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La República Aristocrática,
1895-1919
entre 1840 y 1870, antes de la Guerra del Pacífico de 1879. En forma similar, la
participación de los bienes de consumo importados cayó de cincuenta y ocho por
ciento en 1891-1892, a cuarenta y nueve por ciento en 1900 y treinta y nueve por
ciento en 1907. La caída fue especialmente marcada en los textiles —más de
cincuenta por ciento— entre 1897 y 1907. Ella se debió a la apertura de cinco
nuevas fábricas textiles de algodón en una sola década —de 1892 a 1902—,
financiadas y administradas por industriales nativos como Pardo. La producción
local de textiles subió de menos del cinco por ciento en 1890, a cuarenta y dos por
ciento en 1906. La producción comprendía principalmente telas más baratas o de
tipo popular, lo que indica la naturaleza de masas de la demanda local. En general,
para 1899 había tal vez unas 150 fábricas modernas que empleaban unos seis mil
trabajadores; unos cuantos años antes, los industriales habían organizado su propio
grupo de interés —la Sociedad Nacional de Industrias— a instancias de Piérola.
del tardío siglo XVIII. Ansioso por fomentar una cooperación más estrecha entre el
Estado y la sociedad civil, Piérola estimuló a los exportadores y a los mineros a
que siguieran a los industriales y organizaran su propia Sociedad Nacional Agraria
y la Sociedad Nacional de Minería. Irónicamente, en sus políticas económicas
parecía ahora ser más un capitalista civilista modernizador que un tradicionalista
católico e hispanófilo.
Por último, Piérola emprendió la reestructuración de las fuerzas armadas, una
institución que había arrojado una larga sombra sobre el curso político del país
desde la independencia. De hecho, en tanto que se trataba de una de las pocas
instituciones relativamente coherentes en el transcurso del siglo XIX, ella fue el
Estado mismo, como dijera Sinesio López (1978: 1000). La guerra y la dictadura
de Cáceres tuvieron el efecto de engrosar las filas de los militares y, después del
breve interludio del primer civilismo en la década de 1870, de devolverle su papel
preeminente como árbitro de la política nacional. Como segundo civil en ocupar la
presidencia en todo el siglo, Piérola era sumamente consciente de la necesidad de
poner bajo control a este Leviatán andino, aunque sólo fuera para su propia
supervivencia política. En consecuencia, el nuevo Presidente redujo el tamaño del
ejército regular e importó una misión militar francesa para que reorganizara y
profesionalizara la institución. Un resultado importante de este esfuerzo fue la
fundación de una nueva academia militar en Chorrillos, en las afueras de Lima,
para que preparara al cuerpo de oficiales en los métodos y técnicas más novedosas
de la guerra moderna.
Aunque el Perú experimentó un periodo de progreso económico y estabilidad
política durante el mandato de Piérola, el país siguió siendo gobernado en forma
mayormente autocrática, paternalista y nada democrática. Por ejemplo, la
enmienda constitucional de 1890, que estipulaba que los varones debían saber leer
y escribir para votar, fue confirmada por el Congreso en 1895, argumentando que
«el hombre que no sabe leer ni escribir no es, ni puede ser, un ciudadano en la
sociedad moderna» (citado en Mallon 1995: 275). Dicho en otras palabras, la
comisión original del senado sostuvo que «no es del interés nacional que muchos
participen en las elecciones, sino más bien que quienes participen sí lo hagan
bien», una receta perfecta para el surgimiento del gobierno oligárquico que sería la
característica de la «República Aristocrática».
Basadre indudablemente tiene razón al pensar que el popular y carismático
Piérola perdió una excelente oportunidad para integrar a las clases bajas al
proceso político nacional. Es muy probable que lo haya hecho porque, al igual que
los señores del Perú colonial, él se veía paternalistamente a sí mismo como el
padre de su pueblo jactándose, a menudo, de que «cuando las personas están en
peligro, vienen a mí». Más recientemente, Mallon (1995) ha mostrado cómo
tanto Cáceres como Piérola consolidaron el nuevo Estado moderno aliándose
abiertamente con
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Pacífico hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, que hubo una expansión
verdaderamente dramática en el número de haciendas en el altiplano de los
departamentos de Cuzco y Arequipa. Por ejemplo, Manrique (1986) anota que el
número de haciendas en Puno se incrementó de 705 a 3.219 entre 1876 y 1915. De
igual modo, Jacobsen encontró que en la provincia de Azángaro, el número de
latifundios subió de 110 en la década de 1820, a entre 250 y 300 en 1920,
principalmente durante el periodo de descontento civil y perturbación económica
posterior a la guerra, en la década de 1880.
Es más, este proceso no sólo implicó que un gran número de campesinos
indígenas perdiera acceso a sus tierras, ya fuera en comunidades o en minifundios,
sino también que las relaciones tradicionales de clientelaje entre hacendados y
campesinos se hicieran tensas debido a los actos altaneros de los primeros en su
búsqueda inescrupulosa de ganancias. Como veremos, ambos hechos
contribuyeron juntamente al estallido de una ola de violentas revueltas campesinas
que se propagó por la sierra sur durante la segunda década del siglo XX.
A pesar de que la recuperación y expansión de algunas exportaciones como
la plata, el cobre, el café, la cocaína y la lana en la posguerra tuvieron un impacto
residual en las economías regionales de la sierra, su desarrollo económico global
palidecía en comparación con el crecimiento de las exportaciones costeras, que se
dispararon durante las dos primeras décadas del siglo XX. De hecho, a fines de la
Primera Guerra Mundial, el grueso de las exportaciones totales peruanas se
concentraba en la costa y consistían, sobre todo, en azúcar (cuarenta y dos por
ciento), algodón (treinta por ciento) y petróleo (cinco por ciento). Al mismo
tiempo, el capital extranjero comenzó a predominar sobre los capitales locales, a
medida que la producción de cobre, plata y petróleo caía bajo el control foráneo, en
tanto que la de azúcar, algodón y leña permanecía en manos nacionales. Esta
tendencia fue particularmente desfavorable después de 1920, dado que el volumen
y las ganancias de las exportaciones en los sectores mineros dominados por
extranjeros tendieron a subir notablemente, en tanto que la expansión y ganancia
de las mismas se desaceleraron en el azúcar, el algodón y las lanas.
El lado bueno de estas tendencias fue que en la década de 1920 el Perú tenía
un sector exportador mucho más diversificado que el de sus vecinos que
comprendía cinco o seis productos importantes. Esta situación hizo que el país
fuera relativamente más resistente a las caídas sectoriales del mercado
internacional. En efecto, aunque la demanda de algunas exportaciones podía
descender, otras subían, ejerciendo un «efecto cojín» en la economía global. Lo
malo de esta estructura exportadora era el alto grado de control extranjero y la
consecuente repatriación de las utilidades, en lugar de su reinversión en el país.
El principal cultivo de exportación de la costa era el azúcar, que se había
expandido considerablemente en la década de 1860, pero que se vio afectada a
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comienzos de la década de 1880 por el impacto de la Guerra del Pacífico. Una fase
de consolidación y concentración tuvo lugar a medida que la industria luchaba por
recuperarse después de la guerra. Algunos hacendados quebraron y sus
propiedades fueron compradas o tomadas por sus acreedores, los hacendados
sobrevivientes o nuevas familias de inmigrantes (por ejemplo, la familia italiana
Larco y la alemana Gildemeister) con acceso a fuentes externas de capital, como
sucediera en el valle de Chicama, cerca de la ciudad de Trujillo, en la costa norte.
La producción encaminada fundamentalmente hacia la exportación se disparó
a mediados de la década de 1890 (en ochenta y tres por ciento en unos diez años) y
nuevamente después del estallido de la Primera Guerra Mundial (en setenta y siete
por ciento), de modo que tal que el azúcar pasó a ser la mercancía de exportación
más importante del país. Al mismo tiempo, la industria tendió a concentrarse en la
costa norte, alcanzando el setenta y cinco por ciento de la producción total a
comienzos de la década de 1920. Debido la falta de estaciones marcadas, las
condiciones climáticas son extremadamente favorables en dicha zona, lo que
también permitió a los plantadores iniciar economías de escala, contribuyendo, a su
vez, al proceso de concentración de la tierra.
Es más, la industria desarrolló eslabonamientos —por lo menos en un
principio— con el resto de la economía mediante los progresos tecnológicos y la
formación de capital. Sin embargo, estos eslabonamientos se dieron únicamente en
el corto plazo, dado que después de 1900, la creciente mecanización mantuvo la
fuerza laboral constante a lo largo de las dos décadas siguientes, y los pagos
hechos al gobierno a través de los impuestos siguieron siendo pequeños. Además,
la formación de capital a partir de las ganancias elevadas, en particular durante la
Primera Guerra Mundial, fue reinvertida cada vez más en la expansión de la
capacidad exportadora con el errado supuesto de que el boom en la demanda
extranjera ocurrido durante la guerra persistiría. Un sustancial capital azucarero fue
retenido, asimismo, en bancos de ahorros extranjeros durante el conflicto. En
consecuencia, la proporción del valor de retorno del azúcar cayó en el transcurso
de la Primera Guerra Mundial, pero el exceso de oferta mundial y la baja en los
precios durante la década de 1820 hizo que las ganancias y la formación de capital
disminuyeran.
El algodón fue otro importante cultivo de exportación de la costa, que tuvo
mayores eslabonamientos de demanda que el azúcar. La estructura de la industria
algodonera difería del caso de la industria azucarera en que se trataba de una
industria estacional que dependía de la aparcería, denominada yanaconaje (Peloso
1999). Los cultivadores de algodón daban tierras a estos aparceros a cambio de la
mitad de cada cosecha, y contrataban trabajadores estacionales migrantes para que
trabajaran sus mejores y más fértiles campos. Aunque los pequeños campesinos
independientes también cultivaron algodón, la industria estaba dominada por
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los grandes hacendados puesto que la irrigación era crucial para el cultivo. Los
comerciantes, sobre todo las casas comerciales británicas como la Duncan Fox y
Graham Rowe, llegaron a controlar la comercialización del algodón, brindando los
préstamos necesarios mediante un sistema conocido como habilitación.
El cultivo y la exportación del algodón se expandieron rápidamente a lo largo
de la costa después de la Guerra del Pacífico. El periodo de mayor crecimiento fue
entre 1905 y 1920, cuando alcanzó en promedio el diez por ciento anual. La
producción para el consumo interno también fue importante, a diferencia del
azúcar, luego del surgimiento de la industria textil algodonera en Lima. Por
ejemplo, la producción destinada a las fábricas limeñas subió del diecisiete por
ciento en 1901 al veinticuatro por ciento en 1904. El cultivo de algodón tendió a
concentrarse en Cañete e Ica, en la costa sur, donde desplazó al azúcar y los
viñedos como el cultivo comercial preferido. La industria recibió un considerable
estímulo entre 1908 y 1912 cuando el cultivador Fermín Tangüis produjo una
planta resistente a las enfermedades que estaba especialmente bien adaptada a las
condiciones ecológicas de la costa central y sur. Las áreas dedicadas a la
agricultura del algodón siguieron creciendo gracias a la introducción de la variedad
tangüis, así como a la caída en el precio del azúcar después de la guerra, sobre todo
en el departamento de Lima, donde desplazó a esta última como cultivo comercial.
El valor de retorno del algodón resultó ser significativo, dado que la parte del
león de las ganancias fue acumulada por los productores, incluyendo al gran
número de campesinos o yanaconas. Es más, un número cada vez mayor de
trabajadores migrantes bajaba de la sierra en la temporada baja, entre la siembra y
la cosecha, y obtenía una ganancia adicional con la cosecha del algodón. Para
1916, el número de trabajadores algodoneros inmigrantes había subido a 21.000, y
a 41.000 en 1923. Cuando ellos regresaban a sus comunidades en la sierra después
de la cosecha, llevaban consigo ganancias que reinvertían en sus propias parcelas y
gastaban en actividades comunales, como las festividades religiosas. En lo que
respecta a los grandes productores, estos no solamente proporcionaban materias
primas para la industria textil doméstica, sino también otros derivados del algodón
que eran procesados y convertidos en aceite de semillas de algodón, jabón y velas.
Aunque muchos productores fueron activos en el desarrollo de estas nacientes
industrias, su actividad empresarial dentro la economía mayor y su peso político a
nivel nacional no eran comparables con el de sus contrapartes de la industria
azucarera. En suma, las ganancias algodoneras brindaron un estímulo significativo
para el desarrollo tanto de la manufactura interna como del mercado doméstico.
de 1890 y a comienzos del siglo XX, pero realmente solo despegó en 1904 gracias
a la demanda internacional e interna rápidamente creciente. Los precios subieron
antes de la Primera Guerra Mundial, pero luego se estancaron durante el conflicto
debido a las perturbaciones en el transporte. Las refinerías de Talara (Negritos) y
Zorritos datan de la década de 1890.
La industria rápidamente adquirió muchas características de un enclave
extranjero. Los campos se encontraban en la costa, en una aislada región desértica
a seiscientas millas de Lima. Poco antes de la Primera Guerra Mundial, la Standard
Oil de Nueva Jersey comenzó a comprar campos petrolíferos peruanos, el más
importante de los cuales fue Negritos, de propiedad británica, y consolidó sus
posesiones bajo el control de la International Petroleum Company (IPC), una
subsidiaria canadiense de la Jersey Standard.
Las ganancias de la IPC en las siguientes décadas fueron extremadamente
altas y el valor de retorno fue concomitantemente bajo. Por ejemplo, Thorp y
Bertram estiman que entre 1916 y 1934, la contribución de la IPC en divisas
extranjeras a la economía local fue virtualmente inexistente. En ese mismo lapso
las ganancias llegaron al setenta por ciento, con costos laborales de ocho por
ciento, pagos al gobierno de apenas seis por ciento e insumos importados de quince
por ciento. Los impuestos no sólo eran escandalosamente bajos, sino que no había
ninguna reglamentación gubernamental. Dadas sus grandes ganancias, la IPC podía
asignar grandes fondos para comprar la amistad de los gobiernos e influir
impunemente en la legislación.
El surgimiento de la oligarquía
[...] pertenecían a este partido los grandes propietarios urbanos, los grandes
hacendados productores de azúcar y algodón, los hombres de negocios prósperos, los
abogados con los bufetes más famosos, los médicos de mayor clientela, los
catedráticos, en suma, la mayor parte de la gente a la que le había ido bien en la vida.
La clase dirigente se componía de caballeros de la ciudad, algunos de ellos vinculados
al campo, algo así como la criolla adaptación del gentleman inglés. Hacían intensa
vida de club, residían en casas amobladas con los altos muebles del estilo Imperio y
abundantes en las alfombras y los cortinajes de un tiempo que no amaba el aire libre y
vestían chaqué negro y pantalones redondos fabricados por los sastres franceses de la
capital. Vivían en un mundo feliz, integrado por matrimonios entre pequeños grupos
familiares [...] (1968-69, XI: 127).
Según Gilbert (1977), en el núcleo de esta élite, un grupo informal, conocido como los
Veinticuatro Amigos, se reunía regularmente en el exclusivo Club Nacional para
discutir el manejo de los asuntos nacionales. Incluía a dos hombres que ocuparon la
presidencia por un total de veinticuatro años (José Pardo y Augusto B. Leguía), por lo
menos ocho ministros, entre ellos cinco de hacienda, tres presidentes del senado y los
propietarios de los dos principales diarios de Lima. También se obtenían presidentes en
los restos de las viejas élites regionales (Piérola y Eduardo López de Romaña del sur),
así como entre los oligarcas del guano y del nitrato de antes de la guerra (Manuel
Candamo y Guillermo Billinghurst, respectivamente). Es más, dos de las más
poderosas familias de la oligarquía tenían diversos intereses económicos: los Aspíllaga
en el azúcar, el algodón, la minería, la banca, los seguros y la construcción de navíos, y
los Pardo en el azúcar, la banca, los seguros, los inmuebles y las manufacturas, pero la
mayoría tenía como base una actividad económica particular. En términos sociales, la
oligarquía formaba un grupo cerrado, cohesivo y estrechamente entrelazado —
virtualmente una casta cerrada— ligado por los vínculos familiares y de parentesco.
Calderón, uno de sus más ilustres intelectuales y voceros. Hijo del presidente
durante la ocupación chilena, García Calderón pasó la mayor parte de su vida
adulta en Francia, donde escribió lo que venía a ser el manifiesto político de su
clase. Redactado nada sorprendentemente en francés y no en español, Le Pérou
contemporaine (1907) expresaba una perspectiva totalmente elitista del gobierno y
la política que desdeñaba las masas, que serían controladas por lo que el
denominaba «cesarismo democrático», esto es el gobierno de una élite natural
autocrática, aunque paternalista.
Esta clase dominante, guarnecida feliz en Lima en su cómodo esplendor, era
del todo eurocéntrica y afrancesada, pero apenas si sabía algo del resto del país,
salvo por las visitas ocasionales a sus haciendas (principalmente en la costa). En
consecuencia, su lejanía social de las masas y la imagen inherentemente racista de
los indios y otras castas se vio acrecentada por su total ignorancia del interior, al
cual muy pocos de ellos conocían de primera mano. Muchos, como la esposa de
González Prada (quien a su vez jamás visitó la sierra), se espantaron durante la
Guerra con Chile cuando miles de reclutas indios «invadieron» Lima a pedido de
sus patronos, en un último intento de defender la ciudad del enemigo. Para ellos, el
vasto interior peruano y su campesinado oprimido constituían una «barbarie»
imaginada, que coincidía perfectamente con la famosa caracterización que D.F.
Sarmiento hiciera de Argentina. De igual modo, Lima representaba la
«civilización», en donde según el viajero decimonónico estadounidense Squier, por
cada tres de sus habitantes más acomodados que conocían el Cuzco, otros treinta
habían agraciado las calles de Londres.
Lo que puede cuestionarse en esta formación oligárquica del temprano siglo
XX no es su existencia, sino el rango de su alcance y la extensión de su dominio
político. Como veremos, la historia política del Perú entre 1895 y 1919 no sugiere
semejante omnipotencia. Fue, más bien, un periodo desgarrado por los conflictos
políticos, el faccionalismo y las rupturas partidarias, incluso dentro del dominante
Partido Civil que ganó la presidencia en 1904 y la conservó, con algunas
interrupciones, hasta 1919. Este conflicto se debía, en parte, al personalismo y a las
intensas rivalidades individuales y entre los clanes que caracterizaban la política
peruana. Víctor Andrés Belaunde, uno de los prominentes intelectuales
conservadores peruanos de comienzos del siglo XX, llamó la atención sobre esto al
señalar que «no se debiera tomar en serio a los partidos políticos, y aún menos lo
que se les atribuye como programas o características. Nuestros partidos son
... sustantivos abstractos, agrupaciones personales inconsistentes y efímeras»
(citado en Miller 1982: 105). Tres de los primeros partidos políticos peruanos
estuvieron basados íntegramente en la lealtad personal a un caudillo: Cáceres
(Constitucionalista), Piérola (Demócrata) y Durand (Liberal). Hasta en el más
institucionalizado Partido Civil podemos distinguir varias facciones diferentes en
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torno a una persona específica: los que seguían a Augusto Leguía, Rafael
Villanueva y los Pardos, para no mencionar sino unos cuantos.
En el Congreso encontramos manifestaciones políticas similares; los presidentes
Piérola, Leguía y Pardo consideraron que era conveniente colocar a sus hermanos en
posiciones claves del mismo. Semejante gusto por el personalismo y el clientelaje fue
satirizado contundentemente por González Prada, quien caracterizó el primer gobierno
de José Pardo (1904-1908) del siguiente modo: «José Pardo en la presidencia, Enrique
de la Riva Agüero como jefe de gabinete, un Felipe de Osma y Pardo en la corte
suprema, un Pedro de Osma y Pardo en el puesto de alcalde del municipio, un José
Antonio de Lavalle y Pardo en el puesto de fiscal, un Felipe Pardo y Barreda en la
legación en los Estados Unidos, un Juan Pardo y Barreda en el Congreso» (citado en
Miller 1982: 106). Para este sardónico autor se trataba de una dinastía retroactiva,
decreciendo la inteligencia de sus miembros de generación en generación, mientras que
su vanidad y orgullo se incrementaban.
Más allá de la evidente antipatía de González Prada por los Pardo, sus
observaciones resaltan la fuerza impulsora del sistema político: la inclinación a ejercer
el control sobre el botín estatal para satisfacer los intereses personales, familiares o del
clan. Como dijera otro observador contemporáneo, «la administración pública es una
cadena de compadres» en la cual, aludiendo nuevamente a los Pardo, «para ellos el
gobierno es como una hacienda, con un patrón, empleados y peones» (citado en Miller
1982: 113). La lucha por crear y controlar tal red de patronazgo era intensa, desde la
presidencia al congreso, y ella abría el camino para fuertes rivalidades personales que
podían minar severamente la cohesión oligárquica.
Además de las rivalidades personales, las divisiones también seguían líneas
económicas o regionales. Burga y Flores-Galindo (1979), por ejemplo, sostienen
que podemos distinguir tres grupos en la oligarquía: uno con base en el azúcar de
la costa, otro en los mineros y los latifundistas de la sierra central, y otro más en el
comercio lanero del sur. Otros ven a la oligarquía como una entidad conformada
principalmente por hacendados, exportadores, empresarios y banqueros costeños,
que se cohesionaban en Lima en torno al Estado y que tenían vínculos con el
capital extranjero (Flores-Galindo et al. 1978). El poder económico y la cercanía
al gobierno facilitaban la penetración oligárquica y su control del centro, en tanto
que las alianzas con los gamonales de la sierra aseguraban el control de las
provincias circundantes, en donde el alcance del gobierno central seguía siendo
débil y tentativo.
Gorman (1979), otro historiador, sostiene que la oligarquía representaba
múltiples intereses sectoriales distintos, en una economía nacional no integrada y
extremadamente heterogénea. Sin embargo, los partidos políticos existentes no
lograron mediar entre estos intereses disímiles en el ámbito de la política estatal.
Las evidencias a favor de esta última posición son bastante amplias cuando
270 Peter Klarén
guerra] sólo parecía serlo; estábamos siendo engañados, seguimos engañados y así
sucumbimos. Hoy no vivimos con liberalidad, pero tenemos honestidad. Nuestros
presupuestos están equilibrados». Otro miembro de la élite, Manuel Vicente
Villarán, un civilista progresista y catedrático de derecho de inclinación positivista
en la Universidad Mayor de San Marcos, expresó el nuevo espíritu capitalista de la
época trust al afirmar que «ya no son los cañones los que logran el triunfo, sino,
cárteles y comptoirs», y que «para nosotros, hoy la riqueza es más un asunto de
dignidad, honor y tal vez independencia, que una cuestión de comodidad y cultura»
(citado en Quiroz 1984: 54). Claro está que semejante forma de ver las cosas
inevitablemente llevó a la oligarquía a forjar vínculos o alianzas con el capital
extranjero, virtualmente la única fuente de inversión disponible para desarrollar la
economía peruana, rica en diversos recursos naturales.
Pero unas serias fisuras políticas se manifestaron en la oligarquía a
comienzos de la República Aristocrática, incluso cuando se justificaba al
capitalismo liberal como un medio con el cual modernizar al Perú y fortalecer a la
clase dominante. El acercamiento entre los rivales demócratas y civilistas, que
permitió a Piérola triunfar en la «revolución del 95», comenzó a derrumbarse
rápidamente a medida que los civilistas, bajo su astuto líder Manuel Candamo,
maniobraban para alcanzar la primacía en la coalición gubernamental. En 1899,
ambos partidos acordaron un candidato que sucediera a Piérola: el hacendado
sureño y demócrata Eduardo López de Romaña (1899-1903). Sin embargo, los
civilistas alcanzaron el control de la mayoría de los cargos políticos importantes
durante su gobierno, incluyendo el crucial aparato electoral de la Junta Electoral
Nacional. Ello permitió a Manuel Candamo, el jefe de este partido, ganar la
presidencia en 1903. Desde entonces hasta 1919, la historia política del Perú
estuvo esencialmente dominada por el Partido Civil.
Sin embargo, su dominio no puso fin a las divisiones oligárquicas o al
faccionalismo político, pues el partido mismo se había dividido en grandes
facciones. La división seguía fundamentalmente líneas generacionales y
personales, antes que ideológicas o programáticas. La generación más vieja,
encabezada por el dirigente partidario Isaac Alzamora, luchó por controlar el
partido en contra del desafío de una generación más joven, dirigida por José Pardo,
el hijo del primer presidente civilista Manuel Pardo. Candamo había logrado
mantener la paz entre las dos facciones enfrentadas, pero su repentino deceso a
comienzos de 1904 desencadenó una feroz lucha en torno a la elección de su
sucesor. Pardo ganó la puja en 1904 y pacificó momentáneamente las facciones
durante sus cuatro años de gobierno.
En 1908, Pardo eligió al empresario y «joven turco» civilista Augusto B.
Leguía, su ministro de hacienda y máximo asesor político, como candidato del
partido para la presidencia. Los miembros más conservadores y aristocráticos de
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azucareros de las haciendas en las afueras de Trujillo, en la costa norte, pero fueron
sofocados rápidamente por las autoridades.
Sin embargo, las cosas fueron bastante distintas en Lima, donde podían
encontrarse trabajadores en fábricas, molinos, tiendas y construcciones, así como
en los muelles del vecino puerto del Callao. Si también incluimos la categoría de
artesanos, el número de «obreros» creció en Lima de alrededor de 9.500 (9,5 por
ciento de la población) en 1876 a casi 24.000 (16,9 por ciento) en 1908 y a más de
44.000 (19,8 por ciento) en 1920. Las cifras del Callao se elevaron por encima de
4.000 en 1905 y 8.400 en 1920. Dado que estaba concentrada en la capital, la clase
obrera de Lima-Callao era más dinámica que sus contrapartes rural-provinciales.
Como señala Blanchard (1982), los trabajadores tenían allí acceso a dirigentes
políticos e instituciones nacionales y extranjeros, y a las ideas de periodistas e
intelectuales, con los que podían contar para apoyarlos en sus demandas y en sus
movilizaciones.
Su lucha colectiva se remontaba a finales de la década de 1850, durante la era
del guano, cuando se formaron las primeras sociedades de socorros mutuos y la
agitación laboral estalló en Lima y se esparció a algunas ciudades de provincias. Al
igual que los gremios del periodo colonial, el mutualismo surgió para proteger los
intereses de los artesanos de las amenazas de las incipientes manufacturas y las
crecientes importaciones. A partir del cobro de cuotas, las sociedades también
daban ayuda financiera a sus miembros que caían enfermos, quedaban
incapacitados o desempleados, y para cubrir los costos funerarios.
Asimismo, una agitación laboral más militante, en forma de motines y
huelgas, estalló ocasionalmente en esta temprana fase de la historia obrera. Sin
embargo, hasta después de 1895 no comenzaron a producirse frecuentemente en
Lima las protestas y huelgas industriales entre los obreros textiles, panaderos,
bancarios y los trabajadores ferroviarios, estibadores y de fábricas, pero se
limitaban a cada sector individual y por lo general involucraban la demanda de
salarios más altos y mejores condiciones laborales. Dada su estratégica ubicación
en la economía exportadora, los trabajadores ferroviarios y portuarios del vecino
Callao por lo general tenían más éxito que otros en imponer sus demandas. El
gobierno temía toda perturbación en el flujo de productos desde y hacia el
extranjero que pudiera disturbar la economía y reducir las rentas, tanto en el sector
público como en el privado.
Con todo, el progreso de los trabajadores fue relativamente lento hasta la
Primera Guerra Mundial. El Congreso presentó una ley de riesgo profesional, que
compensaba al trabajador por accidentes y daños ocurridos en el trabajo, pero ella
no se convirtió en ley hasta 1911 debido a la oposición conservadora. (Aún así fue
la primera ley de su tipo en América Latina y la segunda en el hemisferio, después
de la de Canadá.) Para dicho año había sesenta y dos sociedades de
276 Peter Klarén
[...] siguieron siendo pequeños, oscuros, húmedos [y] sin ventilación, agua potable o
sanitarios, y ahora cada vez más costosos. Estaban situados en las partes más insalubres de
la ciudad, donde enfermedades tales como la tifoidea, los desórdenes intestinales, la
tuberculosis, la peste y la malaria eran endémicas: a orillas del río Rímac, cerca al hospital
y el campamento de incurables, y cerca al lazareto, en donde estaban aislados los que
sufrían de la peste. Las pilas de excremento eran algo común en estas zonas,
sumándose a los riesgos para la salud (Blanchard 1982: 51).
por lo tanto, que en 1915 se convocara a todos los partidos políticos para una
«Convención de Partidos» que eligiera un presidente civil. La convención, la
primera de su tipo en la historia, se reunió en agosto y eligió al ex presidente José
Pardo y Barreda en la tercera votación. Aunque seguía profundamente dividida, la
élite tradicional de la República Aristocrática, añorando nostálgicamente los
«mejores días» del primer gobierno de Pardo, decidió confiar en un político
conocido antes que buscar un nuevo liderazgo o dirección.
Una vez en el cargo, Pardo hizo frente de inmediato a los problemas
financieros del gobierno elevando los impuestos e ingresos. La medida más
importante fue un impuesto a la exportación de productos agrícolas y minerales,
que aunque impopular con los productores de la élite, hizo mucho por estabilizar
las finanzas del país. Por azar, el impuesto coincidió después de 1916 con una
recuperación general y luego con el boom de las exportaciones peruanas a los
beligerantes europeos, que para ese entonces enfrentaban una escasez crítica de las
mercancías esenciales debido al conflicto bélico. Esto permitió al sol peruano
estabilizarse y luego revaluarse, de modo que para julio de 1918 se le
intercambiaba con la libra esterlina inglesa con una prima sustancial. La mayor
renta tributaria permitió al gobierno reasumir el pago de la deuda, lo cual mejoró, a
su vez, la posición crediticia del Estado.
Por diversas razones, la exportación de azúcar lideró la bonanza exportadora.
En primer lugar, el canal de Panamá se abrió un año antes de la guerra, reduciendo
a la mitad la distancia a Liverpool y cortando el viaje a Nueva York en sus dos
terceras partes; en consecuencia, los costos del transporte cayeron. En adelante, los
Estados Unidos reemplazaron a Gran Bretaña como principal importador del
azúcar peruana. En segundo lugar, la industria había realizado sustanciales
inversiones para incrementar la capacidad productiva entre 1908 y 1914. De modo
que los productores peruanos se encontraban en condición de incrementar su
producción rápidamente, una vez que la demanda extranjera se reinició después de
las primeras perturbaciones comerciales inducidas por la guerra y que los precios
comenzaron a subir. Las exportaciones se elevaron entre 1914 y 1920, excepción
hecha de una mala cosecha en 1917, la tierra cultivada creció marcadamente y las
ganancias se dispararon.
Podemos tener cierta idea de las ganancias inesperadas de los hacendados
azucareros gracias a los balances de la hacienda Cayaltí, de los hermanos
Aspíllaga, en el departamento de Lambayeque, que ganó £70.285 entre 1911 y
1913, y £71.713 únicamente en 1914, cifra que se elevó a £222.243 en 1919. Esto
hizo que Antero Aspíllaga afirmara que «...al igual que muchos otros productores
e industriales azucareros, les damos las gracias a los alemanes por la bonanza que
nos ha tocado...» (citado en Albert 1988: 109). Como veremos, estas ganancias
inesperadas no fueron compartidas por los trabajadores azucareros, cuyo número
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de crecimiento de la ISI entre 1897 y 1907. Beneficiada como clase con el boom
exportador, la oligarquía volvió a priorizar en su visión del desarrollo el
crecimiento liderado por las exportaciones. De hecho, podían argumentar que
mientras las exportaciones y las ganancias siguieran subiendo, en tanto que las
importaciones permanecían relativamente constantes, la balanza de pagos peruana
y su condición financiera general seguirían siendo favorables. Sin embargo,
semejante postura ignoraba miopemente el deterioro de las condiciones de vida de
los trabajadores y generó el escenario para el incremento del descontento social en
1917, a medida que la guerra se aproximaba a su fin.
La primera señal de un serio descontento social debido a las perturbaciones
económicas provocadas por la guerra se dio en los Andes del sur, con el estallido
de la rebelión de Rumi Maqui en 1915-1916. La rebelión comenzó cuando varios
centenares de campesinos indios atacaron las haciendas de dos prominentes
terratenientes en la remota provincia de Azángaro, en el departamento de Puno, el
1 de diciembre de 1915. Tras ser rechazados por los empleados fuertemente
armados de la hacienda, que perdieron un estimado de entre 10 a 132 personas, su
jefe, José María Turpo, fue cazado, brutalmente torturado y ejecutado seis semanas
más tarde.
Resultó que Turpo había estado organizando a los campesinos juntamente con
Teodomiro Gutiérrez Cuevas, un forastero que llegó a Azángaro originalmente en 1913
como el representante nombrado por Billinghurst para investigar el descontento
campesino en la zona. Gutiérrez era un oficial de mediano rango del ejército que había
ocupado diversos cargos gubernamentales en Puno desde comienzos de siglo, y que
creía que la suerte de la población india podía mejorar con ciertas reformas educativas
y legales. Después de huir a Chile tras el derrocamiento de Billinghurst, Gutiérrez, que
parece haber tenido además inclinaciones anarquistas, asumió una posición más
militante y en septiembre de 1915 regresó clandestinamente a Puno, donde se unió a
Turpo y otros campesinos en sus esfuerzos organizativos.
Gracias a los pocos documentos sobrevivientes del movimiento sabemos que
Gutiérrez asumió el nombre de «Rumi Maqui» (Mano de Piedra) y que,
convocando la imagen benefactora de los incas, se nombró a sí mismo «General y
Director Supremo de los pueblos indígenas y las fuerzas armadas del Estado
Federal del Tahuantinsuyo» (Jacobsen 1993: 340). Procedió entonces a designar a
una serie de funcionarios en los distritos distantes de este nuevo Estado federal, la
mayoría de los cuales no fueron extraídos de las filas de las autoridades comunales
establecidas.
El levantamiento estaba dirigido en contra de los terratenientes usurpadores de
tierras y las abusivas autoridades locales, que buscaban monopolizar la producción y
comercialización de la lana a expensas de las comunidades campesinas. Lo
particularmente significativo de esta rebelión era su combinación de objetivos
286 Peter Klarén
socioeconómicos, con una agenda política que enfatizaba una mayor autonomía y
un discurso milenarista que subrayaba la «indianidad». Sin embargo, según
Jacobsen (1993: 239-342), este último recurso no era un retroceso romántico y
atávico a la época incaica, como a veces se ha sugerido. Era, más bien, un medio a
través del cual fortalecer a la comunidad frente a los esfuerzos de una nueva élite
gamonal de catalogar a los indios en términos racistas como «bárbaros», a fin de
justificar sus propios intentos de imponer una nueva dominación neocolonial, dura
y explotadora a los nativos andinos en el contexto de la bonanza del comercio
lanero.
Entretanto, el descontento comenzó a despertar en Lima y otros lugares,
inspirado en parte por los acontecimientos internacionales. Los levantamientos de
los trabajadores en Rusia pusieron en marcha la Revolución de 1917, y la
subsiguiente toma del poder por parte de los bolcheviques en nombre del
proletariado. Estos acontecimientos fueron publicitados por todo el mundo en los
medios de comunicación y captaron la imaginación de trabajadores, intelectuales y
el público, y no menos en Perú, donde los diarios de la clase obrera como La
Protesta anunciaban el amanecer de un nuevo orden proletario mundial. Al mismo
tiempo, el alza en el costo de vida y el estancamiento de los salarios provocados
por la guerra europea brindaron un contexto social igualmente explosivo, gracias al
cual podían tener gran resonancia los sucesos, ideas e ideologías revolucionarias
que circulaban desde Rusia y Europa.
Aunque según Kammann (1990), el salario real no cayó en la industria
azucarera, el costo de vida se elevó marcadamente, erosionando el nivel de vida de
los trabajadores en una industria que había experimentado ganancias inesperadas
durante la guerra. Buena parte de este deterioro puede atribuirse al incremento del
precio de los alimentos, provocado por la masiva conversión de las tierras
dedicadas a ellos en cultivos comerciales, precisamente para beneficiarse con el
boom de las exportaciones. Diversas administraciones intentaron hacer frente a este
problema requiriendo que las haciendas separaran una parte fija de sus tierras para
el cultivo de productos alimenticios, sin conseguir resultado alguno.
A pesar del deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores rurales
durante la guerra, existían obstáculos significativos para su organización y
movilización efectivas. Si bien por un lado, el considerable tamaño numérico y la
concentración de los trabajadores rurales en el estratégico sector exportador del
cual dependía la economía para crecer, y el Estado para el grueso de sus rentas,
les daba cierta ventaja estratégica sobre el capital; por otro, las autoridades del
gobierno y los empleadores tenían un interés vital en colaborar estrechamente
para conservar el control sobre los trabajadores rurales del sector exportador.
Además, lograr un alto grado de unidad no era posible para la fuerza laboral
socialmente heterogénea y geográficamente fragmentada que trabajaba en este
sector. Los
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Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1979), fundador y jefe del Partido Aprista por más de
medio siglo. Fotografía de la colección Alfred Métraux, cortesía de Daniel Métraux. Fotografía
de Wendy Walker.
Lima, que contrajo matrimonio con un miembro de la clase alta criolla de Lima.
Sin embargo, su padre abandonó a la familia poco después de su nacimiento y
creció sin él y en condiciones económicas modestas, mantenido por su madre
costurera, y sufriendo por su débil salud desde temprana edad. Su madre lo llevó a
Lima, luego de un accidente en la escuela en 1902, donde fue operado
infructuosamente, quedando inválido por el resto de su vida. Tal vez la vida
sedentaria de una larga recuperación lo llevó a su pasión por la lectura, y a los once
años de edad devoraba ya las obras de Anatole France, Manuel Beingolea y
Francisco y Ventura García Calderón.
José Carlos eventualmente se recuperó lo suficiente físicamente como para poder
trabajar en 1909 como copista en La Prensa. Gracias a unas jornadas laborales de
catorce horas y a su aguda inteligencia, el joven y precoz —aunque frágil—
Mariátegui, que medía 1,55 m de altura y pesaba apenas algo más de cuarenta y cinco
kilos, logró convertirse en reportero en 1911 y pronto ganó lectores para su divertida
cobertura de la escena social limeña. Sin embargo, el joven y vehemente reportero
dirigió cada vez más su atención a temas políticos y sociales en un momento en que la
capital se hundía en las luchas laborales y las dislocaciones económicas provocadas por
la Gran Guerra. Entretanto, a medida que Haya y Mariátegui alcanzaban la madurez
política, resultaban ilusorias las grandes esperanzas que los civilistas habían tenido de
que el retorno electoral de José Pardo a la presidencia en 1915 estabilizaría la
República Aristocrática y la liberaría de las conmociones políticas y económicas de la
guerra. Como presidente, Pardo recurrió al tipo de gobierno personalista y arbitrario
que había agitado el partido una década antes, con Leguía. Es más, las medidas
iniciales tomadas para estabilizar la economía no tuvieron sino un éxito momentáneo a
medida que las exportaciones se recuperaban, pero luego despegaron y desataron una
severa espiral inflacionaria.
El deterioro político y económico de la República Aristocrática llegó así a su
desenlace. A medida que Pardo se acercaba al final de su gobierno en 1919,
encabezaba un civilismo debilitado que era seriamente vulnerable a todo desafío.
¿Pero quiénes serían los nuevos contendores políticos? Ciertamente, no los
candidatos de los partidos tradicionales, como el civilismo, que parecían débiles y
divididos. Los demócratas, que desde 1903 habían sido marginados cada vez más
gracias al control civilista del aparato electoral, habían colapsado virtualmente
tras el deceso de su jefe Piérola en 1913. Asimismo, los restantes partidos
dependían de líderes ancianos y personalistas: los constitucionalistas de Cáceres y
los liberales del caudillo Augusto Durán. El Partido Liberal, derivado de una
facción que rompió con los demócratas en 1899, jamás pasó en el mejor de los
casos de ser un partido minoritario en las coaliciones parlamentarias de los años
subsiguientes. El problema principal era que ninguno de estos partidos había
desarrollado una nueva generación de dirigentes que estuvieran en condiciones
de hacer frente
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1. «Dollar diplomacy», esto es una política exterior fortalecida por el poderío de los recursos
financieros de un país; dícese en especial de la forma en que los EE. UU. conducían sus re-
laciones internacionales entre 1905 y 1910. N. del T.
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potente orador, se presentó ante una gran multitud en la Universidad Mayor de San
Marcos para explicar el movimiento de Córdoba. Su discurso tuvo el efecto
inmediato de galvanizar al estudiantado a la acción y recibió una amplia cobertura
en un nuevo diario progresista llamado La Razón, fundado por Mariátegui poco
después de dejar El Tiempo, tras una disputa con su editor. De hecho, fue en las
oficinas de La Razón donde varios trabajadores y alumnos de San Marcos se
habían reunido antes para coordinar la estrategia a seguir en el segundo paro
general de los obreros. En la universidad, los estudiantes exigían ya una serie de
reformas que comprendían el retiro de varios catedráticos y la introducción del
cogobierno estudiantil, esto es el derecho a participar en la administración
universitaria, incluyendo la selección de profesores. El respaldo estudiantil para
estas demandas se intensificó ahora con la presentación de Palacios en San Marcos.
Entre los principales defensores de las reformas se encontraban los futuros
historiadores Raúl Porras Barrenechea y Jorge Basadre; Haya de la Torre, el
posterior fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA); y
sus compañeros Luis Alberto Sánchez y Manuel Seoane.
Otra conmoción política estalló en medio de estos sucesos tumultuosos. El 4
de julio, Leguía llevó a cabo un golpe preventivo contra el gobierno de Pardo,
luego de una serie de decisiones promulgadas por la Corte Suprema a favor de su
oponente Aspíllaga, con respecto a las supuestas irregularidades en la votación de
las elecciones de mayo. Leguía calculaba que ahora su victoria estaba amenazada
por sus enemigos, de quienes se decía venían maniobrando para que la cuestionada
elección se decidiera en el Congreso, donde contaba con pocos seguidores. Cuatro
días después del golpe, Leguía ordenó la libertad de los dirigentes del paro general,
los cuales procedieron a organizar una inmensa demostración a favor del nuevo
presidente. Presentándose en el balcón del palacio presidencial, Leguía se dirigió a
la masa popular en un emotivo discurso en el cual identificó plenamente a su
nuevo gobierno y a sí mismo con la causa de los trabajadores.
Leguía, claro está, no era ningún recién llegado a la política peruana. Había
sido ministro de hacienda en el primer gobierno de Pardo, y luego presidente entre
1908 y 1912. Sin embargo, su retorno a la presidencia en 1919, después de un
largo periodo de «destierro político» como paria de su antiguo partido, revelaba la
virtual bancarrota del civilismo y la debilidad de los partidos tradicionales de la
República Aristocrática. También mostró la extraña habilidad de Leguía para uncir
las fuertes corrientes de cambio político y social que azotaban al país a sus propias
ambiciones políticas.