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Una poética de la crisis: el discurso elegiaco de Micaela Solís

El 9 de agosto de 2019, se dio a conocer una iniciativa propuesta por empresarios locales y

apoyada por el gobierno independiente, siempre interesado en intereses específico y

particulares, para cambiar la “mala imagen” de Ciudad Juárez por causa de los

feminicidios. En redes, se la ha llamado “Divas de Juárez”. La postura anterior, sin

embargo, no es nueva. Desde los noventa, activistas, feministas, escritoras y familiares de

las víctimas han mantenido una lucha contra ese Estado que ha buscado invisibilizar la

realidad y disfrazar la historia desde campañas de “limpieza” urbana y falsa filosofía

positivista: Ciudad Juárez es light. A partir de una perspectiva lingüística, interpreto estas

campañas como un intento por eliminar la historia de la urbe, violentando la apropiación

visual que las mujeres hacen de la ciudad a través de un lenguaje de protesta que combate

las retóricas del olvido que estas iniciativas promueven.

Las campañas gubernamentales de limpieza ofrecen una lectura bastante pobre del

contexto en crisis que se ha vivido en Ciudad Juárez durante los últimos treinta años, pero,

por esa pobreza, son fácilmente reproducibles desde, por ejemplo, discursos artísticos y

culturales. Los artistas y los promotores culturales son los primeros en apoyar estas

iniciativas activamente. En mi opinión, esta es la razón por la cual la cultura juarense tiende

a ser a-crítica, porque remeda un lenguaje institucional que pretende exponer “la cara

positiva” de Ciudad Juárez. Lo último es peligroso, ya que, insisto, se “eliminan” otros

lenguajes artísticos más críticos solo porque no reproducen lo que el estado quiere difundir

y se privilegia una mirada (masculina, heterosexual, políticamente correcta) domesticada

por el discurso institucional. Profundizar en estos lenguajes domesticados daría para otro

trabajo. Aquí, sin embargo, he decidido estudiar una obra poética que precisamente crítica

la postura institucional y la manera en que la comunidad, ya sea cultural o académica, es


amansada por el estado para que dichos lenguajes no peligren y se elimine la “mala

imagen” que los feminicidios o la violencia han creado para Ciudad Juárez: Elegía en el

desierto (2004) de Micaela Solís.1

Los distintos tonos y voces describen un coro elegíaco que compacta diferentes

discursos que abordan varios temas. Se trata, en sí, de un poema de largo aliento donde se

explora una crisis urbana que aún se reciente: el feminicidio y, en específico, el asesinato

de Cecilia, una niña de catorce años, en 1997. El acto de nombrarla desde la noticia

contrasta con el comienzo “testimonial” de la lamentación: “Femenina desconocida de

aproximadamente catorce años, de complexión regular, de tez morena, de raza mestiza y

con una estatura de uno cincuenta y ocho presenta: Contractura muscular post mortem en

fase de remisión, livideces cadavéricas en la región anterior del cuerpo…” (13). El

contraste se encuentra en la frialdad del registro, del archivo. Como suele ocurrir en el

discurso periodístico o masivo, las mujeres asesinadas pierden sus nombres y se

transforman en cuerpos, desprovistos de todo significado. De ahí que este apartado

destaque por ser una transcripción textual y en prosa, frente al comienzo de la elegía, donde

ya se perfila la identidad de una ciudad que naufraga en la muerte: “Enredada en sus calles,

la ciudad, / impávida ancla la muerte / en la profundidad de su silencio” (14). Hay una

representación híbrida donde la poesía mantiene una discusión con el discurso periodístico,

aunque se hermana, expondré en seguida, con la denuncia y la protesta. El poema de Solís

pretende ser un documento de la pérdida, un archivo del dolor humano donde, en toda su

magnitud, deben contrastarse diversos discursos en una suerte de coro trágico.

Observo un interés en las voces líricas por describir (insisto en el contraste con los

medios masivos) el cuerpo femenino. Solo así, parece decirnos el poema, puede hacerse

1
Micaela Solís, Elegía en el desierto: in memoriam. UACJ, Ciudad Juárez, 2004, 80 pp.
justicia de alguna manera, desde una evocación crítica, dura, difícil de imaginar. Como se

apuntaba con Sanmiguel, solo confrontando una crisis se puede llegar a una reflexión sobre

ella: “No los dientes / arrancando el pezón izquierdo. / No la daga cercenando el seno

derecho. / No el filero / separando las uñas de los dedos, / asestando cincuenta puñaladas. /

No la piedra / fracturando el cráneo” (17). Estas negaciones, que en sí son manifestaciones

de la violencia en el cuerpo de la mujer, buscan desaparecer al agresor. Es una invitación

paradójica a no nombrarlo, a olvidarlo, a llamar la atención más bien en el ascenso del

“vuelo femenino”. Por ello, destaco una de las ideas en el génesis de la elegía: se observa

un canto rodado, que engloba diferentes formas de abordar la crisis y que no puede ser de

otra forma sino como una fisión entre lírica, lenguaje de masas, de denuncia social y de

protesta. Una de las voces poéticas, de hecho, insiste en el canto, único método de catarsis:

“mientras tanto, / el canto rueda cuesta abajo de la vida” (16); y después se vinculará

directamente con especificar dónde está ocurriendo la tragedia: “Para no morir del todo,

canto esta noche sobre la torva, / la insaciable impunidad, la del fósil tufo a corrupción, /

sus trescientas agonías soterradas en las calles de Juárez” (20). Nótese: el himno para no

morir del todo, pues no terminan de tocar fondo el dolor y el vacío. Aun así, no será

suficiente porque para ello habría que inventar un idioma que precisara con palabras de este

mundo la manifestación de un horror que se instala en la memoria: “Habrá que inventarnos

de nuevo en otro idioma / para que nos recuerden” (38).

La poeta busca recobrar la inocencia y la infancia de Cecilia. Para dicha tarea, recrea

una escena donde el hecho de nombrar al hito urbano le dota de una carga sensible: “Ya la

niña se balancea en un columpio del Parque Chamizal; / con sus piecitos descalzos mide la

bóveda celeste / y toca la estrella roja del atardecer” (41). Se trata de una “infancia que

entre juegos / opone resistencia a este aire cargado de melancolía” (41). Una niñez que
lucha, que al recordarse adquiere una triste fuerza que se mezcla con la atmósfera citadina.

Una de las estrategias de esta elegía es ofrecer la otra mirada, en el ahora, donde el horror

de la mutilación se hace presente y el cuerpo se significa de otra manera: “Una mano /

aparece entre la arena / en crispación de estrella que se apaga” (42). En esos territorios

innominables de la ciudad, carentes de simbología o interés, en ese anti-recinto de arena,

roca y basura, aparece, en un interrumpido acto de imploración, la pequeña mano: “En el

baldío, / crispada en una súplica, la mano de Cecilia” (43). Y seá como si el desierto, cuya

manifestación sobremoderna permitiera denominarlo lote baldío, o sea, un territorio del

vacío, de lo que carece de significación, un junkspace, mostrase un corazón agónico, al

borde de la descomposición: “Mientras en el desierto, / las auras se arrebatan —a picotazos

— un corazón / que guarda aún su última humedad” (23).

La representación de un escenario descompuesto se traduce en la urbe misma: sus

dinámicas sociales putrefactas; la ciudad agoniza, yace y amanece exhausta “del último

naufragio” (14). En realidad, la voz lírica imagina a un Juárez-corporal y violentado por la

sociedad que, curiosamente, se antoja deshumanizada y contagiada de violencia: “Enredada

en sus calles, la ciudad, / impávida ancla la muerte / en la profundidad de su silencio”. (14)

Después afirmará: “En esta ciudad de carniceros / aprenderé a llorar la muerte de un felino”

(62). Esta vinculación entre el sitio y sus habitantes será una constante en la elegía. De

hecho, hacia el final del texto Juárez empieza a “contaminarse”, como una mujer, de

palabras asociadas a ese discurso mediático que la poeta transcribe como introducción: “Y

estos cerros de Juárez oliendo / a adrenalina y semen” (73). Este apartado tiene una

estructura poética particular. Los elementos espaciales, es decir, baldío, canal, calle y, en

fin, la urbe misma, huelen a miedo, olvido, sangre y excresencias masculinas (palabras que
se agregan progresivamente en cada secuencia de versos). Podría interpretar esta isotopía a

una última imagen terrible: la violación.

No resulta sorprendente, entonces, que el pueblo (esencialmente masculino) se

represente como un ignorante, un ciego y una voz antagonista; en este coro será la voz que

desafina: “Digno sería para ti un destino de exilio, / pueblo de mirada vacía, / puesto que

ignoras cuán despojado de tu patria vagas” (25). Su voz juzga y discrimina: “Luego dicen

que la culpa es de nosotras por coquetas” (36). Ese mismo juicio misógino aparece en las

figuras de poder eclesiástico y político: “en la declaración del obispo y del político que

dicen: / “Ellas son las que provocan”. (71) La misoginia yace en las espacialidades

citadinas, así como en hijos e incluso madres: “Está en los cines, / en la escuela, / en la

maquila, / en la colonia, / en la plaza, / en la iglesia, / en el Congreso, / en el hogar… / En el

corazón de los hijos y / en el corazón de las madres” (71). Se trata, literalmente, de un

machismo interiorizado en el pecho de la sociedad. También pervive en los poetas de

Ciudad Juárez: “Y está, —¡oh ignominia!— / en algunos / buenos poemas / de algunos / de

nuestros / buenos / poetas” (71). En cierta forma, la llamada ignominia crítica de la que

habla Solís acusa a los poetas de objetivizar y permitir, desde la literatura, la violencia

contra los cuerpos femeninos. Como se ha expuesto en el apartado anterior, la perspectiva

de la poeta no está del todo errada.

Para terminar, subrayo algunos pasajes de la “Introducción” de Micaela Solís:

“Escribí un poema extenso al que concebí como poesía en crisis” (11). Para ella, la poesía

en crisis es un ejercicio de autocrítica como escritora y ciudadana. Se trata además de una

propuesta de denuncia que solo puede surgir en un momento donde las desapariciones de

mujeres y los feminicidios eran invisibilizados por autoridades gubernamentales e

instituciones: “Este trabajo es, pues, fruto de la paradoja que conjuga una necesidad de
denuncia, con el respeto al dolor de muchas familias chihuahuenses. Hasta hoy no he

resuelto este dilema ético” (11). Destaco que la poeta se dé cuenta de la dificultad ética y

moral que conlleva acercarse al dolor humano e indescriptible; de naufragar con palabras

en la crisis humanitaria de Ciudad Juárez. Solís quería que Elegía en el desierto perdiera

vigencia “de inmediato”, pero a pesar de haberse publicado hace más de diez años, la crisis,

el dolor y el abismo siguen muy presentes en esta frontera.

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