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EL PRÍNCIPE AZUL OSCURO.

TRAMPAS EN LAS RELACIONES DE PAREJA


Miguel Lorente Acosta
(Capítulo del libro “Tú haz la comida, que yo cuelgo los cuadros”)

Las últimas investigaciones científicas sobre el tema al


parecer han demostrado que cuando el Príncipe se acercó a la
Bella Durmiente para despertarla, no fue el beso el que
consiguió sacarla de su estado, sino su mal aliento. Se
desconocen las causas del mismo, si era debido a un problema
estomatológico o a alguna comida pesada y condimentada que
habría tomado durante el trayecto entre su palacio y la casa de
Bella, pero la cara que puso esta al despertar no dejaba lugar
a la duda.

Algo huele mal alrededor de las relaciones de pareja


construidas sobre el modelo tradicional, y no sólo es el
aliento de determinados príncipes que se presentan como
salvadores de sus princesas. Las dos grandes referencias sobre
las que se construye la relación de pareja, la dependencia-
sumisión de la mujer a la figura del hombre y la imagen
romántica del vínculo, son las principales trampas que atrapan
a las mujeres en unas uniones que se vuelven contra ellas de
las formas más variadas, desde la renuncia a sus elementos de
identidad, personas cercanas y entornos de relación, hasta la
violencia como forma normalizada de mantener el orden impuesto.

La relación de pareja ha sido y es el micro-orden donde


incorporar, materializar, aplicar y reproducir las referencias
y mandatos que el macro-orden de la cultura establece en la
sociedad. Es presentada como la culminación a nivel individual,
y por tanto con toda una serie de variaciones personales del
proceso de socialización. La socialización es el camino para
alcanzar los objetivos marcados por la identidad, y la relación
de pareja es el destino donde la identidad se expande para
desarrollarse e toda su dimensión: individual sobre los roles
asignados a hombres y mujeres dentro de ella, familiar y
social. Hasta ese momento las relaciones con el otro sexo, con
o sin el establecimiento de un vínculo de pareja percibido como
estable, se mueven sobre lo común, sobre aquello que se
considera que es lo que se espera de cada uno en ese espacio
público. Pero a partir del establecimiento de una relación de
pareja formal y el inicio de la relación en la intimidad, lo
común se desarrolla a través de la traducción que se hace de él
desde el componente individual.

El objetivo último de todas estas referencias es permitir que


la relación de pareja se instaure sobre la desigualdad. Una
desigualdad entendida y percibida como normal bajo la idea de
que como hombres y mujeres no son iguales, su posición y
responsabilidades dentro de la pareja tampoco deben serlo, y
con independencia de las tareas que cada uno asuma, tareas que
como sabemos están llenas de trampas, como por ejemplo la idea

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de “tú haz la comida que yo cuelgo los cuadros”. Lo que
realmente busca el modelo es una relación asimétrica que
permita al hombre ocupar una posición de poder sobre al mujer,
y tener el control de la propia relación. Por eso la clave no
está en la asunción de determinadas tareas y, por ejemplo, hay
hombres que hacen cualquier tipo de labor doméstica, incluido
el cuidado de los hijos e hijas, ni tampoco en que esa posición
de poder sea ejercida de manera injusta exigiendo privilegios o
utilizando la violencia, un hombre puede comportarse en la
relación de la manera más pacífica, bondadosa, dialogante y
responsable, lo importante del modelo es que atribuye la
posición de autoridad a los hombres con la complicidad de una
sociedad que entiende que las cosas deben ser de ese modo. Y
esta autoridad no tiene por qué mostrarse a cada instante, sólo
cuando quien la posee lo considera necesario.

Por lo tanto la crítica se dirige contra la desigualdad y las


referencias que crea para que estas posiciones injustas de
hombres y mujeres se reproduzcan. El resto de críticas debería
ser algo consecuente y lógico ante una aproximación racional a
la situación descrita, pero el hecho de que no se produzca
ninguna crítica frente a la asunción de la mayor parte del
trabajo doméstico por las mujeres, aún cuando ellas también
trabajan fuera de casa con un horario similar al de los
hombres. En este sentido, los últimos datos del Informe del
Consejo Económico y Social -2011- indican que las mujeres
dedican 4´25 horas al día a las tareas domésticas, mientras que
los hombres sólo dedicaban 2’28 horas, es decir, las mujeres
dedican un 86’4% más tiempo que los hombres. Por otra parte, el
hecho de que tampoco haya un rechazo manifiesto frente a la
violencia de género, cuestionando sólo determinados resultados
marcados por la intensidad de la violencia o por la gravedad de
las lesiones, es más el 1’4% de la población considera que la
violencia de género es “aceptable en algunas ocasiones”, ya es
lo suficientemente significativo para que tomemos conciencia de
la normalidad tramposa y perversa que se ha construido
alrededor de la relación de pareja.

El problema no está, por tanto, en los resultados graves de las


agresiones que se pueden producir a partir de ese modelo, el
problema reside en la injusticia de un modelo desigual y en la
estructuración de las relaciones individuales de pareja,
familia y sociales sobre la desigualdad normalizada a partir de
esos valores. En consecuencia, nuestros esfuerzos deben
dirigirse a cambiar esas referencias que llevan a que las
mujeres acepten un modelo que las domina y agrede, en ocasiones
hasta la muerte, y que conduce a los hombres a reproducir una
masculinidad impuesta en la que también hay quien se siente
atrapado y, sobre todo, frustrado, algo que cada vez ocurre con
más frecuencia cuando la referencia de estabilidad que suponía
para el hombre la relación de pareja, se ha visto alterada
gracias a la crítica que las mujeres han hecho al modelo
tradicional.

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Sin embargo, no es sencillo. No estamos hablando de espacios
aislados e inconexos, tampoco de una deriva de los
acontecimientos o de una ausencia de intencionalidad para que
las cosas sean así. Todo lo contrario. Cada uno de los
escenarios forma parte del todo de ese orden construido sobre
la desigualdad, y contribuye a su refuerzo y a su
mantenimiento, por eso todo está preparado para su perpetuación
y para que la trampa haga de la normalidad el mejor argumento
para que todo sea como tiene que ser. De ahí la trascendencia
de la relación de pareja a la hora de incorporar lo común a
través de lo individual.

EL CUENTO DE LA HISTORIA

Érase una vez, y sigue siendo todavía, pero no una, sino


muchas, un reino en el que las damas crecían felices
aprendiendo en sus casas a bordar, cocinar, lavar y fregar,
mientras que los apuestos caballeros tenían que marchar más
allá de las murallas a defender sus tierras y los tesoros que
guardaban en el cofre de sus cabezas, que no eran otros que sus
ideas de poder y riqueza. Como no había guerra (cuando no la
había), montaban espectáculos, competiciones y creaban
situaciones donde mostrar y hacer gala de sus cualidades
viriles, para después, mientras las damas cocinaban y atendían
a su prole, comentar alrededor de una copa de vino o una jarra
de cerveza las incidencias y anécdotas de su arriesgada vida.

Luego, al regresar al hogar, la dama debía hacerle recuperar la


tranquilidad y eliminar la tensión acumulada, al mismo tiempo
que procurar el bienestar físico buscando la comodidad y
saciando sus necesidades. Es la paz del hogar.

Algo ha fallado en este tipo de relación feudal que se


establece en la pareja entre el hombre-señor y la mujer sierva.
Cuando la realidad del día a día nos muestra las dificultades
que existen en todos los sentidos para poder establecer una
vida en pareja (dificultades para conseguir una vivienda,
problemas para obtener un trabajo, salarios muy bajos,
inestabilidad laboral, incompatibilidad de horarios, nivel de
vida elevado,...) cuando esa misma realidad se transmite el
problema de la situación de la mujer en una sociedad
androcéntrica, que la discrimina y la relega a un papel
secundario en el que no es suficientemente reconocida, y cuando
nos encontramos con la triste y dramática realidad de la
violencia que se ejerce en los diferentes ámbitos de la
sociedad contra las mujeres… algo o alguien debería entender
que las formas y el sistema de socialización de hombres y
mujeres no son las adecuadas, y están contribuyendo a que se
perpetúen los papeles asignados a hombres y mujeres cuando el
“érase una vez” realmente fue.

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A las mujeres les hacen soñar con su príncipe azul, y se pasan
la vida esperándolo. No se trata de un príncipe azul, sino del
suyo, porque no es que haya un príncipe azul para todas, sino
que cada una puede tener el suyo. No es necesario que cumpla
unos requisitos o una serie de garantías de calidad, sino que
la sociedad, esa narradora del cuento de hadas madrinas, le
cuenta a las mujeres que todas ellas tendrán un príncipe azul
que llamará a su corazón como antes llamaron al de
Blancanieves, la Bella Durmiente, Cenicienta, Pretty woman o la
niña de los Rodríguez, que “se casó muy bien casada”. No hay
forma de identificarlo, porque al contrario de lo que cuentan,
no llevará corona en su cabeza, ni pieles de armiño sobre sus
hombros, ni montará en un corcel blanco rodeado de pajes
haciendo sonar trompetas a su paso, al tiempo que los
animalillos del bosque salen al camino sonrientes y sumisos, y
los pajarillos revolotean sobre sus cabezas con sus travesuras.
La única forma de identificarlo es su masculinidad, el hecho de
que se trata de un hombre. Es la envoltura en la que se
presentan los príncipes ante ellas, rescatadores, salvadores,
capaces de hacerlas felices y de posibilitar su realización
como madres, esposas y amas de casa, en definitiva, para que
lleguen a ser “auténticamente mujeres”.

Desde la más tierna infancia las niñas sueñan con su príncipe


azul, saben que llegará y ellas lo esperan. Conforme van
creciendo, como si fuera el mecano de sus hermanos, ellas van
colocando características alrededor del Kent, el novio de
Barbie, o de Lucas, el de Nancy. Cuando llegan a la
adolescencia ese ideal de príncipe azul imaginado suele tomar
forma en la persona de algún cantante o actor famoso, de este
modo las paredes de su cuarto y las carpetas de apuntes del
colegio se llenan de fotos con la misma cara que también
empapela su corazón. Las fans, los medios de comunicación que
los introducen a diario en sus vidas, los twitters, whatsapp y
los chats internáuticos hacen más creíble y más posible esa
relación idílica.

A partir de ese momento dejan de colocarse piezas sobre el


germen inicial de príncipe azul y se actúa de forma contraria.
Se inicia un proceso de remodelación del príncipe soñado y se
van sustituyendo elementos para configurar una nueva imagen, no
un nuevo concepto, este permanece inalterable, de su príncipe
azul. De este modo los ojos verdes son sustituidos por otros
marrones y con las pestañas más cortas y sin rizar, los labios
carnosos por unos finos en los que se aprecia una pequeña
cicatriz que se hizo cuando se cayó de la bicicleta a los cinco
años y tuvieron que darle varios puntos de sutura, y la barba
de tres días sin afeitar que queda tan sexy en la portada del
disco, por unas mejillas y un mentón barbilampiño con acné. Se
ha pasado a la materialización del ideal del príncipe azul de
sus sueños, a la realidad en forma de compañero de clase o
amigo del barrio, consumándose una metamorfosis afectiva
inversa que lleva de la mariposa deseada a la larva encontrada.

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Y es que en una sociedad como la nuestra no hay relaciones de
puesto de trabajo ni, por lo tanto, ofertas laborales para
príncipes azules. Al hombre no se le educa ni se le enseña a
ser príncipe azul, a él se le ha formado en un mundo en el que
“los niños deben estar con los niños y las niñas con las
niñas”. A los niños se les enseña a ver a las mujeres como un
complemento ideal, como un objeto cuya consecución no sólo les
proporcionará satisfacción individual, sino que, además,
dependiendo de la consideración o cotización de la chica en el
mercado de las conquistas, le dará también un reconocimiento
entre los demás hombres, que se moverán entre la admiración y
la envidia, y una mayor consideración entre las propias
jóvenes, que identifican en él algunas de las características
que ya antes habían colocado en el príncipe de sus sueños,
entre las que no suele faltar el hecho de que sea apreciado y
deseado por otras compañeras, pero resultar ella la elegida.
Esta situación refuerza los papeles del hombre conquistador
cuyo éxito está en aumentar el número de mujeres y el mejorar
las características de la mujer conquistada, mientras que el de
las mujeres que entran en ese juego de conquistador-
conquistada, no se basa en el número de hombres con los que ha
tenido una relación, ni siquiera en si alguno de ellos era de
los más admirados por sus dotes de Don Juan, en estos casos
sólo se le valora algo mientras dura la relación, no después,
por eso el verdadero éxito de la mujer está en retener al
hombre, en mantener la relación todo el tiempo posible.

La idea del príncipe azul en la mujer y la identificación de


este concepto con cada uno de los hombres con los que establece
una relación, también tiene su trampa, pues como hemos
indicado, no hay forma de reconocerlo a priori, sólo se dará
cuenta cuando sienta algo especial en su corazón, que
lógicamente vivirá ante cada hombre con el que inicie una
relación afectiva. El mensaje siempre es el mismo: esperar a
que aparezca y se presente ante ella. Y así se pasa la vida,
esperando al futuro y desesperando en el presente, porque
primero espera a que aparezca, y luego cuando ve que el
aparecido realmente no es como el hombre de sus sueños, espera
a que este cambie y se transforme en su ideal principesco. Al
final se produce, pero no porque él cambie, sino porque ella
modifica sus criterios debido, entre otros factores, a la
propia actitud del hombre en la relación, que empieza a imponer
su autoridad, a hacer cumplir sus criterios y a recurrir al uso
de la violencia cuando todo ello no se hace con la facilidad y
la rapidez que él desea. Así se consolida la relación desigual
que el hada madrina de la sociedad narraba para uno y para
otra, él como guerrero del antifaz y ella más como sierva
servil y afectuosa.

La combinación de esos dos elementos, por una parte la relación


basada en el concepto de hombre como príncipe azul por llegar,
y por otra el reconocimiento del éxito de la mujer en el hecho

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de retener al hombre que la ha elegido, resulta especialmente
peligrosa para la interiorización de los papeles de sumisión y
dependencia de la mujer respecto al hombre, pues todo se reduce
a esperar y aguantar, aún en la violencia.

Si la mujer sueña con encontrar esa relación idílica y cree


haberla conseguido ante cada nueva relación, pensando que si
ese hombre concreto no encaja en el molde que tenía sobre su
ideal azulado es cuestión de tiempo para que él mismo se vaya
quitando el disfraz de plebeyo, y percibiendo de forma objetiva
que el entorno la va a valorar más conforme sea capaz de
retener por más tiempo a ese hombre, al final ante sus ojos el
hombre será el príncipe esperado, pues ella hará todo lo
posible por mantener la relación para no sentirse fracasada.
Así, el objetivo de satisfacción individual de su príncipe
azul, y el de reconocimiento social basado en el mantenimiento
de esa relación, hacen que la mujer tenga que ir aceptando las
imposiciones de todo tipo por parte del hombre individual y de
la cultura en general, llevando a que dicha relación se tenga
que mantener “a cualquier precio”. Todo el terreno de las
relaciones es como un campo minado de trampas.

La desigualdad inicial se acentúa y conforme la mujer da más y


cede más terreno en su relación, menos considerada es y menos
recibe, facilitando de ese modo la utilización de medios y
actitudes cada vez menos considerados para mantener el control
y la sumisión de una mujer, que empezó siendo “muy respetada”
como concepto y cada vez es más desconsiderada como persona. La
violencia que supone una relación desigual y en claro
desequilibrio termina por presentarse en forma de agresión, lo
cual consolida, ya de forma definitiva, esta situación.

El príncipe ha pasado a vivir como un rey y asciende a su trono


de “pater familias”, mientras que la mujer se convierte en
esclava, tanto por la forma de la relación jerarquizada que se
establece como por su conducta servil, sumisa y a disposición
del hombre.

La situación es tan caótica en su esencia a pesar de formar


parte de la normalidad de un determinado orden, que da lugar a
una verdadera situación paradójica. El hombre en su papel de
rey y señor se siente especialmente seguro en su reino
particular del hogar, y sale fuera cada día con la confianza
que le proporcionan esas circunstancias en las que él siempre
aparece como la máxima autoridad y con todo el poder. En el
exterior se le valora por lo que muestra y exhibe y por su
actitud ante los valores que defiende el orden social, con lo
cual se refuerza aún más su posición. Por el contrario la mujer
no tiene reino, porque hasta el propio hogar actúa como una
mazmorra donde quedan atrapados muchos de sus sueños, ilusiones
y proyectos, y donde el vasallaje a la protección y sustento
que recibe del hombre cobra su máximo exponente. No se siente
cómoda en la vida pública porque alguien ha dicho que no es un

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espacio para ella, y por eso vuelve siempre que puede a la
intranquilidad individual del hogar. La mujer piensa cada vez
menos y sueña cada vez más con su príncipe azul que la llevará
a ese reino que ahora no se ve y que ya imagina con dificultad.
Ella ve como el príncipe azul se convierte en el Príncipe de
Beckelar, y en lugar de besos y afecto le da galletas de todos
los sabores y otros golpes de todos los colores.

Pero la paradoja de la situación no queda ahí, va más allá, y


conforme se distancian más el hombre y la mujer en su relación,
mayor es la dependencia que se establece entre ambos. El hombre
basa su relación en la mujer, en todo lo que recibe de ella y
le proporciona desde el punto de vista material y psicológico,
como estado que le proporciona tranquilidad y al mismo tiempo
le soluciona una serie de necesidades que lo hacen aparecer
ante los demás como un hombre tipo, tal y como se espera de él.
Por su parte la mujer va sufriendo las consecuencias
psicológicas de estar sometida a una situación de violencia y
agresividad mantenidas, salpicada de agresiones físicas y
psicológicas. La frustración que conlleva ver como sus
proyectos personales han ido desmoronándose y quedan a la
deriva, como lo hacen los trozos de hielo en el deshielo hasta
terminar reducidos a la nada, favorece que la mujer
reinterprete su situación a través de los ojos del agresor y de
las normas de la cultura, que actúan como referencias externas.
Así va apartando de su realidad todos aquellos sucesos
especialmente traumáticos, y se queda con los momentos en los
que la afectividad, aunque sea de manera tenue e intermitente,
ha brillado, pues en una relación gris y oscura caracterizada
por la violencia y la desconsideración, el más mínimo refulgir
de afecto la ilumina como la tenue luz de la candela ilumina la
densa oscuridad de la noche.

Al final el resultado se presenta como una situación en la que


lo que sucede ocurre porque no tiene más remedio que ocurrir, y
porque hay factores externos a la propia relación que lo
motiva. Además no es tan malo, porque “siempre podría haber
sido más grave y hay otras muchas mujeres que están peor”.
Quizá la próxima vez sea más grave y ella esté peor, y así
puede ocurrir hasta llegar poco a poco, golpe a golpe, hasta la
agresión mortal, que, entonces sí, será la última.

Sin saber muy bien ni cómo, ni quizá ser del todo consciente,
la mujer se encuentra rememorando el pasado y esperando.
Esperando a ese príncipe azul que vendría, y la llevaría a
conocer el mundo. Al príncipe con el que formaría una familia
de reyes y reinas de la casa. Esperando a ver su hogar
convertido en un palacio y sus sueños en realidad. Esperando a
que este infierno acabe y a que el marido cambie. Esperar,
siempre esperar… es lo que oye por todos lados y el mensaje que
se manda y resuena entre las paredes de la urna que la cultura
ha construido para ella. Nada es eterno, la vida tampoco.

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Es la historia de tantas mujeres, como la que aguardaba en el
muelle de San Blas a la que canta Maná, o aquella otra a la que
los muchachos del barrio llamaban loca. Mujeres que pasan la
vida esperando e insistiendo a los hombres vestidos de blanco
que ellas no están locas. Y todo por hacer lo que habían
prometido, pero los mismos que la llevan a adoptar esa actitud
luego la responsabilizan de la conducta y de las consecuencias
que sufren, de manera que serán ellas las que provocan o tengan
algo que ver cuando son discriminadas en la sociedad o cuando
cada una de ellas es agredida y maltratada en su relación de
pareja.

Es el sentido del sinsentido, el mundo de las justificaciones,


el argumento de Arquímedes llevado a la violencia, y en lugar
de pedir un punto de apoyo para mover el Mundo, se dice dame
una excusa y utilizaré la violencia en cualquier circunstancia
y con total impunidad, aunque sea contra mi mundo, porque nada
demuestra más poder que la propia autodestrucción.

LA TRAMPA DE LA NO SOLEDAD

La violencia contra las mujeres en sus diferentes formas y


expresiones es uno de los instrumentos más importantes en el
mantenimiento del orden social y del micro-orden de la relación
de pareja. Todo está preparado para que sea así. Para que el
chico o el hombre que se acerca a una mujer sea visto como el
príncipe azul que viene a rescatar a la mujer de un mundo que
se agota en su soledad limitada. La mujer es socializada para
ser pareja y madre, salvo que haya problemas o se entregue a
otras causas aceptadas por la cultura, pero no para estar sola.
Si la mujer no establece una relación de pareja antes de una
determinada edad, límite que se ha flexibilizado, pero que aún
permanece, y, sobre todo, permite hacer la crítica por el hecho
de estar sola, pasa a ser una “solterona” o se queda para
“vestir santos”, límite y concepto que no existe para los
hombres. Ellos no quedan “solterones”, incluso son presentados
al contrario como una situación positiva y se habla de “soltero
de oro”, de “playboy” o de “vividor”.

La mujer queda devaluada por no establecer una relación de


pareja a una edad en la que la fertilidad la puede hacer madre,
y lo hace desde la sospecha, al entender que si no ha
conseguido formar parte de una relación de pareja debe ser por
alguna circunstancia extraña y negativa.

La normalidad en todas estas circunstancias se puede ver de


diferentes formas, pero sin duda una de las más llamativas es
analizando lo que ocurre en la juventud.

Los estudios que se han realizado sobre la situación de las


relaciones de pareja en la juventud nos muestran dos elementos
muy reveladores, por un lado la presencia de estas actitudes y

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conductas violentas en chicos y chicas de 15 a 18 años a pesar
de todo lo que se ha avanzado, y por otro, cómo todo ello se
debe a la referencia que la cultura establece para construir la
identidad de hombres y mujeres que luego se desarrolla en la
socialización y se materializa en la relación de pareja.

Un ejemplo de estos estudios es el realizado por el Ministerio


de Igualdad con la Universidad Complutense de Madrid sobre
“Violencia de Género en la adolescencia”. Se trata del estudio
más amplio con más de diez mil personas encuestadas en todas
las CC.AA. Entre los resultados más llamativos se encontró que
el 9’2% de las chicas refiere haber sufrido violencia en las
relaciones de pareja, y los chicos manifiestan haberla ejercido
en el 13’1%. El dato es muy revelador porque pone de manifiesto
la presencia de la violencia en las relaciones de pareja ya en
esas edades tan tempranas, pero también porque muestra como la
realidad puede llevar a invisibilizar hasta la propia
violencia. La diferencia entre lo que las chicas dicen haber
sufrido y lo que los chavales comentan haber ejercido como
violencia es de 3’9 puntos, lo cual significa que la chavalas
no han sido capaces de identificar como violencia conductas que
los chicos reconocen haber ejercido como tal. Esto es lo que
consigue una normalidad levantada sobre la desigualdad y con la
violencia como parte de las conductas que se pueden llegar a
producir en la relación, siempre que se mantenga dentro de unos
límites.

Este es el resultado de una cultura androcéntrica llena de


trampas para las mujeres, hasta el punto de hacer desaparecer,
como por obra de magia, la percepción de la violencia que los
chicos ejercen a conciencia sobre las chicas, y permitir que
todo parezca algo normal.

EL PRÍNCIPE SALE RANA

Parece que el tema va de besos, de un beso que despierta a la


Bella Durmiente y de esos otros besos que dan las princesas
para convertir a una rana en un apuesto príncipe… Pero eso
ocurre en los cuentos, en la realidad suele ocurrir al
contrario, y el que saca a las mujeres de los sueños es el
despertador o el móvil programado, y muchos hombres apuestos
suelen convertirse en ranas después de los primeros besos. A
pesar de ello las historias continúan porque el relato está
cargado de trampas para que todo se desarrolle por ese sendero
de pago y pega, porque recorrerlo tiene un precio.

Si analizamos las trampas que la cultura sitúa en las


relaciones de pareja para normalizar la violencia y la
desigualdad que conduce al control de las mujeres y a la
posición de autoridad de los hombres, encontramos que están
situadas a cuatro niveles: Uno en el propio uso de la
violencia, otro en las actitudes sexistas vinculadas a la

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identidad, uno tercero es el referente a la expresión de las
emociones, y el cuarto se sitúa en la educación y en el
refuerzo de la identidad.

La primera gran trampa reside en el uso de la violencia, y


consiste en poner la venda antes que el golpe para luego seguir
golpeando. Una trampa basada en poner la venda en la conciencia
para que no se pueda ver todo lo que rodea a la desigualdad, y
para entender todo lo que hacen los chicos como “cosa de
hombres”, y las cosas de hombres como normales, incluso dándole
un tono crítico a la expresión, pero admitiendo las conductas.
La situación es tal que el estudio “Violencia de género y
adolescencia” reveló la existencia de violencia por parte de
los chicos en las relaciones de pareja a edades muy tempranas
(entre los 15 y los 18 años), es decir, desde el principio de
las relaciones de pareja, y cómo esta violencia forma parte de
esa normalidad culturalmente construida y socialmente aceptada.
Hasta tal punto es así, que los chicos recurren a ella como
forma de resolver conflictos y las chicas la aceptan como algo
propio de la situación. Ellos afirman haber ejercido violencia
y ellas ni siquiera han percibido esos comportamientos como
violentos. Y no lo hacen porque sean conductas difíciles de
identificar, el estudio se refiere a agresiones físicas,
hacerles sentir miedo, amenazas directas, aislamiento del grupo
de amistades, insultos, ridiculizaciones, obligar a realizar
conductas sexuales que no querían… sino porque esas conductas
están revestidas de normalidad, quizás como parte de un
conflicto o un enfrentamiento, pero al fin y al cabo, como algo
normal.

También resulta llamativo que dónde hay más diferencias entre


lo que los chicos manifiestan y las chicas perciben sea en la
conductas de control, probablemente por esa idea generalizada
de que lo realmente malo en violencia son las agresiones, y
dentro de estas las que producen una daño físico importante, lo
demás parece que forma parte de un juego. Sin embargo, no caen
en que para que las agresiones se puedan llevar a cabo los
chicos previamente desarrollan una estrategia destinada a
controlar a las chicas, para así reforzar el dominio y evitar
que adopten decisiones que puedan perjudicarlos (denunciar,
dejarlos, comentarlo con otras amigas o amigos…) Esa normalidad
de la violencia-trampa hace que la diferencia entre lo que las
jóvenes consideran violencia y lo que hacen los chicos como
parte de la violencia, como hemos recogido anteriormente, sea
de 3’9 puntos, lo cual refleja que para ellas muchas de las
conductas de control, menosprecio, humillación, insultos… no
son violencia.

El segundo nivel de trampas es la presencia de actitudes e


ideas sexistas, entre ellas algunos esquemas de dominio-
sumisión vinculados a la identidad, o lo que es lo mismo, a la
idea que se tiene de lo que significa ser hombre y ser mujeres
a esas edades. La aceptación de dichos patrones se produce en

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el 8’1% de los chicos y en el 3’3% de las chicas, y se trata de
situaciones tan explícitas como por ejemplo, “está justificado
que un hombre agreda a su mujer o a su novia cuando ella decide
dejarle”, o “la violencia que se produce dentro de casa es un
asunto de familia y no debe salir de ahí”, o “por el bien de
sus hijos, aunque la mujer tenga que soportar la violencia de
su marido o compañero, conviene que no lo denuncie”, o “si una
mujer es maltratada por su compañero y no lo abandona será
porque no le disgusta del todo esa situación”… Como se puede
ver los jóvenes no incorporan nuevos mitos y prejuicios, son
los mismos de siempre reproducidos por esa juventud que se
levanta sobre las referencias de una cultura desigual. La
simple exposición inicial a esos valores puede hace que se
incorporen a su esquema moral y a que actúen en consecuencia
con conductas cargadas de violencia. El escenario es tal que se
llega a justificar la violencia en nombre de la propia relación
o familia, aceptando con más del 100% de diferencia por parte
de los chicos situaciones como que “para tener una buena
relación de pareja es deseable que la mujer evite llevar la
contraria al hombre”, y que “cuando una mujer es agredida por
su marido, algo habrá hecho ella para provocarlo”.

La expresión de las emociones también cuenta con trampas que no


llevan tanto a actuar de forma violenta como a reforzar la
identidad masculina sobre los criterios rígidos y
estereotipados que se vinculan a su identidad. El grado de
identificación con lo que significa ser hombre es tan grande
que en este caso existe gran similitud entre lo que perciben
los chicos y las chicas, con algunas excepciones. Así nos
encontramos con esa especie de mandato aceptado que dice que
“los hombres no deben llorar”, o que “si pides ayuda los demás
creen que no vales nada”, que “si la gente creyera que soy una
persona sensible abusaría de mi”… Todo está preparado para
esconder los sentimientos y las emociones, y para mostrarse con
un disfraz que da seguridad y confianza, por eso el 10’7% de
los chicos y el 7’4% de las chicas piensa que “el hombre que
parece agresivo es más atractivo”.

Toda esta elaboración esconde una triple trampa, por un lado el


recurso a la violencia, por otro la ocultación de los
sentimientos, y en tercer lugar llevar a creer que la violencia
es una forma normal en los hombres de expresar sus emociones.

El análisis de los mensajes enviados a chicos y chicas a través


de la educación resulta muy interesante de cara a ver cómo
refuerza sus identidades sobre modelos tradicionales y los
roles asignados a ellos. La media de chicos que reciben
mensajes sobre el papel sumiso de las mujeres y a la sombra de
los hombres es del 20’6%, mientras que las chicas reciben estos
mensajes representan el 14’1%. Es decir, los chavales ven
reforzada su identidad con mensajes añadidos sobre esas ideas y
valores un 46’1% más que las chicas, que siguen recibiendo
mensajes sobre su vinculación a los hombres, pero menos. Todo

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ello, con independencia de ese refuerzo de los elementos de
identidad tradicionales, alimenta el conflicto al mandar una
información en sentido opuesto a chicos y chicas. Y no nos
referimos a cuestiones secundarias, sino a situaciones como las
siguientes: “las mujeres deben evitar llevar la contraria al
hombre que quieren”, “para tener una buena relación de pareja
conviene que el hombre sea un poco superior a la mujer en edad
y en el dinero que gana”, “los celos son una expresión de
amor”, “si alguien te pega, pégale tú”…

Todo ello se completa y potencia cuando analizamos los mensajes


que reciben los adolescentes referentes a la igualdad y a
solventar los problemas con alternativas a la violencia. Este
tipo de información llega más y lo hace, sobre todo, a las
chicas (el 79’6% de ellas la ha recibido) que a los chicos
(sólo la recibe el 68’7% de los chavales), lo cual significa
que las jóvenes la reciben un 15’9% más. La situación es muy
similar a la anterior, pero en sentido contrario. A quienes
tienen que romper con una identidad basada en la superioridad
el dominio y el control les llega menos información para
hacerlo, y quienes ya están en un proceso crítico de cambio
para romper con ese papel secundario a la sombra de los
hombres, ven reforzada su posición con mensajes en ese sentido.
La circunstancia positiva, sin duda, pero al no ser igual para
chicos y chicas favorece el conflicto, el enfrentamiento y el
recurso a los consejos que reciben, entre ellos la violencia
por parte de los chicos.

Y es justo lo que está pasando. Las mujeres están cuestionando


el modelo tradicional que les asignaba unos roles rígidos
vinculados a ese papel secundario respecto al hombre
protagonista, y su crítica se está traduciendo en un
distanciamiento del mismo y en un alejamiento a los hombres que
todavía las identifica con esas funciones y que aún se creen
más hombres por tener al lado una mujer que asume dicha
posición o a la que obligan a asumirla. La situación guarda
cierta coherencia con lo que cabía esperar, que quienes sufren
las consecuencias de la injusticia se revelen contra ella, y en
este caso son las mujeres las que están protagonizando el
cambio de la igualdad en todos los ámbitos de la sociedad, lo
cual conlleva superar el primer obstáculo de las relaciones de
pareja y familiares a cobijo de un hombre, bien sea el marido,
compañero, padre o novio. Pero este cambio lógico está dando
lugar a un conflicto por la resistencia de quienes vivían y
disfrutaban los privilegios que daba la desigualdad a los
hombres, que además es agravado al mandar mensajes que apoyan a
cada una de las posiciones, a las mujeres para que continúen
con el cambio y a los hombres para que resistan en su situación
privilegiada, de manera especial dentro de las relaciones de
pareja.

El resultado es claro y está a la vista: Hay más violencia,


pero también las consecuencias son completamente distintas.

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Según el último estudio sociológico sobre la situación de la
violencia de género en España, la Macroencuesta realizada en
2011, la evolución seguida por la violencia contra las mujeres
respecto al estudio anterior (Macroencuesta, 2006), muestra un
incremento de las agresiones ejercidas por los hombres hacia
sus parejas o exparejas del 42’9%, llegando hasta prácticamente
600.000 casos al año. Sin embargo, el número de mujeres que han
dejado de sufrir esta violencia ha sido del 85’7%. Estos datos
reflejan de forma nítida la situación que hemos descrito: Se
establece una relación de pareja, se produce el conflicto y el
enfrentamiento ante las críticas de la mujer a la situación de
desigualdad que se establece dentro de la relación, el hombre
intenta imponer su criterio y mantener el orden que él
considera, incluso con el recurso a la violencia si así lo
considera, y ante esa situación la mujer deja la relación en la
mayoría de los casos. A pesar de ello, el peso de la cultura y
sus trampas aún atrapan a muchas mujeres en esa normalidad
criminal.

Es el proceso que vivimos en el momento actual, un proceso


amparado en el conocimiento crítico de la situación que
históricamente han vivido las mujeres, y respaldado por la
voluntad de superarlo y dejarlo definitivamente anclado en un
tiempo pasado. Pero también muestra esa reacción de los
violentos y de quienes no quieren perder los privilegios
levantados sobre la desigualdad, por ello la continuidad de
este cambio transformador pasa en gran medida por limpiar ese
campo de minas que suponen las trampas que pueblan la cultura y
el camino de la socialización que lleva al destino de las
identidades. Mientras permanezcan las trampas y los tramposos
habrá quien caiga en el agujero de la ignorancia, quien quede
atrapado en el cepo de la violencia o quien se pierda entre la
bruma de la duda, pues son elementos del paisaje que nos ha
traído hasta aquí. Un lugar no muy distinto a donde partimos
muchos siglos atrás, aunque, es cierto, que con un decorado y
vestuario completamente renovado.

El príncipe azul inicia su viaje hacia la relación con la


violencia en las alforjas, y cuando llega hasta su bella amada
en realidad no la despierta, sino que la mantiene en su sueño
idealizado del amor romántico que le cierra los ojos a la
violencia y la sumisión. Por eso a pesar de que los chicos
reconozcan usar la violencia para castigarlas ellas no la ven,
y por eso cuando la ven y la reconocen creen que es
consecuencia del amor, y la justifican con frases como “por lo
menos le importo”, “si no me quisiera no me haría eso, pasaría
de mí”… Es la idea tradicional del que los celos son amor y la
violencia no es violencia.

Los mensajes que reciben están llenos de trampas para que ellas
continúen atrapadas en la relación que creen liberarlas de sus
familias, del control paterno, de sus entornos, de su rutina…

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pero que en realidad las recluye en la nada. En la nada
personal, pues en definitiva dependen de unos chicos de los que
piensan que “son así”, y que la mejor forma de resolver
cualquier problema es entregándose más y mostrando más el amor
que define la relación de compromiso. Piensan que su amor los
cambiará, pero en el fondo las únicas que cambian son ellas que
cada vez están más controladas y dominadas.

Ellas se proponen a sí mismas como solución, y cuando la


violencia continúa, como es lo habitual, sienten el doble
fracaso y la frustración de la culpabilización que les lanza el
agresor y la que ellas mismas se echan en cara por no haber
sido capaces de resolver la situación. Cada reconciliación es
el ejemplo de que la solución es posible, y cada uno de los
perdones es una trampa más para dejarlas encerradas en el mundo
y en la mirada del agresor.

La relación continuará bajo este patrón de aparente normalidad


entre empujones y perdones, pero siempre con la idea del amor
romántico como referencia. Las discusiones y los
enfrentamientos también actúan como trampa al presentar la
respuesta de las chicas como parte de una violencia mutua,
cuando en realidad sólo es la reacción a la violencia
manifiesta que ejerce el chico o a la micro-violencia
recubierta de normalidad, cuando no de cariño, que va tejiendo
sobre ella como si fuera una red con la que atraparla. Y
mientras esa “violencia de baja intensidad” no se ve por que
los “chicos son así”, la de ellas se magnifica ante lo objetivo
de la conducta y ante lo inesperado de la respuesta, pues las
“chicas no son así”, y sobre todo, “no deben ser así”. Todo
ello actúa en ocasiones como una razón más para continuar con
la violencia, ya de forma más manifiesta bajo la idea de
corregir ese tipo de reacciones impropias de una mujer y
claramente contrarias al hombre y a la propia relación. De este
modo la trampa inicial se convierte en una trampa con doble
fondo.

Este grado de control y sometimiento es tan intenso que llega


incluso a imponer conductas manifiestas que son vividas de
forma especialmente traumática. Entre estas conductas destacan
las que se producen alrededor de las relaciones sexuales.

En el informe de la Comisión para la Investigación de los Malos


Tratos, presentado en 2005, se mostraba como el 32’1% de las
chicos y el 14’4% de las chicas consideraba normal que un chico
obligue a su novia a mantener relaciones sexuales con él en
alguna ocasión, porcentaje que se eleva de forma significativa
cuando se hace referencia al contenido y forma de mantener las
relaciones sexuales, que en la mayoría de las ocasiones van
dirigidas a satisfacer los deseos y las prácticas que los
chicos solicitan o exigen. Todas estas circunstancias son
propicias para que se produzca la denominada “violación por
confianza”, una agresión sexual que se produce al mantener una

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relación sexual en contra de la voluntad de la mujer, pero
amparada en las circunstancias propias y normales que acompañan
a una relación de pareja. Una nueva versión del clásico “las
chicas cuando dicen no, en verdad quieren decir sí”, pero ahora
sin darle oportunidad siquiera de expresar su voluntad. Todo se
da por asumido y por aceptado… “para eso está el amor y se
mantiene una relación de pareja, para poder hacer esas cosas”.

Las historias que le han contado a muchas chicas siguen siendo


un cuento que las lleva a creer que a pesar de que los chicos
“son así”, es decir, un poco “malotes y egoístas”, ellas pueden
cambiarlos, y que sólo obtendrán la felicidad, seguridad y
protección a través de la relación de pareja (entre un 15 y un
25% de las jóvenes lo piensan según el citado informe).

Creen vivir ese cuento que le narraron de pequeñas, pero al


mismo tiempo ya han abierto un ojo a la realidad y se han dado
cuenta de que no se trata de “Alicia en el país de las
maravillas”, y que el viaje de Alicia transcurre al “país de
las pesadillas”. Por eso no han desaparecido las trampas, y por
ello hay espacios donde incluso han aumentado para que si
alguna mujer logra evitar una, encuentre otra cerca y así
impedir que escapen de sus vidas, de su identidad de siempre.

El Príncipe Azul se ha puesto pálido, ha pasado de azul marino


a un celeste claro, y después a una palidez cerúlea más cercana
a la lividez cadavérica que a la buena vida que antes
disfrutaba. Como buen cazador ha lanzado sus trampas y ha
iniciado un fuego en el bosque del tiempo para llevar a todas
sus presas hacia el lugar donde las espera, ese pasado continuo
donde se levanta el reino de sus privilegios, pero el tiempo
sólo camina hacia delante, y hoy la Bella Durmiente anda muy
despierta.

Aún así no se dan por vencidos, hay que estar atentos para
evitar nuevas trampas y trucos… Siempre están tramando algo.

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