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CARISMA

En aquella pequeña ciudad, el tiempo no se había desencadenado con furia. Los hechos se sucedían
muellemente, con largas pausas perezosas. Sus habitantes eran, en su mayoría, poco cultos, y de
buenas y apacibles costumbres, siendo uno de sus más apreciables anacronismos el casi extinto gusto
por la hospitalidad. Los esporádicos visitantes de la ciudad daban testimonio de esta gentileza. Todos
los hechos más o menos distintos a lo rutinario, ocurridos dentro de sus límites, adquirían, por lo
tanto, proporciones de acontecimientos inusitados que interrumpían la monotonía y el talante
tranquilo de sus gentes. Uno de estos sucesos –intrascendente en cualquier otro lugar–, que despertó
particular entusiasmo en la localidad, fue la llegada de una modesta compañía teatral invitada por el
municipio para dar colorido a las tradicionales fiestas patronales.

En realidad, el grupo estaba integrado por actores de segunda, de limitado oficio. Una de las pocas
obras de su repertorio: Fatalidad –escrita por un oscuro dramaturgo–, había sido representada antes
con escaso éxito en otros lugares. Sin embargo, desde el primer montaje en el modesto teatro de la
ciudad, despertó un clamoroso entusiasmo en el público.

El personaje principal de la obra: Julián, era un despiadado dictador, singular por su excentricidad y
su electrizante demagogia.

En el primer acto. Julián aparecía ordenando la muerte de su propia esposa, después de acusarla de
haber cometido adulterio durante el sueño, cuando la vio abrazarse sensualmente a la almohada y
sonreír orgásmicamente mientras dormía. Pero el verdadero clímax de su actuación se lograba en el
último acto, cuando el tirano inauguraba la última novedad en cámaras de tortura. Después de romper
con su pecho la cinta tricolor, ordenaba entrar a su servil lugarteniente en la espantosa máquina y él
mismo le aplicaba el grotesco suplicio. En ese momento, los espectadores permanecían en un estado
de profunda hipnosis.

El dictador Julián, óptimamente caracterizado por un aficionado: José Niebla, era (por una burlesca
contradicción) hombre tímido. inseguro y lleno de inhibiciones sexuales. No obstante. su
metamorfosis en la escena lograba tal intensidad, que su rostro adquiría una sugestiva fuerza
demoníaca. Luego de concluir cada representación, reclamaban su presencia en el tablado donde se
mantenía inmóvil y con los brazos extendidos, escuchando la ovación y viendo caer una lluvia de
flores a sus pies.

A pesar de sus triunfos de comediante, la personalidad de José Niebla parecía tan deslucida cuando se
encontraba fuera de actuación, que fácilmente lo opacaban otros individuos menos inspirados, pero
mejor dotados para la impostura cotidiana.

El éxito del drama fue apoteósico, siendo presenciado por toda la vecindad. El gobernador en persona
le hizo entrega al celebrado primer actor, de una réplica de la Oveja Sagrada en reconocimiento a sus
méritos.

De este modo, en el alma de José Niebla fue acrecentándose una asfixiante envidia hacia su doble,
comprendió dolorosamente que era el otro y no él quien cautivaba al público. Las mismas mujeres
hermosas que aplaudían con delirio y arrojaban flores al tirano Julián, ignoraban después su
insignificancia de ciudadano. El rencor contra su propia naturaleza se le fue haciendo insoportable,
aunque por las noches, en sus largos insomnios, fantaseaba sobre la maravillosa existencia del déspota
rodeado de riquezas, amantes, sirvientes y felicitadores.

Fue impulsado por el sentimiento de frustración que una noche, al finalizar el espectáculo, mientras
escuchaba los aplausos decidió no regresar nunca más al camerino. Serenamente, bajó de la tarima y
atravesó la sala, donde se produjo un instantáneo y temeroso silencio. Salió a la calle y caminó
rodeado de una muchedumbre enmudecida. Con gran altivez ascendió la escalinata que conducía a la
entrada de la «Casa de Gobierno». Dos guardias le rindieron el saludo militar y lo acompañaron hasta
el despacho del gobernador. Al reconocerlo, el magistrado ensayó una leve y respetuosa inclinación
de cabeza en señal de acatamiento.

Esa misma noche se inició la sangrienta dictadura que se prolongaría por espacio de diez lustros. En
su primer decreto, el tirano Julián ordenó el inmediato cierre del teatro y condenó al comediante José
Niebla a destierro perpetuo. Cuentan que sus crímenes fueron innúmeros e inenarrables. Nadie, ni
siquiera su favorita, pudo verlo sin el maquillaje de dictador y la espuela de diamante en la bota
derecha.

Un plumífero intentó eternizarlo con el apelativo de El Carismático.

Sólo una vez al año se mostraba en el balcón del Poder y repetía ante la multitud el demencial
monólogo que le diera fama. Hasta el final de sus días mantuvo una secreta añoranza por el tablado.

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