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Masculinidad, amor romántico y relaciones de pareja

Coral Herrera Gómez, doctora en Humanidades y Comunicación


Audiovisual.

Este capítulo forma parte del libro: Hombres, Masculinidad (es) e


Igualdad , coordinado por Bakea Alonso e Isabel Tajahuerce, de la
Editorial Aranzadi.

En él colaboran también Beatriz Ranea Triviño, Octavio Salazar , Jordi


Cascales, Krizia Nardini, Miguel Lázaro, Beatriz Gimeno, Virginia Carrera
Garrosa, Edurne Nieves Aranguren Vigo, Anastasia Téllez, y Magdalena
Suarez.

Coral Herrera Gómez Blog : Masculinidad, amor romántico y relaciones de pareja


(haikita.blogspot.com)

Educación para el amor y los cuidados

La primera cuestión para abordar el tema es entender por qué nos


resulta tan difícil querernos, y cuales son las diferencias de la educación
sentimental que recibimos hombres y mujeres, y la relación que tenemos
con el amor romántico.

Los hombres reciben una educación emocional diferente a la de las


mujeres. La única emoción que pueden permitirse mostrar es la ira y la
rabia. Todo lo demás está prohibido para ellos , excepto en el campo de
juego cuando meten un gol. Fuera de él, cuando los hombres se atreven a
expresar otras emociones, reciben las burlas y los comentarios
humillantes de todos los hombres a su alrededor: un hombre debe ser
duro, ocultar y reprimir sus emociones, y rechazar todo aquello que
tenga que ver con las mujeres.

El amor es cosa de mujeres. La ternura, el cariño, la sensibilidad, los


cuidados, las muestras de afecto son cosas de mujeres. Todo lo que
sostiene a esta sociedad: los cuidados, el amor, la solidaridad, las
muestras de afecto y de cariño, tiene muy poco valor porque se
consideran cuestiones femeninas. Todo lo que tiene que ver con
nosotras carece de importancia y de valor: lo que de verdad importa en
nuestra sociedad es la capacidad de acumular poder y riquezas,para
destruir, dominar y someter, para aniquilar y para utilizar a los demás en
beneficio propio.

Son los valores del capitalismo unidos a los del patriarcado: a las niñas
les hacemos creer que han venido al mundo a cuidar a los demás, y que
las necesidades de los hombres son prioritarias, y superiores a las
necesidades propias. Desde pequeñitas, las niñas somos engañadas con
la idea de que hemos venido al mundo a complacer, a amar y a servir a
los hombres.

Desde su más tierna infancia, el patriarcado educa a los varones para que
valoren y defiendan su libertad, y a nosotras nos educan para que
pongamos el amor romántico en el centro de nuestras vidas. A ellos les
hacen creer que siempre habrá una mujer cuidándolos: primero mamá,
luego la esposa. Y a nosotras, nos hacen creer que nacimos para cuidar a
nuestros padres, hermanos, maridos e hijos. El papel de ellos es recibir
cuidados, el nuestro, darlos.

Pese a que hemos avanzado mucho en estas últimas décadas, las niñas
siguen recibiendo mensajes contradictorios. Por una lado les pedimos
que estudien y trabajen, y tengan su propio proyecto de vida, pero por
otro seguimos contándoles los mismos cuentos de siempre para que
sean adictas a las historias románticas y para que desarrollen una fe
ciega en el paraíso del amor. El mito romántico sigue teniendo un
impacto descomunal en la construcción de la identidad femenina, y
todas las niñas que no se someten a los mandatos de género son
castigadas socialmente.

¿Cómo castigamos a las desobedientes? Con comentarios cargados de


reproches, y preguntas cargadas de mandatos: ¿cuando te echas novio?,
ahora que tienes novio, ¿cuando te casas?, ahora que te has casado,
¿cuando tienes hijos?, ahora que tienes un hijo, ¿para cuando la parejita?.
La presión social para que las niñas se casen y formen una familia feliz
sigue siendo tan fuerte como hace un siglo. También las críticas hacia las
que no obedecen los mandatos de género son brutales: Una mujer cuya
meta vital no sea el matrimonio ni la maternidad es señalada como rara,
considerada una oveja negra, y una proyecto de persona fracasada,
incluso en las familias más modernas y abiertas.
Esta presión social que reciben las mujeres que no se amoldan al
estereotipo y al rol tradicional del heteropatriarcado demuestra que aún
nos queda muchísimo por hacer. La sociedad no soporta a las mujeres
libres, a las desobedientes, ni a las que se desvían de la norma. Todas
ellas reciben muestras de rechazo por parte de su comunidad, y
presiones variadas hasta que salen de su etapa fértil.

En cambio a los hombres no se les presiona. A los hombres se les seduce


con la idea de que si se casan, podrán llevar una doble vida (con los
privilegios del hombre casado y del hombre soltero a la vez), y podrán
vivir como reyes, con una cuidadora fiel y entregada que asumirá sus
responsabilidades y obligaciones en el hogar y en la crianza.

Desde muy pequeños les enseñamos a clasificar a las mujeres en dos


categorías: las buenas y las malas. Las buenas son las mujeres que
cumplen con el estereotipo y el mito de la princesa. Una mujer que pone
en el centro de su vida el amor romántico, y que dedica todo su tiempo,
energía y recursos en esperar a ser elegida por el príncipe azul. Una vez
que lo logre, encontrará las puertas del paraíso: un enorme palacio en el
que tendrá que vivir sola esperando a que su amado regrese de vivir sus
aventuras.

Como Penélope esperó a Ulises durante 30 años.

Las princesas son mujeres sumisas, discretas, dulces, alegres,


bondadosas, empáticas, generosas y altruistas. Son mujeres que no
existen: no tienen pasado sexual ni amoroso, nunca piensan en sí
mismas, y siempre están dispuestas a sacrificarse por los demás: su
marido, sus padres, sus hijos, y demás hombres de la familia.

Las princesas no se quejan, no tienen deseos propios, no tienen


proyectos de vida más allá de cuidar a su amado y su prole hasta el fin de
sus días. Las princesas son elegantes, cuidan su imagen física, se
mantienen en forma, tienen la piel clara y el cabello rubio, son mujeres
especiales que destacan por encima de las demás.

Las mujeres buenas son las adecuadas para asentar la cabeza y formar
una familia, las malas en cambio son las mujeres de usar y tirar. Las
mujeres libres que tienen deseo sexual y disfrutan del sexo sin miedo y
sin culpa, son señaladas por el patriarcado como mujeres malvadas,
interesadas, manipuladoras, perversas, degeneradas, locas,
desobedientes, salvajes e irracionales.

Así funcionan las etiquetas del patriarcado, que les dice a los hombres
que las buenas son respetables, y las malas no merecen respeto. Unas
pertenecen a un hombre, y las otras a todos porque no tienen dueño.

Los hombres creen que hay muy pocas “mujeres buenas”, y por eso se lo
piensan muy bien antes de vincularse y comprometerse emocionalmente
. Desconfían de las mujeres porque en el imaginario colectivo del
patriarcado, persiste el miedo y el odio a las mujeres indomables que no
se dejan domesticar ni someter.

A los niños no les educamos para que se relacionen con las mujeres
como compañeras. Nosotras somos siempre “las otras”, y de alguna
manera, cuanto más desconfían de nosotras, más difícil les resulta
tratarnos como a iguales: en la “guerra del amor”, somos las “enemigas”
de las que deben defenderse.

El patriarcado nos muestra a las mujeres como seres caprichosos con


estados de ánimo cambiantes. Son muchos los personajes de ficción
que declaran no entender en absoluto a las mujeres, o que hablan en sus
tramas de lo raras que somos y lo difícil que resulta relacionarse con
nosotras. Somos incomprensibles porque no nos escuchan.

El miedo al poder de las mujeres es lo que ha construido el sistema


defensivo de la masculinidad hegemónica patriarcal. Ya lo decía Eduardo
Galeano: “El machismo es el miedo de los hombres a las mujeres sin
miedo”. Sobre este miedo a las mujeres libres se ha edificado todo el
imaginario colectivo en torno a la feminidad: nos han hecho creer que las
mujeres que obedecen los mandatos del patriarcado van al cielo, y todas
las demás, vamos al infierno.

¿Por qué tanto miedo a la libertad y al poder de las mujeres? Porque a los
hombres les educamos para que luchen por ascender en la jerarquía
social, y para que se dominen unos a otros. Es un sistema muy
competitivo en el cual ninguno de ellos debe dejarse dominar por las
mujeres, pero sí por los demás hombres: cada uno de ellos tienen a otros
por encima y por debajo, y van alternando sus posiciones de poder según
con quién se relacionan. Por eso se someten al superior en el ejército, en
la empresa, en los cuerpos de seguridad del Estado, en las instituciones,
en sus sindicatos, partidos políticos y asociaciones, pero todos tienen el
premio de consolación: sea cual sea su grado de superioridad, en su casa
mandan ellos.

Impacto de los privilegios masculinos en las relaciones sentimentales

Ni en las sociedades más democráticas los hombres han dejado de


ejercer de reyes de sus hogares: la mayor parte de ellos tienen una o
varias sirvientas a su disposición. Hasta el hombre más pobre del planeta
tiene una para él solo, gratis, las 24 horas del día, los 365 días de la
semana. Su única obligación consiste en traer un salario a casa. Salario
que a veces se gastan nada más salir de la fábrica o del campo de trabajo
en fiestas, juegos, burdeles, apuestas y juergas varias.

En los países más avanzados, los hombres están renunciando a algunos


de sus privilegios y están “ayudando” en las tareas domésticas, de
crianza y de cuidados. Sin embargo, las cifras sobre el uso del tiempo
libre nos permiten entender que ellos siguen gozando del doble de
tiempo libre que las mujeres.

Según el Informe sobre el desarrollo mundial 2012 del Banco Mundial, en


nuestro planeta las mujeres emplean 5,10 horas a los cuidados del hogar
y las personas de su familia, y los hombres una media de 2 horas al día.
En los países menos avanzados, las mujeres dedican, según el Informe de
Oxfam, unas 14 horas al día a las labores de cuidados esenciales, y en
total todo el tiempo que dedicamos las mujeres a trabajar gratis tiene un
valor de 11 billones de dólares.

¿Qué implican estas cifras? Que los hombres, en casi todos los países del
mundo, tienen más tiempo para cuidarse, hacer ejercicio físico,
dedicarse a sus pasiones, disfrutar de su gente querida, tener amantes y
amigas, prepararse unas oposiciones, consolidar o adquirir nuevos
idiomas, hacer masters o doctorados, o invertir en su carrera
profesional.
Y mientras, las mujeres, vivimos con una doble jornada laboral que daña
nuestra salud mental, emocional y física: la sobrecarga de trabajo dentro
y fuera de casa nos mantiene agotadas, pero también presas. Nos
prometieron que el trabajo remunerado nos haría libres, pero la realidad
es que como los hombres nunca se incorporaron masivamente al trabajo
de cuidados, nosotras nos vimos atrapadas en dos trabajos, y
condenadas a la precariedad. En España se estima que el 52 por ciento
de las mujeres al frente de una familia monoparental se encuentran
excluidas del mercado laboral o trabajan en condiciones de precariedad,
ya que el cuidado de los hijos y la falta de medidas de conciliación les
impide optar a empleos con mayores jornadas e ingresos, según datos
del Informe “Más solas que nunca” de la ONG “Save the children” en
2020.

¿Es posible, en estas condiciones, que las relaciones heterosexuales


puedan llegar a ser igualitarias? Obviamente, no.

Para asegurar la autonomía económica de las mujeres, habría que


transformar el sistema entero para garantizar el derecho a tener
ingresos de todas las mujeres. No es posible construir una relación sana
desde la dependencia.

Pero además, los cambios políticos tendrían que hacerse también en


todos y cada uno de los hogares.

En principio el problema parece fácil de resolver: se trataría de que los


hombres renunciasen privilegio de tener una asistenta personal que
hiciese de criada, y se implicasen en las tareas de cuidados (de sí
mismos, de sus familiares, de su hogar, y del planeta).

La monogamia femenina y la honestidad masculina

Sin embargo, resulta más complicado que los hombres renuncien al


privilegio que les permite tener una doble vida: una como respetable
padre de familia, y otra como juvenil soltero de oro. Uno de los mitos
fundamentales del amor romántico es la monogamia, un sistema de
exclusividad sexual pensado sólo para nosotras. La doble moral disculpa
a los hombres y culpa a las mujeres de las infidelidades masculinas:
nosotras somos las que no vigilamos a nuestros maridos, o las que
tentamos a los hombres para robarles los maridos a las otras. Según la
doble moral del patriarcado, ellos son simplemente animales con un
apetito sexual inconmensurable que les convierte en víctimas de
nuestros caprichos.

La doble moral condena a las mujeres adúlteras al ostracismo o a la


muerte: incluso en los países en los que ya no es legal asesinar a tu
esposa infiel, muchas mujeres siguen muriendo a manos de sus esposos
sólo por el hecho de ser sospechosa de adulterio. Sin embargo, el castigo
para las “canitas al aire” de los hombres, sigue siendo leve: duermen tres
días en el sofá de su casa y después son perdonados y pueden regresar al
lecho conyugal.

Los hombres siempre han gozado de una vida sexual y amorosa diversa,
gratis o de pago. A la vista están los aparcamientos de los burdeles que
hay en todos los pueblos, carreteras y barrios de ciudades de España,
repletos de vehículos de hombres casados que rompen con las normas
de la monogamia mientras sus mujeres esperan haciendo la cena en
casa.

La construcción de la masculinidad hegemónica se basa


fundamentalmente en la deshonestidad: los hombres no podrían vivir sus
dobles vidas si fuesen sinceros con sus compañeras, y con el resto de su
entorno familiar y afectivo. Ser honesto y disfrutar de sus privilegios es
completamente imposible: los hombres se ven forzados a firmar un
contrato monogámico para asegurarse de que sus esposas van a ser
leales y fieles al compromiso. Pero esto no implica que ellos tengan que
serlo también.

Porque en nuestro imaginario colectivo, los hombres de verdad son


hombres con capacidad para dominar su entorno (o el mundo), para
conquistar mujeres, y para sembrar el mundo de hijos. Estas son las tres
leyes principales de la masculinidad patriarcal, junto con la ley de la
libertad: casados o solteros, los hombres nacen y mueren libres.
¿Cómo lograr que los hombres desobedezcan estas leyes, y desmonten
estas estructuras de relación con las mujeres? Es complicado, porque los
cambios generalmente se producen como consecuencia de una
necesidad, ¿y qué necesidad tienen los hombres de cambiar, si les va
bien tal y como estamos?

Los hombres tienen a su disposición millones de mujeres hermosas


dispuestas a amar, y a darlo todo con tal de tener pareja. En todos los
países del mundo, las mujeres han sido educadas para ser adictas al
amor, para buscar a su príncipe azul, para entregarse por completo y
sufrir por amor. Muchas mujeres sufren una baja autoestima y una gran
dependencia emocional, y muchas creen que son mitades incompletas
que necesitan a un hombre en sus vidas para ser felices.

Son muchos años consumiendo canciones románticas, novelas, cuentos,


películas, series, cómics, revistas, y productos que perpetúan el mito del
amor romántico, los estereotipos y roles de género, y muchos años de
terapia los que se precisan para recuperarse de la estafa romántica.

Casi todas las niñas, gracias a los dibujos animados y los juguetes de la
infancia, sueñan con ser salvadas y mantenidas por un príncipe azul, y se
ven a sí mismas como futuras princesas. Cuando se dan cuenta de que en
realidad son sirvientas a disposición de un hombre, entonces el mito cae
por sí solo. Algunas se rebelan, y otras se hunden: la decepción y la
frustración requieren de mucho trabajo personal, y en ocasiones, de
apoyo terapéutico.

Cuando las mujeres podamos liberarnos del mito y aprendamos a


cuidarnos, entonces quizás los hombres se vean obligados a cambiar su
forma de relacionarse. Si logramos trabajar nuestra autonomía
emocional y económica, y elevar nuestros niveles de autoestima,
entonces no estaremos dispuestas a vivir el engaño de la monogamia, ni
a cuidar de por vida a un rey.

El feminismo lleva muchos años luchando por la liberación de las


mujeres, pero nuestra cultura patriarcal sigue educando a nuestros niños
y niñas para que aprendan a ser hombres y mujeres tradicionales, y para
que aprendan a relacionarse entre ellos con las mismas estructuras que
sus abuelos y abuelas.
Es necesaria entonces una revolución amorosa, tanto educativa como
cultural, que nos permita transformar nuestra forma de organizarnos y
de relacionarnos.

La revolución amorosa, paso a paso

La base del patriarcado es el trabajo gratis de las mujeres, y su


explotación emocional, sexual, laboral, reproductiva y doméstica.

Sin el amor y los cuidados de las mujeres, nuestro sistema no podría


funcionar. Así que uno de los primeros pasos para acabar con el
patriarcado consistiría en cambiar nuestro modelo productivo para
poner en el centro los cuidados, de manera que fueran una
responsabilidad social compartida por todos los miembros de la
sociedad.

Podríamos empezar con las instituciones educativas para que pusieran


los cuidados en el centro: uno de los pilares de la educación sería
enseñar a los niños y a las niñas a cuidarse a sí mismas, a cuidar a los
demás, a cuidar sus hogares y los espacios en los que estudian, trabajan y
se divierten, a cuidar la naturaleza, los demás seres vivos y el planeta.

¿Cómo educar a los hombres para que aprendan a relacionarse desde la


igualdad y puedan construir relaciones libres de explotación y violencia?
Proporcionándoles herramientas para aprender las artes de la
comunicación no violenta, para gestionar sus emociones, para
desarrollar la empatía y la ternura, para resolver conflictos sin violencia,
para controlar su ego y subir su autoestima, para aprender a tratarnos
bien incluso cuando dejamos de querernos.

Es decir, el cambio educativo supondría abandonar la filosofía


competitiva del “sálvese quién pueda” y de “el pez grande se come al
chico”, para abrazar la filosofía de los cuidados, basada en la igualdad, el
apoyo mutuo, la empatía y la solidaridad.
Además, tendríamos que tener también las herramientas para aprender a
usar nuestro poder de manera que no haga daño a nadie, es decir, usar
nuestro poder no sólo para el beneficio propio, sino orientado al Bien
Común.

Hombres y mujeres podríamos adquirir las habilidades necesarias para


entrenar en el arte de la autocrítica amorosa, que nos permitirían
entender qué es el patriarcado, cómo lo sufrimos y cómo lo ejercemos, y
nos permitiría también trabajar juntos para liberarnos de la estructura
opresiva y de las jerarquías que utilizamos para explotarnos los unos a
los otros.

El cambio educativo tendría que venir de la mano con el cambio cultural.


Ahora mismo los héroes de nuestra cultura son hombres malvados que
acaparan los recursos, y que explotan y hacen sufrir a miles de personas
para poder acumular dinero y riquezas sin parar. La mayor parte de los
héroes masculinos son asesinos, lo mismo los héroes para adultos que
para niños. Son robots sin sentimientos y sin escrúpulos que aniquilan a
sus enemigos y coleccionan mujeres como si fueran trofeos. So, en su
mayoría, tipos traumados por algo que les pasó en su infancia, pero
también egocéntricos, narcisistas, mentirosos, ambiciosos, mutilados
emocionales que les hacen creer a los niños que para ser feliz hay que
tener el poder. Son el ejemplo a seguir para todos los niños, y les
muestran que el más violento es el que más poder acapara. Son héroes
que jamás piensan en construir, sólo destruyen, jamás piensan en el Bien
Común, sólo en el suyo propio.

Los héroes son narcos, mafiosos, empresarios poderosos, militares,


guerreros, policías, detectives. Nunca se elige como héroes a hombres
que estén luchando por salvar el planeta de la contaminación y la
destrucción, ni a hombres que se entregan en cuerpo y alma a luchar por
los derechos de los seres vivos, los bosques, los animales o los derechos
humanos. Los héroes son siempre mala gente: muy atractivos
físicamente, pero sin ética ni principios.

El cambio en las masculinidades está en manos de los productores de


cultura y entretenimiento, que siguen obsesionados con reproducir los
estereotipos y los mitos patriarcales a través de las princesas y los
matones.
¿Cómo hacer para que empiecen a ofrecernos otros modelos de
masculinidades no violentas y no dominantes, otros modelos de
feminidad, otras tramas narrativas y otros finales felices?

La única manera de hacerlo es a través de la educación. El cambio


educativo no sólo transformaría nuestra cultura, también nuestras
emociones, sentimientos y formas de relacionarnos. Si la base
fundamental del amor de pareja fueran los cuidados mutuos, podríamos
acabar con la explotación, el sufrimiento y la violencia romántica.

Para liberar el amor del machismo y de toda su carga patriarcal,


deberíamos poder desmontar la idea de que el amor y los cuidados son
cosa de mujeres. Para que los niños y los adultos varones se atrevan a
desobedecer el patriarcado, tienen que entender el mundo en que
vivimos: en las escuelas, institutos y universidades nos hablan mucho de
capitalismo, pero apenas nos explican qué es el patriarcado.

El sistema educativo debería poder explicar por qué ha pasado tantos


años ocultando y silenciando a las mujeres, y por qué fueron expulsadas
de todos los libros de texto. También debería ofrecer herramientas para
entender por qué los medios de comunicación y las industrias culturales
siguen cosificando o invisibilizando a las mujeres, y por qué siguen
insistiendo en inocularnos los valores del patriarcado a través de los
mitos.

Es preciso explicar también los intereses económicos de todos los


actores implicados en la perpetuación del patriarcado, y la manera en
que nos aprovechamos todos y todas del trabajo esclavo o gratuito de las
mujeres en el mundo.

Una vez que tomemos conciencia, entonces podremos hacer el trabajo


individual que necesitamos para llevar a cabo el cambio social. Como lo
personal es político, hay que empezar desde uno mismo/a, y creo que
una de las claves para contribuir a estos cambios es que podamos
reconocer al policía patriarcal que habita dentro de cada una de nosotras
y nosotros. El patriarcado interior no sólo nos oprime y nos somete,
también lo utilizamos para oprimir y someter a los demás.

Cuando podamos identificar esos valores patriarcales con los que nos
han educado, entonces podremos empezar a liberarnos por dentro, y a
despatriarcalizarlo todo: la masculinidad, el sexo, el amor, las relaciones
que construimos, y nuestra forma de organizarnos.

Despatriarcalizar la Ciencia, la Religión, la Comunicación, el Arte, la


Justicia, las leyes, la economía, es tan importante como despatriarcalizar
nuestras emociones y nuestras relaciones: todo lo que es personal es
político, y viceversa.

Si para cambiar el mundo necesitamos empezar el proceso de


transformación en nosotros y nosotras mismas, entonces es
fundamental que proporcionemos a los varones las herramientas que
necesitan para tomar conciencia y para hacer autocrítica amorosa.

Quizás en ese momento, los hombres puedan empezar a cuestionar la


forma en que se relacionan con las mujeres de su vida, y puedan por fin
empezar a renunciar a sus privilegios para poder tratar bien a sus
madres, hermanas, vecinas, amigas, amantes, compañeras de trabajo y de
estudios, y compañeras de vida.

Es desde la empatía como los varones pueden tomar la decisión de


quitarse la corona para relacionarse en igualdad, y para aprender a amar
a las mujeres de su vida desde el respeto, la ternura y el compañerismo.

La clave para el cambio está en transversalizar los valores del feminismo


en la educación, el arte, la cultura, la comunicación, y en poner el centro
los cuidados. Si enseñamos a las nuevas generaciones a cuidarse a sí
mismos, los chicos no necesitarán una criada que les cuide. Si les
enseñamos a relacionarse con las mujeres desde los cuidados mutuos,
será más fácil para ellos relacionarse desde el buen trato y el respeto. Si
les enseñamos a cuidar su hogar y su planeta, es posible que estemos a
tiempo de salvarnos de la autodestrucción.

Es fundamental, en este punto, entender que necesitamos nuevos


héroes, hombres o seres fantásticos que sean capaces de utilizar sus
habilidades emocionales y su inteligencia para resolver sus problemas,
cumplir con sus misiones, o conseguir lo que quieren, lo que necesitan y
desean. Así que debemos pedirle a los productores culturales que
apuesten por otros relatos, otros modelos a seguir, otros finales felices.
Sin los hombres, este cambio podría durar siglos. Necesitamos, pues,
mucha coeducación y mucha sensibilización para poder involucrar a
todos los varones en esta transformación de nuestra sociedad: los
cambios personales son políticos, y lo romántico también es político.

Para poder querernos bien, tenemos que desmontar la idea de que el


amor es una guerra, y todos los mitos románticos que nos hacen creer
que amar es sufrir, sacrificarse, renunciar, someterse y entregarse a un
hombre. Es una labor ingente la que nos queda por hacer: desmitificar el
amor romántico y transformar las masculinidades será una de las tareas
principales de la revolución amorosa.

Coral Herrera Gómez

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