poder ser capaz

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de esto, debe contener una propiedad intrínseca que funciona por separado, y a veces en contra,
de los sentidos. Esta propiedad intrínseca es en sí misma la esencia de la mente. No es algo que
se adquiere con la experiencia ni fluctúa con las estaciones. Con esta perspectiva, Sócrates y
Platón suplementaron el idealismo (la creencia en las ideas como realidades eternas) son el
nativismo, la creencia en la existencia de las ideas innatas.
Estas fueron las tradiciones intelectuales en las que nació Aristóteles, y de ellas se nutrió. Pero
la tradición es sólo una fracción del hombre. El resto es lo que él hace de esa tradición. En
muchos aspectos importantes, Aristóteles estuvo de acuerdo con sus mentores; pero como
pensador práctico no vio necesidad alguna de negar la realidad de los sentidos. Argumentaba
que gran parte del conocimiento humano se adquiere por medio de los sentidos, es decir, a
través de la experiencia. Pero el conocimiento existe en formas diferentes. Existe, por ejemplo,
el conocimiento práctico, el conocimiento que norma nuestras acciones y actitudes en la vida
diaria, el conocimiento inductivo de la experiencia que nos dice que generalmente X viene
seguido de Y. Este conocimiento es el que nos permite, por ejemplo, protegernos de la lluvia,
construir una casa y encender un fuego. Es el conocimiento basado en los hechos, el “sentido
común”, Existe una segunda forma de conocimiento menos frecuente, que es una forma de
sabiduría. Este conocimiento menos frecuente, que es una forma de sabiduría. Este
conocimiento se basa en hechos razonados, no es la simple observación. Es un conocimiento de
las causas y no meramente de las correlaciones. En tanto, que el conocimiento práctico nos
permite inducir que “Y le sigue a X”, esta segunda forma más avanzada de conocimiento nos
permite deducir las leyes; es el conocimiento científico. Aristóteles, como Platón y Sócrates,
razonaba que esta forma cognoscitiva no puede adquirirse de la percepción. Los sentidos
detectan únicamente las realidades mutables, mientras que los principios científicos son
constantes. Así, los sentidos deben depender de algún tipo de proceso intelectual que toma la
materia prima de la experiencia y a partir de ella construye las explicaciones causales.
A pesar de su idealismo modificado, Aristóteles daba énfasis al papel de la experiencia y de la
percepción hasta un grado sin precedentes. En la actualidad le llamamos el padre del empirismo,
debido a este énfasis en su filosofía. El no asumió que los procesos sensuales y los racionales
deben necesariamente competir en un conflicto sin tregua. Más bien, asumía que estos procesos
interactúan. El alma, de acuerdo con Aristóteles, está compuesta de un cierto número de
facultades: una facultad perceptiva por la cual los estímulos ambientales ganan acceso a la
mente; una facultad racional, por la cual esas percepciones se evalúan y organizan en categorías
regidas por leyes; una facultad motriz, por la cual los animales responden a las demandas de la
vida. La facultad perceptiva y la racional, que ocurren sólo en el Hombre, contribuyen a
depender entre sí.
Aristóteles nunca resolvió el problema de las ideas innatas, ni nadie lo ha resuelto. El problema
puede expresarse así: si no existe nada dentro de nosotros al principio, ¿cómo pueden nuestras
experiencias llegar a cobrar significado? ¿Por qué cierto color se percibe como azul y una herida
como dolorosa? Por otro lado, si las ideas innatas existen dentro de nosotros desde el
nacimiento, ¿cómo es posible que un niño sepa tan poco antes de que se le entrene? La respuesta
de Aristóteles viene a ser un compromiso entre ambas alternativas. No, las ideas no están
presentes al nacer, lo que está presente es una cierta capacidad. Así, un hombre y una vaca
pueden percibir el mismo cielo pero, debido a sus capacidades distintas, nunca podrán
“conocer” ambos el mismo cielo. Este ha sido el estado de la cuestión durante los últimos 2,300
años.
Más o menos, al mismo tiempo que el idealismo y el empirismo competían por la hegemonía
filosófica, empezó a desarrollarse una tercera perspectiva significativamente diferente: la
filosofía materialista de Demócrito, un erudito brillante, impaciente y escéptico.
Los filósofos parecen pertenecer a dos especies diferentes: los que afirman que una cosa es más
de lo que creemos que es, y los que afirman que es en realidad menos. Una tercera variedad,
mucho más rara, se encuentra entre ambos extremos. Demócrito era de los que afirmaban que
algo no era “nada más que…” Ejemplifica el caso extremo de todas las filosofías materialistas
que intentan descubrir la verdad en la materia. Demócrito era el que solía bromar con sus
contemporáneos afirmando que en realidad “no existe nada más que átomos y el vació”. En
otras palabras, todo puede reducirse a partículas irreductibles e indistinguibles entre sí; al llegar

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a este nivel último, nada puede ya diferenciarse de nada. Sus conceptos anunciaban ya la noción
moderna de entropía, el estado probabilísticamente óptimo de universo en el cual una infinitud
de partículas se distribuye homogéneamente en un volumen infinito. El orden y la forma no son
entonces más que condiciones temporarias e inestables, o bien invenciones abstractas. Mientras
que Sócrates y Aristóteles removerían la oreja del “caballito” de juguete para ver cómo encajaba
en el diseño total, Demócrito aplastaría el juguete. Una vez destruido, el “caballito” terminaba
siendo tan amorfo como el aire.
Nadie desde Demócrito ha defendido el atomismo con un rigor tan extremo. El reduccionismo
no puede ya ir más lejos. El siguiente paso ya no sería ni filosofía ni física: sería religión. Sin
embargo, en los cimientos de todo sistema materialista se encuentra la convicción de que la
totalidad de la realidad se encuentra expresada en la materia, y de que cualquier cosa que posea
existencia tiene sustancia. El evangelio abreviado sería: si una cosa existe, existe con cierta
medida y, por lo tanto, puede localizarse y medirse.
Las ciencias brotan de las filosofías. El empirismo dio luz al conductismo. El idealismo fecundó
a los gestaltistas. El materialismo filosófico viene a ser el padre de la fisiología psicológica. De
un modo más específico, el materialismo en que se basan nuestras modernas ciencias del
cerebro es el materialismo de René Descartes y los filósofos que le sucedieron. Fue René
Descartes quien formuló la filosofía de tal forma que sirviera de transición para el desarrollo
científico, aunque Descartes mismo no habría estado de acuerdo con los desarrollos posteriores.
René Descartes (1596-1650) Por necesidad, ignoraremos los considerables descubrimientos de
Descartes en las distintas disciplinas científicas y nos concentraremos en su materialismo
conservador. El acto de pensar obsesionaba a Descartes, de ahí su cogito ergo sum (pienso,
luego existo). Se encontraba obsesionado por el problema general de la validez objetiva. Su
famoso dilema brota de su segunda meditación “Rechazaré…como si fuese totalmente falso,
cualquier cosa que admita la más mínima duda, y proseguiré hasta que sepa algo con certeza,
incluso si este algo no es más que la certeza de que no hay nada cierto”.
Descartes desarrolló una biología mecanicista y una psicología en parte materialista. Plantea una
perspectiva dualista del hombre, en la cual la voluntad opera al servicio del alma, mientras que
todas las demás acciones obedecen las leyes puramente mecánicas. La misma evidencia que
Descartes había empleado para defender la validez de su existencia propia la aplicó aquí al
hombre, quien, a diferencia de los demás animales, posee una mente en su máquina. Para
Descartes cada pequeño conjunto de músculos actúa como un complejo de microtúbulos. La
flexión se realiza cuando se saturan de fluido los flexores y se drenan los extensores; Estaba
consciente de la naturaleza recíproca y antagonista de la actividad muscular. Los fluidos o
“espíritus” en los tubos están bajo la dirección de los estímulos externos. Las sensaciones
inducen el movimiento y favorecen la respuesta más apropiada. Mediando entre estos dos
juegos de eventos, sensación y acción, está el cerebro. Los receptores están distribuidos por todo
el cuerpo y en los órganos principales de los sentidos. Los estímulos aferentes inducen patrones
vibratorios que se propagan (gracias al calor del corazón) hasta alcanzar los “poros” del cerebro.
Dependiendo de la naturaleza de los estímulos y de sus vibraciones correspondientes, los
distintos poros se abren y cierran en mayor o menor grado, controlando así el patrón de
movimiento de los espíritus en el distinto músculo. De esta manera cada pequeño robot sin alma
se mueve y desplaza en el mundo siguiendo un orden maravilloso.
El hombre, sin embargo, cuenta con más recursos. Posee una voluntad y conciencia, deseo y
propósito. Disfruta de estas facultades en virtud de su alma inmortal. La pregunta es ahora cómo
es que el alma expresa su influencia sobre la máquina (el cuerpo). Debe existir, razonaba
Descartes un centro de acción, un lugar donde todas las fuerzas mecánicas converjan y a partir
del cual se realice su control. Durante sus toscas observaciones de la anatomía del sistema
nervioso central, dos hallazgos llamaron especialmente su atención: que casi todas las
estructuras existen en duplicado, simétricamente una a cada lado del cuerpo, y que una
estructura, la glándula pineal, no se encuentra en duplicado. Y así fue que esta estructura sin
duplicado, la glándula pineal, se convirtió en el centro de acción de todo el sistema
neuropsicológico cartesiano. De acuerdo con Descartes, desde el interior de esta glándula el
alma ejerce su control del cuerpo. Este es el asiento de la conciencia, de la intención y la
libertad. Qué gran papel le asignó a este órgano tan pequeño.

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La glándula pineal actúa entonces como una válvula que regula el flujo de los espíritus que
actúan sobre el alma. Las funciones más complejas, como la memoria, el deseo, el movimiento
y la atención se pueden explicar por medio de mecanismos similares. La memoria, por ejemplo,
no es más que el flujo de los espíritus sobre los poros del cerebro hasta que encuentran aquellos
poros que contienen los “rastros” del evento que el alma desea recordar. Aunque la máquina y el
alma interactúan, el alma es el árbitro final de los eventos psicológicos: “La voluntad es tan
libre en su naturaleza que nunca se le puede constreñir”.
Materialismo inmodesto.
Descartes fue el vocero y el producto de una época científica que fue muy brillante y energética
pero no completamente madura. Lo que él tanto trabajó para desarrollar, ocurrió en un contexto
demasiado nuevo y falto de demostración. No paso mucho tiempo antes de que los resultados de
sus investigaciones recibieran sus primeras críticas. Un fisiólogo llamado Glisson colocó en
agua una preparación de músculo, estimuló el músculo para que se contrajera y observó que no
desplazaba más agua que la que desplazaba en estado de reposo. La conclusión es que la
contracción muscular no es causada por el influjo de los espíritus. Otros críticos atacaron la
insistencia de Descartes de que el alma no puede estar sometida a los mismos principios
mecanicistas que gobiernan al resto del cuerpo. Descartes era un hombre devotamente religioso.
Sin embargo, sabemos que la teología en su biología se basaba en sus convicciones y en su
razón, y no en su timidez o en su deseo de recibir aprobación eclesiástica.
En las proximidades del siglo XVIII se volvió políticamente y científicamente necesario
separar la naturaleza de lo sobrenatural. Julian Offray de la Mettrie. En la obra L’Homme
machina ( 1748), asestó un golpe mortal al dualismo: “ Puesto que todas las facultades del alma
dependen en tal medida de la organización apropiada del cerebro y de todo el cuerpo,
aparentemente no vienen a ser nada más que esta misma organización luego el alma es
claramente una máquina lúcida”.
Referencias:
Robinson, D. (1977). La máquina consciente: una nueva neuropsicología. México: El Manual
Moderno, S.A.

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