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GRACIA, UN NIVEL DE VIDA MÁS HUMANO * Martín GELABERT BALLESTER, O.P.

Valencia
RESUMEN: El título de este artículo está inspirado en un texto del Vaticano II: “La santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la
sociedad terrestre”. La santidad es otra manera de designar la gracia, la acogida del amor de Dios por el ser humano. La gracia, por tanto, afirma
el Concilio, suscita un nivel de vida más humano. Y añade: incluso en la sociedad terrena. O sea, la acción de la gracia va más allá de lo
individual, tiene dimensiones sociales que, a veces, no se destacan suficientemente. Este artículo busca desarrollar estas dos dimensiones de la
gracia, mutuamente implicadas: su dimensión humanizadora y su dimensión social.

INTRODUCCIÓN
El misterio de la Encarnación, por el que Dios se hace hombre, descarta cualquier asomo de rivalidad entre Dios y el
ser humano. En la Encarnación encontramos la prueba más grande de la querencia que Dios tiene por el ser humano.
Pues en el querer ser como el amado está la prueba del amor del amante:
“quiso ser hombre por amar mucho al hombre; pues más es amado el amado por el amante, cuando el amante quiere
ser su amado, que si el amante no amase ser el amado. De donde, en este amor mayor se demuestra que Dios quiso ser
hombre”.11 RAMÓN LLULL, Llibre del gentil e dels tres savis (a cura d’Antoni Bonner), Patronat Ramon Llull, Palma 2001, 140.
“In propia venit”: vino a lo suyo, a su casa, dice Jn 1,11. Lo suyo es el hombre. Estamos ante la más perfecta relación
nupcial: Dios no viene a algo extraño, viene a lo suyo. Por eso ama al hombre como el marido ama a su mujer,
sabiendo que amando a su mujer se ama a sí mismo, pues ama su propia carne (cf. Ef 5,28-29).
El misterio de la Encarnación, como muy bien dice el Vaticano II, no concierne solamente a Jesús de Nazaret, sino, de
alguna manera, a todo ser humano. 2 A la luz de este misterio queda claro que cuando Dios y el hombre se acercan, lo
humano no queda anulado ni disminuido, sino potenciado y engrandecido. Y tanto más engrandecido queda cuanto
más lleno de Dios está. Este es el misterio de la gracia, este misterio por el que el Espíritu Santo se une a nuestro
espíritu (Rm 8,11), derramando el Amor de Dios en nuestros corazones (Rm 5,5), y haciendo que el ser humano pueda
así vivir la misma vida de Dios: “partícipes de la naturaleza divina” (2Pe 1,4).
2 Gaudium et Spes, 22.
Esta unión de Dios con el ser humano, que es el misterio de la gracia, transforma a la persona, pero no haciéndola
“otra”, sino haciéndola cada vez más sí misma, cada vez más acorde con su propia identidad y, por tanto, cada vez
más pacificada y reconciliada consigo misma, cada vez más a gusto con su propio ser,
más salvada, con más salud y más vida. Gracia es humanización.
Dios es factor de humanidad. De verdadera humanidad. Y, por eso, es también instancia crítica de falsas humanidades.
Así se comprende que esta humanización que produce la gracia no es aislamiento, no nos encierra en nosotros
mismos, sino que es factor de comunión con el resto de las personas; más aún, con el resto de la creación. Como muy
ha dicho el Papa Francisco “la persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en
relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas”. 33 Laudato
si’, n. 240.
La gracia es comunión y solidaridad. La acogida del amor de Dios tiene repercusiones sociales.
Hay un texto del Vaticano II, que ha inspirado el título de este artículo y que resume bien lo que, en adelante nos
proponemos desarrollar: “La santidad suscita un nivel de vida más humano, incluso en la sociedad terrena”. 4 Dios es el
único Santo, pero es también fuente de toda santidad; quiere hacer a los seres humanos partícipes de su vida, de su
alegría, de su paz y de su amor.
La santidad es otra manera de denominar la gracia, la acogida del amor de Dios por el ser humano. La gracia, por
tanto, afirma el Concilio, suscita un nivel de vida más humano. Y añade: incluso en la sociedad terrena. O sea, la
acción de la gracia va más allá de lo individual, tiene dimensiones sociales que, a veces, no se destacan
suficientemente. A partir de ahora nos centraremos en estas dos dimensiones de la gracia, mutuamente implicadas: su
dimensión humanizadora y su dimensión social. 4 Lumen Gentium, 40.
1.- LA CREACIÓN, PRIMER MOMENTO HUMANIZADOR DE LA GRACIA
La acción humanizadora de la gracia, del amor gratuito de Dios, comienza con la creación del ser humano. Dios crea
al ser humano por puro amor, sin ninguna necesidad, sin nada ni nadie que le condicione. Según el libro del Génesis,
cuando no había nada, la vida empezó gracias a la palabra de Dios: “dijo Dios” y apareció la realidad. Como punto
final de la vida aparece el ser humano: “dijo Dios: hagamos al ser humano”, varón y mujer (Gén 1,26-27). La acción
vivificadora de la Palabra encuentra su culminación con la aparición de un ser lógico, capaz de escuchar, de hablar y
de responder.
La Palabra de Dios crea todas las cosas, y las cosas son como dice la Palabra. Pero con el ser humano ocurre algo
nuevo: aparece un ser capaz de ser interpelado por la palabra, de responder a la palabra, aparece un animal locuente.
La palabra es algo más que información. Ella hará posible el encuentro, la relación, la confianza, la confidencia, el
intercambio de intimidades, el amor.
En la base de todo está la capacidad que tiene el ser humano de ser interlocutor de los demás humanos y de Dios. Esta
capacidad hace al homínido humano.
La teología dice que con la creación del ser humano, Dios realizó un acto “especial”. Lo que diferencia al hombre de
los demás animales (a todo hombre, desde Adán hasta el último de los humanos actuales) es que ha sido creado por
Dios de un modo más específico y directo que el resto de los seres naturales. No solo como un ser que “está ahí”, sino
como un ser que es capaz de pensar a Dios y de hablarle. Desde este punto de vista me parece impecable lo que
escribe Joseph Ratzinger:
“A partir de aquí podemos establecer realmente un diagnóstico sobre la forma en que se produjo la hominización: el barro se
convirtió en ser humano en el instante en el que un ser logró por primera vez formarse, aunque fuera borrosamente, la idea de
Dios. El primer tú que labios humanos –no importa cuán balbucientes– dirigieron a Dios señala el instante en el que el espíritu
irrumpió en el mundo. Ahí se pasó el Rubicón del proceso de hominización. Pues lo que constituye al ser humano como tal no es
el empleo de armas o del fuego, ni la invención de nuevos métodos de crueldad o de obtención de beneficios, sino su capacidad de
relacionarse directamente con Dios… Ahí radica la razón por la que es imposible que la paleontología fije el instante preciso de
la hominización: la hominización es el surgimiento del espíritu, al que no se puede desenterrar con ayuda de una pala”.5
5 Joseph RATZINGER-BENEDICTO XVI, Fe y ciencia. Un diálogo necesario, Sal Terrae, Santander 2011, 130. Al respecto es
interesante la afirmación del reconocido antropólogo Roy Abraham Rappaport (Nueva York, 1926-1997): el argumento relativo a
la presencia de la religión en la historia humana no sólo sugiere que la religión no podía
haber aparecido en ausencia de las características definitivas de la humanidad, sino también lo contrario: que, en ausencia de lo
que según el sentido común llamamos religión, la humanidad no podría haber salido de su condición pre o proto-humana…
Ninguna sociedad conocida por la antropología o por la historia carece de lo que los observadores razonables reconocerían hoy
como religión (citado por Juan M ARTÍN VELASCO, “La identidad cristiana: problemas y oportunidades en situación de
pluralismo”, en Tiempo de disenso. Creer pensar, crear, Fundación Chaminade-Tirant Humanidades, Valencia 2013, 67).
La humanización es un acto de gracia. El amor gratuito de Dios nos hace humanos. El paso del homínido al humano
no es solo resultado de un proceso evolutivo, sino también resultado de una interpelación divina (sin duda indetectable
por la ciencia6), de una palabra escuchada y de una palabra respondida. Por eso
Tomás de Aquino definía la creación como relación: “la creación no es en la criatura más que una relación al Creador,
como al principio de su ser”.7 Cuando hay diálogo, cuando hay relación con Dios hay ser humano. 8
6 Tampoco la ciencia puede datar el momento del paso del homínido al humano. Lo que podemos decir es que el humano “ya está
ahí”, pero el momento del paso escapa a la observación, entre otras cosas porque nadie estaba allí para observarlo.
2.- EL ACTO HUMANIZADOR ES LIBERADOR
Dios hace posible la aparición del ser humano. La creación es humanizadora por un doble motivo, pues el don de la
vida va unido al don de la libertad. En efecto, cuando crea a este interlocutor, que es el hombre, Dios lo hace sin
ninguna necesidad, sin ningún interés. La creación del humano es un acto totalmente libre
y, por eso, es liberador. Dios, al crear, no puede buscar su propio bien, porque ya lo posee en plenitud. Al crear, busca
el bien del amado. La dinámica del amor suele ser la siguiente: “te amo porque eres tú”, o sea, te amo porque hay algo
en ti que me gusta, me atrae, me complementa. Estamos ante un amor necesitado y utilitario. Pero la perfección del
amor no está en el “te amo porque eres tú”, sino en el “te amo porque soy yo”. Cuando Dios ama a los hombres no les
ama por lo que los hombres son. Eso sería amarles para su propia satisfacción. No. Dios ama “porque Dios es así”, un
amante que no puede más que
amar, un Dios que lleva la relación como elemento constitutivo de su ser. Me ama como soy, pero no me ama por lo
que soy. La razón de su amor está en él mismo. Dios me ama porque es Dios.
Dios es iniciativa de amor hacia su creación, porque él es comunión interpersonal, iniciativa de amor en sí mismo.
7 Suma de Teología I, 45, 3
8 “La relation du créateur et de l’humanité n’est pas limitée à l’influx causal de la production de la production de l’être: elle est
liée à une réciprocité” (Jean Michel M ALDAMÉ, L’atome, le singe et le cannibale. Enquête theólogique sur les origines, Du Cerf,
Paris 2014, 178).
Sólo cuando uno puede decir: “no te amo por lo que me puedes dar o por lo que te puedo sacar, te amo porque deseo
lo mejor para ti”, sólo entonces estamos ante un amor gratuito, en el que se vive la alegría del don. Eso no significa
que aquellos a los que amo de esta manera no puedan darme grandes satisfacciones e incluso serme muy útiles. Lo que
significa es que mi amor no está determinado por la utilidad ni por la satisfacción.
Según la versión latina de la biblia conocida como “Vulgata”, el salmo 15 dice así: “Deus meus es tu, quia bonorum
meorum non ages”. Dicho en castellano: “tú eres mi Dios porque no necesitas de mis bienes”. Un Dios que necesita
de mis bienes es un aprovechado. Y un pobre indigente. Precisamente porque no necesita nada mío, su amor es puro y
seguro. Porque si necesitase algo mío, si me pudiera sacar algo, siempre se podría sospechar que me ama por interés.
Pero no, Dios no quiere quitarme nada
porque no necesita ninguno de mis bienes. Si me ama, eso significa que su amor es totalmente gratuito. Un Dios que
ama así es seguro y fiable. Porque su fidelidad no depende de la mía: aunque nosotros le seamos infieles, él permanece
fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2,13). Si dejase de ser fiel, dejaría de ser Dios.
La fidelidad de Dios hacia mí depende sólo de Dios. No depende de mi respuesta. Por no necesitar, ese Dios amante
no necesita ni siquiera de mi agradecimiento, aunque lo busca y lo quiere, pero no lo necesita. Eso es amar gratis. El
amor es tanto más auténtico cuanto más gratuito es. Por eso el amor de Dios es de una pureza total. Nuestros amores
siempre son imperfectos y necesitan purificarse día tras día. En la medida en que vivimos la gratuidad como la más
auténtica dimensión de lo humano, en esa medida nos asemejamos a Dios. Y en esa medida crecemos en humanidad y
contribuimos al crecimiento de todas aquellas personas que son beneficiarias de nuestra gratuidad.
El acto liberador y desinteresado de Dios es una consecuencia directa de su todo poder y de su todo tener. Solo un ser
todopoderoso puede crear seres libres. Dios crea seres libres porque, al crear, no pierde nada. En cierto sentido cabe
decir que el hombre no le debe nada. 9 Si, al crear, Dios perdiera algo de su poder, entonces el hombre no sería
independiente porque sería deudor de Dios. Pero el todo poder de Dios es el poder de un amor generoso y
benevolente, el amor del que puede darlo todo y al darlo, lejos de perder, crea nueva riqueza, la riqueza del ser
humano resultado de una gratuidad total.
Al hacer libre al ser humano, Dios pone la base imprescindible para que el humano pueda amarle.
9 “Aquel a quien debo absolutamente todo, y sin embargo no menos absolutamente lo guarda todo, precisamente éste me hace
independiente. Si al crear al hombre, Dios hubiera perdido un poco de su poder, precisamente entonces no hubiera podido hacer al
hombre independiente” (S. KIERKEGAARD, Diario VII A 181)

3.- EL ACTO HUMANIZADOR ES DIVINIZADOR


Según el libro del Génesis (1,27), Dios creó al ser humano a su imagen. Ahí está el fundamento de la eminente
dignidad de cada persona. El hombre es una creatura, pero lleva en lo más profundo de sí mismo una apertura infinita
a Dios. Esta criatura finita, que es el hombre, está habitada por un deseo de infinito, y este deseo es constitutivo de su
ser. Precisamente porque es constitutivo de su ser es posible encontrar trazas de esta realidad en la experiencia
humana. Dicho de otra manera: la imagen de Dios en el ser humano explicaría un dato antropológico que, fuera de la
perspectiva de la fe, parece desembocar en el sin sentido. A este dato antropológico y a su respuesta de fe se refiere el
Vaticano II cuando dice: “todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad
(dato antro-pológico)… A este interrogante sólo Dios da respuesta plena y totalmente cierta”. 1010 Gaudium et Spes, 21;
cf. Gaudium et Spes, 22: “el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”.

Desde la perspectiva de la ciencia hay quién habla de desajuste de lo humano. “El cerebro humano, nota Arthur
Peacocke,11
posee capacidades que originariamente evolucionaron como respuesta a un desafío medioambiental de antaño, pero
cuyo actual ejercicio genera todo un espectro de necesidades, deseos, ambiciones y aspiraciones que no pueden ser
satisfechas en su totalidad de una manera armoniosa”.
Hay un desajuste, una contradicción en el ser humano que no se constata en los animales: mientras estos se encuentran
adaptados a sus respectivos entornos y satisfechos una vez que han comido (o copulado), el hombre nunca se
encuentra satisfecho del todo, ni consigo mismo ni con lo que tiene. El hombre es un ser pequeño, pero con deseos tan
grandes que la naturaleza nunca logra saciar. El hombre “está hecho de tal manera que no puede ser para sí mismo el
bien que le hace feliz”, decía san Agustín. 12
El ser humano es un ser finito, pero con capacidades infinitas. De ahí la insaciabilidad de su corazón. Se diría que el
ser humano no sólo pretende tenerlo todo, sino serlo todo. La ambición humana es tan desmesurada que, aunque no lo
sepa, ambiciona a Dios. Esta es la paradoja, la grandeza y la miseria del sujeto humano (todo junto): es un ser pequeño
y limitado, pero insaciable, de modo que, por mucho que se le dé y por mucho que consiga, nunca acaba de llenarse.
Más allá de la posesión siempre queda el deseo. Aparece así, desde presupuestos puramente antropológicos, una
posibilidad humana que no puede ser satisfecha en la existencia temporal. 13
11 Los caminos de la ciencia hacia Dios, Sal Terrae, Santander 2008,
12 Carta 140, c. 23, n. 56.
Es posible interpretar de muchas maneras esta insatisfacción permanente, esta inquietud nunca calmada, este constante
deseo de ser más. Para el filosofo Jean Paul Sartre este deseo de serlo todo es expresión de la tragedia del hombre,
cuya pasión es ni más ni menos que llegar a ser Dios. Pero, añade el filósofo, “la idea de Dios es contradictoria y nos
perdemos en vano: el hombre es una pasión inútil”. 14 No queda más remedio que cargar con la tragedia. Este
razonamiento está hecho desde presupuestos ateos, pero siguiendo la propia lógica del razonamiento, a saber, la
pasión del hombre es llegar a ser Dios, cabría concluir que si Dios existiera la pasión sería satisfecha. Todo el
problema, pues, está en la existencia de Dios.
Un razonamiento similar al de Sartre, pero desde presupuestos teístas, conduce a otra conclusión. Agustín de Hipona,
por ejemplo, también habla de “corazón inquieto” como constitutivo de lo humano. Pero su conclusión es que tal
inquietud quedará calmada al encontrar a Dios. 15 Así, pues, desde la fe cristiana es
posible decir que esta pasión de la que habla Sartre, lejos de ser inútil, es un deseo de divinidad y encuentra en Cristo
su mejor iluminación. El vacío insaciable de cada persona es el reflejo de su capacidad de Dios; en Cristo se revela
que esta capacidad puede ser satisfecha. El ser humano encuentra en Dios su plenitud; Dios responde a los mejores
deseos de su corazón. Detrás de todos nuestros deseos, pasiones e inquietudes late un deseo de divinidad.
Inspirándonos en Tomás de Aquino cabe decir que todo deseo es un deseo de Dios. 16
13 Cf. Jean-Michel MALDAMÉ, L’atome, le singe et le cannibale. Enquête theólogique sur les origines, Du Cerf, Paris 2014, 65. En
este mismo libro, en página 186 podemos leer: “le désir humain est-il marqué para une dimensión d’infini. Rien de borné ne vient
le rassasier. Il renaît toujours plus avant dans ses réalisations”.
14 El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1979, 747.
15 Confesiones I, 1.
El Concilio Vaticano II, haciéndose eco de una constante tradición teológica, dice que la vocación del hombre en
realidad es una sola, es decir, la divina. 17 Esta afirmación es una buena explicación teológica de porque todos los
deseos humanos son deseos de divinidad. Dios, al crear al hombre, solo tenía un objetivo, que fuera feliz. Pero esta
felicidad sólo puede lograrse por el encuentro con un amor capaz de colmar el corazón humano. Este amor es el de
Dios. Por eso, dice también el Vaticano II, todos los
seres humanos están llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo. 18 El acto humanizador de Dios en su
creación es también un acto divinizador, puesto que el ser humano creado por Dios ha sido hecho también para Dios.
Esta meta divina explica la paradójica situación de nuestra realidad humana: mientras no se encuentra con Dios no
acaba de encontrarse a sí misma.
4.- EL ACTO DIVINIZADOR PUEDE QUEDAR FRUSTRADO
Cuando digo que el acto divinizador puede frustrarse no estoy diciendo que sea un acto deficiente, del que Dios sería
culpable. La mala realización tiene su causa en el ser humano. Pero esta causa no proviene de una deficiencia, sino de
una perfección, a saber, la libertad constitutiva del ser humano. Libertad necesaria, como ya hemos dicho, para que
pueda darse amor. El amor de Dios hace posible la libertad humana, para que sea posible el amor del hombre a Dios.
16 “Todos,en cuanto apetecen sus propias perfecciones, apetecen al mismo Dios” (Suma de Teología I, 6, 1, ad 2).
17 Gaudium et Spes, 22.
18 Gaudium et Spes, 24.
El libro del Génesis nota la relación intrínseca que hay entre la libertad y el deseo del hombre de ser como dios. Como
hemos dicho el hombre ha sido creado con un solo fin, a saber, Dios mismo. Por eso, lleva una huella de Dios en el
fondo de su ser, que se traduce en un profundo vacío cuando no se llena de Dios.
El Génesis cuenta que una serpiente astuta y tentadora, aprovechándose de la pasión de divinidad que hay en el ser
humano, le propuso un camino para “ser como Dios” (Gen 3,4). El Nuevo Testamento proyecta una luz sobre esta
palabra de la serpiente, cuando dice que el ser humano ha sido llamado a participar de la más preciosa y sublime
promesa, a saber, “ser partícipe de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). A lo largo de toda la Escritura aparecen llamadas a
ser perfectos o a ser santos como el Padre celestial es perfecto y santo (Lv 19,2; Mt 5,48).
¿Dónde está pues el fallo en la palabra del tentador: “seréis como dioses”, si precisamente, dicho con estas o con otras
palabras, este es el gran deseo de todo ser humano, la meta de su existencia, que se corresponde con aquello que Dios
quiere precisamente para que el hombre sea feliz? Como bien supo ver san Agustín el error del humano estuvo en
querer ser como Dios sin Dios, en no reconocer que solo era divinizable por gracia. 19 El hombre quiso construirse a sí
mismo desligándose de la fuente de la vida. Se situó así en una posición imposible, contradiciendo la esencia misma
de su ser, pues su ser es ser “de Dios”. Cuando el hombre quiere ser prescindiendo de quién le da la vida, en vez de
construirse, se pierde. Como dice Kierkegaard “al perder a Dios se pierde el yo; carecer de Dios es carecer de yo”. 20
19 Según Agustín al hombre le encantó escuchar de boca de la serpiente “seréis como dioses”. Pero se equivocó “no queriendo ser
semejante a Él por Él, sino tratando de ser semejante a Dios por sí mismo” ( De Trinitate X, 5, 7). Sobre esto: Martín G ELABERT,
La astuta serpiente, Verbo Divino, Estella 2008, 80.
20 S. KIERKEGAARD, Traité du désespoir, Gallimard, 1949, 101. En línea kierkegardiana puede leerse lo que escribe Wolfhart
Sin Dios, el deseo de Dios queda necesariamente frustrado. Dicho lo cual, demos un paso más en nuestra reflexión,
precisando bien el alcance de la divinización.

5.- EL ACTO DIVINIZADOR, “PERFECCIÓN” DE LO HUMANO

Cuando decimos que el ser humano ha sido hecho para Dios, o cuando la teología habla de la gracia como
divinización, este ser hecho para Dios o este ser divinizado debe entenderse no como una anulación de lo humano,
sino precisamente como su perfección.
El evangelio lo expresa mediante esta paradoja: el que se busca a sí mismo, se pierde. Porque la vida se encuentra al
entregarla. No se trata pues de perder la vida, sino de encontrarla. El secreto está en “la entrega”. Puede parecer una
pérdida, en realidad es la máxima ganancia. Por eso, se hace necesario encontrar una explicación de cómo el Espíritu
se une a nuestro espíritu o de cómo nuestro espíritu se entrega al Espíritu y, en esta unión de espíritus, el nuestro es
más nuestro que nunca. No podemos entender la divinización, la unión con Dios, como pérdida o disolución de lo
humano. Este es el peligro de algunas expresiones o efusiones místicas. Hay que huir de comparaciones que vayan en
esta dirección: la unión del hombre con Dios no puede entenderse según el modelo de una brizna de llama que ya no
se distingue por sí misma cuando se une a una gran llama, o el modelo de la gota de agua que se disuelve en el océano
divino, desapareciendo totalmente como tal gota. 21 Mucho mejor es el modelo del abrazo: al abrazar, abro los brazos
para crear un espacio en mí… pero para el otro. Los brazos abiertos son una invitación para que el otro, al venir a mí,
se sienta como en su casa.

PANNENBERG, Teología sistemática, II, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid 1996, 270.
21 Cf. Martín GELABERT, “Mística, teología y carisma”, en Teología Espiritual 174 (2014) 292-294. BENEDICTO XVI (Deus
caritas est, 10) lo ha dicho de esta manera: “se da ciertamente una unificación del hombre con Dios –sueño originario del
hombre–, pero esta unificación no es un fundirse juntos, un hundirse en el océano Divino; es una unidad que crea amor, en la que
ambos –Dios y el hombre– siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se convierten en una sola cosa: 'El que se une al Señor, es
un espíritu con él', dice san Pablo (1 Cor 6,17)”.

En un abrazo mutuo nadie permanece intacto, porque cada uno enriquece al otro y, sin embargo, ambos siguen siendo
ellos mismos. 22 En el caso de la relación de Dios con el ser humano habría que matizar que en este modelo del abrazo
la causa del enriquecimiento mutuo está siempre en Dios que, al abrazar al hombre, en cierto modo, se enriquece
haciéndose Emmanuel, “Dios con nosotros” (Mt 1,23) y, por supuesto, enriquece al hombre, le hace partícipe de su
amor y de su vida, le diviniza, pero el hombre sigue
siendo él mismo.
La divinización humana no consiste en dejar de ser lo que uno es, o en buscar realidades divinas que supuestamente
nos llevarían más allá de lo humano. Hablando de la imitación de Dios, que sería lo propio de un ser creado a imagen
y semejanza de Dios, Tomás de Aquino se plantea un problema y ofrece una respuesta que resulta orientadora para
entender que, al divinizarnos, Dios nos humaniza. El problema sería: la naturaleza divina no puede estar limitada por
ninguna realidad material que, por definición, es finita; por eso Dios es Espíritu puro. Parecería pues, que la imitación
de Dios por parte del hombre consistiría en abandonar un elemento constitutivo de su ser hombre como es la
corporalidad. Así se asemejaría más a Dios.
22Me inspiro en el teólogo protestante croata Miroslav Volf: “Al abrazar, abro los brazos para crear un espacio en mí... pero para
el otro. Los brazos abiertos muestran que no sólo no quiero estar aislado sino que hago una invitación al prójimo para que venga,
para sentirse como en casa, en mi hogar. En un abrazo mutuo nadie permanece intacto, porque cada uno enriquece el otro y, sin
embargo, ambos siguen siendo ellos mismos”. Lamento no poder dar más referencias. He encontrado este texto en el manuscrito
de una conferencia que Jean Jacques Pérennès dio en La Habana.
Respuesta de santo Tomás: “Una cosa se asemeja más a Dios cuando tiene cuanto requiere su condición natural,
porque entonces mejor imita la divina perfección. Por eso, el corazón de la criatura más se asemeja a Dios inmóvil
cuando se mueve que cuando se para; porque el moverse es una perfección para el corazón, mientras que pararse es su
muerte”.23 En otras palabras: la semejanza del hombre con Dios está en encontrar el estado que mejor conviene y
perfecciona al hombre, y no en repetir supuestos estados divinos que no adecuarían con lo que el hombre es. El
ejemplo del corazón inmóvil es significativo: quizás para Dios el moverse, o sea, el cambio, puede parecer una
imperfección.
Pero para el hombre, el moverse es una perfección. Y de lo que se trata es de la perfección. Para ser como Dios el
hombre debe realizar lo que le perfecciona.
En un lenguaje más pastoral, pero yo diría que en la misma línea de santo Tomás, los Obispos latinoamericanos,
inspirándose en Pablo VI,24 escribieron:
“Así como otrora Israel, el primer Pueblo, experimentaba la presencia salvífica de Dios (=eso es la gracia) cuando lo liberaba
de la opresión de Egipto, cuando le hacía pasar el mar y lo conducía hacia la tierra de la promesa, así también nosotros, nuevos
pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da ‘el verdadero
desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones de vida más
humanas”.
El texto de los Obispos habla de presencia salvífica de Dios. Pero eso es exactamente lo que la teología entiende por
gracia. La gracia, pues, aparece, cuando se dan condiciones de vida más humanas. Por el contrario, el pecado, lo
opuesto a la gracia, se hace presente en las condiciones de vida menos humanas. Los Obispos latinoamericanos
explicitan lo que pueden ser condiciones de vida más y menos humanas:
“Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimum vital y las carencias morales de los que están
mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener y del abuso del poder, de
las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la
posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la
cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de
pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de
los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin, especialmente, la fe, don de Dios acogido
por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la
vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres”. 25 CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, Documentos de Medellín,
6.
En suma: Gracia es Dios que ama y salva. Pues todo auténtico amor quiere lo mejor para el amado. Por eso, la
salvación, lejos de alienarnos, nos hace ser lo que de hecho somos y nos orienta en lo mejor de nosotros mismos. No
puede haber oposición entre lo que el hombre es y lo que Dios le hace ser, pues Dios precisamente le hace ser lo que
es.26 Dios es una idea forjadora de identidad. Con
26Estas palabras de Bernard Sesboüé van en la misma línea: “Dieu nous sauve en respectant ce que nous sommes et ne veut pas
faire des hommes sauvés des êtres qui ne seraient plus des hommes. Le salut ne peut être considéré comme une déshumanisation
mais comme notre humanisation pleinement accomplie. De même, notre divinisation n’est en rien contradictoire à notre
humanisation. Elle en est paradoxalmente le sommet. Jamais homme n’a été plus homme que le Christ, Fils de Dieu” (Bernard
SESBOÜÉ, L’homme, merveille de Dieu, éditions Salvator, Paris 2015,
Dios nos orientamos hacia nuestra verdadera identidad, hacia nuestra propia verdad. Y nuestra verdad es que, al estar
hechos a imagen y semejanza de Dios, estamos hechos para la comunión.
De ahí que, al hacernos más humanos, la gracia nos abre a los demás, hace de nosotros sujetos solidarios, seres que se
realizan en el amor a Dios y al prójimo.
La gracia nos orienta a la búsqueda de lo mejor de uno mismo, que es Dios. Y a la búsqueda de las huellas de Dios en
este mundo, huellas que se detectan allí donde se dan condiciones de vida más humanas, allí donde el bien triunfa
sobre el mal. Este triunfo del bien sobre el mal debe darse a todos los niveles, no solo personales e individuales, sino
también colectivos e institucionales.
De esta acción de la gracia en lo colectivo e institucional vamos a tratar en nuestro siguiente apartado.

6.- GRACIA, ESTRUCTURAS SOCIALES Y PROGRESO TEMPORAL

La gracia tiene una función sanante, librarnos del pecado, para poder realizar su función fundamental, que es la
elevante o divinizadora, hacernos hijos de Dios, semejantes a Dios. Ambas funciones son humanizadoras. La sanante
porque el pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud; 27 el pecado es un atentado contra nuestra
naturaleza, contra nuestro propio bien; 28 de ahí que los pecadores son enemigos de sí mismos (Tob 12,10). 27 Gaudium
et Spes, 13.
28 Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los gentiles, III, 122; Suma de Teologia, I-II, 73, 2; 78, 3; 109, 8.
Hoy hay que tener en cuenta los múltiples rostros del pecado, de la deshumanización, y por tanto los múltiples lugares
donde se hace necesaria y urgente la acción humanizadora de la gracia, para pasar de condiciones de vida menos
humanas a condiciones de vida más humanas. A estos múltiples rostros del pecado aluden las nuevas adjetivaciones
con las que modernamente el mismo magisterio ha calificado al pecado: crímenes contra Dios y contra el hombre,
pecados que claman al cielo,29 pecado estructural,
pecados contra la creación.31 Como contraste la acción humanizadora de la gracia debe actuar en todo aquello que
redunda en bien de la persona: la paz, la justicia, la concordia entre los pueblos, la ecología, y también las estructuras
sociales, técnicas, políticas y económicas. La acción del pecado y de la gracia
van más allá de lo puramente personal e interior, para adquirir hoy rostros sociales que en tiempos pasados no eran tan
fácilmente detectados. A esta ampliación de la acción de la gracia se ha referido el Papa Francisco con estas palabras:
“Nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social
y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que
afectan a los ciudadanos... Una auténtica fe, que nunca es cómoda ni individualista, siempre implica un profundo deseo de
cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra... Si bien el orden justo de la
sociedad y del Estado es una tarea principal de la política, la Iglesia no debe quedarse al margen en la lucha por la justicia”. 32
No podemos detenernos en todos los aspectos humanizadores de la gracia y deshumanizadores del pecado. Por eso,
para concluir nuestra reflexión vamos a ocuparnos de uno de ellos: la acción de la gracia en las estructuras. Si están
movidas por la gracia, redundarán en beneficio del hombre y si están movidas
por el pecado en perjuicio del hombre.
29 Catecismo de la Iglesia Católica, 2314, 1867.
30 JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 36-40.
31 FRANCISCO, Laudato si’, 8.
32 Evangelii Gaudium, 183.
El Vaticano II se refirió a la importancia que tiene para el Reino de Dios el progreso temporal, en la medida en que
contribuye “a ordenar mejor la sociedad humana”. 33 En la perspectiva de nuestras reflexiones interesa la otra cara de la
cuestión: ¿en qué medida el reino de Dios incide en el progreso temporal? ¿Qué
tiene que ver la fe cristiana con los proyectos humanos de realización? ¿Qué aporta el Evangelio a la ciencia y a la
técnica? ¿Acaso el amor de Dios sólo tiene repercusiones en la interioridad personal, mientras que la economía, la
política, la ciencia tienen sus propios dominios autónomos? Incluso, según como se enfoque la política o la ciencia,
hasta podrían hacerle la competencia al mensaje evangélico, puesto que estos dominios seculares resuelven con más
“eficacia” que la oración muchos de los problemas con los que se enfrenta la sociedad de hoy.
Todo proyecto de liberación, toda mejora social y todo avance científico que contribuye a mejorar las relaciones entre
los seres humanos, es transmisor de gracia. En tales realidades Dios nos sale al encuentro. Ahora bien, si tales
proyectos pueden ser el punto de inserción de la gracia, pueden también escapar a sus exigencias de universalidad,
ausencia de discriminación y superación.
En este sentido, todos los proyectos humanos son ambiguos. Pueden servir para bien y utilizarse para mal. Por eso, la
gracia los confronta con las exigencias del amor de Dios revelado en la cruz de Cristo. Todos necesitan ser iluminados
por el Evangelio. Así, la gracia actuará para suscitar tales proyectos
donde faltan, para estimularlos donde duermen, para rectificarlos donde se desvían. Y siempre para elevarlos con su
suprema inspiración, lo que significa excluir toda discriminación, toda manipulación, toda esclavitud, todo egoísmo,
todo aquello que no se ordena a “lograr más justicia, mayor fraternidad y un más
humano planteamiento en los problemas sociales”. 34
33 Gaudium et Spes, 39.
34 Gaudium et Spes, 35.
El hombre de hoy es capaz de planificar y realizar grandes cosas.
En esta medida, el campo de acción de la gracia, pero también el campo de acción del pecado, es cada vez más
amplio. Lo que la gracia pretende es liberar al hombre del pecado, del pecado de la humanidad y del pecado personal.
Esta liberación exige hoy que se desvelen las formas concretas que reviste el pecado en la vida individual y social, así
como el poner en práctica todos los recursos que pueden favorecer las formas auténticas de la existencia humana. La
predicación de la gracia es más necesaria que nunca.
El Evangelio no entra a discutir cuestiones técnicas u organizativas.
El problema de las dimensiones de una empresa o de la mayor o menor centralización política es un tema técnico y no
ético. Otra cosa es la mentalidad que, a veces, invade a las instituciones y la tendencia de muchos organismos a agotar
toda la problemática de las relaciones humanas. Más aún, hoy el problema
de la técnica o de la economía es que suelen estar al servicio del poder. 35 Y pueden convertirse así en instrumentos de
desgracia, de enriquecimiento excesivo de unos pocos, de excesivo control de las personas, en definitiva, de
deshumanización.
Tampoco la política es la solución de todos los problemas (pobreza, inmigración, paro, tragedias familiares, pueblos
empobrecidos, etc.). ¿Quién pone límites al poder? ¿Con qué criterios se rige la economía? La eficacia puede ser
inhumana, injusta, opresora. Por eso la ciencia y la política deben ser conscientes de sus límites y tomar opciones
inspiradas por un humanismo. Y aquí interviene la gracia. La ciencia y la técnica no son malas. Lo son en cuanto se
convierten en fundamento de sí mismas, se cierran
sobre sí mismas y se erigen en principio único y determinante de todo lo demás. Cuando así ocurre el hombre se
pierde como apertura a los demás y a Dios, y anticipa su desgracia.

35 “Nunca la humanidad tuvo tanto poder, y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien… ¿En manos de quién está y puede llegar a
estar tanto poder?” (FRANCISCO, Laudato si’, n. 104).
En suma, el Evangelio de Cristo no sólo ofrece sentido a la vida.
Ilumina también las realidades sociales, políticas, económicas, técnicas, laborales, ecológicas, en la dirección del
auténtico bien del ser humano. Se convierte además en instancia crítica de toda injusticia. De modo que la gracia
transforma todas las dimensiones de la persona, de la historia, de la sociedad y del
mundo. El hombre ilustrado y desarrollado de hoy puede llegar muy lejos. Para mal y, por suerte, para bien.

7.- CRISTO, EL HOMBRE PERFECTO

Este apartado final podría haber sido nuestro apartado inicial.


En cualquier caso la consideración de Cristo como “hombre perfecto” es la clave para entender cualquier
consideración sobre la acción humanizadora de la gracia. En él se unen indisolublemente la plenitud de gracia y el
“nivel de vida más humano”. Cuando el Vaticano II califica a Jesús de “hombre perfecto”
está dando un paso adelante en relación a lo que decía el Concilio de Calcedonia. Cristo no es solo perfectamente
humano, verdadero hombre; es también la perfección de lo humano, el hombre que Dios, desde siempre, ha querido y
buscado. En la humanidad de Jesús, Dios se ve reflejado. Pero precisamente por esto, la humanidad de Jesús es la
humanidad más lograda, más acabada, mejor realizada, la que se corresponde totalmente con el proyecto de Dios. Por
eso, Cristo, Hombre perfecto, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación.36 Mirándole a él, sabemos a qué atenernos para realizar la imagen de Dios con la que todos hemos sido
creados. 36 Gaudium et Spes, 22.
Jesús revela en su persona la verdad del hombre, al mostrarse él mismo como el “verdadero hombre”. Insisto: no se
trata solo de que Jesús haya sido humano, semejante en todo a nosotros, aunque esto sea necesario para mantener la
verdad de la Encarnación. Es necesario, además que en su humanidad, en su manera de existir y de comportarse,
estemos ante un hombre verdadero, es decir, un hombre cuyas reacciones más espontáneas sean auténticas, justas, de
modo que cualquier testigo de su vida se sienta movido a hablar y obrar como él, puesto que Jesús revela en su
persona lo mejor del ser humano. Lo que cada uno de nosotros siente como una posibilidad lejana y hasta utópica,
aunque deseable, Jesús lo revela realizado como si fuera lo más natural del mundo. 37
Como bien dice el Vaticano II “Cristo es principio y modelo de esa humanidad renovada, a la que todos aspiran, llena
de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu de paz”, 38 porque él “nos enseña que la ley fundamental de la perfección
humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor”. 39 Nunca un hombre ha
sido más hombre que Cristo, el Hijo de Dios.
37 Cf. BERNARD SESBOÜÉ, L’homme, merveille de Dieu, éditions Salvator, Paris, 2015, 295. En esta obra en pág. 328 se lee:
“Qu’est-ce qu’être un homme? C’est être et vivre comme Jésus qui accomplit la vocation de l’homme”.
38 Ad Gentes, 8
39 Gaudium et Spes, 38

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