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Título original: Joshel, S.R.

(1992) ―The Body Female and the Body Politic: Livy‘s


Lucretia and Verginia‖, Pornography and Representation in Greece and Rome (Edd. Amy
Richlin), Oxford, Oxford University Press.1

El cuerpo femenino y el cuerpo político: La Lucrecia y La Virginia de Tito Livio

Pretexto: la condición de una lectura

Leí Desde la fundación de Roma de Tito Livio, sus luchas más tempranas con los
Estados vecinos y los eventos políticos que formó el Estado que conquistó un Imperio. El
historiador escribe dentro de un pasado inmediato, el cual considera decadente, una caída
de la gloriosa sociedad de los antepasados que han hecho posible el Imperio; él se
encuentra en un momento en el que su Roma está a punto de ser revitalizada por un nuevo
orden imperial. Las mujeres violadas, muertas o desaparecidas ensucian las páginas. La
sacerdotisa Rea Silvia, violada por el dios Marte, da a luz al fundador de Roma, Rómulo, y
deja de estar presente en la historia. Las mujeres de la cercana Sabinia son apresadas como
esposas por los hombres de Rómulo, sin mujeres. Cuando los solados sabinos fueron a
luchar contra los romanos, la joven romana, Tarpeya, traicionó a sus propios hombres
admitiendo a sus enemigos dentro de la ciudadela. Ella es asesinada por los enemigos que
había ayudado. Por contraste, las sabinas colocan sus cuerpos entre sus parientes y sus
maridos, ofreciendo asumir la responsabilidad de la violencia que los hombres se harían
entre sí mismos.

Posteriormente, una joven mujer, llamada únicamente como la hermana, es asesinada


por su propio hermano, Horacio, porque ella lloró a su prometido que él había matado
previamente en combate singular. «¡Que muera de esta manera toda romana que llore a un
enemigo!» Declaró, y su padre ratificó que ella había sido asesinada por motivos justos.
Lucrecia, violada por el hijo del rey, pide a sus hombres que la venguen y se suicida. Los
hombres, luego, derrocan la monarquía. Virginia, amenazada con ser abusada sexualmente
por un magistrado tiránico, es asesinada por su propio padre para prevenir el acto de la
violación. El cuerpo ciudadano destruye al magistrado y a sus colegas. En estas historias de

1
Traducción de uso informal realizada por Patricio Couceiro para la cátedra de Lengua y Cultura Latinas (Cát.
F-Pégolo).
la temprana Roma, la muerte y la desaparición de las mujeres se repiten periódicamente; la
violación de las mujeres se convierte en la historia del Estado.2

Leí el estudio de Klaus Theweleit acerca de las narrativas de los Freikorps, escritas por
soldados varones que se convertirían en nazis con una activa participación. Ellos
escribieron acerca de la Primera Guerra Mundial, acerca de sus luchas contra ―los rojos‖,
acerca de vivir en un tiempo que vivieron como caótico y decadente en una Alemania caída
de las grandezas del pasado. Las mujeres muertas, desaparecidas y silenciadas arrojaron sus
textos a la basura. Las mujeres comunistas, sexualmente activas y pertenecientes a la clase
obrera, fueron asesinadas brutalmente; las esposas castas y las hermanas se convirtieron en
antisépticas, eran asesinadas o no podían hablar.

Y leí Tito Livio y a Theweleit en el verano del 1987 en los Estados Unidos, a la vez,
cuando el título de una película canadiense reciente – The Decline of the American Empire-
evocaba lo que, a menudo, no es explícito. Un tiempo de preocupación acerca del poder de
los Estados Unidos en el extranjero y la vida estadounidense en los hogares. La guerra
contra las drogas y la batalla contra el sexo incontrolable. Betsy North, Donna Rice y
Vanna White ―ensuciaban‖ los canales de televisión, los periódicos y las revistas. Betsy,
silenciosa y serena, se sentaba detrás de su severo marido heterosexual, tieso e inmaculado
en su uniforme de la Marina. Donna Rice apareció en fotografías privadas –ahora públicas-
con Gary Hart; ella no tuvo nada que decir. Él renunció a la candidatura para la presidencia,
culpable de tener sexo extramarital. Vanna White cambió las letras en el popular programa
de televisión Wheel of Fortune. Ella no hablaba. «Yo disfruto vestirme como una muñeca
Barbie», decía en una entrevista. Una imagen en nuestras pantallas de televisión levantada
como una muñeca que simulaba a una mujer inexistente llamada Barbie, ella fue
materializada por su vestido en una especie de proceso fetichista: «Hablando de Vanna
White, un vestido de poliéster magenta, una palabra de la célebre cambiadora de letras, está
en exhibición en una cafetería de Seattle, donde los fans pueden tocarla por 25 centavos»
(Boston Glove, 9 de junio de 1987).

2
Lavinia, la hija del rey Latino, casada con Eneas, con el fin de consolidar una alianza entre latinos y
troyanos, desaparece del texto (1.3.3), al igual que las políticas y/o sexualmente activas Tanaquil y Tulia
(exiliadas, 1.59.13). Sobre este y otras problemáticas relacionadas, puede consultar Jed 1989 y Joplin 1990,
las cuales, lamentablemente, aparecieron demasiado tarde para ser consideradas aquí.
Yo aquí miro en las relaciones de género y en las imágenes de las mujeres en Desde la
fundación de Roma de Tito Livio, centrándome en sus relatos acerca de Lucrecia y
Virginia, pero lo hago dentro de mi propio contexto. Las narrativas sobre los Freikorps y el
actual panorama de los medios son las «condiciones de mi narrativa», tomando prestada
una frase de Christa Wolff. No estoy igualando Roma, la fascista Alemania y los Estados
Unidos en los años ‘80; ni estoy haciendo las imágenes de las mujeres en sus historias y
ficciones exactamente análogas. Al yuxtaponer imágenes, hago preguntas acerca de la
representación del género dentro de las visiones de construcción y colapso de los imperios.
Tal como Theweleit sugiere sobre el fascismo, la ficción romana debe ser entendida y
combatida, no «porque ‗podría regresar‘, sino, principalmente, porque, como una forma de
producción de la realidad que está constantemente presente y posible debajo de
determinadas condiciones, puede, y debe, convertirse en nuestra producción» (1987:221).
Si nuestras propias ficciones incluyen relatos similares a los de Lucrecia y a los de Virginia
con los nombres cambiados, o si, como académicos, analizamos los relatos de Tito Livio,
nosotros volvemos a contar las historias, trayendo sus imágenes y sus relaciones de género
a nuestro presente (cf. Theweleit 1987: 265-89, 359).

Tito Livio y las condiciones de su narrativa

Tito Livio (64 a.C. – 12 d.C.) vivió a través del cambio de la República aristocrática al
Principado, una dictadura militar disfrazada bajo las formas de la República. Por más de un
siglo antes del nacimiento de Tito Livio, la clase senatorial de Roma había gobernado un
Imperio; cerca de su muerte, Roma, su élite política y el Imperio fueron gobernados por un
solo hombre. Él creció durante el desarrollo de las guerras civiles que marcaron el final de
la República, y sus años de adultez vieron las últimas luchas de las dinastías militares,
Octavio y Antonio y el reino del primer emperador, el ganador de tal lucha. Criado en
Padua conocida por su tradicional moralidad, Tito Livio fue un provinciano; él no
pertenecía a la clase senatorial y no estaba involucrado en la esfera política, aunque tuvo
relaciones amistosas con la familia imperial (Ogilvie 1965:1-5; Walsh 1961; Syme 1959;
ver Phillips 1982:1028, para bibliografía).

Tito Livio escribió los primeros libros de su Historia de la fundación luego de la


victoria de Octavio sobre Antonio y durante los años en los que Octavio se convirtió en
princeps Augusto – en efecto, emperador (J. Phillips 1982: 1029, [revisar] para el debate
sobre la exactitud de la fecha). Poco después vino la restauración de Augusto sobre la
religión del Estado y su programa de reforma social y moral que incluía nuevas leyes
acerca del matrimonio y el adulterio propuestas para las clases altas. La ley de adulterio
hizo que las relaciones sexuales entre una mujer casada y un hombre que no fuese su
cónyuge se convirtieran en un delito. Ineficaz e impopular, la ley no obstante indicaba la
preocupación del régimen por regular la sexualidad, especialmente la femenina (ver Dixon
1988: 71 y sigs.). El programa pretendía devolver a Roma a sus tradiciones ancestrales,
renovar su grandeza imperial y refundar el Estado.

El Estado a refundar era una Roma no corrompida por riqueza y lujo, codicia y
desenfreno, las supuestas condiciones de la República tardía. Las historias en las que
Lucrecia y Virginia figuran recogen puntos críticos en la formación de ese Estado,
marcando el origen de las formas políticas y sociales que, en consonancia con el
comportamiento de los héroes, dan cuenta de la grandeza de Roma y su ascenso al poder
imperial. La violación de Lucrecia precipitó la caída de la monarquía y la fundación de la
República, y la versión romana de la libertad. El intento de violación de Virginia perteneció
a un conflicto entre grupos privilegiados y no privilegiados (patricios y plebeyos), conocido
como Conflicto de los Órdenes; el evento devino en el derrocamiento de los decemviri,
funcionarios que habían abusado de su misión original de codificar la ley, y se inició un
extenso proceso de reforma que eventualmente cambió la forma de las instituciones
políticas romanas.

Para los historiadores modernos, los relatos de Tito Livio sobre Lucrecia y Virginia son
considerados mitos o, a lo mejor, leyendas que incluyen alguna memoria de sucesos de la
actualidad. Las reconstrucciones históricas actuales de Roma a finales del siglo VI y
mediados del siglo V a.C., la sociedad en la que Lucrecia y Virginia supuestamente han
vivido, dependen de la arqueología, documentos primitivos, avisos de anticuario en autores
posteriores (Heurgon 1973; Gjerstad 1973; Bloch 1965; Raaflaub 1986 para una
metodología histórica) y, como recientemente se ha sugerido, de los «hechos estructurales»
obtenidos cuando los relatos de Tito Livio fueron despojados de sus «superestructuras
narrativas» (Cornell 1986: 61-76, esp. 73; Raaflaub 1986: 49-50). Esta evidencia
usualmente nos deja sin una narrativa o sin los nombres de los agentes (ver Raaflaub 1986:
13-16). Sin embargo, Tito Livio no inventó ni el esquema de los hechos ni los personajes
de sus historias. Escritas por primera vez en los siglos III y II a.C., los relatos fueron
perpetuados como parte de una viva tradición histórica por los escritores romanos de
principios del siglo I a.C., quienes fueron las mayores fuentes de Tito Livio para volver a
contar las historias. (Para ver le uso de las fuentes de Tito Livio ver Oglivie 1965; Walsh
1961; Luce 1977). La historia contemporánea de Dionisio de Halicarnaso nos permite ver
cómo Tito Livio utilizó la tradición.

Esta tradición «no fue ni un registro oficial autenticado ni una reconstrucción crítica
objetiva, sino que, más bien, una construcción ideológica, designada para controlar, para
justificar y para inspirar» (Cornell 1986: 58). Para el historiador y la audiencia, el pasado
proveyó los estándares para juzgar el presente: las hazañas de los magníficos ancestros
ofrecieron modelos para imitar y sostener los reclamos de la clase dominante sobre el
privilegio y poder políticos. Cada historiador infundió su propia versión de los eventos con
su propia (y la de su clase) empresa literaria, moral y política. El pasado, como nota
Cornell, «estaba sujeto a un proceso de transformación continua como cada generación
reconstruyó el pasado en su propia imagen» (1986: 58). Para muchos historiadores
modernos, los relatos de Tito Livio acerca de la temprana Roma reflejan mejor los finales
de la República más que los finales de los siglos V y IV a.C. (Raaflaub 1986:23).

Incluso si nosotros viéramos «las descripciones de la monarquía y de los inicios de la


República como prosa épica o novelas históricas» (Raauflaub 1986: 8) que realiza Tito
Livio, deberíamos no ignorar el poder de sus ficciones de Lucrecia y de Virginia. Para él,
ellas eran historia y, como historia, deberían dar cuenta de un modelo de vida en una Roma
imperial lista para ser refundada. En la buena moda romana, Tito Livio ve la historia como
un depósito de comportamientos ilustres y sus resultados: «Lo que principalmente hace que
el estudio de la historia sea íntegro y provechoso es esto, que contemple las lecciones de
cada tipo de experiencia expuesta en un momento conspicuo; de estos puedes elegir para ti
mismo y para tu estado de ánimo qué imitar, de estos puedes evitar lo que es vergonzoso en
la concepción y vergonzoso en el resultado» (praef. 10, LCL). Antes que él empiece su
narrativa histórica per se, Tito Livio impulsa una particular manera de leer. Sus historias
ofrecerán una variedad de posiciones subjetivas, creencias y prácticas corporales. El lector
debería reconocerse e identificarse con ellas y debería entender las consecuencias de asumir
determinadas posiciones de un sujeto. Las prácticas corporales se ajustan a una visión de la
construcción y colapso del Imperio: algunas resultaron en un poder imperial; otras trajeron
decadencia y destrucción. El lector debería prestar minuciosa atención a: «cómo era la vida
y la moral; a través de qué hombres y por cuáles políticas, en tiempos de paz y en tiempos
de guerra, se estableció y se amplió el Imperio; entonces, permítale al lector notar cómo,
con la relajación gradual de la disciplina, la moral primero cedió, por decirlo de alguna
manera, luego se hundió cada vez más y finalmente comenzó la zambullida hacia abajo que
nos ha traído al tiempo presente, cuando no podemos ni soportar nuestros vicios ni su cura»
(praef. 9. LCL).

En consecuencia, la pregunta para nosotros no es si las víctimas, villanos y héroes son


ficcionales, sino la manera en la que Tito Livio cuenta su historia, ofreciendo un plano para
su presente imperial.

Los relatos de Tito Livio sobre Lucrecia y Virginia: violación, muerte y la historia
romana

Lucrecia y la caída de la Monarquía (1.57-60)

En el 509 a.C., el rey de Roma, Tarquino el Soberbio, le hace la guerra a Ardea con la
esperanza de que el botín disminuya el resentimiento del pueblo por el trabajo que él les ha
impuesto. Durante el asedio de la ciudad, en una borrachera, el hijo del rey y su pariente
Colatino discuten acerca de quién tiene la mejor esposa. A partir de la sugerencia de
Colatino, ellos deciden resolver el interrogante viendo qué están haciendo sus esposas.
Ellos encuentran a las esposas de los príncipes divirtiéndose en un banquete con sus
amistades; la esposa de Colatino, Lucrecia, rodeada de sus doncellas, hila a la luz de la
lámpara de su propio vestíbulo. Lucrecia convierte a su esposo en el vencedor del concurso.
Uno de los príncipes, Sexto Tarquino, inflamado por la belleza de Lucrecia y su probada
castidad, es preso del deseo de poseerla sexualmente. Unos días después, sin que Colatino
supiera, regresa a Collatia, donde es recibido como invitado. Esa noche, cuando todos
dormían en la casa, desenvaina su espada y despierta a la dormida Lucrecia. Ni sus
declaraciones amorosas, ni sus amenazas de asesinarla, ni sus ruegos conmueven a la casta
Lucrecia. Ella se somete sólo cuando él la amenaza con difamarla públicamente de tener
una conducta vergonzosa: él matará a un esclavo y a ella y dejará el cuerpo desnudo del
esclavo junto al de ella, de modo que parecerá como si hubieran sido asesinados en el acto
del adulterio.3 Después de la violación, envía a buscar a su esposo y su padre y les dice que
los acompañen amistades de confianza (Colatino trae a Lucio Juno Bruto). A la pregunta de
su marido: «¿Te encuentras bien?» y ella respondió: «¿Cómo puede irle bien a una mujer
que ha perdido su castidad? Hay una marca de otro hombre en tus aposentos. Mi cuerpo fue
violado; mi mente es inocente; la muerte será mi testigo. Jura que el adúltero será castigado
– él es Sexto Tarquino». Los hombres juraron y trataron de consolarla, argumentando que
la mente peca, no el cuerpo. Ella respondió: «Ustedes determinarán lo que se deba hacer
con él. En cuanto a mí, aunque yo me retiro la culpa, no me libero del castigo. Ninguna
mujer impía vivirá con Lucrecia como precedente». Luego, se suicidó con un cuchillo que
había escondido debajo de su ropa. Mientras su esposo y su padre lloraban, Bruto sacó el
arma del cuerpo de Lucrecia y jura por su sangre destruir la Monarquía. El cuerpo de
Lucrecia, llevado a la plaza pública de Collatia, conmovió al pueblo; Bruto incitó a los
hombres a tomar las armas y a derrocar al rey. Bruto marchó a Roma, y en el Forum la
historia del discurso de Lucrecia y Bruto tuvo el mismo efecto. El rey es exiliado y la
Monarquía terminó; la República comenzó con la elección de los cónsules, Bruto y
Colatino.

Virginia y la caída del Decemvirato (3.44-58)

En el año 450 a.C., los decemviri habían tomado el control del Estado. Ellos habían
desplazado a los cónsules y los tribunos, protectores del derecho de los plebeyos. El
decemvir principal, Apio Claudio, deseaba a la hermosa joven Virginia, hija del centurión
plebeyo Lucio Virginio. Cuando Apio no logró seducirla ni con dinero ni con promesas, se
las arregló para que Marco Claudio, su cliens (un dependiente vinculado a un hombre más
poderoso o a un ex amo), reclamara a Virginia como su esclava (la de Marco) mientras su
padre estaba fuera de la ciudad a causa de la guerra (aparentemente, el cliente le dará a la
3
Por «someter» (o más tarde «se entrega») no intento implicar consentimiento por parte de Lucrecia
(Contra Donaldson 1982:24 y Bryson 1986: 165-66). Hablar del consentimiento en condiciones de fuerza y
violencia es insensato; en la situación de Lucrecia, pareciera perverso. Ella pudo morir o sobrevivir a la
violación sólo para defender su honor mediante el suicido.
joven a su patrón Apio). Marco toma a Virginia cuando ingresa al Foro. Cuando los gritos
de su enfermera atrajeron a la multitud, Marco la llevó ante la corte de Apio. El decemvir
pospuso su decisión hasta que el padre llegara, pero ordenó que Virginia se entregara al
hombre que la reclamaba como su esclava hasta que pueda juzgar el caso. Un discurso
apasionado del prometido de Virginia, Icilio, incitó a la multitud; Apio anuló la orden. Al
día siguiente, Virginio llevó a su hija al Foro, para buscar el apoyo de la multitud. Sin
inmutarse por las apelaciones o por las mujeres que lloraban, Apio adjudicó a Virginia una
esclava, pero concedió la solicitud de Virginio para que pudiera interrogar por un momento
a la nodriza de su hija en presencia de Virginia. Virginio alejó a su hija del Foro y tomó un
cuchillo de carnicería, y gritó: «De la única manera que puedo, hija mía, reclamo tu
libertad» y la mató. Icilio y Publius Numitorius, el abuelo de Virginia4, mostraron el cuerpo
sin vida al pueblo y los incitaron a la acción. Virginio escapó al ejército, donde sus ropas
manchadas de sangre, el cuchillo y su discurso movieron a sus compañeros a rebelarse. El
decimvirato es derrocado y, cuando se restauró el tribunado, el padre, el prometido y el
abuelo de Virginia son elegidos para ocupar los cargos.

El desborde: deseo corporal y catástrofe política

La narrativa de Tito Livio acerca de las transformaciones políticas de Roma giran en


torno de una casta y de una inocente mujer violada y asesinada por el motivo de preservar
la virtud del cuerpo femenino y el cuerpo político; los hombres romanos movidos a la
acción por hombres que tomaron el control; y villanos libidinosos cuyos deseos resultaron
en su propia destrucción. A pesar de que los elementos básicos de las primeras leyendas de
Roma estuvieron presentes en las fuentes de Tito Livio, él podría haber prescindido de
relatos de forma abreviada o podría haber minimizado el papel de la mujer en las historias
del cambio político. Sin embargo, cuidadosamente construyó tragedias, basándose en todas
las técnicas literarias y en los modelos tan meticulosamente conocidos por los eruditos
(Ogilvie 1965: 218-32, 476-88; J. Phillips 1982: 1036-37 para ver bibliografía sobre esto).
¿Por qué esta escritura de la historia romana estuvo en el presente de Tito Livio?

4
Nota del traductor: En el texto original, la autora menciona que el dato que fuera su abuelo no es seguro.
Su mirada sobre el pasado inmediato lo acopló a la antigua historia de Roma. Él elaboró
esa historia porque encontró, por un lado, placer en ello y, por el otro, alivio de la reciente
guerra civil, la convulsión social y el desastre militar:

Para muchos lectores, los orígenes más tempranos y el período inmediatamente posterior a
ellos les resultarán poco placenteros, porque se apresurarán a llegar a estos tiempos
modernos, en los que el poder de un pueblo que durante mucho tiempo ha sido muy
poderoso está obrando su propia ruina. Yo mismo, contrariamente, buscaré en esto una
recompensa adicional por mi trabajo, con el fin de desviar mi mirada de los problemas que
nuestra época ha sido testigo durante tantos años, mientras esté absorto en el recuerdo de
los valientes días de otrora. (praef. 5, LCL)

«Los problemas» perseguían a los autores varones del siglo I a.C. – Salustio, Cicierón,
Horacio y el mismo Tito Livio. Como en la imaginación de los escritores de Theweleit
Freikops, el caos político y el fracaso militar están asociados con la inmoralidad. Aunque
esta visión es familiar para los historiadores modernos de la antigua Roma, las imágenes
sorprendentemente similares del caos y la experiencia de los hombres en la Alemana de
Werimar obligan a reconsiderar las imágenes romanas. Atiendo aquí sólo a cómo dos
elementos, marcados en estos relatos de los orígenes, amortiguan y matan: el exceso
masculino y la falta de la castidad femenina.

Los autores antiguos atribuyeron las crisis de la República tardía a las ambiciones
políticas y a los cuerpos masculinos sin control en el mundo social, culpable de, en palabras
de Tito Livio, luxus, avaritia, libido, cupiditas, abundantes voluptates (vida lujosa,
avaricia, lujuria, deseo inmoderado, excesivos placeres). Los cuerpos incontrolables llevan
normalmente a la ruina y a un desastre general (praef. 11-12). Para su contemporáneo
Horacio (Odas, 3.6.19-20; cf. 1.2.) el desastre inunda el país y a las personas. El cuerpo y
sus placeres están presentes como excesos bajo esta visión. La más mínima infracción
parece ser peligrosa. Un solo vicio puede caer en otro o en una serie de defectos morales,
como en la descripción de Tito Livio sobre Tarquino el Soberbio y su hijo Sexto
(Phillipides 1983: 114, 117). Cualquier deseo se convierte en avaricia o lujuria y debe ser
arrancado de raíz: «Hay que arrancar la raíz / de la ambición descarriada y moldear /
nuestras almas, blandas en exceso, / en más recios afanes» (Hor.Odas 3.24.51-54).
Los hombres del Freikorps temían una inundación «roja» que afectara a toda la sociedad,
«atravesando la antigua presa de la autoridad estatal tradicional» (Theweleit 1987:231; ver
385 y sigs., esp. 392, para la imagen Freikorps del caos). Esto «sacó a la superficie todos
los peores instintos, fregándolos en la tierra» (Theweleit 1987: 231). En la última parte,
comenta Theweleit (231), esta inundación fluye «desde el interior de aquellos de quienes se
ha eliminado la restricción del antiguo orden». Un hombre podría sentirse «impotente» e
«indefenso» ante lo que fluye – temeroso pero fascinado. La inundación se solidifica en un
pantano; los hombres apenas pueden salir del lodo que la suavidad produce dentro de ellos
(404, 388). La indulgencia debe ser arrancada de raíz: «si quieres seguir adelante, no
puedes permitir que este lodo del fracaso de la voluntad se forme dentro de ti. El camino
más humano es ir por la garganta de la bestia, sacar la cuestión por sus raíces» (388). La
«defensa contra la asfixia en la flácida autocomplacencia y capricho» (389) radica en la
dureza y el autocontrol: los hombres deben «levantarse rápido… pensar y creer en la
Nación» (405).

Tito Livio se centra en lo que él imagina que es la antigua y necesaria virtud del
soldado: la disciplina. La tradición romana le ofreció historias sobre la disciplina
inculcadas por los azotes, hijos ejecutados por sus padres con el fin de preservar la
disciplina para el Estado, y hombres ansiosos por luchar contra dos cuestiones, el enemigo
exterior y la debilidad interior (ver Valerius Maximus, 2.7.1-15, esp. 2.7.6, 2.7.9, 2.7.10).
Ni la excepcional valentía, ni la victoria deberían socavar la disciplina. Cuando el Manilius
Torquatus de Tito Livio ordenó la ejecución de su propio hijo porque, aunque tuvo éxito en
la batalla, había ignorado la orden directa de que nadie debía enfrentarse al enemigo; hizo
que la ejecución y el sacrificio de su propio sentimiento fuera un modelo para futuras
generaciones de hombres romanos:

Como no has tenido en reverencia ni la autoridad consular ni la dignidad de un padre, y… has


roto la disciplina militar, por la cual el Estado romano ha permanecido inquebrantable hasta
el día de hoy, obligándome a olvidar la República o a mí mismo, antes soportaremos el
castigo por nuestras malas acciones que permitir que la República expíe nuestros pecados a
un costo tan alto para ella; lo pondremos de ejemplo austero pero saludable para los jóvenes
del futuro. Por mi parte, me conmueve, no sólo el amor instintivo de un hombre hacia sus
hijos, sino también el ejemplo que ha dado desde su valentía… pero… la autoridad de los
cónsules debe ser establecida por tu muerte o por tu impunidad que debe ser abrogada para
siempre, y… creo que tú mismo, si tuvieras una gota de mi sangre en ti, no rehusarías
levantar con tu castigo la disciplina militar que, por tu mala conducta, se ha resbalado y caído
(8.7.15-19 LCL).

Cualesquiera que hayan sido sus motivos (8.7.4-8), el hijo no había simplemente
desobedecido a su comandante y padre, implícitamente no había no logrado mantener el
control necesario. Desde la perspectiva de Tito Livio, el control debe ser absoluto. Una
pequeña grieta en el edificio derriba toda la estructura. Disciplina resultó en la conquista;
su relajación gradual precipitó un deslizamiento y luego un colapso (Praef. 9) – personal,
social y político. Un hombre, y Roma, parecerían tener una elección entre el vencedor
obstinado y el perdedor pusilánime, entre el luchador y el destruido en la versión del
Freikorps.

Los héroes de la historia de Tito Livio, los hombres que actúan cuando las mujeres
mueren, fueron disciplinados e inflexibles. El noble Bruto reprendió a los hombres por sus
lágrimas y sus ociosas quejas cuando lamentó la muerte de Lucrecia y sus propias miserias.
Los instó como hombres y romanos a tomar las armas. Posteriormente, administraría como
cónsul y sufriría como padre la flagelación y la ejecución de sus propios hijos por traidores.
Fundador de la República y del consulado, es un modelo para los futuros cónsules y padres,
como Torquatus, cuya defensa de la tradición y existencia del Estado requerirá la muerte de
los hijos y de los afectos entumecidos. No hay luxus aquí o en lugares como Colces,
Scaevola y Cincinnatus. Estos hombres son severos y autocontrolados, cuerpos endurecidos
para proteger a Roma y librar sus guerras. Deben haber sido así para haberse convertido en
las personas más importantes del mundo (Praef. 3), los gobernantes del imperio mundial.
Como el Eneas de Virgilio, antepasado troyano de los romanos, concebido a los pocos años
de los héroes de Tito Livio, soportan el dolor y la adversidad para crear una Roma cuyo
poder imperial se presenta como el destino (Eneida, 1.33). Tan disciplinado, tan
autocontrolado, tan reconocido, el cuerpo como una entidad viviente, sensible y perceptiva
casi desaparece. Las instrucciones de Tito Livio de imitar la virtud y evitar el vicio invocan
el mos maiorum – la manera de los antepasados como guía para el presente. El exceso
corporal manifestado en la lujuria de Tarquino y Apio Claudio trajo la ruina personal y el
colapso de sus gobiernos. No es casualidad que, al mismo tiempo, las guerras de Roma con
sus vecinos se libren sin éxito. Tarquino deseaba a Lucrecia durante la inactividad (otium)
de un largo asedio que se atribuyó a la extravagancia del rey y su consiguiente necesidad de
botín. Su avaricia y la lujuria de su hijo se convierten en «dos caras de la misma moneda,
una metáfora de la enfermedad moral de la ciudad» y explican la derrota del ejército de
Roma (Phillipides 1983: 114-15). Por el bien de la salud moral y marcial de Roma, padre e
hijo, como agentes que desean, deben irse (Phillipides 1983: 114). Las acciones de los
hombres disciplinados, como Bruto, dan como resultado el éxito personal y el poder
romano. Dieron el ejemplo para el presente de Tito Livio: el cuerpo masculino debe ser
indiferente al deseo sexual y maternal. Por lo tanto, la mujer plantea un problema
particular.5 El discurso romano sobre el caos a menudo une a las mujeres relajadas con la
incapacidad masculina para controlar varios apetitos.6 La sexualidad femenina incontrolada
se asoció con la decadencia moral y ambas fueron vistas como las raíces del caos social, la
guerra civil y el fracaso militar. «Unas generaciones fecundas en pecados / empezaron por
mancillar sus matrimonios, sus linajes y sus casas; / y la perdición derivada de esa fuente /
desbordó [sobre la patria y sobre nuestro pueblo.]» (Hor. Odas, 3.6.17-20).

El punto de vista de Tito Livio sobre el control hace apropiado que su narrativa tienda a
una simple visión dicotómica de la sexualidad femenina: la mujer es o no es casta.

Esta visión puede explicar la satisfacción que el relato de Tito Livio encuentra en la
punta del cuchillo. Donde omite palabras que refieran a la penetración forzada, ofrece una
imagen precisa de la daga que atraviesa el cuerpo de Lucrecia y su muerte (1.58.11; cf.
Virginia, 3.48.5). Quizás ese cuchillo esté dirigido a «cualquier mujer impía» real o
imaginaria de la edad de Tito Livio (cf. Freikorps adoración de mujeres asexuales de «alta
cuna» y ataque a mujeres sexuales de «baja cuna»; Theweleit 1987: 79 y ss., 315 y sigs.,
Esp 367). En el pasado imaginado de Roma, el cuchillo construye un control absoluto.
Erradica la falta de castidad y mata cualquier anomalía en la sexualidad femenina, como la

5
Distingo una mujer individual o mujeres entre Mujeres, «un constructo ficcional, un destilado de discursos
diversos pero congruentes dominantes en las culturas occidentales» (De Laurentis, 1984:5).
6
Por apetitos incluyo un decadente asunto con la comida, sirvientes de mesa y pertrechos de comedor. Para
discusiones y fuentes sobre la lujuria y decadencia romana, ver Ear 1961: 41ff; 1967: 17-20; y Griffin 1976.
La sexualidad incontrolada y la alimentación decadente encajan con la observación de Lévi-Strauss sobre
una «analogía muy profunda que la gente de todo el mundo parece encontrar entre la cópula y la comida»
(1966:105). Ver el análisis de Modleski sobre la «ambivalencia hacia la feminidad» agotada en la función de
la mujer «tanto en productos comestibles como contaminantes no comestibles» en Frenzy de Alfred
Hitchock (198: 101-14).
contradicción entre el cuerpo violado de Lucrecia y su mente sin culpa, o la confusión entre
la mujer «buena» y la «mala» (ver Theweleit 1987: 183).

En Tito Livio, el elemento amenazante de la mujer «buena» es su atractivo. Si bien Tito


Livio nunca cuestiona explícitamente la inocencia y el espíritu casto de Virginia o de
Lucrecia, la belleza de cada mujer está marcada y explica las acciones de los violadores. La
lujuria se apodera de cada hombre, como si el deseo se originara fuera de él en la belleza
(1.57.10; 3.44.2). Si, como objeto de deseo, la belleza de una mujer es la condición de la
lujuria masculina, tanto los hombres buenos como los malos se ven potencialmente
afectados. Su excitación amenaza la disciplina de los hombres. «El modo afectivo de
autodefensa en el que se produce [la aniquilación de la mujer] parece estar compuesto por
el miedo y el deseo» (Theweleit 1987: 183). Una vez que la Mujer ha desempeñado su
papel para atraer al villano, cuyas acciones ponen en movimiento a otros hombres activos
que construyen el Estado, el Imperio y, por lo tanto, la historia del sentido romano, debe
salir.

Como sugiere Theweleit, lo que está en juego en esta construcción es el descontrol


masculino. «Lo que realmente empezó a deslizarse fueron los límites de los hombres: los
límites de sus percepciones, los límites de sus cuerpos» (1987: 427). La daga detiene el
desborde, al menos en la imaginación. En efecto, la agresión que los hombres infligen a las
mujeres está realmente dirigida a sus propios cuerpos (nótese Theweleit 1987: 427, 154-
55). La mujer debe morir para adormecer el cuerpo masculino. La agresión hacia la mujer y
hacia uno mismo produce disciplina (¿o es al revés?). El páthos de las historias de Tito
Livio el alivio ante la eliminación del elemento amenazante. «¡Qué trágico!» suspiran autor
y lector, encontrando placer en el dolor de una noble pérdida. En definitiva, el placer de la
narrativa radica en matar lo que vive: la mujer, la imagen de la Mujer como objeto del
deseo y el propio deseo masculino.

La disciplina era necesaria no solo para la adquisición del Imperio, sino también para
gobernarlo. La negación del cuerpo al yo habla de la negación del poder social a los demás;
el dominio romano de su propio cuerpo proporciona una imagen de dominación romana y
un modelo de soberanía: de romanos sobre no romanos, de clase alta sobre inferiores, de
amo sobre esclavos, de hombre sobre mujer y de princeps sobre todos los demás (notar el
uso de Tito Livio de una metáfora griega que compara un cuerpo desordenado con la
revuelta de la plebe contra los patres, 2.32.9-12). En particular, la moralidad del control
sirvió al nuevo gobernante de Roma. Augusto presentó la imagen requerida de control y
sacrificio (Res gestae 4-6, 34; Suetonio Augustus 31.5, 33. 1,44-45, 51-58, 64.2-3, 65.3, 72-
73, 76; cf.71); la negación y la moralidad del control permitieron que su autoridad fuera
«implantada en los cuerpos de los sujetos en la forma de una falta de desbordamiento»
(Theweleit 1987: 414). En el nuevo orden del principado, no habría más deseos egoístas
como los que habían provocado la guerra civil. La mujer debía ser devuelta al lugar que le
correspondía. El matrimonio debía ser regulado por el Estado; la sexualidad de las mujeres
debía formar las imágenes y establecer los límites tan necesarios para asegurar el dominio
de Roma sobre los demás y la estructuración del poder de Augusto. Enjaezada, casta y
muerta, la Mujer se convirtió en la materia de un nuevo orden diseñado para controlar a los
hombres y el libre movimiento de todos los cuerpos. «Las mujeres dentro del nuevo Estado
proporcionan una vez más los componentes básicos de los límites internos contra la vida»
(Theweleit 1987: 366).

La mujer como espacio: no una habitación propia

Dentro de las construcciones y el contexto político de finales del siglo I a.C., el relato de
Livio sobre la Roma temprana crea a la Mujer y su castidad como espacio, convirtiéndola
en un catalizador de la acción masculina. Ella personifica el espacio de la casa, un límite y
una zona de amortiguamiento. También es un espacio en blanco —un vacío, ya que Tito
Livio efectivamente elimina su voz, facilitando la perpetuación de las historias masculinas
acerca de hombres. Como es bien sabido, la castidad de una mujer está asociada con el
honor de su pariente masculino (Dixon 1982; Ortner 1978). El comportamiento de Lucrecia
convierte a su marido en el vencedor (victor maritus) en una contienda entre hombres
(1.57). El elogio que se le otorga es por la castidad, medida por la conducta fuera del
dormitorio. Lucrecia, hilando sola excepto por el acompañamiento de sus doncellas,
representa las virtudes tradicionales de la buena esposa; las esposas de los príncipes, que
celebran banquetes con amigos, presumiblemente exhiben el vicio tradicional de la mujer,
beber vino, una ofensa equivalente al adulterio (A. Watson 1975: 36-38; MacCormack
1975: 170-74). El prometido de Virginia, Icilio (3.45.6-11) equipara un asalto a la castidad
femenina con la violencia infligida a los cuerpos masculinos y acusa a Apio Claudio de
llevar a cabo la erradicación de los tribunos (cuyos cuerpos eran sacrosantos) y el derecho
de apelación, defensa de la libertas masculina, una oportunidad para regnum vestrae
libidini («una tiranía de tu lujuria»).

La asociación del honor masculino y la castidad femenina tienen un sentido diferente


cuando observamos el papel narrativo de otras mujeres en el primer libro de Tito Livio. Las
mujeres funcionan como obstáculos o encarnan espacios, a menudo entre y separando a los
hombres. Las sabinas pusieron sus cuerpos entre sus padres luchadores y sus nuevos
maridos, ofreciendo asumir la ira que los hombres sienten entre sí y la violencia que
infligirían (1,13. 1-4). Tarpeya no usa su cuerpo de esta manera. Sobornada por el rey
sabino cuando va a buscar agua fuera de la muralla de la ciudad, la joven admite a los
enemigos de Roma en la ciudadela (1.11.6-9). Las mujeres cuyas acciones preservan la
integridad física tanto del esposo como del padre son trastrocadas por ambos; la joven cuya
traición deja a sus parientes masculinos vulnerables es aplastada por el mismo enemigo al
que ayudó

Como ha señalado Natalie Kampen, Tarpeya cruza la frontera entre hombres en guerra y
observa un comportamiento apropiado (1986: 10). Si la cuestión es el control de la
sexualidad femenina, el control significa el despliegue del cuerpo femenino en las
relaciones entre hombres. El despliegue adecuado funda las relaciones entre los hombres,
haciendo posible la sociedad en términos de Lévi-Strauss (1968; cf. Mitchell 1975: 370-
76). No es sorprendente que los frisos que representan estos relatos «aparecieran en el
corazón mismo de la nación en el Foro», violando así una convención que hacía que las
mujeres fueran «extremadamente raras en la escultura romana pública financiada por el
Estado" (1,3)». Kampen fecha los frisos en 14-12 a.C., argumentando que estas
representaciones servían al programa moral y social de Augusto (5 y sigs.). En efecto, los
frisos hicieron visible el papel narrativo de las mujeres en la historia de los orígenes de Tito
Livio: dentro de un orden imperial emergente, las mujeres se fijan dentro del marco como
límite y espacio.

El paso de la vida animada a la materia inanimada se repite en la etimología. En cada


caso, los romanos utilizaron una historia del cuerpo de la mujer para explicar el nombre de
un elemento fijo de Roma: de Tarpeya el nombre de un lugar, la roca tarpeyana asociada
con el castigo de los traidores, y de los sabinos los nombres de las divisiones políticas de
los ciudadanos (las curiae). Ya sea que la historia siga al nombre o viceversa, los cuerpos
de las mujeres se convierten literalmente en material de construcción: la materia de la
topografía física y política. Las mujeres que supuestamente han vivido se transforman en
lugares y espacios.

Las sabinas, matronae (mujeres casadas respetables) que voluntariamente tomaron el


control adecuado de sus propios cuerpos, se reflejan en Lucrecia, la noble esposa que
actuará y hablará sobre el uso adecuado de su cuerpo. Tarpeya, virgo (joven sin estar
casada) que necesita el control paterno, encuentra a su contraparte en Virginia, cuyo padre
administró la disposición necesaria del cuerpo de su hija. La matrona y la virgo de Tito
Livio se convierten en espacios: hilando en la sala, durmiendo, y clavada a la cama por
Tarquino, y sentada en su dormitorio cuando sus familiares se acercan a ella después de la
violación. Esta fijación en el espacio da forma a su identidad en la narrativa y constituye la
base del elogio masculino (1.57.9) y Virginio (3.50.9) literalmente equipara a su hija con un
lugar dentro de su hogar (locum in domo sua).

En ambas narrativas, el espacio que es la Mujer se equipara a una castidad que debería
hacer impenetrable el espacio del hogar o entre los hombres. Así, la violación o el intento
de violación aparecen como la penetración del espacio. La castidad de ambas mujeres se
describe como un estado de obstinación o inmovilidad (1.58.3-4, 5; 3.44.4). Sin embargo,
solas o acompañadas sólo por mujeres, la esposa y la hija son vulnerables a los varones no
parientes que pueden usar la fuerza combinada con la amenaza de la vergüenza o el poder
del Estado para satisfacer su lujuria. Lucrecia es un lugar donde Tarquino pretende clavar
su espada o su pene. Ella aparece como un obstáculo para su deseo, impenetrable incluso
ante la amenaza de muerte. Cuando cede ante la amenaza de una vergüenza peor que una
violación, Tarquino conquista (vicisset, expugnato) no a una persona sino a su castidad
(pudictitiam, decore). La violación de una Lucrecia fijada e identificada con la casa de
Colatino parece equivalente a una penetración en su esfera privada, su territorio.

Los héroes masculinos, no las mujeres violadas, llevan adelante la trayectoria principal
del trabajo de Tito Livio: la historia del Estado romano (ver De Laurentis 1984: 109-24
sobre narrativas edípicas). Conducen a los ciudadanos varones a derrocar a un gobernante
tiránico, avanzando desde la esfera del hogar a la del Estado, de la venganza privada a la
acción pública. La transición de lo doméstico a lo político se representa en un cambio en el
escenario de acción desde Collatia y el espacio privado de la casa de Colatino a Roma y el
espacio público del Foro. Bruto, no Lucrecia (1.59.5; Cf. Dionisio 4.66.1), efectúa el
cambio de escenario, del mismo modo que traspone su solicitud de castigo del violador a su
propia exigencia de derrocamiento de la monarquía. Su juramento de venganza comienza
con la determinación de vengar a Lucrecia y termina no con un juramento de destronar a la
familia de Tarquino, sino con la promesa de acabar con la institución de la monarquía
misma.

La conexión entre la violación de una mujer individual y el derrocamiento de la


monarquía y del decemviratus encuentra su modelo en el estereotipo griego del tirano cuyo
papel desempeñan Tarquino y Apio Claudio (Oglivie 1965: 195-97, 218-19, 453, 477;
Dunke 1971:16): son violentos y violan a mujeres de otros hombres.7 Sin embargo, la
reescritura del paradigma griego por parte de Tito Livio tiene un subtexto particularmente
romano: la conquista imperial y su producto, la esclavitud a gran escala. En ambos relatos,
los hombres se quejan de que ellos, los soldados romanos, son tratados como enemigos de
Roma (1.59.4), los conquistados (3.47.2, 3.57.3, 3.61.4) o esclavos (1.57.2, 59.4, 59.9,
3.45.8). En efecto, el rey y el decemvir se comportan como si los ciudadanos varones, como
esclavos, carecieran de integridad física. De manera muy considerable, el «esclavo»
posibilita la victimización de ambas mujeres. Lucrecia cede cuando Tarquino amenaza con
matarla en una simulación de adulterio con un esclavo. Apio Claudio tiene la intención de
violar a Virginia adjudicándola como esclava, por lo tanto legalmente vulnerable al uso
sexual de un amo (cf. Dionisio 11.29-33, aclarando la cuestión de la falta de integridad
física del esclavo). Tarquino, su padre y Apio Claudio están obligados a hacerles a
Lucrecia, Virginia y sus parientes masculinos lo que los «machos soldados» romanos hacen

7
Es bien sabido que Tito Livio se basó en otros paradigmas y estereotipos, géneros literarios y prácticas
historiográficas helenísticas; sin embargo, para mis propósitos, el rastreo de los elementos provenientes de
distintas fuentes es menos importante que el modo en que ellos se desempeñan dentro del discurso
historiográfico de Tito Livio. Como señala Phillipides (1983: 119 n. 20) «los elementos tomados de un
sistema de signos anterior adquieren un significado diferente cuando se transportan al nuevo sistema de
signos». Siguiendo los planteos de Julia Kristeva, ella nota que «este proceso de transformación involucra la
destrucción de lo anterior y la formación de una nueva significación».
a los conquistados. Las esposas e hijos romanos son asimilados a los conquistados y
esclavos (3-57.4, 61.4) y la vulnerabilidad física hacia estos últimos es incuestionable. Este
era el Imperio que necesitaba disciplina.

La historia de Virginia establece una lógica de cuerpos: entre la violación de una mujer
y la violencia directa a los cuerpos de sus parientes masculinos se encuentra la acción
masculina. «Descarga tu rabia en nuestras espaldas y cuellos: deja que la castidad al menos
esté a salvo», exclama Icilio a Apio Claudio al principio del relato de Tito Livio (3.45.9). El
prometido de Virginia se ofrece a sustituir los cuerpos masculinos por femeninos. La lujuria
de Apio Claudio, infligida a esposas e hijos, debe canalizarse en violencia, infligida a
esposos y padres. El cambio nunca ocurre, porque la acción masculina interviene y elimina
la fuente de la lujuria y la violencia. Al final, Icilio, Virginio y Numitorio son tribunos
vivos, sanos y sanos; la castidad está segura; Virginia está muerta.

Pero el padre de Virginia deja en claro que su violación representa una amenaza directa
para el cuerpo masculino. Después de matarla, afirma que ya no hay un locus8 en su casa
para la lujuria de Apio Claudio y ahora tiene la intención de defender su propio cuerpo
como había defendido el de su hija (3.50.9). El amortiguador entre él y Apio se ha ido.9 La
castidad de la mujer la representa, y por lo tanto representa a los varones y su
impermeabilidad a la agresión; su violación pone en peligro su cuerpo. Así, la mujer
violada se convierte en un casus belli,10 un catalizador de una respuesta masculina que
deriva de la amenaza de violencia. Los hombres detienen la invasión antes de que llegue a
ellos.

El discurso de Icilio sugiere la naturaleza de la amenaza al cuerpo masculino (véase


Douglas 1984: 133 y sigs. Y Donaldson 1982: 23-25, sobre el miedo a la contaminación).
Sus palabras provocan un desplazamiento.11 Como «actuar de una manera violenta»

8
Nota del traductor: Locus se traduce como «lugar».
9
Irónicamente, la eliminación de la Mujer en ambas historias devuelve a los «hombres soldados» romanos a
las condiciones de sus míticos patres Rómulo y Remo, dos hombres sin una mujer, ni siquiera una madre,
entre ellos (1.6.4-7.3). Literalmente, los gemelos intentaron ocupar el mismo espacio al mismo tiempo y se
violentan entre sí. Como los romanos y los sabinos, no pueden convivir sin el cuerpo de una mujer entre
ellos, sin el espacio y el lugar del «no nosotros».
10
Nota del traductor: «Acto que constituye el motivo de la guerra o del enfrentamiento».
11
Los relatos de cuerpos masculinos que sufren violencia y penetración se centran en los que ocupan el
lugar que tiene el hijo en potestate - hijos asesinados por padres severos y jóvenes violados (a menudo sin
(saevire) reemplaza la violación, el cuello y la espalda masculinos reemplazan a los
genitales femeninos. Aunque la rabia y la lujuria parecen intercambiables, el intercambio
ofrecido por Icilio excluye un asalto al lugar más vulnerable del cuerpo: sus orificios
(Douglas, 1984: 121). La misma sustitución de cuellos y espaldas de orificios enmascara
una aprensión sobre la vulnerabilidad masculina: la invasión de la mujer como límite
amenaza la penetración del cuerpo masculino (ver Richlin 1983: 57-63, 98-99).

En los relatos de Tito Livio, los hombres experimentan el delito de violación como una
tragedia. Se afligen y se conmueven, pero no sufren directamente una invasión; permanecen
intactos. Además, pueden sentirse hombres porque han sacado sus propias espadas. De una
manera muy satisfactoria, el invasor pierde el control final del cuerpo de la mujer. Mientras
Apio Claudio y Tarquino empuñan sus penes o intentan hacerlo, el padre y, mejor aún, la
propia mujer empuña el cuchillo.

La acción masculina contra el tirano (esto debe enfatizarse) comienza no con la


violación sino con la muerte de la mujer. Narrativamente, parece como si Lucrecia y
Virginia tuvieran que morir para que comience la acción masculina y para que la historia
continúe. Las tres lógicas parecen explicar el asesinato de las mujeres y explicar por qué la
violencia ejercida contra la mujer no termina con la violación.

En primer lugar, una Lucrecia o Virginia viviente sería una prueba de desorden y caos
(ver arriba acerca de las Odas, específicamente 3.6 de Horacio). El Virginio y el Icilio de
Tito Livio hablan del desorden social que el deseo de Apio Claudio introduce para los
hombres de su orden y la destrucción de los lazos sociales entre ellos. Virginio acusa a
Apio Claudio de instituir un orden en la naturaleza: apresurarse a tener relaciones sexuales
sin distinción en la forma de los animales (3.47.7). Al matar a su hija, detiene la inmersión
en la animalidad. Por supuesto, la animalidad y el desorden que señala significan que el
padre y el esposo ya no controlan los cuerpos de «sus» mujeres. Apio Claudio le roba a
Virginio la capacidad de dar a su hija en matrimonio a un hombre de su elección (3.47.7).
Icilio pierde una novia intacta y el vínculo entre Icilio y Virginio sería defectuoso si

éxito) por malvados oficiales y magistrados del ejército (Valerius Maximus 5.8.1-5, 6.1 .5, 7, 9-12); ver Richlin
1983: 220-26, esp. 225-26. En efecto, el patriarcado romano asocia a todas las mujeres con hijos en poder
paterno. La aprensión sobre su vulnerabilidad a los machos agresivos que no son parientes parece provenir
del poder «legítimo» que los padres (y maridos) ejercían sobre sus cuerpos.
Virginio le ofreciera «bienes dañados». Icilio afirma que él se va a casar con Virginia, y
que él tiene la intención de tener una esposa casta (3.45.6-11). No permitirá que su novia
pase una sola noche fuera de la casa de su padre (3.45.7).

Apio niega la pertenencia de varones plebeyos a un orden patriarcal. Y donde el


decemvir ofende el orden patriarcal ya existente, solo el cambio político motivado por su
asalto a la castidad de una mujer plebeya asegura el poder paterno a los hombres de su clase
social. En versiones anteriores de la historia, las fuentes de Tito Livio invirtieron
significados de las luchas políticas actuales en el Conflicto de las órdenes del siglo V a.C.
(Ogilvie 1965: 477). Sin embargo, la historia política actualizada es esencialmente una
historia sobre el patriarcado, ya que los eventos políticos giran en torno al control del
cuerpo de una hija/novia.

En segundo lugar, viva, la mujer violada constituiría otro tipo de amenaza: una vez
invadida, la zona de amortiguamiento, se vuelve dañina para lo que una vez protegió. Si las
mujeres son límites, la violación, que asalta un orificio, una zona marginal del cuerpo, crea
una especial vulnerabilidad para el «centro», es decir, los hombres. El peligro de una
Virginia viva se menciona arriba. Su vida es más cara que la de su padre, pero sólo si es
casta y «libre» (3.50.6), un cuerpo intacto cuya voluntad está bajo el control de su padre.
Una Lucrecia violada, aún viva, mostraría la violación de la casa de su esposo. La marca de
otro hombre en la cama de Colatino aparentemente no se puede borrar, al menos no sin la
muerte de su esposa. La Lucrecia de Tito Livio habla como si ella y la cama marcada
fueran una sola cosa: aunque su mente no tiene culpa, su cuerpo está violado y manchado.
Solo la muerte, autoinfligida, puede mostrar su inocencia (1.58.7). Sucio, el cuerpo debe
desaparecer (véase Douglas 1984: 113, 136, sobre la contaminación involuntaria y los
esfuerzos realizados para alinear el corazón interior y el acto público).

Para que la historia sea una fuente de modelos para emular (praef. 10), debe demostrar
un patrón inequívoco. La relación de un presente moral con sus orígenes imaginados
construye la castidad como una cualidad absoluta (ver Dixon 1982: 4). Las súplicas del
esposo y padre de Lucrecia de que la mente, no el cuerpo, peca enmarcan su suicidio como
un trágico martirio. Corrigiéndolos, Lucrecia se convierte en un exemplum: «ninguna mujer
impía vivirá con Lucrecia como precedente» (1.58.10). En la superficie, las súplicas de
padre y esposo implican que los hombres no requieren la muerte de Lucrecia: el suicidio
aparece como una elección de la mujer. Esta construcción de elección y agencia femeninas
disfraza la necesidad masculina del trabajo en la erradicación de Lucrecia. Viva, incluso
Lucrecia se enfrentaría a un orden patriarcal con un modelo, una excusa, para la mujer
impía por voluntad. La declaración de Lucrecia no admite distinciones: su suicidio no deja
ninguna anomalía para el futuro patriarcal.

En tercer lugar, y quizás lo más importante para la narrativa: muerto, el cuerpo femenino
tiene otros propósitos. Muerta, la mujer cuya castidad había sido agredida asume otros
valores. Muerta, su cuerpo puede ser desplegado, y todos los hombres pueden disfrutar de
su vista. Sin el apuñalamiento de Lucrecia y Virginia, no hay cuchillo ensangrentado, no
hay sangre para jurar, no hay cadáver para mostrar a las masas. Bruto, Icilio y Numitorio
usan el cuerpo de la mujer muerta para incitarse a sí mismos y a otros hombres (1.59.3,
3.48.7). La sangre de la mujer aviva la determinación de los hombres de derrocar al tirano.
Su cuerpo violado o casi violado y apuñalado despierta pensamientos sobre los propios
sufrimientos de los hombres y alimenta la acción masculina masiva (Ver especialmente
Theweleit 1987: 34, 105-6); en una relación casi vampírica, los vivos son animados por los
muertos. Él se vuelve libre (es decir, cobra vida) cuando ella se convierte en un objeto
interno, sin vida.

En realidad, la narrativa de Tito Livio amortigua a ambas mujeres antes de que el


cuchillo las atraviese (Theweleit 1987: 90 y sigs.). Lucrecia es presentada como un objeto
en un concurso masculino, ya que Virginia es un objeto en disputa, tironeada de esta
manera por los hombres que reclamarían su cuerpo. En la escena de la violación, Lucrecia
está inerte; apropiadamente, ve la muerte desde el momento en que Tarquino entra en su
dormitorio. Las historias «registran a los vivos como aquellos que están condenados a
muerte» (Theweleit 1987: 217). Narrativamente, Lucrecia y Virginia mueren cada vez más
a medida que la acción se aleja progresivamente de ellas: desde la visión de sus muertes
hasta el cuchillo manchado de sangre, el cadáver violado, casi violado, y la historia de ese
cuerpo contada a hombres que no asistieron al asesinato. Cuanto más alejado del cuerpo,
más amplia es la audiencia, más pública la acción y, en última instancia, más amplia es la
arena de la conquista y el dominio romanos. La acción masculina asegura la forma del
Estado romano y la libertas. De manera más inmediata, esto da como resultado que los
«hombres soldados» ganen guerras que, hasta estos episodios, estaban estancadas.

Los efectos trágicos y el páthos evocados por la muerte de la mujer ocultan la operación
central necesaria de la narrativa: crear una arena puramente pública (y masculina). Aunque
se presentan como tragedias, el suicidio de Lucrecia y el asesinato de Virginia sacan a las
mujeres de la escena, de entre los hombres. Con el espacio de amortiguación desaparecido,
se producirá una lucha «real» entre hombres, una lucha que impulse la narrativa central, la
del Estado y el Imperio (sobre la primacía de las preocupaciones públicas y masculinas, ver
3.48.8-9 y Theweleit 1987: 88).

Mientras que el consulado, el tribunado, el Senado y las asambleas marcan la forma del
Estado cuyo desarrollo traza Tito Livio, cada violación, cada cuerpo dispuesto a soportar
las heridas que los hombres se infligirían entre sí, y cada cadáver coloca en su lugar un
bloque de un orden patriarcal e imperial. La violación de Rea Silvia le da al Estado romano
su pater (aquí no hay lugar para una reina madre). La violación de las sabinas hace posible
el patriarcado al suministrar su único componente necesario: las mujeres que engendran
hijos. Lucrecia y Virginia precipitan el derrocamiento de un tirano y la confirmación, o
incluso el establecimiento del patriarcado para los patricios y luego los plebeyos.
Asegurados en casa de que sus esposas e hijos no serán tratados como los conquistados,
estos hombres pueden salir, conquistar un Imperio y hacer a otros hombres y mujeres lo que
no les habrían hecho a sus propias esposas e hijos.

Es en este contexto donde deberíamos ver el silencio en la narrativa de Tito Livio, el


silencio de Lucrecia y Virginia, y la materia muerta en que se convierten estas mujeres.
Virginia nunca habla ni actúa. Tito Livio remarca su obstinación ante el intento de
seducción de Apio, aunque, de hecho, no habla de ella sino de su pudor (3.44.4). Cuando el
cliente de Apio la agarra, su miedo la silencia; su nodriza, no Virginia, pide ayuda. La
joven es llevada aquí y allá por parientes o agarrada por el cliente de Apio. No hay ningún
aviso de lágrimas, aferramiento o interacción con su padre, como sí los hay en el relato de
Dionisio (11.31.3, 32.1, 35, 37.4-5). Incluso las mujeres que la rodean se conmueven con el
silencio de sus lágrimas (3.47.4). En ese momento ella se convertiría en esclava, grita Apio,
la multitud se aparta, la joven se mantiene sola praeda iniuriae (presa de agresión sexual,
3.48.3). Un momento de silencio. Su padre le quita la vida a Virginia; actúa y habla del
significado de su muerte. Nada sobre Virginia ni nada proveniente de ella. «Desde el
principio, de hecho, ella [una novia del Freikorps] no es más que una ficción. Nunca
aparece por derecho propio; solo se habla de ella» (Theweleit 1987: 32).

A lo largo de los eventos que llevaron e incluyeron la violación, la Lucrecia de Tito


Livio también guarda silencio. Aunque la escena de la violación es muy dramática, Tito
Livio sólo nos cuenta las acciones de Tarquino: espera a que el guardián de la casa se
duerma, desenvaina su espada, entra al dormitorio de Lucrecia, la sujeta, habla, suplica y
amenaza. Lucrecia está muda. Como Virginia, su discurso elimina el terror y su castidad la
vuelve obstinada: es una piedra silenciosa. Silencio es lo que Tarquino le pide: «Tace,
Lucretia, Sex. Tarquinius sum» (Calla, Lucrecia, yo soy Sexto Tarquinio). Su discurso no
pudo conectar el silencio y lo borrado más directamente. Las órdenes y la dirección directa
(Tace, Lucretia) implican «yo doy las órdenes», y como ordena el silencio de Lucrecia, la
orden es casi tautológica. Luego afirma su propio nombre (Sex. Tarquinius) y existencia
(sum). La insistencia en su propia existencia se deriva de su demanda del silencio a ella.
Indicativo, declaración de hecho, reemplaza lo imperativo, la orden - aquí y ordena que
borre el hecho de sí misma como sujeto hablante; su nombre reemplaza al de ella. En
efecto, dice: «Yo soy; tú no eres, aunque como debo ordenar tu silencio, tú eres y tendré
que hacer que no seas». Implícitamente, su existencia como sujeto hablante (aquí,
ordenante) con un nombre depende de su estatus como objeto sin habla (ver Kappeler 1986:
49). Como el posterior despliegue de Bruto de su cuerpo en el derrocamiento de la
monarquía, las palabras y el acto de Tarquino son vampíricos: el silencio de ella (lo
borrado), la existencia de él.

Su silencio construye un placer de terror como el de la película de terror, donde el


público se mantiene a la expectativa de que ocurra lo que teme. Ciertamente, la tensión y el
miedo no pueden existir sin el silencio de Lucrecia, sin su presencia como cuerpo sin
acción. La descripción de las acciones de Tarquino retrasa lo que todo romano sabría que es
inevitable. El relato de Tito Livio permite al lector detenerse en los detalles del poder
afirmado: espada desenvainada, mano en el pecho, mujer inmovilizada en la cama, mujer
empezando a dormirse para escuchar: «Tace, Lucretia, Sex. Tarquinius sum». La víctima
muda e inmóvil configura el movimiento creciente de violación en alto relieve. Como en el
cine, la construcción de la impotencia genera una emoción perversa.

¿Cuáles son los placeres de este silencio para el autor y el lector masculino? ¿Tito Livio,
con la «pluma» en mano, se identificó con Tarquino y su espada, experimentó el ejercicio
imaginado de la fuerza y halló placer con la perspectiva de la penetración —con la espada
o el pene (sobre la pluma y el pene, ver Gilbert y Gubar 1979: 3-16)? ¿Es esta la excitación
que encuentra el lector masculino? ¿O acaso el silencio de Lucrecia abre también un
espacio para el fluir del sentimiento del lector, permitiendo su entrada en el placer
prohibido del penetrado, alejado del lugar del que se requiere para ser penetrador
(Silverman, 1980, y Richlin en el capítulo 8 de este artículo? volumen)?

Sobre el acto de penetración en sí mismo, sin palabras y un hueco llenado con el


lenguaje de la castidad conquistado. A pesar de las reglas del gusto o las convenciones, ese
lenguaje borra el momento de la violación de Lucrecia y silencia su experiencia como un
objeto de violación. Tito Livio comenta sólo, y sólo después de su violación, que ella estaba
maesta (triste). El lugar del dolor de Lucrecia está ausente. Sin palabras sobre su
experiencia en ese momento y sin ese momento, Lucrecia es materia muerta: no siente, no
piensa, no percibe. Presente está la castidad de Lucrecia, pero no Lucrecia. Tito Livio o la
convención, no importa cuál sea, crea la violación como un evento masculino e imperial.
La violación consiste en la acción masculina y el espacio femenino, el ejercicio de la fuerza
y la castidad.

Después, y sólo después de la violación, Lucrecia habla y actúa como Virginia no lo


hace. Donaldson ve el acto de Lucrecia como un sacrificio de sí mismo, contrastando con el
sacrificio de Bruto de sus sentimientos y sus hijos (1982: 12). Bruto logra la libertad
política, Lucrecia la libertad personal (8). Higonnet se centra en el discurso de Lucrecia
como texto explicativo del suicidio (1986: 69). Sostiene que el uso del lenguaje por parte de
Lucrecia es «revolucionario» porque contrapone sus propias construcciones verbales a las
de Colatino, que la convierten en un alarde verbal y un objeto sexual (75). Con Donaldson
(1982: 103 y ss.), ella ve el énfasis en el papel de Bruto como la «domesticación masculina
de un caso heroico esencialmente revolucionario de suicidio femenino».
Esto supone que podemos volver a algún origen donde las mujeres ocuparon algún otro
rol y se ha perdido la producción masculina de origen. Los sacrificios de Bruto y Lucrecia
son «radicalmente diferentes», pero no por las razones señaladas por Donaldson (12). Las
palabras y acciones de Bruto traen un orden político en el que los hombres, como él,
pueden actuar; su sacrificio conserva ese orden. Las acciones de Lucrecia devienen en su
propia erradicación. Ella es sacrificada para que los hombres de su clase puedan ganar su
libertad, su habilidad para actuar. Su lenguaje mata nada menos que sus acciones: como las
sabinas, ella «lo pide». Juntas, palabras y acciones, dan un ejemplo para el control de la
actividad sexual femenina; en otras palabras, funda un orden en el que sus descendientes
femeninas sólo pueden encauzar su propia destrucción. Al igual que con Rea Silvia, las
sabinas, Tarpeya, Horacia y Virginia, la liberación de los hombres y los avances políticos
requieren el sacrificio de la Mujer.

Además, tanto las palabras de Lucrecia como su acto silencian cualquier diferencia que
perturbe los límites estructurales de un orden patriarcal ideal. Me cuesta ver el discurso de
Lucrecia (que le dio el historiador masculino, hay que subrayarlo) como revolucionario,
cuando se la hace hablar y actuar con la absoluta y objetiva cualidad de la castidad y ella
misma como un espacio invadido. Sucio, está sucio: «ninguna mujer impía vivirá con
Lucrecia como precedente». Ver u oír cualquier otra cosa haría a Lucrecia anómala —
inocente pero penetrada— y viva. El patriarcado en los buenos tiempos de Tito Livio
aparentemente no puede tolerar un tema cuyo discurso evocaría el desorden de la anomalía;
depende del silencio de la mujer, o como mucho del discurso que enuncia el papel que los
hombres le asignan (nótese Theweleit 1987: 123; Gilbert y Gubar 1979: 14).

El análisis de Theweleit del «modo de producción del lenguaje de (sus) escritores» es


instructivo. Los autores de Freikoprs emplean las posturas de descripción, narración,
representación y argumento «sólo como cáscaras vacías» (1987: 215). Más bien, su proceso
lingüístico es uno de transmutación. Los eventos representados sirven a una idea
preconcebida que no se describe directamente. La «representación ideada» se imprime en la
realidad percibida y la devora (87). Mientras que todo proceso lingüístico «adapta y
transforma la realidad» (215), los autores de Freikorps amortiguan lo que describen. El
suyo es un «lenguaje de ocupación: actúa de forma imperial contra cualquier forma de vida
en movimiento independiente» (215). La vida que atrae especialmente la embestida es el
«movimiento vivo de las mujeres» y el complejo de sentimientos y experiencias sexuales y
emocionales, asociados con las mujeres.

El empuje de la narrativa de Tito Livio mata, pero con ciertos efectos. Las mujeres
mueren y los hombres cobran vida. Las mujeres como presencia desaparecen de la narrativa
y dejan el escenario de la historia a los hombres que luchan entre sí, ganan guerras y
construyen un imperio que, por supuesto, significa hacer que otras mujeres y hombres estén
físicamente muertos en la conquista o socialmente muertos en la esclavitud. Lucrecia y
Virginia soportan y son apartadas de la escena por las actividades del conquistador:
violación, muerte, esclavitud. En efecto, Tito Livio construye los orígenes de Roma y su
historia con lo que ahoga el presente imperial.

Donde parece que las mujeres de Tito Livio mueren con el resultado de que los hombres
que hacen el Imperio cobran vida, esta operación de la narrativa oculta la muerte de los
hombres que construyen la sociedad imperial. La disciplina requiere cuerpos insensibles al
deseo. Bruto sostiene en alto el cuchillo ensangrentado extraído del cuerpo de Lucrecia y
jura el derrocamiento de la tiranía. Evoca la imagen más reciente de su descendiente amado
por César y uno de sus asesinos. Tito Livio parece simplemente haber reemplazado un
cadáver por otro; el cadáver de Lucrecia esconde otro, no del pasado sino del emergente
orden imperial de Augusto: Cayo Julio César,12 un hombre que no controlaba ni su
ambición ni sus deseos corporales.

Epílogo: la actualidad, la historia y el cuerpo de la mujer

La historia de Lucrecia, dice Donaldson, ha desaparecido del conocimiento popular no


por «desaprobación moral, sino por negligencia: la explicación está en el declive moderno
del conocimiento clásico y la educación clásica» (1982: 168). Estamos demasiado lejos de
la antigua Roma y del siglo XVIII que encontró sentido en sus virtudes. En cambio,
«celebramos a los 'héroes' del campo deportivo y el mundo del entretenimiento más
fácilmente que a los héroes del campo de batalla y del lecho de muerte; las palabras están
desprovistas de su sentido moral».

12
Nota del traductor: En latín, Gaius Iulius Caesar.
No puedo compartir la percepción de Donaldson de la distancia y la diferencia. La
noticia, esa materia prima de la historia política, parece pertenecer al «mundo del
entretenimiento»: la ficción y la realidad se funden, funcionando con las mismas imágenes.
A través de ellas se hacen eco de las mujeres y las relaciones de género en las historias de
Tito Livio sobre la Roma temprana, sus narrativas de los orígenes construidos en la
aprehensión de la decadencia y el declive. Las audiencias Irán-Contra se deslizan en el aire
de la telenovela. Los casos de Bernhard Goetz y Baby M se convierten en noticias y
películas para televisión. En el periódico, el sexo extramatrimonial le costó a un político la
oportunidad de llegar a la presidencia; en el cine, casi le cuesta a un hombre su familia y su
vida. En las películas de Rambo y en Atracción fatal, «la palabra del entretenimiento» nos
ofrece héroes del campo de batalla y del lecho de muerte (más precisamente, muerte y
cama). Diariamente, imágenes de la mujer como espacio y vacío cruzan la pantalla de mi
televisor. A menudo, las noticias parecen escritas en cuerpos de mujeres; al menos, ella está
ahí, una parte del paisaje de lo que se convierte en historia.

Este no es un paisaje romano. Las mujeres pertenecen a narrativas aparentemente


diferentes: rehenes, no mujeres violadas, acción catalizada en la Casa Blanca de Reagan.
Las mujeres no son asesinadas en las narrativas políticas actuales, sin embargo, historias
aparentemente diferentes ofrecen palabras inundadas de «sentido moral», instando
implícitamente el comportamiento corporal correcto, generalmente las prácticas de
autocontrol: «Simplemente di no». Estas historias también requieren los cuerpos de
mujeres, muertas por su silencio y su asignación a un lugar de espera en las historias de
hombres. Y cuando estas mujeres hablan, enuncian este lugar o su placer como materia
inanimada, como una muñeca Barbie disponible para la compra.

El «declive del conocimiento clásico» no ha significado la desaparición de estos rasgos


de las ficciones romanas, por desconocidas que sean las narrativas específicas. El
amortiguamiento o silenciamiento de la Mujer perpetúa las ficciones y la historia de los
cuerpos políticos, femeninos y masculinos. Desde el siglo XVIII, cuando algunos
celebraron la historia de Lucrecia, la mercancía había tomado el lugar del honor en los
sistemas de valores, ya que un orden burgués reemplazó a otro aristocrático, pero las
imágenes de la Mujer han seguido el desplazamiento. «Su imagen vende sus productos»
(Pfohl, 1990: 223-24); también «vende» la historia de Tito Livio.

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