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Colomer, Teresa (2002): “La lectura infantil y juvenil”. Millán, J.A: (coord.

):
La lectura en España. Informe 2002. Madrid: Federación de Gremios de
Editores de España, 263-285.

La lectura infantil y juvenil

“Los libros infantiles existen para ser rotos” dijo Heinrich Hoffmann cuando su editor
discutía con él la presentación de Strwwelpeter (Pedro el desmenuzado). La cita sirve
a Bettina Hürlimann (1968), autora de la historia de la literatura infantil europea más
leída en nuestro país, para poner de relieve la dificultad de los historiadores cuando
buscan las antiguas obras infantiles para poder analizarlas; o al menos así ocurre
hasta que los países se dotan de bibliotecas y de centros de documentación que
conserven toda la producción editorial, algo que lamentablemente continúa siendo
inexistente en España. Pero aquí queríamos aludir a este “destrozo” como algo que
sucede porque los niños y niñas han mirado y leído tanto los libros que éstos han
pasado a convertirse en memoria propia, en experiencia vivida que les configura, en
aprendizaje cultural implícito que puede olvidarse una vez realizado. Para que esto
pudiera empezar a suceder los niños y niñas tuvieron que ser entendidos como
“infancia”, tuvieron que crearse libros destinados a su incipiente lectura y alguien tuvo
que ponerlos en sus manos. Este proceso se ha llevado a cabo en los distintos países
occidentales durante los dos últimos siglos.

1. La aparición de los libros infantiles y juveniles

Efectivamente, fue a partir del siglo XVIII cuando la sociedad empezó a construir el
concepto de infancia como una estadio diferenciado de la vida adulta, una etapa con
intereses y necesidades educativas específicas, dotadas de una importancia decisiva en
la vida posterior de los individuos Y sólo en las sociedades postindustriales de la
segunda mitad del siglo XX esa construcción conceptual se ha extendido al período
adolescente.

Por otra parte, la constitución de la infancia como público lector se inscribe en la gran
extensión de la alfabetización que se produjo en distintos países occidentales durante el

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siglo XIX y en España, concretamente, en el XX, con la divergencia de evolución que
añadieron aquí las décadas de franquismo. Un fenómeno que, en cualquier caso,
supuso finalmente la incorporación masiva de mujeres, niños y obreros a la posibilidad
de lectura. Para enseñar a leer a toda la población era preciso generalizar la asistencia a
las instituciones encargadas de hacerlo, era urgente disponer de libros para la lectura en
las aulas y era necesario ampliar el acceso exterior a los libros con “almacenes” públicos
que los pusieran a disposición de todos. Infancia, escuela, libros infantiles y bibliotecas
son conceptos estrechamente interrelacionados en el surgimiento de las bases de todas
las sociedades contemporáneas.

Los niños y niñas del mundo rural que habían aprendido historias, canciones, poemas o
conocimientos, mezclados con los adultos, se convirtieron progresivamente en niños
urbanizados y escolarizados. A ellos empezaron a dirigirse libros informativos o literarios
pensados y escritos especialmente para su lectura. Pensados para que los entendieran
desde su limitada capacidad de gestionar la lengua escrita, desde su reducida
experiencia del mundo y desde su escaso bagaje de lecturas anteriores.

Los adultos, en cambio, siempre han parecido tener ideas muy claras sobre cómo deben
ser los libros para niños. A veces a partir de la experiencia empírica sobre lo que sus
hijos o alumnos disfrutan y entienden; otras veces a partir de idealizaciones sobre el
mundo que desean transmitir como modelo a las nuevas generaciones; o también, en
algunas ocasiones, a partir de la difusión de estudios y reflexiones al respecto cuando
esto ha creado un estado de opinión capaz de influir en la producción. De todo ello han
ido surgiendo libros infantiles muy diferentes. Algunos, idénticos a sermones morales
dirigidos a los pequeños para que aprendan a comportarse; otros, derivados del
recuerdo y del deseo adulto de preservar la idea de la infancia como una etapa vital
inocente e incontaminada; aún otros, fruto del dejarse llevar por el gozo de la
comunicación humana con los niños a través de la literatura; un cierto número,
pensados deliberadamente para intentar ajustarse a las capacidades lectoras en
formación y bastantes más proyectados y publicados como un negocio cultural
cualquiera.

2. La evolución de los libros infantiles y juveniles

Los primeros libros infantiles ya fueron muy distintos entre sí. Unos, como los cuentos de
Perrault (1697) o los de los hermanos Grimm (1812), transcribieron para ellos la antigua

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literatura oral que se sabía positivamente que les gustaba. Una parte de los cuentos
populares, leyendas, mitos, canciones y literatura folclórica en general, recopilada y
fijada por la escritura a lo largo del siglo XIX, fue inmediatamente trasladada a la
destinación infantil. Si las sociedades urbanas e industriales abandonaban velozmente
este tipo de literatura, la pervivencia de su transmisión durante las primeras edades le
dio una nueva forma de ser “popular”. De esta manera, las historias, motivos y
personajes del folclore han continuado formando parte del imaginario colectivo de la
sociedad. Este legado literario resulta de vital importancia para la formación de los niños
en aspectos tan dispares como el de dar respuesta a sus necesidades emocionales,
ampliar su conocimiento de los usos del lenguaje, experimentar la literatura como un
fenómeno de relación con los demás o familiarizarse con las formas del relato. No fue
por casualidad que la humanidad había ido transmitiendo inconscientemente este tipo de
literartura a lo largo de los siglos.

Pero la literatura de tradición oral penetró también con una gran rapidez en la literatura
escrita deliberadamente para los niños y aún hoy continúa ejerciendo una gran
influencia. La ficción audiovisual ha bebido también de esas fuentes y la tendencia
actual al juego con los referentes compartidos ha dado lugar a una intrincada red de
relaciones entre las historias tradicionales, audiovisuales y de creación moderna.

Veamos un ejemplo de ello: Perrault fijó la versión escrita de Cenicienta reelaborando


algunas de las versiones orales circulantes. Mucho después, en 1950, se estrenó La
Cenicienta de Walt Disney que se inicia con una evocación explícita al cuento de
Perrault. Pero que duda cabe de que la película de Disney realizó una nueva selección
de los elementos de la historia y utilizó también motivos y detalles que no provienen de
Perrault, sino de otras versiones, como la de los hermanos Grimm (1812). La cosa se
complica aún más, puesto que los autores actuales han reescrito la historia con nuevos
cambios, por ejemplo, cenicientas más activas o parodias completas del cuento, como la
de Roald Dahl (1982) o la de Las tres mellizas de Mercè Company y Roser Capdevila
(1988). Este tipo de cambios pueden producirse ahora a partir del referente compartido
de la película y no a partir de los elementos literarios tradicionales. O pueden filmarse
nuevas versiones a partir de los relatos transformados por los autores, como en el caso
del paso a la televisión de Las tres mellizas. Es un juego incesante de espejos en los
que se halla sumergida la literatura de tradición oral gracias a su enorme difusión social.

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El problema de estos trasvases radica en que producen un frecuente empobrecimiento
del legado literario. Desaparecen las cenicientas de la propia tradición oral de cada país,
e incluso las de Perrault y los Grimm, en favor de la uniformidad de la versión fílmica. Se
produce una cierta confusión de manera que, por ejemplo, mucha gente puede pensar
que Bambi o Pinocho son también cuentos populares y no obras de autores concretos,
puesto que existen en la industria Disney. Y pueden publicarse cuentos derivados
directamente de la película que acentúan cada vez más los aspectos más banales y
estereotipados de la historia.

Un segundo conjunto de libros infantiles se halla constituido por los libros escritos
directamente para los niños. Los primeros, descaradamente didácticos y
mayoritariamente de corte realista, se hallan ya, por fortuna, relegados al olvido y al
estudio de los especialistas. Compitieron ferozmente con los cuentos de hadas
tradicionales durante el siglo XIX hasta que empezaron a aparecer verdaderas obras
literarias dirigidas al público infantil. Ello no significa que la voluntad educativa no haya
continuado ejerciendo de “madrastra pedagógica” de los libros infantiles. Los libros que
desean ante todo adoctrinar a los pequeños sobre cómo deben comportarse en el
mundo, a través de burdas formas narrativas, continúan siendo legión en la actualidad.
Aunque ahora traten de la “multiculturalidad” o de la “ecología”, en ellos se perpetúa la
tradición de los libros didácticos que hablaban de la “caridad con los pobres” o los
“buenos modales”, en el siglo XIX.

Ello es así porque los libros ejercen, verdaderamenete, una función de socialización en
los valores defendidos por una cultura, de modo que la literatura infantil y juvenil
relaciona estrechamente su configuración literaria con el concepto social de la educación
de la infancia vigente en cada época histórica. El corpus de lo que se consideran libros
infantiles y juveniles está inevitablemente determinado por los límites de lo que los
adultos suponen que es comprensible para las capacidades interpretativas de los niños,
niñas o adolescentes, por una parte, y de lo que juzgan que es adecuado para sus
intereses y para su educación moral, por otra. “Qué pueden entender” y “qué es
conveniente que lean” son dos interrogantes que han condicionado constantemenete la
evolución de la oferta de lectura, sea cual sea su calidad literaria, para estas etapas de
vida.

El primer período de una auténtica literatura infantil se extiende desde mediados del XIX
hasta prácticamente la segunda guerra mundial en el siglo XX. A ella pertenecen las

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obras que denominamos “clásicos” de esta literatura. Las primeras fueron escritas por
autores que –como Lewis Carroll, E.T.A. Hoffman, Heinrich Hoffman, etc.- querían
complacer a niños concretos. O bien, como tantas novelas del siglo XIX, fueron
publicadas para el amplio público que se estaba formando en las sociedades más
industrializadas, pero una vez leídas y apreciadas por los adolescentes, como en el caso
de Stevenson o Walter Scott, éstos se las apropiaron y han pervivido en el tiempo bajo
la denominación actual de “clásicos juveniles”.

Desde la segunda guerra mundial y, especialmente, a partir de los cambios económicos


y socioculturales de las décadas de los años sesenta y setenta, se inauguró una nueva
etapa de intenso desarrollo caracterizada por la expansión de la edición, el cambio de
valores educativos y la experimentalidad literaria. En esta época se produjo también el
nacimiento de la novela juvenil como una literatura específica. La ampliación de la
escolaridad en la etapa secundaria había creado un nuevo público lector, y ello dio lugar
a una oferta de libros que venía a satisfacer las nuevas necesidades de lectura, al
tiempo que desplazaba obras literarias leídas antes por los adolescentes. La novela
juvenil se formó así a partir de la amalgama de determinados tipos y obras para adultos,
clásicos juveniles y obras escritas especialmente para los jóvenes.

Los lectores infantiles y adolescentes vivían ya en un mundo muy diferente al de la


primera mitad de siglo y los libros se adaptaron a la idea de un nuevo destinatario. Es
fácil saber que un libro infantil o juvenil es actual por el tema que trata, por el mundo que
describe, por el uso de modelos narrativos y visuales propios de la moderna literatura
adulta y de las técnicas audiovisuales o, incluso, por la precisión con que se nos
comunica a qué edad va dirigido. Así, puede caracterizarse la literatura infantil y juvenil
actual a partir de los siguientes rasgos:

1. Los temas que se abordan, la descripción del mundo y los valores educativos
subyacentes revelan los recientes cambios sociológicos (inmigraciones, tipo de
familia, problemáticas urbanas, etc.), así como los presupuestos axiológicos y
educativos de las sociedades postindustriales y democráticas actuales.

2. Los libros se ofrecen mayoritariamente para ser “vistos y leídos” y no para ser “oidos
o explicados”. Los autores, ya que escriben y editan en el seno de una sociedad
alfabetizada y escolarizada, han incrementado el uso de recursos propios del escrito,
alejándose de las formas orales tradicionales. Este fenómeno ha favorecido la

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renovación de los modelos literarios heredados de la primera mitad de siglo,
trasladando a la literatura infantil y juvenil muchos de los modelos desarrollados por
la literatura adulta, con muchos más siglos de escritura a sus espaldas. Para
apreciar estos cambios, no hay sino que pensar en las formas de descripción de los
conflictos psicológicos adoptadas por la literatura infantil y juvenil actual (a diferencia
de las requeridas para contar los problemas externos de sus protagonistas
anteriores), o en las múltiples formas de colaboración entre texto e imagen utilizadas
en la construcción de la historia.

3. Los libros cuentan con que los niños han adquirido hábitos narrativos a través de la
presencia social de los medios audiovisuales. Las formas de ficción audiovisual
desarrolladas a lo largo del siglo XX se nutren de textos literarios, comparten las
formas del relato y establecen múltiples grados de influencia y dependencia mútua
entre cine, televisión y literatura. Por ello los libros acogen aspectos como la
competencia en la lectura de la imagen, la costumbre de enfrentar unidades
narrativas muy breves o la familiaridad con la elipsis y la inferencia propia de sus
destinatarios actuales.

4. La literatura infantil y juvenil se ha ido reestructurando en distintos tipos de oferta y,


en la actualidad, se aproxima a la variedad existente en el mercado de la literatura
para adultos. De este modo, aunque se continúa hablando de “literatura infantil y
juvenil” o de “libros para niños” estas etiquetas enmascaran una enorme diversidad
de calidades, funciones o circuitos de distribución que responden a la complejidad de
la comunicación literaria en las sociedades modernas.

Así, en el centro del conjunto se produce un desarrollo más fuerte y deliberado de


una literatura de calidad que busca el reconocimiento de otros sistemas culturales y
que moderniza y renueva los modelos literarios. En la periferia, el consumo
masificado se nutre de productos estereotipados y edulcurados. La novela juvenil, por
ejemplo, permite apreciar la superposición de estos subsistemas. Por una parte, su
aparición ha incorporado formas literarias más elaboradas y próximas a la literatura
canónica adulta; pero, al mismo tiempo, esta ficción ha intentado captar a los reacios
lectores adolescentes a través de la exposición de temáticas de moda o de la
explotación de recursos habituales en la paraliteratura adulta y la filmografía de
consumo.

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5. Los libros se ofrecen en colecciones cada vez más segmentadas según la edad de
los destinatarios. En cada una de estas franjas funcionan unas fórmulas literarias
más homogéneas y más complejas que las de las edades anteriores.

En realidad, los libros para niños siempre han partido, lógicamente, de la idea de que
sus lectores crecen, de forma que sus posibilidades de entender el mundo y el texto
escrito se amplían progresivamente y sus intereses de lectura varían. La pregunta de
“y ésta obra ¿para qué edad es?” no es ninguna novedad. Lo nuevo es el haber
empezado a fijarse en la evolución de las capacidades comprensivas (tal como hizo
Piaget desde la psicología cognitiva) y en la progresión del aprendizaje literario que
los niños y niñas realizan a través de sus lecturas (en el desarrollo reciente de las
disciplinas educativas). Y también es nuevo que este interés se haya visto reforzado,
tanto por la entrada de esta literatura en el circuito escolar, que tiende a clasificarlo
todo por ciclos y cursos, como por las necesidades comerciales, que buscan siempre
sectores muy concretos de consumidores potenciales. La clasificación por edades
viene también, finalmente, a suplantar la escasa presencia de una crítica que pudiera
orientar a los padres y otros adultos en la compra de libros infantiles.

Por todo ello, en el último tercio de siglo, aquello que se había entendido siempre
como un genérico “libros para niños” ha ido circunscribiendo su oferta a las edades
intermedias, empujada por la sucesiva aparición de nuevos tipos de libros: para
primeros lectores, para adolescentes, para niños que aún no saben leer y para
bebés. Conocer estas divisiones permite saber lo que los adultos presuponen que es
adecuado para los diferentes estadios del desarrollo infantil. Pero, naturalmente, este
funcionamiento puede ser de una rigidez engañosa, ya que no hay dos niños iguales,
y además poseemos aún muy poca información sobre el acierto de estos a priori
sociales según los diferentes tipos de público infantil (sectores de entorno más o
menos culturalizado, por ejemplo) o según las distintas situaciones de lectura
(autónoma o acompañada de adultos, pongamos por caso).

Una última consideración a tener en cuenta sobre el corpus de libros infantiles es la que
hace referencia a su división en dos conjuntos que intentan satisfacer dos tipos de
lectura distinta: la lectura informativa y la lectura de ficción.. Es una distinción que puede
remontarse también a los inicios de este tipo de edición, ya que fue en 1658 cuando
Comenius publicó el primer libro infantil de conocimientos, el Orbis Sensualium Pictus,
mientras que en 1697 se editaron los cuentos de Perrault.

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La diferenciación parece obvia, pero queremos señalar que deja múltiples espacios de
intersección en la lectura dirigida a una etapa de formación. Así, a tradiciones
específicas de la edición en este campo, como los abecedarios ilustrados o los libros de
contar, se han unido, en las últimas décadas, nuevas formas que se proponen atender a
ambos tipos de lectura. Ello resulta especialmente claro en los libros para las primeras
edades, con su exploración de los colores, las estaciones del año, la vida animal, etc.
Pero también prolifera la divulgación de conocimientos a través de formas narrativas,
como en relatos juveniles de temas actuales muy próximos al documental, novelas
históricas, biografías de personajes, narraciones a partir de cuadros pictóricos o
movimientos artísticos, etc.

A esta zona ambivalente se ha unido también el deslizamiento de las formas literarias


hacia las propuestas de juego. Teatrillos de personajes de cuentos, troquelados al
servicio de adivinanzas, juegos de ordenador sobre obras de la literatura, etc. permiten
ver que adquirir conocimientos, jugar y entrar en la lectura literaria presentan unas
fronteras poco estrictas en la producción infantil y juvenil.

2. La lectura escolarizada

A lo largo del siglo XX tanto el tiempo de escolarización como el contacto social con el
lenguaje escrito no han hecho sino ampliarse. Desde la implantación oficial de la escuela
obligatoria, primero hasta los 10 años, después hasta los 12, los 14 y, muy
recientemente, hasta los 16, y desde su extensión real a todos los sectores sociales, las
nuevas generaciones han ido pasando cada vez más tiempo en la escuela e
incorporándose a ella de un modo más generalizado. Un fenómeno de tal magnitud tenía
forzosamente que ejercer un gran impacto en los libros de lectura infantil y juvenil.

En un momento determinado, las cartillas del primer aprendizaje, las novelas morales
escolares (como la italiana Cuore) o las antologías de fragmentos literarios borraron sus
fronteras con la literatura infantil y juvenil. La escuela abrió las puertas a los libros
“exteriores”, a los “libros de biblioteca”. Por contra, la producción continuó teniendo muy
presente las necesidades de uso educativo de los libros propias de su principal cliente,
de manera que los libros resultaron menos “exteriores” de lo que podía suponerse. Así,
si todos los adolescentes permanecían ahora en las aulas, resultaba imprescindible
disponer de un abanico amplio de obras que no se limitara a aquellas que habían

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conquistado la lectura del sector juvenil en el siglo XIX, por lo que se desarrollaron
rápidamente las colecciones de novela juvenil en todos los países occidentales. Si los
valores sociales cambiaban, los enseñantes querían cuentos que les facilitaran la
transmisión a través de su planteamiento de los nuevos temas y actitudes, como ocurre
en la actual demanda de libros sobre los “valores transversales” propuestos por la
LOGSE. Si esas obras podían suplantar los textos trabajados antes en las aulas, era
necesario rodearlas de dispositivos didácticos y guías de lectura.

Y si la escuela transformaba la forma de enseñar a leer y pasaba a pensar que los


pequeños debían hacerlo rodeados de libros “normales”, era preciso crear libros lo
bastante accesibles e interesantes para la lectura autónoma de los primeros lectores.
Vamos a detenernos en este último ejemplo para resaltar la influencia escolar en la
oferta de lectura infantil.

Hasta hace pocas décadas la escuela enseñaba a leer a través de las cartillas mientras
los niños “oían” leer o explicar los cuentos. Los libros infantiles se escribían para lectores
que ya habían realizado el primer aprendizaje de la lectura. Pero la instauración de los
“parvularios” y de la “etapa infantil” coincidió con cambios educativos en este terreno. Se
necesitaban libros para crear un entorno lector, libros para manejar, mirar y leer por
parte de los pequeños. Sin embargo, hacer buenos libros para estas edades no era
sencillo, puesto que los niños podían entender historias mucho más complejas si las
oían, que si dependían de su escaso dominio del escrito. Así que los autores tenían que
crear historias que fueran suficientemente interesantes para la mentalidad de niños de
cinco o siete años a partir de textos muy breves y de recursos literarios limitados.

La discusión educativa sobre los criterios para confeccionar o seleccionar estos libros
(¿vocabulario reducido? ¿esquemas narrativos simples? ¿imágenes explicativas del
texto? ¿tipo de letra?, ¿aplicación de fórmulas de legibilidad?, etc.) fue larga y difícil.
Bettelheim y Zelan (1982) por ejemplo, denunciaron, en el área norteamericana, la
excesiva pedagogía y artificiosa “cientificidad” de esos nuevos libros en perjuicio de su
interés literario y de su capacidad de motivación lectora. En esta búsqueda de nuevos
caminos, la ilustración resultó un buen aliado e impulsó definitivamente los álbumes para
niños, es decir, libros donde texto e imagen no son redundantes, sino que se reparten la
información y colaboran entre sí para establecer el significado. Con la ayuda de la
imagen, el texto queda aligerado y las historias pueden ser más complejas.

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También fue polémica la creación de series sobre el descubrimiento del mundo dirigidas
a los pequeños ¿eran necesarios, realmente, libros para enseñar qué es abajo y qué
arriba o para aprender los colores, como si los libros pudieran sustituir la experiencia
directa del mundo? Con mayor o menor acierto, con un resultado que va desde el simple
material didáctico hasta la obra plenamente artística, los libros para primeros lectores y
para las primeras edades se han ido imponiendo y, hoy en día, álbumes y libros-juego
son una de las realidades más interesantes y experimentales de la literatura infantil
moderna.

La influencia de la escuela no se limita únicamente al tipo de libros producidos, sino que


su sombra alargada se proyecta en las tiradas, divulgación y memoria social de los
títulos utilizados. Ello explica, por ejemplo, que las Fables choisies mises en vers de La
Fontaine fuera uno de los libros más vendidos a lo largo de toda la primera mitad del
siglo XIX, con más de 250 ediciones. La institución escolar tiende a fijar un patrimonio, a
seleccionar y a conservar. Es uno de los mecanismos que permiten poseer unos
referentes culturales comunes a toda la sociedad (lo que ha permitido bromear a un
crítico francés opinando que Madame Bovary es un libro juvenil puesto que lo leen la
mayoría de escolares adolescentes y prácticamente sólo ellos). Esta función no es nada
fácil en la actualidad porque el mercado funciona a base de novedades, sin dar tiempo
para asentar nuevos títulos intergeneracionales compartidos a través de la lectura
escolar. Tampoco es nada cómodo, ya que la lectura ha pasado a verse en el mundo
moderno como un bien de libre accceso, poco susceptible a títulos impuestos y lecturas
guiadas.

La tensión entre “fomentar la lectura” a través del libre acceso y “enseñar a leer” a través
de una lectura obligatoria y guiada conlleva distintos problemas. Por una parte porque
cuando los niños van a la biblioteca necesitan ayuda y aprendizajes específicos para
poder utilizarla satisfactoriamente. Por otra, porque la escuela se debate intranquila
respecto a esta cuestión. Necesita continuar ejerciendo su papel tradicional de guía
formativa y al mismo tiempo precisa libros para el nuevo propósito de fomentar el uso
autónomo y el hábito de lectura de los alumnos. En consecuencia, los bibliotecarios que
clamaron durante décadas por la lectura “libre” como propia de los ciudadanos
modernos han acabado asumiendo un papel educativo en el caso de los niños, mientras
que los enseñantes han tenido que acoger y gestionar un fondo bibliográfico, las
“bibliotecas escolares”, en el interior de los centros para poder reproducir las formas de

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lectura que existen en la sociedad exterior, para poder “desescolarizar la lectura” como
se dijo en un intento de rizar el rizo.

En la actualidad se hallan muy vivos los debates alrededor de esta función: por una
parte, sobre qué títulos debe mantener la escuela y qué articulación debe producirse
entre los pertenecientes a la literatura infantil y juvenil actual, la“clásica” –tanto la
universal como la de la propia lengua- y la literatura canónica adulta; por otra, sobre qué
títulos pueden servir para adquirir hábitos de lectura autónoma y cuáles para progresar
culturalmente en el aprendizaje de obras progresivamente complejas. Decidir sobre
estos criterios y sobre estos títulos nos lleva al seguiente apartado.

3. La selección de los “buenos libros”

Los estantes de las librerías se hallan repletos de libros-juego, libros de bolsillo, libros-
regalo, libros baratos, libros-audio, álbumes esplendorosos, reediciones facsímiles,
colecciones escolares con ejercicios incorporados, libros mudos o cuidadas ediciones de
clásicos. La edición se ha multiplicado y ofrece todo tipo de productos para funciones y
bolsillos cada vez más diversificados. Tal vez sea una abundancia de la cual felicitarse
en una sociedad del ocio y el consumo, pero es evidente que implica nuevos problemas.
Uno de los más sobresalientes es la necesidad de orientarse por parte de los
consumidores ante el aluvión de unos 5.000 nuevos títulos infantiles y juveniles al año
en España, lo que supone alrededor del 15% de la edición.

Si pensamos en la lectura autónoma de un libro semanal entre los 5 y los 15 primeros


años de vida, por ejemplo, ello significa que la lectura propia de un niño o niña se
movería alrededor de unos 500 títulos como mucho. Por ello, aunque en los inicios de la
literatura infantil existieran pocos títulos, ya desde entonces, seleccionar cuáles
merecían ocupar un tiempo de la vida de los niños y un espacio en esa posible lista ha
constituido la principal preocupación de los adultos responsables de poner los libros en
las manos infantiles.

La calidad literaria, los valores morales, la opinión de los niños y el itinerario de


aprendizaje cultural que son capaces de suscitar los libros han sido los cuatro puntos de
articulación de este debate a lo largo del siglo.

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La calidad literaria se movió alrededor de una fatigosa discusión recurrente sobre si
podía denominarse “literatura” a la ficción, versificación y dramatización ofrecida a
receptores tan poco capaces de interpretar la experiencia estética. La ampliación de la
teoría literaria hacia el estudio del lector y del circuito completo del texto literario en el
seno de una sociedad abrió perspectivas más amplias de consideración de este
fenómeno, ofreciendo encajes teóricos más tranquilizadores y estables a este aspecto
de la polémica.

El segundo punto del debate, los valores morales, ha sido, en realidad, el más
apasionado, ya que la sociedad acostumbra a estar más preocupada por la educación
moral que por la educación literaria de los niños. Los cien años transcurridos desde la
censura a The Adventures of Tom Sawyer cuando apareció la obra en 1876, por
subvertir el orden imperante, hasta su acusación actual por contener expresiones
racistas no “políticamente correctas” muestran la evolución de los valores sociales…y
también cuánta gente ha habido siempre dispuesta a velar por ellos en la lectura infantil.

Una de las polémicas más intensas en este campo se ha lidiado en el terreno de los
cuentos populares. Ya hemos aludido a su pugna con los primeros libros didácticos,
cuando la fantasía fue expulsada a las tinieblas exteriores como algo realmente muy
poco edificante. Pero su triunfo a finales del XIX fue sólo momentáneo. Pronto el folclore
sufrió una nueva marginación, procedente ahora del realismo pedagógico, racionalista y
civilizador dominante en los medios educativos entre los años 30 y 70 del siglo XX. Una
época, por ejemplo, en la que la abuelita de Caperucita tuvo que esconderse en el
armario para evitar la violenta escena de su devoración. La visión del folclore empezó a
cambiar a partir del análisis de los cuentos tradicionales por parte de formalistas y
estructuralistas, quienes ofrecieron la primera justificación “científica” de la importancia
de esos relatos en la educación de los niños. Sin embargo, fue el psicoanálisis, a mitad
de los años 70, el que impactó de modo decisivo en la valoración del folclore, ahora
contemplado como ayuda a la construcción de la personalidad infantil. Tras estos logros,
los nuevos aires culturales del último tercio del siglo completaron el triunfo, y aún la
exaltación, del folclore y de la fantasía hasta situar la ficción fantástica en su lugar actual,
es decir, ocupando alrededor de los dos tercios de la producción de libros infantiles y
juveniles modernos (Colomer, 1998).

Sin embargo, los problemas de los cuentos populares no habían terminado. Los libros
dirigidos a los niños son un material especialmente transparente para apreciar la

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ideología dominante en una sociedad y para ver qué imagen de sí misma desea
proyectar. Así, pues, algunos estudios sobre las ideologías sociales se mostraron muy
interesados por el análisis de este tipo de discurso y al poco denunciaron la visión
patriarcal y jerárquica del mundo que reflejaban. Al igual que antes hemos señalado que
la escuela –o las ciencias educativas y las aplicadas al estudio de comprensión del
escrito- condiciona el tipo de libros producidos, aquí tenemos un claro ejemplo de que lo
mismo ocurre con el análisis de valores. En la década de los ochenta, los cuentos
populares sufrieron todo tipo de modificaciones a favor de nuevas versiones que
potenciaban especialmente la inversión de los estereotipos de género: los modelos
progresistas de conducta configuraron los nuevos relatos para niños y niñas.

Pronto se advirtió que los libros podían convertirse en panfletos feministas y


antiautoritarios, o bien en desleídas obras políticamente correctas. El mensaje moral
empezó a entenderse como algo más sutil que las marcas de superfície de los textos y
de las imágenes, y se constató que la recepción literaria por parte de los niños y niñas
transformaba de maneras muy variadas los mensajes ideológicos. De esta manera, la
crítica de los libros empezó a abordarse de forma más compleja y el debate sobre sus
mensajes se desplazó hacia la propuesta de mediaciones más indirectas o posteriores a
la lectura de las obras.

Finalmente, en estos últimos años, el estudio más cualitativo sobre los hábitos de lectura
ha llevado a la reflexión sobre la recepción infantil y juvenil de los libros y a considerar a
éstos bajo la perspectiva de su papel en el aprendizaje lector y cultural. Ambos enfoques
han llevado a la formulación de nuevos criterios de selección de los libros en función de
este nuevo tipo de consideraciones más basadas ya en el desarrollo de los estudios
específicos sobre la lectura infantil y juvenil (Colomer, 2002).

4. El fomento de la lectura

Todo el mundo estará de acuerdo en que para que los niños y niñas lean se necesitan
buenos libros que motiven su interés y justifiquen su esfuerzo. Pero también parece
conveniente que alguien “haga las presentaciones” entre los libros y sus destinatarios Al
principio esta tarea parecía obvia. Los niños de las minorías ilustradas crecían con los
libros. Madres, institutrices, familia o visitas, el círculo social en que vivían no se hubiera
entendido sin las referencias a los libros. En la escuela aprendían el código, ganaban
velocidad, leían a los autores canónicos y atendían a la explicación de los profesores
sobre el sentido de los textos. Cuando se empezaron a alfabetizar los demás niños y

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niñas, la escuela pretendió continuar haciendo lo mismo mientras se extendía la idea de
que, si la institución escolar ya se encargaba de enseñar el instrumento, bastaba con
llevar los libros a los lectores. Pero lo cierto es que, tan pronto como empezaron a
abrirse las primeras bibliotecas infantiles, comezaron a desarrollarse actividades como
“la hora del cuento” para acercar los libros a todos esos "nuevos" niños.

La necesidad de esta mediación fue sintiéndose cada vez con mayor fuerza. A mediados
de siglo, las encuestas de lectura dieron muestras evidentes de que la confianza
depositada en el tandem escuela-biblioteca para la alfabetización social no había
producido los resultados esperados. Los jóvenes no leían tal como se esperaba, ni en
cantidad ni en calidad. Convencer a los niños y niñas para que leyeran se convirtió
entonces en el nuevo reto. Había aparecido la “animación a la lectura”.

Durante las décadas de los ochenta y noventa se asistió a un cierto intervencionismo


avasallador a través de la multiplicación de jornadas, campañas, concursos o visitas de
autores; se apostó por acentuar el efecto placentero de la lectura como motivación y se
produjo un cierto adelgazamiento literario a favor de la legibilidad, de la brevedad y de la
apuesta por una literatura que mimetizara el mundo de ficción con el de los lectores
reales (la misma edad de los protagonistas, los mismos problemas o los mismos
escenarios).

Sin embargo, en los últimos años, una gran cantidad de estudios sobre la lectura y el
aprendizaje han ido cuestionando muchas de estas prácticas. A partir de ellos se insiste
ahora, por ejemplo, en la necesidad de la lectura en el ámbito familiar, ya que sabemos,
por ejemplo, que un niño al que se le han leído y explicado cuentos en el hogar tiene el
doble de posibilidades de convertirse en lector y parte con ventaja en su itinerario
escolar. Tambien se intenta otorgar una nueva centralidad al aprendizaje lector y literario
en la escuela (con acciones como la instauración reciente de un tiempo semanal de
lectura silenciosa en las aulas por parte de países como Francia o Gran Bretaña, la
recuperación del espacio curricular de la literatura o la extensión progresiva de
actividades de aula para compartir y hablar sobre los libros). O bien se recomienda la
formación profesional de enseñantes y bibliotecarios sobre estos aspectos (los
especialistas cifran en alrededor de 150 libros infantiles la cantidad mínima necesaria de
lecturas para preparar a un buen maestro de lectura, pongamos por caso, práctica bien
alejada de las aulas de formación del profesorado). Y el éxito de Harry Potter viene de
perlas para ver que no es la longitud de los libros, la cantidad de los personajes ni la
simplicidad argumental lo que favorece la atracción por la lectura.

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En la actualidad, pues, han empezado a subrayarse tipos de acciones, tal vez menos
espectaculares, pero más sólidas y continuadas. Las nuevas líneas de enfoque se
dirigen a la observación de los lectores, al fomento de las actividades sociales para
compartir los libros, a la necesidad de comprometerse en la ayuda sostenida a los niños
y niñas en su esfuerzo por leer y a la producción de textos que merezcan realmente la
pena.

5. La lectura infantil y juvenil en una sociedad globalizada

La evolución del mundo moderno ha conducido a un tipo de sociedades caracterizadas


por una intensa red de interrelaciones; ya sea físicamente reales, a través de los
grandes movimientos migratorios, ya sean diferidas, a través de las noticias y la imagen
de lugares o culturas lejanas, potenciadas ahora por la circulación de todo tipo de
productos, entre ellos los libros. La literatura siempre ha sido vista como un medio de
ampliar la experiencia propia con la incorporación de perspectivas individuales o
culturales distintas. Ya Paul Hazard (1950) denominó “la república de los niños” a la
literatura infantil para resaltar su idea de acceso a un mundo literario propio y sin
fronteras estatales. Es una idea que presidió la literatura de la postguerra europea, que
se empleó a fondo en la producción de libros que educaran en un “nunca más” respecto
a la barbarie vivida, y que se halla muy viva en el fomento actual de la lectura infantil
como medio para favorecer la integración social de los inmigrantes, la creación de un
imaginario europeo y la gestión ideológica de las nuevas sociedades multiculturales.

Naturalmente, la traducción de obras literarias ha sido siempre el mejor instrumento de


esta vertiente cultural de los libros para niños. Las traducciones extendieron el fenómeno
de la edición infantil en sus orígenes y fomentaron la producción propia de cada lengua.
En 1830, por ejemplo, Cabrerizo publicó en Valencia la primera traducción castellana de
los cuentos de Perrault y ello impulsó, explícitamente, la aparición de los primeros libros
infantiles en España. En la actualidad no cabe sino decir que el tránsito de las obras se
ha incrementado extraordinariamente. Las multinacionales de la edición, las ferias del
libro, el abaratamiento de costes que supone traducir los libros ilustrados al amortizar la
inversión inicial de reproducción de imágenes, la homogeneización de las formas
occidentales de vida que conlleva el que una narración sea aceptada con naturalidad por
niños y niñas de lugares muy alejados, los referentes audiovisuales compartidos, etc.
son diversos factores que han acelerado la rueda de transmisión habitual de las obras.

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Como consecuencia, la lectura infantil y juvenil –y también la de los futuros autores de
esos libros- está formada en gran parte por la producción original de otras lenguas y
culturas. Ello no implica sólo las ventajas de la comunicación cultural, sino también una
nueva serie de problemas. Si nos centramos en la literatura producida en España, uno
de ellos es sin duda la fractura existente entre la literatura infantil y la tradición literaria
propia, favorecida por la ruptura cultural que supuso el franquismo. Una obra
anglosajona como Harry Potter, por ejemplo, se basa y nutre de una tradición literaria
capaz de traspasar fronteras, pero los libros infantiles españoles no parecen entroncar
con las líneas evolutivas y los clásicos de cada una de las cuatro lenguas literarias
existentes en España, ni incorporan la literatura infantil y juvenil iberoamericana.

Otros problemas se refieren a la reciente política de traducciones entre las lenguas del
Estado. A título de ejemplo, podemos preguntarnos por qué es necesario traducir las
obras castellanas si todos los niños y niñas pueden leerlas en su versión original. O
hasta qué edad hay que editar obras que respeten las diferencias dialectales en una
misma lengua, como las valencianas y catalanas; una pregunta que, sin duda, tiene su
contrapartida: ¿cómo puede favorecerse la ampliación de la norma literaria de cada
lengua para que las distintas variantes, andaluzas, iberoamericana, valencianas, etc. no
resulten marginadas? Estas y otras cuestiones no resultan banales si se desea construir
una sociedad diversa y cohesionada a la vez.

Un segundo aspecto de la lectura como red de relaciones, se refiere a las adaptaciones


de obras. La literatura infantil ya nació “adaptando” cuentos populares por parte de
Perrault a la diversión culta y la moraleja educativa en la corte de Versalles. Pero la
posibilidad de adaptar obras de la literatura adulta para la lectura infantil ha sido un tema
muy polémico. Aquí nos limitaremos a señalar su existencia y los argumentos
contrapuestos de quienes defienden su contraindicación, señalando la desvirtuación que
supone simplificar obras complejas para que puedan ser entendidas por los niños, y de
quienes defienden esa primera entrada con el argumento de qué puede muy bien ser la
única y de que la fuerza de las escenas o de determinados diálogos e imágenes
impregna la mente infantil y contribuye a su incorporación a la literatura y al imaginario
colectivo.

Finalmente, un tercer aspecto que no puede dejar de citarse aquí es el de la presencia


de las nuevas redes y formas de comunicación. Nadie puede dudar que el siglo XX ha

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sido el siglo del desarrollo de los medios de comunicación de masas y de la aparición de
nuevas tecnologías asociadas al lenguaje que están cambiando con gran rapidez
muchas de las formas de comunicación, ocio, acceso a la información y a la ficción y, tal
vez incluso, de las formas de pensamiento. La lectura de los niños y niñas ya se halla
plenamente afectada por estos fenómenos, tan nuevos para ellos como las formas
anteriores. La fragmentación, la rapidez, la asociación de varios códigos de
representación, la posibilidad de enlace, la interactividad, etc. son mecanismos
presentes desde el inicio en su acceso a la lectura.

La relación entre todas estas formas de comunicación y los procesos mentales propios
de los humanos para adquirir esquemas de interpretación, ampliar el uso del lenguaje y,
por lo tanto, del pensamiento, o para construir la memoria cultural, es un campo abierto
hoy en día a la observación y a la reflexión. Pero es evidente que es precisamente en
las nuevas generaciones donde van a desarrollarse estos cambios. Si esperamos que la
lectura continúe siendo un instrumento potente para la humanidad, es en la lectura de
los niños y niñas donde las sociedades actuales se juegan su futuro. Parece un motivo
suficiente para prestarle bastante atención.

Referencias

BETTELHEIM, Bruno; ZELAN, Karen: Aprender a leer, trad. Jordi Beltran,


Barcelona:Crítica, 1982 (original, On Learning to Read. The Child's Fascination
with Meaning, New York:Knopf, 1981).
COLOMER, Teresa, La formación del lector literario. Narrativa infantil y juvenil
actual, Madrid:Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1998 (original, La
formació del lector literari, Barcelona:Barcanova, 1998).
COLOMER, Teresa, “Nueva crítica para el nuevo siglo”, CLIJ. Cuadernos de
Literatura infantil y juvenil 145 (2002), págs. 7-17.
HAZARD, Paul, Los libros, los niños y los hombres, trad. Marià Manent,
Barcelona:Juventud, 1950 (original, Les livres, les enfants et les hommes,
Paris:Flammarion, 1932)
HÜRLIMANN, Bettina, Tres siglos de literatura infantil europea, trad. Mariano Orta
Manzano, Barcelona:Juventud, 1968 (original, Europaische Kinderbücher in
drei Jahrhunderten, Zurich:Atlantis Vg., 1959).

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