colombiano
contemporáneo:
el
espejo
astillado
de
un
país*
Por
Pedro
Adrián
Zuluaga**
Colombia
ha
entrado
en
la
imaginación
internacional
a
través
de
dos
relatos
predominantes.
Como
el
país
en
donde,
gracias
al
genio
literario
de
Gabriel
García
Márquez,
se
acunó
un
programa
estético-‐político:
el
realismo
mágico,
que
supuestamente
le
hace
justicia
a
su
realidad
exuberante
y
desmesurada.
O
como
la
nación
astillada
por
la
guerra:
el
país
víctima
de
un
conflicto
civil
prolongado
en
el
tiempo
donde
reinan
una
de
las
guerrillas
más
antiguas
del
mundo
(las
FARC:
organización
que
en
2016
firmó
un
acuerdo
con
el
gobierno
colombiano
que
las
convierte
en
actores
políticos
no
armados)
y
narcotraficantes
célebres
por
su
malicia
y
su
maldad.
El
primer
relato
ha
sido
reproducido
por
un
cine
que
acoge
–y
exagera–
lo
fantástico
e
inverosímil.
El
segundo,
por
el
dominio
de
una
estética
realista,
con
eventuales
trazas
de
melodrama,
pero
siempre
anclada
a
los
hechos
y
al
referente
de
la
realidad.
Una
estética
que
el
cine
pudo
haber
inaugurado
pero
que
ha
tenido
un
relevo
y
una
segunda
vida
en
la
televisión
o
en
los
nuevos
formatos
audiovisuales
a
partir
de
series
como
Narcos,
producida
por
Netflix.
Estos
dos
relatos,
por
supuesto,
no
agotan
la
complejidad
de
Colombia,
pero
la
encuadran
en
marcos
fácilmente
comprensibles
que
satisfacen
demandas
internacionales
de
exotismo
y
diferencia.
Nuestra
diferencia
es
producida
desde
afuera
y
acatada
desde
adentro,
pero
se
equivocan
quienes
creen
que
ese
adentro
y
ese
afuera
corresponden
con
exactitud
a
lo
local
y
lo
global.
Pensar
en
esos
términos
supone
ignorar
que
la
subordinación
requiere
de
aprobación
y
consenso;
en
últimas,
es
una
diferencia
dosificada
y
administrada
y,
para
su
ejecución,
necesita
de
una
burocracia
o
un
funcionariado
que
medra
en
fondos,
festivales,
institutos,
ministerios,
empresas...
El
artista,
no
pocas
veces,
actúa
como
un
funcionario
más
(con
la
llave
para
interpretar
la
realidad
y,
sobre
todo,
con
los
medios
para
divulgar
su
interpretación),
que
recibe
su
salario
correspondiente.
Esto
quiere
decir
que
los
mecanismos
de
exotización
pueden
actuar
tanto
en
París
y
Cannes
como
en
Bogotá
y
Medellín.
Entender
por
qué
funcionan,
más
que
solo
diagnosticarlos,
es
uno
de
los
propósitos
de
este
artículo.
La
tensión
entre
realismo
mágico
(algo
esencialmente
incomprendido,
en
donde
se
suele
omitir
la
sujeción
de
lo
mágico
a
la
estructura
más
profunda
de
la
realidad)
y
realismo
a
secas
ya
estaba
expresada
en
una
emblemática
muestra
de
veinte
películas
colombianas
–entre
largos
de
ficción,
documentales
y
cortos–
que
se
exhibió
en
1990
en
una
sede
ejemplar:
el
Museo
de
Arte
Moderno
de
Nueva
York.
La
retrospectiva
del
MoMA
producía
un
recorte
y
un
sentido
desde
su
mismo
título:
“Colombian
Cinema-‐ From
magic
to
realism”.
De
hecho,
parecía
describir
una
inevitable
progresión
de
un
estadio
primitivo
de
gracia
(la
magia)
a
una
caída
(el
realismo).
Magia
y
realismo
condensarían,
según
esta
visión,
los
dos
estadios
que
ilustran
el
devenir
histórico
del
cine
colombiano.
El
título
sugiere
un
desplazamiento
en
donde
el
realismo
extremo
de
Rodrigo
D.
No
futuro
(Víctor
Gaviria,
1990),
la
película
más
reciente
de
la
muestra
del
MoMA,
anularía
la
vigencia
del
imaginario
mágico-‐realista
vinculado
al
mundo
literario
de
García
Márquez.
En
los
últimos
años,
sin
embargo,
algunos
films
intentan
la
síntesis
de
estos
dos
relatos.
El
mejor
ejemplo
de
este
nuevo
programa
estético-‐político
es
el
cine
del
joven
director
Ciro
Guerra
y
su
productora
Cristina
Gallego
(que
comparte
con
Guerra
crédito
de
dirección
en
la
cuarta
película
en
común).
Tanto
en
Pájaros
de
verano
(Birds
of
Passage,
Gallego
y
Guerra,
2018)
como
en
El
abrazo
de
la
serpiente
(Embrace
of
the
Serpent,
Guerra,
2015),
lo
mágico
y
lo
realista
son
reiterados
a
la
vez
que
puestos
en
crisis.
Así,
ambas
películas
se
vuelven
como
condensaciones
de
todos
los
desafíos,
contradicciones
y
paradojas
de
la
relación
del
cine
colombiano
con
el
país.
El
abrazo
de
la
serpiente
se
estrenó
en
la
Quincena
de
Realizadores
de
Cannes
y
logró,
en
2016,
ser
nominada
como
Mejor
Película
Extranjera
en
los
Premios
Oscar.
El
film
de
Guerra
filma
la
exuberante
naturaleza
amazónica,
pero
en
vez
de
ceder
a
un
despliegue
de
espectacularidad
visual
decide
mostrarla
en
un
abstracto
blanco
y
negro.
El
mismo
afán
anti-‐celebratorio
se
encuentra
en
el
tratamiento
de
la
diversidad
lingüística
y
cultural
de
Colombia,
que
la
Constitución
Política
de
1991,
aún
vigente,
había
reconocido
en
un
tono
exaltado.
El
abrazo
de
la
serpiente
muestra
y
comenta,
de
forma
crítica
y
desencantada,
la
representación
de
los
pueblos
indígenas
en
la
tradición
literaria
e
iconográfica,
y
construye
toda
su
narrativa
a
partir
de
una
conciencia
de
la
cruenta
historia
de
exterminios
y
escrituras
violentas
que
forzaron
la
entrada
de
estos
pueblos
a
la
historia
y
el
progreso,
al
precio
de
su
casi
total
aniquilación.
La
película
pretende
entonces
hacer
un
ajuste
de
cuentas
histórico,
trayendo
esos
márgenes
geográficos
y
culturales
al
relato
central
de
la
nación.
En
este
traer
los
márgenes
al
centro
la
película
de
Guerra
repetía
un
gesto
insistente
en
el
cine
colombiano
contemporáneo:
filmar
geografías
periféricas,
registrar
con
voluntad
antropológica
espacios
amenazados
por
la
guerra
y
el
capitalismo
depredador
y
poner
en
el
centro
de
lo
narrativo
una
contradicción
insoslayable
entre
progreso
y
tradición.
El
vehículo
narrativo
es
un
estilo
internacional
comprensible
que
permitió
la
aprobación
de
este
cine
por
un
prestigioso
circuito
de
festivales.
Entre
estas
películas
hay
que
mencionar
títulos
como
El
vuelco
del
cangrejo
(Crab
Trap,
Oscar
Ruiz
Navia,
2009
),
Porfirio
(Alejandro
Landes,
2011),
La
Sirga
(William
Vega,
2012),
y
La
tierra
y
la
sombra
(Land
and
Shade,
César
Acevedo,
2015).
De
forma
más
o
menos
paralela
a
estos
ejercicios
de
“justicia
poética”,
ocurrían
los
acercamientos
y
luego
el
largo
proceso
de
paz
entre
el
gobierno
y
la
guerrilla
de
las
FARC,
que,
a
pesar
de
sus
múltiples
tropiezos,
logró
poner
fin
al
conflicto
más
antiguo
de
Latinoamérica.
Este
proceso
agudizó
la
discusión
sobre
la
enormidad
de
las
cuentas
por
saldar
en
una
sociedad
como
la
colombiana.
En
el
difícil
posconflicto
por
el
que
atraviesa
el
país
también
surge
la
pregunta
sobre
los
relatos
sumergidos
por
causa
de
la
centralidad
de
la
guerra
y
la
posibilidad
de
que,
ahora,
en
otro
escenario,
irrumpan
nuevas
narrativas
y
vean
la
luz
otros
personajes,
paisajes
y
zonas
de
la
realidad.
Toda
esta
discusión
se
da
en
un
momento
de
ambiguo
florecimiento
del
cine
colombiano,
con
una
producción
de
cerca
de
50
largometrajes
por
año,
cifra
que
convierte
a
la
industria
cinematográfica
del
país
en
la
cuarta
de
Latinoamérica,
después
de
los
gigantes
históricos:
México,
Brasil
y
Argentina.
Este
fortalecimiento
industrial
se
explica
por
una
confluencia
de
fenómenos,
entre
ellos
una
renovación
generacional
que
volvió
muy
atractivas
las
carreras
profesionales
relacionadas
con
el
audiovisual,
una
fuerte
inversión
económica
en
empresas
de
servicios
y,
sobre
todo,
un
marco
legal
que
garantiza
la
formulación
de
políticas
de
apoyo
desde
el
Estado
y
que
han
dado
seguridad
a
la
inversión
privada,
en
combinación
con
el
mecenazgo
estatal.
El
punto
de
inflexión
de
esta
nueva
etapa
del
cine
colombiano
se
puede
datar
en
2003,
con
la
aprobación
en
el
parlamento
colombiano
de
la
ley
814
o
Ley
de
Cine.
Este
marco
legal
reconocía
la
existencia
de
unas
fuerzas
y
agentes
sociales
que
precisaban
de
un
marco
institucional
para
pasar
del
aventurerismo
de
hacer
películas
a
la
consolidación
de
una
cinematografía
heterogénea
pero
vital,
en
la
que,
a
falta
de
grandes
obras
individuales,
se
puede
reconocer
un
loable
esfuerzo
de
expresión
y
organización
colectiva.
El
cuerpo
de
la
nación
y
la
nación
sin
cuerpo
El
cine
colombiano
se
ha
visto,
en
los
últimos
años,
atravesado
por
múltiples
preguntas
y
paradojas
que
tienen
que
ver
con
los
fundamentos
de
su
identidad.
Por
ejemplo,
¿qué
es
lo
colombiano
en
el
cine
de
un
país
con
una
historia
de
innumerables
diásporas,
disgregaciones
y
violencias?
¿Cuáles
son
las
herencias
dignas
de
reivindicar?
¿Dónde
están
los
padres?
Un
año
después
de
la
aprobación
de
la
Ley
de
Cine,
el
Festival
de
San
Sebastián
estrenó
la
opera
prima
de
Ciro
Guerra,
La
sombra
del
caminante
(The
Wandering
Shadow,
2004),
que
se
exhibió
en
2005
en
Colombia
y
en
medio
de
otro
controvertido
proceso
de
desmovilización,
en
este
caso
del
grupo
paramilitar
de
derecha
Autodefensas
Unidas
de
Colombia-‐AUC.
En
la
película
de
Guerra,
un
asesino
(el
victimario
que
carga
gente
en
una
silleta
que
lleva
a
sus
espaldas)
y
una
víctima
se
encuentran
cara
a
cara,
protagonizando
una
confrontación
ética
que
tiene
ecos
de
lo
planteado
por
el
filósofo
Emmanuel
Lévinas
y
su
idea
de
un
reconocimiento
centrado
en
la
experiencia
del
rostro
del
otro.
Al
mirarse
y
reconocerse,
la
víctima
y
el
victimario
de
esta
película
encuentran
que
aquello
que
los
une
es
más
profundo
que
lo
que
los
separa.
Su
experiencia
común
de
soledad
y
desamparo
es
la
condición
para
que
nazca
la
posibilidad
de
una
nueva
fraternidad.
La
sombra
del
caminante
fue
una
película
pionera
de
lo
que
podría
ser
un
cine
del
posconflicto.
Por
supuesto
no
el
único
cine
posible,
pero
sí
uno
que
asume
el
imperativo
de
convocar
los
fantasmas
que
la
guerra
ha
dejado
a
su
paso
y
materializarlos
en
una
narrativa
que
nos
muestra
una
pedagogía
del
perdón
y
la
reconciliación.
En
un
sentido
mucho
más
pragmático,
la
película
demostró
que
era
posible
hacer
un
cine
de
bajo
presupuesto,
con
una
estrategia
de
producción
que
combina
dineros
locales
y
fondos
internacionales
de
financiamiento.
Esta
película
empezó
a
perfilar
no
solo
unas
nuevas
estéticas
sino
antes
que
estas
una
nuevas
maneras
de
producción
y
un
papel
protagónico
–aunque
casi
siempre
discreto–
del
productor.
Detrás
de
La
sombra
del
caminante
estuvo
la
empresa
Ciudad
Lunar,
donde
coincidieron
las
productoras
Diana
Bustamante
y
Cristina
Gallego,
ambas
egresadas
de
la
Escuela
de
Cine
de
la
Universidad
Nacional,
la
más
importante
carrera
audiovisual
del
país
y
un
gran
factor
en
la
renovación
del
cine
del
país.
Bustamente
y
Gallego
trabajaron
juntas
en
el
segundo
largometraje
de
Ciro
Guerra,
Los
viajes
del
viento
(2009),
y
luego,
con
sus
respectivas
casas
productoras
Burning
Blue
y
Ciudad
Lunar,
se
volvieron
la
piedra
angular
de
la
presencia
internacional
del
cine
colombiano
(Burning
Blue
produjo
La
tierra
y
la
sombra,
que
en
2015
ganó
la
Cámara
de
Oro
en
Cannes,
el
reconocimiento
de
más
prestigio
que
ha
obtenido
el
cine
colombiano
en
toda
su
historia,
y
lidera
la
preproducción
de
Memoria,
un
film
que
el
director
tailandés
Apichatpong
Weerasethakul
rodará
en
Colombia
en
2019).
Bustamante
fue
productora
de
El
vuelco
del
cangrejo,
de
Óscar
Ruiz
Navia,
estrenada
en
el
Festival
de
Toronto
en
2009.
Esta
película
es
un
hito
del
cine
colombiano
contemporáneo
por
la
forma
ejemplar
como
captó
un
momento
de
la
historia
del
país
en
una
narrativa
que
se
insertó
en
un
diálogo
con
el
cine
internacional
de
ese
momento,
especialmente
el
producido
en
otros
países
del
sur
y
reconocible
en
rasgos
estilísticos
como
la
incorporación
de
actores
no
profesionales
y
un
fuerte
aliento
documental.
Cinco
años
después
de
la
implementación
de
la
Ley
814,
la
opera
prima
de
Ruiz
Navia
señaló,
como
en
su
momento
lo
había
hecho
La
sombra
del
caminante,
un
camino
para
lo
que,
no
sin
incomodidad,
se
podría
nombrar
como
un
“nuevo
cine
colombiano”.
La
paradoja
de
esta
novedad
es
que,
al
mismo
tiempo,
en
ella
se
actualizan
las
preguntas
y
las
respuestas
que
ya
habían
estado
presentes
en
el
boom
literario
latinoamericano.
El
crítico
uruguayo
Ángel
Rama
identificó
el
modus
operandi
de
la
temprana
narrativa
garciamarquiana:
"Modernización
de
la
escritura
narrativa
y
americanización
profunda
del
asunto
y
su
significación"
(1984,
p.
11).
Esta
dialéctica
mencionada
por
Rama
va
a
ser
recuperada
por
este
nuevo
cine,
aunque,
por
supuesto,
en
las
condiciones
permitidas
por
el
presente
histórico.
El
triángulo
se
completa
con
la
mirada
europea
(o
en
general
de
los
países
del
norte)
sobre
esta
producción
cinematográfica,
lo
que
de
nuevo
evoca
al
boom
literario,
inventado
como
fenómeno
editorial
en
Europa.
Filmada
entre
una
comunidad
afrodescendiente
del
litoral
Pacífico
colombiano,
El
vuelco
del
cangrejo
pone
en
escena
un
conflicto
político
y
cultural
que
permite
leer
las
huellas
de
la
guerra
colombiana
y
sus
móviles
principales:
la
propiedad
de
la
tierra,
la
tensión
entre
lo
tradicional
y
las
ideas
divergentes
de
progreso
y
desarrollo.
Si
bien
es
un
film
heredero
del
cine
sobre
la
violencia
y
su
carga
realista
(es
decir,
de
uno
de
los
relatos
dominantes
del
cine
colombiano),
aquí
esa
herencia
aparece
re-‐enmarcada
y
filtrada
por
lo
que
Rama
llamaría
una
escritura
narrativa
moderna:
personajes
opacos
y
problemáticos
difíciles
de
reducir
a
nociones
psicologistas
simples,
anécdotas
argumentales
tenues
en
la
superficie
pero
fuertemente
tensionadas
en
el
fondo
(muchas
veces
sugeridas
o
fuera
de
campo)
y
un
realismo
de
la
ruralidad
cotidiana.
Son
rasgos
narrativos
y
estilísticos
que
bien
se
pueden
reconocer
en
otras
películas
internacionales
de
este
periodo
y
también
producidas
en
países
del
sur,
lo
que
sin
duda
facilitó
la
circulación
y
el
buen
suceso
de
este
y
otros
films.
El
vuelco
del
cangrejo
renegocia
con
los
temas
y
tópicos
recurrentes
del
cine
colombiano
anterior,
asumiendo
el
legado
con
incomodidad
y
voluntad
de
llevarlo
a
otra
parte.
De
un
lado,
el
sustrato
filosófico
de
la
Ley
de
Cine
exigió
volver
a
pensar
el
lugar
del
cine
y
su
responsabilidad
en
la
creación
de
un
cuerpo
de
relatos
de
identidad
y
fundación,
en
un
país
fallido
desde
su
origen,
en
parte
por
haberse
narrado
muchas
veces
desde
la
negación
de
su
heterogeneidad
constituyente.
Esta
herencia
ha
sido
asumida
principalmente
por
un
grupo
de
directores
jóvenes,
que
tiene
otros
intereses
y
una
formación
distinta
a
la
de
las
generaciones
precedentes.
Estos
directores,
que
hoy
se
han
apropiado
del
capital
cultural
y
simbólico
para
hacer
cine
en
Colombia,
han
sido
en
su
mayoría
formados
en
carreras
de
cine
o
áreas
afines,
de
Colombia
y
del
exterior,
y
tienen
rituales
de
reconocimiento
que
los
diferencian
de
los
directores
de
otras
épocas:
su
experiencia
de
vida
está
más
anclada
a
la
ciudad
y
han
definido
parte
de
su
identidad
en
relación
con
la
cinefilia
y
la
cultura
de
masas,
que
no
son
necesariamente
términos
antitéticos.
El
cine
–o
lo
audiovisual–
viene
a
ser
como
una
patria
sustituta
en
la
que
se
reconocen
mejor
que
en
las
porosas
fronteras
geográficas
en
las
que
han
crecido.
Una
buena
parte
de
las
películas
de
estos
directores,
no
obstante,
en
vez
de
perderse
en
las
representaciones
del
no-‐lugar,
se
desplazan
a
los
márgenes
del
país
para
darle
entidad
narrativa
a
unas
geografías
escasamente
nombrados
por
la
tradición
cultural.
Este
mapeo
etnográfico
viene
dándose
desde
décadas
pasadas.
El
cine
de
Víctor
Gaviria
se
vuelve
así
un
referente
ineludible
del
cine
colombiano
actual,
incluso
si
esa
ascendencia
no
es
reconocida
de
forma
explícita.
La
particular
poética
de
Gaviria
tuvo
una
fuerte
visibilidad,
refrendada
por
su
doble
presencia
en
la
selección
oficial
de
Cannes
con
Rodrigo
D.
No
futuro
(1990)
y
La
vendedora
de
rosas
(The
Rose
Seller,
1998),
y
ha
sido
objeto
permanente
de
atención
académica,
social
y
mediática,
al
punto
de
que
muchas
discusiones
en
torno
a
la
categoría
de
pornomiseria
terminan
bordeando
estos
títulos.
Para
entender
el
horizonte
histórico
en
el
que
se
inscribe
la
discusión
sobre
la
pornomiseria
hay
que
devolverse
a
1978,
año
en
el
que
los
directores
colombianos
Luis
Ospina
y
Carlos
Mayolo
estrenaron
el
cortometraje
Agarrando
Pueblo,
en
el
que
señalaban
la
miseria
moral
y
estética
de
las
representaciones
dominantes
de
la
pobreza
y
el
margen
social
en
el
cine
colombiano
y
del
“tercer
mundo”.
Este
“documental”,
irónico
y
autoconsciente,
develaba
el
triángulo
que
hacía
posible
el
“vampirismo
de
la
miseria”.
De
un
lado,
la
existencia
de
sujetos
sociales
marginados
de
las
promesas
del
desarrollo
y
el
bienestar.
De
otro,
los
cineastas
que
tomaban
provecho
de
esas
condiciones
dadas.
Y
en
tercer
término,
una
mirada
europea
hambrienta
de
ver
verificada,
en
representaciones
muy
esquemáticas,
su
buena
(falsa)
conciencia.
En
torno
a
este
esquema
triangular
Mayolo
y
Ospina
acuñaron
la
expresión
“pornomiseria”,
que
ha
sobrevivido
al
tiempo
y
se
ha
convertido
en
un
termino
comodín,
que
a
veces
aclara
y
otras
oscurece
el
juicio
sobre
un
corpus
de
películas
que
no
para
de
crecer.
Muchas
de
las
discusiones
interinas
sobre
el
cine
colombiano
terminan
por
preguntarse
si
en
estos
nuevos
tiempos
y
considerando
la
nueva
cinematografía
colombiana
puede
haber
trazas
de
esas
prácticas,
por
la
persistencia
tanto
de
la
inequidad
social
como
de
la
mirada
eurocentrista
(que
no
solo
está
ubicada
en
Europa,
como
se
dijo
antes)
condescendiente
sobre
estas
realidades.
La
respuesta
– parcial–
es
que
resulta
indispensable
actualizar
los
análisis
examinando
las
situaciones
concretas
aquí
y
ahora,
y
las
películas
una
a
una.
El
grupo
de
nuevos
directores
y
obras
no
es
en
realidad
nada
homogéneo.
No
hay
un
programa
político
colectivo,
aunque
evidentemente
existan
las
miradas
que
coinciden.
Mi
hipótesis
es
que
se
trata
más
de
los
condicionamientos
propios
de
una
época
que,
a
fin
de
cuentas,
es
la
autora
inconsciente
de
las
películas.
Films
como
el
mencionado
El
vuelco
del
cangrejo,
Los
colores
de
la
montaña
(Carlos
César
Arbeláez,
2011),
Porfirio,
La
playa
D.C
(Juan
Andrés
Arango,
2012),
La
Sirga
(William
Vega,
2012),
Violencia
(Jorge
Forero,
2015)
,
La
tierra
y
la
sombra
(César
Acevedo,
2015),
Siembra
(Ángela
Osorio
y
Santiago
Lozano,
2015)
y
Oscuro
animal
(Felipe
Guerrero,
2016)
rehúyen,
por
ejemplo,
la
tentación
“pornográfica”
de
mostrar
el
acontecimiento
de
la
guerra
– siempre
obsceno
o
difícilmente
representable–
y
escogen
perseguir
sus
marcas,
dirigiendo
el
foco
a
quienes
sufren
las
consecuencias
del
conflicto,
incluso
si
son
victimarios.
En
películas
como
el
thriller
Perro
come
perro
(Carlos
Moreno,
2008),
los
film
de
terror
El
páramo
(J2011)
y
Siete
cabezas
(2017),
ambos
de
Jaime
Osorio
Márquez,
o
el
western
regional
Pariente
(Iván
Gaona,
2016),
es
notoria
la
voluntad
de
hacer
comentarios
oblicuos
sobre
la
violencia
en
Colombia,
a
pesar
de
la
sujeción
a
los
códigos
del
género.
Porfirio
es
un
caso
muy
representativo
de
narrativa
sin
grandes
clímax
y
de
la
concentración
de
este
nuevo
cine
sobre
los
cuerpos
lastimados,
como
huella
principal
de
la
guerra.
La
película
de
Landes,
que
se
estrenó
mundialmente
en
la
Quincena
de
Realizadores
de
Cannes,
se
inspira
en
el
caso
de
un
aeropirata
que
secuestró
un
avión
para
buscar
la
atención
del
gobierno
sobre
una
indemnización
tras
haber
sido
víctima
de
una
bala
que
dejó
su
cuerpo
impedido
para
muchas
funciones
básicas.
Los
momentos
de
un
mayor
interés
narrativo,
según
una
perspectiva
convencional,
como
el
secuestro
del
avión,
son
evitados.
Así,
el
público
centra
su
atención
en
el
entorno
familiar
de
Porfirio
y
en
el
trazo
de
la
guerra
en
su
subjetividad
y
sus
relaciones
más
inmediatas.
Lo
que
ha
llegado
a
conocerse
como
el
cine
de
la
violencia
en
Colombia
tiene
una
tradición
ininterrumpida
y
acumulada,
a
partir
de
los
títulos
fundacionales
como
el
cortometraje
Esta
fue
mi
vereda
(Gonzalo
Canal
Ramírez,
1958)
y
El
río
de
las
tumbas
(Julio
Luzardo,
1965).
Como
ya
se
dijo,
las
nuevas
películas
no
desestiman
totalmente
esta
tradición,
solo
la
desplazan
y
reenfocan.
Filmografía
reciente
como
la
arriba
mencionada
se
detiene
en
los
síntomas
que
expresan
los
cuerpos,
individual
y
social,
después
de
décadas
de
conflicto.
Si
el
cine
anterior
abundaba
en
motivos
como
los
cadáveres
en
el
río,
el
fuego
arrasador,
la
mujer
y
el
territorio
violados,
el
nuevo
cine
visita
con
insistencia
los
espacios
en
ruinas
y
trabaja
la
idea
de
la
nación
como
un
“cuerpo
enfermo”
(Suárez,
2010).
Este
macro-‐relato
incide
tanto
en
el
cine
documental
como
en
las
ficciones,
aunque
con
procesos
de
elaboración
distintos.
Casas
y
pueblos
abandonados;
nostalgia
por
el
hogar
perdido;
invención
del
yo
a
partir
de
los
repositorios
de
la
memoria
como
cartas,
fotos
y
archivos
audiovisuales;
intenso
deseo
y
real
imposibilidad
de
recuperar
un
centro
del
mundo
que
siempre
es
afectivo
aunque
pueda
desplegarse
arquitectónicamente.
Son
temas
que
obseden
y
que
películas
como
La
tierra
y
la
sombra
llevan
a
un
alto
grado
de
elaboración
formal
y
vuelo
poético
a
veces
manierista.
Las
películas
llamadas
de
autor
(termino
equívoco
y
que
no
pocos
consideran
obsoleto
por
plantar
una
falsa
disyunción
con
las
películas
definidas
como
comerciales)
y
en
todo
caso
filtradas
por
la
influencia
de
la
cinefilia
internacional
al
uso,
son
las
que
más
concitan
la
atención
de
los
festivales
y
todo
el
entramado
institucional
que
las
rodea.
Esta
producción
convive,
en
el
mercado
doméstico,
con
una
cinematografía
de
signo
muy
distinto:
películas
nacionales,
especialmente
comedias
y
cine
con
una
clara
vocación
de
entretener
y
llevar
público
a
las
salas.
La
asimetría
entre
el
reconocimiento
internacional
y
la
recepción
del
público
local
para
los
trabajos
autorales,
sigue
siendo
un
gran
desafío.
También
la
necesidad
de
evaluar
de
otras
maneras
la
vida
o
el
éxito
comercial
de
las
películas,
donde
se
consideren
tiempos
de
consumo
más
largos
que
los
de
su
estreno
comercial,
que
llevan
justamente
a
postular
la
falsa
disyuntiva
mencionada
arriba.
¿Otro
cine?
¿Otro(s)
país(es)?
La
llegada
de
las
FARC
al
escenario
político
como
partido
de
izquierda
y
el
triunfo
de
la
derecha
más
recalcitrante
en
las
pasadas
elecciones
de
junio
de
2018,
abren
un
campo
de
interrogantes
sobre
el
futuro
inmediato
del
país
y
la
flexibilidad
de
sus
instituciones
democráticas
para
admitir
a
quienes
piensan
distinto.
La
última
campaña
electoral
politizó
a
sectores
de
la
sociedad
que
llevaban
años
sintiéndose
cómodos
en
su
aparente
neutralidad.
El
candidato
de
izquierda,
Gustavo
Petro
–que
finalmente
fue
derrotado
en
una
segunda
vuelta–,
recibió
el
apoyo
de
cineastas,
escritores,
artistas
plásticos
e
intelectuales,
en
una
toma
de
posición
inédita
en
el
campo
cultural
colombiano.
De
otro
lado,
el
escalamiento
de
la
violencia
contra
líderes
sociales,
y,
en
fin,
la
transformación
(pero
no
desmantelamiento)
del
conflicto
colombiano,
plantea
un
enorme
desafío
de
representación.
En
los
últimos
años,
temas
sumergidos
por
la
centralidad
de
la
guerra,
se
habían
atrevido
a
despuntar.
Ejemplo
de
ello
son
películas
sobre
dramas
familiares
o
de
pareja:
Gente
de
bien
(Franco
Lolli,
2014),
Ruido
rosa
(Pink
Noise,
Roberto
Flores,
2015),
Anna
(Jacques
Toulemonde,
2015),
Días
extraños
(Strange
Days,
Juan
Sebastián
Quebrada,
2015)
o
Adiós
entusiasmo
(So
Long
Enthusiasm,
Vladimir
Durán,
2017).
Allí
emergía
una
dramaturgia
de
las
emociones
y
los
conflictos
sicológicos,
de
escasa
tradición
en
el
cine
colombiano,
y
un
diálogo
con
otras
herencias
(avergonzadas
o
desplazadas)
como
las
telenovelas
o
el
teatro.
Los
dos
últimos
títulos,
ambos
rodados
en
Argentina,
muestran
también
los
desplazamientos
en
la
producción
de
películas
y
la
forma
como
se
han
intensificado
los
flujos
e
intercambios
transnacionales
que
siempre
estuvieron
presentes
en
la
industria
cinematográfica.
Aunque
la
visibilidad
del
largometraje
de
ficción
sigue
siendo
mayor
que
la
de
otros
formatos,
y
concentra
el
grueso
de
los
estímulos
oficiales
que
se
desprenden
de
la
Ley
de
Cine,
es
imposible
entender
la
encrucijada
creativa
del
cine
colombiano
sin
considerar
la
producción
documental,
los
cortometrajes
o
las
películas
producidas
por
fuera
de
esa
política
de
estímulos
(y
por
fuera
del
país).
El
documental
colombiano
tiene
una
robusta
tradición,
vinculado
especialmente
a
la
contra-‐información,
la
denuncia
y
el
compromiso
político.
Sin
desprenderse
de
esa
historia,
aunque
modulándola,
el
documental
contemporáneo
que
se
hace
en
el
país
sigue
mostrando
luchas
de
comunidades
e
individuos
atravesados
por
la
conflictiva
historia
colombiana
de
exclusiones
y
violencia,
pero
este
tipo
de
documentales
coexiste
con
miradas
mucho
más
personales:
un
conjunto
de
obras
que
se
agrupa
bajo
la
extendida
categoría
de
“documentales
del
yo”.
La
distinción,
en
cualquier
caso,
no
es
fácil,
pues
el
yo
se
manifiesta
de
muchas
maneras
en
la
producción
documental
colombiana,
por
ejemplo
ordenando
el
material
narrativo
como
el
caso
de
La
impresión
de
una
guerra
(Impression
of
a
War,
Camilo
Restrepo,
2015),
un
cortometraje
premiado
en
Locarno,
o
recabando
en
la
historia
familiar
y
personal
para
entender
procesos
sociales
más
complejos
como
en
The
Smiling
Lombana
(Daniela
Abad,
2018)
.
Documentales
como
Réquiem
NN
(Juan
Manuel
Echavarría,
2013),
Memorias
del
Calavero
(Rubén
Mendoza,
2014),
Un
asunto
de
tierras
(Patricia
Ayala,
2015),
o
las
trilogías
Campo
hablado
(En
lo
escondido
-‐2007-‐,
Los
abrazos
del
río
-‐2010-‐
y
Noche
herida
-‐2015-‐),
de
Nicolás
Rincón
Gille,
y
los
tres
trabajos
sobre
instituciones
de
Jorge
Caballero
(Bagatela
-‐2008-‐,
Nacer,
diario
de
maternidad
-‐2013-‐
y
Paciente
-‐2016-‐),
llevan
el
documental
a
nuevos
búsquedas,
no
relacionadas
con
lo
urgente
o
lo
coyuntural,
sino
con
los
procesos
de
larga
duración
que
para
ser
entendidos
necesitan
de
una
observación
paciente;
temas
y
personajes
que
no
tienen
una
atención
mediática.
Documentalistas
veteranos
como
Luis
Ospina,
Marta
Rodríguez
y
Óscar
Campo,
mantienen,
por
su
lado,
una
obra
que
le
da
continuidad
a
sus
obsesiones,
con
lo
que
se
completa
un
panorama
rico
en
intensidad
expresiva
y
lecturas
diversas
del
país.
Cuerpos
frágiles
(Campo,
2010),
Testigos
de
un
etnocidio:
Memorias
de
resistencia
(Rodríguez,
2007-‐2011)
y
Todo
comenzó
por
el
fin
(It
All
Started
at
the
End,
Ospina,
2015)
reaccionan
a
nuevas
circunstancias
y
tendencias
del
documental
como
la
incorporación
del
archivo
en
un
rico
entramado
narrativo.
Directores
colombianos
que
viven
fuera
del
país
han
articulado
un
eje
de
producción,
con
más
acento
documental,
que
les
permite
mantener
su
vínculo
emocional
y
creativo
con
Colombia,
gracias
a
los
proyectos
que
realizan
en
una
especie
de
in
between
entre
sus
lugares
de
residencia
y
el
país
nunca
abandonado
del
todo,
y
donde
la
subjetividad
(e
identidad)
del
cineasta
es
redefinida
y
renegociada
por
el
contacto
con
otras
tradiciones
y
espejos.
A
esta
producción
pertenecen
las
obras
de
Ana
María
Salas
(Frente
al
espejo
-‐2009-‐
y
En
la
ventana
-‐2011-‐),
Felipe
Guerrero
(Paraíso
-‐2006-‐
y
Corta
-‐2012-‐),
Laura
Huertas
Millán
(Aequador
-‐2012-‐
y
Sol
negro/Black
Sun
-‐2016-‐),
Juan
Soto
(Estudio
de
reflejos
-‐2014-‐
y
Parábola
del
retorno/Parable
of
the
Return
-‐ 2016-‐),
Carmen
Torres
(Amanecer
/Down,
2018)
y
Felipe
Monroy
(Los
fantasmas
del
Caribe,
2018),
entre
muchos
otros.
Muchas
de
las
tendencias
aquí
mencionadas
(reiteración
de
la
ruina;
búsqueda
de
narrativas
de
lo
personal,
íntimo
y
familiar;
un
retorno
a
lo
urbano)
han
tenido
origen
o
al
menos
una
notable
expresión
en
el
cortometraje
y
desde
ese
espacio
de
experimentación
y
aprendizaje
han
saltado
al
largo.
Fue
precisamente
un
corto,
Leidi
(Simón
Mesa,
2014),
que
remite
de
muchos
modos
a
los
universos
de
Víctor
Gaviria,
pero
que
reelabora
esa
herencia,
el
ganador
de
la
Palma
de
Oro
de
su
categoría
en
Cannes
2014.
Los
Nadie
(Juan
Sebastián
Mesa,
2016)
arrancó
también
como
un
corto
y
en
el
camino
se
transformó
en
un
largo
–que
inauguró
en
2016
el
más
importante
festival
de
cine
de
Colombia:
el
de
Cartagena–.
Los
Nadie
hace
inevitable
pensar
en
Rodrigo
D.
Las
película
de
Mesa
y
Gaviria
muestran
a
jóvenes
de
la
misma
ciudad,
pero
con
más
de
dos
décadas
de
diferencia.
Mientras
la
opera
prima
de
Gaviria
era
una
potente
declaración
de
impotencia
frente
a
un
futuro
que
lucía
como
proscrito,
Los
Nadie
es
una
celebración
de
la
amistad
y
la
utopía,
aunque
pervivan
muchas
circunstancias
difíciles.
Esta
aventura
de
cinco
amigos
de
Medellín
que
se
resisten
a
ser
encasillados
por
la
violencia,
y
que
buscan
viajar
juntos
en
una
suerte
de
viaje
de
iniciación,
expresa
simbólicamente
la
mejor
energía
de
un
país
que
quiere,
a
pesar
de
sus
contradicciones,
no
seguir
repitiendo
su
trágica
historia.
Un
país
que
reconoce
a
sus
padres
(y
un
cine
que
hace
lo
propio,
en
el
caso
de
Los
Nadie
con
la
herencia
de
Víctor
Gaviria)
pero
busca
transformar
esa
herencia
para
que
los
que
están
aquí,
y
los
que
vienen,
tengan
una
segunda
oportunidad
sobre
la
tierra.
Referencias
-‐Rama,
Ángel.
(1984).
La
imaginación
de
las
formas.
En
La
hojarasca
(Gabriel
García
Márquez.
Bogotá,
Círculo
de
Lectores.
-‐Suárez,
Juana.
(Octubre
de
2010).
Economías
de
la
memoria:
imaginarios
de
la
violencia
en
el
documental
colombiano
2000-‐2010.
En
Segundo
Encuentro
de
Investigadores
de
Cine
llevado
a
cabo
en
la
Biblioteca
Luis
Ángel
Arango,
Bogotá,
Colombia.
*Artículo
publicado
originalmente
en
las
revistas
Icónica
(México)
y
Senses
of
Cinema
(Australia)
**Colombia.
Periodista
y
Crítico
de
cine.