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La ciudad dual: espacio de libertades restringidas.

Dra. Arq. Daniela Mariana Gargantini1

“La constatación de la destrucción de un orden que nos ha


sostenido durante largo tiempo puede concluir a la desesperanza
o bien puede despertar la urgencia por crear un orden diferente
que nos permita orientar nuestro camino en un continente
agobiado por necesidades vitales insatisfechas, en el que los
espacios vacíos y los grupos humanos claman por proyectos que
le den sentido, en el que el contraste entre el deseo, la invención
y la posibilidad adquieren tan a menudo caracteres dramáticos,
¿puede haber lugar para la desesperanza?. Una exigencia ética
profunda nos impulsa a la búsqueda de ese nuevo sentido, al
intento de comprender el orden del caos, a la necesidad de
descubrir significados en lo aparentemente insignificante, a la
urgencia de inventar soluciones para lo aparentemente insoluble.
En un continente en parte deconstruido y en parte no construido,
¿Puede concebirse otra opción que la de intentar construir?”.
Marina Waisman.
“La arquitectura descentrada”

La ciudad como historia común construida.

El proceso de urbanización explosivo constituye en este fin de siglo un fenómeno mundial.


Más de la mitad de la población mundial vive en ciudades, y los dos tercios de esa población
se concentran en países del Tercer Mundo. Actualmente el 75,8% de la población
latinoamericana reside en ámbitos urbanos (Naciones Unidas, 2002), superando para el caso
de América del Sur el 80%, con marcado asentamiento en grandes ciudades (más de
750.000 habitantes). En Argentina este porcentaje alcanza valores cercanos al 89,4%
(INDEC, 2001). Ante ello la ciudad parece constituirse en el escenario y el ámbito de
desarrollo de la vida humana.
Históricamente abordado desde una perspectiva física, el urbanismo ha estudiado las formas
de ocupación del espacio urbano a través de meros enfoques formalistas y funcionalistas
que conciben a la ciudad como un conjunto de instalaciones para la satisfacción
estandarizada de necesidades. Bajo esta perspectiva, la multiplicidad de factores y actores
que contribuyen a su conformación, crecimiento y transformación han permanecido
ignorados. Hoy en día estos enfoques resultan notoriamente insuficientes.

1
Doctora en Arquitectura; Magíster en Hábitat y Vivienda, con especialidad en Promoción y Gestión del Desarrollo Local;
investigadora de CONICET; miembro del equipo técnico del Centro Experimental de la Vivienda Económica (Córdoba);
profesora titular de la cátedra Problemática socio-habitacional y encargada del Servicio Socio-Habitacional (SSH) de la Facultad
de Arquitectura, y actual Vicerrectora de Medio Universitario de la Universidad Católica de Córdoba desde donde coordina el
Área de Responsabilidad Social Universitaria de dicha Universidad; premios nacionales y publicación en revistas nacionales e
internacionales. Correo electrónico: diegogordo@arnet.com.ar

1
La ciudad es una realidad física tangible, pero también es una construcción social, es
el proyecto de una sociedad en un lugar y en un momento determinado, con su ideología,
sus costumbres, su cultura, su ética, sus valores y sus relaciones sociales en
interdependencia con una economía compleja. El estudio de los comportamientos resulta
pues esencial en todo estudio urbanístico, y consecuentemente en toda actuación urbana.
En tanto construcción social y producto histórico la ciudad es un sistema complejo que no
puede ser reducido a una sumatoria de elementos visibles sobre un terreno; es un sistema
simbólico y espacio- temporal de expresión del comportamiento individual y social. Así la
ciudad condensa dos realidades: a los objetos (realidad física) y al valor (significación
social). Por lo que la ciudad sólo es comprensible a través de la relación dialéctica entre
espacio construido y espacio social (Veyrenche y Panerai, 1983).
Esta imagen que los habitantes tienen de la ciudad, tradicionalmente no se ha tenido en
cuenta en el diseño urbano, aunque como afirma Augë, “no hay análisis social que pueda
prescindir de los individuos, ni análisis de los individuos que pueda ignorar los espacios por
donde ellos transitan“ (Augë, 1993) Así, tampoco debería haber actuación urbana que
prescinda de los individuos, pues no hacerlo reduciría al espacio a un mero dato de mercado
y homogeneizador del metro cuadrado edificable, sujeto de ser alquilable o vendible
(fenómeno cada vez más difundido en nuestros días).
Frente a esta situación especulativa y reduccionista de lo urbano, toda la sociología urbana
ha procurado comprender a la ciudad como lugar donde estos actores compiten e
interactúan para lograr mayores ganancias, y como sitio donde batallan las clases sociales.
Según esta perspectiva los procesos orientados por la ganancia (que operan dentro del
mercado), los comunitarios (determinados por la reproducción de la población tras la lógica
de la necesidad), los estatales (los que fuera del mercado inciden de manera directa o
indirecta dirigiendo y ejecutando los procesos públicos de la ciudad) y los actores políticos
(que se mueven tras una lógica de acumulación de poder), coparticipan en el proceso de
construcción de los fenómenos urbanos cuyo sentido no parece estar predeterminado
sino que parece depender de cómo ejerzan sus roles los diferentes actores involucrados.
Bajo esta óptica la ciudad se transforma en un conjunto muy variado de procesos
económicos, sociales y políticos; en una estructura local de poder en relación a la fuerza con
la que se presente cada uno de los actores, la cual se concreta en una específica estructura
social o de clases.
Ahora bien, estos diferentes modos de percibir la ciudad nos permiten reconocer distintos
modos de vivir en la ciudad y de producir el espacio habitable, ya que la ciudad no
constituye un espacio homogéneo y continuo, sino que son más bien numerosos espacios
heterogéneos que coexisten entre sí con complicadas relaciones. La heterogeneidad
resulta entonces una de las claves de su funcionamiento.

2
A su vez nuestras ciudades transitan no sólo procesos de crecimiento sino también
fuertes procesos de reconstrucción y consolidación. Actualmente en Latinoamérica no
es posible hablar solamente de la “construcción de ciudades” como fue el discurso de unas
décadas atrás, sino que “la tendencia general de crecimiento urbano nos señala que los
problemas actuales tienen que ver con la reconstrucción de nuestras ciudades, con sus
cambios de uso, con su “re-uso”. En otras palabras, no estamos hablando sólo de inventar la
ciudad, sino que tenemos delante de nosotros el nuevo reto de reinventar la ciudad. Por ello
debe considerarse que en cierto modo las acciones de reinventar la ciudad desde lo
existente, están más relacionadas con los problemas de gestión urbana que la simple
actividad de creación, debido a que cada paso que se da implica modificar de manera
profunda complejos equilibrios socioeconómicos de los cuales no siempre se es
consciente” (Riofrío, 2000).

La ciudad como graficación de la desigualdad existente.

Si se supera su mera concepción física y se entiende a la ciudad como historia social


construida y como máxima creación del hombre, “es lógico leer esa historia a través de
los diferentes documentos que la fueron configurando, ya que comprenderlos es comprender
el proceso de configuración y consolidación de nuestras sociedades" (Foglia- Goytía, 1989).
El estudio de los mismos nos permite conocer a través de los fenómenos no sólo físico-
espaciales sino legales y normativos, los procesos económico-sociales e institucionales que
junto a las voluntades, han ido transformando nada ingenuamente la configuración de la
ciudad y sus equilibrios subyacentes.
Surge así la idea de ciudad como “espacio donde se grafica la desigualdad existente.”
(Riofrío, s/f) Ya que, tal como la realidad local lo pone en evidencia, la urbanización
convencional no es la única manera en la que la ciudad se produce y reproduce. Al
contrario, junto a ella la urbanización informal es la principal responsable del proceso
de desarrollo urbano de nuestras ciudades.
La primera (la ciudad formal y oficialmente reconocida) conlleva un proceso de urbanización-
regularización para luego habitar, donde la construcción del espacio habitable (vivienda)
posee una importancia central.
En cambio, en una urbanización informal la familia comienza ocupando y habitando, para
luego construir y urbanizar, regularizando su situación en una acción progresiva y evolutiva.
La organización social encuentra así su motivo de ser en la urbanización donde la
comunidad se constituye en el principal responsable de la habilitación urbana, quedando la

3
vivienda como instancia a resolver individualmente. “Se trata, pues, de barrios cuyo
deterioro empieza aún antes de haberse completado su desarrollo, planteándose la
necesidad de nuevos procesos de mejoramiento y renovación urbanas (...) Las viviendas y el
barrio en permanente edificación se convierten en los barrios que nunca terminan de estar
completos y las viviendas sin terminar en las que el hacinamiento empieza” (Riofrío, s/f).
Es lo que autores como Joan Mac Donald han caracterizado como la “consolidación
material de la informalidad” para el caso de las metrópolis o la “formalización de la
precariedad material” constatable en centros urbanos medianos y pequeños.

Ciudad formal- ciudad informal: crónica de una violencia anunciada.

Junto al problema del crecimiento, la profundización de la pobreza urbana que se


manifiesta duramente en todo el país es otro de los elementos característicos de nuestras
ciudades, y la ciudad de Córdoba no escapa de ello.
Los procesos de ajuste que se han producido en las últimas décadas vienen acompañando
este fenómeno, que muestra tanto la agudización de la pobreza estructural, como la inclusión
de los sectores medios dentro de la nueva categoría denominada “nuevos pobres”.
Según datos recientes de CEPAL, para el 2006 aún el 38,5% de la población2
latinoamericana vivía en condiciones de pobreza (205 millones de personas) y un 14,7%
de la población (79 millones de personas) vivía en la pobreza extrema o la indigencia
(CEPAL, 2006). Siendo las privaciones en lo que respecta a la calidad de la vivienda y el
acceso a ciertos servicios básicos las caras más visibles de la pobreza de los hogares.
Esta constatación es congruente a lo que sucede en nuestro país, donde el 40% de los
hogares argentinos se encuentran asentados en áreas con deficiencias urbanas (Jiménez,
2000).
Bajo estas consideraciones, a nivel local la ciudad de Córdoba no ha permanecido ajena a
este panorama regional y nacional. Las villas de emergencia en la ciudad de Córdoba han
tenido un crecimiento considerable durante el último período intercensal. Las 74 villas
registradas en 1991 sumaban una población aproximada de 35.793 habitantes, que equivalía
al 3% de la población total cordobesa. Sin embargo, durante el período 1991- 2001 y
considerando la cantidad de villas según su “identidad comunitaria”3, el crecimiento de los
asentamientos villeros fue del 107% y el de su población del 109% para esta década.

2
Para el 2005, la población de la región ascendía a 558 193 millones de habitantes (CEPAL, 2006).
3
La clasificación también puede hacerse en base a “unidades geográficas.”

4
Los resultados del Censo de Villas de Emergencia llevado a cabo por SEHAS4 (CONICET),
bajo convenio con la Municipalidad de Córdoba durante el año 2001, muestra un crecimiento
importante, sumando los asentamientos villeros el número de 191 y su población 98.615
habitantes, que agrupados en aproximadamente 17.930 familias representan el 10% de la
población de la ciudad (Buthet- Baima- Calvo, 2007).
Estudios más actualizados permiten vislumbrar preliminarmente que esta tendencia se ha
detenido, disminuyendo el incremento exponencial que expuso en la década 1991-2001. Al
30 de abril del 2007, el número de villas existentes en la ciudad alcanzaba el total de 120
asentamientos5, producto de las erradicaciones efectuadas por programas nacionales
(Programa Nacional de Mejoramiento de Barrios- PROMEBA), provinciales (Programa
“Nuevos Barrios”, “Mi casa, mi vida”, etc) o municipales ejecutados, junto a la incorporación
de sólo 9 nuevos asentamientos entre el 2001 y el 2007. Esto supone la existencia de 11.878
familias residentes en villas de emergencia, sumando un total de 65.329 personas
(Buthet- Baima- Calvo, 2007).
Aún a pesar de esta tendencia alentadora en relación a parámetros habituales en otras
ciudades de América Latina y el mundo, las cifras locales no dejan de evidenciar que el
derecho a la ciudad no es un derecho gozado por todos. Hoy la mayoría de nuestras
poblaciones son urbanas, pero no ciudadanas.
Por su parte las ordenanzas y los precios del mercado que regulan el acceso y uso del suelo
urbano, así como la conformación espacial de la ciudad en las tres áreas definidas (central,
intermedia y periférica), no dejan opciones posibles de acceder a la tierra urbana a un alto
porcentaje de la población afectada. Como resultado de ello los habitantes no tienen otra
opción que la densificación y el hacinamiento, el traslado a la periferia o el asentarse en villas
de emergencia.
A esto deben sumarse las dificultades inherentes a la reconversión del Estado en todos sus
niveles, que supone recortar aún más las insuficientes respuestas en políticas públicas,
específicamente de índole habitacional.
A pesar de esto y ante el protagonismo del espacio local como cara visible de un estado en
retirada, a nivel municipal, provincial y nacional se han desarrollado programas de atención
hacia los sectores de más desfavorecidos. Sin embargo su realización estuvo en su mayoría
sujeta a la construcción de obras públicas o a la liberación de tierras de alto valor urbano, por
lo que los programas ejecutados han sido intervenciones subsidiarias de otras acciones, y la
elección de los terrenos así como la conformación de los grupos a realojar han sido
condicionados por la oferta de tierras disponibles, sin considerar la cercanía a los

4
ONG cordobesa dedicada, desde hace más de tres décadas, a temáticas sociales vinculadas al hábitat de los sectores
marginales.
5
43 villas con una antigüedad mayor a 15 años (con valores máximos de 80 años); 68 villas con una antigüedad de entre 15 y 6
años; y 9 villas con una antigüedad menor a 6 años (Buthet- Baima- Calvo , 2007).

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asentamientos originales, la ruptura de las redes sociales existentes ni el mantenimiento de
las fuentes de trabajo o de sobrevivencia de las familias. Estas experiencias, si bien han
favorecido el acceso a unidades de vivienda con condiciones mínimas de habitabilidad y han
regularizado los asentamientos como primer paso hacia la integración de estos sectores
marginales, han tenido consecuencias sociales negativas: rupturas con fuentes laborales
(hecho altamente perjudicial por el tipo de actividad que desempeña la población: changas,
servicio doméstico, etc), ruptura de vínculos personales, de parentesco y pérdida de
identidad del grupo social, renunciando así a estrategias que favorecen el consenso, el
fortalecimiento social, la promoción y la participación de los afectados.
Mientras tanto la ciudad formal ha seguido su curso, generando nuevas formas de ocupación
urbana, elitistas y sectarias (countries, shoppings, etc) en detrimento del espacio público.
De esta manera, se reconoce un goce diferenciado del derecho a la ciudad, que persiste
inclusive tras intervenciones oficiales como las mencionadas.
Se reconoce así una urbanización convencional (objeto de políticas públicas donde los
sectores más pobres no tienen mayormente cabida) y una autourbanización y
autoconstrucción como elemento de complementariedad, permitiendo un goce
diferenciado del derecho a la ciudad.
Casi imperceptiblemente vemos que barrios y procesos socio-habitacionales y económicos
se van conformando llenando los espacios o intersticios vacíos, gestando una realidad que
contradice, en muchos casos, el trazado que muestran los mapas oficiales, reflejándose en el
espacio las urgencias y necesidades de los habitantes. Al paisaje urbano se le van
agregando así, nuevos cuartos, construcciones de ladrillos, otras de madera y techos de
chapas, calles desparejas y cables que se entrecruzan hasta llegar al enganche. Estos
barrios y procesos conviven con otros cuya fisonomía nos parece más familiar: rutinas
formales, cuadrículas regulares, casas o monobloques junto a algún espacio verde que
quedó en proyecto de plaza.
Bajo este panorama se genera una doble vertiente de violencia: por un lado la que ejercen
los sectores de menores recursos por sobre los sectores más aventajados, sus bienes y
hasta sus vidas, como estrategia de sobrevivencia o como forma de ingresar al sistema
formal del que no forman parte. Y por otra parte sigue manifestándose la violencia estructural
de una sociedad que excluye a un creciente porcentaje de sus miembros, negándole lo que
resulta vital para el desarrollo de toda vida humana: un espacio donde desarrollarse.
Frente a ambos tipos de violencia, la ciudad, como fenómeno social, es el escenario
común, tierra de batalla y de contienda.
Actualmente la división en guetos (barrios pobres) y búnkers (barrios ricos); la presencia de
múltiples expresiones de pobreza urbana; la relevancia de la exclusión de los servicios
básicos que sufren los pobres urbanos; la fuerte tendencia a la urbanización; el paulatino

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crecimiento de la misma en los centros medianos y menores; la “consolidación material de la
informalidad” de las metrópolis frente a la “formalización de la precariedad material” del resto
urbano, los espacios intransitables; el mobiliario urbano pensado para ahuyentar al peatón y
los centros comerciales más modernos construidos siguiendo el modelo de cárcel
“panóptica”; la pérdida de la plaza y del “centro” como lugares referenciales de la vida social;
no hacen más que restringir el acceso y la calidad del espacio público, generando de por sí
un ambiente que coarta las libertades colectivas e individuales.
La dualización metropolitana en Córdoba y en la mayoría de las ciudades latinoamericanas,
avanza de manera notable a través de procesos de exclusión social, más allá de las
voluntades o del retraso de nuestros gobiernos. Dualización que “parece manifestarse en dos
modelos separados pero efectivamente complementarios en discurso y en gestión (...) Para
la “ciudad alta”: planificación estratégica y concertación, privatización y transnacionalización
de los servicios, políticas públicas de inversión en infraestructura, valores exitistas ligados al
crecimiento y la competitividad.
Para la “ciudad baja”: gobernabilidad y políticas sociales focalizadas, compensatorias y de
contención del estallido social, autoayuda y autogestión local, manejo clientelar de los
recursos, valores de sobrevivencia para “los más aptos” y solidaridad para los rechazados y
desvalorizados socialmente por el mercado” (Corragio, 1998).
Ante ello, la ciudad actual (ciudad dual) es también la ciudad de las libertades
restringidas. Ambos sectores, pobres y ricos, se encierran. Por marginación social o por
seguridad, todos habitamos la ciudad compartiendo sentimientos comunes: el de la
inseguridad producto del miedo al otro (siempre extraño y potencialmente peligroso) que
genera agresiones cotidianas y ostracismo popularizado, los cuales terminan boicoteando los
escasos resabios de solidaridad e intercambio social que todavía persisten. De allí la
inconsistencia de toda concepción que continúe mirando al urbanismo y a la gestión territorial
como mera acción física o técnica, sin avanzar hacia elaboraciones conceptuales más
complejas y dinámicas que intenten aprehender los fenómenos actuales en busca de
soluciones posibles.

La gestión democrática de la ciudad

Bajo este panorama nuestras ciudades están siendo gravemente afectadas por:
• la tendencia veloz y profunda a la urbanización no controlada;
• el desequilibrio en niveles de desarrollo de la red de ciudades que genera
hiperurbanizaciones y megaciudades;

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• la generación de flujos multidireccionales en las áreas urbanas (Hiernaux, 1998) que
producen sub-urbanización6, recentralización, desindustrialización,
concentraciones urbanas y gentrificación7;
• la generación de urbanizaciones diferenciadas: una veloz, para la transformación de
espacios centrales donde se localizará la ciudad del desarrollo, y otra lenta de los
espacios residenciales periféricos que quedan marginados de estos procesos de mejora,
observándose una fragmentación del tejido social y urbano al producirse dos espacios
diferentes superpuestos que requieren de modelos de intervención y ritmos de evolución
diferentes;
• el abandono de los espacios públicos de encuentro comunal por espacios semi-
privados (countries o barrios cerrados) y semipúblicos (shoppings, parques,
hipermercados);
• la progresiva despeatonalización de la movilidad en los sectores de alto poder
adquisitivo y tendencia al uso sustentable del transporte por los sectores de bajo poder
adquisitivo como estrategia de sobrevivencia;
• fuertes y crecientes procesos de degradación ambiental;
• así como inequidad creciente y masiva (“urbanización de la pobreza”), que incrementa
la violencia urbana y genera una fragmentación espacial que puede ser irreversible.
Frente a este panorama, que lamentablemente es extensible a la mayoría de las ciudades
argentinas y latinoamericanas, el sector popular construye ciudad, oculta, clandestina y llena
de ingeniosidad para sobrevivir. También el sector formal continúa creando su propia
urbanización cerrada y centrada en el mercado, en un proceso paralelo pero a la vez
complementario de conformación del espacio vital.
Si consideramos, como hemos expresado al inicio de este trabajo, a la ciudad como historia
social construida y como máxima creación del hombre, todas éstas no son más que algunas
manifestaciones de la carencia de estrategias de contención que poseemos como
sociedad. Son los signos sociales, materializados en una estructura urbana de construcción
progresiva, del habernos olvidado de que “la ciudad debe considerarse como el lugar
para todos; como un complejo sistema dinámico en el cual las formas espaciales y los
procesos sociales se encuentran en continua interacción, (...) complementarios y no como
alternativas que se excluyen” (Harvey, 1977).
En consecuencia el gran desafío para la ciudad futura constituye, más allá de la búsqueda
de nuevos instrumentos que contemplen el acceso al suelo urbano, al hábitat digno y a los
procesos formales en términos laborales y económicos para los segmentos más

6
Éxodo de las ciudades de las clases altas y de las clases medias a los suburbios.
7
Los grupos empobrecidos de la periferia urbana se trasladan a las zonas tugurizadas del centro de las ciudades (conventillos).

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desprotegidos de nuestras sociedades, la implementación efectiva de mecanismos
integradores y asociacionistas entre los distintos sectores que la componen.
La necesidad de “abrir” y “compartir” con otros actores y contextos diversos, constituye el
gran desafío en la reconstrucción de nuestras ciudades, ya que supone ceder “poder”.
Desde una concepción abarcativa, la pobreza más allá de su imagen de carencia es la falta
de correcta inserción de una persona o grupo a un sistema determinado. Por lo que la cesión
no sólo debe ser de poder económico (en bienes o servicios), sino también de poder
intelectual, de espacio político, espacio social, espacio laboral y capacidad de gestión.
Hoy tenemos que enfrentar el hecho de que, tal como lo hemos mencionado, los distintos
actores involucrados en el proceso de producción de las ciudades tienen, en la realidad,
niveles de poder y capacidades de decisión diferentes, ya sea por cuestiones económicas y
políticas como por niveles distintos de formación. Así pues, debemos tener claro que de lo
que se trata es de propiciar espacios que generen transferencia, capacidad de
negociación y de generación de consensos dentro de relaciones asimétricas de poder.
Y el hablar de mecanismos integradores supone, desde una concepción abarcativa,
establecer estrategias multiactorales, sistémicas e integrales que construyan ciudad:
desde el reconocimiento del otro; desde la educación; desde las posibilidades genuinas de
acceder al mundo laboral; y desde la generación de reales espacios de participación e
involucramiento social.
Es decir, armar un andamiaje (no individual y caritativo, sino social) para facilitar el proceso
de inserción, donde más allá de proveer bienes o intentar superar la pobreza se procure
modificar necesariamente a la sociedad (Pelli, 1994).
Desde este ángulo, “la acción de solución habitacional, urbana (y territorial) se define
como la generación de condiciones (físicas, jurídicas y sociales) adecuadas para
favorecer la transición de unos (los más pobres) y otros (los más aventajados) hacia la
integración urbana, con modos de producción igualmente adecuados, financiera, técnica y
socialmente” (Pelli, 1994). De tal forma que el proceso general de gestión que tenga como
meta la transformación e integración urbana, “se constituya en una experiencia
transformadora, en una experiencia de vida favorable que permita adquirir actitudes y
aptitudes necesarias para un desempeño más adecuado a las exigencias funcionales de la
vida urbana moderna, (…) dentro de la estructura de una sociedad que, por identificarse
como democrática, se pone a sí misma en la obligación de llegar a ser equitativa” (Pelli,
1994).
Sin embargo parecen no estar dadas todavía las condiciones políticas ni la consolidación
ciudadana para la obtención de estos logros. La falta de voluntad política y de ciertas
competencias técnicas y profesionales en la gestión para implementar respuestas y

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soluciones efectivas a las complejas problemáticas urbanas, así como la falta de cohesión
civil de nuestras sociedades constituyen los aspectos críticos de este proceso.
Por su parte, más allá de lo discursivo en torno a la participación y al consenso, las
intervenciones que se promueven constituyen iniciativas sectoriales, en su mayoría
asociadas con una imagen política (muchas veces clientelista) y competitiva de la ciudad
frente al nuevo panorama globalizado, por lo cual los verdaderos intereses no son sociales
sino políticos y económicos. Además las políticas de ajuste han tendido a desestructurar las
organizaciones sociales establecidas, favoreciéndose la individualización, con respuestas
muy parciales a cambio de apoyo político, diluyéndose los programas una vez que caducan
los intereses políticos del momento.
La formación estanca y elitista de los centros profesionales y académicos tampoco ha
contribuido en la búsqueda de soluciones reales.
Actualmente estas relaciones entre las actividades “espontáneas” y las de la ciudad
convencional están hoy ausentes de nuestras realidades. No obstante, “el asegurar el
procesamiento de las demandas a través de una amplia interacción y articulación de diversos
agentes sociales dentro de cauces institucionales que favorezcan la equidad, sin dar lugar a
desbordes sociales que comprometan el esfuerzo de transformación productiva con equidad
en su conjunto, aparece como desafío para la gestión urbana democrática. Para lo cual es
necesario fortalecer la capacidad reivindicativa de los grupos marginados y también
robustecer múltiples instancias de concertación y mediación” (CEPAL, 1992).
Ya que “no queda más alternativa que la reconstrucción de la democracia local en cuanto
a la resolución de los problemas del desarrollo en la modernidad. Buscando maneras de
hacer gestión que sean participativas, entendidas éstas como construcción social de la
planificación, con sus dos dimensiones: construcción de un saber y construcción de un
poder, ya no como abstracta proposición de futuro sino como urgente administración crítica
del presente” (Fernández, s/f).

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- Singer, Paul- A modo de introducción: urbanización y clases sociales. En: Antología de Sociología Urbana-
1989- UNAM, México.
- Wirth, Louis- El urbanismo como modo de vida. En: American Journal of Sociology, Vol. 44- Junio 1938.

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