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Opinión legal

Se me ha solicitado emitir una opinión, a la luz de la literatura y el derecho


vigente, acerca de la procedencia y fundamento de la acusación constitucional
que ha sido presentada en contra de don Jaime Mañalich por las decisiones que
adoptó mientras desempeñaba el cargo de Ministro de Estado en la cartera de
salud.

Emito la siguiente opinión por simple interés en los asuntos públicos y


simplemente por haber sido requerido por la Comisión a quien le correspondía
conocer de la acusación.

A fin de evaluar a la luz del derecho vigente esa acusación, se hace necesario
responder, en el mismo orden en que serán enunciadas, las siguientes preguntas:
i) ¿cuál es el sentido preciso de la acusación constitucional; ii) ¿configuran una
infracción constitucional los hechos que la acusación explicita? ¿Qué tipo de
deliberación exige de parte de los representantes?

Por supuesto ninguna de esas preguntas pueden ser respondidas en un escrito de


esta índole aseverando hechos o emitiendo opiniones acerca de si acontecieron
o no. Lo que un texto de esta índole debe hacer, y es lo que haré en lo que sigue,
es esclarecer o contribuir a esclarecer el tipo de decisión que ha de ser adoptada
y los fundamentos que, para ser correcta, debiera alcanzar.

En ese mismo orden se analizan en lo que sigue.

(I)

El sentido de una acusación constitucional bajo el derecho vigente en Chile

En esta parte debo reiterar a la Honorable Cámara, las mismas consideraciones


que he formulado en otros momentos respecto de la acusación constitucional.
Vale la pena reiterarlas aquí1.

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Se trata de las consideraciones formuladas a propósito de la acusación constitucional en contra de la Ministra
de Educación, Marcela Cubillos, que en su momento conoció la Cámara. Atendido el carácter meramente
institucional de estas consideraciones, siguen siendo válidas aquí.
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Una acusación constitucional como la que contempla el derecho vigente en Chile


no debe ser confundida -aunque el fragor de la competencia invite a ello o aunque
el diagnóstico de estar el país en un parlamentarismo de facto provea pretextos
para pasar por alto la distinción- con el llamado juicio político que es posible
observar en el derecho comparado.

El juicio político es un procedimiento mediante el cual los mandatarios de la


voluntad popular -los diputados en este caso- emiten un pronunciamiento acerca
de la política gubernamental, o, si se prefiere, los actos de gobierno. Un acto de
gobierno o de administración por definición es un acto prudencial, orientado por
las convicciones de quien lo ejecuta. El juicio político -que es propio de los
regímenes parlamentarios- tiene por objeto asegurar que sea la mayoría
parlamentaria la que fije la orientación de ese tipo de actos, de los actos
gubernamentales. Así entonces una discrepancia a propósito, v.gr. de la
evaluación de una ley vigente, la invitación a cambiarla o reformarla, o los énfasis
retóricos respecto de una política pública entre la mayoría del parlamento y la
autoridad ejecutiva, pueden llevar a la destitución de esta última. El control de
los actos de gobierno están en el parlamento.

Como es fácil comprender, ese tipo de juicio político se explica porque en un


régimen parlamentario se trata de asegurar que la mayoría gobernante sea aquella
fuerza política que, por si sola o a través de alianzas, ha obtenido para sí la
mayoría de los representantes. De esta forma, la mera discrepancia política entre
la autoridad del ejecutivo y la mayoría se resuelve indudablemente a favor de esta
última. Allí donde el juicio político existe, los márgenes de la política
gubernamental los fija la mayoría parlamentaria. Este es un aspecto fundamental
que, como se verá de inmediato, diferencia al juicio político de la acusación
constitucional a la que este informe se refiere.

La situación es radicalmente distinta en el caso de la acusación constitucional.

En el régimen constitucional vigente en Chile -que, desde luego, obliga a todos,


incluidos quienes han de decidir sobre la acusación-- el jefe de gobierno no es
quien tiene de su lado la mayoría parlamentaria, sino quien ha sido electo
presidente de la República. A él y a quienes dependen de su confianza le
corresponde ejecutar los actos de gobierno y de administración del estado. Este
punto es inconcuso y no admite debate ni discrepancia alguna.

Ahora bien, como es obvio la ley vigente y las reglas constitucionales no


establecen actos de gobierno o de administración específicos. Si así fuera el
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gobierno pertenecería no al presidente de la República designado por la


ciudadanía, sino a las decisiones contenidas en la ley. Por el contrario, la ley y la
constitución toleran una amplia variabilidad de actos de gobierno y de
administración. Esto explica que, manteniéndose la ley y la constitución sin
cambios, el gobierno pueda, sin embargo, ser muy distinto. Esto permite
comprender que los gobiernos, bajo una misma regla constitucional, puedan
orientarse por diversas directrices sin que por escoger una u otra pueda estimarse
que han infringido regla alguna.

La abundante literatura sobre reglas permite explicar claramente lo anterior. En


esa literatura suele emplearse la imagen del juego para ejemplificar el sentido y
límite de las reglas. Un juego, como la vida social, es un sistema de reglas. Pero
para que la interacción del juego exista, es imprescindible que las reglas permitan
una amplia variedad de conductas o jugadas, todas las cuales están bajo las reglas.
La infracción de las reglas del juego no se produce por una estrategia distinta a la
acostumbrada, o por una jugada que le disguste al público o al adversario, sino
por la infracción de reglas que fijan los límites de las jugadas .

Sobre la base de lo anterior, puede aseverarse que una acusación constitucional


no puede fundarse en desacuerdos políticos de ninguna índole -eso, como ya se
vio, sería propio de un régimen parlamentario-- sino que debe establecerse sobre
la base de una clara infracción de una regla constitucional. Es, por decirlo así, el
desacuerdo que media entre la regla constitucional o legal y el acto
gubernamental el que justifica la acusación. En otras palabras, si la regla establece
un marco dentro del que caben varios tipos de política -incluso aquella que podría
no gustarle a la mayoría parlamentaria-- lo que cabe preguntarse a la hora de una
acusación constitucional es si el acto de la autoridad acusada transgrede ese
marco, si acaso se trata de una política o de una conducta excluida de las varias
que la regla admite. Quienes examinan la acusación habrán de preguntarse, en
suma, si acaso interpretan las reglas para que se adecuen al rechazo de una
política o si en verdad es esta última, objetivamente, la que contraviene los límites
constitucionales.

La índole de la acusación constitucional que se acaba de describir, es


extremadamente importante para el funcionamiento del sistema democrático
que Chile se ha dado.

En efecto, esa índole o característica del sistema es el que permite la existencia


de la política democrática. Una política democrática descansa sobre puntos de
vista muy distintos acerca de la vida social, sobre aquello que la hace mejor o
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peor. La pluralidad de opiniones puntos de vista, y la tensión entre ellos, incluso


entre la política del gobierno saliente y el entrante, enriquece el diálogo
democrático y ayuda a todos a ver mejor el destino de la comunidad política. De
ahí entonces que haya que evitar que, en principio, el marco constitucional o legal
restrinja los puntos de vista en debate o aquellos que inspiran la acción
gubernamental. Esto es lo que explica que una acusación constitucional deba
examinarse con rigor y criterio restrictivo, poniendo en paréntesis las preferencias
políticas y atendiendo nada más que a la lealtad que todos los miembros de la
comunidad deben a las reglas.

Esa pluralidad es la que explica que el gobierno consista en la búsqueda de


acuerdos o consensos traslapados entre las diversas fuerzas políticas. En un
régimen parlamentario esa búsqueda se efectúa en la sede del Congreso; en un
régimen presidencial se realiza, cuando el ejecutivo no tiene mayoría, por la
búsqueda de acuerdos en la esfera pública y por la ejecución de políticas que,
aunque no le gusten a la mayoría del Congreso, están dentro del marco que la ley
hace posible.

Las anteriores consideraciones respecto de la índole de una acusación


constitucional aparecen ampliamente respaldadas en la literatura y en los debates
constitucionales. La responsabilidad que se hace valer en la acusación
constitucional es jurídica, aunque no penal, y no una responsabilidad política.

La separación entre la responsabilidad política (esto es, las consecuencias de las


discrepancias entre la autoridad y la mayoría parlamentaria acerca de la mejor
orientación de un acto de gobierno) y la responsabilidad jurídica (esto es, incurrir
en conductas descritas en las reglas constitucionales, en los tipos no penales que
allí se contienen) es la clave del sistema político.

Se trata de un principio al que todos los partícipes del sistema político deben
lealtad y que no deben transgredir por motivo alguno. Esa es la clave del régimen
presidencial que da sustento, en el caso de Chile, al debate democrático. La
distribución de competencias entre el ejecutivo y el legislativo es la clave de la
vida política chilena que la tradición constitucional chilena prefigura.
Transgredirla importa abandonar la lealtad al sistema político.

En efecto, uno de los deberes básicos de quienes integran los poderes públicos
es la lealtad irrestricta a las reglas institucionales. Esta es la base de la buena fe en
el juego político. Se transgrede esa buena fe cuando se obtiene beneficio de las
reglas, pero no se hace lo necesario para mantenerlas.
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A la hora de examinar una acusación constitucional, los miembros del Congreso


deben entonces poner en paréntesis sus preferencias políticas y examinar, como
lo haría un espectador imparcial, si acaso la conducta de que se trata es una
conducta política o se trata de una conducta que por transgredir las reglas
abandonó la política y equivale a una simple infracción normativa o si, atendida
las circunstancias en que acaeció, merece el reproche o puede ser considerada
directamente lesiva de bienes constitucionales.

El apartado que sigue -sobre la base de las orientaciones que se han explicitado-
examina este aspecto del problema.

(II)

¿Configuran una infracción constitucional los hechos que la acusación explicita?

Responder esa pregunta en este caso es muchísimo más simple que examinar si
un acto de gobierno cae o no bajo una regla constitucional, si la hiere o la infringe.
Y es más sencillo porque si los actos ordinarios de gobierno se ejecutan en medio
de circunstancias previsibles que caen bajo el control ordinario de las personas,
en este caso se trata de juzgar nada menos que medidas sanitarias adoptadas en
medio de una pandemia imprevisible y aún irresistible, una pandemia para la que
la ciencia -el mecanismo de control y de previsión más sofisticado con que cuenta
la cultura humana-- se ha declarado hasta ahora impotente. Y como se verá
acusar de conducta errática a un político en medio de circunstancias que
desorientan a la ciencia, no es posible desde el punto de vista jurídico.

Pero en este caso la acusación sostiene que el acusado no ejecutó la conducta que
debía ejecutar, como si esto último pudiese aseverarse, como si, ya no la
prudencia política, sino la ciencia y la experiencia comparada mostraran, incluso
luego de un año de intensa experiencia y estudios, que eso es suficientemente
sabido.

Mi opinión es que esa circunstancia sorpresiva y frente a la cual incluso la ciencia


a la fecha en que acaecieron los hechos se declaró ignorante, debe ser tenida en
consideración a la hora de juzgar si el reproche que se dirige en este caso es o no
correcto.

Las actuaciones de don Jaime Mañalich mientras fue Ministro de Salud y que
son objeto del reproche, acaecieron en medio de una pandemia que constituye,
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según opinión unánime que por pública y notoria no requiere prueba, un


acontecimiento imprevisible a la fecha en que sobrevino, y atendidos el
conocimiento disponible, hasta ahora imposible de resistir del todo.

Esa circunstancia debe ser tenida especialmente en cuenta a la hora de emitir el


juicio de reproche, y las razones para ello son las que siguen.

Para ello un breve examen sobre el sentido y los criterios para atribuir
responsabilidad jurídica pueden ser útiles.

Desde luego, desde el punto de vista jurídico -que en una acusación de esta
índole, y como ya se explicó, es fundamental- la responsabilidad se hace valer
cuando el sujeto de que se trata y cuyas acciones se pretende reprochar no lleva
a cabo la conducta que, en conformidad a la lex artis o la experiencia, debía
ejecutar. En esto consiste el juicio de reproche por negligencia o por culpa, tanto
en el ámbito civil como penal. El reproche desde el punto de vista jurídico
supone entonces que el sujeto desatendió el curso causal que estaba bajo su
cuidado, pudiendo tener el control del mismo. En suma, jurídicamente hablando
se efectúa un reproche cuando un determinado evento estaba bajo la esfera de
control del sujeto y este, pudiendo conducirlo, lo abandona.

Por supuesto la exigencia de obrar negligente no es propia necesariamente de


una infracción jurídico política como la que aquí se juzga, pero el principio que
le subyace debe ser tenido especialmente en consideración: el derecho en general
excusa a quien actúa en un entorno imprevisible e imposible de resistir a la luz
del conocimiento disponible.

Es mi opinión que cualquier persona que razone jurídicamente, deberá convenir


en este punto: las circunstancias imprevisibles e irresistibles excusan.

La pregunta es entonces si acaso en la esfera política -o en la esfera jurídico


política, esto es, la esfera en que la política se encuentra sometida a reglas- los
anteriores principios tienen o no una excepción ¿Existe responsabilidad estricta
de la política enfrente de casos fortuitos o de fuerza mayor o habrá de entenderse
que en esos casos la política muestra, más que cualquier otro quehacer humano,
la incertidumbre y la contingencia que le es propia?

Para responder esa pregunta es útil detenerse en las características que desde
antiguo se han atribuido a la política. La política es la esfera de lo contingente, de
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aquello que es de un modo aunque perfectamente puede ser de otro. En ella,


suele afirmar la literatura, se ejercita la razón práctica que es la que discierne qué
curso de acción habrá de adoptarse. Este tipo de racionalidad emplea premisas
contingentes, que dependen de la información disponible. De ahí se sigue
entonces que el juicio sobre cuán correcta o incorrecta ha de ser la acción que se
juzga, depende del nivel de información que se tuvo a la vista y la confiabilidad
de la misma. En otras palabras la conducta que se ejecuta es función de la
información disponible acerca del hecho que se trata de controlar y esta última
es función, a su vez, del conocimiento disponible para identificarlo. Si el
conocimiento es feble e incompleto, como ocurre en este caso, la información
será incompleta, y la accion ejecutada a su amparo inevitablemente sometida a
ensayo y error. Si la información es completa y fiable, el juzgador ha de ser severo
si no se adoptó aquella que a la luz de esa información parece correcta; pero si
la información es no es completa ni fiable, y el conocimiento del evento incierto,
entonces el reproche no puede ser severo puesto que el curso causal no estaba
bajo ningún respecto bajo el control del sujeto.

Ahora bien, en el caso que aquí se trata había -aún hay- eventos que escapan a la
esfera de control de cualquier persona u órgano. Para advertirlo basta señalar que
la ciencia, el quehacer humano por excelencia dispuesto para el conocimiento y
control de la naturaleza, se ha mostrado impotente para resolverlo.

En medio de ese panorama -un evento imprevisible e irresistible, lo que los


juristas llaman caso fortuito- y cuando la propia ciencia anda a tientas y se ha
declarado impotente, imputar responsabilidad a un Ministro de Salud por las
muertes o contagios acaecidos --muertes y contagios que en modo alguno son
diversos a los del resto del mundo y mucho menores a los que con la información
disponible entonces se temió-- reprochándole daños a la vida y la salud de la
población, o un manejo poco transparente de la información, carece de todo
sustento desde el punto de vista jurídico. Ningun jurista reprocharía un obrar
equivalente ejecutado en medio de un caso fortuito, con información incompleta.

Se sostiene que en este caso el Ministro ha ocultado información; pero, como ya


se explicó, allí donde la ciencia no logra discernir en qué consiste exactamente el
peligro --cómo se transmite, qué síntomas inequívocos produce, etcétera-
reprochar porque la información respecto del número de contagios o muertes
surgidas es incompleto o inconsistente cuando se lo compara con diversas
fuentes, no parece razonable. La información puede ser completa, comparable y
estrictamente fidedigna solo allí donde aquello que se contabiliza es
perfectamente verificable. Reprochar la contabilidad errónea de un mal cuya
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caracterización y efectos es insuficiente, no parece correcto desde el punto de


vista normativo.

Es cuanto puedo informar,

Carlos Peña
Profesor de derecho
Universidad Diego Portales
Universidad de Chile

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