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Desde el punto de vista cristiano, cada ser humano es una persona creada por Dios y llamada a
participar en una relación personal con él. Que haya sido hecho por y para Dios es el primer rasgo que
lo define. La vocación a la comunión con Dios se manifiesta en los anhelos humanos. Jesucristo es
quien revela y hace posible la consecución de este fin.
En su singularidad entre todas las criaturas, el varón y la mujer, reciben el ser como señores del resto
de la creación y como interlocutores personales del Dios creador. Como afirma el Concilio Vaticano II:
«Desde su mismo origen el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el
amor de Dios que lo creó y por el amor de Dios que lo conserva. Y solo se puede decir que vive en
plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su creador» (GS,
n. 19). Para el cristiano, ser es ser amado (Gabriel Marcel). « ¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de
que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor
inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella;
por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Santa Catalina de Siena,
Il dialogo della Divina providenza, 13).
Cada ser humano es más que una pieza del universo, es más que un individuo de una especie, es un
ser irreemplazable, tiene una vocación particular. Cada uno es amado por Dios de un modo único y
personal. Nos sabemos «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (Vat. II,
GS, n. 24, 3). Las demás cosas son queridas como medios y están ordenadas al hombre. Pero el
hombre es querido como interlocutor de Dios, como objeto del amor de Dios. Y, por eso, tiene un modo
de ser especial, con un destino eterno. «El mundo ha sido creado por Dios para que naciera el hombre.
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Tomado y adaptado de Lorda, Juan Luis, and Alfredo Álvarez. Antropología teológica, EUNSA, 2016. ProQuest Ebook Central, p.58-
65 (Ad usum privatum)
Los hombres han sido creados para que reconozcan a Dios como Padre: en eso consiste la sabiduría.
Ellos reconocen a Dios para honrarlo: en eso consiste la justicia. Lo honran para recibir el premio de
la inmortalidad. Reciben después el premio de la inmortalidad para servir eternamente a Dios. ¿Ves
cómo está todo concatenado: el principio con el medio y el medio con el fin?» (Lactancio, Epitome de
las divinas instituciones, 36-37).
1.4. El ser humano: un ser religioso llamado a la unión personal con Dios
Por la fuerza de la llamada original a la existencia, el ser humano es, esencialmente, un ser religioso,
un ser referido y destinado a Dios. Este no es un rasgo añadido sino el más esencial de la persona
humana. La existencia humana se caracteriza por ser una existencia ante Dios.Cada ser humano ha
sido querido por Dios, uno por uno, y está destinado a ser su hijo en Cristo. Ese es el fin de toda
persona. Esta es su vocación original, que nunca pierde. Es una vocación a la Alianza, una vocación
al amor. Y se trata de una vocación eterna, para siempre, como el amor de Dios.
• La revelación bíblica manifiesta que el fin del ser humano trasciende su finitud y su temporalidad. El
sentido y la orientación de la vida humana está configurado por las promesas de la Alianza, unas
promesas que fueron adquiriendo un sentido cada vez más trascendente. En el Nuevo Testamento,
las promesas alcanzan su cumplimiento definitivo, en Cristo. El hombre es un ser destinado por Dios
a la vida eterna, a la amistad y a la contemplación de Dios. Y uno es quien lo hace posible: Cristo.
• La tradición ha reflexionado sobre la articulación del amor creador de Dios y del amor gratuito que le
ofrece para que alcance su plenitud en la amistad personal con Él. Este tema es tratado por los padres
de la Iglesia a propósito de la teología de la «imagen»: Cristo es la imagen perfecta del Padre a quien
estamos llamados a asemejarnos. Por ejemplo, San Agustín lo expresa magistralmente cuando
escribe: «… nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti».
Santo Tomás de Aquino argumenta que el amor de Dios ha creado el mundo y que, dentro del mundo,
el hombre es querido de una manera especial, porque es querido para gozar eternamente de Dios.
«Hay un modo según el que Dios ama todo lo que existe y según este amor común, le concede el ser.
Hay otro amor especial, con el que atrae a la criatura racional, trascendiendo su naturaleza, a la
participación del bien divino. Y según este amor se dice que lo ama sin más (simpliciter), porque según
este amor Dios quiere para la criatura el bien eterno que es Él mismo». Santo Tomás deja planteada
la relación entre «lo recibido con el ser criaturas» y «lo que llegamos a ser por benevolencia divina»
en términos de «naturaleza» y «gracia». La naturaleza humana tiene como propio el deseo de Dios y
la capacidad de recibir el auxilio divino. Pero este auxilio, con el que se eleva a la consecución del
Dios, sumo Bien, es don que sobrepasa la naturaleza. De todos modos, no hay dos fines, natural y
sobrenatural, para el ser humano, sino un solo fin, revelado y constituido en Cristo. Una vocación
común, pues todo hombre es llamado al fin sobrenatural.
• La clave de la antropología cristiana es que Jesucristo manifiesta y hace alcanzable la meta a la que
todo hombre está llamado por Dios. Lo expresa el Magisterio de la Iglesia en el Concilio Vaticano II:
«En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. […] Cristo
[…] manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación
[…]. Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena
voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia debemos creer que el
Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a
este Misterio Pascual» (GS, n. 22).
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que el hombre ha sido hecho por Dios y para Dios (vocación
del hombre) (cfr. CEC, nn. 1 y 26-30) y que la revelación cristiana es el camino que gratuitamente Dios
ha establecido en la historia para responder a ese destino (economía de la salvación). El hombre es
«capaz de Dios», desea a Dios y solo en Él puede encontrar su felicidad (nn. 27 y 52). Esta apertura
convierte al hombre en «un ser reli-gioso» (nn. 28 y 44). La revelación cristiana es la respuesta que da
Dios a los deseos que Él mismo ha puesto en el hombre (cfr. nn. 1-3, 26 y 51-53).
Dice la Escritura: «Como anhela la cierva las fuentes de las aguas, así te anhela mi corazón, Dios mío.
Mi alma tiene sed del Dios vivo; ¿cuándo llegaré a contemplar la faz de Dios» (Sal 42/41, 3; también
Sal 27/26, 8; Is 26, 9). Escribe san Ireneo: «No por necesitar al hombre Dios ha modelado a Adán,
sino por tener en quien derramar sus dones. Porque, en la misma medida en que Dios no necesita de
nada, el hombre necesita la comunión con Dios». Comenta san Bernardo: «… no le buscarías ni le
amarías, si no hubieras sido buscado y amado antes por Él» Gabriel Marcel: «Hay en nosotros una
cierta exigencia que no se satisface con el mundo por complejo que éste sea, y por ello hay una
exigencia de Dios».
El Magisterio de la Iglesia ha recogido esta doctrina en el Catecismo: «El deseo de Dios está inscrito
en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios y Dios no cesa de
atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de
buscar» (n., 27). «Dotada de alma espiritual, de entendimiento y de voluntad, la persona humana está
desde su concepción ordenada a Dios y destinada a la bienaventuranza eterna. Camina hacia su
perfección en la búsqueda y el amor y de la verdad y del bien» (n. 1710).
Blondel mostró que en la acción humana hay siempre una dialéctica entre la apertura infinita del
espíritu humano y los bienes que puede proponerse en concreto. Ningún bien sacia la apertura del
espíritu. Es una dialéctica entre lo infinito y lo finito, que muestra que el hombre ha sido hecho para
Dios. A veces, el hombre pone su felicidad y plenitud en algo creado y traslada allí sus anhelos y
esperanzas. Se entrega con una devoción y un interés que solo Dios merece. Entonces convierte
aquello en un ídolo, en un sucedáneo de Dios. Esa es la verdadera alienación del hombre.
La historia de las religiones muestra que el hombre es capaz de alcanzar cierto conocimiento de las
cosas divinas a) a través de la belleza o el poder de la naturaleza; b) al percibir la hondura del alma,
en el interior de sí mismo; c) o por la experiencia de las personalidades religiosas. Pero también
muestra su dificultad. En un mundo herido por el pecado, las religiones, como toda la cultura, son
ambivalentes. De ahí que la humanidad, consciente o inconscientemente, busque una señal clara y
definitiva de salvación que purifique y lleve a plenitud todas las otras señales.
Es la razón de que Dios haya querido revelarse: «Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los
hombres capaces de responderle, de conocerle y amarle más allá de lo que ellos serían capaces por
sus propias fuerzas» (CEC, n. 52). El cristiano puede decir: «Ese que veneráis sin conocerlo yo lo
anuncio» (Hech 17, 23). Pues en Jesucristo se han cumplido todas esas promesas y en él ha llegado
la plenitud de los tiempos (cfr. Ga 4, 4).
Según santo Tomás la inteligencia humana está capacitada para contemplar a Dios (porque Dios es
lo máximamente inteligible). Pero al mismo tiempo, necesita que Dios se le dé, y una elevación para
contemplarlo, que es el don de la visión beatífica. Para expresar esta condición de «ser capaz», pero
al mismo tiempo «necesitar una elevación», santo Tomás empleó la fórmula «potencia obediencial»,
que significa la capacidad de recibir esa ayuda de Dios.