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La racionalidad de las leyes penales

La racionalidad de las leyes penales


Práctica y teoría

José Luis Diez Ripollés

I T O R I A L T R O T T
C O L E C C I Ó N ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Oerecho

Consejo A s e s o r : Perfecto Andrés


Joaquín Aparicio
Antonio Baylos
Juan Ramón Capella
Juan Terradillos

© Editorial Trotta, S.A., 2003


Ferraz, 55, 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 61
Fax: 91 543 14 88
E-mail: trotta(a)¡nfornet.es
http;//www.trotta.es

© José Luis Diez Ripollés, 2003

ISBN: 84-8164-615-6
Depósito Legal: M-25.523-2003

Impresión
Marfa Impresión, S.L.
ÍNDICE

Presentación 11

Capítulo I. INTRODUCCIÓN 13

Capítulo II. LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL 17

1. Apunte metodológico 17
2. Las fases del proceder legislativo 18
3. La fase prelegislativa 20
3.1. Una acreditada disfunción social 20
3.2. Un malestar social. La preocupación y el miedo al delito 23
3.3. Una opinión pública. Los medios de comunicación 27
3.4. Un programa de acción 30
3.4.1. Los grupos de presión expertos 30
3.4.2. La desconsideración de la pericia 34
3.4.2.1. Los grupos de presión mediáticos 34
3.4.2.2. El protagonismo de la plebe 36
3.4.3. Los programas de acción técnicos 41
3.5. Un proyecto o proposición de ley. Las burocracias 42
4. La fase legislativa 50
4.1. Una iniciativa legislativa. El predominio gubernamental 51
4.2. Una deliberación. La relevancia de la ponencia 53
4.3. Una aprobación. La mayoría cualificada penal 56
4.4. La intervención del Senado 57
5. La fase postlegislativa 58
5.1. La activación de un interés. La preocupación por las con-
secuencias 58
5.2. La evaluación. Sus presupuestos 62
5.3. La transmisión de resultados 64
LA RACIONALIDAD DE LAS LEVES PENALES

Capítulo III. UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL 61

1. La confrontación entre legislación y jurisdicción Gl


1.1. La crisis de la ley 67
1.2. La racionalidad en la legislación y en la jurisdicción 75
1.3. La legitimación del control de constitucionalidad de las
leyes 81
2. Opciones metodológicas de racionalidad legislativa penal 86
2.1. Un concepto de racionalidad 86
2.2. Aproximaciones sectoriales o globales 88
3. Los contenidos de la racionalidad legislativa penal 91
3.1. Los diferentes niveles de racionalidad 91
3.2. Su diversa presencia en la dinámica legislativa 98
4. El desarrollo de la racionalidad legislativa penal 100
4.1. Su sentido dentro de la actual política criminal 100
4.2. Su relación con la racionalidad en la administración de
justicia penal 105
4.3. Líneas de avance 107

Capítulo IV. LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL 109

1. Límites de la propuesta 109


2. El sustrato de la racionalidad ética. El sistema de creencias ... 111
3. El debate sobre los los fundamentos del derecho penal 116
3.1. Los vectores ordenadores 116
3.1.1. La teoría de los fines de la pena 116
3.1.2. La contraposición entre utilidad y validez 120
3.1.3. El principio de proporcionalidad o prohibición
de exceso 127
3.2. Las clasificaciones de los principios fundamentadores..,. 131
4. Un modelo estructural de racionalidad ética penal 136
4.1. Los princip os de la protección 137
4.1.1. Elpr ncipio de lesividad 138
4.1.2. El p rncipio de esencialidad o fragmentariedad... 140
4.1.3. E l p r ncipio de interés público 144
4.1.4. E l p r ncipio de correspondencia con la realidad.. 145
4.2. Los princip os de la responsabilidad 145
4.2.1. El prncipio de certeza o seguridad jurídica 146
4.2.2. El pr: ncipio de responsabilidad por el hecho 147
4.2.3. El pr ncipio de imputación 149
4.2.4. El pr ncipio de reprochabilidad o culpabilidad .... 152
4.2.5. El pr ncipio de jurisdiccionalidad 154
4.3. Los princip os de la sanción 158
4.3.1. E l p r ncipio de humanidad de las penas 158
4.3.2. El p r ncipio teleológico, o de los fines de la pena 159
ÍNDICE

4.3.3. El principio de proporcionalidad de las penas .... 161


4.3.4. El principio del monopolio punitivo estatal 162

Capítulo V. LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA MÁS


ALLÁ DELSISTEMA DE CREENCIAS 165

1. Contornos del problema 165


2. Los criterios ideales 166
3. Los criterios expertos 171
3.1. El criterio científico-tecnocrático 171
3.2. El criterio elitista 172
4. El criterio constitucionalista 177
5. El criterio democrático 183
5.1. Su legitimación 183
5.2. Su desarrollo 189

Bibliografía citada 199


PRESENTACIÓN

Mi preocupación por los temas objeto de esta monografía data de


antiguo, del comienzo de la carrera académica. Mi tesis doctoral
versó sobre uno de los ámbitos del derecho penal que estaba siendo
sometido a una de las transformaciones más radicales de la segunda
mitad del siglo XX, el derecho penal sexual. Ya entonces me convencí
de la necesidad de disponer de un adecuado instrumental conceptual
con el que abordar la creación o modificación del derecho en gene-
ral, y del derecho penal en particular. De hecho, algunos de los temas
abordados en esta monografía ya fueron objeto de mi atención en
esos primeros trabajos.
Sin perjuicio de haber padecido en una buena parte de mis in-
vestigaciones posteriores ese déficit conceptual, la asunción por mi
parte de las enseñanzas de Política criminal en los estudios de Crimi-
nología de la Universidad de Málaga constituyó años más tarde la
ocasión para volver a reflexionar más detenidamente sobre los crite-
rios materiales que deberían orientar la legislación penal. Algunas
publicaciones surgidas entonces —«El bien jurídico protegido en un
derecho penal garantista», «Exigencias sociales y política criminal»,
«El derecho penal simbólico y los efectos de la pena»'— reflejaban
este interés.
La oportunidad que he tenido durante el curso académico 2001-
2002 de quedar libre de obligaciones docentes, y de disponer de todo

1. Publicados, respectivamente, en Jueces para la democracia 30 (1997), Claves


de razón práctica 85 (1998) y Actualidad penal (2001).

11
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

mi tiempo para realizar lecturas imprescindibles y ordenar mis ideas,


ha permitido finalmente elaborar el trabajo que presento.
La investigación que sigue es, sin embargo, un estudio incomple-
to sobre la racionalidad legislativa penal. En realidad, se trata más
bien de unos fundamentos sobre lo que debería ser una teoría de la
legislación penal. Así, los capítulos II y III plantean de modo general
los modelos dinámico u operacional, y prescriptivo o valorativo, res-
pectivamente, sobre los que tal teoría pienso que debería asentarse^.
Por su parte, los capítulos IV y V desarrollan el primero de los cinco
niveles de racionalidad propuestos, a saber, el nivel ético. Pendientes
de exposición y profundización quedan los otros cuatro niveles, esto
es, el teleológico, el pragmático, el jurídicoformal y el lingüístico,
siguiendo la clasificación de Atienza a la que me adhiero. Espero que
yo mismo o algunos de mis discípulos interesados en esta problemá-
tica podamos atender en el futuro esta tarea, así como otros temas
colaterales o complementarios de especial significación, ocasional-
mente ya mencionados en el capítulo I o en diferentes pasajes de esta
monografía.
Este trabajo no hubiera sido posible sin el estímulo que durante
años han supuesto los alumnos de Política criminal, sin las críticas y
sugerencias de los profesores integrantes del área de Derecho penal
de la Universidad de Málaga, y sin el apoyo personal y los consejos
científicos prestados durante mi reciente año sabático por F. Zim-
ring, de la Universidad de California en Berkeley, y por W. Perron,
de la Universidad J. Gutenberg de Maguncia. A todos ellos mi agra-
decimiento.
Una mención especial he de hacer a mi esposa. Tere, cuyo respal-
do ha sido, como siempre, fundamental, y que ha tolerado con pa-
ciencia y comprensión mi prolongada ausencia del domicilio familiar
durante doce largos meses.

JOSÉ LUIS DIEZ RIPOLLÉS

En Málaga, a 15 de diciembre de 2002.

2. Su contenido, en versiones previas y algo distintas de la que aquí se expone,


ha sido recogido ya en «Un modelo dinámico de legislación penal» y «Presupuestos de
un modelo racional de legislación penal», trabajos publicados respectivamente en Diez
Ripollés-Romeo Casabona-Gracia Martín-Higuera Guimerá (eds.), La ciencia del dere-
cho penal en el nuevo siglo. Libro homenaje al profesor Cerezo Mir, Madrid, Tecnos,
2002, y en la revista Doxa 24 (2001).

12
Capítulo I

INTRODUCCIÓN

La escasa atención que se presta a la problemática relacionada con la


creación del derecho en el ámbito de la investigación jurídica es un
fenómeno cada vez más resaltado y criticado', sin que ello haya ori-
ginado, sin embargo, un desplazamiento significativo del interés aca-
démico, que sigue centrado en el estudio de la aplicación judicial del
derecho.
Es sabido que no siempre las cosas fueron así. Basta para compro-
barlo con contrastar el periodo codificador decimonónico, en el que
la preocupación fundamental de los juristas residía en la elaboración
de un cuerpo racional de leyes, con la tendencia predominante duran-
te la mayor parte del siglo XX, encaminada a asegurar una interpreta-
ción racional de las leyes mediante la construcción de elaboradas ca-
tegorías conceptuales y modos de argumentación^. Incluso se reitera

1. Véanse a título de ejemplo, entre muchos otros, con diferentes orientaciones


metodológicas, Atienza, 9, 25; Calsamiglia, 161-162, 176-178; Cuerda Riezu, 1991,
73 ss.; Diez Ripollés, 1997, 13-15; Ferrajoli, 962-963; v. Hirsch, 161-163; Larrauri
Pijoan, 95; Marcilla Córdoba, 2000, 93-95, 100-101; Salvador Coderch, 1982, 79-
80; Vogel, 249-252; Zapatero Gómez, 769-770; Domínguez Figueirido, 243-244,
256-257, 263; las diversas aportaciones en las obras colectivas de Gretel, Corona-Pau-
Tudela (coords.) y Carbonell-Pedroza (coords.), entre otras. Véase, sin embargo, una
visión escéptica al respecto en Luhmann, 327-328.
2. De hecho, ese cambio de enfoque se vive en ciertos ámbitos filosóficojurídi-
cos como algo todavía pertinente y que incluso debe ser objeto de profundización,
teniendo que ver con una cierta crisis de la ley acompañada de una revalorización de la
actividad judicial. Véase, por ejemplo, Prieto Sanchís, 5-45, 61-66. En un sentido más
amplio, coloca en el centro del sistema jurídico a la actividad judicial, y en la periferia

13
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

una idea según la cual no todas las tradiciones jurídicas han procedido
al mismo grado de abandono de la antes llamada ciencia de la legisla-
ción, que habría sido especialmente acusado en ¡a tradición jurídica
continental a diferencia del derecho común anglosajón'.
En el contexto del derecho penal la necesidad de reorientar nues-
tra atención hacia la legislación es especialmente urgente: Ante todo
porque, como he tenido ocasión de describir en otros lugares'', la ley
penal ha acumulado recientemente unas funciones sociales significa-
tivamente distintas a las que le eran tradicionales, entre las que se
pueden citar la asunción por el código penal, a falta de mejores
alternativas, del papel de código moral de la sociedad, su protagonis-
mo en la progresiva juridificación de cualesquiera conflictos o dile-
mas valorativos sociales, o su utilización con fines meramente simbó-
licos. En segundo lugar, y en estrecha relación con lo anterior, por la
intensa implicación de la ciudadanía, directamente o mediante los
medios de comunicación, en los debates sobre la configuración de la
mayor parte de las leyes penales: sin ignorar la positiva consecuencia
de reforzamiento de la sociedad democrática que ese fenómeno po-
see, trasluce igualmente una progresiva desconfianza de la opinión
pública y la sociedad en general en los cuerpos expertos de la justicia;
tendremos ocasión de ver la trascendencia que ello posee. En tercer
lugar, por qué no decirlo, más de cien años de rigurosa profundiza-
ción en los criterios que deben regir la exigencia de responsabilidad
penal ante los tribunales han permitido alcanzar el nivel del escolas-
ticismo, esto es, aquel en el que los nuevos y a veces refinados pro-
gresos conceptuales no rinden una mínima utilidad en la aplicación
judicial; en desconcertante contraposición, el campo de la creación
de las leyes que luego se han de interpretar se ha permitido que
quedara en manos de la improvisación y el oportunismo social y
político.
El objetivo inmediato residiría en poner a punto un modelo de
legislación que, entendiendo a ésta como un proceso de decisión, la
aproxime lo más posible a la teoría de la decisión racionaF. Se han
ofertado diversos modelos de legislación racional en la doctrina jurí-

al legislador, Luhmann, 320-328. Sobre las causas del predominio de la aplicación


sobre la creación del derecho nos ocuparemos en un capítulo posterior.
3. Aluden a esas diferencias de atención Atienza, 95; Salvador Coderch, 1989,
11-14; Zapatero Gómez, 771.
4. Véase Diez RipoUés, 1998, 48-51; íd., 2001, 1-3.
5. Del alejamiento del actual proceder legislativo de tal modelo de decisión
racional se hacen eco, entre otros, Atienza, 71; Floerecke, 354-355. A lo utópico que
resulta pensar en una legislación perfectamente racional alude Ferrajoh, 963.

14
INTRODUCCIÓN

dica. El que aquí se va a adoptar está claramente inspirado en el


propuesto por Atienza, que se reclama a su vez, al menos en su
aspecto dinámico, deudor de los de otros autores''.
Este modelo estaría integrado por dos planos superpuestos. El
primero, dinámico u operacional, debería ser capaz de describir y
analizar críticamente el concreto funcionamiento del proceder legis-
lativo: tras una previa identificación de las diferentes fases y subfases
en que éste tiene lugar y sus respectivos límites, habría de prestar
especial atención a las actividades desarrolladas en cada una de ellas
así como a los agentes sociales que las impulsan, detectando las quie-
bras discursivas o condicionamientos que dan lugar a distorsiones
importantes. El segundo, prescriptivo, debe establecer los contenidos
de racionalidad que han de ser tenidos necesariamente en cuenta en
todo proceder legislativo: tras la selección de los diversos criterios de
racionalidad a considerar, y una vez establecida su secuenciación e
interrelación, deberá asegurar su puesta en práctica mediante su des-
agregación en principios o reglas más específicos y susceptibles de
utilización en la actual realidad legiferante, así como distribuirlos
adecuadamente a lo largo de las diversas fases operativas, estando,
así, en condiciones de identificar violaciones de tales exigencias de
racionalidad.
Objetivo último sería estar en condiciones de ejercer un control
de legitimidad de las decisiones legislativas penales^. Control que no
debiera limitarse a la verificación del cumplimiento de las formalida-

6. Véase Atienza, 27-28, 57-58, 64-71, quien cita respecto a lo aludido en texto
a Noli, Wroblewsky y, en especial, Losano. Se basan en el modelo de Atienza, entre
otros, Calsamiglia, 162, 174, si bien lamentando el estado embrionario de los modelos
existentes, y la mayor parte de los autores participantes en la obra colectiva editada
por Carbonell-Pedroza de la Llave (coords.), en especial Marcilla Córdoba y Aguiló
Regla.
Descartamos, en consecuencia, otros modelos que estimo menos elaborados,
como los de Floerecke, 68-73; Hassemer-Steinert-Treiber, 13-14; Amelung, 1980, 24-
32; Zapatero Gómez, 785-788, u Oses Abando, 284.
7. Zapatero Gómez, 777-785, por el contrario, estima principales objetivos del
fomento de los estudios de legislación el resaltar la primacía de la ley en el operar jurídi-
co y la revalorización de la interpretación subjetiva de la ley. A su vez, Cuerda Riezu,
1991, 77-97, 115-116, con acertadas referencias a la relevancia de la interpretación
subjetiva, parece vincular la urgencia de emprender estudios sobre la legislación penal a
la obtención de una dogmática con mayor capacidad de análisis del derecho vigente. A
mi juicio, si el primer objetivo de Zapatero trasciende a una teoría de la legislación, el
segundo objetivo de Zapatero y el que, en estrecha conexión con éste, asume Cuerda
implican implícitamente renunciar a la creación de una legislación racional y conformarse
con un análisis descriptivo de ésta.

15
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

des competenciales y secuenciales previstas para la elaboración legis-


lativa en la Constitución, las leyes pertenecientes al bloque de cons-
titucionalidad o las prácticas sociales consolidadas, sino que debería
comprobar si se han respetado a lo largo de todo el proceso en una
medida aceptable los parámetros de racionalidad exigibles. La con-
clusión de todo ello debiera ser el desarrollo, o eventualmente la
profundización, en nuestro ordenamiento jurídico de vías que permi-
tieran declarar la invalidez de toda decisión legislativa adoptada sin
respetar tales requisitos. Ciertamente resulta incongruente que el
control decisional haya quedado confinado al ámbito de la aplicación
del derecho, mientras que su proceso de creación haya conseguido
eludir hasta el momento cualquier control material, y aun formal,
digno de mención".

8. Véanse también Marcilla Córdoba, 100-101; Vogel, 262-264.


La incongruencia se acentúa si se piensa que el control decisional material es clara-
mente superior en las disposiciones reglamentarias de carácter general que en las leyes
formales, de lo que es un buen ejemplo, entre otros, la Ley del Gobierno de 27-11 - 97 en
sus artículos 22 y 24. Ello permite la paradoja de que una vía para eludir ciertos contro-
les materiales decisionales sobre reglamentos sea elevando el nivel de la norma al rango
de ley. Sobre lo anterior, así como sobre la improcedente crítica de que ello supondría
afectar al principio de la soberanía popular, véase Diez RipoUés, 1997, 14-15.

16
Capítulo II

LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

1. Apunte metodológico

Estimo que una adecuada profundización en el modelo legislativo


anticipado obliga a comenzar por el plano dinámico u operacional.
Aunque es comprensible la tendencia de la doctrina jurídica a prestar
más atención al plano prescriptivo', en el que se desenvuelve más
cómodamente —en cuanto que el enfoque jurídico, sin poseer la
exclusiva, tiene una presencia dominante—, resulta difícil determi-
nar y desarrollar los contenidos de la racionalidad legislativa sin sa-
ber con cierta precisión en qué contexto social se han de activar, con
qué dificultades prácticas va a tropezar su implementación, y qué
momentos son los decisivos para asegurar la debida consideración de
cada una de esas racionalidades y sus elementos constitutivos. Ello
explica que el presente trabajo se inicie con el estudio del primero de
los planos aludidos.
Antes de exponer el modelo dinámico que propongo, he de ha-
cer algunas aclaraciones metodológicas: El modelo se ha formulado
teniendo a la vista el decurso de la legislación penal, por lo que no
pretende generalizarse a los procederes legislativos de otras ramas
del derecho, aunque pienso que, en mayor o menor medida, puede
serles también de utilidad. Por otro lado, no aspira a ser un modelo
aplicable exclusivamente a la realidad políticocriminal española; aun-

1. Véase, por ejemplo, Atienza, 27 ss., con una actitud que ha sido seguida por
la gran mayoría de los que se han ocupado recientemente de la ciencia de la legisla-
ción. Véase una actitud más próxima a la aquí defendida en Amelung, 1980, 47.

17
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

que ciertamente se ha estructurado en torno a ella, he procurado


tener en cuenta rasgos comunes a las sociedades democráticas avan-
zadas occidentales. En tercer lugar, se ha centrado en un cierto tipo
de legislación penal, aquella que es capaz de suscitar la atención de
amplios sectores sociales; aunque el interés social por los temas pe-
nales no deja de crecer y extenderse a cada vez más asuntos, restan
sin duda ciertos ámbitos que se desenvuelven en gran medida en un
plano mayoritariamente técnico; con todo, pienso que el modelo,
con algunas acomodaciones que indicaré en su lugar, es en buena
parte aplicable también a esa legislación^. Finalmente, lo que ofrezco
a continuación es simplemente una hipótesis de la dinámica legislati-
va penal que, aunque apoyada a mi juicio en abundantes datos y
argumentos, debería ser sometida a verificación empíricosocial y
completada en muy diversos aspectos.

2. Las fases del proceder legislativo

Un adecuado reflejo de la dinámica legislativa penal exige un modelo


que, como ya ha sido propuesto por otros autores, se estructure
en tres fases, que podemos denominar prelegislativa, legislativa y
postlegislativa^, que tendrían lugar sucesiva y circularmente en el
tiempo.
La fase prelegislativa se iniciaría en cuanto se problematiza so-
cialmente una falta de relación entre una realidad social o económica
y su correspondiente respuesta jurídica, y concluiría con la presenta-

2. Véase, en este mismo capítulo, apartado 3.4.3. Sin consideración, sin embar-
go, queda la dinámica ocasionada por leyes penales que traen causa de decisiones
provenientes de la Unión Europea o convenios internacionales, supuesto cada vez más
frecuente, pero que estimo exige un modelo específico, que atienda debidamente a la
dinámica supranacional; modelo, por lo demás, urgente, dados los importantes défi-
cits de racionalidad que tales iniciativas legislativas suelen comportar en el ámbito
políticocriminal.
3. Véanse Atienza, 68-71; Rodríguez Mondragón, 85-89; Soto Navarro, 193-
195, por más que esta autora sustituye el término «legislativa» por «parlamentaria»,
decisión que no comparto, pues deja fuera supuestos de legislación directa, sin inter-
mediación del parlamento, por iniciativa popular, posible en ciertos ordenamientos.
Una estructura distinta, aunque cercana, en Zapatero Gómez, 785-788. El modelo de
Floerecke, 68-73, sin embargo, no idenrifica debidamente las tres fases del proceder
legislativo, mezcla inadecuadamente la última etapa de la fase prelegislativa con la
fase legislativa, y no diferencia los elementos operacionales de los prescriptivos.

18
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

ción de un proyecto o proposición de ley ante las Cortes''. La fase


legislativa comenzaría con la recepción en las Cortes de la propuesta
legal, y tendría su fin con la aprobación y publicación de la ley. Por
último, la fase postlegislativa arranca con la publicación de la norma
y terminaría, cerrando el círculo, con el cuestionamiento por la so-
ciedad en general, o por grupos relevantes de ella, de que la ley
guarde una adecuada relación con la realidad social y económica que
pretende regular.
Aunque estructuralmente la fase legislativa constituiría el núcleo
del proceso, ya que es en ella propiamente donde se toma la decisión
legal, mientras que las otras fases se limitan a preparar o evaluar el
proceso decisional, tendremos ocasión de ver que resulta equivocado
subestimar la relevancia operativa de las restantes fases, singularmen-
te la prelegislativa^.
Por otra parte, las tres fases se encuentran en un contexto de
retroalimentación que supera ampliamente la ya derivada de su cir-
cularidad: Así, la fase prelegislativa no sólo condicionará por lo gene-
ral de modo decisivo el desarrollo de la legislativa, sino que predeter-
minará los aspectos en los que se habrá de poner el énfasis en la fase
postlegislativa''. A su vez, la fase legislativa, además de marcar la
pauta de los análisis postiegislativos, puede llevar a modificar en el
futuro parte de los modos operativos de los agentes sociales determi-
nantes de las diferentes etapas prelegislativas^. Y una fase postlegisla-
tiva seriamente desenvuelta suministrará información decisiva para
eventualmente iniciar una nueva fase prelegislativa, pero también
obligará a la fase legislativa a acomodarse a la rendición de cuentas a
la que se le va a someter*.

4. Más raramente con una iniciativa legislativa popular.


5. Atienza, 68-70, sin embargo, pone especial énfasis en la fase legislativa esti-
mando que en ocasiones las otras pueden no existir o carecer de importancia. Véase
más adelante el apartado sobre las leyes especialmente técnicas, que son las que pue-
den plantear más claramente los fenómenos que señala Atienza.
6. Piénsese en ciertas necesidades u objetivos que el conjunto de la sociedad
tiene muy claro que deben satisfacerse por la ley, y que persisten de forma, en buena
medida, autónoma de los objetivos parlamentariamente asignados a la ley.
7. Por ejemplo, una prestación legislativa que no satisfaga las demandas deriva-
das de agentes sociales significativos de la fase prelegislativa puede activar iniciativas
legislativas populares extraparlamentarias en los ordenamientos jurídicos que es posi-
ble o, donde ello no sea posible, una deslegitimación de la futura actividad legislativa.
8. Alude también a la interrelación entre las diferentes fases Atienza, 68.

19
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

3. La fase prelegislatwa

Tomando como referencia una propuesta de Schneider', esta fase


constituye un proceso sociológico complejo constituido por cinco
etapas sucesivas, que enseguida paso a analizar.
Pero antes me gustaría atraer la atención del lector sobre la varia-
ción que experimentan en cada una de esas etapas dos variables
especialmente significativas, los agentes sociales predominantes y el
grado de institucionalización de la etapa correspondiente'". En efec-
to, si en la primera etapa los agentes sociales son grupos sociales muy
diversos, este papel lo pasa a ocupar luego la ciudadanía en general
o amplias capas de ella, a la que relevan los medios de comunicación,
los cuales ceden generalmente el testigo a grupos de presión, normal-
mente expertos, concluyendo esta fase en manos de las burocracias
gubernamentales o partidistas. Del mismo modo, mientras la primera
y segunda etapa son procesos espontáneos, sin institucionalización
aunque susceptibles de ser provocados institucionalmente, en la ter-
cera se aprecia un conjunto de actividades muy consolidadas aunque
no institucionalizadas, en la cuarta los comportamientos están par-
cialmente condicionados por las instituciones, y en la última etapa
éstas ya han tomado el control del proceso.

3.1. Una acreditada disfunción social

El proceso sociológico desencadenante de una decisión legislativa


penal se inicia con el éxito de un agente social en hacer creíble la
existencia de una disfunción social necesitada de algún tipo de inter-
vención penal. Por tal disfunción social se ha de entender, en térmi-
nos generales, una falta de relación entre una determinada situación
social o económica y la respuesta o falta de respuesta que a ella da el
subsistema jurídico, en este caso el derecho penal".

9. Véase Schneider, 792-793.


10. Por grado de institucionalización entiendo la medida en que determinadas
actividades se desenvuelven dentro de las rutinas de organismos estructurantes de la
organización sociopolítica, tales como la administración pública en sus diferentes va-
riantes, partidos políticos, sindicatos, colegios profesionales, etc.
11. Véanse, en sentido muy semejante, Schneider, 793; Floerecke, 70. Pendiente
de desarrollo queda el análisis de los mecanismos sociales que vinculan un desajuste
social con una intervención jurídica, y más en concreto con una jurídicopenal, análisis
que aquí no estamos en condiciones de hacer y que, evidentemente, es distinto del
habitual enfoque prescriptivo sobré el tema.

20
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

Para lograr tal éxito ese agente social deberá aportar datos, reales
o ficticios, que permitan sentar las bases de una discusión al respecto,
y estar además en condiciones de suscitar esa discusión en ámbitos
comunicacionales relevantes en la sociedad. Por lo demás, el plantea-
miento de esa disfunción social se mueve todavía en un apreciable
nivel de indefinición^^, de ahí que no se pueda hablar aún de un
problema social, lo que exigiría una delimitación conceptual y una
involucración emocional de la ciudadanía, que todavía no se han
alcanzado".
Los agentes sociales que pueden poner en marcha el proceso son
muy plurales: Pueden ser fuerzas políticas, sociales o económicas
institucionalizadas, eomo el gobierno, los partidos políticos, sindica-
tos, asociaciones empresariales, corporativas o profesionales, confe-
siones religiosas oficiales o semioficiales... También grupos sociales
organizados pero no institucionalizados*'', como asociaciones medio-
ambientales, feministas, pacifistas, religiosas, culturales, científicas,
de opinión, de víctimas o de impulso de cualesquiera intereses. O
personas aisladas como ensayistas, científicos, víctimas prominen-
tes.... Y desde luego los propios medios de comunicación. El único
requisito exigido es que sean capaces de aportar credibilidad a sus
apreciaciones en el sentido antes indicado.
La disfunción social puede ser, en sus presupuestos fácticos, real
o aparente, cualidad esta última de la que los agentes sociales activa-
dores del proceso pueden no ser conscientes, serlo o justamente estar
movidos por la intención de hacer pasar por real una disfunción
aparente. La frecuencia con que en el ámbito políticocriminal se
trabaja con disfunciones sociales aparentes, esto es, con representa-
ciones de la realidad social desacreditadas por los datos empírico-
sociales, no debería subestimarse'^.

12. Aunque no tanta como para que resulte incapaz de suscitar la discusión so-
cial.
13. Estos dos rasgos varían en los supuestos de legislación muy técnica, como
tendremos ocasión de ver.
14. Prefiero esta terminología a la de «emprendedores morales», últimamente tan
en boga, pero que conlleva implícitamente una actitud prejuiciosa frente a ciertos
grupos sociales de presión a favor de otros. Sobre su origen, véanse Hassemer-Steinert-
Treiber, 24.
15. Schneider, 793, 794-797 aporta entre otros interesantes ejemplos históricos
de disfunciones sociales reales que dieron lugar a significativas modificaciones legisla-
tivas penales las diferentes fases en la punición del vagabundeo que tuvieron lugar en la
Baja Edad Media y en la Edad Moderna inglesas, estudiadas por Chambliss en 1964, o
el surgimiento del delito de apropiación indebida en la Inglaterra del siglo xvill, anali-
zado por Hall en 1952. Como caso de disfunción social aparente, especialmente útil

21
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

La obtención de la credibilidad imprescindible para hacer un


hueco a esa disfunción social en el debate colectivo no depende
exclusivamente de las habilidades del agente social impulsor, sino
asimismo de ciertas cualidades inherentes a esa disfunción, de las que
se puede aprovechar el agente correspondiente:
En primer lugar, tal desajuste social debe tener características
susceptibles de despertar atención social. Ésta es un bien socialmente
escaso, tanto en cuanto al número de asuntos como a la persistencia
de ellos. Se han identificado ciertas cualidades de los asuntos sociales
que originan efectos distintos: 1) Los asuntos remotos, irresolubles o
incomprensibles terminan produciendo desinterés. 2) Los que tienen
componentes dramáticos despiertan y mantienen fácilmente la aten-
ción: El dramatismo se concreta en la puesta en juego inmediata de
intereses considerados vitales; este factor explica en gran medida la
continua presencia en el debate social de disfunciones sociales afec-
tantes a la criminalidad, o al menos a cierto tipo de ella. 3) Los
asuntos sociales vinculados a la experiencia directa de la mayoría de
los ciudadanos poseen un grado de atención intenso y persistente; sin
embargo, esa consistencia puede perderse si se empiezan a ver como
irresolubles, pudiéndose compensar la frustración mediante el des-
plazamiento de la atención hacia asuntos de los que no se posee
experiencia directa y de los que, precisamente por ello, puede ofre-
cerse una descripción convincente de sus causas y remedios no acce-
sible a la falsación empírica por el conjunto de la sociedad'*.
En segundo lugar, amplios o relevantes sectores sociales deben
considerar de utilidad el planteamiento de esa disfunción social. La
utilidad percibida por la sociedad estará, por lo general, conectada a
la resolución de los efectos negativos causados por la disfunción
social, sean éstos materiales, expresivos o integradores'''. Esta utili-

para desarrollar ciertos programas de acción políticos, y también activadora de refor-


mas penales, cita aquella que dio lugar a la legislación prohibicionista estadounidense
sobre producción, comercio y consumo de alcohol («ley seca») de los años veinte del
siglo XX, estudiada por Sinnclair en 1962. En esta última rúbrica resulta fácil de encua-
drar igualmente la disfunción social, inicialmente cuando menos sobrevalorada y pos-
teriormente retroalimentada por las propias decisiones legislativas penales, que ha
originado la política criminal sobre drogas, con tan dramáticas consecuencias durante
todo el siglo XX en los Estados Unidos y durante las últimas décadas del siglo en la
mayor parte del planeta; véase al respecto Escohotado, II, 154 ss.; III, 9 ss. Véanse
referencias a ulteriores ejemplos en Hassemer-Steinert-Treiber, 24, 28-29, 31-33.
16. Véase ampliamente, sobre esta caracterización de los asuntos sociales, Edel-
man, 12-36, en especial 27-34.
17. Sobre estas diferencias conceptuales, véase Diez Ripollés, 2001, 5-6.

22
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

dad, imprescindible para obtener la credibilidad social, puede diferir


notablemente de los intereses que persigan los agentes sociales im-
pulsores del proceso'*.
Acreditada la disfunción social en el sentido indicado, esta pri-
mera fase concluye con la inclusión en la agenda temática social del
desajuste colectivo identificado y la apertura de la posibilidad de que
el subsistema jurídicopenal tenga que modificarse para adaptarse a la
nueva realidad socioeconómica.

3.2. Un malestar social. La preocupación y el miedo al delito

Tras su inclusión en la agenda temática social, es preciso que el


conocimiento de esa disfunción social se disemine de manera genera-
lizada en la sociedad, acompañado de dos características. La primera
es su estabilización cognitiva, es decir, una cierta resistencia a des-
aparecer de la agenda social. La segunda es su capacidad de involu-
cración emocional de la población.
A la hora de consolidar esa difusa percepción social emocional-
mente cargada hay una serie de variables sociales que juegan un im-
portante papel, y que han sido tratadas hasta hace poco por la crimi-
nología bajo el término general de «miedo al delito». El término, sin
embargo, se ha mostrado en los últimos tiempos especialmente con-
fuso y desorientador, tanto conceptual como metodológicamente, ya
que tras él se esconden, al menos, cuatro ideas distintas, con diferente
importancia en el tema que nos ocupa: la estimación del riesgo de
sufrir un delito, el miedo de sufrir un delito, la preocupación sobre
los niveles de delincuencia, y las modificaciones conductuales adopta-
das para no sufrir un delito". A nosotros nos interesa especialmente
la preocupación por la delincuencia y, en menor medida, las restan-
tes, particularmente el miedo al delito propiamente dicho^".

18. Véase un interesante análisis de los intereses que realmente pueden impulsar
a los poderes y fuerzas políticos en Edelman, ibid. También Floerecke, 70.
19. Por si fuera poco, cada una de estas magnitudes puede, a su vez, adquirir
configuraciones distintas según vaya referida a uno mismo o a terceras personas. Véan-
se sobre estos problemas conceptuales y metodológicos, entre otros, Hale, 84-94; Sko-
gan, 131-139; Bilsky, 315-318; KiUias, 399-400, 415-417.
20. De todas formas, la confusión conceptual y metodológica aludida hace que
no siempre puedan diferenciarse adecuadamente los resultados relativos a cada una de
las ideas o magnitudes aludidas. Véase un ejemplo claro de la confusión de planos en
Ruidíaz García, 1977, 12-18, 25, 32, 59-60.
A los problemas anteriores se añade uno más, el de que las investigaciones crimi-
nológicas se han centrado en el delito callejero o residencial, dejando fuera de conside-
ración los delitos contra bienes jurídicos colectivos, así como buena parte de los refe-

23
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

La preocupación por el delito o la delincuencia está muy vincu-


lada a lo que se suelen llamar las actitudes punitivas presentes en una
determinada sociedad, que expresarían los puntos de vista de los
miembros de ésta sobre los contornos y el grado de intervención
penal que consideran necesarios^'. Se diferenciaría de la punición
objetiva, que registraría la efectiva amplitud e intensidad de la in-
tervención penal en cierta sociedad^^, así como de las teorizaciones
sobre el progresivo arraigo de sentimientos de inseguridad en la
sociedad moderna'". Tal preocupación o actitudes constituyen un
reconocido parámetro de las opiniones políticocriminales de una
sociedad, y se configuran como un juicio de valor, apoyado predo-
minantemente en componentes cognitivos, pero sin dejar de estar
presentes secundariamente aspectos emocionales^''.
Una de sus características más significativas es el ser muy volátil,
con poca estabilidad y bastante influenciabilidad, algo muy impor-
tante si se piensa en su relevancia en esta etapa prelegislativa". Por
otro lado, se desenvuelve de acuerdo a ciertas variables sociodemo-
gráficas: Tiene una directa relación con el género femenino, el incre-
mento de edad y la tendencia política conservadora. Tiene una rela-
ción inversa con el grado de formación. El nivel de ingresos de la
persona presenta una relación directa poco relevante, salvo la nota-
ble acentuación de tal relación que se produce si el nivel de ingresos
va acompañado de un escaso grado de formación^''.

ridos a bienes jurídicos individuales que no impliquen violencia, intimidación, preva-


limiento o engaño. Es obvio que resulta urgente realizar progresos empíricos en este
campo, por más que no se puede ignorar la mayor potencialidad generadora de miedo,
en sentido amplio, de los delitos habitualmente estudiados. Eso lo han puesto de ma-
nifiesto Zimring-Hawkins, 8-13, 211-214 respecto a los delitos violentos.
21. Una expresión más precisa pero también más abstrusa sería la de «predisposi-
ción punitiva subjetiva». En inglés, subjective punitiveness, en francés, punitivité sub-
jective.
22. También más precisamente la «orientación punitiva objetiva», objective puni-
tiveness (ingl.), punitivité objective (fr.). Véase especialmente Killias, 368, 415-416.
23. Que se mueven en el aún más impreciso ámbito de las actitudes sociales gene-
rales, por más que puedan estar en el trasfondo de las concretas actitudes punitivas.
Véase ese concepto, entre otros, en Silva Sánchez, 1999, 24-30.
24. Se diferenciaría del miedo, por el componente básicamente emocional de éste;
de la estimación del riesgo, por ser éste un mero juicio cognitivo; de las modificaciones
conductuales, por constituir éstas una reacción instrumental al riesgo percibido y, even-
tualmente, al miedo. Véanse distinciones próximas en autores citados en nota 19.
25. A diferencia de lo que sucede con el miedo propiamente dicho. Véase Killias,
416-417.
26. Con todo, no faltan ocasionalmente dudas respecto a la relación directa del
sexo femenino o de la edad. Véanse Killias, 417-420; Skogan, 139; Ruidíaz García,
1994, 233-234; Garrido-Stangeland-Redondo, 146-148.

24
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

Junto a las precedentes variables sociodemográficas, hay otras


variables de importancia. La existencia de una victimización previa
muestra una relación ambivalente: si un análisis global impide esta-
blecer relaciones firmes entre la preocupación social por la delin-
cuencia y el hecho de haber sido victimizado, parece que existe una
relación directa si se ha sido víctima de un delito que implique aco-
metimiento personal, mientras que la relación es nula o incluso in-
versa si se ha sido víctima de un delito patrimonial sin acometimiento
personal efectivo o posible^''. Por otro lado, se da una directa rela-
ción entre actitudes punitivas elevadas y el contacto con medios de
comunicación que prestan especial atención a la delincuencia, en
especial si realizan un trato sensacionalista de ella y preconizan la
dureza frente al crimen^*. Asimismo, hay una directa relación entre la
punición objetiva y las actitudes punitivas, de forma que cuanto más
amplia e intensa sea la intervención penal real en una sociedad, ma-
yor será también la predisposición social a incrementar la interven-
ción: con esta significativa relación, que termina potenciando las
diferencias nacionales inicialmente existentes, podríamos estar ante
una inesperada confirmación de la función promotora o troquelado-
ra del derecho penaP'.
Tampoco podemos dejar de considerar el miedo al delito propia-
mente dicho, entendido como una emoción ligada al riesgo de ser
objeto uno mismo u otros de un delito, dada su significación en el
tema que nos ocupa: está bien establecido que su existencia incre-
menta las actitudes punitivas, en especial mediante el rechazo de
políticas penales liberales, fomenta el desarrollo de tendencias desle-
gitimadoras del sistema de justicia penal, e incrementa de hecho la
criminalidad al favorecer el abandono de los lugares públicos^".

27. Se percibe que en estos casos la preocupación se confina en el resarcimiento


económico. Véase Killias, 422-424. De todos modos, habría que verificar la hipótesis
de si el reciente fenómeno de agrupación de las víctimas y su configuración como
grupo de presión se limita a reforzar las actitudes punitivas respecto a los delitos per-
sonalísimos o si extiende esa actitud a otros delitos.
28. Aunque persisten dudas respecto a qué es causa y qué efecto, la relación entre
estas dos variables es mucho más estrecha que la que se da con el miedo (vid. infra).
Véanse Killias, 421-422, 424; Skogan, 139; Garland, 146, 157-158, matizadamente;
Cuerda Riezu, 2001, 197-198. En sentido contrario, Ruidíaz García, 1992, 938.
29. Aunque de nuevo aquí se tienen dudas respecto a qué sea causa y qué efecto.
Véase Killias, 368-370, 384-387, 417. En cualquier caso, eso podría explicar en parte
las dificultades que se aprecian para rebajar las demandas punitivas cuando las tasas de
criminalidad descienden. Véase una alusión al fenómeno en los Estados Unidos y Rei-
no Unido, en Garland, 163-164.
30. Véanse Hale, 82-84; Torrente Robles, 147.

15
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

Entre los factores que lo determinan figura en primer lugar el


sentimiento de vulnerabilidad^', que se desenvuelve sobre todo de
acuerdo a tres variables sociodemográficas: el género femenino, que
se ha mostrado como el mejor y más consistente predictor del mie-
do^^, el incremento de edad^^, y condiciones socioeconómicas como
los bajos ingresos, la escasa formación y la pertenencia a minorías^''.
La victimización previa es el segundo factor a tener en cuenta.
Ahora bien, la victimización directa, sufrida por uno mismo, origina
más modificaciones conductuales pero no necesariamente más mie-
do^^; es la victimización indirecta o vicaria, ligada a la que sufren
otras personas, la que constituye un fuerte predictor del miedo. Es
sabido hace tiempo que hay mucha más gente con miedo que perso-
nas victimizadas, y parece que el suceso padecido por otros tiende a
excitar la imaginación sin que origine la necesidad de adoptar medi-
das realistas encaminadas a evitar el riesgo propio, que introducirían
racionalidad en el análisis. De todos modos, en la activación de ese
miedo juegan un factor importante ciertos aspectos: la correlación es
fuerte si se conoce a la persona victimizada o ésta pertenece a la
vecindad o barrio^''. Los medios tienen una influencia ambivalente:
quien no está en contacto con ellos muestra menos miedo que quien
sí lo está; si el suceso delictivo se encuadra en noticias locales suscita
más miedo que si pertenece a noticias nacionales o internacionales,

31. Éste aparece conectado a la percepción por el sujeto de la concurrencia de


tres elementos: exposición significativa al riesgo, pérdida de control de la situación y
anticipación de consecuencias graves derivadas del delito. Véanse Killias, 407-411;
Hale, 95-96.
32. Por más que las mujeres presentan, paradójicamente, un riesgo de victimiza-
ción claramente inferior al de los hombres. La paradoja se ha querido resolver de
diversas formas: Enfoques feministas explican que lo que sucede es que la ausencia de
miedo masculina es irracional. Otras veces se ha puesto de relieve la alta cifra de
victimización femenina oculta, acentuada aún más por su menor exposición al riesgo.
Finalmente, se ha querido explicar por la diferente socialización de hombres y mu-
jeres.
33. Variable ésta muy cuestionada en la actualidad, siendo uno de los puntos
donde se concentran las críticas respecto a la confusión conceptual y metodológica a la
hora de medir el miedo.
34. Variable que se considera la más coherente con la reaUdad de la dehncuencia,
la más racional por tanto. Sobre las variables sociodemográficas, véanse Hale, 96-103;
KiUias, 403-404; Skogan, 137-138; Bilsky, 322-325; Torrente Robles, 150.
35. Algunas investigaciones aisladas cuestionan esto. Véanse sobre este factor Hale,
103-108; Kilhas, 402-403; Bilsky, 325-326; Torrente Robles, 148, 152.
36. Más aún si la víctima muestra semejanzas personales o ambientales con el
sujeto, o si se obtiene la información directamente de la víctima o mediante chismo-
rreo.

26
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

supuestos estos últimos que incluso pueden crear un sentimiento de


seguridad respecto al propio entorno^^.
Junto a estos dos factores se suele aludir uno medioambiental: la
residencia en un barrio desorganizado, con poca integración social,
incrementa, racionalmente, el miedo, en especial si se percibe la falta
de autoridad para impedir tales conductas^^ En ocasiones se introdu-
ce también un cuarto conjunto de factores psicológicosociales^'.
Pues bien, esta etapa prelegislativa concluye cuando una aprecia-
ble insatisfacción social en relación a la ausencia, presencia o modo
de una intervención penal se estabiliza de manera generalizada. La
insatisfacción se verá potenciada si está cargada emocionalmente, en
particular si esa emoción toma la forma de miedo al delito.

3.3. Una opinión pública. Los medios de comunicación

El malestar social existente precisa concretarse a través de un proce-


so comunicativo de intercambio de opiniones e impresiones, proceso
que, por un lado, reforzará la visibilidad social del desajuste social y
del malestar que éste crea y, por otro, otorgará a esa disfunción
social la sustantividad y autonomía precisas para que se considere un
auténtico problema social.
En temas que ya arrastran, como hemos visto, una amplia aten-
ción y preocupación sociales son instrumentos imprescindibles de tal
proceso comunicativo los medios de comunicación social. Va a ser en
su ámbito donde tendrá lugar la relevante identificación del proble-
ma social a resolver'*", y van a ser ellos los que, con la pretensión de
obtener un reconocimiento y una delimitación socialmente compar-
tidos del problema, van a tomar inequívocamente la iniciativa en esta
fase prelegislativa. Su protagonismo ahora, por consiguiente, es algo
muy distinto del papel ambivalente que han podido jugar en la etapa
precedente'". A este respecto devienen especialmente ilustrativos los

37. Véanse Hale, 109-112; Killias, 405-407; Torrente Robles, 149-150.


38. Se destaca que pintadas, gamberradas, destrozos de mobiliario urbano son
tan eficaces como el propio delito a la hora de crear miedo.
39. Sobre estos dos últimos factores, véase Hale, 113-121.
40. Sin perjuicio de la operatividad de ámbitos comunicativos privados o públi-
cos donde se anticipa o se consolida tal identificación. Así, entre los privados, el círcu-
lo familiar o de amistades; entre los públicos, manifestaciones espontáneas u organiza-
das de masas o colectivos.
41. De ahí que la discusión metodológica sobre la cualidad de causa o efecto de
los medios de comunicación pertenezca a la etapa precedente, de surgimiento del ma-
lestar social.

27
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

estudios sobre la formación de la opinión pública, tanto los que,


referidos a la determinación de la agenda temática de los medios,
estudian los mecanismos empleados para resaltar, oscurecer o priori-
zar ciertos temas, como los más radicales que, basados en cómo las
noticias reconstruyen socialmente la realidad, parten de que su selec-
ción y configuración están sustancialmente determinadas por los pro-
gramas políticos que se quieren desarrollar''^.
En cualquier caso, los medios realizan diversas actividades para
lograr el reconocimiento y la delimitación sociales del problema.
Ante todo, trazan los contornos de éste, lo que llevan a efecto tanto
reiterando informaciones sobre hechos similares, actividad que con
frecuencia ya vienen ejecutando desde la etapa anterior, como agru-
pando hechos hasta entonces no claramente conectados''^, incluso
realizando conceptuaciones nuevas de hechos criminales ya conoci-
dos''''; todo ello puede originar, incidental o intencionalmente, una
percepción social de que existe una determinada ola de criminalidad,
lo que refuerza la relevancia del problema''^. En segundo lugar, des-
tacan los efectos perjudiciales de la situación existente, dañosidad
que pueden referir a ámbitos sociales muy distintos y desenvolver
simultánea o alternativamente en planos materiales, expresivos o in-
tegradores. Finalmente, plantean genéricamente la necesidad de cier-
tas decisiones legislativas penales.
Todo ese proceso da lugar a la conformación de la opinión públi-
ca sobre el tema en cuestión. Por opinión pública ha de entenderse,
en el plano operacional en el que nos movemos, la opinión de un
colectivo cualificado de personas, más concretamente, de aquellas
que determinan los contenidos de los medios creadores de opinión.
Me refiero, entre otros, a los redactores, guionistas o editorialistas, a
los articulistas y comentaristas habituales y, en general, a todos aque-

42. No podemos detenernos en estos momentos en una descripción detallada de


los resultados de estos estudios. Véanse, entre otros, Cobb-Elder, 82 ss.; Edelman, 14,
29, 90-102, 122-123; Muñoz Alonso-Monzón-Rospir-Dader, 219-319. Un interesan-
te resumen en Soto Navarro, 126-132; también Ruidíaz García, 1997, 35-52; Cuerda
Riezu, 2001, 188-198,201.
Véase asimismo un tradicional, aunque poco analítico, estudio de la incuestionada
influencia de un medio de comunicación. Los Angeles Times, en las reformas del códi-
go californiano entre 1955 y 1971, en Berk-Brackman-Lesser, 289-299.
43. Es decir, según la terminología de la sociología de la opinión pública, trans-
formando lo que eran sucesos aislados (events) en un asunto persistente (issue).
44. Un buen ejemplo español, que se plasmó en la ley, es la transformación de
ciertos supuestos de conducción temeraria en la figura de los conductores suicidas (art.
384 del código penal). Véase también Killias, 421-422.
45. Véanse Schneider, 793; Killias, 422; Cuerda Riezu, 2001, 188-198.

28
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

líos que tienen capacidad significativa para seleccionar las materias a


tratar y para decidir el modo de aproximación y énfasis en ellas; y no
se puede olvidar, desde luego, a los diferentes sectores privados,
corporativos, políticos... que, en el entorno de esos medios, se las
arreglan para condicionar o influir en sus contenidos.
No es, por tanto, la opinión mayoritaria de la sociedad, sea cual
sea su modo de verificación, ni el total espectro de opiniones existen-
te en la sociedad sobre el tema de que se trate, si es que tal espectro
se puede presentar de un modo coherente, ni siquiera es la opinión
del conjunto de personas que controlan los contenidos de los medios
de comunicación, pues hay que restringir la referencia a los medios
más relevantes. Por otra parte, tampoco hay que exigir que la opi-
nión pública así definida sea uniforme o unánime, pero sí debe mos-
trar mayorías inequívocas o tendencias significativas.
La opinión pública es, en definitiva, la opinión de unos expertos.
Pero no de cualesquiera, sino de aquellos que pueden hipostasiar su
opinión sobre la de la sociedad, dada su capacidad, reiteradamente
acreditada"**, para conseguir que una amplia mayoría de ella compar-
ta, aunque sea superficialmente, sus puntos de vista''^. Desde luego, el
grado de sintonía puede variar en función de diversas variables. Des-
taca entre ellas la relación directa entre capacidad de influencia y
alejamiento del tema en cuestión de la experiencia personal de los
ciudadanos; por ejemplo, es más fácil convencer sobre asuntos inter-
nacionales que sobre temas de impuestos.

46. Esa influencia puede haber sido acreditada en el pasado mediante la confir-
mación de sus puntos de vista en sondeos o encuestas de opinión, o en votaciones en el
marco de la democracia representativa.
47. Este concepto de opinión pública se mueve en un plano descriptivo u opera-
cional, como todo este capítulo. En ese contexto creo que resulta difícil encontrar hoy
en día orientaciones sociológicas que nieguen la descripción de la opinión pública
como una opinión experta, debido a la mediación, sobre todo, de los medios de comu-
nicación. Hasta un autor que podría pensarse que está en las antípodas de tal plantea-
miento, como Habermas, 1994, 435-462, creo que comparte, descriptivamente, este
punto de vista. Cosa distinta es la fundamentación de por qué la opinión pública así
concebida debe además corresponder realmente con las opiniones reales ampliamente
mayoritarias de la sociedad y haber sido obtenida mediante un procedimiento delibe-
rativo; eso es un problema prescriptivo, que debe analizarse en otro lugar. Sobre los
diversos conceptos de opinión pública, véanse Zimmerling, 97 ss., quien opta abierta-
mente por degradar el concepto, dada su ambigüedad y manipulabilidad; Soto Nava-
rro, 111-126, quien realiza una acertada síntesis de las diversas teorías contemporá-
neas de la opinión pública; Toharia, 60-70, más abierto a una consideración no experta
déla opinión pública, al menos en cuestiones generales, pero sin poder dejar de reco-
nocer la influencia determinante de los medios de comunicación.

29
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

La opinión pública, así considerada, es un estado de opinión, esto


es, una interpretación consolidada de cierta realidad social y un acuer-
do básico sobre la necesidad y el modo de influir en ella""*. Lo que no
suele ser, todavía, es un programa de acción, legislativa o de otro
tipo, debido a que aún se mueve en un excesivo nivel de generalidad.
Ello implica que no tiene capacidad por sí sola para acceder a la fase
legislativa, ni siquiera para desencadenar la última y decisiva etapa
prelegislativa, la de activación de las burocracias'". No obstante, ese
estado de opinión prejuzga ya a grandes rasgos los programas de
acción que ulteriormente van a ser sometidos a consideración y, por
tanto, las opciones expertas o políticas subsiguientes.

3.4. Un programa de acción

En esta fase lo que es un estado de opinión se ha de transformar,


superando el nivel de generalización de la etapa anterior, en un pro-
grama de acción dirigido explícitamente a ofrecer propuestas de re-
solución del problema social planteado. Ello supondrá una profundi-
zación en el conocimiento de ese problema; una identificación del
objetivo u objetivos que se estima que conllevarán su resolución; y
un aporte de los medios o instrumentos que harán posible la obten-
ción de esos objetivos, lo que, en el ámbito en el que nos movemos,
implica la adopción o abstención de ciertas decisiones legislativas, sin
perjuicio de otras decisiones sociales o institucionales complementa-
rias o sustitutivas de aquéllas.

3.4.1. Los grupos de presión expertos

Para que un programa social tenga virtualidad para activar la siguien-


te fase prelegislativa es preciso que adquiera respetabilidad social.
Esta cualidad ha sido garantizada por el hecho de que los programas
de acción han sido habitualmente formulados por grupos de presión
expertos, que se han apropiado del problema hasta entonces radicado
en la opinión pública^". Su pericia se concreta en el general recono-
cimiento de que poseen un conocimiento especializado del problema
social a considerar, con el que están familiarizados, y que disponen

48. Garland, 157-158, habla de una «institucionalización» del malestar social


previo.
49. Véase infra apartado 3.5.
50. Ello sin perjuicio de que hayan podido estar ya presentes en etapas prelegis-
lativas precedentes. Véanse también Schneider, 793; Berk-Brackman-Lesser, 279-282.

30
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

de los medios materiales y personales para profundizar en su análisis


y búsqueda de soluciones.
Se trata de grupos que defienden intereses muy diversos^': Pue-
den ser intereses ideológicos, entre los cuales merecen destacarse
últimamente los grupos surgidos de la sociedad civil, como grupos de
presión feministas, ecologistas, de consumidores, pacifistas..., o los
que defienden intereses puramente científicos, reconducibles al se-
guimiento de un determinado paradigma científicosocial, como cier-
tas corrientes de la doctrina jurídica o criminológica, o incluso cien-
tíficonatural. Pueden ser también intereses socioeconómicos, sea en
función del papel que desempeñan tales grupos en el proceso de
producción, como sindicatos y asociaciones empresariales, sea debi-
do a la salvaguarda o ampliación de competencias profesionales que
es tarea inherente a ciertos grupos corporativos, como en nuestro
ámbito las asociaciones judiciales, de funcionarios penitenciarios, de
médicos forenses...^^.
La actividad de estos grupos está regida por el deseo de resolver
el problema social de acuerdo a sus intereses: En primer lugar, se
sirven de su prestigio para apropiarse del problema, lo que viene a
significar que se admite su competencia para desarrollar un progra-
ma de acción. A continuación suelen desarrollar actividades de aco-
pio de información, lo que desencadena eventualmente investigacio-
nes más detenidas de aspectos concretos y, en todo caso, una
organización de los resultados obtenidos. A ello siguen estudios y
análisis de las alternativas disponibles para la resolución del proble-
ma, con uso de especialistas, si es preciso. Y se termina con propues-
tas factibles de intervención o abstención legislativa, acompañadas o
no de medidas de otra naturaleza, y reforzadas en el mejor de los
casos con un análisis de las consecuencias a derivar de aquéllas".
Hay dos cualidades derivadas de todo el proceso precedente que

51. Sobre el concepto de grupo de presión, su distinción de grupos de interés y


sus clases, véase desde la ciencia política Jerez Mir, 294-299, 302-308. Aunque el
concepto de grupo de presión sólo se superpone parcialmente con el de agente social
impulsor de la primera etapa de la fase prelegislativa —más cercano al concepto de
grupo de interés—, véase lo ya dicho al respecto en el apartado 3.1.
52. Establecen claves muy significativas, a partir de un estudio empírico, sobre el
modo de proceder de los grupos corporativos integrados en la justicia penal Berk-
Brackman-Lesser, 285-289. En un sentido más general, sobre la presencia del corpora-
tivismo en la sociedad moderna, Beck, 237 ss., en especial 258-267.
53. Sobre otros procederes eventualmente desarrollados por los grupos de pre-
sión, alejados del proceder argumentativo, y que ahora han de quedar fuera de nuestra
consideración, véase Jerez Mir, 310-311.

31
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

nos interesan especialmente: Por un lado, la consideración de los


resultados obtenidos como dotados de legitimación científicosocial,
lo que les otorga un status legitimatorio sustancialmente distinto al
de la opinión pública, al beneficiarse de las concepciones sociales
sobre la complejidad técnica de las intervenciones sociales. Por otro
lado, y en relación con lo anterior, la adquisición por los grupos de
presión elaboradores del programa social correspondiente de una
influencia significativa en la activación del proceder legislativo.
Bien es verdad que esta última capacidad puede graduarse a te-
nor de muy diversos factores, de entre los que podemos destacar a
nuestros efectos los siguientes;
De modo general, su capacidad organizativa y su capacidad para
crear conflictos, aspectos ambos que no tienen por qué coincidir, y
que en todo caso guardan estrecha relación con la naturaleza de los
intereses que defienden^''.
Asimismo, la mayor o menor cercanía social, profesional o inclu-
so personal del grupo de presión a los agentes activos del ulterior
proceder prelegislativo y legislativo^^.
Fenómeno interesante al respecto es la progresiva influencia ad-
quirida por la judicatura en detrimento de la doctrina jurídica^'. Una
de las principales condiciones que contribuyen a ello es la directa
configuración de las asociaciones judiciales como grupos de presión,
que se han asegurado una permanente presencia en el debate públi-
co, algo que sólo de forma mucho más limitada tiene su correspon-
dencia en la doctrina jurídica. Lo más cercano en España a ello en el
ámbito jurídicopenal es el Grupo de estudios de Política criminal,
que realiza una continua labor de estudio de temas políticocriminales
conflictivos, que se plasma en una serie de publicaciones que ofrecen
alternativas legales, algunas de ellas con reflejo directo en ciertas

54. Véanse más ampliamente Hassemer-Steinert-Treiber, 17-19; Amelung,


1980,50.
55. Véanse también Floerecl^e, Z47; Soto Navarro, 144, 198; Jerez Mir, 312-
315. En un sentido más amplio, Hassemer-Steinert-Treiber, 19, hablan del efecto po-
sitivo que posee la vinculación del grupo de presión al statu quo social.
56. Véase en Palazzo, 695-705, 714-721, 730-733, un ilustrativo análisis de ello
en Italia. Creo que en España también se puede hablar en estos momentos de tal fenó-
meno, pese al predominio de académicos en las primeras propuestas de nuevo código
penal (véase infra apartado 3.5).
Más en general, sobre la influencia del conjunto de ciencias penales en el proceder
legislativo, véase Amelung, 1980, 63-70. Destaca especialmente la reciente pérdida de
influencia del saber experto jurídico en la labor legislativa penal alemana, y reivindica
su necesario protagonismo, Vogel, 2-4, 11-12, 14-15.

32
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

iniciativas legislativas, y que lleva a cabo más esporádicamente pro-


nunciamientos sobre temas en ese momento objeto de debate públi-
co. El grupo de profesores alemanes que ha ido elaborando propues-
tas penales alternativas, con variada frecuencia, desde que en 1966
elaboró un Proyecto alternativo de código penal de notable influen-
cia, es otro ejemplo'^. Otro elemento relevante puede ser la incapa-
cidad de la doctrina para ofrecer datos o análisis sobre la realidad
empíricosocial, dado su alarmante descuido de estas materias, lo que
revaloriza las aportaciones basadas en la experiencia cotidiana de los
jueces. Tampoco hay que olvidar la escasa capacidad doctrinal para
tener presente la problemática de la práctica judicial, que se acentúa
entre otros motivos con la separación entre derecho sustantivo y
derecho procesal. De un modo u otro, supone una predominancia
significativa de un grupo de presión sustancialmente corporativo fren-
te a otro científico.
Un ejemplo español reciente de cómo un problema de praxis
judicial puesto de manifiesto por la judicatura acaba jugando un pa-
pel importante en una reforma legal es la reintroducción del delito
de corrupción de menores del artículo 189.3: la insistencia de un
sector minoritario del Tribunal Supremo, singularmente representa-
do por el magistrado de Vega, en que resultaba complicado incluir
esas conductas en otros artículos del código penal hizo que, pese a
que el sector mayoritario del Tribunal Supremo no viera ese proble-
ma, el legislador lo utilizara como argumento relevante, al menos al
inicio del proceso legislativo. Bien es verdad que, si se me permite el
coloquialismo, se juntaron el hambre con las ganas de comer, pues
había otras razones ideológicas de más calado.
Merece igualmente resaltarse, en relación con este factor de cer-
canía, el decisivo papel que muchas veces juega el simple hecho de
que un penalista ocupe puestos políticos clave en la toma de decisio-
nes legislativas, el llamado factor personal*.
Otro factor es la vinculación, o al menos el no alejamiento pal-
mario, de sus análisis y propuestas expertos de las preocupaciones
sociales originarias y de la opinión pública, disponiéndose de estu-
dios sociológicos sobre los diferentes perfiles de los grupos de pre-
sión a este respecto^'.

57. Véanse también Amelung, 1980, 64-65; Soto Navarro, 20-211.


58. Véanse Palazzo, 696; Larrauri Pijoan, 2001, 15-106.
59. Véase Soto Navarro, 143-144. Sobre la correspondencia entre los grupos de
presión y la opinión pública, Rubin, 1999, 9.

33
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

En cualquier caso es ampliamente reconocido que, por lo gene-


ral, los grupos de presión expertos están en condiciones de realizar
importantes manipulaciones de los hechos a analizar y/o de las pro-
puestas a formular, que pueden determinar notablemente el ulterior
devenir legislativo*".

3.4.2. La desconsideración de la pericia

Pero un rasgo definitorio de la reciente política legislativa penal es la


creciente pérdida de importancia de la respetabilidad social del pro-
grama de acción, sea porque la adquisición de tal cualidad ya no va
ligada a la intervención de grupos expertos, sea porque se renuncia
directamente a su adquisición.

3.4.2.1. Los grupos de presión mediáticos

En el primer sentido hay que señalar la frecuencia cada vez mayor


con que una opinión pública favorable es capaz de desencadenar por
sí sola respuestas legislativas penales. De este modo, los grupos de
presión mediáticos anticipan y sustituyen la intervención de los gru-
pos expertos stricto sensu. Es cierto, como ya hemos visto, que la
opinión pública es fruto de una tarea experta, y que ella es realizada
por lo que se podría considerar un grupo de presión, el mediático,
pero su nivel de análisis se ha estimado durante mucho tiempo que
no alcanzaba la profundidad necesaria para satisfacer los requisitos
de respetabilidad social inherentes a todo programa de acción. La
modificación de este punto de vista supone uno de los mayores éxi-
tos en el progresivo incremento de la función social de los medios de
comunicación, que pasan a considerarse expertos a todos los efectos
y con una polivalencia desconocida en los grupos de presión exper-
tos propiamente dichos*'.
Ello origina una serie de resultados negativos importantes: Se da
por buena una visión simplificada y superficial de la realidad social
y de las consecuencias de su intervención en ella, lo que supone un

60. Schneider, 797-798, ofrece un interesante ejemplo de ello aludiendo a un do-


cumentado análisis de Sutherland realizado en 1950 sobre las leyes norteamericanas
sobre psicópatas sexuales, muy ligadas a los intereses corporativos de neurólogos y psi-
quiatras, pese a que nunca contaron con el apoyo de los criminólogos.
61. Véanse igualmente apurites de todo lo anterior en Palazzo, 733; Cuerda Rie-
zu, 2001, 190, 205-207.

34
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

notable descenso de las exigencias relativas al grado de análisis y


reflexión de los problemas sociales preciso para poder justificar una
intervención legislativa penal, en directa contradicción con la progre-
siva complejidad de nuestras sociedades. Se pierden oportunidades
de corrección y rectificación de análisis ya realizados, en la medida
en que desaparece de la etapa prelegislativa un nivel de elaboración
de decisiones, el de los grupos de presión expertos. Se otorga la
hegemonía en casi toda la fase prelegislativa a un único agente social,
el grupo de presión mediático, dada la capacidad que ya tiene de
influir, en la primera etapa, en la puesta de relieve del desajuste
social, y la frecuencia con la que juega un papel importante en la
siguiente etapa, de aparición de un malestar social. Se abre una im-
portante brecha en la limitada autonomía que conviene mantener
entre la fase prelegislativa y la legislativa, debido a la especial facili-
dad con que los grupos de presión políticos y parlamentarios pueden
incidir sobre los contenidos de la opinión pública, condicionando el
flujo de información o mediante el control directo o indirecto de los
detentadores de los medios''^.
Sin duda, no faltan ejemplos significativos de ocupación por los
grupos de presión mediáticos del lugar de los grupos de presión
expertos.
Entre los ejemplos españoles podríamos citar la propuesta legis-
lativa en curso sobre la ampliación del concepto de penetración en
los delitos sexuales, mediante la cual se podrá equiparar el dedo a un
objeto a tales efectos, y que es directa consecuencia de ciertas infor-
maciones de los medios que mostraban su escándalo ante la unánime
interpretación jurisprudencial que no consideraba penetración tal
conducta; sus presiones condujeron de manera casi inmediata a la
presentación de una proposición de ley, sin mediación previa alguna
de discusión experta. Por lo demás, es sólo cuestión de tiempo que
las reiteradas y alarmadas informaciones de los medios sobre el con-
tenido jurídico del concepto de ensañamiento terminen por generar
una utilización ventajista de ellas por algún actor legislativo que se
plasme en un proyecto o proposición de ley que adecúe el concepto
a lo que la opinión pública considera acertado.

62. Sin que ello suponga ignorar también su omnipresencia en ciertos grupos de
presión expertos. Véanse también reflexiones en la misma línea en Cuerda Riezu,
2001, 205-207.

35
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

3.4.2.2. El protagonismo de la plebe

En el segundo sentido, cabe apuntar la aparición en algunos países de


la plebe como agente suficiente para activar la fase legislativa penal.
Para que tal cosa se produzca es precisa una significativa transforma-
ción del agente social predominante en la segunda etapa prelegislati-
va. La ciudadanía o amplias capas de ella, que expresaban el malestar
social de una forma indefinida y con una limitada operatividad, son
obscurecidas aunque no eliminadas por la aparición de un grupo
social capaz de formular programas de acción sin necesidad de espe-
rar a las ulteriores etapas del proceso prelegislativo: se trata de los
grupos de víctimas o afectados, acrecidos en su composición y conso-
lidados en sus posibilidades de éxito por la solidaridad que generan
en círculos sociales cercanos y mayores numéricamente''^. Los grupos
de víctimas realizan una anticipación y sustitución de las dos siguien-
tes fases del proceso prelegislativo; ya no sólo se prescinde de los
grupos de presión expertos, sino que la propia opinión pública, en-
tendida como mediadora experta de las preocupaciones sociales,
queda en buena parte desconectada de tales iniciativas.
Todo ello se desarrolla con un claro desentendimiento por la
adquisición de respetabilidad social, al menos tal como ella suele
entenderse. Tal respetabilidad se considera adscrita a una forma de
razonar desligada de las auténticas necesidades de la gente corriente
y condicionada por apriorismos ideológicos. Frente a ella, se hace
gala de un conocimiento y visión superficiales de la realidad social,
rechazándose cualquier aproximación elaborada a ella'''.
Las consecuencias de tal protagonismo son evidentes: ante todo,
se acentúan marcadamente algunos de los inconvenientes que ya pre-
sentaba la opinión pública como agente activador de respuestas legis-
lativas penales, en especial su aproximación simplista a la realidad y
la pérdida de oportunidades de reelaboración reflexiva y compartida

63. Sobre los grupos de víctimas, su contexto y relevancia, véase Garland, 11,
121, 159, 164 y notas respectivas.
64. El uso del término «plebe» conlleva un contenido peyorativo del que soy
consciente, y que quizás no resulta tan marcado si empleara el término «vulgo», más
conocido en el ámbito del derecho. Creo, sin embargo, que la evolución de este agente
social justifica tal término; evitaré de todos modos el adjetivo «plebeyo», que posee
otras connotaciones semánticas, y lo sustituiré por el de «populista». En cualquier caso
es improcedente hablar de pueblo o ciudadanía, si por ello se entienden colectivos
accesibles al razonamiento experto. En Estados Unidos se habla de populace, que se
podría traducir, con una significación aún más peyorativa, como «populacho». Véase,
entre otros, Rubín, 1999, 1 ss.

36
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

de los análisis; por el contrario, no necesariamente se produce una


mayor permeabilidad a las influencias políticas o parlamentarias, ya
que el carácter populista de la iniciativa enajena en no pocas ocasio-
nes la implicación de tales sectores institucionales''^. Pero es que,
además, se produce un fenómeno cualitativamente distinto, el blo-
queo emocional del análisis racional de la realidad: tales grupos están
incapacitados para aceptar un discurso racional pleno, dado que sus
integrantes, entre ellos los dirigentes o más implicados, buscan con
sus propuestas superar el trauma emocional padecido como víctimas;
utilizando una terminología luhmaniana se podría decir que los gru-
pos de víctimas son grupos autorreferenciales''''.
Las experiencias en este ámbito son en algunos países como Es-
tados Unidos especialmente abundantes.
El caso californiano de la ley denominada «a la tercera va la
vencida» (three strikes and you're out) es un ejemplo paradigmático:
la ley fue redactada por un fotógrafo, padre de una víctima de un
asesinato, y miembro de un grupo de víctimas. Sustancialmente viene
a decir que, tras la comisión de un tercer delito (felony) cualquiera,
una persona ha de ser obligatoriamente condenada a una pena efec-
tiva de 25 años a reclusión perpetua (entendido esto último en sen-
tido estricto), sin posible libertad provisional antes de cumplir el
80% de los 25 años; además, ya la comisión de un segundo delito
cualquiera conlleva una duplicación de la pena para él prevista; no es
preciso que los delitos anteriores aludidos hayan sido violentos, aun-
que sí graves. La iniciativa encontró el apoyo, además de los grupos
de víctimas, de dos grupos de presión, uno corporativo, la asociación
de funcionarios de prisiones, y otro ligado a potenciales víctimas, la
asociación nacional del rifle. La iniciativa estuvo fuera de la agenda
política hasta que ocurrió el asesinato de una joven de 12 años, tras
ser raptada de su propia casa y violada, asunto que tuvo una enorme
cobertura mediática durante el mes en que se desconoció su parade-
ro, atención social potenciada por que no hubo negligencia por parte
de nadie y afectar a una típica familia de clase media, lo que facilitó
la identificación del público, y por ser el autor un reincidente de
delitos violentos en libertad condicional bajo prueba. Se avecinaba la
elección de gobernador, a la que optaba el ejerciente, un republicano
en una situación delicada, con una asamblea legislativa dominada por

65. Los cuales no suelen valorar igual, salvo excepciones, una iniciativa inter-
puesta directamente por los medios o por la plebe.
66. Véase una interesante caracterización de los grupos de víctimas en Rubin,
1999, 15-20.

37
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

los demócratas. La asamblea respondió a la llamada del gobernador


elaborando cinco alternativas para hacer frente a los reincidentes,
siendo la última y más extrema de ellas literalmente la propuesta de
Reynolds, el fotógrafo, pero no eligió ninguna, comprometiéndose a
aprobar la que el gobernador escogiera: el cálculo político era que el
gobernador se vería obligado a elegir una alternativa razonable, que-
dando privado así de la baza política de ser el duro contra los delin-
cuentes. Pero el gobernador pidió que se aprobara la propuesta de
Reynolds, rechazando una propuesta más matizada de la asociación
de fiscales de California, y así lo hizo la asamblea legislativa en marzo
de 1994. Pero la historia no queda aquí: la misma propuesta, que ya
era ley, fue sometida a referéndum por iniciativa popular en noviem-
bre de 1994; al ganar el plebiscito los grupos de víctimas impulsores
de ella consiguieron adicionalmente que el legislativo, de acuerdo al
ordenamiento californiano, no pudiera modificarla si no era con el
apoyo de dos tercios de las dos cámaras. La propuesta de ley no fue
objeto de análisis expertos de alguna significación, ni por profesiona-
les de la justicia penal, ni por burocracias ministeriales o partidistas,
ni siquiera por las fuerzas parlamentarias^^.
En España, por el momento, aún no se ha llegado a tomar deci-
siones legislativas claramente determinadas por programas de acción
populistas.
Un intento sustancialmente fallido estuvo relacionado con las
reacciones populares suscitadas por el crimen de Alcacer, un asesi-
nato de tres adolescentes previamente raptadas y sometidas a todo
tipo de violencias físicas, agresiones y vejaciones sexuales. El caso
suscitó una iniciativa popular, impulsada por familiares de las víc-
timas, mediante la que se recogieron tres millones de firmas que
pedían medidas legislativas draconianas contra los delincuentes
sexuales, iniciativa por lo demás oportuna temporalmente, pues se
estaba elaborando el código penal de 1995. Si no salió adelante fue
justamente porque no se pudo desembarazar de su caracterización
como propuesta puramente emocional, carente, por tanto, de respe-
tabilidad social''^

67. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 3-16, 37, 138-145 —sobre nuevas propues-


tas populistas—, 192-194, 217-218.
68. Cuerda Riezu, 2001, 192-193, considera, por el contrario, que la iniciativa sí
que tuvo éxito, en la medida en que el endurecimiento del régimen de cumplimiento
conjunto de varias penas de prisión, tal como se reflejó en el artículo 78 del nuevo
código penal, es consecuencia de tal movilización. Menciona al respecto diversas in-
tervenciones parlamentarias significativas durante la discusión del nuevo código.

38
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

Otro intento en marcha es el ligado a las reacciones populares por


el asesinato de Klara, adolescente que lo fue por dos amigas suyas
aparentemente por el simple hecho de experimentar nuevas sensacio-
nes y reafirmar su personalidad. También ha originado manifestacio-
nes y recogidas de firmas para garantizar que las víctimas puedan
personarse como acusación particular en los procesos de menores, en
contradicción con la ley del menor, que lo impide por razones reso-
cializadoras. Su desenlace es incierto, pues los promotores han logra-
do el apoyo, tras muchas vacilaciones, de sectores expertos como el
Defensor del pueblo andaluz y la comprensión de otros, como alguna
comisión del Consejo general del Poder Judicial*'.
La evolución acabada de señalar hacia una progresiva pérdida de
la influencia experta en la fase prelegislativa constituye un serio re-
troceso frente a toda propuesta encaminada a incrementar la racio-
nalidad de los procesos de decisión legislativos. Sin duda pecaríamos
de ingenuidad si pasáramos por alto la parcialidad de la que suelen
adolecer los análisis de los grupos de presión expertos''", pero tales
grupos aceptan desenvolverse en el marco de los criterios de raciona-
lidad socialmente vigentes, con las limitaciones en la defensa de sus
intereses que ello conlleva y los controles externos a los que aquéllos
dan pie. Tampoco deberíamos olvidar el notable grado de imaginería
social que suele condicionar la delimitación del problema social en
las etapas inmediatamente precedentes a aquella en la que intervie-
nen los grupos de presión expertos, y que condiciona su trabajo. Pero

69. De todos modos, una ilustrativa visión del grado en que han cambiado las
cosas en Europa en los últimos veinte años nos la ofrecen las descripciones que Hasse-
mer-Steinert-Treiber, 25-30, y Amelung, 1980, 50-54, 58-63, hacen, en 1978 y 1980
respectivamente, de cómo se materializaba la política criminal alemana en esos mo-
mentos: predominio casi absoluto de los juristas, ausencia de interés en los medios por
la política criminal, actitud de freno de los grupos de presión y las burocracias minis-
teriales a incrementos de criminalización, inexistencia de grupos de presión de afecta-
dos... —hasta el punto de que algunos juristas se sentían en la obligación de defender
los intereses de esos grupos sin voz—. No creo equivocarme si afirmo que hoy en día
harían una descripción muy distinta de la situación. Véanse ya algunas insinuaciones
en Hassemer-Steinert-Treiber, 61-62. Recientemente, confirma la pérdida de influen-
cia experta en la labor legislativa penal alemana Vogel, 250-252.
70. Un problema de mucho mayor calado, que supera ampliamente el objeto de
este trabajo, pero que no debería olvidarse en ningún momento, es el grado en que, de
manera general, el modo y los resultados de la actividad científicosocial han dado
lugar a que en la sociedad moderna se haya generado tanta desconfianza hacia las
propuestas expertas y una revalorización de las aproximaciones vulgares a los proble-
mas sociales. Véase, sobre el cuestionamiento del modo de operar científico y de su
credibilidad en la sociedad moderna, Beck, 203-235.

39
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

hay notables diferencias entre esto último y los dos fenómenos ana-
lizados en los párrafos precedentes: la conversión de la opinión pú-
blica o de la plebe en agentes creadores de programas sociales se
hace directamente a costa de renunciar implícita —opinión pública—
o explícitamente —plebe— a ulteriores niveles de racionalidad, de
restringir el espectro de actores sociales intervinientes en la consecu-
ción de la racionalidad legislativa, con el añadido de otorgar en me-
nor o mayor medida un protagonismo exagerado a alguno de ellos, y
de bloquear directamente, en el caso de la plebe representada por
grupos de víctimas, el acceso a contenidos racionales en cuanto no se
satisfagan ciertas condiciones emocionales.
Resulta, por consiguiente, urgente devenir conscientes del pro-
blema y estudiar sus contornos, grado de desarrollo, causas y medios
para contrarrestarlo'^'. Algunos autores que trabajan en países que
padecen plenamente el fenómeno desde algún tiempo han identifi-
cado ya una serie de factores sociales que fomentan el predominio
de programas de acción no expertos, y que serían variables indepen-
dientes del incremento en las tasas de la criminalidad, así como del
aumento de la preocupación por la criminalidad o del miedo al
delito^^.
El primero sería el consenso social sobre las medidas a tomar:
cuanto mayor sea, más se potencia la demanda de éstas y más rápida-
mente se atiende, lo que sucede, desde luego, sin guardar relación
con la racionalidad de las medidas solicitadas. Diferencias de opinión
en el ámbito no experto respecto a cómo actuar han originado en
ciertas épocas de alta criminalidad una paradójica ausencia de de-
mandas legislativas populares. El segundo atendería a la confianza en
la efectividad de las actuaciones de los poderes públicos: cuanto más
se crea en su capacidad de influir en la realidad social, mayor presión
no experta se ejercerá para que la pongan en práctica. La paradoja
consecuente es que, al ser esa confianza mayor en periodos de des-
censo de la criminalidad, será en ellos en los que esa presión no
experta sea mayor. El tercero se referiría a la ausencia de preocupa-
ciones sociales más importantes: cuantos menos temas sociales can-
dentes existan, más prioridad tendrán para la opinión pública y la

71. Véanse también, entre otros, Zimring-Hawkins-Kamin, 159 ss.; Garland, li-
15, 20, 133-134, 142-143, 145-146, 150-151, 171-173; Rubín, 1999, 4-5, 13;
Floerecke, 356. Una visión distinta, aunque en un contexto no directamente político-
criminal, en Beck, 240 ss.
72. Véanse para lo que sigue Zimring-Hawkins-Kamin, 159-168, 178-180, a par-
tir de la experiencia californiana.

40
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

población en general el problema de la delincuencia y la necesidad de


reaccionar frente a ella''^. La paradoja residirá ahora en que cuanto
menos problemática resulte la convivencia social, más atención se
prestará al delito. El cuarto alude al margen de arbitrio existente en
la aplicación del derecho; cuanto menos discrecionalidad tengan atri-
buida los aplicadores del derecho —jueces y funcionarios penitencia-
rios—, mayor presión popular habrá para su modificación, o dicho
de otro modo, un amplio margen de aplicación experta de la ley
desincentiva las propuestas populares para la modificación de ésta. A
estos factores yo añadiría otro, el de la disposición del legislador a
legislar simbólicamente: tal actitud ejercería un efecto de llamada o,
al menos, facilitador del acceso de las propuestas populares, de for-
ma que cuanto más propenso se esté a no acomodar la respuesta
legislativa a los criterios legitimadores de la intervención penal, me-
jor acogida tendrán las demandas populares de legislar^''.

3.4.3. Los programas de acción técnicos

En ocasiones toda la fase prelegislativa vista hasta este momento se


mueve en un ámbito experto, sin que la apreciación de la disfunción
social despierte atención generalizada, ni suscite un malestar extendi-
do en la colectividad, ni sea objeto significativo de consideración por
los medios. Ello suele deberse a que el desajuste social, real o aparen-
te, tiene caracteres especialmente técnicos que hacen que no resulte
fácilmente perceptible por el conjunto de la sociedad o, aun siéndo-
lo, a ésta no le parece un asunto lo suficientemente relevante como
para ocupar su atención en éP^. El fenómeno se produce con más
frecuencia en unos sectores jurídicos que en otros, más en derecho
mercantil o civil registral, por ejemplo, que en derecho constitucio-

73. Eso tiene una vertiente, ligada a la estructura política, interesante: en Estados
Unidos la localización de la mayoría de las competencias penales en los estados federa-
dos potencia este efecto en su ámbito competencial, ya que los estados federados tie-
nen una agenda política mucho más reducida que la del gobierno federal. El hecho
debería hacernos cautos en España y Europa frente a las tendencias a dar más compe-
tencias cercanas a las penales a las autonomías, o frente a un apresurado traspaso de las
materias penales a una Unión Europea con una agenda política aún no suficientemente
cargada.
74. Zimring-Hawkins-Kamin, 167-168, estiman, por el contrario, que esta ac-
titud lo que hace es debilitar el efecto del último de los cuatro factores por ellos
aludidos.
75. Sobre la caracterización de los asuntos capaces de suscitar mayor atención
pública, véase supra apartado 3.1.

41
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

nal, penal o laboral. Y dentro del derecho penal también se aprecian


importantes diferencias: así, la configuración de los delitos, en espe-
cial si son violentos^'' o contra bienes jurídicos individuales, o la
configuración de las penas suscitan una intensa atención pública, que
suele estar ausente si se trata de delimitar conceptos dogmáticos
como la comisión por omisión o el actuar en lugar de otro.
Sin embargo, es fácil rastrear unas etapas prelegislativas equiva-
lentes, por más que desarrolladas en todo momento en un nivel
experto. A la puesta de relieve del desajuste social entre círculos
expertos, donde alcanza un nivel de atención relevante, seguirá por
lo general una inquietud generalizada, que será más marcada entre
los ámbitos de pericia que operan con, o resultan directamente afec-
tados por, la disfunción, como jueces, abogados, fiscales, funciona-
rios activos en esa área, etc. La opinión pública tiene su equivalente
en la forma en que se va decantando el problema y apuntando solu-
ciones a lo largo de ciertos ámbitos jurídicos con un nivel de pericia
intermedio, como boletines internos corporativos, diarios jurídicos,
artículos divulgativos en diarios de información general, pronuncia-
mientos públicos de asociaciones judiciales o académicas, seminarios
de trabajo, congresos jurídicos... A ello seguirá habitualmente el de-
sarrollo de investigaciones que se publicarán en los medios expertos
más autorizados y que reflejarán la respuesta elaborada que los diver-
sos grupos de presión aportan al problema.
En este sentido, no creo que se deba minusvalorar la existencia
de una fase prelegislativa en las leyes muy técnicas, ni pasar por alto
el proceso sociológico que también gravita sobre ellas^^. Ciertamente
resulta imprescindible abrir líneas de investigación sobre su específi-
co desenvolvimiento, en especial teniendo en cuenta que en algunos
sectores jurídicos estamos ante el tipo predominante de legislación.

3.5. Un proyecto o proposición de ley. Las burocracias

Los programas de acción elaborados en la etapa precedente sólo


pueden tener acceso a la fase legislativa si adquieren la cualidad de

76. Los delitos violentos tropiezan al menos con tres dificultades para pasar des-
apercibidos: son conductas que generan inmediata preocupación social dada su estre-
cha vinculación a los principios básicos de la convivencia, son objeto cotidiano de
atención de los medios, y carecen de un grupo experto con la suficiente competencia
socialmente atribuida como para encomendar a él la resolución del problema. Véase
un análisis cercano, aunque no equivalente, en Zimring-Hawkins, 1997, 197-199.
77. Habría que matizar, pufes, la afirmación de Atienza, 68-70, ciertamente muy
contenida, sobre la inexistencia de una fase prelegislativa en algunas leyes.

42
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

proyectos o proposiciones de ley. Tal cualidad no supone simple-


mente reestructurarlos de acuerdo a determinados formatos, sino
que implica asimismo la apropiación del programa de acción por
unos nuevos agentes sociales, las burocracias gubernamentales o par-
tidistas, las cuales desarrollan la mayor parte de su labor inmediata-
mente antes de entrar en la fase legislativa, por más que no dejan de
actuar también en esta ultima, aunque ya de forma secundaria y/o
por vías interpuestas''".
Estas burocracias tienen una serie de características: Su protago-
nismo en esta etapa es claramente mayor que el de cualquier otro
agente social en las anteriores etapas, en la medida en que su inter-
vención es en la práctica imprescindible para acceder a la fase legis-
lativa subsiguiente; eso les permite tener una gran libertad de acción
en la reconfiguración del programa de acción, aun cuando no puedan
perder la conexión con las etapas precedentes. Están directamente
sometidas a intereses políticos, los del ejecutivo y sus diferentes órga-
nos, o los del secretariado de los partidos políticos, de los que en
último término son expresión; ello no impide que su grado de com-
promiso con tales intereses sea muy diverso en función del nivel
decisional en el que se muevan, ni que su labor tenga un importante
contenido político junto al técnico^'. Como tales burocracias, son
agentes sociales institucionalizados, lo que conlleva una estabilidad y
especialización de sus actividades; ello sin perjuicio del notable ma-
yor grado de institucionalización de las burocracias gubernamentales
frente a las partidistas.
Esta etapa prelegislativa burocrática se ha convertido en la prác-
tica en el momento determinante de las decisiones legislativas, en
detrimento de la fase legislativa, la única formalmente competente
para tomar la decisión. Ello es consecuencia, por un lado, de la
primacía que han adquirido los partidos políticos en el funciona-
miento de nuestras democracias: aunque los parlamentarios se rigen
por un modelo de mandato representativo en virtud del cual no están

78. Esta proyección sobre la fase legislativa hace que algunos autores incorporen
esta etapa ya a la fase legislativa, algo que, sin embargo, creo que no da debida cuenta
de su realidad. Así, en el sentido aquí propuesto, Schneider, 793; Soto Navarro, 193-
194; Zapatero Gómez, 786-787, dentro de su modelo. En sentido contrario, Atienza,
68-70; en la práctica, también Floerecke, 347 ss.
79. Hassemer-Steinert-Treiber, 12-17, y Amelung, 1980, 62-63, se refieren a di-
versas investigaciones que prueban el contenido también político de su actuar, la ma-
yor importancia que finalmente terminan teniendo los niveles inferiores de una buro-
cracia frente a sus niveles superiores, y las consecuencias materiales que derivan de su
modo de distribuirse el trabajo.

43
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

sometidos a mandato imperativo alguno™, de hecho funcionan bajo


un régimen de pseudomandato imperativo de los partidos políticos,
que neutraliza de diversos modos la imposibilidad legal de los parti-
dos de revocar los nombramientos de los parlamentarios'*'. De esta
forma los parlamentos no sólo se han convertido en asambleas de
sujetos colectivos en los que se reserva la mayor parte de las iniciati-
vas a los grupos parlamentarios, que a su vez reflejan a los partidos
políticos, sino que además se han transformado en buena medida en
meros notarios de las decisiones políticas extraparlamentarias adop-
tadas con anterioridad. Por otro lado, las burocracias son precisa-
mente el brazo ejecutor de las decisiones políticas tomadas por los
partidos, y eso reza también para la burocracia gubernamental, ya
que el Gobierno se apoya en un determinado partido político, a
quien ciertamente con no escasa frecuencia condiciona en sus actua-
ciones, pero es en cualquier caso a través de él como traslada sus
decisiones al ámbito parlamentario'*^.
La burocracia gubernamental tiene mucha más relevancia que las
burocracias partidistas**^. Ante todo, porque su programa de acción,
siempre que respete las directrices políticas generales, está destinado
a ser asumido por el Gobierno y, a través de él, por el partido o
partidos políticos que ostentan la mayoría parlamentaria. Ello, en
condiciones normales, garantiza que culminará con éxito la fase
legislativa, por más que pueda sufrir modificaciones de mayor o
menor importancia, a las que además la burocracia gubernamental
suele dar el visto bueno extraparlamentariamente. Por el contrario,
la burocracia partidista no gubernamental generará habitualmente un
programa destinado simplemente a marcar las diferencias con el de
la mayoría, ofreciendo alternativas a las propuestas o a la ausencia
de propuestas de ésta o del Gobierno, sin posibilidades de que llegue
a convertirse en ley. Sólo excepcionalmente, si el programa emana
de la burocracia del partido o partidos en el Gobierno, o si su pro-

80. Ni de sus electores ni de los partidos políticos bajo cuyo amparo han concu-
rrido a las urnas, como ha ratificado reiteradamente nuestro Tribunal Constitucional.
81. Por ejemplo, mediante exigencia de escriros de renuncia en blanco, hstas
cerradas en las elecciones al Congreso, pactos para no admitir tránsfugas, etc.
82. Véase un análisis en la línea precedente en Cano Bueso, 208-209; López
Garrido-Subirats, 45-46; Soto Navarro, 158-161. En un sentido más genérico, Beck,
242-243.
83. Algo que tiene su reflejo en las concepciones sociales: si en 1982 el 48% de
los españoles según una encuesta del CIS pensaba que las leyes las hacían las Cortes, y
el 28% pensaba que eran cosa del Gobierno, en 1987 el 39% daba el protagonismo a
las Cortes mientras que el 4 3 % se lo daba al Gobierno. Véase Ruidíaz, 1994, 229.

44
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

grama se asume por el Gobierno o la mayoría que lo sustenta, podrá


sacar adelante la burocracia partidista sus programas de acción.
Además, tal burocracia tiene un acceso privilegiado a la fase
legislativa. En efecto, sus programas acceden a ella por la vía de los
proyectos de ley, y no por la de las proposiciones de ley, propia de
las burocracias partidistas. Los proyectos de ley tienen prioridad en
la tramitación parlamentaria, lo que se reconoce en la Constitución
de forma expresa, se plasma formalmente en una serie de disposicio-
nes*'', y se aprecia en la práctica mediante el hecho de que más de dos
tercios de las decisiones legislativas proceden de proyectos de ley.
Finalmente, los mayores medios materiales y personales de la
burocracia gubernamental, que se puede servir de toda la administra-
ción central, promueven una mayor calidad de los programas de
acción de ésta frente a los de las burocracias partidistas, que se finan-
cian a cargo de ios presupuestos de los partidos*^.
La trascendencia operativa que tiene y su carácter institucional
aconsejan que esta etapa prelegislativa sea objeto de regulación. Los
objetivos de ésta deben ser dos: El primero, asegurarle un elevado
nivel de racionalidad, imprescindible dada su estratégica localización
en el proceder legislativo. El segundo, prevenir el cierre de esta etapa
sobre sí misma, tanto de cara a la posterior fase legislativa, algo
demasiado frecuente en la burocracia gubernamental, como frente a
las precedentes etapas prelegislativas, cuya palmaria desconsidera-
ción se ha constatado en diversos análisis sociológicos**'.
La situación actual al respecto es profundamente insatisfactoria.
No hay normas respecto a las'burocracias partidistas y, lo que es más

84. Véase artículo 89.1 CE y las disposiciones contenidas en los Reglamentos de


las cámaras relativas a las facultades del Gobierno respecto a los proyectos de ley para
incluirlos en el orden del día parlamentario, para solicitar sesiones extraordinarias,
para tramitarlos por procedimiento de urgencia, o para retirarlos en cualquier momen-
to antes de su aprobación definitiva.
85. Véanse también López Garrido-Subirats, 46-48; Amelung, 1980, 67; Soto
Navarro, 164-165, 172-173; Floerecke, 351. Este autor, sin embargo, da protagonis-
mo a una u otra burocracia en función del grado de politización que alcanza el proce-
so, de modo que si es alto primará la burocracia partidista, y si es bajo la ministerial
(45-46, 51-52, 347-349). Creo discutible esta conclusión, incluso a partir de sus datos
empíricos. Dado el fuerte condicionamiento de los partidos de la mayoría por el Go-
bierno, la politización a lo que lleva es a un mayor control por el Gobierno de todo el
proceso, desde la última etapa prelegislativa hasta la fase legislativa. De algún modo el
autor arrastra la confusión de planos entre fase prelegislativa y legislativa ya criticada
supra, apartado 2.
86. Véase las conclusiones de Floerecke, 351-354, sobre la casi nula consideración
de lo que éi llama los «intereses externos» en relación a tres leyes penales alemanas.

45
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

grave, las que existen para la burocracia gubernamental son clara-


mente insuficientes*^: se contienen singularmente en el artículo 22 de
la Ley del Gobierno de 1997, complementada por ciertos Acuerdos
del Consejo de Ministros, en especial los de 16 de enero de 1990 y 18
de octubre de 1991*"*. De conformidad con ellas se atribuye la compe-
tencia para elaborar anteproyectos de ley al Ministerio competente,
que será por lo general en materia penal el de Justicia. Tal antepro-
yecto debe ir acompañado de estudios sobre la necesidad, oportuni-
dad y coste de la decisión legislativa (art. 22.1 Ley Gobierno y Acuer-
do Consejo de Ministros 26-1-90) y habrá de ajustarse a ciertos
requisitos lingüísticos y jurídico-formales (Acuerdo Consejo de Minis-
tros 18-10-91), además de ser informado por la Secretaría general
técnica del Ministerio (art. 22.2 Ley Gobierno). El Consejo de Minis-
tros es competente para decidir sobre la conveniencia de ulteriores
consultas, dictámenes o informes —art. 22.3 Ley Gobierno—, pu-
diendo prescindir totalmente de ellos si hay razones de urgencia, a
salvo los legalmente previstos, como el del Consejo general del Poder
judicial en anteproyectos penales. El Consejo de Ministros es también
competente para su posterior aprobación como proyecto de ley y
remisión a las Cortes —art. 2.4 Ley Gobierno—, lo que debe hacer
con inclusión de exposición de motivos, memoria y antecedentes.
Una regulación satisfactoria de la burocracia gubernamental exi-
giría que se tuvieran en cuenta los dos objetivos antes señalados, lo
que implicaría un conjunto de reglas organizativas y procedimenta-
les: 1) Consolidación de un núcleo experto estable en el Ministerio de
Justicia, que no esté constituido exclusivamente por juristas o crimi-
nólogos, y que tenga a su cargo la elaboración de los anteproyectos
de ley penal, sin que baste con el control puramente técnicojurídico
de la Secretaría general técnica**'. 2) Reconocimiento de un segundo

87. Una valoración semejante, tras el correspondiente análisis, en Soto Navarro,


198-199.
88. Estos Acuerdos, sin embargo, tienen una fuerza jurídica vinculante muy dis-
cutible. Véanse Abajo Quintana, 155-159, incluso desde un punto de partida favorable
a dársela, en polémica con Santaolalla; López-Medel Rascones, 186.
Hay que tener también en cuenta el artículo 108.1./) de la LO 6/85 del Poder
judicial, que establece un dictamen preceptivo del Consejo general del Poder judicial
en todos los anteproyectos de leyes penales, siendo más raro que el anteproyecto de
ley penal exija asimismo un dictamen del Consejo de Estado a tenor del artículo 21 de
la LO 3/80 del Consejo de Estado.
89. Sobre la problemática relación entre juristas y otros profesionales de las cien-
cias sociales en la elaboración de las leyes, debido a la diversa racionalidad que ponen
en primer plano, véanse Atienza, 61-62; Amelung, 1980, 69-70.

46
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

nivel de pericia estable u ocasional en el propio Ministerio, en el que


intervengan expertos sin dependencia política directa, y que esté en
condiciones de depurar los textos de contenidos especialmente cir-
cunstanciales, políticamente contingentes o defectuosos técnicamen-
te; la Comisión general de Codificación o las comisiones específicas
creadas ad hoc podrían ser una buena base'". 3) Obligatoriedad de un
tercer nivel de actividades de pericia bajo iniciativa del Consejo de
Ministros, con los siguientes contenidos: a) Consideración potencia-
da de los dictámenes preceptivos, asegurándose que su emisión se
prevé para un momento en el que sus propuestas estén a tiempo de
tenerse en cuenta, que no tienen vedado sistemáticamente el pronun-
ciamiento sobre cuestiones políticojurídicas, o de oportunidad o con-
veniencia según la jerga administrativa, a favor de las técnicojurídi-
cas, y cuyo carácter vinculante no debe negarse en todo caso", b)
Expresa toma en consideración de las opiniones de los agentes socia-
les ya sobrepasados, en concreto, grupos de presión, opinión pública
y afectados'^, a cuyos efectos se deberán utilizar mecanismos ya pre-
vistos legalmente para la elaboración de reglamentos'^, como el trá-
mite de audiencia a grupos o asociaciones con fines relacionados con
el objeto de la ley, o incluso el trámite de información pública, sin
olvidar estudios fiables demoscópicos. c) Expresa valoración de la
suficiencia del conocimiento experto adquirido durante la elabora-
ción ministerial del anteproyecto, procediéndose a ulteriores estu-
dios en caso contrario. 4) Aseguramiento de que el procedimiento
decisional se va a mover en un plano sustancial y no meramente
formal, lo que implica: a) la toma en consideración de determinados
aspectos materiales'''; b) una adecuada secuenciación de la decisión
que diferencie entre el análisis de la realidad social existente, los

90. Véanse análisis de la problemática de estas comisiones ministeriales de estu-


dio, en Palazzo, 720, y Amelung, 1980, 63, 67-70.
91. Cabe pensar no sólo en el Consejo General del Poder Judicial sino igual-
mente en un Consejo de Estado con competencias ampliadas a anteproyectos de ley
en general.
92. Por éstos se entenderán aquellos sectores de la ciudadanía, mínimamente or-
ganizados, que sufran en mayor grado los riesgos de convertirse tanto en victimarios
como en víctimas. Véase una crítica, acertada, a la consideración de «los delincuentes»
como afectados en Soto Navarro, 177, nota 187.
93. Véase al respecto el artículo 24.1 de la Ley del Gobierno.
94. De modo especial un análisis adecuado de la realidad social sobre la que se
va a operar, de las necesidades sociales que se pretenden satisfacer y de las consecuen-
cias sociales que se van a derivar de la intervención. Véase también Soto Navarro,
207-209.

47
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

objetivos a perseguir y los medios a disponer para ello'^; c) atender a


los resultados de disciplinas especializadas, sea en el ámbito empíri-
cosocial sea en el jurídico; d) la concreción y desarrollo de las habi-
tuales referencias a necesidad, oportunidad y coste en función de las
racionalidades que les sirven de referencia'*; e) una vinculación ex-
presa de los contenidos técnicojurídicos a las racionalidades lingüís-
tica y jurídicoformal''', y f) una motivación individualizada de cada
una de las decisiones de cierta relevancia contenidas en la norma
propuesta, lo que habría de posibilitar su eventual cuestionamiento
en la fase legislativa, además de sentar las bases para impugnaciones
posteriores de la validez de la ley'^
La ausencia de la mayor parte de las exigencias anteriores ha sido
patente en actividades legislativas penales fundamentales, como los
proyectos gubernamentales de código penal que se sucedieron en los
años ochenta y noventa y que condujeron finalmente al nuevo código:
El trabajo básico de los primeros textos, como el proyecto 80 y
la propuesta de anteproyecto de 1983, fue realizado por comisiones
específicas de penalistas prestigiosos, procedentes tanto de la acade-

95. Véase una detenida y enriquecida consideración de estos aspectos, a partir de


los Cuestionarios de evaluación alemanes, en Martín Casáis, 1989, 233-250.
96. El Cuestionario de evaluación que implanta el Acuerdo del Consejo de Mi-
nistros de 26-1-90 supone un muy limitado acercamiento a estos niveles de racionali-
dad ética, teleológica y pragmática, pues se centra mayoritariamente en el nivel de la
racionalidad jurídicoformal. Sólo unas alusiones a los objetivos del proyecto, en un
grupo de cuestiones centradas en problemas sistemáticos, y un tercer grupo de cuestio-
nes especialmente preocupadas por los recursos materiales y personales necesarios
para el desarrollo de la norma proyectada, con una vaga referencia al grado de acepta-
ción entre los agentes sociales, apuntan a un nivel de justificación que supere el estric-
tamente técnicojurídico.
Sobre las diversas racionalidades que han de estar presentes en el proceso legislati-
vo, y sobre las que espero ocuparme en relación con la legislación penal en el próximo
capítulo, véase Atienza, 27 ss.
97. De ello es una buena muestra el Acuerdo del Consejo de Ministros de 18-10-
91, por más que se limite a problemas de estructura sistemática y cuestiones básicas
lingüísticas. Una valoración semejante en Larrauri Pijoan, 2001, 95. Véase también,
supra, el Acuerdo de 26-1-90.
Un análisis de ambos Acuerdos, en especial del de 1991, en Abajo Quintana, 125
ss. Véase también su encuadre jurídicocomparado en Salvador Coderch, 1986, 15-23;
1989, 37-43; Martín Casáis, ibid., y 1989a, 255-269.
98. En relación con esto último se plantea la cuestión, sobre la que ahora no voy
a profundizar, de qué se ha de entender por «antecedentes necesarios» que, según el
artículo 88 CE, deben ser remitidos con el proyecto de ley al parlamento. Véanse
opiniones contrapuestas en Abajo Quintana, 146-147; Corona Perrero, 53-54, quien
ve en esta exigencia constitucional el apoyo positivo de más rango a la necesidad de
una correcta técnica legislativa; Cano Bueso, 212-213.

48
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

mia como de la judicatura, sin que en ningún caso participaran pro-


fesionales de otro tipo, ni siquiera de profesiones cercanas como
criminólogos, forenses... Directrices fundamentales de su actividad
fueron acomodar los contenidos del código penal al corriente estado
de la doctrina jurídico-penal, con especial preocupación por atender
a las últimas tendencias de derecho comparado; las aportaciones
empíricosociales carecieron en todo momento de una presencia pro-
pia, con alguna incidencia ocasional de reflexiones que preocupaban
a ciertas agencias aplicadoras de la ley —como fue el caso durante la
discusión del proyecto 80 de la preocupación hecha llegar por la
policía sobre la conveniencia de rebajar la minoría de edad a los 15
años para abarcar un núcleo significativo de delincuentes—. Los de-
bates sobre los primeros textos no salieron de ese ámbito de profe-
sionales y de aportaciones". A medida que nos acercamos a lo que
sería el proyecto final el papel decisivo pasa a un núcleo cerrado de
personas, en estrecha vinculación con la burocracia gubernamental,
aunque sin pertenecer de forma estable a ella, y con las mismas
características profesionales que hasta entonces, salvo el hecho de la
escasa representatividad profesional de algunos de los intervinientes.
Los muy limitados intentos de abrir el debate se dirigieron de nuevo
a penalistas académicos y, en menor medida, de la judicatura, como
se percibe en la carta de participación enviada por el Ministerio de
Justicia de la Quadra Salcedo a todos los catedráticos de derecho
penal respecto al proyecto 92, o la reunión con los mismos fines del
ministro de Justicia e Interior Belloch Julbe con un número reducido
de catedráticos de derecho penal unas pocas semanas antes de co-
menzar la andadura parlamentaria del proyecto 94'°°.
Por último, no debe olvidarse que esta etapa prelegislativa es
igualmente susceptible de desarrollarse por una vía populista. El su-
puesto es paralelo al ya analizado en la anterior etapa, pero posee
una mayor trascendencia operacional, ya que en este caso las inicia-
tivas populistas pueden acceder a la fase legislativa sin necesidad de
contar con las burocracias. Para ello es preciso que tales iniciativas
estén en condiciones de transformarse en proposiciones de ley.

99. Una buena prueba de ello es la recopilación de críticas o alternativas hechas a


la propuesta de anteproyecto de 1983, realizada por Mestre-Valmaña, passim, o la
revisión general del mismo texto impulsada por el Ministerio de Justicia en los núme-
ros 37 a 40 de la revista Documentación jurídica —AA.W., passim—, entre otras
publicaciones.
100. Véanse Cerezo Mir, 1994, 142-152; Cuerda Riezu, 83-85; Larrauri Pijoan,
2001, 101-104, que recoge las opiniones de Gimbernat Ordeig, uno de los ponentes
ministeriales del proyecto 80.

49
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

El ordenamiento español ciega prácticamente tal posibilidad en


derecho penal, al excluir de la iniciativa legislativa popular las mate-
rias que hayan de ser objeto de ley orgánica. Por si fuera poco, su
regulación es muy restringida, con un mínimo de 500.000 firmas
para que se pueda tomar en consideración como proposición de ley;
admitida a trámite, aún se le puede impedir su entrada en la fase
legislativa deliberante por el Gobierno si estima que supone un au-
mento de gasto público o una reducción de ingresos, y por el pleno
del Congreso si decide no tomarla en consideración. Además, se
priva a los promotores de ulteriores intervenciones, de modo que no
pueden hacer ante las cámaras una defensa de la proposición, ni
pueden retirarla si se desnaturaliza durante la deliberación parlamen-
taria"". Sin embargo, como ya hemos tenido ocasión de ver'"^, éste
no es el caso de otros ordenamientos, donde una iniciativa legislativa
popular puede transformarse en sus propios términos en ley penal.
La situación legal española ha de valorarse positivamente. Una
ordenación distinta otorgaría status legal a la vía populista de legisla-
ción penal, con todos los inconvenientes ya vistos, pero acentuados
por su mayor virtualidad en esta etapa'"^

4. La fase legislativa

Abarca el conjunto de actuaciones que tienen lugar en el parlamento


desde que se recibe en las Cortes la propuesta legislativa hasta que se
aprueba, publica y entra en vigor la ley. Se puede dividir en tres
etapas en el Congreso: las de iniciativa legislativa, deliberación y
aprobación, a las que habría que añadir una etapa más en relación
con la actividad del Senado"^. Como en la fase anterior, nos interesa

101. Véanse al respecto artículos 127-129 del Reglamento del Congreso.


102. Véase lo dicho supra sobre la ley californiana de «a la tercera va la vencida»,
3.4.2.2.
103. La valoración acabada de expresar no es contradictoria, como expongo en el
último capítulo, con un criterio democrático de legitimación de las concretas decisio-
nes legislativas penales, centrado en las convicciones generales: aquí de lo que estamos
hablando es de garantizar un tratamiento experto de la realidad social y de las inter-
venciones sociales, sin perjuicio de que la decisión básica deba acomodarse a lo que
derive del criterio democrático. De ahí el énfasis puesto en todo momento en no
perder el contacto con los agentes sociales ya sobrepasados en esta etapa. Modifico así
mi punto de vista expresado en Diez RipoUés, 1997, 17, nota 28. Véase una valoración
distinta en Soto Navarro, 166-168.
104. Alude a las tres primeras fases Soto Navarro, 164.

50
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

un análisis dinámico de todo ese decurso parlamentario, al objeto de


identificar los momentos decisionales claves y sus actores, así como
su peso relativo frente a las etapas prelegislativas precedentes. Deja-
remos, pues, en un segundo plano los aspectos técnicojurídicos.
Podemos ya anticipar una valoración global de toda esta fase,
según la cual se confirma el predominio de la etapa prelegislativa
gubernamental, no sólo frente a su correspondiente partidista, sino
igualmente frente al conjunto de la etapa legislativa. Esta supremacía
se concreta a través de dos relaciones constantes que funcionan en
direcciones distintas: cuanto mayor sea la mayoría parlamentaria re-
presentada en el Gobierno, mayor protagonismo tendrá éste frente al
parlamento. Cuanta más pluralidad ideológica o estratégica mues-
tren el partido o partidos en el Gobierno, menos influencia tendrá la
burocracia gubernamental frente a la partidista y al parlamento'"^.

4.1. Una iniciativa legislativa. El predominio gubernamental

Elementos esenciales de esta etapa son, ante todo, la remisión del


proyecto o proposición de ley a la mesa del Congreso por parte de
los órganos legitimados para ello, es decir, el Gobierno, el Congreso,
el Senado, las Asambleas legislativas de las Comunidades autónomas,
y el cuerpo electoral a través de la iniciativa popular (art. 87 CE).
Además, es condición para la posterior tramitación de las proposicio-
nes de ley, o, lo que es lo mismo, de todas aquellas iniciativas no
provenientes del Gobierno, que el pleno del Congreso acepte su
«toma en consideración»'"*.
Esta etapa es soportada básicamente por los proyectos de ley gu-
bernamentales y las proposiciones de ley congresuales, con muy esca-
sa representación de las proposiciones de ley del Senado, de las Co-
munidades autónomas o del cuerpo electoral. En el conjunto de
legislaturas que van de 1979 a 2000 los proyectos de ley y proposicio-
nes del Congreso no han constituido nunca menos del 88%, llegando
en alguna legislatura al 98%, de todas las iniciativas legislativas'"^.
Aunque las proposiciones de ley representan un número signifi-
cativo frente a los proyectos de ley, de forma que desde la legislatura
que comenzó en 1986 superan al número de proyectos de ley presen-

105. Véanse López Garrido-Subirats, 36-39, 46-48; Cuerda Riezu, 78, 80; Soto
Navarro, 163-164.
106. A salvo las proposiciones de ley del Senado, que no precisan de este trámite.
Véanse artículos 125 y 126 del Reglamento del Congreso de los Diputados.
107. Véanse López Garrido-Subirats, 42-43; vvfww.congreso.es.

51
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

tados, aquéllas dejan en gran número de ser transcendentes en una


temprana fase de la tramitación parlamentaria, más precisamente en
el trámite preceptivo de aceptación de su «toma en consideración»
por el pleno del Congreso, trámite al que no están sometidos los
proyectos de ley. Su grado de descarte está en relación directa con el
de la amplitud de la mayoría parlamentaria: en las dos legislaturas
que van de 1979 a 1986 se aceptó la toma en consideración de sólo
el 26% de todas las proposiciones presentadas por el Congreso, pero
con la importante precisión de que el pase de una legislatura sin
mayoría absoluta a otra con ella hizo caer el porcentaje de aceptación
del 32% al 15%"'».
Podemos estimar dos caracteres fundamentales de esta etapa: En
primer lugar, el protagonismo de las iniciativas gubernamentales,
que se asienta tanto en la tramitación preferencial de los proyectos,
exentos de su toma en consideración por las cámaras, frente a las
proposiciones, como en la utilización de la mayoría parlamentaria
para cercenar las iniciativas que tienen su origen en el parlamento, lo
que explica la diferente potencialidad de tal mayoría según el status
cuantitativo que obtenga en la respectiva legislatura.
En segundo lugar, el notable cierre sobre sí misma, al carecer de
previsiones respecto a la intervención de otros agentes extra o inclu-
so interparlamentarios. En efecto, no se prevé un periodo de infor-
mación pública ni de audiencia a sectores presumiblemente afecta-
dos; tampoco está previsto el pronunciamiento del Senado, ni siquiera
en iniciativas con repercusión territorial; y no se permite la defensa
por sus promotores de la proposición de ley de iniciativa popular,
aunque sí la de la proposición autonómica por una delegación de la
Asamblea correspondiente"". La única excepción la constituye justa-
mente la necesaria conformidad del Gobierno para tramitar cual-
quier proposición de ley que suponga aumento de gasto público o
disminución de ingresos, según el artículo 126.2 del Reglamento del
Congreso.

108. Las tres proposiciones de ley del cuerpo electoral presentadas en la legislatu-
ra 1982-1986 no llegaron siquiera a ser sometidas a consideración por el pleno, al ser
descartadas ya por la mesa de la cámara por no cumplir los requisitos legalmente
establecidos, a tenor del artículo 127 del Reglamento del Congreso. Véanse Cano
Bueso, 211-212; López Garrido-Subirats, 40-41.
109. Véase artículo 127 del Jleglamento del Congreso de los Diputados. Véanse
también López Garrido-Subirats, 40-41; Soto Navarro, 164-168, 175.

52
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

4.2. Una deliberación. La relevancia de la ponencia

En esta etapa, la de mayor significación de esta fase, destacan el


plazo de presentación de enmiendas tras la publicación de la iniciati-
va en el Boletín oficial de las Cortes, su remisión a la comisión
correspondiente, el debate en el pleno de las enmiendas a la totali-
dad, la designación e informe de la ponencia, el dictamen de la
comisión, y su debate y votación en sesión plenaria.
El trámite de presentación de enmiendas está abierto a interven-
ciones parlamentarias muy diversas, pues aquéllas se pueden formu-
lar tanto por parlamentarios individuales como por grupos parlamen-
tarios, si bien se aprecia una tendencia a reducir las iniciativas de los
primeros, sea sustrayéndoles la facultad de presentar enmiendas a la
totalidad, sea al hacer necesario que toda enmienda individual sea
conocida y consecuentemente firmada por el portavoz del grupo par-
lamentario"". En cualquier caso resulta poco plausible entender esta
amplia capacidad de enmiendas como un contrapeso a la escasa vir-
tualidad de las iniciativas legislativas parlamentarias: el éxito de las
enmiendas depende de ulteriores trámites en los que su potencialidad
descenderá de forma pronunciada, salvo cuando complementen la ini-
ciativa gubernamental, por lo que su número terminará con frecuen-
cia sólo reflejando el grado en que se quiere mostrar la oposición a la
iniciativa legislativa en curso. Esto es todavía más válido respecto a las
enmiendas a la totalidad, las cuales pretenden escenificar la oposición
a las iniciativas gubernamentales o de la mayoría parlamentaria'".
La remisión del proyecto o proposición a la comisión correspon-
diente origina expectativas de una intervención parlamentaria más
autónoma, de carácter experto, y con apertura a otros agentes socia-
les. Para que eso sea posible, las comisiones deben tener ciertas ca-
racterísticas orgánicas y determinadas competencias funcionales"^.
En cuanto a lo primero, han de ser permanentes y estar especializa-
das por asuntos, deben tener una composición estable de miembros,
escogidos por sus capacidades en la materia respectiva, y debe ser
obligada la ausencia de representantes gubernamentales, salvo cuan-
do sean llamados, y posible el debate a puerta cerrada. En lo concer-

n o . Véanse artículos 110.3 y 1 del Reglamento del Congreso. Véanse López Ga-
rrido-Subirats, 46.
111. Con un impacto comunicativo igual, o incluso mayor, que el de las proposi-
ciones de ley presentadas por minorías parlamentarias —véase supra—. Véanse tam-
bién Cano Bueso, 213-215; Soto Navarro, 168-169.
112. Véase también Soto Navarro, 169-170.

53
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

niente a lo segundo, han de poder recabar comparecencias de espe-


cialistas, desde representantes o funcionarios del Gobierno hasta cua-
lesquiera expertos o agentes sociales que se considere que tienen algo
que decir, y deben estar en condiciones de realizar directamente
actividades de recopilación de información y de análisis, lo que sin
duda exige ciertos márgenes temporales y una mínima infraestructu-
ra de personal'". Todo ello se ve claramente potenciado si se prevé
que las comisiones puedan tener competencia legislativa plena en al-
gunas materias""*.
Aunque el sistema parlamentario español dispone de la mayor
parte de estos requisitos, no parece que se hayan aprovechado sus
oportunidades. Hay algunas razones de ello:
La competencia legislativa plena padece de unas limitaciones
importantes. Ante todo no tiene competencias, entre otras materias,
en leyes orgánicas, con lo que prácticamente deja fuera las materias
penales, y, además, el pleno puede en muy diversos casos reasumir
sus competencias delegadas"^. Lo anterior relativiza, por tanto, la
opción por un aprovechamiento mayor de esta posibilidad"*".
El trámite intermedio de ponencia ha robado un importante pro-
tagonismo a las actuaciones directas de la comisión, convirtiéndose
en el elemento decisivo del conjunto de actividades de esta última.
Una muestra de ello es que en ocasiones consume más tiempo que el
resto de toda la fase legislativa, incluido el estudio en el Senado, por
más que, significativamente, hay una relación inversa entre tiempo
de estudio en la ponencia y cuantía de la mayoría parlamentaria"^.
Este trámite constituye, desde luego, un buen momento para
reforzar la autonomía parlamentaria, dado que es en él donde se
deciden la mayor parte de las modificaciones de la iniciativa legisla-
tiva que van a incorporarse al dictamen de la comisión"*, y que su

113. Críticamente respecto a la experiencia alemana de audiciones de expertos en


comisiones parlamentarias, debido a que es un momento procesal excesivamente tardío
donde ya se lucha políticamente por sacar adelante un proyecto legal sin interés real en
ilustrarse sobre el tema, y a que el contacto es muy superficial, Amelung, 1980, 66.
114. Como sucede en nuestro ordenamiento mediante el artículo 75.2 y 3 de la
Constitución, desarrollado por los artículos 148 y 149 del Reglamento del Congreso.
115. Véanse artículos citados en nota precedente.
116. Por ejemplo, si en la legislatura 1979-1982 se dieron 46 casos, éstos fueron
74 en la de 1982 a 1986. Véanse López Garrido-Subirats, 44.
117. A juzgar por las legislaturas de 1979-1982 y 1982-1986, sin y con mayoría
absoluta de un partido respectivamente. Véanse López Garrido-Subirats, 43-44.
118. Hasta el punto que de ella suele surgir un texto legal alternativo resultado de
la incorporación de las enmiendas que se han considerado pertinentes. Véanse Duran-
Redondo, 260-261; López Garrido-Subirats, 43.

54
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

funcionamiento informal y discreto permite todo tipo de negociacio-


nes y transacciones sin temor a controles rígidos de otras instan-
cias"'. Pero pierde elementos de pericia y de apertura a agentes
sociales externos, ya que la elección de los ponentes se realiza por los
grupos parlamentarios primariamente en función de su capacidad
para expresar las directrices políticas respectivas'^", y las posibles
consultas a agentes externos suelen estar fuertemente condicionadas
por afinidades personales o políticas.
En cualquier caso, el periodo de trabajo de la comisión y su
ponencia constituye el momento procedimental decisivo de toda la
fase legislativa, aquel, por consiguiente, en el que debieran centrarse
los esfuerzos para incrementar los componentes de racionalidad.
A tales efectos debiera profundizarse en el fomento de la compe-
tencia legislativa plena en ciertas leyes penales o de desarrollo de
leyes penales. Ciertamente no convendría sustraer al pleno el estable-
cimiento del catálogo de delitos y de sus correspondientes penas, la
determinación del sistema básico de responsabilidad, o el sistema de
penas. Pero sí sería adecuado reservar para las comisiones un buen
número de decisiones, tales como la formulación de tipos especial-
mente complejos, la configuración de los aspectos más técnicos del
sistema de responsabilidad y buena parte del sistema de ejecución de
penas.
Por otro lado, debieran impulsarse y desarrollarse reglamentaria-
mente, si fuere preciso, las actividades de pericia y audiencia de agen-
tes sociales que podrían ser llevadas a cabo por las comisiones. Una
vía sería el obligatorio acompañamiento al dictamen de la comisión
de determinados estudios sobre impacto social, costes económicos,
viabilidad... de la iniciativa legislativa, estudios que debieran realizar-
se en sede parlamentaria en contraste a los aportados por los promo-
tores, por lo general gubernamentales, de la iniciativa legislativa. Se-
ría sensato no exigirles el detalle y minuciosidad que debieran tener
estos últimos, pero deberían estar en condiciones de funcionar como
una validación de los trabajos contenidos en la iniciativa legislativa'^'.

119. Véase un acertado análisis en Duran-Redondo, 249 y ss. Destacan también su


relevancia Cano Bueso, 215-218; López Garrido-Subirats, 43.
120. Así, no es extraño que los ponentes de la mayoría estén en directo contacto y
continua consulta con los promotores, generalmente gubernamentales, de la iniciativa.
Sobre su componente político, véanse Duran-Redondo, 254-256; Cano Bueso, 217.
121. Véase una enérgica propuesta de introducción de actividades de información
y pericia en las comisiones en Cano Bueso, 218-221; también Duran-Redondo, 263,
respecto a la ponencia. En general, sobre la escasa consideración de los que él llama
«intereses externos» en la fase legislativa, Floerecke, 352-354.

55
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

El momento para potenciar la relevancia de las comisiones es


propicio, pues ya se han asegurado un papel determinante en toda la
fase legislativa'^^. Prueba de ello es el continuado incremento a lo
largo de las sucesivas legislaturas del número de sesiones de las comi-
siones y del tiempo de su actividad'", por más que, como más singu-
larmente hemos visto para la ponencia, parece apuntarse una rela-
ción inversa entre el incremento de la actividad de las comisiones y la
cuantía de la mayoría parlamentaria'^"*.
El debate en el pleno de la cámara'^^ es un trámite de muy diversa
relevancia según los casos, pudiendo ser una mera formalidad, con
rechazo de todas las enmiendas persistentes y mantenimiento del
dictamen de la comisión, o bien suponer un momento clave para la
obtención de compromisos al más alto nivel. Parece existir una rela-
ción inversa entre cuantía de la mayoría parlamentaria y trascenden-
cia de las deliberaciones plenarias'^*". De todos modos, la amplitud
del colectivo decisor y las normas de procedimiento hacen difícil en
este estadio un replanteamiento general de la iniciativa legislativa,
habiendo que conformarse con modificaciones aisladas, por más que
puedan ser relevantes.

4.3. Una aprobación. La mayoría cualificada penal

El momento de aprobación de la ley muestra diáfanamente de nuevo


la relevancia de las iniciativas gubernamentales frente a las parlamen-
tarias. El número de estas últimas aprobadas es claramente inferior al

122. Proponen reformas que hagan más operativas las comisiones y la ponencia
Duran-Redondo, 239, 258, 263-264, con especial referencia a la inconveniencia de
que, en virtud del artículo 64.1 del Reglamento del Congreso, estén autorizados a
asistir los medios de comunicación.
123. Si en la legislatura 1982-1986 hubo 564 sesiones, éstas casi se habían duplica-
do en la legislatura 1996-2000. A su vez, el tiempo empleado fue de 2.158 horas en la
legislatura 1982-1986, frente a las 3.584 horas de la legislatura 1996-2000. wvifw.con-
greso.es.
124. De forma que los niveles de actividad en comisiones se muestran espe-
cialmente altos en las legislaturas sin mayoría absoluta que van de 1989 a 2000.
vvwrw.congreso.es. Floerecke, 348, 350-351, establece en Alemania una relación inver-
sa entre el grado de politización de la iniciativa legislativa y la actividad de las comisio-
nes, expresando así que una ley muy cuestionada se resuelve en las cúpulas de los
partidos minimizando la actividad deliberativa.
125. Una vez entregado el dictamen de la comisión a la presidencia de la cámara y
haber procedido ésta a elevarlo al pleno junto con los votos particulares y enmiendas
que los grupos parlamentarios quieren defender.
126. Véanse López Garrido-Subirats, 44.

56
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

de las primeras, con una regla de relación inversa entre cuantía de la


mayoría parlamentaria y número de iniciativas parlamentarias apro-
badas. Así, en las legislaturas con mayoría absoluta las proposiciones
de ley parlamentarias aprobadas no superan el 7% del número de
proyectos de ley aprobados, cifra que oscila entre el 9% y el 16% en
legislaturas con mayorías inferiores'^^.
Una garantía de racionalidad no desdeñable es la consolidación
de la práctica política de que todas las decisiones legislativas penales
sean objeto de ley orgánica: la consecuente mayoría absoluta necesa-
ria para su aprobación implica que han de contar con un amplio
apoyo parlamentario, de especial relevancia en legislaturas sin mayo-
ría absoluta. Esta situación, reflejo adecuado del hecho que las leyes
penales deben regular presupuestos básicos para la convivencia, se ha
alcanzado de facto, dado que no es constitucionalmente obligado que
todas las leyes penales se tramiten como leyes orgánicas, aunque sí
una buena parte de ellas'^^

4.4. La intervención del Senado

El debate y aprobación en el Senado, y su eventual convalidación por


el Congreso, es una etapa legislativa secundaria, en correspondencia
con el escaso papel legislativo que desempeña la cámara alta'^'. Ello
se refleja en un conjunto de previsiones constitucionales, como la
tramitación previa de todos los proyectos y de todas las proposicio-
nes de ley, incluidas las del Senado, en el Congreso, las limitaciones
temporales en su actividad a que está sometido, o la posibilidad de
levantar los vetos y enmiendas del Senado en el Congreso'^". Y se
plasma, como no podía ser menos, en la práctica parlamentaria, en la
que el número de proposiciones de ley senatoriales suele ser clara-
mente inferior a las congresuales, y el porcentaje de leyes aprobadas
con modificaciones del Senado no suele ser alto"'.
Se ha establecido una relación directa entre número de leyes
aprobadas con modificaciones senatoriales y cuantía de la mayoría

127. Véanse cifras en www.congreso.es; López Garrido-Subirats, 40-41.


128. Véase por todos Cerezo Mir, 1996, 152-153.
129. Véanse también López Garrido-Subirats, i5, 44-45.
130. Véanse artículos 88, 89.2, 90.2 y 3 de nuestra Constitución. Véase también
Soto Navarro, 172.
131. Si en la legislatura 1979-1982 fue del 30%, en la de 1982-1986 llegó al 50%.
Por el contrario, en esas mismas legislaturas el porcentaje de proposiciones senatoria-
les frente a las congresuales aprobadas es favorable a las primeras. Véanse López Garri-
do-Subirats, 45.

57
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

parlamentaria, ya que se aprovecha por el grupo mayoritario el trá-


mite del Senado para introducir variaciones a las que no se les quiere
dar excesiva visibilidad, sea por su carácter polémico, sea porque
corrigen defectos percibidos en la discusión plenaria congresual'^^.

5. La fase postlegislativa

La fase postlegislativa está compuesta por el conjunto de actividades


de evaluación de los diversos efectos de la decisión legal tras su
entrada en vigor, y perdura hasta el momento en que se cuestiona de
modo socialmente creíble su adecuación a la realidad social o econó-
mica que pretende regular. En ese momento se inicia una nueva fase
prelegislativa.
El concepto de efectos a evaluar se ha de entender en sentido
amplio, referido a cualesquiera de los objetivos perseguidos por las
diversas racionalidades de la ley, sin que proceda limitarlos a los más
visibles, propios generalmente de la racionalidad pragmática'^^, pues
los de otras racionalidades pueden ser igual o más relevantes'^''. Se
han de incluir igualmente aquellos efectos relacionados con alguna de
las diversas racionalidades que, sin ser objetivo de la ley, se han pro-
ducido, con independencia de si han sido en mayor o menor medida
previstos o han resultado imprevistos. La evaluación, lógicamente, ha
de atender tanto los efectos presentes como los ausentes"'.
Se pueden distinguir tres etapas en esta fase: la de activación, la
de evaluación y la de transmisión.

5.1. La activación de un interés. La preocupación


por las consecuencias

Esta etapa es especialmente relevante en el tramo del procedimiento


legislativo en el que nos encontramos, pues la limitada o inexistente
institucionalización de una fase evaluadora de las decisiones legislati-

132. Véanse López Garrido-Subirats, 45.


133. Por ejemplo, la efectiva reducción de las tasas de cierta delincuencia, o el
grado en que se han puesto en marcha los medios materiales o personales precisos para
ejecutar la decisión legislativa.
134. Por ejemplo, la confirmación de que se ha eliminado una laguna de impuni-
dad, o que se han pasado a tratar de forma desigual comportamientos hasta entonces
tratados de la misma manera.
135. Véase una definición de evaluación legislativa próxima en Oses Abando, 282-
283, 285-287; en general, una clasificación de tipos de evaluación en Barberet, 110-
111.

58
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

vas'^*" hace que su configuración e incluso su misma existencia quede


a merced de este momento. Se trata de que ciertos agentes sociales
suficientemente influyentes se muestren interesados en conocer las
consecuencias de la intervención legislativa correspondiente.
Hay una serie de condiciones sociales genéricas favorecedoras de
la aparición y correspondiente actuación de tales agentes sociales:
Ante todo, debe estar socialmente extendida la creencia de que las
intervenciones penales son capaces de modificar la realidad social.
Asimismo la comunidad debe haber interiorizado pautas de exigen-
cia de responsabilidad por los efectos sociales producidos, y sus re-
presentantes han de mostrar disponibilidad para asumir tales res-
ponsabilidades. Y debe existir una cierta tradición tecnocrática de
examinar los resultados de las intervenciones sociales'^''.
También la decisión legislativa penal ha de estar en posesión de
ciertas cualidades para motivar a su evaluación. Podemos señalar,
entre otras, tres:
En primer lugar, ha de ser una ley evaluable^^^: A mi juicio las
leyes simbólicas son en principio, y en contra de lo que a veces se
sostiene, susceptibles de evaluación. Ciertamente ello exige una ade-
cuada identificación de los objetivos pretendidos, por muy incorrec-
tos políticamente que nos parezcan, y un especial cuidado en incluir
en el análisis el estudio de los otros efectos producidos o ausentes.
Con todo, algunas pueden ser difícilmente evaluables, en especial las
que se agotan en su propia creación, como es el caso de las leyes
reactivas o de compromiso'^'.
En segundo lugar, la ley ha de tener en sí misma virtualidad para
suscitar interés evaluativo: Hay leyes que carecen de esa capacidad.
Entre ellas se podrían citar las leyes sobrelegitimadas, esto es, leyes en
las que el exceso de legitimación que ha acompañado su creación
neutraliza un posterior interés social en ser evaluadas. El fenómeno
es apreciable en leyes masiva y prolongadamente demandadas, a las

136. Véanse algunas referencias sobre la situación en otros países de nuestro en-
torno en Oses Abando, 285, 288.
137. Algo que en España en el campo políticocriminal sólo en tiempos recientes ha
empezado a apreciarse, y de forma esporádica: aspectos jurídicopenales del plan na-
cional de drogas, plan nacional de malos tratos domésticos o plan policía 2000...
Véanse Barberet, 116-117; Larrauri Pijoan, 2001, 105; Stangeland, 1998, 211.
138. Véase este problema, con algunos ejemplos, en Barberet, 110.
139. Véase sobre estos conceptos Diez RipoUés, 2001, 16-20. Parece apuntar a la
inevaluabilidad en general de la legislación simbólica Barberet, 110; no así Larrauri
Pijoan, 2001, 99-100. Ya me manifesté en general a favor de su evaluabilidad, en
Cerezo Domínguez, 135-136.

59
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

que los esfuerzos desplegados en su elaboración parecen dispensar de


su evaluación posterior. O leyes cuya existencia y contenido están
directamente determinados por instancias cuya decisión no puede o
no conviene cuestionarse''"'. También es perceptible en leyes que se
han desenvuelto por la vía populista, vía que implícitamente parte de
una legitimación superior vinculada al ejercicio de la democracia
directa.
Este último fenómeno se dio con nitidez tras la implantación de
la ley californiana de «a la tercera va la vencida»: a cuatro años de su
entrada en vigor, en 1999, se planteó por los legisladores demócratas
una iniciativa legislativa para financiar una evaluación de sus efectos,
iniciativa que chocó con una fuerte resistencia republicana. Los par-
tidarios de la evaluación la veían como una forma de cuestionar la
pretendida eficacia de la ley, mientras que los motivos de los oposi-
tores eran fundamentalmente dos, uno explícito y otro implícito: por
lo que se refiere al primero, se afirmaba que no tenía sentido que se
pusiera en riesgo la creencia general en su eficacia —temor que real-
mente no era muy fundado, pues las creencias en la eficacia de una
ley con tanto apoyo popular no son fáciles de conmover—; en cuan-
to al segundo, se presuponía que el mero cuestionamiento de su
eficacia ya constituía una agresión a las creencias que la sustentaban.
Lo cierto es que, aunque la ley para evaluar finalmente se aprobó, el
gobernador la vetó alegando que era dudoso que fuera a producir
más información útil que la ya disponible''".
En tercer lugar, la ley ha de estar pendiente de evaluar, lo que no
siempre es el caso incluso en leyes recién aprobadas. Así, entre estas
últimas, las que podríamos denominar leyes preevaluadas no cum-
plen ese requisito: son leyes que han sido aprobadas con una fuerte
oposición de agentes sociales o parlamentarios significativos, y cuya
modificación se ha convertido desde su entrada en vigor, o incluso
antes, en programa de acción de tales agentes. Tales circunstancias
hacen que la ley propiamente pase de la fase legislativa a una nueva
fase prelegislativa. La continuidad de esta última fase se podrá dar o
no, para lo que será especialmente transcendente el hecho de si los

140. Se tratará de leyes penales derivadas de decisiones de la Unión Europea de


distinto rango o de convenios internacionales. Piénsese, entre otros casos, en el recien-
te delito de corrupción en las transacciones comerciales internacionales (art. 445 bis)
o, con mucha más trascendencia, en buena parte del contenido de los delitos relativos
a drogas o de blanqueo de capitales. Permítaseme esta referencia, aunque ya he señala-
do supra que la dinámica de estas leyes no la iba a considerar en este trabajo.
141. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 220-222.

60
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

agentes sociales insatisfechos sustituyen a los impulsores de la ley en


fases claves del proceder legislativo.
Un ejemplo extrapenal claro en España han sido las dos reformas
de la ley de extranjería del año 2000, consecuencia la segunda de la
incapacidad de la minoría parlamentaria mayoritaria de sacar adelan-
te sus tesis en la fase legislativa de la primera ley.
Los agentes sociales activadores pueden ser de muy distinta natu-
raleza. Rutinas internas institucionalizadas, como los servicios de la
administración encargados de realizar de manera sistemática la eva-
luación de las leyes: pertenecerán por lo general a sectores del ejecu-
tivo conectados con los encargados de su puesta en práctica'"*^, y pre-
sentan el inconveniente de su dependencia política'''^. Rutinas externas
institucionalizadas, como centros y personal dedicados a la investiga-
ción social en universidades u otras instituciones públicas o semipú-
blicas: no se les podrá pedir por lo general que se activen de manera
sistemática, no suelen realizar análisis comprensivos de todas las ra-
cionalidades sino sólo de aquellas que más les interesan •—análisis ju-
rídicos, o sociológicos...— y mostrarán con frecuencia una clara de-
pendencia financiera de fuentes externas. Instituciones promotoras,
es decir, organismos institucionales que fomentan la realización de
estudios mediante la elección de los temas y su financiación: la fre-
cuencia con que lo hacen y la elección de los temas suelen estar muy
condicionadas por factores coyunturales''*'', lo que hace que normal-
mente no sean agentes impulsores de evaluación sistemáticos, sino
ocasionales y contingentes'''^, y que la oportunidad política desempe-
ñe un papel excesivo. Grupos de presión, para los que la intervención
social afecta de un modo u otro a sus intereses, a la búsqueda de la
legitimación de éstos. Expertos o centros expertos no institucionaliza-
dos, compuestos por profesionales activos en alguna o algunas de las

142. Aunque no habría que renunciar a su localización en el legislativo o en el ju-


dicial. Véase una decidida propuesta para anclar las labores de evaluación en el parla-
mento en Oses Abando, 279 ss. También Cano Bueso, 220. Sobre las labores de eva-
luación desde el poder judicial, véase infra lo que se dice del Consejo general del Poder
judicial.
143. Véanse también, con algunos ejemplos, Barberet, 120; Oses Abando, 280-
281,287.
144. Jugará, por ejemplo, un importante papel el grado en que la decisión legisla-
tiva y sus efectos afecte o pueda afectar a sus intereses funcionales o sus competencias.
145. El Consejo general del Poder judicial está mostrando muy recientemente in-
dicios de conversión en una institución de fomento sistemático de la evaluación legis-
lativa: así lo apuntan las iniciativas evaluativas sobre la ley del jurado, el nuevo código
penal y la ley del menor. Véase también la entrevista a Giménez-Salinas en Larrauri
Pijoan, 2001, 105.

61
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

áreas competentes para la evaluación, generalmente centrados en cier-


tas racionalidades, y a los que impulsan sus pretensiones de obtener o
consolidar ingresos económicos, o sus deseos de reafirmar su status o
competencias profesionales. Medios de comunicación semiexpertos,
determinados por el interés mediático del objeto de la intervención
social o sus resultados, y que dirigirán su análisis hacia los puntos de
interés correspondientes. Agentes populistas, en especial grupos de
presión de víctimas, que actuarán impulsados por la búsqueda o re-
afirmación de su equilibrio emocional.

5.2. La evaluación. Sus presupuestos

Tomada la decisión de evaluar una decisión legislativa penal, se ha de


contar con los medios personales, materiales y metodológicos para
llevarla a cabo.
En cuanto a los medios personales se pueden señalar ciertos ca-
racteres de la evaluación legal penal española: La disponibilidad de
profesionales es muy diversa según las racionalidades a considerar,
pues si las racionalidades lingüística, jurídicoformal o ética cuentan
con una masa gris de profesionales del derecho suficiente y atenta a
las reformas legales, otros profesionales que han de desarrollar una
importante labor en las racionalidades pragmática o teleológica, aun-
que existen, están desconectados o poco conectados con la proble-
mática de las intervenciones legislativas penales. La inexistencia de
disciplinas autónomas que dirijan directamente su conocimiento ex-
perto al fenómeno de la delincuencia es una de las causas —el escaso
reconocimiento social y académico del criminólogo es un ejemplo
paradigmático—, la escasa apertura de las instituciones sociales que
se ocupan de la creación y aplicación del derecho a profesionales no
juristas es otra'""". Asimismo la actuación coordinada de profesionales
diversos carece por lo general de estructuras funcionales en las que
localizarse. Hay pocos servicios administrativos, institutos universita-
rios, despachos profesionales, departamentos de investigación perio-
dística... con estructura realmente interdisciplinar en materias que
tengan que ver con la delincuencia y la legislación penal, sin contar
su escasa tradición'''^. Finalmente, en ciertos casos la actuación pro-
fesional de acuerdo a objetivos externos está muy poco desarrollada;
ello es especialmente significativo en el ámbito universitario, donde

146. Véanse Larrauri Pijoan, 2001, 105-106; Barberet, 108.


147. Véase en general sobre la unilateralidad de los enfoques evaluatorios legales
en diferentes países Oses Abando, 283.

62
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

la elección de las actividades expertas a realizar está sustancialmente


regida por las perspectivas de progreso en la carrera académica, y no
por las demandas sociales a satisfacer con la pericia obtenida.
En lo que concierne a los medios materiales se aprecian igual-
mente ciertas limitaciones: Hay poca tradición de asignar partidas
presupuestarias para la evaluación de intervenciones penales legislati-
vas''"', y no hay precedentes de una ley penal que lleve incorporada
una partida presupuestaria para proceder a su evaluación, ni partidas
presupuestarias finalistas en el Ministerio de Justicia, Consejo gene-
ral del Poder judicial u organismos semejantes destinadas a tal fin''*'.
Existen escasas instalaciones diseñadas para el desenvolvimiento en
ellas de estudios de evaluación de leyes, en paralelo a la inexistencia
de estructuras funcionales profesionales, lo que impide la acumula-
ción de experiencias, materiales, bases de datos propias, etc., con la
correspondiente optimización de recursos.
Las carencias metodológicas son importantes: Ante todo, falta lo
que podríamos llamar un sustrato experimental no programado sobre
el que edificar las evaluaciones concretas; a este respecto la laguna
más importante es la pobreza de nuestras estadísticas policiales y
judiciales sobre la delincuencia'^"; pero también llama la atención la
ausencia de series de encuestas de victimización, autoinformes u otros
instrumentos cuantitativos, respecto a los que se carece de cualquier
programación nacional y autonómica, por lo que se depende de estu-
dios aislados, por lo general con contenidos no homologables; las
carencias se incrementan cuando intentamos disponer de indicadores
no estrictamente delincuenciales pero con directas aplicaciones polí-
ticocriminales, como indicadores perceptuales, de calidad de vida,
económicos, de consistencia decisional, de eficiencia administrativa,
los cuales resultan imprescindibles para cubrir adecuadamente el con-
junto de racionalidades y su correspondiente riqueza expresiva'". A
ello se une la ausencia de referencias experimentales sobre las decisio-
nes legislativas concretas; no se suele disponer de evaluaciones pre-

148. El Plan nacional de drogas desde los años ochenta marcó una inflexión al
respecto, que benefició a ciertos estudios sobre !a delincuencia, y otros planes, como el
de violencia doméstica, han seguido en menor medida su estela.
149. Sin perjuicio de partidas genéricas destinadas a estudios o informes.
150. Sin que se puedan equiparar las primeras, mucho más desarrolladas, a las
segundas, ni ignorar las novedades que se están intentando introducir en la recogida
cuantitativa de los datos judiciales.
151. Véanse, entre otros, Barberet, 115-116; Stangeland, 1995, 803 ss.; 2001, 16-
18, 21-22 y, en general, las contribuciones del übro colectivo Diez Ripollés-Cerezo
Domínguez (eds.), passim.

63
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

vias sobre los parámetros sociales sobre los que quiere incidir la ley,
que permitirían comparaciones precisas con los efectos actualmente
producidos; esta carencia se refleja especialmente en el carácter for-
mal o superficial con el que se satisfacen las exigencias legales sobre
necesidad, oportunidad y coste de la ley en la última etapa prelegis-
lativa y en la fase legislativa'^^, y en el carácter retórico y, por lo
general, meramente descriptivo de los contenidos de la norma, pro-
pio de las exposiciones de motivos; mucho menos se procede a la
realización de estudios piloto que permitieran prever la corrección
de las medidas legales consideradas, algo que, si bien pudiera plan-
tear problemas en leyes creadoras de delitos o penas, es aproblemá-
tico y útil en reformas sobre ejecución de penas'-^^.
Tampoco se pueden ignorar los déficits de experimentalidad in-
herentes al carácter penal de la decisión legislativa, que impedirá
regularmente la realización de experimentos propiamente dichos,
esto es, aquellos en los que se contraponen un grupo experimental y
otro de control, dado que tropezarán con diversos principios como el
de legalidad o proporcionalidad, debiéndose concentrar en la realiza-
ción de cuasiexperimentos a partir de series cronológicas de medi-
das""*. Y presentes han de tenerse igualmente los sesgos inherentes a
ciertas evaluaciones, como aquellas que no pretenden ser expertas, al
ser impulsadas por agentes sociales interesados en destacar aspectos
llamativos para la opinión pública, o que tienen conclusiones prefija-
das, debido a su integración en estrategias políticas o de grupos de
presión, o que renuncian a incluir componentes participativos, como
la visión de los afectados o de las instituciones encargadas de la
aplicación de la norma'^^.

5.3. La transmisión de resultados

Realizada la evaluación, es primordial una formulación contextuali-


zada de los resultados obtenidos, más allá de la imprescindible refe-
rencia a los índices de fiabilidad o validez de los hallazgos. Así, hay
que huir en lo posible de la jerga académica o administrativa; evitar
formulaciones política o profesionalmente agresivas que enajenen la

152. Véase lo señalado supra.


153. Véanse alusiones a su inexistencia en relación al nuevo código penal y su
discreta presencia en la ley penal del menor, en Larrauri Pijoan, 2001, 103, 105.
154. Por más que aquéllos no deban excluirse en ámbitos en los que existe discre-
cionalidad, como en la ejecución de penas. Véase también Barberet, 112-115.
155. Véase respecto a esto último Barberet, 119.

64
LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

atención de sectores decisores influyentes, aunque sin perjuicio, ob-


viamente, de poner de manifiesto las realidades descubiertas; y se
han de incluir recomendaciones de acción, con eventual inclusión de
alternativas si presuponen determinadas opciones valorativas"*.
Debe asimismo garantizarse una adecuada difusión de los resulta-
dos, que no deberán circular por circuitos de confidencialidad inclu-
so si lo descubierto es potencialmente alarmante para la sociedad. Lo
contrario supone renunciar a una elaboración democrática, que no
populista, de las leyes e ignorar que la alarma social se combate con
argumentos y medidas lo más efectivas posible, y no con menoscabos
al debate público. En la práctica, de todos modos, resultados afectan-
tes a ciertas racionalidades o a ciertos componentes de ellas sólo
interesarán a sectores determinados y terminarán difundiéndose pre-
dominantemente en circuitos de comunicación expertos.
Finalmente se accede a la evaluación de la evaluación: los resul-
tados obtenidos se introducen en la arena pública, y quedan sujetos a
todo tipo de interpretaciones e instrumentalizaciones por los diferen-
tes agentes sociales, con vistas a la consolidación o no de la opinión
de que existe una disfunción social que exige nuevas medidas legisla-
tivas, con lo que se cierra el círculo del proceder legislativo.

156. Véase también Barberet, 119-120.

65
Capítulo III

UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

1. La confrontación entre legislación y jurisdicción

1.1. La crisis de la ley

Cualquier intento de profundizar en los contenidos de racionalidad


que deberían resultar determinantes en todo proceder legislativo y en
su resultado, la ley, ha de empezar por reconocer que la delimitación
entre legislación y jurisdicción, entre lo que sea creación y aplicación
del derecho, se mueve en estos momentos, tanto desde una perspec-
tiva técnicojurídica como sociojurídica, sobre terreno poco firme. El
protagonismo de la ley en la configuración del ordenamiento jurídi-
co, rasgo esencial del derecho moderno', está siendo seriamente cues-
tionado, hasta el punto de que se ha convertido en un lugar común
hablar de la crisis de la ley. Con ello se querría expresar que la ley ha
perdido la centralidad que venía ocupando en el sistema jurídico
desde la instauración del Estado de derecho liberal, como expresión
de la voluntad general democráticamente expresada, reflejada en
notas tales como su carácter único, originario, supremo e incondicio-
naF. Las causas de ello son de muy diversa índole.
En primer lugar, la repercusión que en el papel de la ley y la

1. Sobre la ley y la legislación como elementos determinantes en el tránsito del


derecho premoderno al derecho moderno, véanse, entre otros, Ferrajoh, 909-912;
Luhmann, 255-256.
2. Véase sobre el concepto de «imperio de la ley» en su dos sentidos, fuerte
—aquí seguido— y débil. Hierro, 287-291.

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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

legislación han tenido las sucesivas reestructuraciones del Estado de


derecho moderno: Su configuración ilustrada y revolucionaria, en la
que la ley era el instrumento encargado de la racionalización social
mediante el traslado de las leyes de la naturaleza al orden social, y
que tiene su apogeo en el proceso codificador, es sustituida más tarde
por un Estado de derecho positivista. En él la ley, por un lado, alcan-
za el cénit de su importancia institucional, como producto de una
voluntad contingente, no sometida a otros límites que la voluntad de
los detentadores de la soberanía, pero, por otro, esa misma implícita
arbitrariedad le priva de su estrecha vinculación a la razón, que se va
desplazando paulatinamente de la creación a la aplicación del dere-
cho; un buen reflejo de ello es el progresivo descuido en la amplia-
ción o actualización de la empresa codificadora^. La aparición y con-
solidación del Estado de derecho social consagra un activismo
normativo en el que a la ya perdida racionalidad de la ley se añade su
desbordamiento por reglamentos y normas de inferior rango, instru-
mentos con mejores prestaciones en la nueva sociedad intervencio-
nista. De modo casi simultáneo, la aprobación de constituciones con
abundantes contenidos sustanciales, ligados a la protección de dere-
chos fundamentales o al establecimiento de principios orientadores
de la acción política, constriñe el ámbito de la ley al espacio existente
entre la actividad reglamentaria y el debido respeto a los principios
constitucionales: con la instauración de lo que ha sido llamado el
Estado de derecho constitucional la ley sufre, pues, un nuevo embate,
en este caso derivado de la pérdida de status consecuente a su nece-
saria acomodación a las prescripciones normativas constitucionales''.
Entre los últimos desarrollos del Estado de derecho cabe aún men-

3. Con todo, Ferrajoli, 210-213, destaca acertadamente el inicial papel consa-


grador del derecho racional natural que desempeña el positivismo jurídico hasta que,
con la consolidación del Estado de derecho liberal, pierde su referencia legitimadora
externa.
4. Véase una brillante descripción en Prieto Sanchís, 5-44. También Marcilla
Córdoba, 94-100. Un sugestivo análisis de esta evolución, guiado por la idea de que el
modelo jerárquico que colocaba en primer plano la legislación se disuelve a lo largo de
los siglos XIX y XX como consecuencia del terreno ganado por la jurisdicción a impulsos
de la vigencia del principio de que el juez no puede abstenerse de tomar una decisión
(principio de prohibición de denegación de justicia, o de inderogabilidad del juicio), en
un contexto de producción legislativa masiva y poco consistente temporal y sustancial-
mente (objetivamente, en terminología funcionalista), en Luhmann, 277-280, 299-305,
310-319. Advierte de todos modos frente a periodizaciones groseras, influidas por el
funcionalismo, Habermas, 1994, 519-527, por más que él mismo trabaje a fondo la
contraposición entre Estado de derecho liberal y Estado de derecho social, con la pre-
tensión de superarla (485 ss.).

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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

cionar los derivados del arraigo de la denominada sociedad del riesgo,


ansiosa por prevenir peligros vinculados a actividades sociotecnoló-
gicas ambivalentes en su bondad: Ello, por un lado, demanda un
intervencionismo administrativo superior al del Estado social, lo que
parece exigir una legislación imprecisa que permita la discrecionali-
dad administrativa^, y, por otro lado, realza el protagonismo judicial,
pues son finalmente los tribunales los que, ante la ausencia de cono-
cimientos científicos seguros sobre las consecuencias de tales activi-
dades tecnológicas, en principio lícitas, tienen la última palabra en
cada caso sobre su procedencia''; en cualquier caso la legislación
pierde racionalidad o queda condicionada por el casuismo judicial.
A estas alturas, y en segundo lugar, se ha producido una notable
transformación de las fuentes de creación del derecho. Ya no se trata
sólo de constituciones materialmente enriquecidas, que privan a la
legislación ordinaria de hecho, y no de un puro modo formal, de su
carácter supremo e incondicional, sino de otro conjunto de fenóme-
nos: en buena parte de Europa una cada vez más extensa legislación
comunitaria se impone al legislador nacional pese a no proceder de
un órgano legislativo, sin exigir refrendo parlamentario alguno y sin
que cualesquiera teorías sobre distribución de competencias o delega-
ciones de soberanía puedan ocultar el hecho de que el legislador
interno se encuentra cada vez más ante una situación de hechos con-
sumados. En un plano distinto, el carácter único de la ley ha sufrido
una alteración decisiva, tanto con la configuración del Estado auto-
nómico, que ha introducido una pluralidad de legisladores, como con
la inserción de una jerarquía entre las leyes —estatutos de autonomía,
leyes orgánicas, ordinarias—, disimulada con frecuencia mediante
criterios de competencia. A ello debe añadirse la marcada relevancia
que han adquirido las llamadas fuentes sociales del derecho, que
terminan siendo ocasión para la aprobación de unas leyes previamen-
te pactadas por los agentes sociales al margen del parlamento^.
En tercer lugar, el control de constitucionalidad de las leyes que
ha traído consigo el Estado de derecho constitucional, lejos de limi-
tarse a colocar la ley bajo los designios de la norma fundamental, ha
desencadenado un protagonismo de la jurisdicción frente a la legisla-
ción desconocido hasta ahora en el derecho moderno. No se trata

5. Véase en este sentido, críticamente, Habermas, 1994, 519-527.


6. Véase sobre la labor de los jueces como arbitros de disputas entre expertos
Beck, 250-251.
7. Véase en especial Hierro, 291-299. También Zapatero Gómez, 772-773; Prie-
to Sanchís, 28-31; Tudela Aranda, 105-107.

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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

simplemente de que los tribunales constitucionales, singularmente


mediante la resolución de los recursos y cuestiones de inconstitucio-
nalidad, corran el serio riesgo de suplantar al legislador, en especial
cuando caen en la tentación de convertirse en legisladores positivos a
través de sentencias que aportan determinados contenidos a la ley
examinada^ La propia jurisdicción ordinaria, a cuenta de su capaci-
dad para interponer cuestiones de inconstitucionalidad y de su obliga-
ción de realizar interpretaciones legales constitucionalmente confor-
mes, ha asumido un papel que ha permitido decir a un destacado
jurista que la vinculación del juez a la ley no es del todo cierta'. El rico
contenido de principios de las modernas constituciones, y la necesi-
dad de ponderar los en cada caso concurrentes, algo que se estima
que no está al alcance de la perspectiva general y abstracta inherente
a la legislación, ha originado que la aplicación judicial de cualquier
ley se vea sometida a un previo análisis de su correspondencia en el
caso concreto con ciertos principios, con independencia de su reco-
nocimiento explícito o implícito en la norma legal correspondiente.
Una conclusión negativa lleva a la inaplicación de las prescripcio-
nes de la ley mediante diversos mecanismos interpretativos, cuando
no simplemente por medio de una consciente ignorancia de ella. En
el ámbito penal, un buen ejemplo español es el tiempo que se tomó
nuestro Tribunal Supremo, en los años ochenta, antes de empezar a
aplicar la modificación legal que se había producido de las reglas del
error de prohibición en la reforma de 1983'°.
Esta vinculación del juez a los principios y no a la ley se ve
además potenciada por la reciente evolución de la teoría de la argu-
mentación jurídica, pensada desde luego para la aplicación del dere-
cho y no para su creación, y que, localizando la racionalidad jurídica

8. A la problemática del control de la constitucionalidad de las leyes me volveré


a referir infra.
9. Ferrajoli, 914.
10. Véase también sobre esa desobediencia a la ley, con ulteriores referencias.
Cuerda Riezu, 1991, 81. Un ilustrativo ejemplo estadounidense, relativo a una admi-
nistración de justicia dedicada en sus diferentes niveles a minimizar los desmesurados
efectos punitivos de una ley surgida por iniciativa popular, se contiene en Zimring-
Hawkins-Kamin, 125-133, 145-146, 218-220.
Es interesante igualmente constatar, entre otros fenómenos, la ambivalente utiliza-
ción de la interpretación subjetiva, basada en la voluntad del legislador, que hacen los
tribunales: si bien formalmente se encuentra desacreditada como criterio de interpre-
tación significativo, salta inopinadamente al primer plano cuando la argumentación
judicial precisa apoyarse en ella para sacar determinadas conclusiones, para lo que no
duda incluso en apoyarse en materiales prelegislativos. Véase al respecto Cuerda Rie-
zu, 1991, 77-97.

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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

en la jurisdicción, reserva para la legislación poco más que la legiti-


mación derivada de la autoridad".
Tampoco se ha de olvidar el aparentemente inamovible rol asu-
mido por los juristas desde el surgimiento, en el marco del Estado de
derecho, del positivismo jurídico, momento en el que, a la búsqueda
de una ilusoria neutralidad política y un pretendido incremento de la
racionalidad, deciden limitar su estudio y sus aportaciones concep-
tuales a la aplicación del derecho. Se da por hecho, en consecuencia,
que la creación del derecho es cosa de políticos, que no precisa de
grandes elaboraciones conceptuales, en todo caso a desarrollar por
filósofos del derecho, y que el jurista todo lo más debe aportar oca-
sionalmente cierta colaboración técnicojurídica. Las sucesivas trans-
formaciones del Estado de derecho no parecen haber modificado
significativamente tal actitud'^.
Si a continuación nos preguntamos por la correspondencia en la
ley penal de la evolución señalada, el cuadro que se nos muestra es
uno matizado, que permite asumir en lo sustancial lo ya apuntado,
pero con importantes precisiones.
En lo concerniente a la transformación histórica producida en el
Estado de derecho, no puede olvidarse que el derecho penal se ha
mantenido durante los dos últimos siglos firmemente anclado en
postulados básicos del Estado de derecho liberal originario: especial-
mente destacable es la persistencia de una profunda desconfianza
hacia el uso por los poderes públicos de un instrumento jurídico tan
poderoso como el derecho criminal, que sienta las bases para el
mantenimiento de un conjunto de principios garantistas que per-
mean toda la exigencia de responsabilidad penal, y que son objeto
de periódicos intentos de desestabilización; a ello hay que añadir la
continua pretensión desde la codificación novecentista, confirmada
tras la superación en el siglo XX de los momentos más duros del
positivismo jurídico, de identificar y clasificar de una manera racio-
nal los bienes básicos para asegurar la convivencia social, y que
habrán de ser justamente por eso objeto de protección jurídico-
penal. El positivismo jurídico no socava, salvo periodos transitorios,
la racionalidad de un derecho penal que sigue estando sustancial-
mente contenido en los códigos, por más que la asedia mediante un
notable incremento de leyes especiales. Tampoco el Estado de de-

11. Véanse Prieto Sanchis, 32-44, 52-66; Hierro, 296, 299-304; Ferrajoli, 914-
922. Desde una perspectiva autopoiética, Luhmann, 235-238.
12. Véanse Calsamiglia, 162-167; Cuerda Riezu, 1991, 77; Marcilla Córdoba,
98-100; Vogel, 249; Zapatero Gómez, 769-770.

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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

recho social, que es además testigo del desarrollo de la teoría del bien
jurídico como barrera frente a los abusos de un eventual renacimien-
to del positivismo voluntarista, cuestiona el status de una legislación
penal que no se ve como factor de transformación social. Distinto
es el caso del Estado de derecho constitucional: aunque ciertamente
los preceptos constitucionales que tienen que ver con los principios
de exigencia de responsabilidad y de legitimidad de la sanción se
conforman con reforzar jerárquicamente contenidos normativos ya
asentados en el derecho penal'^, surgen fuertes tendencias a limitar
los objetos de tutela del código a aquellos cuya valía tenga un
explícito o implícito reconocimiento constitucional, así como a so-
meterlos a ponderación con principios y valores constitucionales,
todo lo cual tiene inmediatas repercusiones en el proceder legislativo
y en la interpretación legal'"". A su vez, las exigencias de la sociedad
del riesgo obligan a la ley penal a prestar atención a nuevos objetos
de tutela colectivos, lo que fomenta sin duda una legislación mucho
más imprecisa, con abundancia de tipos de peligro y frecuente uso
de la técnica de la ley penal en blanco'^.
Por lo que se refiere a las transformaciones en las fuentes de
creación del derecho, los efectos sobre la legislación penal son clara-
mente menores que en otros sectores del ordenamiento jurídico. En
este sentido resultan decisivos el respeto de las competencias penales
nacionales por la legislación comunitaria, la competencia exclusiva
del Estado en materia penal en el nivel nacional y la indiscutida
vigencia del principio de legalidad penal, reforzado por su apoyo
constitucional y por una práctica parlamentaria que decide emplear
la ley orgánica para legislar penalmente. No se puede olvidar, sin
embargo, que no cesan de llegar instrumentos comunitarios de rango
medio que obligan al legislador a acomodar el código penal a ciertas
decisiones de órganos no legislativos de la Unión'* y que la legisla-
ción autonómica repercute indirectamente en los contenidos penales

13. Incluso se podría criticar a la Constitución española el grado insuficiente en


que lo hace.
14. Por lo demás, no faltan intentos de refundar el derecho penal desde la Cons-
titución. Véase, entre los más destacados, Mir Puig, 1982, passim.
15. Véase, entre otros. Silva Sánchez, 1999, 97-100.
Tampoco faltan grandes procesos en los que es finalmente la jurisdicción la que
marca la pauta entre diferentes opciones técnico-científicas. El caso más llamativo
sería el de la sentencia del aceite de colza. Véase la sentencia del Tribunal Supremo de
23 de abril de 1992.
16. Uno de los ejemplos más significativos es la reforma del código penal por LO
11/99, como se reconoce en la exposición de motivos de la ley.

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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

dada la frecuencia con que la técnica de la ley penal en blanco termi-


na remitiendo a normas autonómicas'^.
En cuanto al protagonismo de la jurisdicción frente a la legisla-
ción, se ha de reseñar ante todo que el Tribunal Constitucional se ha
decidido, tras un buen tiempo de vacilaciones, a cuestionar la validez
de ciertas decisiones legislativas penales con apoyo en algunos prin-
cipios constitucionales, singularmente el de proporcionalidad'*. Asi-
mismo, la jurisdicción ordinaria hace ya tiempo que ha asumido un
papel garantizador de la vigencia de ciertos principios de naturaleza
garantista, lo que realiza por lo general mediante interpretaciones
teleológicas que le llevan con frecuencia más allá de su función apli-
cadora del derecho". A este respecto la jurisdicción penal dispone de
una teoría de la argumentación, nucleada en torno a la teoría jurídica
del delito, cuya profundidad y refinamiento le han dado una influen-
cia tal que no resulta exagerado afirmar que la mayoría de las modi-
ficaciones legislativas relativas a los criterios de exigencia de respon-
sabilidad penal han sido aplicadas previamente, por lo demás con
escaso apoyo legal, en la jurisdicción^".
El confinamiento de los penalistas en la aplicación del derecho
tiene explicaciones adicionales a las que ya hemos visto para los
estudiosos del derecho en general. En primer lugar, la conocida sepa-
ración de von Liszt entre dogmática y política criminal llevó, sin que
ésa fuera la pretensión de su formulador, a un descuido generalizado
de la segunda, objeto fácil de todo tipo de críticas sobre su acientifi-
cismo; la medida en que tal evolución se ha asentado la dan propues-
tas como la de Roxin, que, tiempo más tarde, sólo se ve en condicio-
nes de proponer aportaciones o directivas políticocriminales dentro
de la propia teoría jurídica del delito, constituida en la materia por
antonomasia de reflexión jurídicopenaF'. En segundo lugar, la enor-

17. Véase el estado de la cuestión en Cerezo Mir, 1996, 157.


18. Compárese su primera actitud en sentencias del Tribunal Constitucional 65/
86 FJ 3, 19/88 FJ 8, 150/91 FJ 4b, 24/93 FJ 5, con las recientes SSTC 55/96 FFJJ 6 a
9, 161/97 FFJJ 8 a 11, 136/99 FFJJ 20 a 23, 27 a 30. Véase un sugestivo análisis de la
jurisprudencia constitucional italiana, que muestra tendencias similares, en Palazzo,
721-727.
19. Véase un análisis de esa evolución en Silva Sánchez, 1999, 314-323. Véase
también supra nota 10.
20. Piénsese en el delito continuado, los delitos de comisión por omisión, la
consideración del error de prohibición, etc. Véanse al respecto mis afirmaciones en
Diez Ripollés, 1997, 15.
21. Véase Roxin, passim. Un ilustrativo análisis de postura de von Liszt y de la
evolución a que dio lugar se encuentra en García Pérez, 304-312, 355-356; cf. también
Cuerda Riezu, 1991, 77.

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LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

me potencia adquirida por la teoría jurídica del delito, cuyos ricos


matices dan todo su juego en la aplicación del derecho, ejerce un
efecto secante sobre cualesquiera esfuerzos tendentes a dotar de es-
pecíficos contenidos de racionalidad a la creación del derecho. Por
último, la habitual fundamentación del derecho penal a partir de los
fines de la pena es un buen reflejo de un discurso legitimador de raíz,
ahora sí, positivista centrado en la aplicación del derecho: Que la
pena sea el centro de la argumentación presupone que la realidad
jurídiconormativa del derecho penal ya existe, y que hay que justifi-
car la aflicción que causa, a cuyos efectos surgen los principios limi-
tadores de los objetos de tutela del derecho penal y los principios de
la responsabilidad garantistas; un intento de legitimación que partie-
ra de un derecho por crear empezaría, justo al revés, identificando al
derecho penal con la tutela de bienes jurídicos de la suficiente impor-
tancia como para que a continuación nos preguntáramos hasta dónde
podemos llegar en su salvaguarda.
Sin embargo, esta evolución coincidente en cierta medida con
otros sectores del ordenamiento jurídico no puede ocultar que la ley
sigue gozando de una excelente salud en el derecho criminal. Una de
las pruebas más visibles es el progresivo uso de la legislación simbó-
lica, instrumento que recupera a la ley penal para labores de transfor-
mación o manipulación sociales, aunque sea a costa de ignorar prin-
cipios básicos del derecho penaF^.
Otra son las reacciones antijudicializadoras y prolegisladoras que
se han producido en ordenamientos jurídicos que fueron demasiado
lejos en el protagonismo otorgado a la jurisdicción, como es el caso
de Estados Unidos: En efecto, una aplicación y ejecución del derecho
penal sentida por la opinión pública como excesivamente garantista
para el delincuente condujo inicialmente a una notable restricción
del arbitrio judicial y penitenciario mediante la reducción de la dis-
crecionalidad judicial en la fijación de la pena concreta y de la discre-
cionalidad en las decisiones administrativas de sometimiento a prue-
ba, más adelante dio lugar a las comisiones de imposición de penas,
que establecen de manera general escalas de pena en función de la
concurrencia en los delitos de ciertas circunstancias, y en último
término ha propiciado iniciativas legislativas, algunas populistas, que
han eliminado o limitado drásticamente los marcos penales de los
que los jueces pueden disponer^^.

22. Véase al respecto Diez Ripollés, 2001, passim.


23. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 24-27, 110-117, 173-176, 182-187, 194-
201, 209-215, 217-218, 231-232, con un análisis teórico sobre el reparto de funciones
entre legislativo y judicial; Larrauri Pijoan, 1998, 13-15.

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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

1.2. La racionalidad en la legislación y en la jurisdicción

En el trasfondo de todo lo hasta ahora visto hay una cuestión que no


se puede aplazar más, y es la de si la legislación está en condiciones
de alcanzar un nivel de racionalidad equiparable a la de la juris-
dicción.
Tanto dentro de la sociología como de la filosofía del derecho, e
incluso del derecho penal, existen voces que por diferentes vías des-
tacan la imposibilidad de la legislación de alcanzar cotas de raciona-
lidad en alguna medida equiparables a las de la jurisdicción.
Para la teoría sistémica autopoiética de Luhmann legislación y
jurisdicción se encuentran insertas en una relación simétrica, sin ran-
gos^'', en la que la jurisdicción ocupa el centro del sistema jurídico y
la legislación" la periferia. La jurisdicción adquiere ese lugar central
porque se le asigna la tarea de lograr en todo momento la consisten-
cia, la coherencia, del sistema jurídico. Esa tarea encuentra su explí-
cita expresión en el principio de prohibición de denegación de justi-
cia, que obliga a los tribunales a decidir todo caso que se les plantee
jurídicamente, con independencia de que exista una legislación apli-
cable. Esta ineludible obligación de decidir, aunque sea a costa de
proceder a simplificaciones, es la que permite a la jurisdicción alcan-
zar su independencia política en el marco de la división de poderes,
dota de contenido a la argumentación jurídica y es su aportación al
cierre operativo del sistema jurídico sobre sí mismo. Por su parte, la
legislación se mueve en la periferia del sistema jurídico, en contacto
con otros sistemas, singularmente el político, cuyas irritaciones reci-
be pero a las que no está obligada a responder, de modo que unas
veces las atiende, procediendo a modificaciones jurídicas, y otras no.
Es justamente esta ausencia de la obligación de decidir lo que le
permite realizar su aportación al cierre operativo del sistema jurídi-
co, en cuanto que lo hace autónomo frente a los otros sistemas de la
sociedad. Por otro lado, la legislación es el lugar donde se transforma
la política en derecho, satisfaciendo así otra importante misión, la de
lograr el equilibrio temporal en el sistema social, un equilibrio que
está ligado a la posibilidad del sistema político de activar la legisla-
ción cuando se ve irritado por otros sistemas. Ni una ni otra tarea
legislativa pasan por el aseguramiento de la consistencia del sistema

24. Frente a la relación jerárquica que fue habitual durante mucho tiempo, en la
que la jurisdicción se limitaba a aplicar deductivamente la ley.
25. Junto con la actividad contractual privada, que ahora vamos a dejar fuera de
consideración.

75
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

jurídico, muy al contrario, en ellas prima la variedad, la contingen-


cia^'': por una parte, las leyes pretenden ser ambiguas, con cláusulas
indeterminadas o de ponderación, para permitir a los tribunales lle-
gar a soluciones casuistas adecuadas, por otra, la legislación está
especialmente dispuesta a atender las irritaciones del sistema políti-
co, pues corre pocos riesgos, ya que las leyes se orientan siempre
sobre consecuencias presumidas, en buena medida desconocidas, sin
olvidar que la mera aprobación de la ley ya tiene en sí efectos políti-
cos^^. En consecuencia, señala Luhmann, en la medida en que el
mantenimiento de la consistencia es una tarea de la jurisdicción^*
sólo en ella puede buscarse la racionalidad jurídica; así se explica por
qué los repetidos intentos de los juristas por alojar la racionalidad del
derecho en la actividad legislativa, construyendo una ciencia de la
legislación, siempre han fracasado^'.
Prieto Sanchís ha sostenido que la consolidación del Estado de
derecho constitucional ha convertido a la jurisdicción y su racionali-
dad en la protagonista del devenir jurídico. La existencia de constitu-

26. La mejor prueba de que la legislación se opone al decidir consistente reside


en que toda modificación jurídica contradice el principio de igualdad en la medida en
que trata casos iguales de modo distinto según se produzcan antes o después de la
entrada en vigor de la ley.
27. Luhmann destaca el incremento de frecuencia de las modificaciones legales,
lo que él denomina la temporalización de la validez de las normas, debido a la especial
sensibilidad cognitiva, es decir, irritabilidad frente a otros sistemas, de las leyes en la
sociedad contemporánea.
28. Con todo, estima que la jurisdicción dispone de una fórmula de contingencia,
de variedad, que le permite también a ella realizar modificaciones jurídicas. Esta fór-
mula es la de la justicia, que pretende asegurar el trato igual de los casos iguales y el
desigual de los desiguales. Es, sin duda, la vía por la que en la concepción de Luhmann
se destaca la idea del actuar judicial ligado a principios y no a la ley.
29. Véase Luhmann, 229-233, 235-238, 277-280, 299-305, 310-328, 426-429,
557-561, 563-564.
La exposición realizada de las opiniones luhmannianas recoge las últimas conclu-
siones a las que llegó sobre este tema tras el giro autopoiético de la teoría sistémica. Sus
concepciones anteriores mantenían igualmente la atribución de la contingencia a la
legislación y la consistencia a la jurisdicción y apuntaban ya a esa relación simétrica y
no jerárquica entre ambas; sin embargo mantenía una neta distinción entre programas
finales propios de la legislación, y condicionales propios de la jurisdicción, que desapa-
reció en sus últimos escritos a favor de la exclusiva presencia de los segundos —véase
Luhmann, 195-204—, destacaba el enfoque cognitivo y proclive al aprendizaje de la
legislación, ahora no desaparecido pero muy limitado debido al cierre autopoiético del
sistema jurídico, y defendía la racionalidad del conjunto del sistema así como la inter-
dependencia entre la racionalidad jurisdiccional y la legislativa. Véase un magnífico
resumen de su postura sobre el tema que nos ocupa hasta 1990 en Giménez Alcover,
227, 242-242, 247, 256-257, 267-269, 274-280, 285, 324.

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UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

Clones ricas en principios a respetar ha originado, por un lado, que la


legislación deba aproximar su operar al propio de la jurisdicción: la
tradicional racionalidad legislativa orientada a fines debe ceder fren-
te a una racionalidad sistemática, atenta a verificar la acomodación
de la ley a principios superiores. Por otro lado, esos principios exigen
su ponderación en cada caso, algo que la ley con sus previsiones
generales no está en condiciones de realizar, a diferencia de la juris-
dicción. En ese contexto, frente a los esfuerzos por rehabilitar a la ley
como núcleo de la actividad jurídica, lo que procede es acomodarla
a la nueva distribución de competencias que postula el Estado de
derecho constitucional, en la que su racionalidad queda en un segun-
do plano^°.
Para Ferrajoli, mientras la legislación está sometida a todo tipo
de intereses y a criterios representativos, la jurisdicción se configura
como una actividad cognoscitiva, encaminada a la búsqueda de la
verdad procesal. En ese dato encuentra la jurisdicción su legitimación
dentro de la división de poderes, y mediante ese proceder está en
condiciones de garantizar las libertades de los ciudadanos en el caso
concreto, sustrayéndolos a las decisiones de las mayorías. Esa prima-
cía de la racionalidad jurisdiccional frente a la legislativa se ve atem-
perada de dos modos: Por un lado, por el dato cierto de que la bús-
queda de la verdad encuentra límites en la práctica judicial, que
deben ser rellenados por la discrecionalidad, lo que hace que la legi-
timación del poder judicial sea siempre parcial e incompleta. Por
otro lado, porque la jurisdicción, por mucho que las actuales consti-
tuciones permitan buscar la garantía de los derechos fundamentales
más allá de la letra de la ley, no puede prescindir de la legitimidad
formal derivada de la vinculación del juez a la ley; ello hace que
precise de unas leyes mínimamente racionales y de una ciencia de la
legislación que se ocupe de asegurar tal cosa^'.
Distinto es el enfoque ilustrado de Habermas, quien fundamenta
la legitimidad de las normas jurídicas en la racionalidad del proceso
legislativo que ha llevado a su creación, proceso que configura un
discurso políticojurídico en el que están presentes contenidos muy
diversos: morales, ético-sociales, compromisos entre intereses y as-
pectos pragmáticos^^. En todo caso, cualquier discurso jurídico, de

30. Véase Prieto Sanchís, 31-45, 61-66.


31. Véase Ferrajoli, 553-559, 591-594, 960-963. Una visión pesimista sobre la
capacidad de la legislación para garantizar los principios garantistas penales se aprecia
también en Silva Sánchez, 1997, 309, 312-315, 323.
32. El contenido de la racionalidad legislativa se verá infra.

77
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

creación o de aplicación del derecho, está condicionado por las exi-


gencias comunicacionales del sistema jurídico, que pretenden com-
pensar el hecho de la imposibilidad de acceder a un discurso racional
pleno. En este contexto, hay que reconocer que los discursos aplica-
dores del derecho, al ocuparse de casos concretos, pueden presumir
de una mayor racionalidad que los discursos creadores del derecho.
Sin embargo, los discursos aplicadores no pueden sustituir a los crea-
dores del derecho, que son los encargados de fundamentar las nor-
mas, hasta el punto de que los tribunales se han de limitar a redescu-
brir las razones con las que el legislador ha legitimado sus decisiones
—sin duda con la pretensión de lograr una decisión coherente con
todo el ordenamiento en el caso aislado—, pero sin que puedan
disponer de aquéllas. Cuando no se pueda evitar que la jurisdicción
decida en las zonas grises entre la aplicación y la creación del dere-
cho, las razones propias de la aplicación deberán complementarse
con las inherentes a la creación y, de todos modos, se precisará de
una legitimidad adicional vinculada a la concordancia de la decisión
con la opinión pública jurídica^^.
Tampoco un importante sector de la filosofía del derecho espa-
ñola está dispuesto a dejar el campo libre a la racionalidad jurisdic-
cional. Para Atienza la racionalidad judicial es inalcanzable sin una
previa racionalidad legislativa, y tampoco tiene sentido hablar de ar-
gumentación jurídica si ella no contiene dentro de sí la argumenta-
ción que se desarrolla en la elaboración del derecho. Por lo demás, la
racionalidad en ambos momentos operativos del derecho ha de res-
ponder a exigencias similares, sin que ello suponga desconocer las
diferencias existentes. Se ha de tratar, en cualquier caso, de una racio-
nalidad fuerte, que no se limite a la coherencia lógicoformal sino que
se ocupe también de los fines a obtener y de principios morales^"*.

33. Concepto que estima más amplio que la cultura de los expertos jurídicos, y a
la que considera en condiciones de someter a discusión pública las decisiones judicia-
les.
También estima Habermas que las crecientes funciones directivas de la administra-
ción le llevan en ocasiones a realizar discursos fundamentadores o aplicadores del
derecho, además de los suyos propios meramente ejecutores, y en tales casos su legiti-
mación precisa, además de los controles parlamentarios y judiciales, los derivados de
la intervención directa o representada de los afectados. Véase sobre todo lo anterior
Habermas, 1994, 285-291, 317-324, 340-348, 528-533.
34. Véase Atienza, 60-61, 74-91, 95-100. En un sentido semejante, Marcilla
Córdoba, 100-106, con ulteriores referencias doctrinales. Véanse también, entre otros.
Hierro, 295, 306-307; Zapatero Gómez, 777-783; Calsamiglia, 169-178; Cuerda Rie-
zu, 1991, 80-81.

78
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

Por mi parte, considero que la preferencia otorgada a la raciona-


lidad jurisdiccional frente a la legislativa no está justificada.
En primer lugar, porque se basa en una caracterización inexacta
de la actividad legislativa: la crítica funcionalista autopoiética de que
carece de consistencia, así como de que no es más que una actividad
simbólica al servicio del sistema político, ignora a mi juicio sus pro-
pios presupuestos metodológicos, ya que el mismo cierre autopoiéti-
co del sistema jurídico obliga a éste a asegurar que la legislación
satisfaga sus exigencias intrasistémicas de coherencia, no siendo po-
sible que la legislación, por mucho que se encuentre en la periferia
del sistema jurídico, se limite a reflejar las irritaciones del sistema
político localizado en su ambiente. Las afirmaciones que destacan las
dificultades de la legislación para acceder a una racionalidad sistemá-
tica pasan por alto que la obtención de un ordenamiento jurídico
libre de contradicciones es siempre una meta de todo proceder legis-
lativo^^, que se sustancia a través de técnicas tan acreditadas como la
jerarquía de las fuentes legales, las remisiones o las cláusulas deroga-
torias y supletorias. En cuanto a sus problemas para realizar ponde-
raciones entre principios, no se alcanza a ver por qué la legislación
no puede proceder a tales ponderaciones en el plano general que le
es propio^^, con soluciones que podrán ser aplicadas sin problemas
por la jurisdicción en la mayor parte de los casos. Por lo demás, sólo
desde un rechazo a la principialización de la actividad jurisdiccional
se puede hacer a la legislación el reproche de que su orientación a
fines y a las consecuencias, dada la imprevisibilidad de su produc-
ción^^, le imposibilita un tratamiento racional de la realidad; la con-
sideración de las consecuencias de su decisión es justamente una de
las características fundamentales de una jurisdicción que busca su
racionalidad con desapego de la ley.
En segundo lugar, porque una racionalidad jurídica centrada en
una jurisdicción intérprete de la Constitución da lugar a un modelo
indebidamente estático de Estado de derecho: ante todo, porque

En un contexto más general, alude a la dependencia del positivismo legal, centra-


do en la aplicación del derecho, de la racionalidad práctica del legislador, la cual
presupone Vives Antón, 383-384, 391-393.
35. Véase también Atienza, 60-61.
36. Por lo demás, convendría no olvidar que, salvando las debidas distancias, la
actividad legislativa está acostumbrada a desenvolverse en un marco de compromisos
entre intereses diversos, en donde se procura, como en la ponderación de principios,
garantizar en lo posible una coexistencia de los diversos contenidos.
37. No por casualidad, ésa es una de las críticas fundamentales de Luhmann a la
actividad de los tribunales constitucionales. Véase infra.

19
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

origina una continua presión para incrementar la atribución de con-


tenidos normativos a una decisión general constituyente localizada
en el pasado, con la consecuente relativización de decisiones genera-
les contemporáneas, en mejores condiciones para acomodarse a las
actuales necesidades sociales. Por lo demás, la capacidad de adapta-
ción de una jurisdicción con un ámbito interpretativo constitucional-
mente expandido no puede contrarrestar la evidencia de la mayor
fuerza socialmente transformadora de la legislación, aun sometida a
una constitución materialmente enriquecida. En realidad, detrás de
esa proyección a primer plano de la jurisdicción late una idea equivo-
cada, la de que la relación entre jurisdicción y legislación es una de
suma cero, de modo que todo lo que se otorgue a la jurisdicción va
en detrimento de la legislación y viceversa; una constitución norma-
tiva, sin embargo, lo que plantea es una elevación del nivel de racio-
nalidad tanto legislativa como jurisdiccional, para satisfacer así las
pretensiones teleológicas, éticas y morales de la norma fundamental.
Tampoco puede dejarse de mencionar que tal dinámica minusvalora
uno de los fundamentos de todo Estado de derecho, su estructura-
ción en torno a la ley como expresión de la voluntad general demo-
cráticamente expresada^*, imperio de la ley que se ve socavado por la
aparentemente mayor trascendencia de decisiones particulares. Que
eso es algo contraintuitivo se percibe fácilmente si apreciamos el
reiterado uso de la técnica legislativa en nuestra sociedad, que sería
superficialmente desacreditada si dijéramos que es mayoritariamente
inconsistente y simbólica.
En tercer lugar, el mantenimiento de un principio que nadie
cuestiona frontalmente, la vinculación del juez a la ley, hace que la
racionalidad jurisdiccional tenga como presupuesto un nivel apre-
ciable de racionalidad legislativa. De hecho, en el improbable caso
de que los tribunales prescindieran de la legislación ordinaria y ope-
raran sólo a tenor de la Constitución, ellos precisarían que ésta fuera
una norma con un significativo nivel de racionaÜdad... legislativa.
En efecto, hay un importante sustrato de racionalidad común a le-
gislación y jurisdicción, que es el que permite su interrelación, por
más que el énfasis en unos contenidos u otros pueda ser bastante
diferente^'.
Las peculiaridades del ordenamiento penal abogan igualmente
por el debido aprecio de la racionalidad legislativa. Al menor desgas-

38. Véase asimismo Hierro, 287-291, 304-307.


39. En cualquier caso, hablar de una racionalidad cognoscitiva en la jurisdicción,
como hace Ferrajoli, es una pretensión en exceso ambiciosa.

80
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

te que la idea del imperio de la ley ha sufrido en este sector jurídico'"*


habría que agregar que, pese a todos los problemas, persiste una
aspiración de racionalidad global de los contenidos legislativos pena-
les, que se refleja formalmente en el mantenimiento de un único
cuerpo legal casi omnicomprensivo, el código, y materialmente en la
pretensión de lograr un catálogo de bienes jurídicos protegidos cohe-
rente, y de mantener un único sistema de responsabilidad penal y de
sanciones, por más que no falten propuestas, hasta ahora inatendi-
das, para alterar esa situación"".
Ahora bien, pienso que sólo la instrumentación de un adecuado
control de la racionalidad legislativa permitirá el aseguramiento de
ésta frente a las tendencias siempre presentes de irracionalismo vo-
luntarista. A tales efectos se ha de asumir que el punto de referencia
de ese control es un conjunto normativo cualificado, la Constitución
y el bloque de constitucionalidad, y el órgano de control uno juris-
diccional, el Tribunal Constitucional. Pero esto nos introduce en
otro tema problemático.

1.3. La legitimación del control de constitucionalidad de las leyes

No es éste desde luego el lugar adecuado para ocuparse a fondo de


este trascendente tema, ni tampoco estoy seguro de estar en condi-
ciones de hacerlo, pero creo que puede resultar ilustrativo, de cara al
ulterior análisis dpi contenido de la racionalidad de la ley penal,
valorar ciertas opiniones autorizadas de la sociología del derecho y la
filosofía jurídicopenal.
En efecto, pese a la diferente actitud ante la legislación y su
racionalidad que mantienen, tanto Habermas como Luhmann se
muestran muy cautos respecto al papel que les corresponde a los
tribunales constitucionales en el control de las leyes.
Para el primero, la atribución de tal competencia origina dos
riesgos de especial entidad: Por un lado, pone en peligro la división
de poderes, en cuanto que tales tribunales, bajo las condiciones de un
Estado de derecho social, no pueden limitarse a considerar progra-
mas sólo condicionales, sino que se ven obligados a ocuparse de
programas finales, de directivas políticas orientadas al futuro, asu-

40. Véase supra apartado 1.1.


41. Piénsese en especial en las propuestas para crear un derecho penal de inter-
vención, o uno más cercano al derecho administrativo, que no deberían respetar del
mismo modo las exigencias de lesividad y responsabihdad habituales. Véase, entre
nosotros, Silva Sánchez, 1999, 115-127, y una buena referencia crítica a esas tenden-
cias en Martínez-Buján, passim; Schünemann, 15-36.

81
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

miendo así competencias legislativas para las que carecen de legitimi-


dad democrática"*^. Por otro, suelen transformar las constituciones en
un orden de valores en lugar de considerarlas como un sistema de
reglas estructuradas de acuerdo a principios, lo que les lleva a con-
vertirse en una instancia autoritaria que ya no se ocupa de identificar
normas obligatorias sino que asume la tarea de optimizar todos los
valores, sin contradecir ninguno"*^. Su existencia sólo puede justifi-
carse si ese control de las leyes se concibe como un autocontrol del
legislador delegado en el tribunal'''', lo que exigiría una designación
parlamentaria de los magistrados, la declarada adopción de una pers-
pectiva de análisis propia de un legislador y la renuncia del tribunal
a considerarse poseedor de una racionalidad superior a la de aquél. A
su vez, el control de constitucionalidad debería limitarse estrictamen-
te a asegurar que se respetan los presupuestos comunicacionales y los
condicionamientos procedimentales del proceder legislativo, tanto
en el ámbito parlamentario como en el de la opinión pública, sin que
pueda aportar valores, y limitando las aportaciones de principios a
aquellos inherentes al procedimiento democrático"*^.
Para el segundo, los tribunales constitucionales se configuran
como elementos esenciales del acoplamiento estructural que, a través
de las constituciones modernas, se lleva a cabo entre el sistema polí-
tico y el jurídico. Su legitimidad como controladores de la constitu-
cionalidad de las leyes se basa en que sean capaces de mantener ese
acoplamiento sin desdibujar los límites entre ambos sistemas; eso
implica que no deben salir del ámbito de los programas condiciona-
les, de forma que cuando el control de constitucionalidad les lleve a
considerar programas finales, éstos sólo han de verse desde la pers-
pectiva de cuáles sean las condiciones que deben darse para que tal
programa final pueda aplicarse, debiendo dejar fuera de considera-
ción toda reflexión sobre su oportunidad, coste, proporcionalidad,
utilidad, etc.''*. Sólo de este modo su decisión sobre la constituciona-

42. Habermas considera que también bajo el paradigma del Estado de derecho
liberal se altera la división de poderes, en la medida en que tales tribunales se ven
obligados a acudir a legitimaciones externas.
43. Critica Habermas también que el punto de partida de la argumentación jurí-
dicoconstitucional sean unos preceptos tan abstractos y cargados ideológicamente
como los derechos fundamentales, en lugar de normas aisladas y concretas.
44. Aun cuando Habermas se lamenta de que no se haya valorado con el suficien-
te detenimiento la alternativa de crear una segunda instancia legislativa.
45. Véase Habermas, 1994, 294-348, 528-533.
46. Como es sabido, un programa condicional se distingue de un programa final
en que en el primero se fijan las condiciones necesarias para producir ciertos efectos,

82
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

lidad o no de la ley se podrá ver como una decisión jurídica. Sin


embargo, es habitual que los tribunales constitucionales se impliquen
en el desarrollo de directrices políticas, viéndose a sí mismos como
agentes controladores de la ponderación de valores, con intervencio-
nes arbitrarias vinculadas a valoraciones sociales consideradas plausi-
bles. Eso hacer saltar por los aires la delimitación entre los sistemas
jurídico y político''^.
Actitud muy distinta se deduce de la concepción por Ferrajoli del
Estado de derecho constitucional como aquel que ha incorporado en
su ordenamiento como criterios de legitimación interna gran parte
de las habituales fuentes de legitimación externa. Ello se logra me-
diante la integración en el sistema de criterios de legitimidad jurídica
sustancial (validez) junto a los ya conocidos criterios de legitimidad
jurídica formal (vigencia), y una estructuración jerárquica, con la
constitución en la cúspide, de los diferentes niveles normativos y
decisionales, en virtud de la cual cada nivel debe respetar los criterios
de validez y vigencia suministrados por el nivel superior y asegurar a
su vez la efectividad de sus prescripciones o decisiones en el nivel
inferior. A partir de ese entrelazamiento puede caracterizar al Estado
de derecho moderno como aquel ordenamiento cuya legitimación
externa reside en que es posible la legitimación interna del poder. De
tal entendimiento es fácil colegir'" unos tribunales constitucionales
legitimados para controlar plenamente unas leyes ordinarias cuyos
contenidos están ya predeterminados por unas constituciones norma-
tivas que han asumido ávidamente criterios de legitimación externa,
entre ellos, programas políticos de acción'".
A mi entender, planteamientos como el de Ferrajoli cuestionan la
división de poderes, en detrimento del legislativo. En efecto, dejan
sin margen real de actuación al legislador y le privan de este modo de
su función mediadora entre política y derecho, función que no le
convierte, como pudiera superficialmente pensarse, en un mero agen-

de manera que si se dan aquéllas deben producirse éstos, mientras que en el segundo se
identifican los efectos que se quieren producir y se acepta una relativamente amplia e
imprecisa variedad de acciones mediante las que se puedan lograr aquéllos. Así, los
primeros se estructuran en torno a las condiciones, y los segundos en torno a las metas.
Véase una síntesis de la concepción de Luhmann al respecto en Giménez Alcover, 218-
219.
47. Véase Luhmann, 229-233, 468-481, 557-561.
48. Al margen de la, ya aludida supra, vinculación laxa de los jueces a la ley
ordinaria, atentos en todo momento a las normas constitucionales,
49. Véase Ferrajoli, 347-362, 898-907, 912-922. La conclusión final del texto es
mía, sin que Ferrajoli la formule explícitamente.

83
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

te del sistema político, contrapuesto a una jurisdicción que reflejaría


los contenidos del sistema jurídico. Muy al contrario, el legislativo
opera dentro del sistema jurídico, pero abierto a unos criterios de
legitimación externa que un Estado de derecho como el que propone
Ferrajoli habría fosilizado para siempre en la Constitución. Es cierto,
sin embargo, que un control de constitucionalidad de las leyes resulta
imprescindible para poner coto a un legislador arbitrario. Este cerco
difícilmente se podrá erigir dentro de su propio ámbito de competen-
cias, por ejemplo, mediante la creación de una segunda instancia
legislativa, del mismo modo que el último control de la arbitrariedad
de la jurisdicción no es el Tribunal Supremo sino una modificación
legislativa^".
Pero el freno a la arbitrariedad legislativa no se logra sin más
desplazando tal riesgo a los tribunales constitucionales, los cuales
manejan un material normativo, la Constitución, especialmente pro-
clive a favorecer decisiones sobrepasadoras de la división de pode-
res^'. Es preciso asegurar un metacontrol de los citados tribunales
mediante una estricta delimitación de sus competencias de control
legislativo. A este respecto, la propuesta de Habermas de constreñir
tal control a la comprobación de que se respetan las exigencias co-
municacionales y procedimentales de un proceder legislativo delibe-
rativo apunta en la dirección correcta. Se podría formular también,
siguiendo a Hierro, en el sentido de que mientras el legislador debe
partir de una concepción fuerte de la ley, que recoja con la mayor
fidelidad posible la voluntad general, el tribunal encargado de su
control se ha de conformar con una concepción débil, que simple-
mente aspire a verificar que los presupuestos para su formulación se
han cumplido'^.
Ahora bien, esos presupuestos no se limitan al respeto de las
consabidas formalidades competenciales y secuenciales previstas en
la Constitución y en las actuales leyes del bloque de constitucionali-
dad. La comprobación de que en su elaboración se ha producido una
adecuada participación ciudadana y de que se han averiguado cuáles

50. Alude a esta alternativa en manos del legislador Cuerda Riezu, 1991, 82-83.
51. No se puede negar, sin embargo, que la mera existencia de un control de
constitucionalidad de las leyes mediante tribunales constitucionales aporta de forma
inmediata ciertas ventajas. Entre ellas, la que deriva de que es sustancialmente preferi-
ble una declaración de inconstitucionalidad de una ley que un continuo e impredecible
goteo de forzadas interpretaciones legales conformes con la constitución procedentes
de la jurisdicción ordinaria.
52. Véase Hierro, 288-291, 304-307.

84
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

sean las opiniones sociales^' sienta las bases de la racionalidad ética^'';


la verificación de que se han realizado los correspondientes estudios
previos sobre la realidad social a incidir, los objetivos a perseguir, los
medios de que se dispone y las posibles consecuencias de la decisión
legislativa debiera asegurar un grado aceptable de racionalidad teleo-
lógica y pragmática; la coherencia con el resto del ordenamiento
jurídico promoverá una racionalidad lógicoformal... En suma, la con-
currencia de tales presupuestos hará que la ley supere el control de
constitucionalidad por respetar un limitado nivel de racionalidad, sin
que en ningún momento eso prejuzgue el contenido de la decisión
legal finalmente adoptada ni su racionalidad socialmente exigible^^.
Sin embargo, resultaría temerario dejar en manos de las posibi-
lidades interpretativas que ofrecen los preceptos constitucionales la
plena explicitación de las exigencias comunicacionales y procedi-
mentales a controlar por el Tribunal Constitucional. Dada la vague-
dad de la mayoría de las normas constitucionales a las que habría
que acudir, se reeditaría el peligro de arbitrariedad de la jurisdic-
ción constitucional. Lo pertinente es reformular, dentro del bloque
de constitucionalidad, las normas que regulan el procedimiento de
elaboración de leyes, de modo que, sin perder sus referencias consti-
tucionales, se dé lugar a un notable enriquecimiento de sus exi-
gencias.
En cualquier caso, la limitación de toda esa normativa a los re-
quisitos de lo que hemos llamado una concepción débil de la ley
originará que el legislador siga teniendo bajo su responsabilidad,
como no puede ser de otra manera, el contenido sustancial de la
actividad legislativa y que en este sentido, más allá del respeto que
debe a la Constitución, sólo esté sometido al control electoral deriva-
do del funcionamiento democrático de la sociedad. Podríamos decir,
volviendo a utilizar un símil jurisdiccional, que el control constitucio-
nal a lo único que aspira es a que motive bien sus leyes.
Una ciencia de la legislación, de todos modos, no tiene por qué
elegir entre convertirse en auxiliar de la jurisdicción constitucional,
o del legislador en la plenitud de sus funciones. A ambos debe

53. Sobre la ineludible atención a los contenidos de la opinión pública y la socie-


dad civil, véase Habermas, supra.
54. Sobre las diferentes tipos de racionalidad, véase infra apartados 2 y 3.
55. Si utilizáramos la terminología funcionalista, se trataría de que el Tribunal
Constitucional no se saliera del ámbito de los programas condicionales, de que realiza-
ra lo que Luhmann denomina en su abstracto lenguaje una recondicionalización de los
programas finales del legislador. Véase Luhmann, supra.

85
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

procurar ser útil profundizando en las singularidades de la raciona-


lidad legislativa y aportando instrumentos para su mejora a todos los
niveles.

2. Opciones metodológicas de racionalidad legislativa penal

2.1. Un concepto de racionalidad

Es ya hora de comenzar a dotar de contenido a la racionalidad legis-


lativa. Antes de iniciar una aproximación general a ella, que identifi-
que sus pautas de referencia o niveles fundamentales, es preciso rea-
lizar dos aclaraciones. La primera es que las reflexiones que siguen se
formulan pensando sobre todo en la racionalidad legislativa penal,
objeto de este trabajo, por,más que se tiene la impresión de que
buena parte de las afirmaciones que siguen serían aplicables, mutatis
mutandis, a otros sectores del ordenamiento jurídico.
La segunda es que no podemos postergar más la adopción de un
determinado concepto de racionalidad, concepto cuyo contenido
hemos podido dar hasta ahora por sobreentendido en la medida en
que nos limitábamos a contraponer de una manera general las pres-
taciones de que eran capaces la legislación y la jurisdicción. Resulta-
ría, sin embargo, iluso por mi parte intentar resolver problema de
semejante trascendencia ahora y por quien esto escribe. De ahí que la
cuestión se centre en asumir algún concepto de racionalidad que
resulte mínimamente convincente y útil para el objetivo que perse-
guimos. A mi juicio, podría servir la idea de que con él se expresa la
capacidad para mantener con un sector de la realidad social una
interacción que se corresponde, que es coherente, con los datos que
constituyen tal realidad y que conocemos. Por lo demás, como con la
legislación penal nos movemos en el campo del control social jurídi-
co sancionador^^, podríamos precisar más diciendo que, a nuestros
efectos, es la capacidad para elaborar en el marco de ese control
social una decisión legislativa atendiendo a los datos relevantes de la
realidad social y jurídica sobre los que aquélla incide. La definición,
creo, no se aparta sustancialmente de otras que se han propuesto en
este contexto por voces más autorizadas que la mía^'', y no cierra el

56. Ámbito que comparte el derecho penal, cuando menos, con el derecho admi-
nistrativo sancionador.
57. Atienza, 78-79, 85, habla, en terminología de Bobbio, de una razón fuerte,
capaz de captar la esencia de las cosas, y estima que la precisamos para abordar proble-

86
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

paso a propuestas de racionalidad discursiva que se ocupan de descri-


bir las condiciones que deben darse para que se obtenga un consenso
respecto a lo que sea una decisión racional, esto es, coherente con la
realidad social con la que se interactúa^^. De un modo u otro, la
racionalidad legislativa penal supondría el punto de llegada de una
teoría de la argumentación jurídica, a desarrollar en el plano del
proceder legislativo penal, que garantizara decisiones legislativas sus-
ceptibles de obtener amplios acuerdos sociales por su adecuación a la
realidad social en la que se formulan^'.

mas relativos a la comprensión del mundo —conocimiento— y a cómo actuar en él


—problemas prácticos—; Calsamiglia, 169, 174, que prefiere hablar de «cuestiones»,
antes que usar un concepto tan amplio y ambiguo como el de racionalidad, piensa
que en todo caso se trata de lograr un instrumento para decidir con conocimiento de
causa.
58. En directa relación con la creación del derecho Habermas, 1994, 499-504,
sostiene que la racionaHdad de las decisiones se obtiene mediante la autonomía públi-
ca de los ciudadanos, que les hace igual de competentes a la hora de acordar las reglas
que les rigen. Véase ampliamente sobre el concepto de racionalidad legislativa Atien-
za. 77-91.
Ya hemos visto que Luhmann rechaza toda racionalidad en la legislación, por estar
carente de consistencia (supra apartado 1.2). Cabría añadir que, para él, los contenidos
éticos y morales son ajenos al derecho —lo que permite precisamente el enjuiciamien-
to de éste desde el exterior—, y que la introducción en el sistema jurídico de aquellos
intereses que han resultado más fuertes en el plano político no depende de su cualidad
normativa sino de si encajan en las reglas de la autopoiesis del sistema. En cuanto al
desarrollo de un procedimiento legislativo regulado jurídicamente, no hay que olvidar
que tal procedimiento en ningún momento será capaz de influir en el sistema político,
el cual lo utilizará a su conveniencia, pudiendo prescindir de él en cualquier momento.
Por lo demás, estima que la pretensión de Habermas de que, sentados ciertos requisitos
procedimentales, surgirá la razón, es ingenua, pues pasa por alto que no se está en
condiciones de meter en el discurso todos los aspectos relevantes. En reahdad, pese a
algunas manifestaciones en sentido contrario, Luhmann no cree que siquiera en la
jurisdicción pueda hablarse de racionaHdad, o, al menos, de algo más que una raciona-
lidad local, centrada en la decisión concreta. Pues tampoco en la jurisdicción, por más
que se busque la consistencia, se puede garantizar que la decisión sea la correcta. Y es
que esa consistencia resultaría apresurado que la identificáramos sin más con la racio-
nalidad jurídicoformal, a la que ciertamente se aproxima, pues sólo busca mantener el
cierre operativo del sistema impulsada por el símbolo de la validez, que se limita a
asegurar la constante reproducción intrasistémica de las operaciones, y por el criterio
de la igualdad que, como fórmula de contingencia, evita que las decisiones del sistema
estén siempre repitiéndose. Véase Luhmann, 98-117, 195-204, 214-238, 280-281,
321-323, 326-328, 400-402, 434-439, 557-561, 563-564.
59. Apuntan claramente al desarrollo de una teoría de la argumentación jurídica
legislativa Atienza, 91 ss.; Marcilla Córdoba, 101-107. Más escépticos, Salvador Co-
derch, 1982, 80; Cano Bueso, 207-208.

87
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

2.2. Aproximaciones sectoriales o globales

Los contenidos de racionalidad a los que deba atenerse el proceder


legislativo, sin embargo, pueden ser de muy diverso alcance según la
opción metodológica adoptada:
En amplios sectores jurídicos directamente implicados en la prác-
tica de la elaboración de las leyes predomina lo que se ha denomina-
do un modelo minimalista, especialmente preocupado por la obten-
ción de la seguridad jurídica. Tal modelo coloca el énfasis en el
lenguaje legal, en la estructura de la ley y en su inserción sistemática
dentro del conjunto del ordenamiento, es decir, lo que vamos a con-
siderar más adelante las racionalidades lingüística y jurídicoformal''''.
Contenidos adicionales, referidos a los fines a perseguir por la ley y
a los valores subyacentes, sin duda condicionan la tarea precedente,
de la que son su presupuesto, pero deben quedar fuera porque son
patrimonio de la actividad estrictamente política. A tales efectos es
usual establecer una distinción entre técnica legislativa y ciencia de la
legislación, que se correspondería con tal delimitación y que, aunque
no parece que descargue a la segunda de la exigencia de racionalidad,
la colocaría en cualquier caso en un plano distinto^'.
En sentido opuesto, la concepción del derecho penal mínimo que
desarrolla Ferrajoli acaba atribuyendo a la legislación una racionali-
dad casi exclusivamente ética, la cual, por otra parte, se formula sólo
en términos negativos. En efecto, los contenidos externos de legiti-
mación que el Estado de derecho logra característicamente introducir
dentro de su legitimación interna*^ están constituidos, por lo que se
refiere al derecho penal, por criterios éticos sobre cuándo y cómo
prohibir, penar o juzgar. Estos criterios garantistas son reflejo de unos
derechos fundamentales que constituyen principios ético-políticos ex-
ternos al derecho y de él fundamentadores, que tienen su origen en la
primacía a otorgar a la persona, y en la igualdad formal y material de
ésta que ello exige. Por otro lado, tales garantías son formulables
únicamente en sentido negativo, de forma que bajo los postulados de

60. Véanse, con diferentes variantes, Salvador Coderch, 1982, 80; 1986, 11;
1989, 19, 28; Sáinz Moreno, 20-22, quien incluye algún contenido adicional relativo
al efectivo cumplimiento de la ley que podría considerarse inserto en una racionalidad
pragmática; Tudela Aranda, 83-85, 86-89; Corona Perrero, 50-52. Describen tam-
bién, críticamente, esta actitud Atienza, 33-36; Marcilla Córdoba, 107-109.
61. Véanse Salvador Coderch, 1989, 15, 39, 42-43, 45; 1986, 23-25, por más
que este autor considera que una ciencia de la legislación desarrollada permitiría avan-
zar a la técnica legislativa; Abajo Quintana, 123-125.
62. Véase lo dicho supra, apartado 1.3.

88
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

un derecho penal mínimo no se puede, por ejemplo, identificar un


sistema de prohibiciones positivo legítimo''^, y lo mismo podría decir-
se de las sanciones o del proceso, lo que justamente le diferencia fren-
te a un rechazable derecho penal máximo que, al introducir criterios
positivos, introduce la discrecionalidad. Y es que el Estado de dere-
cho que da cobertura a tal derecho penal mínimo sirve más para des-
legitimar que para legitimar decisiones de los poderes públicos*'''.
Si antes he sostenido que una decisión legislativa penal racional
debe elaborarse atendiendo a los datos relevantes de la realidad social
y jurídica con la que interactúa, no puedo compartir formulaciones
reducidas de la racionalidad legislativa como las acabadas de recoger.
Los partidarios de limitarse a una racionalidad técnicojurídica pare-
cen buscar un campo de actuación alejado de las contingencias políti-
cas, mucho más difíciles de afrontar racionalmente. Sin embargo, los
contenidos éticos y estratégicos del debate político no se pueden elu-
dir en fases más técnicas del proceder legislativo, en las que influyen
de manera decisiva; pretensiones de neutralidad técnica ocultan una
realidad operacional^^ y conceptual*"' en la que se produce una cons-
tante aportación de contenidos procedentes de niveles de racionali-
dad más plurales que los señalados; su desconsideración o el intento
de establecer una solución de continuidad entre unos niveles u otros*"^
da una visión incompleta y por ello inexacta de lo que es un procedi-
miento legislativo racional. Por otra parte, como tendremos ocasión
de ver, las mismas racionalidades lingüística y jurídicoformal precisan
de un fundamento o apoyo ético, cuando menos, para poderse acti-

63. Lo que le lleva en algunos pasajes a minusvalorar la actividad legislativa,


frente a la jurisdiccional, en cuanto dedicada aquélla a la satisfacción, mediante la regla
de la mayoría, de intereses preconstituidos y directivas políticas más o menos contin-
gentes. De ahí también que, cuando demanda una ciencia de la legislación, lo haga con
el declarado propósito de asegurar la inclusión de esos principios éticos en las leyes, de
forma que la jurisdicción pueda en su actuación respetar igualmente el principio de
vinculación a la ley.
64. Véase Ferrajoli, 347-362, 460-465, 553-556, 591-594, 908-909, 913-914,
947-963.
65. Véase lo dicho supra, en capítulo II.
66. Véase lo que se dirá infra, apartado 3.1, sobre la interrelación entre las diver-
sas racionalidades.
67. No creo que merezca la pena entrar aquí en un análisis de lo que debería
denominarse técnica legislativa, frente a ciencia, o teoría, de la legislación. Intento en
estas páginas describir los contenidos de la racionalidad legislativa en su totalidad y la
adscripción de los contenidos a un lugar u otro es ahora secundario y quizás perturba-
dor. Por lo demás hay también otras formas de diferenciar entre ambos conceptos que
no presuponen una partición de las racionalidades en dos bloques disciplinares distin-
tos. Véanse Atienza, 17-23; Marcilla Córdoba, 107-109.

89
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

var*^ A su vez, la racionalidad legislativa que se desprende del dere-


cho penal mínimo de Ferrajoli, aun cuando está dotada de unas sóli-
das bases éticas, resulta en extremo incompleta. Y ello no tanto por-
que se abstenga de proseguir el análisis de los ulteriores niveles de
racionalidad de la legislación, pese a que ya dispone de los principios
éticos de partida, cuanto porque el enfoque estrictamente garantista
de los criterios identificados sólo permite averiguar aquello de lo que
el legislador debe abstenerse, pero no aquello que debe hacer.
Afortunadamente existen otros enfoques teóricos que se corres-
ponden mejor con el conjunto de exigencias de racionalidad que el
legislador debe atender: En el campo de la sociología jurídica hay
que destacar sin duda la postura de Habermas, quien ha manifestado
contundentemente que todo procedimiento legislativo democrático*''
debe atender a contenidos morales y éticos, a intereses, a cuestiones
pragmáticas y a fórmulas de coherencia jurídica''". En la filosofía del
derecho ha tenido especial eco entre nosotros la propuesta amplia
formulada por Atienza, quien identifica una racionalidad legislativa
estructurada en cinco niveles, los cuatro primeros instrumentales y
uno último justificador. Tendríamos así los niveles o, mejor, raciona-
lidades siguientes: lingüística, jurídicoformal, pragmática, teleológica
y ética. Estas cinco racionalidades estarían a su vez afectadas por una
dimensión transversal, la eficiencia, que afectaría a cada una de ellas
dentro de sus límites. Pues bien, tales racionalidades podrían ser
objeto de un análisis individualizado^^ así como de otro que se ocu-
para de destacar las interrelaciones entre ellas, tras lo cual se podrían
realizar afirmaciones generales sobre la racionalidad de la concreta
decisión legislativa^-'.

68. Véase también una crítica a este enfoque en Atienza, 33-36.


69. Al igual que todo modelo procedimental de formación de la voluntad política
y, en sentido más abstracto, toda explicitación del principio del discurso en relación
con normas jurídicas.
70. Véase Habermas, 1994, 187-201, 203-207, 217-225, 285-291, 340-348.
Captan acertadamente la utilidad de la teoría del discurso de Habermas para la elabo-
ración de la racionalidad legislativa Vogel, 255-260; Soto Navarro, 76-77.
71. En el proceso de producción legislativa interactuarían siempre cinco elemen-
tos, cuya diversa configuración en cada racionalidad marcaría una vía de profundiza-
ción en el análisis del nivel respectivo. Tales elementos serían: edictor —autor de la
norma—, destinatario —aquel a quien va dirigida—, sistema jurídico —conjunto del
que pasa a formar parte la ley—, fin —objetivo perseguido— y valor —justificación
del fin.
72. Véase Atienza, 24-63, 77-91. Han asumido la propuesta de Atienza, entre
otros, Calsamiglia, 169-175, 178; Marcilla Córdoba, 108-115; Aguiló Regla, 249-251;
Domínguez Figueirido, 244, 264-278.

90
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

Dentro del derecho penal, Amelung ha propuesto vincular la


política criminal a los modelos racionales de planificación desarrolla-
dos por la ciencia política, que contemplan muy diversos criterios de
racionalidad, tanto de naturaleza material como instrumental, Palaz-
zo ha defendido la involucración de la doctrina jurídicopenal en el
desarrollo de un método de creación de leyes que garantice tanto una
racionalidad lingüística o jurídicoformal, como una racionalidad de
fines, orientada en las corrientes políticocriminales subyacentes, y
una racionalidad instrumental que procure asegurar las condiciones
empíricas para su obtención, y Vogel, a partir de la propuesta haber-
masiana, ha propugnado tres niveles de racionalidad legislativa pe-
nal, el ético-político, ligado a la cuestión de los bienes jurídicos a
proteger, el pragmático, vinculado a la subsidiariedad y carácter de
ultima ratio del derecho penal, y el de la coherencia, conectado con
la validez constitucional y la adecuación políticocriminal y dogmática
de la propuesta legislativa".

3. Los contenidos de la racionalidad legislativa penal

3.1. Los diferentes niveles de racionalidad

A mi juicio, la propuesta de Atienza identifica y reparte de manera


convincente los diferentes contenidos de racionalidad a tener en cuen-
ta en la legislación, y es la que voy a tomar como punto de referencia
a partir de este momento. Sin embargo, estimo conveniente precisar
algunos aspectos y marcar algunas diferencias respecto al citado
modelo, precisiones y diferencias que probablemente estarán en al-
guna medida condicionados por el enfoque jurídicopenal que está en
el trasfondo.
En primer lugar, creo que el estudio de las diversas racionalida-
des debe realizarse de modo inverso a como procede Atienza: si lo
que queremos es establecer un procedimiento racional de elabora-
ción de leyes, y no simplemente un instrumental de análisis racional
de leyes ya existentes^"*, la racionalidad ética marcaría el ámbito de
juego de las restantes racionalidades, la teleológica establecería los
objetivos a satisfacer dentro de ese marco, y las restantes se sucede-
rían en un orden de proyección decreciente de instrumentalidad.

73. Véanse Amelung, 1980, 22-31; Palazzo, 734-735; Vogel, 250-261.


74. Así lo pone de manifiesto con razón el propio Atienza, 91-92. Todo ello sin
perjuicio del cambio de enfoque que viene impuesto en la fase postlegislativa, a la hora
de evaluar leyes ya existentes. Véase sobre esta fase lo dicho en capítulo II, apartado 5.

91
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

En segundo lugar, considero que a través de la racionalidad ética


se saca a la luz el sistema de creencias, cultural e históricamente
condicionado, que sustenta a una determinada colectividad''^, y en el
que se ha de enmarcar necesariamente el proceder legislativo. En
terminología de Habermas, se trata de identificar el mundo de la vida
de los integrantes de la colectividad, aquel conjunto de actitudes
vitales y principios reguladores del comportamiento que, en cuanto
compartidos de forma generalizada, no están normalmente someti-
dos al principio del discurso sino que modulan todo actuar comuni-
cativo. Es cierto que cambios culturales, repentinos o paulatinos pero
por lo general ocurrentes en amplios intervalos temporales, pueden
hacer necesario el sometimiento de tales contenidos éticos a un dis-
curso racional, pero en todo caso darán lugar a un perfil bajo de de-
bate, en el marco de grandes consensos y sin intereses particulares de
por medio. Cada sector del ordenamiento jurídico dispone de sus
criterios o principios éticos específicos, referidos al conjunto de inte-
racciones con la realidad social propio de ese sector, por más que se
producirán un buen número de coincidencias intersectoriales y que
todos ellos serán coherentes con los criterios éticos que inspiran al
ordenamiento en su totalidad^*.
Dentro de los contenidos éticos que condicionarían la interven-
ción jurídicopenal habría que distinguir en primer lugar unos princi-
pios que podríamos denominar estructurales de primer nivel, dividi-
dos a su vez en tres grandes grupos, y que establecerían los contornos
básicos de una intervención penal legítima: Los principios de la pro-
tección atenderían a las pautas delimitadoras de los contenidos de
tutela del derecho penal. Los principios de la responsabilidad se ocu-
parían de los requisitos que deben concurrir en un comportamiento
para que se pueda exigir responsabilidad criminal por él, y de algu-
nos aspectos de su verificación. Y los principios de la sanción desta-
carían los fundamentos de la reacción con sanciones a la conducta

75. Utilizo un concepto de ética diferenciado del de moral, en un sentido similar


al que ha asumido Habermas, 1994, 187-207, 217-225, 285-287, en virtud del cual
los contenidos morales poseen una validez universal, para cualquiera, mientras los
éticos son válidos dentro de una determinada colectividad a partir de la autocompren-
sión que comparten sus integrantes. De todos modos, véase la matización que hago un
poco más abajo.
76. Su identificación podría verse como un primer paso en la tarea señalada por
Habermas de descomponer el original sistema de derechos, obtenido mediante el prin-
cipio discursivo y el medio jurídico, y habitualmente reflejado en las constituciones, en
un conjunto de principios y derechos más detallado en el marco del Estado de derecho.
Véase Habermas, 1994, 158-160.

92
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

criminalmente responsable^^. A estos principios les es común su ori-


gen ético, es decir, una legitimación vinculada a las profundas con-
vicciones culturales de la colectividad'''', por más que el desarrollo de
sus componentes en las subsiguientes racionalidades les pueda llevar
a operar, según los casos, en planos ético-políticos, pragmáticos, de
consistencia o de comunicabilidad.
A la racionalidad ética pertenece igualmente el criterio democrá-
tico, esto es, el criterio que, una vez aseguradas con los principios
estructurales las referencias éticas, va a permitir legitimar decisiones
concretas controvertidas en las subsiguientes racionalidades o en la
interrelación entre ellas. Este criterio, en el que nos detendremos
más adelante^', remite a las convicciones sociales ampliamente ma-
yoritarias, y tiene una relevancia distinta según la racionalidad de la
que se trate: de gran importancia en la racionalidad teleológica, des-
ciende en significación a medida que se avanza en los niveles de
racionalidad, recuperando de nuevo su importancia cuando se trata
de acomodar al conjunto de ellas*".
Por lo demás, la propia estructura en cinco niveles de la racio-
nalidad legislativa es una cuestión ética. Se podrá discutir en qué
medida los juristas deben ocuparse del conjunto de los niveles de la
racionalidad legislativa o, más bien, deben dejar a los políticos la
determinación de algunos de ellos, pero en todo caso, a salvo mejo-
res argumentos, no parece que nuestra interacción con la realidad
social que ha de ser sometida eventualmente al control social jurídico
sancionador deba atender a muchos más contenidos de racionalidad.
Queda, sin duda, la cuestión de los contenidos morales, y no
meramente éticos*'. Con todo, si aceptamos el planteamiento discur-
sivo de Habermas, creo sostenible afirmar que su diferencia descansa
realmente en el diferente grado de aceptación que logran, universal
en los primeros, cultural e históricamente condicionada en los segun-
dos, pero la aceptación tanto de unos como de otros se ha de
obtener, a nuestros efectos, en el mismo lugar, el discurso creador de

77. Véase una referencia a estos principios, y una provisional profundización en


los de tutela y de sanción, en Diez Ripollés, 1997, 12-13; 2000, 6-14.
78. Los principios garantistas, puramente negativos, de Ferrajoli, vid. supra, res-
ponderían a una caracterización de la racionalidad ética sustancialmente coincidente.
Véase Ferrajoli, 460-465, 947-950, 956-959.
79. Véase infra capítulo V, apartado 5.
80. De hecho es un criterio que puede llegar a desempeñar excepcionalmente un
papel dentro de la propia racionalidad ética, en tiempos de profundas variaciones
culturales, pero en un contexto limitado. Véase supra.
81. Véase la distinción apuntada supra.

93
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

normas jurídicas, y bajo las mismas condiciones, un determinado


contexto ético o mundo de la vida"^. En consecuencia, bien puede
decirse que a efectos operativos los criterios morales se incluyen en la
racionalidad ética, con la peculiaridad de que poseen un poder de
convicción discursiva mayor.
En tercer lugar, y por lo que se refiere a la racionalidad teleoló-
gica, no comparto el punto de vista de Atienza de que se ha de
ocupar de la eficacia de la ley, esto es, de si se pueden lograr los
objetivos sociales perseguidos por ella". Sin duda éste es un impor-
tante aspecto que deberá ser sometido a consideración en alguna
racionalidad, pero creo que hacerlo ya en este momento supone
obviar el debate sobre los objetivos legales mismos. Así como en la
racionalidad ética hemos descubierto los principios incuestionados
que deben orientar cualquier decisión legislativa penal, se trata aho-
ra, en esta racionalidad, de sentar las bases para un discurso ético-
político en el que, presupuestos los principios anteriores, se produzca
una confrontación racional entre contenidos éticos de segundo or-
den, es decir, carentes de una aceptación libre de cualquier desacuer-
do en la colectividad, e intereses particulares y sectoriales muy diver-
sos, procedentes todos ellos de agentes sociales y grupos de presión
de amplio espectro*''. Tal confrontación implicará la obtención de
compromisos y un empleo decisivo del criterio democrático. De ella
habrán de surgir, en el ámbito jurídicopenal en el que nos movemos,
una formulación de los objetivos perseguidos por esa concreta deci-
sión legislativa penal, que determine, cuando menos, el objeto de
tutela, su grado de protección deseable y los correspondientes nive-
les de exigencia de responsabilidad y de sanción aplicable que se
estiman procedentes en caso de incumplimiento de la norma. De
este modo se reflejará el acuerdo ético-político alcanzado sobre la
importancia de lo protegido, la intensidad de la obediencia exigida.

82. Véanse algunas insinuaciones en ese sentido en Habermas, 1994, 161-163,


390-395.
83. Véase Atienza, 28, 38, 46-49, quien, con todo, incluye en ocasiones en esta
racionalidad la identificación de los objetivos a obtener (38). Concibe esta racionali-
dad como orientada a la eficiencia de la ley, esto es, al aseguramiento de una corres-
pondencia entre los recursos escasos y los fines pretendidos, Calsamiglia, 172-173,
175-176.
84. Véase en Habermas, 1994, 187-195, 203-207, 340-348, un reconocimiento
del momento de contraposición entre contenidos éticos y morales, e intereses, en la
formación deliberativa y democrática de la voluntad política. Sobre el modo en que se
desenvuelven los agentes sociales y los grupos de presión en el proceso legislativo
penal: véase lo dicho en capítulo II.

94
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

las repercusiones negativas derivadas de tal desobediencia y su inte-


rrelación.
Creo, en cuarto lugar, que es la racionalidad pragmática la que
tiene la misión de ajustar los objetivos trazados por la racionalidad
teleológica a las posibilidades reales de intervención social que están
al alcance de la correspondiente decisión legislativa. Ello implica, en
el ámbito jurídicopenal, asegurar lo más posible una respuesta posi-
tiva a una serie de exigencias mutuamente entrelazadas planteadas a
la norma: Que el mandato o la prohibición sean susceptibles de ser
cumplidos, satisfaciendo así la función de la norma como directiva de
conducta. Que se va a estar en condiciones de reaccionar al incumpli-
miento del mandato o la prohibición mediante la aplicación coactiva
de la ley, satisfaciendo así su función como expectativa normativa; la
pregunta se extiende desde la persecución policial hasta la ejecución
de la sanción, pasando por la activación de la administración de
justicia*^. Que el directo cumplimiento de la norma es presumible
que produzca los efectos de tutela perseguidos. Que la aplicación
contrafáctica de la norma va a producir indirectamente esos mismos
efectos de tutela. Y que la aplicación de la norma se va a poder
mantener dentro de la delimitación perseguida de la responsabilidad
y de la sanción. Mientras las dos primeras exigencias se ocupan de la
efectividad de la norma, esto es, de su puesta en práctica o vigencia,
las tres restantes lo hacen de su eficacia, es decir, de la obtención de
los objetivos de tutela perseguidos**. Ambos aspectos, en cualquier
caso, forman parte de una racionalidad pragmática que, en el ámbito
del control social jurídico sancionador, tiene como presupuesto ne-
cesario, aunque no suficiente, para la obtención de los efectos de
tutela pretendidos, la incidencia de la norma sobre los ciudadanos
destinatarios de ella**^.

85. Apunta a esta distinción entre cumplimiento y aplicación Calsamiglia, 171-


172. Véase también la ilustrativa referencia que hace Larrauri Pijoan, 2001, 98, al
escaso uso de esa diferencia terminológica en nuestro lenguaje políticocriminal frente
al hábito contrario anglosajón.
86. Véase una clara distinción entre ambos aspectos en derecho penal en Hasse-
mer-Steinert-Treiber, 20.
87. La propuesta realizada supone introducir la mayor parte de la racionalidad
teleológica de Atienza en la racionalidad pragmática. Con todo hay que destacar que él
mismo es consciente de la difícil diferenciación entre ambas, y que, ai analizar las
racionalidades en sentido inverso a como nosotros lo hacemos, considera aspectos de
efectividad previamente a los de eficacia. Véase Atienza, 27-28, 36-38, 42-49. Parece
vincular en la racionalidad pragmática la eficacia y la efectividad Calsamiglia, 167-
168, 171-172, quien, por lo demás, nos recuerda la dificultad ínsita en la previsión de
consecuencias.

95
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

Comparto por lo demás la habitual caracterización de las racio-


nalidades jurídico-formal y lingüística, la primera encaminada a ase-
gurar un sistema jurídico coherente, y la segunda a garantizar las
habilidades comunicacionales de las normas*^. Considero asimismo
un acierto la configuración por Atienza de la eficiencia como una
dimensión transversal, que no constituye un nivel de racionalidad
independiente sino una cualidad exigible a cada una de las racionali-
dades y a la interrelación entre ellas. Dentro de cada racionalidad,
asumiendo la pluralidad de contenidos existente, se trataría de pre-
venir que la priorización de ciertos aspectos en detrimento de otros
no llegara hasta ei punto de que ya no correspondiera a un análisis de
coste-beneficio. Y un papel semejante jugaría en el momento de inte-
grar las diversas racionalidades en una sola norma legal^'.
A partir de los presupuestos anteriores, una ley padecerá de irra-
cionalidad ética si no se ajusta en su contenido a los criterios o
principios éticos incuestionados del sector jurídico en el que nos
movamos, en el caso del derecho penal, los principios estructurales
antedichos. También carecerá de ella si renuncia al criterio democrá-
tico como principio último de resolución de las controversias dentro
y entre las subsiguientes racionalidades'", o si prescinde de una es-
tructura de racionalidad legislativa equivalente a la vigente en un
determinado momento histórico y cultural. La irracionalidad teleoló-
gica aparecerá en la medida en que los objetivos a perseguir por la
ley no hayan sido acordados en el marco de un empleo discursivo del
criterio democrático, que haya prestado la debida atención a todos
los componentes ético-políticos relevantes, o no reflejen tal acuerdo.
La irracionalidad pragmática surgirá tanto ante leyes penales que no
son susceptibles de un apreciable cumplimiento por los ciudadanos o
de una significativa aplicación por los órganos del control social jurí-
dico sancionador, cuanto ante leyes que, en cualquier caso, no logran
los objetivos pretendidos. La irracionalidad jurídicoformal la posee-

Por otro lado, la medida en que la distinción entre racionalidad teleológica y prag-
mática se superpone con la ahora en Alemania profusamente utilizada distinción entre
Verhaltensnorm y Sanktionsnorm es algo que dejamos para otro momento. Véase re-
cientemente Haffke, 955 ss.
88. Véase Atienza, 27-36. Con razón previene Calsamiglia, 170, 176-177, frente
a la tentación de trasponer sin más los criterios habituales de consistencia y sistemati-
cidad propios de la aplicación del derecho a su creación, abogando por una elabora-
ción relativamente autónoma de estos últimos.
89. Véase Atienza, 93-94.
90. El real pero limitado papel que juega en la racionalidad ética ya lo hemos
señalado.

96
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

rán leyes inconsistentes consigo mismas o que introducen o dejan sin


resolver incoherencias en el sector jurídico en el que se insertan o en
el conjunto del ordenamiento. Y la irracionalidad lingüística afectará
a leyes cuya formulación impide o dificulta la transmisión de sus
contenidos a los destinatarios de su cumplimiento o aplicación".
Por último, y como Atienza ha señalado'^, la racionalidad legisla-
tiva precisa para su plenitud considerar la interrelación entre sus di-
versos niveles'^. A este respecto, una regla operativa útil en caso de
conflicto puede ser la de que los niveles superiores primen sobre los
inferiores, es decir, el ético sobre todos, el teleológico sobre el prag-
mático, jurídicoformal y lingüístico, etc. Sin embargo, este criterio
debe matizarse, pues una de las funciones de la idea de eficiencia es
lograr un equilibrio óptimo entre las diversas racionalidades, de modo
que en ningún caso el aseguramiento de un determinado nivel de ra-
cionalidad conlleve la anulación de otro u otros'''. Esta pretensión,
por otra parte, será en ocasiones lo suficientemente compleja de lle-
var a cabo como para que haya que acudir'^ al criterio democrático
para dilucidar las pérdidas de racionalidad socialmente asumibles.
Bajo esos parámetros, y sólo a título ejemplificativo'^, es fácil
imaginar que la racionalidad ética tropezará con la teleológica cuan-
do ésta se trace objetivos incompatibles con los criterios éticos funda-
mentales, con la pragmática cuando ésta busque asegurar la aplica-
ción de la ley aun a costa de ciertas garantías ciudadanas, o con la
jurídicoformal y lingüística cuando se vea conveniente mermar la
seguridad jurídica o precisión comunicacional para favorecer ciertos
márgenes de equidad en el caso concreto. Y que la teleológica, ade-

91. Sobre los diferentes supuestos de irracionalidad no podemos detenernos aho-


ra. Su análisis presupone un estudio pormenorizado de cada una de las racionalidades.
Véanse con todo los cuidadosamente identificados por Atienza, 29-30, 33, 37, 38, 39,
44-48.
92. Véase Atienza, 57-63, respecto a lo que él llama, con poco acierto, estática
legislativa.
93. Me refiero en este pasaje a casos de conflicto entre racionalidades. Otra for-
ma de interrelación entre ellas es la que se da en la medida en que las exigencias de una
coadyuvan a la obtención de otra u otras. Véanse sobre estos casos, no problemáticos
mientras se mantenga claramente la delimitación entre los elementos correspondientes
a cada racionalidad, Atienza, 57-63; Calsamiglia, 172-178; Sáinz Moreno, 20-22.
94. En este sentido Atienza, 92-94. Véase sobre el contenido de la eficiencia lo
dicho supra.
95. Por lo general sólo de la racionalidad teleológica para abajo. Véase supra el
limitado papel del criterio democrático en la racionalidad ética.
96. Véase más ampliamente Atienza, 58-63. También Calsamiglia, 169, 170-171,
174.

97
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

más, se verá frecuentemente confrontada con la pragmática a la hora


de garantizar la obtención de sus objetivos, o con la jurídicoformal si
pretende establecerlos sin preocuparse de su encaje en el conjunto de
pretensiones vigentes en el actual ordenamiento jurídico.

3.2. Su diversa presencia en la dinámica legislativa

En otro lugar he expuesto la necesidad de que todo modelo de legis-


lación racional evite quedarse en el plano puramente prescriptivo, en
el que se identifican los diversos contenidos de racionalidad a tener
en cuenta, pero al que no le es directamente accesible el contexto
operacional en el que tales racionalidades han de desenvolverse. A
tales efectos he desarrollado un modelo dinámico de legislación pe-
nal que describe y analiza críticamente el concreto funcionamiento
del proceder legislativo, creando así las bases para el efectivo asenta-
miento de las diversas racionalidades en la práctica legislativa'^. Con-
cluida una primera formulación de la estructura y los contenidos de
la racionalidad legislativa, puede resultar útil realizar una provisional
distribución de sus niveles dentro de las diferentes fases y etapas de
la dinámica legislativa, no sin destacar desde el primer momento el
diferente grado en que cada una de las racionalidades habrá de estar
presente en los respectivos tramos operacionales'^
Las racionalidades que predominarán en la fase prelegislativa
varían sustancialmente según la etapa de ella en la que nos encon-
tremos. Durante las primeras etapas, de acreditación de una disfun-
ción social, consolidación del correspondiente malestar colectivo y
configuración de una opinión pública, es la racionalidad teleológica
condicionada por la ética la que ocupa el primer plano; sin embargo,
la racionalidad pragmática se va progresivamente esbozando, en
especial cuando en la opinión pública se aprecian formulaciones
cercanas a un programa de acción. La racionalidad pragmática es la
que ocupará el primer plano en la elaboración de programas de
acción por los grupos de presión expertos, quienes se introducirán
además con alguna frecuencia en el contexto de la racionalidad
jurídicoformal y lingüística; por el contrario, los programas de ac-
ción de los grupos de presión mediáticos y populistas será extraño
que alcancen la racionalidad pragmática, y sólo limitada o excepcio-
nalmente se ocuparán de la racionalidad jurídicoformal o lingüística.

97. Véase supra capítulo II."


98. En lo que sigue me remito a los conceptos desarrollados en el capítulo II.

98
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

En la elaboración de los proyectos o proposiciones de ley por las


burocracias estará presente el conjunto de racionalidades, si bien será
frecuente que la racionalidad teleológica venga ya muy condicionada
y el trabajo se centre en las racionalidades pragmática, jurídicoformal
y lingüística, con la debida toma en consideración de la ética''.
En las diferentes etapas de la fase legislativa estarán presentes en
todo momento las cinco racionalidades. La evolución apreciada en la
fase prelegislativa desde una racionalidad ética a una lingüística no se
registrará en esta fase. Al contrario, volverán a replantearse cuestio-
nes de racionalidad ética y teleológica, que con frecuencia pasarán a
ocupar más espacio en el debate que, desde luego, las racionalidades
jurídicoformal y lingüística. Es el periodo del proceder legislativo en
el que, por otra parte, saltarán a primer plano las posibles incompa-
tibilidades entre las diversas racionalidades""*.
En la fase postlegislativa se atiende de manera muy segmentada a
las diversas racionalidades, consecuencia de que las plurales activida-
des de evaluación desarrolladas se suelen focalizar cada una de ellas
en una u otra de esas racionalidades. En cualquier caso, predominará
la racionalidad pragmática, y luego la jurídicoformal"".
A salvo la necesaria profundización en la imbricación entre los
contenidos de racionalidad y las fases operacionales del proceder
legislativo'"^, lo hasta ahora visto permite sacar ya alguna conclusión
relevante. Singularmente la de que la racionalidad legislativa no es,
ni mucho menos, un asunto de juristas, técnicos o legisladores, sino
que se desenvuelve en ámbitos sociales muy diversos. De especial
significación resulta detenerse en la fase prelegislativa y observar en
qué importante medida en las etapas previas a la de intervención de
las burocracias entran en acción casi todas las racionalidades.

99. Para Atienza, 69, en esta fase están especialmente implicadas las racionalida-
des teleológica —que incluye contenidos por mí considerados pragmáticos— y ética;
para Rodríguez Mondragón, 85-87, parecen predominar en esta fase las racionalida-
des ética, teleológica y pragmática.
100. Para Atienza, 69, están implicadas todas las racionalidades; para Rodríguez
Mondragón, 87-88, parece que predominan las racionalidades jurídicoformal y lin-
güística, aunque también están presentes la teleológica y la pragmática.
101. Para Rodríguez Mondragón, 89, también predominará la racionalidad prag-
mática; para Atienza, 69, están en primer plano la jurídicoformal, la pragmática y la
teleológica.
102. Que, como tantos otros aspectos de una teoría de la legislación, se mueve
todavía en un plano preliminar.

99
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

4. El desarrollo de la racionalidad legislativa penal

Establecidos los contenidos básicos de una racionalidad legislativa


que podría acomodarse a las necesidades jurídicopenales, el siguiente
paso habría de consistir en dotar a los diversos niveles de racionali-
dad de principios, reglas y criterios diferenciados. Sólo ese desarrollo
ulterior de la teoría de la legislación, que debiera especificarse según
los sectores jurídicos objeto de atención, va a permitir enriquecer sus
contenidos de modo que pueda abandonar meras caracterizaciones
globales sobre cómo debiera ser el proceder legislativo y estar en
condiciones de aportar instrumentos útiles para la elaboración del
derecho. Los avances ya registrados genéricamente sobre las raciona-
lidades lingüística y jurídicoformal'"^ deben especificarse en función
de los diversos sectores jurídicos a los que atienden, y deben exten-
derse al resto de racionalidades. Sin duda la identificación de las
disciplinas científicas o técnicas que tienen más importancia en cada
una de las racionalidades es una labor meritoria'"'', pero un progreso
sustancial sólo será posible si se avanza en las tareas acabadas de
reseñar.

4.1. Su sentido dentro de la actual política criminal

Pero antes de realizar progresos en la identificación y concreción de


esas pautas en los diversos niveles de la racionalidad legislativa penal
hay que responder convincentemente a una pregunta: si tiene sentido
construir en derecho penal una nueva estructura conceptual, a cuenta
de la creación de las leyes penales, pasando por alto que disponemos
ya de teorías como la del bien jurídico, la jurídica del delito y la de
los fines de la pena, cuya solidez, en especial la de las dos últimas,
parece ofrecer expectativas de poder atender directamente a los pro-
blemas que nos preocupan'"^. En resumidas cuentas, tales construc-
ciones teóricas ya habrían llevado a término la tarea de plasmar el
conjunto de racionalidades en el derecho penal.
Considero que, al margen de los argumentos generales, hay dos
buenas razones para desarrollar una teoría de la legislación penal
que, sin abdicar de los logros ya obtenidos en otros ámbitos de la

103. Plasmados en las directrices legislativas vigentes en diversos países. Véase en


España, de modo especial, Acuerdo del Consejo de Ministros de 18-10-91.
104. Véase por ejemplo la tarea a este respecto realizada por Atienza, 30-31, 33,
37, 38, 39-40.
105. En último término, no se puede negar que ellas se han edificado en buena
medida, correctamente, a partir de los contenidos de la racionalidad ética.

100
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

reflexión jurídicopenal, ofrezca nuevas perspectivas de profundiza-


ción en contenidos de racionalidad.
—La primera de ellas tiene que ver con la necesidad de liberar a
la reflexión jurídicopenal de las ataduras impuestas por las conse-
cuencias del positivismo jurídico, y que le han impedido desarrollar
todas sus potencialidades racionalizado ras: aunque en menor medida
que en otros sectores jurídicos, hemos podido comprobar cómo el
desplazamiento del énfasis desde la legislación a la aplicación del
derecho ha afectado también de lleno al derecho penal"*^. Aun a
riesgo de repetir algo de lo ya dicho'"^, conviene recordar que la
consolidación del positivismo jurídico sentó las bases de una deter-
minada manera de acercarse científicamente al derecho penal: hay
que partir del derecho puesto, del derecho ya dado, mientras que la
creación del derecho se deja en manos de un legislador al que en
buena medida no se le plantean exigencias de racionalidad, exigen-
cias que se reconducen a la aplicación del derecho*''^ La doctrina
penal reacciona a esta situación de manera defensiva, no cuestionan-
do la premisa mayor, la irracionalidad del legislador, sino intentando
contrarrestarla mediante la racionalidad del aplicador del derecho, lo
que implica dedicarse a racionalizar el derecho ya existente, conside-
rado intocable.
Eso explica que la legitimación del derecho penal se construya
por la doctrina penal desde la teoría de los fines de la pena: lo que
hay que legitimar no son los contenidos de tutela o las estructuras
básicas de exigencia de responsabilidad, ni siquiera el sistema de
penas. La determinación de todo eso compete a un legislador político
cuyas decisiones son incuestionables. Lo que hay que justificar desde
perspectivas éticas y teleológicas es simplemente la naturaleza de los
efectos a lograr con una sanción así predeterminada. Por otro lado,
esa trascendente reducción de los contenidos a legitimar'**' se ve
potenciada en el debate contemporáneo por diversos factores: uno

106. Véase supra apartado 1.1.


107. Véase el párrafo del apartado 1.1 relativo al confinamiento de los penalistas
en la aplicación del derecho.
108. El Estado de derecho constitucional crea ciertamente una racionalidad legis-
lativa en su plano más elevado, la Constitución, pero, como hemos visto, ella repercu-
te escasamente sobre el legislador, ejerciendo sus efectos especialmente en la aplica-
ción del derecho, con el fenómeno de la judicialización.
109. Por más que, a partir de las conclusiones obtenidas sobre la legitimación de
los efectos de la pena, pero sólo a partir de ellas, se puedan derivar consecuencias
respecto a la naturaleza de los objetos de tutela, los contenidos de la responsabihdad y
la configuración de las penas.

101
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

de ellos es la reconducción de los planteamientos retributivos, aban-


donados los enfoques del idealismo alemán, a determinadas moda-
lidades de prevención general""; otro, el afianzamiento de las teorías
unitarias de la pena, que han sido capaces de desactivar los aspectos
más problemáticos de las diversas teorías preventivas. Como conse-
cuencia de ello, el debate actual sobre la pena ha abandonado en
gran medida incluso el plano ético o teleológico para girar especial-
mente sobre problemas de racionalidad pragmática y, aun dentro de
ella, más sobre problemas de efectividad que de eficacia: se trata
primordialmente de verificar qué efectos son los más adecuados para
asegurar que cualesquiera leyes realmente se cumplan o, en su de-
fecto, se apliquen'". Mientras, por encima de toda esta evolución
epistemológica sobrevuela el problema de la fundamentación de la
pena —y sólo en cuanto de la pena, se dice, también del derecho pe-
nal—, aspecto al que se reconoce su primacía sobre la teoría de los
fines de la pena pero al que se remite, vagamente, a la teoría sobre
los objetos de tutela"^.
Un poco más tarde la reflexión jurídicopenal se dedica asimismo
a construir un sistema de responsabilidad que en todo momento se
reclama destilación refinada del derecho vigente, al que interpreta y
sistematiza. De ahí que asuma con entusiasmo la denominación de
dogmática, como sinónimo de cientificismo, en cuanto se liga a un
hecho, el derecho positivo, como dogma. Es cierto que la extremada
perfección adquirida por tal sistema y plasmada en la teoría jurídica
del delito ha hecho que terminara influyendo notablemente en la
creación del derecho a la hora de fijar los criterios de responsabili-
dad; pero lo ha hecho mediante la detección de quiebras en el dere-
cho vigente. Y lo que es más importante, incluso en tales casos se ha
visto a sí misma desde una perspectiva negativa, condicionada por la
iniciativa de otros, del legislador, lo que explica la presentación de

l i o . Véanse, por todos, respecto a la aproximación de las modernas teorías retri-


butivas a las preventivo-generales integradoras, Hassemer-Steinert-Treiber, 162; Silva
Sánchez, 1992, 198-210.
111. Véase sobre todos estos conceptos supra apartado 4.3. Por otra parte, de ese
descenso del debate doctrinal a niveles de racionalidad inferiores no se libran, desde
luego, las perspectivas abolicionistas, que se limitan a replantear el problema prestan-
do especial atención a los ámbitos extrapenales.
112. Véase una crítica a la fundamentación del derecho penal exclusivamente des-
de la teoría de los fines de la pena en Diez RipoUés, 1988, 1086-1087; 1990, 318-319;
1991, 789 ss.; 2001, 6; Silva Sánchez, 1992, 179-181, 187-188, 193, 195-196, 217,
281; Valle Muñiz, 22; Prieto del Pino, 361-367.

102
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

sus principios básicos como principios limitadores'", o su habitual


denominación como derecho penal garantista.
Y es al final de esta evolución cuando la reflexión penal se ha
ocupado de construir una teoría sobre los contenidos de protección,
a partir de la teoría del bien jurídico. Teoría, sin embargo, que no se
aparta del enfoque garantista, meramente limitador de las iniciativas
del legislador, ya adoptado por el sistema de responsabilidad. En este
sentido, se adopta la sorprendente tesis de que, como las sanciones
del derecho penal son muy graves, se han de restringir los objetos de
tutela, lo que explicaría el principio de fragmentariedad, de subsidia-
riedad... Lo lógico, por el contrario, hubiera sido seleccionar primero
los objetos de tutela especialmente importantes, y plantearse luego
desde criterios éticos, teleológicos y pragmáticos hasta dónde se pue-
de llegar para su protección en el uso del arsenal sancionador dispo-
nible en el Estado de derecho constitucional.
En suma, la reflexión jurídicopenal se ha visto atrapada en una
estrategia equivocada: no hay que asumir el arbitrio irracional del
legislador e intentar atemperarlo mediante principios limitadores en
el momento de la aplicación del derecho'", sino que hay que some-
ter al legislador desde el inicio de su actividad a criterios racionales
de legislación, previendo los medios jurídicopolíticos para ello.
Un ejemplo significativo de lo difícil que resulta eludir la trampa
puesta desde hace décadas por el positivismo jurídico a la reflexión
jurídicopenal es, entre nosotros, la postura metodológica adoptada
por Silva Sánchez: aunque el autor en algún momento parece consi-
derar que es a través de las reformas legales, de la legislación, como
se puede lograr de manera determinante que los fines y valores legi-
timadores que aporta la política criminal encuentren su debido refle-
jo en el derecho penal, en un momento temprano de su exposición,
al adoptar la trascendente decisión de que es la dogmática el lugar
fundamental de reflexión jurídicopenal, desplaza definitivamente el
centro de atención de la creación a la aplicación del derecho. Cierta-
mente tal quiebro argumental no conlleva una restricción del razona-
miento jurídicopenal, desde ahora dogmático, a la mera interpreta-
ción y sistematización del derecho positivo; muy al contrario,
defiende una dogmática que se afana en la búsqueda de las premisas
valorativas del derecho penal"^, lo que le conduce a los valores so-

113. Véase cita precedente y lo que se dirá en capítulo IV.


114. O durante su creación pero formulándolos desde una localización periférica.
115. La medida en que la atribución de tal tarea a la Dogmática supone una su-
plantación por ésta de la misión propia de la Política criminal, que el propio Silva ha

103
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

cio-culturales vigentes, en cuya identificación será punto de referen-


cia necesario, aunque no suficiente, la Constitución, pues el carácter
abierto e impreciso de ésta obliga a acudir a los contenidos de una
filosofía jurídica que sea compatible con los valores constitucionales
y refleje los valores culturales dominantes. Pero lo que aquí nos
interesa destacar es que todo ese proceso reflexivo, en la medida en
que se realiza en el plano dogmático, tiene un límite irrebasable, que
Silva se encarga de recordar en muy diversos lugares, el derecho
positivo: la determinación de los fines del derecho penal, la construc-
ción del sistema de atribución de responsabilidad penal... tienen
amplios márgenes para la argumentación de diferentes alternativas,
pero todas ellas han de ser compatibles con los enunciados del dere-
cho positivo"^.
Es indudable, como se encarga de recordar Silva, que la reflexión
dogmática puede llegar a conclusiones críticas sobre el derecho vi-
gente, pero la perspectiva de lege lata en la que aquélla se mueve"^ le
imposibilita sacar consecuencias prácticas de ello: una vez agotadas
todas las posibilidades, aun las más generosas, ofrecidas por los crite-
rios de interpretación legal... sólo queda la respetuosa petición al
legislador de que modifique la ley. Y ahí acaba la reflexión jurídico-
penal, porque la creación del derecho no es asunto suyo. De este
modo, un esfuerzo de fundamentación del derecho penal tan merito-
rio como el realizado por este autor cae en la misma trampa que sus
predecesores: el jurista ha de presuponer la legitimidad del derecho
vigente, y limitarse a buscarle sentido, con mayores o menores pre-
tensiones, dentro de los límites ya dados. Si no se conforma con eso
y quiere deslegitimar los fundamentos del derecho vigente habrá de

dicho previamente (véase, entre otros lugares, Silva Sánchez, 1992, 43-48) que es la
encargada de identificar los fines y valores que han de regir la creación y aplicación del
derecho penal, ha de quedar ahora fuera de discusión, pues estamos, a mi juicio, ante
una confusión muy extendida que precisa de amplio espacio para refutarla.
116. Sobre la postura de Silva aquí recogida, véanse, entre otros pasajes, Silva
Sánchez, 1992, 43-48, 52, 98-99, 103-114, 118-122, 133-134, 139-145, 173-174,
193-195. Su planteamiento no parece haber cambiado desde entonces, sino que más
bien se ha reforzado, como lo muestra cuando en Silva Sánchez, 1999, 75-82, al soste-
ner la posibilidad de una ciencia del derecho penal supranacional —al menos en el
mundo occidental—, que configuraría el derecho penal sobre unos mismos valores
compartidos, introduce la salvedad de que en todo caso se habrían de respetar los
respectivos derechos positivos.
117. Y que el propio Silva, a la vez que la reconoce, pone especial interés en desta-
car que ofrece diferentes grados de vinculación según el ámbito en el que nos mova-
mos, siendo menos estrecho en la Parte general del derecho penal. Véase Silva Sán-
chez, 1992, 118-122.

104
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

abandonar su profesión y convertirse en un político, oficio poco


acreditado académicamente. Si, obstinadamente, persiste en su deseo
de seguir siendo jurista y meterse en camisa de once varas, lo mejor
que puede hacer es lo que ya conocemos, vaciar la función de la ley,
darle la vuelta mediante la actitud judicializadora que ya hemos visto
y criticado en los primeros apartados"*.
La segunda de las razones tiene que ver con la siempre aplazada
extensión de la racionalidad jurídicopenal a los contenidos suscepti-
bles de ser aportados por el conjunto de las ciencias sociales. Resulta
plausible pensar que uno de los motivos fundamentales de que hayan
fracasado todos los intentos hasta ahora realizados por insertar en el
derecho penal los conocimientos de tales disciplinas, pese a que se
han puesto reiteradamente de manifiesto las ventajas que reporta-
rían, tiene que ver con el hecho de que se ha escogido un punto de
referencia equivocado, la aplicación del derecho, cuando su pleno
desenvolvimiento debe tener lugar en el marco de la creación del
derecho'". Dentro de él, es en el ámbito, especialmente, de las racio-
nalidades teleológica y pragmática donde pueden ofrecer toda su
utilidad.

4.2. Su relación con la racionalidad en la administración


de justicia penal

Por lo demás, ya hemos tenido ocasión de constatar cómo el derecho


penal mantiene unas capacidades de racionalización de la ley mayo-
res que otros sectores jurídicos'^", y su habituación al uso de estruc-
turas racionales rígidas y refinadas en la aplicación del derecho, como
la de la teoría jurídica del delito, le coloca en una situación aventaja-
da para fomentar estructuras categoriales de naturaleza similar en la
creación del derecho'^'.
No deberíamos, sin embargo, caer en el error de trasponer sin
más la teoría jurídica del delito al ámbito de la racionalidad legislati-
va. El conjunto de principios que la sustentan deberá ser analizado en
un nivel u otro de racionalidad, pero ello sucederá en el contexto de

118. Véase en especial apartado 1.


119. Llaman la atención sobre su importancia en este ámbito Hassemer-Steinert-
Treiber, 2.
120. Véase supra apartado 1.1 in fine.
121. Siempre que venza algunas inercias, como el efecto secante de la teoría jurídi-
ca del delito aludido en apartado 1.1 in fine. Véase ya una propuesta en ese sentido en
Diez Ripollés, 1997, 14-15.

105
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

la racionalidad correspondiente. La racionalidad legislativa no se


agota en el aseguramiento de un sistema de responsabilidad social-
mente convincente, debiendo atender igualmente, cuando menos, a
una correcta determinación de los objetos de tutela y del sistema de
sanciones. Tampoco, por mucha coincidencia que se produzca, es lo
mismo establecer los criterios que en un momento cultural e históri-
co determinado han de regir la exigencia de responsabilidad por los
actos de uno, que plasmar tales criterios de manera operativa en el
marco de un proceso judicial encargado de determinar tal responsa-
bilidad en un caso concreto.
Fácil de apreciar es, por otra parte, la superposición parcial de
contenidos que se produce entre los niveles de racionalidad legisla-
tiva y los criterios de interpretación de las leyes'^^. Así, la raciona-
lidad lingüística se aproximaría al criterio gramatical, la racionalidad
jurídicoformal al criterio sistemático, la racionalidad pragmática, en
alguna medida, al criterio histórico, y la racionalidad teleológica al
criterio teleológico-valorativo. Aún podría decirse que de algún modo
la racionalidad ética tendría algo que ver con el criterio de interpre-
tación conforme a la constitución. Este solapamiento no ha de ex-
trañar, pues si a través de los diversos niveles de racionalidad le-
gislativa se deciden los contenidos de la ley, es justamente la
determinación de esos contenidos lo que persiguen los criterios de
interpretación. Por otro lado, tal coincidencia parcial refuerza la
consistencia del derecho penal como instrumento de control social,
al dotarle de un sustrato epistemológico equivalente en diferentes
niveles operacionales, asegurando la continuidad de una misma es-
tructura de racionalidad en la creación y en la aplicación del derecho.
De ahí que se haya de fomentar tal vinculación, aunque sin bus-
car paralelismos rígidos sospechosos. Entre otros motivos porque,
dado el nivel aún rudimentario de la teoría y técnica legislativas, está
todavía pendiente de una convincente disipación la duda de si no
estaremos ante una coincidencia sólo superficial, deliberadamente
buscada para ocultar las carencias conceptuales de la racionalidad
legislativa mediante su acercamiento a modelos ya conocidos y con-
solidados en otros ámbitos del derecho penal. Es la idea de coordina-
ción, más que de identificación, la que debería regir las relaciones
entre las racionalidades de creación y aplicación del derecho'".

122. Véase Atienza, 97-99, quien establece una vinculación más estrecha que la
que yo formulo.
123. Estima que una racionalidad legislativa desarrollada terminaría condicionan-
do la racionalidad judicial de forma decisiva Calsamiglia, 177.

106
UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

4.3. Líneas de avance

Ciertamente los intentos de descomposición de los diversos niveles


de la racionalidad legislativa penal serán inicialmente provisionales e
incompletos. Ni siquiera estarán probablemente en condiciones de
mantener una cierta proporcionalidad en la atención prestada a los
contenidos de cada una de las racionalidades, centrándose más bien
en aspectos de algunas de ellas de especial interés. Pero si logran
distribuir de manera coherente principios y criterios entre las diver-
sas racionalidades, y enriquecerlas progresivamente, ya se habrá rea-
lizado una labor, modesta, pero trascendente.
A mi juicio, y sin perjuicio de su denominación como principio,
regla o criterio, los materiales que se han de introducir en las sucesi-
vas racionalidades pueden responder a alguna de las caracterizacio-
nes siguientes:
Por un lado, a partir de los principios estructurales de primer
grado y, en menor medida, del criterio democrático, identificados y
alojados en la racionalidad ética, se han de descomponer una serie de
principios estructurales de segundo grado que desenvuelven su activi-
dad dentro de los presupuestos específicos de alguna de las subsi-
guientes racionalidades, a cuyas pautas ético-políticas, de efectividad
y eficacia, de consistencia o de comunicabilidad sirven.
Por otro lado, existen unos principios a los que podemos deno-
minar coyunturales, los cuales ya no constituirían un desarrollo de
los principios estructurales de primer grado en cualquiera de las ra-
cionalidades subsiguientes, sino que, sin contradecir a éstos, expandi-
rían las exigencias de racionalidad del nivel en el que se localizan en
un plano más restringido y contingente, muy vinculado a las cam-
biantes realidades sociales o jurídicas, y sin un último fundamento
ético. Ello explicaría igualmente que su relevancia se confine al ám-
bito de la creación del derecho, sin que tengan reflejo operativo en la
aplicación de éste por la jurisdicción o la ejecución penales, a dife-
rencia de lo que será normal en los principios estructurales'^''.

124. Véase una primera formulación de estos principios en Diez Ripollés, 1997,
12-13, 15-17.

107
Capítulo IV

LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

1. Límites de la propuesta

Lo que sigue a continuación no pretende ser una propuesta sintética


de fundamentación del derecho penal. Ciertamente en las próximas
páginas van a surgir la mayor parte de los principios y criterios usual-
mente empleados para dotar de fundamento al derecho penal. Pero
no es mi pretensión acometer semejante tarea, la cual exigiría una
argumentación detenida de los puntos de partida previos, sociológi-
cos y filosóficos, adoptados, argumentación que, como se verá, va a
estar en gran medida ausente de este trabajo. Mi aspiración se limita
a profundizar en el modelo de racionalidad legislativa penal que he
esbozado en el capítulo precedente.
A tales efectos quiero exponer a continuación los contenidos de
lo que he denominado la racionalidad ética, es decir, el primer nivel
de racionalidad legislativa, aquel que contiene los elementos básicos
y que por ello mismo condiciona a los restantes. Mis metas se reducen
a lograr una identificación correcta de los principios de este nivel, así
como su adecuado deslinde de los pertenecientes a niveles posterio-
res, con la esperanza de lograr una imagen coherente de la raciona-
lidad ética. En línea con ese propósito, la caracterización que se haga
de cada uno de los principios incluidos irá sustancialmente encami-
nada a dar razones convincentes sobre su presencia en este nivel de
racionalidad, y no debe esperarse que sean objeto de una fundamen-
tación que vaya más allá de lo imprescindible para las pretensiones
anteriores. Descarto, por consiguiente, entrar en la rica polémica
sobre los contenidos de estos principios, algo que, como he señalado.

109
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

exigiría un estudio detenido sobre los fundamentos del derecho


penal.
De hecho, me sentiría ya satisfecho si logro formular una pro-
puesta que pueda servir de base para otras más elaboradas que se
apoyaran en la aquí presentada. Aunque la labor de identificar los
contenidos de la racionalidad ética puede parecer sencilla, en cuanto
que nos movemos en un plano elemental, que se limita a recoger
convicciones muy arraigadas en un determinado periodo histórico,
ya he tenido ocasión de llamar la atención sobre la continua, aunque
lenta, evolución de los componentes éticos'. De todos modos, el
mayor riesgo consiste en atribuir a este primer nivel de racionalidad
elementos que, por muy relevantes que se consideren en estos mo-
mentos, no corresponden a creencias firmemente establecidas y rela-
tivamente inmunes al cambio. De ahí que la propuesta que presento
esté abierta a todo tipo de reconsideraciones que permitan corregir
los errores cometidos.
Asimismo especial atención se habrá de prestar, en algún mo-
mento, al criterio, también ético, que permite legitimar decisiones
concretas controvertidas en las subsiguientes racionalidades o en la
interrelación entre ellas, esto es, al criterio democrático y a las alter-
nativas que se plantean frente a éF.
Discrepo, por lo demás, de la opinión de quienes estiman que
este primer nivel de racionalidad, pese a su trascendencia, no puede
aportar excesivos contenidos positivos o constructivos al proceso
legislativo, suministrando sustancialmente exigencias negativas^. Muy
al contrario, los valores que aquí hemos de identificar deben ser
capaces de destacar las directrices por las que ha de transitar el con-
junto de niveles de racionalidad legislativa, y para ello no pueden
limitarse a señalar aquellas vías que resultan intransitables, sino que
han de ser capaces asimismo de indicar la dirección correcta. De
modo semejante, no basta con colocar en el encabezamiento de la
racionalidad legislativa imponentes y genéricos principios, cuya ex-
celencia impide que entren en contacto con los ulteriores y menos
exquisitos niveles de racionalidad.

1. Véase, sobre la forma en que la sociedad toma en consideración esos cambios


en las concepciones éticas, supra capítulo III, apartado 3.1.
2. Sobre el papel de este criterio, véase infra capítulo V, apartado 5.
3. Así Atienza, 1997, 39-40, 63, aunque reconociendo su determinante influen-
cia sobre todo el proceso legislativo. Desde una visión más específica y dentro ya del
derecho penal, en realidad también Ferrajoli (véase el análisis de este autor supra capí-
tulo III, apartado 2.2).

110
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

2. El sustrato de la racionalidad ética. El sistema de creencias

La legislación penal, como el derecho penal en su conjunto, se mueve


en el campo del control social jurídico sancionador, control encami-
nado a garantizar el orden social de convivencia. Este orden de con-
vivencia, que implica la interacción y coordinación de los planes de
vida de los diferentes miembros de la sociedad, no puede ni asegurar-
se ni legitimarse en la sociedad moderna si no se corresponde con el
sistema básico de creencias del conjunto de la sociedad. Por tal hay
que entender un entramado originario de actitudes vitales y princi-
pios reguladores del comportamiento, que condicionan de manera
determinante los modos de interacción de los miembros de la socie-
dad y cuya aceptación está tan arraigada que sólo muy de cuando en
cuando se somete alguno de sus aspectos a discusión. Su procedencia
es imprecisa, debiendo rastrearse a través de largos periodos históri-
cos de convivencia social, durante los cuales han ido sedimentándose
y evolucionando, pero su identificación en un determinado momen-
to histórico-cultural no debe ofrecer grandes dificultades, dada su
generalizada asunción en todos los sectores sociales y su cualidad de
rasgos definitorios de nuestra identidad social''.
Habermas ha identificado ese sistema básico de creencias con lo
que él denomina mundo de la vida, y lo ha convertido en uno de los
elementos fundamentales de su teoría de la sociedad. En efecto, para
él la sociedad moderna se estructura simultáneamente de modo nor-
mativo y sistémico, de modo que en ella hay que lograr tanto una
integración social, basada en un consenso normativo, como una inte-
gración sistémica, derivada de sistemas no normativos, como el eco-
nómico y el administrativo, que son ajenos a la conciencia de sus ac-
tores. La integración social se apoyaría en el mundo de la vida, esto
es, en un sustrato de convicciones compartidas o precomprensiones,
que no serían susceptibles de ser sometidas a discurso porque los par-
tícipes de la comunicación social no pueden trascenderlas^, pero que
sentarían las bases para que, con la mediación del lenguaje, se pudie-

4. Esta última expresión la utiliza Amelung, 1980, 36, 24.


5. Para Habermas el mundo de la vida sólo puede venirse abajo, derrumbarse en
un determinado momento histórico, pero no cuestionarse mediante un discurso. Véase
Habermas, 1987, II, 185-192. En mi opinión, sin embargo, el derecho nos ofrece de
vez en cuando ejemplos de cómo ciertos principios significativos de nuestro sistema de
creencias son sustituidos por otros en procesos lentos pero que implican un cuestiona-
miento racional de los principios que les han precedido. Más adelante llamaré la aten-
ción sobre la evolución del principio de imputación personal en este sentido.

111
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

ran cuestionar discursivamente las restantes pretensiones de validez,


entre ellas la que da lugar al discurso prácticojurídico'', además de
constituir el sustrato valorativo en el que se desenvolvería el actuar
comunicativo cuando no hay pretensiones de validez cuestionadas.
En la reciente evolución de la sociedad contemporánea, sigue
diciendo Habermas, se aprecia un progresivo desacoplamiento entre
los dos elementos fundamentales de la estructura social. Especial-
mente preocupante es que la integración sistémica pugna por despla-
zar a la integración social, mediante lo que denomina la colonización
del mundo de la vida por los sistemas económico y administrativo:
éstos van incrementando su complejidad y capacidad de control, y a
través de sus inercias funcionales se inmiscuyen en ámbitos sociales
hasta entonces ligados a pautas de acción del mundo de la vida. Pues
bien, el derecho sería en las sociedades complejas la fuente primor-
dial de integración social, el cual estaría en condiciones, mediante un
incremento notable de la racionalidad del mundo de la vida, de evi-
tar la tendencia expansiva de los sistemas funcionales y de mediar en
su legitimación e institucionalización en la estructura social. Ese in-
cremento de racionalidad del mundo de la vida en sociedades com-
plejas lo logra el derecho con el establecimiento de una regulación
normativa de las interacciones sociales, que se plasma en un sistema
de derechos y en una estructura que garantiza su respeto, el Estado de
derecho.
Resulta de interés destacar que, para este autor, el principio de-
mocrático, variante del principio discursivo para las normas de ac-
ción jurídicas, y que es el instrumento con el que se desenvuelve el
sistema de derechos, utiliza, entre otras razones, argumentos de natu-
raleza ética, a través de los cuales se pretende atender a la autocom-
prensión de la sociedad, a sus valores y formas de vida más arraiga-
dos. Del mismo modo, entre los discursos que va a posibilitar el
Estado de derecho mediante el establecimiento de un modelo racio-
nal de formación de la voluntad política se encuentran los discursos
éticos, en los que los valores o intereses concurrentes se confrontarán
con las autocomprensiones de nuestra vida colectiva. Por último, esta
propuesta de intervención del derecho en la integración social de
nuestras modernas sociedades debe ser desarrollada dentro de las

6. Que se diferenciaría del discurso práctico moral, así como de los discursos o
críticas que atienden a otras pretensiones de validez distintas a la de la rectitud, cuales
son la de verdad y de veracidad. Sobre la teoría del discurso libre de dominación de
Habermas y las correspondientes pretensiones de validez, véase Habermas, 1974, 101-
140; 1987, I, 43-69, 143-146, 390-432.

112
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

actuales realidades políticas, y a este respecto considera Habermas


que la por él denominada política deliberativa será factible en la
medida en que se reconozca que cualquier proceso discursivo de
entendimiento social, al margen de las limitaciones contingentes que
pueda sufrir y de las inercias sociales existentes, se produce en el
contexto del mundo de la vida de una sociedad concreta''.
La breve, y necesariamente superficial, exposición de Habermas
no es más que un nuevo ejemplo, especialmente fundamentado, de
algo que constituye un acervo de la sociología jurídica desde al
menos von Weber*, y que un sector del ordenamiento tan cercano
a los bienes primarios como es el derecho penal ha tenido siempre
presente, por más que con frecuencia lo haya enmascarado con
teorías aparentemente más prestigiosas: los principios que funda-
mentan el derecho, y el derecho penal en particular, no han de
buscarse en lugares remotos sino que nacen dentro de nuestras
sociedades, carecen de referencias externas a nosotros mismos, pues
son un destilado de nuestras creencias más profundas, y se originan
y modifican en sociedades cultural e históricamente condicionadas,
aun cuando en ocasiones sean capaces de trascender concretas cul-
turas y civilizaciones'.
Como ya he señalado en otro lugar, cabe además partir de la idea
de que cada sector del ordenamiento jurídico'" dispone de un con-
junto de principios éticos escogidos por su especial referencia a la red
de interacciones sociales reguladas por esa rama del derecho, sin que
ello sea perjuicio para las frecuentes coincidencias intersectoriales ni
para su inserción coherente en los criterios éticos que inspiran al
ordenamiento en su totalidad".
A mi juicio, sin embargo, un paladino reconocimiento de esta
base ética de los principios jurídicopenales no se registra habitual-

7. Véase Habermas, 1987, II, 161-280, 451-469, 502-527, 542-572; 1994, 32-
45, 53-60, 140-143, 151-171, 177-222, 349-352, 358-398. Una síntesis de la postura
de Habermas respecto a buena parte de los aspectos que aquí nos interesan puede verse
en Soto Navarro, 56-71.
8. Lo que no implica que acepte el enfoque legitimatorio del poder y del dere-
cho de von Weber. Véase una ilustrativa crítica al modelo weberiano y una alternativa
muy atenta en cualquier caso al decisivo papel a jugar por el sistema de creencias, en
Beetham, 3-25, 64-99.
9. Sobre la distinción entre los contenidos éticos y morales, véase lo que sostuve
supra en capítulo III, apartado 3.1.
10. Y naturalmente otros muchos sectores de interacción social. Véase la distin-
ción de Habermas entre los tres componentes del mundo de la vida: cultura, sociedad
y personahdad, y su desenvolvimiento social. Habermas, 1987, II, 193-210.
11. Véase lo dicho supra en capítulo III, apartado 3.1.

113
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

mente en las construcciones teóricas. Pero no sería justo afirmar que


se rechaza, pues abundan las remisiones implícitas o las alusiones
pasajeras a esa procedencia'^. Más bien sucedería que se siente la
necesidad de arropar o incluso enmascarar tal origen, digamos, vulgar
de nuestros principios mediante teorías de más renombre. La medida
en que eso tiene que ver con una concepción elitista de los conte-
nidos del derecho o con un infundado temor a su irracionalidad o
mutabilidad, entre otras posibles razones, es algo que tendremos
oportunidad de discutir más adelante'^. En cualquier caso, a los
efectos que aquí perseguimos podríamos decir que hay tres vías por
las que se produce esa disimulación en el discurso principial jurídi-
copenal:
La primera de ellas tiene una fuerte querencia a recorrer la
conocida senda del iusnaturalismo'"*, pero con profundas matizacio-
nes históricas y culturales: un buen ejemplo al respecto puede ser
Ferrajoli, quien estima que el conjunto de principios a los que debe
acomodarse el derecho penal son producto de una pluralidad de
corrientes de pensamiento filosóficojurídico que se han afanado,
especialmente desde el siglo xviil, en identificar, a partir del prima-
do de la persona y del principio de igualdad que lleva consigo, un
conjunto de derechos fundamentales originarios, aunque histórico-
culturalmente condicionados, que darían una legitimación externa al
derecho. Tales derechos fundamentales sentarían las bases de unos
principios, los garantistas, que determinarían de modo definitivo la
correcta configuración del derecho penal. Un corolario, estimable,
pero también peligroso a efectos de la irrenunciable legitimación
externa, sería la positivización de tales derechos fundamentales e
incluso de algunos de los principios jurídicopenales mediante las
modernas constituciones del vigente Estado de derecho, lo que po-
sibilitaría una legitimación, ahora interna, del derecho penal'^.
La segunda padece del vértigo hacia lo extrajurídico a que están
sometidos los juristas tras el advenimiento del positivismo jurídico, y
considera imprescindible encontrar un apoyo legal cualificado a los

12. Una llamativa excepción, como no podía ser de otra manera, la constituye la
concepción del sistema jurídico en la sociedad por parte de Luhmann, que rechaza
tajantemente cualquier relevancia de principios éticos o morales en el derecho, sea en
la legislación sea en la jurisdicción. Para no reiterar cosas ya dichas en otro lugar, véase
las referencias a este autor supra en capítulo III, apartados 1.2 y 2.1.
13. Véase infra capítulo V, apartados 2 ss.
14. No cabría excluir igualmente influencias de la ética kantiana.
15. Véase Ferrajoli, 5-6, 6-13, 67-71, 217-218, 347-362, 897-901, 907-909, 922-
929, 947-950, 954-959.

114
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

principios del derecho penal, que lo encuentra naturalmente en las


modernas y principialmente enriquecidas constituciones. Mir Puig
construyó tempranamente una coherente fundamentación del dere-
cho penal desde esa perspectiva"': sustenta todo el derecho penal, lo
que significa la función de la pena y, a partir de ella, la teoría del
delito, en la configuración constitucional de España como un Estado
social y democrático de derecho. Por lo que se refiere a la fundamen-
tación de la pena, el Estado social y democrático implicaría que ésta
debe orientarse a la protección de los bienes de los ciudadanos frente
a comportamientos a los que éstos atribuyan la cualidad de graves, lo
que debe realizar mediante una prevención intimidatoria pero tam-
bién integradora, para que de este último modo se refleje el consenso
social; por otro lado, el Estado de derecho y democrático exigirá que
esa prevención respete unos límites'^ que puedan garantizar que la
prevención se ejerce en beneficio y bajo control de todos los ciudada-
nos. Por lo que concierne a la teoría del delito, estrechamente ligada
a la de la pena, el Estado social exigiría que sólo se consideraran
como delictivos hechos que fuera posible y necesario evitar, lo que se
expresaría en la antijuricidad, mientras que el Estado democrático de
derecho añadiría la exigencia de que sea lícito castigar a quien los
realiza dadas sus circunstancias, lo que recogería la culpabilidad"*.
La tercera tendencia encubridora de las concepciones éticas no
ofrece una alternativa nítida frente a éstas, pues es más consciente
que las corrientes anteriores del sustrato ético de los principios jurí-
dicopenales. Lo que realmente lleva a cabo es un desapego —desaco-
plamiento diría Habermas— de la fuente originaria de esos princi-
pios, a saber, la sociedad en su conjunto con sus precomprensiones y
convicciones vulgares, y los sujetos que se encargarían de elaborarlas
conceptualmente, las élites jurídicas. En consecuencia, los principios

16. El autor advierte al inicio de su trabajo que la primera formulación de su tesis


la hizo sin el apoyo de una Constitución aún inexistente, formulada más como un desi-
derátum, para a renglón seguido precisar que precisamente por ello tuvo que recurrir a
otras referencias positivas, singularmente el código penal y el reglamento de prisiones.
Véase Mir Puig, 1982a, 15-16. Sobre la tendencia a construir toda fundamentación del
derecho penal sobre el derecho positivo, y la trampa dialéctica que ello conlleva, véase
lo dicho supra en capítulo III, apartado 4.1.
17. El autor destaca entre ellos los de exclusiva protección de bienes jurídicos,
proporcionahdad y culpabihdad.
18. Véase Mir Puig, 1982a, 15-48. El autor, por lo demás, utiliza continuas refe-
rencias al Estado social y democrático de derecho para fundamentar los ulteriores
desarrollos que realiza de toda la teoría jurídica del dehto, ibid., 49 ss.
El modelo legitimador de Pérez Manzano, descrito infra, apartado 3.1.2, es tam-
bién otro ejemplo de estructuración positivista en torno a la Constitución.

115
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

jurídicopenales serían el producto de la reflexión realizada por la


intelligentsia jurídica en el marco de una cultura jurídica que, sin
duda, tendría sus raíces en el sistema de creencias popular sobre el
derecho, pero que sería lo suficientemente autónoma como para no
sólo contradecir", sino igualmente imponerse legítimamente frente a
tal sistema de creencias popular cuando éste fuera considerado inco-
rrecto por los profesionales del derecho o de la filosofía jurídica^".
La trascendencia de estos enfoques desdibujadores de las bases
éticas de los principios fundamentadores del derecho penal no se
manifiesta propiamente en la identificación de los principios estruc-
turales de primer niveP', que tienen su sede genuina en la racionali-
dad ética. Aquí las coincidencias se acumulan, como no podía ser de
otra manera dada la referencia ética que todas estas corrientes com-
parten. Los problemas surgen con el ulterior desenvolvimiento de
estos principios, y la complementación con otros nuevos, que tiene
lugar en los niveles de racionalidad subsiguientes. Como tendremos
ocasión de ver más adelante, estas posturas inconsecuentes desembo-
can en una elección equivocada del criterio ético que ha de dirimir
las controversias en las racionalidades posteriores o en la interrela-
ción entre ellas.

3. El debate sobre los fundamentos del derecho penal

3.L Los vectores ordenadores

3.1.1. La teoría de los fines de la pena

A la hora de ordenar o clasificar los principios básicos del derecho


penal, una actitud que ha predominado durante los últimos decenios
es aquella que ha colocado el punto de partida de toda argumentación
en la teoría de los fines de la pena, la cual determinaría sustancial-
mente la configuración del derecho penal. A su lado aparecerían una
serie de principios, de origen inicialmente impreciso y luego anclados
en la Constitución, que se califican como limitadores del ius puniendi,

19. Algo que naturalmente en ningún momento se pone en cuestión.


20. Véanse entre otros muchos, y con diferentes matices, Amelung, 1980, 36;
Hassemer, 1981, 128-144, 190, 205-206, 231-232, 258, 264-265; Hassemer-Muñoz
Conde, 75-77, 168-169; Hassemer, 1999a, 157-163, 166, con un mayor respeto a lo
que llama las concepciones cotidianas; Silva Sánchez, 1992, 57, 72-73,103-114, 133-
134, 171-178, 193; 1999, 75-82, 92-93, 94-95; Zipf, 52, 81-86; Palazzo, 728.
21. Sobre este concepto véase supra capítulo III, apartados 3.1 y 4.3.

116
LA RACIONALIDAD ÉTICA CU LA LEGISLACIÓN PENAL

y que tendrían la función de introducir una serie de cautelas a las


conclusiones a las que pudiera llevar un razonamiento exclusivamen-
te orientado en el fin o los fines de la pena escogidos. Buenos ejemplos
entre nosotros de este modo de razonar son las memorias de cátedra
de autores como Muñoz Conde, Mir Puig u Octavio de Toledo.
El primero considera que la norma penal tiene dos funciones,
una protectora y otra motivadora, aunque enseguida aclara que la
función protectora sólo se cumple en la medida en que se satisfaga
la función motivadora, consistente en determinar comportamientos
mediante la amenaza penal. Cuando pretende identificar la peculia-
ridad de la función protectora de la norma penal frente a otras
normas jurídicas, coloca en primer lugar el hecho de la especial
gravedad de los medios que emplea para lograr tal protección, y sólo
en segundo lugar menciona el dato de que se limita a intervenir
frente a los ataques más graves a la convivencia, sin profundizar más
al respecto. Hay que esperar a la constatación por el autor de los
excesos y arbitrariedades en los que puede incurrir el Estado con la
utilización de medios tan graves como la pena o la medida para que
se proceda a erigir una barrera tuteladora de las libertades individua-
les frente a la intervención estatal, lo que se logra mediante los
principios, limitadores del ius puniendi, de intervención mínima e
intervención legalizada^^. Es al socaire de esos principios como se
empiezan a suministrar criterios para determinar los contenidos de
tutela y la configuración de las penas^^.
Para Mir la función del derecho penal no es otra que la función
de la pena y la medida de seguridad, y la función de estas últimas es
la protección de bienes jurídicos mediante la prevención de delitos
de modo acorde a su gravedad y peligrosidad, utilizando para ello los
efectos propios de la prevención general y especial. Sin embargo, la
pena y la medida deben realizar esa función en el marco de unos
límites que el Estado no puede sobrepasar. Por un lado, hay límites
que surgen de la propia función, ya señalada, de la pena y la medida,
y que se ocuparían de asegurar que ambas reacciones penales son
efectivas y, por ello, necesarias: los principios de ultima ratio, frag-

22. No sin atribuir a éste también un fundamento eficientista, y no sólo garantis-


ta, a partir de su contribución a los efectos motivadores de la pena.
23. Así, dentro del aspecto que llama cuantitativo, referido a conductas, del prin-
cipio de intervención mínima incluye los principios de fragmentariedad, subisidiarie-
dad y no protección de contenidos morales, mientras que en el llamado aspecto cuali-
tativo, referido a las sanciones, del mismo principio de intervención mínima, incluye
los principios de humanidad y proporcionalidad. Véase Muñoz Conde, 1975, 33, 46-
48, 50-52, 59-60, 71-81, 86-87.

117
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

mentariedad y protección de bienes jurídicos se ocuparían de garan-


tizar tal cosa. Por otro lado hay límites, ahora políticos, a la interven-
ción estatal con la pena y la medida, cuya misión es respetar las
garantías individuales de los eventuales delincuentes y hacerlo de
modo compatible con la precedente función de pena y medida: a tal
fin surgen los principios de legalidad, protección exclusiva de bienes
jurídicos, culpabilidad en sentido estricto y proporcionalidad^''.
También Octavio de Toledo es decidido partidario de determi-
nar la función del derecho penal a partir de la función de la pena y
la medida, viendo la función de la pena en el mantenimiento del
orden jurídico a través de la motivación en contra de la realización
de delitos y ocasionada aquélla por su efecto intimidatorio. De todos
modos, estima que la función del derecho penal no se agota en la
función de la pena y la medida, sino que existe otra función-^^, que
sería la función de incriminación, esto es, de selección de los com-
portamientos que se quieren prevenir; esta función, que se lleva a
cabo con los tipos, deberá guardar coherencia con el orden jurídico
que se quiere mantener. Ahora bien, las aportaciones del autor a la
explicitación de esta función se limitan, reveladoramente, a destacar
los límites derivados del Estado democrático y de derecho que se
imponen al Estado a la hora de desarrollar esa función incriminado-
ra, cuyos contenidos positivos no describe. Y esos límites, como era
de esperar, se identifican con los límites del ius puniendi, surgiendo
así los principios de subsidiariedad, protección exclusiva de bienes
jurídicos, fragmentariedad y legalidad, que serán límites a la tarea
incriminadora que se verán complementados, a la hora de establecer
las consecuencias jurídicas, por las limitaciones deducidas de los prin-
cipios de culpabilidad y proporcionalidad^^.

24. La reformulación que hace Mir a partir de la vigencia de la Constitución, y


que hemos recogido supra en el apartado precedente, no altera sustancialmente los
aspectos que ahora nos interesan. Véase Mir Puig, 1982, 60-61, 82, 88-100, 104-109,
114-128, 138-165.
25. Función a la que presta escasa atención, centrado como está en las considera-
ciones sobre la función de la pena y la medida, y que en cualquier caso coloca sistemá-
ticamente detrás de estas últimas funciones.
26. Véase Octavio de Toledo y Ubieto, 190, 256-257, 269-278, 300-304, 313-
316,336,344,358-368.
No han dejado de surgir, con posterioridad, posturas doctrinales que, en mayor o
menor medida, siguen colocando el énfasis fundamentador del derecho penal en la
teoría de los fines de la pena, a la que ciertos principios que habitualmente se derivan
de la Constitución se conformarían con limitar. Véanse, entre otros, Zugaldía Espinar,
59-60, 89-90, 93-95, 230 ss., quien enumera entre esos principios constitucionales
limitadores del ius puniendi a los de exclusiva protección de bienes jurídicos, interven-

118
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

Incluso no han faltado tendencias que, reclamándose más conse-


cuentes, han pretendido explicar todos esos principios limitadores
también desde la perspectiva de la teoría de los fines de la pena, de
lo que es un ejemplo muy caracterizado Gimbernat, quien se consi-
dera en condiciones de demostrar que principios básicos del derecho
penal como los de imputación subjetiva, culpabilidad en sentido es-
tricto o proporcionalidad son consecuencia obligada de la función
preventiva de la pena^^.
No es el momento ahora de realizar una crítica detenida a estos
puntos de vista^^. Sin embargo hay una objeción, que ya he señalado
en otro lugar^', de especial interés para nuestro actual propósito, y
que no puede dejar de mencionarse. Me refiero a la unilateralidad de
estos enfoques. En efecto, cimentar toda la fundamentación del dere-
cho penal en torno a la justificación de los fines de la pena supone, en
primer lugar, un drástico recorte de los contenidos legitimadores de
aquél y de sus racionalidades ética y teleológica en particular: las
decisivas cuestiones sobre los contenidos de tutela, las estructuras
básicas de exigencia de responsabilidad o incluso el sistema de penas
quedan colocadas en un segundo plano frente a la omnipresente
cuestión de qué tipo de efectos es legítimo lograr con la sanción. Los
contenidos así desatendidos unas veces se aprovechan mediante su
reformulación en función de las exigencias de los correspondientes
fines de la pena^", y otras se colocan frente a tales fines como un
cuerpo extraño encargado de frenar en lo posible sus excesos^^ En
realidad, dados ios perfiles de la discusión contemporánea sobre los
fines de la pena^^, ni siquiera es correcto decir que estos enfoques se
ocupan de una racionalidad ética o teleológica limitadas —referidas
a las consecuencias penales—, pues más bien lo que hacen es ocupar-

ción mínima, necesidad y utilidad de la intervención, culpabilidad, responsabilidad


subjetiva, humanidad de las penas, fin resocializador de éstas, presunción de inocen-
cia, igualdad ante la ley y derecho a no declarar contra sí mismo; García Rivas, 23, 26,
28-29, 43-46, para quien los principios constitucionales hmitadores del ius puniendi
son los de legalidad, lesividad, intervención mínima, culpabilidad y resocialización.
27. Véase Gimbernat Ordeig, 1990, 151-157; 1990a, 175-181. También Luzón
Peña, 1979, 23-25, 43-47.
28. Véanse al respecto las referencias contenidas en nota 112 de capítulo III.
29. Véase supra capítulo III, apartado 4.1.
30. Véase la postura de Gimbernat transcrita.
31. Véase la postura de los primeros autores transcrita.
32. Entre los que cabe destacar tanto el hecho de que los enfoques retribucionistas
se han disuelto en ciertas modalidades de prevención general, como el fomento de las
teorías unitarias que se ha producido debido a la desactivación de los aspectos más pro-
blemáricos de las diversas teorías preventivas. Véase supra capítulo III, apartado 4.1.

119
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

se de problemas de racionalidad pragmática o, dicho de otro modo,


ya no pretenden identificar cuáles sean los efectos de la sanción ética
o teleológicamente correctos, sino que su preocupación está centrada
en verificar qué efectos sean los más adecuados para asegurar que las
leyes penales realmente se cumplan o, en su defecto, se apliquen^^.
Es, por ello, muy desorientador que algunas de estas corrientes se
llamen a sí mismas teleológicas: en el mejor de los casos, esto es,
cuando no se limitan a plantearse problemas propios de la racionali-
dad pragmática, el telos al que se alude es exclusivamente el fin o los
fines de la pena asumidos, descuidando el resto del rico contenido de
la racionalidad teleológica^''. Por lo demás, la consistencia de la teo-
ría jurídica del delito y la preeminencia en ella de esos principios
llamados limitadores desmiente diariamente esas pretensiones de
absolutizar la teoría de los fines de la pena^^.

3.1.2. La contraposición entre utilidad y validez

Frente a las corrientes anteriores se ha ido progresivamente afianzan-


do una forma distinta de ordenar el conjunto de principios del dere-
cho penal. Su característica determinante es la renuncia a colocar la
teoría de los fines de la pena en la cúspide de la fundamentación o,
para ser más exactos, la colocación junto a aqu,élla en ese plano
superior y con el mismo rango de los, ahora más frecuentemente
llamados, principios garantistas. Éstos dejan así de ser meros límites
para convertirse en principios fundamentadores tan originarios como
la teoría de la pena. Y ello a pesar de que con frecuencia se les sigue
atribuyendo una misión puramente negativa^*.

33. Ni siquiera está claro que la teoría de los fines de la pena atienda, dentro de
la racionalidad pragmática, a la eficacia del derecho penal, pues se queda más bien en
el mero aseguramiento de la efectividad. Es decir, no se ocupa tanto de cómo lograr los
objetivos de tutela perseguidos, cuanto de asegurar, como acabo de señalar, que la ley
se cumpla o, en su defecto, se aplique. El secundario lugar que ocupa en tal teoría el
principio de subsidiariedad, remitido también a esos principios sólo limitadores de la
pena, lo pone de manifiesto. Sobre cómo entiendo estos conceptos, véase supra capítu-
lo III, apartado 3.1.
34. A saber, cuáles deban ser los concretos objetos de tutela y en qué contexto
determinado de exigencia de responsabilidad y de incidencia de la sanción en el ciuda-
dano deban pretenderse. Véase al respecto lo dicho supra, ibid.
35. Respecto a la relación entre la absolutización de los fines de la pena y el
discurso positivista, incapaz de superar el ámbito de aplicación de! derecho, véase
supra capítulo III, apartados 1.1 in fine y 4.1.
36. En este último sentido el ejemplo más claro, aunque desde luego no el único,
lo constituye Ferrajoli. Véase un resumen de su postura al respecto supra capítulo III,
apartado 2.2.

120
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

A todo ese conjunto de opiniones doctrinales se le podría agru-


par en torno a una dicotomía conceptual que todos compartirían con
diferentes matices, esto es, la que contrapondría utilidad a validez. Si
la fundamentación ligada a la utilidad giraría en torno a los fines de
la pena, la conectada a la validez acogería los principios garantistas.
Las diversas precisiones conceptuales o terminológicas a este esque-
ma, algunas de las cuales vamos a ver a continuación, no lo alterarían
sustancialmente. Por otra parte, contraposición como la mencionada
gozaría de un acreditado refrendo desde la sociología: se podría re-
trotraer a la conocida distinción de von Weber entre racionalidad
instrumental y racionalidad valorativa, o a la más moderna de Ha-
bermas entre facticidad y validez^''. De todos modos, sobre las difi-
cultades que plantea la trasposición de estos conceptos sociológicos
al ámbito fundamentador del derecho penal no podemos detenernos
ahora^".
Hassemer, por sí solo o en colaboración con otros autores, ha
sido uno de los más tempranos defensores de una integración de
todos los contenidos fundamentadores del derecho penal en torno a
las dos ideas mencionadas. Sus primeras propuestas oponían los fines
de la pena, centrados en la eficaz protección de bienes jurídicos y
prevención de delitos, con unos principios políticocriminales que,
mediante la formalización del control social penal, debían garantizar
las libertades de los ciudadanos frente al Estado controlador^'. Más
adelante, la idea de los fines de la pena se inserta en el concepto más
amplio de la orientación a las consecuencias, tendencia que abarcaría
igualmente los esfuerzos por dar un contenido material a la teoría del
bien jurídico; sin embargo, las carencias de conocimiento empírico

37. Y no habría de olvidarse que la distinción de von Liszt entre política criminal
y dogmática, con independencia de las consecuencias a que dio lugar, descansaba so-
bre bases equivalentes.
38. Sobre el hecho de que von Weber, en contra de lo que se cree, fundaba el
derecho exclusivamente en la racionahdad instrumental, así como sobre la crítica que
le hace Habermas, ha llamado la atención García Pérez, 315-318.
En cuanto a la tentación de reconducir los conceptos de facticidad y validez a la
dicotomía entre fines de la pena y principios garantistas, no deberían pasarse por alto
las muy diferentes versiones que de la contraposición entre facticidad y validez en el
derecho formula Habermas (véanse, entre otras, las que recoge en Habermas, 1994,
32-60, 161-171, 349-352), así como lo arriesgado que resulta asignar a la facticidad la
teoría de los fines de la pena, con el marcado carácter directivo que ésta posee a
diferencia del carácter funcional, carente de fin, que se suele atribuir a la facticidad.
Presta especial atención a esta dicotomía, a la hora de configurar una teoría de la
legislación penal. Soto Navarro, 124-125, 226.
i9. Véase Hassemer-Steinert-Treiber, 52-60.

121
LA RACIONALIDAD DE LAJ LEYES PENALES

en esos ámbitos llevarían a un déficit de legitimación del derecho


penal'"', que debería ser compensado mediante la confrontación con
el conjunto de principios formalizadores del control social penal,
encargados de introducir un cierto grado de certeza que haga tolera-
bles las incertidumbres"". Más tarde, dentro de un concepto amplio
de merecimiento de pena que incluiría todos los principios determi-
nantes de la política criminal y del delito, contrapone las ideas de
justicia y utilidad, encontrándose dentro de la primera principios
fundamentadores del derecho penal, como el de exclusiva protección
de bienes jurídicos, pero, sobre todo, principios limitadores del ius
puniendi; en la segunda enumera una serie de principios mayoritaria-
mente atinentes a problemas de efectividad, eficacia o eficiencia'*'.
También Pérez Manzano se acoge a la dicotomía aludida. Habría
una racionalidad final de la pena y, en consecuencia, del derecho
penal encaminada a la protección fragmentaria y subsidiaria"*^ de
bienes jurídicos, y por tanto de la sociedad, mediante consideracio-
nes de eficacia nucleadas en torno a un concepto amplio de preven-
ción general. A ello habría que contraponer una racionalidad valora-
tiva estructurada en torno a diversos principios, entre los que
destacarían el de imputación subjetiva o culpabilidad y el de resocia-
lización, orientados a la protección del individuo frente al ius punien-
di. Todo ello traería origen del modelo de Estado social y democrá-
tico de derecho, y de los principios que lo caracterizan, contenido en
nuestra Constitución'*'*.
La construcción de Ferrajoli, aunque compleja, también es re-
conducible a una dicotomía semejante a las anteriores. Atribuye al
derecho penal la finalidad general de minimizar la violencia social,
que expresa en la idea de que con su intervención ha de asegurar que
el número de violencias sociales prevenidas supere a las que causa. A
tales efectos asigna al derecho penal dos fines preventivos contra-
puestos: por un lado, la prevención de delitos, por otro, la preven-
ción frente a reacciones informales al delito y penas arbitrarias o
desproporcionadas; si el primer fin preventivo busca la utilidad de la

40. Ese déficit también lo percibe, en sentido inverso, si se echa por la borda la
orientación a las consecuencias, Hassemer, 1981, 22-23.
41. Véase Hassemer, 1981, 22-23, 25-26, 220-222, 264-265, 297-303.
42. Véanse Hassemer-Muñoz Conde, 65-75, 113, 132.
43. Ambas cualidades las inserta en un contexto utilitario. Véase, entre otros
lugares, Pérez Manzano, 222-223.
44. Véase Pérez Manzano, 56-70, 215-248, 255, 270-276, 283-285, 287-288,
291-292.

122
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

mayoría de los ciudadanos, el segundo busca la utilidad de los desvia-


dos, de los delincuentes. Pero la eficaz obtención de estos fines obtie-
ne su legitimación en la medida en que se convierten en instrumento
para la salvaguarda de una serie de bienes, que no se deben lesionar
ni con la realización del delito ni con la intervención punitiva, que
son los derechos fundamentales. Estos derechos fundamentales tie-
nen una naturaleza originaria, externa y previa al Estado de derecho
y al derecho mismo"*^. En cuanto los dos fines contrapuestos del
derecho penal los respeten, a través de la observancia de una serie de
principios específicamente penales relativos a la pena, la prohibición
y el enjuiciamiento, se logra un equilibrio entre la eficacia preventiva
y la justificación axiológica. Por lo demás, la capacidad legitimatoria
de estos principios penales es limitada, pues no son capaces de garan-
tizar la justicia del sistema de prohibiciones ni del sistema penal en
general, su potencialidad se limita a deslegitimar contenidos incon-
gruentes con tales derechos fundamentales'"'.
La contraposición entre utilidad y validez está igualmente pre-
sente en Silva Sánchez: en reiteradas ocasiones confronta los fines
preventivos, orientados a la protección de la sociedad, con los prin-
cipios garantistas, dirigidos a la protección del individuo, y considera
al garantismo, en cuanto atiende correctamente a ambos aspectos,
como el estado más evolucionado de la política criminal''^. Paulatina-
mente, sin embargo, opera una ampliación del concepto de fin, que
llega de la mano de su acertada crítica a la pretensión de legitimar
el derecho penal exclusivamente desde los fines de la pena; a ellos
contrapone, en un plano de igualdad, otros fines del derecho penal,
con los que está aludiendo a las garantías. Al incluir semánticamente
a las garantías entre los fines del derecho penal, puede a continua-
ción hablar de que la legitimación del derecho penal es en todo
momento una teleológica''*, que abarca dentro de sí, por un lado, una

45. Los cuales se justificarían en la medida que los protegieran.


46. Véase Ferrajoli, 67-71, 325-332, 338-339, 460-465, 897-901, 907-909, 947-
950, 954-959.
Conviene también destacar que el conjunto de principios indicados con alguna
frecuencia dispone de justificaciones concretas tanto en virtud de los derechos funda-
mentales que garantizan como de los fines preventivos del derecho penal (véase, por
ejemplo, FerrajoH, 391-400, 466-468, 483-484, 495-496). Eso naturalmente otorga a
la dicotomía, tal como la formula Ferrajoli, una flexibilidad, pero al mismo tiempo
una indefinición, mayor que en los otros modelos.
47. Véase Silva Sánchez, 1992, 13-14, 37, 39, 40-41, 188-193.
48. Sobre la problemática que plantea esta terminología ya hemos dicho algo
supra.

123
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

orientación a las consecuencias, a la eficacia empírica"***, y, por otro,


una orientación a principios, una racionalidad valorativa^". Posterior-
mente, recepcionando a Ferrajoli pero con una formulación no coin-
cidente con la suya, manifestará que la legitimación la obtiene el
derecho penal de dos fuentes complementarias: por un lado el fin
utilitario de prevenir la comisión de delitos así como las reacciones
informales a ellos, por otro, el fin de reducir la violencia punitiva
del Estado mediante el principio utilitario de intervención mínima
y los principios garantistas del individuo^'. En cualquier caso, toda
legitimación del derecho penal, o de un modelo políticocriminal,
debe ser compatible con la constitución y el derecho positivo res-
pectivos, y con determinadas estructuras de la realidad, singularmen-
te la concepción de la persona como portadora de derechos invio-
lables^^.
Es difícil subestimar la relevancia de la confrontación entre efica-
cia y validez en la legitimación del derecho penal moderno y en su
desarrollo". Sin duda estamos ante dos ideas motrices, capaces de
desencadenar el surgimiento de nuevos principios, cuando no el en-
riquecimiento o depuración de los ya existentes. Pero la estructura-
ción de los fundamentos del derecho penal en torno a esa dicotomía
da lugar, a mi juicio, a una visión en exceso esquemática de las bases
del derecho penal.
De hecho, la contraposición tiene su origen en el deseo de rom-
per con la absolutización que había adquirido la teoría de los fines de
la pena en cuestiones fundamentadoras; a este respecto sus prestacio-

49. Aunque en algún momento afirma, correctamente, que las consecuencias no


deben ser sólo entendidas en sentido externo sino también interno o intrasistemático,
con lo que, sin embargo, introduce componentes de racionalidad sistemática en este
punto. Sobre la distinción entre ambos tipos de consecuencias y su frecuente confu-
sión, véase Diez RipoUés, 1990, 313-315.
50. Silva Sánchez, 114-118, 179-181, 187-188, 193, 195-196, 210, 217, 281.
51. Véase Silva Sánchez, ibid., 210-212, 214, 241-242. Obsérvese que, a diferen-
cia de Ferrajoli, el concepto de fin se extiende a ambos lados de la contraposición
eficacia-validez, y que eso le permite que la evitación de penas arbitrarias o despropor-
cionadas —o el fin de limitar la intervención punitiva del estado— figure en el segun-
do polo de la legitimación, y no en el primero.
Adopta un modelo de legitimación del derecho penal muy cercano a la propuesta
de Silva Sánchez, con una interpretación de Ferrajoli equivalente, Prieto del Pino, 361-
368, 383, 399-400.
52. Véase Silva Sánchez, 118-122, 133-134, 138-140, 173-174, 193-195; 1999,
75-82, 94-95.
53. Véase una propuesta convmcente de desarrollo de estas dos ideas en el marco
de la estructura categorial de la teoría jurídica del delito en García Pérez, 347-385.

IZH
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

nes han sido encomiables. Pero ese propósito ha tendido a crear una
estructura artificialmente limpia de contenidos opuestos en cada uno
de sus polos, lo que, sin embargo, no ha sido posible llevar a cabo,
como lo muestran algunos autores al insertar el principio de subsidia-
riedad en el polo de la validez, o el principio de fragmentariedad en
el de utilidad^"*. En realidad, ni siquiera es siempre posible dentro de
principios aislados excluir contenidos mixtos de fundamentación^^.
Ahora bien, si los contenidos de eficacia y validez se superponen, el
criterio pierde una gran parte de su capacidad discriminadora.
Por otra parte, la creciente tendencia a sustituir el concepto de
utilidad por el más amplio de fin puede convertirse en un caballo de
Troya en contra de la nitidez de la distinción. Y es que puede condu-
cir a una recuperación del monopolio de la pena como elemento
fundamentador, aunque ahora con fines preventivos más complejos:
se aprecia tal cosa claramente en varias de las propuestas doctrinales
recogidas^'', o en la preferencia que Ferrajoli da en todo momento a
los principios de la pena sobre los de la prohibición o el proceso^^. En
esa misma línea de advertencia sobre tendencias de fondo cabe tam-
bién aludir a que la contraposición que nos ocupa perpetúa la insatis-
factoria distinción liszteana entre política criminal —utilidad— y
derecho penal —validez—, con las inconvenientes consecuencias que
de ella se han derivado para la reflexión jurídicopenaF*.
La contundente, aunque grosera, confrontación no sólo ha fraca-
sado en el establecimiento de límites nítidos, como acabamos de

54. Sobre lo primero, véase Silva Sánchez, 1992, 211, 214, 242, 246-249, por
más que, como hemos visto supra, lo que confronta a utihdad es a su vez una mezcla de
utihdad y validez. Sobre lo segundo, véase Pérez Manzano, 223.
55. Véanse supra las citas anteriores de Ferrajoh en nota 46; también Silva Sán-
chez, 1992, 295.
56. Así, la tesis de Silva Sánchez supra expuesta, al traspasar el fin de prevención
de la violencia punitiva estatal al polo opuesto al de los fines de la pena, traslada un
elemento que gira también en torno a la pena, ciertamente no a sus fines sino a las
penas arbitrarias o desproporcionadas impuestas por el Estado, al polo en que debie-
ran consolidarse contenidos ajenos a la pena. Ferrajoli —véase supra— no va tan lejos,
al mantener ambos fines, el de prevención de delitos y el de prevención de la violencia
punitiva, en un mismo fiel de la balanza. En otro sentido, véase cómo Pérez Manzano,
283-284, 285, 289-290, precisa en todo momento de la cobertura de los fines de la
pena, por más que a veces diferenciando entre sus fases de conminación, imposición y
ejecución, para introducir los componentes de validez en el derecho penal.
57. Obsérvese que Ferrajoh se plantea siempre las cuestiones de legitimación en
primer lugar respecto a la pena, y luego en relación con las prohibiciones y el proceso.
Véase Ferrajoli, 233 ss., 345 ss.
58. Véase lo dicho supra capítulo III, apartado 1.1.

125
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

señalar, sino que ha frenado profundizaciones conceptuales ulterio-


res, fomentando superposiciones entre niveles de racionalidad muy
diversos. El polo de la validez se ha convertido con frecuencia en un
cajón de sastre, donde cabe todo lo que no tiene que ver con los fines
de la pena, sin ningún criterio ordenador conceptual, lo que ha faci-
litado acudir al cómodo expediente de justificar sus contenidos en el
derecho positivo, constitucionalizado o no. En cuanto al polo instru-
mental, no cuesta trabajo apreciar cómo también en estos autores se
produce una mezcla, ya percibida en el apartado anterior, entre pro-
blemas de racionalidad ética, teleológica y pragmática.
En cualquier caso, y al margen de las deficiencias que pueda
presentar la distinción reiteradamente aludida, creo que no es posi-
ble diferenciar entre lo utilitario y lo valorativo al inicio de la funda-
mentación del derecho penal. Podríamos, dialécticamente, decir que
en realidad todo es utilitario en sus comienzos, pues las decisiones
políticocriminales básicas^' son todas ellas instrumentales, no se adop-
tan por el mero deseo de hacer patentes ciertos valores socialmente
arraigados. El fin de mantener el orden social básico nos lleva a
evitar los daños o riesgos más graves para bienes fundamentales para
la convivencia; la voluntad de incidir sobre uno de los factores deci-
sivos en la lesión o puesta en peligro de tales bienes nos conduce a
intervenir socialmente sobre personas responsables o susceptibles de
ser responsables de esos daños o riesgos; la decisión irrenunciable de
lograr la neutralización de esas conductas tan socialmente perturba-
doras nos remite al control social y, dentro de él, al control social
penal. Pero al mismo tiempo la elección de esos fines, con sus inme-
diatas consecuencias instrumentales, tiene un componente valorativo
indudable: podríamos haber decidido mantener socialmente la ley
del más fuerte, o incidir exclusivamente sobre factores de prevención
situacional*", o dedicarnos exclusivamente a políticas asistenciales
sobre la marginación o la insatisfacción sociales, u optar, dentro del
control social, por un sistema de recompensas en lugar de uno de
sanciones.
Pero es que, además, la concreción de esos objetivos obliga a
acomodarse a ciertas concepciones valorativas sobre cómo es admisi-
ble perseguir esos fines. Tales concepciones reflejarán la vigente orde-

59. Véase una exposición de ellas en Diez Ripollés, 2001, 6-7.


60. Sin que ahora podamos ir más lejos, baste decir que me refiero a aquellos que
impiden u obstaculizan materialmente que el delincuente o los posibles delincuentes
puedan llevar a cabo el delito: diseños arquitectónicos, aparatos de alarma, procedi-
mientos contables, etc.

126
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

nación axiológica de los presupuestos esenciales para la convivencia,


los criterios culturalmente vigentes sobre atribución y verificación de
responsabilidad, y las condiciones socialmente aceptadas de ejercicio
del poder sobre los ciudadanos*'. Ahora bien, esas concepciones va-
lorativas no se limitan a establecer hasta dónde se puede llegar en la
persecución de tales fines sino que también se pronuncian respecto al
contexto de instrumentalidad en que deben perseguirse, pues la deci-
sión de lo que debe considerarse instrumental o no, más allá de su
ulterior desarrollo en subsiguientes racionalidades, es también una
decisión valorativa.
En suma, sin negar las virtudes explicativas de la contraposición
entre utilidad y validez, no considero que sea una vía metodológica-
mente fructífera en la comprensión de la racionalidad ética. Tal dis-
tinción rompe una cadena de decisiones, fuertemente arraigada en el
mundo de la vida o sistema de creencias, en la que se realiza una
mezcla difícilmente separable entre valores e instrumentos. Los ele-
mentos de la racionalidad ética nacen en gran medida de la intersec-
ción de ambos aspectos, no de su separación. Otra cosa es que, en
ulteriores racionalidades, donde se descomponen los puntos de par-
tida éticos, se puedan lograr principios que respondan de una forma
relativamente depurada a uno u otro polo de la dicotomía. Por lo
demás, en la racionalidad ética los excesos no se frenan mediante un
control recíproco entre utilidad y validez, sino mediante una conjun-
ción articulada de todos los contenidos, que da lugar a una determi-
nada imagen del mundo que se percibe como aceptable.
Como tendremos ocasión de ver en un próximo apartado, resul-
ta metodológicamente más prometedor ordenar la racionalidad ética
desde la perspectiva de los elementos integrantes del control social,
pues eso sí refleja las decisiones básicas adoptadas.

3.1.3. El principio de proporcionalidad o prohibición de exceso

A un nivel comprensivo inferior, tampoco pueden dejar de men-


cionarse cierto número de posturas doctrinales que, cada vez con
más frecuencia, utilizan el principio de proporcionalidad o prohi-
bición de exceso como vector capaz de arrastrar tras sí la mayor
parte de las referencias valorativas pertinentes para una teoría de
la incriminación, esto es, para la identificación de los contenidos

61. Véase asimismo Diez RipoUés, 2001, ibid.

127
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

de tutela del derecho penal''^. Tales corrientes doctrinales suelen


apoyarse en un concepto amplio de proporcionalidad, compuesto
de tres elementos diferenciados —idoneidad, necesidad y proporcio-
nalidad en sentido estricto—, el cual tiene como base, o incluye
de forma relevante dentro de sí, el principio de exclusiva protec-
ción de bienes jurídicos.
Así, Arroyo Zapatero estima que los criterios que han de guiar al
legislador en los procesos de incriminación han de ser el de protec-
ción de bienes jurídicos y el de proporcionalidad. Este último —una
de cuyas funciones es contrarrestar el excesivo arbitrio del que goza
el legislador a la hora de determinar lo que sea bien jurídico— se
dividiría en tres subprincipios: El de idoneidad alude a la eficacia de
la intervención penal para proteger el bien jurídico, incluyendo en él
propiamente tanto contenidos de eficacia como de efectividad y aun
de eficiencia. El de necesidad lo identifica con las ideas de ultima
ratio o subsidiariedad y, por tanto, en gran medida con razones de
eficiencia. Y el de proporcionalidad en sentido estricto aporta, frente
al contenido utilitario de los dos subprincipios anteriores, compo-
nentes de justicia a agrupar bajo la pauta del carácter fragmentario
del derecho penal".
Aguado Correa atribuye al principio de proporcionalidad o pro-
hibición de exceso un papel central como límite a la incriminación de
conductas por parte del legislador. El subprincipio de idoneidad lo
identifica con la eficacia de la intervención penal para la prevención
de delitos, lo que cerrará el paso a las teorías absolutas de la pena, a
penas inadecuadas en su intensidad a la prevención, a la formulación
de tipos penales con alta cifra negra, y a tipos o sanciones no opera-
cionables en el ámbito procesal o penitenciario. El subprincipio de
necesidad se concreta en el principio de exclusiva protección de bie-
nes jurídicos'''', el cual, al no constituir un límite suficiente a la acti-
vidad del legislador, debe ser complementado, también dentro del

62. El uso, más ocasional, de este principio con una mayor proyección, esto es,
para fundamentar igualmente aspectos relativos al sistema de responsabilidad o al sis-
tema de penas, queda ahora fuera de consideración.
Tampoco me ocupo ahora del amplio uso que el Tribunal Constitucional ha reali-
zado de este principio de proporcionalidad a la hora de ejercer e! control de constitu-
cionalidad de las leyes. Espero atender debidamente en un trabajo posterior a tales
pronunciamientos.
63. Véase Arroyo Zapatero, 1998, 1-9. Más ampliamente sobre su postura, infra
capítulo V, apartado 4.
64. Al decir de la autora, sólo será necesaria y, por tanto, proporcional una inter-
vención penal que proteja bienes jurídicos.

128
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

subprincipio de necesidad, por los criterios de subsidiariedad y frag-


mentariedad; si el primero de estos criterios se centra en realidad en
cuestiones de eficiencia''^, el de fragmentariedad asienta la idea de
que sólo es necesario intervenir frente a los ataques a la convivencia
social más graves y peligrosos''*. Por último, el principio de propor-
cionalidad en sentido estricto se ocupa de establecer un enlace mate-
rial entre el delito y la consecuencia jurídica basado en el valor de
justicia del Estado de derecho, en la interdicción de la arbitrariedad
y en la dignidad de la persona'^.
También Prieto del Pino ha elaborado una teoría incriminadora
que tiene como punto de partida el principio de prohibición de ex-
ceso''*, y en la que ha prestado especial cuidado en no mezclar los
componentes de racionalidad utilitaria con los de racionalidad valo-
rativa, así como en asegurar la preferencia de esta última. La autora
establece dos niveles en el proceso de incriminación de una conduc-
ta, uno externo y otro interno, siendo en el primero en el que se
toma en términos generales la decisión de incriminar o no y even-
tualmente se prefiguran sus rasgos básicos, mientras que en el segun-
do se configura de forma concreta la incriminación. En el nivel exter-
no, el principio de prohibición de exceso satisface en primer lugar el
principio de fragmentariedad —expresión del principio de propor-
cionalidad en sentido estricto—, que se descompone en el subprinci-
pio de exclusiva protección de bienes jurídicos y en el subprincipio
de lesividad; sólo cuando estén satisfechas estas exigencias se atiende
al principio de necesidad, que se descompondría a su vez en el sub-
principio de idoneidad, vinculado a la eficacia y efectividad de la
intervención, y en el de subsidiariedad conectado a razones de efi-
ciencia. El nivel interno, a su vez, aportaría el criterio de proporcio-

65. Aunque considera que, como el criterio de protección exclusiva de bienes


jurídicos, no pasa de ser un mero límite negativo.
66. Aun cuando reconoce que no está exento de referencias no utilitarias.
67. Su concreción deberá atender al desvalor de acción y de resultado del hecho,
pero también a su compatibilidad con exigencias de prevención general y especial.
Véase Aguado Correa, 113-120, 137-139, 147-309.
68. Una razón fundamental para acudir al principio de prohibición de exceso
como pauta de una teoría incriminadora sería que este principio contendría dentro de
sí los dos fines contrapuestos del derecho penal: el de prevenir comportamientos de-
lictivos y el de prevenir la violencia punitiva estatal; el primer fin, utilitario, se serviría
de los principios de idoneidad y necesidad, el segundo contendría tanto elementos
utilitarios, a resolver también con las ideas de idoneidad y necesidad, como elementos
de justicia, a solventar con el principio de fragmentariedad o proporcionalidad en
sentido estricto.

129
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

nalidad entre el ilícito incriminado y la pena prevista, y el criterio de


necesidad relativo a la cuantía de la pena'''.
A mi juicio, mérito incontrovertible de la utilización de la pro-
porcionalidad o prohibición de exceso como vector de una teoría de
la incriminación es su capacidad de abarcar dentro de sí tanto refe-
rencias utilitarias como valorativas. En este sentido constituye, aun-
que sea en el limitado ámbito de la determinación de los contenidos
de tutela, un paso clarificador frente a las tesis de los apartados
precedentes^".
Una primera crítica que, sin embargo, merece esta corriente es la
de no haber sido capaz de desengancharse plenamente de la dinámi-
ca de confrontación entre fines de la pena, por un lado, y límites del
ius puniendi, por otro. De algtán modo, se habría limitado a trasladar-
la a la teoría de la incriminación. El principio de proporcionalidad
acogería, en este caso, los límites a imponer a un Estado que tiene las
manos demasiado libres a la hora de decidir qué comportamientos
hay que prevenir, dado que el principio de protección exclusiva de
bienes jurídicos" no parece suponer un freno suficiente, incluso si se
conecta a ciertas referencias externas como la Constitución o la fun-
cionalidad social. La progresiva sustitución del término «proporcio-
nalidad» por el de «prohibición de exceso» es un magnífico indicio
de cómo estamos ante la conformación de un conjunto de límites al
ius tutelandi del Estado.
En segundo lugar, su meritoria integración de componentes utili-
tarios y valorativos traspasa, indebidamente, dos referencias concep-
tuales. Por un lado, mezcla reflexiones utilitarias o valorativas referi-
das a los contenidos de tutela con las referidas a los contenidos de las
sanciones, esto es, introduce en una teoría encaminada a determinar
qué es lo que debe protegerse elementos pertenecientes a una teoría
sobre los contornos y efectos que queremos asignar a las sanciones.
Pero el que se deban atender principios utilitarios y valorativos en las
tres decisiones político criminales básicas —qué proteger, a quiénes
exigir responsabilidad, y cómo reaccionar— no significa que se deban
mezclar los componentes, utilitarios o valorativos, de los tres juicios.

69. Véase Prieto del Pino, 382-390, 395-403. Autores que acuden al principio de
proporcionalidad como criterio ordenador del proceso incriminador son, entre otros,
Cobo-Vives, 81-90; Carbonell Mateu, 30, 33, 191-216; Lascurain Sánchez, 159-171,
174-179, 188-189. Véase también Silva Sánchez, infra apartado siguiente.
70. Sin perjuicio de que éstas tampoco han podido mantener sus postulados dife-
renciadores hasta el final, como ya hemos visto.
71. Con independencia de si.es presupuesto del principio de proporcionalidad o
se encuentra inserto en él.

130
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

Por otro lado, superpone de forma muy insatisfactoria elementos


pertenecientes a niveles de racionalidad distintos. Incluso en las pro-
puestas más depuradas conceptualmente, la idoneidad y la necesidad
atienden mayoritariamente a problemas de racionalidad pragmática
y en menor medida teleológica, mientras que la proporcionalidad en
sentido estricto se ocupa sobre todo de cuestiones éticas y, en segun-
do plano, teleológicas.
De un modo u otro, salvo alguna excepción''^, la precisión con-
ceptual deja mucho que desear. Son en extremo frecuentes los cam-
bios de localización y las superposiciones de los contenidos que se
distribuyen en la tricotomía idoneidad, necesidad y proporcionalidad
en sentido estricto, lo que descubre una importante vaguedad con-
ceptual de tales términos. Por lo demás, no se acaba de entender bien
a qué van referidas las iniciales reflexiones de eficacia, efectividad o
eficiencia —la idoneidad o la necesidad— cuando por lo general aún
no se han sentado plenamente las bases de qué es lo que se desearía,
si se pudiera, proteger y en qué medida —proporcionalidad en sen-
tido estricto.
Uno no acaba de desembarazarse de la impresión de que estamos
ante un nuevo fetiche conceptual, omnicomprensivo y encargado de
sustituir o poner en segundo plano al de bien jurídico. A tales efectos
se ha inflado de forma exagerada el contenido semántico de los
términos «proporcionalidad» o «prohibición de exceso», para que
puedan abarcar contenidos de lo más variopinto, y se ha establecido
de manera forzada su vinculación estrecha al valor constitucional de
la libertad^^.

3.2. Las clasificaciones de los principios fundamentadores

Si ahora abandonamos el plano de los vectores ordenadores del con-


junto de principios fundamentadores, y buscamos una clasificación
coherente y pormenorizada de estos últimos, observamos que lo que
predomina en la doctrina es una enumeración desestructurada de los
principios a respetar. Naturalmente resulta imposible, además de
poco útil, seguir la pista a tales enumeraciones o clasificaciones rudi-

72. Véase al respecto Prieto del Pino, 383-390, 395-399, quien pone de mani-
fiesto con acierto lo que sigue en texto.
73. Más adelante tendré ocasión de pronunciarme sobre la injustificada absoluti-
zación que del valor constitucional de libertad se ha hecho en ciertas teorías de incri-
minación. Véase infra capítulo V, apartado 4.

131
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

mentarías^'', de ahí que a continuación me vaya a centrar en algunos


autores cuyas estructuras principíales han ido más lejos de lo habi-
tuaP^. La mayor profundidad analítica que demuestran nos obligará
a precisar más las consideraciones críticas acabadas de realizar al
conjunto de la doctrina, y a enriquecer por tanto el debate.
Hassemer, por sí solo o en compañía de otros autores, apenas se
ocupa del polo de utilidad, más allá de los fines de la pena, al proce-
der a una enumeración desestructurada de principios que mezclan
efectividad, eficacia y eficiencia. Por el contrario, el polo de justicia
es objeto de mayor atención, fundándolo en el principio de exclusiva
protección de bienes jurídicos a desarrollar dentro de las condiciones
del control social penal; ello implica, dada la importancia de los
bienes a proteger y la gravedad de las sanciones, colocar en primer
plano la idea de la formalización del derecho penal. Este concepto^''
se descompondría en dos aspectos: una técnica de protección basada
en el principio de legalidad, y unos principios valorativos, todos ellos
limitadores de la eficacia o utilidad de la intervención punitiva del
Estado en aras a la protección del individuo, que se enumeran sin
ningún orden aparente y entre ios que vuelve a aparecer el principio
de legalidad^^.
Silva Sánchez se detiene en la identificación de los principios del
fin de reducción de la violencia punitiva, y dentro de él, una vez
mencionada la perspectiva utilitarista, que se resume en el principio
de subsidiariedad, se centra en el análisis de la perspectiva garantista
cuyos componentes agrupa también bajo la idea de la formalización.

74. Véase una interesante panorámica de la dispersión principial registrada en la


doctrina, en Prieto del Pino, 370-390.
75. Sin duda hay muchos más autores que se podrían estudiar en este momento,
pero las necesidades de espacio obligan a hacer una selección drástica. Véanse de todos
modos las estructuras principíales de diversos autores que se han ido mencionando en
los apartados precedentes, así como las que se aluden infra capítulo V, apartado 4.
76. El cual asumiría la propuesta de von Liszt sobre el papel de barrera del dere-
cho penal frente a la política criminal.
77. En una de las últimas enumeraciones, de 1989, estarían, por este orden, los
siguientes principios: proporcionalidad, culpabilidad, legalidad, publicidad del proce-
so, derecho a la defensa, derecho a ser oído, in dubio pro reo, recurso a instancia
superior, derecho a intervenir en el proceso y a la prueba, prohibiciones de prueba,
derecho a no declarar contra sí mismo, límites sociales y constitucionales en la ejecu-
ción penitenciaria, mientras en enumeraciones anteriores faltaban algunos de los prin-
cipios procesales anteriores y aparecían otros. Véanse Hassemer-Steinert-Treiber, 47-
60; Hassemer, 1981, 128-160, 181-190, 297-303; Hassemer-Muñoz Conde, 68-75,
113-122; Hassemer, 1999, 24-29. Hassemer, 1999a, 176-178, 184-188, al hablar del
sistema de imputación vigente, realiza de nuevo una intensa defensa de la «formaliza-
ción» como el punto de referencia fundamental.

132
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

Ésta tiene una vertiente formal, explicitada en el principio de legali-


dad, entendido como seguridad jurídica, legalidad formal y taxativi-
dad^", y una vertiente material con cuatro principios: proporcionali-
dad, humanidad, igualdad y resocialización. La proporcionalidad
alude al merecimiento de pena, con concreciones en el principio de
exclusiva protección de bienes jurídicos y en el de fragmentariedad.
La humanidad, ligada al respeto de la dignidad humana, origina los
principios de responsabilidad por el hecho, de prohibición de la
responsabilidad objetiva y de prohibición de la punición del mero
pensamiento. La igualdad tiene repercusiones generales sobre el sis-
tema''', y ayuda a conformar el principio de culpabilidad*". La reso-
cialización, a considerar en los tres niveles de ejecución, imposición
y conminación de la pena, puede colisionar con la proporcionalidad,
y desde luego con la prevención general intimidatoria —que pertene-
ce al otro fin del derecho penaF'.
Ferrajoli presta especial atención al desarrollo de sus principios
garantistas, que originan un modelo de racionalidad que ha de mo-
dular el doble fin preventivo del derecho penal. Los dos elementos
básicos del modelo son el convencionalismo, representado por el
principio de legalidad, y el cognitivismo, representado por el princi-
pio de jurisdiccionalidad, aunque acaba concluyendo que todos los

78. Legitimadora ésta de la actividad judicial.


79. Como también le pasa a la proporcionalidad.
80. El principio de culpabilidad no pertenecería a esta perspectiva garantista, sino
que sería transversal a los polos de utilidad y validez. A tales efectos no sería una garan-
tía sino una síntesis del fin utilitario de prevención y de la perspectiva garantista del fin
de reducción de la violencia punitiva: por un lado habría proporcionalidad e igualdad,
por otro, prevención general, resocialización y humanidad.
81. El autor, tras unos escarceos previos, profundiza posteriormente en la identi-
ficación de los principios que debieran regir una teoría incriminadora. Ésta debiera
partir de dos elementos, el principio de protección de bienes jurídicos y el de fragmen-
tariedad: En el de protección de bienes jurídicos se produciría una confrontación entre
merecimiento y necesidad de pena, respondiendo al primer aspecto las exigencias de
referencia individual, dañosidad social y plasmación constitucional, mientras que en el
segundo se atendería a la idea de subsidiariedad así como a la de susceptibiHdad de
protección. En el principio de fragmentariedad habría que ocuparse de la modalidad
de ataque al bien jurídico, donde de nuevo surgirían reflexiones de proporcionaüdad y
utilidad, esto es, de merecimiento y necesidad. De todos modos este autor, en una obra
posterior, negará al principio de protección de bienes jurídicos capacidad controlado-
ra de una teoría incriminadora y lo sustituirá por el principio de proporcionalidad
—véase sobre este principio como vector ordenador supra—, aunque sigue atribuyen-
do al bien jurídico capacidad para discriminar si las normas, por defecto o por exceso,
no reflejan la autocomprensión social. Véase sobre todo lo anterior Silva Sánchez,
1992, 13-14, 37, 3,9, 40-41, 97 n. 273, 246-267, 285-291, 294-296; 1999, 91-93.

133
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

principios garantistas tienen su origen en uno solo, el de estricta


legalidad: este principio en realidad no es más que el receptáculo, la
vía de introducción, de los derechos fundamentales, derechos pre-
vios al Estado democrático y ligados a un Estado de derecho cuya
misión reside en poner de manifiesto esos derechos naturales y posi-
tivizarlos**^. Este principio de estricta legalidad se descompone en 10
principios o axiomas, cada uno de los cuales está ligado a una condi-
ción de irrogación de la pena*'. Son los siguientes: consecuenciaüdad
entre pena y delito, mera y estricta legalidad, necesidad, lesividad,
responsabilidad por el hecho, culpabilidad o responsabilidad perso-
nal, amplia y estricta jurisdiccionalidad, acusatorio, carga de la prue-
ba y contradictorio*"'. Por lo demás, todos esos principios se reorde-
nan más concretamente a partir de un triple criterio, que atiende a
las tres constricciones que el derecho penal hace al delincuente, a
saber, la pena, el delito y el proceso, por más que durante esa reor-
denación surjan en ocasiones nuevos principios antes no menciona-
dos o se reiteren algunos en diversos lugares"^.
Lo primero que llama la atención de estas y otras posturas doc-
trinales es la remarcable tendencia a concentrarse en el desarrollo de
lo que en el apartado anterior hemos llamado el polo de la validez.
Por lo que se refiere al polo de la utilidad, lo normal es que la
discusión acabe con la elección del fin o los fines de la pena, comple-
mentada todo lo más con la mención a una serie de criterios inco-
nexos que se ocuparían de cuestiones de eficacia, efectividad o efi-
ciencia. Tal actitud es incoherente no sólo con las posturas que han
centrado la fundamentación del derecho penal en los fines de la
pena, sino también con aquellas que quieren guardar un equilibrio
entre utilidad y validez**.

82. A partir de ese momento el principio de legalidad se convierte, mediante el


positivismo jurídico, no sólo en fuente de legitimación de las normas, sino asimismo
en fuente de reconocimiento, como postulado metacientífico susceptible de control
intersubjetivo.
83. Introducidas tales condiciones, dice el autor, de forma teórica y conven-
cional.
84. A su vez, de la combinación de esos diez principios surgen 45 teoremas.
85. La justificación de las tres constricciones tiene que responder a cuatro pre-
guntas: si, para qué, cuándo y cómo penar, prohibir o juzgar.
Véase Ferrajoli, 5-13,65-73, 193-196,375-376, S97-901,907-912, 922-929, 958-
959; sobre el concreto desarrollo de los diversos principios, 362-409, 460-468, 483-
515, 546-549, 559-561, 572-579, 591-618, 621-641.
86. Una excepción, en el limitado ámbito de una teoría de la incriminación, la
constituye Prieto del Pino, ibid. Véase también, en el marco de una estructura catego-
rial de la teoría del delito, García Pérez, passim y, en especial, 347-385.

134
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

En segundo lugar, hay dos ideas cercanas entre sí que parecen


haber adquirido un gran predicamento a la hora de explicar el con-
junto de principios no utilitarios, una de ellas es la formalización del
derecho penal, y otra un metaprincipio de legalidad. Pero, sin negar
la importancia de la seguridad jurídica*^ como uno de los elementos
éticos básicos'*, nada parece justificar su elevación a exigencia origi-
naria, capaz de contener dentro de sí y desarrollar todo el compo-
nente de validez del derecho penal, tanto a la hora de fijar el ámbito
de tutela como la exigencia de responsabilidad, e incluso la configu-
ración de la sanción penal.
Uno puede estar de acuerdo con quienes sostienen que los rasgos
peculiares del control social penal requieren una formalización es-
tricta de su proceder**', pero cuesta trabajo ver qué tiene que ver tal
cosa con los contenidos del principio de lesividad o de fragmentarie-
dad, con el de imputación personal o el de reprochabilidad, con el de
proporcionalidad o el de humanidad de las penas. Ciertamente se
puede forzar una interpretación del conjunto de principios desde ese
punto de vista, pero a costa de un empobrecimiento generalizado de
las bases éticas del derecho penal. Tampoco se entiende por qué unos
derechos fundamentales prejurídicos, que configuran el Estado de
derecho y condicionan el derecho moderno'", sólo puedan desenvol-
verse como un conjunto de principios coherente en la medida en que
estén amparados por el principio de legalidad; pareciera que, pese a
los reclamos en sentido contrario, la legitimación interna tuviera la
primacía frente a la externa. Y está pendiente de aclaración con qué
útiles conceptuales, mas allá de los derechos fundamentales, el prin-
cipio de legalidad identifica —y legitima— las condiciones de irroga-
ción de la pena y el amplio número de principios que de ellas deriva.
Mi tesis es que la relevancia otorgada a ambos principios, de
formalización y legalidad, refleja, una vez más, dos limitaciones om-
nipresentes en la reflexión fundamentadora del derecho penal. La
primera de ellas es la tendencia a razonar desde el derecho positivo,
el temor al vacío que suscita toda propuesta fundamentadora que no
pueda contar con un texto legal que la soporte". La segunda, en
estrecha relación con la anterior'^, es la persistencia, pese a las apa-

87. Idea a la que creo que se puede reconducir en último término ambos conceptos.
88. Véase infra en este mismo capítulo.
89. Véanse Hassemer o Silva, supra.
90. Véase Ferrajoli, supra.
91. Sobre la influencia del positivismo jurídico en la forma de reflexionar del
derecho penal, de nuevo he de remitirme a lo dicho supra capítulo III, apartados 1.1 in
fine y 4.1.

135
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

riencias, de una actitud defensiva en la configuración de los princi-


pios jurídicopenales, que lleva a que lo determinante sea cómo logra-
mos frenar la intervención penal, y no cómo hay que legítimamente
configurarla.
En tercer lugar, las observaciones realizadas en el apartado ante-
rior sobre la trabajosa delimitación entre los bloques principíales de
utilidad y validez'^ se han de reproducir ahora, cuando nos vemos
confrontados con las concretas enumeraciones de principios, abun-
dando las superposiciones y entrecruzamientos, así como la confu-
sión entre diversos niveles de racionalidad*''.

4. Un modelo estructural de racionalidad ética penal

En último término, decisiva es la ausencia de un convincente modelo


estructural que dé cobertura al conjunto de principios jurídicopena-
les. A esta carencia contribuye, sin duda, la frecuencia con que las
construcciones doctrinales reducen el espectro de su interés a aspec-
tos parciales de la estructura fundamentadora del derecho penal, con
predominio del de los fines de la pena y, en menor medida, del de los
criterios de exigencia de responsabilidad o del de los contenidos de
tutela. El segundo factor determinante es la tendencia a ordenar los
principios teniendo presentes los modelos categoriales vigentes de
aplicación del derecho penal, y no directamente las necesidades de
fundamentación de éste.
A mi juicio, las claves para obtener un modelo estructural ade-
cuado para verter en él la racionalidad ética del derecho penal hay
que buscarlas en dos direcciones distintas:
Por un lado, en las tres decisiones políticocriminales básicas que
fundamentan el derecho penal, a saber, la de mantener el orden social
básico mediante la evitación de los daños o riesgos más graves para
bienes fundamentales para la convivencia; la de incidir sobre uno de
los factores decisivos en la producción de tales perjuicios, lo que nos
lleva a intervenir socialmente sobre personas responsables o suscepti-

92. Véase ibid.


9i. Véase supra apartado precedente.
94. Repásense, a este respecto, las citas doctrinales y las remisiones contenidas en
este apartado. Véase una objeción del propio Silva Sánchez, 1992, 286-287, a la pos-
tura de Hassemer-Muñoz en este punto. En términos generales, sobre el problema en
la doctrina. Prieto del Pino, 370-396.

136
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

bles de ser responsables de ellos; y la de neutralizar tales conductas


mediante el control social y, dentro de él, el control social penal.
Por otro lado, en los elementos integrantes del subsistema de
control social que es el derecho penal, es decir, las normas, las san-
ciones y el procedimiento de verificación de la infracción de aquéllas
y de la determinación e imposición de éstas'^.
Sobre estas referencias podemos agrupar los principios funda-
mentadores del derecho penal en tres grandes grupos: Los principios
de la protección, que sentarían las bases con las que delimitar los
contenidos de tutela del derecho penal. Los principios de la res-
ponsabilidad, que se ocuparían de los requisitos fundamentales que
deben concurrir en un comportamiento para que se pueda exigir
responsabilidad criminal por él. Los principios de la sanción, que
determinarían los criterios configuradores de las reacciones sancio-
nadoras a la conducta criminalmente responsable'^.
Las próximas páginas habrán de demostrar si esta estructura es
adecuada para poner de manifiesto de una forma suficientemente
comprensiva los contenidos éticos que se derivan para el derecho
penal de nuestro sistema de creencias.

4.1. Los principios de la protección

Pretendo a continuación exponer cuatro ideas básicas relativas a las


pautas que deben regir la elección de los contenidos de tutela por
parte del derecho penal. Me consideraré satisfecho si mediante ellas
logro identificar aquellos principios que serían aceptados de manera

95. La inserción del derecho penal en la teoría del sistema del control social,
como un subsistema más, aunque con especiales características, ha sido una aproxima-
ción metodológica especialmente fructífera. Véanse, entre otros, Pitts-Etzioni, 160-
171; Clark-Gibbs, 153-171; Hassemer, 1981, 293-297; Muñoz Conde, 1985, 36-41;
Diez Ripollés, 1997, 11.
96. Sin duda ha sido Ferrajoli quien más se acerca materialmente a la estructura
por mí propuesta. Su referencia a la pena, el delito y el proceso como las tres constric-
ciones que sufre el delincuente y que hay que justificar corresponde en gran medida a
los tres bloques de principios por mí propuestos. Sin embargo, las diferencias son
también notables: a Ferrajoli le es ajena la idea de los diversos niveles de racionalidad,
de manera que, aunque a los principios que enumera dentro de esas tres grandes refe-
rencias les atribuye un contenido ético —véase supra capítulo III, apartado 2.2—, no
los formula en un contexto que pretenda delimitar principios éticos de principios que
respondan a otras pautas. Por otro lado, el autor coloca en primer lugar los principios
de la sanción, residuo de una fundamentación centrada todavía en exceso en los fines de
la pena, no diferencia entre principios de la protección y de la responsabilidad, y
asigna un lugar propio a los principios procedimentales, que nosotros integramos en
los principios de la responsabilidad.

137
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

generalizada por nuestra sociedad por corresponder a nuestro siste-


ma de creencias y si, al mismo tiempo, no son tan elementales como
para poseer un contenido superficial. Naturalmente estos principios
necesitarán de ulteriores desarrollos conceptuales para aprovechar
todas sus potencialidades, y deberán ser realmente utilizados en un
determinado contexto para que puedan llevar a cabo su función de
identificación de esos contenidos de tutela. Pero ni una ni otra cosa
pertenecen a este lugar, sino a racionalidades subsiguientes en las que
los componentes éticos deberán insertarse.

4.1.1. El principio de lesividad

La sociedad debe protegerse colectivamente frente a conductas que


afectan a las necesidades de la convivencia social externa, conductas
que en tal medida podrían considerarse como socialmente dañosas.
No es éste, ciertamente, el momento de detenernos en el desen-
volvimiento de esta idea'^. Baste ahora con decir que la exigencia de
dañosidad social del comportamiento discrimina frente a otro tipo de
conductas de las que ya no podría predicarse esa cualidad, dado que
no afectarían a la convivencia social externa. En unos casos porque
no obstaculizarían la realización de los planes vitales individuales
ajenos —la autorrealización personal de terceros—, aunque sí po-
drían diferenciarse o incluso contraponerse a las conductas corres-
pondientes a ellos. En otros casos porque, aun incidiendo en tales
planes de vida, se estima que tales incidencias son inherentes a la
interacción social y no exigen ningún tipo de reacción, o al menos
ningún tipo de reacción colectiva. Este problema es tradicional tra-
tarlo como el del deslinde entre derecho y moral'^ —aunque sin duda
no se agota en él—, y quizás deberíamos seguir respetando la termi-
nología. En cualquier caso se ha de tener en cuenta la ambigüedad
del término moral, y más en un nivel como el de la racionalidad
ética^'. De un modo u otro, pienso que la distinción entre ambos

97. Véase, entre otras muchas, posturas divergentes sobre el concepto de dañosi-
dad social en Amelung, 1972, 350 ss., con un enfoque funcionalista; Ferrajoli, 466-
482, desde una perspectiva garantista meramente limitadora; Silva Sánchez, 1992,
268-271, intentando combinar aspectos funcionalistas y personalistas. Una sugerente
crítica al concepto original de Amelung, en Soto Navarro, 146-148.
98. Véase por todos Silva Sánchez, 1992, 268-270.
99. Véase mi punto de vista sobre el papel en la racionaUdad ética de los conteni-
dos morales en cuanto diferenciados de los éticos, supra capítulo III, apartado 3.1. Cf.
asimismo la distinción entre derechg y moral en Habermas, 1994, 135-151, y contra-
póngase a la de Ferrajoli, 203-216.

138
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

conceptos siempre transita en torno al nivel de tolerancia sin reac-


ción colectiva'"" que se está dispuesto a aceptar frente a perturbacio-
nes de las interacciones sociales.
Aunque el criterio de delimitación parece claro, su concreción en
una racionalidad ulterior puede resultar muy problemática. Sin duda
el grado de tolerancia de discrepancias en la interacción social es
muy distinto en la actual sociedad pluralista al que existía en la
sociedad europea de la reforma y la contrarreforma religiosas, por
citar sólo ejemplos occidentales. Pero es que, además, resulta inco-
rrecto presumir que en nuestra sociedad contemporánea hay una
serie de comportamientos externos que merecerían de manera per-
manente el calificativo de «sólo inmorales», y que por eso mismo
serían incapaces en cualquier circunstancia de afectar a la conviven-
cia social externa; muy al contrario, la determinación de lo que debe
quedar fuera del derecho penal en virtud del principio de lesividad
está siempre en continuo movimiento"".
En cualquier caso, se debería evitar la equiparación entre el prin-
cipio de lesividad y el de protección exclusiva de bienes jurídicos. Sin
negar la trascendencia histórica que ha tenido el concepto de bien
jurídico protegido en la transformación de la antijuricidad formal,
propia del estricto positivismo jurídico, en una antijuricidad mate-
rial, lo cierto es que en las últimas décadas se ha abusado tanto de sus
potencialidades que se le puede considerar en buena medida como
un fetiche, cuya sola mención tiene capacidad para justificar casi

100. Entiendo por ella la reacción de una colectividad organizada, y, desde luego,
no pienso en reacciones sólo de naturaleza penal.
101. El movimiento políticocriminal de eliminación de los contenidos inmorales
del derecho penal, que tuvo lugar en Europa occidental y España en los años sesenta,
setenta y ochenta fue en realidad un significativo avance en la configuración de una
sociedad más plurahsta y tolerante. La despenalización de determinadas conductas que
entonces se produjo no respondía siempre a que tales comportamientos eran incapaces
de afectar a la convivencia social externa, como ya tuve entonces ocasión de señalar,
sino a que determinadas incidencias sobre tal convivencia pasaron a ser socialmente
asumibles en la sociedad tolerante y pluralista que se configuraba. Véase Diez Ripollés,
1981, 70-83, 96-99, 112-113, 214-226; 1982, 44-45, 133-136. Quiebros en ese pro-
ceso hacia una mayor tolerancia explican que, con el paso del tiempo, se hayan acep-
tado nuevos tipos penales cuya estructura no difiere sustancialmente de la de preceptos
otrora denostados: si el artículo 432 del código penal, hasta 1988, castigaba a los que
expusieren doctrinas contrarias a la moral pública, el actual artículo 607.2 castiga a
quienes difundan ideas o doctrinas que nieguen la existencia de hechos de genocidio o
pretendan rehabilitar a regímenes que las han amparado. Y algo parecido podría decir-
se de la contraposición entre el viejo artículo 431 de escándalo público y el actual
510.1 en su vertiente de provocación al odio contra ciertos grupos o asociaciones.

139
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

cualquier cosa. La realidad, sin embargo, es que la discusión sobre la


existencia o no de un bien jurídico protegido y cuál sea éste tiene en
muchas ocasiones un contenido puramente nominalista, lo que se
demuestra por su escasa capacidad discriminatoria en temas como las
conductas inmorales acabadas de aludir o la polémica sobre los bie-
nes jurídicos colectivos'"^.
Ello no quiere decir, ni mucho menos, que el concepto de bien
jurídico protegido haya devenido obsoleto, sino que es preciso colo-
carlo en el lugar que le corresponde. Con él disponemos de un ins-
trumento técnico-jurídico, como también lo son los conceptos de
desvalor de acción y de resultado o la estructura categorial de la
teoría jurídica del delito, extremadamente útil, en este caso para
agrupar, organizar y delimitar una buena parte de las aportaciones
éticas y teleológicas que determinan el ámbito de tutela del derecho
penal; además, su correcta configuración es susceptible de ofrecer
prestaciones importantes en otras racionalidades, singularmente la
pragmática y la jurídicoformal. Pero su empleo no puede obviar la
tarea previa de dotarle de contenidos adecuados ni de buscar éstos en
las racionalidades pertinentes. Sólo cuando hayamos logrado tal cosa
dispondremos de una herramienta conceptual con capacidad discri-
minatoria"". E indudablemente la lesividad del comportamiento es
uno de sus componentes éticos'""*.

4.1.2. El principio de esencialidad o fragmentariedad

Identificada la dañosidad social de ciertas conductas, el derecho penal


se percibe en la sociedad como un instrumento de control social cuyo
empleo se reserva para prevenir conductas gravemente perjudiciales.
Esta convicción social se plasma en dos ideas: su especialización en la

102. Véase asimismo una crítica a la sobrevaloración del concepto de bien jurídico
protegido en Silva Sánchez, 1999, 90-91, 98.
103. Véase en el mismo sentido Soto Navarro, 125-126, 241-242.
104. Atribuye a la dañosidad social, aunque no la identifica con la lesividad, la
cualidad de ser componente esencial en la concreción del concepto de bien jurídico
Prieto del Pino, 411-413.
Por lo demás, no deberíamos ignorar que la utilidad del concepto de bien jurídico se
ha desenvuelto tanto o más en términos de aplicación del derecho que de creación del
derecho: ha dado un impulso determinante a la interpretación teleológica de la ley,
pero también a la sistemática e incluso a la histórica, con efectos decisivos en la com-
probación de la tipicidad y en los concursos, entre otros lugares. Naturalmente, toda
esta influencia sólo ha podido ejercerla en tanto en cuanto ha estado también muy
presente en la creación del derecho.

140
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

tutela de los presupuestos esenciales para la convivencia externa y la


limitación de sus intervenciones a los ataques más intolerables a tales
presupuestos imprescindibles"^^. Ambos conceptos suelen incluirse
dentro de la expresión «principio de fragmentariedad»""'.
Un importante sector doctrinal tiende a legitimar este principio a
partir de la naturaleza de la reacción penal, más en concreto, median-
te el resalte de la grave incidencia que la conminación, imposición y
ejecución de la pena tienen sobre los intereses individuales. Se dice
que el derecho penal ha de limitarse a proteger los presupuestos
esenciales para la convivencia frente a los ataques más graves, porque
sus medios de intervención son tan drásticos que es obligado que res-
trinja sus objetivos'"^. A mi juicio, tal modo de argumentar supone
invertir el razonamiento, y es una muestra más del carácter defensi-
vo, incapaz de poner coto a la creación irracional del derecho, que
caracteriza a la perspectiva garantista""*. Hay una pregunta que que-
da en el aire: Si ése es el problema, ¿por qué no se soluciona del
modo más sencillo, esto es, reduciendo sustancialmente el nivel aflic-
tivo de las reacciones penales? Tomada tal decisión podríamos pres-
cindir del carácter fragmentario del derecho penal.
La fundamentación creo que ha de ser distinta. Es la gravedad
de los ataques lo que legitima las duras intervenciones del derecho

105. Se podría alegar que el actual auge del derecho penal simbólico contradiría la
existencia de tales creencias sociales. Nótese, sin embargo, que el aspecto del derecho
pena! simbólico que ahora nos interesa, esto es, aquel por el que con el derecho penal
se va más allá de la protección frente a los ataques más graves a los presupuestos
esenciales para la convivencia —véanse las tres vías de identificación del derecho penal
simbólico en Diez RipoUés, 2001, 16 ss.—, no implica propiamente el cuestionamien-
to por la sociedad de tal punto de partida sino su plena asunción, seguida de una
incorrecta identificación de los contenidos imprescindibles para la convivencia... o,
más frecuentemente, de un aprovechamiento por un legislador oportunista de tales
creencias para obtener otros fines políticos mediante la criminahzación o descrimina-
lización de comportamientos.
106. Locución que no es especialmente afortunada, en cuanto aporta un contenido
semántico indicador de una cierta falta de perspectiva valorativa o de coherencia orde-
nadora, lo que ciertamente no corresponde al uso que del concepto ahora se hace. Su
origen se encuentra justamente en Binding y en la crítica que él realiza al carácter
incompleto de la Parte especial —a él se remite su introductor en España, Muñoz
Conde, 1975, 7 1 ; véase también, entre otros. Octavio de Toledo, 362—. Quizás el
neologismo «esenciahdad» refleje mejor lo que se quiere expresar.
107. Véanse dos buenos análisis sobre la fundamentación doctrinal del principio
de fragmentariedad en García Pérez, 332-336; Prieto del Pino, 374-379. En ellos se
demuestra cómo la doctrina, aunque con terminología muy variada, oscila entre su
conexión a la naturaleza o a los fines de la pena.
108. No vamos a repetir ideas ya expuestas en otro lugar. Véase supra capítulo III,
apartados 1.1, in fine y 4.1.

141
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

penal, y no éstas las que exigen una limitación del ámbito de tutela
de éste. Ante la constatación de que se producen ataques especial-
mente graves para la convivencia parece razonable que la sociedad,
en primer lugar, especialice a uno de los subsistemas de control social
en el afrontamiento de esas agresiones; no tiene sentido que utili-
cemos en tales casos los mismos medios de intervención que para
afecciones sociales de menor importancia. En segundo lugar, tam-
bién parece sensato que mediante ese mecanismo especializado de
control social la sociedad esté dispuesta a llegar donde haga falta
para prevenir tales ataques, a apurar los mecanismos de responsa-
bilidad y sanción socialmente disponibles. El principio de esenciali-
dad o fragmentariedad es, en sus consecuencias, un principio expan-
sivo, no limitador: su repliegue inicial a los objetos de tutela
indiscutibles y afecciones sociales más intolerables lo lleva a cabo
para, a partir de allí, saltar hacia el empleo de todos los medios
accesibles en el Estado de derecho. Limita los objetivos de tutela para
poder ampliar los medios de intervención. Serán otros principios
éticos, por lo general situados en el ámbito de la responsabilidad y
la sanción, los que frenarán la tendencia expansiva de los principios
de la protección, además de ciertos componentes de la racionalidad
ético-política (teleológica) o pragmática que tendremos ocasión de
considerar'"^.
Tampoco resultan convincentes las propuestas de legitimar este
principio desde los fines de la pena. Se sostiene que sólo reduciendo
la intervención penal a la prevención de los ataques más importantes
a los bienes esenciales se logrará tener eficacia en la obtención de los
objetivos de la ley y ser efectivos en su cumplimiento y aplicación.
Un enfoque como éste, de naturaleza cuantitativa y que desplaza la
fundamentación de los contenidos de tutela del derecho penal desde
la racionalidad ética y teleológica a la puramente pragmática, suscita
algunas preguntas de difícil respuesta dentro de sus coordenadas ar-
guméntales: La primera es por qué el criterio reductor ha de ser uno
centrado en la gravedad de las conductas lesivas y no, por ejemplo,
en la frecuencia de aparición de las conductas dañosas, con indepen-

109. Por otra parte, no conviene olvidar que ni siquiera es cierto que el derecho
penal utilice siempre los medios de intervención más duros. Los instrumentos puestos
a disposición del derecho administrativo sancionador han hecho que en ocasiones se
prefiera por el justiciable la sanción penal a la administrativa —como en ciertos su-
puestos de derecho ambiental—, y que ciertas intervenciones civiles sean más temidas
que las penales —como es el caso en la protección del honor—. Pero este problema
nos llevaría demasiado lejos en estos momentos.

142
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

dencia de la importancia del perjuicio social que causen"". La segun-


da plantearía la cuestión de para qué se quiere tener eficacia o efec-
tividad: la pregunta puede responderse tautológicamente, dando lu-
gar a una argumentación circular, algo así como que hay que ser
eficaz y para eso hay que seleccionar los contenidos de protección
que nos permitan ser eficaces. También se puede eludir la respuesta,
remitiendo al decisionismo de un legislador que establece arbitraria-
mente los objetivos de tutela del derecho penal'". O se puede, acer-
tadamente, responder que ello exige una previa justificación de los
contenidos en cuya tutela se quiere ser eficaz. En suma, no se prote-
gen los bienes más importantes contra los ataques más graves porque
sólo así se puede ser eficaz o efectivo, sino que la relevancia de esos
bienes y ataques, determinada mediante parámetros distintos a los
pragmáticos, es el presupuesto de una ulterior exigencia de eficacia
en su protección. Si esta exigencia no se puede satisfacer surgirán
eventualmente renuncias de tutela, pero ya no derivadas de que tales
objetos de protección no responden a ataques importantes a bienes
esenciales para la convivencia que precisamente por eso se desean
proteger.
No creo, por otra parte, que se deba ir más allá en este nivel de
racionalidad en la descomposición de este principio. La distinción
entre conductas lesivas y conductas peligrosas, con las importantes
discrepancias que conllevan ambas caracterizaciones, debe quedar
para una racionalidad ulterior; y la contraposición entre desvalor de
acción y de resultado es un instrumento técnicojurídico cuya utilidad
presupone aún adicionales avances en racionalidad.
Tampoco creo que el principio de subsidiariedad, pese a su im-
portancia, deba tenerse en cuenta en la racionalidad ética, y todavía
menos en estrecha conexión con el principio de fragmentariedad o
esencialidad. Empezando por esto último, la integración de ambos
principios en un metaprincipio de intervención mínima ha originado
muchas confusiones conceptuales en las que algunos hemos caído
durante demasiado tiempo"^. Por otro lado, en el principio de sub-

110. La concentración en las más frecuentes, aunque no tanto como para que su
número tuviera efectos negativos en la eficacia o efectividad de la intervención, permi-
tiría indudables ganancias en términos pragmáticos. Véase también críticamente, en
este sentido, García Pérez, 334-336.
111. Es la extendida actitud positivista, que renuncia a introducir racionalidad en
la creación del derecho, que ya hemos criticado supra reiteradamente.
112. Su creador fue Muñoz Conde, 1975, 59 ss. He utilizado este metaprincipio,
entre otros lugares, en Diez RipoUés, 1981, 84 n. 257; 1997, 12. Una referencia al

143
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

sidiariedad el componente de instrumentalidad es lo suficientemente


predominante como para que sea más aconsejable insertarlo en ra-
cionalidades ulteriores; asimismo, su indudable componente ético
queda reflejado debidamente en el último de los principios de la
protección que vamos a considerar.

4.1.3. El principio de interés público

La identificación de aquello cuya dañosidad social afecta de modo


grave a los presupuestos imprescindibles para la convivencia externa
precisa de un punto de referencia. Éste se obtiene mediante la remi-
sión al interés público. Con ello se quiere decir que los comporta-
mientos frente a los que ha de intervenir el derecho penal deben
afectar a las necesidades del sistema social en su conjunto.
Ello implica dos exigencias: En primer lugar, que estemos ante
conductas cuyos efectos trasciendan el conflicto entre autor y vícti-
ma'". Al derecho penal se le atribuye, frente a otros sectores del or-
denamiento, la función de intervenir cuando el conflicto tiene una
potencialidad de generalización tal que, si no se reacciona de manera
adecuada a él, puede generar unos efectos perturbadores que van más
allá de los que ya produce en la concreta interacción social afecta-
da"''. Dicho en términos simplificados, la pasividad ante el conflicto
pondría en serio peligro la misma pervivencia del orden social"^.
En segundo lugar, implica que ese conflicto que trasciende a la
interacción entre autor y víctima se percibe como socialmente daño-
so desde la perspectiva de los intereses generales, y no desde intereses
exclusivos de ciertos grupos sociales. La determinación del criterio
mediante el que se han de concretar esos intereses generales es un
problema distinto, que veremos en otro lugaí de la racionalidad éti-
ca'"'. Aquí se trata de asegurar simplemente que se atiende a los in-

habitual doble componente del principio de intervención mínima, que él no comparte,


en Silva Sánchez, 1992, 246 n. 284. Han mostrado claramente la diversidad de planos
valorativos albergados en los dos subprincipios del principio de intervención mínima
García Pérez, 332-334, 370, 372-376; Prieto del Pino, 375-376, 396-401; Soto Nava-
rro, 168.
113. Han puesto claramente esto de manifiesto, aunque dentro del concepto de
dañosidad social, Hassemer, 1981, 25; Hassemer-Muñoz Conde, 71.
114. Todas las corrientes funcionalistas, tanto del funcionalismo estructural como
sistémico, han prestado especial atención a este aspecto.
115. Esta exigencia de! principio de interés público no debe confundirse con otro
principio ético, que veremos más adelante, el de neutralización de la víctima, aunque
es indudable su proximidad conceptual.
116. Véase infra capítulo V la discusión sobre el criterio democrático.

144
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

tereses del conjunto social, y no a intereses parciales, ni siquiera a


intereses contrapuestos compatibles.

4.1.4. El principio de correspondencia con la realidad

No sólo es preciso que el interés público condicione la identificación


de las conductas gravemente dañosas para la convivencia social ex-
terna. Es necesario además que esa identificación, como la existencia
de ese mismo interés público, se acomoden a ciertos modos de veri-
ficación de la realidad. En nuestra sociedad está profundamente en-
raizada una determinada forma de aproximación al mundo externo
y, dentro de él, al mundo social. Frente a actitudes mágicas o religio-
sas, ya superadas, predomina una aproximación empírica a la reali-
dad que, si bien inicialmente encontró su desarrollo en las ciencias
naturales, a lo largo de los dos últimos siglos se ha extendido también
al análisis de la realidad social.
En consecuencia, todo análisis de la realidad que abandone ese
plano tropieza necesariamente con una inconsistencia ética. Este prin-
cipio, que se manifiesta de diversa forma también en los dos restantes
bloques de fundamentación ética del derecho penal, vendría a decir
en nuestro ámbito, el de los contenidos de protección, que toda
conducta gravemente dañosa para los intereses públicos en el mante-
nimiento de determinada convivencia social externa ha de ser acce-
sible a su constatación mediante las ciencias empíricosociales"^.

4.2. Los principios de la responsabilidad

Ya hemos señalado en diversos lugares"* cómo los objetivos de tutela


del derecho penal se han decidido garantizar incidiendo sobre uno de
los factores decisivos, pero no exclusivo, en su menoscabo, a saber,
las personas responsables o susceptibles de ser responsables de él. La
instrumentación de esa decisión nos confronta con otro conjunto de
contenidos éticos a respetar, los principios de la responsabilidad.
Ellos reflejan las cualidades esenciales que la sociedad considera que
deben concurrir para que a una persona se le pueda exigir responsa-
bilidad por un comportamiento afectante a tales objetos de protec-

117. Véanse, entre otros, Hassemer, 1981, 19-26; Zipf, 97-100; Ferrajoli, 474;
Diez Ripollés, 1990, 306-307; Soto Navarro, 156, 174-175.
118. Véanse en este mismo capítulo apartados 3.1.2 in fine y 4. La formulación
inicial se encuentra en Diez Ripollés, 2001, 6-7. Una fundamentación de la imputa-
ción parcialmente coincidente, en Hassemer, 1999a, 163-164, 166-167.

145
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

ción. De nuevo aspiro únicamente a acertar en su identificación,


tarea en la que la principal dificultad surge a la hora de tomar la
decisión de lo que debiera integrarse en la racionalidad ética, o dejar-
se para ulteriores racionalidades, pues a decir verdad la gran mayoría
de los principios de la responsabilidad goza de una incontrovertida
aceptación social"'.
Estos requisitos se pueden descomponer en dos bloques: aquellos
referidos a la cualidad del comportamiento mismo, y aquellos alusi-
vos a las condiciones de verificación de su concurrencia. Nos ocupa-
remos separadamente de cada uno de los integrantes del primer blo-
que, y agruparemos los del segundo en un megaprincipio, el de
jurisdiccionalidad, que iremos dividiendo en diversos subprincipios.

4.2.1. El principio de certeza o seguridad jurídica

Mediante este principio se exige que el ciudadano sepa con precisión


en qué circunstancias se le va a exigir responsabilidad, y con qué
consecuencias. Sienta las bases, por consiguiente, para que aquél se
encuentre en condiciones reales de acomodar su comportamiento a
la norma. Y tiene como objetivo evitar la arbitrariedad de los poderes
públicos.
La consistencia ética de este principio está fuera de duda desde,
al menos, la consolidación de las sociedades liberales democráticas
occidentales, y su eventual cuestionamiento ha suscitado siempre
desde entonces un significativo rechazo, hasta el punto de que ni
siquiera en sociedades antiliberales se ha podido contradecir por
mucho tiempo'^". Ha sido precisamente su indiscutible arraigo el que
ha provocado ciertas tendencias doctrinales que han pretendido cons-
truir todo el sistema de responsabilidad penal, incluso el conjunto de
principios del derecho penal denominados garantistas o, si se quiere,
referidos a la validez en contraposición a la utilidad, al amparo de
este principio; ya hemos criticado un poco más arriba tal punto de

119. Resulta ilustrativo al respecto comprobar cómo las diferentes tendencias


metodológicas de la doctrina penal, por muy diferenciados que sean sus puntos de
partida y fundamentación, no difieren apenas en los elementos de la responsabilidad.
Véase una sugerente panorámica de los diferentes sistemas de imputación de res-
ponsabilidad históricamente producidos o conceptualmente posibles en Hassemer,
1999a, 167-184.
120. Véase Cerezo Mir, 1996, 162-167.
121. Véase supra apartado 3.2.

146
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

No es éste el lugar para desarrollar su contenido, ni para poner


de manifiesto la imposibilidad de una plasmación plena del princi-
pio'". Sí es importante destacar, sin embargo, que el principio de
legalidad formal no pertenece a este nivel de racionalidad. Aunque es
habitual colocarlo como algo previo al de seguridad jurídica o inclu-
so integrarlo con él en un único principio, el de legalidad, en realidad
su trascendencia no alcanza el nivel básico de la racionalidad ética.
Sin duda, constituye un componente de legitimación de las demandas
formuladas al ciudadano para que acomode su comportamiento a la
norma que está fuertemente arraigado en nuestra sociedad: expresa-
ría la necesidad de que tal demanda la formule el órgano más cuali-
ficado para velar por los presupuestos esenciales para la convivencia,
el poder legislativo, y que lo haga a través del procedimiento formal
más exigente, la ley. Sin embargo, más allá de su falta de vigencia en
sistemas jurídicos éticamente cercanos al nuestro, como el anglo-
sajón'^^, lo cierto es que la sociedad y, en menor medida, nuestra
cultura jurídica reciente no parecen conmoverse por el socavamiento
que el principio de legalidad formal está sufriendo en diversos fren-
tes, singularmente en el ámbito de las leyes penales en blanco o en la
fiel acogida por nuestro legislador de propuestas normativas de casi
cualquier rango emanadas de la Unión'^"*. Parece, pues, más proce-
dente desplazarlo al nivel ético-político de la racionalidad teleológi-
ca, donde, desde luego, deberá defenderse enérgicamente.

4.2.2. El principio de responsabilidad por el hecho

Este principio quiere asegurar que sólo se exija responsabilidad por


conductas externas y concretas, y se descompone en dos subprinci-
pios, ambos formulados negativamente, el de impunidad del mero
pensamiento y el de impunidad del plan de vida.
El primero determina que las actitudes o decisiones que no se
plasmen en una conducta externa han de quedar libres de cualquier
responsabilidad penal, y tiene como consecuencia, por un lado, que
no se haya de responder por la disposición genérica a delinquir, ni
por la deliberación al respecto, ni siquiera por la mera resolución
delictiva y, por otro, que de los elementos internos que originan o
soportan los actos externos sólo se responde, en diferente medida,
siempre que estos últimos tengan lugar. Entre las diversas fundamen-

122. Véase Cerezo Mir, 1996, 169-170.


123. Véase Cerezo Mir, 1996, 164.
124. Véase al respecto lo dicho supra capítulo III, apartado 1.1.

147
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

taciones del subprincipio hay dos de clara raíz ética'"^: La primera


estaría en estrecha correspondencia con el principio, de protección,
de la lesividad: al igual que sólo consideramos lesivos aquellos com-
portamientos que afectan a la convivencia social externa, dado que
sólo aspiramos a protegernos frente a ciertas perturbaciones de las
interacciones sociales, del mismo modo estimamos improcedente
exigir responsabilidad por actitudes o decisiones que no trascienden
al exterior'-''. La segunda va más allá de la coherencia con lo que se
quiere proteger, y haría referencia a la renuncia propia de una socie-
dad pluralista y secularizada a exigir jurídicamente adhesiones inter-
nas a las normas de convivencia, esto es, a vincular las conciencias
individuales a los objetivos del orden y control sociales'-^.
El segundo previene de que se deba responder por la práctica de
determinadas formas de vida o actitudes existenciales, reduciendo el
objeto de la responsabilidad criminal a conductas aisladas y su singu-
lar proceso motivacional. Consecuencia de ello es que, por un lado,
sólo se pueda pedir cuentas por la realización de comportamientos
concretos, delimitables espacial y temporalmente, y no por haber
escogido un determinado plan de vida o modo de existencia'^'* y, por
otro, que en la valoración de tales conductas no puedan tenerse en
cuenta la adopción de determinadas actitudes existenciales, por muy
desafectas al respeto de la convivencia social externa que sean'-'. La
fundamentación ética de este subprincipio es en buena medida para-
lela al anterior: la protección frente a comportamientos que afectan

125. Otros fundamentos, de naturaleza teleológica —hay gran diferencia entre lo


que uno se plantea hacer y lo que realmente hace, por lo que no se puede valorar del
mismo modo lo que no sale de la conciencia del individuo que lo que sí lo haije— o
pragmática —los problemas de prueba serían insalvables—, quedan en segundo plano
ante éstos.
126. La observación hecha a propósito del principio de lesividad de que no hay
conductas en sí mismas sólo inmorales, esto es, que no puedan afectar a la convivencia
externa, no empece a lo anterior, pues allí nos estamos refiriendo siempre a conductas
externas.
127. Tal pretensión no es contradictoria con las propuestas de resocialización in-
dividual o socialización colectiva que se defienden en el marco de los fines de la pena:
ellas sólo son éticamente admisibles mientras procuren interiorizar las pautas exigibles
de comportamiento externo, pero no cuando aspiren directamente a modificar las
convicciones individuales. Rechaza, indebidamente a mi juicio, tal distinción respecto
a la resocialización individual Ferrajoli, 208, 251-263.
128. Por ejemplo, por haber optado por ser un terrorista, un asesino en serie, un
carterista, un narcotraficante...
129. Por ejemplo, las de ser ui\desalmado, un desleal, un antipatriota, un aprove-
chado frente a incautos...

148
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

a la convivencia social externa está fundada en el objetivo de garan-


tizar unas interacciones sociales que posibiliten en la mayor medida
posible el libre desarrollo de la autorrealización personal de acuerdo
a las opciones que cada ciudadano estime convenientes; no resulta
consecuente con ello pedir cuentas por la elección de ciertos planes
vitales, por más que puedan estimarse en la práctica incompatibles
con el mantenimiento de esa convivencia externa, mientras tal in-
compatiblidad no se concrete en la efectiva realización de conductas
contrarias a aquélla. En segundo lugar, la pretensión de que los ciu-
dadanos renuncien desde un principio a adoptar determinados pla-
nes de vida, debiendo responder penalmente en caso contrario, sien-
ta las bases de una sociedad totalitaria, que pretende garantizar el
orden social básico mediante la privación a los ciudadanos de aque-
llas posibilidades existenciales que justifican precisamente el mante-
nimiento de ese orden social.
Podría pensarse que la vigencia ética de este último subprincipio
es cuestionable, en la medida en que parece resultar socialmente
aceptable, o incluso demandada, la introducción de previsiones lega-
les que tengan en cuenta la habitualidad de la conducta delictiva, la
cualidad de delincuente habitual o la condición de reincidente"". Lo
cierto, sin embargo, es que las justificaciones políticocriminales para
introducir estas figuras procuran en todo momento alejar la sospecha
de que se atiende al carácter disvalioso de ciertos planes de vida o
actitudes existenciales. Al margen de la fuerza de convicción de tales
argumentaciones, ello muestra en todo caso el reconocimiento de la
vigencia del subprincipio que nos ocupa.

4.2.3. El principio de imputación

Mediante este principio se ponen de manifiesto los criterios éticos


por los que un comportamiento externo y concreto, y eventualmente
un suceso a él subsiguiente, se pueden vincular a una persona. Se
divide en dos subprincipios, el de imputación objetiva y el de impu-
tación subjetiva.
El subprincipio de imputación objetiva expresa la necesidad de
que entre la persona y ese comportamiento o suceso se produzca una
conexión objetiva, esto es, que tales hechos sean realizados o produ-
cidos materialmente por ese sujeto. La concreción de esa materiali-
dad se lleva a cabo socialmente en torno a la idea de la causalidad, la

130. Véanse por ejemplo artículos 299, 153, 286.1, 94 o 22.8 de nuestro código
penal.

149
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

cual rige sin duda para la vinculación de un suceso al hecho que le ha


precedido, pero también para caracterizar el comportamiento en sí
mismo, para cuya comprensión, sea como actividad sea como pasivi-
dad, la causalidad natural juega siempre un papel directo o indirec-
t o " ' . Probablemente corresponde también al plano ético una cierta
graduación de esa vinculación objetiva entre el hecho y la persona,
en particular la que se refleja en la distinción entre un comporta-
miento imperfecto y uno consumado, o una conducta de autoría y
una de participación, incluso en la diferente gravedad atribuida con
frecuencia a las conductas activas frente a las omisivas.
Este subprincipio es objeto en racionalidades posteriores de un
notable enriquecimiento, que no es ahora el momento de considerar.
Baste citar la delimitación de la causalidad que se produce con los
criterios de restricción de la imputación objetiva de resultados o con
la teoría de la autoría y la participación'^^.
Por su parte, el subprincipio de imputación subjetiva exige que
esa vinculación objetiva entre el hecho y la persona que lo ha causa-
do pueda atribuirse, de un modo socialmente asumible, a la voluntad
de actuar o no actuar de esa misma persona, a cuyos efectos fija las
condiciones de pertenencia subjetiva de un hecho a quien material-
mente lo ha realizado o producido. Las dos relaciones de pertenencia
generalmente aceptadas son la dolosa y la imprudente, las cuales en
términos éticos marcan la diferencia entre aquello que el sujeto ha
querido, y aquello que el sujeto ha podido evitar. Esa distinción sirve

131. Ciertamente, como puso de manifiesto Welzel, 43, y ha recordado entre otros
Cerezo Mir, 1998, 51, todo comportamiento humano implica la utilización o toma en
consideración de la causalidad. Y ello, preciso yo, con independencia de si del com-
portamiento se deriva causalmente un efecto externo separable de la acción, esto es,
un resultado. Por lo demás, la formulación del texto respecto a la pasividad creo que
podría ser compartida por estos autores.
132. Por lo demás este subprincipio ha tenido en el mismo plano ético alguna
evolución reciente de interés, que también afectaría al principio de protección de la esen-
cialidad o fragmentariedad: es el caso de la relativización de la importancia de la
aparición de, y de la vinculación objetiva a, un resultado separable de la acción. Sin
duda éste sigue teniendo un importante significado ético —recuérdese la frase de
Welzel, 136, respecto al porqué de la casi omnipresente exigencia de resultado mate-
rial en los delitos imprudentes, «la cosa no era tan grave cuando todo ha terminado
bien», lo que él achacaba a un sentimiento irracional—, pero el afianzamiento de lo
que se ha dado en llamar la sociedad del riesgo ha conllevado un resalte ético, tanto en
términos de tutela como de responsabilidad, del comportamiento pehgroso en sí mismo.
Las razones, sin duda, son independientes de aquellas que han impulsado la discu-
sión dogmática sobre la relevancia del desvalor de acción y de resultado, y el papel a
jugar en él del resultado material, pero esto es una problemática que nos llevaría ahora
muy lejos.

150
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

asimismo para marcar una graduación ética a tenor de la diferencia-


da intensidad de pertenencia que corresponde a ambas variantes, que
deberá ser tenida en cuenta al exigir responsabilidad. A la racionali-
dad ética pertenece probablemente también la creencia de que exis-
ten otros componentes subjetivos que matizan o pueden enriquecer
ocasionalmente esa imputación subjetiva. En cualquier caso, la confi-
guración de las diversas modalidades de imputación dentro del dolo
o de la imprudencia, así como adicionales precisiones sobre otros
elementos subjetivos, se habrán de desenvolver cuidadosamente en
ulteriores racionalidades'^^.
Sin embargo, no podemos ignorar que el subprincipio de imputa-
ción subjetiva, con los contenidos acabados de exponer, es un crite-
rio, para los parámetros evolutivos éticos, muy reciente. Hasta hace
no mucho se ha considerado socialmente admisible atribuir un suceso
a su causante aunque no concurriera ninguna relación subjetiva entre
éste y aquél, bastando con que tal relación estuviera presente en un
hecho previo'^'' con el que el suceso en cuestión tuviera una mera
conexión objetiva. La proscripción de la denominada responsabilidad
objetiva es, creo, un firme haber de la actual racionalidad ética'^^, por
más que, dada su reciente consolidación, aún no se ha llevado hasta
sus últimas consecuencias en algunos ordenamientos jurídicos'^^.
Existe otro subprincipio cuya integración en este nivel de racio-
nalidad es discutible, pero que si así se decidiera debería haber pre-
cedido a los dos subprincipios de imputación ya vistos. Me refiero al
principio de personalidad física, el cual tiene en la actualidad'^^ el

133. Por lo demás, resulta quizás ocioso recordar que la agrupación de determina-
dos contenidos éticos en el subprincipio de imputación subjetiva, como en los otros
principios de la responsabilidad que estamos analizando, no tiene efectos determinan-
tes sobre el concreto modelo categorial de responsabilidad que finalmente se adopte.
134. Respecto al que sí se cumplían los requisitos de imputación jurídica, en el
mejor de los casos de imputación jurídicopenal.
135. Resultan muy ilustrativas las investigaciones de psicología evolutiva de Pia-
get, 91-93, 101-145, 156-165, 274-285, sobre el progresivo paso en el niño desde la
responsabilidad objetiva a la subjetiva. Sus descubrimientos los proyecta a la evolución
social, de forma que llega a la conclusión de que existe una estrecha vinculación entre
sociedades autoritarias y vigencia de la responsabilidad objetiva, y sociedades demo-
cráticas y respeto de la responsabilidad subjetiva.
136. Ello se percibe especialmente, y sin perjuicio de otras variantes, en la descon-
sideración, por los delitos cualificados por un resultado más grave imprudente, de la
diversa vinculación subjetiva con el hecho que se da en el dolo y la imprudencia,
desconsideración que aún persiste en muchas legislaciones, aunque no en la española.
Véase en general Diez RipoUés, 1983, 101 ss.
137. La exclusión de los animales como sujetos responsables es un contenido ético
hace tiempo asentado.

151
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

objetivo de excluir como sujeto penalmente responsable a la persona


jurídica. Se trata de un principio que ha perdido la base ética que sin
duda ha tenido durante bastante tiempo. Las transformaciones pro-
ducidas en las sociedades capitalistas avanzadas han hecho que a la
vida cotidiana y a nuestro sistema de creencias se haya incorporado
un nuevo sujeto de la interacción social, los colectivos societarios. La
autonomía por ellos adquirida, y su protagonismo social, conducen
inevitablemente a la superación del subprincipio de personalidad fí-
sica'^". No obstante, la inclusión entre los principios de la responsa-
bilidad de esa nueva realidad ética se ve frenada por la constatación
de que la mayor parte de estos principios se han construido sobre
cualidades propias de las personas físicas, y no es nada fácil reformu-
larlos de modo que puedan acoger a las personas jurídicas sin que al
mismo tiempo pierdan el sustrato ético que les es sustancial. Esta-
mos, por tanto, ante un problema de indefinición ética, con un prin-
cipio que ha perdido su base ética pero que es por el momento
insustituible en ese mismo nivel. Eso le otorga un status ambivalente
y polémico, cuyo campo de análisis más apropiado quizás sea el de la
racionalidad teleológica.

4.2.4. El principio de reprochabilidad o culpabilidad"^

No basta para exigir responsabilidad con que se pueda atribuir sub-


jetivamente a una persona el hecho por ella materialmente realizado
o producido. Es preciso además que se le pueda pedir cuentas por el
proceso de motivación que le ha llevado a tomar la decisión de
realizar el comportamiento. Este principio, que se formula en térmi-
nos negativos y excepcionales, expresa que la sociedad está dispuesta
a renunciar a hacer responsable a una persona de comportamientos a
ella imputables si, en alguna medida socialmente asumible, se puede
afirmar que no pudo evitar tomar tal decisión, o le resultó especial-
mente difícil evitarla.

138. No es, por otra parte, algo nuevo en nuestra historia cultural la atribución
directa de responsabilidad penal a colectivos —pueblos, países, razas o etnias, profe-
siones, grupos— por conductas realizadas por individuos aislados de entre ellos, pero
es cierto que en los tiempos modernos procederes semejantes ya no disponen de fun-
damento ético. Otra cosa es que tengan apoyo político interesado u oportunista.
139. El término más adecuado para referirse a este principio ético es, desde luego,
el de culpabilidad. Sin embargo, este vocablo ha incorporado tal variedad de conteni-
dos semánticos que veo preferible mencionarlo acompañado del término reprochabili-
dad, probablemente abstruso en un contexto ético, pero que evita confusiones a los
penalistas.

152
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

El principio tiene como presupuesto la arraigada convicción ética


de que el ser humano en condiciones normales dispone de un signifi-
cativo margen de libertad a la hora de tomar decisiones. Esta creencia
posee una trascendencia mucho mayor que la que se explícita en este
contexto: sobre tal autocomprensión se han edificado las modernas
sociedades democráticas, que se han trazado como objetivos la pro-
fundización en el ejercicio de las libertades individuales, sean priva-
das o políticas, y el aseguramiento de las condiciones sociales que las
hagan posibles, y cuya estructura y correcto funcionamiento presupo-
ne la existencia de ciudadanos capaces de decidir libremente. Y sobre
ella se asienta en último término el fundamental principio éticosocial
de que todo ciudadano debe asumir la responsabilidad por las conse-
cuencias de su actuar, el cual, además de difundirse por todos los
ámbitos del actuar social, está en la base de la configuración de los
principios de la responsabilidad que venimos considerando. Lo prece-
dente no es obstáculo para que nos encontremos ante uno de los más
claros ejemplos de creencia ética con un débil apoyo ontológico, tan-
to desde una perspectiva teórica como metodológica, lo que plantea
indudables tensiones con el principio también ético de corresponden-
cia con la realidad empírica, presente de un modo u otro en todos los
bloques de principios fundamentadores del derecho penal''"'.
Por lo demás, la concreción de los supuestos excepcionales en los
que la sociedad considera que es aceptable renunciar a la exigencia
de responsabilidad bajo los parámetros de este principio es una tarea
sometida a considerables variaciones históricas y culturales, por lo
que no resulta adecuado llevarla a acabo en este nivel de racionali-
dad''". Sin duda el que estemos ante un principio con problemas de
compatibilidad con análisis empíricosociales de la realidad agrava la
dificultad para estabilizar contenidos.
No procede incluir en este nivel la referencia al principio de
peligrosidad. Este principio, cuyo nacimiento se debe en buena medi-
da a que constituía una alternativa frente a los déficits ontológicos
que mostraba el principio de culpabilidad clásico'''^, empezó real-

140. Véase lo dicho en apartado 4.1.4, y lo que se dirá en próximo apartado.


141. Piénsese en la diversa actitud demostrada en relativamente cortos periodos
de tiempo ante los trastornos neuróticos, las psicopatías, las limitaciones comporta-
mentales derivadas de ciertas intoxicaciones —embriaguez habitual, síndrome de abs-
tinencia...—, la actitud cognoscitiva exigida hacia la norma —desde el error iuris nocet
a la obligada atenuación del error vencible— o la identificación de las causas de discul-
pa.
142. Ese papel lo desempeñó, simplificando mucho, en las escuelas positivas. Véa-
se, por todos, Cerezo Mir, 1996, 96.

153
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

mente a tener importancia práctica cuando se le configuró como un


concepto complementario al de culpabilidad, mediante el cual se
podía asegurar una mayor intervención social sobre ciudadanos que
tenían una especial tendencia a incumplir la ley'**^ y que por eso
mismo eran declarados peligrosos; pero, al adoptar tal función, per-
dió su componente ético para vincularse más bien a la racionalidad
pragmática. Por otra parte, este principio nunca ha dejado de tener
problemas con ciertas referencias éticas, como el respeto a los prin-
cipios de lesividad, seguridad jurídica o responsabilidad por el hecho
en sus dos vertientes'"'"', y ello incluso cuando se le ha formulado en
sus términos más estrictos'''^. A ello se une que sus aportaciones
pragmáticas han sido socavadas por una insuficiente fiabilidad de los
pronósticos y una nunca satisfactoriamente conseguida diferencia-
ción de las medidas que implementaba frente a las penas. De ahí que
se pueda afirmar que la legitimación del principio de peligrosidad ha
descrito un ciclo completo en el último siglo: a su rápida implanta-
ción en los años treinta sigue una consolidación que entra en crisis
mediado el último tercio del siglo y que le ha conducido en su final
a encontrarse fuertemente cuestionado''"'. Sería oportuno reflexionar
sobre él en racionalidades posteriores.

4.2.5. El principio de jurisdiccionalidad

Los principios de la responsabilidad quedarían incompletos si no


atendiéramos, junto a las cualidades que debe poseer el comporta-
miento para que se pueda exigir responsabilidad por él, al consenso
ético existente sobre los procedimientos de verificación de tal res-
ponsabilidad'''^. De nada serviría enumerar las características del com-

143. Esta compatibilización entre culpabilidad y peligrosidad es, como se sabe,


obra de las escuelas intermedias del derecho penal, de las primeras décadas del siglo
XX. Véase, por todos. Cerezo Mir, 1996, 33-34, 99-100.
144. En la medida en que no ha estado claro si el control social debía ir tan lejos,
basarse en datos tan inaprehensibles para el afectado, u orientarse de un modo tan
intenso en hechos futuros y aspectos existenciales.
145. Esto es, referido a ciudadanos criminalmente peUgrosos que ya han acredita-
do su pehgrosidad con la comisión de delitos.
146. De lo que es un paradigmático ejemplo la estricta regulación de la peligrosi-
dad y de las medidas de seguridad llevada a cabo en el código penal español de 1995.
147. La consideración de los principios procesales como un componente más, aun-
que diferenciado, de los principios de responsabihdad se contrapone a la actitud habi-
tual de la teoría que ve el derecho penal como un subsistema de control social (véase
supra nota 96): ésta hace una divisió'n entre norma, sanción y proceso que lleva a incluir
los criterios de responsabihdad junto a los de tutela bajo el amparo del concepto de

154
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

portamiento responsable, si luego pasáramos por alto los criterios a


los que nuestro sistema de creencias atribuye virtualidad para deter-
minar la existencia de esa conducta responsable. Todos ellos creo
que son adecuadamente abarcados bajo el concepto, propuesto por
Ferrajoli, de principio de jurisdiccionalidad''"*.
El primero de los subprincipios es el de monopolio estatal de la
exigencia de responsabilidad penal'"*^. Con este principio la sociedad
rechaza que sean los directamente afectados, o colectivos o grupos a
ellos vinculados, los que determinen la responsabilidad concurrente.
Prefiere desplazar la competencia hacia un tercero institucionalizado,
el Estado, al que permite que se apodere del conflicto, sustrayéndolo
a los inmediatamente implicados o a sus apoyos sociales. Tal decisión
conlleva renunciar a una mayor cercanía en el análisis del hecho y a
una atenta consideración de los intereses de las partes afectadas, pero
lo que resulta éticamente decisivo es la doble pretensión de sustraer
la determinación de la responsabilidad al mero juego de la correla-
ción de fuerzas entre autor y víctima, y de asegurar que se coloca en
primer plano la trascendencia del conflicto para el conjunto de la
sociedad; si lo primero se corresponde con una de las decisiones
fundamentadoras del orden social, para cuyo mantenimiento ha sur-
gido la necesidad del control social, lo segundo es el correlato en el
ámbito de los principios de la responsabilidad del principio de pro-
tección, ya visto, de interés público'^".
Este subprincipio se desenvolverá en ulteriores racionalidades en
diferentes direcciones, que ahora no es el caso considerar'^'. En este

norma, y a tratar separadamente los criterios procesales. Estimo conceptualmente más


clarificadora la estructuración propuesta, que da la debida relevancia a ios principios de la
responsabilidad, en caso contrario ensombrecidos por los criterios de protección, y colo-
ca los principios jurisdiccionales en estrecha relación con su fundamental, aunque no
exclusivo, punto de referencia.
148. FerrajoU, 8-10, 71-73, 546-549, 559, 572-573, incluye, aunque no siempre
de la misma forma, los principios procesales dentro de un principio general de juris-
diccionalidad, que luego divide entre jurisdiccional en sentido estricto y jurisdiccional
en sentido lato, y que en cualquier caso es reconducible en último término al principio
de legalidad.
149. Véase, por todos, Montero Aroca, 1997a, 11-12; 1997b, 15-18, quien califi-
ca tal principio como una opción civilizatoria decisiva.
150. Véase supra apartado 4.1.3. Este principio ha sido agudamente rebautizado
por Hassemer, 1981, 67-72, como principio de neutralización de la víctima; la llama-
tiva plasticidad de tal expresión no debe hacernos olvidar, sin embargo, que para
abarcar plenamente las implicaciones de la idea expuesta en el texto habría que com-
plementarlo con el de contención del autor.
151. Así, creo que desarrollos suyos serán la concreción del monopolio estatal en
el monopolio jurisdiccional y procesal —véase al respecto Montero Aroca, 1997a, 12-

155
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

nivel simplemente se cierra el paso a una estructuración de la deter-


minación de la responsabilidad penal basada en la autotutela —el
tomarse la justicia por su mano— o en la autocomposición sobre la
responsabilidad —negociación sobre los límites de ésta—. Ello no
excluirá, sin embargo, que en niveles inferiores de racionalidad se
admitan ciertas flexibilizaciones de este subprincipio, ligadas casi
siempre a cuestiones de racionalidad teleológica y pragmática, y com-
patibles con su mantenimiento.
El segundo subprincipio exigiría la independencia e imparcialidad
del órgano encargado de determinar la responsabilidad penal, es de-
cir, el juez o tribunal. De entre la rica constelación de exigencias que
se han ido formulando al titular de la jurisdicción creo que estas dos
recogen con precisión las referencias éticas imprescindibles, sin per-
juicio de requisitos adicionales localizados en otras racionalidades.
Mediante la primera se aseguraría que la responsabilidad se determi-
na por un órgano que no depende de ningún otro a la hora de tomar
su decisión, de manera que está en condiciones de aplicar sin someti-
miento a nadie los principios éticos de la responsabilidad así como
aquellos que los desarrollan o complementan. Mediante la segunda se
garantizaría que tal órgano se mantiene en todo momento como un
tercero no implicado en el conflicto sobre la determinación de res-
ponsabilidad, lo que supone que ni es una de las partes enfrentadas ni
tiene relaciones o intereses particulares que le lleven a preferir desde
un principio que la decisión se decante en un determinado sentido'^-^.
El tercer subprincipio consiste en el proceder contradictorio en la
determinación de la responsabilidad. Asegurado que el decisor es
independiente e imparcial, es menester que las partes enfrentadas es-
tén en condiciones de confrontar realmente sus diversos puntos de
vista. A tales efectos puede afirmarse que son exigencias éticas el que
se cuente con una acusación precisamente formulada a la que referir
el debate, una dualidad de posiciones respecto a esa acusación, y unas
mismas oportunidades para defender las respectivas posiciones, que
incluyan las facultades de alegar y probar los puntos de vista propios,
y de conocer y rebatir las afirmaciones de la parte contraria'^^ Resul-

14; 1997b, 18-20—, así como el contenido nuclear del principio de formaüzación
—véanse Hassemer-Steinert-Treiber, 54-62; Hassemer, 1981, 301-303; Hassemer-
Muñoz Conde, 113-122; Silva Sánchez (1992), 250-251.
152. Sobre la importancia y contenido de estos dos principios, véanse, por todos.
Montero Aroca, 1997, 109-115; 1997b, 86-89; Ferrajoli, 548-549, 591-594.
153. Véanse Hassemer, 1981,129-134; Ferrajoli, 619-625, 629-632; Montero
Aroca, 1997a, 14-16, 26-32; 1997b, 25-30, 137-150, autor este último que ¡lega a

156
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

ta fácil apreciar, por lo demás, la cercanía conceptual entre este


subprincipio y, al menos, el principio de certeza o seguridad jurídica.
Los numerosos elementos que se han de insertar en ese proceder
para garantizar este consenso ético pertenecen a otro lugar.
El cuarto y último subprincipio es el de actividad probatoria
empírica. Con él se plantean dos exigencias. Por la primera se requie-
re que la existencia de una responsabilidad criminal y la delimitación
de sus contornos se fundamente en una previa actividad probatoria,
lo que tiene como inmediata consecuencia que no se puedan realizar
afirmaciones o adoptar actitudes que prejuzguen los resultados de tal
actividad; la presunción de inocencia sería una descripción acertada
de tal exigencia'^'*. Por la segunda se plantea la necesidad de que la
determinación de la responsabilidad se ajuste a la verdad material de
lo realizado o sucedido, lo que implica que la actividad probatoria se
lleve a cabo de modo coherente con la aproximación al mundo ex-
terno que corresponde a nuestro sistema de creencias; habrá de aco-
modarse, por tanto, a la metodología de verificación empírica así
como a las reglas de la lógica y argumentación aplicadas a aquélla
vinculadas'^^.
Este subprincipio se desarrolla en ulteriores racionalidades no sin
conflictos, hasta el punto de que opciones asumidas en la racionali-
dad teleológica tropiezan con frecuencia con cierta incomprensión
ética'^''. Es el caso, por un lado, del desarrollo de la presunción de
inocencia, en especial en lo que se refiere a la prohibición de ciertas
intervenciones sobre el ciudadano y la consiguiente ilicitud de las
pruebas así obtenidas; y, por otro, de la resignada aceptación de que
es inalcanzable la verdad empírica en el proceso, dadas sus limitacio-
nes temporales, personales y económicas. Todo ello se concreta, en
el nivel teleológico, en los esfuerzos por acordar un concepto defen-
dible de verdad forense o procesal'^^. Al margen de lo anterior, no se

negar la condición de proceso al sistema inquisitivo, por carecer en especial de estas


cualidades y de las del subprincipio anterior.
154. Inserta igualmente la presunción de inocencia en el ámbito de los principios
sobre la prueba, Montero Aroca, 1997b, 151-164. En alguna medida también Hasse-
mer, 1981, 149-150.
155. Véanse sobre los hace tiempo abandonados sistemas de sometimiento perso-
nal a prueba, en el que destacaban las ordalías, y de pruebas legales, páginas ilustrativas
en Foucault, 1983, 63-88. También, Ferrajoli, 112-115, y Hassemer, 1999a, 159,
162, 172, 177.
156. Aunque no tanta como para cuestionar esas decisiones teleológicas.
157. Son ejemplares al respecto los análisis de Hassemer, 1981, 134-158, y Ferra-
joli, 16-45.

157
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

pueden ignorar ciertas zonas de sombra en el respeto del subprinci-


pio anterior, que tienen que ver casi siempre con inconsistencias que
se arrastran de otros principios éticos: es el caso de las quiebras al
principio de presunción de inocencia que aportan los principios for-
mulados negativa o excepcionalmente'^*, o la imprescindible aporta-
ción de elementos normativos para completar la verificación de la
concurrencia de ciertos principios con déficits ontológicos o acceso
empírico dificultoso'^'.

4.3. Los principios de la sanción

La gravedad de los daños amenazados nos ha llevado a incidir sobre


uno de los factores decisivos en su producción, pero también nos ha
hecho escoger la modalidad de intervención social más enérgica, el
control social penal, que supone el empleo de penas. Su efectivo uso,
sin embargo, se funda en un consenso ético que no se agota —aunque
sí los presupone— en los contenidos éticos que han salido a la luz al
estudiar las otras dos decisiones políticocriminales básicas. En directa
relación con la sanción surgen pretensiones éticas que quieren asegu-
rar que los efectos sociales a conseguir con las penas no van a superar
los límites del ejercicio del poder acordados socialmente, esto es, que
la protección frente a aquellos daños no se desnaturalice mediante un
modelo de intervención penal que termine incidiendo de manera
socialmente inasumible sobre los planes de vida de los ciudadanos""".
De estas exigencias éticas vamos a ocuparnos a continuación"''.

4.3.1. El principio de humanidad de las penas

Este principio concreta los niveles de afección personal que no deben


superarse en ningún caso a través de la sanción penal. Va directa-
mente referido a la naturaleza de las penas a conminar o imponer, o
a su forma de ejecución. Su formulación negativa va pareja a su
contenido incondicionado, de forma que hay ciertas reacciones pena-
les consideradas éticamente inaceptables, con independencia de las
conductas que las hayan originado, los daños sociales que éstas hayan

158. Véanse supra los principios de responsabilidad por el hecho y de reprochabi-


hdad o culpabilidad.
159. Me refiero en especial al principio de imputación y al de culpabihdad. Pero
sobre el tema de la normativización volveremos en otra ocasión. Véase en cualquier
caso una detenida toma de postura en Diez RipoUés, 1990, 297-334.
160. Véase más ampliamente al respecto en Diez Ripollés, 2001, 6-8.
161. Véase una referencia a la dependencia en la elección de los fines de la pena de
la racionalidad vigente en una determinada cultura, en Hassemer, 1981, 264-265.

158
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

producido o los efectos sociopersonales que se quieran lograr con


tales penas'*^.
En agudo contraste con su profundo arraigo en nuestro sistema
de creencias se encuentra la dificultad para concretar sus contenidos.
En primer lugar, porque estamos ante un principio especialmente
sensible a las variaciones que experimenta el mundo de la vida: así,
su adquisición de un lugar preferente entre las exigencias éticas de la
intervención penal, paralela al progreso en la configuración de las
sociedades liberales democráticas""^, no ha impedido que la sociedad
moderna en épocas de crisis se muestre dispuesta a reducir una parte
significativa de sus contenidos; por lo demás, persisten en el mundo
contemporáneo importantes diferencias culturales respecto a lo que
sea una reacción penal inhumana"'''. En segundo lugar, incluso den-
tro del sistema de creencias vigente actualmente en la sociedad euro-
pea occidental aparecen discrepancias significativas en cuanto al con-
tenido del principio de humanidad, tanto respecto a la naturaleza de
la pena como a su forma de ejecución""^. Se puede decir, en conse-
cuencia, que estamos ante un principio ético reconocido, pero pen-
diente de una delimitación consistente. Eso explica que su desarrollo
tenga lugar en gran medida en ulteriores racionalidades.

4.3.2. El principio teleológico, o de los fines de la pena

Bajo este principio se determinan los efectos sociopersonales que se


considera éticamente aceptable lograr con la sanción penal. No va
referido a la pena misma, sino a ciertos efectos a obtener a partir de
ella. Con él se aspira a identificar hasta dónde estamos dispuestos a

162. Sobre esto último véase principio siguiente, infra,


163. Véase una interpretación bien distinta, y digna de consideración, de esta evo-
lución en Foucault, 1978, 15 ss.
164. Véanse también Hassemer-Muñoz Conde, 172-173; Zipf, 41-42; Zugaldía
Espinar, 254-262; von Hirsch, 129-138.
165. Piénsese en las discusiones, respecto a lo primero, y con alcance ciertamente
muy distinto según los casos, sobre los ámbitos residuales de licitud de la pena de
muerte, sobre la cercanía a las penas corporales de medidas de castración de delincuen-
tes sexuales o de psicocirugía en psicópatas, sobre la persistencia de penas infamantes
ligadas a los efectos mediáticos de estigmatización del delincuente, sobre la prolonga-
ción excesiva de las penas privativas de libertad, sobre la problemática relación con la
prohibición de trabajos forzados de penas modernas como el trabajo en beneficio de la
comunidad, sobre el resurgimiento de la confiscación general de bienes en los delitos
de tráfico de drogas y asimilados. Y respecto a lo segundo, sobre el ya tradicional
debate de hasta dónde se puede llegar en la resocialización del delincuente, o sobre la
medida en que el cumplimiento de la pena privativa de libertad lleva aparejados priva-
ciones o límites a otros derechos fundamentales del condenado.

159
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

llegar en la producción de efectos sobre los ciudadanos, con el fin de


satisfacer, mediante el control social penal, las pretensiones de tutela
en el marco de las condiciones de responsabilidad establecidas. El
principio no se ocupa, aunque con frecuencia tienda a verse así"'*', de
cuestiones de efectividad o eficacia, es decir, no trata de poner de
manifiesto qué efectos son los más adecuados para asegurar que las
leyes penales realmente se cumplan o, en su defecto, se apliquen, o
para lograr los objetivos de tutela perseguidos. Tales preguntas, sin
duda de gran trascendencia, pertenecen a niveles de racionalidad
posteriores. Aquí se busca simplemente averiguar las cualidades que
deben poseer los efectos sociopersonales a producir para que resul-
ten aceptables por nuestro sistema de creencias. Una vez que sepa-
mos qué efectos estamos dispuestos a causar, nos preguntaremos cuál
es su efectividad y eficacia en general o en relación con decisiones
legislativas concretas.
La estabilidad ética de este principio es muy alta, hasta el punto
de que se puede decir que sus contenidos son sustancialmente los
mismos a lo largo de toda la civilización occidental. Ciertamente la
discusión sobre los efectos a producir con la pena ha estado en el
centro del debate legitimatorio del derecho penal en muchas épocas,
y singularmente en los tiempos modernos""^. Pero visto con perspec-
tiva histórica es fácil apreciar que en nuestra cultura occidental todo
se ha reducido a cambios de énfasis —en contadas ocasiones tan
radicales como para impedir que los efectos sociopersonales descon-
siderados o desacreditados siguieran jugando un papel cuando menos
complementario—, a reformulaciones, más acordes con la sensibili-
dad ética de cada época, de convicciones persistentes, cuando no a
meros cambios terminológicos.
Podemos sintetizar los contenidos éticos en mayor o menor me-
dida siempre presentes a partir de una serie de referencias fundamen-
tales, en torno a las cuales se distribuirían los efectos sociopersonales
considerados admisibles. Así, presupuestos de los efectos a producir
serían que con ellos se pretenda prevenir directa, indirecta o media-
tamente delitos; que se incida sobre delincuentes reales, potenciales
o simplemente ciudadanos susceptibles de ser delincuentes"*"; que la
pretensión sea impedir materialmente comportamientos, alterar pau-

166. Véase supra en este mismo capítulo, apartado 3.1.1, y capítulo III, apartados
1.1 y 4.1.
167. Sobre sus excesos ya he tenido ocasión de pronunciarme reiteradas veces.
168. Estas dos primeras referencias están estrechamente conectadas, como se pue-
de ver, con las dos primeras decisiones políticocriminales básicas. Véase sobre ellas
supra apartado 4 y Diez RipoUés, 2001, 6-7.

160
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

tas de conducta, producir representaciones mentales, o suministrar


información relevante; y que se trate de efectos que estemos en
condiciones reales de producir mediante la pena""'. A partir de lo
anterior, los efectos podrían consistir en la inocuización del sujeto,
en su resocialización o reinserción, en la intimidación individual o
colectiva, en mejoras de socialización individual o colectiva defec-
tuosa, o en confirmación de pautas de comportamiento, los cuales
podrían tener lugar durante la conminación, la imposición o la ejecu-
ción de la pena, sin que sean supuestos excluyentes. Todos los efec-
tos constituirían un mal, aunque en muy diverso grado según los
casos, para el afectado'^".
Pues bien, tarea decisiva de la racionalidad teleológica será lograr
un acuerdo ampliamente compartido sobre el modelo de interacción
de estos efectos sociopersonales en un determinado ordenamiento
jurídicopenal y en las concretas decisiones legislativas.

4.3.3. El principio de proporcionalidad de las penas

La idea de la proporcionalidad ya ha sido analizada en un apartado


anterior, en el que hemos descartado su utilización como criterio
ordenador de una teoría de la incriminación, la cual vendría a ser
superponible a los principios de la protección''''. Tampoco procede
su empleo dentro del principio teleológico o de los fines de la pena,
donde en ocasiones se le hace servir como elemento que depura las
pretensiones de prevención general o especial'^^ haciéndolas más efi-
caces'^^; ni siquiera creo que tenga la función de elemento contrape-
sador de los fines preventivos de la pena, sea en el marco de las
teorías unitarias de la pena, donde aparece en estrecha conexión
semántica con la idea de retribución o su equivalente'^'*, sea insertada
entre los límites del ius puniendf^^.

169. Exigencia ésta que es el correlato del requisito de correspondencia con la


realidad empírica de los otros dos bloques de principios. Véase supra en este mismo
capítulo apartados 4.1.4 y 4.2.5 in fine.
170. Véase un desenvolvimiento de estas referencias en cada uno de los efectos
sociopersonales admisibles en Diez Ripollés, 2001, 7-14.
171. Véase al respecto apartado 3.1.3.
172. En el sentido de lo que en el apartado anterior hemos llamado efectos inocui-
zadores, resocializadores, intimidatorios individuales o colectivos y consolidadores de
socializaciones defectuosas, también individuales o colectivas.
173. Véanse Gimbernat Ordeig, 1990, 151-153; Luzón Peña, 1979,23-25,38-39,
43-44.
174. Véase Cerezo Mir, 1996, 26-28.
175. Véanse Mir Puig, 1982, 158-159, 163-164; Octavio de Toledo, 366-368.

161
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

El principio de proporcionalidad, como principio independiente


dentro de los principios de la sanción, recoge la creencia de que la
entidad de la pena, esto es, la aflicción que ella origina por su natu-
raleza e intensidad o por los efectos sociopersonales que desencade-
na, debe acomodarse a la importancia de la afección al objeto tutela-
do y a la intensidad de la responsabilidad concurrente. Se trata de un
principio que asegura la coherencia con los otros dos bloques de
principios éticos y, de este modo, aporta un contenido de legitima-
ción significativo a la decisión políticocriminal de haber acudido al
control social jurídicopenal. Si el primer principio de la sanción esta-
blece exigencias incondicionadas y el segundo descubre la utilidad de
la pena, el tercero quiere garantizar que el mal que con ella misma o
con sus efectos se produce guarde relación con la gravedad de lo
dañado y de la responsabilidad por ello.
El principio tiene que atender, ya en el nivel legislativo, dos pla-
nos, que podríamos llamar abstracto y concreto. Por el primero la
entidad de la pena prevista ha de corresponder a la importancia de lo
tutelado y al ámbito de responsabilidad establecido. Por el segundo la
pena debe configurarse de tal manera que permita ser acomodada a
las variaciones que la afección al objeto de protección y la estructura-
ción de la responsabilidad puedan experimentar en el caso concreto.
Es en la racionalidad teleológica donde habrá de lograrse un
acuerdo sobre cuáles pueden ser las pautas mediante las cuales poda-
mos establecer de modo satisfactorio una escala de proporcionalidad
tanto abstracta como concreta.

4.3.4. El principio del monopolio punitivo estatal

Mediante este principio, en gran medida paralelo al subprincipio de


monopolio estatal en la exigencia de responsabilidad'^*, se plantea la
exigencia ética de que no sean los directamente afectados o grupos y
colectivos vinculados a ellos los que determinen la pena a imponer o
controlen su ejecución. Esta demanda puede en ocasiones suponer
cierta renuncia a una mejor comprensión del delincuente y, con fre-
cuencia, cierta desconsideración de los intereses de las partes afecta-
das. Sin embargo, el otorgamiento de esas competencias al Estado
garantiza también aquí que la determinación y ejecución de la pena
se va a sustraer a la correlación de fuerzas existente entre autor y

176. Recoge la distinción conceptual entre uno y otro Montero Aroca, 1997a, 12;
1997b, 17-18.

162
LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

víctima, y que la función pública a desempeñar por la pena, singular-


mente sus efectos sociopersonales, van a ser respetados en los térmi-
nos éticos ya conocidos'^^.
Este principio está sometido a importantes tensiones en la actua-
lidad, aunque no tantas como para que, por el momento, se pueda
entender cuestionado'^". Así, en el plano de la imposición o determi-
nación de la pena cabe señalar, junto a la tradicional y cada vez más
residual existencia del perdón judicial, el auge de las conformidades
durante el proceso, las repercusiones que la introducción de la me-
diación puede llegar a tener en la elección de la pena y los intentos
por que la opinión de la víctima bloquee ciertas decisiones judiciales
sobre la pena más adecuada'^'. En el plano de la ejecución de la pena,
ciertos ordenamientos cercanos a nosotros han instaurado las prisio-
nes privadas; pero en la misma dirección se orientan la aceptación de
centros de internamiento privados para reforma de menores, la remi-
sión de delincuentes, en especial drogadictos, a centros privados de
tratamiento, o la pena de trabajo en beneficio de la comunidad ges-
tionada por organizaciones privadas. También introducen tensiones
las propuestas de atribuir una relevante repercusión punitiva a la
reparación del daño, o las de participación de la víctima en las deci-
siones sobre régimen penitenciario, que en alguna medida van en-
contrando un hueco en nuestros ordenamientos.
Quizás sea conveniente resaltar que estos recientes desarrollos
están en gran medida originados por insuficiencias surgidas en el
nivel de la racionalidad pragmática. En cualquier caso, mientras el
juez siga teniendo la última palabra en la imposición de la pena'"", se
rechace su ejecución directa por particulares y resulten efectivos la
supervisión y control estatales, se podrá entender observado el prin-
cipio ético que estamos considerando.

177. Se puede complementar lo aquí dicho, mutatis mutandis, con lo sostenido en


apartado 4.2.5 al hablar del subprincipio del monopoho estatal en la exigencia de
responsabilidad. También aquí se trata de evitar la autotutela y la autocomposición.
178. Aunque, sin duda, la evolución en el mundo anglosajón ha ido considerable-
mente más lejos que en el vinculado al derecho continental. Véase, respecto al prime-
ro, Garland, passim y, especialmente, 6-20, 109-110, 116-118, 121-122, 143-144,
159, 160-161, 176, 179-180.
179. Sobre lo que ya ha habido en España alguna propuesta prelegislativa.
180. Lo que no es del todo el caso en las conformidades. Véase Gómez Colomer,
1997, 253-261.

163
Capítulo V

LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA


MÁS ALLÁ DEL SISTEMA DE CREENCIAS

1. Contornos del problema

La racionalidad ética de la legislación penal no concluye con el respe-


to de una serie de principios estructurales que se distribuyen en torno
a las ideas de protección, responsabilidad y sanción. Al plano ético
pertenece igualmente la identificación del criterio que ha de legiti-
mar, en el desarrollo de las subsiguientes racionalidades, la adopción
de concretas decisiones controvertidas, cuando éstas ya no se pueden
apoyar en el consenso propio del sistema de creencias'.
Vistos ya aquellos principios estructurales^, corresponde ahora
determinar cuál haya de ser este criterio. La cuestión se centra en
precisar qué punto de referencia y consecuente modo de proceder
puede estimarse que cuenta con el respaldo de nuestro sistema de
creencias a la hora de tomar decisiones colectivas vinculantes cuyos
contenidos ya no pueden basarse en esas creencias compartidas. Se
trata, pues, de decisiones que tienen que afrontar la presencia en la
colectividad de creencias contrapuestas o, al menos, no coincidentes,
de intereses personales o grupales muy diversos, de apreciaciones
pragmáticas diferenciadas, etc. Y lo que vamos a pretender no es
identificar las decisiones concretas a tomar en cada caso, algo que

1. La estructuración de la racionalidad legislativa en cinco niveles, algo que


también se fundamenta en la racionalidad ética, no va a ser por el momento objeto de
análisis. Sobre los contenidos de la racionalidad ética, véase supra capítulo III, aparta-
do 3.1.
2. Véase supra capítulo IV.

165
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

queda para racionalidades ulteriores, sino el criterio que preste, pre-


cisamente por su arraigo ético, validez o legitimidad a las decisiones
que se adopten en consonancia con él.
El mismo hecho de que debamos dedicar un buen número de
páginas a debatir sobre su configuración, apreciándose una notable
pluralidad de opiniones al respecto, nos indica que estamos ante un
criterio éticamente problemático. Ello puede resultar sorprendente si
de lo que se trata es de encontrar un criterio con apoyo ético, es
decir, sustentado en el sistema de creencias y no sometido a discusión
en principio. La hipótesis subyacente a toda mi exposición será, sin
embargo, que las propuestas existentes diversas a la que yo voy a
defender, o bien carecen de apoyo ético y son, en consecuencia inde-
fendibles, o bien constituyen formulaciones incompletas o sesgadas
de las creencias vigentes al respecto en nuestra sociedad.
Como ya he señalado en otros lugares', la frecuencia de utiliza-
ción del criterio variará notablemente según la racionalidad en la que
nos encontremos, resultando de primordial importancia en la racio-
nalidad teleológica o en la interrelación entre las cuatro racionalida-
des. Cuanto más firmes o ricas sean las bases consensúales de una
determinada racionalidad, como es el caso de la racionalidad lingüís-
tica y, en menor medida, de la pragmática, más limitado será su uso.

2. Los criterios ideales

Una primera posibilidad de configuración del criterio atiende a lo


que podríamos denominar un punto de referencia ideal o apriorísti-
co. Se parte de que los contenidos de las diversas racionalidades
están predeterminados por las exigencias derivadas de un determina-
do modelo de sociedad, históricamente condicionado desde luego,
pero que, una vez situados en él, no ofrece alternativas, o las limita
considerablemente. Este enfoque da lugar a que un gran número de
decisiones legislativas relevantes haya de quedar desde un principio
exento de una confirmación sociológica, sea aquella derivada de las
realidades sociales existentes, sea la que procede de las opiniones
sociales efectivas, por lo menos mientras no se renuncie al manteni-
miento o establecimiento de ese modelo de sociedad. Con alguna
frecuencia este punto de vista resulta enmascarado mediante la utili-
zación de arquetipos referidos a imágenes personales o colectivas
ideales, que permiten aparentar la vinculación de las opciones selec-

3. Véase supra capítulo III, apartado 3.1.

166
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

cionadas con las decisiones que hubiera adoptado directamente la


sociedad si se le diera oportunidad para ello; remisiones a la «perso-
na media», al «ciudadano de orden», al «hombre normal», a las «ca-
pas sociales cultas»... cumplen esta función**.
La trascendencia de esta tesis varía significativamente según se
aspire a agrupar en torno a ella todos los contenidos de la racionali-
dad legislativa penal, se pretenda fundamentar sobre aquella premisa
un núcleo básico de principios limitadores del arbitrio social a la
hora de conformar la política criminal y el derecho penal, o se reduz-
ca su virtualidad a la configuración de determinadas decisiones incri-
minadoras.
Sobre esta última pretensión, es decir, los intentos por estructu-
rar un cierto sector incriminador de conductas en función de algún
criterio ideal, ha habido ejemplos muy llamativos, entre ellos el dere-
cho penal sexual. Sin embargo, la proyección limitada de estos su-
puestos sobre el conjunto de la racionalidad penal, objeto de nuestro
estudio, y el haberme ocupado de ello ampliamente en otro lugar,
aconseja que lo dejemos ahora fuera de consideración^.
Ferrajoli constituye a mi juicio un buen ejemplo de fundamenta-
ción apriorística del núcleo decisional esencial del derecho penal.
Así, considera que existen unos derechos naturales de la persona,
originarios, previos al estado y al derecho, que se plasman en los
derechos fundamentales, y cuyos contenidos han sido identificados
por la tradición ilustrada y liberal de los siglos XVII y xviii, a partir de
orientaciones ideológicas complementarias''. Estos derechos natura-
les son el presupuesto de todo pacto político, de modo que el estado
de derecho, cuya justificación reside en la protección de tales dere-
chos, es previo al estado democrático, pues primero hay que deter-
minar lo que no puede ser sometido a discusión, ni siquiera por
mayoría. A medida que el estado de derecho se consolida, logra
positivizar, constitucionalizar, tales derechos naturales, los cuales
pueden desempeñar entonces una función de legitimación interna
—desde dentro del ordenamiento jurídicoestatal—, del estado y del
derecho. Justamente el principio de estricta legalidad sería el supra-

4. Como también la cumplen, en relación a unas realidades sociales que quedan


sin verificar, las referencias a unos pretendidos «elementos constitutivos de nuestra
sociedad» o expresiones equivalentes.
5. Véase Diez Ripollés, 1981, 119-136, 156-163, 175-183.
6. Entre ellas cita las doctrinas de los derechos naturales, del contrato social, de
la filosofía racional, de la división de poderes, del positivismo jurídico y concepciones
utilitarias.

167
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

concepto encargado de acoger dentro de sí al conjunto de principios


jurídicopenales que derivarían de esos derechos fundamentales. En
todo caso, persiste la necesidad de mantener un plano de legitima-
ción externa del estado de derecho, que nos permita deslegitimar
desarrollos incorrectos de éste, y cuyas pautas valorativas seguirán
siendo esos derechos fundamentales originarios, que en todo mo-
mento han de ser inmunes al criterio de las mayorías.
Por otra parte, esos principios penales derivados de los derechos
fundamentales protectores de la persona buscan el mayor grado de
racionalidad en una sola dirección, mediante la limitación del ius
puniendi estatal. Esto es, son propiamente incapaces de legitimar
positivamente la intervención penal estatal, limitándose a deslegiti-
mar lo que va contra los derechos fundamentales. De ahí que no haya
principios que legitimen la justicia de un sistema de prohibiciones
penal, incluso si se cuenta con el apoyo de las mayorías, pues éstas se
limitan a expresar la concordancia con los valores o intereses domi-
nantes, pero no la justicia de la decisión''.
Silva Sánchez, a mi entender, proyecta el criterio ideal más allá
del núcleo básico del derecho penal, y se sirve además de un arque-
tipo colectivo. Para este autor la determinación de las premisas valo-
rativas del derecho penal y el control de la racionalidad de éste se
logran mediante el consenso intersubjetivo entre la comunidad cien-
tífica; el punto de referencia no pueden ser las demandas o convic-
ciones sociales, que son irracionales, están cargadas emocionalmente
y cuyo seguimiento daría lugar a un enfoque autoritario. Por otro
lado, ese consenso de la comunidad científica tampoco puede trans-
formarse en una cuestión de amplias mayorías, las cuales pueden
haberse logrado irracionalmente. Se trata más bien de que el colecti-
vo científico sea capaz de desarrollar unas condiciones materiales de
argumentación —y no sólo formales en el sentido discursivo— que
permitan aspirar objetivamente a un consenso. Se trata, en suma, de
descubrir las reglas o principios que otorgan la racionalidad jurídica.
A tales efectos el punto de referencia es el ideal normativo de la
sociedad, un deber ser que va por delante de las tendencias sociales.
En consecuencia, en la identificación de las premisas valorativas del
derecho penal hay que acudir a criterios de filosofía jurídica. Éstos
tendrán la última palabra, por más que deban formularse atendiendo
a los valores socioculturales históricamente vigentes en nuestra socie-

7. Véase Ferrajoli, S-6, 67-71, 217-218, 347-362, 460-465, 897-901, 907-909,


922-929, 933-935.

168
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA

dad, y con especial respeto a los contenidos constitucionales, que


expresan, aunque de una manera vaga e imprecisa, el consenso valo-
rativo obtenido en nuestra colectividad. Por último, todo el conjunto
de decisiones valorativas tendrá como límite el derecho positivo y
ciertas estructuras ineludibles de la realidad*.
Dentro de sus diferencias, las posturas de los dos autores acaba-
das de esbozar coinciden en la asignación a un determinado ideal
normativo social de la competencia para determinar los contenidos
de la racionalidad jurídicopenal. Ciertamente Ferrajoli tiende a colo-
car tales contenidos en un contexto menos condicionado histórica-
mente que Silva, en cuanto que los vincula a un conjunto de tradicio-
nes teóricas que permanecerían culturalmente estables desde hace
más de tres siglos', mientras que el autor español insiste en su carác-
ter histórico y mediado por determinados límites jurídicopositivos y
de aceptación por la comunidad científica. Pero ambos comparten la
idea de que estamos ante componentes previamente dados, apriorís-
ticos, que la reflexión jurídicopolítica o jurídicofilosófica se ha de
limitar a descubrir.
Así las cosas, cabría pensar que la referencia de estos autores a
ese ideal normativo social no es otra cosa que una remisión al nivel
de racionalidad ética que con tanto ahínco vengo defendiendo en
capítulos precedentes. De hecho, ya hemos tenido ocasión de mos-
trar cómo el conjunto de principios negativos y limitadores de Ferra-
joli puede estimarse vinculado a ese tipo de racionalidad'", y las
propuestas de Silva, más ambiciosas en cuanto a los contenidos, po-
drían también eventualmente remitirse a tal nivel de racionalidad. Si
así fuera, no estaríamos más que ante una aproximación diferente de
la por mí propuesta a las bases éticas del derecho penal.
Pero si diéramos por buena tal interpretación cabría hacer la
siguiente reveladora objeción: para estos autores esos fundamentos
éticos no se identifican con el sistema de creencias compartido en
una sociedad, muy al contrario, las convicciones sociales son necesa-
riamente irracionales, en el caso de Silva, o no tienen capacidad para
identificar los contenidos de justicia, en el caso de Ferrajoli. Las bases

8. Singularmente la concepción del ser humano como persona portadora de


derechos inalienables. Véase sobre todo lo anterior Silva Sánchez, 1992, 111-114,
133-134, 138-140, 162-171, 173-174, 193-195, 233-236, 240-241, 259-260. Véase
también Silva Sánchez, 1999, 75-82.
9. Y que en último término se habrían limitado a identificar unos derechos natu-
rales siempre existentes.
10. Véase supra capítulo III, apartado 2.2.

169
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

éticas de nuestra sociedad se encontrarían ya formuladas teóricamen-


te y los científicos sociales se habrían de limitar a ponerlas de mani-
fiesto sin preocuparse de que contradijeran las opiniones sociales al
respecto. Este concepto de racionalidad ética, sin embargo, no puede
compartirse. Ante todo, porque se desvincula del mundo de la vida y
de las creencias sociales, y carece en consecuencia de legitimación
por falta de apoyo social. Además, porque ignora que la racionalidad
ética se encuentra sometida a continuas aunque lentas y paulatinas
modificaciones, reflejo de las que se producen en el sistema de creen-
cias, y el punto de vista criticado ni reconoce tal cosa ni podría
ofrecer instrumentos metodológicos para su averiguación".
Si, más allá de lo anterior, de lo que se trata es de encontrar una
referencia valorativa que resulte operativa fuera de la racionalidad
ética, el criterio ideal defendido por estos autores tiene dos insufi-
ciencias especialmente relevantes. Por un lado, estos autores manejan
un concepto de sociedad que pasa por alto la pluralidad de nuestras
actuales colectividades. Es cierto que es necesario identificar un sus-
trato ético —por más que no comparta el modo como ellos lo ha-
cen—, pero no podemos limitarnos a remitir cualesquiera decisiones
políticocriminales a ese substrato, pues no está en condiciones de
suministrar la respuesta a todas las preguntas. Es menester asumir el
hecho de que nos encontramos ante sociedades pluralistas, con dife-
rentes actitudes éticas una vez superado un fondo común, con intere-
ses contrapuestos y visiones pragmáticas distintas, y precisamos de
un criterio que nos guíe en tal contexto social, aquel en el que ya
hemos salido de lo indiscutido'^.
Por otro lado, y vista la objeción anterior desde otra perspectiva,
la pretensión de que las decisiones adoptadas en los niveles de racio-
nalidad legislativa ulteriores al ético deban deducirse directamente de
un modelo ideal de sociedad pasa por alto la riqueza estructural de
cada una de esas racionalidades y la imposibilidad práctica, y también
teórica, de reducirlas a aspectos que se hayan dilucidado en una de-

11. Véase mi punto de vista supra capítulo III, apartado 3.1, y capítulo IV, apar-
tado 2.
12. Por lo demás, supondría una confusión de planos pensar que los principios de
la protección, y singularmente el de esencialidad o fragmentariedad, nos obligan a
renunciar a intervenciones sociales cuando no hay acuerdo sobre cuál deba ser su
configuración. Así, el principio de esencialidad exige que los objetos de tutela consti-
tuyan presupuestos esenciales para la convivencia externa y que se les ataque de mane-
ra intolerable, pero no dice cuáles sean ésos o de qué agresiones estamos hablando, ni
garantiza que sea fácil lograr un acuerdo al respecto. Sobre estos principios, véase
supra capítulo IV, apartado 4,1.

170
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

terminada concepción filosóficojurídica o en un sistema de creencias


compartido. Necesitamos de un criterio más flexible que nos permita
seguir avanzando y profundizando en la racionalidad legislativa'^.

3. Los criterios expertos

3.1. El criterio científico-tecnocrático

La tradicional formulación de estos criterios se identifica con un


enfoque científico-tecnocrático, en virtud del cual la progresiva con-
formación de los contenidos del derecho penal se fundaría directa-
mente sobre las conclusiones derivadas de la investigación empírico-
social. Las ciencias sociales que se ocupan de esta actividad, mediante
el desarrollo de sus análisis de la realidad colectiva, pondrían de
manifiesto las necesidades objetivas de la sociedad a satisfacer por la
política criminal, evaluarían las consecuencias sociales que se deriva-
rían de las diferentes formas de intervención disponibles e identifica-
rían los modos e instrumentos con los que se habrían de llevar a cabo
las intervenciones estimadas procedentes. La legitimidad de sus deci-
siones estaría vinculada a su nulo o escaso condicionamiento por
esquemas valorativos previos, de modo que sus propuestas podrían
reclamar a su favor una neutralidad valorativa y un carácter científi-
co, ligados a la aproximación empírica realizada, que les otorgaría
una ventaja comparativa respecto a cualesquiera otros criterios de
determinación de los contenidos de la racionalidad legislativa penal''*.
Las críticas a este modo de proceder son conocidas, y no merece
la pena que nos detengamos demasiado en ellas. Ante todo, su pre-
tendida neutralidad valorativa no resulta convincente, ya que parte
de un determinado, aunque latente, modelo de sociedad, cuyo ocul-
tamiento le permite descalificar a las restantes alternativas, a las que
tacha de irracionales con el argumento de autoridad de que no se
basan en datos empíricos. Por otro lado, por muy contrastados que

13. Véase, en contra de estos enfoques ideales, argumentos adicionales preocupa-


dos de forma especial en objetar las tendencias a identificar los objetos de protección
penal a partir de ellos, y en desenmascarar lo que suele haber detrás de los arquetipos
personales y colectivos, en Diez RipoUés, 1981, 175-183; 1997, 16-17. Véase igual-
mente una valoración crítica de la correspondencia con la realidad social de los arque-
tipos utilizados por el derecho, en Luhmann, 322-323.
14. Véanse referencias a esta postura en Diez RipoUés, 1981, 153-156, 168-174;
1997, 16; Zipf, 9, 12-13; Amelung, 1980, 20-21. En un contexto más amplio, Bee-
tham, 73-74.

171
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

estén los datos de la realidad social, de ellos no derivan en una


relación lógica necesaria determinadas decisiones políticocriminales,
a no ser que aceptemos incurrir en una falacia naturalística, pues del
ser no deriva el deber ser. En realidad, el análisis previo de la reali-
dad social constituye un elemento primordial para sentar las bases de
una discusión fundamentada sobre los contenidos de la racionalidad
legislativa —y dada la actual práctica políticocriminal siempre será
poca la insistencia que se haga al respecto—, pero la disponibilidad
de tales materiales no va a impedir el carácter valorativo en último
término de la decisión que se tome. Por último, dejar en manos de
los resultados científicosociales y de sus intérpretes la configuración
del derecho penal contradice los postulados de una sociedad pluralis-
ta y democrática, en cuanto elude la socialmente atribuida capacidad
de decisión y autorresponsabilidad de los ciudadanos, a los que sus-
trae la decisión sobre aspectos esenciales de la organización de la
vida colectiva. Pero con la aparición de los intérpretes sociales entra-
mos en otro ámbito de discusión, del que nos ocupamos a conti-

3.2. El criterio elitista

Una variante especialmente significativa de los criterios expertos es


aquella que atiende no tanto a la cualidad del conocimiento a partir
del cual se han de tomar las decisiones políticocriminales cuanto a los
agentes sociales que deben formularlas. Ello le permite eludir una
buena parte de las críticas hechas a la variante científico-tecnocráti-
ca, ya que no se pretende negar la presencia de puntos de partida
valorativos, y al mismo tiempo puede contrarrestar ciertas evolucio-
nes populistas en el proceder legislativo penal que suscitan especial
preocupación. Podemos quizás denominarla la variante elitista de los
criterios expertos.
No es extraño que una de las posturas más consecuentes al res-
pecto haya surgido en Estados Unidos, donde el condicionamiento
de la legislación penal por la plebe y los medios es especialmente
marcado. Zimring-Hawkins-Kamin y Garland han destacado la con-
figuración populista de la política criminal que se ha asentado en los
Estados Unidos y, en menor medida, en Gran Bretaña: la política
criminal, en sus diferentes planos de creación del derecho, aplicación

15. Véase también Diez RipoUés, 1981, 183-192, ampliamente y con numerosas
referencias; 1997, 16. Críticas equivalentes en Silva Sánchez, 1992, 96-97; Zipf, 9,
12-13; Amelung, 1980, 20-21; Beetham, 69-75, entre otros.

172
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

judicial y ejecución penal, ha dejado de ser considerada una ciencia


social desarrollada por expertos, para convertirse en una materia
cuyos contenidos son directamente sometidos a la consideración po-
pular. A partir de la confluencia de muy diversos factores que ahora
no nos podemos entretener en analizar'*, se ha producido la elimina-
ción de fases intermedias expertas a la hora de tomar decisiones
políticocriminales, de modo que éstas resultan de la interrelación,
por un lado, de grupos de presión de víctimas y colectivos simpati-
zantes de ellas, o de los medios de comunicación y, por otro lado, de
gobernantes y parlamentarios que han descubierto tanto la descon-
fianza popular hacia los expertos como las ganancias políticas que
derivan de atender sin mediaciones a las demandas mediáticas o
populistas. Eso ha fomentado la promulgación inmodificada de ini-
ciativas legislativas populares, la privación a los jueces de casi todo su
arbitrio a la hora de la imposición de la pena, y la desposesión de
cualesquiera facultades discrecionales a los encargados del régimen
de cumplimiento de las penas'''. Las consecuencias de todo ello se
pueden resumir en un desmesurado uso del control social jurídico-
penal, cuya intensidad se revela, además de ilegítima, innecesaria"*.
El desafío residiría, según Zimring-Hawkins-Kamin, en ser capa-
ces de legitimar que la creación y aplicación del derecho penal debe
quedar fuera del control democrático directo, y que ha de confiarse a
cuerpos expertos. Éstos, comisiones legislativas especializadas" y jue-

16. Los he analizado detenidamente supra capítulo II, apartados 3.4.2 y i.S.
Véanse también las referencias que hago al final de este párrafo, infra.
17. Véanse ampliamente sobre este fenómeno Zimring-Hawkins-Kamin, 11-16,
179-180,231-232; Garland, 13-14, 20,133-134, lAl-lA^, 145-146,150-152,171-173.
18. De nuevo los autores que acabamos de citar —ibid.— lo han puesto amplia-
mente de manifiesto. Quizás conviene brevemente mencionar algunas reflexiones de
Zimring-Hawkins-Kamin: las decisiones legislativas populares son irremediablemente
rígidas en sus contenidos, escasamente adaptables a la plural realidad que han de aten-
der, a lo que se une su difícil reforma posterior; el establecimiento de marcos penales
fijos, al partir de imágenes genéricas del delito y del delincuente, tomar siempre como
presupuesto el peor de los casos, y prescindir indebidamente de los beneficiosos efec-
tos sociales que permite crear la distinción entre pena nominal y pena real, produce
efectos distorsionantes, sin que ello suponga acomodarse a la actitud punitiva popular
subyacente; en realidad, de las opiniones populares se tiende a deducir políticocrimi-
nalmente más cosas de las que realmente expresan, pues ellas no van más allá de pro-
nunciamientos genéricos y poco matizados sobre los delitos y los delincuentes y están
dispuestas a tolerar decisiones de los poderes públicos que no coincidan necesariamen-
te con sus puntos de vista, sin que ello repercuta negativamente sobre los efectos pre-
ventivogenerales. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 188-189, 192-203.
19. Algo similar a nuestras comisiones parlamentarias con competencia legislati-
va plena.

173
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

ees, ya no se sentirían obligados a reflejar los sentimientos populares,


y se esforzarían por realizar aproximaciones racionales a la criminali-
dad. La protección de la democracia exigiría precisamente huir del
control popular de las decisiones políticocriminales. En nuestras de-
mocracias ya existen algunas instituciones esenciales configuradas con
el declarado propósito de eludir el control popular mediante técnicas
de delegación que crean órganos inmunes a las influencias externas.
El caso paradigmático son los bancos centrales. La principal razón de
su existencia no reside en que se necesite un especial conocimiento
técnico a la hora de tomar las decisiones que les son propias, ni siquie-
ra la conveniencia de que estén en condiciones de eludir las exigencias
gubernamentales de intereses bajos para reducir la carga de la deuda
pública; la auténtica razón está en la necesidad de contrarrestar las
preferencias populares por políticas expansivas y, por tanto, inflacio-
nistas, que los agentes políticos se muestran con frecuencia oportunis-
tamenre dispuestos a apoyar, y que la población desea sin darse cuenta
de su escasa eficacia y de que producen más daños que ventajas.
Pues bien, del mismo modo que los bancos centrales no surgie-
ron como corolario de una determinada teoría de la democracia, sino
con el fin de salvaguardar cierta política monetaria, la política crimi-
nal experta nacería con la pretensión de lograr moderación en los
niveles de intervención penal. Su implantación no debería exigir un
consenso popular explícito, podría bastar con uno implícito, en la
medida en que se fuera capaz de evitar reacciones adversas entre la po-
blación. Ello ciertamente será más fácil en sociedades donde la creen-
cia en la necesidad del conocimiento experto a la hora de diseñar la
política criminal no haya sido aún profundamente socavada por la
reciente evolución populista^".
Frente a una toma de postura tan contundente a favor de la
variante elitista, queda necesariamente en segundo plano la extendi-
da actitud que podríamos denominar moderada de esta variante, a la
que ya nos hemos referido de pasada en otro lugar^'. Se trata de
posturas doctrinales más reveladoras por lo que no dicen que por lo
que dicen. El enfoque elitista que destilan deriva más bien de sus
continuas referencias a una cultura jurídica o una comunidad cientí-
fica que es la encargada de identificar los contenidos del derecho
penal, incluso más allá de sus elementos básicos, y que es poseedora
de las pautas que permiten advertir cuándo las convicciones sociales

20. Véanse Zimring-Hawkins«Kamin, 15-16, 203-209.


21. Véase capítulo IV apartado 2 in fine.

174
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

mayoritarias, pese a su trascendencia en la determinación del dere-


cho penal, no deben ser atendidas debido a su irracionalidad o, en
ocasiones, deben ser modificadas en lo posible^^.
Llegada la hora de valorar las posturas precedentes, es de justicia
reconocer que no se pueden formular hoy en día criterios legitima-
dores de los contenidos del derecho penal sin prestar la debida aten-
ción al incontenible avance en nuestras sociedades de las diversas
modalidades de populismo. El que las sociedades europeas occiden-
tales no hayan alcanzado —¿aún?— los niveles hace ya algún tiempo
consolidados en Estados Unidos no debería llevarnos a descartar apre-
suradamente las propuestas para contrarrestar su influencia que allí
se formulan. Pero, del mismo modo, hemos de eludir la tentación de
atribuir sistemáticamente a las propuestas populares o mediáticas un
carácter irracional; además de lo injustificado que con frecuencia
resulta tal calificativo^^, deberíamos ser conscientes de que una des-
calificación permanente de las opiniones populares cuestiona direc-
tamente el modelo de sociedad democrática y pluralista con el que
nos identificamos y por cuya preservación nos esforzamos^''.
Habría que empezar por relativizar adecuadamente los criterios
elitistas desde la misma perspectiva que ellos cuestionan a los enfo-
ques populistas, esto es, desde el riesgo de su irracionalidad: no
resulta difícil percibir que las propuestas expertas, dado el lugar que
suelen ocupar sus formuladores en la escala social, tienden a ser
especialmente proclives a las sugerencias provenientes de los poderes
públicos o de agentes sociales influyentes; por lo demás, los intereses
corporativos, conectados a la defensa de su status profesional, cons-
tituyen un sesgo siempre a considerar. Bajo esos presupuestos, así
como cuando se produzcan confrontaciones racionales entre las al-
ternativas expertas y las populistas o mediáticas, precisamos de un
criterio legitimador que supere unas y otras perspectivas".
Eso no puede implicar, como ya hemos recordado en el apartado
anterior, el arrumbamiento de las aportaciones provenientes de las
élites jurídicas y científicosociales, ni su colocación al mismo plano

22. Véanse las referencias contenidas en la remisión de nota anterior. En cualquier


caso, ya hemos tenido ocasión de ver en apartado anterior cómo la postura de Silva
Sánchez, incluida en la referencia indicada, pese a sus continuas referencias a la activi-
dad de los expertos jurídicos, en reahdad adopta más un criterio ideal que uno experto.
23. Véase al respecto mi punto de vista en Diez Ripollés, 2001, 12-13. También
Rubin, 2001, 317-318.
24. Sobre esto véase más adelante infra.
25. Véanse también, sobre algunos de estos argumentos, Rubin, 2001, 317-318;
Beetham, 88-90.

175
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

que las propuestas populistas. Pero la vía para reforzar su merecida


y determinante influencia en las decisiones políticocriminales tran-
sita por el reconocimiento popular de las aproximaciones expertas
al control social jurídicopenal, y no por el blindaje de éstas frente
a las influencias populares. Al estudiar los principios, anclados en
nuestro sistema de creencias, que configuran la racionalidad ética de
la legislación penal, hemos tenido ocasión de comprobar cómo
pertenece a nuestro mundo de la vida la convicción de que las
decisiones a tomar en este ámbito de intervención social deben
guardar correspondencia con un acercamiento empírico a las reali-
dades sociales. También hemos podido constatar cómo la sociedad
asume que sólo se ha de intervenir en casos de interés público y que
prefiere el monopolio estatal a la hora de perseguir y castigar las
conductas criminales^''. Las élites jurídicas y científicosociales han de
apoyarse en tales creencias a la hora de acreditar sus propuestas, y
es quehacer de ellas mismas, junto a otros agentes sociales, el poner
a la sociedad frente a sus propias contradicciones cuando pretende
defender soluciones incompatibles con sus creencias más elementa-
les. La confianza en que la espontaneidad social las resolverá está
poco fundada.
Una vez asegurado el reconocimiento social de la pericia políti-
cocriminal, en nuestras sociedades ya existen mecanismos suficientes
para evitar alteraciones transitorias e inconsecuentes de los princi-
pios básicos de intervención jurídicopenaF^. No parece justificado
aislar un colectivo de expertos, que sería inmune a cualesquiera de-
mandas populares. Un proceder legislativo y un control de constitu-
cionalidad de las leyes conscientes del aludido condicionamiento éti-
co serán los encargados de frenar las invasiones populistas a la hora
de elaborar las leyes, y una administración de justicia y penitenciaria
confiadas en el respeto que se tiene a sus saberes lo harán en el
momento de aplicarlas.
En cualquier caso, la última palabra no podrá quedar en manos
de los expertos. Habrán de esforzarse, sin duda, por mejorar la racio-
nalidad del debate público, potenciando sus componentes participa-
tivos y deliberativos, pero es inherente a la sociedad democrática y
pluralista en la que vivimos que sean los ciudadanos, a los que se
reconoce capacidad de análisis y reflexión críticos, los únicos legiti-
mados para decidir en último término, mediante los diversos proce-

26. Véanse estos principios supra capítulo IV, apartados 4.1.3, 4.1.4, 4.2.5 m
fine, 4.3.2, 4.3.4.
27. Véase también Rubin, 2001, 317-318.

176
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

dimientos de manifestación de las opiniones populares existentes, los


rasgos que debe poseer el control social jurídicopenal.

4. El criterio constitucionalista

La remisión a la Constitución política de cierto Estado a la hora de


determinar los contenidos de la racionalidad jurídicopenal puede
realizarse desde dos perspectivas diferentes, no siempre bien delimi-
tadas. Por la primera de ellas, que se ha dado en llamar amplia, la
Constitución aporta un modelo de sociedad y un conjunto de deci-
siones valorativas genéricas bajo cuya inspiración debe configurarse
el derecho penal desde sus fundamentos; como ya hemos tenido
ocasión de ver en otro lugar^^, este punto de vista oculta las bases
éticas de la racionalidad penal, a las que pretende sustituir por refe-
rencias positivistas. La segunda de las perspectivas, denominada en
ocasiones estricta, da un paso más y sostiene que la Constitución
contiene dentro de sí una buena parte de los principios jurídicopena-
les y de las decisiones políticocriminales que han de conformar el
derecho penal; de este modo, nuestro texto fundamental pasa a ser el
criterio determinante a la hora de justificar la adopción de cuales-
quiera decisiones controvertidas en los diferentes niveles de raciona-
lidad^'. Naturalmente, es esta última perspectiva la que ahora nos
interesa, y de la que vamos a realizar un análisis crítico tras describir
algunas de sus variantes.
Entre nosotros ha sido probablemente Álvarez García el que ha
defendido de un modo más nítido los planteamientos desarrollados
inicialmente por Bricola en Italia y asumidos por sectores significati-
vos de las doctrinas italiana, española y alemana. Estamos ante una
formulación que se restringe a la determinación de los contenidos de
protección del derecho penal o, si se quiere decir de otra manera, a
una teoría de la incriminación. Sólo la Constitución estaría en condi-
ciones de suministrar pautas al legislador que permitieran concretar
materialmente un concepto tan importante para la limitación del ius
puniendi como es el de bien jurídico protegido^". La regla es clara:

28. Véase supra capítulo IV, apartado 2 in fine.


29. Véase una clara referencia a estas dos perspectivas en Soto Navarro, 101-102.
Véase también Prieto del Pino, 420-422.
30. El texto fundamental plasmaría un punto de encuentro entre las concepcio-
nes culturales vigentes y el legislador, que permitiría eludir fórmulas vacías así como
contrarrestar tendencias corporativistas o autoritarias.

177
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

puesto que la libertad personal es el valor preeminente de la Consti-


tución, su afección mediante las sanciones penales sólo estará legiti-
mada en la medida en que se configuren como delito únicamente
aquellas conductas que afecten a bienes con relevancia constitucio-
nal. Al respecto, cabe decir que hay valores o intereses constituciona-
les explícitos, implícitos y algunos ni siquiera implícitos pero ligados
a valores constitucionales primarios". Por lo demás, de la Constitu-
ción no se derivan obligaciones positivas de penalizar, actividad ésta
que queda al arbitrio del legislador, sino únicamente deberes de no
penalización, de forma que sería inconstitucional la protección penal
de cualquier interés no contenido en la Constitución".
Carbonell Mateu también parte de que, al regir en nuestra Cons-
titución un principio general de libertad, contenido en el artículo
10.1^^, y privar de libertad el derecho penal en un doble sentido, sea
al prohibir conductas sea al imponer penas, la intervención penal
sólo está legitimada si salvaguarda bienes con relevancia constitucio-
nal. Con todo, la Constitución no incorpora un programa políticocri-
minal concreto, pero sí unas líneas programáticas generales y un
sistema de valores que no puede ser contradicho. Ese sistema de
valores constitucional no está plenamente explicitado en la norma
fundamental, y está compuesto por los derechos fundamentales, los
derechos ciudadanos, los valores emanantes de ellos, los valores ne-
cesarios Y convenientes para hacer efectivos los derechos fundamen-
tales, así como los que se desprenden como desarrollo de todos ellos.
Mediante ese sistema valorativo la Constitución establece obligacio-
nes positivas, explícitas o implícitas, de protección de ciertos bienes
jurídicos, y fundamenta y limita la actuación de los poderes públicos;
ello sin perjuicio de que el legislador, si respeta la relevancia consti-

31. Bienes constitucionales primarios serían, además de la libertad, todos aque-


llos bienes asimilables por su importancia a ella. También la intensidad de exigencia de
responsabilidad y de la sanción estarían en función del carácter primario o no del valor
constitucional.
Por el contrario no servirían como puntos de referencia ciertos valores constitu-
cionales evanescentes, los cuales, pese a ser mencionados expresamente en la Constitu-
ción, carecerían de la cristalización precisa para ser tenidos en cuenta.
32. A las objeciones sobre la excesiva rigidez de las constituciones para adaptarse
a la evolución social se responde señalando que mediante el margen de actuación del
que dispone el legislador, las decisiones del Tribunal Constitucional, la interpretación
judicial conforme a la constitución, los tratados internacionales y, en último término,
la reforma constitucional, se puede resolver el problema. Véase sobre todo lo anterior
Álvarez García, 5-18, 21, 28-29, 31-39, 43.
33. En virtud del cual sólo puede limitarse la libertad de uno en aras de asegurar
las libertades de los demás, y en todo caso en el mínimo imprescindible.

178
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

tucional del bien y las garantías, también constitucionales, de selec-


ción de ellos, sea libre en sus decisiones^''.
Para otros autores, entre los que destaca Arroyo Zapatero, los
contenidos materiales de la Constitución proyectan su influencia so-
bre el conjunto del sistema punitivo. Esto es, la trascendencia de la
Constitución no se concentra de forma predominante sobre los bie-
nes protegibles o conductas incriminables, sino que se extiende a
determinaciones muy precisas relativas a los criterios de imputación
de responsabilidad y a los fines y configuración de las penas. Existi-
rían cuatro o cinco principios penales con arraigo constitucional de
los que derivarían la práctica totalidad de las decisiones políticocri-
minales y dogmáticas^^. Éstos serían los de protección de bienes jurí-
dicos, intervención mínima o proporcionalidad, legalidad, culpabili-
dad y resocialización^^. Mediante ellos, desde luego, se anclaría en la
Constitución el concreto catálogo de bienes jurídicos a proteger^'',
pero también se legitimarían constitucionalmente las distinciones
dogmáticas entre delitos de acción u omisión o entre delitos dolosos
o imprudentes, las diversas estructuras típicas de peligro, la necesi-
dad de la imputabilidad y del conocimiento de la antijuricidad, y la
regulación de la tentativa, entre otros conceptos dogmáticos; su in-
fluencia se extendería igualmente a la identificación de los elementos

34. Cuando el autor se ocupa de la norma jurídicopenal considera que ella, aun-
que por lo general reflejará valores socialmente asumidos, deriva siempre de una deci-
sión política de los representantes legítimos de la sociedad, decisión que deberá optar
en todo caso por valores con relevancia constitucional, pues es mediante esa relevancia
como se traduce el consenso social. Son erróneos, por tanto, los enfoques imperativis-
tas de la norma, que remiten a una ética social dominante previa a la norma o las
orientaciones liberales iusnaturalistas o ético-culturales. Es más, toda crítica al dere-
cho penal que no sea intrasistemática, esto es, orientada a garantizar el respeto de los
valores constitucionales, sino extrasistemática, es sólo una opinión personal sin cate-
goría científica. Véase Carbonell Mateu, 27, 31, 33-36, 45, 48-55, 63, 79-82, 103,
193-194, 196, 207-209, 225-226.
35. Estos principios estarían estrechamente vinculados, por lo demás, a otros
principios constitucionales más genéricos como los de igualdad, pluralismo, toleran-
cia, libertad, racionalidad y proporcionalidad, contenidos en los artículos 1 y 9 de
nuestra Constitución.
36. Este último no se menciona en sus últimos trabajos.
37. A su juicio criterios determinantes en la selección de bienes jurídicos son, por
un lado, su relevancia constitucional o eurocomunitaria y, por otro, su necesidad sisté-
mica, si bien ello sigue otorgando un excesivo arbitrio al legislador ordinario, que debe
contrarrestarse con otros principios constitucionales distintos al de protección de bie-
nes jurídicos, en especial el de proporcionalidad estricta o fragmentariedad. Véase
Arroyo Zapatero, 1987, 99-110; 1998, 1-9, 13.

179
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

típicos relevantes para la configuración de delitos determinados


—medios comisivos, exigencias subjetivas, cuantías de pena...—; y
las reglas de interpretación legal y análisis sistemático serían igual-
mente deudoras de decisiones constitucionales^'.
En el marco de la creación del derecho en el que nos movemos,
la crítica debe iniciarse preguntándonos qué sentido tiene concentrar
la atención, una vez que se ha aceptado que la Constitución se legi-
tima por ser reflejo del consenso social obtenido en un momento
histórico determinado, en la estabilidad valorativa que ella propor-
ciona, con descuido de los mecanismos que permitan atender a las
modificaciones que el citado consenso va teniendo con el transcurso
del tiempo. El acuerdo ciudadano básico se edifica sobre un sistema
de creencias compartidas, y tan relevante socialmente es encontrar
un instrumento que las refleje con claridad y seguridad, como garan-
tizar que tal instrumento va a ser capaz de adaptarse flexiblemente a
las lentas pero permanentes transformaciones de nuestro mundo de
la vida. Las tesis estudiadas destacan de forma predominante el pri-
mer aspecto, y terminan de este modo trasladando el énfasis desde el
objetivo social pretendido, estructurar la sociedad en torno al vigente
consenso social, al instrumento utilizado para ello, una norma posi-
tiva, lo que les lleva a congelar el consenso social alcanzado en cierto
momento histórico. Que esto no es más que una nueva manifestación
de la influencia del positivismo en la reflexión jurídicopenal es algo
que no creo que merezca más referencia^'.
Pero en realidad lo que aquí se discute es algo mucho menos
trascendente. No se trata de debatir sobre el grado en que nuestro
sistema de creencias ha encontrado acogida en el texto constitucio-

38. Véase asimismo García Rivas, 43-45, 46-53, quien además se vincula estre-
chamente a la teoría constitucional del bien jurídico de Eticóla —ya aludida—, si bien
matizada con una exigencia adicional de consenso social. La tesis de Pérez Manzano,
que ya hemos tenido ocasión de analizar en otros lugares —^véase supra capítulo IV,
passim—, creo que se encuentra a medio camino entre una perspectiva amplia —véase
supra en este apartado— y una perspectiva estricta en la línea de Arroyo, pero más
comedida.
39. Un buen ejemplo es la referencia de Carbonell Mateu, supra recogida en
nota, de que toda crítica al derecho penal extraconstitucional es mera opinión perso-
nal, sin categoría científica.
Véanse por lo demás las lúcidas críticas que Ferrajoli, 199-200, 215-216, 472,
922-929, 933-935, formula a lo que él llama el constitucionalismo ético, que estima
que es una variante del legalismo ético propio del positivismo, y cuya principal caren-
cia sería la de eludir la legitimación externa del derecho.
Sobre la excesiva influencia positivista en la fundamentación del derecho penal, y
sus consecuencias, véase supra capítulo III, apartado 4.1, y capítulo, IV apartado 2.

180
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

nal, ni de si, eventualmente, debemos superar las prescripciones cons-


titucionales. Nuestro problema es cómo proceder ante supuestos so-
cialmente controvertidos, supuestos, por tanto, ya no ligados a creen-
cias compartidas de manera generalizada. Y al respecto disponemos
de dos alternativas''": presuponer que las preguntas ya han sido pre-
vistas en alguna medida y las respuestas se encuentran en la Consti-
tución, o asumir que el criterio de resolución de tales controversias
ha de ser uno cercano al que nos ha servido para fundamentar la
Constitución, esto es, las convicciones sociales, en este caso ya sólo
mayoritarias.
La opción por la primera alternativa se asienta sobre una ficción,
la de que la norma fundamental responde a las preguntas fundamen-
tadoras de la política criminal y del derecho penal. Pero por muchos
contenidos implícitos o inmanentes que se incluyan en la Constitu-
ción'", en ella no se contiene algún modelo penal, ni un catálogo de
bienes jurídicos, ni una estructura principial acabada, ni, mucho
menos, una teoría jurídica del delito''^. Ella traza, sin duda, unas
líneas de avance en torno a un modelo de sociedad determinado,
configurado a grandes trazos, y establece unos principios, derechos
fundamentales y criterios rectores sobre los que estructurarlo. Pero a
la hora de descender al plano políticocriminal no ofrece más que
previsiones fragmentarias, desde luego de gran trascendencia, pero
incapaces de sustentar por sí mismas o de derivar directamente de
ellas cualquier programa políticocriminal perfilado.
Por otro lado, también discrepo de la pretensión, más comedida,
de edificar los contenidos de tutela del derecho penal sobre la supre-
macía constitucional del principio de libertad individual. Ante todo,
constituye en gran medida un nuevo trasunto de la fundamentación
del derecho penal a partir de la naturaleza o los efectos de la pena: la
tutela de ciertos bienes pasa a estar condicionada, no por la relevan-
cia social de los ataques a ellos, sino por la gravedad de las sanciones
—afectantes a la libertad— que se imponen a las conductas agreso-
ras"*^. Por lo demás, la tesis ahora considerada no ofrece ningún cri-
terio material de selección de los objetos de protección penal más

40. Descartadas las vistas en apartados anteriores.


41. Privados, por lo demás, de cualquier control intersubjetivo.
42. Véanse, entre otros, Ferrajoli, 477; Hassemer-Muñoz Conde, 69; Silva Sán-
chez, 1992, 176, 273-275; Zipf, 55-56, 94, 96; Soto Navarro, 108-110, 125; Muñoz
Lorente, 106-117.
43. Véase al respecto lo ya dicho supra capítulo III, apartados 1.1 y 4.1, y capítu-
lo IV, apartado 4.1.2. Véase asimismo en este contexto Soto Navarro, 105-106.

181
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

allá del que remite a su acogida constitucional y cuya inconsistencia


acabamos de criticar en el párrafo anterior. Muestra, además, una
poco matizada absolutización del principio general de libertad, cuya
función como valor superior del ordenamiento y fundamento del
orden político y de la paz social no puede llevar a descontextualizar-
lo de los otros valores superiores o fundamentos del orden social, ni
a difuminar los perfiles del resto de intereses sociales, constituciona-
les o no. Por último se funda en una incompleta concepción de la
naturaleza de las sanciones penales, reducidas a las privativas de
libertad: cabe preguntarse qué puede suceder en un derecho sancio-
nador que no contemplara la privación de libertad, ¿podría extender
casi indefinidamente sus ámbitos de tutela?, y si no fuera así, ia qué
otro criterio constitucional habría que acudir para limitar su expan-
sión?'*''. Estamos, pues, ante una tesis que origina una extremada
simplificación, cuando no una insostenible formalización''^, de ios
ámbitos de protección del derecho penal.
En suma, las tesis constitucionalistas ignoran la complejidad y
mutabilidad de las actuales sociedades, así como la pluralidad de
frentes sociales a los que se ha de atender, datos ambos que no se
pueden pasar por alto aun cuando se parta de un escrupuloso respeto
de los principios de lesividad, esencialidad o fragmentariedad, y sub-
sidiariedad del derecho penal. Proponen un modelo rígido de socie-
dad, escasamente dinámico o, todo lo más, sometido al arbitrio de las
interpretaciones judiciales, en una nueva versión del fenómeno de
judicialización en otro lugar estudiado'"'. El escaso, y siempre descon-
fiado, margen de autonomía otorgado al legislador ordinario consti-
tuye un freno a la acomodación del subsistema de control social
penal a la evolución de las necesidades colectivas y a la toma en
consideración de modificaciones valorativas de importancia que van
teniendo lugar en el seno de la sociedad, frente a las que la Constitu-
ción se convierte, mediante su sobreinterpretación, en buena medida
en una remora''''.
Sin duda estas posturas tienen un fondo de razón, que no puede
pasarse por alto: resultará ilegítima cualquier decisión legislativa que

44. Véase sobre este argumento Soto Navarro, 106-107.


Algo parecido, mutatis mutandis, habría que decir sobre la observación de alguno
de estos autores de que el criterio de afección a la libertad se refiere también a la
limitación a la libertad que la misma prohibición conlleva. Véase supra Carbonell
Mateu.
45. Véase sobre esto úkimo Soto Navarro, 104-105, 107-108.
46. Véase supra capítulo, III apartado 1.
47. Véanse también Palazzo, 707; Prieto del Pino, 421.

182
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

se oponga frontalmente a lo dispuesto en la ley básica que estructura


el consenso social alcanzado, sea en preceptos concretos sea en sus
principios inspiradores""*. Pero la Constitución carece de potenciali-
dad para ir más allá de una predeterminación genérica, con frecuen-
cia negativa, de los principios que han de inspirar la racionalidad
legislativa, singularmente una vez que se supera el nivel elemental de
la racionalidad ética.
Y eso es, por lo demás, lo que refleja la práctica de nuestro actual
Estado, con un legislador ordinario que se siente libre, una vez desa-
rrollada la mayor parte de la estructura institucional constitucional-
mente prevista, de tomar decisiones legislativas asentadas sobre la
mayoría electoral de la que dispone, aun cuando siempre respetuoso
con las posibles objeciones de inconstitucionalidad que nuestro Tri-
bunal Constitucional tramita con cautela"*'. La tesis constitucionalista
debiera también decir si discrepa de esa arraigada práctica política^".

5. El criterio democrático

5.1. Su legitimación

Bajo esta denominación se pueden incluir todas aquellas propuestas


que acuden, llegada la hora de tomar una decisión políticocriminal
controvertida, a las opiniones y valoraciones en ese momento mayo-
ritarias en la sociedad sobre el tema en cuestión. También se conoce
como el criterio de las convicciones generales o de la opinión pública.
Comparto la idea de que éste es el punto de referencia al que
nuestro sistema de creencias considera legitimado para resolver, una
vez aseguradas las bases éticas^', las controversias que se suscitan
durante el desarrollo de los subsiguientes niveles de racionalidad
legislativa^^. Pero antes de entrar en precisiones relativas a cómo, en

48. Véanse, entre otros, Zipf, 81-86, 94, 96; Soto Navarro, 119-123.
49. Véanse Palazzo, 707-708, 723-727, con referencia a una semejante situación
italiana; Soto Navarro, 112-114.
50. Véase una crítica global a las tesis constitucionalistas en Diez Ripollés, 1997,
16-17. Una nueva y mucho más rica formulación de las objeciones a estas posturas se
encuentra en Soto Navarro, 101-123. Véase también, aunque desde una perspectiva
más cercana a los planteamientos constitucionalistas amplios, Prieto del Pino, 420-
422.
51. Sobre el papel que puede excepcionalmente desempeñar en la propia racio-
nalidad ética, a la que en todo caso pertenece, véase supra capítulo III, apartado 3.1.
52. Véase ya mi punto de vista en Diez Ripollés, 1981, 175-201, luego reiterado
en diversos trabajos, como 1997, 16-17.

183
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

mi opinión, debe delimitarse el presente criterio legitimador, y de


responder a las críticas que se le formulan, conviene que nos deten-
gamos en algunas posturas significativas que han propugnado este
mismo punto de vista.
Habermas ha realizado una contundente reivindicación del papel
de la opinión pública en la tarea de creación del derecho. A la opi-
nión pública la ha considerado un fenómeno social elemental, en el
mismo plano que los conceptos sociológicos de acción o de actor
social, y la describe como una estructura de comunicación de parece-
res que utiliza un lenguaje natural y se desenvuelve en el mundo de
la vida. Originada en interacciones comunicativas propias de la vida
privada, se va ampliando y anonimizando sin perder por ello el nivel
cotidiano de entendimiento. Se diferencia de las interacciones de la
vida privada en que se proyecta a un número de sujetos cada vez
mayor, que finalmente sólo entran en contacto recíproco mediante
los medios. Rasgos esenciales de esta especial forma de comunica-
ción son su fuerza de convicción, su renuncia a enfoques expertos y
su influencia, además de en las conductas ciudadanas, en la forma-
ción de la voluntad colectiva institucionalizada.
Pero la opinión pública, si quiere ser una contrapartida a los
grupos de intereses conectados al poder económico y administrativo,
ha menester de una sociedad civil, fundada sobre una red de asocia-
ciones espontáneas que, apoyadas en los derechos fundamentales de
asociación, reunión, libertad de expresión..., reflejen el pluralismo
social". Además, necesita de unos medios de comunicación que se
preocupen de atender y reforzar a un público ilustrado, independien-
tes de los actores políticos y sociales, y capaces de asumir imparcial-
mente los objetivos y estímulos del público; ciertamente esta repre-
sentación de los medios dista mucho de lo que la sociología nos
enseña sobre la determinante influencia de los actores políticos en el
establecimiento de la agenda mediática, pero es igualmente cierto
que en situaciones de crisis es la opinión pública la que, por su mayor
cercanía a los ámbitos de interacción privados y su alta sensibilidad,
toma la iniciativa.
En cualquier caso, esa concepción de la opinión pública constitu-
ye un buen apoyo sociológico para una política deliberativa que ha

53. Esta sociedad civil, sustrato de una auténtica opinión pública, tiene, sin em-
bargo, SUS límites: precisa de una ciudadanía activa, lo que presupone, entre otras
cosas, un correspondiente modelo de socialización; no puede pretender convertirse en
la depositarla exclusiva de la legitimidad social; y sólo transformará su influencia po-
lítica en poder político en la medida en que pase por el filtro del procedimiento demo-
cráticamente previsto de creación del derecho.

184
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

de ser la base del nuevo paradigma jurídico procedimental del Estado


de derecho. Mientras el Estado de derecho liberal, al limitarse a
reconocer los derechos y libertades subjetivos, desatendió las posibi-
lidades reales de su ejercicio, el Estado de derecho social, al tener
que intervenir socialmente para asegurar su efectivo disfrute, termi-
nó restringiendo el ámbito de esos derechos y libertades; la supera-
ción de ese dilema sólo es posible si se deja de pensar en los ciudada-
nos como meros destinatarios de derechos subjetivos, y se presta la
debida atención a su papel como creadores del derecho; la autono-
mía privada sólo puede garantizarse si se dispone de autonomía pú-
blica, los seres humanos son libres en la medida en que obedecen
precisamente las leyes que ellos mismos, intersubjetivamente, se dan.
Es la génesis democrática del derecho la que previene frente a la
sustitución de la legitimidad por la simple eficacia.
En ese nuevo paradigma jurídico procedimental la integración
social se asegura mediante la interacción entre una formación institu-
cionalizada de la voluntad colectiva y un conjunto de comunicacio-
nes públicas informales basadas en una opinión pública surgida de la
sociedad civil. Tal opinión pública pasa a ser un poder comunicativo
con incidencia sobre los tres poderes tradicionales^'', en la que parti-
cipan todos los ciudadanos y no sólo las élites, y que elude cualquier
rasgo totalitario al basarse en las condiciones del discurso^^.
Beck adopta un enfoque más radical, pues aboga por una política
descentralizada cuyas decisiones ya no se elaboren en el parlamento,
sino que descansen fundamentalmente en los medios y en los movi-
mientos sociales. Sólo de este modo nos podemos enfrentar, por un
lado, al elevado grado de autonomía frente al control político parla-
mentario que están mostrando la economía y la ciencia, pese al enor-
me poder de transformación social que tienen sus decisiones y, por
otro lado, al corporativismo que domina la política parlamentaria, en
manos de los partidos políticos, la burocracia estatal y los correspon-
dientes grupos de intereses a ellos conectados. Sólo los movimientos
sociales y los medios están en condiciones de prescindir de la ficción
del progreso indefinido, que sustenta a la economía y a la ciencia, y
de eludir, mediante una democracia efectiva ni autoritaria ni jerár-
quica, una dirección social centralizada e inspirada por intereses par-

54. Habermas describe las diversas modalidades de influencia de la opinión pú-


blica sobre los tres poderes tradicionales del Estado, que debieran garantizarse.
55. Véase, sobre todo lo anterior, Habermas, 1994, 47-52, 225-229, 372-374,
390-398, 435-462, 468-506, 515-519, 527-537.

185
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

ticulares^'. Su propuesta, en último término, rechaza una interacción


entre la sociedad civil y los procedimientos institucionalizados de
formación de la voluntad colectiva que vaya más allá de unos contac-
tos superficiales, siendo la sociedad civil el auténtico actor de la
política^''.
Si abandonamos el campo de la sociología y nos introducimos en
la ciencia política, Rubin se pregunta cómo es posible que todas las
teorías sobre adopción de decisiones políticas se fundamenten sobre
un modelo de decisión racional que niega cualquier función en él a
las actitudes públicas, consideradas en todo momento elementos per-
turbadores de la racionalidad de la decisión. Por el contrario, en un
plano descriptivo no deja de reconocerse la enorme influencia que
adquieren las actitudes públicas a la hora de tomar decisiones políti-
cas en todas las áreas sociales pero singularmente en algunas espe-
cialmente sensibles, como es la política criminal. A falta de un mode-
lo teórico que nos diga cómo operar en ambientes sociales muy
cargados popularmente, parece que sólo hay dos alternativas: o re-
signarse a la influencia populista y trabajar racionalmente en los cam-
pos sociales que le pasan inadvertidos, o seguir haciendo propuestas
al margen de tal influencia, sabiendo que no tienen futuro.
El autor, sin embargo, estima que las preocupaciones ciudadanas
han de ser un factor importante a incorporar en toda decisión racio-
nal: desde un punto de vista teórico, porque la agenda de las decisio-

56. Véase Beck, 237-245, 267-268, 245-254, 278-289.


57. Considero oportuno aludir igualmente a un enfoque de psicología evolutiva
que resulta fácilmente extrapolable a la sociedad en su conjunto. Me refiero a las
conclusiones obtenidas por Piaget a partir del estudio del proceso de reconocimiento y
aceptación de las reglas en el desarrollo infantil: el autor suizo muestra cómo, tras una
primera fase en la que está ausente la conciencia de obligación de las reglas, surge una
segunda en la que a las reglas se les atribuye un origen externo e inmutable que suscita
un respeto unilateral, externo y superficial, sin que el sujeto se plantee su cuestiona-
miento. La tercera y última fase, sin embargo, concibe las reglas como producto de un
acuerdo y susceptibles de cambio, por lo que su aceptación, ahora interna o moral, se
basa en el respeto mutuo que opera dentro del grupo que las ha creado y al que perte-
nece el sujeto, quedando siempre abierta su modificación mediante el correspondiente
intercambio de opiniones y juego de las mayorías en el grupo.
El autor considera que este proceso es aplicable a la evolución social bajo el mode-
lo funcionalista de Durkheim: a las sociedades fragmentarias en las que rigen deberes
externos, elaborados al margen de los individuos que las componen y en las que la
actitud predominante es el conformismo, suceden sociedades organizadas, en las que
las obligaciones son asumidas internamente en la medida en que son producto de un
método acordado para la búsqueda cooperativa del bien social entre los miembros
autónomos integrantes de esa sociedad. Véase al respecto Piaget, 20-62, 70-83, 84-90,
285-296, 312-325, 333-343.

186
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

nes políticas es fruto de la interacción entre las instituciones guberna-


mentales y el público; desde un punto de vista pragmático, porque el
desempeño de cualquier decisión política presupone comprensión y
apoyo públicos. En cuanto a lo primero, nuestra sociedad estaría
demostrando una preocupante debilidad democrática si aceptara que
temas tan relevantes como el incremento de la criminalidad y el
miedo al delito se dejaran exclusivamente en manos de expertos. En
cuanto a lo segundo, la política criminal estadounidense de los últi-
mos veinte años ha mostrado su imposible aislamiento de la opinión
pública, y aunque se le pueden reprochar muchas cosas, resulta injus-
to afirmar que sus deficiencias se han debido sin más a la vulnerabi-
lidad de las actitudes públicas a la actividad distorsionadora de cier-
tos grupos de presión, o a los componentes de irracionalidad de
aquéllas^*. De ahí que el autor defienda un modelo de decisión polí-
ticocriminal que integre enfoques expertos y populares, y fuerce, en
caso necesario, a la obtención de compromisos^'.
A mi parecer, la remisión a la opinión de las mayorías ciudadanas
cuando se trata de dilucidar las controversias sobre diferentes alter-
nativas de actuación social es, ante todo, un criterio enraizado en
nuestras creencias más profundas relativas a cuál sea la fuente de
legitimación política que funda nuestras actuales sociedades. La nota-
ble presencia de coincidencias básicas sobre los componentes ele-
mentales de nuestra convivencia, vinculadas a un sistema de creen-
cias compartido, y que en el ámbito políticocriminal nos ha permitido
construir la racionalidad ética*", no puede hacernos olvidar que todo
ese afán por identificar unos puntos de vista valorativos comunes
está impulsado por el deseo de construir un orden social de convi-
vencia legitimado por el consenso o apoyo que obtiene de los inte-
grantes de ese mismo cuerpo social. No hay en las sociedades moder-
nas otra fuente de legitimación de las decisiones colectivas que la
popular. Las referencias a cuadros de valores trascendentes, tradicio-
nales o inherentes a la naturaleza humana o los grupos sociales, ad-
quirirán fuerza legitimante sólo en la medida en que obtengan reco-
nocimiento social en un momento histórico determinado'''.
Cuando, abandonado el firme sustrato de creencias compartidas,
la sociedad pretende progresar en su configuración y desarrollo, la

58. Sobre esto último véase la opinión del autor más adelante.
59. Véase Rubin, 1999, 3-14, 26, 29-31.
60. Véase supra capítulo IV, apartado 4.
61. Sobre el arraigo en las sociedades modernas de la fuente de legitimación po-
pular en nuestro sistema de creencias, véase Beetham, 69-76, 88-90.

187
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

fuente de legitimación sigue siendo la misma, por más que las dis-
crepancias intersubjetivas e intergrupales que a partir de ese momen-
to surgen obligan a acomodar la legitimación popular al criterio de
las mayorías, con las cautelas precisas. A nuestros efectos, eso crea
una continuidad en el desenvolvimiento de la racionalidad legislativa
que permite, por lo demás, insertar sin esfuerzo al criterio democrá-
tico en nuestro sistema de creencias y, con ello, en la racionalidad
ética.
Por otro lado, la utilización del criterio mayoritario corresponde
cabalmente con la estructura política de nuestras sociedades pluralis-
tas y democráticas. Ellas se edifican sobre el presupuesto de que
podemos contar en un grado aceptable con ciudadanos con capaci-
dad de análisis crítico y responsables, los cuales poseen, por tanto,
competencia para debatir y adoptar decisiones sobre asuntos esencia-
les de la convivencia social. El cuestionamiento de tal capacidad en
general, y su sustitución por otros mecanismos de toma de decisiones
colectivas fundamentales, supone el derrumbe de nuestros sistemas
democráticos. Y un cuestionamiento más o menos sutil de esas cuali-
dades ciudadanas, elemento nuclear de toda sociedad democrática,
contienen tanto las posturas constitucionalistas*^ como aquellas que
oponen la democracia representativa a la democracia deliberativa,
tildada prejuiciosamente de democracia directa".
Las primeras utilizan un texto positivo, ciertamente fundamental
y dotado de legitimación popular, como ariete contra cualquier in-
tento de someter a debate y decisión en la plaza pública asuntos
sociales fundamentales; no son los ciudadanos sino los expertos en la
interpretación de ese libro sagrado los que han de descubrir en él el
contenido de cualesquiera decisiones colectivas fundamentales, en
sus versículos siempre anticipadas. Las segundas trasmutan, por se-
guir con el símil, la representación popular en una especie de sacer-
docio que coloca a los representantes electos en contacto directo con
las esencias sociales, lo que les dota de una perspicacia en la com-
prensión y tratamiento de los problemas sociales de tal entidad que la
opinión pública pasa a ser percibida como una fuerza social a la que
hay que temer y darle señuelos, pero rara vez escuchar.
El criterio democrático o de las convicciones generales ha de ser,
además, el instrumento a través del cual se podrá profundizar en el

62. Véase supra, apartado anterior.


63. Véase una manifestación de este punto de vista en Zimmerling, 97 ss., en
especial 112-113.

188
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

desarrollo de una democracia participativa y deliberativa''''. Las de-


cisiones colectivas habrán de ser el fruto de una estrecha interrela-
ción de las instituciones canalizadoras de la voluntad colectiva con
un sinnúmero de agentes ciudadanos, individuales y grupales, los
cuales mantendrán una constante y decisiva influencia en los debates
y conclusiones adoptadas sobre cuestiones sociales fundamentales. El
progresivo enriquecimiento de los sectores y sensibilidades de la
sociedad civil intervinientes y la mejora de las condiciones discur-
sivas de tales debates públicos son los dos desafíos pendientes, si
queremos avanzar hacia una sociedad en la que, como ha señalado
Habermas y volviendo a patrones aristotélicos, la autonomía privada
de los ciudadanos deje de tener sentido sin su correspondiente au-
tonomía pública.
Tampoco conviene descuidar el incontrovertible hecho de que,
sin perjuicio del modelo de sociedad hacia el que caminemos, la
relevancia contemporánea que las cuestiones de seguridad ciudada-
na, y de delincuencia en general poseen, así como la tendencia a
resolver un buen número de conflictos sociales mediante el derecho
penaF^, imposibilitan en la práctica aislar a la opinión pública de la
política criminal. Parece tácticamente preferible concentrarse en la
mejora de los requisitos participativos y discursivos que debiera satis-
facer todo debate público sobre estos temas, que en ignorar o des-
acreditar, ilusoriamente, a tal opinión pública.

5.2. Su desarrollo

Aceptadas, pues, las convicciones generales como criterio de resolu-


ción de las cuestiones controvertidas en los niveles de racionalidad
legislativa subsiguientes a la ética''*, llega el momento de ocuparse de
los problemas que su desarrollo plantea y de las objeciones que se le
formulan'"''.

64. Sobre el diferente contenido de ambos calificativos, uno referido a la canti-


dad y otra a la calidad de la involucración ciudadana, véase Rubin, 2001, 318.
65. Véase Diez Ripollés, 1998, 48-49.
66. Véase la adhesión de Martínez-Buján Pérez, 428-429, y Soto Navarro, 123-
126, al punto de vista aquí defendido.
Una postura cercana, en relación exclusivamente con la determinación de los con-
tenidos de protección, en Zugaldía Espinar, 48-56. Más distanciadamente, dentro de
una opción constitucionalista, De la Cuesta Arzamendi, 62-63; García Rivas, Sl-52.
67. Respecto a estas últimas, vamos a dejar fuera de consideración la global críti-
ca funcionalista sistémica al consenso, que ahora nos llevaría demasiado lejos. Como
es sabido, en sus primeros escritos Luhmann puso de manifiesto que la institucionaü-
zación o mantenimiento de las expectativas, lo que constituye la dimensión social de

189
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

Un primer aspecto es el de su estabilidad, que aparece estrecha-


mente unido al de su representatividad o fiabilidad. En efecto, son
relativamente frecuentes las descalificaciones o los cuestionamientos
de este criterio que se centran en lo extremadamente cambiante que
es la opinión pública, la cual puede modificar radical y rápidamente
sus puntos de vista a partir de ciertos sucesos aislados y coyunturales.
De ahí suelen derivar objeciones adicionales ligadas a la dificultad de
determinar en cada momento qué es lo que piensa sobre cierto tema
la sociedad*". Estas críticas adolecen de una representación equivoca-
da de lo que han de entenderse por convicciones generales en dere-
cho penal, algo que no es equiparable sin más al concepto vulgar de
opinión pública. Pues la remisión a las convicciones sociales no supo-
ne referirse a cualesquiera estados de opinión, sino que implica la
búsqueda de puntos de vista firmemente arraigados en nuestra socie-
dad en un momento histórico determinado.
A tales efectos debe asegurarse, en primer lugar, que estemos
ante opiniones compartidas de manera generalizada por la pobla-
ción, de modo que sólo queden fuera de esa visión minorías muy
reducidas. En segundo lugar, debe tratarse de pareceres que mues-

éstas, precisaba de consenso. Pero que dado que el consenso era difícil de obtener y
ampliar —y con más razón en sociedades complejas en las que no todas las expectati-
vas van referidas a todos y falta en muchos casos el espectador interiorizador del
consenso—, era preferible suponerlo a partir del escasamente existente, de modo que
quien lo niegue tenga la carga de la prueba. Pues bien, en las sociedades funcionales
son los procedimientos, judicial y legislativo, y los roles en ellos de juez y legislador,
los que consiguen el consenso, el cual se predica sin más de la decisión que juez y
legislador tomen en el respectivo procedimiento. En sus últimos escritos insiste en que
el derecho no se basa en el consenso —dado que si hubiera que partir del consenso se
frenaría la evolución social— sino en cómo, ante un conflicto, se puede lograr acuerdo
social sin contar con el consenso. Así pues, en lugar del consenso hay una remisión a
normas competenciales y procesales que permiten atribuir a ciertos roles la decisión
sobre lo que es válido y lo que no. Es el sistema jurídico mismo, con su abstracción,
quien decide.
Ahora bien, mientras en la jurisdicción el consenso es ciertamente una ficción, en
la legislación, que, como sabemos, es la periferia del sistema jurídico, hace falta un
consenso político; este consenso se ha de obtener dentro de un sistema político que
realiza modificaciones legales cuando, presionado por otros sistemas funcionales, pre-
tende mantener el equilibrio temporal del sistema social en su conjunto. Sin embargo,
en el sistema político también el consenso pertenece a su periferia, siendo su centro la
organización estatal, la cual tiene que estar en condiciones de no vincularse necesaria-
mente a las decisiones de su periferia. Véanse Luhmann, 260-264, 321-323, 334-336,
416-429, 490-494; Giménez Alcover, 204-212.
68. Véanse, entre otros, Pérez Manzano, 213, 270-274, 276-283; Silva Sánchez,
1992, 112.

190
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

tren una persistencia notable, esto es, que se hayan mantenido sus-
tancialmente inmodificados por encima de circunstancias sociales
pasajeras o acontecimientos aislados. En tercer lugar, su método de
concreción ha de ser uno de inclusión y no de acumulación, o lo que
es lo mismo, las decisiones sobre el contenido de tutela, el ámbito de
responsabilidad o la configuración de las sanciones, sean de carácter
general sean referidas a supuestos especiales, responderán a lo que
prácticamente todos piensan que es lo correcto, y no a transacciones
mediante las cuales se toman ciertas decisiones apoyadas por deter-
minados sectores sociales como contrapartida por la adopción de
otras impulsadas por sectores distintos*"'' ''".
Existen, por lo demás, instrumentos científicosociales plenamen-
te capacitados para verificar, con una amplia gama de matices, la
persistencia de actitudes sociales ampliamente mayoritarias. Sin per-
juicio de aludir luego a otros instrumentos más formales, como las
consultas directas a la población, hay que reconocer a los métodos
demoscópicos, en especial sondeos y encuestas de opinión, una fiabi-
lidad y flexibilidad que les hace ocupar un importante espacio dentro
de este criterio. Por la primera de esas virtudes, constituirán usual-
mente el contrapunto a las apresuradas conclusiones que se pueden
sacar a partir de una apreciación directa del ambiente mediático, no
siempre correcto reflejo de las preocupaciones ciudadanas. Por la
segunda de ellas, constituyen un medio especialmente útil en socie-
dades populosas y complejas, con graves dificultades para una comu-
nicación interpersonal suficientemente representativa.
Se formulan, sin duda, razonables objeciones metodológicas a
estos instrumentos. Baste citar, entre otras, el excesivo condiciona-
miento de los resultados a tenor de la formulación de las preguntas,
la aparición de respuestas insinceras cuando existe crispación respec-
to al problema social, el excesivo esquematismo y superficialidad de
sus análisis, la desactivación de decisiones sociales realmente signifi-
cativas mediante la preeminencia otorgada a las posturas intermedias

69. Buscando, mediante este procedimiento, sumar amplios apoyos sociales a


ciertas decisiones políticocriminales.
70. Una concepción coincidente de las convicciones generales, en Martínez-Bu-
ján Pérez, 429.
A la idea de que hay que apoyarse en unas convicciones generales como las acaba-
das de describir responde la vigencia de fado en nuestro ordenamiento jurídico de la
exigencia de la ley orgánica, con su requisito de mayoría cualificada, para aprobar todas
las leyes penales. Esta práctica legislativa ha sido fomentada por una jurisprudencia
constitucional que ha reconocido generosamente la reserva de ley orgánica en materia
penal. Véase mi llamada de atención al respecto en Diez RipoUés, 1997, 17 n. 28.

191
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

O de compromiso, el efecto retroalimentador de las opiniones mayo-


ritarias que produce la mera difusión de los resultados^'. Pero la
desacreditación de estos métodos encubre en un buen número de
ocasiones el deseo del legislador o de agentes sociales preeminentes
de reservarse para sí la determinación de lo que piensan las mayorías
sociales.
Es lo cierto, sin embargo, que el uso cada vez más profuso de
sondeos y encuestas de opinión por las fuerzas políticas o parlamen-
tarias para fundamentar las iniciativas legislativas puede suscitar otro
tipo de problemas, y no sólo aquellos conectados a la manipulación
de los resultados mediante su empleo sesgado o parcial. Me refiero a
la tendencia de las fuerzas políticas a abstenerse de intervenir en el
debate público previo de cuestiones fuertemente cargadas emocio-
nalmente, ocultando o no exponiendo sus puntos de vista para evitar
así su desgaste político, y asumiendo luego sin reservas las conclusio-
nes puestas de manifiesto demoscópicamente; ella constituye una vía
de arraigo, entre otras, del indeseado populismo^^.
Un segundo aspecto a considerar tiene que ver con la capacidad
discursiva que se puede alcanzar en colectivos tan extensos como los
que subyacen a las convicciones sociales mayoritarias. Las objeciones
en este sentido van en una triple dirección: Una crítica maximalista
sostiene tenazmente que las opiniones sociales sobre temas político-
criminales están total o profundamente condicionadas por sus necesi-
dades psicológicosociaies, de manera que las propuestas procedentes
de tal colectivo, en cuanto sólo aspiran a lograr mediante la reacción
punitiva cierto equilibrio emocional, padecen siempre de un fuerte
componente de irracionalidad''^. En otro sentido, se objeta el elevado
grado de manipulabilidad al que son accesibles las opiniones sociales
por parte de muy diversos grupos de presión o de interés^''. Finalmen-
te, se destaca la incapacidad de la opinión pública para abordar temas

71. Objeciones, por otra parte, que son en buena medida superables. Por ejemplo,
renunciando a su empleo en ciertos contextos socialmente tensos, fomentando su reali-
zación por una pluralidad de organismos independientes, asegurándose de que vayan
precedidos de periodos amplios de información y discusión públicas, planteando direc-
tamente las reales alternativas existentes, fomentando la legitimidad de las opiniones
minoritarias, etc. Véase un análisis de las objeciones que se formulan a ellos en Soto
Navarro, 152-157.
72. Véase, sobre los problemas de estabilidad y fiabilidad de las convicciones
sociales. Diez RipoUés, 1981, 192-198.
73. Véanse Luzón Peña, 1982, 146 ss.; Silva Sánchez, 1992, 233-236, 278-280,
307-308; Pérez Manzano, 270-283, 286, aunque 288-289.
74. Véanse Pérez Manzano, 213, 276-283; Prieto del Pino, 454-458.

192
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

complejos políticocriminales con un mínimo conocimiento de causa y


la imprescindible destreza técnica y argumentativa^^.
No me voy a detener en la primera de las críticas; en otros luga-
res''^ me he ocupado del exagerado e injustificado realce que se ha
dado al fenómeno psicológicosocial aludido, y de los intereses que
pueden estar detrás de ello. Sólo diré que la operatividad de tales
motivaciones inconscientes, cuyo reciente auge dentro de los grupos
de presión de víctimas ya he tenido ocasión de analizar^'', está nota-
blemente limitada por las propias aspiraciones del criterio democráti-
co, que reniega de tal condicionamiento y se muestra dispuesto a
contrarrestarlo a través de diversas estrategias''*. Por lo que se refiere
a la influenciabilidad de las actitudes públicas por agentes sociales
muy diversos, no creo que estemos ante un fenómeno social privativo
del criterio de las convicciones generales; un análisis dinámico de
cómo se elabora la legislación penal nos ha mostrado la profunda
interrelación existente entre el conjunto de sectores sociales en ese
proceso influyentes^'; el énfasis debe desplazarse hacia una correcta
identificación y puesta de manifiesto de esas influencias en el desen-
volvimiento del discurso políticocriminal. En cuanto a las dificultades
con que se tropieza para desarrollar argumentaciones políticocrimi-
nales complejas en el seno de colectivos tan extensos y multiformes
como los que sustentan a la opinión pública, la cuestión reside en
plantearse hasta qué nivel de profundización ha de llegar el debate
colectivo para que consideremos legitimadas sus decisiones político-
criminales, sin perjuicio de ulteriores desarrollos más técnicos de ellas.
De todas formas, las críticas precedentes ponen sobre la mesa el
auténtico dilema. Y éste no es otro que el de si nos hemos de confor-
mar con la actual realidad del criterio democrático, o hemos de
esforzarnos por crear un modelo decisional en el que se potencien
sus cualidades y se reduzcan sus defectos. Al respecto, no podemos

IS. Véanse Rubin, 1999, 29-31; Zimring-Hawkins-Kamin, 188-189, 201-203;


Prieto del Pino, 454-458; Berk-Brackman-Lesser, 175-179, estos últimos dentro de
una crítica más general, con datos de mediados de los años cincuenta y sesenta, a la
capacidad de las convicciones generales para influir en el proceso legislativo.
7é. Véase, por ejemplo. Diez RipoUés, 1990, 155-187, 246-251, 273-276, 282-
296, y, en especial, 307-310; 2001, 12-13.
77. Véase supra capítulo II, apartado 3.4.1.1.
78. Por más que no se pueda prescindir de él de forma absoluta. Pero también
podríamos hablar del papel que juegan los componentes irracionales dentro de, por
ejemplo, los criterios expertos. Véase lo ya dicho supra apartado 3.2 in fine. Recoge
también acertadas reflexiones en esta línea Rubin, 1999, 9-13.
79. Véase supra capítulo II, passim.

193
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

ignorar que el análisis de la dinámica de la legislación nos ha mostra-


do que uno de los fenómenos determinantes de la actual política
criminal es su deriva populista o mediática'". Pero también unas pá-
ginas más arriba, al realizar la crítica de los criterios expertos, creo
haber mostrado las claves que permiten integrar las aportaciones
peritas en un contexto decisional en el que la última palabra la tiene
siempre el conjunto de ciudadanos*'. Las alegaciones a favor de una
teoría de la legislación acreditan aquí, una vez más, su pertinencia.
Será mediante un desarrollo consecuente de ella como el criterio
democrático encontrará un nicho en el que contextualizar adecuada-
mente sus prestaciones.
En efecto, la estructuración de una racionalidad legislativa y su
descomposición en cinco niveles temáticos y valorativos distintos,
sustentado todo ello sobre firmes bases éticas*^, garantizan un proce-
der discursivo conceptual y valorativamente acotado, que fomentará
debates centrados y relativamente inmunes a mixtificaciones y sim-
plificaciones. En ese discurrir argumental prefigurado será más senci-
llo, sin duda, lograr esa complementación entre opinión pública y
pareceres expertos, así como reconocer a estos últimos un campo
propio de discurso, en la línea antes apuntada.
Por otro lado, el modelo de racionalidad legislativa propuesto en
ningún momento cuestiona los procesos institucionales de delibera-
ción y formación de la voluntad colectiva. Muy al contrario, lo que
justamente pretende es incardinarse en las diferentes fases del proce-
der legiferante, aportar a él su capacidad de diferenciación concep-
tual y valorativa, y repartir tales contenidos, con diferente énfasis,
entre las diferentes fases o etapas". El mantenimiento, no sólo intac-
to sino considerablemente enriquecido, de todo el proceso institucio-
nal de adopción de decisiones colectivas permitirá a su vez que la
imprescindible consideración de las opiniones populares encuentre
claro y reforzado acomodo en un procedimiento legislativo que con-
tendrá las necesarias previsiones sobre los momentos, decisivos, en
que las opiniones populares deben jugar un papel determinante, sin
que implique descartar las tareas y decisiones a llevar a cabo por los
órganos sociales, ejecutivos y parlamentarios representativos de la
sociedad.

80. ¡bid.
81. Véase supra apartado 3.2 in fine.
82. Sobre la pertenencia de los cinco niveles de racionalidad a nuestro sistema de
creencias, véase supra capítulo III, apartado 3.1.
83. Véase al respecto lo dicho supra capítulo III, apartado 3.2.

194
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

Es en este contexto en el que corresponde hacer algunas reflexio-


nes sobre la función a desempeñar por las consultas populares cons-
titucionalmente previstas en muchos ordenamientos. Es cierto que
ellas constituyen un instrumento muy apreciable para verificar las
opiniones colectivas sobre temas socialmente problemáticos y que,
asegurado el necesario debate social previo del tema sometido a
consulta y los demás requisitos metodológicos antes aludidos respec-
to a sondeos y encuestas de opinión, poseen mayor fiabilidad que
estos últimos. Sin embargo, se abren las puertas al populismo en
cuanto se atribuye a tales consultas la capacidad para eludir los
controles institucionalizados de formación de la voluntad colectiva.
Y esto último sucede si se atribuye a la iniciativa popular la com-
petencia para presentar textos legislativos acabados de obligada tra-
mitación parlamentaria y, todavía más, si se admite una aprobación
igualmente popular de tales iniciativas sin pasar por ningún control
parlamentario*''.
Un último aspecto a considerar del criterio democrático es su
sensibilidad a las garantías individuales. Está extendido en muchos
círculos jurídicos el prejuicio de que las opiniones colectivas mues-
tran una escasa disposición a aplicar cabalmente los derechos y ga-
rantías ciudadanos a aquellos miembros de la sociedad calificados
como delincuentes o sospechosos de serlo. Estaríamos ante un crite-
rio que tendría dificultades para salir de la perspectiva de la víctima
del delito y adoptar la propia del delincuente, carencia ésta de gran
repercusión en un sector del ordenamiento jurídico que, desde su
configuración moderna durante la Ilustración, ha interiorizado una
profunda desconfianza hacia el poder punitivo del Estado. La adop-
ción del criterio de las convicciones generales constituiría, pues, un
paso decisivo hacia el socavamiento del derecho penal garantista
que, a trancas y barrancas, sigue vigente en buena parte del mundo
occidental*^. Para algunos, incluso, la adopción del criterio democrá-
tico aboca necesariamente a un derecho penal autoritario*^, mientras
que otros se preguntan qué tienen que ver las mayorías con la justi-
cia*^. Muchos piensan, en cualquier caso, que la principal misión que
compete al núcleo experto jurídico es la de esforzarse en defender.

84. Véase un análisis de la acertada regulación española supra capítulo II, aparta-
do 3.5, in fine.
85. Véanse Pérez Manzano, 180-181, 256; Silva Sánchez, 1992, 232-241, 259-
260.
86. Véase Silva Sánchez, 1992, 237.
87. Véase Ferrajoli, 462-463.

195
LA RACIONALIDAD DE LAS LEYES PENALES

frente a los asaltos de la oportunidad política y de la insensibilidad


popular, la vigencia de los principios garantistas***.
A mi juicio, el importante significado que las garantías individua-
les tienen en la configuración del derecho penal, y su persistencia con
mayor o menor intensidad a lo largo del tiempo, son la mejor refu-
tación de las tesis anteriores. Sin negar que han sido unas élites las
que desde la Ilustración han ido desarrollando y consolidando tales
pautas, creo que es fácil llegar al acuerdo de que su vigencia en las
actuales sociedades democráticas ha sido sólo posible gracias al arrai-
go popular que han adquirido*'.
Los cuestionamientos populares de algunas de esas garantías'"
puede considerarse, bien que están justificados, bien que son fruto de
ciertas distorsiones en la percepción por la población de ciertas rea-
lidades sociales y su problemática. Ninguna de las dos alternativas
debe descartarse y probablemente ambas son pertinentes según los
casos.
Así, no se puede excluir que ciertas corrientes deslegitimadoras
de algunas garantías individuales hasta ahora incontestadas —piénse-
se, por ejemplo, en la progresiva admisión de ciertos análisis o reco-
gida de muestras corporales, o de determinadas intromisiones en la,
llamémosla así, intimidad financiera o comercial, o de la limitación
de algunas actividades afectantes al ambiente en terrenos propios, o
de la imposición de trabajos comunitarios a delincuentes"— están
simplemente reflejando un cambio en las condiciones sociales del
ejercicio del poder punitivo, el cual se ve en ciertas circunstancias
menos temible o más soportable debido a la tutela perseguida. Si ni
siquiera los principios éticos, arraigados en nuestro sistema de creen-
cias, son inmutables'^, menos lo han de ser unos principios o decisio-
nes políticocriminales de menor nivel y, por ello, más proclives a
caer en controversia. Negar tal evolución es probablemente muestra
de conservadurismo.
Ciertamente habrá otros cuestionamientos populares que podrán
parecer a las élites jurídicas injustificados, disponiendo de buenas ra-
zones para llegar a tal conclusión. Pero la respuesta a tal fenómeno no

88. Véanse, por ejemplo, al margen de los ya citados, Palazzo, 699-700, 728,
730-731; Amelung, 1980, 20-21, 35-38, 42-43.
89. Véase incluso Silva Sánchez, 1992, 192 n. 49.
90. Resulta poco plausible sostener que tenga apoyo popular el cuestionamiento
del sistema garantista en sí mismo.
91. Por más que se exija a éstos un consentimiento claramente condicionado por
la alternativa peor existente.
92. Hemos visto diferentes ejemplos de ello supra capítulo IV, apartado 4.

196
LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA...

ha de ser refugiarse en un saber experto inmune a tales cuestiona-


mientos populares y que, además, se impone a ellos. El saber político-
criminal —y el saber jurídicopenal que de aquél deriva— es, como su
nombre indica, un saber político, y es en la arena política donde debe
defender sus postulados. O lo que es lo mismo, por muy buenos argu-
mentos expertos de los que se disponga, las propuestas correspon-
dientes sólo adquirirán la legitimación democrática y, por consiguien-
te, podrán hacer valer su pretensión de transformarse en normas
colectivas imponibles erga omnes, en la medida en que sean acogidas
por las convicciones generales^^. Es justamente la pretensión de nin-
gunear a éstas y de reservar la competencia decisional a ciertas élites
jurídicas, únicas pretendidamente capaces de penetrar en las esencias
de los principios reguladores de nuestra convivencia, lo que puede
calificarse, sin mayores trámites, de derecho autoritario'"*.
Un último matiz habría que añadir: el lector es consciente de que
en todas estas páginas nos estamos ocupando de la racionalidad legis-
lativa, esto es, de la creación del derecho, en este caso, del derecho
penal. Sería un error de bulto pensar que las controversias planteadas
en la aplicación del derecho deban resolverse del mismo modo que
las surgidas en su creación. Como resulta ahora muy alejado de mi
propósito aludir al plano de la aplicación jurídica, baste con decir, en
una formulación peligrosa por su generalidad, que las leyes penales
se crean popularmente, pero no se aplican popularmente'^

93. Véase enérgicamente en ese sentido Habermas, 1994, 477.


94. Ya hemos señalado en otro lugar el relevante papel de la constitución. Me
gustaría ahora sólo recordar que una contraposición entre valores constitucionales y
creencias populares asentadas debe conducir, con todas las cautelas y tiempo precisos
para asegurar una cierta estabilidad en las formas de convivencia..., a una reforma de la
constitución.
95. Véanse advertencias en el mismo sentido en Hassemer, 1981, 280-281; Fe-
rrajoli, 553-559, 614-618.

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