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CAPITULO 1
El término «renacimiento» lo empleó por vez primera
Giorgio Vasari aplicado exclusivamente a las artes
plásticas. Hacia 1860, el historiador suizo Jakob
Burckhardt lo extendió a la totalidad de las
manifestaciones culturales que florecieron en Italia en
los siglos XV y XVI. En cuanto a la palabra
«humanismo», fue introducida por un contemporáneo
de Burckhardt, Georg Voigt, para caracterizar los
aspectos ideológicos y literarios de la misma época.
Hoy se tiende a separar ambos conceptos y a
considerar el mundo renacentista en su conjunto no
tanto como una ruptura y sí como una evolución
lógica del mundo bajomedieval.
RENACIMIENTO Y HUMANISMO
En Francia, el eje renano y los Países Bajos, el
desarrollo de influyentes y dinámicas sociedades
burguesas y la implantación de una economía
plenamente monetaria, determinaron la crisis de los
valores medievales, como la adscripción a la realidad
inmediata (gremio, municipio, aldea, explotación rural)
y la aceptación de un inamovible orden jerárquico en
lo civil y en lo eclesiástico, así como la seguridad de
una explicación definitiva sobre el mundo y el hombre.
La crisis del feudalismo, las necesidades de la ,vida
mercantil, que imponían la movilidad geográfica, las
luchas por la autonomía municipal y la progresiva
laicización de la cultura, perceptible desde el siglo XIV
y extendida por las universidades y más tarde por la
imprenta, fueron cambiando las actitudes respecto al
hombre y a la naturaleza. Esta última era apreciada
por las gentes cultas de las ciudades, ya que la mayor
parte de la población seguía siendo rural y tenía muy
pocas razones para idealizar la vida del campo,
donde en muchos casos, con el aumento de las
cargas señoriales, las condiciones del campesinado
habían empeorado.
Estos cambios de mentalidad se tradujeron en una
serie de fenómenos contemporáneos: la exaltación
del éxito social y del poder, la erudición, el redes
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EL RENACIMIENTO
cubrimiento del platonismo y de los clásicos
grecolatinos, y la brillantez con que en Italia se
propuso un nuevo ciclo estético que bebía también en
las fuentes clásicas. En este terreno, el del arte y la
forma, los nuevos tiempos se manifestaron antes que
en el ámbito espiritual (Huizinga), como si la conexión
con el pasado fuera más inmediata en lo visual, y la
elaboración de ideas y doctrinas requiriese más
tiempo. El florentino Nicolás Maquiavelo (Niccoló
Macchiavelli, 1469-1527), funcionario al servicio de
los Médicis, en su obra El príncipe (1516), propugnó
la utilización política de la historia, buscando en las
fuentes antiguas un conocimiento susceptible de
aplicado a la práctica de la gobernación. Maquiavelo
observaba la sucesión de reinos e imperios y estaba
convencido de que ese estudio podía brindar
provechosos ejemplos a sus contemporáneos. La
consecuencia era la separación tajante de política y
moral, como un libre juego de fuerzas (E. Garin). El
príncipe debe alcanzar el éxito, aprovechar los
aspectos propicios de la realidad, salvar obstáculos
por los medios que sean. La cualidad que debe
distinguir al príncipe es la virtud, la voluntad que
impulsa a la consecución de un fin luchando contra la
adversidad e imponiéndose al azar (fortuna). Manejar
adecuadamente todos estos elementos es sin duda
un arte, y por tanto la política, como tantas otras
cosas en esta época, se considera, en efecto, un arte.
A Maquiavelo se le opone en muchos aspectos su
amigo Francesco Guicciardini (1483 – 1540), también
florentino, abogado y diplomático, autor de una
Historia de Italia, para muchos la primera gran obra
historiográfica moderna. Reflexiona sobre la política a
partir de la historia e introduce una radical
desconfianza hacia los políticos, en quienes ve a
unos hipócritas predicadores de libertades que, en
realidad, sólo sirven a sus ambiciones. Por eso
propugna el imperio de la ley, que deberá aplicada el
gobernante de más valía (en realidad, parece
propugnar una
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democracia formal que esconda una sólida oli-
garquía). Duda que la historia brinde pautas válidas
para su tiempo, y otorga a la fortuna un papel
importante, capaz de malograr cualquier previsión.
Al otro lado de los Alpes, en Estrasburgo, Münster,
Nuremberg, los Países Bajos e incluso Inglaterra,
surgieron focos de cultura científica y humanista que
dieron figuras como el mineralogista y médico alemán
Georg Bauer, llamado Agrícola (1494-1555); el
astrónomo y matemático alemán Johann Müller,
llamado Regiomontano (1436 –1476); el también
alemán Juan Reuchlin (1455 – 1522), el helenista
francés Guillaume Budé (1467 – 1540) y el político y
filósofo inglés Tomás Moro (1478 – 1535). La gran
figura, no sólo por su calificación intelectual, sino por
ser plenamente representativa de su tiempo, es el
holandés Erasmo de Rotterdam (1467 – 1536),
máximo exponente del humanismo y al propio tiempo
de las aspiraciones renovadoras del cristianismo que
venían dejándose sentir desde hacía al menos un
siglo. Más tarde, cuando, con la Reforma, se produjo
la ruptura de la unidad religiosa en Europa occidental,
Erasmo permaneció fiel a la Iglesia.
Los valores renacentistas fueron fraguando en
diversas etapas, no necesariamente ligadas unas a
otras: a una primera fase representada por el
humanismo cristiano de Petrarca (siglo XIV), suce-
dieron la crítica libre de Lorenzo Valla (1407 – 1457),
que atacó a petrarquistas y escolásticos; el
humanismo cristiano del alemán Nicolás de Cusa
(1401 – 1464) o de Eneas Silvio Piccolomini (1405 –
1464), desde 1458 papa con el nombre de Pío II, que
trataban de conciliar la tradición medieval y la cultura
de los nuevos tiempos; el neoplatonismo florentino del
círculo de los Médicis, ya en la segunda mitad del
siglo XV, con Marsilio Ficino (1433 – 1499) y los
nuevos modelos literarios, con Ludovico Ariosto (1474
– 1533), Jacopo Sannazaro (h. 1456 – 1530 o
Francois Rabelais (h. 1494 1553). Con esto se llega
a la plenitud del renacimiento en Italia. Aquí pervivía
el recuerdo de la antigüedad, con sus monumentales
ruinas, y se mantenía cierto espíritu de «romanidad»
(no se olvide que Cola di Rienzo, que se hizo con el
poder en Roma durante la estancia de los papas en
Aviñón, había proclamado, aunque fuese de manera
retórica, la restauración del Imperio romano el 1° de
agosto de 1347).
A partir del primer cuarto del siglo XVI, con Europa
inmersa en las luchas religiosas, el centro de
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gravedad de la creación cultural se desplazó a Italia.
Autores como Pietro Aretino (1492 – 1556),
Baldassare Castiglione (1478 – 1529) y Torquato
Tasso (1544 – 1595) irradiaron su influencia a toda la
producción literaria de Occidente, y en el terreno del
arte, el magisterio de Italia convirtió este país en la
patria por antonomasia de toda creación
arquitectónica o plástica, inaugurando figuras como
Leonardo, Miguel Ángel, Rafael o Benvenuto Cellini
una tradición, la «llamada de Italia», destinada a
perdurar siglos.
LA SOCIEDAD RENACENTISTA
El hombre ideal del renacimiento lo retrató Castiglione
en su obra El cortesano: culto, elegante, dueño de un
perfecto equilibrio entre intelecto y cuerpo, síntesis
del caballero medieval y el héroe clásico. En suma,
una personalidad en la que conviven armoniosamente
el hombre de pensamiento y el hombre de acción
(superación de la famosa disputa entre las «armas» y
las «letras», que tiene algunas ilustres formulaciones
literarias).
Pero, como cabe suponer, los beneficios de la cultura
y de las nuevas formas de vida sólo llegaban a una
minoría. Tras la descomposición del feudalismo, a
fines del siglo xv se operó en algunos países
europeos un recrudecimiento de la servidumbre de
los campesinos. El fenómeno alcanzó a Alemania y
todavía más a los países de Europa oriental, pero
también se dio en occidente, donde los campesinos
libres, arrendatarios de tierras, vieron incrementadas
las cargas señoriales, y algunos perdieron sus
derechos de cultivo, con lo que integraron un
proletariado rural de condiciones de vida
particularmente precarias o bien nutrieron las
crecientes filas de los desocupados. La crisis agraria
se manifestó en una serie de sublevaciones
campesinas que, en algún caso, se mezclaron con las
querellas religiosas en torno a la Reforma.
La alta nobleza perdió influencia al aumentar el poder
regio, pero en casi todos los casos conservó su
patrimonio y fue un elemento dinamizador de la
cultura. La costumbre de que sus vástagos coparan
muchos altos cargos eclesiásticos contribuyó al
descrédito de la Iglesia y alimentó las exigencias de
reformas. La pequeña nobleza, desplazada por la
burguesía y arruinada en gran parte, se convirtió en
un elemento revoltoso, que o bien canalizó sus
energías hacia el servicio militar o los viajes de
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descubrimiento y conquista, o bien encabezó
movimientos subversivos de índole diversa. Este
último fenómeno se dio en España (hidalgos), Francia
y Alemania, mientras que en Inglaterra la nobleza no
desdeñó adoptar el modo de vida y trabajo de los bur-
gueses.
La burguesía urbana fue diferenciándose de acuerdo
con su capacidad económica: en el escalón inferior
estaban los artesanos y quienes ejercían oficios,
siempre encuadrados en sus gremios; una clase
media mercantil, y una alta burguesía, dueña de
patrimonios importantes y que dominaba los órganos
de gobierno de la ciudad. El capitalismo de esta
época temprana se ajustaba a criterios distintos
respecto del capitalismo contemporáneo (industrial,
financiero). Aunque el renacimiento se ha dicho que
vació este mundo de la presencia de Dios con el fin
de objetivarlo, el capitalismo no llegó a deshumanizar
el mundo: la riqueza no era para aquellos burgueses
un fin en sí misma, sino un medio de alcanzar, por los
medios que le eran propios, los negocios, los ideales
renacentistas de prestigio individual, libertad,
independencia y cultivo del intelecto, ya que las
actividades de la época dejaban tiempo y recursos
para el ocio cultural (A. von Martin). De todas formas,
el renacimiento empezó como un impulso
democratizador e insurreccional contra la nobleza,
como ya se vio, y acabó siendo aristocrático, pero en
este caso la aristocracia fue la del dinero, la
burguesía enriquecida, y también fue la nobleza
sacada de sus castillos y convertida en cortesana,
alrededor del monarca autoritario.
En la cúspide social estaba la monarquía. Se trataba
de una monarquía nacional, patrimonial y absoluta,
ideológicamente reforzada desde el siglo XIII por la
labor de los legistas. Empezaron a primar los factores
nacionales, muy borrosos hasta entonces, como el
territorio, la lengua y la interpretación de la historia a
efectos de legitimar el poder establecido. Salvo en
Alemania e Italia, donde persistieron las estructuras
medievales, el fenómeno se dio en la mayor parte de
Europa occidental. Las monarquías asentaron
también su poder en la constitución de ejércitos
permanentes, en el fomento de las actividades
mercantiles y en el despliegue de diversas
instituciones de control social. La religión era la
columna vertebral ideológica, y se procuraba alcanzar
el mayor grado de homogeneidad en ese terreno,
persiguiendo la herejía y la disidencia.
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LA RENOVACIÓN ARTÍSTICA
La finalidad de los artistas era la búsqueda de la
belleza, reflejo de un mundo entendido como obra de
arte. No trataban solamente de ilustrar plásticamente
las verdades de la fe. Lo que se perdió en
espiritualidad se ganó, pues, en perfección formal.
Otra característica del renacimiento, el interés por la
técnica, se refleja en los nuevos procedimientos
pictóricos y en el estudio de la perspectiva. Según
Alberti, el artista es ante todo un investigador de la
naturaleza, un matemático. Sus conocimientos
técnicos le permitirán, precisamente, encauzar su
impulso artístico.
La clientela de príncipes y burgueses y la división en
escuelas son otras características de los nuevos
tiempos. Los principales centros artísticos italianos
fueron Florencia, Venecia y Roma. Otros focos
notables se situaron en Lombardía, Siena, Umbría y
Padua.
El primer renacimiento o quattrocento se centró en la
Florencia de los Médicis, y de allí salieron
personalidades renovadoras como el arquitecto
Filippo Brunelleschi (1377 – 1446), el escultor
Lorenzo Ghiberti (1378 – 1455) y el pintor Fra An-
gelico (1387 – 1455). Otros artistas persistieron en la
tradición bajomedieval en lo que se refiere a la
elevada espiritualidad de su inspiración, pero ab-
sorbieron los nuevos modos de hacer: Donatello (h.
1386 – 1466) Y Lucca della Robbia (1400 – 1482) en
escultura y Massaccio (1401 – 1428) y Fra Filippo
Lippi (h. 1406 – 1469) en pintura.
Avanzado el siglo, penetraron abiertamente las
influencias clásicas, hasta el punto de que algunas
representaciones sacras son figuras de la antigüedad
cristianizadas. Otras veces se abordan francamente
los temas mitológicos. La exaltación del cuerpo rompe
definitivamente los esquemas medievales. León
Battista Alberti (1404 – 1472) se remite en sus
edificios a los cánones clásicos, y el escultor Andrea
Verrocchio (1435-1488) y los pintores Sandro
Botticelli (1444 – 1510) Y Filippino Lippi (h. 1457 –
1504) confieren a sus figuras delicadeza y
sensualidad. Muchas obras fueron destruidas
mientras duró la influencia de Savonarola en
Florencia.
Contemporáneos de estos esplendores florentinos
fueron los focos de Urbino, donde ejecutó sus frescos
Piero della Francesca (h. 1406 – 1492), Y de Umbría,
donde desplegaron su talento los pintores Perugino
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(1446 – 1524) y Pinturicchio (h. 1554 – 1513).
La escuela veneciana acentuó la preocupación por el
color y la forma, confiriendo a sus creaciones un
peculiar realismo. Sus principales representantes
fueron Giovanni Bellini (1430 – 1516), Giorgione
(1478 – 1510 ) y, sobre todo, Tiziano (1477 – 1576), a
quien debemos retratos de grandes personajes de la
época.
En el siglo XVI el centro de gravedad artístico pasa a
Roma, gracias a los encargos que los papas hacen a
los más grandes artistas de la época. Las
realizaciones se vuelven más monumentales. A
Bramante (1444 – 1514) se deben los planos de la
basílica de San Pedro, en el Vaticano, cuya cúpula
fue proyectada por Miguel Ángel Buonarroti (1475 –
1564 ). Este gran genio renacentista, florentino de
origen, fue además escultor (Piedad, Moisés, David) y
pintor (frescos de la Capilla Sixtina, Vaticano),
sobresaliendo en todas estas actividades como una
de las mayores figuras de la historia del arte. Su
propensión al dramatismo extremo y al gigantismo
hicieron escuela, si bien quienes siguieron esa
dirección, al no poseer el talento de Miguel Ángel,
cayeron en lo grandilocuente y vacuo. Rafael Sanzio
(1483 – 1520), también toscano de nacimiento, creó
con sus Vírgenes un modelo femenino suave, muy
personal, con un toque hedonista que causó algún
escándalo entre quienes se mantenían apegados a
los viejos cánones. Leonardo da Vinci (1452 – 1519)
se ha presentado como paradigma del genio
multifacético renacentista: además de legarnos obras
universales como el retrato de Mona Lisa (La
Gioconda) o La Santa Cena, fue un científico
interesado en asuntos tan variados como la anatomía
o la física y las aplicaciones tecnológicas de esta
última (diseño de máquinas de guerra, artefactos
voladores, etc.).
En su fase final, la plástica renacentista derivó hacia
el manierismo, esto es, la «manera», el carácter
propio que un artista confiere a su obra, y que salvo
en los grandes maestros derivó al amaneramiento.
Los pintores más originales de esta última etapa
fueron el parmesano Correggio (h. 1494 – 1534) y los
venecianos Tintoretto (1512 – 1594) y Veronés (1528
– 1588). Con ellos se anuncia ya el barroco.
En el resto de Europa el renacimiento artístico tardó
en consolidarse. En el siglo xv la tradición gótica
seguía siendo decisiva. La última fase del gótico
arquitectónico, el flamígero, introdujo el gusto por la
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ornamentación, al que se superpusieron andando el
tiempo los modelos llegados de Italia. Se crearon así
estilos mixtos tan interesantes como el plateresco
español.
En el campo de la pintura, el núcleo más importante
fuera de Italia hay que situado en los Países Bajos,
cuyos artistas se caracterizan por la minuciosidad,
casi de miniaturista, con que tratan los temas tanto
religiosos como profanos (retratos): los Van Eyck
(Hubert, h. 1366 – 1426, Y Jan, h. 1386 – 1441) que
ya emplearon la técnica al óleo, Roger van der
Weyden (h. 1400 – 1464), Hugo van der Goes (activo
en 1476) y Hans Memling (h. 1435 – 1494).
En el siglo XVI la influencia italiana ya era dominante.
El renacimiento arquitectónico francés nos ha dejado
obras como el palacio del Louvre y los castillos del
Loira. En España, el decorativismo plateresco cedió
su lugar a una versión particularmente sobria y
despojada de los modelos italianos, tendencia que
tiene su máxima expresión en el estilo herreriano
(Juan de Herrera, h. 1530 – 1597) Y en la obra
cumbre de la arquitectura hispana, el monasterio del
Escorial. En Inglaterra, acaso como rechazo a que las
formas italianas tenían un sabor entre paganizante y
«papista», persistió un gótico muy personal, el
llamado estilo Tudor, que perpetuó la tendencia a la
verticalidad y que, en edificios religiosos y docentes,
se prolongó hasta el siglo XIX y se proyectó a todo el
mundo anglosajón.
En el mundo germánico, aun arrastrando un notable
lastre goticista, destacan figuras eminentes de
retratistas como Alberto Durero (1471 – 1528), Hans
Holbein el Joven (1497 – 1543) y Lucas Cranach
(1472 – 1533). Sumamente detallistas y creadores de
mundos plagados de enigmática simbología son los
holandeses Jan Mabusse, Joachim Patinir y Jerónimo
Basca. El paisaje adquiere importancia esencial en la
composición, y aparece la pintura de género, muy
característica de la sociedad burguesa. Entre las
grandes figuras pictóricas españolas del momento
descuella Pedro Berruguete (h. 1451 – 1503).
CIENCIA Y TÉCNICA
Invento capital de esta época es la imprenta. El
alemán Johannes Gutenberg (h. 1390 – 1468)
introdujo los tipos móviles en 1453, Y un año más
tarde emprendió la tarea de imprimir una Biblia de
1.282 páginas y de la que tiró 300 ejemplares: fue el
primer libro impreso de la historia.
Ya se ha hecho mención anteriormente del alemán
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Regiomontano, que adoptó este nombre por ser la
traducción latina de su ciudad de nacimiento,
Kanigsberg. Fue el primero en estudiar un cometa y
calcular su órbita (1472), con lo cual contribuyó a
disipar los temores supersticiosos que relacionaban la
aparición de estos cuerpos celestes con catástrofes y
calamidades. Sus trabajos fueron continuados por el
italiano Girolamo Fracastoro y el alemán Pedro Apia-
no (Peter Bennewitz), quienes establecieron que la
cola de los cometas sigue la dirección contraria al Sol.
Pero sin duda la mayor revolución astronómica y
científica la protagonizó el polaco Nicolás Copérnico
(1473 – 1543), quien demolió con sus observaciones
el inatacable sistema de Hiparco y Ptolomeo, y que la
Iglesia hacía suyo, el cual situaba la Tierra en el
centro del universo. Su obra De revolutionibus orbium
coelestium causó una verdadera conmoción en el
mundo docto y fue incluida por la Iglesia en el índice
de libros prohibidos. Los luteranos no se mostraron
menos hostiles. Aparte la aportación que esta obra
supuso, demostró que los antiguos no lo sabían todo,
lo que significó de paso una sacudida para los
cimientos del edificio renacentista. Había que
abandonar los saberes puramente librescos y dedicar
los esfuerzos al cálculo, la observación y la
experimentación: tal era el mensaje que llevaba
implícito el descubrimiento copernicano. A partir de
las determinaciones del astrónomo polaco, se
empezaron a elaborar tablas que recogían los
movimientos de los planetas: el alemán Reinhold
afinó los cálculos matemáticos y sus tablas sustitu-
yeron a las de Alfonso X el Sabio, basadas en
Ptolomeo y que llevaban usándose trescientos años.
La revolución de Copérnico en astronomía la llevó al
campo de la medicina el flamenco Andrés Vesalio
(1514 – 1564), que echó por tierra las nociones
griegas en materia de anatomía. En lugar de repetir
conceptos consagrados por la costumbre, Vesalio se
dedicó a practicar disecciones, y en su obra De
corporis humani fabrica (1543) corrigió más de
doscientos errores en Galeno. La imprenta le permitió
acompañar el texto con magníficas láminas dibujadas,
bajo su dirección, por un discípulo de Tiziano. Estos
avances ayudaron a los de la cirugía, hasta entonces
considerada una rama inferior o auxiliar de la
medicina, que no se rebajaban a practicar los propios
médicos, sino que se confiaba a los barberos. Los
médicos desdeñaban lo que veían como un trabajo
manual; ellos preferían la teoría y el saber libresco.
Ambroise Paré (1510 – 1590), médico de Enrique II
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de Francia, estudió las heridas de guerra y trató de
curarlas sin «cortar por lo sano» como venía siendo
norma, ahorrando en lo posible sufrimientos al
paciente. Diseñó diversos instrumentos de su arte y
es considerado el padre de la cirugía moderna. Un
médico famoso de la época, el suizo Paracelso
(Teofrasto Bombasto de Hohenheim, 1493 – 1541),
continuó en muchos aspectos apegado a la tradición
medieval, pero introdujo innovaciones como el uso de
opiáceos como sedantes y anestésicos, y también
estudió los efectos de determinados metales sobre la
salud. Fracastoro, con su obra De contagione (1546),
puso los cimientos de la ciencia que hoy llamamos
epidemiología.
La medicina tuvo que hacer frente no sólo a las
patologías clásicas, sino a algunas nuevas,
planteadas por los viajes de exploración. Pero se-
guramente la enfermedad más temida de la época fue
la sífilis, diagnosticada por primera vez durante el
asedio francés a Nápoles en 1495 (de ahí que fuera
conocido como mal francés o gálico). Algunos autores
creen que lo que en la Edad Media se consideraba
lepra era en realidad sífilis, y que ahora tan sólo se
hizo una descripción más adecuada. En cualquier
caso, la rapidez con que se extendía la enfermedad y
la impotencia de la medicina de la época para evitar
la degeneración y la muerte que causaba, hizo que
esta dolencia se presentara como un azote apocalíp-
tico.
Ya se ha hecho referencia anteriormente a Agrícola
(Georg Bauer), estudioso de los metales (De re
metallica, publicado póstumamente). Recogió en su
obra todos los conocimientos prácticos que se
poseían sobre el tema, y diseñó máquinas para la
explotación de minas y yacimientos. Puede
considerársele el fundador de la mineralogía
moderna.
Los viajes de exploración plantearon la necesidad de
mapas fiables, lo que determinó el forzoso auge de la
cartografía. No tardaron en surgir problemas técnicos'
derivados de la dificultad de trasladar a un plano
grandes extensiones de tierra que, lógicamente, se
desplegaban sobre una superficie esférica. Las
distorsiones eran, pues, inevitables. El primero en
proponer una solución para salvar ese inconveniente
fue el geógrafo flamenco Mercator (Gerhard Kremer,
1512 – 1594), que ideó una proyección cilíndrica:
imaginó la Tierra envuelta en un cilindro, tocándola en
el ecuador. La «sombra» que proyectaran los
continentes sobre la cara interior del cilindro daría el
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mapa propuesto por Mercatoro Pero, naturalmente,
cuanto más se alejaran las tierras del ecuador, mayor
sería la deformación, con la consiguiente pérdida de
exactitud. Con todo, sus mapas fueron de gran
utilidad, sobre todo para la navegación. El libro que
encerraba los mapas de Mercator llevaba en la cu-
bierta la figura de Atlas, el mítico gigante que sostenía
el mundo. Por eso tales libros se siguen llamando hoy
«atlas». Mercator acabó con las nociones geográficas
heredadas de los griegos, a todas luces inservibles, lo
que supuso un nuevo capítulo en la revolución
científica que se estaba operando.
CAPITULO 2 LOS PAISES MEDITERRÁNEOS EN EL RENACIMIENTO
En el Mediterráneo occidental, España y Francia
logran establecer monarquías modernas, autoritarias,
y consolidarse como estados nacionales. A partir de
ahí, se disputan la hegemonía continental. El teatro
de su enfrentamiento será Italia, en pleno esplendor
cultural pero agitada por la inestabilidad interna y
duramente castigada por la intervención extranjera.
En el Mediterráneo oriental, la Turquía otomana
alcanza el cenit de su poderío.
FRANCIA
Tras la muerte de Luis XI (1483), su obra de en-
grandecimiento del país y de reforzamiento de la
monarquía estuvo a punto de malograrse por la
reacción de la nobleza, que quiso aprovechar el vacío
de autoridad que se produjo durante la minoría de
edad de Carlos VIII. El primo y sucesor de éste, Luis
XII (1498-1514), mantuvo el país en paz, el
absolutismo se reforzó y se alcanzó una notable
prosperidad. El ducado de Bretaña se incorporó a la
corona por vía matrimonial.
LA ESPAÑA DE LOS REYES CATÓLICOS
En vísperas de la Edad Moderna, la península Ibérica
estaba dividida en cinco reinos (Portugal, Castilla,
Navarra, Aragón y Granada). En un capítulo anterior
ya se ha tratado del proceso de unificación peninsular
a lo largo del siglo XV cuyo eje fue la unión dinástica
de Castilla y Aragón, un hecho a partir del momento
en que Fernando sucedió a su padre Juan II, en 1479,
y que se prolongó hasta la muerte de Isabel en 1504.
Con la conquista de Granada (1492) y la incor-
poración de la Navarra cispirenaica (1512), se
completó la primera parte, y la más importante, para
hacer de España un estado moderno y acorde con la
idea renacentista, apoyada doctrinalmente en los
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En el ámbito de la ciencia pura, son de destacar los
avances en matemáticas: la resolución de ecuaciones
cúbicas (Niccolo Tartaglia -además primero en
efectuar estudios científicos sobre balística- y
Girolamo Cardano), números negativos y ecuaciones
de cuarto grado (también Cardano, 1545) y primeras
tablas trígonométricas desde época griega (Rético,
nombre latinizado del alemán Von Lauchen), a las
que precedió el primer tratado de trigonometría de
época moderna, De triangulis, de Regiomontano.
textos de los legistas, de una monarquía fuerte y
superadora de las fuerzas centrífugas que agitaron la
historia de occidente en la Baja Edad Media.
La unión de las coronas no significó una fusión de los
estados peninsulares y mucho menos una
centralización que era extraña a la mentalidad de la
época, por lo que cada reino mantuvo sus
instituciones en los ámbitos de la hacienda pública, la
justicia y la administración. Sin embargo, el proyecto
unitario estaba en el fondo de todas las actuaciones,
y hubo algún autor que consideró Castilla y Aragón
como la versión actualizada de la Hispania Ulterior y
Citerior de la administración romana; esto es, la
división territorial de un único país. Éste no sólo tenía
en común a sus reyes, sino que seguía una misma
política exterior, contaba con una sola jefatura de las
fuerzas armadas y en general el gobierno regía por
igual todo el territorio.
La política interior de los Reyes Católicos se
encaminó al dominio de la nobleza, cuyas rebeliones
habían envenenado la historia castellana en el siglo
xv. La corona no dudó en demoler castillos para
desarraigar los usos feudales y convertir a aquella
nobleza en cortesana aunque fuese a viva fuerza.
También se procuró neutralizar el poder de las
órdenes militares. Se recortaron privilegios excesivos,
se supervisó la gestión de los municipios destacando
en ellos oficiales reales y se frenó la opresión señorial
sobre el campesinado, sobre todo en Galicia y en
Cataluña. Como en todas las monarquías de la
época, se procuró dominar los resortes del orden
público y se fomentó la unidad ideológica en tomo a la
Iglesia. El orden público se garantizó mediante el
establecimiento de la Santa Hermandad (1476), y la
religión, como instrumento de control social, se
reforzó con diversas medidas: implantación y
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reforzamiento de la Inquisición (1477-1490) y expul-
sión de los judíos (1492, cuando ya habían sido
expulsados hacía tiempo de los demás países de
Europa occidental) y de los moriscos (1502). Esta
obra de forzada unidad se completó con la reforma de
la justicia, colocando en los puestos de
responsabilidad a técnicos debidamente formados; la
armonización de instituciones de los distintos reinos,
lo que equivalía a un embrión de administración
central; y el servicio militar obligatorio.
Capítulo importantísimo, pues condicionó la posición
internacional de España por mucho tiempo, fue la
política exterior de los Reyes Católicos. Ante todo, y
comprendiendo que el enemigo más inmediato era
Francia, se estrecharon alianzas con Borgoña y con
el imperio. En segundo lugar, los Reyes Católicos
organizaron para sus hijos una política matrimonial
que hizo recaer sobre sus descendientes una
herencia territorial de vastas proporciones.
En 1504, a la muerte de Isabel, Felipe I el Hermoso,
esposo de Juana, hija de los Reyes Católicos,
llamada la Loca, se hizo con el poder en Castilla,
apoyado por la nobleza, que deseaba, como siempre,
socavar la autoridad de la corona, pero su prematura
muerte y la incapacidad de Juana situaron a
Fernando como regente. Gobernó Castilla como tal
de 1506 a 1516, y durante este período remató la
Reconquista apoderándose de las plazas norte
africanas de Orán, Bujía y Trípoli, como puestos
avanzados para defender la península de amenazas
procedentes del otro lado del estrecho. El artífice de
la política en este período fue el cardenal Cisneros,
arzobispo de Toledo y antiguo confesor de la reina
Isabel. Gobernante de gran capacidad y figura
intelectual notable (fundó la Universidad de Alcalá),
se hizo cargo de la regencia de Castilla al morir
Fernando en 1516.
Dejando la empresa americana para otro capítulo, he
aquí unas notas sobre los aspectos socioeconómicos
del reinado de los Reyes Católicos. A la crisis
económica que el mundo occidental venía sufriendo
desde mediados del siglo XV, le siguió una etapa
expansiva, acompañada por un incremento
demográfico. A este ciclo de prosperidad vinieron a
sumarse el flujo de metales procedentes de las
explotaciones mineras de Centroeuropa, y en la fase
final del ciclo, la aportación de las riquezas
ultramarinas. Las monarquías autoritarias, al terminar
con las guerras civiles y con los desórdenes internos,
garantizaron una paz que permitió el auge de los
mercados tradicionales y la creación de otros nuevos.
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
Esta situación tuvo su inevitable reflejo en España,
donde además se acentuaron las diferencias entre
Castilla y Aragón en el terreno económico. Castilla
contaba con siete millones de habitantes y la Corona
aragonesa apenas sobrepasaba los 950.000. La
primera había resistido sin grandes quebrantos la
crisis bajomedieval gracias al comercio de la lana, en
tanto la segunda había perdido empuje con la
decadencia del comercio mediterráneo, aparte de la
extenuante guerra civil que asoló Cataluña (1462 –
1472) y a la que se hará referencia más adelante.
Con todo, Valencia era la capital financiera de
España, y este papel hubiera alentado quizás una
recuperación aragonesa de no haber sido porque el
descubrimiento de América y la explotación de sus
riquezas desplazó definitivamente esa capitalidad a
Sevilla. Señala J. Reglá que en la primera mitad del
siglo XVI, las aportaciones financieras de Valencia
sólo suponían el 1,10 % del tesoro americano llegado
a la Casa de Contratación sevillana. Por lo demás,
aunque las tierras recién descubiertas pertenecían a
la Corona de Castilla y Sevilla ostentaba el monopolio
del tráfico, Aragón era libre de aportar capitales y
hombres a la empresa americana y no lo hizo. Esto
ha dado pábulo a la creencia de que tuvo vedadas
esas actividades hasta el siglo XVIII, pese a que hace
ya muchos años Vicens Vives aclaró adecuadamente
la cuestión.
En la España de los Reyes Católicos, el 83 % de la
población era campesina, sólo el 3,5 % era urbana y
el resto pertenecía a la nobleza, si bien ésta, en su
mayor parte, poseía recursos económicos muy
limitados. Siempre según Reglá, los magnates, esto
es, los verdaderos dueños del dinero, no pasarían de
500 personas. De los 200.000 judíos censados antes
de la expulsión, unos 50.000 aceptaron convertirse y
se sustrajeron a esa medida. Las mayores ciudades
eran Valencia y Sevilla, con unos 100.000 habitantes
cada una.
LAS GUERRAS DE ITALIA
Como Quedo de manifiesto en otro lugar, ninguno de
los estados italianos tenía capacidad para
desempeñar un papel hegemónico que pudiera actuar
como aglutinante con vistas a una unificación. Esta
situación abrió las puertas a la intervención y
consiguiente dominio extranjero. Tan sólo la Santa
Sede fue capaz de llevar a cabo una política dinámica
e integradora, con papas de gran iniciativa, con
amplia visión e ilustres mecenas del renacimiento.
Pero el precio que pagaron fue el alejamiento de los
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fines espirituales de la Iglesia, que cayó en el des-
crédito en un momento en que se levantaban
clamores de renovación religiosa. Así Alejandro VI
(1492 – 1503), el papa Borgia (el valenciano Rodrigo
Borja), secundado en sus designios por su hijo César
Borgia, paradigma, en sentido maquiavélico, del
príncipe renacentista y cuyo sueño fue la unificación
de Italia; y Julio II (1503 – 1513 ), el protector de
Miguel Ángel, autentico fundador del estado pontifico
moderno.
Francia y España, libres de las guerras que las
tuvieron ocupadas en los años anteriores y con sus
monarquías reforzadas, volvieron a enfrentarse como
lo habían hecho en otro tiempo por la rivalidad entre
angevinos y aragoneses. La sucesión de alianzas,
rupturas y guerra abierta entre los amigos de ayer y
enemigos hoy resulta difícilmente imaginable para la
mentalidad moderna.
En 1494, Carlos VIII reclamó los derechos de Anjou
sobre Nápoles, a la razón regido por los
descendientes de Fernando, el hijo bastardo de Juan
II de Aragón. Primero se aseguró la paz con los
reinos vecinos, incluida España. Fernando el Católico
accedió, pero le hizo devolver los condados del
Rosellón y la Cerdaña (tratado de Barcelona), que
Juan II había empeñado para hacer frente a la guerra
civil en Cataluña. Ésta fue una de las muchas
contiendas sociales que se libraron en la Europa
bajomedieval por causa de la situación desesperada
de los campesinos. En Cataluña, en efecto, los
remensas eran campesinos que no podían abandonar
las tierras señoriales si no pagaban una cantidad por
redimirse. Y, naturalmente, no estaban en
condiciones de satisfacerla. Las luchas fueron muy
cruentas y sólo les pusieron fin los Reyes Católicos,
al promover la sentencia arbitral de Guadalupe, en
1486, que
proscribió aquellos abusos y reconoció la libertad de
los campesinos. Carlos VIII también hubo de hacer
concesiones al Imperio germánico: en 1493 le cedió
el Franco Condado y el Artois a cambio de su
neutralidad.
Carlos VIII, sintiéndose con las manos libres, envió un
ejército a Italia, que recorrió con gran rapidez la
península de norte a sur, y se apoderó de Nápoles en
1494. Esta facilidad y las manifiestas ansias
expansionistas de Francia suscitaron gran
consternación entre los estados italianos y en las
cortes europeas. De ahí que se formara una coalición
por iniciativa de Fernando el Católico y que incluía a
España, Inglaterra, el imperio y los estados italianos
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
de Venecia, Milán, Génova y la Santa Sede. Los fran-
ceses, temerosos de verse inmovilizados en la
península, emprendieron la retirada.
Luis XII, sucesor de Carlos VIII, quiso resarcirse de
ese fracaso, sintiéndose además amenazado por la
estrecha coalición hispanogermana. Esta última
estaba llamada a imprimir carácter a la Europa de los
próximos años, ya que significaba que España y
Alemania serían gobernadas por la misma dinastía,
los Austria o Habsburgo. En efecto, el infante Juan
casó con Margarita de Austria, y Juana, llamada la
Loca, con Felipe el Hermoso. Margarita y Felipe eran
hijos del emperador Maximiliano. De no haber
fallecido prematuramente el infante Juan, España
hubiera seguido regida por los Trastámara, pero al
final la herencia de los Reyes Católicos fue a parar a
su nieto Carlos, hijo de Felipe y Juana.
Luis XII decidió proceder en Italia con más
moderación que su antecesor. En primer lugar, se
propuso conquistar el ducado de Milán, que seria la
llave de la península. Invocó derechos que provenían
de su entronque con los Visconti, y en 1500 se
apoderó de la ciudad, expulsando de ella al duque
Ludovico el Moro, a quien había sabido aislar
diplomáticamente con gran habilidad. Dueño de los
pasos alpinos y de la llanura padana, Luis planteó la
reivindicación esencial francesa en Italia: el reino de
Nápoles. Fernando el Católico, a la vista de la
situación, y considerando que también él podía
aprovecharla, pactó con el monarca francés (tratado
de Granada, 1500) el reparto de aquel reino. La
dinastía aragonesa, de origen bastardo, fue
destronada, y una vez efectuado este «trabajo sucio»,
Fernando el Católico se enfrentó a los franceses para
expulsarlos de Nápoles y anexionárselo él, aduciendo
sus derechos como monarca de Aragón. Al frente de
las tropas españolas estaba el general Gonzalo Fer-
nández de Córdoba, llamado el Gran Capitán, que
obtuvo sobre los franceses las decisivas batallas de
Ceriñola y Garellano (1504), tras lo cual Nápoles pasó
a integrar la Corona española.
En el norte, la posición francesa en Milán se veía
amenazada por Venecia, que seguía manteniendo su
estatuto de gran potencia y, como ya se vio, tenía
aspiraciones expansionistas en la terra ferma. Para
contenerla se formó la liga de Cambrai (1508),
integrada por la Santa Sede, el imperio, Francia y
España. El ejército veneciano fue deshecho en
Agnadello (1509) y la Serenísima República, obligada
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a devolver sus conquistas en suelo italiano. Francia
quería proseguir la campaña para ocupar Venecia,
que por sus enormes riquezas era una presa muy
apetecible, pero el papa Julio II se apresuró a
malograr sus planes.
El pontífice, en efecto, temeroso de que Italia acabara
repartida entre las potencias europeas, maniobró para
poner a los demás coaligados en Cambrai en contra
de Francia, y formó así la Santa Liga (1511), que
reunía a la Santa Sede, Venecia, España e Inglaterra.
España había vuelto a enemistarse con Francia a raíz
de la anexión a la Corona hispana de la Navarra
cispirenaica, episodio cuyos pormenores ya se
narraron. Aunque los franceses ganaron una
importante batalla en Ravena (1511), fueron luego
derrotados en Novara (1514), al tiempo que las
fronteras francesas eran hostigadas por ingleses,
españoles y suizos. Luis XII pidió una tregua (1514).
El Milanesado fue evacuado, Ve necia se salvó y los
grandes triunfadores fueron Julio II, que se convirtió
en el árbitro de la política italiana, y España, cuya
posición en Nápoles quedó firmemente asentada.
Francisco 1, sucesor de Luis, rompió la tregua, y en
1516, tras la victoria de Marignano (1515), se apoderó
otra vez de Milán. Aunque de momento firmó con
España la paz de Noyon y la situación se estabilizó,
se habían creado las condiciones para nuevos
enfrentamiento s en el escenario italiano.
TURQUÍA
Al morir en 1481 Mahomet II, el conquistador de
Constantinopla, el Imperio otomano se había converti-
do en una gran potencia que dominaba Asia Menor y
los Balcanes, o sea que se había superpuesto a los
territorios otrora dominados por Bizancio. La eficaz or-
ganización militar y administrativa consolidaron el
estado, y permitieron a los sultanes emprender una
política expansionista que tomó varias direcciones:
CAPITULO 3 EL IMPERIO DE CARLOS V Y LA REFORMA RELIGIOSA
Fruto de la política matrimonial de los Reyes
Católicos fue la herencia de su nieto Carlos, que
reunió en sus manos las coronas de Castilla y
Aragón, el ducado de Borgoña y el Imperio
germánico. Su ideal de un imperio europeo y cristiano
fracasó por anacrónico y por la acción de tres
poderosos enemigos: Francia, el protestantismo y los
turcos otomanos. Con Carlos se inició, por lo demás,
el período de preponderancia española en Europa.
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
ante todo, unificar el mundo islámico, y luego dominar
el Mediterráneo y proseguir la conquista de territorios
europeos más allá del Danubio. Tras el reinado de
transición de Bayaceto II (1481 – 1512), que realizó
una eficaz labor de reestructuración administrativa,
con Selim I (1512 – 1520) la política expansiva fue ya
una realidad. Se completó el dominio sobre Asia
Menor, y se infligieron sendas derrotas a los persas
(Chaldirán, 1514) Y a los mamelucos de Egipto
(Ridania, 1517), que permitieron la anexión de Siria,
Mesopotamia y Egipto.
La proyección europea fue obra de Solimán el
Magnífico (1520-1566). Dio el primer paso para el
dominio del Mediterráneo apoderándose de la isla de
Rodas (1522), y emprendió la conquista de la región
danubiana expugnando la fortaleza de Belgrado
(1521) y derrotando a los húngaros en la batalla de
Mohacz (1526). Los turcos ocuparon buena parte del
territorio magiar y amenazaron al Imperio germánico,
poniendo sitio a Viena en 1529. Sobre estos últimos
hechos se volverá al tratar del reinado del emperador
Carlos V.
La expansión mediterránea se vio favorecida por el
llamamiento que hicieron a los turcos las dinastías
musulmanas del norte de África, amenazadas por la
política de los Reyes Católicos, y luego por la del
emperador Carlos, y cuyo fin era preservar a España
de ataques desde esa zona. La cual, por otro lado, se
había convertido en un auténtico nido de piratas que
perturbaban los tráficos comerciales. El pirata más
famoso de la época fue el beréber Barbarroja, que
tenía su base en Argel y que formalizó su alianza con
Turquía en 1532. El antagonismo de España y los
otomanos y las graves pérdidas que para Venecia
suponía el ser desplazada como gran potencia
comercial mediterránea, tuvieron una influencia
decisiva en los acontecimientos del siglo XVI.
LA HERENCIA DE CARLOS DE AUSTRIA
Nacido en Gante en 1500, Carlos de Austria era hijo
de Felipe el Hermoso y Juana la Loca. Desde su
infancia hasta 1519 fue recibiendo en herencia cuatro
patrimonios que le convirtieron en el monarca más
poderoso de Europa, la cual gravitó en torno a su
persona y su política durante los años centrales del
siglo XVI. La primera herencia fue la de la casa de
Borgoña, que recibió de su abuela paterna, María, y
que comprendía los territorios en los que consolidó su
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soberanía Carlos el Temerario: Borgoña, Luxemburgo
y, en los Países Bajos, Artois, Flandes, Brabante,
Holanda y Zelanda. De su abuelo materno, Fernando
el Católico, obtuvo la Corona de Aragón, con sus
posesiones españolas (Aragón, Cataluña, Valencia y
Baleares) e italianas (Cerdeña, Sicilia y Nápoles), así
como las plazas africanas de Orán, Bujía y Trípoli. Su
abuela materna, Isabel la Católica, le legó la Corona
de Castilla, que comprendía la mayor parte de la
Península ibérica (Castilla, Granada y Navarra),
varias plazas africanas, las islas Canarias y los
inmensos territorios americanos, aún por explorar y
conquistar. Su abuelo paterno, el emperador
germánico Maximiliano I, le dejó Austria, que incluía
la propia Austria más las regiones de Carintia,
Carniola, el Tirol y el Sundgau, además de los
derechos a ser elegido soberano del Imperio
germánico.
Carlos se hizo cargo de los reinos españoles en 1516,
y tres años más tarde fue designado emperador por
los príncipes electores alemanes. Al parecer, gracias
a un préstamo de los importantes banqueros Fugger
pudo «comprar» los votos necesarios y así alcanzar
la dignidad imperial. Sobre la idea imperial de Carlos,
R. Romano y A. Tenenti señalan que pasó por dos
etapas distintas. La primera consistía en resucitar el
viejo Sacro Imperio, que había vivido durante siglos
como una «anarquía monárquica». Carlos quiso
convertirlo en el eje de la cristiandad. Dado que la
idea imperial propia del Medievo había entrado en
crisis, la realidad que ahora quedaba era un mosaico
de pueblos diferenciados, con lenguas distintas, y a
los que les resultaba difícil reconocer el nexo común
que entrañaba aquella idea. Surgían sentimientos de
grupo nacional (no cabe hablar aún de nacionalismo
en sentido moderno) que entraban en contradicción
con la idea de universalidad implícita en la esencia
del imperio. Parece que no fue ajena a la fijación de
este concepto la lectura del tratado Monarchia de
Dante. Aparte los ingredientes de mentalidad
medieval que necesariamente arrastraba Carlos, hijo
de su tiempo, un tiempo de transición: obsesión
religiosa, ideales caballerescos y gusto por la pompa.
Con los años, y ante la manifiesta inadecuación de
estos supuestos a las nuevas circunstancias, la
concepción imperial de Carlos evolucionó en otra
dirección, siempre según Romano y Tenenti: la
colonial. En efecto, la constitución del imperio «en el
que no se ponía el Sol» significó la proyección más
allá del escenario habitual en que se aplicaba la idea
imperial, con el conocimiento de otras civilizaciones (y
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
la consecuente conciencia de que los imperios, por
poderosos que sean, son destruidos y sustituidos por
otros), las nuevas estructuras económicas y las
repercusiones en las costumbres e incluso en los
hábitos alimentarios. Al final de su vida, la trayectoria
de Carlos había pasado por una sucesión de éxitos y
fracasos, despliegue de poder y servidumbres propios
de una atormentada época de cambio de valores, y
que tuvo un corolario perfectamente acorde con el
personaje y su tiempo: el desengaño del mundo, el
consuelo en la fe y la retirada al monasterio de Yuste,
donde, por cierto, Carlos I de España y V de
Alemania no vivió como un monje más sino como una
especie de huésped de lujo.
ENFRENTAMIENTO CON FRANCESES Y TURCOS
A la idea de imperio universal, Francia oponía la de
monarquía nacional, por la que sus reyes venían
luchando desde la Baja Edad Media. Francisco I, que
poseía el Milanesado desde 1515 (batalla de
Marignano), se aferraba en él porque sabía que era
un elemento clave para mantener la dispersión de los
vastos dominios de Carlos. En efecto, esa «llave de
Italia» impedía la comunicación fluida entre el Imperio
germánico y las posesiones mediterráneas. También
Borgoña era objeto de enfrentamiento, pues Francia
daba por sentado que su soberanía le correspondía
desde la firma del tratado de Arras, al que ya se hizo
referencia; y para Carlos aquel ducado formaba parte
de su herencia.
La propia vastedad y disparidad de sus estados
planteó a Carlos muchas veces a lo largo de su vida
el problema del doble frente: no podía tratar
adecuadamente una crisis porque en otro lugar ya se
le estaba planteando otra. El problema eran ahora las
comunidades de Castilla, a propósito de las cuales
estalló una guerra que duró de 1519 a 1520. En
Castilla cundía el descontento ante aquel monarca
desconocido, que no hablaba español y que se
rodeaba de nobles flamencos prepotentes, que
despreciaban a los castellanos por considerarlos
pobres y atrasados (y con razón, si tenemos en
cuenta que la sociedad de los Países Bajos era la
más opulenta de Europa). Además, se necesitaban
enormes cantidades de dinero para sostener la po-
lítica imperial, y España hubo de hacer la corres-
pondiente aportación. Carlos viajó a Alemania y dejó
como gobernador de los reinos españoles al flamenco
Adriano de Utrecht. El descontento por esta
imposición vino a sumarse a otros agravios y
determinó el levantamiento de las comunidades
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castellanas y el de las germanías en Valencia, dos
caras de una misma crisis. Es cierto que, por otra
parte, aquel levantamiento de municipios en demanda
de autonomía y de vuelta a los privilegios antiguos
tenía un importante componente retardatario y
medieval, pero la protesta en sí estaba más que
justificada. Las juntas, integradas por caballeros y
burgueses, tomaron tintes de reivindicación social
contra las oligarquías. El núcleo de la rebelión se
situó en el valle del Duero, y de allí surgieron los cau-
dillos Girón, Padilla, Bravo, Maldonado y Acuña, este
último obispo de Zamora. Cuando el ejército real
marchó contra los rebeldes, éstos se encontraron
abandonados por las milicias municipales, que se
negaron a combatir al soberano, por lo que en la
batalla de Villallar (1521), incruenta, pues en estricto
rigor no había dos bandos propiamente tales, los
cabecillas fueron apresados y poco después, tras un
juicio sumarísimo, ejecutados. En cuanto a las
germanías (hermandades) valencianas tuvieron un
carácter más neto de protesta social (a su frente se
puso un tejedor), que se extendió a Mallorca. La rebe-
lión fue reprimida violentamente.
Sofocados los levantamientos, y después de
asegurarse la alianza con Enrique VIII de Inglaterra
(tratado de Windsor), Carlos se lanzó a la guerra con
Francia en 1521. Al año siguiente, y tras la batalla de
Bicoca, los imperiales tomaron el Milanesado, y
Francisco I, agravada su situación porque el con-
destable de Barbón se había pasado al enemigo con
sus partidarios, se jugó el todo por el todo en la ba-
talla de Pavía (1525), pero la suerte le fue adversa y
cayó prisionero. La supremacía de Carlos en Italia era
indiscutida, y así hubo de reconocerlo Francia en el
tratado de Madrid (1526), que cedió formalmente los
ducados de Milán y Borgoña.
Un instrumento clave de la hegemonía española fue
el tercio. Se trataba de un cuerpo de infantería, que
se mantuvo durante los siglos XVI y XVII Y que
equivalía a un regimiento. Se componía de un número
variable de compañías, provistas cada una de un
arma: pica, arcabuz y espada y rodela. Estas dos últi-
mas fueron sustituidas más tarde por el mosquete. La
combinación era arrolladora, y F. Braudel ha
comparado el papel del tercio con el de la falange
macedónica en la Grecia antigua. Lo cierto es que
esa unidad fue invencible hasta que los avances
tecnológicos en materia de armas de fuego portátiles
la dejaron anticuada. Mientras duró la supremacía del
tercio, España contó con la mejor infantería del
mundo.
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
En la época que estudiamos, y como ya se vio al
tratar de las guerras de Italia, las alianzas duraban
poco, y los amigos se transformaban rápidamente en
enemigos en función exclusivamente de los intereses
más inmediatos. Así, el aplastante poder de los
imperiales asustó a los estados italianos, incluida la
Santa Sede. El papa Clemente VII (1523 – 1534)
aglutinó a una parte de tales estados (entre ellos
Venecia y Florencia) en torno a Francisco I, recién
liberado, formando la liga de Cognac (1526) contra
España. También Inglaterra se sumó a ella, temerosa
de la hegemonía del emperador en Europa. Pero la
reacción no se hizo esperar. Carlos contaba con la
ayuda del condestable de Barbón y también con el
almirante genovés Andrea Doria, que mandaba una
gran escuadra y que de este modo le dio la
supremacía en el mar. El episodio más sobresaliente
de esta guerra fue el saco de Roma (1527), un terrible
pillaje al que las tropas imperiales sometieron a la
capital de la cristiandad. En 1529 se firmó la paz de
Cambrai, también llamada de las Damas, que
equivalía al reconocimiento, tan temido por sus
adversarios, de la hegemonía de Carlos. Éste
pretendió contentar a Francia y evitar nuevos
enfrentamientos entregándole Borgoña, pero la
presencia española en Italia quedó consolidada para
los dos siglos siguientes.
Francisco I, acorralado entre territorios de los Austria
(España, Italia, Alemania, los Países Bajos), optó por
una iniciativa audaz y sin precedentes, que causó no
poco escándalo en la cristiandad: aliarse con los
piratas berberiscos y con los turcos de Solimán el
Magnífico para atacar a Carlos por los flancos
mediterráneo y danubiano.
La victoria española sobre los berberiscos fue
relativamente fácil, y se tomó Túnez (1535), pero en
el continente la situación empeoraba, por causa de la
agitación religiosa, y el emperador se veía obligado a
atender muchos asuntos a la vez. Francisco I se
apoderó del ducado de Saboya, otra de las llaves
para penetrar en Italia, y la contienda terminó con la
tregua de Niza (1538), a la que hubo de avenirse el
emperador.
En 1541, los dominios de Carlos fueron atacados
desde dos frentes: por un lado, Solimán el Magnífico
se apoderó de Budapest, y por otro Francisco I
reanudó las hostilidades ayudado, en el Mediterráneo,
por la flota turca, que pudo establecer una base en
Niza. La suerte fue adversa para Carlos, que perdió el
Piamonte (1544), pero logró la alianza con Inglaterra
y sus tropas consiguieron algún éxito. En la paz de
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Crépy (1554) se devolvieron las conquistas
efectuadas y se optó por una paz de compromiso, ya
que con la extensión del protestantismo se sentían
amenazados por un igual el monarca francés y el
emperador.
LA REFORMA RELIGIOSA EN ALEMANIA
A lo largo de la Baja Edad Media se multiplicaron los
movimientos que, desde la ortodoxia (franciscanos) o
la heterodoxia (husitas, valdenses, Savonarola)
demandaban un retorno de la Iglesia a la estricta
doctrina evangélica, con abandono de sus
compromisos mundanos y de la corrupción y los
derroches que reinaban en Roma. A estas exigencias
de muchos fieles y religiosos se añadían las
determinadas por el rigor intelectual del humanismo
cristiano y las erosiones que la tradición católica
sufría por causa de los avances de la mentalidad laica
y racional. En ocasiones, la mera aplicación de la
erudición a asuntos de fe podía contribuir a esa labor
demoledora. Por ejemplo, la crítica filológica de las
Escrituras, que si bien no estaban aún traducidas a
las lenguas vulgares se hicieron más asequibles
gracias a la imprenta. Se tendía en este sentido, y la
devotio moderna, ya mencionada, aportó también su
contribución, a una fe más individualizada e
interiorizada, prescindiendo en alguna medida de la
tradición y del magisterio mediador de la Iglesia.
Estas actitudes eran más patentes en el norte de
Europa, donde además se miraban con recelo los
fastos artísticos del renacimiento, en los que se veían
indicios de idolatría. Otro ejemplo de ataque erudito y
racional al monopolio de la Iglesia en materia de
dirección de conciencias fue el estudio del humanista
Lorenzo Valla (1407 – 1457) de la llamada «donación
de Constantino», y que probaba su falsedad. Se
trataba de un "fraude piadoso» perpetrado por la
Iglesia para justificar su poder temporal, y que recogía
una supuesta donación efectuada por el emperador
Constantino. Su autenticidad venía siendo impugnada
desde el siglo XIV, pero el trabajo de Valla fue
concluyente. La Iglesia no admitió la superchería
hasta después de la desaparición de los Estados
pontificios, ya a finales del siglo XIX.
Con todo, resulta difícil entender la eclosión del
protestantismo sin tomar en cuenta la gravísima
descomposición que afectaba al Imperio germánico.
Además de sufrir pérdidas territoriales, como Suiza y
Borgoña, el particularismo de los príncipes era cada
día más acentuado, y también las diferencias
económicas entre unas unidades políticas y otras.
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
Pequeños y medianos estados y ciudades libres
formaban un mosaico mal encajado que se había
convertido en anacrónico, pese a la gran prosperidad
de algunos de esos estados (aquí el desarrollo de la
burguesía no sirvió para robustecer el poder de la
monarquía, como en el resto de Europa, sino para
alimentar el localismo, ya que las oligarquías
mercantiles dominaban muchas ciudades). Ese
conjunto representaba una organización medieval,
alejada de las exigencias modernas de centralización
o, al menos, de cierta armonización interna en
materia administrativa. Un organismo así resultaba
muy difícil de gobernar.
LUTERO
En ese ambiente fructificó la doctrina de Lutero, que
con algo más de perspicacia por parte de la Iglesia
hubiera podido mantenerse dentro de los cauces de
la ortodoxia, y que dio una excelente excusa a los
príncipes alemanes para reforzar su particularismo,
apoderarse de los bienes de la Iglesia y oponer
resistencia al emperador.
Martín Lutero (Martin Luther, 1483 – 1546), natural de
Eisleben y formado en la Universidad de Erfurt,
ingresó en la orden agustina en 1505. Profesor de la
Universidad de Wittenberg, fue un concienzudo
estudioso de la Sagrada Escritura y un persuasivo
predicador. Le preocupaban sobre todo los problemas
en torno a la fe y la gracia y la recuperación del
verdadero sentido del mensaje evangélico. Para
Lutero el pecado es inherente a la naturaleza
humana, y nada puede el hombre con sus solas
fuerzas, haga lo que haga, para merecer la gracia de
Dios. Sólo valen la fe, el reconocimiento de Cristo
como Salvador y la aceptación de las demás
verdades reveladas en la Escritura. El hombre debía
tener acceso directo a ésta e interpretada sin la
mediación de la Iglesia, con lo que la tradición
quedaba orillada y la doctrina elaborada por los
Padres, los concilios y los teólogos, completamente
desvalorizada. Los años que siguieron, y las
aportaciones de otros reformadores, fueron
depurando la doctrina hasta desterrar de ella todo lo
que no se atuviera rigurosamente a las Escrituras, y
así en casi todas las confesiones reformadas se
abolieron los sacramentos, quedando la eucaristía
como una conmemoración simbólica de la Cena, se
suprimió el culto de los santos y de la Virgen, y se
rechazaron las peregrinaciones, las reliquias y las
indulgencias. Se disolvieron las órdenes religiosas y
se suprimió el celibato. El culto se hizo más austero, y
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en las iglesias se proscribió el lujo y la pompa. El
papa emitió unas bulas por las que se concedían
indulgencias a los fieles que contribuyeran a la
construcción de la basílica de San Pedro, en Roma.
Lutero publicó entonces (1517) sus 95 tesis contra las
indulgencias, y dio origen a una amplia polémica que
se fue extendiendo por toda Alemania. Los príncipes
y un considerable número de humanistas (Philipp
Melanchton, Ecolampadio) se pusieron de parte de
Lutero, que fue excomulgado por León X en 1520.
Persistió en la difusión de sus doctrinas, y el empe-
rador le emplazó a que compareciera ante la dieta de
Worms para que explicara su punto de vista (1521).
Se negó a retractarse y se retiró al castillo de
Wartburg, en Eisenach, donde se acogió a la pro-
tección de Federico de Sajonia. Allí se dedicó a
traducir la Biblia al alemán y a elaborar sus escritos
doctrinales.
Guerras de religión
Las convulsiones desatadas por la Reforma se
inscriben en un panorama de desórdenes gene-
ralizados cuya motivación primera era de carácter
social. El emperador, retenido por las guerras de
Italia, había delegado el poder, en la Dieta de Worms,
a los príncipes. Los caballeros, sobre todo los de la
región renana, encabezados por el luterano Francisco
de Sickingen, pretendieron acabar con el poder de la
alta nobleza, pero fueron derrotados (1523). Por su
parte, los campesinos protagonizaron levantamientos
en el sur del país en 1524 y 1525, y fueron aplastados
por la nobleza; en este caso, católicos y protestantes
no dudaron en aliarse para defender lo que más te-
nían en común: sus privilegios. El pueblo llano de las
ciudades y la baja burguesía adoptaron en muchos
casos las ideas más radicales de los reformados. Tal
es el caso de los anabaptistas, enfrentados a
católicos y a luteranos, acantonados en la ciudad de
Munster (1522) y capitaneados por Thomas Münzer.
Los príncipes que habían abrazado el protestantismo,
viendo que la efervescencia social y religiosa llevaba
al país al caos, «protestaron» en la Dieta de Spira
(1529) porque la mayoría de los reunidos acordó
respetar las prácticas católicas. La Dieta sirvió, pues,
para poner crudamente de manifiesto que no había
posibilidad de acuerdo.
En 1529, después de la paz de Cambrai, el
emperador quedó libre para dedicarse de lleno al
problema religioso. Buscó en vano una solución
negociada en la Dieta de Augsburgo, y en vista de
que no se podía llegar a una solución de compromiso,
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
Carlos V decidió restaurar la autoridad de los obispos
y reconstruir toda la estructura jerárquica de la Iglesia,
con sus implicaciones en el plano temporal. Los
protestantes reaccionaron constituyendo la Dieta de
Esmalcalda (1531), dirigida por Juan, elector de
Sajonia, y por Felipe, landgrave de Hesse.
La doble amenaza francesa y turca forzó al
emperador a apartarse de los asuntos de Alemania,
circunstancia que determinó el robustecimiento de la
Dieta de Esmalcalda. Tras la firma de la paz de Crépy
con Francisco I, Carlos llevó la guerra a los
protestantes, venciéndolos en la batalla de Mühlberg
(1547). Un año más tarde, en la Dieta de Augsburgo,
hizo algunas concesiones, y sobre todo los problemas
doctrinales quedaron aplazados hasta que se
reuniera un concilio ecuménico que les diera solución.
Los príncipes alemanes, que veían amenazada su
posición por el triunfo de los imperiales, se aliaron con
el principal enemigo de Carlos: el rey de Francia
(Enrique II, que mientras tanto había sucedido a su
padre Francisco I). El tratado de Chambord consagró
el apoyo francés a cambio de la cesión de los
obispados de Metz, Toul y Verdún, hasta entonces
integrados en el imperio.
En la nueva situación, se colocó al frente de los
protestantes Mauricio de Sajonia, uno de los héroes
de Mühlberg en las filas imperiales y que había
cambiado de bando. Fortalecidos, los protestantes
obligaron a Carlos a abandonar el imperio y a
suscribir el tratado de paz de Passau (1552) y la paz
religiosa de Augsburgo (1555), que representaba una
auténtica victoria para los reformados. En efecto, se
reconocían las secularizaciones, esto es, las
incautaciones de bienes de la Iglesia, y se permitía
mantener la religión reformada a aquellos que ya la
hubieran adoptado. Naturalmente, eso estaba muy
lejos del concepto moderno de libertad de cultos, y
requiere una lectura fundamentalmente
política. Los príncipes, en efecto, podían acogerse a
una de las dos religiones, católica o reformada, pero
sus súbditos venían obligados a seguir a su señor
natural en sus creencias, pues de la conciencia
individual no dimanaba derecho alguno.
Aunque las hostilidades aún se prolongaron, pues
Carlos deseaba recuperar Metz, al final también
cesaron en virtud de la tregua de Vaucelles (1556).
EXTENSIÓN DE LA REFORMA EN EL MUNDO
GERMÁNICO
En Suiza surgió la figura de Ulrico Zwinglio (Ulrich
Zwingli, 1484 – 1531), que propugnaba doctrinas
similares a las de Lutero. Zwinglio era hombre de
Colegio con Visión Universitaria “ALBORADA”
vasta erudición, en tanto Lutero era un biblista
estricto, y sin embargo aquél aventajaba a éste en
intransigencia. Para Lutero sólo había que proscribir
lo que se opusiera claramente a la doctrina bíblica.
Para Zwinglio, en cambio, había que acabar con todo
lo que no estuviera expresamente contenido en las
Escrituras, con lo que concebía una sociedad rígida,
sin la menor concesión a la frivolidad, en la que la
política había de ser una extensión de lo religioso.
Hoy diríamos que era un «fundamentalista», y sin
embargo en su exaltación de lo individual había un
indudable poso humanista. Ambos reformadores
llegaron a entrevistarse pero no pudieron llegar a un
acuerdo. Las doctrinas de Zwinglio enfrentaron a
unos cantones suizos con otros y se encendió una
guerra civil en la que él mismo pereció (batalla de
Kassel, 1531).
Por lo demás, la Reforma en su versión luterana
irradió al mundo nórdico. Dinamarca y Noruega
adoptaron el nuevo credo en la Dieta de Odense, en
1523. La Orden teutónica, en la persona de su gran
maestre Alberto de Brandemburgo, abrazó la doctrina
en 1525, y se proclamó duque hereditario de Prusia,
Suecia y Finlandia se declararon protestantes en la
Dieta de Vasteras, en 1527. En estos países la fe
luterana fue un elemento fortalecedor de la política
autoritaria y de afirmación nacional de los monarcas.
En Bohemia, los grupos husitas se acogieron también
a la Reforma.
EL CALVINISMO
A mediados del siglo XVI apareció otra rama re-
formista más radical que el luteranismo y próxima por
sus planteamientos a las doctrinas de Zwinglio. En
efecto, el luteranismo conservaba rasgos del
catolicismo, sobre todo en el aspecto ritual y en la
organización jerárquica, con sus ministros del culto y
sus obispos. Ahora, el movimiento reformista se había
despojado de todo lo considerado accesorio y se
presentaba como algo esencialista en la doctrina y
sumamente austero en sus manifestaciones. El
francés Juan Calvino (lean Calvin, 1509 – 1564)
propugnaba la implantación de una sociedad basada
en el espíritu de la Escritura. En 1536 expuso sus
ideas en su obra lnstitutio religionis christianae,
CAPITULO 4 HEGEMONIA ESPAÑOLA Y CONTRAREFORMA
Con Felipe II España alcanza la hegemonía en
Europa. La segunda oleada reformista, más radical
que la luterana, da lugar a grandes agitaciones, y en
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
primera exposición sistemática del protestantismo, de
enorme alcance, pues llegó a imprimir carácter a una
parte significativa e influyente de la Reforma.
En efecto, alcanzó a Francia, los Países Bajos, donde
Carlos V había conseguido que no penetrara el
luteranismo, y, a través de los no conformistas
ingleses y de los escoceses, irradió a los Estados
Unidos, algunas de cuyas señas de identidad hay que
buscarlas en esta concepción del cristianismo.
Radicalmente bibliocéntrica y predestinacionista, la
doctrina de Calvino abolía el sacerdocio y promovía la
igualdad dentro de la Iglesia. También propugnaba la
ética del trabajo y del lucro: no se olvide que en
muchos pasajes del Antiguo Testamento Dios premia
a sus elegidos con riquezas y bienes en este mundo.
Obligado a huir de Francia, Calvino se refugió en
Ginebra, de cuyo gobierno se apoderó en 1541,
implantando sus doctrinas y obligando al conjunto de
la población a vivir conforme a ellas por espacio de
veinte años. En realidad, Ginebra acudió a este
expediente para sacudirse el dominio de su obispo y
del duque de Saboya. En el país de origen de
Calvino, Francia, el luteranismo no hizo fortuna, y no
sólo por la represión que sufrió, sino porque los
círculos favorables a la Reforma se mostraban
moderados, muy influidos por el erasmismo. La
personalidad más destacada en este ámbito había
sido el humanista Lefevre des Étaples, y el naciente
protestantismo contó con valedores en la propia
familia real (la madre y la hermana de Francisco I), de
modo que se formaron núcleos en todo el país que
acabarían evolucionando hacia el hugonotismo, del
que se tratará más adelante.
Excelente organizador, además de buen expositor
doctrinal, Calvino consiguió arrinconar el luteranismo
al área germánica. El propagador más destacado del
calvinismo fue el escocés John Knox (1505-1572),
que logró numerosos seguidores entre los burgueses
de los puertos de su país y de los jefes de los clanes
de la región de los Highlands. De ahí surgió la Iglesia
presbiteriana (regida por presbíteros electos por los
fieles, sin estructura episcopal), que lograron la
expulsión de la reina católica María Estuardo y el
dominio del país.
Francia estalla la guerra civil. La Iglesia reacciona
convocando el concilio de Trento, cuyas conclusiones
marcarán el catolicismo de los siglos siguientes.
Colegio con Visión Universitaria “ALBORADA”
Inglaterra se limita a una política estrictamente
nacional, y pone las bases de su futuro poderío,
basado en el dominio de los mares.
FELIPE II
Política interior
Hijo del emperador Carlos, Felipe II (1556 – 1598)
heredó de su padre sus dominios españoles, de los
que fue el primer monarca absoluto. A lo largo de su
reinado, tres cuestiones capitales informaron su
quehacer político: la seguridad y la paz en el noroeste
de Europa, que garantizara la libertad de tráficos con
las Indias, lo que implicaba contener el
expansionismo inglés; idéntica aspiración para el
Mediterráneo, que obligaba a frenar a los turcos y a
sus aliados los piratas berberiscos; y la disputa con
Francia por la hegemonía continental europea, un
conflicto que arrancaba del reinado anterior.
Algún autor, como G. Parker, explica en parte la
actuación del monarca como un intento de emulación
de su padre, bajo cuya gigantesca sombra se sentía
empequeñecido, lo que le habría inducido a desplegar
un imperialismo mesiánico para impedir la
preponderancia de los países protestantes. Una inter-
pretación clásica, que en su día hizo suya F. Braudel,
presenta a Felipe II como campeón del catolicismo.
Interpretaciones más modernas y documentadas tien-
den a ver en el rey a un hombre pragmático y realista,
desbordado sin duda por la complejidad de los
problemas de su tiempo y con medios limitados para
enfrentarlos, que cometió errores pero que en modo
alguno fue imperialista ni expansionista. El
sobrenombre de «rey prudente» que se le ha dado
tradicionalmente le cuadra con mucha propiedad, ya
que era partidario de la moderación y detestaba las
soluciones drásticas.
Los estudios más recientes subrayan la importancia
de su formación erasmista y le presentan como un
príncipe representativo de su tiempo, que es el
Renacimiento tardío (Fernández Álvarez). Descartan
asimismo que le moviera fanatismo religioso alguno, y
sí únicamente criterios políticos (H. Kamen, M.a C.
Iglesias). Todos los que han estudiado al personaje
coinciden en que siendo un hombre de su tiempo
llevó a cabo actos que nuestra conciencia ética
condenaría, aunque cualquiera de los monarcas que
fueron sus contemporáneos manifestó menos rigor
moral, dado que la razón de estado se anteponía a
cualquier otra consideración. Pero sus cualidades
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
sobrepasaron con mucho sus defectos: en lo personal
fue afable y caballeroso, de vasta cultura y enorme
curiosidad intelectual y, sobre todo, un trabajador infa-
tigable. Quizá la tragedia de Felipe II fuera que
teniendo una visión clara de las necesidades de su
país no pudo hacer la política que creyó necesaria: no
sólo se lo impidieron las continuas guerras, sino las
propias insuficiencias de España, tanto demográficas
como económicas y culturales. Había sido un gran
viajero en su juventud y había recorrido Inglaterra, los
Países Bajos, Alemania y Portugal, lo que le hizo
formarse un buen diagnóstico de las carencias de
España, ahora liberada del peso de un Imperio
germánico con afanes de dominio. Hubo de sacar
partido de las instituciones existentes, soportar una
corte de cuya rusticidad y simpleza se hacían lenguas
los embajadores extranjeros y, como apunta Kamen,
reprimir sus afanes de mecenas renacentista por falta
de medios y convertirse en un mero aunque
distinguido coleccionista de pintura. El estableci-
miento de la capital en Madrid (1560), cuyo buen
clima debía favorecer la frágil salud de la tercera es-
posa de Felipe, Isabel de Valois, parece reflejar el
intento renovador del monarca, dejando atrás la histó-
rica Toledo, pero tampoco pudo convertir la villa en la
digna capital de la primera potencia mundial, confi-
riéndole la adecuada monumentalidad: durante largos
años los viajeros extranjeros dejaron sorprendida
constancia de su pobreza, suciedad y desorden. Para
asegurar la paz interior de sus reinos hubo de recurrir
a los únicos instrumentos de control social
disponibles: la Inquisición y la Santa Hermandad.
Como señala M.a C. Iglesias, Inquisición hubo en
todos los países, y en Alemania se quemaron más
«brujas» en un solo año que en toda la historia de la
institución española (que duró más que en otros
países por razones políticas y no religiosas). Al rey le
importaba más la sedición que la herejía, concluye la
investigadora.
Sedición grave fue la sublevación de los moriscos de
las Alpujarras (1567-1571), que fueron obligados a
abandonar España en gran número. Se ha insistido
sobre el perjuicio económico que causó esta
expulsión, pero la connivencia de los moriscos con
sus hermanos de fe turcos y beréberes atacaba las
mismas bases de la política de Felipe II, tanto en el
plano interior como en el internacional.
Otro grave conflicto interno fueron los sucesos de
Aragón, motivados por la tensión entre el impulso
Colegio con Visión Universitaria “ALBORADA”
unificador que se intentaba desde los Reyes Católicos
y el apego particularista a los privilegios e
instituciones medievales. El secretario de estado para
asuntos de Italia, Antonio Pérez, conocedor de
importantes secretos de estado y desleal al rey, cuya
confianza se había ganado y que no se detuvo ante el
asesinato para ocultar sus manejos (1578), escapó a
Zaragoza cuando estaba a punto de ser detenido
(1590). Allí, como aragonés de nacimiento, se acogió
a la protección del justicia de Aragón, que podía
brindársela en virtud de los fueros de ese reino.
Felipe n presionó cuanto pudo por medios legales (y
por otros tan absurdos como la acusación de herejía,
para tratar de que el asunto pasase a jurisdicción
inquisitorial), y al no conseguido, lanzó sobre Aragón
un ejército castellano. El justicia, Juan de Lanuza, fue
ejecutado, pero los fueros aragoneses no se
derogaron. En cuanto a Antonio Pérez, huyó a
Francia (1591) y luego a Inglaterra y se convirtió en
uno de los principales propagadores de la llamada
«leyenda negra» (Cartas y Relaciones)
Respecto a esta última, a la que necesariamente se
volverá a hacer referencia pues se alimentó de
muchas fuentes, centró algunas de sus acusaciones
sobre la figura de Felipe II, imputándole incluso la
muerte de su hijo Carlos: la ópera de Verdi Don Carlo
y las posibilidades «estéticas» que ofrecía al
romanticismo un personaje tenebroso, vestido
siempre de negro (detalle que la iconografía
desmiente), fanático y cruel, encerrado en su palacio-
mausoleo del Escorial (circunstancia cierta en los
últimos años de su vida), se sobrepusieron a la
verdad histórica. Hoy la mayoría de los especialistas
europeos en este período juzgan favorablemente la
figura de Felipe II.
Sobre su política americana y la de los Austria en
general se tratará en otro capítulo, como también de
los aspectos socioeconómicos. Aquí sólo se
recordará que los medios de que dispuso Felipe n
para llevar a cabo su política europea, aunque no
para mejorar la vida de los españoles, procedían de
América.
La expansión oceánica llevó a Miguel López de
Legazpi (h. 1510 – 1572) a colonizar las Filipinas, así
bautizadas en honor del soberano, ya la fundación de
Manila (1570). Los navegantes Álvaro de Mendaña
(h. 1541 – 1595) y el portugués al servicio de España
Pedro Femández de Quirós (1560 – 1615)
descubrieron muchas islas en el Pacífico (1567 –
1606), entre ellas los archipiélagos de las Marquesas,
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
Salomón, Sociedad y Espíritu Santo (Nuevas
Hébridas). El también portugués Luis Váez de Torres
(m. antes de 1613), que formaba parte de la
tripulación de Quirós, descubrió el estrecho que lleva
su nombre, entre Australia y Nueva Guinea.
Consolidación de la hegemonía española en Europa
Una de las más pesadas herencias de Felipe II fue la
lucha con Francia por la hegemonía continental. La
tregua de Vaucelles, suscrita entre el emperador
Carlos y Enrique II, fue rota en los primeros años del
reinado de Felipe II. El papa Paulo IV se unió a
Francia para expulsar a los españoles de Italia, a lo
que Felipe II respondió aliándose a Inglaterra. Los ter-
cios, al mando del duque de Alba, virrey de Nápoles,
llegaron hasta Roma, y ante el temor de que se
repitiera el saqueo de 1527, el pontífice pidió la paz.
El enfrentamiento con Francia se produjo en tierras
de Flandes, donde el duque Manuel Filiberto de
Saboya infligió una gran derrota al condestable de
Montmorency en la batalla de San Quintín (1557), una
victoria que supuso el cenit del poderío español en
Europa. Para conmemorarla, Felipe II mandó cons-
truir el monasterio del Escorial. Enrique II pidió la paz,
que fue firmada en Cateau-Cambresis (1559). Francia
conservaba las plazas de Calais, Metz, Toul y
Verdun, pero renunciaba formalmente a toda
pretensión sobre Italia, los Países Bajos y Saboya.
Con las manos libres en Europa, Felipe II se dispuso
a afrontar el problema turco. Los otomanos habían
conquistado Trípoli (1551), y bajo el sultán Selim II la
ofensiva se multiplicó: Malta resistió el asedio (1565),
pero Chipre fue conquistada (1571). La amenazada
Venecia, la Santa Sede y España constituyeron
entonces la Santa Liga, y enviaron una gran flota
contra el turco al mando de Juan de Austria. En 1571
se libró en aguas griegas la batalla de Lepanto, que
se presentó como un gran triunfo de la cristiandad,
aunque sus efectos fueron relativos, pues los turcos
aún conquistaron Túnez (1574); pero también es
cierto que ahí se detuvo su expansión marítima.
Último efecto de la política matrimonial de los Reyes
Católicos fue la proclamación de Felipe II como
soberano de Portugal. A Manuel I el Afortunado le
sucedió Juan III (1521-1557), que completó la
organización del imperio ultramarino. A su
fallecimiento dejó como heredero a su nieto Sebastián
(1557-1578), que se había propuesto conducir una
cruzada contra los musulmanes del norte de África.
Tras un intento fallido de conquistar Marruecos,
organizó otra expedición y trató en vano de convencer
Colegio con Visión Universitaria “ALBORADA”
a su tío Felipe II para que se sumara a la empresa.
Pereció en la batalla de Alcazarquivir (1578), aunque
nunca fue hallado su cuerpo, lo que alimentó la
leyenda de que había sobrevivido y de que algún día
regresaría al trono «sebastianismo»). Tras el breve
reinado del cardenal Enrique (1578 – 1580) se
planteó el problema sucesorio. El prior de Crato,
bastardo de la casa de Avís, trató de imponer su
candidatura, pero las Cortes de Tomar designaron a
Felipe II (1581), nieto de Manuel I, como el aspirante
con mejor derecho. Le apoyaron la nobleza y la
burguesía que traficaba con ultramar, la cual
anhelaba ampliar sus negocios y beneficiarse de la
plata de las posesiones españolas. Felipe II envió un
ejército a Portugal en apoyo de sus derechos. Huelga
subrayar la trascendencia de la incorporación de ese
reino a la Corona de los Austria, dada su riqueza y la
extensión de su imperio colonial.
El conflicto de los Países Bajos
Desde la época en que los Países Bajos pertenecían
a los duques de Borgoña, se había tratado de
implantar un régimen centralizado, que de inmediato
chocó con la oposición de la nobleza y la burguesía,
las cuales habían desarrollado un denso tejido cívico
que chocaba con los criterios absolutistas. La tensión
creció en la época del emperador Carlos, y con Felipe
II llegó al máximo, ya que el calvinismo propugnaba
no sólo el rechazo de la Iglesia católica sino del
concepto mismo de monarquía tal como lo entendían
los soberanos de entonces. Felipe II consideraba su
deber conservar para sus descendientes los territorios
heredados, por lo que trató de frenar los avances del
protestantismo y colocar a personajes afectos en el
Consejo real. Al frente de éste colocó al obispo de
Arras, cardenal Granvela, contra cuyos poderes, que
se juzgaban excesivos, se levantó una oposición
encabezada por Guillermo de Nassau, señor de
Orange, y el conde Egmont. Felipe II cedió y destituyó
a Granvela (1564), tras lo cual los nobles plantearon
nuevas exigencias, centradas en conseguir mayores
poderes decisorios para los Estados generales
(parlamento local, que no trataba de las grandes
cuestiones políticas) y en el fin de las cortapisas a la
difusión del calvinismo. Ante la resistencia del rey,
representado en el país por su tía Margarita de Parma
(1559 – 1567), los nobles se unieron en el com-
promiso de Breda (1565) y promovieron le-
vantamientos en todo el país, asesinando a
sacerdotes y quemando iglesias católicas. Felipe II
reaccionó enviando desde Italia los tercios al mando
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
del duque de Alba, al que dotó de plenos poderes
para pacificar el país.
El duque llevó a cabo una política de fuerza (1567 –
1573), y se enajenó definitivamente a la nobleza
mandando ejecutar al conde Egmont y a otros nobles
significados (1568). Se instituyó un Tribunal de los
Tumultos que procedió con un rigor que se quiso
ejemplarizador, pero que no hizo sino alimentar el
rencor contra los españoles. La presencia de un
ejército tan numeroso (20.000 hombres) obligó a
implantar para su mantenimiento un impuesto de
origen castellano, la alcabala, que se consideró
arbitrario y excesivo, y ello impulsó a católicos y pro-
testantes de los Países Bajos a unirse en un bloque
común, que encabezó Guillermo de Orange. Los
sublevados, llamados desdeñosamente gueux
(pordioseros), consiguieron algunos éxitos militares,
pero al cabo los tercios prevalecieron. Felipe n, sin
embargo, comprendió que había fracasado y que la
presencia española en aquella región se había hecho
indeseable.
Para tratar de suavizar la situación, sustituyó al duque
de Alba por Luis de Requesens (1573 – 1576), que
siguiendo instrucciones trató de llegar a acuerdos
concretos con los rebeldes (se promulgó un edicto de
perdón en 1573). Los alzados, sin embargo,
continuaron la resistencia activa, y en medio de estos
sucesos se produjo el fallecimiento de Requesens.
Las provincias de Holanda y Zelanda se proclamaron
independientes reconociendo la autoridad de
Guillermo de Orange, e implantaron el calvinismo,
proscribiendo el catolicismo. Mientras tanto, y a la es-
pera del sucesor de Requesens, los tercios, irritados
porque no percibían las soldadas, llevaron a cabo el
terrible saco de Amberes (1577), una de las ciudades
más prósperas del país. Esta tropelía determinó la
unión de los protestantes del norte con los católicos
del sur en la pacificación de Gante, aunque no
tardarían en romperla.
El desaparecido Requesens fue sustituido por Juan
de Austria (1576 – 1578), el vencedor de Lepanto,
que llevó a cabo una política dialogante, accediendo a
sacar los tercios de las provincias católicas. A la
muerte de Juan de Austria se hizo cargo del mando
Alejandro Farnesio (15781592), que consiguió la
unión de aquellas provincias (liga de Arras, 1579),
garantizándoles el reconocimiento de las libertades.
Colegio con Visión Universitaria “ALBORADA”
La respuesta protestante fue la constitución de un
nuevo estado, las Provincias Unidas, cuyos Estados
generales recusaron la autoridad de Felipe n en su te-
rritorio y ofrecieron la corona al duque de Alencon,
hermano del rey de Francia. Pero las tropas
francesas causaron peores violencias aún que los
denostados tercios, por lo que de todos estos
sucesos tan sólo resultó el cansancio y la ruina
económica para una de las regiones más prósperas
de Europa. Las Provincias Unidas, germen del futuro
reino de los Países Bajos, comprendía Holanda,
Zelanda, Utrecht, Frisia, Groninga, Güeldres y
Overijssel.
Al final de su reinado, Felipe II trató de resolver el
problema dejando en herencia los Países Bajos a su
hija Isabel Clara Eugenia, casada con Alberto de
Austria (1598), pero la lucha continuó. Las tropas
españolas, al mando de Ambrosio de Spínola, con
siguieron recuperar Ostende (1604), pero en 1609
hubo que firmar la tregua de Doce Años ante la
imposibilidad de seguir manteniendo el esfuerzo
bélico. La tregua implicaba el reconocimiento tácito de
la independencia de las Provincias Unidas.
GUERRA CIVIL EN FRANCIA
A Enrique II le sucedió su hijo Francisco II en 1559,
pero su reinado fue muy breve: a su muerte ocupó el
trono su hermano Carlos IX (1560 –1574), bajo la
regencia de su madre Catalina de Médicis, que ha
pasado a la historia como intrigante y envenenadora,
pero que por encima de todo deseaba mantener la
monarquía absoluta y nacional, al margen de los
partidismos alimentados por la pugna entre católicos
y calvinista s (llamados hugonotes en Francia). A fin
de anular la influencia de unos y otros, llevó a cabo
una política basculante en sus apoyos que favoreció
el clima de guerra civil larvada que se había
adueñado del país.
Al frente de los partidos católico y calvinista, y con
aspiraciones manifiestas al trono, estaban,
respectivamente, las familias Guisa y Barbón.
Catalina apartó a los primeros, cuya influencia temía,
y favoreció limitadamente a los segundos,
permitiendo a los hugonotes el ejercicio privado del
culto.
En 1562, las tropas del duque de Guisa provocaron
un incidente: como represalia por el incendio de la
catedral de Montpellier por los hugonotes, se dedi-
caron a asesinar indiscriminadamente a fieles de esta
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
confesión en Vassy. Esa fue la señal para el estallido
de la guerra civil. Felipe II advirtió a Catalina que no
toleraría una Francia gobernada por un rey
protestante, y los hugonotes prometieron
compensaciones territoriales a Isabel I de Inglaterra si
recibían ayuda de ella. La muerte de los jefes de las
familias de Guisa y de Barbón y el temor a
intervenciones extranjeras crearon las condiciones
para que Catalina impusiera la pacificación de
Amboise (1563), que restringía el culto calvinista. El
mismo año el rey alcanzó la mayoría de edad, aunque
su madre continuó ejerciendo un papel
preponderante, así como el almirante Gaspard de
Coligny, antaño partidario de los Guisa y luego
convertido al calvinismo.
Coligny animaba al rey a emprender una cruzada
protestante para acabar con la hegemonía española.
La influencia de los reformados llegó a su culminación
con la boda de la princesa Margarita de Valois con el
príncipe Enrique, de los Barbón de Navarra. Catalina
intrigó alrededor de su hijo y le convenció, al parecer,
de que la conjura protestante iba dirigida contra su
persona y contra el trono, incitándole a desencadenar
la represión. De este modo, el 24 de agosto de 1572,
la noche de San Bartolomé, fueron asesinados en
París y otras ciudades miles de hugonotes, entre ellos
el propio Coligny. La nobleza apoyó esta sangrienta
iniciativa y Francia se sumió de nuevo en la guerra
civil.
Tras la muerte de Carlos IX, en 1574, se firmó el
acuerdo de Étigny por el que se reconocía la
posesión de ocho plazas a los hugonotes, donde
serían libres de practicar su religión. Enrique III (1575
– 1589), que renunció a la corona de Polonia para ser
rey de Francia, era hombre enfermizo y se temía que
su reinado fuera breve. Ante la alarma suscitada por
la posibilidad de que subiera al trono el hugonote
Enrique de Borbón, los católicos constituyeron una
liga. Se desencadenó una nueva guerra civil que
sumió a Francia en el caos y que se conoce como la
de los «tres Enrique» (el monarca, el de Borbón y el
de Guisa, el primero y el último católicos).
La liga católica recibió la ayuda de los tercios españo-
les de Flandes, que ocuparon París. Celoso el rey de
la popularidad del de Guisa le hizo asesinar (1588) y
poco después él mismo era apuñalado (1589).
Enrique III nombró sucesor a Enrique IV, pero el
pueblo de París le rechazaba y los tercios de
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Alejandro Farnesio le impedían entrar en la capital.
Ante la imposibilidad de verse reconocido mientras
persistiera en el calvinismo, y dado que no podía
imponerse por la fuerza, consintió en convertirse al
catolicismo y de este modo entró en París en 1594.
Aunque la ofensiva española continuó por un tiempo,
finalmente Felipe n reconoció al nuevo monarca y se
firmó la paz de Vervins en 1598, el mismo año de la
muerte del soberano español, quien tras el fracaso de
la invasión de Inglaterra diez años antes, y que se
narrará en otro lugar, consiguió al menos detener el
avance del protestantismo en Europa continental.
LA CONTRARREFORMA Y EL CONCILIO DE
TRENTO
Antecedentes y bases intelectuales
Los progresos del protestantismo animaron la
creación de nuevas órdenes religiosas (así, los
teatinos en 1524) y promovió una corriente de
espiritualidad que urgía una reforma «desde dentro».
El clamor en demanda de una actuación enérgica
llegó a la Santa Sede, y el papa Paulo III (15341549)
decidió la convocatoria de un concilio ecuménico.
Éste venía reclamándose desde mucho antes y por
personalidades tan dispares como el emperador
Carlos y el propio Lutero, pero el pontífice entonces
reinante, Clemente VII, temía una repetición de las
agitaciones que habían envuelto el anterior concilio
de Constanza, y exigía además la previa
reintegración en la Iglesia de los protestantes.
Paulo III se mostró más realista y además contó con
el apoyo intelectual de España, en cuyas
universidades de Salamanca y Alcalá se procedió a
una renovación de la escolástica, y de donde
provenía san Ignacio de Loyola, cuya orden de los
jesuitas constituyó el instrumento más eficaz e
incisivo de la Contrarreforma. La razón de ser de esta
última fue, sin duda, impedir el avance del
protestantismo, pero no es menos cierto que las
circunstancias forzaron a adoptar criterios que en
algún sentido cabe considerar paralelos a los de los
reformados: el espíritu militante, activo, de
intervención en el mundo. Los jesuitas presentan
puntos de contacto con el puritanismo calvinista en
cuanto a su obsesión por el pecado y el infierno, pero
también por identificar la gloria de Dios con la
actuación en este mundo y, en lo posible, influyendo
en la sociedad mediante el poder político y económico
y a través de la cultura.
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
La renovación escolástica no se limitó a maquillar las
ideas medievales. Francisco Suárez (1548 – 1617),
en sus Disputaciones metafísicas, fue el primero en
replantear el ser en tanto que ser, impulsando la
metafísica como disciplina y desvinculándola de la
teología. La modernidad de Suárez no concluye con
su papel de puente entre Aristóteles y Descartes,
Leibniz y Kant, eludiendo los lastres medievales y
desnudando hasta la abstracción problemas como el
ser, el existir, el ser por sí o por otro, sino que aplicó
el legado de la filosofía clásica a las cuestiones
morales e incluso políticas de la época. Esta reflexión
concluía en una decidida proclamación de la libertad
de conciencia del individuo. Esta libertad es uno de
los puntos más subrayados en el concilio como
contraposición al predestinacionismo protestante, y
en ella insistieron particularmente jesuitas y
dominicos. Una libertad que en otros órdenes no fue
reconocida, ya que para contrarrestar el libre examen
se limitó el acceso a las Escrituras y se llegaron a
prohibir los libros de devoción popular. A la masa de
creyentes se le reservaba la liturgia prolija, los
sermones, las procesiones y romerías y cierta
calculada flexibilidad en materia de moral para evitar
más incomodidades de las ineludibles.
El vasco Ignacio de Loyola (1491 – 1558) fue soldado
en su juventud, y tras resultar herido en el sitio de
Pamplona por las tropas francesas de Francisco I
(1521), experimentó una conversión que le llevó a
peregrinar a Tierra Santa. En el camino se detuvo en
el monasterio catalán de Montserrat y redactó los
Ejercicios espirituales. Desistiendo de continuar el
viaje, estudió en Salamanca, Alcalá y la Sorbona, y
en París, en 1539, fundó lo que podría considerarse
el germen de la Compañía de Jesús. Es importante
señalar que los Ejercicios no son un libro de lecturas
piadosas, aunque sí cabe considerados tributarios de
la devotio moderna, sino un manual práctico para la
meditación religiosa a lo largo de cuatro semanas en
cuyo transcurso se desarrollan otros tantos temas.
Los tres últimos hacen referencia a misterios
cristianos, pero el primero es significativo del clima
espiritual de la época, pues trata del destino del
hombre e insiste en la posibilidad de que su alma
acabe en el infierno. Por lo demás, la orden se
constituía como una milicia, fuertemente jerarquizada
y con una eficaz estructura administrativa. Los
jesuitas dependen directamente del papa, al que
están ligados por un voto especial de obediencia. Su
vocación de presencia e influencia en el mundo les
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hizo muy poderosos y, andando el tiempo, les valió
persecuciones y prohibiciones. En Trento, los
teólogos jesuitas desempeñaron un papel relevante.
La contrapartida de la visión activa representada por
los jesuitas viene dada por el auge de la mística. Era
como otra vertiente, que la Iglesia juzgaba necesaria,
de la espiritualidad que el momento demandaba. Las
grandes figuras reformadoras de órdenes ya
existentes, como santa Teresa de Jesús (1515-1582)
y san Juan de la Cruz (1542-1591), además de ser
autores capitales de la literatura española, aportaron
una espiritualidad que se presentaba multiforme y
susceptible de aplicarse tanto a la exigencia inte-
lectual (la influencia eras mi sta y la meditación y la
interiorización de la primera etapa de santa Teresa)
como a la fe sencilla y popular, hecha de aquellas
manifestaciones religioso-festivas que tanto favoreció
el concilio para combatir el rigorismo protestante. En
san Juan de la Cruz el ascetismo es extremo y,
evidentemente, no conviene a todas las almas. Los
distintos caminos de la mística convergen en la unión
con Dios.
Desarrollo y doctrina del concilio
El concilio, en medio de las turbulencias que agitaban
Europa y a las que ya se ha hecho referencia, se
desarrolló en tres etapas o sesiones: 1545 – 1549,
1551 – 1552 y 1560 – 1563. La primera estuvo
dominada por la presencia de figuras de la teología
española, como Diego Láinez, y por la inspiración de
otras como la ya mencionada de Suárez, Francisco
de Vitoria, fundador del derecho internacional, y
teólogos como Melchor Cano y Domingo de Soto,
este último participante directo en la siguiente sesión
del concilio. Ya en esta primera etapa se formuló la
que sería doctrina axial de Trento: reafirmación del
Credo de Nicea e importancia de la tradición, esto es,
la enseñanza de la Iglesia, que complementa y aclara
la Escritura. Se negaba, por tanto, el libre examen. En
cambio, se intentó un
acercamiento a la doctrina protestante de la jus-
tificación, insistiendo en la naturaleza pecadora del
hombre. La iniciativa fue de los agustinos, pero halló
dura oposición. Se insistió en la necesidad de los
sacramentos como fuentes de gracia.
A la segunda etapa de sesiones llegó a asistir una
delegación de observadores luteranos, encabezada
por Mauricio de Sajonia. Se suspendieron los trabajos
por temor a que Trento fuera ocupada por los
protestantes.
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
La tercera y última etapa, ya en tiempos de Pío IV
(1599 – 1565) y teniendo como secretario a san
Carlos Borromeo, se dedicó a fijar la disciplina del
clero y el papel de los obispos. No quedó sufi-
cientemente despejada la cuestión de si el papa era
superior al concilio o viceversa, pero de momento la
autoridad pontificia quedó muy reforzada, sobre todo
gracias a los aspectos doctrinales elaborados por
Láinez. Se redactaron un catecismo, un misal y el
breviario y se tomaron disposiciones destinadas a
imprimir carácter tridentino a la Iglesia prácticamente
hasta nuestros días. Los sucesores de Pío IV -Pío V,
Gregorio XIII y Sixto V, que pontificaron a lo largo de
los años que le restaban al siglo XVI, se encargaron
de llevar a su cumplimiento la doctrina del concilio, y
su acción se dejó sentir en muchos campos, desde la
enseñanza y la acción misionera hasta el arte sacro.
INGLATERRA, GRAN POTENCIA MARÍTIMA
Enrique VIII y el Cisma
Agotada Inglaterra tras la guerra de las Dos Rosas,
Enrique VII (1485 – 1509) pudo establecer una
monarquía autoritaria imponiéndose a la nobleza.
Ésta mantenía sus propios tribunales, como en época
feudal, pero ahora se constituyó la Cámara estrellada,
que revisaba las sentencias de aquellos. No fue tan
afortunado en el dominio de la nobleza el rey de
Escocia, Jacobo IV (1488 – 1513), que logró con
regular éxito constituir una monarquía nacional como
las europeas.
El hijo y sucesor de Enrique VII, Enrique VIII (1509 –
1547), llevó a cabo una política de acercamiento al
emperador Carlos. Cuando se inició la Reforma,
escribió un libro impugnando la doctrina de Lutero, lo
que le valió el título pontificio de «defensor de la fe».
Luego, una concatenación de circunstancias perso-
nales y políticas alejó a Enrique de la Iglesia, y el
ejemplo de los príncipes y monarcas protestantes le
hizo comprender las ventajas de romper con Roma y
tener en sus manos un instrumento privilegiado de
control social como era una Iglesia nacional, aparte
del negocio de incautarse de los bienes eclesiásticos.
Casado con Catalina de Aragón, hija de los Reyes
Católicos, quiso anular el matrimonio con ella, que no
le había dado hijos varones, para casarse con una
dama de la corte, Ana Bolena, a lo que Roma se
opuso. Desoyendo a sus consejeros, entre ellos el
insigne humanista Tomás Moro, a quien el
enfrentamiento con el rey le costaría la vida (y le
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valdría la canonización por la Iglesia), desafió al papa
y consumó el llamado cisma de Inglaterra. Asesorado
por el comerciante Thomas Cromwell y por Thomas
Cranmer, arzobispo de Canterbury, convocó el
Parlamento y declaró oficialmente que desconocía la
autoridad papal (1531). Dos años después era
excomulgado. En 1534 el Parlamento aprobó la Ley
de Supremacía, que atribuía al rey la jefatura de la
Iglesia y le reconocía el derecho a nombrar obispos.
En la nueva situación, obtenido el divorcio de Catalina
de Aragón, Enrique VIII contrajo matrimonio con Ana
Bolena. A este enlace siguieron otros, y el rey no
mostró escrúpulo alguno a la hora de deshacerse de
algunas de las esposas con las que deseaba romper:
Ana Bolena acabó decapitada; Juana Seyrnour murió
de parto; Ana de Cleves fue repudiada; Catalina
Howard también pereció ejecutada; y Catalina Parr
sobrevivió a su esposo.
Enrique VIII secularizó los bienes eclesiásticos y se
proclamó jefe de la Iglesia nacional. Por el momento
la reforma no afectó al dogma ni a la estructura
jerárquica. Tan sólo se hicieron concesiones
menores, como la abolición del celibato sacerdotal,
por lo que cabe hablar de cisma, pero no de herejía.
Con el sucesor de Enrique, su hijo Eduardo VI (1547
– 1553), habido con Juana Seymour, la Iglesia
anglicana se alejó de la católica para aproximarse al
calvinismo. En 1549 se publicó el Common Prayer
Book, un texto que recogía los contenidos de la nueva
fe. Al propio tiempo, se desencadenó la represión
contra los católicos y contra los protestantes ajenos a
la nueva Iglesia oficial. Sin embargo, la mayoría de la
población continuaba adscrita al catolicismo, por lo
que fue posible restaurar esa religión durante el
reinado de María Tudor (1553-1558), hija de Catalina
de Aragón y esposa de Felipe II. La nobleza y la
burguesía, partidarias del anglicanismo, que favorecía
sus intereses, constituyeron una decidida oposición.
La represión organizada contra ellos, incluida la
ejecución de Cranmer, valió a la reina el sobrenombre
de Bloody Mary (María la Sangrienta). En su política
fue auxiliada por el cardenal Pole, y si bien se
reorganizó la Iglesia para volver a la obediencia
romana, no se liquidó el anglicanismo como tal y no
se reclamaron los bienes incautados a fin de no
enajenarse a la nobleza y a la burguesía. En 1558
fallecieron María y Pole, y ocupó el trono Isabel, hija
de Enrique VIII y Ana Bolena.
La Inglaterra isabelina
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
Bajo el gobierno de Isabel (1558 – 1603), Inglaterra
puso las bases de su gran imperio colonial y de su
supremacía en los mares, los dos elementos que
acabarían haciendo de ella la primera potencia
mundial. Los imperios se construyen sobre la rapiña y
en menoscabo de terceros, a los que se explota o se
desposee, e Isabel entendió que su imperio sólo
podía forjarse a expensas de España, por lo que la
política exterior se dirigió a socavar su poderío.
La política interior fue firme, potenciando la influencia
de la Iglesia anglicana hasta convertida en uno de los
pilares del poder de la monarquía, lo cual implicaba la
represión de los católicos y de los calvinistas
estrictos, llamados «no conformistas» o «puritanos».
En 1559 se ratificó la Ley de Supremacía, y en 1562
se le añadió la Ley de Uniformidad, que consagraba
el monopolio religioso de los anglicanos. Aunque per-
seguidos dentro de las fronteras, los calvinistas
holandeses y franceses (hugonotes) fueron apoyados
por Isabel en cuanto que suponían un perjuicio para
los intereses de España.
Mientras tanto, en Escocia, a la muerte de Jacobo V
Estuardo (1542), casado con una Guisa, su hija María
se comprometió en matrimonio con el heredero de la
corona francesa, el futuro Francisco II. Esto parecía
preludiar una unión estrecha entre Escocia y Francia,
lo que no era de buen augurio para Inglaterra.
Tampoco esta vinculación a una potencia católica
favorecía la expansión del protestantismo, ya que en
Escocia, como se explicó, se había formado un
núcleo calvinista (presbiteriano) muy fuerte e in-
fluyente en torno al reformador John Knox. Pero
Francisco murió y María, una vez en su país y
proclamada reina (1561), casó, sucesivamente, con
su primo Enrique Estuardo, lord Darnley, y con el
conde Bothwell (1567), este último protestante y al
parecer involucrado en el asesinato de Darnley. María
Estuardo no cejó en su empeño de mantener el cato-
licismo en el país, pero una gran insurrección
protestante la arrojó del trono, por lo que hubo de huir
y pedir amparo a Isabel I. La nobleza inglesa que
había permanecido fiel al catolicismo y otros sectores
del país afectos a la Iglesia vieron en la presencia de
María la posibilidad de restaurar esa religión en
Inglaterra, elevándola al trono, y recibieron el apoyo
de las potencias que compartían sus objetivos, y en
primer lugar España. Isabel I decidió acabar con el
problema mandando procesar y decapitar a María
Estuardo (1587). El catolicismo se consideraba
subversivo, y desde 1584 la condición de sacerdote
bastaba para ser reo de muerte.
Colegio con Visión Universitaria “ALBORADA”
Ya se ha dicho que la única manera de construir el
imperio que se proponía Isabel era a expensas de
España. No había estado de guerra entre ambos
países ni, en principio, motivo para que lo hubiera, por
lo que los ataques a los intereses españoles se
hicieron mediante corsarios. Éstos eran aventureros
audaces, expertos navegantes, a los que la reina
concedía patentes de corso, con las que podían
apoderarse de los barcos españoles cargados de
riquezas procedentes de América. Tampoco otros
países se libraron de este expolio, pero por obvias
razones España fue la potencia más castigada.
Inglaterra había desarrollado una excelente industria
naval, y sus barcos eran ligeros y ágiles. Una vez
producido el abordaje, el barco capturado se
declaraba territorio de soberanía de la reina inglesa, y
además de vaciar las bodegas, los corsarios se
apoderaban de los diarios de a bordo, que contenían
preciosos datos sobre navegación, muy útiles para la
construcción de su imperio oceánico. Los corsarios
más famosos fueron Hawkins y Drake, ennoblecidos
por Isabel como premio a sus hazañas. Drake ha
pasado a la mitología popular como protagonista de
cuentos infantiles que narran sus hazañas contra los
perversos españoles, súbditos del siniestro y
sanguinario Felipe II.
Obviamente la objetividad histórica es una cosa, y
otra bien distinta lo que está enraizado en la
psicología colectiva inglesa y pertenece, por tanto, a
su cultura misma y la objetividad histórica es que en
su ansia por el dominio de los mares, los ingleses no
se limitaron a atacar los barcos españoles ni a
saquear ciudades americanas, como se contará en
otro lugar, sino que, sin que hubiera estado de guerra
entre ambos países, atacaron Cádiz, en territorio
metropolitano español, con el propósito de destruir la
escuadra surta en aquel puerto (1587). En estas
circunstancias, el experto marino Álvaro de Bazán,
marqués de Santa Cruz, aconsejó a Felipe II la in-
vasión de Inglaterra para cortar el mal de raíz y, de
paso, impedir el apoyo a los calvinistas de Francia y
los Países Bajos. El plan consistía en llevar una
escuadra a estos últimos y desde allí transportar a
Inglaterra los tercios de Alejandro Famesio, a los
cuales ningún ejército inglés hubiera podido resistir.
Muerto Bazán durante los preparativos, le sustituyó el
duque de Medinasidonia, que carecía de la
experiencia de aquél y de sus adversarios ingleses.
La flota española, que zarpó de Lisboa y a la que se
dio el pretencioso sobrenombre de la Invencible, llegó
a Calais en muy malas condiciones (1588), al
Crece Con Nosotros
3° Año de Secundaria
enfrentar varias tempestades y al ser desbordada por
los buques ingleses, más ágiles y maniobrables y sin
duda guiados por manos más expertas. Alejandro
Farnesio se negó a embarcar en tan precarias
condiciones, pues sus tercios podían haber acabado
como náufragos en el canal de la Mancha, y la
Invencible no sólo fue vencida sino que perdió casi
todas sus unidades. El poderío naval español empezó
a ceder la primacía a Inglaterra, que si bien de mo-
mento fracasó en sus respuestas al ataque de la
Invencible (La Coruña, 1589; Azores, 1591), acabó
prevaleciendo en los años siguientes.
El imperio marítimo no se construyó sólo en acciones
bélicas y de corso, sino mediante los viajes de
exploración y el establecimiento de nuevas rutas. La
prioridad se concedía a la búsqueda del paso del
norte hacia Oriente, tanto por América como por la
región europea ártica. Chancelor llegó al mar Blanco
(1553) y estableció provechosas relaciones
comerciales con Rusia. Esta ruta la siguió asimismo
Borrough, que alcanzó Nueva Zembla. Frobisher optó
por la vía americana (1576), como también Davis, que
exploró Groenlandia y el Labrador (1585 – 1588);
Hudson (1611), que dio nombre a un río y a una gran
bahía en América del Norte; y Baffin, que recorrió los
archipiélagos árticos y exploró la que luego se llamó
Tierra de Baffin (1615). Aun que el paso septentrional
no fue hallado, en 1584 sir Walter Raleigh trató de
establecer una colonia en América del Norte, que
bautizó Virginia. . Fue el primer paso para que
Inglaterra estuviera presente en esa región del
mundo.