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Diez Ripolles Jose Luis - La Racionalidad de Las Leyes Penales
Diez Ripolles Jose Luis - La Racionalidad de Las Leyes Penales
I T O R I A L T R O T T
C O L E C C I Ó N ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Oerecho
ISBN: 84-8164-615-6
Depósito Legal: M-25.523-2003
Impresión
Marfa Impresión, S.L.
ÍNDICE
Presentación 11
Capítulo I. INTRODUCCIÓN 13
1. Apunte metodológico 17
2. Las fases del proceder legislativo 18
3. La fase prelegislativa 20
3.1. Una acreditada disfunción social 20
3.2. Un malestar social. La preocupación y el miedo al delito 23
3.3. Una opinión pública. Los medios de comunicación 27
3.4. Un programa de acción 30
3.4.1. Los grupos de presión expertos 30
3.4.2. La desconsideración de la pericia 34
3.4.2.1. Los grupos de presión mediáticos 34
3.4.2.2. El protagonismo de la plebe 36
3.4.3. Los programas de acción técnicos 41
3.5. Un proyecto o proposición de ley. Las burocracias 42
4. La fase legislativa 50
4.1. Una iniciativa legislativa. El predominio gubernamental 51
4.2. Una deliberación. La relevancia de la ponencia 53
4.3. Una aprobación. La mayoría cualificada penal 56
4.4. La intervención del Senado 57
5. La fase postlegislativa 58
5.1. La activación de un interés. La preocupación por las con-
secuencias 58
5.2. La evaluación. Sus presupuestos 62
5.3. La transmisión de resultados 64
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Capítulo I
INTRODUCCIÓN
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una idea según la cual no todas las tradiciones jurídicas han procedido
al mismo grado de abandono de la antes llamada ciencia de la legisla-
ción, que habría sido especialmente acusado en ¡a tradición jurídica
continental a diferencia del derecho común anglosajón'.
En el contexto del derecho penal la necesidad de reorientar nues-
tra atención hacia la legislación es especialmente urgente: Ante todo
porque, como he tenido ocasión de describir en otros lugares'', la ley
penal ha acumulado recientemente unas funciones sociales significa-
tivamente distintas a las que le eran tradicionales, entre las que se
pueden citar la asunción por el código penal, a falta de mejores
alternativas, del papel de código moral de la sociedad, su protagonis-
mo en la progresiva juridificación de cualesquiera conflictos o dile-
mas valorativos sociales, o su utilización con fines meramente simbó-
licos. En segundo lugar, y en estrecha relación con lo anterior, por la
intensa implicación de la ciudadanía, directamente o mediante los
medios de comunicación, en los debates sobre la configuración de la
mayor parte de las leyes penales: sin ignorar la positiva consecuencia
de reforzamiento de la sociedad democrática que ese fenómeno po-
see, trasluce igualmente una progresiva desconfianza de la opinión
pública y la sociedad en general en los cuerpos expertos de la justicia;
tendremos ocasión de ver la trascendencia que ello posee. En tercer
lugar, por qué no decirlo, más de cien años de rigurosa profundiza-
ción en los criterios que deben regir la exigencia de responsabilidad
penal ante los tribunales han permitido alcanzar el nivel del escolas-
ticismo, esto es, aquel en el que los nuevos y a veces refinados pro-
gresos conceptuales no rinden una mínima utilidad en la aplicación
judicial; en desconcertante contraposición, el campo de la creación
de las leyes que luego se han de interpretar se ha permitido que
quedara en manos de la improvisación y el oportunismo social y
político.
El objetivo inmediato residiría en poner a punto un modelo de
legislación que, entendiendo a ésta como un proceso de decisión, la
aproxime lo más posible a la teoría de la decisión racionaF. Se han
ofertado diversos modelos de legislación racional en la doctrina jurí-
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INTRODUCCIÓN
6. Véase Atienza, 27-28, 57-58, 64-71, quien cita respecto a lo aludido en texto
a Noli, Wroblewsky y, en especial, Losano. Se basan en el modelo de Atienza, entre
otros, Calsamiglia, 162, 174, si bien lamentando el estado embrionario de los modelos
existentes, y la mayor parte de los autores participantes en la obra colectiva editada
por Carbonell-Pedroza de la Llave (coords.), en especial Marcilla Córdoba y Aguiló
Regla.
Descartamos, en consecuencia, otros modelos que estimo menos elaborados,
como los de Floerecke, 68-73; Hassemer-Steinert-Treiber, 13-14; Amelung, 1980, 24-
32; Zapatero Gómez, 785-788, u Oses Abando, 284.
7. Zapatero Gómez, 777-785, por el contrario, estima principales objetivos del
fomento de los estudios de legislación el resaltar la primacía de la ley en el operar jurídi-
co y la revalorización de la interpretación subjetiva de la ley. A su vez, Cuerda Riezu,
1991, 77-97, 115-116, con acertadas referencias a la relevancia de la interpretación
subjetiva, parece vincular la urgencia de emprender estudios sobre la legislación penal a
la obtención de una dogmática con mayor capacidad de análisis del derecho vigente. A
mi juicio, si el primer objetivo de Zapatero trasciende a una teoría de la legislación, el
segundo objetivo de Zapatero y el que, en estrecha conexión con éste, asume Cuerda
implican implícitamente renunciar a la creación de una legislación racional y conformarse
con un análisis descriptivo de ésta.
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Capítulo II
1. Apunte metodológico
1. Véase, por ejemplo, Atienza, 27 ss., con una actitud que ha sido seguida por
la gran mayoría de los que se han ocupado recientemente de la ciencia de la legisla-
ción. Véase una actitud más próxima a la aquí defendida en Amelung, 1980, 47.
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2. Véase, en este mismo capítulo, apartado 3.4.3. Sin consideración, sin embar-
go, queda la dinámica ocasionada por leyes penales que traen causa de decisiones
provenientes de la Unión Europea o convenios internacionales, supuesto cada vez más
frecuente, pero que estimo exige un modelo específico, que atienda debidamente a la
dinámica supranacional; modelo, por lo demás, urgente, dados los importantes défi-
cits de racionalidad que tales iniciativas legislativas suelen comportar en el ámbito
políticocriminal.
3. Véanse Atienza, 68-71; Rodríguez Mondragón, 85-89; Soto Navarro, 193-
195, por más que esta autora sustituye el término «legislativa» por «parlamentaria»,
decisión que no comparto, pues deja fuera supuestos de legislación directa, sin inter-
mediación del parlamento, por iniciativa popular, posible en ciertos ordenamientos.
Una estructura distinta, aunque cercana, en Zapatero Gómez, 785-788. El modelo de
Floerecke, 68-73, sin embargo, no idenrifica debidamente las tres fases del proceder
legislativo, mezcla inadecuadamente la última etapa de la fase prelegislativa con la
fase legislativa, y no diferencia los elementos operacionales de los prescriptivos.
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3. La fase prelegislatwa
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Para lograr tal éxito ese agente social deberá aportar datos, reales
o ficticios, que permitan sentar las bases de una discusión al respecto,
y estar además en condiciones de suscitar esa discusión en ámbitos
comunicacionales relevantes en la sociedad. Por lo demás, el plantea-
miento de esa disfunción social se mueve todavía en un apreciable
nivel de indefinición^^, de ahí que no se pueda hablar aún de un
problema social, lo que exigiría una delimitación conceptual y una
involucración emocional de la ciudadanía, que todavía no se han
alcanzado".
Los agentes sociales que pueden poner en marcha el proceso son
muy plurales: Pueden ser fuerzas políticas, sociales o económicas
institucionalizadas, eomo el gobierno, los partidos políticos, sindica-
tos, asociaciones empresariales, corporativas o profesionales, confe-
siones religiosas oficiales o semioficiales... También grupos sociales
organizados pero no institucionalizados*'', como asociaciones medio-
ambientales, feministas, pacifistas, religiosas, culturales, científicas,
de opinión, de víctimas o de impulso de cualesquiera intereses. O
personas aisladas como ensayistas, científicos, víctimas prominen-
tes.... Y desde luego los propios medios de comunicación. El único
requisito exigido es que sean capaces de aportar credibilidad a sus
apreciaciones en el sentido antes indicado.
La disfunción social puede ser, en sus presupuestos fácticos, real
o aparente, cualidad esta última de la que los agentes sociales activa-
dores del proceso pueden no ser conscientes, serlo o justamente estar
movidos por la intención de hacer pasar por real una disfunción
aparente. La frecuencia con que en el ámbito políticocriminal se
trabaja con disfunciones sociales aparentes, esto es, con representa-
ciones de la realidad social desacreditadas por los datos empírico-
sociales, no debería subestimarse'^.
12. Aunque no tanta como para que resulte incapaz de suscitar la discusión so-
cial.
13. Estos dos rasgos varían en los supuestos de legislación muy técnica, como
tendremos ocasión de ver.
14. Prefiero esta terminología a la de «emprendedores morales», últimamente tan
en boga, pero que conlleva implícitamente una actitud prejuiciosa frente a ciertos
grupos sociales de presión a favor de otros. Sobre su origen, véanse Hassemer-Steinert-
Treiber, 24.
15. Schneider, 793, 794-797 aporta entre otros interesantes ejemplos históricos
de disfunciones sociales reales que dieron lugar a significativas modificaciones legisla-
tivas penales las diferentes fases en la punición del vagabundeo que tuvieron lugar en la
Baja Edad Media y en la Edad Moderna inglesas, estudiadas por Chambliss en 1964, o
el surgimiento del delito de apropiación indebida en la Inglaterra del siglo xvill, anali-
zado por Hall en 1952. Como caso de disfunción social aparente, especialmente útil
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18. Véase un interesante análisis de los intereses que realmente pueden impulsar
a los poderes y fuerzas políticos en Edelman, ibid. También Floerecke, 70.
19. Por si fuera poco, cada una de estas magnitudes puede, a su vez, adquirir
configuraciones distintas según vaya referida a uno mismo o a terceras personas. Véan-
se sobre estos problemas conceptuales y metodológicos, entre otros, Hale, 84-94; Sko-
gan, 131-139; Bilsky, 315-318; KiUias, 399-400, 415-417.
20. De todas formas, la confusión conceptual y metodológica aludida hace que
no siempre puedan diferenciarse adecuadamente los resultados relativos a cada una de
las ideas o magnitudes aludidas. Véase un ejemplo claro de la confusión de planos en
Ruidíaz García, 1977, 12-18, 25, 32, 59-60.
A los problemas anteriores se añade uno más, el de que las investigaciones crimi-
nológicas se han centrado en el delito callejero o residencial, dejando fuera de conside-
ración los delitos contra bienes jurídicos colectivos, así como buena parte de los refe-
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46. Esa influencia puede haber sido acreditada en el pasado mediante la confir-
mación de sus puntos de vista en sondeos o encuestas de opinión, o en votaciones en el
marco de la democracia representativa.
47. Este concepto de opinión pública se mueve en un plano descriptivo u opera-
cional, como todo este capítulo. En ese contexto creo que resulta difícil encontrar hoy
en día orientaciones sociológicas que nieguen la descripción de la opinión pública
como una opinión experta, debido a la mediación, sobre todo, de los medios de comu-
nicación. Hasta un autor que podría pensarse que está en las antípodas de tal plantea-
miento, como Habermas, 1994, 435-462, creo que comparte, descriptivamente, este
punto de vista. Cosa distinta es la fundamentación de por qué la opinión pública así
concebida debe además corresponder realmente con las opiniones reales ampliamente
mayoritarias de la sociedad y haber sido obtenida mediante un procedimiento delibe-
rativo; eso es un problema prescriptivo, que debe analizarse en otro lugar. Sobre los
diversos conceptos de opinión pública, véanse Zimmerling, 97 ss., quien opta abierta-
mente por degradar el concepto, dada su ambigüedad y manipulabilidad; Soto Nava-
rro, 111-126, quien realiza una acertada síntesis de las diversas teorías contemporá-
neas de la opinión pública; Toharia, 60-70, más abierto a una consideración no experta
déla opinión pública, al menos en cuestiones generales, pero sin poder dejar de reco-
nocer la influencia determinante de los medios de comunicación.
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62. Sin que ello suponga ignorar también su omnipresencia en ciertos grupos de
presión expertos. Véanse también reflexiones en la misma línea en Cuerda Riezu,
2001, 205-207.
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63. Sobre los grupos de víctimas, su contexto y relevancia, véase Garland, 11,
121, 159, 164 y notas respectivas.
64. El uso del término «plebe» conlleva un contenido peyorativo del que soy
consciente, y que quizás no resulta tan marcado si empleara el término «vulgo», más
conocido en el ámbito del derecho. Creo, sin embargo, que la evolución de este agente
social justifica tal término; evitaré de todos modos el adjetivo «plebeyo», que posee
otras connotaciones semánticas, y lo sustituiré por el de «populista». En cualquier caso
es improcedente hablar de pueblo o ciudadanía, si por ello se entienden colectivos
accesibles al razonamiento experto. En Estados Unidos se habla de populace, que se
podría traducir, con una significación aún más peyorativa, como «populacho». Véase,
entre otros, Rubín, 1999, 1 ss.
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65. Los cuales no suelen valorar igual, salvo excepciones, una iniciativa inter-
puesta directamente por los medios o por la plebe.
66. Véase una interesante caracterización de los grupos de víctimas en Rubin,
1999, 15-20.
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69. De todos modos, una ilustrativa visión del grado en que han cambiado las
cosas en Europa en los últimos veinte años nos la ofrecen las descripciones que Hasse-
mer-Steinert-Treiber, 25-30, y Amelung, 1980, 50-54, 58-63, hacen, en 1978 y 1980
respectivamente, de cómo se materializaba la política criminal alemana en esos mo-
mentos: predominio casi absoluto de los juristas, ausencia de interés en los medios por
la política criminal, actitud de freno de los grupos de presión y las burocracias minis-
teriales a incrementos de criminalización, inexistencia de grupos de presión de afecta-
dos... —hasta el punto de que algunos juristas se sentían en la obligación de defender
los intereses de esos grupos sin voz—. No creo equivocarme si afirmo que hoy en día
harían una descripción muy distinta de la situación. Véanse ya algunas insinuaciones
en Hassemer-Steinert-Treiber, 61-62. Recientemente, confirma la pérdida de influen-
cia experta en la labor legislativa penal alemana Vogel, 250-252.
70. Un problema de mucho mayor calado, que supera ampliamente el objeto de
este trabajo, pero que no debería olvidarse en ningún momento, es el grado en que, de
manera general, el modo y los resultados de la actividad científicosocial han dado
lugar a que en la sociedad moderna se haya generado tanta desconfianza hacia las
propuestas expertas y una revalorización de las aproximaciones vulgares a los proble-
mas sociales. Véase, sobre el cuestionamiento del modo de operar científico y de su
credibilidad en la sociedad moderna, Beck, 203-235.
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hay notables diferencias entre esto último y los dos fenómenos ana-
lizados en los párrafos precedentes: la conversión de la opinión pú-
blica o de la plebe en agentes creadores de programas sociales se
hace directamente a costa de renunciar implícita —opinión pública—
o explícitamente —plebe— a ulteriores niveles de racionalidad, de
restringir el espectro de actores sociales intervinientes en la consecu-
ción de la racionalidad legislativa, con el añadido de otorgar en me-
nor o mayor medida un protagonismo exagerado a alguno de ellos, y
de bloquear directamente, en el caso de la plebe representada por
grupos de víctimas, el acceso a contenidos racionales en cuanto no se
satisfagan ciertas condiciones emocionales.
Resulta, por consiguiente, urgente devenir conscientes del pro-
blema y estudiar sus contornos, grado de desarrollo, causas y medios
para contrarrestarlo'^'. Algunos autores que trabajan en países que
padecen plenamente el fenómeno desde algún tiempo han identifi-
cado ya una serie de factores sociales que fomentan el predominio
de programas de acción no expertos, y que serían variables indepen-
dientes del incremento en las tasas de la criminalidad, así como del
aumento de la preocupación por la criminalidad o del miedo al
delito^^.
El primero sería el consenso social sobre las medidas a tomar:
cuanto mayor sea, más se potencia la demanda de éstas y más rápida-
mente se atiende, lo que sucede, desde luego, sin guardar relación
con la racionalidad de las medidas solicitadas. Diferencias de opinión
en el ámbito no experto respecto a cómo actuar han originado en
ciertas épocas de alta criminalidad una paradójica ausencia de de-
mandas legislativas populares. El segundo atendería a la confianza en
la efectividad de las actuaciones de los poderes públicos: cuanto más
se crea en su capacidad de influir en la realidad social, mayor presión
no experta se ejercerá para que la pongan en práctica. La paradoja
consecuente es que, al ser esa confianza mayor en periodos de des-
censo de la criminalidad, será en ellos en los que esa presión no
experta sea mayor. El tercero se referiría a la ausencia de preocupa-
ciones sociales más importantes: cuantos menos temas sociales can-
dentes existan, más prioridad tendrán para la opinión pública y la
71. Véanse también, entre otros, Zimring-Hawkins-Kamin, 159 ss.; Garland, li-
15, 20, 133-134, 142-143, 145-146, 150-151, 171-173; Rubín, 1999, 4-5, 13;
Floerecke, 356. Una visión distinta, aunque en un contexto no directamente político-
criminal, en Beck, 240 ss.
72. Véanse para lo que sigue Zimring-Hawkins-Kamin, 159-168, 178-180, a par-
tir de la experiencia californiana.
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73. Eso tiene una vertiente, ligada a la estructura política, interesante: en Estados
Unidos la localización de la mayoría de las competencias penales en los estados federa-
dos potencia este efecto en su ámbito competencial, ya que los estados federados tie-
nen una agenda política mucho más reducida que la del gobierno federal. El hecho
debería hacernos cautos en España y Europa frente a las tendencias a dar más compe-
tencias cercanas a las penales a las autonomías, o frente a un apresurado traspaso de las
materias penales a una Unión Europea con una agenda política aún no suficientemente
cargada.
74. Zimring-Hawkins-Kamin, 167-168, estiman, por el contrario, que esta ac-
titud lo que hace es debilitar el efecto del último de los cuatro factores por ellos
aludidos.
75. Sobre la caracterización de los asuntos capaces de suscitar mayor atención
pública, véase supra apartado 3.1.
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76. Los delitos violentos tropiezan al menos con tres dificultades para pasar des-
apercibidos: son conductas que generan inmediata preocupación social dada su estre-
cha vinculación a los principios básicos de la convivencia, son objeto cotidiano de
atención de los medios, y carecen de un grupo experto con la suficiente competencia
socialmente atribuida como para encomendar a él la resolución del problema. Véase
un análisis cercano, aunque no equivalente, en Zimring-Hawkins, 1997, 197-199.
77. Habría que matizar, pufes, la afirmación de Atienza, 68-70, ciertamente muy
contenida, sobre la inexistencia de una fase prelegislativa en algunas leyes.
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78. Esta proyección sobre la fase legislativa hace que algunos autores incorporen
esta etapa ya a la fase legislativa, algo que, sin embargo, creo que no da debida cuenta
de su realidad. Así, en el sentido aquí propuesto, Schneider, 793; Soto Navarro, 193-
194; Zapatero Gómez, 786-787, dentro de su modelo. En sentido contrario, Atienza,
68-70; en la práctica, también Floerecke, 347 ss.
79. Hassemer-Steinert-Treiber, 12-17, y Amelung, 1980, 62-63, se refieren a di-
versas investigaciones que prueban el contenido también político de su actuar, la ma-
yor importancia que finalmente terminan teniendo los niveles inferiores de una buro-
cracia frente a sus niveles superiores, y las consecuencias materiales que derivan de su
modo de distribuirse el trabajo.
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80. Ni de sus electores ni de los partidos políticos bajo cuyo amparo han concu-
rrido a las urnas, como ha ratificado reiteradamente nuestro Tribunal Constitucional.
81. Por ejemplo, mediante exigencia de escriros de renuncia en blanco, hstas
cerradas en las elecciones al Congreso, pactos para no admitir tránsfugas, etc.
82. Véase un análisis en la línea precedente en Cano Bueso, 208-209; López
Garrido-Subirats, 45-46; Soto Navarro, 158-161. En un sentido más genérico, Beck,
242-243.
83. Algo que tiene su reflejo en las concepciones sociales: si en 1982 el 48% de
los españoles según una encuesta del CIS pensaba que las leyes las hacían las Cortes, y
el 28% pensaba que eran cosa del Gobierno, en 1987 el 39% daba el protagonismo a
las Cortes mientras que el 4 3 % se lo daba al Gobierno. Véase Ruidíaz, 1994, 229.
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4. La fase legislativa
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105. Véanse López Garrido-Subirats, 36-39, 46-48; Cuerda Riezu, 78, 80; Soto
Navarro, 163-164.
106. A salvo las proposiciones de ley del Senado, que no precisan de este trámite.
Véanse artículos 125 y 126 del Reglamento del Congreso de los Diputados.
107. Véanse López Garrido-Subirats, 42-43; vvfww.congreso.es.
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108. Las tres proposiciones de ley del cuerpo electoral presentadas en la legislatu-
ra 1982-1986 no llegaron siquiera a ser sometidas a consideración por el pleno, al ser
descartadas ya por la mesa de la cámara por no cumplir los requisitos legalmente
establecidos, a tenor del artículo 127 del Reglamento del Congreso. Véanse Cano
Bueso, 211-212; López Garrido-Subirats, 40-41.
109. Véase artículo 127 del Jleglamento del Congreso de los Diputados. Véanse
también López Garrido-Subirats, 40-41; Soto Navarro, 164-168, 175.
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n o . Véanse artículos 110.3 y 1 del Reglamento del Congreso. Véanse López Ga-
rrido-Subirats, 46.
111. Con un impacto comunicativo igual, o incluso mayor, que el de las proposi-
ciones de ley presentadas por minorías parlamentarias —véase supra—. Véanse tam-
bién Cano Bueso, 213-215; Soto Navarro, 168-169.
112. Véase también Soto Navarro, 169-170.
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122. Proponen reformas que hagan más operativas las comisiones y la ponencia
Duran-Redondo, 239, 258, 263-264, con especial referencia a la inconveniencia de
que, en virtud del artículo 64.1 del Reglamento del Congreso, estén autorizados a
asistir los medios de comunicación.
123. Si en la legislatura 1982-1986 hubo 564 sesiones, éstas casi se habían duplica-
do en la legislatura 1996-2000. A su vez, el tiempo empleado fue de 2.158 horas en la
legislatura 1982-1986, frente a las 3.584 horas de la legislatura 1996-2000. wvifw.con-
greso.es.
124. De forma que los niveles de actividad en comisiones se muestran espe-
cialmente altos en las legislaturas sin mayoría absoluta que van de 1989 a 2000.
vvwrw.congreso.es. Floerecke, 348, 350-351, establece en Alemania una relación inver-
sa entre el grado de politización de la iniciativa legislativa y la actividad de las comisio-
nes, expresando así que una ley muy cuestionada se resuelve en las cúpulas de los
partidos minimizando la actividad deliberativa.
125. Una vez entregado el dictamen de la comisión a la presidencia de la cámara y
haber procedido ésta a elevarlo al pleno junto con los votos particulares y enmiendas
que los grupos parlamentarios quieren defender.
126. Véanse López Garrido-Subirats, 44.
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5. La fase postlegislativa
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136. Véanse algunas referencias sobre la situación en otros países de nuestro en-
torno en Oses Abando, 285, 288.
137. Algo que en España en el campo políticocriminal sólo en tiempos recientes ha
empezado a apreciarse, y de forma esporádica: aspectos jurídicopenales del plan na-
cional de drogas, plan nacional de malos tratos domésticos o plan policía 2000...
Véanse Barberet, 116-117; Larrauri Pijoan, 2001, 105; Stangeland, 1998, 211.
138. Véase este problema, con algunos ejemplos, en Barberet, 110.
139. Véase sobre estos conceptos Diez RipoUés, 2001, 16-20. Parece apuntar a la
inevaluabilidad en general de la legislación simbólica Barberet, 110; no así Larrauri
Pijoan, 2001, 99-100. Ya me manifesté en general a favor de su evaluabilidad, en
Cerezo Domínguez, 135-136.
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148. El Plan nacional de drogas desde los años ochenta marcó una inflexión al
respecto, que benefició a ciertos estudios sobre !a delincuencia, y otros planes, como el
de violencia doméstica, han seguido en menor medida su estela.
149. Sin perjuicio de partidas genéricas destinadas a estudios o informes.
150. Sin que se puedan equiparar las primeras, mucho más desarrolladas, a las
segundas, ni ignorar las novedades que se están intentando introducir en la recogida
cuantitativa de los datos judiciales.
151. Véanse, entre otros, Barberet, 115-116; Stangeland, 1995, 803 ss.; 2001, 16-
18, 21-22 y, en general, las contribuciones del übro colectivo Diez Ripollés-Cerezo
Domínguez (eds.), passim.
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vias sobre los parámetros sociales sobre los que quiere incidir la ley,
que permitirían comparaciones precisas con los efectos actualmente
producidos; esta carencia se refleja especialmente en el carácter for-
mal o superficial con el que se satisfacen las exigencias legales sobre
necesidad, oportunidad y coste de la ley en la última etapa prelegis-
lativa y en la fase legislativa'^^, y en el carácter retórico y, por lo
general, meramente descriptivo de los contenidos de la norma, pro-
pio de las exposiciones de motivos; mucho menos se procede a la
realización de estudios piloto que permitieran prever la corrección
de las medidas legales consideradas, algo que, si bien pudiera plan-
tear problemas en leyes creadoras de delitos o penas, es aproblemá-
tico y útil en reformas sobre ejecución de penas'-^^.
Tampoco se pueden ignorar los déficits de experimentalidad in-
herentes al carácter penal de la decisión legislativa, que impedirá
regularmente la realización de experimentos propiamente dichos,
esto es, aquellos en los que se contraponen un grupo experimental y
otro de control, dado que tropezarán con diversos principios como el
de legalidad o proporcionalidad, debiéndose concentrar en la realiza-
ción de cuasiexperimentos a partir de series cronológicas de medi-
das""*. Y presentes han de tenerse igualmente los sesgos inherentes a
ciertas evaluaciones, como aquellas que no pretenden ser expertas, al
ser impulsadas por agentes sociales interesados en destacar aspectos
llamativos para la opinión pública, o que tienen conclusiones prefija-
das, debido a su integración en estrategias políticas o de grupos de
presión, o que renuncian a incluir componentes participativos, como
la visión de los afectados o de las instituciones encargadas de la
aplicación de la norma'^^.
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LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL
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Capítulo III
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11. Véanse Prieto Sanchis, 32-44, 52-66; Hierro, 296, 299-304; Ferrajoli, 914-
922. Desde una perspectiva autopoiética, Luhmann, 235-238.
12. Véanse Calsamiglia, 162-167; Cuerda Riezu, 1991, 77; Marcilla Córdoba,
98-100; Vogel, 249; Zapatero Gómez, 769-770.
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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
recho social, que es además testigo del desarrollo de la teoría del bien
jurídico como barrera frente a los abusos de un eventual renacimien-
to del positivismo voluntarista, cuestiona el status de una legislación
penal que no se ve como factor de transformación social. Distinto
es el caso del Estado de derecho constitucional: aunque ciertamente
los preceptos constitucionales que tienen que ver con los principios
de exigencia de responsabilidad y de legitimidad de la sanción se
conforman con reforzar jerárquicamente contenidos normativos ya
asentados en el derecho penal'^, surgen fuertes tendencias a limitar
los objetos de tutela del código a aquellos cuya valía tenga un
explícito o implícito reconocimiento constitucional, así como a so-
meterlos a ponderación con principios y valores constitucionales,
todo lo cual tiene inmediatas repercusiones en el proceder legislativo
y en la interpretación legal'"". A su vez, las exigencias de la sociedad
del riesgo obligan a la ley penal a prestar atención a nuevos objetos
de tutela colectivos, lo que fomenta sin duda una legislación mucho
más imprecisa, con abundancia de tipos de peligro y frecuente uso
de la técnica de la ley penal en blanco'^.
Por lo que se refiere a las transformaciones en las fuentes de
creación del derecho, los efectos sobre la legislación penal son clara-
mente menores que en otros sectores del ordenamiento jurídico. En
este sentido resultan decisivos el respeto de las competencias penales
nacionales por la legislación comunitaria, la competencia exclusiva
del Estado en materia penal en el nivel nacional y la indiscutida
vigencia del principio de legalidad penal, reforzado por su apoyo
constitucional y por una práctica parlamentaria que decide emplear
la ley orgánica para legislar penalmente. No se puede olvidar, sin
embargo, que no cesan de llegar instrumentos comunitarios de rango
medio que obligan al legislador a acomodar el código penal a ciertas
decisiones de órganos no legislativos de la Unión'* y que la legisla-
ción autonómica repercute indirectamente en los contenidos penales
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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL
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24. Frente a la relación jerárquica que fue habitual durante mucho tiempo, en la
que la jurisdicción se limitaba a aplicar deductivamente la ley.
25. Junto con la actividad contractual privada, que ahora vamos a dejar fuera de
consideración.
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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL
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33. Concepto que estima más amplio que la cultura de los expertos jurídicos, y a
la que considera en condiciones de someter a discusión pública las decisiones judicia-
les.
También estima Habermas que las crecientes funciones directivas de la administra-
ción le llevan en ocasiones a realizar discursos fundamentadores o aplicadores del
derecho, además de los suyos propios meramente ejecutores, y en tales casos su legiti-
mación precisa, además de los controles parlamentarios y judiciales, los derivados de
la intervención directa o representada de los afectados. Véase sobre todo lo anterior
Habermas, 1994, 285-291, 317-324, 340-348, 528-533.
34. Véase Atienza, 60-61, 74-91, 95-100. En un sentido semejante, Marcilla
Córdoba, 100-106, con ulteriores referencias doctrinales. Véanse también, entre otros.
Hierro, 295, 306-307; Zapatero Gómez, 777-783; Calsamiglia, 169-178; Cuerda Rie-
zu, 1991, 80-81.
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42. Habermas considera que también bajo el paradigma del Estado de derecho
liberal se altera la división de poderes, en la medida en que tales tribunales se ven
obligados a acudir a legitimaciones externas.
43. Critica Habermas también que el punto de partida de la argumentación jurí-
dicoconstitucional sean unos preceptos tan abstractos y cargados ideológicamente
como los derechos fundamentales, en lugar de normas aisladas y concretas.
44. Aun cuando Habermas se lamenta de que no se haya valorado con el suficien-
te detenimiento la alternativa de crear una segunda instancia legislativa.
45. Véase Habermas, 1994, 294-348, 528-533.
46. Como es sabido, un programa condicional se distingue de un programa final
en que en el primero se fijan las condiciones necesarias para producir ciertos efectos,
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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL
de manera que si se dan aquéllas deben producirse éstos, mientras que en el segundo se
identifican los efectos que se quieren producir y se acepta una relativamente amplia e
imprecisa variedad de acciones mediante las que se puedan lograr aquéllos. Así, los
primeros se estructuran en torno a las condiciones, y los segundos en torno a las metas.
Véase una síntesis de la concepción de Luhmann al respecto en Giménez Alcover, 218-
219.
47. Véase Luhmann, 229-233, 468-481, 557-561.
48. Al margen de la, ya aludida supra, vinculación laxa de los jueces a la ley
ordinaria, atentos en todo momento a las normas constitucionales,
49. Véase Ferrajoli, 347-362, 898-907, 912-922. La conclusión final del texto es
mía, sin que Ferrajoli la formule explícitamente.
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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
50. Alude a esta alternativa en manos del legislador Cuerda Riezu, 1991, 82-83.
51. No se puede negar, sin embargo, que la mera existencia de un control de
constitucionalidad de las leyes mediante tribunales constitucionales aporta de forma
inmediata ciertas ventajas. Entre ellas, la que deriva de que es sustancialmente preferi-
ble una declaración de inconstitucionalidad de una ley que un continuo e impredecible
goteo de forzadas interpretaciones legales conformes con la constitución procedentes
de la jurisdicción ordinaria.
52. Véase Hierro, 288-291, 304-307.
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56. Ámbito que comparte el derecho penal, cuando menos, con el derecho admi-
nistrativo sancionador.
57. Atienza, 78-79, 85, habla, en terminología de Bobbio, de una razón fuerte,
capaz de captar la esencia de las cosas, y estima que la precisamos para abordar proble-
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60. Véanse, con diferentes variantes, Salvador Coderch, 1982, 80; 1986, 11;
1989, 19, 28; Sáinz Moreno, 20-22, quien incluye algún contenido adicional relativo
al efectivo cumplimiento de la ley que podría considerarse inserto en una racionalidad
pragmática; Tudela Aranda, 83-85, 86-89; Corona Perrero, 50-52. Describen tam-
bién, críticamente, esta actitud Atienza, 33-36; Marcilla Córdoba, 107-109.
61. Véanse Salvador Coderch, 1989, 15, 39, 42-43, 45; 1986, 23-25, por más
que este autor considera que una ciencia de la legislación desarrollada permitiría avan-
zar a la técnica legislativa; Abajo Quintana, 123-125.
62. Véase lo dicho supra, apartado 1.3.
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Por otro lado, la medida en que la distinción entre racionalidad teleológica y prag-
mática se superpone con la ahora en Alemania profusamente utilizada distinción entre
Verhaltensnorm y Sanktionsnorm es algo que dejamos para otro momento. Véase re-
cientemente Haffke, 955 ss.
88. Véase Atienza, 27-36. Con razón previene Calsamiglia, 170, 176-177, frente
a la tentación de trasponer sin más los criterios habituales de consistencia y sistemati-
cidad propios de la aplicación del derecho a su creación, abogando por una elabora-
ción relativamente autónoma de estos últimos.
89. Véase Atienza, 93-94.
90. El real pero limitado papel que juega en la racionalidad ética ya lo hemos
señalado.
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99. Para Atienza, 69, en esta fase están especialmente implicadas las racionalida-
des teleológica —que incluye contenidos por mí considerados pragmáticos— y ética;
para Rodríguez Mondragón, 85-87, parecen predominar en esta fase las racionalida-
des ética, teleológica y pragmática.
100. Para Atienza, 69, están implicadas todas las racionalidades; para Rodríguez
Mondragón, 87-88, parece que predominan las racionalidades jurídicoformal y lin-
güística, aunque también están presentes la teleológica y la pragmática.
101. Para Rodríguez Mondragón, 89, también predominará la racionalidad prag-
mática; para Atienza, 69, están en primer plano la jurídicoformal, la pragmática y la
teleológica.
102. Que, como tantos otros aspectos de una teoría de la legislación, se mueve
todavía en un plano preliminar.
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dicho previamente (véase, entre otros lugares, Silva Sánchez, 1992, 43-48) que es la
encargada de identificar los fines y valores que han de regir la creación y aplicación del
derecho penal, ha de quedar ahora fuera de discusión, pues estamos, a mi juicio, ante
una confusión muy extendida que precisa de amplio espacio para refutarla.
116. Sobre la postura de Silva aquí recogida, véanse, entre otros pasajes, Silva
Sánchez, 1992, 43-48, 52, 98-99, 103-114, 118-122, 133-134, 139-145, 173-174,
193-195. Su planteamiento no parece haber cambiado desde entonces, sino que más
bien se ha reforzado, como lo muestra cuando en Silva Sánchez, 1999, 75-82, al soste-
ner la posibilidad de una ciencia del derecho penal supranacional —al menos en el
mundo occidental—, que configuraría el derecho penal sobre unos mismos valores
compartidos, introduce la salvedad de que en todo caso se habrían de respetar los
respectivos derechos positivos.
117. Y que el propio Silva, a la vez que la reconoce, pone especial interés en desta-
car que ofrece diferentes grados de vinculación según el ámbito en el que nos mova-
mos, siendo menos estrecho en la Parte general del derecho penal. Véase Silva Sán-
chez, 1992, 118-122.
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122. Véase Atienza, 97-99, quien establece una vinculación más estrecha que la
que yo formulo.
123. Estima que una racionalidad legislativa desarrollada terminaría condicionan-
do la racionalidad judicial de forma decisiva Calsamiglia, 177.
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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL
124. Véase una primera formulación de estos principios en Diez Ripollés, 1997,
12-13, 15-17.
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Capítulo IV
1. Límites de la propuesta
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6. Que se diferenciaría del discurso práctico moral, así como de los discursos o
críticas que atienden a otras pretensiones de validez distintas a la de la rectitud, cuales
son la de verdad y de veracidad. Sobre la teoría del discurso libre de dominación de
Habermas y las correspondientes pretensiones de validez, véase Habermas, 1974, 101-
140; 1987, I, 43-69, 143-146, 390-432.
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7. Véase Habermas, 1987, II, 161-280, 451-469, 502-527, 542-572; 1994, 32-
45, 53-60, 140-143, 151-171, 177-222, 349-352, 358-398. Una síntesis de la postura
de Habermas respecto a buena parte de los aspectos que aquí nos interesan puede verse
en Soto Navarro, 56-71.
8. Lo que no implica que acepte el enfoque legitimatorio del poder y del dere-
cho de von Weber. Véase una ilustrativa crítica al modelo weberiano y una alternativa
muy atenta en cualquier caso al decisivo papel a jugar por el sistema de creencias, en
Beetham, 3-25, 64-99.
9. Sobre la distinción entre los contenidos éticos y morales, véase lo que sostuve
supra en capítulo III, apartado 3.1.
10. Y naturalmente otros muchos sectores de interacción social. Véase la distin-
ción de Habermas entre los tres componentes del mundo de la vida: cultura, sociedad
y personahdad, y su desenvolvimiento social. Habermas, 1987, II, 193-210.
11. Véase lo dicho supra en capítulo III, apartado 3.1.
113
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
12. Una llamativa excepción, como no podía ser de otra manera, la constituye la
concepción del sistema jurídico en la sociedad por parte de Luhmann, que rechaza
tajantemente cualquier relevancia de principios éticos o morales en el derecho, sea en
la legislación sea en la jurisdicción. Para no reiterar cosas ya dichas en otro lugar, véase
las referencias a este autor supra en capítulo III, apartados 1.2 y 2.1.
13. Véase infra capítulo V, apartados 2 ss.
14. No cabría excluir igualmente influencias de la ética kantiana.
15. Véase Ferrajoli, 5-6, 6-13, 67-71, 217-218, 347-362, 897-901, 907-909, 922-
929, 947-950, 954-959.
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33. Ni siquiera está claro que la teoría de los fines de la pena atienda, dentro de
la racionalidad pragmática, a la eficacia del derecho penal, pues se queda más bien en
el mero aseguramiento de la efectividad. Es decir, no se ocupa tanto de cómo lograr los
objetivos de tutela perseguidos, cuanto de asegurar, como acabo de señalar, que la ley
se cumpla o, en su defecto, se aplique. El secundario lugar que ocupa en tal teoría el
principio de subsidiariedad, remitido también a esos principios sólo limitadores de la
pena, lo pone de manifiesto. Sobre cómo entiendo estos conceptos, véase supra capítu-
lo III, apartado 3.1.
34. A saber, cuáles deban ser los concretos objetos de tutela y en qué contexto
determinado de exigencia de responsabilidad y de incidencia de la sanción en el ciuda-
dano deban pretenderse. Véase al respecto lo dicho supra, ibid.
35. Respecto a la relación entre la absolutización de los fines de la pena y el
discurso positivista, incapaz de superar el ámbito de aplicación de! derecho, véase
supra capítulo III, apartados 1.1 in fine y 4.1.
36. En este último sentido el ejemplo más claro, aunque desde luego no el único,
lo constituye Ferrajoli. Véase un resumen de su postura al respecto supra capítulo III,
apartado 2.2.
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LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL
37. Y no habría de olvidarse que la distinción de von Liszt entre política criminal
y dogmática, con independencia de las consecuencias a que dio lugar, descansaba so-
bre bases equivalentes.
38. Sobre el hecho de que von Weber, en contra de lo que se cree, fundaba el
derecho exclusivamente en la racionahdad instrumental, así como sobre la crítica que
le hace Habermas, ha llamado la atención García Pérez, 315-318.
En cuanto a la tentación de reconducir los conceptos de facticidad y validez a la
dicotomía entre fines de la pena y principios garantistas, no deberían pasarse por alto
las muy diferentes versiones que de la contraposición entre facticidad y validez en el
derecho formula Habermas (véanse, entre otras, las que recoge en Habermas, 1994,
32-60, 161-171, 349-352), así como lo arriesgado que resulta asignar a la facticidad la
teoría de los fines de la pena, con el marcado carácter directivo que ésta posee a
diferencia del carácter funcional, carente de fin, que se suele atribuir a la facticidad.
Presta especial atención a esta dicotomía, a la hora de configurar una teoría de la
legislación penal. Soto Navarro, 124-125, 226.
i9. Véase Hassemer-Steinert-Treiber, 52-60.
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40. Ese déficit también lo percibe, en sentido inverso, si se echa por la borda la
orientación a las consecuencias, Hassemer, 1981, 22-23.
41. Véase Hassemer, 1981, 22-23, 25-26, 220-222, 264-265, 297-303.
42. Véanse Hassemer-Muñoz Conde, 65-75, 113, 132.
43. Ambas cualidades las inserta en un contexto utilitario. Véase, entre otros
lugares, Pérez Manzano, 222-223.
44. Véase Pérez Manzano, 56-70, 215-248, 255, 270-276, 283-285, 287-288,
291-292.
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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
IZH
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nes han sido encomiables. Pero ese propósito ha tendido a crear una
estructura artificialmente limpia de contenidos opuestos en cada uno
de sus polos, lo que, sin embargo, no ha sido posible llevar a cabo,
como lo muestran algunos autores al insertar el principio de subsidia-
riedad en el polo de la validez, o el principio de fragmentariedad en
el de utilidad^"*. En realidad, ni siquiera es siempre posible dentro de
principios aislados excluir contenidos mixtos de fundamentación^^.
Ahora bien, si los contenidos de eficacia y validez se superponen, el
criterio pierde una gran parte de su capacidad discriminadora.
Por otra parte, la creciente tendencia a sustituir el concepto de
utilidad por el más amplio de fin puede convertirse en un caballo de
Troya en contra de la nitidez de la distinción. Y es que puede condu-
cir a una recuperación del monopolio de la pena como elemento
fundamentador, aunque ahora con fines preventivos más complejos:
se aprecia tal cosa claramente en varias de las propuestas doctrinales
recogidas^'', o en la preferencia que Ferrajoli da en todo momento a
los principios de la pena sobre los de la prohibición o el proceso^^. En
esa misma línea de advertencia sobre tendencias de fondo cabe tam-
bién aludir a que la contraposición que nos ocupa perpetúa la insatis-
factoria distinción liszteana entre política criminal —utilidad— y
derecho penal —validez—, con las inconvenientes consecuencias que
de ella se han derivado para la reflexión jurídicopenaF*.
La contundente, aunque grosera, confrontación no sólo ha fraca-
sado en el establecimiento de límites nítidos, como acabamos de
54. Sobre lo primero, véase Silva Sánchez, 1992, 211, 214, 242, 246-249, por
más que, como hemos visto supra, lo que confronta a utihdad es a su vez una mezcla de
utihdad y validez. Sobre lo segundo, véase Pérez Manzano, 223.
55. Véanse supra las citas anteriores de Ferrajoh en nota 46; también Silva Sán-
chez, 1992, 295.
56. Así, la tesis de Silva Sánchez supra expuesta, al traspasar el fin de prevención
de la violencia punitiva estatal al polo opuesto al de los fines de la pena, traslada un
elemento que gira también en torno a la pena, ciertamente no a sus fines sino a las
penas arbitrarias o desproporcionadas impuestas por el Estado, al polo en que debie-
ran consolidarse contenidos ajenos a la pena. Ferrajoli —véase supra— no va tan lejos,
al mantener ambos fines, el de prevención de delitos y el de prevención de la violencia
punitiva, en un mismo fiel de la balanza. En otro sentido, véase cómo Pérez Manzano,
283-284, 285, 289-290, precisa en todo momento de la cobertura de los fines de la
pena, por más que a veces diferenciando entre sus fases de conminación, imposición y
ejecución, para introducir los componentes de validez en el derecho penal.
57. Obsérvese que Ferrajoh se plantea siempre las cuestiones de legitimación en
primer lugar respecto a la pena, y luego en relación con las prohibiciones y el proceso.
Véase Ferrajoli, 233 ss., 345 ss.
58. Véase lo dicho supra capítulo III, apartado 1.1.
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62. El uso, más ocasional, de este principio con una mayor proyección, esto es,
para fundamentar igualmente aspectos relativos al sistema de responsabilidad o al sis-
tema de penas, queda ahora fuera de consideración.
Tampoco me ocupo ahora del amplio uso que el Tribunal Constitucional ha reali-
zado de este principio de proporcionalidad a la hora de ejercer e! control de constitu-
cionalidad de las leyes. Espero atender debidamente en un trabajo posterior a tales
pronunciamientos.
63. Véase Arroyo Zapatero, 1998, 1-9. Más ampliamente sobre su postura, infra
capítulo V, apartado 4.
64. Al decir de la autora, sólo será necesaria y, por tanto, proporcional una inter-
vención penal que proteja bienes jurídicos.
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69. Véase Prieto del Pino, 382-390, 395-403. Autores que acuden al principio de
proporcionalidad como criterio ordenador del proceso incriminador son, entre otros,
Cobo-Vives, 81-90; Carbonell Mateu, 30, 33, 191-216; Lascurain Sánchez, 159-171,
174-179, 188-189. Véase también Silva Sánchez, infra apartado siguiente.
70. Sin perjuicio de que éstas tampoco han podido mantener sus postulados dife-
renciadores hasta el final, como ya hemos visto.
71. Con independencia de si.es presupuesto del principio de proporcionalidad o
se encuentra inserto en él.
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72. Véase al respecto Prieto del Pino, 383-390, 395-399, quien pone de mani-
fiesto con acierto lo que sigue en texto.
73. Más adelante tendré ocasión de pronunciarme sobre la injustificada absoluti-
zación que del valor constitucional de libertad se ha hecho en ciertas teorías de incri-
minación. Véase infra capítulo V, apartado 4.
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87. Idea a la que creo que se puede reconducir en último término ambos conceptos.
88. Véase infra en este mismo capítulo.
89. Véanse Hassemer o Silva, supra.
90. Véase Ferrajoli, supra.
91. Sobre la influencia del positivismo jurídico en la forma de reflexionar del
derecho penal, de nuevo he de remitirme a lo dicho supra capítulo III, apartados 1.1 in
fine y 4.1.
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95. La inserción del derecho penal en la teoría del sistema del control social,
como un subsistema más, aunque con especiales características, ha sido una aproxima-
ción metodológica especialmente fructífera. Véanse, entre otros, Pitts-Etzioni, 160-
171; Clark-Gibbs, 153-171; Hassemer, 1981, 293-297; Muñoz Conde, 1985, 36-41;
Diez Ripollés, 1997, 11.
96. Sin duda ha sido Ferrajoli quien más se acerca materialmente a la estructura
por mí propuesta. Su referencia a la pena, el delito y el proceso como las tres constric-
ciones que sufre el delincuente y que hay que justificar corresponde en gran medida a
los tres bloques de principios por mí propuestos. Sin embargo, las diferencias son
también notables: a Ferrajoli le es ajena la idea de los diversos niveles de racionalidad,
de manera que, aunque a los principios que enumera dentro de esas tres grandes refe-
rencias les atribuye un contenido ético —véase supra capítulo III, apartado 2.2—, no
los formula en un contexto que pretenda delimitar principios éticos de principios que
respondan a otras pautas. Por otro lado, el autor coloca en primer lugar los principios
de la sanción, residuo de una fundamentación centrada todavía en exceso en los fines de
la pena, no diferencia entre principios de la protección y de la responsabilidad, y
asigna un lugar propio a los principios procedimentales, que nosotros integramos en
los principios de la responsabilidad.
137
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
97. Véase, entre otras muchas, posturas divergentes sobre el concepto de dañosi-
dad social en Amelung, 1972, 350 ss., con un enfoque funcionalista; Ferrajoli, 466-
482, desde una perspectiva garantista meramente limitadora; Silva Sánchez, 1992,
268-271, intentando combinar aspectos funcionalistas y personalistas. Una sugerente
crítica al concepto original de Amelung, en Soto Navarro, 146-148.
98. Véase por todos Silva Sánchez, 1992, 268-270.
99. Véase mi punto de vista sobre el papel en la racionaUdad ética de los conteni-
dos morales en cuanto diferenciados de los éticos, supra capítulo III, apartado 3.1. Cf.
asimismo la distinción entre derechg y moral en Habermas, 1994, 135-151, y contra-
póngase a la de Ferrajoli, 203-216.
138
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL
100. Entiendo por ella la reacción de una colectividad organizada, y, desde luego,
no pienso en reacciones sólo de naturaleza penal.
101. El movimiento políticocriminal de eliminación de los contenidos inmorales
del derecho penal, que tuvo lugar en Europa occidental y España en los años sesenta,
setenta y ochenta fue en realidad un significativo avance en la configuración de una
sociedad más plurahsta y tolerante. La despenalización de determinadas conductas que
entonces se produjo no respondía siempre a que tales comportamientos eran incapaces
de afectar a la convivencia social externa, como ya tuve entonces ocasión de señalar,
sino a que determinadas incidencias sobre tal convivencia pasaron a ser socialmente
asumibles en la sociedad tolerante y pluralista que se configuraba. Véase Diez Ripollés,
1981, 70-83, 96-99, 112-113, 214-226; 1982, 44-45, 133-136. Quiebros en ese pro-
ceso hacia una mayor tolerancia explican que, con el paso del tiempo, se hayan acep-
tado nuevos tipos penales cuya estructura no difiere sustancialmente de la de preceptos
otrora denostados: si el artículo 432 del código penal, hasta 1988, castigaba a los que
expusieren doctrinas contrarias a la moral pública, el actual artículo 607.2 castiga a
quienes difundan ideas o doctrinas que nieguen la existencia de hechos de genocidio o
pretendan rehabilitar a regímenes que las han amparado. Y algo parecido podría decir-
se de la contraposición entre el viejo artículo 431 de escándalo público y el actual
510.1 en su vertiente de provocación al odio contra ciertos grupos o asociaciones.
139
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
102. Véase asimismo una crítica a la sobrevaloración del concepto de bien jurídico
protegido en Silva Sánchez, 1999, 90-91, 98.
103. Véase en el mismo sentido Soto Navarro, 125-126, 241-242.
104. Atribuye a la dañosidad social, aunque no la identifica con la lesividad, la
cualidad de ser componente esencial en la concreción del concepto de bien jurídico
Prieto del Pino, 411-413.
Por lo demás, no deberíamos ignorar que la utilidad del concepto de bien jurídico se
ha desenvuelto tanto o más en términos de aplicación del derecho que de creación del
derecho: ha dado un impulso determinante a la interpretación teleológica de la ley,
pero también a la sistemática e incluso a la histórica, con efectos decisivos en la com-
probación de la tipicidad y en los concursos, entre otros lugares. Naturalmente, toda
esta influencia sólo ha podido ejercerla en tanto en cuanto ha estado también muy
presente en la creación del derecho.
140
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL
105. Se podría alegar que el actual auge del derecho penal simbólico contradiría la
existencia de tales creencias sociales. Nótese, sin embargo, que el aspecto del derecho
pena! simbólico que ahora nos interesa, esto es, aquel por el que con el derecho penal
se va más allá de la protección frente a los ataques más graves a los presupuestos
esenciales para la convivencia —véanse las tres vías de identificación del derecho penal
simbólico en Diez RipoUés, 2001, 16 ss.—, no implica propiamente el cuestionamien-
to por la sociedad de tal punto de partida sino su plena asunción, seguida de una
incorrecta identificación de los contenidos imprescindibles para la convivencia... o,
más frecuentemente, de un aprovechamiento por un legislador oportunista de tales
creencias para obtener otros fines políticos mediante la criminahzación o descrimina-
lización de comportamientos.
106. Locución que no es especialmente afortunada, en cuanto aporta un contenido
semántico indicador de una cierta falta de perspectiva valorativa o de coherencia orde-
nadora, lo que ciertamente no corresponde al uso que del concepto ahora se hace. Su
origen se encuentra justamente en Binding y en la crítica que él realiza al carácter
incompleto de la Parte especial —a él se remite su introductor en España, Muñoz
Conde, 1975, 7 1 ; véase también, entre otros. Octavio de Toledo, 362—. Quizás el
neologismo «esenciahdad» refleje mejor lo que se quiere expresar.
107. Véanse dos buenos análisis sobre la fundamentación doctrinal del principio
de fragmentariedad en García Pérez, 332-336; Prieto del Pino, 374-379. En ellos se
demuestra cómo la doctrina, aunque con terminología muy variada, oscila entre su
conexión a la naturaleza o a los fines de la pena.
108. No vamos a repetir ideas ya expuestas en otro lugar. Véase supra capítulo III,
apartados 1.1, in fine y 4.1.
141
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
penal, y no éstas las que exigen una limitación del ámbito de tutela
de éste. Ante la constatación de que se producen ataques especial-
mente graves para la convivencia parece razonable que la sociedad,
en primer lugar, especialice a uno de los subsistemas de control social
en el afrontamiento de esas agresiones; no tiene sentido que utili-
cemos en tales casos los mismos medios de intervención que para
afecciones sociales de menor importancia. En segundo lugar, tam-
bién parece sensato que mediante ese mecanismo especializado de
control social la sociedad esté dispuesta a llegar donde haga falta
para prevenir tales ataques, a apurar los mecanismos de responsa-
bilidad y sanción socialmente disponibles. El principio de esenciali-
dad o fragmentariedad es, en sus consecuencias, un principio expan-
sivo, no limitador: su repliegue inicial a los objetos de tutela
indiscutibles y afecciones sociales más intolerables lo lleva a cabo
para, a partir de allí, saltar hacia el empleo de todos los medios
accesibles en el Estado de derecho. Limita los objetivos de tutela para
poder ampliar los medios de intervención. Serán otros principios
éticos, por lo general situados en el ámbito de la responsabilidad y
la sanción, los que frenarán la tendencia expansiva de los principios
de la protección, además de ciertos componentes de la racionalidad
ético-política (teleológica) o pragmática que tendremos ocasión de
considerar'"^.
Tampoco resultan convincentes las propuestas de legitimar este
principio desde los fines de la pena. Se sostiene que sólo reduciendo
la intervención penal a la prevención de los ataques más importantes
a los bienes esenciales se logrará tener eficacia en la obtención de los
objetivos de la ley y ser efectivos en su cumplimiento y aplicación.
Un enfoque como éste, de naturaleza cuantitativa y que desplaza la
fundamentación de los contenidos de tutela del derecho penal desde
la racionalidad ética y teleológica a la puramente pragmática, suscita
algunas preguntas de difícil respuesta dentro de sus coordenadas ar-
guméntales: La primera es por qué el criterio reductor ha de ser uno
centrado en la gravedad de las conductas lesivas y no, por ejemplo,
en la frecuencia de aparición de las conductas dañosas, con indepen-
109. Por otra parte, no conviene olvidar que ni siquiera es cierto que el derecho
penal utilice siempre los medios de intervención más duros. Los instrumentos puestos
a disposición del derecho administrativo sancionador han hecho que en ocasiones se
prefiera por el justiciable la sanción penal a la administrativa —como en ciertos su-
puestos de derecho ambiental—, y que ciertas intervenciones civiles sean más temidas
que las penales —como es el caso en la protección del honor—. Pero este problema
nos llevaría demasiado lejos en estos momentos.
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LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL
110. La concentración en las más frecuentes, aunque no tanto como para que su
número tuviera efectos negativos en la eficacia o efectividad de la intervención, permi-
tiría indudables ganancias en términos pragmáticos. Véase también críticamente, en
este sentido, García Pérez, 334-336.
111. Es la extendida actitud positivista, que renuncia a introducir racionalidad en
la creación del derecho, que ya hemos criticado supra reiteradamente.
112. Su creador fue Muñoz Conde, 1975, 59 ss. He utilizado este metaprincipio,
entre otros lugares, en Diez RipoUés, 1981, 84 n. 257; 1997, 12. Una referencia al
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LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL
117. Véanse, entre otros, Hassemer, 1981, 19-26; Zipf, 97-100; Ferrajoli, 474;
Diez Ripollés, 1990, 306-307; Soto Navarro, 156, 174-175.
118. Véanse en este mismo capítulo apartados 3.1.2 in fine y 4. La formulación
inicial se encuentra en Diez Ripollés, 2001, 6-7. Una fundamentación de la imputa-
ción parcialmente coincidente, en Hassemer, 1999a, 163-164, 166-167.
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130. Véanse por ejemplo artículos 299, 153, 286.1, 94 o 22.8 de nuestro código
penal.
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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
131. Ciertamente, como puso de manifiesto Welzel, 43, y ha recordado entre otros
Cerezo Mir, 1998, 51, todo comportamiento humano implica la utilización o toma en
consideración de la causalidad. Y ello, preciso yo, con independencia de si del com-
portamiento se deriva causalmente un efecto externo separable de la acción, esto es,
un resultado. Por lo demás, la formulación del texto respecto a la pasividad creo que
podría ser compartida por estos autores.
132. Por lo demás este subprincipio ha tenido en el mismo plano ético alguna
evolución reciente de interés, que también afectaría al principio de protección de la esen-
cialidad o fragmentariedad: es el caso de la relativización de la importancia de la
aparición de, y de la vinculación objetiva a, un resultado separable de la acción. Sin
duda éste sigue teniendo un importante significado ético —recuérdese la frase de
Welzel, 136, respecto al porqué de la casi omnipresente exigencia de resultado mate-
rial en los delitos imprudentes, «la cosa no era tan grave cuando todo ha terminado
bien», lo que él achacaba a un sentimiento irracional—, pero el afianzamiento de lo
que se ha dado en llamar la sociedad del riesgo ha conllevado un resalte ético, tanto en
términos de tutela como de responsabilidad, del comportamiento pehgroso en sí mismo.
Las razones, sin duda, son independientes de aquellas que han impulsado la discu-
sión dogmática sobre la relevancia del desvalor de acción y de resultado, y el papel a
jugar en él del resultado material, pero esto es una problemática que nos llevaría ahora
muy lejos.
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LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL
133. Por lo demás, resulta quizás ocioso recordar que la agrupación de determina-
dos contenidos éticos en el subprincipio de imputación subjetiva, como en los otros
principios de la responsabilidad que estamos analizando, no tiene efectos determinan-
tes sobre el concreto modelo categorial de responsabilidad que finalmente se adopte.
134. Respecto al que sí se cumplían los requisitos de imputación jurídica, en el
mejor de los casos de imputación jurídicopenal.
135. Resultan muy ilustrativas las investigaciones de psicología evolutiva de Pia-
get, 91-93, 101-145, 156-165, 274-285, sobre el progresivo paso en el niño desde la
responsabilidad objetiva a la subjetiva. Sus descubrimientos los proyecta a la evolución
social, de forma que llega a la conclusión de que existe una estrecha vinculación entre
sociedades autoritarias y vigencia de la responsabilidad objetiva, y sociedades demo-
cráticas y respeto de la responsabilidad subjetiva.
136. Ello se percibe especialmente, y sin perjuicio de otras variantes, en la descon-
sideración, por los delitos cualificados por un resultado más grave imprudente, de la
diversa vinculación subjetiva con el hecho que se da en el dolo y la imprudencia,
desconsideración que aún persiste en muchas legislaciones, aunque no en la española.
Véase en general Diez RipoUés, 1983, 101 ss.
137. La exclusión de los animales como sujetos responsables es un contenido ético
hace tiempo asentado.
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138. No es, por otra parte, algo nuevo en nuestra historia cultural la atribución
directa de responsabilidad penal a colectivos —pueblos, países, razas o etnias, profe-
siones, grupos— por conductas realizadas por individuos aislados de entre ellos, pero
es cierto que en los tiempos modernos procederes semejantes ya no disponen de fun-
damento ético. Otra cosa es que tengan apoyo político interesado u oportunista.
139. El término más adecuado para referirse a este principio ético es, desde luego,
el de culpabilidad. Sin embargo, este vocablo ha incorporado tal variedad de conteni-
dos semánticos que veo preferible mencionarlo acompañado del término reprochabili-
dad, probablemente abstruso en un contexto ético, pero que evita confusiones a los
penalistas.
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14; 1997b, 18-20—, así como el contenido nuclear del principio de formaüzación
—véanse Hassemer-Steinert-Treiber, 54-62; Hassemer, 1981, 301-303; Hassemer-
Muñoz Conde, 113-122; Silva Sánchez (1992), 250-251.
152. Sobre la importancia y contenido de estos dos principios, véanse, por todos.
Montero Aroca, 1997, 109-115; 1997b, 86-89; Ferrajoli, 548-549, 591-594.
153. Véanse Hassemer, 1981,129-134; Ferrajoli, 619-625, 629-632; Montero
Aroca, 1997a, 14-16, 26-32; 1997b, 25-30, 137-150, autor este último que ¡lega a
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166. Véase supra en este mismo capítulo, apartado 3.1.1, y capítulo III, apartados
1.1 y 4.1.
167. Sobre sus excesos ya he tenido ocasión de pronunciarme reiteradas veces.
168. Estas dos primeras referencias están estrechamente conectadas, como se pue-
de ver, con las dos primeras decisiones políticocriminales básicas. Véase sobre ellas
supra apartado 4 y Diez RipoUés, 2001, 6-7.
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176. Recoge la distinción conceptual entre uno y otro Montero Aroca, 1997a, 12;
1997b, 17-18.
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Capítulo V
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11. Véase mi punto de vista supra capítulo III, apartado 3.1, y capítulo IV, apar-
tado 2.
12. Por lo demás, supondría una confusión de planos pensar que los principios de
la protección, y singularmente el de esencialidad o fragmentariedad, nos obligan a
renunciar a intervenciones sociales cuando no hay acuerdo sobre cuál deba ser su
configuración. Así, el principio de esencialidad exige que los objetos de tutela consti-
tuyan presupuestos esenciales para la convivencia externa y que se les ataque de mane-
ra intolerable, pero no dice cuáles sean ésos o de qué agresiones estamos hablando, ni
garantiza que sea fácil lograr un acuerdo al respecto. Sobre estos principios, véase
supra capítulo IV, apartado 4,1.
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15. Véase también Diez RipoUés, 1981, 183-192, ampliamente y con numerosas
referencias; 1997, 16. Críticas equivalentes en Silva Sánchez, 1992, 96-97; Zipf, 9,
12-13; Amelung, 1980, 20-21; Beetham, 69-75, entre otros.
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16. Los he analizado detenidamente supra capítulo II, apartados 3.4.2 y i.S.
Véanse también las referencias que hago al final de este párrafo, infra.
17. Véanse ampliamente sobre este fenómeno Zimring-Hawkins-Kamin, 11-16,
179-180,231-232; Garland, 13-14, 20,133-134, lAl-lA^, 145-146,150-152,171-173.
18. De nuevo los autores que acabamos de citar —ibid.— lo han puesto amplia-
mente de manifiesto. Quizás conviene brevemente mencionar algunas reflexiones de
Zimring-Hawkins-Kamin: las decisiones legislativas populares son irremediablemente
rígidas en sus contenidos, escasamente adaptables a la plural realidad que han de aten-
der, a lo que se une su difícil reforma posterior; el establecimiento de marcos penales
fijos, al partir de imágenes genéricas del delito y del delincuente, tomar siempre como
presupuesto el peor de los casos, y prescindir indebidamente de los beneficiosos efec-
tos sociales que permite crear la distinción entre pena nominal y pena real, produce
efectos distorsionantes, sin que ello suponga acomodarse a la actitud punitiva popular
subyacente; en realidad, de las opiniones populares se tiende a deducir políticocrimi-
nalmente más cosas de las que realmente expresan, pues ellas no van más allá de pro-
nunciamientos genéricos y poco matizados sobre los delitos y los delincuentes y están
dispuestas a tolerar decisiones de los poderes públicos que no coincidan necesariamen-
te con sus puntos de vista, sin que ello repercuta negativamente sobre los efectos pre-
ventivogenerales. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 188-189, 192-203.
19. Algo similar a nuestras comisiones parlamentarias con competencia legislati-
va plena.
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26. Véanse estos principios supra capítulo IV, apartados 4.1.3, 4.1.4, 4.2.5 m
fine, 4.3.2, 4.3.4.
27. Véase también Rubin, 2001, 317-318.
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4. El criterio constitucionalista
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34. Cuando el autor se ocupa de la norma jurídicopenal considera que ella, aun-
que por lo general reflejará valores socialmente asumidos, deriva siempre de una deci-
sión política de los representantes legítimos de la sociedad, decisión que deberá optar
en todo caso por valores con relevancia constitucional, pues es mediante esa relevancia
como se traduce el consenso social. Son erróneos, por tanto, los enfoques imperativis-
tas de la norma, que remiten a una ética social dominante previa a la norma o las
orientaciones liberales iusnaturalistas o ético-culturales. Es más, toda crítica al dere-
cho penal que no sea intrasistemática, esto es, orientada a garantizar el respeto de los
valores constitucionales, sino extrasistemática, es sólo una opinión personal sin cate-
goría científica. Véase Carbonell Mateu, 27, 31, 33-36, 45, 48-55, 63, 79-82, 103,
193-194, 196, 207-209, 225-226.
35. Estos principios estarían estrechamente vinculados, por lo demás, a otros
principios constitucionales más genéricos como los de igualdad, pluralismo, toleran-
cia, libertad, racionalidad y proporcionalidad, contenidos en los artículos 1 y 9 de
nuestra Constitución.
36. Este último no se menciona en sus últimos trabajos.
37. A su juicio criterios determinantes en la selección de bienes jurídicos son, por
un lado, su relevancia constitucional o eurocomunitaria y, por otro, su necesidad sisté-
mica, si bien ello sigue otorgando un excesivo arbitrio al legislador ordinario, que debe
contrarrestarse con otros principios constitucionales distintos al de protección de bie-
nes jurídicos, en especial el de proporcionalidad estricta o fragmentariedad. Véase
Arroyo Zapatero, 1987, 99-110; 1998, 1-9, 13.
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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
38. Véase asimismo García Rivas, 43-45, 46-53, quien además se vincula estre-
chamente a la teoría constitucional del bien jurídico de Eticóla —ya aludida—, si bien
matizada con una exigencia adicional de consenso social. La tesis de Pérez Manzano,
que ya hemos tenido ocasión de analizar en otros lugares —^véase supra capítulo IV,
passim—, creo que se encuentra a medio camino entre una perspectiva amplia —véase
supra en este apartado— y una perspectiva estricta en la línea de Arroyo, pero más
comedida.
39. Un buen ejemplo es la referencia de Carbonell Mateu, supra recogida en
nota, de que toda crítica al derecho penal extraconstitucional es mera opinión perso-
nal, sin categoría científica.
Véanse por lo demás las lúcidas críticas que Ferrajoli, 199-200, 215-216, 472,
922-929, 933-935, formula a lo que él llama el constitucionalismo ético, que estima
que es una variante del legalismo ético propio del positivismo, y cuya principal caren-
cia sería la de eludir la legitimación externa del derecho.
Sobre la excesiva influencia positivista en la fundamentación del derecho penal, y
sus consecuencias, véase supra capítulo III, apartado 4.1, y capítulo, IV apartado 2.
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5. El criterio democrático
5.1. Su legitimación
48. Véanse, entre otros, Zipf, 81-86, 94, 96; Soto Navarro, 119-123.
49. Véanse Palazzo, 707-708, 723-727, con referencia a una semejante situación
italiana; Soto Navarro, 112-114.
50. Véase una crítica global a las tesis constitucionalistas en Diez Ripollés, 1997,
16-17. Una nueva y mucho más rica formulación de las objeciones a estas posturas se
encuentra en Soto Navarro, 101-123. Véase también, aunque desde una perspectiva
más cercana a los planteamientos constitucionalistas amplios, Prieto del Pino, 420-
422.
51. Sobre el papel que puede excepcionalmente desempeñar en la propia racio-
nalidad ética, a la que en todo caso pertenece, véase supra capítulo III, apartado 3.1.
52. Véase ya mi punto de vista en Diez Ripollés, 1981, 175-201, luego reiterado
en diversos trabajos, como 1997, 16-17.
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53. Esta sociedad civil, sustrato de una auténtica opinión pública, tiene, sin em-
bargo, SUS límites: precisa de una ciudadanía activa, lo que presupone, entre otras
cosas, un correspondiente modelo de socialización; no puede pretender convertirse en
la depositarla exclusiva de la legitimidad social; y sólo transformará su influencia po-
lítica en poder político en la medida en que pase por el filtro del procedimiento demo-
cráticamente previsto de creación del derecho.
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58. Sobre esto último véase la opinión del autor más adelante.
59. Véase Rubin, 1999, 3-14, 26, 29-31.
60. Véase supra capítulo IV, apartado 4.
61. Sobre el arraigo en las sociedades modernas de la fuente de legitimación po-
pular en nuestro sistema de creencias, véase Beetham, 69-76, 88-90.
187
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
fuente de legitimación sigue siendo la misma, por más que las dis-
crepancias intersubjetivas e intergrupales que a partir de ese momen-
to surgen obligan a acomodar la legitimación popular al criterio de
las mayorías, con las cautelas precisas. A nuestros efectos, eso crea
una continuidad en el desenvolvimiento de la racionalidad legislativa
que permite, por lo demás, insertar sin esfuerzo al criterio democrá-
tico en nuestro sistema de creencias y, con ello, en la racionalidad
ética.
Por otro lado, la utilización del criterio mayoritario corresponde
cabalmente con la estructura política de nuestras sociedades pluralis-
tas y democráticas. Ellas se edifican sobre el presupuesto de que
podemos contar en un grado aceptable con ciudadanos con capaci-
dad de análisis crítico y responsables, los cuales poseen, por tanto,
competencia para debatir y adoptar decisiones sobre asuntos esencia-
les de la convivencia social. El cuestionamiento de tal capacidad en
general, y su sustitución por otros mecanismos de toma de decisiones
colectivas fundamentales, supone el derrumbe de nuestros sistemas
democráticos. Y un cuestionamiento más o menos sutil de esas cuali-
dades ciudadanas, elemento nuclear de toda sociedad democrática,
contienen tanto las posturas constitucionalistas*^ como aquellas que
oponen la democracia representativa a la democracia deliberativa,
tildada prejuiciosamente de democracia directa".
Las primeras utilizan un texto positivo, ciertamente fundamental
y dotado de legitimación popular, como ariete contra cualquier in-
tento de someter a debate y decisión en la plaza pública asuntos
sociales fundamentales; no son los ciudadanos sino los expertos en la
interpretación de ese libro sagrado los que han de descubrir en él el
contenido de cualesquiera decisiones colectivas fundamentales, en
sus versículos siempre anticipadas. Las segundas trasmutan, por se-
guir con el símil, la representación popular en una especie de sacer-
docio que coloca a los representantes electos en contacto directo con
las esencias sociales, lo que les dota de una perspicacia en la com-
prensión y tratamiento de los problemas sociales de tal entidad que la
opinión pública pasa a ser percibida como una fuerza social a la que
hay que temer y darle señuelos, pero rara vez escuchar.
El criterio democrático o de las convicciones generales ha de ser,
además, el instrumento a través del cual se podrá profundizar en el
188
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...
5.2. Su desarrollo
189
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
éstas, precisaba de consenso. Pero que dado que el consenso era difícil de obtener y
ampliar —y con más razón en sociedades complejas en las que no todas las expectati-
vas van referidas a todos y falta en muchos casos el espectador interiorizador del
consenso—, era preferible suponerlo a partir del escasamente existente, de modo que
quien lo niegue tenga la carga de la prueba. Pues bien, en las sociedades funcionales
son los procedimientos, judicial y legislativo, y los roles en ellos de juez y legislador,
los que consiguen el consenso, el cual se predica sin más de la decisión que juez y
legislador tomen en el respectivo procedimiento. En sus últimos escritos insiste en que
el derecho no se basa en el consenso —dado que si hubiera que partir del consenso se
frenaría la evolución social— sino en cómo, ante un conflicto, se puede lograr acuerdo
social sin contar con el consenso. Así pues, en lugar del consenso hay una remisión a
normas competenciales y procesales que permiten atribuir a ciertos roles la decisión
sobre lo que es válido y lo que no. Es el sistema jurídico mismo, con su abstracción,
quien decide.
Ahora bien, mientras en la jurisdicción el consenso es ciertamente una ficción, en
la legislación, que, como sabemos, es la periferia del sistema jurídico, hace falta un
consenso político; este consenso se ha de obtener dentro de un sistema político que
realiza modificaciones legales cuando, presionado por otros sistemas funcionales, pre-
tende mantener el equilibrio temporal del sistema social en su conjunto. Sin embargo,
en el sistema político también el consenso pertenece a su periferia, siendo su centro la
organización estatal, la cual tiene que estar en condiciones de no vincularse necesaria-
mente a las decisiones de su periferia. Véanse Luhmann, 260-264, 321-323, 334-336,
416-429, 490-494; Giménez Alcover, 204-212.
68. Véanse, entre otros, Pérez Manzano, 213, 270-274, 276-283; Silva Sánchez,
1992, 112.
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tren una persistencia notable, esto es, que se hayan mantenido sus-
tancialmente inmodificados por encima de circunstancias sociales
pasajeras o acontecimientos aislados. En tercer lugar, su método de
concreción ha de ser uno de inclusión y no de acumulación, o lo que
es lo mismo, las decisiones sobre el contenido de tutela, el ámbito de
responsabilidad o la configuración de las sanciones, sean de carácter
general sean referidas a supuestos especiales, responderán a lo que
prácticamente todos piensan que es lo correcto, y no a transacciones
mediante las cuales se toman ciertas decisiones apoyadas por deter-
minados sectores sociales como contrapartida por la adopción de
otras impulsadas por sectores distintos*"'' ''".
Existen, por lo demás, instrumentos científicosociales plenamen-
te capacitados para verificar, con una amplia gama de matices, la
persistencia de actitudes sociales ampliamente mayoritarias. Sin per-
juicio de aludir luego a otros instrumentos más formales, como las
consultas directas a la población, hay que reconocer a los métodos
demoscópicos, en especial sondeos y encuestas de opinión, una fiabi-
lidad y flexibilidad que les hace ocupar un importante espacio dentro
de este criterio. Por la primera de esas virtudes, constituirán usual-
mente el contrapunto a las apresuradas conclusiones que se pueden
sacar a partir de una apreciación directa del ambiente mediático, no
siempre correcto reflejo de las preocupaciones ciudadanas. Por la
segunda de ellas, constituyen un medio especialmente útil en socie-
dades populosas y complejas, con graves dificultades para una comu-
nicación interpersonal suficientemente representativa.
Se formulan, sin duda, razonables objeciones metodológicas a
estos instrumentos. Baste citar, entre otras, el excesivo condiciona-
miento de los resultados a tenor de la formulación de las preguntas,
la aparición de respuestas insinceras cuando existe crispación respec-
to al problema social, el excesivo esquematismo y superficialidad de
sus análisis, la desactivación de decisiones sociales realmente signifi-
cativas mediante la preeminencia otorgada a las posturas intermedias
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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES
71. Objeciones, por otra parte, que son en buena medida superables. Por ejemplo,
renunciando a su empleo en ciertos contextos socialmente tensos, fomentando su reali-
zación por una pluralidad de organismos independientes, asegurándose de que vayan
precedidos de periodos amplios de información y discusión públicas, planteando direc-
tamente las reales alternativas existentes, fomentando la legitimidad de las opiniones
minoritarias, etc. Véase un análisis de las objeciones que se formulan a ellos en Soto
Navarro, 152-157.
72. Véase, sobre los problemas de estabilidad y fiabilidad de las convicciones
sociales. Diez RipoUés, 1981, 192-198.
73. Véanse Luzón Peña, 1982, 146 ss.; Silva Sánchez, 1992, 233-236, 278-280,
307-308; Pérez Manzano, 270-283, 286, aunque 288-289.
74. Véanse Pérez Manzano, 213, 276-283; Prieto del Pino, 454-458.
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80. ¡bid.
81. Véase supra apartado 3.2 in fine.
82. Sobre la pertenencia de los cinco niveles de racionalidad a nuestro sistema de
creencias, véase supra capítulo III, apartado 3.1.
83. Véase al respecto lo dicho supra capítulo III, apartado 3.2.
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84. Véase un análisis de la acertada regulación española supra capítulo II, aparta-
do 3.5, in fine.
85. Véanse Pérez Manzano, 180-181, 256; Silva Sánchez, 1992, 232-241, 259-
260.
86. Véase Silva Sánchez, 1992, 237.
87. Véase Ferrajoli, 462-463.
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88. Véanse, por ejemplo, al margen de los ya citados, Palazzo, 699-700, 728,
730-731; Amelung, 1980, 20-21, 35-38, 42-43.
89. Véase incluso Silva Sánchez, 1992, 192 n. 49.
90. Resulta poco plausible sostener que tenga apoyo popular el cuestionamiento
del sistema garantista en sí mismo.
91. Por más que se exija a éstos un consentimiento claramente condicionado por
la alternativa peor existente.
92. Hemos visto diferentes ejemplos de ello supra capítulo IV, apartado 4.
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