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J. J.

Bachofen

El Matriarcado
Una investigación sobre la ginecocracia
En el mundo antiguo según su
Naturaleza religiosa y jurídica

Edición de María del Mar Llinares García

AKAL UNIVERSITARIA
Maqueta RAG.

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J. J. BACHOFEN

EL MATRIARCADO
UNA INVESTIGACION SOBRE LA
GINECOCRACIA EN EL MUNDO ANTIGUO
SEGUN SU NATURALEZA RELIGIOSA Y
JURIDICA

Traducción e Introducción:
María del Mar Limares García

AKAL
En memoria de mi madre,
la señora Valeria Bachofen,
nacida Merian.
INTRODUCCION

La publicación en lengua castellana de este libro de Johann Jakob


B achofen ciento veinticinco años después de la fecha de su prim era
edición alem ana posee un gran interés, a pesar del amplio lapso cro­
nológico transcurrido, p ara todos los estudiosos de la m itología, la
antropología y la historia, p orque E l Matriarcado es sin duda algu­
na uno de esos pocos libros que consiguen cam biar el rum bo de los
estudios de una o varias disciplinas, gracias a la novedad y al vigor
de sus planteam ientos. P ara com prender su im portancia será nece­
sario, pues, llevar a cabo algunas indicaciones acerca de la figura
de su auto r y de su p ropia obra.
J. J. Bachofen nació en B asilea el 22 de diciem bre de 1815, cur­
só estudios jurídicos en tre 1835 y 1837 en la U niversidad de B erlín,
asimilando las teorías histórico-jurídicas de Savigny, básicas p ara la
com prensión de la génesis de su ob ra, y posteriorm ente continuó
su form ación en las universidades de G otinga, París y Cam bridge.
D esde 1841 ejerció como profesor de H istoria del D erecho R om a­
no en la U niversidad de B erlín, y en la orientación de sus estudios
se caracterizó p o r enfrentarse al m étodo de M om m sem , que a p a r­
tir de estos m om entos pasará a convertirse en el predom inante. La
causa de ese enfrentam iento la constituyó la orientación estricta­
m ente histórica de B achofen, que contrastaba con la visión siste­
m ática y sincrónica del derecho rom ano del Staatsrecht m om senia-
no, y por su valoración de las dim ensiones religiosas del D erecho,
olvidadas p o r los estudios de M om m sem .
Expuso sus teorías en tres obras, fundam entalm ente, en las que
su m étodo alcanzará una plena m adurez: E l Matriarcado, publica­
do en 1861 en S tuttgart, E l Pueblo Licio, publicado en 1862, y La
Saga de Tanaquil, de 1870, en la que puso de m anifiesto la existen­
cia de elem entos m atriarcales en la prim itiva historia rom ana.
La o b ra de B achofen conocerá en un principio el triste destino
del aislam iento y el olvido, que perd u rará hasta la m uerte de su au­

5
r
to r en el año 1887. Pero a partir del m om ento en el que F. Engels
le prestó su atención, al considerar que confirm aba su teoría del ca­
rácter histórico de la familia, comenzó una fase de revalorización,
que se consolidará con el desarrollo de la antropología y la arqueo­
logía prehistórica-desde finales del siglo X IX 1.
El olvido en el que durante el pasado siglo cayó la obra de Ba­
chofen se explica por el hecho de que la misma estuviese en contra
de la principal orientación vigente en el estudio de la m itología en
las universidades alem anas de m ediados del siglo pasado, como po­
drem os observar a continuación.
La prim era gran obra en la que se llevó a cabo un planteam ien­
to de carácter global acerca del estudio del mito en este siglo fue
la Sym bolik und M ythologie der alten Vólker, besonders der Grie-
chen, de Friedrich C reuzer, publicada entre los años 1810 y 1812,
pocos años antes del nacim iento de Bachofen. Los planteam ientos
de C reuzer gozaron de bastante favor en A lem ania a lo largo del
prim er tercio del siglo X IX — fueron utilizados, por ejem plo, por
Hegel— , y el propio Bachofen publicó su prim era obra, un estudio
acerca del simbolismo funerario, siguiendo este m étodo, y podrían
sintetizarse del m odo siguiente.
Según F. Creuzer, la H um anidad en las más primitivas fases de
su desarrollo tenderá a utilizar el lenguaje simbólico, fundam ental­
m ente a través de las im ágenes, porque sólo ellas son capaces de
captar lo más oscuro y misterioso de los sentim ientos hum anos. La
imagen y la palabra, la pintura y el discurso no se distinguirían en
estos prim eros m om entos, y por ello se concibió al universo físico
y al universo m oral de un m odo unitario, como si estuviesen pro­
fundam ente interpenetrados. Esta mezcla de imagen y palabra será
lo que C reuzer definirá com o sím bolo.
En opinión de ese autor, y reaccionando de este modo contra
las concepciones religiosas e históricas del pensam iento ilustrado
del siglo X V III, la H um anidad prim itiva se benefició de la obra de
los sacerdotes, que no inventaron la religión p ara engañar al pueblo
como creía V oltaire, sino que instruyeron a las m ultitudes, presas
del tem or ante la N aturaleza, m ediante una serie de enseñanzas
puestas bajo la form a de una revelación. «Estas lecciones eran de

1 Curiosamente sigue siendo infravalorado en los libros clásicos de Historia de


la mitología, como el de O tto Gruppe: Ceschichte der klassischen Mythologie und
Religionsgeschichte, Leipzig, 1921, que ni siquiera lo cita, y en tratados muy recien­
tes, como el de Burton Feldmann y R obert D. Richardson: The Rise o f Modern
Mythology, 1680-1860, Indiana University Press, Bloomington, 1972, quienes no ha­
cen referencia a sus obras anteriores a 1861. Este es también el caso de Jean-Pierre
Vernant en sus «Raisons du mythe», en: Mythe et societé en Gréce ancienne, París,
1974, y Marcel Detienne: L ’invention de la Mythologie, París, 1981, quienes tam po­
co se dignan considerarlo como uno de los estudiosos del mito durante el siglo XIX.
En otros casos, como en el Jan de Vries: Perspectives in the History o f Religions,
University of California Press, Berkeley, 1977, pp. 123/124 se lo menciona sin valo­
rar su obra en toda su profundidad.

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carácter sensible, y p o r ello eran más apropiadas a sus necesidades.
Se dirigían básicam ente a los ojos, p o r el más sencillo y breve de
todos los cam inos del aprendizaje. No había pues ni razonam ientos
ni dem ostraciones teológicas, se tratab a pues, en el sentido más li­
teral de la palabra, de revelaciones, de m anifestaciones sobre­
naturales»2.
Los sacerdotes recurrieron a la utilización de la imagen y el sím­
bolo, no p ara engañar al pueblo, sino para instruirlo, porque: «la
im agen, captando fuertem ente a los sentidos, llegará m ucho más rá­
pidam ente hasta el alma. Y h ará p en etrar de golpe la verdad de
una lección salvífica, que, confiada al camino m enos fácil, aunque
aparentem ente más directo, de la instrucción racional, no consegui­
ría alcanzar su fin y se disiparía estérilm ente»3.
Estos prim itivos sacerdotes serían los brahm anes de la India,
cuna de la religión, que irían predicando su m ensaje y difundiendo
la religión y la cultura desde su país de origen hasta el Occidente
europeo. Todas las religiones antiguas derivarían, en opinión de
C reuzer, de la hindú, y todas poseerían el mismo contenido.
E sta hipótesis, claram ente incorrecta, será uno de los motivos
p o r los que la enorm e síntesis de C reuzer caerá en descrédito. B a­
sándose en ella, ese au to r in terp retará sincrónicam ente todas las
fuentes antiguas, aunque orientándolas de acuerdo con las interpre­
taciones neoplatónicas de la A ntigüedad tardía, y por ello no ten ­
drá en cuenta ni las circunstancias espaciales ni las cronológicas en
las que se elaboraron las diferentes fuentes.
D ejan d o a un lado estas consideraciones, sobre las que luego
volverem os, nos encontram os con que la concepción del sím bolo y
del m ito de F. C reuzer, al contrario que sus hipótesis históricas, no
está ni m ucho m enos periclitada.
P ara C reuzer, el sím bolo, la im agen y la figura no son más que
el resultado de una visión «animista» del m undo, que sustituye las
fuerzas naturales p o r personas utilizando el m ecanism o retórico de
la metáfora4. E l sím bolo trata de expresar m ediante un m edio fini­
to lo infinito, es pues «una idea p u ra revestida de form as corpora­
les»5. T odo sím bolo debe ser: a) simple y expresivo; b) preciso, y
c) grácil y bello. T odo sím bolo no es m ás que la idea misma sensi­
ble y personificada, y se diferencia claram ente de la alegoría, ex­
presión de una idea m ediante otra. El sím bolo actúa de m odo ins­
tantáneo y repentino, al contrario que la alegoría, que sigue un ca­
m ino tortuoso e indirecto.
La agrupación de diversos símbolos o el desarrollo de algunos

2 F. Creuzer: Religions de l'Antiquité. Considerées principalement dans leurs fo r­


mes symboliques el mythologiqu.es, I, 1, p. 8 (Edición traducida y ampliada por J.
D. Guigniaut), París, 1825.
3 F. Creuzer: Ibid., p. 4.
4 V er F. Creuzer, op. cii., pp. 20/22.
5 Ibid., p. 26.

7
de ellos posibilita la aparición del mito, ya que el sím bolo, en opi­
nión de C reuzer6, es como la crisálida de la m ariposa mítica.
El mito no m aneja im ágenes m ateriales, sensibles, com o el
sím bolo, sino que su m ateria prim a es la palabra, ya que todo mito
es básicam ente una narración, y m ediante ella interpreta los dife­
rentes niveles del U niverso.
Los m itos hallan su origen en:
a) hechos históricos.
b) causas físicas.
c) hechos lingüísticos incom prendidos.
d) símbolos reinterpretados .
El mito que explica hechos históricos es el llam ado m ito tradi­
cional o saga y los dem ás mitos pueden ser denom inados filo só fi­
cos, subdividiéndose en cosmológicos, teológicos y m orales.
Vemos pues que la concepción creuzeriana del m ito es extraor­
dinariam ente fecunda, ya que en ella yacen los gérm enes de poste­
riores interpretaciones del m ito, como la de M ax M üller, que con­
sidera el m ito como una enferm edad del lenguaje, fruto de la in­
com prensión de los hechos lingüísticos de carácter etim ológico, y
com o originario del rem oto pasado indoeuropeo, que se asocia con
la India8; como la de K. O. M üller, que elaboró una concepción his-
toricista del m ito que ahora verem os; e incluso com o la de las más
recientes interpretaciones de carácter estructuralista y sim bolista9.
L a obra de C reuzer fue atacada desde dos posiciones diferentes,
historicista y filológica, p o r dos autores: K. O . M üller y Christian
A . L obeck, en 1825 y 1829 respectivam ente.
Karl O ttfried M üller publicará en 1825 sus Prolegomena zu ei-
ner Wissenschaftlichen M ythologie, com o parte de sus investigacio­
nes sobre los diferentes pueblos griegos. M üller establecerá una pos­
tura fuertem ente anti-comparatista, estudiando el m ito griego por
sí mismo y considerando que cada m ito debe ser estudiado en su
contexto histórico, es decir, situándolo en un lugar y un tiempo
concretos.
K. O . M üller no sólo localiza cronológica y espacialm ente los mi­
tos, sino que los vincula a acontecimientos históricos, sobre todo si
estos acontecim ientos son migraciones. E n su opinión, A polo y H e­
racles, por ejem plo, son un dios y un héroe dorios, y las luchas de
Titanes y dioses olímpicos no serían más que el recuerdo histórico
del enfrentam iento entre los helenos invasores y las poblaciones
prehelénicas.
M üller considera el m ito com o una especie de ideología y como

6 Ver Ibid, p. 50.


7 Ver F. Creuzer, Ibid., p. 39.
8 Véase por ejemplo su Mitología comparada, Barcelona, 1982.
9 Sobre ellas véase el libro de J. C. Bermejo B arrera, Introducción a la Socio­
logía del mito griego, Madrid, 1979, y G. D urand, Las estructuras antropológicas de
lo imaginario, Madrid, 1981 (París, 1979) y La imaginación simbólica, Buenos A i­
res. 1968 (París, 1964); así como D. Sperber, Le Symbolisme en géneral, París, 1974.

8
un depósito de recuerdos históricos, pero no elaborará en absoluto
una teoría acerca del mismo. Y así, p o r ejem plo, no se explica,
como ha señalado A rnaldo M om igliano10, por qué los movimientos
tribales favorecen la creación de mitos y cómo el mito conserva el
recuerdo de esas migraciones.
Sin em bargo, a pesar del carácter algo superficial de la concep­
ción del mito de K. O. M üller, su postura se convertirá en la pre­
dom inante en A lem ania porque se la considerará como la postura
«científica» frente a la concepción «rom ántica» de C reuzer. Y ello
será así porque se identificó la utilización sistem ática de la crono­
logía y la geografía por p arte de M üller como los dos criterios bá­
sicos p ara el desarrollo de la historiografía científica, tal y como era
concebida dentro de las categorías del positivismo naciente.
Pero es que adem ás M üller no sólo situó — a veces incorrecta­
m ente, p o r supuesto— los m itos en el espacio y en el tiem po, sino
que tam bién trató sistem áticam ente las fuentes, ordenándolas cro­
nológicam ente y asociando las diferentes versiones del mito con las
diversas fuentes y las distintas épocas. Ello se considerará como la
dem ostración palm aria de las ventajas de su m étodo frente al de
C reuzer (am bos m antuvieron personalm ente una ardua y violenta
polém ica).
Este sentido tenía el ataque que Christian A ugustus Lobeck di­
rigió en 1829 a C reuzer en su Aglaopham us, sive de theologiae myti-
cae graecorum causis11. E n este libro dem ostró cómo la ausencia
de criterios cronológicos rígidos había llevado a C reuzer a ver las
m itologías más antiguas a la luz del neoplatonism o, y por lo tanto
a deform ar su interpretación. Sin em bargo, aunque en esto sí que
tiene la razón L obeck, que sostiene que el estudio científico del
mito no es posible sin contar con una sólida base histórico-filológi-
ca, no obstante —com o suele suceder en estos casos en que el au­
tor tiene anim adversión a un sistem a— , Lobeck «tiró al niño con
el agua del baño», y desechó la concepción creuzeriana del símbolo
y el m ito, que era m ucho más rica que la suya propia. Y es que L o­
beck, com o M üller, no poseyó en realidad concepción alguna del
m ito, ya que lo redujo a un fenóm eno religioso, al igual que M üller
lo había prácticam ente transform ado en un recuerdo histórico. A m ­
bos autores confundieron el objeto de estudio con el m étodo para
estudiarlo, y p o r ese m otivo pasaron a sentar las bases de la que se
llam ará la concepción, o más bien el m étodo histórico-filológico de
estudio del m ito, desarrollado por Ulrich von W ilamowitz, O tto
Kern y M artin P. N ilsson12. y predom inante en la historiografía
alemana.

1(1 Ver «K. O. Müller's Prolegomena zu einer Wissenschaftlichen Mythologie and


the Meaning of Myth, en Settimo Contributo alia Storia degli Studi classici e del M on­
do Anfico, Rom a. 1984, pp. 271/286, donde señala que lavinculación mito-migra­
ción se debe a una preferencia tradicional de Müller.
" Regimonti Prussorum sumtibus fralrum Borntraeger.
12 Sobre estos autores y su método véase el libro de J. C. Bermejo Barrera: In-

9
D ada esta situación, no nos deberá extrañar que Bachofen par­
tiese del m étodo de Creuzer antes que del de M üller o Lobeck, ya
que en su obra sí que p retenderá desarrollar una auténtica teoría
del m ito 13.
La concepción bachofeniana del mito sólo es com prensible, en
prim er lugar, si tenem os en cuenta la postura filosófica de la que
este autor parte. Ya habíam os indicado que Bachofen había sido
discípulo de Savigny. Como es sabido, este último au tor llevó a cabo
el análisis del D erecho rom ano partiendo de la filosofía hegeliana.
Para Savigny, cada sistem a jurídico es la m anifestación del espíritu
(Geist) de cada uno de los pueblos que lo ha creado. Para lograr
pues la com prensión de un sistem a de D erecho, es necesario cono­
cer los principios o ideas básicas que definen todos y cada uno de
los caracteres del sistem a, llevando el cambio de esos principios a
la alteración del conjunto de los elem entos del sistema.
El D erecho rom ano se asienta de esta m anera en una serie de
principios entre los que ocupa un papel preponderante la idea
de la paternidad y la autoridad del paterfamilias. Partiendo de esos
presupuestos Bachofen orientará sus investigaciones hacia el descu­
brim iento de un sistema jurídico muy arcaico basado en la autori­
dad de las m adres, el Muterrecht (D erecho m aterno o m atriarca­
do), y que en su opinión habría correspondido a las fases más pri­
mitivas de la H istoria de la H um anidad. Y para el análisis de este
sistema ya desaparecido considerará com o fuente prim ordial al
Mito.
Para Bachofen un m ito no puede estudiarse aisladam ente, m e­
diante su m era localización histórica, tal y como lo proponía M ü­
ller, sino que su verdadero contexto lo constituye un sistema ideo­
lógico, propio de cada E ra y de cada Civilización. A hora bien, los
mitos poseen una gran inercia, y por ello no sólo sirven para ex­
presar los principios de la Civilización que los crea, sino que tam ­
bién pueden conservar inm ersas en su seno ideologías de civiliza­
ciones anteriores, características de las más prim itivas fases del de­
sarrollo de las Civilizaciones.
La m itología griega, por ejem plo, conservaría de este m odo un
nivel cultural reprimido, y opuesto a los valores predom inantes de
la Civilización helénica. El estudioso de la H istoria del D erecho
— que es lo que era Bachofen— y el Mitólogo podrán pues ir ex­
trayendo trabajosam ente del análisis de los mitos la ley vital, el

troducción a la sociología del mito griego, pp. 156/176. Es curioso que alguno de
ellos, como Wilamowitz, pretenderá entroncar más con el método de K. O. Müller
que con el de su maestro Hermann Usener, quien sí que había desarrollado una teo­
ría completa acerca del pensamiento mítico.
13 Bachofen hubiera podido hallar consideraciones útiles para su obra en la His-
tory o f Greece, I, 1842 de Georges G rote, pero no parece haber caído en la cuenta
acerca del interés de la concepción grotiana del mito griego, de orientación socio­
lógica y anti-historicista. Sobre ella véase el libro de J. C. Bermejo ya citado, pp.
12- 21 .

10
sistem a de principios en el que se basaban las más antiguas
civilizaciones.
D e este m odo irá descubriendo nuestro autor cómo en todas las
m itologías antiguas se establece un enfrentam iento entre los prin­
cipios fem eninos y los de carácter masculino. A sí, por ejem plo, lo
fem enino se asocia al lado izquierdo, m ientras que lo masculino se
vincula al-lado derecho. La m ujer está relacionada con la Noche y
el reino de lo nocturno, m ientras que el hom bre se vincula al D ía
y al régim en diurno. E l astro de la m ujer es la L una, y el del hom ­
bre el Sol. Su elem ento es la Tierra, mientras que el agua, y sobre to­
do el M ar, constituye el elem ento m asculino. Lo fem enino se vin­
cula a la m u erte y a los difuntos, m ientras que lo masculino se aso­
cia al reino de los vivos. P o r ello el luto es propio de la m ujer y la
alegría del hom bre. E l reino de la m ujer es el reino de la m ateria,
m ientras que el hom bre halla su m orada en el reino del espíritú. La
m ujer se asem eja a la T ierra, en tanto que m adre, m ientras que el
hom bre se asocia al Cielo en tan to que padre. E l m undo fem enino
es el m undo de la generalidad, del sentim iento y de la religiosidad,
m ientras que el m undo m asculino es el del dom inio de la individua­
lidad, de la R acionalidad, y, en definitiva, del E spíritu, del D ere­
cho civil y de la C ultura.
Esos principios contenidos en el m ito conservarían el recuerdo
del enfrentam iento histórico en tre dos Civilizaciones, como la p re ­
helénica y la helénica en el caso griego, cuyo desarrollo ha seguido
una p au ta com ún p ara to d a la H um anidad.
C reuzer hab ía concebido el desarrollo de todas las religiones
como un enfrentam iento entre la religión de los pastores y la de los
agricultores. Bachofen deducirá cuatro fases de la H istoria de la H u- *
m anidad, que se articularían del m odo siguiente.
E n un principio la H um anidad se hallaba en un estadio de la Ci­
vilización conocido com o el Hetairismo, en el cual dom inaban los
hom bres p o r la fuerza, estando las m ujeres sexualm ente. som etidas
a su capricho. C om o reacción frente a esta situación arbitraria
las m ujeres respondieron, o bien violentam ente, haciéndose guerre­
ras y crean d o u n a civilización amazónica, en la que el hom bre pasa
a ocupar un lugar secundario y a estar som etido a su capricho, o
bien pacíficam ente, introduciendo la institución m atrim onial y la
agricultura y fundando la Ginecocracia, o sistem a de D erecho m a­
terno — que en ocasiones p u ede degenerar en A m azonism o, re-
trocediéndose entonces un escalón en la escala evolutiva— , basado
en el predom inio de los valores de lo fem enino, que anteriorm ente
hem os expuesto. E s decir, en los lazos de sangre, en el predom inio
de la m atern id ad , la afectividad y la religiosidad, fundam en­
talm ente.
P ero ese sistem a no era lo suficientem ente estable, ya que no
perm itía el desarrollo de las energías de la Civilización en su más
elevado g rado, y p o r ello se hizo necesario el advenim iento del Pa­
triarcado, basado en los valores masculinos, y que perm itiría el de-

11
sarrollo del D erecho civil, frente al D erecho natural m atriarcal, de
la R acionalidad, y de los aspectos superiores de la C ultura.
El tránsito del m atriarcado al patriarcado tendría lugar en un
principio en G recia, m ediante la introducción de la religión apolí­
n ea, pero sólo quedará definitivam ente consolidado en R om a, gra­
cias al establecim iento del derecho y de la idea del E stado, cum bre
de todas las creaciones de la sociedad y del Espíritu hum ano.
'' La concepción histórica y mitológica de B achofen cayó en un
principio en el descrédito p o r los m otivos que ya habíam os señala­
do. Pero a partir de su «redescubrim iento» p o r p arte de Engels co­
menzó a ser poco a poco considerada com o p arte del patrim onio
de los conocim ientos adquiridos y sólidam ente fundam entados, por
parte tanto de los historiadores com o de los antropólogos.
L a antropología de finales del siglo X IX y comienzos del XX
—sobre todo las escuelas histórico-culturales de Graebner y el Padre
W ilhelm Schmidt— tom ó su esquem a de la evolución de la H um a­
nidad como válido, adm itiendo com o cierta la existencia de una fase
de carácter m atriarcal14, a la que trataro n de docum entar m ediante
el estudio de los pueblos prim itivos todavía vivos, a los que B acho­
fen no pudo prestar la debida atención, a causa del incipiente de­
sarrollo del conocim iento antropológico de cam po a m ediados del
pasado siglo.
Tam bién la H istoria de las C ulturas y las Religiones de la A n­
tigüedad Clásica comenzó a principios del presente siglo a conside­
rar la existencia de la figuras de las Diosas Madres, divinidades ca­
racterísticas del M atriarcado15, a las que los arqueólogos asociarán
al desarrollo de las culturas agrícolas del N eolítico.
B achofen y su legado serán pues poco a poco asumidos por las
diferentes escuelas, incluso p o r la histórico-filológica, como ocurre
en el caso de M artin Persson Nilsson, ya citado. P ero su obra, ade­
m ás de poseer un enorm e interés historiográfico, continúa siendo
en la actualidad un libro que cautiva todavía n uestra atención, tan­
to p o r la riqueza de las inform aciones que su au to r m anejó como
por la agudeza de sus interpretaciones de los m itos que analizó. Por
otra p arte, la idea de la existencia de niveles culturales reprim idos
en el ám bito de una m itología como la griega no h a dejado de ser
retom ada una y o tra vez — sobre todo recientem ente— , en lo que
se refiere al problem a de la representación de la m ujer en esa mi­
tología16, p o r lo que podríam os afirm ar que la obra de Bachofen

14 Al igual que, por ejem plo, el D octor Robert Briffault, que en su libro: Las
Madres. La mujer desde el matriarcado hasta ¡a sociedad moderna, Buenos Aires,
1974 (London, 1927) toma el grueso de los razonamientos de su libro de Das
Mutterrecht.
15 Como hará A lbert Dieterich, en su libro: Mutter Erde. Ein Versuch über Volks-
religion, Berlín, 1905.
Recientemente tratado en libros como el de Philip Slater: The Glory o f Hera.
Greek Mythoiogy and the Greek Family, Boston, 1968; el de Nicole Loraux: Les En-

12
vuelve a recobrar de nuevo esa actualidad que siempre ha estado
presente en ella.
D ada la extensión de Das Mutterrecht he decidido seleccionar para
su traducción los capítulos que poseen m ayor interés para los lec­
tores que no posean un elevado nivel de especialización en la mi­
tología griega, ofreciendo el cuadro sinóptico de la obra, elaborado
p or el propio B achofen, porque su lectura puede ser de utilidad
como orientación p ara el especialista desconocedor de la obra.
En p rim er lugar ofrecem os la Introducción de Das Mutterrecht
como capítulo prim ero, en la que Bachofen ofrece sus propuestas
teóricas y m etodológicas acerca del estudio del m ito. A continua­
ción se sitúa el capítulo sobre Licia, por ser el modelo de una civi­
lización histórica de carácter m atriarcal, seguido por el análisis de
C reta, A tenas y los m itos de las Lemnias y las D anaides —este úl­
tim o estudiado p o r B achofen, en su capítulo dedicado a Egipto— .
cuyo interés radica en que en ellos se analizan los mitos, como el
de O restes en el caso ático, que expresan el enfrentam iento entre
m atriarcado y patriarcado, y la victoria definitiva del segundo de
ellos, m ediante la introducción de la religión apolínea. Por último
concluim os con un capítulo sobre los C ántabros, ignorado hasta
ahora p o r todos los historiadores de la Hispania A ntigua, y que po­
see un gran interés p o r referirse a nuestra Península, y por sus pro­
pios planteam ientos, inconscientem ente retom ados por autores pos­
teriores, a través del Padre Schm idt17.
E l resto de Das M utterrecht lo hem os excluido de nuestra traduc­
ción, considerando que o bien posee un interés más orientado h a­
cia el m itólogo especializado, o bien su grado de actualidad — como
en el caso de los capítulos referidos a Egipto o la India— es no ta­
blem ente m enor que el del resto de la obra.

Santiago de C om postela, D iciem bre de 1985


M aría del M ar Llinares G arcía

fants d'Athém. París, 1981, o el de Enrico Montarían: II mito de la Autoctonía. Roma,


1981, o el de Georges Devereux: Femme el mythe, París, 1982.
1 Com o Carlos Alonso del Real, que en su libro: Realidad y leyenda de las A m a ­
zonas, M adrid, 1967, acepta el modelo del Amazonismo aplicado a los pueblos del
Norte de Ib'éria.

13
NOTA SOBRE LA TRADUCCION

A l realizar la versión castellana de la presente obra, se han te­


nido en cuenta ciertas consideraciones que se exponen a con­
tinuación.
El sistema de citas utilizado en el original, por la fecha de su pu­
blicación no sigue las norm as habituales, y en muchos casos es di­
fícil la identificación de las abreviaturas que utiliza. D ebido a la im ­
posibilidad de actualizar todas las referencias, se m antiene el siste­
ma original. C uando las referencias a autores clásicos son cortas, se
m antienen en el texto. Si son excesivam ente largas, se pasan a nota
para no dificultar la lectura, como sucede en el original. Los nom ­
bres de autores clásicos y las abreviaturas se desarrollan o se ade­
cúan al sistem a actual, m anteniéndolas en todo el texto.
Los nom bres de personajes mitológicos se conservan tal y como
los utiliza el autor, que sim ultanea el uso del nom bre griego con el
rom ano, sin hacer ninguna distinción.
E n el caso de que en las citas de autores clásicos se utilicen edi­
ciones muy antiguas, se m antienen así, debido en muchos casos a
la im posibilidad de localizar estas ediciones para actualizarlas con
algunas otras más recientes.
Los textos griegos y latinos extensos, que en el original alem án
se conservan, se traducirán cuando se considere que son im portan­
tes p ara el seguim iento de los argum entos del autor.
Finalm ente, se ofrece seguidam ente una traducción del cuadro
sinóptico del contenido que encabeza el original alem án para que
el lector tenga una idea global de todos los tem as que le interesen
y que no estén incluidos en la presente edición.

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CUADRO SINOPTICO DEL CONTENIDO

L ic ia

1.— Recopilación de los testim onios p ara el D erecho m aterno licio.


2.— B elerofonte fundador del D erecho m aterno y vencedor de las
A m azonas.
3.— Predom inio de la idea de la m uerte en el mito de Belerofonte.
4.— E l símil de las hojas de los árboles y su conexión con el funda­
m ento m aterial-natural del m atriarcado licio.
5.— C om probación y caracterización del nivel religioso al que p e r­
tenece el m atriarcado licio.
6.— La posición de B elerofonte con respecto a la m ujer. Relación
del principio dem etríaco con el D erecho m aterno.
7-8.— O posición del mismo a la com pleta naturalidad de la relación
entre los sexos. R ecopilación de una serie de datos históricos para
las form as de vida extraconyugal y hetáirica en oposición al princi­
pio licio. O rigen de la ginecocracia, posición de la misma en el d e­
sarrollo de la raza hum ana. Situación interm edia entre el D erecho
m aterno de la unión sexual natural y el patriarcado. E l paralelism o
con la luna y la posición cósmica de ésta en tre la T ierra y el Sol.
G inecocracia unida con el culto lunar, patriarcado con el principio
solar.
9.— R elación de la ginecocracia con la gloria de la valentía, la Eu-
nom ía y am or por la justicia del pueblo. A um ento de la misma h a­
cia el am azonism o.
10.— Las costum bres luctuosas de los licios y su relación con la con­
cepción básica del m atriarcado.
152.— D atos ulteriores sobre el m atriarcado licio y huellas del mis­
m o en las inscripciones funerarias licias.
153.— L a relación del m atriarcado licio con el culto m istérico. Com ­
probación de este últim o en una serie de fenóm enos. Especialm en­
te sobre el significado cultural del nom bre Lycii, sobre Sarpedón y

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L aodam ia, sobre los licios A rrifonte y Proclo, sobre Panfo, E r, hijo
de A rm eno, la piedra de Fineca. D erivación de la ginecocracia civil
a la religiosa.

Creta

11.— Sobre la denom inación cretense: querida m etrópoli en lugar


de patria.
12.— Fraternidad general de los ciudadanos como consecuencia de
esta concepción. P rueba de la misma en el concepto rom ano
de paricidium.
13.— Consideración exclusiva de la línea m aterna en la genealogía
de la ciudad de Licos.
14.— O tros ejem plos del parentesco fundado en la filiación m ater­
na. Especialm ente el significado de la sororidad en el sistema de la
ginecocracia. Las météres cretenses de Enguium .
15.— Influjo de la ginecocracia en el bienestar del Estado según Dio-
d oro , IV , 80. El cretense Jasión al lado de D em éter; la inm ortali­
dad del lado del principio fem enino en su conexión con el ma­
triarcado.
16.— Consideración ulterior del m ito, predom inio del aspecto fem e­
nino-m aterial de la N aturaleza, subordinación del masculino.
17.— R epresentación de la misma idea en la relación del Zeus cre­
tense con la M adre R ea.
18.— E l predom inio de la M adre N aturaleza fem enina considerada
com o T ierra y luna en C reta y su conexión con la ginecocracia.
A riadna como reina que restablece la paz y la alianza.
19-22.— Progreso del principio lunar al solar, y su relación con la
sum isión gradual del m atriarcado por el sistema de la paternidad.
Los tres grados de la m asculinidad, el poseidónico-telúrico, el lu­
n ar y el solar con especial referencia al concepto de la religión cre­
tense. La relación de C reta con el A tica y Teseo.
154.— Porm enorización de los m isterios cretenses de D em éter y los
fenóm enos con el m atriarcado fundado sobre ellos.

A tenas

23.— El relato de San A gustín, de Civitate Dei, X V III. 9.


24.— C om paración del mismo con el de Eforo en E strabón, IX, 402.
En am bos yace el recuerdo del m atriarcado de los tiem pos prim iti­
vos y su derrota ante un principio superior.
25.—-C om probación de esta lucha en el mito de O restes de las Eu-
ménides de Esquilo.
26.— Consideraciones ulteriores sobre la interpretación de Esquilo,
en especial de la derrota de las A m azonas por Teseo y la m otiva­
ción del D erecho masculino ateniense.

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27.— C ontinuación: la naturaleza ctónica del principio m aterno en
oposición a la olímpica del patriarcado.
28.— El progreso del D erecho m aterno al paterno, un progreso de
la religión. Ley del desarrollo de abajo hacia arriba.
29.— Continuación. La relación de preferencia de las Erinnias con
la m aternidad y su defensa. La ley sangrienta del D erecho telúrico
y su oposición a la apolínea de la expiación.
30.— R elación del núm ero siete con A polo, A tenea, O restes y su
oposición al cinco telúrico lunar. C arácter uránico del mismo. Vic­
toria del siete sobre el cinco idéntica a la victoria del principio p a­
terno sobre el m atriarcado.
31.— La lucha del D erecho m aterno con el principio apolíneo en el
A gam enón de Esquilo.
32.— A nalogías con el m atricidio de O restes y su absolución.
33-34.— E specialm ente el crim en de A lcm eón. Significado del m ito
de Erifila p ara el m atriarcado, y su subordinación bajo el principio
apolíneo.
35.— O tros ejem plos de la relación m aterno-telúrica de las Erinnias.
36-37.— C om probación de la naturaleza divina de las mismas en N é-
m esis-Leda. E xtensión de la m aternidad física a la idea de Justitia,
del concepto terrestre al jurídico. El m atriarcado más antiguo, un
D erecho telúrico.
38-39.— R ecuerdos aislados del prim itivo D erecho ático.
40.— Significado de la lucha de atenienses y eginetas para el d e­
sarrollo del D erecho m atrim onial ático. Consideración del relato de
H erodoto , V , 82-88. O posición de las m ujeres dorias y jonias.
41-43.—A spectos ulteriores en los que se distingue esta oposición.
M egara, C alcedonia, Bizancio. E l diferente com portam iento de las
m ujeres carias frente a las conquistas jo n ia y doria. C onsideración
de algunas costum bres unidas con la antigua ginecocracia. O bser­
vación final sobre la relación de la cultura prehelénica con la
helénica.

Lem nos

44.— Com probación de las circunstancias ginecocráticas en el rela­


to del crim en de las m ujeres lemnias.
45.— D ecadencia del m atriarcado hacia el D erecho paterno, unido
a la relación de Hipsípila con T oante y Jasón. El destino ulterior
de los jasónidas lem nios. Los pelasgos en Lem nos. A sesinato de las
atenienses raptadas. O posición del D erecho pelasgo-telúrico y el
apolíneo.
46.— La conexión dionisíaca de T o an te, el padre de Hipsípila en re ­
lación con el am azonism o. L a caída de la ginecocracia, un hecho
báquico.
47.— La fiesta lem nia del fuego y su relación con el crimen de las
m ujeres lem nias. V ictoria de la p aternidad apolínea.

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E gipto

48-50.— Las D anaides. El fundam ento ginecocrático de su mito.


Consideración de la posición de H iperm estra en su doble relación
con lo y H eracles. La ley de desarrollo que aquí se pone de m ani­
fiesto desde el telurism o m aterno al principio p aterno. Significado
mitológico de las D anaides; su conexión con el fundam ento del D e­
recho m aterno.
51-52.— M anifestaciones ulteriores del predom inio fem enino en el
país del Nilo. Relación de la ginecocracia con la inclinación indus­
trial. C om paración de aspectos sem ejantes en otros pueblos.
53.— Senonchosis-Sesostris, significado para la hegem onía femeni­
na del legislador primigenio egipcio. Influjo del m atriarcado sobre
el carácter de la civilización egipcia antigua. R elación de los E sta­
dos amazónicos libios con los tiem pos prim itivos egipcios.
54.— Las noticias de las expediciones de conquista de las A m azo­
nas, en especial de las libias, y su significado p ara el fin de las con­
diciones ginecocráticas.
55.— Recopilación de nuevas inform aciones sobre la continuación
de fenóm enos sem ejantes en el A frica actual. El D erecho suceso­
rio de los hijos de la herm ana. Consideración de antiguas y nuevas
noticias aisladas. Posición del m atriarcado en el desarrollo cultural,
en especial de los pueblos africanos.
56-57.— La ginecocracia en la casa real egipcia. A tribución de la
misma a la prim acía de Isis ante Osiris. La ley de Binotris, ejecu­
tada en las ocasiones de regencia fem enina.
58.— Nitocris, la reina de la VI dinastía de Menfis en el Im perio A n­
tiguo. Los distintos perfeccionam ientos del m ito referente a ella.
59.— El nivel lunar del D erecho m atrim onial egipcio. D iferencia­
ción del mismo, por un lado del puro telurism o, y por otro del su­
perio r D erecho solar. Explicación de las expresiones Eteocles y
Eteocretes.
60.— La posición del D erecho m aterno ante el principio paterno so­
lar según las concepciones etíopes y egipcias. Candace. La Cariclea
de H eliodoro. Las Pálades com o novias del sol.
61-62.— C om paración de aspectos egipcios y am ericanos, en espe­
cial de los incas del Perú, las A m azonas y el hetairism o.
63.— La concepción ginecocrática, dem ostrada en la relación del
D erecho con el principio fem enino de la N aturaleza, especialm ente
con Isis.
64.— G eneralidad de esta idea y su expresión num érica m ediante el
Dyas fem enino. Explicación del principio de este antiguo D erecho
físico-m aterno.
65.— C ontinuación. La relación de A frodita y otras Diosas M adres
sem ejantes con el D erecho y la A dm inistración de Justicia. L a po­
sición del símbolo del huevo con respecto a esta concepción.
66.— Especialm ente sobre el ¿us naturale y la puesta en libertad. El
D erecho natural de la libertad e igualdad y su conexión con la con­

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cepción fem enino-telúrica del D erecho. Form a en la que aparece
este aspecto del D erecho en los rom anos, especialm ente U lpiano.
C aracterización del D erecho perteneciente al nivel cultural gineco-
crático, e indicación sobre la ley del desarrollo legal hum ano.
67.— C ontinuación. L a relación de Ceres y D em éter con el D ere­
cho, especialm ente con el principio plebeyo-m aterno. Oposición del
mismo a la paternidad patricia.
68.— D em éter origen y prototipo de la ginecocracia y de toda la si­
tuación cultural cuyo eje constituye.
69-71.— Progreso hacia el D erecho lum inoso de la paternidad en el
linaje de H iperm estra. Linceo. Perseo. H ercles. A diciones tardías
del m ito de las D anaides y su relación con la ginecocracia.
72-76.— C onsideración de aspectos aislados en los que Egipto ha
ejecutado un principio opuesto a la ginecocracia. Exclusión de las
m ujeres del sacerdocio. D enom inación m asculina.de las plantas
fructíferas. D octrina de la unión de dioses inm ortales con m ujeres
m ortales. Pírómis ek Piróm ios. La teo ría del E ros triple, telúrico,
lunar, y solar. Posición de estas concepciones con respecto al m a­
triarcado. Ley de desarrollo.
77.— C irene. La posición distinguida de sus m ujeres y su relación
con el principio m aterno indígena-africano.
78-80.— La distinción africana del lado izquierdo, continuada en
costum bres de pueblos pelasgos, especialm ente los hernicos y los
etolios. El 'D erech o m atern o , fundam ento de la cultura pelasga.
Aplicación de esta teoría p ara la explicación de las expresiones de
Píndaro en Pítica IV y N em ea V I. Conexión de las mismas con la
observación de A ristóteles sobre la relación m aterna del- seculum
Pyrrhae, génos tón apó Pyrras. E l m odo de pensar de éste antiguo
pueblo y su oposición a la época del patriarcado. Especialm ente del
significado de lanzar piedras hacia atrás, la relación de E pim eteo
con Pro m eteo , y el carácter fáctico-posesor del D erecho más
antiguo.
81.— La com paración de Sófocles de las hijas de E dipo con las m u­
jeres egipcias. C onsideración del m ito de E dipo y los tres niveles
de desarrollo que se organizan en él, el telúrico-hetáirico, el deme-
tríaco y el apolíneo. O bservaciones sobre la relación del m ito con
la H istoria.
82.— Suplem entos y observaciones aisladas sobre diferentes pue­
blos, especialm ente nabateos, adirm achides, sabeos, ciudades li­
bias, Leptis.
83-92.— El m ito del encuentro de A lejandro con la india-m eroítica
Candace según el Pseudo-C alístenes y Julio V alerio.
83.— Com unicación del mismo y fijación de su origen tem poral.
84-85.— C onsideración del m ito del traslado de Sarapis-Plutón des­
de Sínope a A lejandría, y form a en la que este suceso se repite en
el relato del Pseudo-Calístenes. Especialm ente el significado de la
prom esa de inm ortalidad unida al celibato.
86-87.— Consideración del punto de vista conductor del m ito de

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C andace. Lucha de la ginecocracia con el superior D erecho mascu­
lino. D em ostración de rasgos aislados en los que se manifiesta.
88.— C ontinuación: el D erecho superior yacente en la m aternidad
de C andace.
89.— La relación de A lejandro con C andace, con la que se compa­
ra la de la A da caria.
90.— Ejecución posterior de este paralelo, y del punto de vista que
destaca en el m ito de Candace.
91.— La lucha de sabiduría de Candace y A lejandro. La derrota de
la ginecocracia, un hecho espiritual.
155.— La lucha de las concepciones egipcias contra la teoría de la
paternidad de los griegos, considerada en una serie de aspectos ais­
lados; especialm ente la sustitución de los nom bres paternos por la
denom inación m aterna en la lengua indígena.
156.— C ontinuación de esta consideración. Especialm ente los datos
genealógicos en los papiros griegos en la época de los Ptolomeos.
V ictoria del sistem a m aterno en la lengua popular.
157.— Continuación. Tendencia de los griegos a sustituir el punto
de vista m aterno p o r el paterno. Ejem plos de este fenóm eno.
158.— D iferencia del sistem a griego y egipcio, dem ostrada en la or­
ganización de los sacerdocios ptolem aicos en Ptolem aida y A le­
jandría.
159.— Relación de am bas concepciones en los títulos de la casa real
ptolem aica. Significado de los sobrenom bres Philométór, Philopátór
y Eypátór. Consideración sobre la acentuación, destacada en la ti-
tulatura real egipcia, del am or entre parientes y sobre varios aspec­
tos conectados con el fundam ento ginecocrático de la vida en la his­
toria de la casa de los Lágidas.
160.— A diciones aisladas a los puntos antes tratados, especialm en­
te la indicación sobre el origen fem enino de la carta y su conexión
con la ginecocracia.
161.— A diciones posteriores, especialm ente sobre el realzam iento
de la apariencia física entre los pueblos ginecocráticos.
162.— A dición sobre el culto mistérico de los locrios epicefirios.
163.— Lucha del principio rom ano de la paternidad con las concep­
ciones m aterial-m aternales de O riente, com probada en algunos lu­
gares de las fuentes jurídicas rom anas.

I n d ia y A s ia central

93.— La atribución indio-m eroítica de C andace, explicada por las


condiciones ginecocráticas de la India. Recopilación de datos, es­
pecialm ente sobre la Pandaea gens.
94.— Continuación: noticias ulteriores sobre las condiciones gineco­
cráticas de India y Asia Central.
95.— Consideración de algunos aspectos conectados con las relacio­
nes entre los sexos.

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96.— C andace, significado y ram ificaciones de la palabra in com-
positis.
97.— R elación de la epopeya hindú de la gran lucha de Kurus y Pan-
dus con el m ito de C andace. A lejandro como nuevo K rishna-He-
racles, C andace como Pandaya. M ahabharata, prototipo de la lu­
cha relatad a p o r el Pseudo-Calístenes entre los herm anos C andaulo
y Corago.
98.— E l elevado D erecho de la m aternidad entre los persas.
99.— Circunstancias am azónicas de A sia interior: el encuentro de
Talestris con A lejandro.
100.— N oticias chinas sobre la existencia e historia de un E stado fe­
m enino tibetano en el N orte de la India, en el Sur del D ecán, en
la cercana B actriana. L a posición de A lejandro con respecto al p re­
dom inio m aterno del m undo afro-asiático. C om paración de las no­
ticias históricas con la interpretación del m ito de C andace. La vic­
toria del principio m aterial-m aterno en la casa de los Ptolom eos
egipcios.

O rcom enos y l o s m in io s

101.— E l m ito de los Aioleiai de O rcóm enos y la oposición que yace


en él en tre m atriarcado minio y la religión dionisíaca.
102.— Recopilación de las huellas del m atriarcado minio. N aupac-
tia. La cuarta oda Pítica de Píndaro. Jasón y los m inios en los p o e­
mas argonáuticos. La N ekía. Cloris y el D erecho del benjam ín.
103.— Y ole y la d erro ta de la ginecocracia a m anos del principio he-
racleo que se ejecuta en su m ito.
104.106.— E l significado de las A rgonáuticas.
104.— Com probación del punto de vista fem enino-telúrico en una
m ayoría de rasgos de este m ito, y oposición del mismo a la ley vital
jasónico-apolínea.
105.— E l significado religioso de las A rgonáuticas y su conexión con
la ginecocracia. E l carácter sagrado de M edea. E l D erecho m atri­
monial jasónico-eolio.
106.— E l conflicto entre los cultos de H elios apolíneo-órfico y col-
co-hindú, idea conductora del viaje de la A rgo. C am bio del culto
tracio-apolíneo en tracio-dionisíaco.
107.— E l paso de los Ailoiai al culto báquico. C am bio de la vida
am azónica p o r la dionisíaca.
108-110.— L a ginecocracia dionisíaca.
108.— L a relación p referente de Dionisio con el m undo de las
m ujeres.
109.— El parentesco intrínseco del culto báquico con la disposición
natural fem enina, sus consecuencias y m anifestaciones.
110.— E l desarrollo erótico de la vida fem enina dionisíaca y su in­
flujo en las form as de vida de los pueblos.
111-114.— L a virilidad dionisíaca.

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111.— R epresentación de sus diferentes niveles desde el poseidóni-
co más profundo hasta el solar superior, y la relación de éste con
la naturaleza luminosa apolínea.
112.— Form as análogas de la paternidad dionisíaca y la apolínea; su
relación y el comienzo de su lucha.
113.— Com probación de esta relación en m itos aislados. La supe­
rior paternidad apolínea en la ciudad de A tenea.
114.— Análisis del lón de Eurípides; la gradación del m atriarcado
en él contenida, la paternidad dionisíaca y la apolínea.
115-117.— Com probación de la misma gradación de desarrollo en
la historia de la adopción.
115.— A dopción m ediante la im itación del parto. Casos análogos
de imitatio naturae.
116.— Especialm ente sobre el tratam iento del padre como m adre
circulante entre diferentes pueblos y en el m ito de Dionisio bima-
ter. Relación de esta concepción con el D erecho m aterno y su ver­
dad natural.
117.— Los niveles superiores de la adopción; su paulatina elevación
hacia la espiritualidad de la paternidad apolínea. Paralelo entre Ión
y A ugusto.
118.— La relación de la paternidad dionisíaca y la apolínea com pro­
bada en el m ito de la doble solicitud de H erm íone por N eoptólem o
y O restes.

E l id e

119.— D iferencia de los tres paisajes C oele-Elide, Pisatis, Trifilia.


Comunicación del ciclo de leyendas referente al país eleo-epeo, y
com probación de los rasgos m atriarcales allí contenidos. Especial­
m ente los M oliónides.
120.— Continuación de las mismas consideraciones. La derrota del
principio heracleo en Elide:
121.— E num eración de una serie de aspectos que se explican por la
ginecocracia elea, especialm ente los sacrificios de castidad de las
m ujeres eleas; la judicatura del Colegio de las X VI m atronas eleas
en litigios públicos; la paz divina del país eleo, su distinción religio­
sa, sus asam bleas, su E unom ía, su riqueza, el conservadurism o de
su pueblo en el culto y en la vida según su relación con la
ginecocracia.
122.— La inmigración de los etolios en Elide y su significado para
el fortalecim iento del principio ginecocrático. Com probación del
m atriarcado en las tradiciones etolias, especialm ente en el m ito de
Oxilo.
123.— Consideración de las tradiciones referidas a Pisatis. Enom ao
y su derrota a m anos de Pélope. Paso desde el telurism o más pro­
fundo a la ginecocracia m atrim onial en H ipodam ia.

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124.— E l superior nivel religioso pelópida y la elevación dada por
Pélope al principio m asculino.
125.— Culm inación del m ism o por H eracles. E l desarrollo apolíneo-
heracleo de los Juegos Olím picos y la restricción de las m ujeres m u­
chas veces explicada así. U nión de la antigua ley ginecocrática con
la nueva heraclea. L a p aridad de las m ujeres con las moscas y la re­
lación de los destinos referidos a am bas con la idea de las Olim­
piadas.
126.— Las tradiciones de los m inios trifilios. Com probación del pun­
to de vista m atriarcal dom inante en ellas. Las figuras destacadas en
la historia de los nestóridas, T iro, Cloris y Peró. Especialm ente el
repetidam ente destacado benjam ín, aclarado por el m ito de las va­
cas de íficlo.
127.— Las restantes cualidades del nivel cultural ginecocrático de
los m inios trifilios, especialm ente la predom inancia de la idea de la
m uerte en la religión y el estricto dualismo en todas las ram as de
la familia de Tiro.
128.— L a elevación gradual de la religión desde el telurism o m ater­
no hasta la p atern id ad apolínea, com probada en la historia de la
m ántica. El nivel m elam pódico de la mism a. Su carácter de profe­
cía desafortunada, su relación con la idea fundam ental del m a­
triarcado.
129.— La elevación de la profecía m elam pódica a la clitia. Su rela­
ción con el D erech o solar p atern o y su carácter de profecía de suer­
te y victoria. E specialm ente la asociación de H esíodo con Melam-
po y su principio ctónico.
130.— E l nivel apolíneo de los Iám ides, su relación con la línea rec­
ta y la idea de inm ortalidad de la familia. Consideración de la VI
oda Olímpica y de la oposición que en ella se realiza entre el m a­
triarcado de los E pítidas y el ingreso de lam o en el círculo apolíneo.
131.— E l paralelism o de esta elevación de la m ántica m elam pódica
con la victoria de la p aternidad apolínea sobre la antigua gineco­
cracia, com o destaca en el ciclo legendario tebano. La posición de
A lcm eón en esta lucha.
132.— Erifila, su carácter originario com pletam ente ginecocrático;
falsificación p o sterio r del m ism o, producida p o r la idea de la pater­
nidad apolínea. Los prim eros filopátores, A ntíloco y Anfíloco.
133.— L a p enetración del culto dionisíaco en el país eleo y la opo­
sición a él p o r el principio indígena-ginecocrática. U ltim as form a­
ciones del m atriarcado en el país eleo.

L O S LO CRIO S EPIC E FIR IO S

134.— R ecopilación de los datos p ara el m atriarcado epicefirio. R e ­


lación del m ismo con los dichos de los antiguos sobre la ginecocra­
cia de los locrios de la patria griega, y de los pueblos de origen lé-

23
lege em parentados con ellos. Especialm ente la ginecocracia de los
feacios, A rete.
135.— La conexión de las Eeas, Catálogo y Naupactias con el m a­
triarcado locrio. H esíodo, el poeta de la ginecocracia, héroe nacio­
nal locrio. Tebas, fundación de Locro, patria de Píndaro; la m últi­
ple conexión de este poeta con los antiguos conceptos gine-
cocrá ticos.
136.— Realzam iento de una serie de aspectos de la vida y el carác­
ter epicefirios y asociación de los mismos con el principio gineco-
crático. Especialm ente de la E unom ía locria, Filoxenia y carácter
conservador.
137.— H uellas de una época am azónica en Italia. Especialm ente la
ciudad de Clitia. O bservaciones sobre el desarrollo interno del an­
tiguo D erecho fem enino.
138.— El progreso del m atriarcado epicefirio desde el nivel afrodí-
tico-hetáirico hasta la severa ley m atrim onial de A tenea. Recopila­
ción de los rasgos esenciales en los que se m anifiesta. Especialm en­
te el influjo del culto dionisíaco y la filiación ozolia de los epicefi­
rios. E l nivel cultural de los locrios ozolios.
139.— L a contención de A frodita p o r la ley m ás pura de A tenea.
La relación de Zaleuco con A tenea. La oposición cultural de A fro­
dita y A ten ea com parada con la popular de la población indígena
y la inm igrante. L a com paración de L ocria; con Rom a. Conexión
de la lista proverbial locria L o k ro i tás synthékas con la m aternidad
dom inante.
140.— La elevación de A tenea sobre A frodita en la prehistoria de
T arento. Los partenios lacedem onios y el m ito de Falanto y E tra.
El significado de A tenea y su ley m aterna para la civilización de la
Magna G recia.
141.— Análisis del m ito de E u nom o, el locrio, concurso con Aris­
tón de Regio. La idea mistérica unida al m atriarcado locrio que
yace en él. El significado de T ettix desde su aspecto físico y meta-
físico. La lucha de las religiones apolínea y afrodítica en la Epice-
firia, su decisión.
162.— A dición sobre los m isterios locrios.

L esbo s

142— Safo y las doncellas eólidas. Su relación con el cultivo y las


ideas de la religión mistérica órfica. R ecopilación de datos sobre la
relación de O rfeo con Lesbos. Especialm ente el mito sobre los di­
ferentes com portam ientos de las m ujeres tracias y lesbias ante la di­
fusión del culto órfico. El tatu aje y su relación con la nobleza ma­
terna. L a arrenes erótes de la religión órfica y su significado para el
progreso de la civilización. La idea religiosa órfica en la lírica les­
bia según sus diferentes niveles; especialm ente el intercam bio de la
esperanza m istérica y el tren o lesbio. E l carácter religioso añadido

24
a Safo p o r los antiguos, especialm ente su distinción por Sócrates.
Paralelo de am bos fenóm enos.
143.— L a especial relación de Safo con A frodita; su ser, un espejo
de la diosa; el nivel de la vida espiritual eólida, su caída.
144.— E xam en de los m itos unidos a la reina egipcia B erenice, hija
de M agas. Su conexión con el culto órfico-dionisíaco, el vínculo del
país del Nilo y la isla de Lesbos, de las m ujeres lágidas y lesbias.
145.— E specialm ente la prescripción de Berenice sobre el D erecho
dotal lesbio y su relación con la constelación de la C abellera de B e­
renice. E l significado de la dote en el sistem a religioso órfíco y en
la H istoria del m atriarcado dem etríaco. Ram ificaciones ulteriores
de las ideas lesbio-órficas en E sp arta o R om a, com probadas en los
esfuerzos políticos de los G racos y del rey Agis.

M a n t in e a

146.— D iotim a y su posición con respecto a Sócrates. Relación de


este aspecto con el predom inio m istérico de la m ujer pelasga. R e­
copilación de una serie de testim onios y m onum entos que destacan
el significado religioso de la m aternidad.
147.— E l testim onio de los antiguos sobre el carácter de M antinea
y su cultura. L a perseverancia de la ciudad en las form as más anti­
guas de la religión y la civilización pelasgas. L a distinción de la m a­
ternidad , tam bién aquí fundam ento de la E unom ía, la E usebeia y
la igualdad dem ocrática de todos los ciudadanos. Especialm ente
para los L ucom idas, su significado para los m isterios dem etríacos,
su existencia en M antinea.
148.— E l m atriarcado com o fundam ento de la civilización pelasga.
R ealzam iento de algunos aspectos conectados con el mismo. E spe­
cialm ente la relación del predom inio m aterno con la raza de plata
de H esíodo, de D ike con el archaíón phyla gynaikón, de la den o ­
m inación grays con el nom bre pelasgo-m etroním ico graeci, la del
katharós lógos de la E d ad de O ro con los m isterios dem etríacos de
la época prehelénica, la pra ktike arete, el cuidado de la agricultura
y de las artes pacíficas con el fundam ento m aterno de la vida. U ni­
form idad de todos estos fenóm enos y relación de los mismos con la
ginecocracia.

E l PITA G O RISM O Y LOS SISTEMAS TARDÍO S

149.— L a vuelta del pitagorism o al principio dem etríaco en la reli­


gión, su lucha consciente contra el helenism o m ediante la reanim a­
ción de los m isterios pelasgos. C om probación de este punto de vis­
ta en un gran núm ero de aspectos aislados, especialm ente en el sis­
tem a de num eración pitagórico, en la anteposición de la noche, del
cielo estrellado, de la luna, en la extensión del ius naturale a todos

25
los aspectos de la creación, en el culto a los m uertos, la distinción
de la relación entre herm anas e hijas. La órfica pitagórica en la
A frodisias caria. Reanimación de los rasgos culturales del m atriar­
cado más antiguo.
150.— Expresiones ulteriores de los m isterios pelasgo-dem etríacos
en el pitagorismo. Especialm ente la tarea religiosa de la m ujer fun­
dada en ellos, y su múltiple acción. El carácter sacerdotal sacral de
Teano, Safo, y D iotim a, en sum a, de las m ujeres pitagóricas, eóli-
das, pelasgas. Com probación de su coincidencia y su oposición a
los aspectos del m undo helénico, especialm ente A tenas. La reani­
mación de la religión m istérica pelasga en su relación con la distin­
ción de las m ujeres pitagóricas. A spectos análogos: el influjo del
culto dem etríaco y del cristiano de M aría en la conservación y nue­
va fundación de la ginecocracia estatal. Especialm ente las reinas si-
racusanas Filiste y N ereis.
152.— El desarrollo del principio m aterno en los sistemas platóni­
co, epicúreo y gnóstico. La reanim ación de la com pleta espontanei­
dad del naturalism o hetáirico-afrodítico a través de Epifanes y los
C arpocratianos. La vuelta del desarrollo hum ano a las circunstan­
cias prim itivas. L a concordancia del m atriarcado antiguo y el nue­
vo en un gran núm ero de rasgos aislados. Conexión de la tendencia
vital dem ocrática con el regreso a la consideración m aterial-m ater-
na de las cosas. Oposición de los principios p aterno y m aterno
de la civilización cristiana y precristiana. Colaboración preferente
de los pueblos originarios ginecocráticos en los últimos esfuerzos
del paganism o. Las más recientes propuestas para la renovación del
predom inio m aterno com o fundam ento del D erecho familiar.

L O S CANTABROS

164.— L a noticia de E strabón sobre la ginecocracia de los cántabros


y sus concepciones particulares. C om probación de la cohesión in­
terna de esta situación fam iliar con las restantes costum bres y las
form as populares de los pueblos ibéricos. Com paración de los re­
sultados obtenidos con los de la investigación de von H um bolt so­
bre la lengua ibérica. El carácter de originalidad pelasga en el D e­
recho tanto com o en el dialecto. Conexión del antiguo sistema cán­
tab ro de herencia y dote con los principios de los pueblos vascos,
especialm ente con las prescripciones de las Coutumes de Barége.
D escripción de este sistem a legal tardío y aplicación de sus pres­
cripciones a la explicación de la noticia de E strabón. Com paración
de otras costum bres vascas con las concepciones y hechos de los
más antiguos pueblos m atriarcales. C onsideración final sobre la ho­
m ogeneidad de los efectos del sistema ginecocrático en los diferen­
tes pueblos y en épocas muy lejanas unas de otras.

26
C A P IT U L O I

CUESTIONES DE METODO

E l p resente estudio tra ta de un fenóm eno que, habiendo sido ob­


servado p o r algunos, no ha sido investigado en su totalidad. H asta
el m om ento, la ciencia de la A ntigüedad no m encionaba el m atriar­
cado. E l térm ino es nuevo, y designa un estado civil desconocido.
El tratam ien to de tal tem a, adem ás de extraordinarios incentivos,
ofrece tam bién grandes dificultades. N o sólo hace falta un conside­
rable tra b a jo previo: la investigación hasta ahora desarrollada en ge­
neral no ha hecho nada p ara explicar el período cultural en el que
se desarrolló el D erecho m aterno. E ntram os así en un. terreno to ­
davía sin ro tu rar.
E n las épocas conocidas de la A ntigüedad vemos evocados p e­
ríodos m ás antiguos; en la ideología hasta ahora fam iliar aparece
una an terio r com pletam ente diferente. A quellos pueblos con los
que se acostum braba a asociar la gloria de la grandeza antigua que­
dan en segundo plano. O tros que nunca alcanzaron la altura de la
cultura clásica ocupan su lugar. U n m undo desconocido se ofrece a
nuestra m irada. C uanto m ás profundam ente penetram os en él, más
singular nos resulta todo. P or todas partes aparecen contrastes con
las ideas de una cultura m ás desarrollada, concepciones más anti­
guas, un a E ra de fisonom ía pro p ia, una civilización que solam ente
puede ser juzgada según sus propias leyes.
E l D erech o ginecocrático no sólo está enfrentado al actual, sino
que lo estab a ya a la conciencia antigua. A l lado de la ley vital h e ­
lénica originaria aparece una extraña construcción a la que p erte ­
nece el m atriarcad o , de la que se originó y que únicam ente por ella
puede ser explicado.
L a intención fundam ental de la presente investigación es expli­
car el principio m o to r de la época ginecocrática, y asignarle su p ar­
ticipación exacta en , p o r un lado, los niveles vitales más profundos,
y, p o r o tro , en u n a cultura más desarrollada. Mi investigación se
ha fijad o , p o r lo ta n to , una tarea m ucho más amplia que la que p a ­

27
rece indicar el título. Se extiende a todos los aspectos de la civili­
zación ginecocrática, trata de proporcionar en prim er lugar los ras­
gos particulares de la misma, y a continuación, las ideas fundam en­
tales en las que aquéllos se fundan, y así restablecer la imagen de
un nivel cultural reprim ido o com pletam ente subyugado durante el
desarrollo posterior del m undo antiguo. El listón se ha colocado
m uy alto. P ero solam ente m ediante la am pliación del campo histó­
rico se puede alcanzar la verdadera com prensión, y conducir el pen­
sam iento científico hasta aquella claridad y perfección que consti­
tu y e la esen cia del con o cim ien to . Q u iero in te n ta r describir
claram ente el desarrollo y extensión de mis ideas y así facilitar y pre­
p ara r la lectura del presente tratado.
D e todos los relatos que dan testim onio de la existencia y la or­
ganización interna del m atriarcado, aquellos referentes al pueblo li­
cio son los más claros y de m ayor valor. Los licios, señalaba H ero-
d o to , ponían nom bre a sus hijos no como los griegos, a partir del
pad re, sino exclusivamente a partir de la m adre; ponían de relieve
en los datos genealógicos solam ente la línea m aterna, y juzgaban
la categoría de los niños únicam ente según la de la m adre. Nicolás
de D am asco com pleta estos datos al poner de relieve el derecho de
sucesión exclusivo de las hijas, que él atribuye al D erecho consue­
tudinario licio, la ley no escrita, otorgada por la divinidad, según
la definición de Sócrates. Todos estos usos son manifestaciones de
una misma y única concepción básica. H erodoto no veía en ellas
nada más que una singular desviación de las costum bres helénicas,
pero la observación de su coherencia interna debió llevar a una in­
terpretación más profunda. No nos enfrentam os al desorden y la ar­
bitrariedad, sino al sistem a y la necesidad, y puesto que se negó sis­
tem áticam ente toda influencia de una legislación positiva, la supo­
sición de una anom alía carente de significado perdió la última apa­
riencia de autenticidad.
D el principio patriarcal greco-latino se separa un D erecho fami­
liar com pletam ente opuesto, tanto en su base como en su estructu­
ra, y p o r m edio de la com paración de am bos, se pondrán de
m anifiesto más claram ente las particularidades de cada uno. E sta in­
terpretación se vio confirm ada gracias a los descubrim ientos de con­
cepciones sem ejantes en otros pueblos. E l derecho de sucesión ex­
clusivo de las hijas según el D erecho licio se corresponde con el tam ­
bién exclusivo deber de las hijas de alim entar a sus padres ancia­
nos, según la costum bre egipcia de la que da testim onio D iodoro.
E sta prescripción parece consum ar el desarrollo del sistema licio, y
así una noticia de E strabón sobre los cántabros nos lleva a otra con­
secuencia de la misma concepción básica, la elección del cónyuge y
el pago de la dote de los herm anos p o r las herm anas. Si se funden
todos estos rasgos en unas ideas com unes, entonces encierran una
enseñanza cuya significación está am pliam ente generalizada. Por
m edio de ella se establece la convicción de que el m atriarcado no
p ertenece a ningún pueblo determ inado, sino a un estadio cultural,

28
que, po r lo tan to , y com o consecuencia de la sem ejanza y carácter
norm ativo de la naturaleza hum ana, no p u ede depender de ser res­
tringido por una identificación con algún pueblo en concreto, y que,
finalm ente, la sem ejanza de las m anifestaciones aisladas debe ser
m enos tenida en cuenta que la arm onía de la concepción básica.
A la consideración de las noticias de Polibio sobre las cien casas
nobiliarias de los locrios epicefirios distinguidas por línea m aterna,
se añaden, en la serie de puntos de vista generales, todavía dos más
de gran coherencia interna, cuya autenticidad y significado se han
confirm ado a lo largo de esta investigación. El m atriarcado se de­
sarrolla en un período cultural más prim itivo que el sistema p atriar­
cal; con el victorioso ascenso de este últim o, su esplendor com ien­
za a m architarse. D e acuerdo con esto, las form as de vida gineco-
cráticas se m uestran claram ente en aquellos pueblos que se contra­
ponen a los griegos com o razas más antiguas; son un com ponente
esencial de aquella cultura originaria cuya fisonomía peculiar está
íntim am ente relacionada con el predom inio de lo m aterno, lo mis­
mo que la del helenism o lo está con la suprem acía de lo patriarcal.
Estos principios, extraídos de un núm ero insignificante de hechos,
obtienen u n a irrefutable confirm ación en el curso de la investiga­
ción, p o r m edio de una cantidad cada vez más abundante de
apariciones.
Los locrios nos llevan hasta los léleges, y a éstos se unen los
carios, etolios, pelasgos, caucones, arcadios, epeos, m inios, tele-
b eo s...; y en todos ellos aparece el m atriarcado, y la civilización ba­
sada en él se distingue en una enorm e variedad de rasgos particu­
lares. E l fenóm eno del p oder y la grandeza fem eninas, cuya consi­
deración ya provocó la sorpresa de los antiguos, dio a toda descrip­
ción etnográfica — aunque su pintura quería ser particular— , el mis­
mo carácter de antigua elevación y de originalidad absolutam ente
diferente de la cultura clásica. C onocem os la idea básica que sigue
el sistem a genealógico de las Naupácticas, las Eeas o el Catálogo,
del que nace la unión de una m adre inm ortal con un padre m ortal,
el realzar la propiedad y el nom bre m aternos, la cordialidad de la
fraternidad m aterna, en la que se basa la denom inación «T ierra M a­
dre», la superior santidad del sacrificio fem enino, y ante todo el ca­
rácter no expiable del m atricidio. A quí, donde no se trata de una
declaración de particularidad, sino del realzam iento de un punto de
vista m ás general, debe ser especialm ente puesto de relieve el sig­
nificado de la tradición m ítica p ara n u estra investigación. L a rela­
ción de preferencia del m atriarcado con los pueblos más antiguos
del m undo griego implica que to d a form a prim era de la tradición
tenga especial im portancia p ara el conocim iento de la ginecocracia,
y del m ismo m odo desde un principio se renuncia a esperar que la
posición del m atriarcado en el m ito se corresponda con el elevado
significado que él mismo se da en la vida com o centro de una cul­
tura com pleta. T anto más urgentem ente se nos plantea entonces la
pregunta de qué significado d ar en nuestro ám bito a cada form a ori-

29
ginaria de la tradición, y qué uso podem os hacer de sus datos. La
respuesta a esto debe ser p reparada a través de la consideración de i
un ejem plo particular perteneciente al ciclo legendario licio.
Al lado de datos plenam ente históricos, H erodoto refiere en la
historia mítica regia un caso de régimen sucesorio m atriarcal. Los
herederos no fueron los hijos de Sarpedón, sino Laodam ía, la hija,
que a su vez transm itió el reino a su hijo, que expulsó a sus tíos.
El relato que recoge E ustaquio, da una expresión simbólica de este
sistema hereditario, en el que la idea básica del m atriarcado se re­
conoce en su voluptuosa sensualidad.
Los testim onios de H erodoto y de Nicolás se han perdido, y por
lo tanto la opinión predom inante tratará de poner objeciones al re­
lato de E ustaquio, señalando que su autenticidad no queda dem os­
trad a por medio de ninguna o tra fuente más antigua o incluso con­
tem poránea; su carácter enigm ático se haría valer, según algunos
necios m itógrafos, como prueba de su invención; y por últim o, tal
hecho, com o ha extraído del m ito todas las noticias inutilizables y
las ha considerado como basura sin valor, dem uestra el incremento
del progreso destructivo de la llam ada clasificación crítica del ma­
terial transm itido.
La com paración de lo mítico con los inform es históricos arroja
la luz más clara sobre el com pleto error de este procedim iento. Con­
firm ada por el testim onio de hechos históricos firmes, la tradición
mítica deberá ser reconocida como la legítim a, exenta del influjo
de una fantasía creadora de datos com pletam ente ajenos a los de
los tiem pos primitivos y la preferencia de Laodam ía frente a sus her­
m anos será considerada p o r sí sola como legitimación suficiente del
m atriarcado licio. A penas se deja entrever un rasgo perteneciente
al sistem a ginecocrático, al que le falta una confirmación sem ejan­
te, que no siem pre puede ser deducida a partir de la historia del pro­
pio pueblo. El carácter total que tiene la cultura ginecocrática de
ninguna m anera carece de tal paralelo: es la consecuencia de una
conservación p o r lo m enos parcial del D erecho m aterno hasta las
épocas tardías. E n las tradiciones míticas y estrictam ente históricas
nos encontram os con las particularidades de los mismos sistemas en
form a equivalente. A spectos de los tiem pos m ás antiguos y de los
más tardíos sorprenden p o r su sem ejanza, y perm iten olvidar com­
pletam ente el amplio intervalo de tiem po que los separa. No es ne- ,
cesario explicar qué influjo debió ejercer este paralelism o sobre la
consideración de la tradición mítica que hizo insostenible la posi­
ción que la investigación actual tom a frente a ella, y retira toda au­
torización a aquella diferenciación, de todos m odos tan oscilante,
de los tiem pos históricos y prehistóricos, justam ente para la parte
m ás im portante de la H istoria, el conocim iento de las ideas y con­
diciones antiguas. Las tradiciones míticas, y así se responde a la
cuestión planteada m ás arriba, se presentan como la expresión fiel
de la ley vital de aquellos tiem pos en los que se pusieron las bases
del desarrollo histórico del m undo antiguo; aparecen tam bién como

30
la m anifestación de la m entalidad originaria, como revelación his­
tórica inm ediata, y p o r consiguiente como fuente histórica de la m a­
yor autenticidad.
La preferencia de Laodam ía frente a sus herm anos llevó a E us­
taquio a una observación: tal predilección de las hijas frente a los
hijos m erece tan ta m ayor consideración cuanto más reciente es la
fuente en la que la encontram os. Poco parecido a los representan­
tes de la crítica actual, el erudito bizantino, p o r lo anóm alo que le
parece que contiene la leyenda, no se deja seducir por ninguna sos­
pecha, y todavía m enos por un cambio de lo transm itido. Esta su­
bordinación fiel y sin controles a la tradición, con frecuencia cen­
surada como transcripción irreflexiva, constituye la m ejor garantía
de la autenticidad de los informes más tardíos. E n todos los cam ­
pos de la investigación sobre la A ntigüedad reina la misma fideli­
dad y exactitud en la retención y reproducción de la tradición, el
mismo m iedo a poner una m ano sacrilega sobre los restos del m un­
do prim itivo. N osotros le debem os la posibilidad de conocer con se­
guridad la disposición interna de los tiem pos más antiguos, y de ob­
servar la historia de la ideología hum ana desde sus orígenes, de los
que arranca la evolución posterior. Nunca fue m enor la disposición
p ara la crítica y más subjetiva la com binación, tan grande la fideli­
dad, tan ulterior el riesgo de falsificación. Para el m atriarcado en
particular, el m ito ofrece todavía otra garantía de autenticidad. La
misma oposición a las ideas de la época m ás tardía es tan profunda
y recurrida que bajo su dominio no pudo ten er lugar la invención
de fenóm enos ginecocráticos. E l sistema de patriarcado obedece a
una concepción a la que el D erecho más antiguo parecía un enig­
m a, y que p o r lo tanto no era capaz de dar origen a un rasgo único
del sistem a m atriarcal. El derecho de preferencia de Laodam ía,
bajo el influjo de las ideas helénicas, a las que contradecía, pudo
ser concebido como im posible, y lo mismo vale para las innum era­
bles huellas de dicha form a de vida que están entretejidas en la pre­
historia de todos los pueblos antiguos, sin excluir A tenas y R om a,
las representantes más firmes de la patriarcalidad. C ada tiem po si­
gue sin darse cuenta de las leyes de la propia vida. E fectivam ente,
tan grande es el pod er que éstas últimas ejercen, que la disposición
natural para transform ar lo diferente de la época prim itiva en una
nueva fisonom ía siem pre se h ará valer. Las tradiciones ginecocrá-
ticas no han ido al encuentro de este destino. N osotros encontra­
mos gran num ero de ocasiones en las que la repercusión de las ideas
posteriores sobre las más primitivas y las consecuencias de la ten­
tación de sustituir lo ininteligible por lo com prensible al gusto de
la propia cultura, se encuentran en m anifestaciones muy curiosas.
Se suprim en antiguos rasgos y se añaden otros nuevos, las formas
más sublim es del m undo prim itivo ginecocrático son proyectadas
m entalm ente a los contem poráneos, se suavizan m anifestaciones fir­
mes; con razón tam bién carácter, motivos, pasión, son juzgados des­
de el p u n to d.e vista ahora dom inante.

31
A m enudo lo nuevo y lo viejo aparecen de repente em pareja­
dos; en otra parte se m uestra el mismo hecho, la misma persona,
en la doble interpretación del m undo prim itivo y del más tardío,
allí inocente, aquí crim inal, allí total elevación y dignidad, aquí ob­
jeto de aversión, y luego causa de palinodia. E n otras ocasiones, la
m adre cede al padre, la herm ana al herm ano, que ahora entra en
la leyenda en lugar de alguna de aquéllas, la denom inación feme­
nina de la H um anidad; en una palabra, ésta es la consecuencia de
la concepción m atriarcal p ara las reivindicaciones de la teoría for­
mada de la paternidad. A sí, m entalm ente rechazada la idea de que
com ponga una cultura vencida y hundida, la época más tardía más
bien se esforzará por extender el dom inio de sus ideas propias so­
bre hechos y fenóm enos que se oponen extrañam ente a ella. La m a­
yor garantía p ara la autenticidad de todas las huellas míticas del an­
tiguo m undo ginecocrático está justam ente en esto. Ellas tienen el
poder de poseer pruebas perfectam ente seguras. E n aquellas oca­
siones que no puede sustraerse al influjo transform ador de la pos­
teridad, el mito contiene una fuente de enseñanza incluso más rica.
Puesto que las m odificaciones muy frecuentem ente proceden de ce­
der inconscientem ente a las ideas de la época y sólo excepcional­
m ente de la hostilidad prem editada, la leyenda se convierte, con
sus transform aciones, en la expresión viviente de los grados de de­
sarrollo del pueblo, con el que camina al mismo paso, y para el ob­
servador agudo es el reflejo fiel de todos los períodos de la vida.
El lugar que ocupa la presente investigación sobre la tradición
m ítica, aparecerá ahora — así lo espero— , tan claro como justifica­
do. Sin em bargo, la riqueza del resultado al que conduce sólo pue­
de ser conocida por un exam en de lo particular. N uestra m oderna
investigación histórica, casi exclusivam ente dirigida a la indagación
de los sucesos, personalidades y circunstancias tem porales, ha de­
pendido de un cam ino a través de la form ación de la oposición en­
tre el tiem po histórico y el mítico y de la inconveniente expansión
de esto últim o para la ciencia de la A ntigüedad, de la que no se ha
obtenido un conocim iento m ás profundo y coherente. D ondequie­
ra que nosotros entrábam os en contacto con la H istoria, las condi­
ciones son tales que suponen las etapas más primitivas de la exis­
tencia: p o r ninguna p arte principio ni causa pura, y por todos lados
continuación.
El conocer científica y verazm ente consiste ahora no sólo en la
contestación a la pregunta ¿de qué? Se perfecciona, prim ero, si pue­
de descubrir el ¿de dónde?, y si con ello sabe asociar el ¿hacia dón­
d e? P ara com prender, el saber sólo surge cuando puede abarcar el
o rigen, el progreso y el fin. El comienzo de toda evolución, sin em ­
bargo, está en el m ito. T o d a investigación profunda de la A ntigüe­
d ad , p o r lo tan to , se reduce inevitablem ente a él. El es quien lleva
en sí m ism o los orígenes, y solam ente él puede revelarlos. Pero los
orígenes m otivan el progreso posterior, m arcan el camino que éste
sigue y su tendencia p erpetua. Sin conocim iento de los orígenes, el

32
conocim iento histórico nunca puede llegar a una conclusión. Toda
separación de m ito e historia, bien fundada en tanto que quiera se­
ñalar la diferencia en el m odo de expresar lo ocurrido en la tradi­
ción, no tiene p o r tan to ningún significado ni autorización ante la
continuidad del progreso hum ano. D ebe ser absolutam ente recha­
zada en nuestra investigación, cuyo éxito depende esencialm ente de
ello.
Las form aciones del D erecho de familia en las épocas conocidas
de la A ntigüedad no son situaciones originales; antes bien, se
trata de consecuencias de niveles de cultura precedentes. Conside­
radas en sí m ism as, aparecen solam ente en su realidad, no en su cau­
salidad; son hechos aislados, pero como tales, a lo sumo tem a de
conocim iento, no de entendim iento. El sistema patriarcal rom ano,
a través del rigor con el que se produce, indica uno más primitivo,
que tuvo que ser com batido y contenido.
En la ciudad de la hija de Z eus. A tenea, el patriarcado, reves­
tido de la pureza de la naturaleza apolínea, parece la cima de un
desarrollo cuyos prim eros niveles deben haber pertenecido a
un m undo de ideas y condiciones com pletam ente diferentes. ¿Cómo
entenderem os el final si los comienzos son un enigma para noso­
tros? ¿Pero dónde pueden conocerse? La respuesta está clara: en
el m ito, imagen fiel de la época más antigua; o aquí o en ningún
otro sitio. L a necesidad de un conocim iento coherente a m enudo
ha llevado a inten tar lograr alguna satisfacción a través de la espe­
culación filosófica de la añoranza del conocim iento de los orígenes,
y a llenar las grandes lagunas que el sistema cronológico presenta­
ba con las form as vagas de un juego intelectual. ¡Extraña contra­
dicción, querer rechazar el m ito a causa de su poesía y al mismo
tiem po abandonarse tan confiadam ente a una U topía particular! La
siguiente investigación evitará cuidadosam ente cualquier tentación
de esta clase. Con precaución, quizás dem asiado m edrosam ente, si­
guiendo todos los recodos y ensenadas de la orilla, evita la alta m ar,
sus peligros y azares. D onde no se dispone de experiencias tem pra­
nas, hay que pro b ar sobre todo lo particular. Solam ente la riqueza
de detalles ofrece las com paraciones necesarias, y m ediante éstas,
capacita para diferenciar lo esencial de lo accesorio, lo legítim am en­
te general de lo local; sólo tal riqueza proporciona los m edios para
construir puntos de vista cada vez más amplios. Se le ha reprocha­
do al m ito que no perm ite poner pie firme en ninguna parte de sus
arenas movedizas. Pero este reproche no afecta a los hechos, sino
al m odo de tratarlos. M ultiform e y cam biante en su aspecto, el mito
sigue, no obstante, leyes determ inadas, y no es menos rico en re­
sultados firm es y sólidos que cualquier otra fuente de conocimiento
histórico. Producto de un período cultural en el que la vida de los
pueblos todavía no había perdido la arm onía con la N aturaleza,
com partía con ésta la legitim idad inconsciente que siempre falta a
las obras de libre reflexión. P or todas partes sistem a,.por todas par­
tes continuidad; en todos los detalles aparece la expresión de una

33
gran ley fundam ental, que en la riqueza de sus manifestaciones tie­
ne la m ayor garantía de verdad intrínseca y necesidad natural.
La cultura ginecocrática m uestra la uniform idad de un pensa­
m iento dom inante en un grado particularm ente alto. Todas sus ma­
nifestaciones son coherentes, tienen la fisonom ía de un nivel de de­
sarrollo del espíritu hum ano cerrado en sí mismo. E l principio
m aterno en la familia no puede ser considerado como un fenóm eno
aislado. U na civilización que com prende el esplendor del helenis­
m o es incom patible con ella. La m ism a oposición que domina el
principio p aterno y el del D erecho m atern o , necesariam ente tiene
que im ponerse en toda form a de vida que rodee a cualquiera de los
dos sistemas. La prim era observación en la que esta lógica de la
ideología da resultado está en la preferencia del lado izquierdo ante
el derecho. La izquierda p ertenece a la potencia natural femenina
enferm iza, y la derecha a la m asculina activa. E l papel que la mano
izquierda de Isis desem peña en el país del N ilo, mimado por el D e­
recho m aterno, es suficiente p ara aclarar la relación puesta de ma­
nifiesto. O tros hechos afluyen en m ayor cantidad, y le aseguran su
im portancia, universalidad, originalidad e independencia del influ­
jo de la especulación filosófica. E n los usos y costum bres de la vida
civil y cultural, en las singularidades del vestido y del peinado, y no
m enos en el significado de expresiones particulares se repite siem­
pre la m ism a idea, el m ajor honos laevarum partium y su relación
in tern a con el D erecho m aterno.
No es m enor el significado de una segunda expresión de la mis­
m a ley fundam ental, el dom inio de la noche sobre el día, proce­
den te de su seno. El m undo ginecocrático fue absolutam ente con­
trario a la relación opuesta. Y a los antiguos alineaban la preferen­
cia de la noche y la de la m ano izquierda, y am bas con el dominio
del principio m aterno; tam bién aquí, vetustas costumbres: la cro­
nología según las noches, la elección de la noche para luchar, deli­
b e ra r, dictar sentencias, la referencia de la oscuridad para actos de
culto, m uestran que nosotros no tenem os que tratar con ideas filo­
sóficas abstractas de origen tard ío , sino con la realidad de un modo
de vida originario.
U n a consecuencia ulterior de las mismas ideas perm ite conocer
com o peculiaridad necesaria del período preferentem ente m atriar­
cal la distinción cultural de la luna ante el sol, de la tierra engen-
d ra d o ra ante el m ar fecundante, del oscuro lado m ortal de la vida
de la N aturaleza ante el lum inoso de los que serán, de los difuntos
an te los vivos, del luto ante la alegría, y todos estos rasgos siempre
ob tien en nueva confirm ación y profundo significado en el curso de
la investigación. A n te nosotros aparece ya un ideario, en cuyo am­
biente el m atriarcado ya no aparece como una extraña e inconce­
bible form a de vida, sino com o un fenóm eno hom ogéneo. A pare­
cen algunas lagunas y puntos oscuros. Pero es la propia fuerza de
cada investigación más profundam ente fundada la que rápidam ente
traza to d o lo análogo en su esfera y desde lo más claro sabe encon­

34
trar el cam ino hacia lo oculto. Las silenciosas indicaciones de los an ­
tiguos con frecuencia han sido suficientes para abrir nuevas pers­
pectivas. La distinción de la situación de la herm ana y del benja­
mín se presentan com o instructivos ejem plos. A m bos pertenecen al
principio m aterno del D erecho familiar; am bos son adecuados para
dem ostrar la idea fundam ental del mismo en aspectos nuevos. El
significado de la situación de la herm ana se aclara m ediante una
nota de Tácito sobre la concepción germ ánica de la misma, y un in­
form e análogo de Plutarco sobre costum bres rom anas dem uestra
que nosotros tenem os que tra ta r aquí no con una concepción local
y casual, sino con la consecuencia de una idea fundam ental gene­
ral. La distinción del benjam ín vuelve a encontrar un reconocim ien­
to m ás general en la historia de los héroes de Filóstrato, una obra
muy im portante, aunque tardía para la aclaración de las ideas an­
tiguas. A m bos rasgos se rodean de un gran núm ero de ejem plos
que, tom ados ya de la tradición m ítica, ya de situaciones históricas
de pueblos antiguos o actuales, dem uestran a la vez su universali­
dad y su originalidad. N o es difícil saber a qué parte del pensam ien­
to ginecocrático se asocian uno u otro aspecto. La distinción de la
herm ana ante el h erm ano sólo da una nueva expresión a aquélla de
la hija ante el hijo; la del benjam ín fundam enta la continuación
de la vida en la ram a del linaje m aterno que, siendo la últim a, tam ­
bién será la últim a en ser alcanzada por la m uerte. ¿Necesito ahora
indicar qué nuevas explicaciones preparan estas observaciones?
¿Cóm o el juicio del hom bre según las leyes de la vida natural, que
lleva a la preferencia p o r el retoño de la prim avera más reciente,
nos presenta al m atriarcado com o la ley de la vida m aterial y no de
la espiritual, a la ideología ginecocrática como el resultado de con­
siderar la existencia hum ana desde un punto de vista m aterno-telú-
rico y no paterno-uránico? ¿O bien es preciso llam ar la atención so­
bre cóm o m uchas sentencias de los antiguos, cómo muchos aspec­
tos de E stados ginecocráticos son aclarados p o r la idea germ ánica,
com unicada p o r T ácito, del resultado de la unidad familiar asocia­
da a la h erm ana, y hecho útiles p ara el desarrollo de nuestra obra?
El m ayor am or hacia la herm ana nos introduce én una de las partes
más dignas de la existencia basada en el principio m aterno.
H em os puesto de manifiesto en prim er lugar el aspecto jurídico
de la ginecocracia, y ahora entram os en contacto con su significado
m oral. A quél nos ha sorprendido por su contraste con lo que no­
sotros acostum bram os a considerar como D erecho fam iliar natural,
y m olestado m ediante su ininteligibilidad inicial, y por el contrario
éste no encuentra buena acogida en un sentim iento natural norm al
en cualquier época, que le ofrece en cierto m odo la com prensión
por sí mismo. E n los niveles más profundos y tenebrosos del ser hu­
m ano, el am or que une a la m adre con los frutos de su vientre cons­
tituye el foco de la vida, la ley particular de las tinieblas m orales,
el deleite en m edio de la profunda desgracia.
La observación de pueblos actuales de otras partes del m undo.

35
que de nuevo haría conocer estos hechos, ha puesto en claro tam­
bién aquellas tradiciones m íticas que m encionan a los prim eros phi-
lopátores, y cuya aparición se realza com o un im portante punto de
inflexión de la civilización hum ana. La íntim a relación del niño con
el p a d re , la abnegación del hijo p ara con su progenitor, exige un
grado de desarrollo m oral más alto que el am or m aterno, esta mis­
teriosa fuerza que p en etra a to d o ser de la creación terrestre. D es­
pués de él brilla aquél, después se m uestra su poder. A quella rela­
ción en la que la H um anidad prim ero se eleva hacia la civilización,
que sirve com o punto de p artid a del desarrollo de toda virtud y de
la construcción de todos los aspectos más nobles del ser, es la ma­
gia del m atriarcado que en m edio de una vida llena de fuerza es efi­
caz com o principio divino de la vida, de la concordia, de la paz. En
los cuidados del feto la m ujer aprende antes que el hom bre a ex­
ten d e r su am ante cuidado hacia o tro ser sobre los límites del pro­
pio yo, y a dirigir todo el ingenio que posee su espíritu a la conser­
vación y em bellecim iento del ser ajeno.
D e ella p arte ahora to d a herencia de civilización, todo benefi­
cio de la vida, toda devoción, todo cuidado y duelo por los m uer­
tos. Se reitera la expresión que ha encontrado esta idea en el mito
y la H istoria. Se refiere a ella cuando los cretenses form ulan el más
alto grado de am or a su país natal con la palabra «metrópoli»*,
cuando la com unidad del seno m aterno se destaca como el lazo in­
trínseco, el v erdadero, de la relación fraternal originaria, cuando
aparece como el d eb er más sagrado p ro teg er a la m adre, socorrer­
la, vengarla, pero tam bién am enazar su vida, perdida toda esperan­
za de expiación, cuando el hecho acontece al servicio del patriarca­
do ofendido. ¿D ebo p erderm e en detalles? B astan éstos para
provocar nuestra sim patía hacia la construcción m oral de aquella
cultura a la que pertenece el D erecho m aterno. A hora aparecen mu­
cho más significativos todos aquellos ejem plos en los que se jura fi­
delidad p o r las m adres, p o r las herm anas, en los que el peligro o
la p érdida de las herm anas lleva a la aceptación de las mayores fa­
tigas, en las que, finalm ente, parejas de herm anas ocupan una po­
sición típicam ente generalizada. Pero el am or que surge de la m a­
tern id ad no abarca solam ente un círculo íntim o, sino otro más am­
plio y general. T ácito, que indica estas ideas lim itándose a la rela­
ción sororal entre los germ anos, puede haberse dado cuenta ape­
nas del significado total que le sale al encuentro, y de la extensión
ulterio r en la que se confirm a históricam ente. Lo mismo que en el
principio p atern o yace la lim itación, en el m aterno destaca la gene­
ralidad; al igual que aquél tra e consigo la lim itación a un estrecho
círculo, éste no conoce ninguna restricción, como tam poco la vida
de la N aturaleza. D e la m aternidad que da a luz surge la herm an­
dad general de todos los hom bres, cuya conciencia y reconocimien-

* (N. de la T .) Ver N. de la T ., cap. II, p. 87.

36
to se hunde con la formación de la paternidad. La familia fundada
en el patriarcado se aísla en un organism o individual, y la m atriar­
c a l.‘por el contrario, lleva aquel carácter típico-general con el que
com ienza todo desarrollo, y que caracteriza la vida m aterial frente
a la espiritual superior. T odo vientre de m ujer es imagen de la M a­
dre T ierra, D em éter. dará a luz herm anos de los hijos de las otras:
el país natal sólo conoce herm anos y herm anas, y esto será así has­
ta que con la form ación de la paternidad se disuelva la uniform idad
de la m asa y la no diferenciación sea vencida por el principio de la
división. E ste aspecto del principio m aterno ha encontrado expre­
sión en los E stados m atriarcales, e incluso reconocim iento legal­
m ente form ulado. Sobre esto descansan aquel principio de libertad
e igualdad generales que encontrarem os como rasgo fundam ental
de la vida de los pueblos ginecocráticos. la xenofilia y la decidida
antipatía hacia las lim itaciones de todo tipo, el significado amplio
de ciertos conceptos que, como el paricidium rom ano, sólo más ta r­
de confundieron el sentido general natural con el individual más li­
m itado, y finalm ente, el especial elogio del carácter familiar y de
una sym pátheia que, sin conocer fronteras, abarcaba igualmente a
todos los m iem bros del pueblo. A usencia de discordia, antipatía ha­
cia ella, es lo especialm ente elogiado de los Estados ginecocráticos.
A quellas grandes Panegirias. en las que todo el pueblo se regocija­
ba en los sentim ientos de fraternidad y espíritu nacional colectivo,
se celebran en tre ellos desde el principio y alcanzan allí su máximo
esplendor. L a particular crim inalidad del daño corporal al prójim o
es tan característica com o en el m undo anim al, y aquella disposi­
ción in tern a del principio m aterno encuentra su más herm osa ex­
presión en la vida real en costum bres como la de las rom anas de
suplicar a la G ran M adre no p o r sus hijos, sino por los de sus her­
m anas. la de los persas de pedir a la divinidad solam ente por todo
el pueblo, la de los carios de preferir a todas las virtudes la de la
sym pátheia p o r los parientes.
U na tendencia de indulgente hum anidad, que se destaca en la
expresión del rostro de las im ágenes egipcias, y le presta una fiso­
nom ía en la que se reconoce de nuevo todo lo que lleva en sí de
benéfico el carácter m aterno. Se nos aparece a la luz de la inocen­
cia de la vida saturnea* aquella antigua generación hum ana que en
la subordinación de toda su existencia a la ley de la m aternidad pro­
veía a la posteridad de los rasgos principales para el cuadro de la
E dad de Plata. E ntendem os ahora perfectam ente en la descripción
de H esíodo el realzam iento exclusivo de la m adre, de su amoroso
cuidado nunca interrum pido y la eterna minoría de edad del hijo,
su crecim iento m ás corporal que espiritual, de la paz y la abundan­
cia que ofrecía la vida agrícola; se refiere a la pintura de una dicha

* (N. de la T .) El autor se refiere a la Edad de Oro, período de tiempo mítico


durante el cual el Universo estaba gobernado por Crono o Saturno.

37
*
perdida posteriorm ente, a la que la hegem onía de la m aternidad le
sirvió siem pre como centro, lo mismo que aquellas archaía phyla
gynaikón, con las que tam bién desapareció aquella paz de la Tierra.
La historicidad del m ito encuentra aquí una sorprendente confirma­
ción. Toda la libertad de la fantasía, toda la abundancia de adornos
poéticos, no han desfigurado el germ en histórico de la tradición, ni
han podido eclipsar los rasgos capitales de la existencia primitiva y
su significado para la vida.
Se me puede perm itir detenerm e un instante en este punto de
la investigación e interrum pir la continuación del desarrollo de mis
ideas con algunas observaciones generales. La búsqueda consecuen­
te de la idea básica de la ginecocracia nos ha hecho com prender un
gran núm ero de aspectos aislados y de inform aciones. Enigmáticos
en su aislam iento, conservan, cuando están unidos, el carácter de
necesidad intrínseca. La consecución de tal resultado depende so­
bre todo de una condición previa.- Exige la capacidad del investiga­
dor p ara renunciar a las ideas de su tiem po, a las concepciones con
las que éste llena su espíritu, y para trasladarse al corazón de una
ideología absolutam ente diferente.-Sin tal autorrenuncia, es inima­
ginable un verdadero éxito en el cam po de la investigación de la A n­
tigüedad. El que elige com o punto de partida las concepciones de
una época posterior, siem pre es desviado p o r ellas de la compren­
sión de las más primitivas. La brecha se am plía, aum enta la
contradicción; cuando parecen agotados todos los medios de expli­
cación, se presentan la sospecha y la duda, y al final la negación fir­
m e. com o el m edio m ás seguro p ara cortar el nudo gordiano. Este
es el origen de que toda la investigación, toda la crítica de nuestros
días pueda lograr resultados tan m ezquinos y poco duraderos. La
auténtica crítica sólo reposa en las propias cosas, no conoce ningu­
na o tra regla que la ley objetiva, ninguna o tra m eta que la com­
prensión de lo extraño, ninguna otra prueba que el núm ero de los
fenóm enos explicados por su concepción fundam ental. Allí donde
se necesiten tergiversaciones, dudas, negaciones, es donde hay que
buscar el falseam iento p o r p arte del investigador de las fuentes y
tradiciones, a las que con m ucho gusto inculpan la falta de juicio,
la ligereza, la vanidosa autoglorificación. Para todo investigador
serio debe estar siem pre presente la idea de que el m undo del que
él se ocupa difiere infinitam ente de aquéT en cuyo espíritu él vive
y tra b a ja , y su conocim iento siem pre está lim itado por la gran se­
paración; su propia experiencia de la vida, en la mayoría de los ca­
sos no m adura, descansa siem pre en la observación de un imper­
ceptible lapso de tiem po,-pero el m aterial que está a su disposición
es un m ontón de ruinas y fragm entos que, al observar sólo un as­
pecto, com o sucede frecuentem ente, parecen falsos, y por el con­
trario , p osteriorm ente, puestos en la relación correcta, ridiculizan
el precipitado juicio anterior.-
D esde el punto de vista del patriarcado rom ano, la aparición de
las sabinas en m edio de los com batientes está tan poco clara como

38
la auténtica clasificación ginecocrática del tratad o sabino que hace
P lutarco, sin d uda sacada de V arrón. U nida a relatos totalm ente
análogos sobre sucesos parecidos en tre pueblos tanto antiguos como
actuales de un nivel cultural p rofundo, y unidos por la idea funda­
m ental en la que descansa el m atriarcado, pierde todo carácter enig­
mático y sale de la región de la ficción poética a la que precipita­
dam ente la expulsó el juicio guiado p o r las circunstancias y costum ­
bres del m undo actual, volviendo así al cam po de la autenticidad
histórica, en el que ahora afirm a su D erecho com o una consecuen­
cia com pletam ente natural de la grandeza, la inviolabilidad y la con­
sagración religiosa de lo m atern o . C uando en la alianza de A níbal
con los galos se encom ienda la decisión en los litigios a las m atro­
nas galas, cuando en tantas tradiciones del pasado mítico aparecen
m ujeres — aisladas o agrupadas en colegios— , juzgando, bien solas
o bien al lado de hom bres, interviniendo en las reuniones del pue­
blo, im poniendo el alto a los com batientes, negociando la paz, fi­
jando las condiciones, y ofreciendo p ara la salvación del país ya su
esplendor físico, ya su vida com o sacrificio, ¿quién entonces se a tre ­
verá a luchar, con el argum ento de la im probabilidad, de la contra­
dicción, con todo lo conocido de la incom patibilidad con las leyes
de la n aturaleza hum ana, com o se nos aparece hoy, o quién llam a­
rá al esplendor poético que tiñe todos los recuerdos de los tiem pos
prim itivos en ayuda contra su reconocim iento histórico? E sto quie­
re decir sacrificar la actualidad de los tiem pos prim itivos o, para d e­
cirlo con palabras de Sim ónides, transform ar el m undo con m echa
y lám para: quiere decir luchar contra siglos, y re b a jar la H istoria a
un jugu ete de las opiniones, fruto inm aduro de una sabiduría im a­
ginaria, un títere de las ideas del día. Se o b jeta la im posibilidad de
que con el tiem po cam bien las probabilidades; lo que es incom pa­
tible con el espíritu de un nivel cultural corresponde al de otro; lo
que allí es im probable gana aquí verosim ilitud. Contradicción con
todo lo conocido: pero la experiencia subjetiva y las leyes del pen­
sam iento subjetivo tienen en el cam po histórico tan poca autoriza­
ción que nunca puede serle atribuida la reducción de todas las co­
sas a las estrechas proporciones de un lim itado conocim iento
particular.
¿Es necesario responder todavía más particularm ente a aquéllos
que invocan contra nosotros el brillo poético de los tiem pos prim i­
tivos? E l que lo quisiera negar sería reducido al silencio por la an­
tigua poesía, y tam bién p o r la m ás reciente, que tom a su m aterial
más bello y conm ovedor de aquel m undo prim itivo. Seguram ente
cuando poesía y plástica com pitiesen p o r el prem io de la invención,
todo lo antiguo, sobre todo los tiem pos prim itivos, posee en alto
grado el p o d e r de to m ar prestadas las alas del alm a del observador
y elevar sus pensam ientos m ás allá de lo cotidiano. Pero esta cua­
lidad descansa en el estado de las cosas, form a una parte integrante
de su ser, y es p o r esto más bien un o bjeto de investigación como
m edio de im pugnación. E l período ginecocrático del m undo es de

39
hecho la poesía de la H istoria. Lo es por la sublimidad, la grandeza
heroica, incluso por la belleza a la que eleva a la m ujer, por la pro­
moción de la valentía y sentido caballeroso de los hom bres, por el
significado que presta al am or fem enino, por la disciplina y la cas­
tidad que reclama del joven: una asociación de cualidades que apa­
rece para la A ntigüedad a la misma luz bajo la que en nuestro tiem ­
po se representa la sublimidad caballeresca del m undo germánico.
Los antiguos preguntaban lo mismo que nosotros: ¿a dónde han ido
aquellas m ujeres cuya im pecable belleza, cuya castidad y elevados
sentim ientos podían despertar incluso el am or de los inmortales?
¿D ónde están las heroínas cuyo destino cantaba H esíodo, el poeta
de la ginecocracia? ¿D ónde está la unión fem enina del pueblo con
la que Dike am aba distraerse? Pero tam bién, ¿dónde han ido aque­
llos héroes sin tem or y sin tacha que, como el licio B elerofonte,
unían grandeza caballeresca y vida irreprochable, la valentía con el
libre reconocim iento del poder fem enino? Todos los pueblos
guerreros, señala A ristóteles, obedecen a la m ujer, y la observa­
ción de épocas posteriores nos enseña lo mismo: resistir el peligro,
buscar aventuras y servir a la belleza, es la virtud siempre unida a
la juventud. El m ito, en efecto, pone todo esto a la luz de las cir­
cunstancias actuales. Pero el m ito poético más elevado, más rico en
em puje y más conm ovedor que cualquier fantasía, es la realidad de
la H istoria. P ero los grandes destinos pasan por encima de la gene­
ración hum ana, como puede dar idea nuestra fuerza imaginativa.
La época ginecocrática con sus form aciones, hechos, sacudidas, es
inasequible a la poesía de los tiem pos m ás cultos, pero tam bién más
débiles. No lo olvidem os nunca: con el p oder p ara la acción se can­
sa tam bién el vuelo del espíritu, y la podredum bre incipiente se m a­
nifiesta al mismo tiem po en todos los cam pos de la vida.
Los principios según los que yo procedo, los medios con los que
busco explicaciones a un tem a hasta ahora tratado como un reino
de som bras poéticas, han recibido una nueva luz m ediante las últi­
mas observaciones, espero. R etom o la interrum pida representación
de la m entalidad ginecocrática no para perderm e en los múltiples y
sorprendentes detalles de su estructura interna, sino más bien para
dedicarm e por entero al aspecto más im portante, aquel en que to­
dos los dem ás encuentran su conclusión y su fundam ento. La base
religiosa de la ginecocracia nos m uestra el D erecho m aterno en su
form a más digna, lo pone en relación con el aspecto más elevado
de la vida, y proporciona una profunda perspectiva sobre la gran­
deza de aquellos tiem pos prim itivos, que el helenism o sólo puede
superar en el brillo de la apariencia, no en la profundidad y digni­
dad de la concepción. A sí, incluso más que hasta ahora, siento el
poderoso contraste que separa mi m odo de considerar la A ntigüe­
dad de las ideas de la época actual y de la investigación histórica
m oderna condicionada por ellas.
R econocer el profundo influjo de la religión en la vida del pue­
blo, concederle el prim er lugar entre las fuerzas creadoras que con­

40
form an toda la existencia, buscar en sus ideas explicación para los
aspectos más oscuros de la m entalidad antigua, todo esto aparece
com o la inquietante preferencia de las concepciones teocráticas,
com o característica de un espíritu lleno de prejuicios, parcial, inep­
to , com o deplorable recaída en la profunda noche de una época
som bría. Y a he sufrido todas estas acusaciones, y todavía m e do­
m ina el mismo espíritu de reacción, e incluso lo prefiero, en el cam ­
po de la A ntigüedad, tanto rem ota como tardía, a ser com placiente
en la investigación con las opiniones actuales, y a pedir la limosna
de su asentim iento. Sólo hay una poderosa palanca de toda civili­
zación, la religión. T oda m ejora, todo retroceso de la existencia hu­
m ana proceden de un m ovim iento que se origina en esta región su­
perior. Sin ella no se com prende ningún aspecto de la vida antigua,
la época m ás prim itiva sería un enigm a im penetrable. D om ina de
p a rte a p arte las creencias, asocia la generación de toda form a
de la existencia, de toda tradición histórica, a las ideas culturales
básicas, ve todo suceso sólo bajo el aspecto religioso y se identifica
en el m ás perfecto de su reino de los dioses. Q ue la cultura gine-
cocrática debe p o rta r preferentem ente esta fisonomía hierática lo
garantiza la estructura interna de la naturaleza fem enina, aquel pro­
fundo conocim iento de dios que, fundido con el Sentimiento del
am or, tom a prestada de la m ujer, y sobre todo de la m adre, una
consagración religiosa que actúa más poderosam ente en las épocas
más salvajes. La elevación de la m ujer sobre el hom bre provoca así
nuestro asom bro, al oponerse a la relación de fuerza física entre los
sexos. La ley de la N aturaleza transm ite al más fuerte el cetro del
p oder. Le es arreb atad o p o r manos m ás débiles, y entonces deben
hab er estado activos otros aspectos de la naturaleza hum ana y ha­
ber ejercido su influjo poderes más profundos. A penas se necesita
la ayuda de testim onios antiguos para pon er de m anifiesto aquel po­
der que provocó esta victoria. E n todas las épocas la m ujer ha prac­
ticado la form ación y la civilización de los pueblos m ediante la ten ­
dencia de su espíritu a lo sobrenatural, lo divino, sustrayéndose a
la legitim idad, ejerciendo el m ayor influjo sobre el sexo masculino.
Pitágoras tom ó como punto de partida para su tratam iento a los de
C roton a la especial disposición de las m ujeres a la eysébeia, y su p re­
ferente vocación p ara el cultivo del tem or de dios, y E strabón lo des­
taca, a p artir de Platón, en una sentencia notable, que siem pre toda
deisidaim onía se propaga desde el sexo fem enino al m undo de los
hom bres, con la creencia de que toda superstición es fortalecida,
cuidada y alim entada por ellas. Los aspectos históricos de todas las
épocas y pueblos confirm an la exactitud de esta observación. Lo
mism o que en tantas ocasiones la prim era m anifestación de la divi­
nidad fue confiada a las m ujeres, ellas han tom ado la parte más ac­
tiva, con frecuencia m ilitante, algunas veces m ediante la fuerza del
atractivo sexual, en la difusión de la m ayoría de las religiones. La
profecía fem enina es más antigua que la m asculina, y el alma fem e­
nina es m ás constante en la fidelidad al resultado, «más profunda

41
en la fe»; la m ujer, si bien es m ás débil que el hom bre, sin em bar­
go es apta para encum brarse p o r encima de él. más conservadora
en especial en el campo cultural y en la defensa del cerem onial. Por
todas partes se m anifiesta la tendencia de la m ujer a la extensión
continua de su influencia religiosa, y a aquel deseo de conversión
que tiene un poderoso estím ulo en el sentim iento de debilidad y en
el orgullo de subyugar al más fuerte. D otado de tales poderes, el
sexo débil puede em prender la lucha con el fuerte y sostenerla vic­
toriosam ente. La m u jer opone a la superior fuerza física del hom ­
bre el poderoso influjo de su consagración religiosa, al principio de
la fuerza el de la paz. a la hostilidad sangrienta la reconciliación, al
odio el am or, y sabe entonces conducir la existencia salvaje no ata­
da por ninguna ley p o r prim era vez p o r el camino de aquella civi­
lización más suave y am istosa, en cuyo punto central ella reina como
la po rtadora de los principios más elevados, como la manifestación
del m andam iento divino.
En esto radica el pod er fascinador de la apariencia fem enina que
desarm a las más salvajes pasiones, separa las filas de com batientes,
asegura la inviolabilidad para las sentencias de la m ujer, y en todas
las cosas otorga a sus deseos la autoridad de una ley superior. La
veneración casi divina de la reina de los feacios. A rete, y la consi­
deración sagrada de su palabra ya fueron consideradas por Eusta-
cio como adornos poéticos de un cuento maravilloso que cae de lle­
no en el cam po de la poesía; y sin em bargo, no constituyen un
fenóm eno aislado, sino más bien la expresión acabada de la gine­
cocracia, que descansa sobre una base cultural, con todas sus ben­
diciones y toda su belleza, que puede com unicar a la existencia de
la com unidad. L a relación interna de la ginecocracia con el carác­
te r religioso de la m ujer se m anifiesta en muchos rasgos aislados.
A . uno de los más im portantes nos lleva la determ inación locria de
que ningún m uchacho, sino sólo una doncella, puede ejecutar los
cultos de la Fielefonía. Polibio cita esta costum bre entre las prue­
bas del m atriarcado epicefirio. y reconoce, por lo tanto, la conexión
de la misma con la idea ginecocrática básica. El sacrificio locrio de
doncellas para expiar el sacrilegio de A jax confirma la relación y
m uestra al m ism o tiem po a qué asociación de ideas debe su origen
el destino sacral general de que todo sacrificio fem enino sea más
grato a la divinidad. El desarrollo de este punto de vista nos lleva
a aquel aspecto de la ginecocracia m ediante el cual el D erecho m a­
terno obtiene a la vez su m otivación más profunda y su m ayor sig­
nificado. Reducida al prototipo de D em éter. la m adre terrestre es
a la vez la representante m ortal de la M adre telúrica originaria, su
sacerdotisa, y com o hierofanta le confían la adm inistración de sus
m isterios. Todos estos aspectos están en una sola pieza, y no apa­
recen com o m anifestaciones distintas del mismo nivel cultural. El
predom inio religioso de la m aternidad conduce al análogo de la m u­
je r m ortal, y la relación exclusiva de D em éter con Coré lleva a la
no m enos exclusiva relación de sucesión de la m adre y la hija, y fi­

42
nalm ente la conexión interna de los m isterios con los cultos ctóni-
co-fem eninos conduce a la hierofantia de la m adre, que aquí eleva
su dedicación religiosa al grado m ás elevado de sublim idad.
D esde este p u n to de vista se abre una nueva perspectiva sobre
la auténtica naturaleza de aquel nivel cultural al que pertenece el
privilegio m aterno. R econocem os la grandeza interna de la civiliza­
ción prehelénica, que en la religión dem etríaca, sus m isterios y su
ginecocracia, a la vez cultural y civil, posee un germ en a m enudo
atrofiado, contenido, del desarrollo posterior. Concepciones reves­
tidas desde hace m ucho tiem po de la autoridad canónica, com o las
de la rudeza del m undo pelasgo, de la incom patibilidad del dom i­
nio fem enino con el carácter nacional fuerte y noble, y en especial
la del desarrollo tard ío de lo m isterioso en la religión, son rechaza­
das del trono de los O lím picos, y recuperarlas sería una esperanza
vana. A tribuir los aspectos m ás nobles de la H istoria a los m otivos
más bajos, constituye ya desde hace tiem po una de las ideas favo­
ritas de nuestra investigación de la A ntigüedad. ¿Cóm o podría res­
petar el cam po de la religión? ¿Cóm o podía reconocer la p arte más
elevada de la m ism a, la tendencia a lo sobrenatural, opuesta, mís­
tica, en su conexión con las necesidades más profundas del alm a h u ­
m ana? Sólo el fraude de algunos falsos profetas podía oscurecer
ante sus ojos el claro cielo del m undo espiritual griego con tan som ­
brías nubles, solam ente la época de la decadencia podía conducir a
tal extravío. Pero lo m isterioso constituye la auténtica esencia de
toda religión, y allí donde la m u jer está en la cum bre en el cam po
del culto y de la vida, siem pre se protege preferentem ente lo mis­
terioso. E sto garantiza su estructura m aterial, que une indisoluble­
m ente lo físico y lo incorpóreo; garantiza tam bién su estrecho p a­
rentesco con la vida de la N aturaleza y la m aterial, cuya m uerte
etern a despierta en el profundo dolor la máxima esperanza; y es­
pecialm ente garantiza la ley de la m aternidad dem etríaca, que se le
revela en los cam bios del trigo, y que representa la decadencia m e­
diante la relación de intercam bio de la vida y la m u erte, como la
condición previaAp a ra el renacim iento, com o la realización d e la
epíktésis tes teletés.
E ntonces lo que resulta de la naturaleza de la m aternidad es
com pletam ente confirm ado p o r la H istoria. A llí donde nos encon­
tram os la ginecocracia, se une con ella el m isterio de la religión ctó-
nica; ésta pued e asociarse al nom bre de D em éter, o dar cuerpo a
la m aternidad en o tra divinidad igualm ente válida. Se destaca muy
claram ente la correspondencia de am bos fenóm enos en la vida de
los pueblos licios y epicefirios: dos tribus cuya perseveración excep­
cionalm ente larga en el D erecho m aterno encuentra explicación jus­
tam en te en el enorm e desarrollo de los m isterios, com o se m ani­
fiesta en éstos en expresiones sum am ente dignas de m ención no
siem pre com prendidas. C om pletam ente seguro es el fin al que lle­
va este hecho histórico. L a originalidad del D erecho m aterno y su
relación con un antiguo nivel cultural no se puede negar, lo que tam ­

43
bién debe valer para los misterios, puesto que am bos fenómenos
constituyen solam ente dos aspectos diferentes de la misma civiliza­
ción: son siempre herm anos gemelos. Este resultado es tanto más
seguro cuanto que no se puede d ejar de afirm ar que de ambas ex­
presiones de la ginecocracia. la civil y la religiosa, la última sirve
como fundam ento a la prim era. Las representaciones cultuales son
lo originario, y las formas de vida ciudadana, consecuencia y ex­
presión. La preferencia de la m adre al padre, de la hija ante el hijo,
resulta de la relación de Coré con D em éter, y no. por el contrario,
se abstrae ésta de aquélla. O bien, para ajustarm e todavía más fiel­
m ente a las representaciones de la A ntigüedad: de ambos significa­
dos del kteís m aterno, el m istérico-cultual es el originario, el p re­
dom inante; el civil, jurídico, es la consecuencia. En una concepción
com pletam ente m aterial-sensual, el sporium fem enino aparece
como representación de los m isterios dem etríacos tanto en su valor
físico más profundo como en el opuesto, más elevado, pero tam ­
bién como expresión del D erecho m aterno en su form a civil, como
lo hemos encontrado en el mito licio de Sarpedón. Se refuta ahora
la afirmación de los más recientes que adecúa todo lo misterioso a
los tiem pos de la decadencia y a una degeneración posterior del he­
lenismo. La H istoria adopta la relación justam ente opuesta: los mis­
terios m aternos son los más antiguos y el helenism o es un nivel pos­
terior del desarrollo religioso; no aquél, sino éste, aparece a la luz
de la degeneración y de la trivialización religiosa, que sacrifica a la
vida terrenal el más allá, a la claridad de la form a el oscuro misterio
de la esperanza superior. Ya hem os descrito más arriba la época gi­
necocrática como la poesía de la H istoria, y así podem os unir toda­
vía más estrecham ente con éste un segundo elogio: es a la vez el
período de profundización y presentim iento, y el de la eysébeia, dei-
sidaimonía, sóphrosyné, eynomía: cualidades de los pueblos m a­
triarcales que referidas en suma a la misma fuente, son alabadas
por los antiguos con notable unanim idad. ¿Q uién puede dejar de
ver la relación interna de todos estos fenóm enos? E l que olvide que
la era dom inada por la m ujer tam bién debió tener parte en todo lo
que diferencia la estructura interna de la m ujer de la del hom bre;
en aquella arm onía que los antiguos describían preferentem ente
como gynaikeía; en aquella religión en la que la necesidad más pro­
funda del alma fem enina, el am or, se alzaba hasta la consciencia de
su concordancia con la ley fundam ental del U niverso; en aquella sa­
biduría natural no reflejada que, m anifestada en nom bres revela­
dores, como A utonoe, Fulinoe, D inonoe, reconoce y juzga con la
instantaneidad y seguridad de la conciencia; y finalm ente, en aque­
lla continuidad y aquel conservadurism o de la existencia a los que
la m ujer está destinada por naturaleza.
Todas estas características de la esencia fem enina resultan otras
tantas particularidades del m undo ginecocrático; a cada una se re ­
fieren rasgos históricos característicos, fenóm enos que ahora apa­
recen en su correcta relación psicológica e histórica. Este m undo se

44
enfrenta al del helenism o. Ju n to con el principio de la m aternidad,
m ueren tam bién sus consecuencias. El desarrollo del patriarcado
lleva al prim er plano un aspecto com pletam ente distinto de la na­
turaleza hum ana. A ello se unen form as de vida totalm ente distin­
tas, y una nueva m entalidad. H erodoto reconocía en la civilización
egipcia ju stam en te la opuesta a la griega, en especial a la ática.
A quélla le parece el m undo al revés. Si el padre de la historiografía
hubiese colocado uno al lado del otro los dos grandes períodos del
desarrollo griego, su diferencia le habría arrastrado á las mismas ex­
presiones de asom bro. E gipto es entonces el país de la ginecocracia
estereotípica, to d a su cultura se basa esencialm ente en el culto m a­
tern o , en la prim acía de Isis sobre Osiris, y por esto está en una sor­
prendente arm onía con tantas visiones del D erecho m aterno que
ofrece la vida de los pueblos prehelénicos. Pero la H istoria tiene
que pro cu rar colocarnos ante los ojos el constraste de am bas civili­
zaciones en toda su agudeza. Todavía un segundo ejem plo. E n ple­
no m undo helénico, Pitágoras reduce la religión y la vida de nuevo
a la antigua base, y lo inten ta m ediante la reelevación de los m is­
terios del culto ctónico-m aternal a la categoría de nueva ordenación
para d ar satisfacción a la profunda necesidad religiosa despertada.
La esencia del pitagorism o, al que, según la significativa expresión
de una de nuestras fuentes, pen etra un soplo de A ntigüedad, no
está en el desarrollo, sino en la lucha contra lo helénico. Su origen
no se rem onta a la sabiduría de los griegos, sino a la más antigua
de O rien te, y asimismo busca su ejecución entre tales pueblos, cuya
fiel perseveración en lo antiguo, lo tradicional, parece ofrecer un
gran núm ero de puntos de contacto ante todo en tre los pueblos y
ciudades de H esperia, que en el terreno de lo religioso, hasta hoy
parece haber sido elegida com o conservadora de una fase de la vida
vencida en otras partes. Si a esta preferencia — tan precisam ente
destacada— p o r una antigua concepción vital se unen el más fírm e
reconocim iento del principio m aterno dem etríaco, la tendencia p re­
ferente al cuidado y desarrollo de lo m isterioso, de lo ultraterrenal,
lo sobrenatural en la religión, pero ante todo la magnífica distin­
ción de los personajes sacerdotales fem eninos, ¿quién puede en to n ­
ces d e ja r de ver la unidad interna de estos fenóm enos y su conexión
con la civilización prehelénica? U n m undo más primitivo surge de
la tum ba; la vida busca regresar a sus comienzos. D esaparecen los
am plios espacios, y si no hubiesen tenido lugar las variaciones de
épocas y pensam ientos, las generaciones posteriores se unirían a las
de los tiem pos prim itivos. Para las m ujeres pitagóricas no hay otro
punto de contacto que los m isterios ctónico-m aternos de la religión
pelasga; su apariencia y la tendencia de su espíritu no se pueden ex­
plicar p o r las ideas del m undo helénico. S eparado de aquella base
cultural está el carácter solem ne de T eano, «la hija de la sabiduría
pitagórica», un fenóm eno incoherente, de cuyo angustioso carácter
enigm ático en vano se busca escapar refiriéndose al carácter mítico
de los orígenes pitagóricos. Los antiguos confirm an la relación m e­

45
diante la asociación de T eano. D iotim a y Safo. Nunca se ha res­
pondido a la pregunta de en dónde tiene su origen la sem ejanza de
los tres fenóm enos separados en el espacio y en el tiem po. ¿En dón­
de. replicaría yo. si no en los m isterios de la religión ctónico-ma-
tern a? La vocación sacral de la m ujer pelasga aparece en su de­
sarrollo más puro y sublime en aquellas tres magníficas figuras de
m ujer de la A ntigüedad.
Safo pertenece a uno de los m ayores centros de la religión mis­
térica órfica, D iotim a a la M antinea arcádica especialm ente célebre
por su cultura arcaica y el servicio de D em éter de Sam otracia: aqué­
lla pertenece al pueblo eleo. ésta al pelasgo. y am bas, por lo tanto,
a una nacionalidad que perm aneció fiel en la religión y en la vida
a los fundam entos de la civilización prehelénica. Al lado del nom­
bre desconocido de una m ujer y en m edio de un pueblo que no es
afectado por el desarrollo del helenism o y disfruta preferentem ente
de la fam a de vida patriarcal, se encuentra uno de los mayores mo­
dos de aquel grado de inspiración religiosa, a la que nada podía ofre­
cer la form ación del pueblo ático. Lo que he procurado destacar
desde un principio como pensam iento conductor, la corresponden­
cia de la distinción fem enina con la cultura y la religión preheléni­
cas, encuentra su más brillante confirm ación justam ente en aque­
llos fenóm enos que, considerados de form a inconexa y desde fuera
según la relación tem poral, parecen en la mayoría de los casos de­
clarar en contra de ello. D ondequiera que se conserve la antigua re­
ligión m istérica o conozca un nuevo esplendor, allí la m ujer sale de
la oscuridad a la que la condenaba la suntuosa esclavitud de la vida
jo n ia, con su antigua dignidad y sublim idad, y anuncia en voz alta
dónde hay que buscar la base de la ginecocracia más primitiva y la
fuente de todos los beneficios que extiende sobre toda la existencia
de los pueblos que cultivan el D erecho m aterno. Sócrates a los
pies de D iotim a, siguiendo a duras penas el vuelo de su revelación
m ística, confiesa sin m iedo que le eran indispensables las enseñan­
zas de la m ujer: ¿dónde encontraría la ginecocracia una expresión
más elevada, dónde hallaría un testim onio más herm oso la relación
interna de los misterios m aterno-pelasgos con la naturaleza fem e­
nina, dónde encontraría un desarrollo lírico-fem enino más comple­
to el rasgo ético esencial de la civilización ginecocrática, el am or,
esta devoción de la m aternidad? La adm iración con la cual todas
las épocas han rodeado esta idea se eleva infinitam ente cuando re­
conocem os en ella no sólo la herm osa creación de un espíritu po­
deroso, sino a la vez la unión con las ideas y prácticas de la vida
cultural, cuando vemos en ella la imagen de la hierofantia femeni­
na. D e nuevo da un buen resultado lo que se puso de relieve más
arriba: la poesía de la H istoria es superior a la de la libre invención.
N o quiero seguir persiguiendo la base religiosa de la ginecocra­
cia; en la tarea iniciática de la m ujer aparece en su máxima profun-
dización. ¿Q uién preguntará todavía por qué la devoción, la justi­
cia, todas las virtudes que adornan al hom bre y a la vida, son nom ­

46
bres fem eninos, por qué T elete está personificada en una m ujer?
La elección no la han determ inado la arbitrariedad o el azar, sino
que más bien la verdad de la H istoria ha encontrado su expresión
lingüística en aquella concepción. Vemos a los pueblos m atriarca­
les distinguirse por la E unom ía, la E usebeia, la Paideia, vemos a
las m ujeres com o severas guardianas de los m isterios, la justicia, la
paz; ¿podem os d ejar de ver la concordancia de estos hechos histó­
ricos con aquel fenóm eno? A la m ujer se asocia la prim era eleva­
ción de la raza hum ana, el prim er progreso hacia la civilización y
hacia una existencia regulada, la prim era educación religiosa, y por
lo ta n to , el disfrute de todo bien superior. E n ella, antes que en el
hom bre, se despierta el anhelo de la purificación de la existencia,
y posee en m ás alto grado que aquél la habilidad natural para p ro ­
ducirla. Su obra es la civilización total que sigue a los prim eros bár­
baros; su don, lo mismo que la vida, todo lo que constituye su d e­
leite; suyo es el prim er conocim iento de las fuerzas de la N aturale­
za, suyo el presentim iento y la prom esa de la esperanza que vence
la pena de la m uerte. B ajo esta óptica, la ginecocracia aparece como
testim onio del progreso de la cultura, y a la vez com o fuente y ga­
rantía de sus beneficios, y por lo tan to com o ejecución de una ley
de la N aturaleza que hace valer su derecho sobre los pueblos no m e­
nos que sobre cada individuo aislado.
El círculo del desarrollo de mis ideas se cierra de este m odo.
Con esto he com enzado a poner de relieve la independencia del D e ­
recho m aterno de todo estatuto positivo, y de ahí deduzco el carác­
ter de su universalidad; estoy autorizado entonces a añadirle la cua­
lidad de sabiduría natural en el cam po del D erecho fam iliar y ca­
pacitado p ara com pletar su caracterización.
P artiendo de la m aternidad que concibe, representada por su
im agen física, la ginecocracia figura en tre la m ateria y los fenóm e­
nos de la vida de la N aturaleza, de la que tom a su existencia in ter­
na y externa, siente más vivam ente que las generaciones posterio­
res la unidad de toda la vida, la arm onía del todo, del que todavía
no se ha em ancipado, experim enta más profundam ente el dolor por
la m uerte y por la caducidad de la existencia telúrica, a la que la
m ujer, sobre todo la m adre, dedica sus lam entos, busca ansiosa­
m ente consuelo, lo encuentra en los fenóm enos de la vida de la N a­
turaleza, y la une de nuevo al vientre que p are, al am or que conci­
be, n u trien te, de la m adre. O bediente en todo a las leyes de la exis­
tencia física, vuelve su m irada hacia la T ierra, coloca las potencias
ctónicas sobre las de la luz uránica, identifica la fuerza masculina
preferen tem en te con las aguas telúricas, y subordina la hum edad ge­
nerado ra al grem ium matris, el O céano a la T ierra. C om pletam en­
te m aterial, dedica sus cuidados y su p oder al em bellecim iento de
la existencia m aterial, a la pra ktiké arete, y en el cuidado de la agri­
cultura — ante todo favorecida p o r la m ujer— , y en la erección de
m uros, que los antiguos ponían en estrecha relación con el culto ctó-
nico, logra una de las realizaciones más adm iradas por las genera­

47
ciones posteriores. Ninguna época como la m atriarcal ha dedicado
una atención tan preponderante a la apariencia externa, a la invul-
nerabilidad del cuerpo, y tan poca energía al m om ento espiritual in­
terno: ninguna ha llevado a cabo tan consecuentem ente en el D e­
recho el dualismo m aterno y el punto de vista fáctico-posesor; nin­
guna cuidó tan am orosam ente el entusiasm o lírico, la disposición
de ánimo preferentem ente fem enina, enraizada en el sentim iento
de la N aturaleza. En una palabra: la existencia ginecocrática es el
naturalism o ordenado, su ley de pensam iento es lo m aterial, su de­
sarrollo. una preponderancia física: un nivel cultural tan necesaria­
m ente unido con el D erecho m aterno com o extraño e incom pren­
sible para la época de la paternidad.
La tarea principal de la siguiente investigación y el m odo de so­
lucionarla deben estar suficientem ente constatadas por las observa­
ciones realizadas hasta el m om ento. A hora se nos ofrece una se­
gunda tarea, de ninguna m anera inferior en im portancia o dificul­
tad a la prim era: reflexionar sobre la diversidad y peculiaridad de
los fenóm enos. El desarrollo del sistem a ginecocrático y de la civi­
lización unida a él fue hasta aquí la m eta de mis esfuerzos; ahora
la investigación tom a un nuevo rum bo. A la investigación de la esen­
cia de la cultura m atriarcal sigue la consideración de su historia. Lo
prim ero nos ha descubierto el principio de la ginecocracia, y esto
busca fijar su relación con o tro nivel cultural y representar la lucha
con el D erecho m aterno dem etríaco ordenado de, por un lado, las
circunstancias más prim itivas, y, por otro, de las concepciones su­
periores de la época posterior. Se ofrece a la investigación un nue­
vo aspecto de la historia del desarrollo hum ano. G randes cambios,
poderosas sacudidas se ofrecen p ara su consideración, y hacen apa­
recer bajo una nueva luz las m ejoras y declives del destino hum a­
no.
Todo punto de inflexión en el desarrollo de las circunstancias
históricas está rodeado de sucesos sangrientos; el progreso pacífico
es m ucho más raro que la revolución violenta. A quel principio trae
la victoria del opuesto con su radicalización; el abuso se convierte
en palanca del progreso, y el m ayor triunfo, en comienzo de la d e­
cadencia. E n ninguna parte se destaca tan violentam ente la tenden­
cia del alma hum ana a la violación de la m ayoría, y su incapacidad
para el m antenim iento duradero de una grandeza artificial; pero
tam poco en ninguna parte se ve la capacidad del investigador para
lanzarse en m edio de la salvaje grandeza de pueblos brutales, pero
poderosos, y fam iliarizarse con concepciones y form as de vida com­
pletam ente extrañas, som etido a una prueba tan seria. Las aparien­
cias en las que se manifiesta la lucha de la ginecocracia contra otras
form as de vida son muy variadas, pero es seguro en conjunto el prin­
cipio de desarrollo al que se som eten. Lo mismo que al período m a­
triarcal le sigue el predom inio de la paternidad, a aquél le precede
una época de hetairism o desordenado. La ginecocracia dem etríaca
ordenada ocupa así un lugar interm edio en el que se representa

48
com o punto de tránsito de la H um anidad desde el nivel más pro­
fundo de la existencia al más alto. C on el prim ero, ella com parte
el punto de vista m aterno-m aterial, y con el segundo, la exclusivi­
dad del m atrim onio: lo que la diferencia de am bos es allí la regu­
lación dem etríaca de la m aternidad, m ediante la cual se eleva por
encim a de la ley del hetairism o, y aquí la preferencia concedida al
vientre reproductor, en la que ella, com o form a profunda de vida,
se m anifiesta en contra del sistema patriarcal. E ste escalonam iento
de circunstancias determ ina el orden de la interpretación que se da
a continuación. T enem os prim ero que investigar la relación de la
ginecocracia con el'hetairism o, y luego el progreso del D erecho m a­
terno al sistem a patriarcal.
La exclusividad de la relación m atrim onial parece tan estrecha
y necesariam ente em parentada con la nobleza de la naturaleza hu­
m ana que es considerada p o r la m ayoría com o la situación origina­
ria, y la afirm ación de una relación entre los sexos más baja y de­
sordenada es enviada al reino de los sueños, al considerarla un ex­
travío de inútiles especulaciones sobre los com ienzos de la existen­
cia hum ana. ¿Q uién no se uniría de buen grado a esta expresión y
evitaría a nuestra raza el doloroso recuerdo de una infancia tan in­
digna? P ero el testim onio de la H istoria prohíbe p restar oídos a las
insinuaciones de la soberbia y el egoísm o, y poner en duda el ex­
traordinariam ente lento progreso de la H um anidad hacia la civili­
zación m atrim onial. La legión de noticias totalm ente históricas tra ­
ta de convencernos con un peso aplastante, y hace imposible toda
defensa, toda oposición. Con las observaciones de los antiguos se
unen las generaciones posteriores, y todavía en nuestra época el
contacto con pueblos de cultura inferior ha puesto en evidencia la
exactitud de la tradición p o r la experiencia de la vida. E n todos los
pueblos que la presente investigación pone ante nuestros ojos, y
más allá de este círculo, se encuentran las huellas claras de las fo r­
mas de vida hetáiricas originarias, y se puede seguir la lucha de las
mismas con la ley dem etríaca superior en una serie de fenóm enos
que intervienen significativa y profundam ente en la vida. No se pue­
de negar: la ginecocracia se ha form ado, asegurado y conservado
por todas partes con la oposición consciente y continua de la m ujer
al hetairism o que la envilecía. A ban d o n ad a sin protección a los abu­
sos del hom bre y, como describe una tradición árabe conservada
por E strab ó n , m ortalm ente cansada p o r el deseo de aquél, experi­
m enta el anhelo de unas condiciones ordenadas y una civilización
más p u ra, a cuya presión el hom bre no se som ete de buen grado,
obstinado en la consciencia de su superior fuerza física. Sin la con­
sideración de esta relación de cam bio, nunca se conocerá en todo
su significado histórico una de las destacadas virtudes de la existen­
cia ginecocrática, la estricta disciplina de la vida, y nunca se apre­
ciará en su colocación correcta p ara la historia del desarrollo de la
civilización hum ana la ley superior de los m isterios y la castidad m a­
trim onial. La ginecocracia dem etríaca exige, p ara ser com prensible,

49
circunstancias primitivas brutales; la ley fundam ental de su vida, lo
opuesto, de cuya lucha ha resultado. La historicidad del D erecho
m aterno es entonces una garantía p ara la del hetairism o. La máxi­
m a prueba p ara la exactitud de esta opinión, sin em bargo, está en
la relación interna de los fenóm enos particulares, en los que se m a­
nifiesta la ley vital anti-dem etríaca. U n exam en más atento de los
mismos da com o resultado un sistem a, y éste, por su p arte, lleva a
una idea básica que, enraizada en la concepción religiosa, está pro­
tegida contra toda sospecha de casualidad, arbitrariedad o validez
solam ente local o aislada. No se puede evitar una leve sorpresa para
los representantes de la concepción de necesidad y originalidad de
la relación m atrim onial. E l pensam iento de la A ntigüedad no sólo
es diferente del suyo: es com pletam ente opuesto. El principio de-
m etríaco aparece com o un perjuicio p ara uno opuesto originario, y
el m atrim onio como violación de un m andam iento religioso. Esta
relación — que se opone a nuestra conciencia actual— , tiene de su
parte el testim onio de la H istoria, y puede ella sola explicar satis­
factoriam ente una serie de curiosos fenóm enos nunca conocidos en
su auténtica relación. Sólo p o r ella se explica la idea de que el m a­
trim onio exige una expiación de aquella divinidad cuya ley infringe
con su exclusividad. La m ujer no fue d otada por la N aturaleza con
todos los atractivos sobre los que dom ina p ara m architarse en los
brazos de un único hom bre: la ley de la m ateria rechaza toda limi­
tación, odia toda trab a y considera aquella exclusividad como un p e­
cado contra su divinidad. A sí se explican ahora todas aquellas cos­
tum bres en las que el propio m atrim onio se encuentra unido con
prácticas hetáiricas. A pesar de su variedad de form as, son com ple­
tam ente uniform es en su idea. A través de un período de hetairis­
m o, la excepción que hay en el m atrim onio debe ser expiada por
la ley natural de la m ateria, ganar de nuevo la benevolencia de la
divinidad. Lo que parece excluirse siem pre, hetairism o y estricta
ley m atrim onial, aparece ahora en la relación más estrecha: la pros­
titución se convierte en una garantía de la castidad m atrim onial,
cuya posición sacra requiere p o r p arte de la m ujer el cumplimiento
precedente de la ocupación natural.
E stá claro que en la lucha contra tales concepciones protegidas
p o r la religión, el progreso hacia una civilización superior sólo pue­
de ser m uy largo, p orque siem pre está am enazado. L a variedad de
circunstancias interm edias que descubrim os dem uestra, en efecto,
qué fluctuante y llena de vicisitudes fue la lucha que durante siglos
tuvo lugar en este terren o . Sólo paulatinam ente avanzó hacia la vic­
toria el principio dem etríaco. E l sacrificio expiatorio fem enino se re ­
dujo en el curso del tiem po a una dim ensión cada vez más peque­
ña, a un servicio más liviano. L a gradación de los distintos niveles
m erece la m áxim a consideración. El ofrecim iento anual cede ante
el servicio individual, al hetairism o de las m atronas sigue el de las
doncellas, a la práctica d urante el m atrim onio sucede la anterior al
m ism o, a la entrega desordenada a todos, el abandono a ciertas per­

50
sonas. A estas limitaciones se asocia la consagración de hieró-
dulos especiales: así, limita la culpa de todo el sexo a una ca­
tegoría especial, y en este precio absuelve el m atronazgo de toda
obligación de entrega, siendo especialm ente significativo para la
m ejora de las circunstancias sociales. El ofrecim iento del cabello,
que en ejem plos aislados aparece como equivalente del esplendor
corporal, es la form a más leve de la entrega personal, pero en la
A ntigüedad fue puesto en relación de parentesco natural intrínseco
con la irregularidad de la generación hetáirica, especialm ente con
la vegetación palustre, su prototipo natural. Todas estas fases de de­
sarrollo no han dejado num erosas huellas sólo en el terreno del
mito, sino tam bién en el de la H istoria, y entre pueblos com pleta­
m ente distintos, e incluso reciben expresión lingüística en las deno­
minaciones de localidades, divinidades y familias. Su consideración
nos m uestra la lucha de los principios dem etríaco y hetáirico en toda
su realidad como hecho histórico y religioso, presta a un núm ero
im portante de m itos célebres una com prensibilidad de la que hasta
ahora no podían vanagloriarse, y finalm ente perm ite poner de m a­
nifiesto en todo su significado la tarea de la ginecocracia de com ­
pletar la educación de los pueblos m ediante la estricta observancia
del m andam iento dem etríaco y la oposición constante a toda vuelta
a la ley puram ente natural. P ara recordar un detalle especial, llamo
la atención sobre la relación de las concepciones expuestas con los
dichos de los antiguos sobre el significado de la dote de las donce­
llas. Ya hace m ucho tiem po, los rom anos repetían que la indotata
no valía más que la concubina, y qué poco com prendem os hoy es­
tos pensam ientos tan contradictorios con nuestras concepciones.
E ncuentran su auténtico punto de contacto histórico en un aspecto
de hetairism o cuya im portancia se destaca repetidam ente, por ejem ­
plo. en ten er que ganarse la vida m ediante su ejercicio. Lo que de­
bió dificultar especialm ente la victoria del principio dem etríaco fue
la autoconsecución de la dote unida a la conservación del punto de
vista com pletam ente natural; el hetairism o debía ser extirpado de
raíz para que así fuese necesaria la dotación de las doncellas por par­
te de sus familias. D e aquí aquel desprecio por la indotata y la pos­
terior am enaza de castigo legal para aquella unión m atrim onial sin
dote. Se ve que en la lucha entre las form as de vida dem etríaca y
hetáirica la ejecución de la dotación ocupa un lugar im portante, y
por lo tanto no puede sorprendernos la unión de la misma con las
más elevadas ideas religiosas de la ginecocracia, con la Eudaim o-
nía, después de la m uerte asegurada por los m isterios y con la atri­
bución de la obligación dotal a la ley de una conocida princesa,
como se pone de manifiesto en un m ito lesbio-egipcio muy curioso.
A hora se com prende desde un nuevo lado la profunda relación con
la idea dem etríaca de la ginecocracia que tiene el exclusivo derecho
hereditario de las hijas, los pensam ientos m orales que encuentran
en él su expresión, y finalm ente el influjo que debió ejercer en la
elevación m oral del pueblo, y en aquella sóphrosyné por la que los

51
licios fueron especialm ente alabados. El hijo, dicen los testimonios
antiguos, recibía del padre la lanza y la espada p ara ganarse la vida:
no necesitaba nada más. La hija, por el contrario, no heredaba, po­
seía sólo su cuerpo para conseguir los bienes que le aseguraran un
hom bre. Todavía hoy conservan esta concepción aquellas islas grie­
gas cuyos antiguos habitantes reconocieron la ley de la ginecocracia.
y tam bién escritores áticos encuentran al lado de la lenta formación
que su pueblo tom ó de la p aternidad, el destino natural de los bie­
nes m aternos para la dote de la hija, que la preserva de la degene­
ración. La verdad y la dignidad intrínsecas del pensam iento gine­
cocrático no se pone de relieve en ninguna expresión práctica de m a­
nera más bella que la que acabam os de señalar: en ninguna ha en­
contrado un apoyo más poderoso no sólo la posición social de la mu­
je r, sino su dignidad intrínseca y su pureza.
El conjunto de los fenóm enos hasta aquí tocados no nos deja
ninguna duda sobre la concepción fundam ental de la que proceden.
Al lado de la elevación dem etríaca de la m aternidad, se ofrece una
concepción más profunda, originaria, de la misma, la completa na­
turalidad, no som etida a ninguna lim itación, del puro telurismo en­
tregado a sí mismo. Reconocem os la oposición de la cultura agraria
y la iniussa ultrónea creado, com o se presenta ante los ojos del hom ­
bre en la vegetación salvaje de la M adre T ierra, y de forma más
pura en la vida palustre. A l m odelo de ésta última se asocia el he­
tairism o de la m ujer, y al de la prim era, la estricta ley matrimonial
de la ginecocracia. A m bos niveles vitales descansan sobre el mismo
principio básico: la hegem onía del cuerpo que concibe; su diferen­
cia está sólo en el grado de lealtad a la N aturaleza con el que con­
cibe la m aternidad. El nivel más profundo de lo m aterial se asocia
a la región inferior de la vida telúrica, y el superior, a la más alta
de la agricultura; aquélla ve la representación de su principio en las
plantas y animales de origen húm edo, a los que ofrece culto divino,
y ésta en la espiga y el trigo, al que eleva a símbolo sagrado de sus
m isterios m aternos. E n un gran núm ero de mitos y acciones cultua­
les se destaca significativam ente la diferencia entre ambos niveles
de la m aternidad, y por todas partes aparece su lucha a la vez como
hecho religioso e histórico, y el progreso del uno al otro se muestra
com o la elevación de toda la vida, como poderoso impulso hacia
una civilización posterior. E n E squeneo, el hom bre-junco, y en el
fruto dorado de A talanta, en la victoria de C arpo y Cálamo yace
la misma oposición y el mismo principio de desarrollo que se pone
de m anifiesto en el terreno de la vida hum ana m ediante el culto pa­
lustre de los oxidas, heredado p o r vía m aterna y que surge de la
m adre, y a través de su retroceso ante el culto eleusino superior.
Por todas p artes, la N aturaleza ha guiado el desarrollo, en cier­
to m odo lo ha sacado de su vientre, y p o r todas partes ha determ i­
nado el progreso histórico de aquél m ediante los niveles que ofre­
cen sus fenóm enos. El énfasis que el m ito coloca sobre la primera
aparición de la exclusividad m atrim onial, el brillo con el que rodea

52
el nom bre de C écrope p ara este hecho cultural, el cuidadoso real­
zam iento del concepto de hijo legítimo, como se realiza en los m i­
tos, en la p ru eb a del anillo de T eseo, en la prueba de H orus por su
padre, en la unión de la palabra eteós con el nom bre de individuos,
familias, divinidades y pueblos: todo esto, con el patrum ciere ro­
m ano, no procede de la tendencia frívola de la leyenda hacia la es­
peculación, ni de la poesía que ha perdido su punto de referencia;
es m ás bien el recu erd o , depositado en distintas form as, de un pun­
to de inflexión de la vida de los pueblos, que no puede faltar en la
historia hum ana. La total exclusividad de la m aternidad — que ape­
nas conoce un pad re, que perm ite aparecer a los hijos como poly-
pátores, spurii, spartoí, ilegítimos, o bien unilaterales, y al progeni­
tor com o Oydeís, Sertor, Sem o— , es tan histórica como la hegem o­
nía de la misma sobre la p aternidad, com o se representa en el D e­
recho m aterno dem etríaco; en efecto, la formación de este segundo
nivel fam iliar supone el prim ero, del mismo m odo que la m aterni­
dad supone la com pleta teo ría de la paternidad.
El desarrollo de nuestra raza no conoce saltos o progresos re ­
pentinos, sino p o r todas partes sucesivas caídas y una m ayoría de
niveles que llevan en sí en cierto m odo el anterior y el siguiente.
Todas las grandes M adres de la N aturaleza, en las que ha tom ado
nom bre y form a corpórea la potencia concibiente de la m ateria, reú­
nen en sí los dos grados de la m aternidad, el más profundo, pura­
m ente natu ral, y el superior, ordenado p o r el m atrim onio, y sólo
en el curso del desarrollo y bajo el influjo de las relaciones popu-
lar-individuales alcanza la preponderancia aquí uno y allí el otro.
E sto últim o se asocia firm em ente a la serie de pruebas para el ca­
rácter histórico de un nivel vital prem atrim onial. L a sucesiva puri­
ficación de la idea de divinidad m uestra una decidida m ejora de la
vida y sólo p u ede realizarse una unión con ésta, lo mismo que a
la inversa, to d a recaída en las circunstancias profundas más sensua­
les encu en tra su expresión correspondiente en el cam po de la reli­
gión. L o que las figuras divinas siem pre llevan en sí dom inó una
vez la vida, y p restó su fisonom ía a un período de la cultura hum a­
na. N o se pued e d e ja r de pensar en una contradicción; la religión
basada en la contem plación de la N aturaleza es necesariam ente la
verdad de la vida, y p o r lo tanto su contenido es la historia de nues­
tra raza. N inguna de mis concepciones básicas encontrará en el cur­
so de la investigación una confirm ación más radical y frecuente, y
ninguna a rro ja una luz más clara sobre la lucha del hetairism o con
la ginecocracia m atrim onial. A parecen enfrentados dos niveles vi­
tales, y cada uno de ellos descansa sobre una idea religiosa y se nu­
tre de concepciones cultuales. La H istoria de los locrios epicefirios
es m ás adecuada q u e la de cualquier otro pueblo p ara confirm ar en
toda su corrección histórica el ciclo de ideas que he expuesto hasta
aquí. E n ningún o tro se m uestra de form a tan curiosa la sucesiva
elevación victoriosa de la ginecocracia dem etríaca sobre el origina­
rio ius naturale afrodítico; en ninguno es tan evidente la dependen-

53
cía de todo el esplendor del E stado de la subordinación del hetai­
rism o, pero tam poco en ningún otro se dem uestra de form a tan ins­
tructiva el pod er im perecedero de las ideas religiosas más prim iti­
vas y su resurgim iento en épocas tardías. Se opone a nuestra m a­
n era de pensar actual ver que las circunstancias y testim onios que
nosotros asignamos al oscuro y secreto círculo de la vida fam iliar
ejercen un influjo tan considerable en la vida del E stado, en su flo­
recim iento y en su caída. T am bién se h a apreciado la no escasa aten ­
ción en la investigación del desarrollo interno de la antigua H um a­
nidad a aquel aspecto cuya consideración nos ocupa. Y sin em bar­
go, es justam ente p o r la conexión de la relación en tre los sexos y
del grado de su concepción pro fu n d a o elevada con la vida y el des­
tino de los pueblos p a ra lo que la siguiente investigación en tra en
relación inm ediata con las grandes preguntas d e la H istoria. E l pri­
m er gran encuentro del m undo asiático y el griego se representa
com o una lucha en tre el principio afrodítico-hetáirico y el heraico-
m atrim onial, la causa de la g uerra de T roya se reduce a la viola­
ción del tálam o, y continuando la mism a idea, la victoria com pleta
final de la Ju n o m atronal sobre la m adre de E n eas, A frodita, tras­
ladada a la época de la Segunda G u e rra P única, p o r lo tanto a aquel
período en el que la grandeza del pueblo rom ano está en su punto
álgido. N o se puede d ejar de v er la conexión de estos fenóm enos,
y ah o ra es totalm ente com prensible.
La H istoria ha asignado a O ccidente la tarea de llevar a la vic­
toria el superior principio dem etríaco vital m ediante la disposición
natural más pura y más casta de sus pueblos, y así liberar a la H u ­
m anidad de las cadenas del más profundo telurism o en el que la re­
tenía la virtud m ágica de la N aturaleza oriental. R om a debe a la
idea política del im perium con la que irrum pe en la H istoria del
m undo, que se pueda llevar a cabo este proceso de la antigua H u ­
m anidad. Lo mismo que los locrios epicefirios, perteneciente de ori­
gen al m atriarcado hetáirico de la A frodita asiática, en una relación -(-
con la lejana patria, incluso en la religión, más estrecha que el m un- ’-
do helénico com pletam ente em ancipado, p uesta en relación con las i
concepciones de la cultura etrusca com pletam ente m aternal p o r la
familia real de los T arquinios, y, en las épocas de apuro, advertida
p o r el oráculo de que le falta la m adre — que sólo A sia podía dar— ,
la ciudad, determ inada al vínculo con el antiguo m undo y con el
nuevo, nunca se enfrentaría victoriosam ente a la m aternidad m ate­
rial y su concepción asiático-natural sin la ayuda de su idea de so­
beran ía política, nunca se desataría com pletam ente del ius natura-
le, del que preserva solam ente el arm azón, y tam poco nunca po­
dría celebrar el triunfo sobre la seducción de E gipto que en la m uer­
te de la últim a C andace com pletam ente afrodítico-hetáirica y en la
contem plación p o r A ugusto de su cuerpo exánim e recibe su glori­
ficación y en cierto m odo su representación plástica.
E n la lucha del principio hetáirico con el dem etríaco, la difu­
sión de la religión dionisíaca produce un nuevo cam bio y un dañino

54
contratiem po en la civilización de la A ntigüedad. En la historia de
la ginecocracia, este suceso ocupa un lugar muy destacado. Dioni-
so aparece a la cabeza de los grandes luchadores contra el D ere­
cho m aterno, especialm ente contra el aum ento amazónico del mis­
mo. Enem igo irreconciliable de la degeneración antinatural en la
que había caído la existencia fem enina, asocia su reconciliación, su
benevolencia, al cum plim iento de la ley del m atrim onio, al regreso
al destino m aternal de la m ujer y al reconocim iento de la gloria so­
bresaliente de su propia naturaleza fálico-masculina. Según esta dis­
posición, la religión dionisíaca parece llevar en sí un fom ento de la
ley dem etríaca del m atrim onio, y adem ás ocupar uno de los prim e­
ros lugares entre las causas prom otoras de la victoriosa fundación
de la teo ría de la paternidad. Y en efecto, no se puede negar el sig­
nificado de am bas relaciones. Sin em bargo, el papel que nosotros
asignamos al culto báquico com o el más poderoso aliado de la ten ­
dencia hetáirica de la vida, y la m ención del mismo, está bien fun­
dado en esta relación y com pletam ente justificado m ediante
la historia de su influjo en la tendencia vital del m undo antiguo. La
misma religión que la ley del m atrim onio elevó a su punto central
ha prom ovido más que ninguna otra el regreso de la existencia fe­
m enina a la com pleta naturalidad del afroditism o; la misma que
prestaba al principio m asculino un desarrollo superior a la m ater­
nidad ha contribuido a la degradación del hom bre e incluso a su caí­
da bajo la m ujer. E n tre las causas que cooperan esencialmente a la
rápida y victoriosa difusión del nuevo dios, ocupan un lugar muy
significativo la exageración am azónica de la antigua ginecocracia y
el salvajism o de toda la existencia inseparable de ella. Cuanto más
estrictam ente actúa la ley de la m aternidad, tanto menos le es dado
a la m u jer m an ten er la grandeza antinatural de su tendencia vital
am azónica. E l dios, doblem ente seductor p o r la asociación del es­
plendor físico y m etafísico, debió encontrar en todas partes una aco-
(■ gida tan to más am istosa p ara arrastrar tan irresistiblem ente al sexo
V fem enino a su culto. E n un rápido cam bio, la ginecocracia estricta-
/ m ente am azónica pasó de la firm e oposición al nuevo dios a la en-
1 trega igualm ente firm e al mismo; las m ujeres guerreras, anterior­
m ente luchando con D ioniso, aparecen ahora como su irresistible
grupo de heroínas, y m uestran en la rápida sucesión de los extre­
mos cuánto le cuesta a la naturaleza fem enina en todas las épocas
m antenerse en un justo m edio. R egresan siem pre con el mismo ca­
rácter entre los distintos pueblos, y están en una contradicción tan
firme con el espíritu dionisíaco posterior dirigido sobre todo al pla­
cer pacífico y al em bellecim iento de la existencia que una ficción
sólo ah o ra activa es im posible.
El p o d er encantador con el que el señor fálico de la exuberante
vida d e la N aturaleza arrastra p o r nuevos caminos al m undo de las
m u je re s , se m anifiesta en fenóm enos que no sólo so b rep a ­
san las fronteras de nuestra experiencia, sino tam bién las de nues­
tra fantasía, pero que m anifestaría rem itir al terreno de la poesía

55
la insignificante intim idad con las oscuras profundidades de la na­
turaleza hum ana, con el poder de una religión que satisface pro­
porcionalm ente las necesidades físicas y m etafísicas, con la excita­
bilidad del m undo fem enino de sentim ientos tan indisolublem ente
unidos a lo terren o y lo ultraterreno. pero fundam entalm ente m a­
nifestaría un reconocim iento total de la subyugadora magia de la
abundancia de la N aturaleza m eridional. El culto dionisíaco ha con­
servado en todos los niveles de su desarrollo el mismo carácter con
el que entró en la H istoria. A través de su sensualidad y del signi­
ficado que otorga al m andam iento del am or sexual, intrínsecam en­
te unido a la condición fem enina, entra en relación preferentem en­
te con el sexo fem enino, le da a su vida una orientación com pleta­
m ente nueva, en él ha encontrado su más fiel partidario, su más de­
voto sirviente, y ha fundado en su entusiasm o todo su poder. Dio-
niso es, en todo el sentido de la palabra, un dios de las m ujeres,
la fuente de todas sus esperanzas terrenas y sobrenaturales, el eje
de su existencia, y p o r esto ellas reconocen prim ero su hegem onía,
se manifiesta a eílas. lo divulgan y lo conducen a la victoria. Una
religión que funda las máximas esperanzas en el cum plim iento del
m andam iento sexual y asocia la felicidad de la existencia ultraterre-
na con la satisfacción de la terren al, debe necesariam ente minar
cada vez más la rigurosidad y disciplina del m atronazgo dem etríaco
m ediante la tendencia erótica que comunica a la vida fem enina, y
finalm ente hacer regresar la existencia a aquel hetairism o afrodíti-
co que reconoce su m odelo en la total espontaneidad de la vida de
la N aturaleza. La H istoria apoya la exactitud de esta conclusión a
través del peso de sus testim onios. L a relación de D ioniso con D e­
m éter fúe relegada cada vez más a un segundo plano por la unión
con A frodita y otras M adres de la N aturaleza; los símbolos de la
m aternidad reguladora de los cereales, la espiga y el pan, ceden
ante el racim o báquico, el exuberante fruto del poderoso dios; le­
che, m iel y agua, los castos sacrificios de la época antigua, ceden
ante el vino que provoca el deseo sensual, el vértigo creciente, y la
región del más profundo telurism o, la creación palustre con todos
sus productos — tanto animales como vegetales— , obtiene en el cul­
to una preponderancia sobre la agricultura y sus dones. D e que la
form ación de la vida sigue com pletam ente el mismo cam ino, nos
convence ante todo el aspecto del m undo funerario, que se trans­
form a m ediante una conm ovedora oposición a la fuente de nuestro
conocim iento de la tendencia erótico-sensual de la vida fem enina
dionisíaca. D e nuevo reconocem os el profundo influjo de la reli­
gión en el desarrollo de la civilización total. El culto dionisíaco ha
traído a la A ntigüedad la más elevada form ación de una civiliza­
ción com pletam ente afrodítica, y le ha otorgado aquel esplendor
que oscureció el perfeccionam iento y todo el arte de la vida m oder­
na. H a solucionado todas las trabas, abolido las diferencias y, diri­
giendo el espíritu de los pueblos a la m ateria y el em bellecim iento
de la existencia corporal, reducido la vida a las leyes de la m ateria.

56
Este progreso de la representación de la existencia coincide con la
liquidación de la organización política y la decadencia de la vida es­
tatal. E n el lugar de una rica articulación se hace visible la ley de
la dem ocracia, de la m asa indiferenciada, y aquella libertad e igual­
dad que distinguía la vida estatal ante la civil-ordenada, y que p er­
tenecía al aspecto corporal-m aterial de la naturaleza hum ana. Los
antiguos son com pletam ente claros sobre esta relación, la ponen de
relieve en los dichos más firm es, y nos m uestran en datos históricos
significativos la em ancipación física y política como herm anas ge­
m elas necesaria y eternam ente unidas. La religión dionisíaca es al
m ism o tiem po la apoteosis del placer afrodítico y la de la fraterni­
dad general, y p o r lo tanto querida por las categorías serviles y fa­
vorecida especialm ente p o r los tiranos — los Pisistrátidas, Ptolo-
m eos, César— , en interés de su dom inación fundada sobre el de­
sarrollo dem ocrático. Todos estos fenóm enos surgen de la misma
fuente, son sólo aspectos distintos de ella, de lo que ya los antiguos
llam aban era dionisíaca. R esultado de una civilización esencialm en­
te fem enina, ponen de nuevo en m anos de la m ujer aquel cetro que
en el E stado de las aves de A ristófanes lleva Basileia, favorecen sus
esfuerzos de em ancipación, como representan en Lisístrata y La
A sam blea de las mujeres en circunstancias reales de la vida ático-
jo n ia, y fundan una ginecocracia nueva, la dionisíaca, que se hace
valer m enos en form as legales que en el poder silencioso de un afro-
ditism o que dom ina toda la existencia.
U na com paración de esta ginecocracia tardía con la originaria
es especialm ente adecuada p ara arro jar una luz más clara sobre la
singularidad de cada una. A quélla lleva el carácter dem etríaco de
una vida fundada en la costum bre y la estricta disciplina, y ésta des­
cansa esencialm ente sobre la ley afrodítica de la em ancipación car­
nal. A quélla aparece com o la fuente de las más altas virtudes y de
una existencia, si bien lim itada p o r un estrecho círculo de ideas,
bien ord en ad a y sólidam ente asentada, y ésta oculta bajo el esplen­
dor de una vida muy desarrollada m aterialm ente y espiritualm ente
móvil la decadencia de la fuerza y una corrupción de las costum ­
bres que ha prom ovido m ás que ninguna otra causa la decadencia
del m undo antiguo.
L a valentía de los hom bres va de la m ano con la antigua gine­
cocracia, pero la dionisíaca le p repara un debilitam iento y un envi­
lecim iento del que la propia m ujer al fin se aparta con desprecio.
No es un dato insignificante p ara la fuerza interna de la nacionali­
dad licia y élide que de en tre todos los pueblos originariam ente gi­
necocráticos estos dos pudiesen conservar intacta durante tanto
tiem po la pureza dem etríaca de su principio m aterno frente al in­
flujo disolvente de la religión dionisíaca. C uanto más estrecham en­
te la doctrina esotérica órfica, a pesar del alto desarrollo que presta
al principio fálico-m asculino, se asocia al antiguo predom inio mis­
térico de la m ujer, tan to más cerca está el riesgo de ruina. E ntre
los locrios epicefirios y los eolios de la isla de Lesbos podem os ob­

57
servar la transición y abarcar más claram ente sus consecuencias.
Pero en especial lo es el m undo asiático y africano, que dejó a su
ginecocracia hereditaria convertirse en parte de un com pleto d e­
sarrollo dionisíaco. La H istoria confirm a repetidam ente la observa­
ción de que las circunstancias más primitivas de los pueblos, de nue­
vo se abren paso hacia la superficie al final de su desarrollo. El
ciclo vital lleva lo final al principio. La siguiente investigación ha
efectuado la desagradable tarea, esta triste verdad, m ediante una
nueva serie de pueblos fuera de toda duda. Los fenóm enos en los
que se m anifiesta esta ley pertenecen especialm ente a los países
orientales, pero de ninguna m anera se limitan a ellos. Cuanto más
progresa la disolución interna del m undo antiguo, tanto más resuel­
tam ente se coloca de nuevo en prim er plano el principio m aterno-
m aterial, tanto más decididam ente su expresión afrodítico-hetáirica
se eleva sobre la dem etríaca. U na vez más vemos lograr prestigio
a aquel ius naturale que pertenece a la esfera más profunda de la
existencia telúrica, y después de que se haya puesto en duda la po­
sibilidad de su realidad histórica incluso para el nivel inferior del de­
sarrollo hum ano, justam en te éste mismo se introduce de nuevo en
la vida del últim o con una deificación consciente del aspecto ani­
mal de nuestra naturaleza; la doctrina esotérica lo eleva a punto cen­
tral y es alabado como ideal de toda perfección hum ana. Al mismo
tiem po se distinguen un gran núm ero de fenóm enos en los que los
rasgos más enigm áticos de la antigua tradición tienen paralelos com­
pletam ente análogos. Lo que nosotros, al comienzo de nuestra in­
vestigación encontram os con una envoltura mítica, se reviste al fi­
nal con la historicidad de una época muy reciente, y se m uestra,
p or m edio de esta conexión, como totalm ente legítimo: a pesar de
to d a la libertad del tratam iento, se efectúa el progreso del desarro­
llo hum ano.
H e destacado repetidam ente en la interpretación recién expues­
ta de los distintos niveles del principio m aterno y de su lucha, el au­
m ento amazónico de la ginecocracia. y, de este m odo, he señalado
el im portante papel que proporciona a este fenóm eno en la historia
de las relaciones entre los sexos. El am azonism o está, en efecto, en
la más estrecha relación con el hetairism o. A m bos curiosos aspec­
tos de la vida fem enina se necesitan y se explican recíprocam ente.
La m anera en que debem os im aginar su relación de cambio tiene
que ser indicada en contacto con las tradiciones conservadas. Clear-
co asocia al aspecto amazónico de O nfale la observación general de
que tal crecim iento del poder fem enino, dondequiera que se en ­
cuentre, siem pre supone un envilecim iento precedente de la m ujer,
y debe ser explicado p o r el necesario cambio de los extrem os. V a­
rios de los m itos más conocidos, los crím enes de las m ujeres lem­
nias y de las D anaides, e incluso el asesinato de C litem nestra. se
asocian p ara confirm arlo. P or todas partes aparece el ataque al D e­
recho de la m ujer, que provoca su resistencia y arm a su brazo, pri­
m ero p ara defenderse, y luego para vengarse sangrientam ente. Se-

58
jgún esta ley, fundada en la estructura de la naturaleza hum ana, y
especialm ente fem enina, el hetairism o debe conducir necesariam en­
te al am azonism o. Envilecida p o r el abuso del hom bre, la m ujer
siente prim ero el anheló de una posición más segura y una existen­
cia m ás pura. E l sentim iento de la afrenta sufrida, el furor de la d e­
sesperación, la llevan a la resistencia arm ada y la elevan a aquella
grandeza guerrera que, m ientras parece traspasar las fronteras de
la fem inidad, arraiga solam ente en la necesidad de elevación. D e
esta interpretación resultan dos conclusiones, y am bas tienen el res­
paldo de la H istoria. E l am azonism o se representa com o un fenó­
m eno com pletam ente general. No arraiga en las condiciones físicas
o históricas de una determ inada tribu, sino más bien en circunstan­
cias y aspectos de la existencia hum ana. C om parte con el hetairis­
mo un carácter de universalidad. La misma causa provoca el mis­
mo efecto en todas partes. A spectos am azónicos están entretejidos
en los orígenes de todos los pueblos. Se pueden seguir desde el in­
terio r de A sia hasta O ccidente, desde el N orte escítico hasta Africa
occidental; al otro lado del O céano no son m enos num erosos, m e­
nos seguros, y fueron observados en épocas m uy cercanas al séqui­
to de sangrientas venganzas contra el sexo masculino. La legitim i­
dad de la naturaleza hum ana asegura a los niveles m ás prim itivos
de desarrollo un carácter típico-general. U n segundo hecho se aso­
cia al prim ero. El am azonism o, a pesar de su salvaje degeneración,
señala una m ejora esencial de la civilización hum ana. D egenera­
ción y recaída en m edio de niveles culturales más tardíos son, en
su prim era form ación, progreso de la vida hacia una fonnación más
pura, y un pun to de inflexión no sólo necesario, sino tam bién de
benéficas consecuencias, del desarrollo hum ano. E n él el sentim ien­
to del superior D erecho del m atriarcado se opone a las reivindica­
ciones sensuales de la fuerza física, en él está el prim er germ en de
aquella ginecocracia que basa la civilización estatal de los pueblos
en el pod er de la m ujer. Ju stam ente para esto la H istoria suminis­
tra las confirm aciones m ás instructivas.
T am poco se puede desm entir que la ginecocracia ordenada vuel­
ve a deg en erar progresivam ente en el rigor y las costum bres am a­
zónicas, y entonces p o r regla general la relación es inversa, la
form ación am azónica de la vida es un fenóm eno an terior a la gine­
cocracia m atrim onial, e incluso preparación de esta últim a. E ncon­
tram os esta relación en el m ito licio, que nos representa a Belero-
fonte a la vez com o vencedor de las A m azonas y como fundador
del D erecho m aterno, y p o r am bas cosas com o punto de partida de
toda la civilización del país. F ren te al hetairism o, no se puede ne­
gar el significado del am azonism o para la m ejora de la existencia
fem enina, y de este m odo, de la hum ana. E n el culto se m uestra la
m isma gradación. E l am azonism o com parte con la ginecocracia ma­
trim onial la conexión intrínseca con la luna, en cuya preferencia
ante el sol se reconoce el prototipo de la grandeza fem enina, y así
el am azonism o presta a los astros nocturnos una naturaleza más

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som bría y severa que la ginecocracia dem etríaca. Esta pasa por ser
la imagen de la unión m atrim onial, como la más elevada expresión
cósmica de aquella exclusividad que dom ina la unión del sol y la
luna; la A m azona, por el contrario, es en su aspecto nocturno-so­
litario la severa doncella, en su huida del sol, la enem iga de la
unión d uradera, la horrible G orgo m ortal, cuyo nom bre se convier­
te en un título amazónico. No se puede negar la mayor antigüedad
de esta concepción más profunda ante aquélla más pura, y así tam ­
bién se asegura la posición histórica asignada al amazonismo. E n to­
das las tradiciones destaca claram ente la relación interna de ambos
aspectos, el culto y la form a de vida; la curiosa analogía de la reli­
gión y de la vida m uestra de nuevo todo su significado. Aquellas
grandes expediciones de conquista em prendidas por grupos de ji­
netes fem eninos, cuyo fundam ento histórico no se conmueve por la
posibilidad de m últiples detalles infundados, se presentan ahora
bajo una nueva óptica. A parecen preferentem ente como propaga­
ción guerrera de un sistema religioso, reducen la seducción fem e­
nina a su fuente más poderosa, el poder unido de las ideas cultua­
les y de la esperanza, para afianzar la propia hegem onía con la de
la diosa, y nos m uestran el significado cultural del amazonismo en
su aspecto más poderoso. La suerte del E stado que procede de las
conquistas fem eninas es especialm ente adecuada para confirm ar la
corrección de nuestra interpretación, y para dar cohesión interna a
la historia del m undo ginecocrático. Las tradiciones míticas e his­
tóricas aparecen estrecham ente unidas, se com plem entan y se con­
firm an. y perm iten reconocer una serie de situaciones que se supo­
nen entre ellas. De la guerra y las em presas guerreras, los victorio­
sos grupos de heroínas pasan a colonias perm anentes, a la construc­
ción de ciudades y a la agricultura. D e las orillas del Nilo a las cos­
tas del Ponto, de Asia central hasta Italia, se entretejen en las his­
torias de fundaciones de ciudades famosas nom bres y hechos ama­
zónicos. Si la ley del desarrollo hum ano trae consigo necesariam en­
te este paso de la vida nóm ada al establecim iento dom éstico, en­
tonces corresponde en un grado especial a la disposición de la na­
turaleza fem enina, y allí donde ésta hace valer su influencia se pro­
duce con doble velocidad.
La observación de pueblos actuales ha dejado fuera de duda el
hecho de que la sociedad hum ana se m ueve p o r el esfuerzo de las
m ujeres por la agricultura, que el hom bre rechazó por m ucho tiem ­
po. Las num erosas tradiciones de la A ntigüedad en las que m uje­
res finalizaban la vida nóm ada quem ando un barco, daban nom bre
a ciudades o, como en R om a o Elide se ponían en estrecha rela­
ción con la división originaria del país, tienen el derecho, por la
idea de la que surgen, de ser consideradas como reconocim iento del
mismo hecho histórico. E n la fijación de la vida el sexo femenino
culmina su destino natural. D e la fundación y m ejora de los hoga­
res depende la m ejora de la existencia y toda civilización. Es un pro­
greso com pletam ente consecuente del mismo desarrollo si la ten­

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dencia a la form ación pacífica de la vida se hace valer más firm e­
m ente y el cultivo de la habilidad guerrera, que inicialm ente es el
único cuidado, pasa a un segundo plano. A unque el ejercicio de las
arm as nunca fue extraño a la m ujer en los Estados ginecocráticos,
aunque debía parecer indispensable p ara la protección de su poder
a la cabeza de pueblos guerreros, aunque tam bién la especial pre­
ferencia p o r el caballo y su adorno es perceptible incluso en época
tardía en rasgos significativos e incluso cultuales, encontram os la es­
trategia ya com o tarea exclusiva de los hom bres, ya al m enos com­
partida con ellos. A quí, las tropas m asculinas aparecen en el sé­
quito de las bandas de jinetes fem eninos, y allí, com o m uestra el
fenóm eno de los Hiera misios, en la jerarquía inversa. M ientras que
la tendencia vital originalm ente predom inante retrocede cada vez
más, la hegem onía fem enina perm anece todavía m ucho tiem po in­
m utable en el interior del E stado y en el círculo de la familia. Pero
tam bién aquí no puede faltar una limitación progresiva de la mis­
ma. R etrocediendo de nivel en nivel, la ginecocracia se concentra
en un círculo cada vez más estrecho. E n el progreso de este desa-
rollo se m uestra una gran variedad. Es ya la hegem onía estatal la
que prim ero se hunde, ya, a la inversa, la dom éstica. E n Licia sólo
se encuentra la últim a, de la prim era no nos ha llegado ninguna no­
ticia, aunque sabem os que tam bién la hegem onía se hereda según
el D erecho m aterno. P or el contrario, en otras partes se conserva
la realeza fem enina, sea exclusivam ente, sea al lado de la de los
hom bres, m ientras que el D erecho m aterno deja de dom inar la fa­
milia. M ás tard e resisten al espíritu de la época aquellas partes del
antiguo sistem a que están indisolublem ente unidas con la religión.
La más alta sanción, que descansa en todo lo cultual, la protege de
la decadencia. P ero tam bién han concurrido otras causas. Si para
los licios y epicefirios hace valer su influjo el aislam iento de su si­
tuación geográfica, y para Egipto y A frica el de la naturaleza del
país, entonces encontram os en otras partes la realeza fem enina p ro ­
tegida p o r su p ropia debilidad o apoyada por form as artísticas, como
se señala en la reducción del correo al ejercicio de las regentes asiá­
ticas, aisladas en el interior del palacio. A l lado de estos restos ais­
lados y fragm entos de un sistem a originario muy extenso, obtienen
un gran interés las noticias de escritores chinos sobre el Estado fe­
m enino centro-asiático, que supo m antener inm utable hasta el siglo
V III de nuestra E ra tanto la ginecocracia estatal com o la civil. Coin­
ciden com pletam ente en todos los rasgos característicos con los in­
form es de los antiguos sobre la disposición interna del Estado am a­
zónico, y en los elogios de la E unom ía y de la tendencia pacífica
de toda la vida popular con el resultado de mi propia interp reta­
ción. No la destrucción violenta, que pronto destruyó la m ayoría
de las fundaciones amazónicas y tam poco respetó las colonias ita­
lianas de los clitios, sino el influjo silencioso que ejercieron el tiem ­
po y el contacto con los poderosos reinos vecinos, ha privado al
m undo m oderno de la visión de una situación social que para la H u ­

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m anidad europea pertenece a los recuerdos más antiguos y oscuros
de su historia, y todavía hoy se describe como un fragm ento olvi­
dado de la H istoria del m undo.
El único m odo de arro jar luz sobre un cam po de la investiga­
ción que, como el p recedente, se parezca a un enorm e campo de
ruinas, es el uso de noticias muy alejadas en el espacio y en el tiem ­
po. Solam ente m ediante la consideración de todas las indicaciones
se puede lograr ordenar convenientem ente lo transm itido de forma
fragm entaria. Las distintas form as y expresiones del principio ma­
terno entre los pueblos del m undo antiguo se nos aparecen como
muchos niveles de un gran proceso histórico que, com enzando en
los tiem pos prim itivos, se puede seguir en períodos tardíos, y toda­
vía hoy está incrustado en el desarrollo de los pueblos del mundo
africano. P artiendo del m atriarcado dem etríaco-ordenado, hemos
avanzado en el conocim iento de los aspectos hetáiricos y amazóni­
cos de la prim itiva vida de las m ujeres. Según la consideración de
este nivel profundo de la existencia, nos es posible ahora conocer
tam bién el superior en su auténtico significado, y asignar a la vic­
toria del patriarcado sobre la ginecocracia su lugar correcto en el
desarrollo de la H um anidad.
El progreso de la concepción m aterna del hom bre a la paterna,
form a el más im portante p unto de inflexión en la historia de la re­
lación en tre los sexos. E l nivel vital dem etríaco com parte con el
afrodítico-hetáirico el principio de la m aternidad que concibe, que
sólo diferencia am bas form as de la existencia m ediante la m ayor o
m enor pureza de su concepción; p o r el contrario, en el paso hacia
el sistem a patriarcal radica un cam bio del propio principio, un ven­
cim iento com pleto del p unto de vista prim itivo. U na concepción to­
talm ente nueva se abre cam ino. La relación m adre-hijo descansa so­
bre una conexión m aterial, es la verdad de la N aturaleza, recono­
cible y etern a, de la percepción física; p o r contra, la paternidad en-
gendradora lleva en todas sus partes un carácter opuesto. E n nin­
guna relación m anifiesta con el hijo, tam poco en las relaciones m a­
trim oniales se puede depositar la naturaleza de una m era ficción.
El hijo, únicam ente p erteneciente a la m adre p o r m ediación, apa­
rece siem pre com o la potencia más lejana. A l mismo tiem po lleva
en su ser, com o causalidad despertada, un carácter inm aterial, fren­
te al cual la m adre nutricia se rep resen ta com o hylé, como chóra
kai dexam éné genéseós, com o tithéné.
T odas estas cualidades del patriarcado llevan a una conclusión:
en el realzam iento de la p aternidad está el abandono del espíritu
de los fenóm enos de la N aturaleza, en su victoriosa ejecución, una
elevación de la existencia hum ana p o r encim a de la ley de la vida
m aterial. El principio de la m aternidad es com ún a todas las esfe­
ras de la creación telúrica, y así el hom bre, m ediante la preponde­
rancia que le concede a la potencia en g endradora, sale de aquella
unión y se da cuenta de su elevada tarea. Sobre la existencia cor­
poral se alza la espiritual, y la conexión con los círculos más pro­

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fundos de la creación se limita ahora a aquélla. La m aternidad per­
tenece al lado corporal del hom bre, y sólo éste retiene de aquí en
adelante la conexión con los dem ás seres: el principio paterno-es-
piritual le pertenece por sí solo. En éste rom pe las ataduras del te­
lurismo y alza la vista hacia las regiones superiores del Cosmos. La
paternidad victoriosa se asocia decididam ente a la luz celestial, lo
mismo que la m aternidad a la Tierra pangeneradora. para señalar
la ejecución general del D erecho de la paternidad representada
como hecho de los héroes uránicos, y por otra parte, indicar la de­
fensa y conservación del D erecho m aterno como prim er deber de
las Diosas M adres ctónicas. En los m atricidios de O restes y AIc-
m eón. el mito concibe de esta form a la lucha del antiguo y el nue­
vo principio, y relaciona estrecham ente el gran punto de inflexión
de la vida con una elevación de la religión. Tam bién en estas tra ­
diciones tenem os que reconocer el recuerdo de im portantes acon­
tecim ientos de la raza hum ana. El carácter histórico del m atriarca­
do no puede ser puesto en duda, y tam poco los sucesos que acom ­
pañan su caída son ya tom ados como una ficción poética. En las
suertes de O restes reconocem os la im agen de las conmociones y lu­
chas de las que resulta la elevación de la paternidad sobre el prin­
cipio m aterno-ctónico. ¿Q ué influjo podem os conceder a la poe­
sía?: la oposición y la lucha de am bos, como las presentan Esquilo
y Eurípides, tiene veracidad histórica. El punto de vista del antiguo
D erecho es el de la E rinnia, según la cual Orestes es culpable y la
sangre de la m adre no tiene expiación posible; A polo y A tenea, por
el contrario, hacen triunfar una nueva ley, que los propios dioses
representan. U na era se hunde, otra nueva se eleva sobre sus rui­
nas, la apolínea. Se prepara una nueva civilización, com pletam ente
opuesta a la antigua. A la divinidad de la m adre sigue la del padre,
al principio de la noche, el del día. a la preferencia por el lado iz­
quierdo. la del derecho, y sólo por la oposición se destaca en toda
su agudeza la diferencia de ambos niveles vitales. La cultura pelas­
ga obtiene la fisonom ía que la diferencia del significado preponde­
ran te de la m atern id ad ; p o r el c o n trario , el helenismo está
estrecham ente unido con la distinción de la paternidad. Allí liga­
zón m aterial, aquí desarrollo espiritual; allí legitimidad instintiva,
aquí individualism o; allí devoción a la N aturaleza, aquí elevación
sobre la misma, ruptura de las antiguas barreras de la existencia, la
aspiración y el sufrim iento de la vida prom eteica en lugar de la paz
persistente, del gozo pacífico y la eterna m inoría de edad del cuer­
po que envejece. Libre don de la m adre es la esperanza de los mis­
terios dem etríacos, que se reconocen en el destino del trigo: el he­
leno, po r el contrario, quiere ganarse todo, incluso lo más alto. En
la lucha se da cuenta de su naturaleza p aterna, luchando se eleva
sobre la m aternidad, a la que antes pertenecía com pletam ente, lu­
chando se alza hasta la propia divinidad. Para él. la fuente de la in­
m ortalidad ya no está en la m ujer que concibe, sino en el principio
m asculino-creador; reviste a éste con la divinidad que el m undo pri­

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mitivo sólo concedía a aquél. No se puede negar al pueblo ático la
gloria de haber dado a la naturaleza de la paternidad de Zeus el de­
sarrollo más puro. A tenas descansa tam bién sobre la nacionalidad
pelasga. y así en el curso de su desarrollo ha subordinado comple­
tam ente el principio dem etríaco al apolíneo. Teseo es venerado
com o un segundo H eracles misógino, en A tenas se coloca a la pa­
ternidad sin m adre en el lugar de la m aternidad sin padre, y en la
legislación de la paternidad asegura aquella inviolabilidad que el an­
tiguo D erecho de la Erinnia sólo concedía a la m aternidad. Favo­
rable a lo masculino, caritativa con todos los héroes del D erecho
solar patriarcal, se dice de la diosa doncella en la que el amazonis­
mo guerrero de la época antigua se repite con una concepción es­
piritual: hostil, por el contrario, y funesta es su ciudad para todas
aquellas m ujeres que defendiendo el D erecho de su sexo y buscan­
do ayuda am arran su barco en la costa del Atica.
La oposición entre el principio apolíneo y el dem etríaco se mues­
tra aquí en su más clara ejecución. La misma ciudad en cuya pre­
historia se distinguen claram ente huellas de situaciones ginecocrá-
ticas ha proporcionado al patriarcado su desarrollo más puro, y
en una exageración unilateral de la tendencia, condena a la mujer
a una subordinación, que sorprende especialm ente por su oposición
al fundam ento de la devoción eleusina. La A ntigüedad hace así es­
pecialm ente instructivo que haya finalizado su desarrollo casi en to­
dos los campos de la vida y prestado a aquel principio su compleja
ejecución. Fragm entario y desunido en la tradición, es sin embargo
un todo en esta im portante relación. Su investigación concede así
una ventaja que no puede ofrecer ninguna otra época. Asegura a
nuestro saber su conclusión. La com paración del comienzo y del
punto final se convierte en la fuente de la explicación más clara so­
bre la naturaleza de am bos. Solam ente a través de la oposición al­
canzan su com prensión las cualidades de cada nivel. No es tam po­
co una dilatación inconveniente, sino más bien una parte necesaria
de mi tarea, dedicar una observación a fondo a la formación de la
paternidad y el cambio de la existencia asociado a ella. El cambio
del punto de vista patri y m atriarcal se sigue especialm ente en dos
cam pos, el del aum ento de la familia m ediante la adopción y el de
la m ántica. La aceptación del niño, im pensable bajo la hegemonía
de las circunstancias puram ente hetáiricas, debe adoptar una forma
totalm ente distinta cerca del principio dem etríaco que junto a la
idea apolínea. Guiado allí por las leyes fundam entales del nacimien­
to m aterno, no se puede alejar de la verdad de la N aturaleza; aquí,
por el contrario, producida p o r el significado ficticio de la paterni­
dad , se eleva a la suposición de una generación puram ente espiri­
tual, se realiza una paternidad sin m adre, despojada de toda m ate­
rialidad, y la idea de sucesión en la línea ju sta que le falta a la m a­
ternidad, que lleva la inm ortalidad fam iliar apolínea a la culmina­
ción. Para la m ántica se puede dem ostrar el mismo principio de de­
sarrollo especialm ente en la form ación de la profecía jamídica. Ma-

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tem o-telúrica en su nivel m elam pódico inferior, se convierte al su­
perior apolíneo totalm ente paternal, y se une en la idea de la línea
paternal, a la que ahora distingue, con la espiritualización más ele­
vada de la adopción, a la que pertenece la misma imagen. Su con­
sideración es doblem ente instructiva porque nos pone en relación
con A rcadia y E lide, dos sedes de la ginecocracia, y así ofrece la
oportunidad de considerar el paralelism o del desarrollo del D ere­
cho fam iliar y de la m ántica y, en sum a, de la religión. La legitimi­
dad en la form ación del espíritu hum ano obtiene un alto grado de
garantía objetiva por la asociación de estos distintos campos de la
vida. P or todas partes la misma elevación de la tierra al cielo, de
la m ateria a la inm aterialidad, de la m adre al padre, por todas par­
tes aquel principio órfico que adopta una purificación sucesiva de
la vida en la tendencia de abajo arriba, y en ello da a conocer es­
pecialm ente su principal oposición a las enseñanzas cristianas y
a su dicho: oy gár estin anér ek gynaikós, allá gyné ex andrós.
La segunda tendencia principal de mi investigación, que he ca­
lificado como histórica y en la que m e refiero a la lucha del m a­
triarcado con niveles vitales más elevados y más profundos, encuen­
tra su fundam ento más profundo en la consideración de la conexión
interna que une el progreso paulatino del desarrollo espiritual del
hom bre con una gradación de aspectos superiores.del Cosmos. La
oposición absoluta entre nuestra forma de pensar actual y la de
la A ntigüedad en ninguna parte destaca tan sorprendentem ente
como en el cam po en que ahora entram os. La subordinación de lo
espiritual bajo la ley física, la dependencia del desarrollo hum ano
de las potencias cósmicas parece tan extraño que uno se siente te n ­
tado de rem itirla al reino de los sueños filosóficos, o de represen­
tarla «como historia de una fiebre y de la m ayor tontería». Y sin
em bargo no es un extravío de una antigua o nueva especulación,
ningún paralelo sin fondo, en sum a, ninguna teoría, sino más bien,
si me puedo expresar así, verdad objetiva, em piria y especulación
a la vez, una filosofía m anifestada en el desarrollo histórico del m un­
do antiguo. Todos los aspectos de la vida antigua están penetrados
por ella, destaca como pensam iento dom inante en todos los niveles
del desarrollo religioso, y está en la base de toda elevación del D e­
recho fam iliar. Produce y dom ina todo, y es la única llave para la
com prensión de un gran núm ero de mitos y símbolos todavía no ex­
plicados. Y a nuestra interpretación precedente pone los medios
para acercarse al punto de vista antiguo. M ientras prueba la depen­
dencia de los niveles aislados del D erecho fam iliar de muchas ideas
religiosas distintas, lleva a la conclusión de que la misma relación
de subordinación en que la religión está respecto de los aspectos de
la N aturaleza, debe dom inar tam bién la situación de la familia. La
consideración de la A ntigüedad trae con cada paso nuevas confir­
maciones de esta verdad. Todos los niveles de la vida familiar des­
de el hetairism o afrodítico hasta la pureza apolínea de la paterni­
dad tienen su prototipo correspondiente en los niveles de la vida na­

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tural desde la vegetación palustre salvaje, el prototipo de la m ater­
nidad no conyugal, hasta la ley arm ónica del m undo uránico y la
luz celeste, que corresponde com o fla m m a non urens a la espiritua­
lidad de la paternidad autorrejuvenecedora. T an enteram ente legí­
tim a es la relación que se puede deducir de la predom inancia de
uno o de o tro de los grandes cuerpos cósmicos en el culto la for­
m ación de las relaciones en tre los sexos en la vida, y concebir en
una de las sedes m ás significativas del culto lunar la denom inación
m asculina o fem enina de los astros nocturnos como expresión de la
hegem onía del hom bre o de la m ujer. D e los tres grandes cuerpos
cósmicos —T ierra, luna y sol— , el prim ero aparece como portador
de la m aternidad, m ientras que el últim o dirige el desarrollo del
principio p atern o ; el nivel religioso más profundo, el puro teluris­
m o, reclam a el principio del seno m atern o , traslada la sede de la
m asculinidad a las aguas telúricas, y a la fuerza del viento, que, p er­
teneciente a la atm ósfera terrestre, desem peña un papel predom i­
nan te en el sistem a ctónico, y finalm ente subordina la potencia mas­
culina a la fem enina, el O céano al grem ium matris terrae. Con la
T ierra se identifica la noche, que se concibe como ctónica y m ater­
nal, se pone en una especial relación con la m u jer y es equiparada
con el cetro m ás antiguo. F ren te a ella, el sol alza la vista hacia la
consideración de la m agnificencia del pod er masculino. El astro
diurno lleva a la victoria la idea de la paternidad. E n un triple nivel
se com pleta el desarrollo, y dos de ellos se asocian de nuevo ju sta­
m ente a la visión de la N aturaleza, m ientras que el tercero intenta
sobrepasarla. La religión antigua asocia a la salida del sol la idea
de victoria sobre la oscuridad m atern a, como destaca repetidam en­
te en los m isterios com o fundam ento de las esperanzas en el más
allá. P ero en este nivel m atinal el brillante sol todavía está dom i­
nado p o r la m adre; el día es calificado com o héméré nykteriné, y
com o hijo sin p adre de M ater M atuta, esta gran Ilitia, y relaciona­
do estrecham ente con las cualidades características del m atriarca­
do. L a liberación com pleta de los lazos m aternos sólo aparece cuan­
do el sol lleva su fuerza lum inosa al máxim o desarrollo. E n el cénit
de su p o d er, a la misma distancia de la h o ra del nacim iento y la de
la m u erte, es la paternidad victoriosa, a cuyo esplendor la m adre
se subordina, lo mismo que se enfren ta de form a dom inante a la
m asculinidad poseidónica. E sta es la ejecución dionisíaca del pa­
triarcado, el nivel de aquel dios que fue considerado a la vez el po­
der del sol desarrollado hasta el m áximo y el fundador de la pater­
nidad. A m bas m anifestaciones de su naturaleza m uestran la corres­
pondencia m ás exacta. Fálico-engendradora, com o el sol en su po­
der m asculino más exuberante, es la p aternidad dionisíaca; lo mis­
m o q u e el Sol, el padre en su concepción dionisíaca siem pre busca
a la m ateria que concibe p ara d esp ertar en ella la vida. C om pleta­
m ente distinto y m ucho más puro se representa el tercer nivel del
desarrollo solar, el apolíneo. D esde el sol considerado como fálico,
siem pre entre la salida y el ocaso, ser y perecer, se eleva a fuente

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inm utable de la luz en el reino de la existencia solar y deja tras de
sí toda idea de generación y fecundación, todo deseo de unión con
la m ateria. D ioniso ha elevado la paternidad sobre la m adre, y así
A polo se libera de toda unión con la m ujer. Sin m adre, su p ater­
nidad es espiritual, y por lo tanto inm ortal, como se m uestra en la
adopción, de la noche m ortal, a la que D ioniso, como ser fálico, no
se som ete. A sí aparece la relación de ambas potencias de la luz. y
de am bas en sus paternidades fundadas, en la lo de Eurípides, que.
asociándose a la idea délfica, alcanza un significado para el tem a
de nuestra investigación incluso m ayor que la novela de H eliodoro.
E n tre am bos extrem os, la T ierra y el sol, la luna ocupa aquella po­
sición interm edia que los antiguos designaban como región fronte­
riza en tre dos m undos. E l cuerpo más puro de los telúricos y el más
im puro de los uránicos, es la imagen de la m aternidad elevada a la
máxim a pureza por el principio dem etríaco, y se opone como tierra
celeste a la ctónica, lo mismo que la m ujer dem etríaca a la hetáiri-
ca. C oincidiendo con esto aparece el m atriarcado m atrim onial aso­
ciado sin excepción a la preferencia cultual de la luna ante el sol;
coincide tam bién la elevada idea sacral de los misterios dem etría-
cos que sirven com o base a la ginecocracia, como don de la luna.
L una es a la vez m adre y fuente de la doctrina, como la encontra­
mos tam bién en los m isterios dionisíacos, pero en am bos casos es
prototipo de la m ujer ginecocrática. Sería inútil continuar persi­
guiendo las ideas de los antiguos sobre este punto; mi investigación
m ostrará qué indispensables son para la com paración de miles de
detalles. P or ahora es suficiente la idea básica. La dependencia de
los distintos niveles de la relación entre los sexos de los fenóm enos
cósmicos no es un paralelo librem ente construido, sino un fenóm e­
no histórico, una idea de la H istoria del m undo. ¿D ebe el hom bre,
el m ayor fenóm eno del Cosm os, sustraerse a sus leyes? Reducido
a la gradación de los grandes cuerpos cósmicos, que ocupan uno de­
trás de otro el prim er lugar en el culto y los pensam ientos de los
antiguos pueblos, el desarrollo del D erecho fam iliar consigue el m a­
yor grado de necesidad intrínseca y de legitimidad; los fenómenos
pasajeros de la H istoria se m uestran com o expresión de la idea de
creación divina que la religión tom a como fundam ento.
Las consideraciones expuestas nos capacitan para apreciar
correctam ente la historia de la relación entre los sexos en sus m e­
nores aspectos. D espués de que nosotros hayam os expuesto todas
las partes del desarrollo desde el telurism o desordenado hasta la
más pu ra form ación del D erecho lum inoso y analizado por turno
su aspecto histórico, religioso y cósmico, todavía queda una pre­
gunta sin cuya respuesta no agotaría el tem a el trabajo que sigue:
¿cuál es la form a definitiva que la A ntigüedad pudo dar a este cam ­
po de la vida? E l patriarcado parece que puede esperar su cumpli­
m iento y su afirm ación de dos potencias, el A polo délfico y el
principio estatal rom ano del im perium masculino. La H istoria nos
enseña que la H um anidad tiene m enos que agradecer al prim ero
que al segundo. La idea política de R om a pued e llevar en sí un gra­
do de espiritualidad inferior a la délfico-apolínea, pero así posee en
su form a jurídica y su relación con la vida pública y privada un apo­
yo que le falta al poder p uram ente espiritual del dios. M ientras pudo
resistir victoriosam ente todos los ataques y se dejase vencer ta n po­
co p o r la decadencia de la vida com o p o r el progreso cada vez más
decidido hacia las concepciones m ateriales, no le e ra dado a éstas
sostener la lucha que las concepciones profundas le p reparaban con
una firmeza cada vez m ayor. V em os a la paternidad caer desde su
pureza apolínea a la m aterialidad dionisíaca, y así proporcionar una
nueva victoria al principio fem enino, un nuevo futuro a los cultos
m aternos. La alianza interna que am bas potencias luminosas con­
cluyen en D elfos parece adecuada p ara elevar sobre sí misma la exu­
berancia fálica de D ionisio m ediante la paz inm utable de A polo que
limpia y purifica; pero así la consecuencia fue justam ente la opues­
ta, el superior atractivo sensual del dios engendrador dom inó la be­
lleza más espiritual de su com pañero y se apoderó cada vez más ex­
clusivam ente del poder que correspondía a éste. E n lugar de la era
apolínea, se abrió el cam ino dionisíaco, y a nadie cedió Z eus el ce­
tro de su p oder com o a D ioniso, que supo subordinase todos los
restantes cultos y finalm ente apareció com o eje de una religión uni­
versal que dom ina la totalidad del m undo antiguo. E n N onno, A p o ­
lo y D ioniso se disputan ante la asam blea de los dioses el prem io;
seguro del triunfo, aquél levantó la m irada, cuando su oponente
ofrecía el vino p a ra el placer, y ruborizado, A polo volvió los ojos
a la tierra, puesto que él no tenía un don sem ejante que ofrecer.
E n esta im agen yace la sublim idad y, a la vez, la debilidad de la na­
turaleza apolínea, el secreto de la victoria lograda por D ioniso.
E l encuentro del m undo griego y el oriental que trajo consigo
A lejandro alcanza especial im portancia en esta relación. V em os m e­
dirse en com bate a los dos grandes contrastes de la vida, pero fi­
nalm ente en cierto m odo reconciliados por el culto dionisíaco. E n
ninguna p arte D ioniso encontró más devoción, un culto m ás pu­
jan te que en la dinastía de los Ptolom eos, que en él reconoció un
m edio de facilitar la asimilación de lo indígena y lo extraño. E l si­
guiente trabajo dedicará especial atención a esta lucha tan univer­
sal — hasta tal punto se reconoce en la form ación de las relaciones
en tre los sexos— , y seguirá las múltiples huellas aisladas de la per­
sistente oposición que el principio indígena de Isis ofrece a la teo ­
ría griega de la paternidad. D os tradiciones atraen la atención en
un grado especial, una m ítica y o tra histórica. E n el relato de la ju s­
ta de sabiduría de A lejandro con la india-m eroítica C andace, la H u ­
m anidad abandonó su concepción de la relación del principio m as­
culino-espiritual, que parece encontrar su encarnación m ás bella en
A lejan d ro , al predom inio m aterno del m undo egipcio-asiático, ofre­
ció su hom enaje a la superior divinidad de la paternidad, pero a la
vez dio a en ten d er que al heroico joven que pasa por el escenario
ante la asom brada m irada de dos m undos, no le sale bien sujetar

68
durante m ucho tiem po el D erecho de la m ujer, al que se le vio n e­
cesariam ente m anifestar el máximo reconocim iento, al del hom bre.
La segunda estrecha relación histórica nos lleva a la época de los
prim eros Ptolom eos, y es altam ente instructiva m ediante las circuns­
tancias particulares que nos comunica sobre la elección del Serapis
de Sínope y su introducción en E gipto, y especialm ente m ediante
la distinción de la omisión prem editada de la divinidad délfica y su
paternidad com pletam ente exenta del contacto fem enino para el co­
nocim iento del punto de vista que la dinastía griega desde un prin­
cipio tom ó como firme argum entación de su hegem onía. No se pue­
de negar tam poco que los datos de la política coinciden en teram en­
te con los de la H istoria de las religiones. El principio espiritual de
A polo délfico no le pudo com unicar su fisonomía a la vida del m un­
do antiguo ni dom inar las concepciones m ateriales de la relación en ­
tre los sexos. L a H um anidad debe la duradera garantía de la p ater­
nidad a la idea estatal rom ana, que le proporcionó una severa for­
ma jurídica y una consecuente ejecución en todos los cam pos de la
existencia, toda la vida fundada sobre ella, y su total independen­
cia de la decadencia de la religión, supo apartarla del influjo de cos­
tum bres corruptoras y de la recaída del espíritu del pueblo en con­
cepciones ginecocráticas. El D erecho rom ano ha ejecutado victo­
riosam ente su principio ante todos los obstáculos y peligros que le
presentaba O riente, que se asociaban al poderoso avance del culto
m aterno de Isis y Cibeles e incluso a los m isterios dionisíacos, y tam ­
bién pudo luchar victoriosam ente contra los cambios de la vida, que
eran inseparables de la pérdida de la libertad, contra el principio
introducido por A ugusto en la legislación sobre la fertilidad de la
m ujer, contra el influjo de las m ujeres y de las m adres im periales,
que, burlándose del antiguo espíritu, aspiraron a apoderarse, no sin
éxito, de los fasces y signa, y finalm ente contra la preferencia de Jus-
tiniano por la expresión totalm ente natural de la relación sexual,
por sostener la igualdad de derechos de las m ujeres y el respeto por
la m aternidad; y tam bién luchó con éxito en las provincias de O rien­
te contra la oposición nunca extinguida hacia el desprecio rom ano
del principio fem enino. La com paración de esta fuerza de la idea
estatal rom ana con la capacidad de oposición de un principio pura­
m ente religioso es apropiada para traernos a la conciencia la debi­
lidad de la naturaleza hum ana abandonada a sí misma, no protegi­
da por form as severas. La A ntigüedad ha saludado a A ugusto, que
como hijo adoptivo vengó el asesinato de su padre espiritual, como
un segundo O restes, y asociado a su aparición el comienzo de una
nueva era, la apolínea. Pero la H um anidad no debe el m anteni­
m iento de este elevado nivel al poder intrínseco de aquella idea re ­
ligiosa, sino esencialm ente a la form ación estatal de R om a, que m o­
dificó las ideas básicas sobre las que descansa, pero nunca pudo
abandonarlas com pletam ente.
Mi idea encuentra una curiosa confirm ación en la observación
de las relaciones de cambio que dom inan la propagación del prin­

69
cipio legal rom ano y la del culto m aterno egipcio-asiático. En la mis­
ma época en que se com pletaba la sumisión de O riente con la caída
de la últim a Candace, la m aternidad vencida en el campo estatal se
elevaba a un nuevo triunfo con doble fuerza, para volver a ganar
en el terren o religioso en O ccidente lo que vio irrem ediable­
m ente am enazado en el de la vida civil. A sí. la lucha, finalizada en
un cam po, se trasladó a otro superior, p ara volver más tarde al ini­
cial. Las nuevas victorias que el principio m aterno supo lograr so­
bre la m anifestación de la paternidad puram ente espiritual mues­
tran qué duro fue para los hom bres de todas las épocas y bajo la
hegem onía de distintas religiones, vencer el peso de la N aturaleza
m aterial y alcanzar la elevada m eta de su destino, la elevación de
la existencia terrestre a la pureza del principio paterno divino.
E l círculo de ideas en el que se mueve el siguiente trabajo en­
cuentra su conclusión m aterial en una últim a consideración. No son
arbitrarias, sino dadas, las fronteras ante las cuales la investiga­
ción se queda en silencio. Asim ism o independiente de la libre elec­
ción es el m étodo de investigación e interpretación sobre el que
debo en último lugar una explicación al lector. U na investigación
histórica que lo reúne todo por prim era vez, lo exam ina, lo une. es
necesaria para colocar lo particular en prim er plano y sólo progre­
sivam ente elevarlo a puntos de vista globalizadores. Todo el éxito
depende de la presentación lo más com pleta posible del m aterial y
de la apreciación im parcial puram ente objetiva del mismo. Con esto
se dan los dos puntos de vista que determ inan el curso del siguiente
estudio. O rdena la m ateria según los pueblos que conform an el su­
perior principio de clasificación, y abre cada capítulo con la consi­
deración de datos particulares especialm ente significativos. Es na­
tural a este procedim iento que no pueda inform ar del círculo de
ideas del m atriarcado en un desarrollo lógico, sino que más bien
capte según el contenido de la noticia este aspecto de un pue­
blo y aquél de o tro , y tam bién que deba aparecer muy a m enudo
la m ism a pregunta. En un cam po de la investigación que ofrece ta n ­
to de nuevo y desconocido, no se debe lam entar ni censurar ni la
separación ni la repetición. A m bas son inseparables de un sistema
que se reitera en rasgos distintos. En todo lo que ofrece la vida de
los pueblos dom ina la riqueza y la variedad. B ajo el influjo de re­
laciones locales y un desarrollo individual, las ideas básicas de un
período cultural determ inado reciben expresiones variables según
los distintos pueblos. La sem ejanza de aspecto retrocede cada vez
m ás, dom ina lo particular, y con el concurso de miles de situacio­
nes distintas aquí va a m enos un aspecto de la vida y allí encuentra
el m ás rico desarrollo. Es evidente que sólo la observación por se­
parad o de los distintos pueblos puede preservar esta abundancia de
form aciones históricas de la atrofia, y a la propia investigación de
la parcialidad dogm ática. N o la producción de una estructura de
ideas superior, sino el conocim iento de la vida, de su m ovimiento
y sus m últiples m anifestaciones, puede ser la m eta de una investi­

70
gación que busca enriquecer el cam po de la H istoria y la extensión
de nuestro conocim iento histórico. Son puntos de vista de gran va­
lor, pero así sólo aparecen en todo su significado sobre la base de
un rico detalle, y sólo donde se une correctam ente lo general con
lo especial, el carácter global de un período cultural con el de los
pueblos particulares, la doble necesidad del alm a hum ana se libera
m ediante la unidad y la m ultiplicidad. A quélla de los pueblos que
se m uestra en el ciclo de nuestra investigación sum inistra nuevos
rasgos a la im agen total de la ginecocracia y de su historia, o nos
m uestra los ya conocidos desde otro aspecto, antes poco observa­
do. A sí, con la investigación aum enta el conocim iento, se llenan los
vacíos; las prim eras observaciones se confirm an, se m odifican, se
am plían con las nuevas; el saber se cierra paulatinam ente, la com ­
prensión obtiene u n a cohesión interna; se producen puntos de vista
cada vez m ás elevados-; finalm ente todos encuentran su punto de
contacto en la unidad de una idea superior. M ayor que la alegría
p or el resultado es la que acom paña la consideración de su form a­
ción gradual. L a interpretación no debe p erder este atractivo de la
investigación, y tam poco se debe considerar preferente com unicar
el resultado, sino exponer su obtención y su desarrollo progresivo.
El siguiente estudio exige p o r esto cooperación y tiene cuidado de
que su au to r no aparezca m olestando en tre el lector y la m ateria
ofrecida, y así desvíe hacia sí la atención del tem a, al que única­
m ente le corresponde. Sólo lo conseguido p o r uno m ism o tiene m é­
rito, y n ad a repele m ás a la N aturaleza hum ana que lo ya hecho.
El presen te libro n o lleva consigo ninguna o tra reivindicación en el
público que som eter a la investigación una nueva m ateria de re ­
flexión nada fácil de delim itar. N ecesita este pod er de estím ulo y
así se colocará en la m odesta posición de un nuevo tra b ajo previo,
y tam bién todos los intentos de m enosprecio p o r p arte de los suce­
sores y los juicios hechos solam ente considerando los defectos e im ­
perfecciones se som eterán con serenidad al destino norm al.

71
C A P IT U L O II

LICIA

C ualquier investigación sobre el m atriarcado debe partir del


pueblo licio. Para éste existen los datos más conocidos y tam bién
m ás ricos en contenido. N uestra tarea será, en prim er lugar, reco­
ger literalm ente las inform aciones de los antiguos, para obtener una
base firm e p ara el estudio siguiente.
H erodoto (I, 173) relata que los licios procedían originariam en­
te de C reta, y bajo Sarpedón se habían llam ado term ilios; todavía
en un a época posterior eran llam ados así por sus vecinos; pero como
Lico, el hijo de Pandión, llegó desde A tenas al país de los term i­
lios, ju n to a S arpedón, entonces los licios fueron denom inados a
partir de él. El escritor continúa: «Sus costum bres son en parte cre­
tenses y en parte carias. No obstante, tienen una extraña costum ­
bre, que no posee ningún otro pueblo: tom an el nom bre a p artir de
la m ad re, y no del p a d re 1. E ntonces, cuando se pregunta a un licio
quién es, dará su linaje m atrilineal, y enum erará a las m adres de
su m ad re2, y si se une una ciudadana con un esclavo, los hijos se­
rán considerados com o de noble estirpe (gennaia); pero si un ciu­
dadan o , aunque sea el más noble, se une con una extranjera o tom a
una concubina, entonces los hijos son innobles (átima ta tékna)».
E sta institución es tan to más curiosa p orque nos presenta la cos­
tum bre de la denom inación a partir de la m adre en relación con la
posición jurídica de los hijos, y por consiguiente como parte de una
concepción básica llevada a cabo con todas sus consecuencias.
El relato de H erodoto es confirm ado y com pletado por otros es­
critores. Se nos ha conservado el siguiente fragm ento de Nicolás de
D am asco sobre las costum bres curiosas (M üller, Fr. hist. graec., 5,
461); «Los licios rinden m ayores honores a las m ujeres que a los
hom bres; ellos tom an su nom bre a partir de la m adre, y legan la
herencia a las hijas, no a los hijos». H eráclides Póntico (de rebus

1 kaléovsi apó tón métérón heaytdys. kai oyki apótón patérón.


2 kataléxei heoytón métróthen, kai tés metros ananeméetai tás météras.

12
publicis, fr., 15, en M üller, Fr. hist. graec., 2, 217) da una pequeña
indicación: «No tienen leyes escritas, sino sólo costum bres no es­
critas. D esde hace largo tiem po son regidos p o r las m ujeres»3.
A los datos m encionados, se añade el curioso relato de Plutarco
(de virtut. mulier., c. 9) que habría referido el heracliota Ninfis. En
una traducción literal, dice: «Ninfis narra en el cuarto libro sobre
H eraclea que antiguam ente un jabalí devastaba la región de H era-
clea y destruía frutos y anim ales hasta que fue m uerto por Belero-
fonte. Pero como el héroe no recibiera ningún agradecim iento por
su generosa acción, m aldijo a los jantios, e im ploró a Poseidón que
hiciera brotar sal del suelo4. E ntonces todo se arruinó, puesto
que la tierra se volvió am arga, y continuó hasta que B elerofonte su­
plicó de nuevo a Poseidón, en atención a los ruegos de las m ujeres,
que pusiese fin a la devastación. D e aquí surge la costum bre de los
jantios de no tom ar nom bre a partir del padre, sino de la m adre»5.
El relato de Ninfis nos m uestra la denom inación a partir de la
m adre como resultado de una concepción religiosa; la fecundidad
de la tierra y de las m ujeres son colocadas en la misma línea.
E sto último es destacado todavía más claram ente en otra ver­
sión del mismo m ito. Plutarco relata lo siguiente en el lugar citado:
«La historia, que se decía que había sucedido en Licia, parece cier­
tam ente una fábula, pero sin em bargo surge de un antiguo m ito.
A m isodaro, o, como le llam aban los licios, Isaras6, llegó a la colo­
nia licia de Z elea con algunos barcos piratas que m andaba Cim aro,
un hom bre belicoso, pero salvaje y cruel. E l m andaba un barco que
tenía como distintivos en la proa un león, y en la popa una serpien­
te, y causó a los licios grandes daños, de m anera que ellos ni po­
dían navegar ni vivir en las ciudades costeras. B elerofonte lo m ató
al perseguirlo con Pegaso; expulsó tam bién a las A m azonas, pero
no pudo recibir su m erecido prem io, sino que fue injustam ente tra ­

3 Sobre esto, véase también Temistágoras, en téi chryséi Biblói en Cramer,


Anecd., 1,8: Hoti ai katá tén Alópen té n n y n kaloyménén Lykian, tén pros téi Ep-
hésói, gynaikes miái symboyléi tá synéthétais gynaixin érga aparnésámenai, kai zó-
nais chrésámenai kai hoplismoís tá tón andrón pánta epetédeyon. Prós dé tá álla kai
liénion syn ay tais zpnais (hó estin etheriyon). diá tayta kai A m azonas kekhésthai tás
s}n tais zónais amésas. De las Amazonas, Arriano en Eustacio a Dionisio Periege-
ta, 828, dice: apó métérón egenealogoynto. Para esto, ver Eustacio, p. 261 (Bern-
hardy). Los antepasados matrilineales se llaman métróes. En el escoliasta a Píndaro,
Nemea, XI, 43, se dice del tenedio Aristágoras: tó mén oynppó patrós génos eis Pei-
sandron, tá dé apó metros eis toyton ton Melánippon. Métroés gar oi katá météra
prógonoi.
Compárese con Pausanias, II, 32, 7.
5 mépatróthen, alia’ apó métrón chrématizein; Apolodoro, II, 4, 1; Jenom edes,
Müller, Fr. hist. graec, 2, 43, 2; Chromatízein tiene aquí el mismo significado que
en Polibio y Diodoro: chromatízei Basileys, toma el título de rey, néa ¡sis echrémá-
tise, ella se dejó nom brar una nueva Isis. Especial analogía m uestra el siguiente
párrafo de Eusebio, Praep. Evang., I, 10: ek toytón phésin egennéthésan M émroy-
mos kai o Ypsoyránios. A p ó métérón de’, pheésin, echrémátizon tén tóte anaidén mis-
goménón eis ón entíchoien.
6 A polodoro, II, 4, 1; Jenomedes en Müller. Fr. histo. graec, 2, 43, 2.

73
tado por Y óbates. Por esto, fue al m ar y pidió a Poseidón que hi­
ciese esta tierra desierta y estéril. C uando él se fue luego de hacer
su petición, se alzó una ola e inundó el país. Fue una visión espan­
tosa cuando el m ar la siguió y cubrió la llanura. Los hom bres no
pudieron conseguir con sus ruegos que B elerofonte detuviese el
m ar, pero cuando las m ujeres anasyrámenai toys chiíóniskoys salie­
ron a su encuentra, el pudor volvió a él y a la vez, según se dice,
se retiró el agua del mar».
E n este relato, B elerofonte aparece en una doble relación con
el sexo fem enino. Por un lado, se nos aparece com o com batiente y
vencedor de las A m azonas. P or o tro, cede ante la visión de la fe­
minidad y no puede negarle el reconocim iento, de m anera que el
m atriarcado licio se rem onta directam ente a él como su fundador.
E sta doble relación com prende en sí una vez la victoria y otra la
d erro ta, y es digna de atención en alto grado. Nos m uestra al m a­
triarcado en lucha con el D erecho m asculino, coronada con una vic­
toria solam ente parcial del hom bre. El am azonism o, la m ayor
degeneración del D erecho fem enino, es destruido por el hijo de Sí-
sifo, el héroe corintio. Las belicosas jóvenes, m atadoras de hom ­
bres, perecen. Pero el superior D erecho de la m u jer devuelta al m a­
trim onio y a su destino sexual, sale vencedor en la lucha. Solam en­
te la degeneración am azónica de la hegem onía fem enina, no el m a­
triarcado, encuentra su fin. Este descansa sobre la naturaleza m a­
terial de la m ujer. E n el m ito referido, la m u jer es equiparada a la
T ierra. Lo mismo que B elerofonte se rinde ante el símbolo de la
fecundidad m aterna, Poseidón retira la devastadora ola del país. La
potencia engendradora masculina cede el derecho a la m ateria que
concibe y que genera. Lo mismo que la T ierra, m adre de todas las
cosas, se enfrenta a Poseidón, así la m ujer m ortal, terrenal, se opo­
ne a B elerofonte. G é y G yne o Gaia aparecen una al lado de la
otra. L a m ujer ocupa el lugar de la T ierra, y prolonga la m aterni­
dad originaria de ésta entre los m ortales. P o r o tra p a rte , el hom bre
engendrador aparece com o sustituto del O céano panengendrador.
El agua es el elem ento fecundante. C uando se m ezcla con la m a­
teria terrestre fem enina, en el oscuro fondo del seno m aterno se de­
sarrolla el germ en de toda la vida telúrica7. Lo mismo que el O céa­
no se opone a la T ierra, el hom bre está frente a la m ujer. ¿Q uién
ocupa el prim er lugar en esta relación? ¿Q ué parte dom ina a la
otra: Poseidón a la T ierra, el hom bre a la m u jer, o a la inversa?
E n el m ito antes expuesto, está representada esta lucha. Beleforon-
te y Poseidón buscan lograr la victoria p a ra el D erecho paterno.
Pero an te el sím bolo de la m aternidad que concibe, am bos retroce­
den, vencidos. L a sal del agua, el contenido y el símbolo del poder
m asculino, no debe servir p ara la destrucción, sino para la fecun­
dación de la m ateria8. L a victoria.sobre el p o d er inm aterial del hom ­

7 Servicio, A d Verg. Georg., IV, 364-382; Plutarco, Isis et Osiris, 37-38.


8 Josefa, de bello Jud., y especialmente Plutarco, Sympos. V , 10.

74
bre sigue perteneciendo al principio m aterial de la m aternidad. La
kteís fem enina dom ina al phallus m asculino, la T ierra al m ar. las li­
rias a B elerofonte. Podem os tam bién decir con razón que la lucha
que B elerofonte sostuvo contra el D erecho fem enino sólo fue co­
ronada p o r una semivictoria. Es cierto que el hijo de Poseidón aca­
bó con la degeneración contraria a lo natural del amazonismo hos­
til a los hom bres, pero por su parte él fue obligado a d ejar la vic­
toria a la m u jer, que perm anece fiel a su destino físico.
E l m ito com pleto, en el que B elerofonte aparece como eje, coin­
cide con esta interpretación. El héroe había aspirado a lo más alto.
Su m eta no sólo fue destruir a las A m azonas, sino tam bién subor­
dinar en el m atrim onio la m ujer al hom bre. E n efecto, la victoria
que había conseguido sobre aquéllas parece darle derecho. Pero Yó-
bates-A nfianacte9 le denegó la recom pensa de sus fatigas y esfuer­
zos. E sto mism o está indicado en otros rasgos del mito. Belerofon­
te finalm ente debe conform arse con la m itad de la hegem onía10. A
su victoria le sigue una derro ta. Con la ayuda de Pegaso, dom ado
con el auxilio de A ten ea, com batió y destruyó a las Am azonas. El
eólida las ha alcanzado desde el sueño alad o 11. Pero cuando inten­
tó subir todavía m ás arriba con el caballo alado, y alcanzar las lu­
minosas alturas celestes,, entonces le hirió la ira de Zeus. R echaza­
do, cayó en la cam piña del Alis. Tarso atestigua que sacó de esto
una pierna lisiada . «Q uiero contar sus victorias, pero no puedo
pensar en su m ortal destino», dice Píndaro (Olim. X III, 130), para
indicar la desproporción entre el espléndido comienzo y el triste fin
del héroe. La altura de su ambición y el escaso éxito de la misma
se convierten en Píndaro (Itsmic. V I, 71-76) y H oracio (Carmina,
IV , 11, 26) en sím bolo del espíritu hum ano enorm em ente apresu­
rado, que lucha con los dioses y es derrotado p o r ellos. B elerofon­
te se coloca en esto al lado de P rom eteo, al que Lisias en Tzetzes
(a Licofrón, 17) lo equipara com o segundo guardián del fuego. M e­
diante su caída, B elerofonte se diferencia de los restantes vencedo­
res del D erecho fem enino: H eracles, D ioniso, Perseo y los héroes
apolíneos A quiles y T eseo. M ientras que ellos, juntam ente con al
am azonism o aniquilaban toda ginecocracia, y com o acabadas po­
tencias luminosas elevaban el principio solar incorpóreo sobre el
m aterial del m atriarcado telúrico, B elerofonte no pudo alcanzar las
puras alturas de la luz celestial. A tem orizado, volvió la vista hacia
la tie rra , que de nuevo acogió al caído de las alturas a las que se
había atrevido a subir. E s cierto que Pegaso, el caballo alado, que
surgió del sangrante tronco de la G orgona y que A tenea había en­
señado a dom inar a su protegido, alcanza la m eta de su viaje celes­
te, pero el jin ete terrenal vuelve a la tierra, a la que pertenece como

9 Asi lo llama Nicolás de Damasco en Müller. Fr. hisi. gr. 3, 367. 16.
10 ¡liada, V I, 193; escol. ¡liada, VI, 155, en Müller, Fr. hisi. gr., 3. 303.
11 Apolodoro, II, 3, 2; Píndaro, Olimp. XIII, 122; A teneo, X I, 497.
12 Esteban de Bizancio. s. v. Tarsos; Aristófanes. Los acarnienses.

75
hijo de Poseidón. La potencia m asculina aparece en él todavía pura
como el principio poseidónico del agua, que representa un papel
tan destacado en el culto licio13. El soporte físico de su ser es el
ag u a te lú r ic a y el E.ter q u e ro d e a la T ie r ra , que o b tie n e
su hum edad de aquélla, y se la devuelve en un ciclo eterno, como
indica ingeniosam ente el mito tarentino con las lágrimas de E tra
(Pausanias, X , 10, 3). N o le es dado alcanzar la región del sol más
allá de este ciclo telúrico, y colocar en el sol el principio padre de
la m ateria. El no puede seguir el vuelo del caballo celeste. Tam ­
bién éste pertenece ante todo al agua telúrica, reino de Poseidón.
D e sus cascos brota la fuente fecundante. Equus-epus y aqua, apa
son tam bién una unidad etim ológica, sobre lo cual se puede ver Ser­
vio (A d Verg. Georg. I, 12, 3; III, 122 y A d Verg. A e n ., I, 691). El
llam ado M esapo en este últim o lugar en su doble calidad de N ep­
tunio proles y equum dom itor se corresponde perfectam ente con Be­
lerofonte, hijo de Poseidón, dom ador de Pegaso. El paralelo se con­
tinúa, según una inform ación de Pausanias (X , 10, 3), en la desta­
cada posición de las m ujeres m esapias. E n D elfos hay caballos de
bronce e im ágenes de m ujeres m esapias prisioneras de guerra, un
exvoto de los taren tinos victoriosos al dios solar de Delfos. Los ca­
ballos y las m ujeres se explican por la religión y las costum bres de
los vencedores. A quéllos aparecen como im ágenes de su dios su­
prem o N ep tu n o , hechas de bronce, lo mismo que en Platón el ca­
ballo de bronce de Giges, que ocultó la T ierra, una imagen de la
potencia ctónica com puesta de fuego y agua; las m ujeres aparecen
com o dom inadoras del pueblo, provistas de valentía y del predom i­
nio en la fam ilia y el E stado. A m bos deben servir ahora a A polo,
que en ello da a conocer su superior naturaleza lum inosa, vence­
dora de la ginecocracia y del principio poseidónico del agua. Del
mismo m odo Pegaso ha vencido a aquel nivel inferior del poder.
Sus alas lo llevan al cielo, donde todos los días anuncia la aurora,
la proxim idad del resplandeciente dios del sol. P ero él no es el sol
mism o, sino solam ente su m ensajero. E l obedece a la m ujer en la
tierra y en el cielo; allí a A ten ea, aquí a la M ater Matuta, la Eos
de los griegos. P ertenece al D erecho fem enino, lo mismo que Be­
lerofonte, p ero al igual que A urora señala al cercano sol, así él in­
dica el superior principio solar en el que descansa el patriarcado.
E l ha dom inado al nivel inferior del p o d er, pero todavía no está pe­
netrad o del más alto. O tros han alcanzado la victoria com pleta: H e­
racles, D ioniso y los héroes apolíneos. N o sólo h a sucum bido a
ellos el am azonism o, sino tam bién la ginecocracia m atrim onial.
Ellos elevan la paternidad desde los vínculos con la m ateria al po­
der solar, y le dan aquella superior naturaleza incorpórea que es la
única que puede m antener p erm anentem ente su superioridad sobre

13 Piénsese en el oráculo del pez y en el pantano de L atona, A teneo, VIII, 333;


Menécrates Jantio en Müller, Fr. hist. gr., 2, 243, 2; Ovidio, Met. VI, 337 ss.; también
en Salacia de Patara, Müller, Fr. hist. gr., 3, 235, 81.

76
el m atriarcado enraizado en la m ateria. Las representaciones pos­
teriores aclararán esto com pletam ente, y a través de ello ilumina­
rán más claram ente el significado de B elerofonte y su lucha contra
el D erecho fem enino.
E n las interpretaciones expuestas hasta el m om ento, solamente
ha sido tocado aquel aspecto del m ito licio que se relaciona estre­
cham ente con la ginecocracia. Pero contiene todavía otra relación
cuya discusión contribuirá esencialm ente a la com prensión de nues­
tro tem a.
D e los tres hijos que el héroe tuvo con Filonoe-Casandra (es-
col. llíada, V I, 155), la hija de Y óbates, Isandro, Laodam ía e Hi-
póloco, los dos prim eros le fueron arrebatados p o r deseo de los dio­
ses. O diado p o r los dioses, el padre vaga solitario por la campiña
aliea, y evita, consumido por el dolor, los cam inos de los m orta­
les14, hasta que el triste destino m ortal lo encontró (Píndaro, Olim.
X III, 130). A sí, el héroe, pensando conseguir la inm ortalidad, se
vio, a él y a su linaje, caer ante la ley de la m ateria terrestre. Lo
mismo que el delio A nio, el hom bre del pesar (anía)15, debe sobre­
vivir a sus hijos para finalm ente suicidarse. En ello arraiga su do­
lor, el sentim iento de ser odioso a los dioses. P ara él es válido lo
que Ovidio (Met., X , 298) pone de relieve para Cíniras: si sine pro ­
le fuisset, ínter felices Cyniras potuisset haberi. Volvemos a ver aquí
a B elerofonte a la misma luz que antes. El hijo de Poseidón perte­
nece a la m ateria, a la que dom ina la m uerte, y no a las luminosas
alturas en las que reina la inm ortalidad. No le es dado penetrar en
éstas. Cae a laTierra y encuentra aquí su ruina. El pertenece al m un­
do del eterno devenir, y no del eterno ser. Todo lo que la fuerza
de la m ateria produce va hacia la m uerte. E sta misma fuerza puede
ser inm ortal, aunque lo que genera está sujeto a la m ortalidad. En
Poseidón se representa aquéllo, y en el hijo de Belerofonte-H ipo-
noo (Tzetzes a Licofrón, 17), ésta. La misma idea de m uerte sub-
yace en el caballo, imagen del agua engendradora. A esto se asocia
la creencia de que de todos los anim ales sólo el caballo llora al hom ­
bre, como sucedió a la m uerte de A quiles y Patroclo (Servio, Ad.
Verg. A e n ., X I, 85-90), y como está representado, lloroso, en varios
bustos funerarios etruscos, y que finalm ente vaticina la inm inente
decadencia (D iodoro, Fr. 1 ,6 ). El linaje es inm ortal solamente con
la sucesión de las generaciones. «Este crece y aquél desaparece»,
se dice en la llíada (V I, 149). «La raza de los m ortales camina como
el reino vegetal, eternamente en círculo»16. Virgilio (Georg. IV, 306)
cantó de una form a muy herm osa a las abejas, en cuyo Estado la
naturaleza ha m odelado el m atriarcado m ás puro:
«Y aunque su vida sea tan breve, pues no pasa
del séptimo estío, su generación permanece

M llíada, XVI, 200; Eustacio a Dionisio Periegeta, 867, p. 270 (Bernhardy).


IS Ovidio, Met., XIII, 632; Servio, A d Verg. Aen, III. 80.
1!> Plutarco, Cons. ad Apollon, en H utte, 7, 321.

77
inmortal, y por muchos años dura la fortuna
del solar, y se enumera por abuelos de abuelos».
I La misma m uerte es condición previa de la vida, y ésta se des­
com pone de nuevo en aquélla, y con ello la generación m antiene
su inm ortalidad en el cam bio eterno de dos polos. E sta identidad
de la vida y de la m uerte que volvem os a encontrar en infinitas for­
m aciones m itológicas, ha conservado en B elerofonte su nítida ex­
presión. E l, que lleva en sí la fuerza engendradora de Poseidón, es
al mismo tiem po, y debem os decirlo, justam ente p o r eso, tam bién
servidor de la m u erte y represen tan te del principio destructor de la
N aturaleza. Com o tal lo señala su nom bre B elerofonte o Laofonte.
El, hijo del poderoso engend rad o r P oseidón, se llam a «m atador del
pueblo». La m uerte involuntaria de su herm an o , el em phylios phó-
nos (escolMiada, V I, 155), inaugura su carrera. La fuerza genera.-
dora es la m ism a que la destructora. Q uien despierta la vida, tra -
~baTáTpára lalm u eite. N acer v p e re cer cam inad al m lim o paso en la
creación telúrica com o herm anos gem elos. EiTningún moméntcTcte
la-existencia te rre n a l se.abandonan. E n ningún instante, en ningún
organism o telúrico se p u ede im aginar la vida sin la m uerte JLo_que
ésta quita, lo p one aquélla, y. sólo’allí donde desaparece Jo antiguo
püedé'origfnarse lo nuevo. Las antiguas filosofía y mitología no han
expfésád b 'ñ m g ú h a o tra idea tan variadam ente y con im ágenes y
símbolos tan profundos com o ésta. L a tratarem os en el curso del
presente trab ajo , y no dejarem os de ponerla de relieve una y otra
vez. E n el m ito de B elerofonte, es evidente p ara el sensato que con­
sienta leer los jeroglíficos de la leyenda. E l cam bio de toda la vida
telú rica e n tre ser y d esaparecer, nacer y perecer, la m uerte
como condición previa y consecuencia de la vida, la decadencia
como la ley más íntim a de to d a la creación terrestre, el odós ánó
kátó de H eráclito, el skoteinós de E feso17, todo esto nos m uestra a
B elerofonte a la vez como pod er engendrador y asesino del pue­
blo. Su m ito tiene un contenido físico, com o to d a m itología, según
E strabón (X , 471). E l mism o debe perecer p ara encontrar su repe­
tición a través de Esculapio. D eb e engendrar tres hijos para que
quede uno. E n Isandro, H ipóloco y L aodam ía hem os encerrado la
repetición hum ana de la Q uim era: dos hom bres y una m ujer, un
león y un dragón, las im ágenes del pod er engendrador del fuego y
del agua, y la cabra fem enina, el anim al de Esculapio que concibe
y alim enta, im agen de la T ierra fecunda18, lo mismo que un huevo
encierra en su oscuro seno a H elena y los D ióscuros. L a potencia
telúrica de la N aturaleza se desarrolla hacia la triplicidad, por lo
cual todas las potencias generadoras de la N aturaleza aparecen
como triples19.
E n los tres dioses licios catatónicos de la vida y de la m uerte,

17 Lasalle, Philosophie des Heracleilos, 1, 128 ss.


18 Natalis Comes, IX, 4; Müller, Fr. hist. gr., 2, 379, 13.
19 Servio, A d Verg. Georg., V III, 75; Plutarco, ¡sis et Os. 36.

78
A rsaio, D rias y Trosobio (Plutarco, de Delph. orac., 21), lo mismo
que en el antiguo nom bre del pueblo licio de term ilos o term ilios2u
y en la fiesta de los nueve días de Y óbates se repite el mismo nú­
m ero básico (A teneo, V, 135).
La representación exterior del poder se desm orona en una ete r­
na ruina; solam ente el propio poder perm anece im perecedero. Lo
mismo que la Q uim era, tam bién B elerofonte ha engendrado para
la m uerte un linaje triple. La misma ley a la que aquél sucumbe apri­
siona tam bién a éste. El p adre no lo ha com prendido en la juven­
tud, y así ahora debe experim entarlo en la vejez en su descenden­
cia más próxima. Igual que Tetis, se siente im potente para ver pro­
visto de inm ortalidad lo que engendró el hom bre inm ortal. E n vano
ha escapado a la em boscada que le tendió Y óbates, m ientras que
los hijos de M olione sucum bían a la de H eracles en N em ea. El des­
cubre ahora que un destino, un fa tu m , la N ecesidad de D iom edes,
alcanza a la creación, alta o baja, que los dioses abarcan en la mis­
ma ira a todo lo terrenal. Tam bién el licio D édalo, el creador mas­
culino de la vida, fue m uerto por la picadura de una serpiente del
pantano, cuando se creía alejado de la m uerte21. Por esto B elero­
fonte acusa a los dioses de ingratitud. Por esto invoca la cólera de
Poseidón sobre la tierra licia. El quiere ver castigada con la infe­
cundidad a la m ateria física, que lo parió en vano, que sólo produ­
ce m ortales, sólo da alim ento a la m uerte, y por eso lleva, como
Pigmalión (O vidio, M et., X , 245), una vida aislada. Ningún nacido,
como tal, quiere la eterna decadencia. ¿P ara qué sirve el trabajo
eternam ente inútil? ¿Para qué debe O cno envejecer sobre la cuer­
da si la burra siem pre la vuelve a devorar? ¿Para qué las D anaides
siem pre llenan de agua un tonel agujereado? La sal, de aquí en ade­
lante, no debe engendrar, sino deterio rar, no hacer fructífera, sino
estéril, la m ateria m aterna. A sí suplica lleno de desesperación el
frustrado sisííida. ¡El muy necio! N o com prende la ley inherente a
toda vida telúrica, la ley a la que él mismo está som etido, la ley
que rige el seno m aterno. Solam ente en los espacios solares, a don­
de en vano busca elevarse, reina la inm ortalidad y el ser inm ortal;
bajo la luna rige la ley de la m ateria, que asocia vida y m uerte como
herm anas gem elas. Píndaro (Nem. X I, 13) dice: «El que, dotado
de p od er, esté radiante de belleza ante los otros, gane prem ios en
la lucha y m uestre una fuerza heroica, que piense en esto: su her­
m oso cuerpo es botín de la m uerte, y un m anto de tierra lo cubrirá
al fin».
Más sabio que su p ad re es H ipóloco, progenitor de G lauco, que
lleva el propio nom bre de Poseidón (escol. llíada, V I, 155). E l es
el que grita a D iom edes — que se enfrenta a él en la lucha— , a la
pregunta sobre su ascendencia, el símil de las hojas, que H om ero

20 Alejandro Polib. de reb. Lyc., en Müller, Fr. hist. gr., 3, 236, 84.
21 Alejandro Polib., de reb Lyc., en Müller, Fr. hist. gr., 3,235; Estrabón, XIV,
664.

79
antepone a la explicación del mito de B elerofonte (¡liada, VI,
145-149), como imagen de la ley que dom ina tam bién a la raza de
los hom bres. P or su veracidad inherente, consiguió ya en la A nti­
güedad tanta celebridad que fue repetido por m uchos, sobre todo
por Plutarco y Luciano; así consiguió un doble significado, en re­
lación con el mito licio-corintio y en boca de un hijo de Sísifo;

«Como hojas en el bosque, así es la raza de los hombres; el viento


dispersa unas hojas por la tierra, otras vuelven a brotar en el bos­
que, cuando de nuevo renace la primavera; así es el linaje de los hom­
bres, éste crece y aquél desaparece».

Lo que Belerofonte no ha com prendido es lo que expresa aquí


el hijo de Hipóloco de la form a más em ocionante. Una ley domina
la creación más elevada y la más baja; lo mismo que sucede con las
hojas del árbol, así ocurre con el linaje de ios hom bres. Sísifo hace
rodar eternam ente una roca, que vuelve a bajar eternam ente con
infinita m aldad en la m orada de H ades. A sí se renuevan las hojas,
los anim ales, los hom bres, en un trabajo de la N aturaleza, eterno,
pero vano. E sta es la ley y el destino de la m ateria, que tam bién
B elerofonte finalm ente reconoció como destino de todo ser nacido j
de m u jer a la vista de las arrugas m aternales. E n boca del licio, el
símil tiene un doble significado. En él está contenido inequívoca­
m ente el fundam ento del m atriarcado licio. A unque estas palabras
del po eta son citadas a m enudo, su conexión con la ginecocracia ha
pasado siem pre inadvertida. ¿D ebo realizarla yo? Es suficiente in­
dicarla para hacerla perceptible a todo el m undo, ¿ a s hojas del -á r­
bol-no se-originan- unas de. las otras, sino que todas surgen simétri-
cam ente del tronco. La ho ja no es la generadóra~de ía hojá'rsino
queT odas las hojas son progenie colectiva del tronco." Así sucecle
'con lá ra z a hu m an aseg ú n ía coñcepcíón'deI Derechó~máterno. HrT
_é?ta7~er0j,á re -n o rfí5 ¿ ^ o á b . significado, que _el..de sem brador,..que
cuando esparce la semilla en el surco, desaparece de nuevo. Lo en^,
gendrado pertenece a la m ateria m aterna, que lo cuida, que le h a .
dadó~ érser' y ahora lo alim enta. P ero esta m adre es siempre la mis­
m a, en ú ltim a instancia la tierra, cuyo lugar ocupa la'm u jer te rré ^
nal coiT ia sucesión de m adres e hijas. Lg_jxíiismp que l á s 3 ó j ^
no surgen unas de otras, sino d e llro n c o , así tam bién los hom bres
ño nacen uno del o tro ’ sino todos deí'poaér'onjgiM H O tlrtarBlíate-
n á 'U é T ó s e id ó n Phytálm ios o G e n ^ io j. del tronca-de-la^-vidat- Por
esto, cree G lauco, D iom edes ha obrado irreflexivam ente cuando le
preguntó por su linaje. E l griego, en efecto, que, descuidando del
punto de vista m aterial, deducía al hijo del padre y sólo considera­
ba el pod er despertador del hom bre , partía de un m odo de ver
las cosas que explica y justifica su pregunta. Por el contrario, el li­
cio le respondió desde el pun to de vista del D erecho m aterno, que

22 Dión Casio. LVII, 12, con la nota de Reimarus. t. 2. p. 857.

80
V no diferencia al hom bre del resto de la creación telúrica, y, al igual
que plantas y anim ales, lo juzga sólo a partir de la m ateria, de la
que él m anifiestam ente procede.
E l hijo del padre tiene una serie de antepasados a los que no le
une una relación física perceptible; el hijo de la m adre, a través de
• las diferentes generaciones, llega a una única antepasada, la T ierra
M adre originaria. ¿P ara qué sería útil enum erar la com pleta suce­
sión de hojas? Ellas tienen p ara la últim a h oja, que todavía verde
cuelga del árbol, ta n poco significado como el que tienen para G lau­
co sus antepasados masculinos: H ipóloco, B elerofonte, H alm o, Sí-
sifo. Su existencia pierde todo significado con la m uerte de cada
uno. E l hijo surge únicam ente de la m adre, y ésta es la represen­
tante de la M adre T ierra originaria. L a oposición se aclarará m ejor
con las siguientes observaciones. E n el sistem a del patriarcado se
dice de la m adre: m ulier fam iliae suae et caput et fin ís est. Es de­
cir: aunque la m u jer pued a haber tenido hijos, no funda ninguna
fam ilia, ella no se continúa; su existencia es puram ente personal.
E n el D erecho m atern o , lo m ism o vale p ara el hom bre. A quí es el
padre el que sólo tiene p ara sí una vida individual, y no se p erp e ­
túa.. A q u í aparece el p ad re, y allí la m adre, com o una hoja disper­
sa, que cuando se seca no d eja ningún recuerdo y ya no se nom bra.
El licio que tiene que n om brar a su padre se asem eja al que quie­
re enum erar las hojas caídas y olvidadas del árbol. El perm anece
fiel a la ley m aterial de la N aturaleza, y opone al Fidida la verdad
eterna de la m ism a en el símil del árbol y sus hojas. Justifica la con­
cepción licia en la que él pru eb a su concordancia con las leyes m a­
teriales de la N aturaleza y reprocha al patriarcado griego su desvia­
ción de las mismas.
C om parando am bas p artes de nuestros argum entos — el que ha /
sido expuesto sobre la relación de B elerofonte con el m atriarcado,
y el aducido sobre su naturaleza m aterial— , se m anifiesta de inm e­
diato la relación in tern a que existe en tre am bos. E l principio telú­
rico m atern o es el q u e form a la base com ún de am bas partes del
m ito. L a caducidad de la vida m aterial y el D erecho m aterno van
de la m ano. P o r o tra p a rte , el D erecho p aterno se une con la in­
m ortalidad de la vida supram aterial, que pertenece a las regiones
lum inosas. T an to tiem po com o la concepción religiosa reconozca
que la sede del p o d er generador está en la m ateria telúrica, será vá­
lida la ley de la m ateria, la paridad del hom bre con la creación que
no se recuerda, y el D erecho m aterno en la generación tanto hu­
m ana com o anim al. P ero este pod er es separado de la m ateria
terrestre y unido al sol, y así se llega a un estado superior. El D e ­
recho m atern o perten ece a la generación anim al, m ientras que la
hum ana pasa al D erech o p aterno. A l mismo tiem po, la m ortalidad
se ve lim itada a la m ateria, que regresa al seno m aterno del que p ro ­
cede, m ientras que el espíritu, unido a la esencia de la m ateria a
través del fuego, se eleva a las alturas lum inosas, en cuya inm orta­
lidad e inm aterialidad vive. A sí, B elerofonte es m ortal y represen-

81
tante del D erecho m aterno y H eracles, p o r el contrario, es el fun­
dad o r del D erecho p aterno y com pañero de m esa de los dioses
olímpicos.
Todo esto nos lleva a una conclusión que encontram os corrobo­
rad a en lo siguiente: el D erecho m aterno pertenece a la m ateria y
a un nivel religioso que sólo conoce la vida corpórea, y p o r esto,
com o B elerofonte, llora desesperadam ente la eterna decadencia de
to d o lo creado. El D erecho p atern o , p o r el contrario, pertenece a
un principio vital supram aterial, y se identifica con el poder incor­
p ó reo del sol y con el reconocim iento de un espíritu superior a todo
cam bio y p enetrado p o r las lum inosas alturas divinas. El m atriar­
cado es el principio belerofóntico, y el patriarcado el heracleo; aquél
represen ta el nivel cultural licio, y éste el helénico; aquél es el A p o ­
lo licio, que tiene com o m adre a L ato n a, que gobierna en el fondo
del pantan o , y sólo las m ortales seis lunas de invierno perm anecen
en su país de origen (E steban de Bizancio, s. v. Tégyra); éste es el
dios helénico elevado a la pureza m etafísica que gobierna las vita­
les lunas de verano sobre la sagrada D élos23.
P ara no d ejar ningún pun to oscuro — donde pueda introducirse
la duda— en el m ito licio-corintio tan poco com prendido, pero tan
rico en contenido, ahora hay que tocar una serie de puntos sueltos.
E n el relato de Plutarco ya m encionado, B elerofonte expulsa a
las Amazonas de Licia, sobre las que ellas habían caído desde el Nor­
te, al igual que sobre los restantes territorios de Asia M enor24.
O tro s datos van todavía m ás lejos. Según la Ilíada (V I, 168),
Píndaro (Olim. X III, 123-125), A polodoro (II, 3, 2 ), los escolios a
Píndaro (p. 284, (B oeckh)), a Licofrón (Alejandra, 17), de los que
se n u tre E udocia (p. 28), el ejército fem enino de arqueras fue com ­
pletam en te destruido p o r el h éro e, y esta acción no es m enor que
la victoria sobre la m onstruosa Q uim era triform e, sobre el destruc­
to r jab alí o sobre las hordas de los solimios (E strabón, X II, 537;
X III, 630; X IV , 676). Con esto parecen estar en desacuerdo los m o­
num entos del arte plástico; aquí B elerofonte es ayudado por las
A m azonas en su lucha contra la Q uim era. D e enem igas, se han con­
vertido en com pañeras de lucha. A sí las vem os en el gran vaso Ru-
vese del M useo de K arlsruhe, que procede de la colección M aler.
Sus A m azonas u nen sus esfuerzos con B elerofonte, sobre cuya ca­
beza ya aparece la corona de la victoria. Poseidón, H erm es y A te ­
n e a observan la lucha. Lo m ism o se ve en el vaso tam bién R uvese,
del que hay un grabado en los A n n a li del Instituto, (9, lám. 9). M ien­

23 Servio, A d Verg. A en., IV , 143; Platón, Banquete, p. 190 (St.).


24 E stad o a Dionisio Periegeta, 823, p. 260 (Bem hardy); A m ano en Müller,
Fr. hist. gr., 3,597, 58; Teófanes en E strabón, X I, 503; M etrodoro en Estrabón, XI,
504; Eustacio a Dionisio Periegeta, 771; D em etrio en E strabón, X II, 551; escol. Apo-
lonio Arg. II, 946; Heráclito, fr.,34; para esto ver Pausanias, V II, 2; E steban de Bi­
zancio, s. v. Efesos; Etym. M ag., 402, 8; Píndaro, Olim. V III, 60; Nem. III, 64; es-
col. en p. 445 (Boeckh); Filóstrato, Heroica, XIX, 330-331; Esquilo, Prometeo, 420;
Oxosio, 22.

82
tras dos de las jóvenes huyen, dos asisten denodadam ente al héroe,
que lucha desde la alturas del E ter, como en Píndaro, m ontando
al caballo alado. U na escultura funeraria en el pórtico de una tum ­
ba de Tíos m uestra a B elerofonte solo, m ontando a Pegaso y lu­
chando con la Q uim era. E n un sarcófago de piedra de Cadianda
aparece una A m azona m ontada luchando victoriosam ente contra
un guerrero a pie. U n relieve, asimismo licio, en Lim ira, m uestra
en el lado derecho de la puerta de la tum ba una A m azona en pie
con un gorro frigio, quitón y arco. Todas estas esculturas se en ­
cuentran reproducidas en las obras de Fellow sobre Licia.
En prim er lugar, aquí sólo tom arem os en consideración la re ­
presentación del vaso R uvese. E ste paso de una relación hostil a
una am igable, tal y com o aparece aquí, se repite en los m itos de
los grandes luchadores contra las A m azonas, especialm ente en los
de D ioniso y A quiles. E n los escultores, lo mismo que en los es­
critores, aparecen con m ucha frecuencia en el séquito de los héroes
con los que anteriorm ente habían com batido. E n efecto, en m uchas
representaciones fam osas, la lucha se convierte en una relación
am orosa. La lucha finaliza con un acuerdo. Aquiles se queda p ren ­
dado de su vencida enem iga a la vista de Pentesilea agonizando en
sus brazos, conociendo p o r prim era vez su perfecta belleza. L a idea
es la misma en todas estas representaciones modificadas de diferen­
te m anera. En el héroe victorioso la m ujer reconoce el poder y la
belleza superiores del hom bre, y se doblega gustosam ente ante él.
C ansada de su heroica grandeza am azónica, en la que puede m an­
tenerse sólo durante un corto tiem po, se rinde dócilm ente al hom ­
b re, que le restituye su destino original. Reconoce que su destino
no es el valor guerrero hostil a los hom bres, sino el am or y la re ­
producción. Con este deseo sigue dócilm ente a aquel que, con su
triunfo, le trae la salvación. Protege al enem igo caído ante el rei­
terad o ataque de sus enfurecidas herm anas, como vemos, represen­
tado con un contraste conm ovedor, en un relieve del tem plo de
A polo en B asae25. A l igual que la única D anaide que de entre to ­
das sus herm anas protegió a su esposo, ahora la joven prefiere apa­
recer débil que terrible y valiente. L a m uchacha siente que la vic­
toria del enem igo le devuelve su auténtica naturaleza, y renuncia
p o r ello al sentim iento de hostilidad que alentaba antes de la lucha.
A h o ra regresa d entro de los límites de la fem inidad, y tam bién p ro ­
voca el am or del hom bre, que sólo ahora reconoce su acabada be­
lleza, y así la herida m ortal que él se ve obligado a producirle le
causa una profunda tristeza. Ni lucha ni m uerte, no; am or y m atri­
m onio deben reinar en tre ellos. A sí lo exige el destino natural de
la m ujer. E n la relación de B elerofonte con las A m azonas no hay
ninguna contradicción con aquellas inform aciones que nos lo m ues­
tran com batiendo. A ntes bien, continúa, lo mismo que en acto fi-

25 Stackelberg, Phigalia, lára. 9.

83
nal de la tragedia, el restablecim iento de la relación natural que ha
encontrado en el am azonism o una violenta represión.
Píndaro nos representa a B elerofonte exuberante de fuerza y be­
lleza juvenil. Pero es tam bién casto, y por esto es perseguido por
E stenebea-A ntea26. Los nom bres de la m ujer de P reto indican de
una form a lo suficientem ente clara la ardiente naturaleza deseante
y que espera la fecundación de la m ateria terrestre m aterna. Vol­
vem os a reconocer la Penía platónica en la m ujer corintia, que siem­
pre persigue a hom bres nuevos para o btener de ellos nueva semilla
y nuevos hijos. Por P enía, Platón entiende, como explica Plutarco
(Isis et O s., 56) «la m ateria que está necesitada del bien en y para
sí, pero se llena de él, lo ansia siempre y participa de él», es decir,
la T ierra en su hetairism o. E n este aspecto, B elerofonte aparece
com o rep resentante de la sacralidad de la relación m atrim onial. Lo
mism o que el am azonism o hostil a los hom bres, rechaza tam bién el
hetairism o. H ace frente con la misma decisión a am bas degenera­
ciones de la raza fem enina, el extrañam iento de su destino natural
y la entrega irregular al mismo. T anto m ediante uno como a través
de la o tra, se ha convertido en el bienhechor licio. M ediante ambos
se ha ganado sobre todo la gratitud de la m ujer. T anto más gusto­
sam ente le sigue entonces el vencido ejército de las A m azonas. En
el m atrim onio y su castidad, las servidoras de A rtem is encuentran
la realización de su destino más elevado, del que las aleja el am or
irregular a los hom bres no m enos que el sentim iento de hostilidad
hacia ellos. A sí, B elerofonte aparece com o com batiente de aquella
fuerza desordenada, salvaje, devastadora. M ediante la destrucción
de la Q uim era fue posible llevar a cabo la agricultura renovadora
del país, y m ediante el aniquilam iento del am azonismo y el hetai­
rism o se pudo realizar el m atrim onio en toda su rigurosa exclusivi­
dad. A m bos hechos van de la m ano, por lo cual en H om ero el hé­
ro e es recom pensado con la entrega de Filonoe y el regalo de un
t fructífero cam po. El principio de la agricultura es el de la unión
sexual ordenada. A m bos pertenecen al D ercho m aterno. Lo mis­
m o que el trigo sale a la luz del día del surco abierto por el arado,
así el niño surge del .sporium m aterno; los sabinos llam aban spo-
rium al cam po estatal de las m ujeres, el ¡cipos, de donde viene spu-
rii, de speíró (Plutarco, Quaest. rom ., 100). A lo mismo se refiere
la idea de que el principio de la vida yace en la sorpresa, por lo que
A m o r m aneja las flechas. La tierra es sorprendida por el arado, el
seno m aterno p o r el aratrum del hom bre en la m ujer. En ambos as­
pectos se justifica la relación del arado con el dios de las aguas. Po­
seidón, com o encontram os en Filóstrato (Imagines, II, 17)27. Lo
que nace del sporium sólo tiene m adre, sea la tierra o sea la m ujer

26 A polodoro, II, 3,1-2; Higinio, Asiron. poei., 18; Fulgencio. Ai., III, 1; Servio.
A d Verg. Aen.. VI, 288; Müller. Fr. Iiist. gr.. 4.549.21: Diodoro .fr. libro VI: Tzetzes
a Licofrón.. 17.
27 Jakobs a Filóstrato. p. 474; Hesiquio. s. v. Elymnios y Elyma.

84
la que se encarga de esta tarea. El padre ya no viene al caso como
arado, como el sem brador que, cam inando sobre el campo traba­
ja d o , hecha en el surco abierto la semilla y luego se hunde en el
olvido. El D erecho rom ano ha form ulado jurídicam ente esta frase,
y la ha colocado en la base de las decisiones legales. E n el Fr. 25
D e usuris (22,1), Juliano (libro V II Digestorum), expresa repetida­
m ente el axioma: om n isfru ctu s non iure seminis sed iure soli perci-
pitur, o bien: in percipiendis fructibus magis corporis ius, ex quo.per-
cipientur, quam seminis ex quo oriuntur, inspicitus. Por esto dicen
las basilikai: oi tói sporoi allá tei géi épontai karpoí. C ujacius28 re­
conoce perfectam ente este axiom a tam bién en la procreación, que
está sujeta al mismo, según el ius naturale extraconyugal29. Para la
esclava es válido asimismo el ius naturale de la creación m aterial,
que equipara la m ujer al solum y el hom bre al sem brador, y no el
ius civile, que siem pre contiene una modificación y un estorbo para
aquél. E n párrafos aislados de los juristas rom anos se m uestra el
progreso del fructus praedi al partus ancillae30. Prim ero se fija la re ­
lación jurídica del praedium , y luego se aplica a la m ujer la tasa ga­
nada por ello31. Tam bién la semilla adopta la naturaleza del suelo,
nunca el suelo la de la semilla. «U na semilla extranjera esparcida
en otro país no se puede m antener, sino que suele degenerar en la
indígena» (Platón, Político, V I, 497).
P or lo tan to , una misma ley dom ina la agricultura y el m atrim o- v
nio, el D erecho m aterial de la ginecocracia.
M erece especial atención el hecho de que el D erecho m aterno
esté en relación con el m atrim onio y su rigurosa castidad. Las con­
clusiones que resultan del D erecho m aterno —especialm ente la de­
nom inación del hijo y su status a partir de la m adre— , son las que
han m arcado y supuesto en el sistem a de patriarcado la unión sexual
no conyugal; sin em bargo, bajo el dominio del m atriarcado apare­
cen como consecuencia y característica del propio m atrim onio, y
van unidos a la m ás rigurosa castidad m atrim onial. La ginecocracia
no existe fuera del m atrim onio, sino dentro de él. No es un opo­
n ente, sino un necesario acom pañante del mismo.
El efecto, el propio nom bre m atrim onium descansa sobre la idea
básica del m atriarcado. Se dice m atrim onium , no patrim onium, del
mismo m odo que se hablaba tan sólo de materfamilias. Paterfami-
lias es, sin duda, una palabra más tardía. Plauto utiliza muy a me­
nudo materfamilias, p ero paterfamilias ni siquiera una vez. E sto lo
destaca H ugo en Civilistischen M agazin, 4 ,4 8 3 , y en Rechtsgéschich-
te, 5, 131 (undécim a edición). Según el D erecho m aterno, hay un

28 Opp., t. 6, p. 32, Neapoli, 1722.


29 Como explica categóricamente el L. 7 C. de reí vind. (3, 32): partum ancillae ma-
iris sequi condítionem, nec statum patriz in hac specie consideran, exploran juris esi.
V er también Juliano en Fr. 84, parágrafo 10 D. de legatis I (30. 1).
30 Como en Juliano en Fr. 82, parágrafos 2, 3, 4. De leg. 1 (30, 1).
31 Maier enim est similis soto, observa Cujacius (Opp. VI, p. 29), non solum si-
mile matris ut Plato in Epitaphio.

85
pad re, pero no un paterfamilias. La fam ilia es un puro concepto fí­
sico, y p o r esto solam ente está vigente en el D erecho m aterno. La
transferencia al padre es u n impropria dictum, que por lo tanto fue
adoptado en el D erecho, pero sólo más tard e fue transm itido a uso
idiom ático ordinario, no jurídico. El padre es siem pre una ficción
jurídica, y la m adre, p o r el contrario, un hecho físico32. Tantum da
a en ten d er que aquí debe colocarse una ficción jurídica en el lugar
de la'certeza natural que siem pre falta. El D erecho m aterno es na­
tura verum, m ientras que el padre es m eram ente iure civile, tal y
_ com o se expresa Plauto. A llí donde no cabe la ficción, entonces se
dice nullum patrem habere intelliguntui23. Séneca llama publici pe-
reri a tales niños, el D erecho rom ano spurii, ilegítim os, o vulgo
quaesiti, m ientras que la expresión naturales se restringe a los na­
cidos ex concubinato34. Com o naturales designationes, Paulo35 se­
ñala mater, filius, cognati. Las X II T ablas, se dice aquí' sólo tom an
en consideración la fam ilia civil, es decir, los agnati3 . Lo mismo
vale p ara el pad re, p orque éste nunca es natura, sino sim plem ente
iure verus et certus. Pero natura es la ley física de la m ateria, es de­
cir, el aspecto m aterial de la potencia de la N aturaleza. D e ahí se
sigue que el D erecho de adopción no puede corresponder a la m a­
dre. M ater naturae vocabulum est, non civile, adoptio autem civilis.
P or esto, Paulo (Fr. 7 de in ius voc.) sólo nom bra al pater adopti-
vus. E p i metros oydeis ekpoiétos. Puede ser aceptado con seguri­
dad que este D erecho tam bién debe ser válido entre los licios. A
causa del fundam ento puram ente natural de la m aternidad, la m a­
d re se ha ganado el am or de los hijos37. P or lo tan to , tam bién los
uterini están ligados el uno al otro tan estrecham ente com o los con-
sanguinei38. A sí, H elena en llíada, III, 238, atribuye su am or a los
D ióscuros a que nacieron de la misma m adre: tó m oi mía geínato
métér. Pero en el canto X II, Licaón, hijo de P ríam o, estando en
peligro de m u erte, busca conm over a A quiles gritándole que no es
herm ano carnal de H éctor, que había m atado a su amigo Patro-

32 Paulo, ad Edictum, en Fr. 5 D . de in ius voc. (2, 4): meter semper certa est,
etiamsi vulgo conceperit, pater vero is tantum, quem nuptiae demonstrant.
33 Parágrafo 4. I. de succ. cogn. (3, 5).
34 Cujacius, Opp. VI, 87, y ad N ov., 18, Opp. II, 1066.
33 A d Edictum, en Fr. 7, pr. D. de capite minutis (4, 5).
36 E x novis autem legibus (por ejem plo, ex S. Cto. T ertuliano y Orfitiam o), et
hereditates et tutelae plerumque sic deferuntur, ut personae naturaliler designentur; ut
ecce deferunt hereditatem Senatus Consulta matri et filio. Cujacius, Opp. V, 160, aña­
de la explicación: Filius et mater naturae vocabula sunt, cognatus etiem naturae ver-
bum est, agnatus vero civile verbum esti non naturae.
37 M enadro: estin dé m ítér phílos téknói mállon, lo mismo que Hom ero canta,
por el contrario, philúte hé hygatér andri géronti. En Odisea, I, 215, Telémaco dice:
Meter mén temé physin tot émmenai, aytár egóge oyk oid’...
38 Éodem patre nati; Gayo, Inst. Just., III, 10, con los paralelos en Boecking, p.
140, tercera ed.; Libanio, epístola ad Ulyssem: rarum esse fratrum gratiam matre
diversorum.

86.
cloJy. Príam o había engendrado a Licaón con L aotoe, la hija del an­
tiguo príncipe lélege40.
Los uterini, p o r lo tan to , pasan por estar tan estrecham ente em ­
parentados y ser tan amigos com o los consanguinei, en el sentido
del m atriarcado fundado sobre la verdad de la N aturaleza. El ma-
irim onium aparece como una expresión del am or más elevado, y
así corresponde a la expresión cretense «querida m etrópoli», de la
que P latón, en un lugar muy poco citado, dice que contiene un gra­
do especial de fidelidad que no hay en la denom inación patria*.
Sería erróneo q u erer reducir aquellos pueblos que m uestran un (
m odo de vida ginecocrático al nivel más inferior, en el que no exis­
tiese todavía el m atrim onio, sino solam ente la unión sexual natu­
ral, com o entre los animales. La ginecocracia no pertenece a los
tiem pos preculturales, antes bien, ella misma es un estado de cul­
tura. Pertenece al período de la vida agrícola, del cultivo ordenado
del suelo, no a aquel de la generación terrestre n atural, no a la vida
palustre, con la que los antiguos asociaban la unión sexual extra-
conyugal (Plutarco, I sis et Os. 38), de m anera que las plantas pa­
lustres eran iguales al nothus y las simientes agrícolas al legitimus.
El D erecho m aterno es tam bién iuris naturalis, porque surge de la
ley de la m ateria, en cuyo sentido, como dem ostrarem os más tar­
de, la expresión es utilizada todavía por los juristas rom anos41; así
este ius naturale se ha lim itado m ediante la institución positiva del
m atrim onio, y ya no es reconocido entre los hom bres en toda su ex­
tensión, tal y como regía el m undo animal. Solam ente dom ina den­
tro 'd e l m atrim onium y excluye la libre unión sexual. La im portan­
cia de esta observación se destacará más claram ente a lo largo del —
desarrollo posterior de nuestra.interpretación.
A causa del contraste que ofrecen, deben ser recogidas aquí al­
gunas noticias de los antiguos sobre los pueblos que no conocían el
m atrim onium , sino que m uestran el m atriarcado en conexión con
la más com pleta naturalidad de la relación sexual, y por lo tanto
conservan el ius naturale en toda su extensión. E n todos los aspec­
tos referentes a esto se m uestra una variedad en los detalles digna
de atención. U n gran núm ero de grados van desde el estado com­
pletam ente natural hasta el reconocim iento de la vida exclusivamen­
te m atrim onial, que de vez en cuando está oscurecida por los restos
de aquel prim itivo estado anim al. E n mi interpretación destacaré es­
pecialm ente la sucesión de niveles de elevación de la raza hum ana

w m é m e kiein, epei oych homogástrios Hektorós eimi.


40 Ovidio, Met., V. 140: Clytiumque Clarinque maire satos una.
* (N. de ja T .). Literalmente, «metrópoli» significa «ciudad madre», y se deriva
del griego méter, m adre, mientras que «patria» se deriva de pater, padre.
Pr. Just.', de iure naturali, gentium et civili (1, 2): Jus naturale est, quod natura
omnia animalia docuit. Nam ius istud non humani generis proprium est, sed omnium
animalium, quae in coelo, queae in Ierra, quae in mari nascuntur. fiin c descendil ma-
ris atque fem inae conjunctio, quam nos matrimonium appellamus, hinc liberorum pro­
creado, hinc educatio; videmus enim et celera animalia istius iuris peritia censen.

87
desde las condiciones com pletam ente anim ales hasta la civilización
m atrim onial, y de este m odo trataré de hacer evidente la paulatina
transform ación del ius naturale en ius civile positivo.
E n el nivel más profundo de la existencia, el hom bre, al lado de
una unión sexual com pletam ente libre, m uestra tam bién la publici­
dad del acto carnal. Lo mismo que los anim ales, satisface el impul­
so de la N aturaleza sin una unión duradera con una m ujer deter­
m inada, y a la vista de todos. Com unidad de m ujeres y publicidad
del coito son referidos como lo más característico de los masagetas
por H erodoto (I, 126): «Cada uno se casa con una m ujer, pero se
perm ite a todos utilizarla. Entonces lo que los griegos atribuían a
los escitas, no lo hacen los escitas, sino los m asagetas. C uando a un
hom bre se le antoja una m ujer, cuelga su carcaj delante del carro
y realiza el coito a plena luz»42. Con m ucha frecuencia, H erodoto
relaciona a los masamones con los m asagetas (IV , 172): «Según la
costum bre, cada uno tiene m uchas m ujeres, y cohabitan con ellas
en común. E n lo referente al acto sexual, observan lo mismo que
los m asagetas; plantan su bastón en el suelo». V alkenaer quiere su­
prim ir las palabras epíkoinon aytéón tén m íxin poiefntai, por ser una
adición tardía. La com paración con el relato sobre los m asagetas in­
dica su autenticidad. A quí y allí tenem os no sólo com unidad, sino
tam bién publicidad de la unión sexual. A m bas se encuentran tam ­
bién entre algunos pueblos indios. Sin nom brarlo, Sexto Empírico
(Pyrrhi H ypotyp., III, 618 (B ekker)) dice: mígnintai adiaphórós de­
m os íai, katháper kai peri toy philosdphoy y krátétos akékóam en. El
coito público unido con la vida m atrim onial lo encontram os en los
mosinecos, sobre los que inform an Dionisio, Períegesis, 766, p. 375
(Bernhardy) y D iodoro (X IV , 30): «Los soldados (de Ciro) decían
que éste era el pueblo más inculto de todos los que habían encon­
trado durante su m archa»43. A éstos se añaden los ansios etíopes
que viven en el pantano Tritonis. Según H erodoto (IV , 180), «ellos
se sirven de las m ujeres en com ún, y cohabitan con ellas al m odo
del ganado, sin form ar con ellas un hogar»44. E n el lago Tritonis
D iodoro (III, 52) busca la sede originaria de las A m azonas libias.
E strabón (X V II, 820) m enciona una reina etíope, Candace.
D e los garamantes, o tro gran pueblo etíope, se destaca ante todo
la com unidad de las m ujeres. Solino dice: Garamantici Aethiopes
matrimonia privatim nesciunt, sed vulgo óm nibus in venerem licet
(m ejor in venerem ruere licet, como en H oracio: in venerem ruentis

42 Sobre esta publicidad del acto sexual, Cenobio (cent., 5, en Leutsch y Schnei-
dewin, Paroemiogr., 1, 137), dice: Oreioi Massagéíai en tais hadots plésiázoysi; H e­
rodoto, I, 203: mixln le tontón ton anthrópón einai emphanéa, kaláper loísiprobáloisi.
43 Lo mismo relata Jenofonte, Anabasis, V, 277; ver también Apolonio, A rg., II,
1023-1027: oych eynes aidbs epidémios, allá sys ós ghorbádes, oyd’ hébaion arygó-
menoipareóntas, mísgontaichamádis philotéti gynaikón, a lo que el escoliasta añade:
oyk hós aytón synerchoméndn tais allétón, gynaixi toyto légei allá hékastos téi heay-
toy phanerós.
44 oyte synokéontes, kténédón le misgómenoi.
tauri). Inde est, q u o d filio s matres tantum recognoscunt: paterni no-
minis nulla reverentia est. Quis enim verum patrem noverit in hac
luxuria incesti lasciviendis? Eapropter Garamantici Aethiopes inter
■ omnes populus degeneres habentur: nec inmérito, qui afflicta disci­
plina castitatis succesionis notitiam ritu im probo perdiderunt4S. Por
esto tam bién A so, la reina etíope, se relaciona con las setenta y dos
conspiraciones p ara la caída de Osiris, el verdadero esposo de Isis,
tal y com o P lutarco (Isis et Os., 13) interp reta el m ito egipcio. A quí
no se habla de la publicidad sexual, pero es muy verosímil en el
símbolo del perro que los etíopes reconocen com o la más elevada
representación de la divinidad46. Pero el p erro es im agen de la )
T ierra hetáirica que se regocija en la fecundidad. Irregular, siem ­
pre entregado a la unión sexual pública, representa el principio de
la generación anim al en su form a m ás clara y brutal. P or esto hay _
que d u d ar de que kyó n y kyein, que Plutarco (Isis et Os., 44) colo­
ca juntas, se basen realm ente en el m ismo tronco, sin que p o r esto
una palabra deba ser deducida de la otra. E n E g ip to, dice P lu tar­
co, el perro ha disfrutado de la m ayor glorificación p o r parte de los
antiguos47. Con esto se relaciona la noticia de la naturaleza andró­
gina de ciertos pueblos etíopes48. A sim ism o, se repite la misma con­
cepción que yace en kyó n en heaytoi, y en Tiresias, que había dis­
frutado de los dos sexos49. Sobre la conexión del p erro con el m a­
triarcado hablarem os más tarde p o r extenso, con m otivo del perro
de m adera que adoraban los locrios fieles a la ginecocracia (P lutar­
co, Quaest. gr., 15). A q u í llamo la atención solam ente sobre lo más
necesario. E n los Philosophom ena de O rígenes (M üller, p. 144), se
m enciona una im agen tem plaría sobre la que un anciano en form a
de falo sigue a una kynoeidés gyné. N o voy a en trar por el m om en­
to en la cuestión de si los nom bres que, según la antigua costum ­
bre, estaban escritos sobre la pintura de las figuras, han sido tran s­
m itidos erró n eam en te, como supone N euháuser (Kadmilus, p. 33).
El perro está especialm ente asociado a H écate, y, por el con­
trario, es odioso a los dioses de la luz, lo mismo que la m ujer do­
m inante (P lutarco, Quaest. gr., 108); tam bién se relaciona con las
Mania genita y D ian a (Plutarco, Isis et O s., 71; Quaest. ro m ., 49),
m ientras que en la apolínea D élos no se perm ite la entrada de
perros, y ninguno debe ser enterrado allí (E strab ó n , X , 486). Isis

V er también M ela, V, 8: Nulli certa uxor est. E x his, qui tam confuso paren-
tum coitu passim incertique nascentur, quos pro suis colant, form ae similitudine agnos-
cunt; Plinio, V, 8: Caramantes matrimoniorum exsortes passim cum fem inis degunt.
Finalm ente, Marciano Capella, VI, parágrafo 674, señala: Garamames vulgo fem i­
nis sine matrimonio sociantur.
46 Esto lo encontram os señalado en Plinio, VIII, 40; Eliano, D e nat. anim., VII,
40; Plutarco, A dv. Stoic. de commum. notit., 16.
47 dió panta tíktón ex heaytoy kai kyón en heaytói tin toy kynós epiklésis éschen.
48 Plinio, VII, 2: Supra Nasamones confmesque illis Machyals Androgynes esse
utriusque naturae inter se vicibus coeuntes, Calliphanes tradir: Aristóteles adjicit, dex-
tram mam mam iis virilem, laevam muliebrem esse.
49 Higinio, Fáb. 75; A m obio, adv. gent., V, 13.

89
está representada cabalgando sobre un perro en su tem plo rom ano,
po r cierto, con el mismo sentido en que la A frodita elide se sienta
epi trágói, es decir, como fascino inequitans, al igual que las m atro­
nas rom anas, según A rnobio; por consiguiente, gon la idea de fe­
cundación. Tam bién Isis es m ultim am m a (M acrobio, Saturnalia, I,
20), la Tierra que siempre espera la fecundación (Plutarco, Isis et
O s., 53). El perro aparece con el mismo signifcado físico que en las
m onedas de A rdea en los m u m m i sicilianos (Servio, A d . Verg. A en.,
V , 30). La indecencia de la copulación siem pre pública hace al perro
imagen de la hetaira. En H om ero (llíada, V I, 344-366), H elena se
llam a a sí misma «perra». Iris a A tenea (llíada, V III, 423) y H era
a A rtem is (llíada, XXI, 481). A sim ism o, las criadas descuidadas en
casa de Odiseo se llaman kynes (O disea, X V III, 338; X IX , 91, 154,
372; X X II. 35). E n Platón (República, V III, 563), encontram os el
proverbio «los perros son com o las m uchachas», y en V , 466 com­
para a las m ujeres que salen con los hom bres a la guerra y los si­
guen siem pre con perros que van de caza50. El perro es el símbolo
correspondiente a la m ujer etíope, hetárica, que se acopla libre­
m ente a la m anera del perro.
Yo relaciono con esto una noticia de Nicolás de D am asco (M ü­
ller, Fr. hist. gr.,. 3, 463) que se ha conservado en m orum miriabi-
lium collectio Stobaeus in Florilegium: «Los etíopes honran espe­
cialm ente a sus herm anas. Los reyes transm iten la soberanía no a
sus propios hijos, sino a los de sus herm anas. Puesto que no tienen
herencia, eligen como jefe al más herm oso y agresivo». E sto últi­
mo lo confirm an H erodoto (III, 20) y E strabón (X V II, 822). La dis­
tinción de los hijos de la herm ana es una consecuencia necesaria
del D erecho m aterno, y por esto tam bién aparece en otras partes.
Según Plutarco (Quaest. rom. 14), las m ujeres rom anas piden a la
diosa M adre Ino-M atuta p o r la prosperidad no de sus propios hijos
sino de los de sus herm anas. La propia Ino am am antó al hijo de su
herm ana, Dioniso. En la misma relación aparece A nna, cuidando
y atendiendo a su herm ana D ido. Q ue D édalo despeñase al hijo de
su herm ana, T alo, fue un pecado extraordinario. Y óbates debía
vengar el insulto a su herm ana A n tea. E stá más cerca de ella que
su esposo Preto. M ás tarde volveré sobre esto.
O tros pueblos etíopes limitan el hetairism o de la m ujer a la no­
che de bodas. D e los angilios, que no conocen ninguna otra divini­
dad que los m uertos (Plinio, V, 8), escribe M ela (I, 8): Feminis eo-
rum solem ne est, nocte, qua nubant, om nium stupro patere, qui cum
muñere advenerint: et tum, cum plurim is concubuisse, m axim us de­
cus; in reliquum pudicitia insignis est. C om o com paración puede ser­
vir el siguiente relato sobre los habitantes de las islas B aleares en
D iodoro (V , 18): «D urante sus bodas, tienen una curiosa costum ­
bre. En efecto, durante la noche de bodas, el más anciano de los
amigos y conocidos es el prim ero que cohabita con la novia, y lue­

50 Sobre los cínicos, ver A teneo, X III, 93.

90
go los dem ás p o r ord en de edad, y el novio es el últim o que p arti­
cipa de este honor»51. D e los gindanes africanos, Herodoto (IV, 176)
relata: «Sus m ujeres llevan gran cantidad de cintas (perisphyria) al­
rededor del tobillo. E stán hechas de piel, y tienen el siguiente sig­
nificado: al cohab itar con un h o m b re,.la m ujer se pone una de ta­
les cintas. La que tenga más es considerada la m ejor, puesto que
es la q u e.h a sido am ada p o r más»52. E l regalo que cada augilio en ­
trega a la novia recibe su explicación de las noticias de Sexto sobre
el origen de la d o te, con lo que coincide el conocido pasaje de Plau-
to sobre las m ujeres de los etruscos (tute tibí dotem quaeris corpo-
re). Es el dinero de las hetairas el que conform a la dote, lo mismo
que en los m isterios A frodita p one en el vientre de la iniciada el
aes meretricium, el stipes, a cambio del que recibe el falo (A rnobio,
V, 19). L a pudicitia insignis que sigue nos m uestra a los augilios en
el nivel del m atrim onio, y al hetairism o inicial no sólo no excluido
por él, sino com o garantía de su posterior rigor y castidad. E ncon­
tram os de nuevo todos estos rasgos en tre los babilonios, los locrios
o los etruscos. Su explicación m ás exacta queda p ara una interpre­
tación posterior del antiguo hetairism o ligado al m atrim onio. H e­
rodoto (V , 6) relata: «No guardan a las doncellas, sino que las de­
jan en com pleta libertad p ara unirse con quien ellas quieran. Por
el contrario, vigilan severam ente a las m ujeres; las com pran a sus
padres a un elevado precio». C onsinéry, en los Armales de voy age
par Klaproth (1832, Iunin., p. 367) señalaba lo poco que el cristia­
nismo ha cam biado estas costum bres53.
Los etíopes se relacionan con los nóm adas cirenaicos54. A quí ve­
mos la com unidad de m ujeres lim itada a una fam ilia determ inada.
Sólo los p arientes perm anecen juntos; pero son siem pre num erosos
gracias a la gran cantidad de m ujeres. A quí aparece la libertad de
la unión sexual com o el prim er vínculo de una m ayor com unidad
hum ana.
E strabón (X V I, 783) describe una situación sem ejante para los
árabes. «Los herm anos son más apreciados que los hijos. A com o­
dan la hegem onía de la familia y otros honores al prim ogénito.
Todos los parientes de sangre tienen bienes com unes. Pero el so­

51 Dascum plurimus concubuisse máximum decus, se repite en Cenobio, Cent. (Pa-


roemiogr., 1,127): Stymphlaoi timosi gynaika tén pleíosin andrási prosomilésaran, y
en Sexto Empírico, que en Pyrrhi Hip., III, 168, escribe de las egipcias: phasi goyn
hóti ai pleístois synioysai kai kósmon échoysi perisphyrion synlhéma toj> par' aytéis
semnologématos. par' einois dé ayton ai kórai pro tén gémón t'én proíka ex hetaire-
seos synágoysai gamoíntai, con lo que se debe comparar lo que Teopom po en A te­
neo, X II, 14, relata sobre los etruscos, que no rechazan la publicidad del coito.
52 Sobre esto, ver Pach. Voyag., p. 71.
53 D el rey de Cefalea, el hijo de Prom neso, Heráclides (fr. 32) relataba: tás te
kóras prd to j gamískesthai atytds egínósken. A ntenor puso fin a esta costumbre
(Schneidewin, p. 102).
54 Mela, I, 8: Quamquam in familias passim ac sine lege dispersi, nihil in com-
m une consultum: tomen, quia singulis aliquot sim ul conjuges, et plures ob id liberi
agnati sunt, nusquam pauci.

91
berano es el de más edad. Todos tienen una m ujer. El que llega pri­
m ero, entra y cohabita con ella. D eja su bastón ante la puerta; to­
dos acostum bran a llevar bastones. Ella pasa la noche junto al m a­
yor. Tam bién cohabitan con sus m adres. La m uerte es el castigo del
adulterio. E l adúltero es de o tra familia. U no de sus reyes tenía una
hija de gran belleza, pero éste tenía quince herm anos que la ama­
ban, y ella, uno tras o tro , los visitaba sin cesar. C ansada de la con­
tinua unión sexual, urdió la siguiente argucia. Se hizo bastones igua­
les a los de sus herm anos. C uando uno se iba. ella colocaba el bas­
tón correspondiente ante la puerta, y poco después otro y otro más.
siem pre con cuidado de que el siguiente no pudiese encontrar el
suyo. Un día, cuando todos estaban juntos en el m ercado, uno de
ellos quiso ir junto a ella, pero encontro su bastón ante la puerta.
D edujo entonces que un adúltero debía estar con la muchacha.
C orrió ju n to a su padre, lo condujo hasta allí, pero descubrió que
había sido engañado por la muchacha». Es digno de atención que
este relato no contiene un suceso aislado, sino la imagen de una si­
tuación generalizada. Vemos aquí el D erecho natural puram ente
anim al lim itado al círculo de una familia determ inada, a una comu­
nidad de sangre, y totalm ente reconocido dentro de los límites de
la misma. La unión de herm ano y herm ana que Platón admitía en
la República (V, 461), y la de m adre e hijo, que practicaban los ma­
gos (E strab ó n , X V, 735) corresponden perfectam ente al ius natu-
rale. E s en este sentido de la costum bre árabe que M irra llega a sa­
ber del am or prohibido hacia su padre Ciniras en Ovidio (Met., X,
323):

«Pero no estoy seguro de condenar por piedad un amor como éste.


Otros animales se emparejan como quieren, ni es infame para una
ternera resistirse a su padre, ni para su propia hija ser la pareja de
un caballo; la cabra va entre los rebaños que engendró, y muchos
pájaros conciben de aquellos de quienes fueron concebidos, ¡Felices
los que tienen tal privilegio! La civilización humana ha hecho leyes
malévolas, y lo que permite la Naturaleza, lo prohíben las celosas le­
yes. Y aún dicen que hay tribus entre las cuales se emparejan madre
con hijo, hija con padre, de manera que el amor natural se incre­
menta por el doble lazo».

La relación del D erecho positivo con el m atriarcado se describe


aquí de una form a exactísima. El ius civile supone una limitación
del ius naturale. E ste fue cada vez más arrinconado por aquél, y
p o r fin lim itado a un pequeño círculo. E ntre ellos se interpusieron
la insociabilidad y la hostilidad. E n m uchos m itos se señala esto.
Llam o la atención sobre una inform ación de S. A gustín (de civ. dei,
V I, 9). Silvana es hostil a la m adre, al m atrim onio y a sus hijos. Bus­
ca exterm inar a la parturienta y sus hijos. M ediante el hacha, la es­
coba y la m ano de m ortero, los tria signa culturóle, se intenta im­
pedirlo y oponerse a su em presa. Silvana pertenece a la vegetación
natural'salvaje, que ve un enem igo en la vida fam iliar y hum ana or-

92
denada. A sí las H arpías, estas m adres-del-huevo lirias, divisan el
instante en que A frodita se eleva al cielo para im plorar el télos tha-
lerolo gam olo p ara las hijas de P andareo, la cum bre de la educa­
ción fem enina, y las raptan en el m om ento en que ellas se preparan
para el m atrim onio (Pausanias, X , 30). L a unión m atrim onial es ex- [
traña y verdaderam ente hostil a la ley natural de la m ateria. La ex­
clusividad del m atrim onio perjudica al D erecho de la M adre Tierra.
H elena no está d otada de todo el encanto de P an d o ra porque no
se entrega exclusivam ente a uno. C uando viola el m atrim onio y si­
gue al herm oso A lejandro hasta Ilión, ella se obedece a sí misma
tanto com o a la orden de A frodita y a la tendencia de la N aturale­
za fem enina, que asocia a H elena con el refrán que Plutarco (Alci-
bíad., 23) tam bién aplica a Alcibíades: éstin hé pálai gyné. Por esto,
la m ujer que en tra en el m atrim onio debe apaciguar a la M adre N a­
turaleza ofendida m ediante un período de libre hetairism o, y ob te­
ner la castidad del m atrim onio gracias a la impudicia previa. El h e­
tairism o de la noche de bodas, tal y com o lo hem os encontrado en ­
tre las m ujeres augilias, baleares y tracias, descansa sobre esta idea.
Es un sacrificio a la M adre N aturaleza m aterial, para reconciliarla
con la posterior castidad conyugal. P o r esto es el novio el último
en participar de tal honor. P ara p oseer perm anentem ente a la m u­
je r, el hom bre debe cederla prim ero a otros. Según el ius naturale,__
la m ujer se halla p o r naturaleza inclinada a los am oríos, es una Acca
Larentia que se entrega tói tychónti, lo mismo que la m ateria terre ­
nal, que com o Penía anhela la fecundación siem pre renovada. La
m ujer, lo mism o que la hija del rey árabe, debe entregarse al hom ­
bre sin descanso, lo mismo que el tem plo rom ano de H orta está
siem pre abierto (Plutarco, Quaes. rom ., 43). Peca cuando quiere
descansar m ediante ardides y fabricando falsos bastones. D ebe ser
com placiente, una L ubetina, una auténtica H orta (Hortani, según
A ntistio L abeo en Plutarco, loe., cit.), siem pre prep arada, nunca
vacilante, sino incitante (Servio, A d . Verg. A e n ., V II, 124). La fa­
milia árab e perm anece fiel a este D erecho natural que la m ujer au-
gilia rom pe, p ero busca expiar m ediante el hetairism o de la prim e­
ra noche. A d ú ltero es solam ente el extraño a la fam ilia, nunca el
pariente de sangre. Tal fam ilia se reproduce m ediante el eterno au-
toabrazo, kyó n en heaytoi. Sólo p o r esto se convierte en la imagen
com pleta de la m ateria terrestre.
Tam bién p ro crea m ediante el incesto continuado. Y a en la os­
curidad del seno m aterno de R ea, Isis y Osiris se abrazaban am o­
rosam ente (Plutarco, Isis et O s., 12). E n am bos herm anos, la
fuerza de la N aturaleza se divide en sus dos potencias. La unión re ­
petida m ediante el coito es la ley de la m ateria. Por esto los h e r­
m anos están obligados en p rim er lugar uno al otro. Para esta con­
cepción m aterial, el m atrim onio de herm anos pasa p o r ser una ley
no sólo adm isible, sino natu ral, lo que según Platón (República, V,
461), tam bién lo confirm a la Pitia délfica. Sobre el carácter frater­
no descansa la relación conyugal de Isis y Osiris, de Z eus y H era,

93
Jano y Cam isa (A ten eo , X V , 692), y que este D erecho m aterial tie­
ne profundas raíces en las concepciones de los antiguos lo m ues­
tran muchos ecos en las costum bres y las leyes tam bién entre he­
breos y griegos. Plutarco (Quaes. rom. 105), partiendo de las con­
cepciones griegas, pudo incluir en su colección de costum bres cu­
riosas e inexplicables la pregunta de por qué los rom anos no se ca­
saban con sus parientes cercanos. N epote (Cimón, 1), señala, sin
em bargo, que más tard e solam ente se perm itía el m atrim onio entre
los eodem paíri nati nataeque. Lo mismo dice Plutarco en Temísto-
cles (hacia el final). Tam bién aquí el D erecho positivo conserva el
carácter de perjuicio p ara el D erecho natural. Q uod natura remit-
tit, invida iura negant. E n la autorreproducción de la familia árabe
se une el grado más elevado de parentesco d en tro de la misma con
el más alto grado de cierre ante el exterior. Los miembros de cada
clan particular están unidos unos a otros m ediante la relación más
estrecha, la del prim er grado de com unidad de sangre: todos her­
m anos, todas herm anas, todos hijos y padres; p o r el contrario, los
diferentes clanes no se aproxim an entre sí m ediante ninguna rela­
ción. El principio de la hostilidad se enfrenta al del am or, y ambos
se elevan al más alto grado de desarrollo. La unión está del lado
de la m u jer, la separación, del del hom bre. D esde este punto de vis­
ta, la libre unión sexual dentro de los linajes particulares, aparece
como un m edio necesario para que los hom bres de cada nivel cul­
tural logren una relación m ayor y más duradera. Solam ente la unión
m aterial más estrecha m antiene unidas a las familias nóm adas de Ci-
renaica. Las familias acam pan separadas y nunca sostienen una de­
liberación común. Pero los m iem bros de la misma familia están fir­
m em ente unidos y, al no estar oprim idos p o r ninguna ley, crecen
rápidam ente. E l ius naturale de lo m aterial, al que pertenece el D e­
recho m aterno, aparece aquí al mismo tiem po com o principio de la
unión y la am istad entre los hom bres y como impulso para su rápi­
do crecim iento num érico. La m ujer es el punto clave y el vínculo
de la más antigua unión estatal. Para sustituir a los ciudadanos de
A tenas perdidos en la guerra y diezm ados p o r la peste, un acuerdo
del Senado que m enciona Jerónim o de R odas en D iógenes Laercio
(II, 26), perm itió tom ar dos m ujeres, una ciudadana para casarse y
o tra p ara tener hijos55.
Todos los datos aquí destacados se repiten en la sociedad de las
abejas. D ebem os rem itir a ésta tanto más rápidam ente cuanto que
el ejem plo de las abejas fue citado reiteradam ente por los antiguos,
y ocupa una elevada posición en el desarrollo de la raza humana.
E n la espléndida descripción que Virgilio (Georg. IV) hace de la
vida de las abejas, se pone especialm ente de m anifiesto la colecti­
vidad de los nacidos. E n el verso 153 se dice: solae com m unis gna-

55 Sobre esto, ver Jakobs, Vermischten Schriften, 2, 218-219; W yttenbade a Pla­


tón, Fedón, p. 312.

94
tos, consortia tecta urbis habent, m agnisque agitant sub legibus ae-
vum : et patriam solae et certos novere p e n a t i s . A las palabras gen-
tis adultos educunt foetus, Servio observa: E t bene gentis foetus, quia
non singulae de singulis nascuntur, sed om nes ex óm nibus. Con es­
tas noticias coincide la realidad de la N aturaleza. L a vida de las abe­
jas nos m uestra a la ginecocracia en su form a m ás clara y más pura.
C ada colm ena tiene su reina. Ella es la m adre de todo el clan. A
su lado hay una m ayoría de zánganos de sexo m asculino. Estos no
se dedican a o tra ta re a que no sea la fecundación. N o trabajan, y
por esto, cuando han cum plido el fin de su existencia, son elim ina­
dos p o r las obreras del sexo fem enino. A sí, todos los m iem bros de
la colm ena surgen de una m adre, p ero de un gran núm ero de p a­
dres. Ningún am or, ningún lazo de fidelidad las ata a ellos. Los zán­
ganos son expulsados de la colm ena p o r sus propios hijos, o apu­
ñalados en la llam ada m atanza de los zánganos. H an culm inado su
ta re a con la fecundación de la m adre y ahora son entregados a la
m uerte. L a relación de las abejas es tan cariñosa p ara la reina como
despegada y hostil p ara los innum erables padres.
La reina es la que m antiene unida la com unidad. N o se tolera
a ninguna abeja extraña, todos los hijos y nietos deben proceder de
la misma m adre. C uando la reina m uere, se pierden todos los
vínculos del orden. Y a no se trab aja. C ada abeja busca alim ento
p ara sí m ism a, hasta que llega al fondo del panal. Los panales son
saqueados y aniquiladas las infatigables obreras. P or esto las abejas
defienden h asta el extrem o a la reina m adre, que se distingue de
las dem ás p o r su m ayor tam año. Virigilio (G eorg., IV , 212-218), lo
m ism o que los restantes escritores antiguos, habla de un Rex, m ien­
tras que la observación m ás exacta de la N aturaleza ha dem ostrado
la m aternidad de la Regina, lo mismo que el sexo masculino de los
zánganos. L a reina es la m adre del em jam bre. N o tiene otra tarea
m ás que procrear. Pone un huevo tras otro en las celdillas especial­
m ente destinadas p ara ello. Las abejas que surgen de aquí no serán
m adre, sino vírgenes dedicadas p o r ello sólo al trabajo y la produc­
ción (V irgilio, Georg., IV , 199-202). P or esta cualidad, el enjam ­
bre de abejas es el ejem plo más com pleto de la prim era unión hu­
m ana, que descansaba sobre la ginecocracia de la m aternidad, tal
y como la hem os hallado en las condiciones de vida de los pueblos
citados. E n efecto, A ristóteles (en A ten eo , V III, 353) coloca a las
abejas p o r encim a de los hom bres de los tiem pos primitivos, por­
que la gran ley natural alcanzaba en ellas una expresión más p er­
fecta y sólida que en tre los hum anos, idea que se repite en Virgilio
(Georg. IV , 154, con el com entario de Servio).
P or to d o esto, las abejas ap arecen, con razón, como represen- i

56 A esto, Servio añade: Píalo in libris, quos peri politéias scripsit, dicit amori repu-
blicae esse nihil praeponendum, omnes praetera et uxores el ¡iberos, ita nos lamquam
communes habere debere, ut caritas sil non libido confusa. Quod praeceptum nullum
animal dicit praeter apes servare potuisse. Lo mismo se repite en Eneida, I. 435.

95
tación de la potencia fem enina de la N aturaleza. Se relacionan
p referentem ente con D em éter, A rtem is y Perséfone, y son una re­
presentación de la m ateria terrenal por su m aternidad, su actividad
incesante, prim orosa; p o r lo tanto, constituyen una imagen del alma
terrenal de D em éter en su superior pureza. La conexión con la m a­
ternidad considerada como com pletam ente física ha encontrado su
expresión en una costum bre que indica Heráclides (en A teneo,
X IV , 647). E n las Tesm oforias de Siracusa se llevan los llamados
myllol. Se preparan con sésamo y miel, con la form a de los órganos
sexuales fem eninos, costum bre con la que Menzel asocia muy acer­
tadam ente en su m onografía, digna de ser leída, sobre las abejas57,
a la costum bre india de untar de miel los genitales de la novia. En
A lem ania, el árbol de la miel se llam a melissa, la m atricaria, que
pasa p o r ser el m ejor rem edio p ara las enferm edades sexuales fe­
meninas. Las abejas continúan su cualidad de m adres como nodri­
zas. Con miel alim entan a Z eus recién nacido. El producto más
puro de naturaleza orgánica, aquel en que aparecen tan estrecha­
m ente unidas la producción animal y la vegetal, es tam bién el más
puro alim ento m aterno, del que se sirvió la antigua hum anidad, y
al que volvieron los sacerdotes, los pitagóricos, M elquisedec y Juan.
L a miel y la leche pertenecen a la m aternidad, y el vino al principio
dionisíaco m asculino de la N aturaleza.
El papel m ediador, de unión, de la m ujer destaca de una m a­
nera especialm ente instructiva en las noticias sobre los trogloditas
africanos, en E strabón (X V I, 775): «La vida de los trogloditas es
nóm ada. Cada familia tiene su jefe. Las m ujeres y los niños son co­
m unes, exceptuando los de los tiranos. El que abuse de la m ujer
de uno de ellos, paga una oveja como castigo. Las m ujeres se pin­
tan de negro con gran esm ero. E n el cuello llevan conchas como
am uleto. Luchan unos contra otros por los pastos. Prim ero se gol­
pean con los puños, luego con piedras, y una vez que se han pro­
ducido heridas, con fuego y espadas. Las m ujeres separan a los lu­
chadores, poniéndose entre ellos y suplicándoles»58.
D e igual m anera las sabinas se interponen entre los contendien-
tres y transform an el encuentro hostil en un amistoso acuerdo59.
A sí, las m atronas entre los eleos, galos y germanos arreglan las
disputas de los pueblos, e instauran la paz y la concordia en lugar
de la hostilidad sangrienta. Los detalles serán tom ados en conside­
ración más tarde. L a sacralidad e inviolabilidad de la m ujer, que

57 Mythologische Forschungen, 1, 193.


58 Diodoro, III, 31-32: «Tienen en común a sus esposas e hijos. Sólo está excluida
la del soberano. El que se acerque a ella será castigado con un número determinado
de ovejas (...). Las más ancianas de las mujeres hacen que cesen las luchas. Se arro­
jan en medio de los combatientes, puesio que gozan de gran autoridad entre ellos.
Pasa por ser una ley no lastimar a ninguna de ellas. Por eso se detienen en seguida
los tiros de flecha ante su aparición.
59 Livio, I, .13: A nsae se inter tela volantia inferre, ex transverso Ímpetu fació, di-
rimere infestas ácies, dirimere iras; Dionisio. II, pp. 110-112 (Sylb).

96
tam bién se pone de m anifiesto en otras noticias, como en H erodo­
to (IV , 70-111), y ha encontrado su expresión en la lucha del escita
E hareo60, aparece com o fundam ento de la ginecocracia. Confirm a
el carácter religioso que ésta posee, al igual que tam bién lo expresa
la veneración de .una gran M adre (H erodoto, IV , 53-127) en el pro­
m ontorio H ipoleon. E n la m ujer sería ofendida y agraviada la pro- ;
pia T ierra, el principio fem enino-m aterial que está en la cum bre de
la N aturaleza. E nnegrecerse la cara nos lleva a la misma concep­
ción fundam ental. L a m ujer debe hacerse sem ejante a la m ateria
terrestre. El negro es el color de la tierra fecunda, penetrada por
el agua generadora, lo que ha estudiado especialm ente Plutarco (Isis
et Os., 33). N egra, por lo tan to , es la D em éter H ippia de los figa-
lios, que la llam aban Melainebl. Negro es tam bién el oscuro seno
m aterno, que, como verem os más tard e, corresponde a la noche.
El m atriarcado se une con la idea de la noche que produce el día
a partir de sí m ism a, al igual que el patriarcado se relaciona con el
reino de la luz, con el día engendrado por el sol con la M adre N o­
che. Sobre una concepción religiosa de este tipo debe estar basada —
la costum bre de los libios masilios de descansar de día y luchar sólo
de noche, como los Thrakía pareyresis61. Para los tapiros asiáticos,
E strabón (X I, 520) relata una costum bre opuesta a la etíope63. Los
tapiros tienen adem ás la costum bre de ceder su esposa a otros hom ­
bres cuando ha tenido dos o más hijos (E strabón, X I, 515). Volve­
m os a ten er aquí la hegem onía fem enina, la misma que obtiene su
m ejor representación de la aceptación de la pintura y el adorno de
los cabellos fem eninos.
Con la pintura negra de las m ujeres trogloditas y de los melan-
laenos (H ero d o to , IV , 107), se une el vivir en cavernas subterrá­
neas, po r lo cual los trogloditas se asocian con los hipogeos ponto-
asíaticos64, los ctonios de H esíodo65, los cimerios nórdicos e itáli­
cos, cuyas oscuras galerías se m encionan junto a Cumas, en la que
tam poco nunca penetra el sol (E strabón, V , 244-245). Tam bién en !
las conchas se expresa la sexualidad puram ente física de la m ater­
nidad, de cuya concepción recelaba Belerofonte. La doble concha
del m ejillón es, como verem os más adelante, la imagen afrodítica
del kteís fem enino, y p o r esto incluso entre los propios griegos está
provisto de p oder apotropaico. En las costum bres funerarias de los __
trogloditas, tal y com o las describen E strabón (XVI, 776), D iodoro

60 H erodoto, I, 105; IV , 67-74; Hipócrates, de aere el locis, p. 561 (Kühn).


61 Pausanias, VIII, 42; compárese con Virgilio, Georg. IV. 126-291.
62 Nicolás de Damasco, Müller, Fr. hbt. gr., 3, 462; también para los nómadas li­
bios fue señalada la cronología según las noches. Nicolás de Damasco, loe. cit.. 3.
463.
63 Tapyrión d' esú kai tó toys ándras melaneimonem kai makrokomeín, tas dé gynai-
kas leychamonetn. oikoysi dé metaxy Derbíkón kai Hyrkanén. kai ho andreotatos
kritheis gameí hén boyletai. De los dérbices se señala: sébontai dé gén oi Dérbikes.
thyosi d ’oydén thély oydé eslhioysi.
64 Escol. Apolonio. Arg., I, 943; Estrabón, XI, 5U6; Apolodoro. III. 45.
65 Suidas, s. v., y H arócrátes, hypó gén oikoynles.

97
(III, 32) y Sexto E m pírico (Pyrrhi H yp.,, III, 10-147 (B ekker)), se
m uestra la misma concepción básica. El cuello pegado a las rodillas
confiere al cadáver la posición del niño en el seno m aterno, como
volverem os a en co n trar entre otros pueblos prim itivos66.
Sobre los pueblos libios, cuyo nom bre fue atribuido a una gyné
aytóchtón (H erod o to , IV , 45), de los que tratan preferentem ente
las noticias hasta ahora expuestas, encontram os en A ristóteles una
indicación digna de atención. E n tre los argum entos con los que el
estagirita com bate la doctrina platónica de la com unidad de m uje­
res y niños, que favorece el am or y la fraternidad, ocupa un lugar
m uy significativo la observación de que aquella com unidad ni si­
quiera una vez alcanza su objetivo de destruir los vínculos indivi­
duales. «Entonces», dice en Política (X II, 1, 3), «tam poco se pue­
de evitar que de vez en cuando algunos quieran conocer a sus h er­
m anos, hijos, padres o m adres; de las sem ejanzas que existen entre
hijos y progenitores se extraen argum entos m utuos. Lo mismo ob­
servan los que han escrito acerca de países y pueblos. E n algunos
pueblos de la Libia superior, se tienen las m ujeres en com ún; sin
em bargo, los niños se escogen p o r el parecido. Hay entre las hem ­
bras de otros anim ales, com o p o r ejem plo el caballo y el buey, la
tendencia natural a tra e r al m undo hijos iguales a sus progenitores,
com o la yegua llam ada Dikaia en Farsalo». H erodoto (IV , 180) ob­
serva la adjudicación de los niños según el parecido en los ausios
tritonios. «Cuando el niño ha crecido al lado de la m adre, llegan
los hom bres, lo que tiene lugar cada tres meses, y es adjudicado al
que se le parezca». E n estas costum bres se m anifiesta una decaden­
cia del m atriarcado desde el ius naturale al principio del m atrim o­
nio. E l niño, adem ás de la m adre, debe tam bién recibir un padre.
La m adre es siem pre más segura, y está rodeada de la certeza físi­
ca, m ater natura vera; el p ad re, p o r el contrario, descansa sobre la
m era suposición, y no sólo en el m atrim onio, sino en la libre unión
sexual. L a paternidad es siem pre ficción. E n el m atrim onio, esta fic­
ción descansa sobre el propio m atrim onio y su supuesta exclusivi­
dad. P ara esto sirve la sentencia pater est quem nuptiae demons-
trant. E n la condición de soltero aparece o tra probabilidad en lugar
de la ficción real: la sem ejanza física del niño con el padre. Allí la
ficción es de naturaleza p uram ente legal; aquí, puram ente física.
P ara transferir la verdad física a la paternidad, a veces se supone
la costum bre de que el p ad re se tienda en el lecho de la m adre tras
el p arto e im ite a la p artu rien ta. Volverem os más tarde sobre las
costum bres de la adopción. A h o ra sólo quiero llam ar la atención so­
bre las costum bres de los chipriotas en Plutarco (Teseo, 20) y de
los ibéricos en E strabón (III, 165). E sto está en la base de su d e­
claración: geórgoysi aytai, te k o p a 1 te diakonoysi tois andrásin, ekeí-
n o yza n th ’ heaytón katá klínasai. A quella ficción se refiere al posi­

66 Trozon, en Anzeiger fü r scheweizerische Ceschichte und Alterthumskunde,


1856, 1.

98
tivo ius civile, y ésta al ius naturale al que pertenecen la com unidad
de m ujeres y el m atriarcado. Volvemos a ver aquí a la paternidad
como principio divisor. Lo que se reparte entre muchos padres lo
une la m adre al conjunto. A ristóteles deducía con razón de la unión
de am bos principios su frase de que la com unidad de m ujeres nun­
ca pudo tra e r consigo lo que pretendía alcanzar. La suposición ba­
sada en la observación del parecido tam poco falta allí donde no ha
e n c o n t r a d o r e c o n o c i m i e n t o p ú b l i c o , c o m o e n t r e l os
ausios y otros pueblos. En lugar de la com unidad de los niños, la
consecuencia de tal institución será la falta de hijos para los hom ­
bres. N adie dirá «estos mil niños son míos», pero tam poco «éste o
aquél es mío», o si lo dice será siem pre dudando y añadiendo «mío
o de otro». P or lo tan to , tendrá como hijos no a todos, sino quizás
a ninguno. E sta observación de A ristóteles (Política, II. 1. 11) es
correcta sólo desde el punto de vista del D erecho paterno. Frente
el D erecho m aterno superior en naturalidad, la separación según el
parecido aparece com o un perjuicio al ius naturale y como un co­
mienzo p ara sustraerse a su dominio.
El propio parecido es necesariam ente de poca im portancia en
aquel nivel cultural, porque la fijación de la apariencia individual
está excluida y siem pre borrada p o r la unión sexual libre y genera­
lizada. U na familia que se reproduzca en un continuo autoabrazo
sólo puede ten er un tipo físico, lo mismo que los anim ales, y entre
los distintos m iem bros, incluso entre hom bres y m ujeres, sólo ap a­
recen pequeñas diferencias. D e acuerdo con esto. H ipócrates (de
aere et locis, p. 555 (K ühn)) observa que los escitas tienen sólo un
arquetipo étnico, y no personal, y que (op. cit., p. 564). los asiáti­
cos son todos iguales, m ientras que en Europa la diferencia de las
condiciones físicas ocasiona una mayor cantidad de arquetipos é t­
nicos. La idéntica vestim enta para ambos sexos que llevan incluso
en la actualidad los pueblos asiáticos encierra una confirm ación de
la observación anterior (H erodoto. IV . 116).
La tiranía de un individuo está necesariam ente unida con la co­
m unidad de m ujeres. E sto se nos m anifiesta entre los árabes, los
trogloditas, los etíopes y los iberos del m ar Caspio (E strabón. X I.
501). C ada pueblo tiene su tirano. E sta hegem onía descansa sobre
el derecho de la procreación. Puesto que en la unión sexual no apa­
rece ninguna separación, y por lo tanto tam bién queda suprim ida
la paternidad individual, entonces todos tienen sólo un padre, el ti­
rano, cuyos hijos e hijas son todos, al que pertenecen todos los bie­
nes, sobre lo que Eforo (en E strabón, X. 480) hace una observa­
ción digna de atención. T irano aparece aquí en su auténtico signi­
ficado físico, com o Papaios (H erodoto, IV , 59). Se deriva de Tyros
o Tylos, denom inación de la potencia generadora de la N aturaleza,
como dem ostrarem os más exactam ente en un lugar posterior de esta
obra. En el reconocim iento de la hegem onía de un hom bre no hay
ningún desvío del ius naturale que dom ina en aquella situación. El
tirano recibe toda su legitimación de la m ujer. La hegem onía se he­

99
reda por filiación uterina. Los etíopes no transm iten la realeza a sus
hijos, sino a los de la herm ana. Los sucesivos jefes del pueblo, lo
mismo que los licios. no reciben su legitimación del lac^o del padre,
sino del m aterno, y por esto enum eran a las antepasadas de sus m a­
dres o. lo que es lo mismo, a las herm anas de los antiguos reyes,
cuando se trata de legitim ar su autoridad. El no tiene a su esposa
para engendrar sucesores que no llegan al trono — más bien se pier­
den en la masa del pueblo— . sino sólo porque un principio fem e­
nino de la N aturaleza debe ir al lado de uno m asculino: debe llegar
a poseer la concepción de la fuerza m aterial en su totalidad, tal y
com o la representa la form a andrógina de ciertos libios, y realizar
la idea del hacha doble, com o la llevan las A m azonas y los tenedos
utilizan como signo del Im perium , lo mismo que los heráclidas li­
cios y los rom anos a partir de la costum bre etrusca67. A través de
esta relación, el tirano obtiene la conexión física con el pueblo, que
el tirano de Cefalea adquiere con la cohabitación con cada novia.
El m atrim onio no tiene ningún significado para la transm isión del
poder real, y por eso su infracción puede ser expiada con el pago
de una oveja o menos.
La relación de la hegem onía de un tirano con la com unidad de
m ujeres nos aclara un rasgo digno de atención del relato presenta­
do más arriba sobre la hija del rey árabe. La m uchacha, cansada
de la copulación continua, recurre a una argucia. Por el contrario,
los burlados herm anos se dirigen al real señor para obtener su de­
recho. El abuso del D erecho del hom bre, que ha encontrado su ex­
presión en el hecho de llevar bastones, es la consecuencia necesaria
del poder duplicado. Así se explica la oposición de la m ujer, de la
que procede la ginecocracia. C learco (en A ten eo, X II, 11) añade
la siguiente explicación a su consideración de la hegem onía fem e­
nina lidia: «Estar dom inados por las m ujeres es siem pre resultado
de la brutal insurrección del sexo fem enino a causa de una antigua
ofensa que recibió. E ntre los lidios, O nfale fue la prim era que eje r­
ció tal venganza, y som etió a los hom bres a la ginecocracia». E l de­
sarrollo aquí indicado es sin duda el históricam ente correcto. El
D erecho m aterno, en cuanto sólo retiene la descendencia m aterna
unilateral de Jos niños, en verdad es iuris naturalis, por lo tanto,
tam poco extraño a la situación de libre unión sexual, y tan antiguo
com o la raza hum ana; la ginecocracia unida con este D erecho m a­
tern o , que pone en manos de la m ujer la hegem onía en el Estado
y en la familia, tiene, por el contrario, sólo un origen tardío y de
naturaleza absolutam ente positiva. A través de la reacción de las
m ujeres, nace en contra de la relación sexual desordenada, de la
que se esforzaron por liberarse. La m ujer opuso una firm e resisten­
cia a las condiciones anim ales de libre y generalizada unión sexual.
Ella es la que lucha por liberarse de aquel envilecim iento, y final­
m ente logra vencer p o r la astucia o por la fuerza. Se arreb ata al

67 Heráclides, fr. 7, con las notas de Schneidewin, p. 66.

100
hom bre su bastón y la m ujer consigue la hegem onía. E sta derrota
no se puede im aginar sin la unión m atrim onial individual. La do­
minación del ho m b re y de los niños es imposible en las condiciones
naturales de libre unión sexual, y la transm isión de los bienes y del
nom bre por línea m aterna sólo tiene significado en el m atrim onio.
Si las m ujeres y los niños son com unes, necesariam ente lo son tam ­
bién los bienes. T am poco faltan nom bres propios en tal situación,
como señala Nicolás de D am asco (M üller, Fr. hist. gr., 3, 464) para
el libio A taran tes. E l privilegio y un determ inado orden heredita­
rio suponen un abolición de las condiciones naturales. Pero esto su­
cede en una cierta gradación. Existen diversos niveles entre el m a­
trim onio exclusivo y la com unidád sexual no conyugal. E n tre m a­
sagetas y trogloditas vem os el m atrim onio unido con el uso com u­
nitario de las m ujeres. C ada uno tiene una esposa, pero todo está
perm itido, incluso copular con las de los otros. Augilios, baleares
y tracios están m ás arriba: conservan la castidad del m atrim onio y
limitan el hetairism o a la noche de bodas. El m atrim onio, unido al
uso com ún, es m ás puro que la total com unidad no conyugal, y m e­
nos que la unión m atrim onial que desarrolla la exclusividad. Sin em ­
bargo, se ha visto reconocido en una época posterior entre los la-
cedem onios. Según Nicolás de D am asco, (loe. cit., 3, 458), perm i­
ten que sus m ujeres sean fecundadas por los m ejores de los ciuda­
danos y extranjeros68. Sobre las costum bres rom anas he reunido
más datos en mi tratad o sobre el Senatusconsulíus Velleianum69.
A cerca de C atón, se p u ede añadir el relato de E strabón (X I, 514):
«D e los tapiros p artos se dice que entre ellos la costum bre más re ­
nom brada es entreg ar a sus esposas a otros hom bres así que han te ­
nido con ellas dos o tres hijos, lo mismo que en nuestra época Ca­
tón cedió a su M arcia a H ortensio, que se la había pedido, confor­
me a la costum bre tradicional de los rom anos (katá palaión R ó -
malón éthos)». E l relato de E strabón sobre los tapiros, que viven
entre los dérbices y los hircanios, es tanto más auténtico cuanto que
había dedicado los historiká hipomnemata, cuyo sexto libro trata de
los usos y costum bres de los pueblos partos, a la investigación de
aquellos pueblos orientales.
La situación interm edia com puesta de m atrim onio y com unidad
de m ujeres m uestra la propiedad privada y una familia aislada, que
faltan en el nivel más bajo de unión sexual no conyugal, donde n e­
cesariam ente dom ina la com unidad de bienes, salvo en relación con
la transm isión hered itaria de la realeza. Pero todavía no hay una gi­
necocracia unida al D erecho m aterno. Lo mismo que en el nivel

68 Plutarco, Alcibid., 23; Pirro, 27; Aristóteles, Pol. II, 6; compárese con Plu­
tarco, Licurgo, 14-16.
69 Ausgewahlte Lehren des rümischen Civilrechtes, 1848, p. 9, n. 22-24. Sobre el jo­
ven C atón, ver A piano, de bello civile, II, 99; Tertuliano, adv. gent., 39; Polibio en
Script. vel. nova coll. Mai, 2, p. 384; sobre la proposición de Helvio Cinna de po­
ligamia, ver Suetonio, César, 52; sobre la poligamia de los griegos, léase Jakobs, All-
gemeine Ansicht der Ehe, en Vermischten Schriften, 4, 215-219.

101
más profundo, tam bién aquí todavía dom ina el hom bre: a la cabe­
za de cada pueblo había un tirano, que heredaba la soberanía se­
gún el D erecho m aterno. E ntre los libios abilios. un hom bre reina­
ba sobre los hom bres, y una m ujer sobre las m ujeres70. Vemos allí
el derecho m aterno todavía sin ginecocracia. En efecto, se presenta
en unión con el más profundo envilecimiento de la m ujer, que está
obligada a ceder abúlicam ente a los antojos del hom bre, y a hum i­
llarse sin derechos ante el bastón que sólo lleva el hom bre. Por eso
es digno de m ención que llevar bastón sea señalado explícitam ente
para árabes y m asagetas com o costum bre popular generalizada71.
El hom bre lleva el skípón, y éste le da acceso a toda m ujer de su
pueblo. Es la expresión de la tiranía m asculina puram ente física.
E ste pod er masculino se rom pe ahora, la m ujer encuentra en la ex­
clusividad m atrim onial aquella protección que la hija del rey árabe
esperaba que resultase de su ardid. A h o ra, el D erecho m aterno se
am plía hacia la ginecocracia. La transm isión hereditaria de los bie­
nes y el nom bre por línea m aterna se une con la exclusión de los
descendientes masculinos de todo derecho, y con la hegem onía de
las m ujeres tanto en la familia como en el E stado. Esta ginecocra­
cia consum ada no ha resultado ser solam ente una propiedad de
aquella prim era situación no conyugal, sino más bien ha surgido en
decidida lucha con la misma. En efecto, tam bién es extraña a una
situación interm edia de una vida mezcla de m atrim onio y com uni­
dad de m ujeres, y con el vencim iento de la misma llega a su total
reconocim iento. La ginecocracia supone p o r regla general el m atri­
m onio consum ado. Es una situación m atrim onial, y por lo tanto es,
com o el m atrim onio, una institución positiva, y com o él, una limi­
tación del ius naturale com pletam ente bestial, es extraña a la rela­
ción de p oder, lo mismo que aquel D erecho hereditario que
descansa sobre el reconocim iento de la propiedad privada. E n esta
relación se representa la fundación de la ginecocracia como un pro­
greso hacia la civilización de la raza hum ana. A parece como una
em ancipación de los lazos de la vida animal brutalm ente sensual.
Al abuso del hom bre, que descansa sobre la superioridad de la fuer­
za física, la m ujer opone la autoridad de su m aternidad elevada has­
ta la hegem onía, com o da a conocer el m ito de B elerofonte y su en­
cuentro con las m ujeres licias. C uanto más salvaje es el poder del
hom bre, tanto más necesario es el pod er m oderador de la m ujer,
en aquel prim er período. Cuanto más tiem po el hom bre haya caído
en la vida puram ente m aterial, tanto más tiem po debe dom inar la
m ujer. La ginecocracia ocupa un lugar necesario en la educación
del hom bre. Lo mismo que el niño recibe su prim era educación de
la m adre, así los pueblos la obtienen de la m ujer. El hom bre se la
deb e antes de que consiga la hegem onía. Sólo es dado a la m ujer
dom ar la fuerza salvaje más primitiva del hom bre y conducirla por

711 Nicolás de Damasco. III, 462; Esteban de Bizancio, s. v. Abylloi.


71 Estrabón, XIV. 663; XVI. 783; Herodoto. IV. 172; I. 195 (sobre los asirios).

102
vías beneficiosas. Sólo A ten ea posee el secreto p ara poner el boca­
do al salvaje Pegaso. C uanto más poderosa sea la fuerza, tanto más
reguladora debe ser ella. H era educa la desm esurada fuerza m as­
culina de su salvaje hijo A res a través de la danza, como señala la
leyenda bitinia en Luciano (de saltat. Graec., 11). Este principio
del movim iento arm ónico está en el m atrim onio y en su ley seve­
ram ente m antenida por la m ujer. P or eso tam bién B elerofonte pue­
de som eterse a las m atronas sin titubeos. Justam ente de esta m a­
nera él fue el prim er civilizador de su país.
El poder form ador y benéfico de la m ujer se reduce en una nota
de E strabón curiosa y relacionada con nuestro tem a, a una deisi-
daimonía que reside sobre todo en la m ujer y que pasa al hom bre
a través de ella. La costum bre de los ctistios tracios de vivir sin m u­
jeres, en oposición a la poligamia de los restantes pueblos72, y la
reputación de especial santidad y am or a la justicia basada en ello,
le da a E strabón (V II, 297) pie para la siguiente objeción: o yk eikós
dé toys ay toys háma m én áthilion nómígein bíon ton m e meta pollón
gynaikón, háma dé spoydaion kai díkaion ton tón gynaikón chérai.
Tó dé dé kai thepsebeis nim ízein kai kapnobátas toys erémoys
gynaikón sphódra enentioytai tais koinais hypolépsesin. Hapántes
gár tés deisidaimonías archégoys oíontai tas gynaikas. aytai gár kai
toys andras prokaloyntai pros tas epi pléon therapeías ton theon
kai heortás kai potniasm oys. spánion d ’eítis anér kath’aytón zo n ey-
rísketai toioytos. k. t. I.
Es cierto que reconoce en la m ujer una relación mas cercana a
la divinidad, y le añade una m ayor com prensión de sus deseos. Ella
lleva en sí misma la ley que está penetrada p o r la m ateria. D e for­
ma inconsciente, pero com pletam ente segura, según la conciencia,
la justicia habla p o r su boca; es conocida a través de sí misma, por
naturaleza A utonoe, p o r naturaleza Dikaia, por naturaleza Fauna
o F atua, la profetisa que anuncia el Fatum, la Sibila, M arta (Plu­
tarco, M ario), Phaennis, Temis (Pausanias, X , 2). P or eso las mu­
jeres pasan por ser invulnerables, detentadoras de la judicatura,
fuentes de la profecía. P or eso las líneas de com batientes se sepa­
ran a su ruego, por eso arreglan los conflictos populares como árbi­
tros sacerdotales: un fundam ento religioso sobre el que la gineco­
cracia descansa firme e inquebrantablem ente73.
El principio fem enino de la N aturaleza aparece como fuente de
D erecho tam bién en Dikaia, aquella yegua tesalia, con lo que se
debe com parar el relato de Plutarco sobre aquella yegua que Peló-

72 Heráclides, fr. 28, p. 97 (Schneidewin); H erodoto, V, 5; Eurípides, Andró-


maca, 215; sobre los peones, ver Herodoto, V, 16.
73 De los sárm atas, que Hipócrates, loe. cit., p. 555 y Estrabón, VII, 296, cuen­
tan entre los escitas, y cuyo origen por parte m aterna se relaciona con las Amazonas
(H erodoto, IV, 110-114; compárese con Esteban de Bizancio, s. v. Amázones, y Pris-
cian.. Per., 645-648), Nicolás de Damasco (Müller, Fr. hist. gr., 3, 460) refiere: tais
dé gynaixi párttapeíthontai hós despoínais; Marciano Capella, VI, 698: Pandeam gen-
tem foem inae tenet, cui prior regina Herculis filia.

103
pidas sacrificó en la tum ba de las doncellas leuctrias, como luego
Eliano (de nat. anim ., IV , 7) relató el m ito escita de un caballo que
no pudo ser obligado por la fuerza a copular con su m adre. D e la
m u jer sale la prim era civilización p ara los pueblos, de igual m anera
que principalm ente las m ujeres participan en la ruina, idea que el
conde L eopardi representa vivam ente a su h erm ana Paolina en un
espléndido cántico nupcial (Obras, vol. 1, 4, ed. Florencia, 1845).
L a dom a del hom bre brutalm ente sensual es o b ra de la m ujer. Allí
fuerza e ím petu, aquí el principio de la paz, la tranquilidad, la de­
voción, el D erecho. A tenea posee el secreto p ara dom ar al salvaje
Pegaso. D e ella lo aprende B elerofonte, lo mismo que Prom eteo,
al que aquél se com para, conoció de su m adre Tem is el secreto de
su propio destino que tam poco sabía Z eus. Scythius se llama tam ­
bién en Servio (A d Verg, Georg., I, 12) el prim er caballo que, obe­
deciendo la orden de Poseidón, surgió de la tierra — como Pegaso
lo hizo del tronco ensangrentado de la G orgona— , el animal de la
prim era creación, de fuerza todavía sin dom ar, más salvaje que el
que en A tenas H ipom anes encerró en una cám ara subterránea ju n ­
to a su h ija, la adúltera Leim one74, exactam ente con el mismo sig­
nificado que tiene el hecho de que los cum eos llevasen a la m ujer
adúltera m ontada en un asno, el m ás lascivo de todos los animales,
por la ciudad (Plutarco, Quaes, graec., 2 (O nobatis)). E l caballo es
la im agen de la fuerza de las aguas que reina en el pantano y fe­
cunda la T ierra, y Leim one-de leimón, p rad era pantanosa— , es por
lo tan to sím bolo de la vida adúltera. E ntonces pantano y adulterio
van de la m ano, y la élide Leim one se llam a tam bién H elone en Es-
trab ó n . Se puede com parar provechosam ente el m ito escita en H e­
rodoto (IV , 9). E n H eliodoro (Etiópicas, III, 14), H om ero lleva
com o signo de la falta de su m adre am bos muslos cubiertos de un
largo vello, lo mismo que la generación salvaje, irregular, del pan­
tano se m anifiesta m ediante el rápido desarrollo de largas cañas, o
de los llam ados «cabello de Isis» (sari). L a dom a de este caballo sal­
vaje es una hazaña de la m ujer. Ella convierte al indóm ito Scythius
en A rió n , que lleva dócilm ente el freno (Servio, A d Verg. Georg., I,
12), o A etó n , que lleva al cielo al carro de A u ro ra, y así organiza
la danza de los cuerpos celestes75. A borrece ahora la copulación sal­
vaje que antes buscaba (Eliano, de nat. anim ., IV , 7). El propio Be­
lerofonte se convierte en H iponoo (Tzetzes a Licofrón, 7), lo mis­
m o que su esposa, la hija de Y óbates, se llam a A u to n o e, es decir,
una form a según su disposición natural.
Liburnios y escitas se unen a los ejem plos anteriores de vida no
conyugal. N icolás de Dam asco (M üller, Fr. hist. gr. 3 , 458) relata

74 Heráclides, fr. 1, p. 35 (Schneidewin); Esquines en Tim arco, p. 26; Diodoro,


Excerpla, p.550 (Wessel); Nicolás de Damasco, en Müller, Fr. hist. gr., 3, 386; Dión
Crisóstomo, X X XII, 78; Diógenes Laercio, III, 1; Ovidio, Ibis, 330.
73 Servio, A d Verg. A en., XI, 90; Higinio, Fáb., 183; Spanheim a Calimaco, Himn.
a Ceres., 67; Luciano, de saltat. graec., 7; E strabón, X, 467-468.

104
sobre los liburnios: «Los liburnios tienen a sus m ujeres en común,
y crían en común a todos los niños hasta los cinco años de edad. A
los seis los reúnen, escogen los que se parecen a los hom bres y se­
gún esto asignan cada uno a su padre. El que recibe un muchacho
de la m adre lo considera como hijo suyo». A los agatirsos se refie­
re H erodoto (IV . 104): «Ellos cohabitan en común con las m uje­
res. con lo cual todos son parientes de sangre, y a través de su re­
lación dom éstica no practican ni la envidia ni la hostilidad hacia los
demás». D e los galactófagos trata Nicolás de D am asco (loe. cit., 3,
460). «Ellos se distinguen por su justicia, y tienen las m ujeres y los
bienes en común. Por eso llaman padres a todos los ancianos, hijos
a los jóvenes y herm anos a los coetáneos». E strabón (V II, 300) les
atribuye posesiones com unes, de lo que solam ente están excluidos
la espada y el vaso, como entre los sardolibios (Nicolás de D am as­
co. loe. cit., 3. 463). M ujeres y niños pertenecen a todos: tas gynaí-
kas Platónikos échontes koinás kai tékna. En esta com unidad de bie­
nes. m ujeres y niños, tam bién E strabón busca el fundam ento del
amor a la justicia — que pasa por ser tan general como la distinción
de escitas y getas— , y por am or a la cual Esquilo los llama eyno-
moi. En oposición a la degeneración helénica aparece la ingenui­
dad de la vida escita com o realización de todo lo que las teorías fi­
losóficas, y él propio Platón (Político, V, 457-461), buscaban alcan­
zar en vano. Con ansia y maldiciendo la cultura tan alabada, los m e­
jores de los antiguos veían en la ignorancia de aquellos nóm adas la
costum bre más perfecta de todas . Tácito buscaba en el cuadro de
las costum bres germánicas consuelo p ara la visión que le ofrecía el
mundo rom ano. Pero es igualm ente im prudente al final del desarro­
llo hum ano, volver ansiosam ente la vista hacia sus comienzos, como
parece irreflexivo condenar la situación más primitiva desde el pun­
to de vista de la cultura posterior, o desm entirla a la luz de la más
alta dignidad hum ana como im posible o sin precedentes. D e la
civilización adelantada vale todo lo que P latón dijo del oro,
que es el más bello y brillante de todos los m etales, pero que de él
cuelga más suciedad que del más insignificante de ellos. Sin em bar­
go, no debem os condenarla, y todavía m enos relegarla a una situa­
ción precultural. Pasa con la m ás alta cultura hum ana lo mismo
que con el alm a. «La vemos», se lee en Platón (Rep., X, 611),
«sólo en una situación sem ejante a la del dios del m ar G lauco, del
que no es fácil reconocer su prim itiva naturaleza, p orque tanto sus
viejos m iem bros están en p arte destruidos, triturados y dete­
riorados por las olas, como le han crecido de nuevo conchas,
algas y rocas, y parecería más bien un m onstruo que lo que era an­

, J6 Estrabón, VII, 301: há dokei mén e¡s hémerótéta synteínein, disphlheírei dé tá


éthé kai poikilían anti tés haplótétos tés árti lechteísés eiságei; Justino, II, 2: Pror-
sus ut admirabile videatur, hoc illis naturam daré, quod Graeci longa sapienúum doc­
trina, praeceptisque philosophorum consequi nequerunt; cuitosque mores inculta bar-
bariae collatione suparari. Tanto plus in illis proficit vitiorum ignoratio quam in his
cognitio virtutis.

105
tes». La fortaleza y la debilidad de las condiciones hum anas yacen
siem pre en el mismo punto. C uando Platón buscaba extirpar en su
república el egoísmo y la ruina del E stado que surgía de aquél m e­
d iante la renovación de la com pleta colectividad de bienes y mu-
je rs, que siem pre están necesariam ente unidos, y así restablecer
aquella superior eynom ía y dikaiosyné que E strabón tanto alababa
en los escitas que vivían platónicam ente, entonces A ristóteles le ob­
je ta b a con razón en el párrafo expresam ente dedicado a esto de su
Política (II, 1) no sólo que lo que el E stado calificaba como bien
superior, es decir, la unidad más elevada, anulaba al propio E sta­
do, al hacerlo una fam ilia, y a la propia familia un individuo, sino
tam bién que lo que pertenecía al m ayor núm ero posible de gente
siem pre era em pleado con muy poco cuidado. El progreso de la ci­
vilización hum ana no está en la reducción de la multiplicidad a la
unidad, sino al contrario, en el paso de la unidad original a la mul­
tiplicidad. Pero la transición hacia el m atrim onio trae una profunda
articulación a aquella m asa caótico-uniform e de hom bres y bienes.
T ransform a la unidad en m ultiplicidad. Con esto se introduce en el
m undo el m ayor principio del orden. P or esto C écrope, el prim ero
que colocó un padre al lado de la m adre y dio al hijo una doble fi­
liación, una doble naturaleza andrógina, como ilustran simbólica­
m ente los etíopes en la leyenda de los hom bres con pecho mascu­
lino y fem enino, pasa p o r ser el prim er fundador de la vida autén­
ticam ente hum an a77. Tam bién fue el prim ero en adorar un H erm es
fálico. ¡Q ué lejos de él está aquel rey persa C abades, que buscaba
realizar en su pueblo las ideas platónicas del reform ador M azdek,
y o rdenó la relación colectiva con las m ujeres p a ra hacer realidad
ía fraternidad general y hacer ju sta la sentencia Panth'hypó niían
M yko n o n (E strabón, X, 487)! C on razón lo m ataron los persas,
com o relata Procopio en Curiosidades persas (I), con el apéndice
de F oucher (Zendavesta, t. 1, p. 212).
C on el progreso de la unidad a la m ultiplicidad, de las condicio­
nes caóticas a la clasificación, coincide el de la existencia puram en­
te m aterial a la espiritual superior. C on aquélla com ienza la raza hu­
m ana, y ésta es su m eta, hacia la que se progresa ininterrum pida­
m en te, pero con altibajos. «No es lo espiritual lo prim ero, sino lo
psíquico, y después lo espiritual» (S. Pablo, Corintios, XV, 46). En
este desarrollo progresivo, el m atrim onio ocupa, ju n to con la gine­
cocracia, el nivel central. D elante de él está el p u ro ius naturale de
la unión sexual indiferenciada, tal y com o la hem os encontrado en
una serie de pueblos con gran variedad de modificaciones y m ati­
ces. D e nuevo cede al p uro ius civile, es decir, el m atrim onio con

77 A teneo, X III, 2: en dé Athénais prótos Kérkops mían heñí ézeyxen, anédés


tó próteron oysón tón synóddn, kai koinogamídn óntón. dio kai éxodé tisi diphyés
romisthésai, o y k eidotón ton próteron diá tó perí pariomion; Justino, II, 6: Ante Deu-
calionis tempus regen habuere Cercopen: quem, ut omnis antiquitas fabulosa est, bi-
form en tradidere, quia primus foem inae matrimonio iunxit.

106
D erecho p aterno y patriarcado. A m bos se unen en el nivel central
de la ginecocracia m atrim onial. A sí com o, p o r un lado, lo m aterial
ya no reina exclusivam ente, p o r o tro lo espiritual todavía no está
penetrad o de una com pleta pureza. D el m aterial ius naturale, el p re ­
dom inio del nacim iento m aternal, m aterial, con todas sus conse­
cuencias, ha conservado la transm isión hereditaria de los bienes por
línea m aterna y el D erecho h ereditario exclusivo de las hijas; pero
el principio del m atrim onio y el de un pod er fam iliar conectado con
él perten ecen al ius civile espiritual. Sobre este nivel medio se ele­
va finalm ente el superior del D erecho p atern o puram ente espiri­
tual, que subordina la m ü jer al hom bre y traslada al padre todo
aquel significado que poseía la m adre. E ste D erecho superior en­
contró entre los rom anos su form ación más perfecta. Ningún otro
pueblo h a desarrollado tan com pletam ente la idea de la potestas so­
bre la m u jer y los hijos, y tam poco ningún o tro , por lo tan to , ha
seguido tan claram ente desde el prim er m om ento la correspondien­
te al im perium estatal-uniform e .
E sta coincidencia es tan to m ás digna de atención cuanto que
aparece al lado de la antigua tradición popular del parentesco de
los pueblos galo y rom ano (por ejem plo, E strabón, IV , 192). D es­
de esta altura, Cicerón (de invent., I, 2) explica la prim era situa­
ción, que Platón considera acabam iento ideal de las relaciones hu­
m anas, com o la negación no sólo del principio estatal, sino sobre
todo del espiritual, com o expresión pura del lado m aterial de la na­
turaleza hum ana79.
Trasladados al Cosmos — utilizo la palabra en el sentido en que
lo hacen los pitagóricos80— , los tres niveles citados del desarrollo
hum ano se representan com o T ierra, luna y sol. El D erecho de la
N aturaleza puram ente extraconyugal es el principio telúrico; el puro
D erecho p atern o , el principio solar. E n tre am bos está la luna, la
frontera en tre la región telúrica y la solar, el cuerpo más puro del
pasajero m undo m aterial y el m ás im puro del inm aterial inm uta­
ble. C oncepciones éstas que en tre los antiguos especialm ente Plu­
tarco ha m anejado en sus escritos sobre Isis y Osiris y sobre la cara

78 G ayo, 1, 55: Item in potsetate nostra surtí liberi nostri, quos iustis nuplus pro-
creavimus. quod ius proprium civum romanorum est: fere enim nulli alii sunt homi-
nes, qui lalem in filios suos habent potestatem qualem nos habemus, idque divus Ha-
drianus edicto quod proposerit de ¡lis, qui sibi liberisque suis civitatem romanam pe-
tebant, significavit. nec me praeterit Galatarum gentem credere in potestatem paren-
tum liberos esse. L. 3.D.1.6; L.10.C.8,47; Dionisio, II, 26; Plutarco, Nurma, 17: Pli­
nio, legal, ad Gaium, p. 996; Cicerón, Top., IV , 20; Isidoro, Or., IX, 5.17.18.; a
los gálatas se refiere S. Pablo, Gálatas, 4; César, de bello gallico, V I, 19: viri in uxo-
res sicuti in liberos vitae necisque habent potestatem.
79 N am fu it quoddam tempus, quum in agris homines passim bestiarum more va-
gabuntur, et sibi victu fero vitam propagabant; nec ratione animi quidquam, sed pie-
raque viribus corporis administrabant: itondum divinae religionis, non humani officii
ralio colebatur; nemo legitimas viderat nuptias, non certos quisquam aspexerat libe-
ros: non jus aequabile quid ulilitatis haberet, acceperat.
80 Bentley, Opuscula philologia, p. 347-445; Plutarco, de plac. phil., II, 1.

107
que aparece en la luna (Platón, Banquete, 190). La luna, esta he-
téra ge oyranía, es andrógina. L una y L unus a la vez, fem enina fren­
te al sol, y masculina frente a la tierra, pero esto siempre en un se­
gur-do lugar: prim ero es m ujer, y luego tam bién hom bre. La fecun­
dación recibida del sol la com unica después a la tierra. Ella contie­
ne la totalidad del U niverso, es la intérprete de los inm ortales y de
los m ortales (Plutarco, de Delph. orae., 12). A través de tal natu­
raleza doble, ella declara conform es al m atrim onio con la gineco­
cracia: m atrim onio, porque en él se unen hom bre y m ujer: gineco­
cracia, porque es prim ero m ujer y luego hom bre, y de este modo
alza al principio fem enino hasta la hegem onía sobre el hom bre. Con
motivo de la ejecución de Papiniano, Esparciano relata en Antoni-
no Caracalla, 7: E t quoniam dei L u n i fecim us mentionem, sciendum
doctissimus quibusque id m em oria traditum, atque ita nunc quoque
a Carrenis praecipue haberis, ut qui L unam foem ineo nomine ac sexu
putaverit nuncupandam , is addictus mulieribus semper inservita: at
vero qui marem deam esse crediderit, is dom inatur uxorí. ñeque uilas
muliebres partiatur insidias.
E sta concepción está en la base de todo el sistema religioso del
m undo antiguo, para lo que se presentarán más tarde las pruebas,
lo m ism o que deja ecos en el cristianismo (S. Pablo. Corintios, XV.
40-41). La luna dom ina la noche, lo mismo que el sol el día. El D e­
recho m aterno puede asimismo estar acom pañado con igual vero­
similitud de la luna y la noche como el D erecho paterno lo está del
sol y del día. E n otras palabras: en la ginecocracia. la noche dom i­
na al día, al que ella da origen de sí misma, como la m adre al hijo;
en el patriarcado, es el día el que dom ina a la noche, que se une a
aquél como negación de la afirm ación. Expresión de este sistema
es la cronología que tom a com o punto de partida o la m edianoche81
o el día. A quélla representa el año lunar, y ésta el solar; el mes
está consagrado a Juno y repartid o 82 sobre los tres pilares; los quin­
ce herm anos de la hija del rey árabe (E strabón. XV I. 783), repre­
sentan a la luna llena, el Idus, en el que las m ujeres daban a luz
más fácilm ente83. El año se atribuía a Zeus. El mito licio se mueve
den tro de estas ideas. B elerofonte pertenece a un mundo sublunar,
eternam ente cambiante, no al solar, existente (Platón. Rep.. V II.
521). D el mismo m odo, el caballo dom ado con ayuda de A tenea re ­
gresa al cielo como servicial anim al de A urora. Sobre la tierra, como
en las alturas, obedece a la m ujer; allí, a la A tenea m aterna, ado­
rada en el Metroon de A tenas, y por eso representada por los an­
tiguos sentada en la m ayoría de las ocasiones (E strabón. X III. 601);
aquí a la Mater Matuta, la Eos de los griegos , que raptó al negro
M em nón y a T itono-C éfalo lo mismo que las H arpías en form a de

Plutarco, Quaest. rom., 81; Gelio. Noches micas, III. 2.


“2 Plutarco, Quaest rom., 77. 21; Herodoto, V. 16.
H3 Plutarco, Quaest rom., 77; Horapolo. I. 4.
84 Lucrecio. V. 656; Ovidio, Fasti. VI. 475: Livio. VI. 19.

108
huevo raptaron a las hijas de Pandareo. Pegaso no está penetrado
por el sol. Com o A etó n , se vincula a las m ujeres lunares Faetusa
y Lam petusa (Servio, A d Verg. A en ., X , 189). Pertenece todavía a
la M adre N oche, pero unido a la proxim idad del día, es el prim er
m ensajero del sol, e indica su próxim a magnificencia, lo mismo que
B elerofonte señala al principio solar como futuro culm inador del
poder lunar y a H eracles como el futuro liberador de Prom eteo. La
relación de ambos sexos es una lucha del sol y la luna por la supre­
macía en la relación con la tierra. Volverem os a encontrar a todos
los grandes vencedores de la ginecocracia cuando hablemos del cie­
lo potencia solar. Los sucesos terrestres se unen con los cósmicos.
Son su expresión telúrica. H ay una concepción fundam ental del
m undo antiguo que lo dom ina todo: lo terrenal y lo celeste o b ede­
cen a las mismas leyes, y una gran arm onía debe penetrar lo pere­
cedero y lo inm utable. El desarrollo terrestre lucha hasta que re a­
liza en su totalidad el m odelo cósmico de los cuerpos celestes. Esta
m eta últim a sólo se alcanza con el dom inio del hom bre sobre la m u­
je r, del sol sobre la luna. A partir de esto alcanza su significado
más profundo y su com prensión el mito indo-egipcio del huevo de
m irra del ave Fénix85.
E n las interpretaciones dadas hasta el m om ento, sobre las que
se puede ver K reuzer (Sym b., 2, 163-170) y M artini (Lactanti car­
m en de Phoenice) se retiene la relación —ya puesta de manifiesto
por los antiguos— , entre el sol y el gran año sotíaco o del Fénix,
después de cuyo fin surgía un nuevo período del m undo, un novus
saeclorum ordo (Virgilio, Egl. IV ), y se aplica a las partes aisladas
de la leyenda y los muchos atributos de aquel pájaro maravilloso.
Sin em bargo, un punto no ha sido tom ado en cuenta: la relación
del sol con el patriarcado. E n este mito solar no se supone ninguna
m adre, sino solam ente un padre. El sol sigue al padre, renovándo­
se siem pre desde él mismo. E n el tem plo de H eliópolis, sobre el al­
tar del dios solar superior, el pájaro maravilloso deposita su carga.
Fabrica un huevo de m irra, lo ahueca y encierra en él a su padre.
Luego vuelve a cerrar la abertu ra, y el huevo no es ahora más p e­
sado que antes. E n este huevo está representado el principio m a­
terno de la N aturaleza, del que todo nace, y al que tam bién todo
regresa. Pero el huevo ya no aparece aquí como causa última de las
cosas. Es fecundado p o r un poder superior, el del sol. La vis geni-
talis, de la que nace el feto, le es insuflada por el sol. Así se expre­
saba Tácito. No es más pesado a causa de esta influencia; entonces
el p o d er generador del sol es incorpóreo y p o r lo tanto inmaterial.
De este m odo este nivel superior de la potencia masculina de la N a­
turaleza se diferencia del más profundo, del que el agua m aterial

85 H erodoto, II, 73 es la fuente principal, pero ver también Tácito, A nn., VI,
28; Plinio, Hist. nat., X, 2; Solino, 33; habría que añadir Salmacio, I, 87; Filóstrato,
vita A polon. III. 49; Mela, III, 8, 10; Horapolo, I. 34, p. 57 (Pow); Tzetzes, Chi-
liades, V, 6; escolios a Arístides. t. 2, p. 107 (Jebb).

109
form a el soporte físico. Es cierto que tampoco el principio del agua
es extraño al Fénix, puesto que Epifanio en physiológos (Mustoxi-
des y Schinas. A nécdota graec., V enecia, 1817. p. .13) lo hace resi­
dir en el Levante en una cala del río O céano, y en Filóstrato apa­
rece como un cisne que vive en las aguas pantanosas, que se canta
su propia canción funeraria y de despedida. Pero se levanta del agua
y acom paña al sol; p ú rpura y dorado es su plum aje; en sus alas está
escrito photoeidés; bajo su naturaleza luminosa se eclipsa com ple­
tam ente su procedencia acuática. Lo m aterial es com pletam ente
vencido por lo inm aterial. M ediante el fuego se eliminan todas las
escorias de la m ortalidad. El sol surge de las cenizas. El sol otorga
al incienso y la m irra su poder, que el fuego ardiente convierte en
lo más herm oso. En esta naturaleza, el pájaro solar es una imagen
com pletam ente análoga al Z eus heliopolitano, como el grifo que
guarda áureos tesoros lo es de la potencia solar apolínea. Justam en­
te por esto puede ser asociado a la estancia dle Fénix en Egipto el
fin del antiguo «gran año» y el comienzo de uno nuevo. Por su na­
turaleza puram ente m etafísica, el pájaro solar se convirtió en la idea
del tiem po abstracto, lo mismo que el igualmente metafísico A po­
lo. en su desarrollo más elevado, aparece relacionado con el co­
mienzo del gran año m undial86. Vemos así en el Fénix la idea de
la gran potencia lum inosa desarrollada hasta su más pura incorpo­
reidad, e identificada con la paternidad. La m aternidad há sido ven­
cida. El joven Fénix nace solo del fuego, sin m adre, lo mismo que
A tenea de la cabeza de Z eus, un pyrrigenés de claridad superior a
D ioniso. El huevo m aterno ya no es el principio de la vida, sobre
él gobierna el pod er solar fecundante, cuya naturaleza ha adopta­
do. Por esto se diferencia del huevo de las H arpías licias, de aquel
que fue colgado en el santuario laconio de las Leucípides en cintas
sujetas al tholus del tem plo y atribuido a Leda-Letona; se diferen­
cia tam bién de aquel que se llevaba en la pom pa de Ceres, y tam ­
bién del huevo de plata del que surgieron los M oliónides élides, y fi­
nalm ente de aquellos que en suma fueron atribuidos a todas las m a­
dres lunares, datos que se presentarán más tarde. E n todos estos
ejem plos, el huevo ha conservado su naturaleza m aterial originaria,
m ediante la cual tam bién aparece como huevo lunar. En todos sig­
nifica el principio fem enino primitivo de la vida m aterial, sobre el
que no se puede pasar. El huevo del Fénix, por el contrario, se ha
despojado de esta naturaleza y adoptado la superior del principio
luminoso masculino, de m odo que ahora aparece como cuna del
propio tiem po, como tum ba del antiguo y origen del nuevo. En nin­
gún otro mito la victoria del principio solar paterno sobre el prin­
cipio lunar m aterno se ha llevado a cabo con tanta pureza como en
la enseñanza sacerdotal indio-egipcia del gran «año del Fénix».
Coincidiendo con esto, la sustitución de los cálculos lunares por el
año solar fue atribuida a los colegios sacerdotales de H eliópolis y

m Ver Virgilio. Egl. IV, con el comentario de Servio al verso 4.

110
Diospolis (E strabón, X V II, 816; H erodoto, II, 3). Un progreso que
coincide con el del D erecho m aterno al paterno. Y esto aparece tan­
to más lleno de significado cuanto que además tam bién la idea pu­
ram ente física de la creación natural encuentra expresión en el cul­
to del dios diospolitano. Le es ofrecida la doncella prim ogénita más
herm osa; se dedica al culto hetárico, lo mismo que lo ejerce Laren-
tia al servicio de H eracles87, y las m ujeres egipcias consagradas a
él. Entonces tenem os que la concepción religiosa física se ha con­
servado al lado de la metafísica. A quélla representa el punto de vis­
ta del pueblo, y ésta debe su origen a la más elevada enseñanza sa­
cerdotal. Allí, en el dom inio de la vida m aterial, la m ujer ha con­
servado su influjo y su destino natural: aquí está com pletam ente
apartada. Com o verem os más tard e, no se ha perm itido a ninguna
m ujer participar en ningún sacerdocio, lo mismo que se ha señala­
do de los brahm anes indios que ellos silenciaban a las m ujeres sus
más elevadas enseñanzas sacerdotales (E strabón, X V , 712-714). El
reino de las ideas pertenece al hom bre, lo mismo que el de la vida
m aterial a la m ujer.
En la lucha por la suprem acía que existe entre am bos sexos y
que finaliza con la victoria del hom bre, aquel gran punto de in­
flexión se une a la exageración del sistema primitivo. Lo mismo que
el abuso del hom bre hacia la m ujer trajo consigo la ginecocracia
conyugal, así la degeneración amazónica de la m ujer y el aum ento
antinatural de su pod er provocan de nuevo una sublevación del sexo
masculino que acaba o bien, como en Licia, con el restablecim ien­
to del m atrim onio conform e a la N aturaleza, o bien con la caída de
la ginecocracia y la im plantación del D erecho del hom bre, como su­
cede con H eracles, D ioniso, A polo. Es cierto entonces que el abu­
so y la degeneración en todas las cosas contribuyen a su evolución.
En todos los m itos relacionados con nuestro tem a está contenido el
recuerdo de sucesos reales que han ocurrido al género hum ano. No
tenem os ante nosotros ficciones, sino,destinos experim entados. Las
Am azonas y B elerofonte descansan sobre una base real, y no poé­
tica. Son experiencias de la raza m ortal, expresión real de destinos
vividos. La historia ha reclam ado la mayor grandeza que la fuerza
creadora fue capaz de imaginar.
La ginecocracia licia no es tam poco una situación preconyugal,
sino m atrim onial. Pero todavía es especialm ente instructiva en otro
aspecto. No está a punto de deducir de la conocida hegem onía de
la m ujer la cobardía, el afem inam iento, el envilecimiento del sexo
masculino. Pero dejarse dom inar por las m ujeres es signo de una
fuerza m asculina com pletam ente vencida, como señalaba Clearco
en A teneo (X II, 11). Q ué inexacta es esta conclusión nos lo m ues­
tra m ejor el pueblo licio. Su valentía es especialm ente alabada, y
la m uerte heroica de los hom bres de Janto supone uno de los ejem -

87 Estrabón, XV II, 816; Plutarco, Quaest. rom., 32, Sexto Empírico, Pyrrhi Hyp.
p. 168 (Bekker).

111
píos más herm osos de abnegado valor guerrero que nos ha dejado
la A ntigüedad88. Y tam bién Belerofonte, a cuyo nom bre se asocia
el m atriarcado, aparece como un héroe irreprochable, a cuya be­
lleza se rindieron las A m azonas, al mismo tiem po casto y vaíiente,
ejecutor de hazañas heráclidas, en cuyo pueblo rige tam bién la con­
signa que Posidonio le gritaba a Pom peyo cuando se encontraba en
Rodas (E strabón. X I, 492): «Ser siempre el prim ero e ir siempre
delante de los otros» (llíada, V I, 208). Lo que hem os encontrado
unido entre los licios, ginecocracia y valor guerrero de los hom bres,
aparece tam bién en otras partes, sobre todo entre los carios. tan es­
trecham ente unidos con C reta y Licia (Plutarco, de muí. virt. M e-
lienses; E strabón, X II, 573). En efecto, A ristóteles da a esta misma
relación el significado de una experiencia com pletam ente histórica.
Con m otivo de la hegem onía fem enina en Laconia. que le parece
una enorm e falta de la legislación de Licurgo, en la Política (II. 6)
incluye la observación general de que «la m ayoría de los pueblos
guerreros y agresivos están bajo la hegem onía fem enina». En efec­
to, tam bién los celtas, — cuyas m ujeres disfrutan de la fama de una
particular belleza (A teneo, X III, 79)— , para los que él hace una ex­
cepción, pertenecen originalm ente a la gynaiokokratoym enoi, cuya
verosim ilitud se probará más tarde. Muy lejos de excluir el valor
guerrero, la ginecocracia es, al contrario, un poderoso refuerzo del
mismo. E n todas las épocas, el carácter caballeresco va de la m ano
del culto a la m ujer. Ser intrépido contra el enemigo y servir a la
m ujer es una distinción siempre unida a los pueblos más vigorosos.
Entonces la ginecocracia licia aparece en un am biente de cos­
tum bres y circunstancias, que están unidos, que la hace presentarse
como fuente de las más altas virtudes. A usteridad, castidad en el
m atrim onio, valentía y sentido caballeresco del hom bre, m atronaz-
go regente de las m ujeres (A teneo, X III, 90), cuya consagración re­
ligiosa el m ortal no se atreve a tocar: todos son elem entos del po­
der m ediante el cual un pueblo protege su futuro. D e ahí se puede
explicar, si tales hechos históricos pudiesen ser explicados, que dos
pueblos que disfrutaban de una especial fama en la A ntigüedad por
su eynom ía y sóphrosfné, los locrios y los licios, asimismo tam bién
sean los que m antengan entre ellos la ginecocracia durante tanto
tiem po89.
U n elem ento fuertem ente conservador es no negar a la m ujer
en la posición de poder. M ientras que el D erecho m aterno entre
otros pueblos debió ceder muy pronto ante el patriarcado, H ero­
doto estaba no poco asom brado de verlo aparecer en Licia. H abía
perdido su significado político. E n E strabón (X IV , 665) al menos
la liga de ciudades lirias está bajo un Lykiárchés masculino. El métrót-
hen, chrématízein parece haber sido adoptado por muchos de los he-

88 Herodoto, I. 176; Apiano, de bello civile, IV, 80.


89 Estrabón, XIV , 664: ho paráploys ápas ho Lykiakós (...) hypó anthrópón
synoikoyifienos sóphonón.

112
leños que se instalaron en Licia, com o se puede observar en el apén­
dice de las obras de viajes de Charles Fellows90.
La relación de la ginecocracia con el espíritu de iniciativa guerre­
ra de los hom bres se justifica incluso desde otros aspectos. E n aque­
llos tiem pos prim itivos en los que los hom bres se dedicaban a una
vida tan exclusivam ente g u errera y que los llevaba lejos, sólo la m u­
je r podía g obernar sobre los hijos y los bienes, y la m ayoría que­
daban confiados a su exclusivo cuidado. La im agen más clara de ta ­
les circunstancias la dan las noticias antiguas sobre las expediciones
de conquista de los pueblos escitas91. D urante veintiocho años los
escitas estuvieron alejados de su hogar. E xtendieron sus razzias has­
ta E gipto. A p artir de ellos se puso nom bre a Escitópolis en Pales­
tina, que Josefo m enciona con frecuencia (Solino, 36). Ellos ju sti­
ficaron entonces la observación de E strabón de que eran de las más
amplias expediciones de pueblos del m undo antiguo (E strabón, I,
48). Psam ético com pró su regreso con regalos. Lo mismo que los
cim erios, no pudieron tom ar ciudades fortificadas (H erodoto, I, 6).
Sólo lo hacen por el botín (H ero d o to , IV , 104). Em presas de este
tipo están relacionadas con las costum bres de los pueblos pastores
nóm adas (H ero d o to , IV , 19.22.46). O bien hay disputas internas o
bien es el avance de pueblos vecinos lo que ocasiona la partida.
Pero las m ujeres se quedan en casa, cuidan de los hijos y guardan
el ganado. La creencia en su invulnerabilidad (H ero doto, IV , 70 y
111) m antiene alejados a los enemigos. Los esclavos son privados
de la vista92. Tales condiciones corresponden perfectam ente a una
ginecocracia. Caza, expediciones de saqueo y guerra llenan la vida
de los hom bres, y los m antienen alejados de las m ujeres y los hi­
jos. A la m ujer q uedan confiados la familia, los carros, los ganados
y una m ultitud de esclavos (H ero d o to , IV , 114). E n esta misión de
la m ujer yace la necesidad de su hegem onía. D e la m isma se sigue
su derecho exclusivo a la herencia. E l hom bre puede solucionar su
existencia m ediante la caza y la guerra. La hija, excluida de la ad ­
quisición de bienes p o r sí mism a, se encarga de la riqueza de la fa­
milia. Solam ente h ered a ella; el hom bre tiene sus arm as, lleva su
vida en el arco y la espada. A dquiere bienes para la m ujer y la hija,
no para él, ni para sus descendientes masculinos. E ncontram os esta
relación entre los cántabros, sobre los que E strabón (III, 165) nos
dice lo siguiente: «O tras costum bres no son m uestra de civilización,
pero no son tan bestiales» (es decir, no tan anim ales como las de­
más costum bres), «por ejem plo, entre los cántabros los hom bres
dan dote a las m ujeres. Tam bién entre ellos sólo heredan las hijas.

90 First and second tour in Lycia, a lo que hay que añadir G rotefend. Remarks
on somc inscriptions fo u n d in Lycia and Phrygia, London, 1820.
91 Justino, II, 3-5: H erodoto, IV, 1-11; I, 103-105; VI, 15; Estrabón, I, 61; II.
511;^XV. 687; escol. H om ero, Odisea, XI, 14, p. 355 (Buttmann).
92 H erodoto, IV. 2; Nonno en Gregorio Nacianceno, p. 152; H eeren, Ideen, 1,
2, p. 296.

113
Las m ujeres dan esposa a sus herm anos. En todas estas costum bres
yace la ginecocracia. Esto no es muy civilizado».
A quí aparecen las m ujeres como propietarias de todos los bie­
nes. La herm ana casa al herm ano, los hom bres están obligados a
proporcionar una dote a las mujeres. Tam bién el cultivo del campo
le incum be a las m ujeres, porque sólo ellas lo heredan todo (He-
ráclides Póntico, fr. 23). Así se apoyan la ginecocracia y la vida
guerrera. El efecto se hace causa, y la causa efecto. En la exclusión
de toda posesión heredada, el hom bre encuentra siempre nuevos es­
tím ulos para la iniciativa guerrera; y en la dispensa de toda preo­
cupación dom éstica halla la posibilidad de vivir lejanas expedicio­
nes de saqueo y de guerra. Los hom bres lemnios atacaron las cos­
tas tracias y al regreso cohabitaron con las doncellas capturadas. Ca-
rios y léleges ocupan un lugar destacado en E strabón (X IV . 662:
X II, 546.570; I, 48.61) entre los planétikoí', y tam bién encontram os
en tre ellos una ginecocracia incluso más tardía. E sta es arrojada des­
de aquella época prim itiva a la situación de un firm e establecim ien­
to. En lugar de la guerra, los trabajos artesanos son el destino del
hom bre. E n esta situación hallaremos a los minios y los locrios ozo-
lios. E n el nom bre psoleis y ozolae yace una denom inación alusiva
a la ocupación masculina y el envilecimiento de la raza hum ana pro­
ducido p o r ella. Excluidos de la guerra y el saqueo, los hombres
caen en una existencia que aparece como despreciable a los ojos de
la m ujer. Los egipcios se sientan al telar, los m inios aparecen como
tiznados h erreros, y los pastores locrios reciben su nom bre del olor
de las pieles de oveja. Pero la m ujer, elevada por la hegem onía, fa­
vorecida por el D erecho hereditario exclusivo, se destaca sobre el
hom bre. La m ujer acrecienta la nobleza de su naturaleza en la mis­
m a proporción en que la del hom bre se hunde bajo el influjo de su
doble envilecim iento. A sí el cambio de form a de vida perm ite que
una y o tra costum bres aparezcan de una m anera com pletam ente
diferente.
D e las condiciones de la vida guerrera prim itiva los antiguos de­
dujero n el origen del am azonism o. Este no es más que una gineco­
cracia aum entada hasta lo no natural, causado por la degeneración
proporcional del sexo masculino. Las lemnias fueron em pujadas a
su proverbial crim en por la unión de los hom bres con las doncellas
tracias que habían conquistado en su expedición de saqueo. M atan­
do a todos los hom bres, se pasaban a la vida am azónica. Los A r­
gonautas encuentran una favorable acogida en la isla sin hom bres.
Las m ujeres escitas de Term odonte ven sucum bir a sus maridos en
la guerra. A hora ellas están obligadas a tom ar las arm as, y bandas
de doncellas guerreras avanzan victoriosas sobre toda Asia M enor,
hacia la H élade, Italia, G alia, y repiten en esta parte del m undo lo
que A frica había conocido cuando parecía independiente de aque­
llos sucesos nórdicos93. M ientras que otras, cansadas de la larga au­

93 Diodoro. II. 44-46; III. 51-54; Justino. II. 3-4; sobre las fuentes de Diodoro.

114
sencia de los m aridos, se unen con extranjeros y esclavos, suceso
que ha sido señalado para los escitas (H erodoto. IV . 2) y los lace-
dem onios94. y de nuevo en la época de la guerra de Troya, aquéllas
renuncian al m atrim onio y ponen los fundam entos p ara los perso­
najes que no sólo ocupan una destacada posición en la historia de
nuestra raza, sino que tam bién contribuyeron particularm ente la
mayoría de las veces a la com pleta derrota de la ginecocracia. A
la lucha contra las A m azonas se une la im plantación del patriarca­
do. El principio lunar am azónico fue aniquilado p o r las potencias
de la luz. la m ujer fue restituida a su destino n atural, y el p atriar­
cado espiritual consiguió definitivam ente la hegem onía sobre la m a­
ternidad m aterial. Solamente en relación con el Derecho materno y
el ejercicio de la guerra a él unido''*' el am azonism o de Asia y Africa
se hace comprensible; a pesar de todos los em bellecim ientos con que
la leyenda y el arte lo han adornado, no se puede dudar del funda­
m ento histórico de las antiguas noticias que E strabón (X I. 504-505)
combate con tan vanos argumentos. Se ha negado a entenderlo cuan­
do lo trata. En esto yace la debilidad de la investigación actual: se
esfuerza m enos por las ideas antiguas que por las m odernas, da ex­
plicaciones que se refieren más al m undo m oderno que al antiguo,
y acaba en la duda, la confusión y un desolado nihilismo. Es im po­
sible dem ostrar la existencia de Estados am azónicos. Pero lo trae
consigo la naturaleza de la H istoria. Ninguna tradición histórica ais­
lada ha sido jam ás dem ostrada. N osotros sólo escuchamos los ru­
mores. C om batir tradiciones de tal m anera significa, para decirlo
con palabras de Simónides, luchar contra miles de años; juzgarlas
según la situación del m undo actual, es, como dijo A lceo oyk ex
ónychos ton léonta gráphein, allá thryallídi kai lychnói ton oyranón
hom oy kai tá sym panta methestánai.
Con el m atriarcado licio todavía está relacionada otra noticia.
Plutarco escribe en Consolado ad A pollonius (en H u tten , 7, p. 345):
«el legislador de licia, cuentan ellos, había ordenado a sus ciudada­
nos vestir ropas de m ujer cuando estuviesen de luto». Puesto que
no se dice el nom bre de éste legislador y tam bién faltan casi todas
las noticias de un nom oteta licio, entonces se puede afirm ar con se­
guridad que el hecho de que los hom bres llevasen ropas de m ujer
pertenece a aquel ethesi no escrito que H eráclides (fr. 17 de rebus
publicis) creyó haber encontrado entre los licios en lugar de leyes
escritas.
De este m odo, esta costum bre recibe su m ayor significación de
una tradición dispensada de toda arbitrariedad. Plutarco le atribu­
ye un significado ético. Afligirse, opina él, es algo fem enino, débil,
innoble, a lo que estarían más inclinadas las m ujeres que los hom-

ver Dionisio de Mileto, escol. Apolonio. Arg., II. 967; III. 20: Suidas, s. v.; D io­
doro, III, 65.
94 Heráclides, fr. 26; Estrabón. VI, 280; Aristóteles, Pol. V. 6.
95H erodoto, IV, 26; ver especialmente A teneo. XIII. 10.84. Diodoro. II. 34.

115
bres, los bárbaros que los helenos, la gente com ún que los nobles.
Pero el uso licio tiene raíces más profundas. Se relaciona con la con­
cepción religiosa m aterial, tal y como la hem os representado más
arriba. E n la cum bre de toda la vida telúrica está el principio fe­
m enino, la G ran M adre, que los licios llam an L ada, idéntica a La-
to n a, L ara, Lasa o Lala. La base física de este principio es la Tierra
y su represen tan te m ortal, la m ujer terrenal. D e ella ha nacido todo,
y a ella todo regresa de nuevo . El seno m aterno del que surge el
niño lo vuelve a acoger al llegar la m uerte. P or esto las H arpías es­
tán representadas con form a de huevo m aterno en los famosos mo­
num entos funerarios licios. Por eso ante todo sólo la m adre toma
p arte en el duelo. Sólo la m ujer se aflige por la decadencia de la
m ateria, la m ujer que realiza el destino de la m ateria con la con­
cepción y el parto. N íobe, desde los acantilados del Sipilo, vertió
lágrim as inagotables por la m uerte de todos sus hijos. Imagen de
la T ierra agotada por la procreación, llora porque de todos sus hi­
jos ni uno siquiera queda como consuelo para la m adre. Entonces
el duelo es un culto religioso consagrado a la T ierra M adre. Es ejer­
cido p o r los pueblos bárbaros en recintos subterráneos, sin sol, para
lo que Plutarco, ju n to con la costum bre licia,-presenta el dato del
trágico Ión. E l hom bre quiere tom ar parte en ello, y así debe re­
vestirse de la naturaleza m aterna de la T ierra. A sí como los m uer­
tos se convierten en y se llam an D em etrios, tam bién el dolor de la
T ierra sólo puede ser m anifestado por la m adre o en figura de m a­
dre. P or esto se dice en Servio (A d Verg. A e n ., IX , 486) q u e perso-
nae funerae, es decir, ad quos fu ñ o s pertinet, son la m adre y la her­
m ana. P or esto entre los ceos los hom bres no llevan luto, sino sólo
las m adres (H eráclides, fr. 9). Lo que este mismo autor dice de los
locrios (fr. 30), debe entenderse en el mismo sentido. E ntonces los.
ceos surgen de los locrios opuntios y coinciden con éstos en mu­
chos p untos97. Sobre el D erecho fem enino locrio y ceico hablare­
mos más tarde. A h o ra se ve fácilm ente cóm o la vestim enta fem e­
nina de los hom bres licios se relaciona estrecham ente con la gine­
cocracia licia. El padre no tiene ningún significado para el hijo cuan­
do está vivo, p o r lo que tam poco tiene ninguna autorización para
llorarlo al m orir. El hijo de la tierra licia no es retoño del padre,
sino de la m adre. La paternidad no tiene otro significado más que
la fecundación física, y así pierde com pletam ente todo derecho de
atención con la m uerte de lo engendrado. A l m uerto no se le pre­
senta m ás que la m ateria m aterna que se reanuda; la potencia mas­
culina que le despierta se hunde en el olvido con la vida, que desa­
parece. P o r esto Virgilio (Georg., IV , 475) utiliza en la descripción
del m undo subterráneo la expresión matres atque viri, y no matres
atque paires. D espués de la m uerte, hay sólo viri, no paires. Por

96 Cicerón, de natura deorum, II, 26: et recidunt omnia in térras el oriuntur e


lerris; D iodoro, I, 12; Esquilo, Los persas, 1619.
97 A teneo, X, 429; Eliano, Variae Htst., II, 37; Diodoro, XII, 21.

116
eso algunos héroes van a buscar al reino de los m uertos a sus m a­
dres, y nunca a sus padres. E n el m onum ento funerario licio sólo
están nom bradas la m adre y la m adre de la m adre, no el padre, lo
m ism o que tam bién E strabón siem pre destaca de los amasios su fi­
liación m atrilineal (X , 478.499; X II, 557), y asim ism o, sólo pueden
llorar a la m adre, y no al padre. A m bas cosas están necesariam ente
unidas. P or eso las vestiduras m aternales de los padres aparecen
com o la más alta expresión de la ginecocracia. E l cambio de sexo
que yace en ello nos sale al encuentro en m uchos cultos, y debe ser
considerado más exactam ente a lo largo de las interpretaciones pos­
teriores. Sólo para los licios es m encionado en conexión con el cul­
to a los m uertos y las cerem onias de duelo. E n relación con la gi­
necocracia es usual hasta las épocas m ás tardías.
Resum iendo los datos de los antiguos sobre el m atriarcado li­
cio, resultan las siguientes proposiciones: su representación más ex­
trem a se encuentra en la denom inación del niño a p artir de la m a­
dre. Pero su significado se expresa en varios puntos:
— en prim er lugar, en el status de los hijos; los hijos siguen a
la m adre, no al padre.
— en segundo lugar, en la transm isión h ereditaria de los bie­
nes; las hijas, y no los hijos, hered an a los padres.
— en tercer lugar, en la autoridad fam iliar; gobierna la m adre,
no el pad re, y este D erecho rige tam bién el E stado en una
extensión lógica.
Se ve que nosotros lo hem os hecho no sólo con una singulari-
zación exterior de la nom enclatura, sino con un sistem a acabado,
sistem a que está en conexión con las concepciones religiosas y p er­
tenece a un período de la H um anidad más antiguo que el pa­
triarcado.

117
C A PIT U L O III

CRETA

A hora querem os seguir indagando si tam bién en otros lugares


se pueden descubrir huellas de este m atriarcado. H erodoto (IV , 45)
atribuye a C reta el poblam iento de Licia; E strabón coincide com­
pletam ente con él. ¿D ebe encontrarse en C reta algo parecido?
E n prim er lugar, me encuentro con un punto que decididam en­
te está relacionado con esto. C reta es el único país donde no se dice
«patria», sino «m etrópoli»*, no patrís, sino métris. Esto nos lo ates­
tigua Plutarco en el excelente escrito sobre si un anciano puede lle­
var la dirección del E stado (H utten, 12, p. 124), donde se dice en
una traducción literal: «A nciano, si tuvieses com o padre a un Tito-
no, en efecto, él sería inm ortal, pero necesitaría siempre muchos
cuidados por su avanzada edad, a lo que yo confío que no te nega­
rías, ni encontrarías m olesto cuidarlo lo m ejor posible, tratarlo ami­
gablem ente y contribuir a su auxilio, porque él desde hace mucho
tiem po te ha hecho m ucho bien. Sólo tu patria, o como los creten­
ses acostum bran a decir, tu m etrópoli, es mucho más vieja, y tiene
todavía más privilegios que los padres. Se ha librado de la larga
vida, pero con todo no de los m ales de la edad, ni es autosuficiente
en todos los aspectos. Y porque se requiere siem pre mayor cuida­
do, socorro y atención, entonces lo aprovecha con mucho gusto el.
hom bre de E stado, y se agarra a él

c o m o u n a n iñ a q u e va con su m a d re y d e se a n d o q u e la to m e e n b ra ­
zos, le tira del v e stid o , la d e tie n e a u n q u e tien e p risa y la m ira con
o jo s llorosos p a ra q u e la le v a n te del su elo (¡liada, X V I. 9)».

Si los licios, a la pregunta de quiénes son,, nom bran a la madre


y cuentan siempre su genealogía m aterna, entonces deben llam ar a
su país de origen m etrópoli, y no patria. El m atriarcado conduce

* (N. de la T .) ver N. de la T ., en el capítulo II, p. 87.

118
necesariam ente a esta denom inación, y por esto es im portante que
C reta la conserve, después de que en otras partes fuese hecha de­
saparecer y sustituida por la nueva «patria». E n las relaciones co­
loniales, por el contrario, se dice metrópolis. A quí la denominación
perteneciente al antiguo m atriarcado ha conservado su derecho has­
ta hoy en día. Cim ón se acostó en sueños con su m adre m uerta,
que entonces volvió a la vida. D e este m odo se predice el restable­
cim iento de M esenia (Pausanias, IV , 26, 3).
La denom inación «m etrópoli cretense» se encuentra incluso en
otros dos escritores: Eliano (de nat. anim. X V II. 35) y Platón (Rep..
IX, 3, p. 575 (S t.)), aquí con la adición de que los cretenses dicen
«querida m etrópoli», expresión de fidelidad que destaca vigorosa­
m ente en la cualidad m aterna del país natal. Platón (Rep., III. 414)
deduce de esta cualidad m aterna de la tierra natal el parentesco de
todos los ciudadanos que, porque nacieron de un mismo vientre ma­
terno tam bién deben abrigar un sentim iento fam iliar los unos hacia
los otros, tanto com o hacia el país. «Les pareció (es decir, a los
guerreros de su E stado) en sueños como si hubieran estado bajo
tierra, y allí adentro fuesen criados y form ados, y construidas sus
arm as. Pero después de que hubiesen sido com pletam ente elabora­
dos y la tierra, com o m adre suya, los enviase hacia arriba, debían
cuidar con su consejo y su apoyo del país en que se encontraban,
como de su m adre y nodriza, si alguien lo am enazaba, y asimismo,
tam bién ser para con sus conciudadanos como herm anos e igual­
m ente nacidos de la tierra».
P or ideas de este tipo se explica la peculiar expansión que en la
R om a prim itiva tuvo el paricidium. A unque en estas palabras está
contenida innegablem ente y hasta el final la idea del parricidio, ante
todo de aquellos en línea ascendente, no quieren decir que sólo el
que m ata a un pariente sea paricida. sino el que asesina a cualquier
hom bre libre. E ste concepto tan amplio está atestiguado para los
tiem pos más antiguos1.
La noción de parentesco se extiende entonces a todos los miem­
bros del E stado. El que m ata a un conciudadano es. según la ley
de N um a un parricida. L a idea platónica de la consanguinidad arrai­
gada en la filiación com ún de todos los hom bres libres aparece, en
suma, como el m odo de ver las cosas del m undo más antiguo. Y
por esto es tan significativo que aparezca en relación con el nom ­
bre de N um a. El parentesco de la legislación num aica con las con­
cepciones pitagóricas es el que lleva a la suposición de una relación
más estrecha de am bos hom bres tanto com o a la afirmación de una
filiación etrusca de Pitágoras (Plutarco. Sym p., V III 7-8). Pero el

1 Festo, p. 221 (Müller): Parid quaestores appellabantur, qui solebant creari cau­
sa rerum capilalium quaerendarum. Nam paricida non utique is qui pareniem occi-
disset, dicebatur, sed qualemcumque hominem indemnatum. Ita fuisse indica ¡ex Nu-
mae Ponipilii regis, his composita verbis: si quis hominem liberum dolo sciens m oni
duit, paricidas esto.

119
propio Pitágoras es el reanim ador de las ideas órficas. que para los
antiguos pasan por ser expresión de la. form a de vivir y de pensar
originaria de los hom bres más primitivos. Platón vuelve a ellas muy
a m enudo. La aceptación de la m aternidad de la tierra y el paren­
tesco de ella derivada, y la herm andad de todos los hom bres, no
son ideas especulativas, sino una concepción del m undo más anti­
guo. Tam bién Numa lo sigue cuando castiga toda m uerte como
parricidio. El que m ata a un hom bre, pasa p o r ser parricida. Tam ­
bién en el extraño se toca al padre y a la m adre comunes. Tam bién
su m uerte contiene un em phylion aima. Se corresponde com pleta­
m ente a esta concepción cuando Virgilio es llam ado paricida por el
crimen contra su hija, y H oracio por el asesinato de su herm ana2.
El asesinato de un hijo es el asesinato de los padres, porque en el
niño se toca a la m aternidad de la potencia procreadora de la N a­
turaleza. El asesinato está lim itado no por el grado de parentesco
individual, sino por la filiación com ún de los padres m ateriales ori­
ginarios. Pero según esto, todo crim en, sea contra un pariente o un
e x t r a n e u s , un a s c e n d i e n t e o un d e s c e n d i e n t e , o un
colateral, es un parricidio en el verdadero sentido. Con el transcur­
so del tiem po, esta idea y el conocim iento del parentesco colectivo
retrocedieron cada vez más. En su lugar, se hizo determ inante el
parentesco consanguíneo individual. Encontram os al fin alel parici­
dium limitado al círculo de parientes más próxim os, y los restantes
casos de asesinato son asignados a la questio de sicariis et veneficis.
La L ex Pompeia de paricidiis com prende los mismos ascendientes,
descendientes y parientes colaterales que enum era M arciano (Fr. 1,
D .48, 9). No se debe considerar la relación de ambas acepciones
com o si hubiese avanzado desde lo más restringido a lo más am ­
plio. Más bien tiene lugar un desarrollo opuesto. El concepto de p a­
rentesco, originariam ente concebido de una form a general, se re­
dujo del Estado a la familia. Se produjo una limitación¡ E n lugar
de una conciudadanía general aparece ahora una amistad de sangre
individual. La noción básica no sufre ningún cambio. Paricidium,
ahora como antes, sigue siendo asesinato de un pariente. Sólo el cír­
culo de personas que caen bajo esta noción cambia y, en efecto, se
hace m ás estrecho.
De la interpretación expuesta hasta aquí resulta un fundam ento
puram ente físico-natural para el paricidium . D e este modo se dis­
tingue la perduellio. La perduellio se dirige contra el Estado como
tal; es la violación de lo que garantiza el D erecho político, por lo
tan to , un crim en civil. Paricidium, por el contrario, se refiere al fun­
dam ento físico-material del E stado. Es una ofensa al poder gene­
rad o r de la N aturaleza, un delito contra el poder original engen­
d rad o r que sigue obrando en los m iem bros individuales del E stado,
al que los ciudadanos deben su existencia corporal y su continua­
ción. N o es, por lo tanto, un delito civil, sino natural.

2 Livio. III. 50: Floro. I, 3.

120
En esta tendencia m aterial descansa tam bién el carácter religio­
so del paricidium . E ncierra un pecado contra la potencia m aterial
a la que toda vida debe su origen, y que forma el contenido de la más
elevada idea de divinidad. E l paricida peca contra la divinidad, el
perduellis, contra el E stado. La perturbación del orden religioso de
las cosas pertenece a la noción de paricidium tan esencialm ente que
tam bién el sacrilegus pued e ser incluido en ella. Cicerón (de legib.
II, 9) se une decididam ente a un antiguo fin sacral cuando incluye
entre sus leyes el estatuto Sacrum sacrove com m endatum qui clepsit
raptisque paricida esto. La misma relación sacral se manifiesta en
el relato de V alerio Máximo (I, 1, 13), con el que se debe com pa­
rar lo que añade D ionisio de H alicarnaso (IV , 62). Justam ente por
esto el paricidium tiene su lugar particular en la legislación religio­
sa de N um a. A parece aquí con el carácter de una perturbación del
orden sagrado de las cosas, un pecado perpetrado contra la divini­
dad que da la vida. Si los quaestores (paricidii) de Junio G racano3
fueron atribuidos a R óm ulo, entonces esto sin duda descansa sobre
una confusión con los duum viri perdueliionis. La perduellio en.su
orientación hacia el E stado se refiere al principio rom ulesco, y
el paricidio, con su carácter sacral, al numaico. R óm ulo representa
el aspecto paternal del E stado, y N um a el m aternal. Róm ulo funda
la existencia política de su ciudad sobre el principio del imperium
paternal; N um a ord en a el aspecto m aternal, m aterial, de la misma.
Los rom anos son Quirites p o r filiación m aterna: todos proceden de
m adres sabinas. E n la expresión populus Rom anus Quiritium apa­
recen unidos am bos aspectos. Populus Rom anus señala el conjunto
estatal que tuvo a R óm ulo p o r au to r, y Quirites, la base m aterial.
E l populus R om anus consta, m aterialm ente hablando, de Quirites.
A este aspecto m aterial-m aternal pertenece tam bién N um a, el rey
sabino. Y puesto que ahora nosotros reconocem os en el paricidium
el mism o carácter, es decir, la tendencia hacia la existencia m ate­
rial del pueblo, entonces tam bién desde este aspecto el estrecho pa­
rentesco del principio num aico con el paricidium se coloca bajo una
luz más clara.
H em os deducido la p aridad de todos los m iem bros libres de un
E stado de su filiación com ún del vientre de una M adre, la Tierra,
y reconocido en el paricidium , hacia el que siem pre se puede ser
dirigido, un asesinato de los padres. R esulta entonces una diferen­
cia en tre el sexo m asculino y el fem enino. La filiación de una M a­
dre T ierra originaria vale en sentido estricto sólo p ara los miem­
bros m asculinos del E stado, y com o lo afirm aba Platón, sólo para
los guerreros. Las m ujeres no sólo m antienen una relación de filia­
ción con la T ierra: ellas son la T ierra mism a, cuya m aternidad se
les transm ite. Llevan en sí un grado m ayor de sacralidad que
los hom bres. Su inviolabilidad descansa sobre su m aternidad terres­
tre , la de los hom bres, en su filiación a partir de la misma. D e esto

3 Fr. pr. D. de officio quaestoris, (1, 13).

121
se sigue que la ley de N um a sobre el paricidium obtiene su signifi­
cado de su extensión al sexo m asculino. Lo que, en prim er lugar,
y tam bién sin ley, vale p ara la m adre, y toda m u jer, es ahora trans­
ferido a los hom bres, donde no se entiende desde los mismos p re­
supuestos. La inviolabilidad de la m ujer descansa sobre su identi­
dad con la tierra de la que todo nace, y la del hom bre es reconoci­
da p o r la ley. Tam bién hem os encontrado la sacralidad de la m ujer
en la condición p uram ente n atural. L a del hom bre no. E sta es d e­
clarada por ley, y justificada por la atribución del hom bre a la m a­
ternidad de la tierra. D e ahí se explica que en las declaraciones de
los antiguos sobre el paricidium ante to d o se destaque esta tenden­
cia hacia el sexo m asculino. A sí se expresa en Festo el propio N um a,
y Plutarco (Róm ulo, 22), interp reta el paricidium según patrokto-
nía4. Y sigue: «y d urante largo tiem po aparece justificado que no
se haya tenido en cuenta el crim en del parricidio. D urante seis si­
glos nunca fue p erp etrad o en R om a p o r nadie. E l prim er parricida
fue Lucio Ostio tras el fin de la guerra de A níbal». Plutarco no p e n ­
saba sólo en el hom bre ni en la m u jer, ni el parricida o el m atrici­
da. R ecuerda sólo a Lucio O stio, no a Publicio M aléolo, al que la
historia rom ana nom bra com o prim er m atricida y lo traslada a las
guerras cím bricas5. E n efecto, paricidium parece a Plutarco etim o­
lógicam ente igual a patricidium , y por lo tan to , lo único correcto es
escribirlo con «r» doble. Tam bién la observación de que to d a an-
drophonía es una patroktonía, y que no haya sido diferenciado el
parricidio individual, m uestra que sólo se pensaba en hom bres. Pero
confirm a tam bién nuestra intepretación de la posición del sexo m as­
culino. E l hom bre es in terp retad o solam ente en su cualidad gene­
ral de potencia generadora de la N aturaleza. No es tenida en cuen­
ta la relación individual del asesino con el asesinado, sino la gene­
ral con la potencia m asculina generadora. Según esto, todo hom i­
cidio es un parricidio, pero el propio patricidio no es diferenciado
com o hom icidio, como violación de la potencia masculina de la N a­
turaleza, y p o r lo tan to , com o asesinato cualificado. No se tiene nin­
guna consideración hacia el m atrim onio y la ficción civil de la p a­
ternid ad individual unida a él. Se tra ta del pun to de vista puram en­
te n atu ral, que no sabe n ad a de u n a patern id ad particular. Pero la
potencia masculina está en relación filial con la fem enina. El prin­
cipio originario m aterial es la m ujer. L a potencia masculina sólo ad ­
quiere una representación visible en el nacim iento del hijo. E n to n ­
ces tam bién la androphonla contiene en su base más profunda una
agresión contra la M adre T ierra originaria. D e este m odo, coincide
de nuevo el asesinato del hom bre con el de la m ujer. La diferencia
está en el carácter indirecto o inm ediato de la relación con la T ierra.

4 Idion dé, tó médemían díkén katá patroklónón hortsanta, pasan androphonían,


patroktonían proseipein.hós toytoy mén óntos enagoys, ekeyínoy dé adynátoy.
5 Sobre esto, ver Auct. ad Herenn., I, 13, 23; compárese con Cicerón, de in­
vent., II, 50; Livi Epit., 65 y Orosio, V, 16.

122
E n la palabra paricidium se destaca especialm ente el acto de p a­
rir. Paricidium se rem onta decididam ente a parió, y ésto por su par­
te, pertenece a un radical pareo y appareo. El parto es una apari­
ción o un hacer visible lo hasta entonces oculto6. P or la aparición
del nacido se reconoce la existencia de una potencia masculina, y
por esto la noción de la m adre p artu rien ta y la potencia masculina
coinciden en una. El acto fem enino del parto se denomina por ello
con una palabra cuya raíz señala la potencia masculina de la N atu­
raleza. Parió y Pales están en una relación evidente. Pales es la M a­
dre originaria de la que todo nace, que se da a conocer en el naci­
do como Pales masculino, como gran fecundador de la Tierra. Los
antiguos quaestores rer. capit. quaerend. se llaman, según Festo.
quaestores parid. E n ello no hay nada que cambiar. La form a ad­
jetiva paricus es tanto com o decir palicus. Quaestores p a rid se lla­
man entonces los duum viri a los que se les confía la investigación
de un asesinato com o una violación de la o del Pales. D e este m odo,
de nuevo volvemos a nuestra anterior interpretación. Paricidium es
la violación com etida contra la M adre originaria generadora en al­
guno de sus hijos. Algo sem ejante es lo que supone cada asesinato,
pudiendo concernir a un hom bre o a una m ujer. No se trata del gra­
do del parentesco individual. Solam ente el pecado cometido contra
la potencia natural procreadora y generadora form a la base de la
criminalidad. La expiación responde al sacrilegio. El paricida no
puede participar en ningún entierro. A través de esto, regresaría al
seno m aterno de la T ierra, en el que se restablecería. M ediante la
costura en el saco*, es excluido de todo contacto con la madre. La
inm ersión en el río o en el m ar le ofrece aquel elem ento para el sa­
crificio en el que descansa la fuerza fecundante, y reclama la expia­
ción de la ofensa sufrida.
P erro , víbora, gallo y m ona acom pañan al sacrilego. M uestran
el poder de su triple nivel, como potencias telúrica, solar, y lunar.
Al prim ero pertenecen la víbora y el perro , al segundo el gallo y al
nivel lunar interm edio la m ona, que ocupa una posición igualmente
interm edia entre el m undo anim al y el hum ano, y tam bién, según
la concepción egipcia, se encuentra en la más estrecha relación con
la luna. Todos, jun to con el sacrilego, son ofrecidos como sacrificio
expiatorio a la ofendida potencia7. El regreso al seno m aterno de
6 D e esto dice Lucrecio de rerum natura, I, 23: dias in ¡uminis oras exoritur, y
visitque exortum lumina solis.
* (N .d e laT .) Se trata de la pena del culeus. descrita en Justiniano. ¡nstituc. IV.
18: el parricida es encerrado en un odre o saco (culeus) que se cose, junto con un
perro, un gallo, una víbora y una mona, y arrojado al mar o a un río. para así pro­
hibirle la tierra de los muertos.
7 Cicerón, pro Roscio Am er., 11.25.26: Osenbrüggen Einleitung... p. 24 ss.. y
Kieler Philologischen Studien, 1841, pp. 210-271: Justiniano. Código. IX. 17: Insti­
tuciones, IV, 18, 6, con las pruebas que aporta Schraders. p. 764 ss.: Valerio Máxi­
mo, I, 13, 23 con Dionisio, IV , 62; Fr. 9 pr. D. 48.9: Festo. s. v. Nuptías, donde
parens tam parece contener la palabra inicial de la ¡ex: parens tam. s. c. masculus
quam fem ina, según Festo. s. v. parens, p. 221. y s. v. masculino, p. 151: Auct. ad
Herenn., I. 13. 23. con Cicerón, de inv., II. 50.

123
la T ierra le es negado al paricida; él es ofrecido al elem ento gene­
rador como víctima expiatoria. A m bas partes de la potencia natu­
ral son así aplacadas, y se restablecen los fundam entos del orden
natural de las cosas. Siem pre es la relación general con la m ateria
m aterna y la fuerza que en ella gobierna, y no la relación indivi­
dual del parentesco de sangre personal, la que aparece como d eter­
m inante en el paricidium , en su concepto, su etimología, su exten­
sión y su expiación. La m aternidad de la T ierra se m uestra en el
paricidium como el fundam ento de una institución jurídica, tal y
como fue utilizada p o r Platón como base de la fraternidad general
de todos los ciudadanos de la República.
Puesto que estam os en C reta, tam bién puede ser m encionado
lo que Plutarco (de muí. virtut.) cuenta sobre la ciudad cretense de
Lictos (H u tten , 8, 272). E sta ciudad pasa por ser una colonia lace-
dem onia y pariente de los atenienses. Pero en ambos casos sólo por
línea m aterna. Sólo las m adres eran espartanas, pero el parentesco
ático se rem onta a aquellas atenienses que los tirrenos pelasgos rap­
taron del prom ontorio del B rauron. A cerca de los padres, no se
hace ni la m enor consideración en ninguna de las noticias. El
oráculo había dicho que Licos debía ser fundada allí donde los va­
gabundos perdieran la imagen de la diosa y el ancla. E sto tiene un
sentido idéntico al oráculo que recibe Neleo para instalarse allí don­
de una doncella le presentase tierra im pregnada de agua, y que él
consideró cum plido cuando una hija de un alfarero le presentó tierra
para sellar (Tzetzes a Licofrón, Alejandra, 1378-1387). Entonces,
según las opiniones de los antiguos, la tierra con agua es portadora
de toda fecundidad. El ancla indica el agua, pero la diosa es D iana,
la gran M adre Tierra efesíaca. Tam bién en este mito la predom i­
nancia de la filiación m aterna está fundada en la reducción de la m u­
je r al m odelo de la T ierra m aterna.
El realzam iento del parentesco basado en la filiación m aterna
no es tan frecuente. D e T eseo y H eracles, que están tan estrecha­
m ente unidos al culto y al m ito áticos, Plutarco (Teseo, 7) dice que
la em ulación fue no poco estim ulada en el héroe ático por su estre­
cho parentesco con H eracles: «A etra, la m adre de Teseo, era hija
de P iteo, y A lcm ena de Lisídice; pero ésta y Piteo eran herm anos
(y por consiguiente H eracles y Teseo eran anépsioi) e hijos de Pé-
lope e H ipodam ía». U nidad entonces de lo decisivo, el lado m ater­
no. Asim ismo, Teseo funda su parentesco con D édalo en que la m a­
dre de éste últim o, M érope, haya sido una hija de E recteo (Plutar­
co, Teseo, 19). D esde el punto de vista de este D erecho m aterno,
ta l delito contra el hijo de la herm ana debía aparecer como espe­
cialmente infame. Entonces es la hermana la que reproduce el tronco
m aterno, y no el herm ano. El m ito destaca especialm ente el crimen
de D édalo que m ató a Perdix, hijo de su herm ana. Por esto huyó
desde A tenas hacia C reta, ju n to al rey M inos8. Con esto puede coin­

8 Higinio, Fáb. 39: Dedalus, Euphemi filius, qui fabricam a Minerva dicitur ac-

124
cidir la costum bre de las m ujeres rom anas de pedir a la diosa Ino-
Leucotea, que es equiparada a la rom ana Mater Matuta, la bendi­
ción no p ara sus propios hijos, sino p ara los de sus herm anas.
Plutarco (Quaest. rom. 14) señala: «¿Por qué piden las m ujeres ju s­
tam ente a esta diosa bendiciones no para sus hijos, sino para los de
sus herm anas? ¿Acaso porque tam bién Ino había am ado tanto a su
herm ana e incluso había criado a su hijo (D ioniso, hijo de Seme-
le)? ¿O porque ella había sido desafortunada con sus propios hi­
jos? ¿O tam bién porque ésta es una costum bre buena y loable y pue­
de crear el m ayor afecto en la familia?» Ino-M atura es el principio
femenino de la N aturaleza, que está a la cabeza de todas las cosas,
y la m ujer m ortal es su imagen terrenal y por lo tanto, lo mismo
que aquélla está en la cum bre de la N aturaleza, ésta se halla a la
cabeza de la familia. Por esto las m ujeres le im ploran a ella, y sólo
por sus herm anas no por sus herm anos. Los niños pertenecen a las
m adres, no a los padres. La familia se reproduce a través de las hi­
jas, no por medio de los hijos. Las diversas herm anas ocupan el lu­
gar de la m adre. En ella construyen una unidad, lo mismo que to­
das las m ujeres terrenales tienen su punto de unión con la gran M a­
dre originaria, Mater Matuta. A sim ism o, las herm anas piden unas
por las otras, por la prosperidad de su propia familia, y es cierto
entonces que con esto no pierden de vista su tronco m aterno, y no
consideran sólo la línea particular que comienza con su persona.
Mater Matuta debe prestar una especial atención a tal oración. La
m ujer que ora para sus propios hijos se autocoloca como origen de
una nueva línea genealógica; la que, por el contrario, lo hace para
los hijos de la herm ana, se rem onta a la m adre, y a través de ésta,
retrocede hasta la propia M adre Matuta originaria. Por esto sólo
esta últim a oración es devota, y es segura la condescendencia. La
costum bre referida por Plutarco es, por lo tan to , un resultado de
la ginecocracia que por su parte radica en la aceptación de un gran
principio fem enino de la N aturaleza colocado a la cabeza de las co­
sas. Según Posidonio9, cretenses fundaron en el pueblo griego de
Eggyion un santuario, todavía muy estim ado en época tardía, de
las météres, aquellas m adres que en C reta alim entaron en una cue­
va a Zeus niño sin saberlo Saturno, y por esto no sólo fueron tras­
ladadas al cielo estrellado como la O sa, sino que tam bién fueron es­
pecialm ente veneradas p o r los cretenses. Se m uestran en el tem plo
jabalinas y cascos de bronce, ofrendas ya de M eriones (D iodoro,
V, 79), hijo de M olo, nieto de M inos, ya de Ulises, cuyo nom bre
llevan. El ardid de Nicias, sus invectivas contra las m adres y, como
ellas lo am enazasen con la locura repentina, que él ya se inclinase

cepisse. Perdicem sororis suae filium propter arlificii invidiam, quod idprim un serram
invenerat, summo tecto dejecit. Ob id scelus in exilium ab Athenis Creiam ad regem
Minoem abiil. Ver también las fábulas 244 y 274; Servio, A d Verg. A en., V, 11; A d
Verg. Georg. I, 143; Ovidio, Met., VIII, 237; Sidonio, IV, 3.
En Müller. Fr. hist. gr., 3, 277 y Diodoro, IV, 79-80.

125
hacia tierra, ya en su delirio girase la cabeza aquí y allí y hablase
con voz trém ula, se puede consultar en los fragm entos indicados.
Probablem ente estas m adres fueron concebidas en núm ero de tres,
tan frecuentem ente destacado en C reta, como tam bién encontra­
mos atestiguadas en la misma triplicidad a las matres o matronae a
lo largo del Rin y en Inglaterra en tan numerosas esculturas — es­
pecialm ente de los m useos de M anheim y M ainz. El nom bre de su
lugar de culto, Eggyion, lo mismo que la observación de que su in­
flujo sobre Nicias se expresa ante todo en una atracción hacia la
tierra, m uestran que precisam ente la tierra fue considerada como
el fundam ento físico y la sede m aterial de las météreslü. Eggyion
quiere decir literalm ente «en la tierra». La conexión de gya, gyía,
gyíé con ge será más am pliam ente discutida posteriorm ente. A quí
sólo recuerdo una. D e M eleságoras (verosím ilm ente de su Atthis),
H esiquio (s. v. E p ’E yrygynéi agón) inform a que el hijo de M inos,
A ndrogeo, era llam ado Eyrygyes, y en su honor fueron instituidos
juegos funerarios en el Cerám ico de A tenas (Pausanias, I, 1, 4). A
través de la equiparación de A ndrogeo y Eyrygyes se constata el sig­
nificado del últim o nom bre. A ndrogeo es etim ológicam ente el
«hom bre de la tierra», la personificación de la potencia masculina
que in terp en etra la m ateria terrestre, un auténtico A ndreus o Vir-
bius. Lo m ism o indica Eyrygyes. E ntonces gyé, gyía, gyéé, es el sem ­
brado o el cam po de labor (Eurípides, Heracles, 839); por lo tan to ,
tam bién el cuerpo de la m adre (Sófocles, Antígona, 569), gyés, la
curva del arado; pero Eyry es el título de una cualidad de la T ierra 11
que tam bién ha encontrado acogida en otros nom bres propios de
divinidades ctónicas, com o E yrynóm é o Eyrymédeia. E n el Eggyion
cretense aparecen asimismo las diosas M adre como una in terpreta­
ción de la propia T ierra en su calidad m aternal. Ellas son las que
envían hacia arriba todos los frutos de su seno. Las m ujeres te rre ­
nales ocupan su lugar y su tarea, m adres m ortales, lo mismo que
aquellas m adres originarias inm ortales, de todo nacim iento m ate­
rial. E n esta representación está la base de su dignidad. E stán a la
cabeza de su fam ilia, lo mismo que aquéllas están en la cum bre de
la vida natural.
Para la relación del punto de vista estatal con el religioso es im­
po rtan te una observación de Dionisio (IV , 80): «A lgunas ciudades,
dice, han recibido del oráculo la orden de venerar a las m adres de
Enguium , porque el adorador de las mismas no sólo será afortuna­

lu Todavía en tiempos de Dionisio, el templo siciliano poseía tres mil vacas sa­
gradas, famosas imágenes de la m aternidad. Se puede ver el mito en Plutarco, Pa-
ra li, 35; el toro dominado por la vaca, hace decir a Esquilo (Agamenón) a Casan-
dra de Egisto y Clitemnestra. Tam bién 7yc/ie-Fortuna, la Madre originaria, se re­
presenta con cabeza de vaca: Laurencio Lido, de mensibus, IV, 33, p. 192 (Rótter).
La vaca que amamanta es una imagen muy conocida de la Afrodita asiática. En Sta.
M aría supra Minerva en Rom a apareció recientemente el fragmento de una vaca
am am antando a un niño que debe haber pertenecido al santuario de Isis allí situado.
11 eyrystenos gata, Hesíodo, Teogonia, 117.

126
do en su vida privada, sino que tam bién su E stado se vería en una
situación floreciente». E ntonces de las m adres no sólo resulta la
prosperidad física, sino tam bién el bien estatal. ¿Q uién no recono­
ce aquí la relación de este culto con la institución estatal? Pero al
mismo tiem po, en el contenido del m encionado oráculo yace un tes­
tim onio de la A ntigüedad, enorm em ente digno de atención para no­
sotros, en favor de la ginecocracia. Ella parece prom over el bien p ú ­
blico tanto com o el dom éstico. Fue ensalzada la eynom ía de los lo­
crios, tanto epicefirios com o opuntios, y la sóphrosyné de los licios,
y justam ente entre los locrios y los licios se han conservado du ran ­
te m ucho tiem po restos aislados de la ginecocracia.. D ebe ser acep­
tado que en la hegem onía de la m ujer y su consagración religiosa
estaba contenido un elem ento de cultivo y continuidad de fuerzas
m ayores, p ara aquellos tiem pos primitivos en los que la fuerza b ru ­
ta se desencadenaba todavía más salvajem ente, la pasión no tenía
ningún contrapeso en las costum bres y las instituciones de la vida,
y el hom bre no se inclinaba ante nada, como no fuese ante el p o ­
der encantador, inexplicable p ara él, de la m ujer. Las m ujeres, ante
la expresión de la fuerza salvaje, incontrolada, de los hom bres, apa­
recen como rep resentantes de la disciplina y el orden, com o ley per­
sonificada, com o oráculo de sabiduría innata, llena de presentim ien­
tos. El guerrero soporta gustosam ente este estorbo, cuya necesidad
siente. No por la fuerza, sino p o r el libre reconocim iento de la n e­
cesidad de una superior ley natural, la ginecocracia se ha conserva­
do durante una era p ara bien de la H um anidad. D e todas m aneras,
el conservadurism o, incluso la estabilidad, debió h ab er sido un ras­
go originario en la vida de los pueblos m atriarcales. L a m ujer lleva
la ley en sí m ism a, habla de ella con la necesidad y seguridad del
instinto n atural, de la conciencia hum ana. Pero la m u jer está tam ­
bién corporalm ente form ada p ara la estabilidad. E stá prefigurada
por la N aturaleza p ara ser domiseda; com parte tam bién en esto el
carácter de la T ierra, lleva la naturaleza de la gleba, de la que nace.
E n la más tranquila seguridad fundada en sí misma, reduce el ser
errabundo , móvil, del hom bre siem pre a ella. E n el conocim iento
de la hegem onía puesta en sus m anos, la m ujer debió haber a p are­
cido en aquellos tiem pos antiguos, con una sublim idad y grandeza
enigm áticas p ara las eras posteriores. La decadencia posterior de
su carácter coincide íntegram ente con la limitación de su actividad
a la estrechez de m iras de su existencia, con su posición servil, con
la exclusión de toda gran em presa, y la inclinación, causada por
esto, al influjo oculto m ediante la astucia y la intriga. V er a tales
m ujeres a la cabeza de un E stado, y a éste alabado como bien o r­
denado, no se asocia, en efecto, con nuestra experiencia actual.
Pero ya los antiguos preguntaban: ¿dónde han llegado aquellas m u­
jeres, cuya belleza corporal, superior carácter y consum ado encan­
to atrajero n las m iradas de los dioses inm ortales y despertaron sus
deseos? E n verdad, aquéllas como A lcm ena, com o M edea, C oro-
nis y tantas otras ya no se encuentran. ¿Cómo pueden com petir las

127
actuales con aquéllas de los tiempos pasados, sobre todo los ger­
mánicos? La conciencia de la hegem onía y capacidad de poder re­
fina el alm a y el cuerpo, suprime los deseos bajos y las sensaciones,
destierra los excesos sexuales y asegura la fuerza y el carácter he­
roico de los descendientes. Para la educación de un pueblo para la
virtud en el firm e sentido antiguo y no en el débil actual, no hay
un factor m ás poderoso que la grandeza y la conciencia del poder
de la m ujer. H ay, de todas m aneras, un profundo significado en el
relato según el cual el heroico pueblo rom ano desciende de sabinas
de aspecto com pletam ente amazónico. Tales m ujeres no pueden ha­
ber caído en la afem inación y la voluptuosidad. Tam bién la infide­
lidad, que en la m ayoría de los casos se origina del desprecio del
hom bre, perm anece desconocida a tales m ujeres. Por esto la hege­
m onía de las m ujeres de aquellos días está lejos de disminuir la va­
lentía de los hom bres — más bien es la más poderosa prom otora de
la misma— , y así estaría claro por qué la gloria de la prosperidad
ha sido concedida, y con razón, a los pueblos ginecocráticos de los
tiem pos antiguos.
La misma idea que yace en el culto de la M adre se repite en D e­
m éter. La T ierra en su m aternidad constituye el contenido, consi­
derado com pletam ente m aterial, de esta divinidad. Por esto es de
gran im portancia para el m atriarcado cretense que en la fecunda
isla de C reta D em éter cultive el am or con Jasión en el cam po tres
veces arado, la esposa inm ortal con el hom bre m ortal. E n un apén­
dice a la Teogonia, que comienza en el verso 958. se hace una lista
de tales uniones de diosas inm ortales con hom bres m ortales. La
enum eración com ienza con el am or de D em éter por Jasión12.
En la inm ortalidad de la m ujer contra la m ortalidad del hom ­
b re, el predom inio de lo m aterno ha recibido un tratam iento per­
teneciente a la más antigua concepción religiosa. Al patriarcado se
refiere la relación contraria, m ucho más frecuente en el m undo mí­
tico, en la que la inm ortalidad está del lado del padre, y la m orta­
lidad, del de la m adre. E sto es la expresión del principio espiritual
de Z eus, que pertenece a la incorpórea potencia luminosa celeste.
El m atriarcado, por el contrario, surge de abajo, de la m ateria, de
la tierra, que, porque lo hace nacer todo de su oscuro seno, es con­
siderada com o la m adre originaria de toda la creación visible. Lo
que surge de ella es perecedero, pero ella misma perm anece eterna
y disfruta de aquella inm ortalidad que no puede com unicar a sus hi­
jos, incluso a los más herm osos de ellos. A esta creación perecede­

12 Diodoro, V . 77; Odisea, V, 125; en el Him. homér. a Ceres. D em éter viene


de C reta; según Baquílides en escol. a Hesíodo, Teogonia. 914. Perséfone fue rap­
tada en Creta. Sobre el nombre de la isla de Creta, observo que está relacionado
con cresco (ceres, cerus, cera). Encontramos en Corinto a Dionisio con el sobrenom­
bre Krésios en Pausanias, 11,23, 164. Su sentido coincide con los famosos Phvtál-
mios, Dendritas, Phleén, Pholoios, Phuphluns (phyó, flores, pleores). En Tegea.
Pausanias VIII, 44, 961 señala una colina Kresios, con un templo de Aphneios, cuyo
nombre señala la fecundidad telúrica; compárese con X. 6. 812.

128
ra pertenece tam bién el hom bre, pertenecen tam bién Jasión y el es­
poso de Tetis, Peleo. Tam bién él decaerá, y está determ inado a ser
pronto sustituido p o r un descendiente. U na serie infinita de gene­
raciones hum anas pasa sobre la M adre Tierra eternam ente inm uta­
ble. Sólo ella es siem pre la misma, siempre vuelve desde la m ater­
nidad consum ada a la doncellez, y así reúne en sí lo que se excluye
m utuam ente en la m ujer m ortal: m aternidad y virginidad. Jasión
aparece ante D em éter sólo como fecundador. El es el sem brador
que esparce la semilla, y después de com pletar su tarea, que sólo
ocupa un instante, se retira de la escena. Puede tam bién com parar­
se con la reja del arado, que abre una herida en el vientre m aterno
de la T ierra, y que, cuando se ha consumido, se sustituye por otra.
De este m odo está el hom bre frente a la m ujer. D espierta la vida,
pero ésta surge m aterialm ente de la m adre. Igual que el árbol es el
retoño de la Tierra y nunca se separa de ella, así el hom bre p erte­
nece po r com pleto a la m adre, no al padre. La inm ortalidad de D e­
méter. se repetía para las m ujeres terrenales en el m atriarcado. Lo
mismo que en el patriarcado el hijo sigue al hijo, en el m atriarcado
la hija sigue a la hija. En la última de las nietas sigue viviendo la
m adre, y a través de la m adre, la prim era M adre originaria. En este
sistema se dice de los hijos: pater fam iliae suae et caput et finís est,
y por el contrario, en el sistema del D erecho paterno se dice de las
hijas: mater fam iliae suae et caput et finis est. En el m atriarcado,el
hijo no reproduce la familia; tiene una existencia puram ente per­
sonal, lim itada a la duración de su vida. El es la parte m ortal, y la
m ujer la inm ortal. C uando en el A gam enón de Esquilo Electra*
com para a los hijos de un padre asesinado a un corcho que, siguien­
do al hilo hasta el fondo del m ar, salva la red, se refiere a los hijos,
que en el D erecho paterno son los que cum plen esta tarea, m ien­
tras que en el D erecho m aterno son las hijas. A llí disfruta de in­
m ortalidad el lar generador, y aquí la Tierra m aternal que concibe.
La unión del hom bre m ortal con la m adre inm ortal tam bién fue
concebida p o r Cicerón (de nat. deor., III, 18), y adem ás puso de
relieve que según el ius naturale, el hijo nacido de tal unión nece­
sariam ente com partiría la naturaleza de su m adre, m ientras que se­
gún el ius civile, tom aría la de su padre; el hijo de una diosa debe­
ría asimismo ser de naturaleza divina. La oposición de ius naturale
y ius civile se repite aquí con el mismo significado con que la h e­
mos com entado más arriba. El ius naturale es el D erecho de la vida
m aterial, es decir, de la m aternidad ctónica. U na violación de este
derecho yace en la separación de la m ujer. Según el estatuto de
R óm ulo (Plutarco, R óm ulo, 22), se debía hacer por esto un sacri­
ficio expiatorio a los dioses subterráneos.
La relación m aterna de D em éter con su hijo Pluto es adecuada
para dar una explicación más extensa sobre la relación del princi­

* (N. de la T.) En realidad estos versos pertenecen a un parlamento de Orestes


en Las Coéforas (v. 505 ss.).

129
pió fem enino de la N aturaleza con el m asculino. La m adre es an­
terio r al hijo. La fem inidad está en la cum bre, y la formación mas­
culina del poder sólo aparece en segundo plano, después de aqué­
lla. La m ujer es lo que está dado, el hom bre ha de ser. La Tierra,
el elem ento m aterno, es desde un principio. D e su seno surge la
creación visible, y sólo en ésta se m uestra un doble sexo diferen­
ciado; sólo en ella aparece a la luz del día la form a masculina. M u­
je r y hom bre no aparecen al mismo tiem po, no están igualm ente or­
denados. La m ujer va delante, el hom bre la sigue; la m ujer es an­
terior, el hom bre m antiene con ella una relación filial; la m ujer es
lo dado, el hom bre lo que nacerá de ella. El pertenece a la crea­
ción visible, pero siem pre cam biante; sólo llega a la existeneia con
una form a m ortal. Sólo la m ujer existe desde un principio, está, es
inm utable; el hom bre deviene, y por esto siem pre se precipita a la
ruina. E n el terreno de la vida física, el principio masculino está asi­
mismo en segundo lugar, está subordinado al fem enino. E n ello tie­
ne la ginecocracia su modelo y su fundam ento. Tam bién en ello ra­
dica aquella idea perteneciente a los tiem pos primitivos de la unión
de una m adre inm ortal con un padre m ortal. A quélla es siempre la
m ism a, pero por parte del hom bre se suceden una serie interm ina­
ble de generaciones. La misma M adre originaria se une con hom­
bres siem pre nuevos. Conocemos el m ito platónico de Penía y Plu-
to. E n él aparece la m ateria terrestre em pobrecida, necesitada, y
que no se basta a sí misma. N ecesita la fecundación del hom bre. Pe­
nía se entrega siempre a nuevos hom bres sintiendo su propia im­
potencia, anhela ansiosam ente em parejam ientos siem pre nuevos,
busca, como Esm irna, seducir a su propio padre o, como hace Fe-
dra con H ipólito, a su propio hijastro. Sólo m ediante los alum bra­
m ientos siempre repetidos puede asegurar la duración e inm ortali­
dad del m undo visible, de sus hijos. E l hijo se convertiría entonces
en esposo, en fecundador de la m adre, en el propio padre. E n el
m ito cretense, Pluto es el hijo de D em éter, y en el platónico apa­
rece com o esposo de Penía y padre del m undo visible. Es, en efec­
to, ambos. Se convierte de hijo en fecundador de la m adre, y siem­
pre se le aparece la misma m ujer, ya com o m adre, ya como esposa.
El hijo se convierte en su propio padre, como refiere Plutarco (Pa-
ra li, 22) en el m ito de Esm irna y la túscula V aleria. Tam bién en
estos casos el hijo sólo tiene m adre, el padre procede del mismo
lado m aterno; está un grado más alejado del hijo que la m adre. La
m ujer es aquí la parte seductora, com o Eva o Pandora; ella sigue
viviendo, m ientras que el hom bre sucum be; en todos estos rasgos
reconocem os de nuevo la misma idea fundam ental. La creación vi­
sible, el hijo de la M adre T ierra, se transform a en la idea del pro­
genitor. A donis, la imagen del m undo que cada año decae y se re­
nueva, se convierte en y se llama Papas, el progenitor, que es él
m ism o13. A él se refiere Pluto. Com o hijo de D em éter, Pluto es la

13 Diodoro, III, 57; Herodoto, IV, 59, Zeus Papaios entre los escitas.

130
creación visible, siem pre autorrenovada, y como esposo de Penía.
es su padre y progenitor. Es al mismo tiem po la riqueza surgida del
seno m aterno de la tierra y el dador de esa riqueza : al mismo tiem ­
po objeto y potencia activa, creador y criatura, causa y efecto. Pero
la prim era aparición del poder masculino sobre la T ierra es en for­
ma de hijo. D el hijo se deduce el padre, en el hijo se hace visible
por prim era vez la existencia y la naturaleza de la potencia mascu­
lina. Sobre esto se funda la subordinación del principio masculino
al de la m adre. E l hom bre aparece como criatura, no como gene­
rador; como efecto, no como causa. Con la m adre sucede lo con­
trario. Ella existe antes que sus criaturas; aparece como causa, como
prim era dadora de vida, no como efecto. Se reconoce no sólo por
sus criaturas, sino por ella misma. En una palabra, la m ujer es la
prim era m adre, y el hom bre, su hijo. E n las plantas que surgen de
la tierra se hace evidente la cualidad m aternal de la Tierra. Tam ­
poco existe ninguna representación de la naturalidad; sólo es reco­
nocida más tarde en el prim er niño form ado como varón.
El hom bre no sólo es posterior a la m ujer, sino que ésta apare­
ce como reveladora del gran misterio de la generación de la vida.
El acto que despierta la vida en la oscuridad del seno de la Tierra
y desarrolla su semilla, se sustrae a toda observación; lo que pri­
m ero se hace visible es el acontecim iento del parto. Pero en éste
solam ente tom a parte la m adre. La existencia y la conformación de
la potencia masculina sólo se revela con la figura del niño varón;
m ediante el p arto , la m adre revela al hom bre lo que era descono­
cido antes, y cuya actividad quedaba en terrada en la oscuridad. En
innum erables representaciones de la antigua m itología, la potencia
masculina aparece como el misterio revelado; p o r el contrario, la
m ujer se m uestra con lo dado desde un principio, con la causa pri­
mitiva m aterial, como lo m aterial, físicamente visible, que no ne­
cesita revelación, sino que más bien ofrece la certeza de la existen­
cia y la form a de la masculinidad m ediante el prim er parto. De
A frodita E pitragia cuenta el mito (Plutarco, Teseo, 18), que cuan­
do Teseo sacrificó una cabra a la diosa a la orilla del m ar por orden
de A polo, el animal se transform ó en un macho cabrío, y desde en­
tonces A frodita se representa sentada sobre él. Tam bién aquí el ani­
mal m adre aparece como originario. El hom bre entonces se origina
de la m ujer m ediante una prodigiosa m etam orfosis de la N aturale­
za, tal y com o se repite en todos los nacimientos de varones. En el
hijo, la m adre aparece transform ada en padre. Pero el macho ca­
brío es sólo un atributo de A frodita, subordinado a ella y sometido
a sus deseos14. El hom bre nace del vientre de la m ujer, y la propia
m adre se asom bra de la nueva aparición. Entonces tam bién ella re­
conoce en la form ación del hijo la form ación de aquel poder a cuya
fecundación tiene que agradecer su m aternidad. Su m irada queda

14 Un significado semejante tienen ios hijos de la hija de Entoria en el poema


de Eratóstenes Erigone en Plutarco, Parall-, 9.

131
pren d ad a de la criatura. E l hom bre se convierte en su favorito, el
m acho cabrío en su portador, el falo en su eterno acom pañante. Ci­
beles destaca com o m adre de A tis, D iana de V irbio, A frodita de
Faón. Predom ina el principio fem enino, m aterial, de la N aturale­
za. A coge en su seno, en cierto m odo com o D em éter la cista, al mas­
culino, com o secundario, deviniente, sólo existente en form a m or­
tal, etern am en te cam biante. E sta es la expresión más elevada de la
ginecocracia, y no menos significativa p ara ésta que la m ortalidad
de Jasión al lado de la divinidad inm ortal de D em éter.
La m isma concepción yace en el m ito del nacim iento de Zeus
del seno m aterno de R ea. Tam bién aquí sólo se destaca la m adre.
Si bien C rono es llam ado en la leyenda p ad re de Z eus, esta expre­
sión no tiene el significado de progenitor físico; más bien indica una
an terio r era ya en decadencia, cuya relación con la siguiente se re­
presen ta p o r la sucesión de padre e hijo. L a idea de generación está
tan lejos que más bien se representa la destrucción y la decadencia
com o expresiones exclusivas de aquellas relación paterna. A sí, el
Z eus cretense sólo tiene m adre, la fluida, la húm eda m ateria terres­
tre. E n él aparece el lado m asculino de la N aturaleza por prim era
vez en form a visible. Asimismo, tam bién aquí la m ujer se repre­
senta y se concibe como lo prim ero, com o lo originariam ente dado,
lo existente desde un principio, y el hom bre com o lo deviniente, re­
velado a través de la m adre. Y tam bién Z eus es m ortal, su tumba
se m uestra en C reta. El lado fem enino de la N aturaleza se consi­
d era in m ortal, y el m asculino, p o r el contrario, es visto como eter­
nam en te cam biante, y sólo duradero p o r el etern o rejuvenecim ien­
to que supone la m uerte. El Z eus que m uere y es sepultado es la
expresión de esta creación que siem pre m uere y siem pre resucita
de nuevo. Pero es tam bién el propio creador; él es, como Pluto,
com o A donis, efecto y causa a la vez. Es la base masculina de la
generación terrestre, que sólo logra su expresión en la creación,
nunca jam ás ella m ism a, sino sólo contem plada en la form a del
hom bre m ortal. El Zeus de la m itología cretense que nace y mue­
re , que regresa a la T ierra, su m adre, con la m u erte, aparece en co­
nexión con la inm ortal M adre originaria, R ea, — no deviniente, sino
dada desde un principio— , como expresión consum adora de aque­
lla ginecocracia basada en la ley m aterial que desde la religión pasa
a la vida ciudadana.
E n ninguna parte las divinidades fem eninas desem peñan un pa­
pel más im portante que en C reta, la tierra natal de la religión y los
m isterios griegos. E n la historia de M inos se en tretejen una serie
de seres fem eninos que se dan a conocer com o otras tantas repre­
sentaciones de la m aternidad m aterial-telúrica: la m adre de Minos,
Europa, h ija de T elefasa15; Pasifae, su esposa, m adre del M inotau-
ro; Britomartis-Dictina, la casta virgo dulcís a la que perseguía el

15 Telefae o Télefe; A polodoro, I, 3; Esteban de Bizancio, s. v. Dárdanos; Thás-


sos; escol. Eurípides, Fenicias, 5.

132
am or del rey, hasta que ella buscó la paz en las profundidades del
m ar; Ariadna, que conocía la salida del laberinto, en cuya posesión
D ioniso sucede a T eseo16, que en C hipre aparece como A frodita
(Plutarco, Teseo, 20), cuya corona y baile tam bién son conceptos
com pletam ente afrodíticos17; Fedra, la herm ana de A riadna; Gor-
go, la am ada de A sandro, que P lutarco (de amore) asocia a Leuco-
mantis; Baltes, la ninfa, que los cretenses consideraban como m a­
dre de Epim énides de Festos, lo m ism o que relata Plutarco (Solón).
T odas estas divinidades son representaciones de la m ateria
terrestre m aternal, y por eso tam bién m ujeres lunares, sem ejantes
a A rtem is-D iana. Ya por sus nom bres se anuncia su naturaleza lu­
nar. L a brillante, resplandeciente, que luce a lo lejos, se llama
Luna. En O rfeo (Himnos, 36), A rtem is se llam a Pasifesa. A frodita
lleva el sobrenom bre Pasifae en Laurencio L id o 18. Selene en luna
llena se llama Psiphanés y Pasiphaes en M áxim o19. Según M acro­
bio, (Saturnalia, 3.8) A frodita es la propia luna.
T odas las grandes M adres de la N aturaleza llevan una doble exis­
tencia, como tierra y como luna. E sta es m aterial como aquélla,
una oyraníé o aithérié gk. A sí resplandecen A ten ea, A rtem is, A fro­
dita, com o brillantes estrellas en el cielo nocturno húm edo, fecun­
dante. H elena e Ifigenia fueron elevadas a la luna. Pero a las m u­
jeres lunares se añade el parto de un huevo, una expresión de su
m aternidad m aterial. Pero la ginecocracia y su degeneración, el
am azonism o, cuya existencia hostil a los hom bres encuentre su ex­
presión en la cretense G orgo, descansan sobre la m aternidad de la
luna. Por esto es un rasgo significativo del m ito que A riadna tam ­
bién sea m encionada como dom inadora de C reta. E n Plutarco (Te­
seo, 19), A riadna ocupa el gobierno tras la m uerte de D eucalión.
C oncierta la paz con Teseo, devuelve los rehenes e instituye una
alianza entre los países en conflicto, A tenas y C reta. Con esto se
puede com parar que dos ciudades cretenses, L ato y O lunte, en su
pacto de federación, invocan a B ritom artis y A rtem is como testi­
gos20. D e nuevo vemos aquí la m aternidad, como más arriba, en su
significado activo, restablecedor de la paz. L a antigua ginecocracia
cretense ha dejado un eco im portante en las siguientes costumbres.
En el día conm em orativo de la p artid a de T eseo, sólo las hijas vi­
sitan el santuario de A polo. Sólo las m adres encuentran reprenta-
ción en la fiesta de las Oscoforias en honor de D ionisio y A riadna
(Plutarco, Teseo, 18 y 23). E n relación con esta concepción está la
costum bre cretense de hablar de «querida m etrópoli», doblem ente
significativa. Lo mismo que el principio fem enino se encuentra en

16 Higinio, Astron. poet., II, 5; Pausanias, II, 23, 164.


17 IUada, XVIII, 592; Higinio, Astron. poet., II, 5.
18 de mensib., 89; Aristóteles, mir. ausc., p. 294 (Beckmann).
19 phil. perl katarchon; Fabric. bibli. Gr., t. 8, p. 415.
20 Chishull, Antiq. Asial., p. 136.

133
la cum bre de la N aturaleza, la m ujer está a la cabeza del Estado y
de la familia.
Pero en C reta la ginecocracia y el D erecho m aterno están ven­
cidos. Sólo en el título «querida m etrópoli» se ha conservado un re­
cuerdo de su pasado prestigio. El principio lunar cede ante el solar,
y la m aternidad m aterial ante el D erecho paterno espiritual. Esta
insurrección es un hecho religioso. Es la misma que tam bién hemos
indicado en relación con el heroísm o de B elerofonte. A quí debe ser
desarrollada en sus diferentes gradaciones.
El traslado de la m aternidad m aterial de la T ierra a la luna da
una solución cósmica a la pregunta sobre las relaciones entre am ­
bos sexos. El sol se opone a la luna, com o el hom bre a la mujer.
Lo que la sustancia terrestre une en el interior de su m ateria y sólo
aparece separado en el p arto , el sexo fem enino y el masculino, se
separa en el cielo en dos potencias cósmicas autosubsistentes. La
luna m aterial es la m ujer, y el hom bre se le opone en el sol y su
naturaleza ígnea incorpórea. Ya en el sueño de Jacob (Génesis, 28.
10) la aparición del sol y la luna señala al padre y la m adre. En la
relación de ambos cuerpos celestes aparecen ejemplificadas en to­
dos sus aspectos la del hom bre y la m ujer. Al lado de la m ateriali­
dad de la luna aparece la inm aterialidad de la fuerza masculina del
sol. La luna es en sí misma opaca, una auténtica Penía, lo mismo
que la m ateria fem enina terrestre. Es despertada a la vida por los
rayos del sol. E ste le comunica la luz y el principio de la fecundi­
dad. Ella brilla con un resplandor ajeno, prestado. Lo mismo que
Penía sigue a Pluto, L una sigue a Sol. A nhelante y necesitada del
resplandeciente Helios, ella sigue siem pre las huellas de su paso.
A p arece como la T ierra cósmica: m aterial como la nuestra, conci­
biendo como ella, m aternal p artu rien ta igual que ella, y represen­
tada en los eternos creciente y m enguante, el eterno cambio de la
creación surgida del seno m aterno de la m ateria.
Sin em bargo, con ello sólo se pone de m anifiesto un aspecto de
la naturaleza de la luna. E n una segunda orientación, aparece no
com o potencia fem enina, sino masculina; por lo tan to , en conjunto
es herm afrodita, como se la representa frecuentem ente. C om para­
da con el sol, la luna es la m ateria fem enina que concibe, y com­
p arad a con nuestra T ierra, es la semilla del fecundador masculino.
Lo que concibe del sol lo vierte de nuevo sobre la Tierra con los
brillantes rayos de su luz nocturna, para fecundar así el suelo, como
a toda criatura fem enina. C uando tal rayo de semilla cae sobre una
vaca, nace A pis para los egipcios (según Plutarco, Isis et O s.), que
ju stam en te por eso es sem ejante en tantos aspectos a las formas de
la luna. E ntonces la luna frente al sol es la m adre, y frente a la
T ierra, el padre de todo lo engendrado. H a sobrevenido una ele­
vación de su naturaleza desde la m aterialidad fem enina al espíritu
m asculino. Se ha progresado de la m ateria a la fuerza que despier­
ta la vida en ella. Lo mismo que el sexo m asculino sólo se revela
sobre la T ierra a través del parto y es contem plado no como causa.

134
sino en el efecto, así ahora la luna aparece como representación cor­
pórea de la misma fuerza; y lo mismo que la prim era m aternidad
se encarna en la T ierra, ahora tam bién la masculinidad lo hace en
la luna. Con esto se da el prim er paso en el terreno de la religión
para la destrucción de la ginecocracia. La m ateria terrestre m uestra
sólo el lado fem enino de la N aturaleza, y así la consideración de las
potencias cósmicas por encim a de la m ateria fem enina lleva a la con­
cepción del poder m asculino, y aquélla pierde popularidad ante
éste. La fuerza debilita a la m ateria, la única que antes era tom ada
en consideración, y aquélla dom ina sobre ésta. E sto contiene una
lección muy im portante para nuestro estudio: el D erecho m aterno
surge de abajo, es de naturaleza y origen ctónicos; el D erecho pa­
terno, por el contrario, viene de arriba, es de naturaleza y origen
celestes, es el D erecho de las potencias luminosas, lo mismo que
aquél es la ley del oscuro seno de la T ierra, lleno de tinieblas. In ­
dica un nivel más elevado de la religión y el desarrollo hum anos
que el D erecho m aterno m aterial.
E n la paternidad cósmica se aprecian tam bién dos niveles, uno
más profundo y otro superior. A quél es el nivel de la luna y éste
el del sol. E n aquél, la m asculinidad aparece como fuerza lunar, y
en éste com o solar. E n aquél todavía no ha abandonado la m ate­
rialidad, m ientras que en su últim a elevación hacia el sol tom a la
más pu ra de las naturalezas, la incorporeidad de la luz celeste. El
poder fecundante de la luna no surge de ella misma, sino que es de­
positado en ella por el sol. Los rayos de la luz originaria comunican
toda la vida al cuerpo inferior. El mismo sol entra en la luna y ce­
lebra allí sus bodas con la m ateria que concibe, com o entre los egip­
cios, según Plutarco, hacen Isis y Osiris. En esta unión se convierte
en padre lunar, en Theós M én, en D eus Lunus. Se rodea con la m a­
terialidad de la luna, adopta aquí una naturaleza terrestre. El rayo,
totalm ente incorpóreo y de la más elevada pureza en su fuente, el
sol, recibe en su unión con la luna una naturaleza m aterial y cor­
pó rea, y justam ente por eso pierde su brillo y su pureza originales.
Por eso la luna es para los antiguos el más im puro de los cuerpos
celestes y el más puro de los terrestres. E n la frontera de ambos rei­
nos, se une con y se diferencia de los dos.
Lo que hay sobre la luna es igual que el sol, eterno e incorrup­
tible; lo que está d ebajo, perecedero y corruptible, lo que nace de
la m ateria. Pero la propia luna pertenece todavía a la atm ósfera de
la T ierra, es m aterialidad como ella, según Plinio, el familiarissi-
m u m nostrae terraesidus. Según ello, podem os lim itar correctam en­
te la esencia de la m asculinidad en el nivel de la potencia lunar.
A parece aquí todavía com pletam ente m aterial, penetrada de la m a­
teria, inm anente a ella. Todavía no se ha elevado al nivel superior;
todavía no ha regresado a su fuente últim a, el sol. H a tendido h a­
cia la naturaleza lum inosa, pero está hecha con la luz im pura, m a­
terial, de la luna, y no con la pura del sol incorpóreo. Lunus-M én
pertenece todavía al m undo m aterial, pero en éste ocupa el lugar

135
superior, lo mismo que en la región solar de la inm ortalidad apa­
rece en el inferior. R eina sobre la T ierra y aparece en su más pura
divinidad com o el p o d er m asculino que penetra la m ateria terres­
tre, al igual que la hum edad pasa p o r ser, para los antiguos, su sede
ctónica, el agua abisal. Pero tan elevado como está sobre la T ierra,
L un u s está hundido bajo el sol. C oncebida como Lunus, la p o te n ­
cia masculina se eleva desde la m ateria terrestre al cielo, y está p e­
netrad a de una naturaleza lum inosa p ara esta prim era elevación;
pero L u n u s tiene su fuente en H elios, y así el D erecho paterno de
la potencia masculina en su m ayor y últim a elevación se reduce a
la luz solar incorpórea, la superior y más pura de todas las p o te n ­
cias celestes.
E n el mito cretense, el lado m asculino de la potencia de la N a­
turaleza aparece en form a de to ro , y el fem enino, como vaca. Pa-
sifae, la esposa de M inos, se inflam a de una pasión sensual desen­
frenada por el toro de Poseidón, deseo que satisfizo con ayuda del
arte de D édalo. D e la unión nace A sterios, el M inotauro, m itad
hom bre, m itad to ro 21. El mismo sím bolo se repite en Italia, la hija
de M inos22; lo mismo sucede con T auros, el título del caudillo en
las guerras de M inos23, y en el Z eus-toro que raptó a E u ro p a24 y
en el toro de M aratón que D iodoro (IV , 59) hace proceder de C re­
ta. E l significado de este jeroglífico no adm ite duda. Indica el as­
pecto m asculino, d esp ertad o r de la vida, de la potencia de la N a­
turaleza. El toro surge de los abismos m arinos, para lo cual Minos
dirige sus súplicas a Poseidón. A sí las m ujeres eleas y argivas lla­
m an al son de trom petas al dios de pies de toro; él debía venir y
fecundarlas. D e este toro m arino Pasifae recibe el principio de la
fecundación, de él surge A sterios. Com o sede de la potencia m as­
culina se consideran aquí las aguas ctónicas, la hum edad del abis­
m o. E l m ar guarda el falo fecundador, el dios lo envía desde sus
abism os. Pero adem ás de la telúrica, tiene una existencia lunar. A
aquélla inicial sigue ésta posterior. E n la luna aparece encarnada
en una potencia cósmica la fuerza m asculina invisible, actuante, que
p en etra la m ateria. Taurus se convierte en símbolo de la luna como
L u n u s m asculino, y envía a la T ierra los rayos generadores. A pis,
el to ro sagrado, es engendrado p o r tal luz lunar. E l toro de Cadm o
lleva la señal de la luna en su flanco, según Higinio (Fáb., 178); y
tam bién en representaciones artísticas parece la lunula in bovis la-
tere. Pero C adm o, con T elefasa, «la que brilla a lo lejos», que los
logógrafos señalan com o m adre de E uropa (A polodoro, III, 1), co­
lonizó la tierra tracia25. N o carece de significado la colocación de
una m arca lunar en el cuerpo del animal. M ientras que el sol brilla

21 A polodoro, III, I; D iodoro, IV, 77.


22 Servio, A d Verg. A en., I, 537.
23 Plutarco, Teseo, 18.
24 Higinio, Fáb. 178; A polodoro, II, 5-7.
25 A polodoro, XXXI, 1; III, 4, 1.

136
sobre la frente del animal en tantas representaciones jeroglíficas, ve­
mos aquí elegido el cuerpo, lo mismo que los patricios rom anos lle­
vaban la lunula en sus zapatos. M ediante el cuerpo, y por oposi­
ción a la frente, se destaca el aspecto puram ente físico, m aterial,
de la existencia, y justam ente éste es el que funda y prom ueve la
luna. D e ella y su poder masculino surge el desarrollo corporal de
los hom bres; la m aterialidad se refiere a la m aterialidad. Tenem os
entonces que concebir al toro cretense como toro lunar; coincidien­
do con esta naturaleza lum inosa, se lo representa con una blancura
de nieve26. Frente a L unus está en Pasifae, en Telefasa, en Fedra,
A riadna, en E uropa, G orgo y Luna, y cuando se refiere la leyenda
de la persecución de B ritom artis por el rey ardientem ente enam o­
rado, para com pararlas podem os recordar la persecución de Ifige-
nia po r A quiles. Ifigenia participa com o B ritom artis-Dictina de la
naturaleza lunar de A rtem is, y A quiles, por su parte, m uestra en
la unión a la que llega con la m ujer lunar, H elena, en la isla lunar
de L euke-Faetusa, el carácter de un Deus Lunus, como señalare­
mos más tarde. Pero m erece ser m encionado aquí tanto más hon­
rosam ente, puesto que pertenece a C reta. En la isla es invocado
como «Quinario»*, y en este nom bre se da a conocer como uno de
los cinco D áctilos Ideos27. Tam bién Aquiles fue elevado desde la
existencia acuática a la ígnea, como el toro-padre de Poseidón. Pero
tam bién en A quiles no es el puro fuego celeste del sol el que pre­
dom ina, sino la llam a m aterial vulcaneo-telúrica. La imagen de
bronce del dios de la isla, Talos, forjada por los Dáctilos, indica el
mismo nivel del poder masculino. Encarnación de la potencia ge­
neradora m asculina de la N aturaleza, pertenece al nivel más pro­
fundo de las aguas terrestres. Con frecuencia se le oye m urm urar
por las noches por las aguas marinas. Com o vagabundo nocturno,
aparece como potencia lunar. El hom bre telúrico del agua se eleva
a Deus Lunus. P ero, p o r encim a de la región de la luna, sube tam ­
bién hasta el nivel solar. Como potencia solar, rodea la isla tres ve­
ces al día28. Por esto, según H esiquio, tálós es el propio sol, lo mis­
mo que en griego m oderno entalónein es deslum brar. Lleva en sí
toda la potencia de la fuerza generadora, agua, fuego, y éste en su
doble form a, com o fuego terrestre vulcaneo, que funde la T ierra,
y com o puro fuego solar (Pausanias, V III, 52, 2). A polodoro d e­
clara que algunos llaman a Talos tam bién Tauros. Ambos son de
hecho com pletam ente coincidentes. Como Talos, tam bién T auros .
es poderoso en un triple nivel: com o potencia telúrica, lunar .y so­
lar. Según Virgilio (Egl. V I, 60), en G ortina, en C reta, se habla­
ban solis armenia. Según H esiquio, en cretense el sol se llama A bé-

26 Propercio, XX III, 113; Filóstrato, Imagines, I, 16; Virgilio. Eglog., VI, 53.
* (N. de |a T .) En el original Pemptus, adaptación latina del término griego P im p­
los, que significa «quinto». Se ha preferido el término «quinario» por considerar que
expresa m ejor la relación de la naturaleza de Aquiles con el número cinco.
27 Servio, A d. Verg. A en., I, 34.
28 Luciano, Philopseudes, 19; Apolodoro, I, 9. 26.

137
líos. Tam bién com o toro del sol aparece el D ioniso en form a de
toro de M agna G recia. E ntonces, D ioniso-A queloo se ha elevado
desde su existencia telúrica, en la que aparecía como la fuerza ge­
neradora que activa el agua, com o pásés hygrótétos kyrios, hasta
una potencia solar celeste, en la que es invocado como clarum caeli
lumen. C on este significado, ostenta una cabeza de hom bre sobre
un cuerpo de to ro, m ientras que el M inotauro lleva una cabeza de
toro sobre un cuerpo de hom bre29. A quélla es la representación
más elevada, la de la potencia solar incorpórea; ésta, la inferior,
que se refiere a la potencia lunar corpórea, concebida como m ate­
rial, de un D eus L unus. Q ue existe una separación entre esta vida
m aterial y la potencia solar está bellam ente expresado en el m ito
de la vanidad de D édalo e Icaro. El hom bre m aterial no puede tras­
pasar la región sublunar de la m ortalidad hacia la solar del m undo
superior, com o no pudo B elerofonte. Sólo lo logran los héroes de
espíritu superior, com o P erseo, H eracles o T eseo, ante los cuales
se hum illan, vencidas, las potencias de la m ateria.
A sí, nosotros vem os al toro com o fuerza generadora, a la que
señala, tres veces repetido en tres niveles distintos, como anim al
ctónico, lunar y solar, pero sin em bargo siem pre el mismo. La an a­
logía del león es m uy instructiva. E ste, lo mismo que el toro, m ues­
tra tres niveles de m asculinidad. C om o C aronte, vive en las aguas
generadoras abisales — C aronte, según Tzetzes (a Licofrón) se lla­
m a en Italia «el león»— , con significado solar lo señalan A sia, es­
pecialm ente tras los precedentes asirios, Libia y E tru ria, particular­
m ente Sardes, la ciudad del sol, cuyo nom bre indica el año solar,
y e'stá form ada de la misma raíz que C aronte, ar, la denom inación
de la potencia generadora del hom bre (árrén-mas). Pero el león no
llegó a la Tierra desde el sol, sino de la luna. La luna lo ha criado y
alim entado (H iginio, Fáb. 30); cayó desde la luna al país A pia, para
sucum bir en su guarida de N em ea a la m ano victoriosa del espiri­
tual héroe solar, H eracles. E l león de A pia es asimismo de n atu ra­
leza m aterial, y p o r esto D eus L unus, aunque su origen puede es­
ta r tam bién en el sol; justam ente del mismo m odo la fuerza del O si­
ris egipcio reside en la luna, cuando igualm ente tiene su origen en
el sol. L a luna tiene el significado m ás cercano a la vida telúrica, y
el sol el más lejano, no inm ediato. P or esto el hom bre perm anece
ante to d o ju n to a la luna, sin elevarse al sol, lo mismo que form aba
el año lunar de la antigua cronología; el paso al año solar p erten e­
ce a un nivel de desarrollo posterior.
E l progreso del m undo corpóreo al incorpóreo está relacionado
con la elevación de la gran potencia de la N aturaleza del nivel lu­
n ar al solar, y así esta transm isión es más im portante y significativa
q ue la prim era, de la T ierra m aterna al L unus masculino. Con la
luna no se abandona el reino de la m aterialidad, le pertenece tanto

29 Diodoro, IV , 77; A polodoro, III, 1; Higinio, Fáb. 40; Ovidio, Heroid., X,


102; Pellerin, R ecueil..., t. 3, tb. 98, n. 24.

138
como la T ierra. C ae. como ésta, en el terreno de la N aturaleza
corruptible. Pero el sol está al o tro lado de esta frontera; es incor­
póreo, com pletam ente inm aterial, incorruptible y totalm ente puro.
A su aparición se asocia la idea del espíritu y la vida espiritual,
como en la luna; puede ser considerado fem enino o m asculino, ge­
neración m aterial y desarrollo corpóreo. De los tres com ponentes
de que consta el hom bre, los antiguos atribuyen el sóm a a la T ierra
M adre, la psyché a la luna, y al sol el más elevado que tenem os, el
noys, el puro espíritu divino; y según Safo, Prom eteo encendió en
la rueda del sol la antorcha del espíritu inm ortal, aquel fuego que
Ennio en Epicarm o señala como heic de solé sum ptus ignis. El sol
se m uestra incorpóreo p o r m ediación de la luna, es decir, como L u ­
nus, y directam ente espiritual, sin grado interm edio. Por esto el n a­
cido del sol no se reconoce por la naturaleza corporal del hom bre,
sino por la espiritual. Se distingue este superior origen, divino', ce­
lestial, por los hechos. M ediante sus hazañas, los hijos de m adres
m ortales se dan a conocer como potencias luminosas hijos de p a­
dres celestes. A sí se elevan H eracles. Perseo, T eseo, los Eácidas,
hasta la superior naturaleza luminosa inm ortal, y por eso se con­
vierten en libertadores para la H um anidad de la m aterialidad ex­
clusiva en la que se encontraba hasta entonces; son los fundadores
de una existencia espiritual, superior a la corpórea, incorruptible
como el sol, de la que surge, héroes de una civilización distinguida
por la indulgencia y las aspiraciones más elevadas de un D erecho
com pletam ente nuevo. A este nivel espiritual superior pertenece el
D erecho p atern o ,’del mismo m odo que en el nivel lunar se encuen­
tra el todavía m aterial. L unus es el padre físico de los hom bres; la
potencia solar, el espiritual. Lo que allí se inicia en el terreno de la
vida corpórea, m aterial, aparece ahora culminado y afianzado en la
superior y espiritual. D esde ahora, la inm ortalidad se traslada des­
de el lado m aterno al paterno. La relación se ha invertido. Lo prin­
cipal e inm ortal según las leyes de la vida m aterial era la m adre, y
ahora, según las leyes espirituales, el padre ocupa este lugar; m o r­
talidad y subordinación son la dote de la m adre. En M inos se m ues­
tra, com o en E aco. la culminación de este cambio. Según el cuer­
po, es hijo de A sterio, el L unus m aterial. Pero el espíritu inm ortal
con el que ejecuta tantas hazañas lo revela como hijo de Z eus.
Como el pad re, se alza hasta la naturaleza celestial, y su m adre, E u ­
ropa, por el contrario, es rebajada a una m ujer m ortal. Según la opi­
nión de los antiguos, M inos era considerado como hijo sólo de una
m adre; el toro generad o r se presentó a la inm ortal E uropa como el
m ortal A sterio, com o Jasión a D em éter. Lo mismo vale seguram en­
te para la m adre de E aco, Egina. Pero al final prevalece en la con­
sideración religiosa de las cosas un punto de vista espiritual, que
abandona la vida puram ente m aterial, y con ello tam bién la rela­
ción de filiación debe cam biar a la exactam ente opuesta. La p re­
ponderancia pasa al lado paterno. El D erecho de las potencias lu­
minosas terrestres, el patriarcado, sale vencedor sobre el de la m a­

139
ternidad telúrico m aterial. La propia m ujer se doblega con gusto
ante la superior potencia solar. R econoce su resplandor como luz
prestada, se inflam a de am or ante la superior naturaleza espiritual
del hom bre. C om o la luna al sol, así A riadna sigue al héroe solar.
Teseo, surgido del m ar, y saluda en él a su libertador. Minos había
perseguido a la casta B ritom artis, como A tenea sufrió la persecu­
ción de H efesto, Tetis la de Peleo, A n n a Perenna la de M arte, y
luchado por el goce de la m ateria fem enina, según la ley m aterial
del hom bre: así se repite la relación y, cegada p or la naturaleza su­
perior del hom bre, como lo ante la visión de Z eus, la m ujer ansia
la unión con él, y encuentra su m ayor redención en la subordina­
ción al am ado. Sólo con esto se produce la unión de los sexos en
concordancia con la más elevada ley cósmica. Teseo culminó esta
tarea. C uando m ata al M inotauro, él, el H eracles ático, funda el D e­
recho p aterno espiritual de la potencia luminosa celeste. En el A ti­
ca se culmina y se continúa a Creta. A hora vale la sentencia que
nos com unicaba Plutarco: «Así el hom bre se rem ite al auxilio de la
superior potencia espiritual, celeste, como su principio más ele­
vado».

140
C A PIT U L O IV

ATENAS

Licia se halla estrecham ente relacionada no sólo con C reta, sino


tam bién con A tenas. A l comienzo de los lugares m encionados, H e ­
rodoto , y después tam bién E strabón (p. 573 C asaubon), refería que
Lico, hijo de P andión, había sido expulsado de A tenas p o r su h er­
m ano E geo, y desde allí llegó jun to a Sarpedón, en el país de los
Term ilios ¿H a estado el m atriarcado quizás tam bién en vigor en
A tenas? L a respuesta afirm ativa a esta pregunta está confirm ada
p o r num erosos indicios.
E n prim er lugar m e gustaría llam ar la atención del lector acerca
de un pasaje de V arrón, que se halla conservado en San A gustín
(De Civ. dei., X V III, 9). D urante el reinado de Cécrope tuvieron
lugar dos hechos milagrosos: en el mismo instante salió de la tierra
en un determ inado lugar un olivo y en otro brotó el agua. E l rey,
espantado, m andó preg u n tar a Delfos qué significaba esto y cómo
debería actuar. E l dios le respondió diciéndole que el olivo re p re ­
sentaba a M inerva y el agua a N eptuno, y que en ese m om ento los
ciudadanos deberían escoger cuál de los símbolos y cuál de las di­
vinidades preferían com o p rotectora de su ciudad. C écrope convo­
có a to d a la población en asam blea, incluidas tam bién las m ujeres,
que en esa época acostum braban participar en las celebraciones p ú ­
blicas. E n esa ocasión los hom bres votaron por N eptuno y las m u­
jeres p o r M inerva, y com o había una m ujer más ganó M inerva. E n ­
tonces N eptuno se enfureció, e inm ediatam ente el m ar invadió to ­
das las tierras de los atenienses. Para calm ar la ira del dios los ciu­
dadanos se vieron obligados a infringir a las,m ujeres una triple pena:
la pérdida de su derecho al voto, la pérdida p ara sus hijos del nom ­
bre m atern o , que hasta entonces habían llevado, y la privación del
calificativo de A tenienses, con el que se engalanaban p o r deferen­
cia al nom bre de la diosa1.

1 Ut nulla ulterius ferret sufragio, ut nullus nascentium maternum nomen accipe-

141
E n este m ito N eptuno representa al patriarcado y A ten ea al m a­
triarcado. M ientras este último perm aneció en vigor los hijos lleva­
ron el nom bre de la m adre y las m ujeres, como colectividad, el de
la diosa. Y m ientras se llam aron atenienses fueron realm ente p ar­
tícipes de la ciudadanía. Posteriorm ente se convirtieron sim plem en­
te en las m ujeres de los ciudadanos, y de ahora en adelante la m u­
je r com enzaría a decir: ubi tu Gaia, ibi ego Gaius2.
E ste era el antiguo derecho, el derecho de la época anterior a
C écrope, que a continuación fue suplantado p o r el derecho p ater­
no. Y p o r lo tanto no es exacto lo que A ristófanes señala en la
A sam blea de las mujeres, que e f derecho fem enino es el único que
parece no h ab er estado nunca en vigor en A tenas: este derecho no
sólo ha existido sino que tam bién ha estado en vigor antes que nin­
gún otro.
E n ese pasaje de la Asam blea de las mujeres se lee (vv. 455 ss.):
Blepiro: ¿Qué se ha decidido?
Cremes: Entregarles el gobierno, porque parece ser que esto jamás
se ha hecho en nuestra ciudad.
Blepiro: ¿Y ya se ha decidido?
Cremes: Te lo estoy diciendo.

Las costum bres licias tam bién se hallan atestiguadas en la anti­


gua A tica. A l igual que A sia, allí aparecen como el derecho origi­
nario de ese pueblo, y al igual que A sia tam bién se hallan estrecha­
m ente vinculadas con la religión, en tanto que se relacionan con el
culto de A te n e a , la divinidad fem enina, y con el propio nom bre fe­
m enino de la ciudad.
La narración de V arrón puede confrontarse con o tra similar,
conservada en E strabón (IX , 402), que recoge un pasaje de Eforo
(F. gr. Hist. 79, frg. 119). R efiriéndose a la guerra que los cadm eos
de B eocia llevaron a cabo a su vuelta de Tesalia contra los pueblos
que los habían expulsado anteriorm ente, o sea co n tra los tracios,
iantos y pelasgos — guerra que term inó con la m igración de estos
últim os hacia A ten as, con el tránsito de los tracios hacia el Parna­
so y con la fundación de la ciudad de Iam polis en Fócide— se cuen­
ta en el texto: «dice E foro que los tracios, tras h ab er estipulado un
arm isticio con los beocios, los atacaron de noche, en un m om ento
en el que éstos habían aflojado la guardia. Pero los beocios consi­

ret, ut ne quis eas Atheneas vocaret. A ello se añade la siguiente observación de San
Agustín: in mulieribus, quae sic punitae sunt, et Minerva, quae vicerat, victa est; nec
adfuit suffragatricibus suis, ut suffragorum deinceps perdita potestate et alienatis filiis
a nominibus matrum Atheneas saltem vocari liceret et eius deae mereri vocabulum,
quam viri deivictricem fecerant ferendo suffragium (Ver tam bién Platón: Leyes, 1, p.
627 d).
2 Plutarco, Quaest. Rom. (p. 271 e): Plutarco explica esto como expresión de la
contitularidad de la potestad familiar. Pero el hom bre está de todos modos en una
posición prevaleciente y la m ujer obtiene todos sus derechos a partir de él. El anti­
guo derecho aparece en la historia de Larentia y Tarutius, tal y como la cuenta Plu­
tarco, Quaest. rom ., 35 (p. 273 b).

142
guieron defenderse victoriosam ente, y echándole en cara a los tra-
cios la violación del tratado de paz, se les respondió diciéndoles que
el arm isticio se había pactado únicam ente haciendo referencia al
día, y que ellos habían sido atacados por la noche. D e aquí habría
salido el proverbio: Thrakía pareyresis (pretexto tracio) (Polieno,
V II, 43; Z enob, IV , 37 (I, 94 L. S.) y Suidas: s. v.). Los pelasgos
por el contrario se habían ido a consultar el oráculo m ientras la
guerra todavía estaba en curso, y lo mismo hicieron los beocios.
La respuesta que recibieron los prim eros no la conozco, a los beo­
cios la sacerdotisa les respondió diciéndoles que hubiesen vencido
en esa guerra si hubiesen llevado a cabo un com portam iento impío.
H abía surgido la sospecha entre los enviados de que la respuesta
de la sacerdotisa pretendía favorecer a los pelasgos, porque ésta
pertenecía a su estirpe, en tanto que el santuario era de origen pe-
lasgo (E strabón, V II, 324, 327, 328/9). E ntonces agarraron a la sa­
cerdotisa y la arrojaron a una hoguera, pensando que su acto, fue­
se justo o injusto, lograría en ambos casos su fin: así si el oráculo
de la sacerdotisa era falso habría recibido en efecto su justo casti­
go, y si era cierto, entonces, en cualquier caso, ellos habrían segui­
do la orden que habían recibido. Las autoridades encargadas del
tem plo3 no consideraron oportuno condenar inm ediatam ente a
m uerte a los responsables dentro del propio santuario y sin interro­
gatorio previo. Constituyeron por lo tanto un tribunal y quisieron
llamar p^ra el cum plim iento de esta función a la sacerdotisa, a sa­
ber, a las dos profetisas supervivientes de las tres originariam ente
existentes. Pero como los beocios se oponían, afirm ando que en
ningún lugar del m undo se solía confiar una sentencia a las m uje­
res, las autoridades del tem plo decidieron que dos hom bres contra­
pesasen a las m ujeres. Y como los hom bres se pronunciaron a fa­
vor de la absolución y las m ujeres a favor de la condena, y dada la
igualdad de votos, prevaleció el veredicto absolutorio. D e este he­
cho deriva la costum bre de que en D odona los oráculos encargados
por los beocios fuesen prim ero pronunciados por los hom bres . Las
profetisas, a su vez interpretaron su oráculo en el sentido de que el
dios ordenaba a los beocios que robasen los trípodes que se halla­
ban en su propio país y que los llevasen anualm ente a D odona. Y
esto ocurre realm ente porque cada año ellos llevan por la noche a
D odona uno de sus trípodes sagrados escondido bajo su manto».
E sta singular narración, que al igual que la de V arrón, no suele
tom arse en consideración, revela una vez más que el principio na­

3 loys peri íó hierón, expresión con la que se refiere a los exégetas del oráculo
de sexo masculino (Dem , in Mid, 53, p. 478; Filóstrato, Imagines, II, 33, p. 103 Ja-
cons (= p . 434, 7K), o las Selos, mencionados por Aristóteles, Melereol. L, 14 (p. 352
b 2), por Esteban de Bizancio, s. v. Dódéné y llamados por Hom ero (II. XVI, 235):
hypophétaí aniptópodes chamaieynai, o a los Tomuri, término cuya etimología es
muy discutida.
4 En relación con esto es conveniente confrontar el fragmento 1 con el libro sép­
timo de Estrabón (p. 329).

143
tural fem enino es el más antiguo y que sólo posteriorm ente el prin­
cipio m asculino entró en conflicto con él, conflicto del que los hom ­
bres salieron victoriosos. Las m ujeres condenaron y los hom bres ab­
solvieron. En base al principio más antiguo, el m aterial y femeni­
no, los beocios son culpables. M atando a la sacerdotisa ultrajaron
a la propia tierra, cuya m aternidad es celebrada por las Pléyades
(Pausanias, X , 12, 10). Basándose en el derecho espiritual patriar­
cal, por el contrario, son inocentes: sacrificaron la m ujer a un prin­
cipio natu ral, es decir, el de la virilidad generatriz, y fundaron el do­
minio del principio de la luz en la herida infringida a la m aternidad
telúrica. La sacerdotisa halla la m uerte en la hoguera: purificada
m ediante el fuego de las escorias de su naturaleza m ortal va a unir­
se al principio superior de la luz, cuya incorpórea fuerza despierta
desde lo alto en la corpórea tierra el núcleo de la vida. D e este
m odo el propio crim en sirve para propiciar una suerte benigna, ya
que, basándose en el propio oráculo rendido p o r la sacerdotisa, es
posible el desarrollo del progreso.
Nos encontram os ante el mismo desarrollo que resultará eviden­
te en el mito de O restes, del que nos ocuparem os am pliam ente más
adelante. El asesino de la m adre resulta condenado y absuelto por
el m ism o núm ero de votos. En base al principio m aterno de las E rin­
nias debe ser som etido al castigo, pero basándose en el derecho apo­
líneo de la luz, que es el propio de una virilidad superior, resulta
inocente. A m bas concepciones se enfrentan sostenidas por un idén­
tico núm ero de votos. Pero A tenea deposita en la urna su voto a
favor de O restes, y éste es absuelto gracias al calculus Minervae.
La propia m ujer reconoce la validez superior del derecho del hom ­
bre. En la figura de A tenea la m aternidad m aterial aparece subli­
m ada en una espiritualidad liberada del lazo con la m adre. T am ­
bién ella, com o la sacerdotisa de D o dona, ha sido purificada m e­
diante la luz de las escorias de la m ateria y elevada al nivel supe­
rior representado p o r el principio m asculino de la divinidad. El an­
tiguo derecho telúrico de las Erinnias ha sido infringido, las sangui­
narias m adres telúricas se pliegan espontáneam ente a la nueva ley.
contentas de h ab er sido liberadas de su horrible deber. Lo mismo
le ocurre a la sacerdotisa de D odona. A través de A polo se lleva a
cabo la expiación de O restes, a través del dios masculino se limpia
la m ancha del matricidio. El mismo pensam iento se halla en la base
del robo del trípode beocio. El principio de la luz, gracias al cual
los asesinos como O restes consiguen la expiación y la absolución, es
celebrado por los cadm eos en la propia D odona y obtiene un reco­
nocim iento oficial, com o lo dem uestra la exposición del trípode
sagrado.
El núm ero dos, de carácter m aterial y fem enino, que en la dua­
lidad de las sacerdotisas aludía al originario dualism o, es elevado
en el trípode a la perfección del tres, a la arm oniosa trinidad5. El

5 Dualismo que también es subrayado por Herodoto (II. 25) y Sófocles (Traqui-

144
nivel inferior, representado por el principio religioso telúrico-mate-
rial, que em erge claram ente en el culto de Zeus A queloo en Do-
dona, cede ante el orden cósmico superior que se lleva a cabo con
el principio de la luz y que se revela en la sucesión de las tres es­
taciones del año. Por este motivo debe repetirse anualm ente la con­
sagración del trípode. El hecho de que el trípode deba ser sacado
de Tebas durante la noche y escondido alude tam bién al tránsito
del principio telúrico al de la luz. Y tam bién es igualm ente reco­
nocible en la Trakía pareyresis (engaño tracio). La noche se ha­
lla asim ilada al principio m aterno y m aterial6. Y am bos se contra­
ponen al principio p aterno y al día, que se conjugan con el princi­
pio de la luz. El día nace de la noche com o el hijo del cuerpo de
la m adre y como la encina de Zeus de la tierra. L a m adre es la
entidad originaria, en tra a form ar p arte del m undo visible antes del
hom bre generador, que opera invisible en la profundidad de la
tierra y que sólo en el hijo se manifiesta en su visible exterioridad.
Es cierto que en la encina se reconoce la im agen de Z eus pero so­
lam ente la m ujer es de por sí visible y existente. El hijo se convier­
te entonces en padre y la m adre se sitúa junto a su hijo como mu­
jer. D e este m odo se presentan en D odona D ione-V enus y Zeus-
A queloo: la prim era como tierra-m ateria, m adre de los frutos7 y el
segundo com o la fuerza generatriz del agua, que tom a una aparien­
cia sobre todo m ediante el nacim iento, es decir, generando la enci­
na que despunta hacia lo alto. Si en el dios se venera la fuerza que
genera todo fruto «la fuerza vital por m edio de la que todas las co­
sas nacen de la tierra» (Filóstrato, Heroic. p. 98 Boissonade (301,
7 k), ello sin em bargo presupone a la m ujer originaria. E n D odona
el principio m aterno dom ina la naturaleza: su símbolo es la paloma
de A frodita. Las sacerdotisas que llevan el nom bre de este animal
(al igual que otras abejas y osas se congregan en otras partes en to r­
no a análogas M adres-N aturaleza) p reparan el culto y comunican
los secretos revelados por la divinidad, del mismo m odo que la
tierra en el acto generador m uestra la existencia de una fuerza crea­
dora y el m isterio de la generación que se realiza en su oscuro seno8.

nías, 172 y escolio) y que reaparece en la duplicidad de las columnas del regalo vo­
tivo corcirense en el fragmento de Arístides (Miles.) en Esteban de Bizancio: s. v.
Dódóné (FH G , 4, 326 frg. 30).
Sobre el último de estos puntos ver Plutarco: Quaestiones sym p., IX, 14, 2 (p.
744 b) y Platón, Timeo p. 307 (Bipont. p. 53 d).
6 Dem ostraremos enseguida con mayor precisión la identidad de estas dos pare­
jas de conceptos: tierra y noche, maternidad y oscuridad.
7 A polodoro, apud. Schol. Od. III, 91 (= F H G , 244 frg. 122); Schol (BT) II. V,
370; Schol (ABT), II., XVI, 233 ss; Servio, A d Larg. Aeneid. III, 466; Cicerón, De
nat. deorum, III, 59; Juan Lidus, De mensibus, IV, 64, p. 89, 214 (Roether); He-
síodo, Theog. 353; A polodoro, I, 2, 7; Pausanias, X, 12, 10 (en el que en el lugar
de una supuesta a debe leerse seguramente hoy en día GS); Lucano, Farsalia, VI,
426: altrix Dodona.
8 H erodoto, II, 55 (con los significativos apelativos de Prom éneia, Timarété, Ni-
kándré); Sófocles, Tranquinias, 172 y Esteban de Bizancio s. v. Dódóné. Justino,

145
Las palom as son negras (H erodoto, II, 25) al igual que el oscuro
vientre m aterno (V er H orapollo, II, 32 (p. 73 L), como la tierra
henchida de agua y rica en frutos y como la noche, m adre del día,
todas ellas representaciones que tendrem os ocasión de encontrar en
num erosas ocasiones en los testim onios de los antiguos. El dos es
el núm ero que caracteriza originariam ente a tales representaciones,
pero el dos tam bién representa el dualism o fem enino que vuelve a
hallar la unidad originaria en el tres, del mismo m odo que el padre
y la m adre la reencuentran a través de su hijo. Todas estas concep­
ciones se basan en la prioridad del principio natural femenino. La
m adre dom ina al m arido que, en calidad de hijo, sale a la luz del
día brotando de su oscuro cuerpo. Los hijos conocen solam ente a
la m adre del mismo m odo que las Pléyades sólo nom bran a la ma­
dre y no conocen a ningún padre, excepto, a nivel genérico, la eter­
na e inagotable potencia masculina de Zeus. Pero lo que viene des­
pués, desde el punto de vista de la m anifestación exterior, está en
prim er plano desde el punto de vista del poder: hacer avanzar a la
hum anidad desde el prim ero al segundo de estos dos principios
constituye el fin y el destino de la religión. El sistema pelásgico-do-
doneo tam bién sigue esta línea de desarrollo. El hijo se convierte
en padre y la m adre se convierte en m ujer. Junto a Zeus aparece
D ione-V enus en una posición subordinada, m ientras el portador del
látigo es representado com o un m uchacho; él se coloca en conse­
cuencia como el lébés que dom ina y representa al cuerpo de la ma­
dre en la misma relación de subordinación forzosa en la que Erec-
teo , V irbio, Iaccos y Sosipolis se sitúan jun to a las grandes M adres
(E steban de Bizancio, s. v. D ódóné). Pero la inversión de las rela­
ciones entre los sexos se lleva a cabo sobre todo m ediante la ascen­
sión de Z eus-A queloo, originariam ente concebido como una fuer­
za acuosa, a la dignidad de Z eus — H elios, ascensión que es simbo­
lizada en A m m ón m ediante los sonoros recipientes de bronce re­
pletos de agua que repercuten sus sonidos en arm oniosas cadencias
a la salida del Sol (A ristóteles en Schol. Villois (B) ad II. XV I, 233).
Solam ente durante el día, en efecto, como se deduce de M enandro
(en E steban de Bizancio, s. v. D ódóné) es perceptible el resonar sa­
grado del bronce9. D el mismo m odo el prim er rayo de sol da salida
a un sonoro retum bo del coloso de M em nón que anim a a todas las
criaturas a despertarse y pone en el seno de la tierra el núcleo de
la vida. E n adelante la m ujer se plegará ante esta fuerza divina ele­
vada a naturaleza luminosa. L a m ateria generatriz acepta som eter­
se a la form a inm ortal que la transform a de Pe nía (pobreza) en Pla­
tos (riqueza).
E n base al derecho solar los asesinos de la sacerdotisa no sólo

X V II, 3, 4; Filóstrato, ¡magines II, 33 (p. 434 7 k); Platón, Fed.ro, 244 b; Arístides,
II, 13 (Dindorf); Pausanias, X, 12, 10; Suidas, s. v. Dódóné y Creuzer, Symbolik
und Mythologie der alten Vólker, besonders der Griechen, III, p. 182.
9 Silio Itálico, III, 669 ss y Creuzer, Symbolik, III, p. 181, n. 1.

146
son inocentes, sino que tam bién son los benéficos prom otores de
un estadio más elevado de la civilización. El lugar de la venganza
de sangre pasará a ser ocupado por el procedim iento judicial, y ello
será un progreso que tam bién tendrá lugar en el caso de Orestes.
El hecho de que la victoria del principio masculino de la luz sobre
el telurism o se rem onte a un acto llevado a cabo p or los cadmeos
fenicios encuentra un paralelo en la narración de H erodoto (II,
54-6) según la cual tam bién eran fenicios los que transplantaron
por prim era vez el culto egipcio al territorio fecundo y rico en agua
de D odona. La Tebas egipcia y la de Beocia se sitúan una al lado
de otra, y por ello no tiene im portancia alguna establecer a cuál de
las dos se refiere el coro de tebanos m encionado por Filóstrato
(Imagines, II, 33 (p. 434, 10 K )). Lo que sí es cierto es que ningún
sacerdocio aparte del de D odona se atiene fan fielm ente a los usos
y a las concepciones egipcias, y esto pone de.m anifiesto, en el M un­
do A ntiguo, la existencia de una unión entre instituciones cultura­
les similiar a la que se verificará de nuevo en el m undo cristiano.
Sin detenerm e a m ostrar los múltiples paralelos existentes entre la
religión del Nilo y la del A queloo, entre A m m ón y la pelásgica Do-
dona, desearía llam ar la atención en especial sobre la hoguera de
los cadm eos. E sta recuerda los usos religiosos asirio-fenicios, de los
que en seguida señalarem os la relación que m antienen con el culto
al Sol, y sobre los que R aul-R ochette10 proporciona los oportunos
testim onios. E n el fuego reside el principio superior de la luz, la po­
tencia inm aterial masculina en su m áxim a pureza, y a él se vinculan
todos los máximos exponentes del derecho paterno: A polo, D ioni­
so, H eracles, Teseo. Este últim o, del mismo m odo que A queloo
•de D odona, dispone de la fuerza m aterial del agua que se halla so­
bre la tierra y como héroe apolíneo utiliza la fuerza inmaterial del
Sol. Tam bién aparece como vencedor del principio telúrico y como
liberador de la m ujer en el país de los T esprotios. E doneo cede a su
m ujer y a su herm ana al héroe de la luz. El telurism o queda supe­
rado p o r el mismo principio que ha dem ostrado su fuerza victorio­
sa al conseguir la absolución de los cadm eos en D o d o n a 11.
Al testim onio de V arrón acerca de la existencia originaria y de
la pérdida sucesiva del derecho al voto de las atenienses debemos
añadir la narración de Eforo relativa a la función judicial ejercida
por las m ujeres en D odona. Volvamos de nuevo a A tenas. A de­
más del de V arrón existe otro notabilísim o testim onio acerca del de­
recho m atern o vigente durante la prehistoria ática. M e refiero a las
Eum énides de Esquilo. A l igual que en el m ito antes referido, los

10 Mémoires d ’archéologie comparée: premiére mémoire: «Sur l’Hercule assyrien


etphénicien; Mémoires de l’Institut de France, Acad. Inscriptions, 17,2, París, 1848.
p. 25 ss.
11 Plutarco, Teseo, 35, i; Pausanias, I, 27, 7; Diodoro, IV. 63, 4; Eliano, Varia
Historia, IV, 5; Filocoro, fr. p. 32 (FHG 1. 391-2 frg. 45-6). Volveremos a hablar
del significado de los cadmeos para, el derecho masculino más ampliamente en rela­
ción con el collar de Harmonía.

147
dos principios del derecho m aterno y paterno estaban representa­
dos por Minerva y N eptuno, del mismo m odo en Esquilo estarán
representados respectivam ente p o r las Erinnias y por Apolo y A te ­
nea. O restes m ata a su m adre p ara vengar la m uerte de su padre.
¿Q ué vale más ahora, el padre o la m adre? ¿Q uién está más proxi-
mo al hijo, aquél o ésta? A tenea instituye el tribunal: serán los más
notables ciudadanos quienes decidan. Las Erinnias sostendrán la
acusación contra el m atricida y A polo, que le ha ordenado llevar a
cabo ese acto y que lo ha purificado de la sangre derram ada,‘asu­
m irá su defensa. Las Erinnias son partidarias de Clitem nestra y
A polo de A gam enón. A quéllas apelan al derecho m aterno y éste
al paterno. En el diálogo entre O restes y las Erinnias que a conti­
nuación se expone se m uestra el punto de vista de estas últimas:
Erinnias: ¿Fue el adivino quien te dictó el parricidio?
Orestes: No debo, hasta ahora, maldecir mi suerte.
Erinnias: Pero si la votación te condena entonces dirás otra cosa.
Orestes: Tengo confianza, mi padre me enviará ayuda desde la
tumba.
Erinnias: Confía ahora en los muertos, después de haber matado a
tu madre.
Orestes: Estaba mancillada por dos crímenes.
Erinnias: ¿Cómo?, explícaselo a quienes han de juzgarte.
Orestes: Matando a su marido mató a mi padre.
Erinnias: Pero tu estás vivo y ella sin embargo se liberó de su culpa
muriendo.
Orestes: ¿Y por qué no la perseguiste en vida?
Erinnias: No era de la misma sangre que el hombre al que mató.
Orestes: ¿Acaso soy yo de la sangre de mi madre?
Erinnias: ¿Cómo, o sea que te crió en sus entrañas, desgraciado, y
tú reniegas de la sangre de tu queridísima madre? (595-608).
D el hecho de que las E rinnias no hayan castigado el crimen de
C litem nestra se deduce pues claram ente que ignoraban el derecho
del p ad re y del m arido. Sólo conocen el derecho de la m adre, el
derecho de la sangre m aterna y basan sus pretensiones en contra
del m atricida en la fuerza del antiguo derecho y de la antigua cos­
tum bre. Muy distinta es la posición de A polo: él ha ordenado a
O restes el matricidio para vengar la m uerte de su padre porque ésta
era la voluntad que el celeste Z eus le había comunicado. Y tam ­
bién ahora él asum irá su defensa en su enfrentam iento con las E rin­
nias contraponiendo el derecho p atern o con el derecho m aterno y
afirm ando la preem inencia del prim ero de ellos. El se m uestra en
esta ocasión de m odo especial com o patrio, un apelativo que sien­
do propio de A tenas lo califica como protector de la ciudad y al
que los autores interpretan en el sentido de archégós toy gétioys
(fundador de la estirpe) y prógonos (antepasado)12. El habla de este
m odo (ver 657 ss):

12 Plutarco, Demetrio, 40, 8; Diodoro, XVI, 57, 4; Pausanias, I, 3, 4. Con res­


pecto al significado de patrós observa claramente Hermann comentando a Sófocles,

148
«También te lo diré, y entérate de que hablo con razón. No es la ma­
dre la engendradora del que es llamado su hijo, sino la nodriza del
germen en ella sembrado. El que engendra es el hombre; ella como
una extranjera para un extraño salvaguarda el retoño, si una divini­
dad no se lo malogra. Te daré una prueba de este argumento: se pue­
de ser padre sin la ayuda de una madre. Aquí mismo tenemos un tes-
timoniio, la hija de Zeus olímpico, que no fue alimentada en las ti­
nieblas de un seno materno, y sin embargo ninguna diosa podría en­
gendrar vástago semejante».

Apolo tam bién hace valer el derecho del que engendra, en con­
traste con las Erinnias que apelan al derecho de la sangre y de la
m ateria que el hijo recibe de la m adre. A quél es el nuevo derecho
y éste el antiguo. E n efecto, tras h aber escuchado las razones de
A polo dicen la E rinnas (vv. 727 ss):

«Tu has destruido las antiguas usanzas, utilizando el vino para en­
gañar a las antiguas diosas»,
y poco después, (v. 731):
«joven dios, te gusta injuriar nuestra ancianidad».

Enseguida, los jueces, una vez conocidas las alegaciones respec­


tivam ente expuestas por los contendientes, se acercan a la urna para
votar. Tam bién A ten ea por su parte tom a del altar uno de los gui-
jarritos utilizados p ara expresar el voto, y tom ándolo en la mano
dice: (v. 734 ss)

«Yo soy a quién corresponde pronunciar la última mi veredicto. Aña­


diré mi voto a los que defienden a Orestes; no tengo madre que me
haya dado a luz, y en todo, excepto en el contraer matrimonio, me
inclino a favor del varón, estoy con toda mi alma a favor del padre.
Así pues no me preocuparé del destino de una mujer que ha matado
al guardián de su hogar. Orestes vencerá, aunque empaten los
votos».

Es pues el padre, el guardián de la casa, quien disfruta de un


derecho m ás legítimo, y no la m adre. Basándose en este derecho,
que dim ana de Z eus, padre tan to de A polo como de A tenea, Ores-
tes es absuelto p o r el tribunal, tribunal que fue el prim ero en ser
estatuido entre los m ortales, gracias al calculus Minervae, y a pesar

Traquinnias, 288: Propie patróoi dii sunt, qui paterni generis ductores habentur. In­
cluso en este sentido m eramente físico Apolo es patréos theós de los atenienses y
de los jonios. Es justam ente la paternidad la que debe ser enérgicamente subrayada
en contraste con la maternidad anteriorm ente dominante. Con esto concuerda el he­
cho de que el más antiguo Apolo, hijo de Vulcano y Minerva, tuviese este apelati­
vo: Cicerón, De nat. deorum, III, 55. El fuego, que constituye la naturaleza de Vul­
cano, es el fundamento físico de la generación por parte de los esposos. En su ele­
vada configuración definitiva A polo se convierte en el fuego celeste v como princi­
pio paterno de la luz asume entonces el apelativo de pairóos. Ver Schoemann, De
Apolline custode Athenarum, Gryphiswald, 1856, p. 7 (=O pusc. 1, 322) y Servio, A d
Verg. Aeneid. III, 332.

149
de que fuese igual el núm ero de votos favorables y contrarios. A po­
lo es celebrado como palaigeneis m oíras phthísas, palaiás daímonas
kataphthísas (destructor de las antiguas m oiras, y destructor de las
antiguas divinidades). E l sem icoro de las Erinnias canta (v. 808 ss):

«¡Ay, jóvenes dioses!, habéis pisoteado las leyes antiguas, y me ha­


béis arrancado la presa que ya tenía en mis manos».
Todo el fundamento de la antigua condición jurídica de la Humani­
dad ha sido abatido, se han destruido todos los fundamentos de una
sana convivencia. Nadie podrá ya invocar: ó díka, ó thrónoi t’Erin-
yón (v. 511: ¡oh, justicia, oh, trono de las Erinnias!)».

T em blando p o r la ira, la divina cuadrilla de las hijas sin prole


de la N oche p reten d e refugiarse en la profundidad de la tierra, es­
terilizar los cam pos e im pedir el crecim iento de los frutos del cuer­
p o . Pero he aquí que A te n e a consigue atraérselas para su causa y
reconciliarlas con el nuevo derecho. Ellas deberán continuar ejer­
ciendo a su lado una benéfica función, no serán despreciadas ni ex­
pulsadas. N o, ¿por qué? (v. 854 ss):

«y tu en una hermosa morada cerca de la casa de Erecteo recibirás


de los cortejos de hombres y mujeres ofrendas que ningún otro pue­
blo podría ofrecerte».

E n este m om ento term inan aceptando de buen grado el tener


un a m orada propia y el desarrollar su función junto a Palas; ellas,
las diosas prim igenias, ahora transform adas en potencias benéficas
propiciadoras de la paz y la tranquilidad y custodias de todos los
vínculos, am adas de ahora en adelante p o r las m uchachas, prepa­
ra n las alegrías del m atrim onio. U na prole de pías muchachas y un
co rtejo de ancianas m adres llevarán p o r fin a las recobradas p a tra ­
ñas del país hacia su reino, bajo el H ades, en la oscura m orada de
los m uertos. M oira y Z eus, el que to d o lo ve, cooperarán de buen
grado a favor de la prosperidad del pueblo ateniense.
C om o puede observarse, en el núcleo de la representación de
E squilo se halla el tem a de la lucha en tre el derecho m aterno y el
derech o paterno. La antigua costum bre queda elim inada y un nue­
vo principio tom a su lugar. El vínculo privilegiado entre el hijo y
la m adre queda roto. E l hom bre se sitúa con respecto a la m ujer
en una posición jurídicam ente superior. E l principio m aterial que­
d a subordinado al espiritual y solam ente entonces el m atrim onio al­
canzará su auténtica y elevada dignidad. Las Erinnias, com o A polo
les reprochaba (v. 213), no reconocían ni honraban el sagrado
vínculo m atrim onial instituido p o r H era. E l que Clitem nestra lo hu­
biese violado no significaba a sus ojos nada y no podía justificar el
acto ju sto adem ás de sangriento del hijo. E n este sentido el dere­
cho p atern o aparece como equivalente al derecho m atrim onial
y es p o r ello p o r lo que da origen a una época com pletam ente nue­
v a caracterizada p o r la existencia de un sólido ordenam iento de la

150
familia y el E stado, u n a época que cobija los gérm enes de un gran
desarrollo y de un soberbio florecim iento futuro. Sobre estos n u e ­
vos cim ientos A ten ea quiere elevar a su pueblo a un gran poderío.
Así prom ete a sus ciudadanos en el v. 913 y ss:
«pero yo no permitiré que los nobles combates dejen de honrar a
esta ciudad, victoriosa entre los hombres».

Y A polo dice a su vez (v. 667 ss):


«Por lo que a mi respecta quiero hacer grande a tu ciudad y a tu
gente».

P ara aclarar perfectam ente, desde todos los puntos de vista, la


contraposición entre el derecho p atern o y m aterno exam inarem os
a continuación algunos detalles im portantes del dram a esquileo.
U na prim era cuestión es la siguiente: la colina de A res, que será
designada p ara siem pre p o r A ten ea com o el lugar en el que se asien­
ta el tribunal com petente en los juicios de sangre, y donde sucum ­
be el antiguo derecho de la tierra en la persona de C litem nestra es
la misma localidad en la que las A m azonas habían levantado su cam ­
pam ento (v. 685 ss):
«cuando por odio a Teseo trajeron hasta aquí la guerra y acampa­
ron, y una nueva ciudadela de altas murallas levantaron ante la Acró­
polis y sacrificaron a Ares, por lo que la roca y la colina tomaron el
nombre de Ares».

A quí vem os cóm o se con trap o n en en una nueva perspectiva el


derecho m asculino y el fem enino. Y así como T eseo representa el
Estado m asculino, las A m azonas rep resentan al E stado en fem eni­
no. Im pulsadas p o r la envidia p o rq u e T eseo derrotó a A ntíope y le
arrebató el cinturón, alzan su fo rtaleza ante la ciudad de Teseo re­
cién fundada. E n T eseo ven surgir a un nuevo principio, totalm en­
te contrapuesto y fundam entalm ente hostil al que ellas representan.
E l E stado de las A m azonas — adm itiendo que se pudiese utilizar la
palabra E stado p ara referirse a un pueblo de m ujeres— es la más
perfecta encam ación del derecho fem enino. T eseo, p o r el contrario,
funda su nuevo E stado basándose en el principio opuesto. Y es con
la lucha en tre estos dos principios com o com ienza la historia de A te ­
nas13. Justam ente p o r esto es p o r lo que la victoria de Teseo sobre
las A m azonas es ta n im portante. La posteridad conservó este re ­
cuerdo con orgullo p o r conocer su gran valor. Lo consideró un lu­
minoso título de gloria, A ten as se benefició ante todo el resto de
G recia (ver H ero d o to , IX , 27 y Pausanias, V , 11, 7). Y éste será el

13 D iodoro, IV, 16, 2-28; y sobre todo Tzetes a Licofrón, Alejandra, 1331-40 p.
135 (Potter); Plutarco, Quaestiones graec., 45 (p. 301 f); Paral, 34 (A a p. 314 a);
Teseo, 26-29; Higinio, Fáb. 241; A rriano en Fr. H. G. 3, 597 (fr. 58 = F H G 156 fr.
84-5); Justino, II, 4, 18.

151
prim er acto a partir del que se desarrolló la auténtica historia grie­
ga. E n este sentido será en el que la em presa de Teseo será recor­
dada por Licofrón (v. 1331 ss) y en el que se la representa sobre el
vaso de D ario conservado en el museo borbónico y reproducido por
G erhard en sus D enkm aler und Forschungen14. E n los oradores y
los poetas se hallarán continuas referencias a esta em presa y las re­
presentaciones figuradas dem ostrarán exhaustivam ente la carencia
de fundam ento de las dudas que algunos escritores como E strabón
(II, 504) form ularon acerca de la existencia de las A m azonas13. Los
estudiosos de la cronología se esforzaron por establecer la fecha de
la batalla16 y en los atidógrafos la lucha contra las A m azonas de­
sem peñará un im portante pap el17.
Por lo que a las obras de arte se refiere A rriano (V II, 13, 5) m en­
ciona un grupo escultórico de Micón que, al igual que el vaso an­
teriorm ente m encionado, ponía en relación la guerra contra las per­
sas con la lucha contra las A m azonas18. Según Pausanias (I, 25, 2)
A ttalo hizo decorar los m uros de las fortificaciones de la Acrópolis
con representaciones de la G igantom aquia, del com bate contra las
A m azonas y de la d erro ta sufrida por los Galos en Misia. En el in­
terior del tem plo de T eseo estaba representado el com bate contra
las A m azonas, al igual que sobre el escudo de la Athenea Parthe-
nos y sobre la basa del Zeus de O lim pia19.
E n la Pecile la lucha de los atenienses y de Teseo contra las
A m azonas se hallaba en el centro del m uro. Junto a ella podían ver­
se la destrucción de Ilión, la batalla de M aratón, la partida de T e­
seo y tam bién A tenea y H eracles (Pausanias, I, 15, 2-3). El com ­
bate contra las A m azonas estaba representado tam bién en las es­
culturas de las m etopas del tem plo, todavía existente, y atribuido
p o r la tradición a Teseo. La misma escena es reconocible tam bién
en algunos restos de las esculturas del Partenón20.

14 (Archaeol. Zeitung, 1857 lám. 103 (= Furtwangler-Reichold láms. 88 y vol.


2 p. 142 Abb. 46).
15 Lisias, Epit. 4; Isócrates, Panegírico, 19 (68); A rist., Panath. 13, 188; Platón,
Menex. 239 b; Píndaro frg. 159-62; Schol. Píndaro Nemea III, 64 en Boeck p. 445
FH G 4 frg. 167 b.
16 Jerónim o, Chron. p. 58, 17 (Helm) y el Marmor Parium A 20, 21 (2. 996 1
F) sitúa a la lucha inmediatamente después de la unificación del pueblo en la ciudad
de Teseo. Según Trasil. en Clemente de A lej, Stromala p. 401 (Potter) ( = 1.137, 2
St) (Fr. h. gr. 3, 503 (fr. 3 = F H G 253, frg. 1) tuvo lugar en el año 1220 a. C.; Pe-
tit-Radel, «Examen analitique et tableau comparatif des synchronismes de l’histoire
des temps heroiques», 1827, p. 70. Ver A rriano, Alex. exp., VII, 13, 4.
17 Según Welcler en el Ciclo Epico (I 2, 1835, p.313 ss) está sobre todo estable­
cido. Steiner, Über den Amazonenm ythus in der antiken Plasiik, 1857, p. 29-37, que
ha recogido todos los datos esenciales de la cuestión.
18 Aristófanes: Lisístrata y el escolio correspondiente al verso 679, Bekker 2. p.
28? aluden a ello.
19 Pausanias, I, 17, 2; V, 25, 11; Plinio, NH, XXXVI, 18: Boettiger, Ideen zur
Archaeologie del Malerei, Dresden, 1811, 1, 254 ss.
20 Steiner, p. 86; de friso del santuario de Artemis de Magnesia del M eandro.
(ahora en el Louyre), del sarcófago de Mazara en Sicilia, y también del Lekytos de
Cumas habla el mismo autor en p. 99, 112, 133.

152
El recuerdo de la guerra contra las A m azonas está adem ás ínti­
m am ente vinculado con algunas localidades atenienses. Se dice si­
tuada ju n to al tem plo de la T ierra. O lim pia se había levantado en
honor de H ipólita, allí caída21. U na localidad próxima al tem plo de
Teseo conserva el recuerdo de la paz que puso fin a la guerra, y
p o r ello era llam ado O rkóm ósion, lugar del acuerdo jurado. E n re­
lación a este tratado Plutarco habla de una doble fiesta dedicada res­
pectivam ente a Teseo y a las A m azonas, en la prim era de las cua­
les se celebraba a las guerreras caídas y en la segunda a su vence­
dor. P a rtic u la r aten ció n m erecía el A m azoneo donde, según
Plutarco, parecían estar sepultadas estas heroínas caídas. O tras, he­
ridas, fueron enviadas secretam ente por A ntíope a Calcis, donde
hallaron una buen acogida22. E n A tenas se m ostraban tanto el m o­
num ento sepulcral de A ntíope com o el de M olpadia (Pausanias, I,
2, 1). Tam bién los lugares en los que se desarrolló la batalla esta­
ban perfectam ente señalados en época posterior. En la narración
de Cleidem o (en Plutarco, Teseo, 27) el ejército de las m ujeres
avanza victorioso hasta el santuario de las Eum énides, subrayando
de este m odo una relación especialm ente significativa. E n el resto
de la narración se m enciona la Pnyx, el M useo, la puerta del Pireo
y Crisa. La batalla es puesta en relación con las Boedrom ias (Ety-
mologicum M agnum , s. v.): en efecto, tuvo lugar en el mismo día
en que los atenienses celebraban esta fiesta en honor de A polo. Y
al grito apolíneo de hié hié paián fue com o Teseo atacó a las m u­
jeres (M acrobio, Saturnalia, I, 17-18 e Him . hom . a A p olo, 272).
A dem ás de A tenas tam bién otras zonas de G recia son ricas en
testim onios relativos a las A m azonas. Ya habíam os m encionado
Calcis. U n a tum ba am azónica existía en M egara, justo sobre la pla­
za del m ercado, cuya form a (romboeidés) rom boidal recuerda la
p elta am azónica: según las leyendas locales era el m onum ento a H i­
pólita (Pausanias, I, 41, 7). O tra tum ba análoga se halla en Q ue-
ronea, en las riberas del arroyo T erm odonte. O tra se encontraban
en Escotuse y Conoscefalos, en T esalia, (Plutarco, Teseo, 2 7 ,9 ; H e­
rodoto, fr. 16 M üller en F H G , 31 frg. 25 a). Se decía que el tem plo
de A res en Trecén había sido erigido en recuerdo de la guerra con­
tra las A m azonas. E n efecto, tam bién en T recén, ciudad estrecha­
m ente vinculada al m ito de T eseo, el héroe venció al belicoso
ejército fem enil (Pausanias, II, 32, 9). Con respecto a la ciudad de
Pirrico escribe Pausanias (III, 25, 3): «en el territorio de los pirri-
cos existe un santuario de A rtem is A strateia. Allí term inó en efec­
to la expedición m ilitar de las A m azonas. Por ello allí tam bién se
halla un A polo A m azonius. Las estatuas de ambos dioses son de
m adera y debieron h ab er sido erigidas p o r las m ujeres de Term o-

21 Plutarco, Teseo. 27. La Tierra Olimpia alude a la Luna, cuya relación con el
Amazonismo queda clara por lo que habíamos dicho anteriormente.
22 Plutarco, Teseo, 27. Según Ammonius: peri bómón kai thysión y según Har-
pocración y Suidas: s. v. A m azóneion, la ciudad había sido fundada por las A m a­
zonas. Según Diodoro, IV , 28, 2 habían establecido allí su campamento.

153
donte». E sta noticia adquiere una especial relevancia porque indica
el m om ento en el que las A m azonas im prim ieron a su vida una nue­
va dirección, la única adecuada al carácter fem enino.
Cansadas de su heroica grandeza de guerreras enem igas del
hom bre, dedicaron un santuario a la A rtem is que renuncia a la lu­
cha, y la unieron a A polo A m azonius, el dios que T eseo había in­
vocado en el m om ento de com enzar la victoriosa batalla que trae­
ría como consecuencia la aniquilación de las A m azonas. L a hosti­
lidad queda cancelada p o r un acuerdo amistoso: las A m azonas de­
ponen las arm as y se entregan al vencedor. L a m ujer debe ser As-
trateia, dedicada al am or y no a la guerra. A la A rtem is pacífica
rendirán de buena gana culto tam bién los hom bres, y tam bién será
cierto que los adeptos al culto de la A rtem is Efesia serán sobre todo
hom bres (Pausanias, IV , 31, 8). D el mismo m odo en el mito ate­
niense se destaca la pacífica unión que pone fin a la guerra. Las Ama­
zonas poseen una natural inclinación hacia los hom bres (Plutarco,
Teseo, 26, 2). Su propensión hom icida en su enfrentam iento con los
hom bres no es m ás que una degeneración, fruto de una represión
de su naturaleza fem enina: ahora podrán asum ir voluntariam ente
su carácter natural. Y a la leyenda del H orkom osion hace concluir
la guerra con un tratad o de paz. Pero la misma idea se aprecia to­
davía con m ucha m ayor claridad en el am or de A ntíope por el m a­
ravilloso T eseo. E fectivam ente es el apelativo kalós (bello) el que
acom paña generalm ente al nom bre del héroe solar apolíneo (D ion
C risostom o, Or. 29 (18), p. 544 (R eiske) (2, 290 von A rnim ). E n
varios rasgos de la leyenda A ntíope dem uestra cómo su heroísm o
am azónico se ha ennoblecido por la dulzura de la m ujer en la que
h a nacido el am or. P or am or a Teseo traiciona a su patria Temis-
cira v sólo con la ayuda de ella el héroe consigue conquistar la ciu­
dad . P or am or hacia este maravilloso hom bre A ntíope sigue a T e­
seo hasta A tenas. En el viaje de vuelta desencadena la pasión de
Solois, el cual, viéndose rechazado ante Teseo, sepulta su dolor en
las olas del m ar (Plutarco, Teseo, 26, 5). E n A tenas com batirá va­
lerosam ente ju n to a T eseo y p o r el hecho de h ab er traicionado a
sus herm anas será castigada por M olpadia con la pena de m uerte.
P ero Teseo vengará a la m ujer am ada (Pausanias, I, 2, 1 y P lutar­
co, Teseo, 27, 6). Y será todavía ella la que tras una lucha de cua­
tro meses favorezca la firm a de un armisticio y la que hará llevar a
Calcis a las herm anas heridas para que sean curadas. E n H erodoro
Póntico llega a A ten as com o em bajadora de paz (T zetes, a Lico-
frón, 1332 p. 135 (P o tter) (H erodoro F H G , 2, 32, fr. 16 F gr. Hist.
31 frg. 25 a). E n algunas representaciones cerám icas es puesta sig-

23 Es lo que anuncia Hegias de Trecén en Pausanias, I, 2, 1. Millingen, Ancient


unediled monuments, London, 1822, t. 19 ha reconocido a Teseo guiado por las Am a­
zonas en un vaso de Ñola. V. W eicker, Alte Denkmaler, 3, lámina 2 2 ,1 ; recipientes
de Ñola, colonia de Caldicia (Justino, XX, 1, 13) también están decorados con re­
presentaciones del ciclo teseico. V. Millengen, p. 52, n. 4.

154
nificativam ente de relieve la contraposición entre la naturaleza am a­
zónica y la naturaleza auténticam ente fem enina. E n una de estas re ­
presentaciones24 se yuxtaponen un com bate contra las A m azonas y
la boda de Teseo y A ntíope, protegida p o r A frodita. O tra25 m ues­
tra de un lado a A ntíope vestida de reina de las A m azonas y la dan­
za am azónica de las arm as se desarrolla a sus pies (ver Calimaco,
Him. a Artem is, 240) y p o r el otro está representada ju nto con T e­
seo, estando el elem ento de tránsito entre las dos escenas represen­
tado por E ros, que se aproxim a a la dura dom inadora para hacerle
conocer su propia fuerza. Y así, de virgen, hostil al hom bre y al m a­
trim onio, pasará a convertirse en m adre, consiguiendo de este m odo
la plenitud del destino fem enino.
Pero de este m odo ella tam bién será presa de todos los dolores
de la m adre. A ntíope se transform a en H ipólita, dos nom bres que
coexisten a veces designando entonces a una p areja de herm anas.
Con el prim ero de ellos aparece con el atuendo de una esposa feliz
y con el segundo com o m adre transida por el dolor.A l final m orirá
de dolor, como dice la leyenda m egarense (Pausanias, I, 41, 7). E n
su persona se encierran dos naturalezas, la de la vida y la de la m uer­
te , la del llegar y la del irse, la de la alegría y la de la tristeza. La
misma superposición se m anifiesta en su hijo H ipólito, al que Pín­
daro llama D em ofonte (en Plutarco, Teseo, 28, 2). E n aquél revive
la doble naturaleza de B elerofonte. La potencia generadora mascu­
lina es a la vez fuerza de exterm inio. Leofoonte y D em ofonte m o­
rirán para ser después resucitados después que las respectivas m a­
drastas hayan tratad o de seducirlos (Pausanias, II, 27, 4). H ipólito
volverá al santuario arcínico de D iana (Servio, A d Verg. Aeneid. V II,
761 y 776 y V , 95) bajo el nom bre de V irbio, es decir la potencia
masculina, y es p o r lo que fue asimilado por algunos a H elios (Ser­
vio, A d Verg. A eneid, V II, 776), y allí aparecerá subordinado a la Ma-
dre-N aturaleza en cuanto inferior potestas, al igual que A donis y
del mismo m odo que en el enfrentam iento de A frodita y Erecteo
y en el enfrentam iento de A tenea. El duelo de los sacerdotes sim­
boliza la alternancia de la vida y la m uerte, m ostrando como la se­
gunda de ellas presupone la prim era, del mismo m odo que la con­
dición de esclavo representa el principio de igualdad fundado sobre
el ius naturale, principio que aflora repetidas veces tam bién en el
m ito d e T e s e o , p r e c i s a m e n t e a tr a v é s d e l d e r e c h o de
asilo concedido p o r él, y en la leyenda que lo representa como fun­
dador de la dem ocracia. Con el acto de la generación com ienza el
reino de la m uerte. M ientras es una A m azona A ntíope no sufre nin­
gún dolor; cuando se convierte en m adre sucumbe ante los dolores
derivados del destino m ortal que le está reservado al producto de
su fecundidad. Pero éste es el fin natural de la m ujer, y esta es la
labor confiada a la potencia masculina. Solam ente en la eterna ge-

24 M onumenti del Inst., 2, 31.


23 M onumenti del Inst. 4. 43.

155
neración y en la m u erte igualm ente eterna reside la inm ortalidad,
que no puede ser concedida al individuo, sino sólo a la estirpe en
cuanto tal. E ste es el significado que subyace en la raíz de la tradi­
ción que pone a una localidad en relación con la tum ba de una A m a­
zona, y en p articular con la de A ntíope. E l hecho de que todo ser
que nace esté destinado a la m uerte no debe inducir a la m ujer a
preferir lá virginidad amazónica a la maternidad. Como Antíope, de­
b e rá renunciar a la prim era p ara ir al encuentro de la segunda con
alegría. Las m ujeres se transform an m ediante el m atrim onio de A n­
tíope en H ipólita, pero en su descendencia aseguran la continuidad
de su propio ser.
Lo que T eseo es p ara el A tica lo es B elerofonte para Licia.
A quél d e rro ta al am azonism o y éste se convierte voluntariam ente
y con alegría al m atrim onio. P ero Teseo se eleva muy por encima
del h éro e corintio-licio. Su nom bre está unido efectivam ente no sólo
a la desaparición del am azonism o, sino tam bién a la de la gineco­
cracia m atrim onial. Su naturaleza es la de un ser que pertenece to ­
talm ente a la luz, de u n a pureza apolínea. Es un segundo H eracles
y será venerado bajo este nom bre. Las Teseidas tam bién son He-
racleas, según refiere Filocoro (en Plutarco, Teseo, 35, 3).
A l igual que H eracles T eseo descalabra a los Infiernos y enseña
a la oscura potencia telúrica de E doneo. A l igual que H eracles se
elevó m uy p o r encim a del lugar habitado por los que sucum ben ante
la m u erte, del lugar de las criaturas del devenir, alcanzando el m un­
do de la e te rn a p otencia solar, el m undo del ser. Teseo es el hijo
d e N eptuno y en la p ru eb a del anillo se lo dem uestra a M inos, que
no la ponía en duda, su calidad de auténtico descendiente de P o­
seidón (Pausanias, I, 17, 3). A Teseo se le consagra especialm ente
el núm ero ocho, vinculado a Poseidón (Plutarco, Teseo, 36, 6), al
q ue aluden los cuatro m eses de duración de la guerra. T eseo es
aquel que h a superado victoriosam ente a los más poderosos d eten­
tad o res de la fuerza m asculina: engaña a E doneo y quita a los Dios-
euros a H elen a, su h erm ana (Pausanias, II, 32, 7; III, 2 4 ,1 1 y 18.15
y Plutarco, Teseo, 31, 1) m ientras ellos rap tab an a su m adre E tra.
D e ahí deriva el parentesco que los une, pero T eseo está m ás allá
de los C astórides p o rq u e ellos descienden de un huevo por parte
de m adre, está m ás allá de la región eterea a la que ellos p erten e­
cen, alternándose com o la vida y la m uerte. L a luna depende del
sol, del que extrae todo su esplendor y del que tam bién recibe la
fecundación m asculina (Pausanias, II, 22, 6). A través de su víncu­
lo con H elen a, T eseo es la im agen y la expresión de todas las unio­
nes m atrim oniales (Pausanias, II, 32, 7). E l siem pre protege el
vínculo m atrim onial, com o dem uestra el m ito de Piritoo, y recha­
za, en su relación con E tra , to d a ofensa a ella infringida, com o lo
dem uestra el hecho de que castigue a los C entauros y a Minos.
A un nivel inferior de su ser se entrega a uniones extram atrim o-
niales, p ero en su naturaleza m ás elevada es el fundador del m atri­
m onio, el que venga a las víctimas de los actos im púdicos, el ene­

156
migo del am azonism o. E n este plano revela su esencia apolínea. A l
igual que A polo, que lo acom paña, él posee tam bién la lira, claro
símbolo de la arm onía del m undo que antes tenía su centro de gra­
vedad en la m ujer, y más concretam ente, precisam ente, en H arm o ­
nía (Pausanias, V ,1 9 , 1). P or orden de A ten ea abandona a A riad-
na, m ujer afrodítica, a D ioniso, siem pre concebido com o un p er­
sonaje m ucho más m aterial y sensual. El siem pre p o n drá en un se­
gundo plano su ascendencia m aterna de E tra , hija de P itteo, po­
niendo de relieve p o r el contrario su ascendencia p aterna. E x tra ­
yendo de su escondrijo el zapato y la espada de E geo dem uestra a
su padre que es su hijo (Pausanias, I, 27, 8). D e él p reten d erán des­
cender los E upátrid as atenienses (Plutarco, Teseo, 25, 2). A l igual
que R óm ulo él tam bién funda el nuevo E stado unitario basado en
el principio del derecho p atern o , y justam ente p o r ello aparece
como el enem igo del principio lunar amazónico. El principio tesei-
co se expresa en el m atrim onio basado sobre el derecho masculino.
Los huesos de T eseo son el paladión del p oder, al igual que los de
O restes, entendido a su vez como una expresión del derecho varo­
nil apolíneo (Pausanias, III, 3, 7).
En A ten as, al igual que en R om a, la potestas del varón consti­
tuye el fundam ento y el presupuesto del im perium estatutario. D o n ­
de perm anece la ginecocracia se exaltará la dikaiosyne (justicia) y
la sofrosyne (sabiduría); donde ésta sucum be, dom inación y p o te n ­
cia form an el objetivo y el fundam ento de la vida jurídica. E n este
sentido tam bién de la absolución de O restes nacerá un porvenir de
poder p ara la ciudad, al igual que A polo predice que, aunque se su­
m erja, al igual que un odre no se hundirá jam ás (ver E squilo, Coe-
foras, 506 ss).
La antigua ginecocracia dejó algunas huellas de su prístino do­
minio sobre todo en los rituales de las Oscoforias, en las que se re ­
presentab a a las m adres de los jóvenes enviados a C reta, así como
en el culto de la laguna de los Ioxidos. Teseo se h abía unido a Pe-
rigyne, la bella hija de Sinis, y de la unión había nacido M elanipo.
D e M elanipo nació Ioxo, que pobló C aria, fundando u n a colonia
ju nto a O rnito. P ero los Ioxides conservaron la costum bre m ater­
na, heredad a de Perigyne, de no quem ar ni cañas ni espárragos sal­
vajes, sino venerarlos com o sagrados. E n este culto, recordado por
Plutarco (Teseo, 8 ,6 ) podem os observar la religión de la laguna uni­
da a la unión sexual extram atrim onial y al derecho m aterno: esto
constituye una relación qu e, basándonos en las observaciones an te­
riores, aparece com o plenam ente com prensible e intrínsecam ente
necesaria. La descendencia de los Ioxides, que siguen el derecho
m aterno, a p artir de T eseo, nos m uestra a éste en el nivel más bajo
de la vida ctónica, que p o r fin logrará superar, y será a través de
la persona de T eseo como se alcance definitivam ente el nivel más
elevado en el que rige el derecho patern o , ya sea com o derecho
acuático de P oseidón, o bien en su aspecto m ás p uro de principio
solar apolíneo-m etafísico.

157
V em os pues com o Teseo hace avanzar el mismo principio al que
B elerofonte había abierto el cam ino, y que tenía sus exponentes en
P erseo, A quiles y H eracles. E n la base de todas estas leyendas sub-
yace la m ism a concepción: el logro de una condición superior del
hom bre y del E stado se basa en la superación del derecho m ater­
no. Los mismos héroes que destruyen a las brutales fuerzas telúri­
cas aparecen tam bién como benefactores y p rotectores de la hum a­
nidad y serán quienes destruyan el am azonism o. Todavía mucho
más significativo es el hecho de que A tenea escoja como sede del
tribunal no el D elfinio (E liano, Varia historia, V , 15), sino el lugar
en el que acam paron las A m azonas, la colina de A res, a cuyos pies
se alzó el tem plo de las Erinnias, y es tam bién muy significativo el
que ju stam en te en ese lugar la absolución de O restes, decretada
p o r el prim er tribunal de sangre, anuncie el final del derecho m a­
tern o . L a sede del antiguo derecho era ahora utilizada por el nue­
vo; o bien, dado que las dos concepciones jurídicas hallan sus
raíces en dos concepciones religiosas diferentes, podría tam bién de­
cirse que la sede del antiguo culto ctónico servirá ahora al nuevo
culto. A ten ea, la diosa que carece de m adre, se inclina, exceptuan­
do el m atrim onio, a todo lo que es masculino, tal y como la define
Esquilo (Euménides, 735), e instituye el A reópago sobre el lugar
ocupado p o r las A m azonas, que vivían sin hom bres y eran enem i­
gas de éstos. Lo que antes servía a la antigua religión será ahora
consagrado a la nueva. La religión cristiana tam bién ha practicado
su nuevo culto divino preferentem ente en lugares de culto pagano
y directam ente incluso en los tem plos paganos, y con objetos de cul­
to paganos. Lo que había servido a los falsos dioses debería contri­
buir ahora a la glorificación del único dios verdadero, tal y como
M arangoni ha puesto claram ente de m anifiesto en su libro: Delle
cose gentilesche e profane traspórtate ad uso di ornam ento delle chie-
se, R om a, 1744.
Pero de Esquilo todavía pueden recabarse más enseñanzas acer­
ca de nuestro tem a. La contraposición entre derecho paterno y de­
recho m aterno es expresada por Esquilo tam bién bajo otro aspec­
to. E l nuevo derecho es el derecho celeste del Z eus Olím pico, y el
derecho antiguo es el ctónico, el de las potencias subterráneas. Que
el nuevo derecho provenga del olímpico es proclam ado por Ores-
tes, que inm ediatam ente tras su absolución gracias a la intervención
de A ten ea, pronuncia las siguientes palabras:

« ¡O h P a las, sa lv a d o ra de mi casa. D e sp o ja d o d e la tie rra d e m is p a ­


d re s, tú m e h a s d e v u e lto a ella! Y alguien de e n tre los h e le n o s dirá:
¡he a q u í q u e e ste h o m b re vuelve a ser c iu d a d a n o de A rg o s y h ab ita
en las p o se sio n e s p a te rn a s g racias a P alas y L o x ias. y g racias al su ­
p re m o á rb itro , al dio s sa lv a d o r, q u e c o m p a d e c ié n d o se d el d e stin o de
m i p a d re m e h a sa lv ad o , a n te e stas d e fe n d e d o ra s de la c a u sa de mi
m ad re » , (v. 754/761).

E sto tam bién es expuesto por la propia A tenea (v. 797 ss).

158
« H a b ía b rilla n te s testim o n io s de p a rte de Z e u s y los tra ía el m ism o
d io s q u e h a b ía p re d ic h o que O re ste s n o se ría c astig ad o p o r su
acción».

Y gritan por el contrario las Erinnias (v. 389 ss):

« Q u é m o rta l n o sie n te re sp e to y te m o r al o ir la ley q u e nos h a fija d o


la M o ira y q u e h a n ra tifica d o los dioses. C o n se rv o m i a n tig u o p riv i­
legio y ten g o m is h o n o re s, a u n q u e ten g o mi m o ra d a b a jo tie rra y en
tin ie b la s sin sol».

Y luego, tras ser absuelto O restes (v. 778 ss):.

« ¡A y . jó v e n e s d io se s!, h a b éis p iso tea d o las leyes a n tig u a s, y m e h a ­


béis a rra n c a d o la p re sa q u e ya te n ía en m is m an o s. P e ro yo, d e sh o n ­
ra d a y m ísera h a ré s e n tir so b re e sta tie rra el p e so de m i c ó le ra . V e ­
n e n o . v e n e n o v e rtie n d o , e n v en g an za d e mi c o razó n » .

Y en el verso 837 y ss:

« ¿ S u frir yo e sta h u m illac ió n ? Y o , d io sa d e la a n tig u a sa b id u ría , q u e


o d io y a b o m in o a los jó v e n e s dio ses, ¿ h a b ita ría c o n tig o e sta tie rra ?
¡O h n o sie n to m ás q u e fu ro r y cólera!».

La contraposición es evidente: el derecho del padre, derecho ce­


leste, olím pico, es proclam ado por Z eus, a pesar de que él mismo
lo había violado, com o se lo reprochan las Erinnias, encadenando
a su anciano padre Crono. El derecho de la m adre es por el con­
trario ctónico, subterráneo, al igual que las Erinnias que lo repre­
sentan, y halla su origen en las profundidades de la tierra. Podía­
mos expresar tam bién esta contraposición sin falsearla en lo más m í­
nimo del siguiente m odo: el derecho m aterno surge de la m ateria,
pertenece a la vida m aterial del hom bre, al cuerpo. El derecho p a­
terno corresponde a la p arte inm aterial, espiritual del hom bre. El
prim ero de ellos posee una naturaleza corpórea, el segundo incor­
pórea. Tam bién el nom bre de las Erinnias llama a la tierra. Según
los escolios de Tzetzes a Licofrón tó éri, hé éra significa la tierra.
E n latín le corresponde térra, y tam bién tera (V arón) y en alem án
E rde26. Erinys tam bién significa divinidad que habita en la tierra.

26 Tzetzes, ad Licofrón, 153 y 406 y Varrón, De lingua latina, V, 21-2. Las pala­
bras en las que la raíz reaparece siempre con el mismo significado son muy num e­
rosas. Erecte, Erictonio, el nacido de la tierra, Erigone, Eridano, la corriente terres­
tre, que Virgilio, Ceorg. IV, 371 menciona entre las criaturas subterráneas que Aris-
teo descubre en las profundidades del reino de las sombras.
Eros, la fuerza amorosa que penetra la materia y la obliga a abrazarse a sí misma.
Eros, que está en la base de toda creación terrestre (Plutarco, Sym p., VIII, 1, 3 (p.
718 a); D e Isid. el Osirid., passim; De facie in orbe Lunae, 12 (p. 927 a) éría, el
túmulo funerario hecho de tierra am ontonada (Hesiquio, s. v. érion con las indica­
ciones de A lberti, 1, 1654; Suidas, s. v. éría; Harpocración, s. v. ibid); Erebos el rei­
no de los m uertos y Erebinthos (Plutarco, de primo frígido, 17 (H utténj, lJfJ-W .íp.
953 a); Quaest. rom ., 95 (p. 286 e), Quaest. graec., 46 (p. 302 b^-é/^«ror y la vanan­
te nérteroi, o sea los difuntos (Plutarco, Quaestio. Plat. 9 (p. K>Q§¡a), que vuelven

159
Equivale a theós katachthónios (divinidad infernal). Las Erinnias
son las potencias que dom inan las profundidades de la tierra. Hijas
de la noche, crearon a todos los seres que viven en el oscuro seno
de la m ateria, toda la vegetación que crece sobre la tierra fue ge­
n erad a p o r ellas. Ellas alim entan hom bres y anim ales y hacen cre­
cer el fruto del cuerpo m aterno. Si se enfurecen, todo perece, los
frutos de la tierra, al igual que los nacidos de los hom bres y los ani­
m ales. A ellas se le ofrecen las prim icias del suelo para la salud de
los hijos y la prosperidad de los m atrim onios. P or el m om ento no
tendrem os necesidad de más testim onios que el pronunciado por
las propias E rinnias en Esquilo (v. 938 ss):

« ¡Q u e n o so p le ja m á s un v ie n to fu n e sto p a ra n u e stro s á r b o le s — os
a n u n c io m is fa v o re s— , q u e los a rd o re s q u e a g o sta n las \e m a s de las
p la n ta s n o tra s p a s e n las fro n te ra s d el p a ís, y q u e el triste m al que
h a ce m o rir las espigas n o se a rra s tr e h a sta aquí! ¡Q u e la tie rra críe
fe c u n d a s o v e ja s, m a d re cad a cu al d e dos c o rd e ro s en el tie m p o ju sto
y q u e el p ro d u c to e x tra íd o d e la tie r r a , re g alo d e H e rm e s , h a g a siem ­
p re h o n o r al feliz p re se n te d e los dioses!».

E n lo más profundo de la tierra, en las antiguas profundidades,


reciben honores y sacrificios, y se encienden fuegos para festejarlas
p ara que alejen del país todas las desventuras y envíen todos los bie­
nes necesarios p ara el florecim iento de la ciudad. Tam bién son di­
vinidades benéficas, que se preocupan de la prosperidad y el bie­
n estar de los hom bres: son auténticas E um énides, similares en su
esencia terrestre al A gathodaím ón (el buen genio) y a la B ona D ea
rom ana. Son llam adas las Diosas A ugustas, las semtiai theaí, y esta
expresión no significa o tra cosa que m egáloi theoí (grandes divini­
d ad es), lo que Plutarco in terpreta en el sentido de theol chthónioi
(divinidades infernales)27. Y com o ellas, en las oscuras profundida­
des de la tierra, engendran a todos los seres vivos y los envían ha­
cia lo alto, a la superficie, a la luz del Sol, del mismo m odo todo
ser, cuando m uere vuelve de nuevo ju n to a ellas. El ser vivo paga
su d eu d a a la naturaleza, es decir, a la m ateria. D e este m odo las
E rin n ias, al igual que la T ierra, a la que p ertenecen, son patrañas
tan to de la vida com o de la m uerte. E l ser m aterial, telúrico, abra­
za a am bas, la vida y la m uerte. T odas las personificaciones de la
fuerza ctónica de la tierra unen en sí mismas dos aspectos, el surgir
y el d esaparecer, los dos polos en tre los que se desarrolla, por de-

a la tierra: erineós, el árbol del higo salvaje; Héra, la M adre-Tierra argiva; Erató
(Plutarco, Symp. 9, 14, 7 (p. 746 e); érnos, el árbol, el brote; hérós, el héroe que,
tras haberse reunido con la tierra continúa viviendo en ella en unión con el alma te­
lúrica de D em éter (ya como datmón, dú, gil); polyéras, rico en tierras (Hesiquio, s.
v.). Estas v otras palabras ofrecen una rica documentación, y ampliando la investi­
gación podríam os apreciar como la misma raíz puede hallarse más allá del ámbito
de las lenguas griega y latina.
27 Quaest. sym ., 3, 1, 3 (p. 647 b (H utten, 11, 111); Pausanias, I, 28, 6 y II, 11,
4. V er Karl Orfried Müller, Aeschylus Eumeniden, Góttingcn, 1833, p. 176.

160
cirio al m odo platónico, el movimiento circular de todas las cosas.
D e este m odo Venus, señora de la generación m aterial, también
será diosa de la m uerte bajo el nom bre de Libitina. Y de este modo
en Delfos habría una estatua, llamada Epitim bia, junto a la que se
invitaba a los difuntos a subir para participar en los sacrificios des­
tinados a los m uertos (Plutarco, Quaestiones romanae, 23 (p. 269
b)). E igualm ente en una inscripción sepulcral rom ana, que fue ha­
llada ju n to al colum bario de C am pana, Príapo es llam ado mortis et
vitai lucus (cusios... mortis et/vitai locus: C IL, VI, 3708 (=5173; CE
193)). Igualm ente en las tum bas nada es más frecuente que las re­
presentaciones priápicas, símbolo de la generación m aterial. Existe
tam bién una tum ba, en la E truria del Sur, en cuya entrada está re­
presentado sobre la jam ba izquierda un sporium fem enino.
En la isla sagrada de Délos no sólo estaba prohibido morir, sino
tam bién nacer. D el mismo modo el fatal anillo de Giges posee la
doble cualidad de volver visible e invisible: imagen de la fuerza ctó-
nica que ha hallado su expresión mitológica tam bién en el arte de
A utólico de convertir lo blanco en negro . En este sentido M ercu­
rio, al igual que A utólico, no es sólo el donante, sino también el
ladrón. B ajo este segundo aspecto las benéficas E um énides se con­
vierten en diosas terribles y horrendas, hostiles y perniciosas para
todo ser que viva sobre la tierra. En este sentido les agradan la des­
trucción, la sangre y la m uerte. Y en este sentido tam bién serán de­
finidas como un m onstruo odiado y maldito por parte de los dioses,
como una cuadrilla sanguinaria y repugnante, desterrada por Zeus
y condenada «a perm anecer siem pre lejos de él». En este sentido
recom pensan a cada cual según sus m éritos:

p o rq u e la g ra n m u e rte ju z g a rá a to d o s los h o m b res

En tanto que deidades de la destrucción, serán tam bién las dio­


sas del destino quienes infrinjan siem pre el justo castigo, siendo in-
\ vestidas de este poder por la M oira (v. 349 ss):

«Y a al n a c e r se n o s asignó la su e rte de m a n te n e r las m an o s lejos de


los In m o rta le s. N in g u n o de ellos to m a p a rte en n u e stro s b a n q u etes.
P e ro los b lan co s vestidos m e e stá n p ro h ib id o s ... M e c o rre sp o n d e la
d e stru c c ió n de las casas c u an d o A re s e n tra y m ata a un p a rie n te . E n ­
to n c e s le p e rseg u im o s y p o r p o d e ro so q u e sea lo a n o n a d a m o s a c a u ­
sa de la sa n g re re cien te» .

Todos estos aspectos de su ser se unifican bajo una idea funda­


m ental, en el sentido de que todos ellos derivan de la naturaleza ma­
terial, telúrica. Las Erinnias son lo que es éra (tierra), es decir la
expresión de la vida terrena, corpórea, física, de la existencia
telúrica.

28 Higinio, fáb. 201. Albricus, PhUos. de doerum imagg. 6 (=Mythogr Lat. (Munc-
ker), 1861, vol. 2, p. 308).

161
A hora queda claro cuál es la relación que une al derecho ma­
terno con la religión ctónica, es decir, con la religión de la fuerza
m aterial, y por el contrario, cuál es el abism o que separa a este de­
recho del principio espiritual propio del Zeus Olímpico y de sus hi­
jos A polo y M inerva. L a m ujer es la propia tierra. La m ujer es el
principio m aterial y el hom bre el principio espiritual. Para la m ujer
y la tierra sirven las palabras de A polo (v. 658 ss):
«no es la m ad re la e n g e n d ra d o ra del q u e es lla m ad o su h ijo , sino la
n o d riz a del fe to a p e n a s e n ella se m b ra d o . G e n e ra d o r es el q u e a rro ­
ja el se m e n ...»

Platón dice en el M enexeno (238 a), seguido por Plutarco,


Quaestion. sym p. II, 3, 3 (p. 638 a), literalm ente lo que sigue: «No
es la tierra la que imita a la m ujer, sino la m ujer la que imita a la
tierra, y esto mismo vale para todos los restantes animales del sexo
fem enino. P or este motivo es probable que en un principio la tierra
hubiese generado a seres perfectos gracias a la fuerza y el poder
del creador, sin que para este fin fuesen necesarios los órganos que
ahora la naturaleza, a causa de su debilidad, debe colocar en los se­
res engendrados». Más tard e, una vez salida la prim era generación
del regazo m aterno de la tierra, la perpetuación de la especie será
obra de la m ujer. A firm a Plutarco en el pasaje ahora citado: «to­
davía en nuestros días la tierra produce anim ales com pletos, como
por ejem plo topos en Egipto y serpientes, ranas y grillos en otros
lugares, y esto ocurre en el caso de que intervenga otra causa o fuer­
za exterior. E n Sicilia, cuando durante la guerra servil la tierra que­
dó bañada por mucha sangre, y gran cantidad de cadáveres inse­
pultos entraron en estado de descom posición, salieron a la luz in­
num erables enjam bres de langostas, que se difundieron por toda la
isla y devoraron por todas partes las cosechas. Estos animales fue­
ron engendrados y alim entados por la tierra, adem ás la abundancia
de alim ento los volvió idóneos para engendrar, y éstos, para satis­
facer sus instintos se acoplaron, y luego, de acuerdo con sus carac­
terísticas naturales, pusieron sus huevos, dando nacim iento a pe­
queños seres vivos. E ste hecho dem uestra claram ente como los ani­
males fueron originariam ente engendrados p o r la tierra, mientras
que ahora sus estirpes se reproducen de un m odo diferente, es de­
cir a p artir de sí mismas». Al llevar a cabo su función la m ujer tam ­
bién representa a la tierra. Ella es la propia^ m ateria terrenal. Por­
que el nom bre de am bas, gé (tierra) y gyné (m ujer) derivan de la’
misma raíz, una raíz de la que tam bién derivan gya, es decir terre­
no arable y cuerpo m aterno (Sófocles, A ntig. 569). En sabino spo-
rium (Plutarco, Quaest. rom. 103 (p. 288 f)), gyion, es decir miem­
bros, gyés, es decir árbol cultivado, Gyés, o sea el hijo de la tierra
de cien brazos, el ya citado E yrygyes= A ndrogeo, y por último tam ­
bién Gígas, Úgygés y Gygaía Agríska théa (E n Licofrón v. 1152 de­
signa a A ten ea Ilica, que es llam ada Kypris en el verso 1143 y Sthé-
neia en el 1164).

162
Tam bién la palabra alem ana Frauenzim m er se relaciona con
esto. Z im m er indica la localización, es decir, una característica de
la m ateria terrestre. La m ateria de la tierra, tom ada en su función
m aternal, y el lugar de la generación. Plutarco subraya de un modo
especial esta propiedad de la m ateria:

« P lató n p o r c o n sig u ien te solía lla m a r se r inteligible e ideal y m odelo


al p a d re , y p o r el c o n tra rio m a te ria y n o d riza y sede y lugar de la
g e n era ció n a la m a d re , y al p ro d u c to de a m b o s em b rió n y ge-
n e rac ió n » ‘M.

El hecho de que los frutos encerrados en una cáscara, sobre todo


los guisantes y las nueces, estén consagrados a la D iosa T ierra se re­
laciona con esto. La envoltura es el vientre m aterno en el que cre­
ce la semilla: es édra ka i chora genéseós, sede y lugar de la gene­
ración. es das Zim m er. En el térm ino erébinthoi (garbanzos, y en
sentido figurado testículos) se puede ver la raíz cuya conexión no
es subrayada claram ente por Plutarco (Quaest. graec. 46 (p. 302 b)
y Quaest. rom. 95 (p. 286 e).).
En la representación simbólica el locus genitalis corresponde a
la cista, que corresponde especialm ente a las grandes divinidades
m aternas y telúricas D em éter y F ortuna, y que sirve para esconder
los símbolos místicos, y sobre todo tam bién el falo (ver Clemente
de A lejandría, Prot.. p. 13 (2, 14, 2, p. 12 S t ) , y Eusebio, Prae-
par. E vang.: II, 3. 15). La misma idea se halla en la base de la re­
presentación ritual que consiste en m eter a los recién nacidos en ces­
tas, cistulae o lárnakes (urnas), como la de Erictonio (Higinio, fáb.
166). o la de Cipselo, que, según el derecho fem enino lleva el nom­
bre de la cesta de su m adre, de Perseo y de D anae, de Tnes y Emi-
tea, y de tantos otros. El hom bre lleva el nom bre de la tierra sobre
todo en la época en la que — como dice Plutarco— tras la desapa­
rición de su virilidad, se vuelve en todo similar a la tierra, en la épo­
ca en la que de él no queda otra cosa que la m ateria terrestre de
su cuerpo, es decir, en la edad senil. E n efecto gérón (viejo), en
alem án Greis, así como grays (vieja), deriva de la raíz gé (tierra).
«De m odo muy distinto son las cosas con respecto a los viejos, los
que ya han perdido sus hum ores, como parece indicar su propio
nom bre. Son llamados gérontes (viejos) no porque estén inclinados
hacia la tierra, sino porque constitucionalm ente se han vuelto se­
m ejantes a la tierra» (Plutarco, Quaest. sym p. 3, 3 (H utten) 11,122
(,p. 650 c)). Tam bién se podría com parar el térm ino gérontes con

29 De íside et Osir. 56 (p. 373 e, ver Platón, Timeo, 50 c). Además (p. 374 b, c.
53 (p; 372 e) y Timeo p. 49 a 51. Ver también lo que señala Plutarco acerca de topos
y chóra (De plac. philos, 1.19, 20 (p. 884 a.b.)) Simplicio en Aristóteles IV Ausc.
Phys., p . 150 a (Aldina) (I, p. 641, 39 Diels) donde tópos tiene el mismo significado
que méter, designación también utilizada por Orfeo. Ver Jablonski, Panlheon Egyp-
tiorum, Frankfurt, 1750, Pars I, p. 8; Diodoro: I, 12, 4. El significado del término
latino ioci sería idéntico según Varrón, De ling. latina, 1, 1, 5; ver también Pausa­
nias, III, 16, 3.

163
el térm ino alíbantes, es decir, los m architos, que es la palabra con
la que se designa a los m uertos. A l comienzo del tratado «Sobre si
es más útil el agua o el fuego» quizás incorrectam ente atribuido a
Plutarco se afirma lo siguiente (2 p. 956 a): «El agua presta sus ser­
vicios en verano e invierno, en la buena y la mala suerte, de día y
de noche, y no hay ninguna circunstancia en la que no tengamos ne­
cesidad de ella. P or eso los m uertos son llamados alíbantes, térm i­
no con el que se indica que ellos, en cuanto que de ahí en adelante
privados de hum edad, tam bién están privados de vida. El hom bre
ha podido vivir durante algún tiem po sin fuego, pero nunca sin
agua». Este térm ino tam bién es utilizado por Platón en la Repúbli­
ca (3 p. 387 c) y es traducido por Schleierm acher por «die Verdorr-
ten» (los disecados)30. Se designa de este m odo a un estado de de­
secación similar al de las momias, al que Plutarco define como xé-
rotés (aridez) y que podem os observar diáfanam ente sobre una tum ­
ba de Cum as, reproducida e inadecuadam ente com entada por Jo-
no'11. En la fórm ula m atrim onial ubi tu Gaius, ibi ego Gaia ambos
sexos son designos refiriéndose a la misma raiz gata (Plutarco,
Quaestion. rom. 30 (p. 271 e)). Tam bién aquí el hom bre lleva el
nom bre de la tierra m ientras no posee una potencialidad generatriz
activa, del mismo m odo que la m ujer lo lleva cuando dispone de
una potencia generadora receptiva, pasiva. Tam bién aquí se desta­
ca el carácter unitario de la fuerza de la tierra y la necesaria com-
plem entareidad de ambos sexos, que en el m om ento en el que tierra
genera por prim era vez las criaturas todavía no se hallaban di­
ferenciados.
Creo que ahora resultará m ucho más com prensible la correla­
ción existente entre el derecho m aterno y las Erinnias, y sobre todo
entre m atriarcado y religión ctónica de la tierra. El derecho m ater­
no es el derecho de la vida m aterial, el derecho de la tierra, de la
que la vida tom a sus orígenes. Por el contrario el derecho paterno
es el derecho de nuestra naturaleza inm aterial e incorpórea32. El
prim ero de ellos es el derecho de las divinidades que habitan en las
oscuras profundidades de la tierra, el segundo es el derecho del

3U Platons Werke, 3. 1. Berlín. 1828, nota a la pág. 541.


31 Schelelri cumani dilucidali dal Canonico Andrea di Jorio, Napoli, 1810.
52 Plutarco. De Isid. et Osirid. 56 (p. 373 e); De plac. phil. 5, 4 (p. 905 b). Por
eso /¡y/e, la materia, corresponde a la m adre, idéa, no$s al padre. Sobre esta con­
traposición también puede verse Plutarco, De plac. philos. 1, 9 (p. 882 c), 10 (p. 882
d). A ello se añade ¡a opinión de Hippo, según la cual los huesos de los niños bro­
tarían de los hombres y las carnes de las m ujeres (Plutarco, de plac. philos. 5, 5)
(p. 905 b)), Menor y mayor son respectivamente las tonalidades musicales femenina
y masculina: la primera de ellas prevalece en la música antigua, al igual que el de­
recho m aterno. Plutarco. De animae procreatione, en Timeo (p. 1026 c) dice que
cuando Horus fue condenado en el tribunal su aliento y su sangre fueron asignados
al padre y toda la carne a la madre: una sentencia más sabia que la de Salomón. Ya
habíamos visto anteriorm ente que el Sol y la Luna se hallan en la misma relación
(M acrobio. Satumalia. I. 19. 17): solem auctorem et dominum esse spiritus, Lunam
corporis; imerpres Cruyuiem ad carm. saecul Horatii (16 (Cruquius), 1579. p. 299 a.

164
olímpico que tru en a muy por encim a de la tierra, a la altura del
Sol. El prim ero es el derecho físico, el segundo el metafísico. A ni­
vel de su máximo desarrollo tanto A polo como A ten ea poseen una
naturaleza metafísica: A ten ea carece de m adre, sale com pleta de la
cabeza del olím pico, es decir, de la sede del m ás elevado intelecto
divino, al igual que la palabra sale de la boca (Esquilo, Supli­
cantes, 598: páresti d ’érgon ós épos). El derecho m aterno caracte­
riza a la H um anidad y a su concepción religiosa en un período que
concebía a la m ateria, es decir a la tierra, como la más segura sede
de la fuerza m aterial. El derecho p atern o caracteriza por el contra­
rio a un periodo en el que, según lo que Plutarco otorga como m é­
rito a A naxágoras, jun to a la m ateria había surgido un artífice (Plu­
tarco, D e plac. p h il, 1, 3 (H utten) 12, 352 (p. 876 d), pero el p ro ­
pio A naxágoras enseñaba que los anim ales habían brotado de la
tierra. Plutarco, D e plac. phil., 2, 8 (p. 887 é). Tam bién especial­
m ente Em pédocles:Plutarco,£>ep la c.p h il.,5,26,18(p.910 c,907 e).
D e este m odo el tránsito del derecho m aterno al derecho p ater­
no coincide con una de las fases del desarrollo de la religión hum a­
na, y con el progreso del principio religioso m aterial al intelectual,
del físico al m etafísico. A quí se eleva, aquí se alza de la tierra al
cielo. El derecho p aterno em ana de Z eus, el m aterno de la tierra.
La ley que gobierna el desarrollo de las religiones antiguas, y en ge­
neral de todas las religiones, puede concebirse com o un proceso de
elevación idéntico. U n estudio en profundidad de la antigua m ito­
logía hace surgir a los dioses de aquella época como pirám ides, cuya
amplia base reposa sobre la tierra — residencia eternam ente segura
para los m ortales e inm ortales, édos asphalés aeí, (sede siem pre se­
gura), com o la llama H esíodo (Theog., 117)— , m ientras su vértice
alcanza el cielo. Sus fundam entos tam bién son ctonios y m ateria­
les, m ientras su m ás p u ra configuración final es metafísica y espiri­
tual. D iodoro (I, 12, 6) dice que los dioses egipcios parecen haber
nacido todos ellos del Nilo y lo mismo afirm a con referencia a la
mayor p a rte de estos dioses C icerón en su D e nat. deorum, 3,
54 ss y 58 ss (ver tam bién Jablonski, Pantheon Aegyptiorum , pars
2, p. 169 y D iodoro, I, 12, 6). Y sin em bargo estos dioses al final,
o al m enos en el caso de Osiris, han tom ado una form a espiritual,
en la que el substrato m aterial aparece como superado y relegado
a un segundo plano. Los mismos A polo y A ten ea, y en particular
A tenea, que en el últim o estadio de su desarrollo llega a ser un ser
de naturaleza exclusivam ente espiritual, hunde profundam ente sus
raíces en la m ateria. U n tratam iento exhaustivo de este tem a re ­
queriría un grueso volum en monográfico.
E ste carácter suyo ha sido correctam ente puesto de manifiesto
para A p o lo -H ek ate (que, al igual que D iana-H ekate, fue llam ado
por los antiguos triplex) por el duque de Luynes en su artículo so­
bre el vaso vulcentico de Giges33, y en el caso de A tenea por G eh-

33 En A nnali dell'Istituto di correspondenza archeologica, vol. 5.

165
rard en su artículo sobre el m etroon ateniense-’'*, pero a pesar de
estas aportaciones la cuestión sigue siendo susceptible de futuros
desarrollos. Sólo queda un punto que considero necesario profun­
dizar en este lugar. E n el m ito contado por V arrón. del que antes
nos habíam os ocupado, A ten ea representa al derecho m aterno,
m ientras que en la tragedia de Esquilo representa al derecho pater­
no. E n él defendía el derecho de las Erinnias. en ésta el derecho
de Zeus olímpico. ¿No hay quizás en esto una contradicción? En
absoluto. Como pertenece esencialm ente a la m ateria. A tenea no
es en lo fundam ental m enos m aterial que las Erinnias. era venera­
da tan to en el M etroon de A tenas como en la E lide3"’’ como m adre,
com o causa de toda generación m aterial, como Gygaía Agríska théa
(así define Licofrón, 1152 a A ten ea ¡lia), y al, igual que A rtem is.
com o señora de la luna que posee el poder generador36. Pero en
su form a espiritual más elevada se halla despojada de todo residuo
m aterial y nace sin m ediación m aterna de la cabeza del gran Z eus,
repesenta al ser etern o puram ente espiritual, del que el mismo Es­
quilo dice que se contem pla a sí mismo sin estar subordinado a na­
die, y del que todo dim ana, del mismo m odo que la palabra sale
de ía boca (Suplicantes, 595 ss). El derecho m aterno del mito refe­
rido p o r V arrón es solam ente el de la prim era A tenea m aterial, ve­
n erada com o m adre en el M etroon; la posterior A tenea puram ente
espiritual, tal y com o la representa Esquilo y como la concibe la re­

34Abhandlungen der K. A kadem ie der Wissenchaften, Berlín. 1849. p. 459 ss.


35 Pausanias, V , 3, 2. Es fácil darse cuenta de como también aquí las mujeres
se encuentran en una posición dominante. Pero eleos son también los Molionidcs.
cuyo nom bre, según A polodoro (o más bien Diodoro. III. 57.1 y V. 66.1) deriva del
de su m adre Molione y no del de su padre A ctor, al igual que el nombre de los Ti­
tanes deriva del de su madre Titea: Pausanias, V, 11, 1. En el mito de los Molioni-
des, al que dedicaremos un párrafo, debe subrayarse que la madre es la que persigue
al asesino de sus hijos y que de ella deriva la maldición contra los eleos que osasen
dirigirse a los Juegos Istmicos. Una narración similar se contaba en Lisipe. según
Pausanias, V, 2, 4. Con ello se relaciona el hecho de que siempre sean mujeres quie­
nes entonen los lamentos fúnebres. Plutarco, Parall. 10 A b (p. 308 b) dice que la
m adre había arrojado el cadáver insepulto del hijo, vengándose de este modo de la
traición cometida contra él. Las m ujeres lloran la destrucción de la materia. Tam ­
bién la expiación del homicidio comporta una actividad de las mujeres. En A tenas se
trata del Enchytristrien; éstas recojen en vasos la sangre que mana de la herida in­
fringida al lechón y la vierten sobre el asesino (Schol. Aristófanes Avispas 289: Pla­
tó n , Minos, 315 d v K. O. Müller, Eumeniden, p. 146). La cerca grávida es llamada
preferentem ente mater: Higinio, fáb. 257 y Pausanias, IX, 25, 7-8.
36 Su equiparación a Diana se halla atestiguada por Plutarco, De facie in orbe
lunae, 24. (p. 938 b) y 5 (p. 922 a). Por ello A tenea también es llam adaphósphóros,
como observa P rodo, in Timaeum, 1. 52 b (1, 169 Diehl). Pero como ya habíamos
indicado anteriorm ente, los antiguos considerabana la luna como una tierra celeste
y le atribuían la misma potencia ctónica que a nuestra tierra. Este punto está pos­
teriorm ente desarrollado en el escrito de Plutarco antes mencionado, así como en
D e plac. philos. 2, 25 (p. 891 b.c.). Por ello se dirige uno a la Luna en cuestiones
de amor. Plutarco, De Isid. et Osir. 52 (p. 372 d); Amator, 24 (p. 770 a); Plinio,
N H , II, 221; Macrobio, Somn. Scipionis, I, 11, 6. 19, 23; Saturnalia, I, 19, 17; Ja-
blonski, Pantheon, p. 2, 1-33; Proclo, in Timaeum, 1, 45 d (1, 147 Diehl), Lobeck,
Aglaophamus, p. 500.

166
ligión helénica desarrollada representa al derecho paterno, que sur­
ge a p artir de este fundam ento espiritual.
Basándonos en estas observaciones será fácil valorar en la ple­
nitud de su significado un últim o punto del drama esquileo.
Las Erinnias intervienen p ara vengar el matricidio; m ientras Cli­
tem nestra estuvo viva, sin em bargo, no la persiguieron por haber
m atado a su m arido. Es lo que O restes les reprochaba en el pasaje
antes citado,y a lo que las diosas ctonias le respondían:
«N o e ra d e su m ism a sa n g re el h o m b re al q u e m ató .»

Es cierto que C litem nestra paga su culpa con su m uerte, pero


es únicam ente después del m atricidio cuando aparecen las Erinnias
para perseguir al hijo culpable, y sólo el hecho de que se haya d erra­
mado la sangre m aterna las despierta de su sueño, las llama de las
antiguas profundidades de la tierra, de las que no habían salido tras
el delito de C litem nestra. ¿P or qué m otivo? La respuesta es muy
simple. La Erinnia es la propia tierra, es la gran m adre de toda la
vida terren a, es la m ateria m aterna. Y con ella se identifica la m u­
jer, que ocupa su misma posición y cumple la misma función que
la tierra. El matricidio hiere pues a las Erinnias, les inflama el co­
razón. El que vierte la sangre m aterna ofende a la propia tierra y
viola en la persona de la m adre el derecho de la tierra m aterna por­
que ella no es más que un representante de ésta. Por ello es la pro­
pia tierra la que se levanta para vengar la infracción al derecho m a­
terno, la misma tierra ha sido u ltrajada, el orden de las cosas, el
derecho de la naturaleza, el m ás elevado derecho divino de esa épo­
ca es sacudido en sus cim ientos, es trastocado. Al m orir, la m adre
asesina vuelve a la tierra, la m adre hum ana se une a la m adre di­
vina, al alm a de la tierra, a la que pertenece y a la que ha re p re­
sentado en vida. La propia C litem nestra se convierte ahora en
Démétés Erinys (Pausanias, V III, 25, 4). En las Erinnias O restes
descubre a las Erinnias de su m adre, a los espíritus enojados de su
m adre, a su propia m adre (Pausanias, V III, 34,2-3). La m adre m or­
tal se ha unido a la M adre-T ierra inm ortal, m uriendo se ha trans­
form ado en ella y se ha convertido de este m odo en Démétés Erinys.
Es verdad que todos los m uertos se convierten en Démétreioi, y tam ­
bién son llamados con este nom bre (Plutarco, De facie in orbe lu-
nae, 28 p. 943 b), es cierto que todos ellos se convierten en dii m a­
nes ju n to a la gran M adre M ana G enita (Plutarco, Quaest. rom. 52
p. 277 ab), es cierto que de todos los m uertos se dice que son bue­
nos, chréstoí, que tam bién se unen todos al telúrico Agathodaím ón,
a la telúrica B ona D ea (Plutarco, Quaest. rom. 52), pero todo esto
adquiere un significado especialísimo en el caso de la m adre, por­
que ya durante la vida ella es una imagen de la M adre-Tierra, a la
que representa entre las criaturas m ortales. Y es tam bién esta unión
intima la que en caso de m atricidio desencadena a la propia tierra.
Los dem ás asesinatos se dejan a la venganza de los hom bres: y así
a O restes le corresponderá vengar a A gam enón. El matricida por

167
el contrario será perseguido por la propia Tierra. C ualquier otro
asesino puede evitar la venganza del hom bre gracias a su habilidad,
a su fuerza o su valor, m ientras que el m atricida se convierte en pre­
sa de la T ierra vengadora sin posibilidad alguna de salvación.
Este ha violado la más im portante ley m aterial, la ley de la M a­
dre-T ierra. la ley más elevada que está en la base de todo. El ha
alterado e) orden de la naturaleza telúrica y debe por consiguiente
reestablecer este orden m ediante su propia m uerte; hasta que ello
no ocurra la T ierra, herida en su dignidad m aterna, no dará más fru­
to. no cum plirá su función m aterial. Este es el significado de las p a­
labras que Esquilo pone en labios de las Erinnias en la trilogía que
estam os estudiando. Estas reclam an la m uerte del asesino de la m a­
dre con el fin de que a través de esta m uerte se reestablezca el o r­
denam iento m aterno propio de la naturaleza telúrica (v. 321 ss):
«¡O h m a d re , m ad re N o c h e, tú q u e m e has e n g e n d ra d o p a ra castig ar
ig u alm en te a los q u e ven la luz y a los q u e ya n o la v e n . esc u ch a mi
voz! E l h ijo d e L e to q u ie re h u m illarm e a rra n c á n d o m e e sta lie b re,
única p re n d a q u e p u e d e e x p ia r el a se sin ato d e u n a m ad re » .

A polo, el nuevo dios que entra en liza para defender el derecho


paterno es llam ado por las Erinnias hijo de L atona. Nadie ha ad­
vertido el reproche que se esconde en esta denom inación. El pro­
pio A polo, designado m ediante el nom bre de la m adre que lo dio
a luz y no m ediante el del padre que lo engendró, este dios que po­
see en la am azónica Lesbos un santuario en común con la m adre y
que en el Escudo de Heracles (v. 479) es definido como hijo de La-
ton a, quiere poner en duda el prim igenio derecho m aterno que ha­
cen valer las Erinnias: él rechaza a L atona. Similar a éste es el re ­
proche hecho a Z eus, porque él, que ahora se proclam a autor del
derecho p aterno, antes había encadenado a su padre, y se podría
añadir que fue salvado por su m adre del castigo que su padre que­
ría infringirle. Con todo su com portam iento las Erinnias dem ues­
tran no-actuar por capricho, por el m ero placer que podrían hallar
en el ejercicio de su sangriento oficio; por el contrario es su natu­
raleza telúrica la que las obliga a exigir el sacrificio del m atricida;
no es que ellas quieran, es que deben. La labor que desarrollan les
ha sido asignada por la M oira, que es la expresión misma de la ley
ctónica de la naturaleza y que tam bién se halla estrecham ente vin­
culada a Díké, Thémis y Poiné (Suidas, s. v. Poiné, y sobre todo
de los ka ip o ín im o i), y tam bién están cansadas de esta misión, aun­
que si deseasen liberarse de ella, no podrían hacerlo, ya que esa la­
bor representa su más íntim a esencia.
De este m odo el derecho de la tierra se nos m uestra como un
derecho sanguinario y atroz, que no conoce otro castigo que la
m uerte. La opinión que podríam os form arnos, leyendo a Esquilo,
es que la época del derecho m aterno estuvo dom inada por un culto
oscuro, terrible, cerrado a toda esperanza y de un im placable po­
d er ctonio. Es en vano que O restes invoque su deber de hijo, es

168
en vano que apele a la orden recibida de A polo, que le ha m anda­
do ejecutar el m atricidio y no le ha negado la purificación, y tam ­
bién es en vano que subraye que el m atrim onio había sido profa­
nado. La M adre-T ierra no puede reconocer un deber de esta clase,
ni puede aceptar una expiación ni una justificación sem ejantes: el
hecho de haber derram ado la sangre m aterna infringe su ley fun­
damental. C uando había sido asesinado Agam enón era justo que
las Erinnias se m antuviesen en silencio, pero en el asesinato de Cli­
tem nestra ven cómo se cumple su misión. D erram ar la sangre m a­
terna es un delito contra la ley m aterial básica de la tierra. El ceder
por parte de la T ierra habría significado necesariam ente la supre­
sión de esta ley fundam ental, y jun to con ella de toda la creación
material. E n la religión de la fuerza material la culpa contra el prin­
cipio que la rige, es decir, contra la m aternidad de la tierra, no p u e­
de pretender esperar indulgencia alguna, tal y como es el caso en
la culpa ante el espíritu sagrado, en la religión de este espíritu. Por
ese motivo incluso la intervención del tribunal de sangre es incom ­
patible con el derecho m aterno. En los supuestos de éste la simple
propuesta de instituir dicho tribunal suena como una lesión a los de­
rechos de la T ierra, de la divinidad suprem a. El m atricida p ertene­
ce a la T ierra, ningún tribunal tiene derecho a entrom eterse, y nin­
gún juicio puede atribuirle o negarle ese derecho: v. 490 ss.
«¡Y lleg ará un día en el q u e , con la llegada de las nuevas leyes, si
la causa de e ste p a rric id io d e b e triu n fa r aquí!»

y tam bién sobre todo en los versos 257 ss:


« ¡O h , d e n u e v o he e n c o n tra d o ay u d a! A b ra z a d o a la e sta tu a d e u n a
d io sa in m o rta l, q u ie re so m e te r a juicio el acto de sus m an o s.
P e ro eso no es p o sib le, la san g re m a te rn a , u n a vez d e rra m a d a , no
se p u e d e re c o g e r, el líq u id o v e rtid o en el suelo d e sa p are ce » .

Por eso el hecho de la que la institución del prim er tribunal de


sangre y la desaparición del derecho m aterno ocurran sim ultánea­
mente encuentra una justificación lógica. E n la persona de O restes
se encarnan ambos acontecim ientos, la institucionalización del
A reópago y el fin del derecho m aterno de las Erinnias. A m bos
acontecimientos son obra de los poderes celestiales, olímpicos, am ­
bos se oponen igualm ente a las ideas ctonias, ambos representan
un beneficio que dim ana de A ten ea, la sin-m adre37.
A hora podrem os darnos cuenta de cuál es el am biente ideoló­

37 K. O. Müller, Eumeniden, p. 150/151 demuestra con sus afirmaciones del


párrafo 53 no tener nada clara la contraposición entre Apolo y Atenea y las Erin-
nias. Si ello no fuese así no le plantearía dificultad alguna el hecho de que incluso
tras la purificación Orestes continúe siendo perseguido por las Erinnias con la mis­
ma, e incluso con renovada, furia. Pero Müller no ha tenido para nada en cuenta
la contraposición entre derecho paterno y m aterno, entre religión olímpica y reli­
gión ctónica. El ha pues olvidado un elem ento fundamental de nuestra tragedia, que
Esquilo desarrolla con gran conocimiento y con todas sus consecuencias.

169
gico e institucional en el que se sitúa el derecho m aterno. E ste ocu­
p a una posición central en la vida de aquella triste época, opresiva
y salvaje, en la que reinaba la venganza de sangre, en la que todo
hom icidio no podía por m enos que provocar o tro, en la que la san­
gre d erram ada sólo se lavaba con o tra sangre, en la que los «pája­
ros dom ésticos d en tro de la jaula» (Euménides, 886), se destroza­
ban en una serie infinita de recíprocos asesinatos, en la que el dia­
blo de una estirpe sólo se sentía tranquilo sobre la tierra después
de que el últim o de los descendientes hubiese pagado con la m uer­
te el delito de su antepasado. Es la época en la que el aspecto de
las E rinnias es el de una cuadrilla chorreante de sangre, en la que
el fruto que recogen es tan rico que no son capaces de saciarse, has­
ta que p o r fin se som etan con gusto a las benignas potencias celes­
tiales (v. 360 ss):
«N os a p re su ra m o s e n q u ita r a o tro esto s a fa n e s, e n p ro c u ra r la in­
m u n id a d d e los d io se s con m is c u id a d o s, p a ra q u e no se in stru y an
p ro c e so s cap itales» .

El derecho m aterial, que posee como núcleo central el derecho


m atern o , ha inferido al género hum ano tal serie de sufrim ientos,
que lo im pulsó a subordinar este derecho a úna ley más pura y más
elevada. Solam ente cuando ésta últim a consiga prevalecer se abrirá
una alegre esperanza de paz, de felicidad y de prosperidad en to­
dos los cam pos. E sta transform ación se halla ilustrada por Esquilo
en las E um énides con una profundidad espiritual inigualada, por­
que su tragedia representa en todas las épocas no sólo una altísima
ob ra poética, sino tam bién un gran testim onio histórico, que ilumi­
na la idea del derecho m aterno con plena coherencia, poniéndose
frecuentem ente en relación recíproca con la tragedia dedicada a
P ro m eteo , de la que posteriorm ente hablarem os. N inguna obra his­
tórica ilustra con sem ejante claridad las concepciones de una época
tan antigua, el pensam iento de una población tan rem ota, como
consigue lograrlo la tragedia que estam os estudiando, que form a
p arte de una trilogía de grandeza incom parable. E sto es, en el fon­
do, lo que constituye el interés específico de la historia en general:
las inform aciones que la tragedia ofrece sobre la A rgólide, sobre la
decadente autoridad del A reópago (que el poeta deseaba por el con­
trario exaltar de m odo especial por m otivos personales), sobre el
favor con el que se consideran las guerras internacionales y sobre
el peligro de las discordias civiles, todos estos no son más que ele­
m entos relativam ente secundarios respecto a lo que podem os apren­
d e r acerca del m odo de pensar y acerca de la condición de un pe­
ríodo prehistórico tan poco com prendido.
Las tres figuras que aparecen con Esquilo com o representantes
del derecho p atern o se asocian todavía más estrecham ente a través
de la atribución colectiva del núm ero siete. Son tres «Setenarios».
P ara O restes, tenem os los siguientes testim onios: H ero d o to , I,
67-68 relata cóm o Liques encontró en Tegea los restos de O restes

170
y Ius llevó a E sp arta, cum pliéndose así el oráculo apolíneo que aso­
ciaba el triunfo y la hegem onía lacedem onia a la posesión de aque­
lla reliquia. El féretro en el que yacía el cadáver de O restes tenía
una longitud de siete codos, sorói heptapéechei (H erodoto, 2 ,1 7 5 ),
lo mismo que el cuerpo allí contenido, cuidadosam ente m edido
(Pausanias, V III, 54, 3, y III, 3, 6). Tam bién A ulo G elio, 3 ,1 0 m en­
cionaba la misma historia, allí donde com unicaba las observaciones
hechas por V arrón en las hebdom ades sobre el significado del nú­
mero siete38. D e Solino se concluye que tam bién a H ércules, el h é­
roe del Sol, le fue asignada aquella m edida corporal, para lo que
Salmasio (loe. cit.) p resenta los datos del escoliasta a Píndaro, N e­
me a, IV , de Tzetzes a Licofrón y el epíteto Septipedes Burgundio-
nes, de Sidonio A p o lin ar39.
Tam bién las Orestis ciñeres son citadas bajo las septem pignora
imperii (Servio, A d . Verg. A e n ., V II, 118 y II, 116).
Para la relación de A polo con el núm ero siete, que está p refe­
rentem ente dedicado al dios délfico, contam os con m uchos datos.
Siete veces dan la vuelta a la isla de D élos los cisnes cantores de
Pactóla; antes de finalizar la octava canción, han term inado los do­
lores de parto de L ato n a, y el dios de la luz llega al m undo. E n re ­
cuerdo de este suceso, el niño equipa su lira con siete cuerdas40.
Apolo nació el séptim o día del m es, y cada septim us lunae le está
consagrada, y es celebrada p o r m uchachos y adolescentes41. P or
esto se llam a al dios H ebdomagétés (y no, como se acostum bra a
escribir, según P lutarco, loe. cit., Hebdomagénés). A sí lo llam a tam ­
bién E squilo en L o s Siete contra Tebas, verso 780. P or eso el nú­
mero siete fue generalm ente dedicado a A polo (Plutarco, Sym p.,
IX , 3), lo mismo que la distribución a p artir del siete predom ina en
el trono de Am iclás y en la estructura de las pinturas de Polignoto,
y vuelve a hacerlo en las m edidas del coloso solar de R odas . E n

M Praeter hoc m odum esse dicit sum m um adolescendi humani corporis septem pe­
des: quod esse magis verum arbitramur, quam quod Herodotus, homo fabulator, in
primo historiarum, inventum esse sub térra scripsit Oresti corpus cubila longiludinis
habens septem, quae faciunt pedes duodecim et quadrantem: nisi si, ut Homerus opi- ¿f-,
natus est, vastiora prolixioraque fuerint corpora hominum antiquorum, et nunc quasi
jam m undo senescente, rerum atque hominum decrementa sunt.
Ver también Solino, 1. p. 7, con Salmasio, p. 31; Filóstrato, Heroica, I, 2, p. 28
(Boiss.).
3y Plauto, Curculius, III, 70: Ibi nunc statuam vult daré auream, solidam, faciun-
dam ex auro Philippeo, quae siet septempedalis.
40 Calimaco, Himno a Delfos, 249-255; Eneida, V I, 646; Ovidio, Fasti, V, 106;
Píndaro, Nemea V, 43; Horacio, Odas, III, 11, 3; Himm. Hom . Hermes, 51; Plutar­
co, de música; M acrobio, Saturnalia, I, 19; Filón, de m undi opifici, 42; Servio. A d
Verg. Ecl., V III, 75; Isidoro, Origines, II, 21; Luc. Astr., 10.
Plutarco, Sym p., V III, 1; escolio a Aristófanes, Plut., XI, 26; Aulio Gelio
XV, 2; Luciano Pseudologista, 16.Compárese con Ptolomeo Hefestión en F.Hist.
G r., 4, 513; Casaubonus a Suetonio, Tiberio, 32; Hesíodo, Los trabajos y los días,
770; Lido, de mensibus, p. 26 (Schow); Proclo, in Tim. VIII, 168; Lobeck, Aglaop-
hamus, pp. 428-432; V alckenaer, De Aristobulo Judaeo, 37; Baehr, Mosaischer Kul-
tus, 1, 187 ss.; Boeck., C. 1. p. 465.
42 W elker a Filóstrato, Imagines, II, 17, p. 486; Estrabón, XIV, 562.

171
la décima cuestión griega. Plutarco relata que antiguam ente la Pitia
tenía su oráculo solam ente una vez al año, el día siete del mes
Bysios, y más tarde lo otorgaba el séptim o día de cada mes43. En
el escrito sobre la inscripción E de Delfos (De E i apud Delphos), se
encuentran los siguientes pasajes: «El siete dedicado a A polo re­
queriría más que un día para nom brar todos sus poderes. Podría se­
ñalar, dice el m atem ático Am m onio, que los sabios han contado en
cierto m odo con la ley general y la guerra de la A ntigüedad para
desplazar al siete de su categoría y en su lugar consagrar el cinco a
A polo, porque les convenía más». En efecto, el cinco tam bién ha
encontrado reconocim iento en Delfos, como lo dem uestran la pre­
ferencia por las suertes marcadas con el cinco (Plutarco, I, 1), el
núm ero cinco de los Hosioi (Plutarco, quaest. graec., 10), el «qui­
nario» A quiles ligado con Apolo a Delfos (Servio, A d Verg. A en., I,
34. y 3. 332). la atribución de las quinta y décim a edades del m un­
do (Servio. A d Verg.Ecl., IV, 4, 10), y finalm ente el décimo del bo­
tín de Veves (Livio. II, 25 ss.).
Esta reducción del siete al cinco puede estar relacionada con el
influjo cada vez m ayor del culto dionisíaco sobre el apolíneo. D io­
niso es un «quinario» por su naturaleza m aterial, com o prueban
m uchas relaciones, lo mismo que los D áctilos, puesto que cinco
quiere decir güimos y physis (Plutarco, De E i apud Delphos, 7-8),
y así se corresponde más con Baco, del que siem pre se creyó que
engendraba con la cooperación de una m ujer, m ientras que Apolo
fue llam ado expers uxoris (Servio, A d Verg. A en ., IV , 58) 4. De for­
ma sem ejante, D om iciano redujo las siete vueltas en las carreras
del circo, núm ero que según Casiodoro, 3, 51, pertenecía al culto
del Sol, al m aterial núm ero cinco, como relata Suetonio, Dom icia­
no, 445.
H em os encontrado entonces que A polo y O restes son «setena­
rios», y A tenea es asociada tam bién con el H ebdom as. Para esto
existen innum erables datos, y muy im portantes para nuestro tema
de estudio. El más significativo lo ofrece Filón, de m undi opificio,
334('.

■*' Compárese cun Censorino, de die naiali. 14: Diógenes Lacrcio. Vita Platoni, 2.
44 Compárese con Macrobio. Saturnalia, I. 18. p. 310 (Zeune).
45 Sobre el significado del cinco, ver Macrobio, Somnium Scipionis, I, 6, pp.
37-46 (Zeune); Macrobio. Saturnalia. II, 4: Aulo Gclio, III, 10; Lido, de mensibus,
c. 9. p. 25-28 (Schow); Filón, de mund'. opifici. 30-44. con los paralelos citados por
Müller. p. 293 ss; Dión Casio. 37, 18-19; Eusebio, Praep. Evang., XII, 12-13; Lac­
lando. VIH, 14; T cod.. Priscion., IV. 3. med., donde hay que leer septidronius, no
septidomus; Servio, A d Verg. Ecl., VIII. 75; Plutarco, ad A poll.. VII, 335 (Hutt).
Monos dé, hós éphyr, ho hepta, oyte gennáin péphyken, oyte gennásthai. Di
hén aitían oi mén álloi philósophoi tón arithmón loyton exomoioysi téi amétori Níkéi
kai parthénoi, hén ek toy Dios kephalés anaphamé nai ¡ógos échei, oi dé Pythagó-
reioi tói hégemóni tén sympánton. Compárese con Píndaro, Otimp., VII, 35; Macro­
bio. Somnium Scipionis, 1. 6. p. 30 (Zeune): Nec le remordeat, quod, cum omni nu­
mero praeesse videatur anonas), in conjuaione praecipere septenarii praediceiur. Nu-
lli enim aptius jungitur monas incorrupta, quam virgini. Huis autem numero, id est
septenario, aedo opinio virginitalis inolevit, ut Pallas quoque vocitetur. nam virgo cre-

172
Com o ahora Apolo aparece tam bién como un «quinario» en una
interpretación m aterial y dionisíaca, lo mismo sucede con M i­
nerva47.
A qu í se resuelve una pregunta muy discutida: a qué han dado
lugar las Eum énides de Esquilo. Puesto que el cinco im par está con­
sagrado al Orco y a las Eum énides, la D ike del antiguo derecho san­
griento, entonces A tenea debe establecer el núm ero par por medio
de su guijarro de voto, y así rom per la reivindicación de las espan­
tosas potencias. Yo me adhiero al punto de vista de G. H erm ann,
y declaro que la paridad del voto absolutorio fue causada por el gui­
jarro de A ten ea, m ientras que M üller y Schoem ann adm iten la pa­
ridad de votos sin la inclusión de M inerva, y vinculan la absolución
con la m ayoría alcanzada m ediante el calculus Minervae. La inter­
pretación de Esquilo, especialm ente la com paración con los versos
727, 734, 744, 745, indica la exactitud del punto de vista de H er­
m ann, que está apoyada por los datos por él citados: D em óstenes,
Luciano y los escolios a Esquilo48.
El argum ento que nosotros hem os tom ado sobre la naturaleza
del núm ero cinco ha pasado inadvertido a todos los grandes hele­
nistas, y fue indicado en prim er lugar por G óttling en Hesiod. Así
alcanzan un significado com pleto los versos 744 y 745, donde A te ­
nea dice:
« E ste h o m b re q u e d a ab su e lto del crim en de a se sin ato : el n ú m e ro de
v o to s d e las dos p a rte s es igual».

M ediante la paridad de los votos, y por lo tanto m ediante el nú-

ditur, qui hullum ex se parit numerum duplícalos, qui iníra denarium coartetur, quern
primun limiíem conslat esse numerorum. Pallas ideo, quia ex solius morndis fetu et
multiplicatione processit, sicui Minerva sola ex uno párente nata perhibetur. Atenea
es llamada dondella y «sin madre» por Filón, incluso con más frecuencia: de septe­
nario, 1177; M. de decem oraculis, 759 I. de Mose III. 648: M. Quaest. in genes.,
II, 12. A . 91; Escolios a Hesíodo en Heinsius 181. 6; Arfstides Quintiliano, de mu-
sica, en M eybom., 122 (hagneia). Sobre esto, ver Denarius Pythagoricus, c. 9, p. 98
(Meursius); Müller a Filón, p. 305. Nike como sobrenombre del núm ero siete recuer­
da una denominación sem ejante del número cinco en Plutarco, Isis et Osiris,_12, don­
de Neftis, nacida el último día o el quinto, también es citada como Teleyté, Aphro-
dité y Níké. El paralelo es tanto más cercano, puesto que aquellos cumpleaños quin­
quenales de la diosa egipcia están formados por las septuagésimas partes (7 x 10) de
luz sanadas a la luna.
Virgilio, Georg., I. 277. Quintam fuge. Pallidus Orcus, Eumenidesque saiae.
Servio: Ut quinta ¡una nullius operis initium sumas. Dicilur enim híc nurnerus M i­
nervae esse consecratus. quam sterítem esse conslat. Undc etiam omnia sterilia quinta
¡una nata esse dicuntur, ut Orcus, Furíae, Gigantes. Lo mismo en Hesíodo, Los tra­
bajos y ¡os dias, v. 803. que tal vez se remonte a Orfeo, Perí hémerón. La relación
con las Euménides se comprueba para el número cinco en los siguientes lugares: Pró-
culo: hóti hé pemptás Díkés estín arithmós, kai ton Pythagoreíón ékoysamen. Lido,
de mensibus. p. 100: epeide dé ho tés penládos arithmós tén theiotérón katá ton He-
síodon kecliórístai, eikós ir. ay ton tois katoichoménois aponeméthenái. Tzetzes ex Me-
lampode: en pemptéi selénés ¡is epiorkon omosas tosaisde hémérais teleytá. Sobre el
nacimiento del Orco en el quinto día. ver Sófocles, Edipo en Colono, 1767 (Elmsl).
48 H erm ann, Annales Vindoboniensis. vol. 2, p. 238 ss.; Opuscuia, 6, 5, pp. 189
ss.; Esquilo, vol. 2. pp. 623 ss.

173
m ero p ar mismo, es vencido el derecho de sangre. El Par sale ven­
cedor sobre el Im par. El guijarro de A tenea ha producido este re­
sultado, y así espera obtener aquella virtud del U no que los anti­
guos tantas veces pusieron de manifiesto49. El Im par es elevado a
Par m ediante el U no, y así el núm ero es la causa de la caída de las
Erinnias.
El contacto del cinco y del siete en A tenea nos m uestra a esta
diosa en el doble nivel de su naturaleza que hem os tenido ocasión
de diferenciar más arriba. Como Quinta, ella es la m adre m aterial,
como es celebrada en la fiesta del nacim iento de las Quinquatriax \
com o Séptima, es la inm aterial, penetrada por la elevada naturale­
za lum inosa, doncella salida de la cabeza de Zeus. Como Quinta,
ha dispuesto el m atrim onio, al igual que la luna m aterial conjuga
la naturaleza de ambos sexos; como Séptima, aquella sublime diosa
— de ella Esquilo dijo: «bien dispuesta para todos los hombres»— ,
es llam ada plén gám oy tychein, lo mismo que A polo expers uxoris
y A ten ea párthenos. Com o «setenaria», com parte la clara naturale­
za lum inosa apolínea, como aparece en su fuente prim itiva, el Sol.
Ella se ha elevado sobre la m ateria, y no está destinada a la pro­
creación, ni a sumergirse en la m ateria; por esto es incorruptible.
No está oscurecida por ninguna mezcla m aterial, ha superado toda
em oción del m undo físico aparente, y con ello la ley inexorable de
la m uerte; y ha sido im presionada con la naturaleza de la Monas,
que se aproxim a al núm ero siete. Como «quinaria». M inerva es la
physis m aterial que, com o la luna, se regocija ante la fecundación,
consagrada a la obra de creación, que se genera en el cambio, y
p or esto es m adre al mismo tiem po del lado oscuro y del lado lu­
m inoso de la N aturaleza, de la vida y de la m uerte — con preferen­
cia de esta últim a, puesto que en el m undo visible todo devenir úni­
cam ente sirve a la decadencia. A sí en ella, no m enos que en todas
las dem ás M adres de la N aturaleza, sobre todo A frodita, se reúne
toda la potencia natural generadora y destructora de vida. A tenea,
que hace que brote el olivo, ha dado origen tam bién al pálido Orco,
y al lado de la idea de fecundidad m aternal, ha regido la de la es­
terilidad, en su doble, pero hom ogéneo, ser. Ella es al mismo tiem ­
po N íké y Teleyté; es la luna, al mismo tiem po am istosam ente bri­
llante para toda generación, y espantosa como G orgona que dicta
la decadencia, con la irónica risa de la m uerte. Ella reúne en sí mis­
m a los dos significados del cinco: aquel en el que envía al m atri­
m onio a los ediles cerealísticos51, y aquel en que ella ha acabado
con el im perio de las Erinnias y del O rco. La doble relación es re-

49 Plutarco, de Ei apud Delphos, VII, 8; Aristóteles, Metafísica, X, 1.


5Ü Varrón, de lingua latina, V, 3; Ovidio, Fasti, III, 812 y 6. 65; Lactancio. I. 18:
Suetonio, Domiciano, 4; Festus. Minusculae.
51 Plutarco, Quaest. rom., 2; Platón, Leyes, 6, p. 557. Cinco invitados, ni más
ni menos; se piensa también en el hé pénte pin', hé tris p in ’, hé m'é téssara, y en la
comida y el' traje de Benjamín, que quintuplicaban a los de sus hermanos. Génesis.
43, 34 V 45. 22.

174
suitado de su naturaleza de m adre m aterial, que desaparece en el
siete y es sustituida por el principio luminoso de las más altas esfe­
ras uránicas alejadas de la creación telúrica. R esum iendo todo esto,
aparecerá la relación del siete con las tres figuras más im portantes
de la Orestíada de Esquilo: A polo. A tenea y O restes. en su signi­
ficado más im portante para el m atriarcado.
Con el núm ero siete, éste está vencido. Como Séptima. A tenea
es frente a las Erinnias una auténtica Nike, que. a la caída del an­
tiguo derecho m aterno telúrico, funda la victoria del apolíneo pa­
triarcado de la luz. La victoria del principio p aterno sobre el ma­
terno, puede ser calificada de victoria del siete sobre el cinco.de la
H ebdom as como núm ero solar frente a la Pemptas. Con este carác­
ter uránico se presenta en todos aquellos lugares donde siempre se
investiga su significado. La sacralidad del núm ero siete arraiga ge­
neralm ente en la naturaleza astronóm ica. Tan grande aparece, que
se reduce heptá, sepias, septem, a sebasmós*2. Siete es el núm ero
de los planetas, que corresponden a las siete esferas. El siete sim­
boliza la gran arm onía del Cosmos, que provoca una revolución ce­
leste, y tam bién representa la lira órfica de siete cuerdas de Apolo.
Al frente del séquito camina como dueño y señor el A stro, como
le llama Filón, el propio, Sol. que. colocado delante de los otros
seis, representa al siete. A tenea ya había vencido al cinco de las
Erinnias gracias al seis, y la séptim a es ella misma: de la misma ma­
nera, la m adre de A polo vence seis dolores de p arto, y en el sép­
timo ve la luz el espléndido m uchacho, incluso antes de que los cis­
nes rem atasen su canto"’’3. M ediante el seis se crea el siete: en el nú­
mero siete está consum ado el principio luminoso"''4. Del mismo
m odo, D ios, genésios toy kósm oy, descansó al séptim o día. que por
eso se llam a telesphóros, acabado por com pleto el arm ónico traba­
jo de la creación. El siete se consagra ante todo a A tenas, donde
A tenea consiguió la espléndida victoria del derecho solar paterno
m ediante la absolución de O restes. En el núm ero siete se contie­
nen los juegos de los muchachos, los banquetes celebrados por jó ­
venes y hom bres, solem nizados por la conversación filosófica, como
relatan A ulo G elio y Luciano. En el apolíneo séptim o día del mes
nacieron Platón y C arneades. En la ciudad de Séptima, de A tenea-
Níké, es especialm ente relevante la glorificación de la Hebdomas™.
Cuando Solón en sus Elegías celebraba tanto al siete — como luego
el judío A ristóbulo se sirvió de los versos solónicos transm itidos por
Filón para dem ostrar la existencia de una fiesta generalizada sobre
el séptim o día de la creacióní6— . no había en ello ninguna otra idea

52 Isidoro, Origines, III, 3, 3: Filón y Macrobio. II. II.: Servio. A d Verg.


EcL, II. 11.
53 Compárese con Servio, A d Verg. Aen., VI. 37.
54 Compárese con Servio. A d Verg. Aen., III. 73 y VI. 143.
55 Compárese con Servio. A d Verg. Aen., III. 743.
56 Filón, de m undi opificio, 35; Censorino. Dies nal., 14: Eusebio. Prueparatio
Evang. X II, 12-13; Cembros.. Episiol., VI. 39: Müller a Filón, p. 314.

175
más que aquélla de la tragedia de Esquilo, es decir, la glorificación
de la victoria sobre las Erinnias obtenida por A polo. A tenea y Ores-
tes. y de la prosperidad de la ciudad, así garantizada, para su tras­
cendencia política y espiritual.
El siete se presenta con el mismo poder para Rom a. Expresión
del principio solar patriarcal — que por eso trae suerte a los cam­
pesinos (Servio. A d . Verg. Georg., 1 .284)— , está especialm ente cer­
ca de la esencia de la ciudad de las siete colinas, que edificó su po­
derío sobre la patria potestas. Los Pignora imperii deben ser siete.
El núm ero siete, como telesphóros, absolutas, completas, veruin
om nium nodus, garantiza la hegem onía sobre todo el o ik o y m é n f1.
Al igual que el Sol va a la cabeza del ejército celeste, así Roma lo
está en el de la creación terrenal, en la que participa de la ley y el
derecho, el Cosmos superior, la más herm osa de las armonías. Sep-
tim ontium , la fiesta de las Agonalia, es puesto en relación con la fi­
nalización de la construcción de la ciudad en Plutarco. Quaest. rom.,
6958. Siete cuerdas tiene la lira que, según D ioniso de Halicarna-
so. (V III. 72). es usada en todas las fiestas y procesiones. Septem
curricula solemnia, siete huevos y siete delfines son usuales en los
juegos circenses desde un principio39. El Septizonium está en las
proxim idades del Circo6". Los siete Pagi de Veyes (Dionisio de Ha-
licarnaso. II, p. 118, y V, p. 301-305). las veintiuna tribus, los vein­
tiún escudos que M ummius consagra en Olim pia tras la conquista
de C orinto (Pausanias, V. 10), m uestran el septenarius numerus pie­
litis et absolutus al mismo tiem po en su significado solar y en su sig­
nificado político, dirigido hacia la hegem onía, como en el Circo de
C asiodoro, var, V. 51. R eferido todo al culto del Sol y frecuente­
m ente añadiendo un significado uránico al escudo, el propio cielo
fue llam ado altisonum cáele clupeum. C uando los ludi plebeii apa­
recen en el núm ero siete61, entonces puede tratarse tam bién de un
reconocim iento de la H ebdom as. que corresponde particularm ente
a las grandes fiestas religiosas. Lo mismo sucede con el septemvira-
tus en sus distintas aplicaciones, especialm ente septemviri epulo-
n u m bZ, septem tabernae, septem aquae, septem ventus, septem Cae-
saris, y el modismo septem bona brassica (C atón, de re rustica, 157).
Com o era el núm ero natural de R om a, tam bién la Hebdomas de­
term ina los límites de la m onarquía, y la fundación de la ciudad se
fija en el prim er año de la séptim a O lim piada (Solino, I, p. 3). Con­
tinuar aquí este tem a nos llevaría dem asiado lejos. Basta con decir

57 De ahí sepiemgemina Roma en Estacio. Silvae, I, 2, 191 y IV, 1, 6, Et sep-


temgemino jactantior aeihera Roma jugo.
También es mencionado por Festus, s. v; Varrón, de ling. lat, V, 3; Tertulia­
no. ¡dol., 10. Adversus nation., II, 15; Suetonio. D om iáano, 4.
59 Aulo Gelio. III. 80; Casiodoro, V, 51; Suetonio, Dom iáano, 4.
60 Publio Víctor, de regionib.; Suetonio, Tito, 1; Elio Espartiano, Severo, XIX,
35. _
í,: Livio XXX. 30: ludi patricii ter, ptebis septies mstaurati.
62 Aulo Gelio, I. 12: Lucano, VI. 602: Plinio. Epístolas, II, 11.

176
que reconocem os en el apolíneo-oréstico núm ero siete el principio
, del derecho p aterno y la idea de la hegem onía política fundada so­
bre la patria poíestas, en oposición con el derecho m aterno de la
Tierra y del núm ero cinco selénico; y que con la m ayor certeza he­
mos encontrado m uy pronunciada la más íntim a unión del concep­
to de reino del Sol, arm onía cósmica y perfección espiritual. E n su
paralelism o con A polo, A ugusto tam bién pudo ser calificado de «se­
tenario», del mismo m odo que luego fue alineado ju n to a O restes
por los antiguos a causa de la venganza contra los asesinos de su
padre63. Pero el m ayor Telesphóros es el propio D ios, que es cali­
ficado p o r T ertuliano, A dversus M arcionem, IV , 128, como septem-
plex spiritus, qui in tembris unus lucebat sanctus sem per (S. Agus­
tín, D e civitate Dei, X I, 31). En esta atribución del núm ero siete
aparecen todas sus cualidades en el nivel más alto de espiritualiza­
ción: el principio de la luz, así como el del espíritu, la perfección
ya no com o dim ensión de la creación corporal, sino como inmensi­
dad del creador, la naturaleza incorrupta como atributo del Ser e te r­
no autopensante, la arm onía del Cosm os com o resultado de la su­
prem a arm onía del D em iurgo, a cuya contem plación, según Platón,
A ristóteles y Filón, el hom bre fue conducido desde un principio a
través más del m undo uránico que del m aterial-telúrico.
C uando habíam os exam inado la o b ra de Esquilo habíamos de­
jado a un lado las observaciones que desarrollarem os a con­
tinuación.
En el A gam enón, el prim er acto de la O restiada, Esquilo pro­
porciona una contribución im portante al conocim iento del derecho
prim itivo de la sociedad hum ana, dirigiendo su atención hacia una
hipótesis que tam bién será desarrollada p o r la Electra de Sófocles.
Las Erinnias persiguen a O restes, el m atricida. E l acto llevado a
cabo p o r C litem nestra, p o r el contrario no les exige venganza: en
efecto, C litem nestra no se halla unida p o r vínculos de sangre al
hom bre que ha m atado. Las E rinnias se niegan a castigarla del mis­
mo m odo que ella se niega a ser culpable. A m bas se basan sobre
el mism o principio y se m ueven sobre el mismo terren o , el del de­
recho m aterno. D e acuerdo con este de/echo C litem nestra ha m a­
tado legítim am ente a su m arido, en el m om ento de su retorno, p o r­
que la entrada de C asandra en el palacio perteneciente a A gam e­
nón supone la introducción de la misma en su lecho conyugal, lo
que constituye una violación de la ley, que luego será infringida por
segunda vez p o r el sangriento acto de su hijo. La estirpe masculina
de los Pelópidas se mancha con una doble culpa. Por un lado Agame­
nón piso tea el derecho de su esposa trayendo a su casa a una am an­
te ex tran jera, y p o r el otro O restes rem ata la obra paterna asesi­
nando a la m adre previam ente ofendida. Si A gam enón sacrificó ile­
galm ente a la hija de su m ujer, O restes, con un nuevo delito, vier-

63 Servio, A d Verg. A en., VI, 230; A d Verg. Ecl., III,6 2 y IV . 10 ;Eneida, V I .274;
VIII, 720, y V III, 680; Pausanias, II, 17, 3.

177
te la sangre de su m adre. El tratam iento atroz infringido por A treo
a los hijos de Tiestes, basándose en la ley del talión, es vengado ^
tras trece generaciones, núm ero del que enseguida nos ocuparemos,*
po r el diablo de la estirpe. El acto de C litem nestra está justificado
po r la m uerte de Ifigenia: el que vierte la sangre de la hija se ex­
pone a la venganza de la m adre (Plutarco, Parall. 16 (A ap. p. 309
d )). La m adre de D em odice denuncia al asesino del que ha sido víc­
tim a su hija. En la persona de la hija se ha ofendido al principio
natural fem enino, a la propia M adre-T ierra. A favor de Ifigenia se
alzará Némesis, del mismo modo que las Erinnias intervendrán a
favor de Clitem nestra. O restes, según la ley de las Erinnias, y A ga­
m enón, según la de Némesis, se han mancillado con un delito de
sangre, am bos son culpables de h ab er ofendido a la m aternidad de
la tierra. El. v. 792:
E le c tra : E sc u ch a , ¡oh N ém esis! al q u e a ca b a de m orir.
C lite m n e stra: E sc u ch ó a q u ien d e b ía , y a y u d ó c o rre c ta m e n te .

C uando Electra invoca a la diosa para que vengue al padre ase­


sinado, Clitem nestre responde: «Ya ha escuchado a quién tenía que
escuchar y ha hecho lo que era justo». C litem nestra, m atando a su
m arido, ha defendido el derecho m aterno que éste había violado sa­
crificando a su hija: ésta es la ley de la m adre primigenia, Némesis.
Y esta es la ley que Electra debe reconocer64 y que Crisotemis res­
peta por el contrario, y que será violada de nuevo por Orestes. Elec­
tra y O restes se yerguen como vengadores del padre (Elec. 399), e
infringen el antiguo y superior derecho m aterno, la ley de las Erin­
nias y Ném esis. Según Esquilo (Agam enón, 135 ss) A rtem is se en­
fureció con la casa de los Priám idas, porque el rey del aire (el águi­
la) se alim entó con las entrañas de la liebre em barazada, por lo que
el sacrificio de la m adre em barazada es reconocido por el adivino
com o causa de toda desventura (v. 125 ss). En ello se puede apre­
ciar el derecho m aterno que A gam enón ha violado en las relacio­
nes con su m ujer. C litem nestra clam a a D ike la vengadora de su
hija y sacrificó a su m arido a A te y a las Erinnias (v. 1432 ss). «El
ha sufrido el justo castigo p o r haber m atado indignamente a mi hija
Ifigenia, a la que tuve de él y a la que lloraré eternam ente» (v.
1523/1529). La pía m uchacha correrá al encuentro con su padre, lle­
n a de am or como se lo exige su deb er, para acom pañarlo en el si­
lencioso viaje sobre la triste corriente de los dolores (v. 1555 ss).
La m uerte será vengada con el que perm aneció vivo. El derecho ma­
tern o , herido en la persona de la hija, ha hallado en la propia ma­
d re a la vengadora. A gam enón será ofrecido en expiación a la gran

64 En el verso 560 dice del sacrificio de Ifigenia e tt'n fn dikaíós eíte mé, mientras
Clitemnestra había dicho all'oy meten aytoísi ten g ’émén ktaneín; Agamenón como
padre no podía sentir el dolor del fallecimiento como la madre (532): oyk ¡son kamón
emoi lyp.es, ót éspeir, ésper he tktoys egó en perfecta coherencia con la opinión de
los antiguos, que como habíamos indicado, excluían al hombre de las manifestacio­
nes de dolor por los difuntos.

178
M adre prim igenia. D ike, A te, E rinnias y Némesis exigirán su san­
gre. M atando a la hija y deshonrando a la m adre A gam enón ofen­
dió a la T ierra, la sagrada m adre prim igenia, del mismo m odo que
el águila que se alim entó con las entrañas de la grávida liebre. Cli­
tem nestra, pues, está justificada. La defensa que hace de sí misma
frente a E lectra podrá parecer al lector contem poráneo como un
mero pretexto o francam ente com o un m ero recurso sofístico. P ero,
desde el punto de vista de la prim igenia y venerada religión m ater­
na, esta defensa no contiene engaño alguno, es perfectam ente vá­
lida y dem uestra la plena legitim idad de su conducta. Así pues, esta
defensa se basa sobre el derecho m aterno, sobre la primigenia ley
de Ném esis-Erinnias, que en tra en conflicto con una ley superior,
el derecho apolíneo de la luz, y al final se som eterá a este últim o.
Los argum entos que la m adre hace valer para justificarse son p er­
fectam ente coherentes con las condiciones de vida de la m ateria: la
venganza que ella lleva a cabo está de acuerdo con el derecho del
nacim iento m aterno, que halla en la m aternidad de la tierra su gran
modelo. D esde este punto de vista C litem nestra no sólo tiene el d e­
recho, sino tam bién el deber sagrado de vengar la sangre de la hija.
Si adem ás el asesino es el p ad re, la obligación es doblem ente vin­
culante. E n vez de agravar su culpa, p o r el contrario justifica do­
blem ente su acto, y así A gam enón aparecerá com o doblem ente
culpable.
Este derecho m aterno de tipo m aterial es el más sanguinario de
todos los derechos. Im pone la venganza incluso en aquellos casos
en los que esa venganza, considerada desde un punto de vista más
elevado, pueda aparecer com o un delito. M ientras A polo purifica
y absuelve de toda culpa, p o r el contrario N ém esis-Erinnia perm a­
nece inflexible, siem pre sedienta de sangre. Por esto el diablo de
la estirpe se vale de las m ujeres p ara alim entar continuam ente la
cadena de los homicidios. C litem nestra no es en realidad la m ujer
de A gam enón, sólo lo parece: bajo su aspecto de m ujer oculta al
diablo de los Plisténidas, que guarda una trem enda sed de sangre
en su sediento vientre (Agam enón, v. 1475-1480; 1497-1504). Por
una m ujer A gam enón ha soportado todo tipo de dolores y por la
m ano de una m ujer será ah o ra privado de su vida (v-1453). ¿Q uién
inventó el nom bre de H elen a, que lleva en sí, significativamente
como helénays (destructor de naves), hélandros (destructor de hom ­
bres), heléptolis (destructor de ciudades) la causa de todos los su­
frim ientos? E n la m ujer halla su origen la ruina, la m ujer es quien
la lleva a su térm ino. E n las m ujeres bestiales se acrecienta el poder
del diablo, (v. 1468 y Pausanias, X. 28, 5). La salvación debe pues
provenir del hom bre. E lectra no puede tom arse la venganza por sí
misma, sino que espera su cum plim iento p o r parte de las manos de
su herm ano, exiliado. L a m u jer no podría aplicar con éxito la su­
perior ley apolínea: si el m atricidio hubiese sido com etido por ella
resultaría inexplicable. Su labor sobre todo consiste en ayudar a la
instauración de un derecho superior, de afirm arlo con la palabra.

179
en condenar al asesino del m arido, sin justificar por ello el asesina-
I to de la hija. ¡Qué contraste entre C litem nestra y Electra! La
prim era de ellas representa al derecho fem enino en toda su sangui­
naria inflexibilidad. es una figura equiparable a las Lemnias o a las
D anaides chorreando sangre en su noche de bodas, provista de un
corazón cómplice, como el masculino, que no se enternece más que
cuando se entrega a la m aternidad y al am or m aterno: imagen de
carácter im ponente y de dureza am azónica. C litem nestra en el sen­
tido literal de la palabra, que no duda a la hora de salvaguardar los
derechos de su sexo. Kan gynaixín os Ares énestin (tam bién A res
está en el corazón de las m ujeres, Sófocles, Electra, 1243). Por el
contrario Electra. aunque tiene sus dudas acerca del derecho de la
m adre, reconoce la sagrada superioridad del padre, y honra a su
skepiron com o símbolo de dom inio (Pausanias, IX , 40, 11); es por
ello que. aun siendo m ujer, no reconocerá el derecho superior de
la m ujer, y será más propensa a obedecer que a m andar, conscien­
te de su debilidad, y su valor y su firm eza se basan sobre todo en
la confianza en el herm ano más fuerte que ella. Electra simboliza
lo que anuncia la resuelta acción de O restes. Se dirige paciente­
m ente hacia el cum plim iento de lo que su heroico herm ano conse­
guirá al fin con su rápida acción. La venganza ya está m adura en
su m ente antes de que O restes la conciba. Y pasarán muchos días
antes de que el Sol surja con todo su esplendor. Orestes no se li­
m ita a castigar a la m ujer, sino que tam bién la regenera. La m ujer,
que es d errotada en C litem nestra, se reconcilia con el hom bre a tra­
vés de Electra. El tránsito del antiguo sanguinario derecho de la
tierra al nuevo y más duro derecho de la potencia solar se prepara
en el corazón de la m ujer y se expresa bajo el nom bre de Electra.
La m ujer anhela una ley superior. Va al encuentro del hom bre y le
ofrece su m ano auxiliadora. D e este m odo H iperm nestra cuidará a
su esposo y es precisam ente en lo m ás íntimo de su femineidad don­
de tendrá origen el final de su dom inio. De acuerdo con el derecho
m aterno H iperm nestra no es m enos punible que E lectra, pero se
aleja con horror de sus sanguinarias herm anas, teniendo de este
m odo un com portam iento análogo al de Electra en su enfrentam ien­
to con la C litem nestra uxoricida. Prefiere tener fama de m ujer dé­
bil más que de m ujer culpable de haberse m anchado de sangre.
A ho ra reconoce que su labor superior, su más alto deber no es do­
m inar y m antenerse a costa de la sangre de su dominio, sino am ar
y som eterse.
Si C litem nestra es el sím bolo de la época antigua, Electra lo será
de la nueva época. A llí dom ina la naturaleza erínnica, aquí la pu­
reza apolínea. C litem nestra es sobre todo una m adre salvaje, al
igual que la leona cuando le roban a sus cachorros. Electra piensa
sólo en el padre, la venganza sobre quien lo ha m atado y su recuer­
do llenan su alma. Llena de un odio feroz, tom a el partido de su
padre, com o O restes, facto pia et scelerata eodem (Ovidio, Met.,
III, 5). La dureza de su actitud, que casi supera los límites de la fe-

180
mineidad. y que incluso le ha sido reprochada por la posteridad, se
justifica y se explica con el m ayor horror que una m ujer experim en­
ta ante el delito de o tra m ujer (V er, J. A. Capellm ann, Die weibli-
chen Charaktere des Sophokles. Coblenz. 1843, p. 14 ss). Es en vano
que Clitem nestra apele a los lazos de sangre, para Electra el espi­
ritual derecho paterno vale m ucho más que la m aternidad m era­
mente m aterial. E sta últim a se halla destinada a desaparecer junto
con Clitem nestra. E n E lectra surge una nueva luz que A polo, m e­
diante O restes. guía hacia su plena y definitiva afirmación. D e este
modo se cierra la época de la venganza de sangre, en la que la cul­
pa generaba eternam ente a la culpa en una infinita alternancia de
homicidios. La labor de la insaciable N ém esis-Erinnias ha conclui­
do. A polo detiene al diablo que en form a de m ujer devastaba a la
estirpe de Tántalo. En el derecho m aterial de la época más antigua
regía la ley de la sangre, en el derecho celeste la luz de la expia­
ción. A hora nace la idea de una justicia superior que tendrá en
cuenta todas las circunstancias y que desciende del cielo. A ntes
sólo regía la venganza de sangre, que no admitía disculpa alguna y
tenía su origen en la m ateria. El dom inio del hom bre se ejercerá
con dulzura, el de la m ujer se ejercía con ferocidad.
Todbs estos progresos traen consigo una elevación. La época del
derecho fem enino es la época de la venganza de sangre y de los san­
grientos sacrificios hum anos, la época del derecho paterno es la del
tribunal, de la expiación, del culto incruento. Los héroes de idén­
tica naturaleza lum inosa, com o un T eseo o un H eracles, abatirán
el dom inio fem enino y pondrán fin a los sacrificios humanos. T am ­
bién se asocia al nom bre de O restes el fin del cruel culto de la Ar-
temis Táurica, con el que está relacionada Ifigenia. Con el robo de
la estatua de la diosa el hijo de A gam enón pone térm ino a su labor
(Higinio, fáb. 120 y 261). P or un lado m ata a C litem nestra, y por
el otro som ete a A rtem is a la ley superior y afable de A polo, a la
que ha elevado a A tenas. El símbolo de la luz celeste todavía es
ese águila que rasgó el altar y se puso sobre la cabeza de una te r­
nera (Plutarco, Parall., 35 (A a B a, p. 314 c), la espada sacrificial
con la que debía haber sido ejecutada H elena, o en Falerii, V aleria
Luperca. El m artillo, que tam bién posee un papel muy im portante
en el m ito de Falerii. debe igualm ente su relevancia al hecho de ser
utilizado para trab ajar con el fuego, y por ello se convirtió en ex­
presión del principio de la luz. El culto de Apolo tam bién marca el
nacim iento de un sentim iento más elevado; ningún otro culto pro­
dujo una transform ación sim ilar, ningún otro culto se puso en una
relación tan estrecha con la ascensión de la raza hum ana a un nue­
vo nivel de m oralidad.
En el capítulo duodécim o de la vida de Solón, hablando de la
sublevación de Cilón, Plutarco destaca la pasión de las m ujeres por
las costum bres crueles y bárbaras. Epím énides había llegado de C re­
ta para purificar la ciudad, profanada p o r horrendos crím enes. Las
disposiciones que tom ó están descritas como una anticipación de la

181
legislación soloniana. E n tre sus rem edios destaca uno que se refe­
ría a los funerales, de los que suprimió las crueles y bárbaras cos­
tum bres practicadas sobre todo por las m ujeres (Plutarco, Solón,
12. 8). La tradición recuerda más de un delito sem ejante al come­
tido por M edea. H ipodam ia y N uceria m ataron a los hijos predi­
lectos de sus m aridos (Plutarco, Parall. 33 (AB p. 313 e). Sangrien­
tos episodios como el de las m ujeres de Lemnos se relacionan con
el culto de Iodam a (Etym ologicum M agnum, s. v. Itónis). Caliroe
sacrifica a su m arido A lcm eón por el collar de Erifila es epithymías
dé anoétoys polloi m én ándres, gynaikes dé étipléon exokélloysin (in­
sensatas pasiones destruyeron a muchos hom bres, y todavía más
m ujeres, Pausanias, V III, 24, 9).
No pretendo discutir la historicidad de estos acontecim ientos en
concreto, pero lo que sí es cierto es que en el recuerdo de los hom ­
bres se ha conservado la idea de que la época del dominio femeni­
no provocó el que tuviesen lugar los más sanguinarios acontecim ien­
tos (V er Pausanias, X, 20, 2 y N onno, Dion. X L II, 209 ss).
En sus Paralelos de historia griega y romana (Plutarco, Parall.,
37 B. p. 315 a) cuenta este auto r un episodio análogo al del matri-
cidio y la absolución de O restes, tom ado del tercer libro de la his­
toria itálica de D ositeo: «Fabio Fabriciano, un pariente del gran Fa-
bio, tras haber conquistado la capital samnita de Tuxium , envió a
R om a la Venus Victrix que era adorada allí. Tras esto fue asesina­
do con un engaño de su m ujer, que m ientras tanto se había dejado
seducir p o r un joven de buena familia llamado Petronius Valenti-
nus. El pequeño Fabriciano fue sustraído a un destino análogo
por su herm ana F abia, que lo hizo criar a escondidas. C uando se
hizo m ayor m ató a su m adre jun to al adúltero, y luego fue absuelto
por el C onsejo». A dem ás de en este episodio, tam bién es significa­
tiva la m uerte de la herm ana llevada a cabo por el H oracio y el p a­
ralelo que Plutarco establece con la guerra entre los tegeos y los
feneos (Parall. 16 A a B, p. 309 c ss). C uenta como C ritolao, el
vencedor, a su vuelta m ató a la suplicante D em odice, y tam bién
com o, ante la acusación de la m adre de la víctima, el hijo fue ab­
suelto por unanim idad. El episodio era narrado en el segundo libro
de la historia de A rcadia escrita por D em arato.
D e estas narraciones se deduce un hecho, cuya im portancia ya
habíam os indicado. El derecho m aterno cede ante el derecho del
E stado, el ius naturale cede ante el ius civile. La m adre acusadora
representa al derecho m aterial de la sangre, el hom bre las superio­
res exigencias de la patria. El prim ero de ellos debe ceder ante las
segundas. En esta perspectiva tam bién se legitima el sacrificio de
Ifigenia. A gam enón piensa en el bien del ejército, Clitem nestra sólo
conoce el derecho individual de la sangre m aterna. No le otorga al
m arido el pod er de condenar a m uerte a su hija. Si el sacrificio
era necesario, ¿por qué no se podía sacrificar a la hija de H elena, o
de cualquier o tra m adre? ¿Es que H ades deseaba a su hija? (Sófo­
cles, Electra, 534-537 ss). A sí, de nuevo una vez más, el derecho

182
paterno revela su esencia inm aterial. E ste desem boca en el concep­
to de E stado, m ientras que el derecho m aterno va más allá de la
familia m aterial. D e M ario, que, obedeciendo la orden de un sue­
ño, sacrificó a su hija C alpurnia durante la guerra contra los Cim-
brios, dice Plutarco (Parall., 20 (B a, p. 310 d )), con una expresión
muy significativa, que antepuso el E stado a la N aturaleza. No es
una casualidad el hecho de que Teseo abata al derecho m aterno y
a la vez siente las bases del E stado ateniense, y que el advenim ien­
to del derecho m aterno en R om a tenga lugar durante el reinado de
Róm ulo. Sin el derecho p atern o no hubiese sido posible ningún d e­
sarrollo ulterior del p o d er del E stado, ni se hubiese logrado un có­
digo civil. R om a fue un E stado desde el mismo día de su funda­
ción, y no un pueblo, una asociación civil, no natural. E l ius natu­
rale debe ceder ante el ius civile en todo aquello que era necesario
para la existencia del E stado. En ningún otro lugar el derecho p a­
terno se aplicó tan rigurosam ente como en Rom a.
D e nuevo vuelvo a C litem nestra. Su acción se limita a ejecutar
la orden de Ném esis. C om o las Erinnias sobre O restes, Némesis di­
rige su venganza contra A gam enón. A quí encontram os de nuevo el
D erecho m aterno com o resultado de la religión-.- Al frente de todo
está una gran M adre prim itiva, de cuyo seno surge toda la vida. E n
ello reside toda la sacralidad y el poder de la m ujer terrenal, que
es su im agen y sacerdotisa. Q uien ofende a la m ujer, ofende a la
M adre prim itiva. E l que viola su ley tiene que sufrir el castigo. La
M adre T ierra se convierte entonces en vengadora del delito. C uan­
do digo «penal», m e estoy refiriendo a la noción física. La idea del
poder represivo y vengador se desarrolla a partir de la m aternidad
m aterial. Lo mismo que Tem is, tam bién Poina, D ike, E rinnia y N é­
mesis son poderes telúricos, m aternos; el D erecho que ellas rep re­
sentan radica en lo m aterno de la m ateria, y ante todo no tiene
unas proporciones más amplias que la alegación del propio D e re ­
cho de la m adre. L a m aternidad m aterial se form a del más antiguo
ius naturale, de donde tom a la idea de un ordenam iento m aterial
superior. Las M adres naturales son las portadoras de los prim eros
órdenes hum anos, cuyo cum plim iento vigilan y cuya infracción cas­
tigan. E n Tem is, este orden aparece como cualidad inm anente, in­
heren te, de la m aternidad; en Poina, D ike, E rinnia, Ném esis, lo
hace com o p o d er vigilante, activo; aquélla lleva en sí la abundancia
de to d a m anifestación, de ella proceden todos los vaticinios, por lo
que D io d o ro , (V , 6, 7), dice con razón que todas las sentencias han
tom ado el nom bre de Temis: themisteyein; éstas vengan todas las
infracciones. A quella es la ley, éstas sus ejecutoras. El asesinado,
que vuelve a la tierra M adre, lo hace tam bién a E rinnia. La m adre
E rinnia persigue a O restes (H iginio, Fábula 119), las Erinnias tam ­
bién aparecen para P roserpina, p ara tom ar venganza sobre Teseo
y Pirítoo (H iginio, Fáb. 79). A llí donde la ley natural es violada por
los delitos de los pueblos, la T ierra castiga con la esterilidad, con la
degeneración y la peste; los hom bres son enviados a su seno para

183
expiar sus culpas. Los pies del m atricida no pueden pisar el cuerpo
de la Tierra.
En el castigo de A lcm eón destaca con la m ayor claridad el pu n ­
to de vista que dom ina la trilogía de Esquilo. El paralelo entre O res-
tes y A lcm eón ya fue puesto de m anifiesto por los antiguos, y ya lo
sugiere Sófocles, al m encionar a A nfiarao en su Electra, versos
836-840. Es evidente en todos los aspectos, y muy instructivo para
nuestro tem a. Para vengar la m uerte de su padre, A lcm eón asesina
a su m adre traidora. Para vengar este crim en, la propia T ierra se
rebela en el crim en contra la m adre, porque la m aternidad de la
T ierra es pisoteada. El hecho de que Erifila traicione a su esposo
por el valor del collar no encuentra ningún vengador en la potencia
telúrica. Para castigar esto, E rinnia no se m ueve, com o tam poco
persiguió a Clitem nestra.
A lcm eón no está seguro en ninguna parte ante los espíritus ven­
gadores de la m adre. Solam ente ha de esperar salvación cuando
pueda p oner sus pies en un suelo que todavía no existiese en la ép o ­
ca del crim en, que el m ar hubiese producido más tard e, en gei neo-
térai toy érgoy, com o dice Filóstrato, (Heroica, 19, p. 327). A sí lo
proclam a A polo. L a isla de lodo en la desem bocadura del A queloo
proporcionó el lugar deseado. E n prim er lugar lo abandonó la lo­
cura con la que la T ierra vengadora le había transtornado la m en­
te, lo mismo que a O restes. ¿Q uién no ve aquí la conexión del ma-
tricidio con la m aternidad de la T ierra? H asta tal punto llega el sue­
lo y hasta tal punto llega la venganza de la m adre ofendida. La
T ierra, en su esencia física, aparece como vengadora de Erifila. Ella
es la E rinnia perseguidora, la represora Némesis. A sí se explica que
la isla de A lcm eón no sea apropiada p ara la estancia de A quiles y
H elena, como relata Filóstrato (Heroic., 19). E n tre A lcm eón y el
hijo de Tetis actúa un tem a cuya im portancia más tarde conocere­
mos todavía m ejor. E n el altar de cinco lados que los oropios con­
sagraron prim ero a A nfiarao, A lcm eón no encontró acogida, pues­
to que le fue denegada por el hijo de A nfíloco, su herm ano. A cau­
sa del m atricidio, dice Pausanias (I, 34, 2) no podía tom ar parte en
el culto. Lo mismo había grabado Fidias p ara O restes en el pedes­
tal de la estatua de N ém esis en R annunte: Oréstés dé diá tó eis tén
météra tólm ém a parelthe; y se vio allí a H elena, la hija de Leda-N é-
mesis, con A gam enón, M enelao, a Pirro, hijo de A quiles, al que
fue entregada H erm íone, hija de H elena. ¿Por qué tam poco O res-
tes fue allí acogido, sobre todo en el A tica, y en un santuario áti­
co? Pero el m atricida no debía aparecer a los pies de Ném esis. En
C litem nestra fue ofendida la propia Ném esis, la gran T ierra M adre
prim itiva, herida en lo más profundo. Q ue A polo purifique al ase­
sino, que A ten ea deposite su guijarro de voto p ara él, no puede cau­
sar ningún perjuicio al D erecho prim itivo de la m aternidad, al que
Némesis representa. O restes puede ser representado en una im a­
gen con A polo, al que Lactancio (I, 7), llam a amétor aytophyés, y
Servio expers uxoris, pero nunca jam ás con Leda-Ném esis. A ugus­

184
to, transfigurado com o A polo, tam bién fue llam ado O restes. por­
que tam bién él persiguió con éxito a los asesinos de su padre (Pau­
sanias, II, 17, 3). O restes ha com etido un delito contra el principio
fem enino de la N aturaleza; su acción tan sólo está justificada según
el principio apolíneo, m asculino, superior.
Alcm eón fue excluido de todo contacto con la T ierra M adre a
causa del asesinato de su m adre, declarándose así la m ujer en con­
tra de él, incluso en la continuación ulterior del m ito. Luego suce­
de lo mismo con C alirroe, su esposa-Equidna, que le indujo a ir
a Fegia, en la Psófide. A quí escogió como esposa a A lfesibea. pero
es m uerto p o r los herm anos de ella. Tém enos y A rión. Por medio
de una m ujer lo alcanza la venganza de su m adre.
A sí, se m anifiesta en el m ito de A lcmeón el mismo principio
que en el de O restes: la venganza del padre le incumbe al hijo: en
cam bio, para la de la m adre la propia Tierra aparece como repre­
sora y perseguidora, lo mismo que en Higinio. (Fáb. 203). D afne
pide ayuda a la T ierra ante la persecución de A polo, y Esquedaso.
golpeando el suelo con los pies, intim a a la Tierra a vengar a las
doncellas leuctras deshonradas. A quí hay un poder inm ortal, allí el
hom bre m ortal; vem os la inm ortalidad del lado de la m ujer, y la
m ortalidad del lado de los hom bres; allí hegem onía, aquí su­
bordinación.
El mismo punto de vista dom ina todo el mito en el que Erifila
es la figura central. A rro ja tal luz sobre la opinión de la más rem o­
ta A ntigüedad que m erece nuestra mayor atención. A nfiarao des­
cansaba seguro en el escondite de Erifila. Entonces ésta recibió de
manos de su herm ano A drastro el espléndido collar, y traicionó a
su m arido, que presintió la m uerte. En Beocia. a donde él siguió
a los Siete, la T ierra lo engulló junto con su carro en el camino de
Tebas a Cálcide, la vulcanea ciudad de bronce. P or esto la localidad
lleva el nom bre de H arm a65. En este mito se repite una idea fun­
dam ental ya explicada más arriba. Por encima de todas las cosas
está el principio fem enino, está Erifila. Sólo la T ierra aparece ante
nuestros ojos. La hum anidad masculina descansa escondida en su
seno. A nfiarao es m antenido en un seguro escondite por la m ujer.
Distinguido con ello el hom bre, la T ierra debe perder su virginidad
y vestir el adorno nupcial. El collar — que fue regalado por Cadm o
a H arm onía y por los pretendientes a Penélope. que se hallaba en
el santuario de A frodita de A m atunte en C hipre, con el que H ele­
na aparece en tantos espejos etruscos, engalanada para su boda, y
que en nuestro mito A drasto entrega a su herm ana— . tiene este sig­
nificado erótico66. T an sólo después de recibirlo Erifila traiciona a
A nfiarao. El hom bre es distinguido en el seno de la T ierra. Pero
camina hacia la decadencia, como todo lo generado por ella. Con
la aparición del pod er hum ano, comienza el reinado de la m uerte.

45 Pausanias, I. 34, 2; Higinio, Fáb.. 73. con las notas de Staveeren.


66 Pausanias. V. 17. 4; VIII. 24. 4. y IX. 41. 2: Suetonio. Caíba. 18.

185
A nfiarao debe regresar allí de donde procede. D el mismo m odo
que nació de la T ierra, ésta lo acoge de nuevo. E s tragado por ella.
Si Erifila no hubiese aceptado la joya nupcial, entonces no se hu­
biera originado la creación, ni tam poco hubiera llegado la m uerte
al m undo. Pero ella no resistió la tentación. Indiferente al dolor del
hom bre, se rindió a la seducción de su herm ano. E n la relación de
los herm anos se repite la de Isis y Osiris, H era y Z eus, Jano y Ca­
misa. E n la relación de los herm anos están figuradas las dos poten­
cias de la generación de la m ateria, puesto que son partes del mis­
m o pod er primitivo. Según Plutarco, Isis y Osiris se mezclaron ya
en el oscuro vientre m aterno de R ea. No son solam ente herm anos,
sino incluso, más significativamente, gemelos. La persona de A n­
fiarao reúne así dos significados: aparece prim ero como el H om ­
bre, invisiblem ente escondido en el seno de la T ierra, y luego como
el hom bre m ortal que sale a la luz. El es su propio hijo, y su propio
padre, y, en A drasto , tam bién herm ano de su m ujer; interpretacio­
nes éstas que serán muy com prensibles así que nos coloquem os en
el terreno de la generación de la Tierra. En el arca de Cipselo está
representado A nfiarao cuando, a punto de subir al carro, desenvai­
na furiosam ente la espada y con ella, apenas dueño de sí mismo,
am enaza a la traidora Erifila, resplandeciente con el collar (Pausa­
nias, V, 17, 4). El hom bre puede así m aldecir a la m ujer que lo em­
puja en m edio de la peligrosa vida. ¡Qué envidiable le parece aho­
ra el seguro refugio donde antes descansaba! Pero A frodita no se
preocupa por la m uerte, que sigue a toda vida, ni por la triste suer­
te que espera a todos los que viven. Para ella, el adorno nupcial tie­
ne el m ayor atractivo. Siem pre desea verlo de nuevo. Penía sigue
siem pre a otros hom bres. El padre lo ha ofrecido hoy, y así lo es­
pera m añana del hijo. La generación y siem pre nueva procreación
es su único deseo, su única m eta. El mismo collar que A drasto en­
tregó a Erifila y Cadm o a H arm onía-Pandora, lo recibe de Alcmeón
Alfesibea, hija de Fegeo; C alirroe reclam a ansiosam ente el mismo,
com parable a aquella T arpeia que, como Erifila hizo con su m ari­
do, entregó la ciudad a los guerreros extranjeros por desear la joya
nupcial. Todas estas m ujeres son representantes m ortales de la M a­
dre telúrica prim itiva. C om parten su naturaleza y reciben sus órde­
nes. Son por lo tanto necesariam ente tam bién soberanas. El hom ­
bre está en una posición subordinada frente a ellas, como Adonis
frente a A frodita, Virbio ante D iana, Iacos con D em éter. E n los
nom bres Démonassa (Démó-ánassa) y E yrydíké (Eyry-D íké), se dis­
tinguen claram ente los dos, el significado terrenal y la soberanía.
Esto mismo ha encontrado una expresión todavía más característi­
ca en otro hecho. E n la tum ba de Alcm eón crecieron cipreses de
tal altura que som breaban por com pleto el poderoso m onte de Psó-
fide. Los nativos les dan el nom bre de doncellas (Pausanias, V III,
24, 4). Los hijos tenían una im portancia m enor, y las hijas son la
honra y la cabeza de las familias. Ellas llegan al cielo y dan sombra a
toda la ciudad. Con la Tierra, que les da origen, comparten el sexo.

186
En esto, yo reconozco una señal muy determ inada del m atriar­
cado característico tam bién de la Psófide arcadia. y por ello alcan­
za un m ayor significado el hecho de que justam ente aquí A lcm eón.
asesino de su m adre, deba encontrar su ruina a través de los pa­
rientes de su esposa. Según el poem a genealógico de A sió, tam bién
Alcm ena. la imagen del antiguo poder y dominio fem enino que ocu­
pa el prim er lugar en las Epeas hesiódicas. según los fragm entos
conservados en el Escudo, desciende de Erifila y A nfiarao (Pausa­
nias. V. 17. 4). Tan sólo en m edio de este m atriarcado argivo-beo-
cio el m atricidio de A lcm eón m uestra todo su significado. Pero con
él se prepara la caída final del antiguo D erecho de la sangre. Com o
en el crim en de O restes, tam bién se asocia al de Alcm eón el reco­
nocimiento de la superior ley paterna apolínea. Es cierto que debe
expiar con su m uerte la ruptura del antiguo D erecho y sucum bir
ante los herm anos de su esposa psofidia, con lo que se hace justicia
a Erfilia. Pero la joya nupcial es consagrada a A polo, ofrecida a él
y subordinada a la lum inosa potencia celeste. A hora tan sólo causa
felicidad, del mismo m odo que antes se asociaba a ella un carácter
funesto. El principio afrodítico-telúrico fue subordinado al celestial
D erecho lum inoso del patriarcado. La m ujer, sanguinaria y nociva
en el poder, se convierte en una bendición para la H um anidad cuan­
do está subordinada al hom bre. A hora tam bién A nfiarao vuelve a
surgir com o una divinidad de la T ierra que lo engulló.
Los oropios son los prim eros que le consagran un santuario. En
su elevación, tam bién Anfíloco tom a parte con sus hijos; únicam en­
te A lcm eón está excluido, porque había ejecutado la m uerte orde­
nada por su padre. A nfiarao fue considerado una potencia telúrica.
Al lado del santuario de O ropo tenía una fuente, que llevaba su
nom bre, a la que, según la creencia del pueblo, subía. Lo mismo
que a Pélope, tam bién le es sacrificado un carnero, la representa­
ción del poder generador hum ano. El enviaba el sueño, y pasa por
ser el fundador de la adivinación p o r incubación (Pausanias, I, 34,
3). No es, por lo tan to , profeta de A polo, sino de la M adre Tierra.
Pertenece al nivel luminoso m aterial de la H um anidad, no al celes­
tial inm aterial. En el núm ero cinco, según el cual está construido
su altar, se m uestra, lo mismo que el Aquiles cretense, como «qui­
nario», que quiere decir representación de la doble naturaleza del
m atrim onio, la masculina y la fem enina, sobre lo que volveremos
en los pasajes dedicados a A quiles. En el terreno de lo m aterial,
prepara la hegem onía del principio masculino, que alcanza la p e r­
fección espiritual en A polo. Tom a el partido de este dios como
Aquiles «Q uinario», cuya relación más tarde será objeto de una in­
terpretación especial. No es el propio A polo, está en un nivel más
bajo que éste, pero aspira a serlo. Asciende al cielo por la fuente
curativa. Su poder adivinatorio no es el apolíneo, el celestial; que­
da rezagado en el nivel telúrico. Pero lo prepara, lo mismo que tam ­
bién el oráculo délfico se transform a de un oráculo de la T ierra M a­
dre en una sede de profecías apolíneas. El collar de Erifila anuncia

187
en D elfos la subordinación de aquel principio religioso telúrico más
antiguo bajo la naturaleza luminosa y patriarcal de A polo.
La partida de A nfiarao y el collar de Erifila constituyen una de
las im ágenes más frecuentes en los sarcófagos etruscos, particular­
m ente en los de V olterra. H acía m ucho tiem po que me resultaba
enigm ática la relación de este m ito con la m uerte y la tum ba. D es­
de ah o ra, todo ha encontrado una solución satisfactoria. El spo-
rium fem enino en la jam ba de la cám ara funeraria de Falari repre­
senta lo m ism o que el mito de A nfiarao y Erifila en los sarcófagos
etruscos. El héroe sale a la luz desde el escondite del seno fem eni­
no y regresa a la m uerte. El regazo abierto de la T ierra engulle
todo aquello a lo que dio vida. N osotros fuimos arrojados en m e­
dio de la batalla p o r la vida por la M adre cruel. Ella se preocupa
por la desesperación de sus hijos sólo cuando puede ponerse el ador­
no nupcial y satisfacer sus deseos.
La idea de la m uerte acom paña al hom bre d u ran te toda su vida,
del mism o m odo que nunca abandonó a A nfiarao. ¡Furioso, desen­
vaina su espada contra el seno al que debe su ser! ¡Cómo le hubie­
ra gustado no h ab er nacido! Pero el brazo alzado es detenido por
la idea de que el hom bre está destinado por la M oira a la lucha y
a la fatiga, de igual m anera que la m adre cum ple con su deber al
aceptar el ten tad o r adorno nupcial. E n el mito de A quiles se dis­
tingue una idea sem ejante. Ya más arriba hem os com parado al más
grande de los héroes aqueos con A nfiarao. A m bos se nos aparecen
com o «quinarios»; am bos se elevan al cielo desde la profundidad
de las aguas terrestres; los dos am bicionan la naturaleza apolínea;
y am bos son elevados desde los hom bres m ortales, a los dioses in­
m ortales. E n esto está implicado el escondite de A quiles en Esciro.
El hijo de T etis vivía seguro bajo vestidos de m ujer, lo mismo que
A nfiarao en el seno de Erifila. Pero el sonido de la tuba tirrénica
lo llam a a la lucha contra Ilión, de donde no regresaría. El héroe
m asculino es sacado de la envoltura fem enina, y ahora le espera la
lucha y la m uerte segura. A quiles lleva a los tanagos a Cálcide para
la expiación; en el cam ino hacia esta misma ciudad, A nfiarao fue
de nuevo acogido p o r la M adre T ierra. E n todas estas concepcio­
nes se destaca el lado más lúgubre de la vida, la maldición del na­
cim iento m aterno. Pero la desolación que la época prim itiva asocia
claram ente con la concepción m aternal, m aterial, es atenuada m e­
diante la en trad a de A nfiarao y A quiles en la divinidad. A m bos se
elevan a la existencia celestial desde el agua abisal. E sta es la re­
com pensa de sus fatigas terrenales, el desquite p o r la batalla de la
existencia. A m bos se elevan a la sacra naturaleza apolínea, y lo mis­
mo que la lanza de A quiles, la fuente de A nfiarao está provista de
virtudes curativas. E l collar de Erifila — de oro y fabricado por Vul-
cano, según la leyenda más antigua— , se ado rna ahora con joyas
resplandecientes, que brillan como las estrellas sobre el oscuro cie­
lo nocturno. E n la fabricación p o r V ulcano subyace una insinuación
del principio del fuego — cuyo significado no puede estar más cla­

188
ro— , que se ha apropiado de la concepción del m atrim onio entre
los antiguos com o los poderes del fuego y del agua unidos en una
relación sexual. El «Q uinario» cretense aparece com o D áctilo ideo,
de naturaleza vulcanea, que se asocia con la fuerza del agua para
alcanzar una cohesión interna. Tam bién hem os encontrado que A n ­
fiarao es uno de tales «quinarios», y por esto viaja desde Tebas a
la vulcanea Cálcide, a donde tam bién llega A quiles, al igual que an­
tes de él lo hicieron las ahora derrotadas A m azonas. P o r esto el co­
llar de E rifila es una creación vulcanea, una circunstancia cuyo sig­
nificado Pausanias ponía todavía más de m anifiesto a través de la
tentación.
Finalm ente, por esto el cinco, perteneciente a A nfiarao y A qui­
les, es el núm ero m atrim onial. Con el tres masculino se asocia el
dos fem enino: el agua se casa con el fuego. Como «quinarios», A n­
fiarao y A quiles son fundadores del m atrim onio y del D erecho m a­
trim onial masculino relacionado con el fuego. El D erecho m aterno
es otorgado por la N aturaleza m aterial. E l hom bre establece el D e ­
recho patern o p o r m edio de su pod er y esfuerzo; sobre el agua te­
lúrica triunfa el principio masculino más elevado del fuego. M edian­
te la atención que se dedicará al m ito de A quiles en una p arte poste­
rior de este trab ajo , todo esto obten d rá argum entaciones y pruebas
más exactas. A nfiarao se hunde en el seno de la T ierra, incluso an­
tes de alcanzar Cálcide, la ciudad del fuego. Sus hazañas contra T e­
bas han finalizado, pero antes de alcanzar la m eta de su viaje lo en­
gulle la M adre T ierra. A esto se debe que no haya com pletado,
sino solam ente preparado la victoria del D erecho paterno. Fue lle­
vado a cabo p o r el m atricidio de A lcm eón, que tuvo com o conse­
cuencia la consagración apolínea del collar.
A través de todo esto queda claro el gran significado del mito
de Erifila p ara la naturaleza del m atriarcado y su transición hacia
el patriarcado. Q ueda establecida su relación con el m undo fune­
rario, su concordancia con la idea que dom ina la Orestíada, y, fi­
nalm ente, establecida tam bién su relación con la naturaleza y sig­
nificado del arca de Cipselo. E sta es, com o la cista de D em éter,
sólo una representación simbólica del vientre m aterno, en el que es
concebido el nacim iento. Lo m ismo que del sporium (speírein) fe­
m enino el niño es llam ado spurius, el hijo de Labdas fue llam ado
Cipselo de cypselus, el locus de V arrón, el xóra kai dexam éné giné-
seós de Plutarco y Platón. E l es hijo de una relación desigual, y por
esto es denom inado a partir de su m adre, según el D erecho m ater­
no. El collar de Erifila se asocia con tal D erecho m aterno, y por
eso ocupa con todo derecho un lugar tan destacado en el arca de
Cipselo.
La relación de preferencia de las E rinnias con la m adre y la ven­
ganza de la m aternidad ofendida se distingue en m uchas otras for­
maciones m itológicas. Según llíada, IX , 571, E rinnia oye desde el
E rebo las im precaciones de la m adre de M eleagro, que había m a­
tado a sus tíos m aternos. E n llíada IX , 954, se señala que A m intor

189
pidió a E rinnia que Fénix, que había violado a la am ada de su pa­
d re, no tuviese hijos. En Odisea, X I, 287, E picasta deja a su hijo
E dipo muchísimos pesares, tanto conseguían las Erinnias para una
m adre. En Odisea,. II, 134, Telém aco rechaza expulsar a su m adre,
porque ella invocaría a las Erinnias y esto le causaría a él muchos
males. E n llíada, X X I, 412, A tenea am enaza a A res con las Erin­
nias de su m adre, que él tenía que apaciguar; luego la m adre lo mal­
dijo, porque él dejó de apoyar a los aqueos y auxilió a los troya-
nos. Finalm ente, las H arpías llevaron a las E rinnias a las hermosas
hijas de Pandareo, que habían quedado sin m adre. (Odisea, XX,
78)67. Siem pre es Erinnia la que sustituye a la m adre. Más instruc­
tivo para este punto de vista será la historia de las dos hijas de Es-
quedaso, que Plutarco describe detalladam ente en su pasaje sobre
algunas historias de am or desgraciadas (V I, 3). El padre en vano
exigió a E sparta castigo para el m alhechor; entonces corrió por las
calles, llam ó, golpeando el suelo con los pies, a las Erinnias para
vengar la virginidad ultrajada. C uando más tarde Pelópidas salió
vencedor contra los espartanos junto a la tum ba de ambas hijas,
pasó por ser una acción de las Erinnias de sus herm anas, y así éstas
ejercieron su venganza68. Istro, en el escoliasta a Edipo en Colono,
41-62, llama a E rinnia hija de la T ierra, y confirm a así el significa­
do que nosotros le atribuim os.
H e descrito más arriba a Némesis vengadora del matricidio como
M adre prim itiva m aterial, y deducido su misión de Erinnia venga­
dora de esta base física. M e incum bre ahora dem ostrar su supuesta
cualidad de M adre m aterial. A dem ás, no puedo dejar de sorpren­
derm e de que W alz, en su escrito antiguam ente tan instructivo y do­
cum entado de Nemesi Graecorum (Tübingae, 1852) — en el que él
no sólo no niega aquella base m aterial de la M adre de Ram nunte,
sino que procura dem ostrarla— , a pesar de todo no presenta la
pru eb a más contundente de todas, m ediante la que todas las demás
q uedan perfectam ente aclaradas. Sostiene en esta obra que Ném e­
sis es de la misma categoría que Leda y que, como ella, es consi­
derada como la m adre de toda la vida m aterial, engendrada de un
huevo. Higinio, A stronom ía poética, 8, relata el mito de la siguien­
te m anera: Júpiter, inflam ado de am or por N émesis pero despre­
ciado p o r ella, tomó la form a de un cisne. Un águila, en la que a
ruegos del dios se había transform ado A frodita, que favorecía aque­
lla unión, persiguió al animal del pantano, que buscando protección
se instaló en el regazo de la am ada. El Sueño asistió al dios. D'es-
pués de un ciclo lunar, Némesis, cam biada en pájaro, alum bró un
huevo que M ercurio llevó a E sparta e introdujo en el seno de Leda.
D e él nació H elena, la más bella de todas las m ujeres, que pasó
p or ser hija de Leda69. Con Higinio coincide el escoliasta a Calí-
67 Ver además Heliodoro, Etiópicas, II, 11.
6H En Higinio, Fáb. 79, las Erinnias también aparecen para Proserpina.
, 69 Tzetzes a Licofrón, p_. 21 (Bas.): Zeys homoiótheis kyknoi mlgnitai Nemései
téi Okeanoy thygatri, eis china, hós léro$si metaboloysés aytés.

190
m aco, in Dianam, 232. Según él, R am nunte es considerado como
el lugar de la concepción, y con H elena nació tam bién la pareja
de los D ióscuros— los herm anos tocados con piloi*. Según un es­
colio latino (M ytogrph., p. 150), el poeta cómico Crates relata que
la propia Némesis se llamaba Leda . A polodoro (III. 10. 7) añade
que el huevo nacido de Némesis y entregado a Leda por un pastor,
fue encerrado por ésta en una caja (eis lárnaka), y así permaneció
hasta el m om ento del nacimiento. Leda había criado entonces a H e­
lena como su propia hija71. Todos estos datos aislados son de gran
im portancia para la m aternidad m aterial. Némesis aparece como un
pájaro. E l mito tam bién la imagina en la form a de una oca. como
refieren Licofrón y A polodoro. Pero la oca simboliza el agua de las
profundidades, en otras palabras, que se im pregna de hum edad y
m ediante ella la T ierra se autoem baraza. Ella debe este significado
a su naturaleza acuática. Con ella la com parten el cisne, el ánade,
la cigüeña, la garza de agua Ardea-o/c«os, y en los mismos orígenes
radica la im portancia mitológica de la serpiente, la tortuga, la rana
y el cangrejo. Todos estos animales aman los lugares fangosos y pan­
tanosos, en los que se encarna en cierto m odo la mezcla de tierra
y agua. Precisam ente por esto son considerados como el Caos ori­
ginario, del que surgió toda vida. El mismo significado va unido a
todos aquellos anim ales que son creados para el agua, y que de pre­
ferencia viven en ella. En el curso de este trabajo tendrem os opor­
tunidad de volver sobre lo mismo.
La relación de la oca con la hum edad de las profundidades des­
taca con m ayor fuerza en el mito de Trofonio. E n el célebre vaso
de D arío — del que tuve conocim iento m ediante una ilustración del
llustrated L ondon News del 14 de Febrero de 1857— , está repre­
sentada de acuerdo con aquel mito sobre un fragm ento de roca, y
muy significativamente puesta en relación con la lucha entre A m a­
zona y atenienses. La tierra im pregnada de agua y su im agen, la eró­
tica oca, que indica el impulso am oroso de la m ateria, están en re ­
lación opuesta al principio fem enino de la luna, al que pertenecen
estas sacerdotisas de A rtem is. El mismo significado m aternal se
vuelve a distinguir en las ocas sagradas de Juno del Capitolio. En
los m isterios báquicos, finalm ente, desem peña un papel suficiente­
m ente conocido, tanto en las obras en m árm ol com o en muchas re­
presentaciones de vasos; su carácter erótico referente al nacimiento
y la m aternidad consta tanto más indudablem ente cuanto que tam ­
bién el huevo es mencionado como punto central de aquellos mis­
terios, com o el gran símbolo de la iniciación. A la oca femenina le
corresponde en el lado masculino el cisne, que en una representa-

* (N. de la T.) En el original, «sombrero-huevo». Por existir un término griego


específico, se prefiere a una perífrasis descriptiva.
70 Compárese con escolios a Píndaro, Nem. X; Lactancio, I, 51; Virgilio Ciris.
Ciris Am ydaeo form osior ausere Ledae.
71 Lo mismo Pausanias, I, 33, 7, con motivo del trabajo de Fidias en el pedestal
de la Némesis en Ramnunte.

191
192
ción funeraria del colum bario de Villa Panfili. que se conserva en
M unich — pero que no está expuesta— . está representado de una
form a enorm em ente sensual como copulador masculino. Aquélla
significa el principio natural fem enino capaz de concebir, y éste el
masculino generador. Así. encontram os a Cigno en la costa asiáti­
ca, donde A quiles m ata en duelo al prepotente cisne de las aguas
originarias. Tam bién aparece como Ciniras junto a los ligures en la
desem bocadura del Po, por lo tanto como el fecundador afrodítico
de la m ateria. En la unión sexual de am bos animales palustres ha
llegado a su culminación el autoabrazo de la m ateria originaria. N é­
mesis en form a de oca deniega sus favores ai celestial Zeus, y por
el contrario se entrega gustosam ente al cisne. A quí aparece todavía
más com pletam ente la potencia m asculina com o telúrica, la fuerza
que penetra en la m ateria de la Tierra. Pero según una concepción
más elevada, procede del cielo.Su fuente originaria está en el su­
blime Z eus. E l anim al de los pantanos es alzado hasta él. y. unido
con A polo, es la expresión de la potencia luminosa celeste. La oca.
por el contrario, perm anece puram ente telúrica. Ella es la propia
m ateria terrestre, una representación de la m ateria m aterna. En
este sentido, ella está en relación con el huevo originario. El huevo
es la propia Némesis. E sta es, como aquélla, el fundam ento origi­
nario m aternal de toda la creación terrestre. En Sym posiaka. II. 3.
de Plutarco, se encuentra una investigación sobre la pregunta de
qué es m ás antiguo, el huevo o la gallina, y M acrobio fSym p., V II.
16), la ha repetido casi literalm ente. En las pinturas funerarias de
Villa Panfili se ha conservado una representación que pone ante
nuestros ojos una conversación de iniciados báquicos (ilustración
I). Todos los argum entos y contraargum entos alegados en las con­
versaciones no deciden nada. Ellos form ulan la pregunta desde el
punto de vista de la posibilidad física, que no puede encontrar apli­
cación en el m ito y las concepciones religiosas (C ensorino, de Die
nat., 4). E n este terreno, el huevo es la m ateria m aterna, lo apa­
recido originalm ente; la creación sale a la luz del día desde este os­
curo y caótico vientre. Es la misma oca, la propia Némesis. que lo
acogió en su seno. La m ateria se concentró en el huevo, como en­
señaba O rfeo según Dam ascio (Principia). El Caos de la materia
original se conform a en el huevo. En éste, la oca, evidentem ente
N ém esis, proclam a su m aternidad. En el mismo sentido se dice de
las m ujeres lunares, entre las que se encuentra la élide Molíone.
que han parido un huevo. Esto quiere decir sim plem ente que la m a­
teria lunar, aíthéríé gé, es ei huevo originario, la m adre primitiva
de toda la vida m aterial. M ientras que Némesis y las m ujeres luna­
res sacan a la luz el huevo, por el contrario la A frodita asiática nace
del huevo lunar. Cayó al E úfrates desde el cielo, un pez lo llevó a
la orilla, una palom a lo incubó y A frodita, la Dea Syria, salió del
cascarón (H iginio, Fáb. 197). A quí hija del huevo y más arriba ma­
d re, m antiene siem pre el mismo significado: el mismo huevo, la ma­
teria concebida com o M adre originaria. En el huevo. Leda-Néme-

193
sis m uestra su concordancia con A frodita. Pero ésta es la m adre ori­
ginaria de toda vida física. Así nos pareció verla en Lucrecio Caro.
de rcrum natura, y así es descrita en un bello fragmento de Esquilo
en A teneo (X III, 600) y en Plutarco (Craso, 17)72, en Lido (de
mens. IV. 33, p. 192 (R o eth er))73. Por esto una estatua de A frodi­
ta en R am nunte pudo ser llam ada Némesis (Plinio, X X X V I, 5-4).
Tam bién por esto Némesis pasa por ser protectora de la vida y los
seres vivientes74. En el m onum ento a las H arpías en Licia, el pro­
pio huevo form a el cuerpo del ave. H uevo y gallina coinciden aquí
por com pleto. El arte gráfico m anifiesta claram ente que el m ito, a
través de la relación m adre-hija, los coloca uno al lado del otro. El
significado de la m adre, que es exagerado en el mismo m onum ento
m ediante la vaca que am am anta a su ternero, hr> alcanzado un sen­
tido más determ inado a través del pccho que se hincha. Pero cuan­
do el m onum ento licio representa a la m adre como potencia m or­
tal. hemos com prendido ya que la reanudación de los nacimientos
pertenece a la m aternidad no menos que el mismo nacim iento, y
que la cualidad de m adre y el am or m aterno justam ente en esta oca­
sión parecían lo más herm oso a los antiguos.
El significado de m uerte fue puesto de relieve explícitamente
tam bién para Némesis en B ekker. (Anécdota., 1 .282. lex. Rethor)75.
La concordancia con A frodita se extiende tam bién a este punto;
com o Libitina y E pitym bia, la A frodita de Cánaca de Sicione lleva
en su m ano una am apola. E n este significado de m uerte reposa el
destino de lo inevitable. A frodita y Némesis tam bién representan
éste. A frodita, la M adre originaria, se llama en Pausanias (I, 19, 2)
la más antigua de las M oiras, y Némesis es com pletam ente equipa­
rada a A drasteia. de igual m anera que coincide con Fortuna-Tyche
(W alz, de Nemesis Graecorum, p. 21).
Con la denom inación de Leda que tomó Némesis, lo m aterno
se pone de relieve tam bién etim ológicam ente. En lengua licia, Leda
significa la M adre, de una m anera abstracta. Létó y Latona — ala­
bada m adre original de las ranas en el pantano licio— , pertenecen
a la misma raíz, a la que yo tam bién vinculo a Labda, la m adre de
Cipselo. El radical tam bién es Lar, Las, La, con lo que la fuerza
terrestre engendradora es calificada de potencia masculina. N ém e­
sis. derivada de némein, es aquí lo m aterno desde otro lado. Veo
aquí la idea de dar y distribuir ante todo en el puro sentido físico
de la generación terrestre, por lo que tam bién nemes concuerda con
esto. Así las Cárites son denom inadas a partir de Cháris, las D ado­
ras a partir de Charizesthai. Ellas son la T ierra M adre, que distri­
buye generosam ente toda clase de dádivas a los m ortales, y llenan

72 «De lo húmedo sacó los principios y semillas de todas las cosas, y mostró a
los hombres el origen de todos los bienes».
egó dé oímai lén hygrán eínui oysiain; Selden., de Dea Syria, p. 2,2.
74 Pausanias, I, 33, 7; Walz, de Nemesis Graecorum, p. 23.
75 Neméseia panégyrts lis epi toís nekroís agoméné, epei hé Nemésis epi ion apot-
hanúntón tétaktai.

194
sus hogares y sus despensas con los frutos de la tierra. (Píndaro.
Olimp,, X IV ). En el mismo sentido. Némesis es la tierra que auxi­
lia m aternalm ente a todos los seres, que lleva en el corazón el bie­
nestar para todas sus criaturas, tanto en la vida como en la m uerte.
Con esto se relaciona el concepto de la justa distribución, como lo
ejerce la m adre con los hijos. Ella da a cada uno lo suyo, y todo a
ninguno. A cerca de la A frodita nacida del huevo, se dice en Higi­
nio (Fáb. 197). que se ha distinguido ante todo por Justitia y Pro­
bitas. Es enorm em ente digno de atención que en la m aternidad de
la T ierra se encierre el principio de toda justicia, el suum duque.
De Berito se dice en la leyenda de su fundación en N onno (D ioni­
síaca, X LI. 68 ss.). que A frodita había tenido a la ninfa Beroe so­
bre las tablas de la ley. lo mismo que las m ujeres lacedem onias te­
nían a sus hijos sobre escudos. P or esto. Berito se convirtió en la
sede más famosa de toda jurisprudencia, y Ulpiano es de Tiro. Este
mito puede ser tan reciente que no haya inventado, sino transm iti­
do. la relación de la jurisprudencia con el culto de A frodita, y así
la G ran M adre m aterial prim itiva aparece de nuevo como iustitiae
et probitate caeteros superans, com o origen y sustancia de toda jus­
ticia, com o la propia Justitialb. U lpiano llama a los jurisconsultos
Justitiae sacerdotes, y esta expresión — seguram ente más que sim­
ple m etáfora— . está en boca de los juristas procedentes de Tiro.
Esto perm ite concluir que, según una antigua costum bre de su pa­
tria, A frodita-sacerdote guarda y cuida la ciencia del D erecho, del
mismo m odo que el estudio de la M edicina aparece ligado al tem ­
plo de Asclepio. La igualdad de las circunstancias personales de
todo hom bre es el estatuto de A frodita, lo mismo que la igualdad
de posesiones. Según el D erecho m aterno, todos los hom bres son
igualm ente libres . La servitus no pertenece al ius naturale m ate­
rial, sino al ius gentium . Por esto tiene lugar la manumisión al qui­
tarse el pilos. El m anum itido regresa de nuevo al huevo originario
de Léda-Ném esis. E n el santuario de Feronia, junto a A nxur, los
esclavos eran liberados (Servio, A d . Verg. A en ., V III. 564). Todos
los dioses m ateriales de la N aturaleza son dioses de la libertad. El
D erecho civil no les alcanza. A sí, en Higinio (Fáb. 225) aparecen
Baco L iber. A riadna L ibera. Dioniso Eleythérios. Némesis ha dis­
tribuido igualm ente a todos sus dádivas m ateriales. Ella es la fuen­
te y la defensora de todo derecho. A sí se explica el doble fenóm e­
no de que Némesis sea relacionada ya con Fortuna, ya con Temis.
Con aquélla, en la inscripción en G ruter, 80, 1: Nemesi sive Fortu-
nae; y con ésta, en la inscripción del tem plo ático de Tem is, en C a­
rina, (archit. ant., 2, t. 15): Némesei Sóstratos anéthéke. D e nuevo

7(1 De ahí kypérdikos Némesis, Píndaro, Pit. X. 65, e Insc. Or., Heuzen 5863:
Virgo coelestis iusti invetrix, urbium conditrix... Ceres Dea Syria lance viiam et jura
pensans.
77 1, l de jure personarum (I. 3) servitus autem est constitutio iuris gentium. qua
quis dominio alieno contra naturam subjicitur.

195
vem os aquí cómo el concepto terrestre se extiende al concepto le­
gal, y cómo la m aternidad de la m ateria produce la idea de la
justicia.
Némesis tam bién es llam ada Leda. No obstante, en la m ayor
parte de las ocasiones son tan distintas que el huevo de Ném esis,
su cuidado y su incubación provienen de Leda. La relación de la M a­
dre originaria con la m ujer m ortal está en la base de esta idea. La
m adre terrestre cuidó el huevo de Ném esis, la m adre prim itiva. La
hija que nació, H elen a, es en verdad hija de Némesis. Pero Leda
la am am antó com o propia. El lárnax en el que se guarda el huevo
es el propio seno m atern o , es la cista de D em éter, en cuyo oscuro
vientre («la cám ara») se realiza el m isterio de la generación; la m a­
dre m ortal no tiene ningún o tro destino que cuidar el huevo origi­
nario y reproducirlo de generación en generación. Justam ente en
esta relación de sustitución yace la consagración de la m ujer, el ori­
gen de su hegem onía, y finalm ente la especial crim inalidad del m a­
tricidio, para cuya venganza se levanta la ofendida N ém esis-Erinnia.
La idea que dom ina la Orestíada de Esquilo ha encontrado con­
firm ación universal m ediante estos últim os argum entos. Si m iram os
al terren o del D erecho y la religión, la m aternidad está allí como
dom inadora y especialm ente sagrada. Pero la serie de datos para el
m atriarcado ático prim itivo no está todavía cerrada. E n Teseo (c.
17) de Plutarco se dan más rasgos que sólo aparecen totalm ente cla­
ros en relación con él. E n el D elphinion, en el que Teseo, antes de
su p artid a a C reta, había ofrecido al dios una sagrada ram a de oli­
vo envuelta en lana blanca, los padres envían todos los años al cul­
to solam ente a sus hijas, com o tam bién A polo había aconsejado al
héroe tom ar a A frodita com o guía. Especialm ente significativa es
la predom inancia de las m ujeres en las Oscoforias. Los jóvenes vis­
ten adornos y ropas fem eninas. En la misma fiesta, las m ujeres se
presentan bajo el nom bre de diphnophoras; ellas deben, según la
creencia, interp retar a las m adres de aquellos m uchachos enviados
a C reta p o r sorteo. E n o tra descripción de este contexto se dijo que
p o r esto estaba perm itida la participación de aquellas m ujeres en
el sacrificio, porque ellas habían llevado comida y m edios de sub­
sistencia a sus hijos antes de la partida. Tam bién los cuentos rela­
tados en la fiesta recordaban a aquellas m adres que habían hablado
con sus hijos antes de la partida para darles ánimos. E sta creencia
popu lar sólo es im po rtan te porque se apoya en la m em oria de los
antiguos, en la ginecocracia dom inante de la época pre-teseica. E s­
pecial consideración m erece el relato de este m ito en Plutarco (Te­
seo, c. 4): «Sinis tenía una hija muy herm osa, de nom bre Perigune.
E lla había huido tras el asesinato de su padre. Teseo la buscó por
todas partes. Ella se había escondido en un lugar donde crecían ca­
ñaverales y espárragos silvestres, y suplicó a estos arbustos inge­
nuam en te, como si entendiesen, que la escondiesen y ju ró que si
lo hacían ella nunca los estropearía o quem aría. Entonces Teseo se
dirigió a ella y habló, p ara no ofenderla y alim entar a la bestia. Ella

196
salió y engendró con Teseo a M elanipo. D espués él la entregó a De-
yoneo, hijo de E urito, que gobernaba Ecalia. M elanipo, el hijo de
Teseo, engendró a Yoxo, que en unión de O rnito pobló Caria m e­
diante una colonia. D e él proceden los yóxidas, que han conserva­
do la costum bre que se rem onta a la m adre originaria, de no q u e­
mar ni cañas ni espárragos salvajes, sino venerarlos como sagrados».
El linaje de los yóxidas origina así. a partir de la m adre, el culto
de las plantas palustres, atribuyéndolo finalmente a Perigune, la hija
de Sinis. Ya he señalado más arriba la relación del culto palustre
sobre todo con la m aternidad m aterial. En el loto que brota de re­
pente, Isis reconoce el adulterio de su esposo con Neftis. En el lar­
go vello del m uslo, sem ejante a un cañaveral, H om ero, según He-
liodoro (Etiópicas, III, 14), ponía de manifiesto su origen ilegítimo.
Com párese con esto lo que W ilda enseña de los niños adoptivos en
la Zeitschrift fü r deustches Recht, 15, 244, sobre los térm inos ale­
manes Unflathskinder y H urenkinder*, de hor, horan, lodo, panta­
no. Del barro, una interpenetración de tierra y agua, brota desor­
denadam ente el cañaveral, renovándose eternam ente sin interven­
ción hum ana, creciendo y extinguiéndose sin que sea sem brado o
cosechado. En el pantano. Ocno trenzaba con plantas palustres su
cuerda, que la burra siem pre volvía a devorar, como lo representa
la imagen del colum bario de C am pana en la Porta latina de Rom a.
En el m edio de un cañaveral pantanoso se sienta Isis, en un m onu­
m ento que aparece en Caylus, R ecueil..., del mismo m odo que lue­
go la caña del Nilo se llam a cabello de Isis.
En las plantas palustres se m anifiesta la salvaje generación de
la T ierra, que tiene com o m adre a la m ateria y ningún padre cono­
cido. Por esto A rtem is (Pausanias, V II, 36, 4) y A frodita son ado­
radas en kalámois y en hélei, y H elena es llamada hélos. Ella es una
auténtica schoeneia virgo, es Perigune escondida entre las plantas
del pantano. Según Higinio (Fáb. 13), Jasón perdió su sandalia en
un pantano. Pero el zapato es, como el pie y algunas veces la pier­
na, un símbolo de la prosperidad de la tierra — sobre la que habla­
ré más tarde— , a la que interpretaciones históricas como la de Cur-
tius, Jonier, pp. 23-51, no dan dem asiada im portancia. E n el culto
palustre ha encontrado su expresión la m aternidad de la m ateria, y
conocemos la cohesión interna que una expresión de este culto pone
en relación indisoluble con la línea m aterna del linaje de los yóxi­
das. La generación palustre es la salvaje procreación de la m ateria;
en la agricultura se realizan el orden y la ley con la ayuda hum ana.
En esto yace el m odelo del m atrim onio, y de este m odo aparece
opuesta a la copulación salvaje, como fue ejercida, según la leyen­
da ática, entre los hom bres en los tiem pos prececrópicos. A ntes de
C écrope, los niños, como ya dijimos antes, tenían solam ente ma­

* (N. de la T.) «Niños sucios» y «niños espúreos». La conservación de los


términos originales se hace necesaria para comprender la relación con las palabras
siguientes.

197
d re, y no padre; eran unilateres. A l no estar unidas a ningún hom ­
bre determ inado, las m ujeres sólo traían al m undo spurii. Cécrope
puso fin a esta situación, redujo la unión sexual desordenada a la
exclusividad del m atrim onio, dio un p ad re a los niños y así los con­
virtió de unilateres en bilateres. A quella situación prim itiva tenía su
expresión en el culto palustre. E ste señalaba el nivel más antiguo
del m atriarcado, en el que la m adre no sólo sobresalía por encim a
del hom bre, sino que, de acuerdo con la vida del p antano, no tenía
un com pañero sexual determ inado, sino que le pertenecía la poten­
cia masculina en general. Pero la m ujer anhelaba el dorado fruto
del m atrim onio. El encanto de las tres m anzanas doradas sedujo a
A talan ta; sucum be a él cuando Pélope la corteja. E sta es la lucha
de C álam o y C arpo, que N onno describe en Dionisíaca (X I, 370).
M ediante la unión de T eseo y Perigune, se inicia la sumisión de
aquel antiguo D erecho m aterno a la hegem onía del padre. Los yóxi-
das m asculinos atribuyen sus derechos a T eseo, lo mismo que las
m ujeres relacionan con Perigune su culto m aterno al cañaveral, que
recibieron de su pasada ginecocracia. El H ércules ático vuelve a
aparecer aquí — tal y com o lo encontram os más arriba, en la lucha
contra las A m azonas— , como adversario del D erecho fem enino,
com o fundador de la hegem onía masculina en el m atrim onio y en
el hogar. Tam bién aquí le sale al encuentro una m ujer enam orada
de él. E l mismo significado que H iperm estra tiene en el mito de las
D anaides y E lectra en el de O restes hay que buscarlo en la relación
de A riad n a con el hijo de Poseidón. Se rindió gustosa ante el m a­
yor poderío de T eseo, el am or salió vencedor sobre cualquier otro
sentim iento y sobre el arduo deber. E n este sentido se dice que la
p ropia A frodita había asistido al héroe. P or esto tam bién Teseo con­
sagró al dios de la luz en D élos la estatua de A frodita que había
recibido de A riadna. A frodita pues representa solam ente el am or
m aterial, pero T eseo se eleva a un nivel superior de divinidad. A
p esar de su nacim iento com o hijo de Poseidón — como tal se m a­
nifiesta ante el rey M inos por la pru eb a del anillo, vengado de H i­
pólito p o r el toro que su padre hizo salir del m ar, y por consiguien­
te de base com pletam ente telúrica, representación del po d er gene­
rad o r que reside en las aguas terrestres— , el héroe está penetrado
en su más elevada evolución de la naturaleza lum inosa apolínea — y
p o r esto se rodeó de los Pitálidas sacerdotales— , y lo mismo que
H eracles, cuyo nom bre él trajo al A tica, está form ado para un po­
d er espiritual celeste. E nviado por A ten ea hacia el A tica, abando­
na a la afrodítica A riadna y al dios de la exuberante generación
terrestre, que regaló el vino a los hom bres, a D ioniso . Lo más
alto le es denegado. Solam ente en la ciudad de A tenas pudo lograr­
se la p u ra naturaleza apolínea solar, despojada de toda m ateriali­
dad. E n D élos consagra al dios de la luz la A frodita de A riadna,
cuyo profundo grado sensual y m aterial subordinó al m ás elevado

78 Escolio a Odisea, XI, 320; Ferécides, Frag., p. 197 (Stutz2).

198
D erecho masculino del Pairóos A póllón. El altar keraton con los
cuernos izquierdos que representan el lado fem enino de la N atura­
leza, nos' m uestra el mismo principio masculino en su manifestación
victoriosa. Es verdad que tam bién la m aternidad de la T ierra es res­
petada por T eseo, y en H écate y Eiresiorte, lo mismo que en la coc­
ción de las legum bres, está puesta de relieve la opinión favorable
de los hom bres con respecto a ella, de una m anera no m enos her­
mosa que en la A n n a Perenna que alim enta a todo el pueblo. Pero
Apolo ha levantado su trono sobre ella como la más alta expresión
del D erecho masculino espiritual, como fuente de un ser más puro
y más indulgente. El sobrenom bre de Pairóos con el que se le hon­
ra en A tenas, representa aquella virtud por la que Teseo y H era­
cles lucharon, y encierra un m ayor progreso de la idea de divinidad
y de las condiciones hum anas en la familia y en la ciudad.
Plutarco (Solón, c. 12) se une a las aportaciones para el m atriar­
cado ateniense. A quélla constituye la conclusión de la historia de
la revuelta de Cilón. «Ya desde hace mucho tiem po, la revuelta
de Cilón había sem brado la confusión en la ciudad de A tenas, des­
pués de lo cual el arconte Megacles había persuadido a los conjura­
dos de Cilón, que se habían refugiado en el tem plo de A tenea bajo
la protección de la diosa, de que se presentasen ante un tribunal,
y que atando un hilo a la imagen de la diosa, con él en la m ano fue­
sen desde el tem plo al tribunal. C uando pasaban por delante del
templo de las E rinnias, el hilo se rom pió, y dejó que Megacles y
sus corregentes los detuviesen, porque la diosa les había negado su
protección. Los que se encontraban fuera del tem plo fueron lapi­
dados, los que se habían acogido a los altares, apuñalados, y sola­
mente fueron dejados con vida aquellos que habían im plorado pro­
tección a las esposas de los arcontes; pero fueron aborrecidos y m al­
decidos». Las m adres ocupan aquí el lugar de A tenea; su súplica
era un sacrilegio contra la gran Diosa M adre y el propio principio
m aterno, que recibía un culto tan sobresaliente en el Metroon
ateniense79.
En la historia del desarrollo del D erecho m atrim onial ateniense
ocupa un lugar destacado el relato de H erodoto (V, 82-88) sobre
la enem istad entre eginetas y atenienses. Tiene que ser prim era­
m ente colocado aquí, y luego discutido más exactam ente. Como an­
tiguam ente la tierra de los epidaurios no produjese ningún fruto, la
Pitia había vaticinado que debían erigir en el bosque las estatuas de
D am ia y Auxesia hechas de olivo dom éstico, y entonces term inaría
la maldición: entonces los epidaurios se dirigieron a los atenienses
para pedirles si podían abatir uno de sus olivos sagrados. La peti­
ción fue satisfecha, a condición de que los epidaurios ofreciesen sa­
crificios anuales a Palas y E recteo. La condición sería cumplida du­
rante tanto tiem po com o los epidaurios estuviesen en posesión de

79 Higinio, Fáb. 274 también sería de interés, aunque estas determinaciones no


tienen una conexión inmediata con el matriarcado.

199
las imágenes de am bas diosas. Pero como los eginetas se liberasen
de sus hasta entonces señores, los epidaurios. y les robasen las imá­
genes. estos últimos ya no cumplieron lo que habían prom etido, de
m odo que los atenienses insistieron en la entrega de las dos imáge­
nes. y com o no lo lograse, atacaron Egina. P ero la em presa tuvo
un com ienzo desafortunado. A pesar de que se valieron de la fuer­
za. las im ágenes de las diosas no quisieron retirarse de sus pedes­
tales. y los atenienses que desem barcaron cayeron bajo los golpes
de los eginetas y epidaurios que habían acudido, o bien, como di­
jero n los atenienses, por la persecución de las enojadas divinida­
des. Solam ente uno regresó a A tenas, pero tam bién perdió la vida.
«Cuando él llegó a A tenas, anunció la derro ta, y al saber esto las
m ujeres de los hom bres que la lucha había llevado a Egina. se en­
colerizaron de que sólo escapase uno; rodearon al hom bre y lo pin­
charon con sus fíbulas (téisiperónéisi ión him atión), y adem ás le pre­
guntaban continuam ente dónde estaban sus m aridos: de esta m ane­
ra perdió la vida. Y esta acción de las m ujeres pareció a los ate­
nienses incluso más terrible que la derrota, y no supieron cómo de­
bían castigar a las m ujeres. Solam ente cam biaron su traje por el jo-
nio. Con anterioridad, las m ujeres atenienses habían adoptado la
vestim enta dórica, que es muy sem ejante a la corintia: entonces to­
m aron faldas de lino, con las que no necesitaban prendedores. En
realidad, esta vestim enta no es originalm ente jonia. sino caria: lue­
go. el antiguo vestido helénico de las m ujeres fue el mismo para to­
das partes, justam ente aquel que ahora llamamos doriosu. Pero ar-
givos y eginetas habían introducido entre ellos la siguiente ley: ha­
cer los prendedores una vez y media más grandes que la m edida an­
teriorm ente usada, y que las m ujeres consagraran ante todo pren­
dedores en el tem plo de aquellas diosas; de ahora en adelante no
debían llevar al tem plo nada ático, ni siquiera loza, sino que en el
futuro-debería ser costum bre beber en pequeñas escudillas del país.
Y las m ujeres de argivos y eginetas conservaron desde aquellos
tiem pos la costum bre, por el odio contra los atenienses, de llevar
todavía en mi época prendedores más grandes».
E sta historia se encuentra tam bién en otros lugares. Pólux (VI,
100) y A ten eo (X I, pp. 482-502) m encionan la prohibición de usar
loza ática. D uris, en los anales samios, parece haber conservado
m ás celosam ente el suceso com pleto. Pero por desgracia su relato
solam ente se ha conservado en un resum en claram ente inexacto del
escoliasta a E urípides, Hécuba, 933.

« D u ris re la ta en el se g u n d o libro d e los a n a le s, q u e los a te n ien se s


h a b ía n e m p re n d id o u n a ex p ed ició n g u e rre ra c o n tra los e g in e ta s. que
los h o stig a b a n co m o p ira ta s; p e ro los e g in e ta s, c o alig a d o s con los es­
p a rta n o s . m a ta ro n a to d o s los a ta c a n te s. S o la m e n te un m e n s a je ro

80 Compárese con Eustacio a llíada, V, 567; K. O. Müller, Aegínetícorum Lí­


ber, Berl. Diss.. 1817. p. 72; Doríer, Breslau, 1824, 2, 263.

200
volvió a casa tra s la d e rro ta . L as m u je re s de los c aíd o s lo ro d e a ro n ,
so lta ro n los p re n d e d o re s d el h o m b ro , y con ellos le v aciaron los ojos
y p o r últim o lo m a ta ro n . L os a te n ien se s p e n sa ro n q u e e ra u n a ac ­
ció n e sp a n to s a , y p riv a ro n a las m u je re s de sus fíbulas, p o rq u e se h a ­
b ían se rv id o d e ellas com o arm a s y n o p a ra so s te n e r sus vestidos.
E llos c u id a ro n sus c ab e llo s, p e ro c o rta ro n los d e las m u je re s. J u s ta ­
m e n te los h o m b re s llev aro n una v e stid u ra larg a, m ie n tra s q u e las m u­
je re s se p a v o n e a ro n (eb rya zo n ) con fa ld a s d o rias. P o r e sto se dice
d e ellas q u e van d e sn u d a s y sin m a n to , que im itan la co stu m b re d o ­
ria». (M ü lle r, Fr. h. g r., 2. 481)s l.

En el relato de H erodoto, la diferenciación del vestido cario-jo-


nio y del dórico-helénico adopta un significado religioso. Los dos.
especialm ente los prendedores de alfiler, a los que se asocia un sig­
nificado simbólico. Les fueron quitados a las m ujeres atenienses,
m ientras que los de las argivas y eginetas fueron aum entados de ta ­
m año una vez y m edia, y consagrados de preferencia a las divini­
dades m aternales Auxesia y Dam ia. ¿Cuál es este significado? El
sentido afrodítico-erótico no puede ser puesto en duda. La consa­
gración de los prendedores de alfiler (peroné, pórpé), a los que se
com para el vestido, tiene el mismo significado que la consagración
de los cinturones fem eninos. A m bos señalan la entrega de la don­
cellez. La consagración de los prendedores señala el paso a la m a­
ternidad, la entrada en el m atrim onio, la realización del destino fe­
menino que culmina en el télos thaleroio gamoio. El vestido cerra­
do es ahora abierto. El prendedor, símbolo primitivo de la donce­
llez, se convierte ahora en imagen del m atrim onio. El círculo par­
tido en dos por la aguja es la propia imagen del sexo asociado con
la generación: punto éste que será discutido más tarde con mayor
detenim iento. Todos los detalles del relato de H erodoto concuei-
dan con este aspecto erótico. Por lo p ronto, la naturaleza m aterna
de am bas diosas, D am ia y Auxesia, cuya conexión cerealística 110
puede ser negada82. A m bas diosas son expresiones de la m aterni­
dad telúrica, lo mismo que Talía (Plutarco, Sym p. 9. 14), y se dan
a conocer como tales ya en sus nom bres. Ayxésia se deriva de ay-
xánó, lo mismo que Aucnus-O cnus, el Plutón m antuano (Servio.
A d. Verg. A en ., 10, 198), que los an tig u o s— especialm ente Lucre­
cio— , em plearon como potencia natural que propicia y aum enta la
cosecha, deriva de augere, auctare. En D am ia, por el contrario, hay
un tronco que se repite en un gran núm ero de denom inaciones y
siempre tiene com o base la m ateria terrestre83. Por lo tanto, aque­
llas im ágenes divinas están elaboradas del tronco de un árbol que

1,1 dóriázein, para lo cual ver Suidas, s. v.; K. O. Müller. Dorier, 2, 264, notas
5 y 6, resume otras declaraciones de los antiguos.
82 Pausanias, II, 3 0,5 (donde >e tiene una especial consideración al relato de He­
rodoto), y II, 32, 2. donde la leyenda del templo trecenio es opuesta a la epidauria
y a la egineta.
83 Haré una lista más adelante, y remito entre tanto a Baehr a Herodoto, V. 82
(v. 3, p. 149).

201
rep resen ta particularm ente bien la fertilidad de la Tierra*4. Lo mis­
mo que la T ierra se com place en la fecundación constante, así Da-
m ia y A uxesia despiertan en el vientre de la m ujer el germ en de la
vida. E llas prom ueven la unión m atrim onial y son propicias a todos
los hom bres. A parecen com o verdaderas zygioi y koyrotróphio. En
torn o a esto fueron ejecutados coros de m ujeres. Por esto sería un
sacrilegio m encionarlas injustam ente en las canciones corales de los
hom bres. Tam poco hay que dudar de que aquellos arrétoi hirorgíai
de los epidaurios, que H erodoto (V, 84) asigna al culto de D am ia
y A uxesia, tenían como centro a la potencia m asculina, el falo. En
el núm ero dos de la m adre yace esta misma doble relación de la po­
tencia de la N aturaleza que ya hem os encontrado antes en la pare­
ja de gem elos de dos herm anos, como los D ióscuros, los Molióni-
das y am bos A tines. M uerte y vida, perecer y ser, son los dos as­
pectos del pod er que se m ueve eternam ente en tre dos polos83.
C om o p areja de herm anos o herm anas, están siem pre uno al lado
del o tro , nacidos de una m adre y nunca abandonados por ella.
M ientras A uxesia em puja hacia arriba a la vida, D am ia la acoge de
nuevo en su seno. E n aquélla se expresa m ás el lado de la luz de
la vida de la N aturaleza, y en ésta, el de la noche. Con esto, D am ia
aparece com o L am ia, la cruel am ante86. A m bas relaciones coinci­
den. La D se convierte en L, como sucede en lacrimae-dacrimae,
dákrya, lautia-dautia, O diseo-O liseo, y en m uchas otras palabras
que relacionarem os más tarde. Pero el núm ero dos tiene todavía
o tra conexión. M uestra la unidad de la fuerza de la N aturaleza des­
com puesta en sus dos potencias. Se origina al anteponer el hom bre
a la m ujer. M ás perfecto que el dos es el tres, porque en él al pa­
dre y la m adre se añade el nacido. E l uno es la unidad pequeña, y
el tres la grande; aquélla la unidad cerrada, ésta la desarrollada, la
unidad' en la triplicidad. E l hijo reúne en sí las naturalezas separa­
das del p ad re y la m adre. E n cada nacido, am bas potencias sexua­
les reto rn an a su indisolubilidad y su unidad original87. A través del
hijo, los padres son encadenados uno al o tro 88.
El aum ento del tam año de los p rendedores de alfiler de las ar-
givas y las eginetas en una vez y m edia, aparece como un progreso
desde el dos al tres, de la fem inidad a la m asculinidad, y representa
el espíritu simbólico de la antigua religión. E n el núm ero diez de
los directores de coro que dirigen el baile de las m ujeres en la fies­
ta de las diosas (H ero d o to , V, 83), aparece cada m iem bro de la dua­
lidad m ultiplicado p o r cinco. P ero el cinco significa el m atrim onio
p a ra los antiguos. Se consigue m ediante la unión del dos femenino

84 Eliano, Variae Historíete, III, 38 y V, 4.


85 Plutarco, de Ei apud Delph., 18: Hémin mén gár óraos lop eínaiméleslín oy-
dén, allá pása thénie physis en mésoói grnéseós kai phthorás.
D iodoro, XX, 41; Filóstrato, Vita A p o li, IV, 25; Eliano, Variae Hist.,XIII, 9.
87 Plutarco, de E i ap. Delph., 8; Isis et Osiris, 76; Sym p., IX, 3; Aristóteles, de
cáelo, I, 1.
88 Cicerón, pro Quinctio, 6: Liberis vivis affinitas nullo m odo divelli potest.

202
con el tres masculino (Putarco, de E i ap. D elph., 8). Volveremos
de nuevo a este punto más tarde con el nom bre «quinario» del A qui­
les cretense, y lo considerarem os m ás detenidam ente. E n el núm e­
ro cinco am bas m adres se m anifiestan verdaderam ente como diosas
del m atrim onio m uy relacionadas, com o zygioi, lo mismo que H era
argiva.
E n relación con esta naturaleza de la divinidad, el significado
erótico-afrodítico de la fíbula aparece p erfectam ente inteligible y
justificado. La peróné en conexión con la pórpé es la verdadera ex­
presión de la alegre m aternidad generadora que se entrega al hom ­
bre. Justam ente por esto debe aparecer como particularm ente sa­
crilego que las m ujeres atenienses se hayan servido de sus fíbulas
como instrum ento de m uerte. E n las m anos de las m atronas ate­
nienses, el sím bolo de la generación es convertido en un m edio de
m uerte. Y sin em bargo, la-m ujer no debe encontrar su felicidad en
la m uerte, sino en el gozo de la virilidad. L eucom antis, la chiprio­
ta, y G orgo. la cretense, fueron convertidas en im ágenes de piedra
porque habían m ostrado otro carácter (Plutarco, de amore, 20).
Puesto que las atenienses conocían igualm ente aquel axioma y oca­
sionaron la m uerte del único que las diosas habían respetado, de­
bían ser castigadas y dar por perdido el h o n o r de llevar el símbolo
de la m aternidad m atrim onial.
A través de estas observaciones se dem uestra la cohesión inter­
na del relato de H ero d o to , y se com prende su sentido; de esta m a­
nera, tam bién se conoce fácilm ente su significado p ara la posición
de la esposa ateniense frente al hom bre. E l cam bio en el vestido va
acom pañado de una transform ación de la situación dom éstica de la
ateniense. E l alto h onor del que hasta ahora disfrutaba le fue reti­
rado. E n el culto de las G randes M adres de la N aturaleza, la m ujer
terrestre encontraba su sacralización, y protección contra la hege­
m onía del hom bre. A sí, la gran M adre T ierra Carmenta asiste a las
m atronas rom anas, puesto que el hom bre abusaba de su poder so­
berano a través de la privación del D erecho cívico del currus (Plu­
tarco, Quaest. rom ., 53). La m ujer casada opone a la Potestas mas­
culina el carácter religioso de su calidad de m atrona, y éste descan­
sa en el m odelo de la gran M adre telúrica prim itiva, que se alza
para pro teg er a sus representantes m ortales. E sta protección es aho­
ra retirad a a las m ujeres atenienses. D am ia y A uxesia habían re­
husado regresar a A tenas; las m atronas habían perdido todo dere­
cho a su ayuda al utilizar sus prendedores. Faltas de protección,
ahora están entregadas al D erecho de los hom bres. Son privadas
dei sí mbolo de la divinidad m adre que llevaron hasta entonces. En
la misma situación se alza el pod er absoluto del hom bre. E n A te­
r í s , el culto de la potencia fem enina de la N aturaleza perdió su po­
pularidad an te a q u J de la virilidad procreadora, y en la misma m e­
dida cavó el D erech.) de la m ujer. E ste es el contenido general del
relato de H ero d o to . Pero que la potencia m atern a de la N aturaleza
siem pre estuvo agazapada en la religión ateniense se manifiesta en

203
el destino del Metroon, que todavía posteriorm ente servía para la
conservación de las leyes y actas del E stado, y lúe trasladado muy
cerca del Bouleterion, de la misma m anera que en Megara los ofi­
cios fúnebres telúricos se celebraban en el Consejo (Pausanias. 1.
43. 3)sy.
La propia A tenea se eleva a una naturaleza metafísica desde su
Mi-niticado de m adre físico-m aterial, y por último aparece como di-
\ lindad sin m adre de la más pura espiritualidad. Nunca fue tan
abandonado el vínculo con la m ateria, y perdió tanto su populari­
dad el principio fem enino de la divinidad. Solam ente en una forma
espiritualizada A tenea pudo salvaguardar su elevado significado.
Las M adres m ateriales de la N aturaleza, que estaban en la base de
la vida física puram ente sensual, ocupaban un lugar secundario, y
íepresen tab an un nivel más profundo, y vencido, de la religión y
de la vida. Pero con ello tam bién se ha apartado a la m ujer m ortal,
cuya naturaleza se ha relacionado íntim am ente con la m ateria, de
su consideración y su D erecho. En el cambio del vestido dorio por
el jonio yace un progreso decisivo de esta evolución.
La elevada, casi preponderante posición, masculina y dom inan­
te. de las m ujeres dorias, ha encontrado una expresión en un ves­
tido adecuado a su condición más libre y poco controlada: descu­
bre el m uslo, no tiene m angas y se sujeta en el hom bro, acusado
por los jonios con frecuencia de desnudez indecente, que Duris. en
el lugar más arriba citado puso de relieve con tono de reproche. En
el cam bio entre este traje dorio y el jonio. com pletam ente opuesto,
que cubre cuidadosam ente las form as fem eninas con un largo ves­
tido de lino que cae en cascada y sujeta las mangas abiertas con bro­
ches (E liano. Variae Hist., I. 18). yace una reducción del sexo fem e­
nino de la anterior publicidad y virilidad de la vida a aquel retiro y
subordinación que caraceriza la costum bre oriental, y pronto traerá
por consecuencia la degeneración tam bién oriental (Eliano. Variae
Hist., V . 22).
A l contrario de la orientación jonia de A tenas, entre los argivos
y eginetas se m antuvieron las costum bres y el vestido de las m uje­
res dorias. El relato de H erodoto los coloca en la más firme oposi­
ción. D am ia y Auxesia son hostiles a los atenienses. La m aternidad
m aterial ya no tuvo allí consideración hasta que más tarde com en­
zó a reanim arse en el culto, com batido por los hom bres, de la M a­
dre de los Dioses asiática911. Las cosas son distintas entre los egine­
tas y los argivos. E stos perm anecen fieles al antiguo principio ma­
terial fem enino de la N aturaleza. De ahí la desavenencia de ambos
sistem as. Los dorios conservan el antiguo vestido femenino y las fí­
bulas con su más antiguo significado hierático. E n efecto, para ex­
presar m ás agudam ente la oposición, aum enta una vez y media la

^ Juliano, Origines. 5. initio; Pólux, 3. 11; Focio. Métróion; Pausanias. I. 3. 2:


Suidas, s. v.; Focio. Métrugyrlés; compárcsc con Eliano Variae Hist. XIII 2d.
9(1 Juliano, Origines, 5. initio; Suidas y Focio. s. v. A4étrag\nfs.

204
longitud del alfiler del prendedor y así llevan la contienda dual a la
triplicidad del sistema religioso triádico (Plutarco, Sym p., IX. 14).
En el santuario de las Diosas M adre no debe ser usada loza ática.
La tierra ática ha perdido su sacralidad, su D erecho está roto. El
recipiente para beber debe estar fabricado con arcilla del país. So­
lam ente la tierra que form a la base física, el vientre m aterno de D a­
mia. puede agradar a la diosa. La arcilla cocida está con ella en la
misma estrecha relación que nosotros encontram os entre D em cter
y las M adres de la T ierra y de las tum bas (Pausanias. V. 20). por
lo cual Pirro, m uerto por una teja, parece estar consagrado a D e­
m éter (Pausanias. I. 13, 7). Si el agua debe ser bebida en recipien­
tes del país, entonces aparece aquí la T ierra M adre indígena como
depositaría y donante del agua que despierta la vida tam bién en su
seno. La circunstancia de que el recipiente deba ser pequeño ob­
tiene su aclaración de lo que H arm odio relata sobre las costumbres
de los figalios en A teneo (IV . 159)y1. Con esto coincide el que en­
tre muchos pueblos, com o milesios. locrios. m asaliotas y rom anos,
sólo se perm ite a las m ujeres beber aguay2. El agua, que promueve
la castidad, es conveniente para la m ujer; para el hom bre lo es el
vino generoso, que suscita la impudicia. Asimism o, vemos el culto
de D am ia y Auxesia rodeado de estatutos y costum bres que des­
cansan sobre el principio de la m aternidad m aterial de la Tierra que
ha dado origen a todo y lo colocan en la cum bre de la Naturaleza
y la religión.
M ientras A tenas coloca definitivam ente en un segundo plano el
punto de vista m aterial y el principio femenino es eclipsado en la
religión y en la familia por el masculino, los dorios perm anecen fie­
les al antiguo D erecho de la T ieria. y conservan en este punto su-
fidelidad a lo tradicional y aquella constancia que entre los jonios
tuvo que ceder ante el impulso de aspirar siem pre a más93.
En la conservación del antiguo traje dorio se manifiesta aquella
orientación que regía el D erecho del pasado, especialmente con­
tundente. Las doncellas espartanas aparecen entre los hom bres tam ­
bién con su vestido simple, que poco oculta. Sin m anto, sólo con
el quitón. la epidauiia Melisa regala su vino a los trabajadores (Pi-
teneto. Aegineí., p. 63). Tam bién las muchachas dorias danzan así.
D esnudas, se dice en Plutarco (Licurgo, 14), ejecutan cantando la
danza en corro. E sto parecía escandaloso a los atenienses; ellos opi­
nan sobre éstos lo mismo que los rom anos sobre la apariencia de
las m ujeres germ ánicas. Y es seguro que la rigurosa ocultación su­
cedía en la m ayoría de los casos sólo si to d o estaba irrem ediable­
m ente perdido y se caía en la lam entable concupiscencia. Lo que
Tácito (Germania. X V II. 18) dice de las m ujeres germ anas es igual­
V1 Sobre el significado del agua, véase Elianc. Variae Hist., I, 32.
9? Eliano. Variae Hist.. II. 38: Plutarco. Quaest. rom., 42; acerca de la muerte del
príncipe pelusgo Piano en un tonel de vino, en el que lo precipitó su hija Larisa, ver
Estrabón, X III. 621.
w F.liano. Variae Hist.. V. 18.^. inuliisiwjihoi ¡iros m óurism ovs.

205
m ente válido para las dorias; ellas llevan los brazos desnudos hasta
el hom bro, y tam bién está descubierta la parte más cercana al pe­
cho; era poco apreciado el lazo m atrim onial, inviolable para ellos
— y ningún otro aspecto de sus costum bres fue más alabado. C uan­
do la pitagórica T eano, observando la desnudez de sus brazos, dijo
a una de ellas: «Qué herm osos son tus brazos», ella respondió: «Sí,
pero no para todo el mundo» (W olf, Fragm. muí. pros., pp.
241-242). Es conocida la respuesta que G eradas, un espartano de
la época antigua dio a un extranjero cuando éste le preguntó qué
pena sufría en E sparta un adúltero. «E xtranjero, respondió el es­
partan o , entre nosotros no hay adúlteros. A quél replicó: ¿Y si hu­
biese uno? Entonces debería pagar, dijo el espartano, con un buey
tan grande que su cabeza sobrepasase el Taigeto y pudiese beber
en el E urotas. E ntonces el otro reflexionó sobre esto y dijo: ¿Cómo
es posible que un buey pueda ser tan grande?, y G eradas se rio:
¿Cóm o es posible que en E sparta pueda haber un adúltero?» (Pu-
tarco, Licurgo, 14).
El mismo escritor asocia a ello una crítica de A ristóteles (Políti­
ca, II, 68) a la constitución de Licurgo en el aspecto de la gran li­
bertad que concede a las m ujeres, totalm ente equivocada. Su pare­
cer penetra profundam ente en el espíritu de la antigua vida doria
cuando se pronuncia sobre las libres costum bres y alta posición de
las doncellas espartanas: «La desnudez de las doncellas no tiene
nada de infame m ientras vaya constantem ente acom pañada del
pud o r y sea desterrada toda voluptuosidad. Más bien les produce
satisfacción p o r la sencillez y esm ero en el decoro externo. Las
m ujeres son conquistadas por la valentía m asculina, y por lo tanto
se pudo exigir el mismo derecho al honor. P or esto las espartanas
pudieron vanagloriarse tanto como hizo G orgo, la esposa de Leó­
nidas, cuando una m ujer extranjera le dijo: «Vosotras las lacede-
monias sois las únicas que gobernáis sobre los hombres». «Somos
tam bién las únicas, respondió ella, que traem os hom bres al m un­
do». Sem ejantes respuestas de orgulloso am or propio son relatadas
en otros lugares, especialm ente en Plutarco (Laconum apophtheg-
mata, pp. 193 , 205 y 262).
Tam oién la experiencia de í pe cas más tardías ha mostrado qué
fruto fue capaz de dar m libertad de las m ujeres espaitanas no sólo
en el hogar, sino tam bién en el E stado, y así la censura de A ristó­
teles de que nunca habían servido a la patria es brillantem ente re­
futada. Los títulos honoríficos de m esodóm a y déspoina están es­
pecialm ente atestiguados p ara las espartanas1'4. El envilecimiento
de la m ujer comienza generalm ente con el m enosprecio y una pre­
sunción masculina — que se derribaría con una educación progresi­
va— , p ara la que el perfeccionam iento de nuestra época ha enos.i
trado expresiones tanto más disimuladas. 1:1 progreso de la civih

94 Hesiquio, oíkétis; Teócrito, XV III. 28; Plutarco, Licurgo, 14; E pku'to,


(Schweigh).

206
zación no es favorable a la m ujer; la m ujer estaba en lo mas alto
en las llam adas épocas bárbaras; las que vinieron después llevaron
a la ginecocracia a la tum ba, perjudicaron su herm osura corporal,
la rebajaron desde el alto lugar que ocupaba entre los dorios hasta
la suntuosa servidum bre de la vida jónico-ática, y finalmente la con­
denaron a buscar en el hetairism o la recuperación de la influencia
que les fue negada en la relación m atrim onial. El desarrollo del
m undo antiguo nos m uestra lo próxim o que está a los pueblos ac­
tuales, especialm ente a los de raíz latina.
E l significado religioso del vestido fem enino y su conexión con
el culto de una gran M adre de la N aturaleza encuentra confirm a­
ción en un relato de Plutarco sobre el aphabroma de las m ujeres
de M egara (Quaest. grec., 16): «¿Q ué se entiende por el ciphabro-
ma de las m egarenses? El rey Niso, del que Nisea tom ó su nom bre,
había desposado a A b ro ta de B eocia, hija de O nquesto y herm ana
de M egareo, una m ujer que se distinguía por su inteligencia tanto
como p o r su virtud. D espués de su m uerte, los m egarenses la llo­
raron espontáneam ente. Para eternizar su recuerdo, Niso ordenó a
las m egarenses que debían ad o p tar el vestido que ella había lleva­
do. E ste vestido fue llam ado aphabrom a a partir de su nom bre. La
propia divinidad parecía h ab er tom ado el honor de esta m ujer bajo
su protección, m ientras que las m egarenses con frecuencia fueron
estorbadas en su intención de cam biar el vestido im plantado». Este
m ito da una form a enorm em ente curiosa de la idea de una relación
íntim a del traje fem enino con el culto de la gran M adre de la N a­
turaleza. Com o todo en la vida y en el E stado, el vestido es un he-
, cho religioso. Su modificación supone un sacrilegio contra la divi­
nidad. E n esta oposición, la transform ación ateniense aparece en
todo su significado, y com o un cam bio del culto religioso. Lo mis­
mo que el vestido con prendedores coincide con el culto de Dam ia
y A uxesia — al mismo tiem po que en A tenas se hundió con él y con
él continuó entre argivos y eginetas— , así el aphabroma se asocia
a la beocia A bro tas, que coincide con la rom ana Larentia, la am an­
te M adre T ierra, tan to en su nom bre com o en su culto funerario.
Para abandonarlo y confundir la estola paternal con una m oderna,
se pecó contra la G ran D iosa, prototipo y p rotectora de las m uje­
res m egarenses. Tam bién aquí aparece la constancia y el am or por
lo tradicional de los dorios en oposición a la innovación jonia, y
aquí tan to más dignas de atención, m ás potentes, son las influencias
de la vecina A tenas. Solam ente el tem or religioso fuertem ente en­
raizado que gobierna con un doble p oder el alm a de la m ujer pudo
oponerse al ejem plo seductor de la ciudad, vecina. El culto cealíoti-
co-telúrico conform a el punto central de la religión m egarense95.
Ino-L eucotea fue venerada prim ero allí (Pausanias, I. 42. S). Ale-
m ena fue en terrad a en M egara según la orden del oráculo de D el­
fos (Pausanias, I, 41, 1). Filom ena fue vengada por las m ujeres

” Pausanias,.1. 39. 41; I, 40, 5; I, 42, 7; I. 43, 2.

2<r
(Pausanias, I, 41, 7). H ipólita, la h erm ana de A ntíope, huyó hacia
M egara. Su m onum ento funerario tiene la form a del escudo am a­
zónico (Pausanias, I, 41, 7). Al principio m aterno de D em éter no
podía agradarle el am azonism o hostil a los hom bres. A frodita fue
venerada com o Epistrophia y Praxis, asimismo de significado com­
pletam ente erótico, y las m ujeres expiaron el pecado de la m uerte
de Itis m ediante un llanto eterno (Pausanias, I, 41, 7). Tam bién la
«carrera de las m ujeres» tiene un sentido erótico; en ella las mega-
renses, según A polodoro y Plutarco, se arrojaban al fecundante
m ar. E n el mismo nom bre de M egara encuentra expresión la esen­
cia de una M adre de la N aturaleza venerada en un hipogeo sub­
terrán eo , una D anae encerrada en una habitación de oscuro bron­
ce96. Sobre tal fundam ento descansa la elevada posición de las m u­
jeres m egarenses. A b ro ta, la espléndida, es reducida a la gineco­
crática b e o d a 97. E n su relación sororal con M egareo hay un rastro
del D erecho de la m ujer, que ya no nos resulta enigm ático a la luz
de las anteriores observaciones. T iene un doble significado en re­
lación con el culto m egarense de L eucotea; las rom anas im ploran
en el tem plo de L eucotea p o r la salud de los hijos de sus herm a­
nas98. Asimismo el parentesco sororal pasa p o r ser más sagrado,
aunque el D erecho p atern o predom ina en la sucesión. El vestido fe­
m enino m egarense, cuyo origen fue derivado de A b ro ta, tiene sin
duda carácter dorio. Más tard e, M egara ocupa una elevada posi­
ción en tre las ciudades dorias heráclidas (Pausanias, I, 39, 4), y su
íntim a relación con C orinto — separada solam ente por un angosto
estrecho— , cuyo vestido fem enino era tan parecido al dorio , lle­
va tam bién a la misma suposición. A b ro ta aparece como una diosa
enorm em ente agresiva, una im agen de la m ujer doria form ada tam ­
bién p ara la habilidad g u errera, com o la desposada germ ánica.
U n eco de la independencia de la m u jer m egarense se h a con­
servado en la lejan a C alcedonia, una colonia de M egara fundada
en el segundo año de la X X V I O lim piada, según E usebio, a la en­
trad a del B ósforo. L a explicación histórica de P lutarco no m erece
ningún crédito, p ero la costum bre es indudablem ente la m ism a, e
indica una extensión tradicional, poco com ún, de la independencia
fem enina. M e contento con d ejar que Plutarco (Quaest. gr., 49) h a­
ble p o r sí m ism o, y más tard e en contraré la ocasión para ofrecer
una aportación y p ara p o d er apreciar la inform ación.

96 Siudas, s. v.; Pausanias, loe. cii., y IX, 8, 1.


97 Pausanias, I, 39, S; I, 41, 7; 1, 42, 1.
98 Plutarco, Quaest. rom., 13-14. Yo añado a la observación de Tácito citada
más arriba sobre el significado germánico de la relación sororal (Germ ania, 20); So-
rorum ftliis idem apud avunculum, qui ad patrem honor. Quídam sanctiorem artio-
remque hunc nexum sanguinis arbitrantur, et in accipietidis obsidibus magis exigunt:
tamquam ii et animum firm ius et dom um latius teneant. Heredes lamen seccessores-
que sui cuique liben.
99 T eócrito, XV, 34; K. O. Müller, Aegineticorum Líber, p. 64.

208
ma, sino gennaia, por lo que no eran un riesgo, sino una ayuda para
el E stad o 1111.
Si ahora regreso de C alcedonia a la m etrópolis M egara. es para
despejar una duda tanto m enor cuanto que la colonia doria se des­
taca tan frecuentem ente en la lengua y la organización de la m etró­
polis, y tan contundentem ente por el dorism o puro de los mesemos
expulsados (Pausanias. IV. 27. 5): «En el año 300. los mesemos sa­
lieron del Peloponeso, y durante este tiempo no cam biaron las cos­
tum bres de su patria, y tam bién dejaron tan intacto el dialecto do­
rio que incluso ahora en ninguna parte es hablado con tanta pureza
como entre ellos». A cerca del dorism o de M egara. del que nos da
algunos indicios A ristófanes en Los Acarnienses, habla Pausanias
(1. 39. 4). Jám blico (Vida de Pitágoras, 34). llama al dialecto dorio
el más antiguo y el m ejor, y lo com para a la categoría de sonidos
arm ónicos, porque consta de vocales matizadas. Las vocales largas
A y £2 predom inan en él, con frecuencia circunflejas, y se perciben
especialm ente puras y claras. Llam o la atención sobre una observa­
ción acerca de esto surgida de la escuela de los pitagóricos, porque
más tarde se destacará especialm ente la relación interna entre la ele­
vada posición de la m ujer doria, el fundam ento físico-femenino de
su religión y la predom inancia de las vocales graves en su lengua.
Bizancio, la ciudad fundada solam ente diecisiete años después de
Calcedonia en un lugar más favorable, m uestra la unión con su m e­
trópolis y el recuerdo de la patria incluso en el nom bre de la re­
gión, que llevó consigo. Los cultos divinos bizantinos son los m e­
garenses, para lo cual K. O. M üller (Dorier, 1, 121) expuso los d e­
talles. La lengua de Bizancio fue la doria durante mucho tiem po;
tam poco después la ciudad se enajenó su pasado peloponésico cuan­
do acogió a gran núm ero .de colonos y entró en una estrecha rela­
ción con los vecinos tracios. Es en la época de la decadencia cuan­
do es especialm ente puesta de m anifiesto la prostitución de las m u­
jeres y la gula de los hom bres bizantinos (Eliano, Variae Hist., III,
14)-
Tan insignificantes son las huellas del m atriarcado m egarense,
pero sin em bargo tan dignas de atención. Pero tam bién en M egara
venció el principio de la paternidad'.- En efecto, aparece más com ­
pletam ente realizado que en la alejada colonia, un fenóm eno que
se repetirá en tre los locrios. L a absoluta victoria del principio m as­
culino sobre el fem enino se asocia tam bién en M egara al culto apo­
líneo. La ciudad tenía dos acrópolis, una caria con el megaron de
D em éter, hacia el N orte, todavía reconocible (Pausanias, I, 40, 5),
y o tra más reciente, cercana al m ar, con el tem plo de A polo. V e­
mos aquí am bos principios, el fem enino más antiguo y el masculino
más reciente, uno al lado del otro. E n la acrópolis m eridional A p o ­
lo era adorado no sólo com o Dekatéphoros y Pitio, sino tam bién
como Archégetés, o antepasado. Las m urallas las construyó Alca-

11,1 Compárese con Aristóteles, Política, IV, 4, 1.

210
too, hijo de P élope, al sonido de la lira que tocaba el dios. A polo
había depositado su instrum ento sobre la piedra resonante que se
veía en el castillo (Pausanias, I, 42). Teognis el m agarense (verso
752) celebra el acontecim iento con las siguientes palabras:

« P a ra p ro b a r tu fa v o r a A lc a to o , h ijo d e P é lo p e , tú , re y A p o lo , n o s
has e le v a d o la fo rtalez a » .

La hija de A lcatoo, P eribea, fue enviada a C reta como tributo


junto con las doncellas áticas. La isla M inoa, que yace ante el p u e r­
to de M egara, recuerda el m ism o ciclo legendario. A sí se prueba
para M egara el mismo significado apolíneo que se había dem ostra­
do en A tenas. E l dios pítico es el fundador del elevado D erecho
masculino, que tam bién encuentra su representante en A lcatoo,
hijo de Pélope, vencedor del león. E ntonces los pelópidas llevan,
como dem ostrarem os m ás exactam ente en Elide, la señal de la as­
cendencia patern a en el brazo derecho, y la de la m aterna, en el
izquierdo.
La antigua fortaleza caria, p o r el contrario, está en la más ínti­
ma relación con D em éter, el principio fem enino de la fecundidad
telúrica. El D erecho fem enino aparece así como una costum bre ca-
rio-lélege, y el D erecho m asculino, como una ley dórico-apolínea.
Este últim o consiguió la victoria, aunque la m ujer conservó una
gran independencia, que distinguía a las m ujeres dorias de las jo-
nias, y tenía su fundam ento religioso en ei principio m aterno telú ­
rico, que en tre los dorios estaba rodeado de una gran sacralidad102.
El relato de Pausanias sobre el asesinato por H eracles de los
tres hijos que había tenido con M egara m uestra qué difícil fue en
esta ciudad la victoria del principio apolíneo. El se separó de ella
y dio en m atrim onio a esta m ujer de treinta y tres años a Y olao,
de dieciséis, una unión que Plutarco (de amore, 9), pone como
ejem plo de un m atrim onio dom inado por la m ujer . A sí H e ra ­
cles, el gran vencedor de las m ujc/es. fracasa ante la elevada posi­
ción de la m ujer m egarense, de ia que él se separa, como Teseo de
A riadna.
El m egaron cario nos condui.. u un relato de H erodoto (I, 146),
en el que está contenido un r e c a í d o del antiguo derecho fem eni­
no: «H an partido del pritan eo di. .os atenienses, y ahora creen que
son los más nobles de todos los c ilio s; no aportaron ninguna m u­
je r a sus colonias, sino que tom aio n m ujeres carias, a cuyos padres
m ataron antes. Y a causa de este asesinato, las propias m ujeres hi­
cieron una ley y se unieron en un juram en to , que transm itieron a
sus hijas, de que nunca com erían ju n to a sus m aridos, no los lla­
m arían p o r su nom bre, p o iq u e ellos habían m atado a sus padres,
m aridos e hijos, y ahora, u pesar de todo cohabitaban con ellus.

1,12 Sobre nulo esto, ver Pausanias, 1. 41-42.


1U3 Con eslo coindice Pausanias. 1. 41. 1, y X, 29, 3.

¿11
Listo sucedió en M ileto»llH. Eliano (Variae Hist., V II, 5) reíala: «E n­
tonces los jonios vencieron a los antiguos milesios, m ataron a todos
los hom bres, excepto a los que habían podido huir de la tom a de
la ciudad, y tom aron en. m atrim onio a las m ujeres e hijas de los
asesinados».
En el relato de H erodoto se m uestran claram ente los rasgos
esenciales de la ginecocracia, cóm o ella estaba en vigor en Caria,
tan cercana y parecida a Licia. E n el juram en to que prestaron las
carias, y cuya fuerza se transm itió de m adres a hijas, reconocem os
aquella independencia de la posición fem enina y aquella estrecha re­
lación entre los descendientes de la línea fem enina y el linaje de la
m ujer que ya anteriorm ente habíam os encontrado como uno de los
rasgos principales de la ginecocracia. La costum bre de no nom brai
a sus m aridos tiene una curiosa analogía con la prohibición de ha­
blar al padre o al hijo en la fiesta de Ceres (Servio, A d . Verg. A en .,
IV . 58). Pero aunque tuviese su raíz en la antigua ginecocracia. se
convirtió en un signo de la servidum bre ante los conquistadores jo ­
nios. Las carias, antes señoras del hogar, se convirtieron ahora en
criadas del m arido. C om partían la cam a, pero no la mesa, con él;
no lo llam aban por su nom bre, sino solam ente «señor». El relato
de H erodoto com prende así dos aspectos: un recuerdo de la época
prejonia de la predom inancia fem enina y una descripción del pos­
terio r desprecio por las m ujeres. A quél se m uestra especialm ente
en la transm isión del ju ram en to de m adres a hijas: éste, en la su­
bordinación servil que excluye a la esposa de la participación como
señora del hogar en el honor de su m arido. Esto mismo es válido
para las comidas separadas de hom bies y m ujeres. Tam bién esto
era sin duda una antigua costum bre curia, pero ahora se hu conver­
tido en una m uestra de la humillación de la m ujer. La costum bre
caria de com idas separadas para hom bies y m ujeres nos m uestra la
existencia de syssitias para los hom bres. D e o ú o m odo, no puede
ser concebida esa separación. Los hom bres comen juntos, y las m u­
jeres no tom an parte. E stán atadas a los hogares, esperan allí a sus
hijos y cuidan los bienes. D e A ristóteles (Política. II. 4. 1). resulta
que las syssitias de las m ujeres eran com pletam ente desconocidas.
Son presentadas aquí com o una reprobable novedad de legislado­
res tardíos. Si el propio escritor en su fragm ento sobre la constitu­
ción cretense (M üller. Fr. h. gr., 2, 131), utiliza las palabras hóste
ck koinoy trépliestluii puntas kai gynuikus kai paulas kai ándras,
entonces está pensando solam ente en la aceptación pública de los
gastos de m antenim iento, y no en la extensión de las syssitias a las
m ujeres y los niños.
Platón (Leyes, VI, 21) reprende como un erro r de los decretos
espartanos y cretenses que no hubiesen decietado nada sobre la p ar­
ticipación de las m ujeres en las comidas com unes, por lo que se con-
lirm a de nuevo la exclusión del sexo fem enino de las syssitias. Por

10J A I mismo mucm ; rclicu Pausanias. V I. 2 p. 523

212
esto se llam an, con razón Antiria o Andreia, que de las dos m ane­
ras está atestiguado por A ristóteles y Hesiquio para laconios y
cretenses1111’.
En relación con estas syssitias masculinas, la ginecocracia se co­
loca bajo una nueva luz. El hom bre parece alienarse de la casa, de
la m ujer y los hijos. La m ujer, por el contrario, está estrecham ente
unida a ésta, y tanto más íntim am ente cuanto más lejos se m antie­
ne del hom bre. De este m odo, la ginecocracia famiiiar resulta de
ella misma. El hom bre se proyecta hacia fuera, la casa se queda
para la m ujer, cuya naturaleza la define como Domisedu. Para la
familia, la m adre lo es todo, el padre tiene su destino prim ero y
esencial en el ejército, en la ciudad y en la actividad pública. Así.
la familia perm anece en una estrecha asociación con la m adre, el
D erecho m aterno sólo parece adecuado a tales condiciones. El
muchacho se pasa a los hom bres, y la doncella perm anece fiel a la
casa. Ella solam ente sigue a la m adre. El hom bre sigue extraño a
la m ujer: tam bién la vida de la m ujer está más segura que la del
hom bre. Este sucum be en la guerra, y así la m ujer sigue conser­
vando la casa. La decadencia de los calcedonios, el asesinato de los
carios por los m elios. el abandono de las m ujeres escitas son sólo
algunos ejem plos de una serie com pleta que nos ofrece la A ntigüe­
dad. Con esto no se dice que la ginecocracia se tuvo que m antener
necesariam ente tanto tiem po como duraron las syssitias de los hom ­
bres, sino solam ente que am bas estuvieron originariam ente em pa­
rejadas, y fueron parejas en las condiciones más antiguas. Más tar­
de, el m atrim onio sucum bió en muchos lugares donde las syssitias
se conservaron o encontraron una nueva sanción a través de la le­
gislación. E n otros lugares, vemos continuar el m atriarcado y eclip­
sarse las syssitias. En C reta, Minos incluyó las comidas masculinas
en sus decretos, y sin em bargo m antuvo, según Estrabón (X. 482).
el reparto de la herencia del padre como ya en la Odisea (X IV . 206)
hicieron los hijos de C ástor Hilácida: la herm ana no recibe la m i­
tad de lo que le corresponde al herm ano, sino tanto como él. Para
la Italia m eridional, A ristóteles (pol., V II, 9, 2) y Dioniso de H a-
licarnaso (I. 34), señalaron la continuación de las syssitias en algu­
nos pueblos, y ju stam ente en aquellas tierras los locrios epicefirios
de raíz lélege conservaron el antiguo D erecho m aterno. Italia es en
la A ntigüedad, com o hoy en día, aquel país en el que en la vida y
en la religión florecen antiguas costum bres y concepciones vencidas
en otras partes, com o que las A m azonas vencidas por Teseo pasa­
ron a Ita lia 106, que O diseo. para buscar a su m adre en el H ades se
dirigió hacia O ccidente, com o H om ero describe en el libro décimo
de la Odisea, que Plutarco, en de legendis poetis recom endaba es­
pecialm ente a las m ujeres: e incluso en una época tardía, según Plu-

w> Plutarco. Sym poi.. VII. V: Lslrabón. X. 4X2.


Tzetzes a Licofrón. 1331-1340: Pottcr. p. 135: t.iieidu. XI. 755. Compárese
con Ilijiiniu. Fáb. 252: Pausanias. V. 25. p. 4?í.

213
«¿Por qué las calcedonias, cuando hablan con hombres extranjeros
y particularmente con magistrados, acostumbran a cubrirse solamen­
te una mejilla? Los calcedonios, irritados por toda clase de injurias,
emprendieron una guerra con los bitinios. Mientras Zipoetus, rey de
los bitinios, llevó al campo de batalla a todos sus hombres más una
tropa auxiliar tracía, ellos invadieron su territorio y lo arrasaron a
hierro y fuego. En un lugar seguro, llamado Phalium100, Zipoetus
los atacó, y aquí ellos, a causa de su atolondrada fogosidad y desor­
den, lucharon tan desafortunadamente que perdieron ocho mil sol­
dados, y hubieran sido completamente aniquilados si Zipoetus, para
agradar a los bizantinos, no hubiese firmado la paz con ellos. A cau­
sa de la falta de hombres que por esto sufrió la ciudad, la mayoría
de las mujeres fueron obligadas a casarse con libertos o metecos.
Pero algunas prefirieron la viudedad a semejante matrimonio, y tu­
vieron que exponer ellas mismas su asunto ante los jueces y la au­
toridad, con lo cual se acostumbraron a retirar el velo de un lado de
la cara. Las casadas lo imitaron, y así la costumbre finalmente se
generalizó.»

A quí se presenta com o nueva, originada por la mala suerte en


la batalla, una costum bre que sin duda es antigua, que fue m ante­
nida en pie por las m ujeres contra la nueva situación. Fue recono­
cida para todas las m ujeres casadas, m ientras que fue olvidada para
las doncellas. Pero entre las m ujeres casadas, las viudas aparecen
especialm ente distinguidas. E l derecho fem enino a la independen­
cia fue especialm ente salvaguardado por ellas. R ecom iendo prestar
atención a este rasgo, porque como continuación a mi interpreta­
ción se ofrecerán todavía otros ejem plos de una posición destaca­
da, unida a la ginecocracia — ahora tanto más estrecham ente— de
las viudas dedicadas al culto de la gran M adre de la N aturaleza. El
D erecho de las m ujeres calcedonias constituye la más aguda opo­
sición a la dependencia civil de las rom anas, que pasan de la au to ­
ridad del padre a la del m arido — y de los agnados— . y no tienen
acceso a los tribunales y m agistrados. En efecto, creo no equivo­
carme cuando afirm o que el m atrim onio de las m ujeres de Calce­
donia, que habían enviudado, con libertos y m etecos solam ente se
puede im aginar bajo las condiciones del D erecho m aterno. Sola­
m ente si en C alcedonia el hijo se afiliase a la m adre, la población
de la ciudad podría ser renovada con hom bres de posición inferior.
Solam ente entonces los hijos serían auténticos ciudadanos de Cal­
cedonia. D e este m odo, somos rem itidos a una observación de H e­
rodoto (I, 173), sobre el D erecho fem enino licio. C uando en Licia
una ciudadana se unía con un esclavo, los niños eran gennaia. Se­
gún este D erecho, el m atrim onio con libertos y metecos no encon­
traba ninguna oposición. Los hijos de tal m atrim onio no eran áti-

lu<l El nombre es recordado en el legislador calcedonio Phaléas, en Aristóteles.


Política, if, 4, 1. El sentido lo toma del samio Ploíon, donde Dioniso venció a las
Amazonas, sobre lo que volveré más tarde.

209
turco (S ym p .), el conjurador de los m uertos era buscado con pre­
ferencia en Italia.
Tam bién para M egara están atestiguadas las syssitias. Existían
allí todavía en tiem pos de Teognis (verso 305), m ientras que en Co-
rinto, al ser propicias al m ando aristocrático (Plutarco, Sym p., V II,
9) fueron abolidas por Periandro (A ristóteles, Política, V, 9, 2). Po-
lem ón en A teneo (X I, 483), m encionaba las Démósiai thoinai de
los argivos, entre las que, conectado con el culto tem plario de D a­
mia y A uxesia, solam ente se usaba loza. Para la arcádica Figalia co­
nocem os la misma costum bre por un libro de H arm odio acerca de
las instituciones de los figalios en A teneo (IV , 149). En esta anti­
gua costum bre de las comidas masculinas en com ún, que tam bién
se llaman phiditia, A ristóteles (Política, V, 9, 2) y Plutarco (Sym p.,
II. 10), ven un ascenso y un fortalecim iento de aquellos sentim ien­
tos de correspondencia, am or fraternal e igualdad que Platón bus­
caba fortalecer entre sus soldados y establecer en el E stado m edian­
te la m aternidad colectiva de la Tierra. E n efecto, no podem os ne­
gar una relación intrínseca de aquella institución civil y esta con­
cepción religiosa. La idea de un parentesco de sangre de todos los
soldados, surgido de la m aternidad colectiva de la T ierra, ha en­
contrado en la asociación su aplicación y su expresión correspon­
diente. En oposición a esto, aparece la frecuentem ente llam ada por
los antiguos com ida de O restes, en la que se disuelve la com uni­
dad. C ada uno recibe su pan y su carne, cada uno su vaso particu­
lar y su propia mesa. Nadie se preocupa por el o tro, no los une
ninguna conversación, reina un silencio general. A sí nos describe
Plutarco (Sym p., 1 , 1, y 2. 107) la comida oréstica, y a ésta le corres­
ponde la fiesta de los m onophagi en Egina, ligada al servicio de una
gran M adre de la N aturaleza (Plutarco, Quaest. graec., 44). D e la
m anera indicada, D em ofonte, rey de A tenas, obsequió al m atrici­
da cuando él, todavía no purificado del asesinato, encontró acogida
a su lado (A teneo, X , 437). O restes encontró acogida en Trezén de
la misma m anera. Cerca del santuario apolíneo está la O réstof
skéné, ante cuya entrada se alzaba el laurel sagrado, surgido del m e­
dio expiatorio enterrado en la tierra. O restes hizo su m uda comida
ante la tienda sagrada para los hom bres destinados a la expiación.
La relación de las com idas individuales separadas con el nom bre
del m atricida descansa sobre la misma idea que hem os reconocido
en la conexión de las com idas colectivas con el culto m aterno de la
Tierra. El m atricida profana la T ierra, que instituye bajo ella la re­
lación fam iliar de los hom bres. Por esto se perdió entre ellos la co­
m unidad inicial. Solam ente a través de la expiación de la falta con­
tra la M adre prim itiva puede aquélla ser establecida de nuevo. Por
esto la com ida d j O restes se convirtió en una fiesta general de ex­
piación de la T i e r a M adre. Así se representa en la ateniense hjorté
tón choón. En la ilescripción de la mism a, tal y com o nos 1.. pro­
porciona Fanodem en A teneo (X, 437), se diferencian dos j'artes:
penitencia y expiauon por un lado, y después reconciliación con la

214
divinidad. A quel prim er acto representa la culpa de O restes, y la co­
munidad hum ana disuelta por el crim en; este segundo, su purifica­
ción. que establece la paz con la divinidad, anula la ruptura de la
m aternidad y por esto restablece la com unidad de la vida hum ana.
En la prim era p arte de la fiesta dom ina la idea de la m uerte, y
en la segunda, la de la vida de nuevo floreciente. A m bos polos de
la existencia terrenal aparecen de nuevo en su íntima relación y efec­
to recíproco. Las costum bres de la fiesta fueron atribuidas al rey D e­
m ofonte. «m atador del pueblo», nom bre que más arriba hemos en ­
contrado como título del licio-corintio B elerofonte. Pero la apuesta
de beber y el prem io en juego, la placenta de harina, miel y queso
(V arrón, de re rustica, 76), lo mismo que la consagración de las co­
ronas en el tém enos en límnéi nos m uestran el p oder, que allí apa­
rece com o potencia destructora, en su significado opuesto, genera­
dor de vida, que fue contem plado en su espontaneidad y carácter
totalm ente originario en la vegetación palustre. En relación con la
fiesta de las choaí, O restes aparece como representación de la m a­
ternidad de la m ateria ofendida y luego expiada. En la comida de
Orestes se anula la com unidad de la vida. D espués de la expiación
realizada, com ienza de nuevo. D e nuevo la T ierra da comida y be­
bida en abundancia, es expulsado Bulim os y se instalan la riqueza
y el bienestar (Plutarco, Sym p., V I, 8); de nuevo los hom bres se
aseguran el favor de la T ierra, de nuevo se dan cuenta de su fra­
ternidad. En las com idas masculinas en común encuentra expresión
esta idea religiosa, del mismo m odo que la silenciosa comida aisla­
da de O restes resulta de lo mismo. A m bos aspectos están opuesta­
mente asociados, am bos estrecham ente unidos al m atriarcado y a
la transform ación de las Erinnias en Eum énides bajo el influjo su­
perior y reconciliador de A polo.
A estas observaciones nos ha llevado la visión del D erecho m a­
terno y de las syssitias masculinas, que en prim er lugar encontra­
mos entre los carios. Tam bién son válidas para C reta, de cuyo m a­
triarcado originario hem os hablado más arriba. Carios y cretenses
están en la más exacta correlación. Sarpedón, herm ano de M inos y
R adam antis, llevó a los cretenses hacia Asia (H erodoto, V II, 92).
Cretenses y carios hablan la misma lengua (E strabón, X IV , 2, 3).
U na relación igualm ente estrecha une a los carios con los licios meo-
nios, de los que más tarde se tratará con detalle. El term ilio A rsalo
se repite en el príncipe cario A rsalis de M ilasa107. Pero M ilasa po­
see el vetusto santuario del Zeus Statios cario, en el que misios y
lidios participan com o parientes de sangre de los carios, puesto que
Miso, Lido y C ar eran h erm anos108. D esde Milasa, Arsalis fue a
ayudar a Giges cuando éste derribó al últim o hijo de la dinastía real
asiria de los heráclidas, y dom inó la insurrección de los viejos ele­
mentos indígenas del pueblo y la raza de los gigantes, de los que

107 Plutarco, Quaest. graec., 45, de Delph. orac., 21.


m H erodoto. I, 171; Estrabón, XIV, 2, 23.

215
había recibido el anillo del poder. El hacha del p o der que Heracles
arreb a tara a O nfale, p ero que los heráclidas licios habían recibido
de ésta, fue arreb atad a p o r Giges de las débiles m anos del último
rey asirio y consagrada al Z eus Labrandeus cario (Plutarco, Quaest.
graec., 45). A sí, el D erecho m aterno licio se m uestra como el D e­
recho prim itivo de aquellos pueblos, con el que se inaugura la His­
toria de A sia M enor y G recia. Los propios carios en tran en la más
estrecha relación con los léleges109. Los milios, (tam bién llamados
term ilios p o r la triplicidad del poder), este pueblo tan análogo a los
licios y carios cretenses110, se derivan de Milo, el hijo del mesenio
X L éle g e , que aparece com o aytóchthón, es decir, hijo de la T ierra,
transm ite a su hija el pod er (E strabón, V II, 322). D ecididam ente
; raiz lélege son tam bién los locrios (E strabón, V II, 322), cuyo De-
rc :ho m aterno se conserva reconocible todavía m uy tarde en su co­
lonia de Epicefiria. E l santuario cario de H era de Samos fue fun­
dado p o r los léleges y las Ninfas. M enodoto el Samio relata en A te­
neo (X V , 671; M üller, Fr. ft. gr., 3, 103) cóm o antiguam ente la ima­
gen de la divinidad, com o la de D am ia y A uxesia, rehusó seguir a
los saqueadores tirrenos, que debían llevarla a A rgos; cómo fue en ­
contrad a en la orilla, envuelta en ram as de sauce, y cómo la fiesta
del tóm a, en la que los carios se adornaban con coronas de sauce
conserva el recuerdo de aquel suceso. A quí carios y léleges apare­
cen en una estrecha asociación religiosa y se consagran preferente­
m ente al culto del principio m aterno de la N aturaleza. E n la coro­
na de sauce con la que se adornan — y cuyo significado posterior­
m ente resultará todavía más determ inado p o r la com binación con
el anillo prom eteico— , se m uestran com o consagrados y p ertene­
cientes a la gran M adre sam ia, que en los sauces que crecen prefe­
ren tem en te en el agua da a conocer la fuerza de su m aternidad
pang en erad o ra, lo mismo que las antiquísim as coronas de narciso
están consagradas a la gran divinidad, es decir, a la subterránea
(Plutarco, S ym p ., III, 1).
Sobre este m odelo descansa el m atriarcado de la m ujer caria y
lélege, que ha dejado una consecuencia digna de atención, incluso
en época tard ía, en la destacada posición de las herm anas A rtem i­
sia y A d a , que estaban casadas con sus herm anos y desem peñaron
gloriosam ente la realeza (E strabón, IV , 656).
E l santuario de H era fue construido con ayuda de las Ninfas. El
principio fem enino de la N aturaleza se presenta actuando aquí. En
el culto de la oveja, imagen de la T ierra g eneradora, atributo de
H era , en el culto de A frodita en kalám ois o en hélei de las hetairas,
en el Sam íón layra y en Sam ión ánthé se continúa el culto de la m a­
ternid ad p u ram en te m aterial de una m anera característica111. E n re-
K9 Pausanias, VIII 2, p. 525; Estrabón, X III, 611; VII, 321, XIV, 661, los lla­
man directam ente moíra toy kasikoy.
110 Pausanias, V II, 3, 2; Estrabón, XII, 7, 5.
111 Eliano, de nat. anim., XII, 40; Clemente de Alejandría, Protreptico, p. 11;
A teneo, XII, 540; X III, 572.

216
iación con esto, la procedencia am azónica de la doble hacha que
los carios llevaron a Zeus Labrandeus adquiere su auténtico signi­
ficado. Com o en Licia, A tenas y M egara, tam bién en Caria el ama-
zonispio fue vencido. La m ujer no obtuvo su gloria en la doncellez
guerrera y hostil a los hom bres. Lo mismo que las licias, tam bién
las carias cum plieron el destino de la m ujer m ediante el m atrim o­
nio y la vida conyugal, destruyendo el amazonismo. Pero en el m a­
trim onio dom ina la m adre, cuya elevada posición tiene su funda­
mento religioso en el culto al principio fem enino de la N aturaleza,
a D em éter fructífera.
Al hom bre le está asignada la guerra. Z eus Stratios aparece
como pro tecto r del hom bre (E strabón, X IV , 659). Las comidas co­
lectivas unen a los guerreros, m ientras que la m ujer cuida de la
casa, los bienes y los hijos. Este D erecho se hundió con la conquis­
ta jonia. Lo que H erodoto relató sobre los sucesos de Mileto se
hace doblem ente digno de atención cuando lo com param os con el
relato de Plutarco sobre el destino de los carios en Críaso. Lo mis­
mo que M ileto p o r los jonios, Críaso fue colonizada por los melios
dorios (Polieno, V III, 56), del mismo m odo que luego Tzetzes (a
Licofrón, 1388), hace ocupar a los dorios las ciudades carias de Tin-
gras y Satrion. C ontra los dorios, la m ujer caria se portó de una m a­
nera com pletam ente diferente que frente a los conquistadores jo ­
nios. Los trataron hostilm ente y con masculina determ inación, y así
un fenóm eno opuesto se produjo en Críaso. C afena, la caria, por
am or al caudillo dorio, el bello N infeo, sacrificó a los hom bres de
su pueblo, que según las costum bres carias aparecían solos en los
banquetes de guerreros — como los m acedonios de A m intas en H e­
rodoto (V , 18)— , al sentim iento de venganza de las m ujeres do­
rias, que aparecieron con sus m aridos, del mismo m odo que las ¿li­
rias acostum braban a hacer (Eliano, Variae Hist. III, 15). Esto relata
Plutarco, de muí. virt. Melienses. La ginecocracia caria está más cer­
ca de la independencia de la m ujer doria que de la subordinación
de la jonia. La costum bre caria se une con el dorismo más fácil­
mente que con la vida jonia. En todos los aspectos se m uestra la
misma ley: cuanto más primitivo es un pueblo, tan to más elevado
está en la religión el principio fem enino de la N aturaleza, y en la
vida el p o d er y la autoridad de la m ujer. La ginecocracia es la he­
rencia de aquellos pueblos que E strabón (V II, 321 y X II, 572) des­
cribe como bárbaros, como los prim eros habitantes prehelenos de
G recia, y cuya constante migración abre la H istoria antigua, del mis­
mo m odo que los m ovim ientos de los pueblos nórdicos abren una
edad del m undo m ás tardía a la H istoria de nuestra época. Carios,
léleges, cauconios, pelasgos, ocupan el prim er lugar entre los plané-
tikoi. Ellos desaparecen o se ocultan bajo otro nom bre. Con ellos,
tam bién las ideas y costum bres de los tiempos primitivos encuen­
tran su decadencia. Sólo aquí y allá se conservan restos reconoci­
bles de un sistem a que descansaba sobre todo en la anteposición de
un principio fem enino de la N aturaleza, que tenía que agradecer su

217
conservación parcial a este fundam ento cultual, pero cuya forma
perfecta solam ente puede ser restablecida m ediante la comparación
de rasgos aislados, conservados en pueblos d istintos112.

112 Sobre la ginecocracia de los carios se encontrarán otros datos en Eckstein.


«Les Cares ou Cariens de l’antiquité», en Rev. archéologique, 14. année. 6.7 (1857).
esp. 45, pp. 396 ss. La forma de tratam iento a la que está sometido el tema me trae
a la mem oria las palabras de un célebre italiano: quando accende il suo turne, riem-
pie la casa di fum o piutosío che di luce.

218
C A PIT U L O V

LEMNIAS Y DANAIDES

Las consideraciones hechas hasta el m om ento abarcan tres paí­


ses. Partiendo de Licia, llegamos a C reta, de allí al A tica y a la cer­
cana M egara. A esto se une ahora.la isla de Lem nos. La acción de
las m ujeres lemnias ya ha sido m encionada más arriba, y com para­
da con el uxoricidio de C litem nestra. E n Las Coéforas de Esquilo
(verso 631), el coro canta:

«Mas entre todos los crímenes el de Lemnos ocupa el primer lugar,


según cuentan. El pueblo proclama la vileza del hecho, y todo horror
nuevo se llama lemnio».

A polodoro, (I, 9, 17) relata el suceso de la siguiente manera:

«Bajo la dirección de Jasón, los Argonautas navegaron primero ha­


cia Lemnos. En aquel entonces, la isla estaba desprovista de hom­
bres y gobernada por Hipsípila, la hija de Toante. La causa de esta
situación fue lo siguiente: las lemnias descuidaron el culto de Afro­
dita. La diosa las castigó con la dysosmia. Repelidos por el olor, los
hombres se unieron con las doncellas cautivas de guerra de la vecina
Tracia. Las lemnias, irritadas por esta postergación, mataron a sus
padres y sus maridos. Sólo Hipsípila ocultó a su progenitor, Toante,
y veló por él. Así fue que en aquel entonces Lemnos estuviese go­
bernado por las mujeres. Con ellas se unieron los Argonautas que
allí llegaron. Hipsípila compartió el lecho de Jasón y tuvo de él a Eu-
neo y Nebrófono»1.

1 Sobre el mismo suceso informan con más o menos detalles Apolonio de Ro­
das, Argonáutica, I, 609-910; escolios a Apolonio de Rodas, Argonáutica, II, 113
ss.; Higinio, Fáb. 15; Ovidio in Ibim, 398; escol. llíada VI, 467; Apostolio, XI, 98
en Fr. h. fr., 3, 303, 13; escol. Eurípides, Hécuba, 870; escol. Estacio, Tebaida, V,
29 ss.; Filóstrato, Heroica, 19, p. 740; escol. Píndaro, Pílica IV, 85-88, pp. 349 y 449
(Boeckh); Eustacio a Dionisio Periegeta, 347 (Lémniakaká), p. 155 (Bernhardy); Ni-

219
El testim onio de A polodoro alcanza especial im portancia por­
que utiliza el térm ino gynaikokratoym éné para la isla de Lemnos.
La ginecocracia aparece aquí en su m ayor exageración, como am a­
zonism o asesino de hom bres. P ero el relato no sólo nos da la cer­
teza de la existencia de un m odo de vida amazónico en Lem nos,
sino que tam bién nos instruye sobre los acontecim ientos que pro­
vocaron la transform ación de una ginecocracia conyugal en un am a­
zonism o hostil al m atrim onio. E n efecto, justam ente en esto está el
especial provecho que sacamos de la historia del crimen de las lem ­
nias. E l m ito habla de una hostilidad de A frodita contra las m uje­
res de L em nos, que habrían descuidado el culto de la diosa. Este
es un rasgo cuyo significado nadie puede d ejar escapar. Las m uje­
res lem nias encuentran m ás placer en la vida am azónica y la habi­
lidad guerrera que en la realización del destino fem enino. La orden
de A fro d ita, que señala el m atrim onio y la procreación como la
m eta más elevada de la vida de la m ujer, no encuentra cum plim ien­
to. La habilidad guerrera tiene más valor que la m aternidad. E n lu­
gar de u n a m aternidad inclinada hacia el hom bre, fielmente dedi­
cada a él, aparece la vida am azónica, que se enajena cada vez más
del destino fem enino, y con m ucha razón puede ser descrita como
violación del culto de A frodita. A esta conform ación de la vida fe­
m enina necesariam ente le sigue la alienación y aversión para con
los hom bres. A frodita venga el abandono de su culto retirando a
las m ujeres el atractivo am oroso. La dysosm ia que envía a las lem ­
nias2, señala ju stam en te la belleza de la auténtica fem ineidad p er­
dida en el am azonism o y en su práctica m asculina, y la pérdida de
todo aquel atractivo m ediante el que P andora cautiva al hom bre.
La m ism a idea subyace en aquel d ato según el que Aquiles y Per-
seo sólo conocieron la belleza de Pentesilea y la G orgona cuando
ellas expiraron en brazos de sus vencedores. E n la grandeza de la
belicosidad se pierde todo el atractivo am oroso de la m ujer. Pero
la m uerte pone fin a esta degeneración, y ahora la ruina del enem i­
go sólo provoca pasión, que ya no puede en co n trar realización. En
su Lésbica, Mirsilo (según el escolio a A polonio de R odas, I, 605),
atribuye la dysosm ia a una acción de M edea. La coica, cuando na­
vegaba p o r delante de la isla hostil a los hom bres, había arrojado
sobre la m ism a un veneno que llevaba en sí el germ en de la enfer­
m edad; desde aquel tiem po en Lem nos se observa un día en el que
las m ujeres m antienen lejos de sí a sus m aridos e hijos en recuerdo
de aquella antigua enferm edad. A través de la relación con M edea,
la dysosm ia no m odifica su significado. M edea cumple la orden de
A fro d ita cuando sigue a Jasón; reconoció en la vida am azónica y

coiás de Damasco, Fr. h. gr., 3. 368, 18; Focio, Lémnion blépón; Suidas, s. v.; Ce­
nobio, 4; Diogeniano, VI, 2; Sevio, A d Verg.Aen., III, 399; H erodoto, VI, 138; An-
tígono, Hist. mirab., c. 130, en Fr. h. gr., 4. 458; Estacio. A ch.. I, 206; Dión Cri-
sóstomo, Primer discurso lársico, 33.
2 légoysi diaphlheirai tas maschálas.

220
hostil a los hom bres la anulación de aquella ley, a la que ella se ren­
día. A partados de sus m ujeres por la dysosmia, los lemnios se unie­
ron a las tracias. Son doncellas cautivas, que trajeron como botín
de su incursión al vecino continente. A quí nos aparece la gineco­
cracia lem nia en medio de tales costum bres y circunstancias, lo mis­
mo que nosotros la conocíamos antes como fondo originario de la
vida ginecocrática. G uerra y razzias llevan lejos a los hombres y los
apartan por largo tiem po de la casa y de la familia. Para llevar tal
vida, la hegem onía de las m ujeres es una necesidad. La m adre cui­
da a los hijos, atiende los cam pos, gobierna la casa y los criados tam ­
bién, y cuando es necesario, defiende la patria y el hogar con las ar­
mas en la m ano, del mismo m odo que las licias recogían la cosecha
arm adas. La posesión y el ejercicio de la hegem onía, unida a la ha­
bilidad en el m anejo de las arm as, aum entan en la m ujer la cons­
ciencia de su dignidad y poder. Así sobresale por encima del hom ­
bre, y en la belleza corporal, p o r la que las lemnias se distinguían
especialm ente (escol. A polonio de R odas. I. 867), se refleja el es­
plendor de su posición. Por el contrario, la expresión del desprecio
que alcanzó la vida de salteadores de los hom bres va unida al nom ­
bre popular de sintios. En esta relación se asocia la denominación del
antiguo nom bre popular lemnio o zo lí y psoleis. El reproche que sur­
ge de estas denom inaciones pone de manifiesto con especial énfasis
el contraste que separa en ambos pueblos ginecocráticos a la m ujer
dom inante y al hom bre sirviente. Los minios psoleicos aparecen
como sucios mozos de forja cubiertos de hollín. Los pastores locrios
deberían babor sido llamados o zoli a causa del olor de las pieles de
cabra. Para los sintios se da una doble explicación. M ientras que al­
gunos consideran su nom bre en relación a la salvaje vida de ban­
doleros. Helánico (escol. A polonio de R odas, I, 608), vio en él una
relación con la artesanía de la forja y la fabricación de arm as, que
salieron por prim era vez de los sintios de la heféstica Lem nos’.
T anto en una explicación como en la otra, los hom bres apare­
cen en una posición que debió concienciar a la m ujer de su mayor
poder y su superioridad espiritual y corporal. D e esta situación, no­
sotros retenem os cómo la ginecocracia m atrim onial debió construir­
se siem pre de form a distinta a la vida am azónica, y cómo por últi­
mo la fuerza conjunta de aquellas poderosas pasiones —el senti­
m iento de venganza contra las afortunadas rivales, y el afán de d o ­
minar— . pudieron im pulsar a las m ujeres lemnias a su sangriento
crimen. El que rem ita el asesinato de los hom bres al terreno del
mito, no com prende el carácter de la m ujer, insaciable de sangre4;
no fija correctam ente el influjo que la posesión y el uso del poder
ejerce sobre el aum ento de su natural pasión, y priva a la historia
de la raza hum ana del recuerdo de un control que puede aparecer
como bekkesélénos lérós para las épocas más cultas— pero tam bién

■' La vaca de bronce de Lemnos. Plutarco, de facie in orbe hume, 22.


4 Eurípides. Ión, 628; Medea. 264.

221
más débiles y para el sexo débil, y que sin em bargo form ó parte del
núm ero de los sucesos im portantes. Sangre y crimen se asocian a
la ginecocracia de la época antigua.
Lem nos nos m uestra cóm o la descomposición interna de los es­
tados y los pueblos con mucha frecuencia radica en ellos mismos.
A polonio de Rodas y su escoliasta lo ponen de manifiesto explíci­
tam en te, al ser consagrados a la m uerte no sólo los hom bres, sino
tam bién las tracias con sus hijos. Al odio contra las rivales que fue­
ron favorecidas se une la preocupación acerca de la hegem onía,
cuya seguridad parece exigir la aniquilación de los parthenios tra­
cios. Así H ipodam ia m ata a Crisipo, N uceria a Firm o, por tem or a
que ellos pudiesen adueñarse un día del poder (Plutarco, Paralelos,
33). Sem ejantes costum bres sangrientas se asocian al culto de Yo-
dam a (E tim . M ag., s. v. Itónis). T odavía Solón tiene que luchar con­
tra la predilección de las m ujeres por las crueles costum bres fune­
rarias. Se asocian rasgos notorios de la vida am azónica, que sacri­
fica el natural sentim iento m aterno a la preocupación por el poder.
L a destrucción de los nacidos del sexo masculino no es un m ito, y
es absolutam ente necesaria p ara el amazonism o. Es un fenóm eno
absolutam ente corriente que un au to r posterior realice bajo cuerda
una atenuación del antiguo relato. A sí, A polonio (I, 802), tenien­
do en cuenta el am biente de su época, ha asociado el asesinato de
los hom bres a la migración forzosa, perm itió que las m ujeres apa­
reciesen en el lím ite de la decencia fem enina y colocó en boca de
H ipsípila en el discurso a Jasón (I, 819) reproches sobre la conduc­
ta de los m aridos lem nios. ¿Q uién querría asom brarse de las m u­
chas form aciones divergentes que la acción de las lemnias ha tom a­
do en boca de los trágicos, en la Hipsípila de Esquilo, en la de E u ­
rípides o en Las Lem nias de Sófocles? (escol. A polonio de Rodas,
I, 769). E l crim en lem nio no es m enos rico en auténticos motivos
trágicos que la acción de las D anaides. En el alma de Hipsípila, el
d eb er de sacrificarlo todo al dom inio de su sexo libra un com bate
con el am or natural hacia su pad re, lucha que de la m ano de Es­
quilo debió resultar un contraste conm ovedor p ara salvar abismos.
A n te tales tratam ientos, la interpretación de A ristófanes puede ha­
ber sonado com o un libre juego satírico consecuencia de las seve­
ras tragedias. Pues tam bién A ristófanes trató el tem a, sin duda con
un exceso de alegría, de la que Las Tesmoforias o La asamblea de
las mujeres da una idea tal vez no dem asiado suave. M einecke5, ha
reunido los escasos fragm entos conservados de la com edia de A ris­
tófanes Las Lem nias. Alexis cita una ginecocracia en Pólux (IX,
44), y de ahí se inform a al espectador de un fragm ento referente a
las m ujeres. D e todo eso deducim os los aspectos de las antiguas cos­
tum bres fem eninas que se destacan especialm ente en estas descrip­
ciones tardías, y cóm o la misma costum bre aparece en distintas épo­

5 Fragm. poetarum comoediae antiquae. vol. 2. pars. 2. pp. 1096-1113.

222
cas y en relación con distintos niveles de cultura ya como algo dig­
no de adm iración, ya com o signo de perversión.»
En el sangriento crim en de las m ujeres lem nias, la ginecocracia
se nos revela en su expresión más elevada y poderosa. La ejecu­
ción del asesinato de los hom bres m uestra el poder de la m ujer en
su punto culm inante. Es vengada la violación de los lazos m atrim o­
niales, inm oladas las rivales y exterm inado su linaje. A la luz del
heroísm o m ás elevado aparecen las lem nias, suprem as figuras am a­
zónicas, que han perdido por com pleto la debilidad de su sexo. Pero
este gran triunfo es la m ayor degeneración. La m ujer no es tal gran
héroe. El m ito ha insinuado cóm o desde la más elevada expresión
de la ginecocracia se desarrolla su decadencia. En m edio de las m u­
jeres chorreantes de sangre aparece la reina inocente y que obede­
ce al am or filial, cuyo aspecto coloca esta ternura y am or fem eninos
al lado de la imagen de grandeza heroica amazónica. Hipsípila, que
como H iperm estra y Clitem nestra ya proclam a en su nom bre la
grandeza de su p oder, no es capaz de subordinar la voz del afecto
natural al interés de la soberanía. Ella protege a su padre T oante.
E ntenderem os m ejor el significado de este rasgo cuando lo relacio­
nemos con el o tro, según el cual Jasón engendró dos hijos con la
propia Hipsípila. de los que uno. E u n eo . es llamado Jasónida en
H om ero (llíada, V II, 468). A Hipsípila se asocia el paso del m a­
triarcado al patriarcado. E l am azonismo se prepara para la deca­
dencia a través de su propia exageración. En H ipsípila se unen los
dos. Com o A m azona perteneciente al D erecho fem enino, se con­
vierte en m adre de un linaje que atribuye su origen al padre, y ella
misma se som ete a este principio, m ientras que sólo ella de entre
toda las m ujeres m antiene sus m anos limpias del parricidio. E n
A polonio, la reina prom ete al héroe que se despide, si alguna vez
regresa, el cetro de su padre, que no es propio de ella. Más tarde
lo llevó el jasónida E uneo, como nos relata E strabón (I, 45). Es
muy significativa en relación con esto la observación de H iginio,
que decididam ente pertenece a la antigua tradición: las lemnias h a ­
bían puesto nom bre a todos los hijos que tuvieron de los A rgonau­
tas a p artir de sus padres6.
E ste dato tiene su punto clave en la oposición en la que tal de­
nom inación en tra con la idea fundam ental del estado amazónico.
D e las A m azonas se dice que apó métérón egenealogointo. Las
A m azonas solo tienen madre, el padre no significa nada. Sólo en ­
tra en una relación p asajera con la m adre como fecundador. D es­
pués de cum plido su papel, abandona la hospitalaria costa y se hun­
de en el olvido. Si ahora las lem nias otorgan a sus hijos el nom bre
patern o , y tam bién el hijo de Hipsípila aparece como jasónida, en ­
tonces se m uestra aquí vencido el am azonism o, y en suma el m a­
triarcado, y establecido el principio de la paternidad. La misina

6 Lemniades autem, quecumque ex Argonauiis conceperunt, eoruin^pomina jiiiis


suis imposuerunt.
transform ación se distingue en el destino ulterior de Hipsípila. En
N em ea, el hijo del rey, O feltes-A rquém oro, está bajo su cuidado.
Puesto que el oráculo prohibía que el niño fuese depositado sobre
la tierra, ella lo dejó en una ex uberante hiedra trep adora, donde
lo m ató la serpiente de la fuente. A drasto y sus seis com pañeros ce­
lebraron los prim eros juegos Ñ em eos en honor del m uchacho. En
la corona de hiedra que ado rn a al vencedor se unen la m em oria de
A rquém oro y de H ipsípila, la lem nia reina de las A m azonas7. En
este relato, la hija de T oante aparece con un carácter cerealístico-
m aternal. Las Hipsípilas nem ea y lem nia establecen un fuerte con­
traste. H a desaparecido el aspecto soberbio de la m ujer dom inan­
te. La reina aparece en N em ea com o una sirviente. Su vida no está
dedicada al ejercicio de las arm as, sino a cuidar esm eradam ente a
un niño. El carácter am azónico h a debido ceder ante otro com ple­
tam en te nuevo. Hipsípila ha sido restituida al destino de la m adre.
Lo mismo que tuvo dos hijos de Jasón, en su relación con A rqué-
m oro-O feltes aparece com o la M adre N aturaleza que se alegra de
la fecundación, cuyos nacim ientos están sujetos a la ley del devenir
etern o y del perecer asimismo etern o , E uneo y N ebrófono m ues­
tran en su nom bre el significado de su duplicidad, y en A rquém o-
ro-O feltes se rep ite esta doble relación. E stán indisolublem ente uni­
dos el uno al o tro , lo mismo que en toda la creación terrestre la
vida y la m uerte, el nacer y el perecer se in terpenetran y cam inan
al mismo paso.
A sí, la A m azona enem iga de los hom bres y del m atrim onio se
ha convertido en la gran M adre de la creación telúrica, y este nue­
vo carácter se hace particularm ente im portante justam ente a través
de la oposición a su am azonism o prim itivo. La vida dionisíaca ha
ocupado el lugar de la am azónica. El patriarcado dionisíaco h a des­
plazado al m atriarcado telúrico. E sta decadencia está muy clara en
la oposición del arbusto de hiedra a la tierra. C om o Ofeltes no pue­
de ser depositado sobre el suelo, Hipsípila lo confía al apium que
crece en el agua de la fuente, cuyo nom bre describe la propia fuer­
za del agua (apa), y p o r consiguiente lleva en sí la fase de la natu ­
raleza de D ioniso, al que los antiguos llam aban pásés hygrótétos
kyrios. E n la corona de hiedra destaca el predom inio de la natu ra­
leza m asculina engendradora sobre la fem enina que concibe. E n la
periodicidad quinquenal de la fiesta se repite el significado m atri­
m onial del núm ero cinco, que ya es conocido p or nosotros.
Pero a la propia N em ea se une tam bién, en otro m ito, el recu er­
do de la decadencia del D erecho fem enino. E n la em boscada de N e­
m ea los M oliónides sucum bieron b ajo las flechas de H eracles. Los
hijos de la M adre, invencibles en la E lide, sucum bieron aquí ante
el gran héroe solar, aniquilador de to d a ginecocracia. A sí el m ito
ñem eo rem ata el lem nio. L o que allí se p repara, es aquí culm ina­

1 Apolodoro, 1U, 6, 4; Higinio, fá b ., 15, 74.

224
do. El telurism o y el am azonism o están vencidos; alcanza recono­
cimiento el D erecho lum inoso de la paternidad.
De la unión de H ipsípila con Jasón resulta con toda probabili­
dad que la im plantación del patriarcado en Lem nos se asocia con
la inmigración de un grupo de M inios expulsados de su país en cir­
cunstancias sem ejantes. E n efecto, se ha señalado repetidam ente
que jasónidas o m inios poblaron la isla8. Justam ente este hecho
pudo hab er sido la ocasión p ara incluir la isla de Lem nos en los poe­
mas argonáuticos. E s m uy significativo que de entre todos los h é ­
roes a bordo de la A rgo, solam ente H eracles se quedara atrás y cen­
surase a sus com pañeros p o r su em parejam iento con las A m azonas.
Esta visita pasajera es p ropia del espíritu de la vida am azónica, y
está en concordancia con lo que es relatado acerca de las m ujeres
sam nitas, de la visita de Talestris a A lejandro, de las m ujeres sár-
m atas bactrianas y gelónidas en E ustacio (Praeparatio Evangélica,
V I, 10); así H eracles aparece, p o r o tra parte, con el mismo carác­
ter que generalm ente le otorga el m ito. E s el im placable adversario
de la hegem onía de la m u jer, luchador incansable contra el am azo­
nismo — de ahí m isogynés, en cuyo sacrificio no tom a parte ningu­
na m ujer, que nunca ju ra n p o r su nom bre— , y que finalm ente en ­
contró la m uerte en una vestidura im pregnada de veneno por una
m ujer. H eracles conserva este carácter incluso entre los A rgonau­
tas. En la sociedad de los m inios fundadores del D erecho masculi­
no él tiene su lugar adecuado, pero el vencedor de las m ujeres, el
destructor del am azonism o, no puede en trar en la isla sin hom bres,
dom inada p o r las m ujeres; solam ente puede censurar el em pareja­
m iento de sus com pañeros.
Los nietos de los jasónidas lem nios, que fueron expulsados por
los pelasgos de la isla tras el rapto de las B rauronias, navegaron ha­
cia Lacedem onia, pero de allí p artieron hacia la isla de T era con
sus m ujeres laconias, de m anera que Jasón y el pueblo uxoricida de
las m ujeres lem nias tam bién son m encionados en las Píticas (IV y
V) sobre A rcesilao, rey de C irene, y los propios B ato y A rcesilao
descenderían de los hijos m inios de las A m azonas lem nias9. E n el
rapto de las m ujeres atenienses p o r los pelasgos asentados en el
B rauron y en su em p arejam iento con ellas se repite la relación de
los sintios con las concubinas tracias. D e la unión con las m ujeres
extranjeras surge un linaje de parthenios, que suponen un peligro
para el pueblo dom inante, y p o r lo tanto es entregado a la m uerte.
Com o antiguam ente las tracias y sus hijos, así derram an su sangre
las m adres atenienses y los suyos. U n segundo crim en, no inferior
al prim ero, justifica la costum bre griega de distinguir cada atroci­
dad con el nom bre de crim en lem nio.

" Estrabón, I, 45; H erodoto, IV, 145; Píndaro, Pít., IV, 415; Servio, A d Verg.
E c i, IV, 34.
9 H erodoto, IV , 145-166; escolio Píndaro, Pit. IV, 85, 88, 449, 455, 458 y 459;
Ph., V, 96; K. O. Müller, Orchomenos und die Minyas, 5, 300-337.

225
H erodoto (IV , 137-139), pone especialm ente de relieve en su
descripción que los hijos de las m ujeres atenienses adoptaron la len­
gua y las costum bres de sus m adres, y no cultivaron las de raíz p e­
lasga. A quí se m anifiesta un aspecto del m atriarcado que se ha ex­
presado tam bién en otros relatos. A sí, el dialecto escita que hablan
los sauróm atas se atribuye a las A m azonas, que form an su linaje
m aterno (H erodoto, IV , 117). La influencia de la m adre sobre las
costum bres y la lengua de los hijos no fue eclipsada en ninguna épo­
ca y bajo ninguna circunstancia. D ebe distinguirse tanto más pode­
rosam ente cuanto m ás acreditada está la posición de la m ujer. Por
esto, el D erecho m aterno es una garantía para la pureza de la len­
gua y las costum bres, al igual que por lo general actúa como una
fuerza conservadora en la vida del E stado. El conservadurism o do­
rio en la lengua, el E stado y la vida está en exacta correlación con
la elevada influencia de las m ujeres dorias, y tam bién Cicerón apor­
ta datos sobre el mismo fenóm eno, como verem os más tarde.
El principio de la m aternidad telúrica prim itiva fue lesionado
con el asesinato de las m adres atenienses. P or esto la propia T ierra
se alza para vengar el crim en. No produce frutos, e im pone la mis­
m a esterilidad a los vientres de anim ales y m ujeres. E sta idea de
que la T ierra se ocupa de reclam ar sus derechos, como ya encon­
tram os en el m ito de O restes y en la acción de Esquedaso, se repite
con frecuencia, y encuentra eco en muchas concepciones del D ere­
cho. Virgilio (Egloga, V III, 91-93) habla en el sentido de la reli­
gión antigua cuando dice:

«Déjome, tiempo atrás, estos despojos,


caras prendas entonces, aquel pérfido;
que yo ahora, en el umbral mismo te doy,
¡oh Tierra!; a Dafnis me deben estas prendas»*.

Las pruebas culpan a Dafnis; la T ierra, las que son entregadas,


asum e la obligación de o b ten er el pago de la culpa. C uando Servio
añade: Veneficium autem ita administratur, ut in limine ponantur ejus
exuviae, cui veneficium fit, aquí está presente la misma idea de un
castigo ejecutado p o r la Tierra.
Según la religión pelasga, el sacrilegio contra la m aternidad no
puede ser expiado de ninguna m anera. E n su base está entonces el
principio del telurism o. La reconciliación debe partir de la elevada
potencia apolínea. A sí los cadm eos vencen en D odona al principio
m aterno con ayuda del trípode apolíneo. A quí, tam bién las E rin­
nias de C litem nestra son aplacadas solam ente por la fuerza apolí­
nea suprem a, y vuelven a ser favorables a A tenas. D el mismo modo
los pelasgos italianos buscan la protección de Z eus, A polo y los Ca-
biros contra la esterilidad de sus campos y sus m ujeres (Dionisio,
I, p. 19 (Sylb)). A sí tam bién los pelasgos lemnios después del ma-

* (N. de la T .) La traducción de estos versos está tomada de Virgilio. Obras


completas. Editorial Aguilar, Madrid, 1967.

226
tricidio no se dirigieron a su oráculo pelasgo, sino al del dios délfi-
co, cuyo principio del fuego masculino superior era el único que po­
día expiar el sacrilegio del m atricidio y apaciguar el rencor de la
Tierra. Pero esta expiación supone la unión de la tierra lem nia con
la ática. Com o país pelasgo independiente, Lem nos sólo puede co­
locarse bajo el D erecho pelasgo, y en éste predom ina el telurismo
m aternal. La ley apolínea debe b r illa r , y así Lemnos tiene que con­
vertirse en una tierra pelasga ateniense. Parece cumplido el requi­
sito cuando M ilcíades navegó hasta Lem nos desde el Q uersoneso
en un día, ayudado p o r el viento del N orte. ¿Q ué significa este real­
zam iento del viento del N orte? A prim era vista, parece del todo
enigmático. No obstante, en relación con la religión apolínea alcan­
za enseguida un significado adecuado. El culto apolíneo es de ori­
gen hiperbóreo. Las doncellas hiperbóreas lo trajeron a D élos des­
de el N orte, desde donde llegan anualm ente las ofrendas. Del
N orte procede la salud, el puro héroe luminoso que venció al telu­
rism o, y a cuyo p oder más puro y superior las Erinnias telúricas sa­
crifican gustosam ente su insaciable misión. D e esta expiación tam ­
bién participa ahora Lem nos. Com o tierra ática disfruta de la re­
dención apolínea. C om o hicieron con la persecución de O restes, las
Erinnias de las atenienses asesinadas renuncian a la de los pelas­
gos. D evuelven su favor al suelo hasta ahora m aldecido, le conce­
den de nuevo fecundidad, y las m ujeres y los anim ales dan a luz.
U nida al A tica. Lem nos es ahora bendecida con todas las rique­
zas; la isla aparece como la m esa que los atenienses ponen en el Pri-
taneo, que cargan con todos los dones de la tierra, y colocan ante
los ojos de los pelasgos com o representación de su país. Así en la
relación de la pelasga Lem nos con la A tenas apolínea se repite el
contraste entre am bas religiones en el mismo sentido, tal y como
nos lo m ostró la Orestíada de Esquilo. El sistema pelasgo es el ni­
vel más bajo del telurism o, cuyo poder frecuentem ente es concebi­
do com o una potencia ctónica del agua, y en el que predom ina el
punto de vista m aterial, y por lo tanto la m aternidad m aterial de la
T ierra. E l sistem a apolíneo, p o r el contrario, es el nivel más eleva­
do del principio lum inoso patern o , que lleva la expiación y la re­
dención allí donde no es posible la purificación según el culto más
antiguo. O restes obtuvo su absolución de este D erecho superior,
por el que tam bién fue perdonado el asesinato de la sacerdotisa de
D odona y tam bién ahora el m atricidio de los pelasgos. El principio
paterno de los jasónidas encuentra su más elevada perfección y eje ­
cución en el culto apolíneo.
E n el mito lem nio, que hem os relatado a partir de A polodoro,
ocupa un lugar m uy significativo T oante, el padre de Hipsípila. Se
le supone hijo de D ioniso y A riadna. Tam bién aquí destaca la vic­
toria del patriarcado sobre el D erecho m aterno, que se asocia a H ip­
sípila. E n su naturaleza afrodítica, A riadna constituye la oposición
al am azonism o hostil a los hom bres. Lo mismo que Hipsípila p ro ­
tege a T oante, H iperm estra salva a Linceo; lo mismo que Electra

227
se coloca al lado de O restes, así A riadna, em pujada por el am or,
salva al héroe solar ateniense, Teseo, y lo sigue. Pero por orden de
A ten ea, éste la entrega al gran dios del poder masculino del sol y
del agua, D ioniso, a cuya naturaleza m aterial corresponde m ejor
la m aternidad afrodítica. E n ambas relaciones, una con Teseo y otra
con D ioniso, A frodita-A riadna aparece como representante de la
m ujer que sigue dócilm ente al hom bre y se som ete librem ente al
m ayor esplendor de su naturaleza superior; es decir, es la negación
del am azonism o. Así en la unión D ionisio-A riadna se consigue re­
conocer aquel mismo principio que ya fue trazado para el salva­
m ento de T oante. El am azonism o, entre cuyos vencedores D ioni­
sio ocupa un destacado lugar, sucum be aquí ante el hijo del mis­
m o, T o an te, y lo mismo que en A riadna, tam bién en Hipsípila el
am or lleva en sí la victoria sobre la virilidad am azónica. Thóas fue
derivado de théó p o r los antiguos, y puesto en relación con la ra­
pidez en la carrera10. E sta cualidad se explica por la idea de la di­
vinidad dionisíaca. E n la rapidez en la carrera, el m undo antiguo
veía ante todo la im agen de la agitación del agua. El correr incan­
sablem ente en medio de una creación por lo dem ás inmóvil form a
la cualidad que distingue al húm edo elem ento, que lleva en sí el po­
d er generador. E n la carrera de los corredores, en los concursos de
caballos, se representa aquella cualidad del agua. Por esto se cele­
bran estos juegos a la orilla de los ríos, como en la playa del A lfeo,
el T íber, el M incio11, o el artificial E uripo. P or esto la carrera de
carros está consagrada preferentem ente a N eptuno. Pero la rapidez
en la carrera corresponde tam bién al más alto nivel del poder. Está
considerada como potencia luminosa celeste, y según esto su fuen­
te originaria está colocada en la luna, y en últim o lugar en el sol;
así la carrera se convierte en una representación de la carrera cir­
cular de los cuerpos celestes, ante todo la luna, y tam bién el sol.
Pero con esto todavía no están agotadas las relaciones simbólicas
de la carrera. Puesto que representa en su m ovim iento a los p o rta ­
dores del p oder, el agua y la luna jun to con el sol, entonces tam ­
bién simboliza la vida de la creación visible — que se produce m e­
diante aquel poder— , en la que nacim iento y m uerte corren e te r­
nam ente en círculo.
E ncontrarem os este significado en la p areja de herm anos de los
M oliónidas conductores de caballos, y cuando lleguemos al m atriar­
cado élide, lo dem ostrarem os todavía más convincentem ente. Los
significados distintos de la carrera veloz son, en su base, solam ente
uno. Nos m uestran a la potencia m asculina de la N aturaleza por un
lado, según sus fundam entos, las potencias telúricas y celestes, y
p or o tro , en sus producciones y su vida visible. Estos tres aspectos

10 Ifigenia en Táuride, 32. «Toante, cuyos pies rápidos son como alas», lo que
Aristófanes invierte en forma satírica: «Thóas brádiston ón en anlhrópois dramein».
11 Virgilio, Georg., III, 8, con lo que debe compararse Buonarotti, Osservaz. so-
pra alcuni frarnm, di vasi anlichi, tav. 30, 31 y mi tratado sobre los tres huevos de
los misterios, 19.

228
"I

se unen en Dioniso, el dios de la potencia natural masculina en-


gendradora, que lleva en sí el poder de la luz y del agua, y se m a­
nifiesta en las aguas terrestres. Puede tam bién ser descrito como
Thóas. El padre de Hipsípila tiene en A quiles su análogo. Tam bién
éste es un auténtico T oante. Su veloz carrera es puesta de relieve
como una cualidad sobresaliente, y se repite en Achilléós drómoi.
A nte todo, él lleva esta cualidad com o potencia del agua, como la
cual ya se da a conocer en su nom bre; luego, tam bién la porta como
Deus Lunus, com o el que, unido con H elena, vivió en la isla lunar
de L euke, a la que rodeaba corriendo, como Talos hacía con C re­
ta, confiada a su cuidado; finalm ente, tam bién esta cualidad lo se­
ñala com o héroe solar apolíneo, en calidad del cual está represen­
tado cuando persigue a H em ítea en Tenedos. E ste paralelo es es­
pecialm ente instructivo porque al A quiles corredor se asocia la vic­
toria sobre el am azonism o no m enos que a Dioniso y a los dem ás
héroes luminosos. El, en cuyo origen predom ina la m adre sobre el
padre, consigue el reconocim iento del D erecho p aterno de la po­
tencia masculina de la N aturaleza, y en la isla lunar de Leuke cul­
mina victoriosam ente la lucha com enzada en vida contra el princi­
pio am azónico. Com o héroe solar apolíneo, sobrepasa a todos en
velocidad en la carrera, y así esta cualidad se convierte en una ex­
presión de la hegem onía que logra el principio masculino sobre el
fem enino. En esto radica la ficción m itológica, m uchas veces rep e­
tida, de una doncella anteriorm ente entregada a la vida am azónica,
vencida en una carrera. A sí, H ipodam ia es el prem io que obtiene
Pélope. L a doncella am azónica está vencida; ella sigue gustosam en­
te al héroe m asculino, cuya elevada naturaleza reconoce. E l m atri­
m onio ocupa el lugar de la hostilidad, y en el nuevo linaje fundado
predom ina el padre. Los pelópidas llevan el signo neptúneo p ater­
no en el brazo derecho, y el sím bolo m aterno en el izquierdo. El
significado de T o an te, el padre de Hipsípila, obtiene a través de
esto su total ratificación en el m ito lem nio. Su nom bre y su rela­
ción genealógica con D ioniso y A riadna son otros tantos testim o­
nios para determ inar su posición entre el D erecho fem enino am a­
zónico, que sucum be a él y a su procedencia del elevado principio
dionisíaco. ,
La analogía en tre A quiles y el lemnio T oante se asienta en la
fiesta nocturna del fuego que es celebrada por el héroe aqueo, el
cretense D áctilo «Q uinario», el Prom eteo lemnio (así fue llam ado
tam bién A quiles) en la isla L euke, y p o r los Cabiros y su líder H e-
festo en Lem nos. A m bas fiestas son descritas por Filóstrato, naci­
do en Lem nos (Heroica, c. 19, p. 740)12. Focio (v. Kábeiroi) anun­
cia que después del crim en de las m ujeres, aquellas potencias telú­
ricas engendradoras cuyos m isterios se celebraban tam bién en Leu-
cosia-Sam otracia, habrían abandonado la próspera isla13. P ara que

12 Compárese con Cicerón, de tegge, I, 20.


llDaímones ek Lem noy diá tó tólméma tón gynaikón meienechthéntes.

229
regresen y p a ra aplacarlas, se celebraba la fiesta del fuego de nue­
ve dfas. T odas las luces de la isla se apagaban, y se traía una nueva
llam a de D élos. M ientras se com pletaba el tiem po, el barco que la
traía rodeab a la isla. Llega después el m om ento de transm itirla a
los h abitantes; com ienza entonces una nueva vida, banquetes y ri­
sas reinan p o r doquier. E l vino, don de los C abiros, es bebido en
abundancia. T odo celebra el favor divino recuperado.
E l carácter originario de esta fiesta no se puede negar. Se de­
m uestra la relación con la heorté choon de los atenienses antes m en­
cionada (A te n e o , X , 347). E sta es una fiesta de expiación de la
T ierra m atern a, que ofrece a los hom bres los frutos y los dones de­
liciosos y confortantes. Al tiem po de luto y penitencia le sigue el de
júbilo y una nueva vida de abundancia y opulencia. Bulim os es
expulsado, e introducida la abundancia, com o se canta en la beocia
Q u ero n ea, según Plutarco (Sym pos., V I, 8). Se vuelve a ganar para
los m ortales el favor de la M adre T ierra, que se había distanciado de
ellos p o r el delito de los hom bres. P or esto la fiesta en A tenas se
asocia al m atricidio de O restes, y en Lem nos al crim en de las m u­
je re s, que en treg an a sus m aridos a la m uerte, infringiendo así la
orden de A fro d ita de ser fieles y am ables con todos los varones.
E n am bos casos la idea es la misma: ofendida en su ser más íntimo,
la gran M adre de la N aturaleza retira a los m ortales su favor y sus
dones. T an to castigo y penitencia que surge de la potencia natural
fem enina está contra la m asculina, de la que surge la expiación.
D esde el p u n to de vista del D erecho fem enino de la T ierra, el cri­
m en de O restes no p u ede encontrar perdón. L a expiación viene del
dios m asculino d e la luz, A polo. Q ue ella se volvió hacia los m or­
tales lo m uestra el laurel que creció allí donde se había enterrado
el m edio de purificación tan to com o la relación del tabernaculum
Orestis con el tem plo de A polo, ante el que fue levantada aquella
skén é (Pausanias, II, 31, 11). L a misma idea subyace en la fiesta
lem nia. D e A fro d ita no puede llegar ningún p erd ó n a las lemnias;
desde el p u n to de vista del principio telúrico, las m ujeres homici­
das no tenían q u e esperar perd ó n , com o tam poco G orgo o Leuco-
m antis, q u e pagaron con su vida su odio a los hom bres (Plutarco,
lib. am ator). A llí el superior principio lum inoso m asculino se inter­
p o n e, conciliador, liberador, tranquilizante. Lo m ism o que A polo
reconcilió a las E rinnias con O restes y toda A tenas y cambió su
odio p o r benevolencia, así tam bién la ira de A fro d ita contra las lem ­
nias se disipó m ediante la m ediación de H efesto, y su favor fue re ­
cuperado gracias al dios m asculino del país14.
H efesto ocupa aquí el mismo lugar que estaba destinado a A po­

14 Valerio Flaco, Argonautica, II, 315, y escol. Apolonio, I, 850, destacan explí­
citam ente este rasgo: N i veneris saevas fregisset Mulciber iras; H é dé Aphrodíté
syggnómdn gínetai tais Lémníais diá tónfiéphaiston, hóti hé mén Lém nos Héphais-
toy hierá, hé dé A phrodité homeynétis tói Héphaístói.

230
lo en A tenas. A m bos dioses p ertenecen al principio masculino del
fuego. ¡En tanto coinciden! Su diferencia está en el grado de pure­
za que corresponda al fuego heféstico y al apolíneo. E l fuego he-
fésico es el calor telúrico, el fuego volcánico del M osidas lem nio,
del que P ro m eteo , el protecto r de la h errería ática, robó el ascua
en una férula. P o r el contrario, el fuego apolíneo es el más puro,
el m ás elevado principio lum inoso —fuera de todo contacto con la
m ateria, p o r lo que es llam ado non urens p o r Servio y Platón— ,
que cuida etern am en te su originaria pureza divina. E n el mismo gra­
do, H efesto está bajo A polo. Su pie cojo, que tiene en común con
B elerofonte, proclam a la región a la que pertenece. Pero lo que le
falta, es restablecido y añadido m ediante el eterno retorno al prin­
cipio solar apolíneo. L a llam a profanada p o r el contacto de la m a­
teria e im pura p o r el uso de los hom bres es reem plazada por otra
nueva, que envía D élos. Sólo con el tiem po esta nueva vida se in­
troduce en la isla. Solam ente ahora es borrada la antigua culpa, y
A frodita es aplacada p o r com pleto. E n últim a instancia, A polo es,
para L em nos no m enos que p ara A ten as, el salvador, ante el cual
la M adre T ierra, renunciando a su propia ley, se doblega volunta­
riam ente. E n el retorno al más alto p o d er solar yace la decadencia
del antiguo D erecho de la T ierra, que tiene su expresión en A fro­
dita y su castigo. E n él yace la elevación del principio paterno m as­
culino a la hegem onía más firm e. A h o ra en Lem nos A frodita y H e­
festo están uno al lado del o tro com o esposos. P ero A frodita está
en segundo térm ino, en una posición subordinada. E l telurism o de
la m u jer sucum be al principio ígneo del hom bre. E n todas las p ar­
tes del m ito lem nio se m uestra la misma idea: la ginecocracia, ele­
vada hasta el am azonism o, p rep ara su decadencia p o r el sangriento
hom icidio. E l principio superior del D erecho p atern o debe su vic­
toria a la potencia solar apolínea, que hace frente al telurism o y su
D erecho sangriento, com o benévolo principio reconciliador, y p re­
para un a época de nuevo y más rico desarrollo.
C elebridad sem ejante a la de las lem nias alcanzaron las D anai­
des, y tam bién las sangrientas nupcias de las hijas de D ánao están
en u n a íntim a relación con la ginecocracia de la época antigua. Wal-
ker fue el p rim ero en p o n er de m anifiesto en la trilogía de Esquilo
Prometeo, no o bstante sin señalar de una m anera satisfactoria en
qué form a se im aginaba esta relación. M e im pongo ante todo la ta ­
rea de p o n er de m anifiesto aquel aspecto de la ginecocracia al que
se asocia el crim en de las D anaides, y solam ente desde el cual pue­
de ser in terp retad o correctam ente. La ginecocracia com prende el
derecho de la m u jer de escoger a su m arido. E ste es un aspecto del
que no hem os sabido nada hasta el m om ento, y sin em bargo ju sta­
m ente este rasgo es esencial p ara la descripción de aquellas condi­
ciones prim itivas de la sociedad hum ana. L a m u jer elige al hom ­
bre, al cual ella está destinada a dom inar en el m atrim onio. A m bos
derechos están en una relación necesaria. L a hegem onía de la m u­
je r com ienza con su propia elección. C orteja la m u jer, no el hom-

231
bre. La m ujer se da en m atrim onio, ella cierra el contrato, no es
entregada ni p o r el padre ni por los agnados del hom bre. Como
es noto rio , esto es una consecuencia inm ediata de todo lo anterior.
P ero tam bién el D erecho patrim onial de la ginecocracia exige lo
mism o. Y a hem os visto más arriba que según el D erecho m aterno,
solam ente la hija h ered ará los bienes, m ientras que los descendien­
tes varones perm anecían excluidos de ellos. La m ujer tenía asimis­
m o una dote sin intervención del padre o del herm ano, y por esto
está colocada en una posición independiente de ellos para concluir
un m atrim onio. Q ue esta consecuencia es correcta lo dem uestra la
noticia de H erodoto (I, 93) sobre las m ujeres de Lidia15. H erodoto
las llam a Energazóm enai paidískai, y son, como lo explican correc­
tam en te V alkenáer y B aehr, ai en heaytaís ergazómenai paidískai.
A sim ism o porque las lidias poseían bienes propios escogían m ari­
do, y se daban ellas mismas en m atrim onio. Elocant se ipsae. Lo
m ism o declara Plauto (Cistelaria, II, 3, 20) de las m ujeres túsculas:
ex tusco m odo tute tibi dotem quaeris corpore, y tam bién aquí debe
h ab er tenido la misma consecuencia, el se ipsas elocare de las m u­
jeres. E n efecto, encontram os tam bién entre los etruscos las hue­
llas m ás indudables y los ecos del m atriarcado, particularm ente el
realzam iento del linaje m aterno en su genealogía, sobre lo que vol- <
verem os en una ocasión posterior. E l mismo hetairism o como fuen­
te p ara la dote fue señalado tam bién p ara las m ujeres egipcias16.
E l ekddidóasi dé aytai heóytás de H erodoto debe estar en vigor
en todas partes donde las m ujeres poseen bienes propios; y puesto
que éste es el caso tam bién de aquellas ginecocracias sin hetairis­
m o, entonces resulta que en aquella ginecocracia la m ujer elige al
hom bre y se entrega ella m isma en m atrim onio. El derecho de elec­
ción de las muchachas se encuentra tam bién reconocido en otras tra­
diciones. P ara las galas — cuya elevada posición ya destacaba en el
tratad o de A níbal, en el que quizás la decisión de los litigios era asig­
n ada a las m atronas galas— , se atestigua en el relato de P etta, la
h ija del rey Segóbriga, N anus. Ella es la que en tra en la asamblea
de los p retendientes y aquí, conform e a la costum bre, ofrece al ele­
gido un recipiente dorado lleno de agua. E uxeno, el huésped de Fo-
cea, lo recibe de su m ano. D e aquí en adelante, ella es llam ada por
esto A ristoxena. D e su hija Protis descienden los Protiadas17.
E ste sistem a está todavía más com pletam ente form ado entre los
cántabros, de los que E strabón (III, 165) refiere lo siguiente:

15 «Todas las hijas de los lidios venden su honor, ganándose su dote con la pros­
titución voluntaría, hasta que se casan con un marido que ellas eligen.
16 Sexto Empírico. Pyrrhi Hypotypos. I. 168 (Bekker): Allá kai tó já s gynaikás
heiairéin par'hemin mén dischrón esli kai eponeídislon, para dé pollóis tén Aiguptión
eykleés. par<eníeis d i aytén ai chórai pró lón gámón tén proíka ex hetaireseós syná-
goysai gamo'intai.
17 Justino, XII, 3; Müller. Fragm. hist. graec., 2. 176. 230: Plutarco. Solón. 2.
Quizás se refiera también a esto Eusebio. Praeparatio Evangélica. IV. 10. sobre la
juventud gala.

232
«E ntre los cántabros, los hom bre dan dote a las m ujeres. Tam bién
entre ellos sólo las hijas heredan. Las herm anas otorgan esposa a
los herm anos. E n todas estas costum bres subyace la ginecocracia».
E n esta configuración del D erecho fem enino se manifiesta la reali­
zación más perfecta del sistema ginecocrático, de m odo tan extre­
m ado com o no aparece en ningún otro pueblo. Pero tanto más fir­
m em ente la autoelección por parte de la hija es conservada en el
D erecho. E l dato conservado por Pausanias (III, 2, 12) del mito de
las D anaides supone una confirm ación más digna de atención de
esta interpretación. P ara casar a sus hijas m anchadas por el crim en,
D ánao anunció que no pediría dote ni esponsales (hédnón áneyh do-
sein), sino que elegiría a aquel que le gustase más. Entonces sola­
m ente se presentaron unos pocos. P or esto el padre se vio obligado
a m odificar su sistema. Dispuso un concurso de carrera, y cedió a
cada vencedor la elección de su novia. Allí tenem os el antiguo sis­
tem a, y aquí el nuevo. Según el D erecho patern o , las cosas están
así: aquí el progenitor, en virtud de su autoridad, da a su hija en
m atrim onio, y la dota. Esponsales y dote pertenecen exclusivamen­
te al patriarcado, caen fuera del sistem a del m atriarcado; aquí la
hija tiene D erecho y bienes propios. Según el antiguo D erecho ro­
m ano, la locura del padre im pediría todo contrato, y tam bién la
elocación de la h ija18.
E sta oposición m uestra al D erecho de la ginecocracia en toda
su singularidad, y justam ente a esto se asocia el mito de las D a­
naides. E n todas las versiones de la leyenda19, y tam bién en las D a­
naides de Esquilo, el horro r ante la forzada unión es el eje de todo
el suceso. Los hijos de E gipto violan con sacrilega insolencia el D e­
recho de las doncellas de disponer librem ente de sí mismas. Lo es
la forzada unión m atrim onial, que las jóvenes consideran como una

“ Ya en el Coemtio se mencionaba la auctoritas del padre: Cicerón, pro Flac-


co, 34, 84; Boecking a Gayo, I, 113; Collaliones, IV, 2: quam in potestatem habei.
aut quae eo auctore, cum in poteslate esset, viro inmanum conveneril. En los spon-
salia, el padre aparece prometiendo filiam in matrimoniu, datum iri, y luego estipu­
lando ante el marido: filiam uxorem ductum iri; Varrón, de lingua latina, VI. 5. 70.
71; Gelio, IV, 4; Paulo de Festo, s. v. Consponsos; Huschke, Zeitschrift für gesch-
der Rómischen Well, 10, 6 N. I. 2; Lachmann en í^einisches Museum für Philologie.
tomo 6, pp. 112 ss. Rudoffa Puchta, Cursus der l'nstit., 3, 289; Plauto, Trin., V. 2,
33: Sponden'ergo tuam gnatam uxorem mihi? Spondeo et mille auri Philippum dotis;
S. Brisson, de form ., 518 (Lips), 1754, Fr. 11. 12 D. de spons. (23.1). Ejemplos:
Dión Casio, LIX, 12 y LXIII, 3; compárese con LIV, 16 y LVI, 7; Apiano, de bello,
civile, V, 64-73; Zonaras, X I, 5, p. 541 (Bonn); Suetonio, Claudio, 12. Sobrp la lo­
cura del padre: Fr. 8 D. de spons. (23.1). Fr. I de nupt. (1.10); Teófilo, paraph(.,
p. 91 (Reitz); la decisión de Justiniano en el L. 25 C. de nupt (5.4). Como el pater
furiosus, también fue tratado el apud hostes captus. Fr. 8 D. de pact. dot. (23.4);
Fr. 9.11.D. de ritu nupt. (23.2); Cujacius, opp. 1, p. 25 y 8, p. 902; Diodoro en el
Excerpta en Mai. Scrip. Vet. nova Coll., p. 18 menciona el proverbio sponse, propre
adest poenitentia, cuyo sentido no queda claro.
19 Higinio, Fáb. 168; Lactancio, ad Statius Thebaida, V, 118; Apolodoro, II, 1.
4; sobre esto, ver Heyne, pp. 259-274; escolio ¡liada I, 42; Tzetzes, Chilliades, VII.
136; escolios a Eurípides, Hécuba, 886; Orestes, 872; Eurípides. Herculens furens,
1006-1011; Hipólito, 546-554.

233
/

violación de su D erecho superior, ante la que ellas preferirían la


m uerte, y que ellas, puesto que les es im puesta, vengan m ediante
las bodas sangrientas. Las mismas ideas exponen Las Suplicantes
cuando ellas, presintiendo a lo inevitable, fatal, unión, gritan en
Esquilo:

«Sucede entonces lo que nos es impuesto por el destino. Inabarcable


es Zeus eterno, nunca vacilan sus decisiones. Así en este matrimo­
nio general se muestra este destino: Que de la mujer sea la
hegemonía»*

U na sentencia que es tanto más im portante, puesto que se opo­


ne a todas las costum bres y principios de la época más tardía. Los
escritos de los antiguos contienen num erosas sentencias m ediante
las que la hegem onía de la m ujer en el hogar es representada como
el m ayor mal, y por esto previenen contra la unión con m ujeres ri­
cas. Para poner de m anifiesto la oposición contra el D erecho de la
época antigua y la pretensión de las D anaides, deben ser m encio­
nadas aquí las manifestaciones de dos escritores, A ristóteles y el
poeta cómico M enandro. «El sexo m asculino, se dice (Política, I,
5) es más adecuado p ara gobernar que el fem enino. Hay una dife­
rencia entre las virtudes del hom bre y las de la m ujer, entre la va­
lentía m asculina y fem enina, tem planza y justicia. La valentía mas­
culina es apropiada p ara dirigir, la fem enina para seguir, y así pasa
también con lo demás». Menandro (Reliq. p. 169) (Meinecke)), dice:

«Representar un papel secundario siempre conviene a la mujer;


Pero la dirección corresponde al hombre.
Un hogar en el que la mujer tiene el papel principal
Debe hundirse inevitablemente,! tarde o temprano»20.

E n algunos lugares de su ob ra, Esquilo ha mencionado de paso


ideas com o el horror ante el grado m atrim onial prohibido, ante el
incesto, que em puja a las doncellas a la resistencia, luego a la hui­
da y finalm ente a aquella acción desesperada. Pero esta alusión es
com pletam ente extraña a la idea del tiem po primitivo al que p er­
tenece el suceso. El D erecho m atrim onial de la época tardía no va­
lía entonces. Tam bién G recia proporciona ejem plos de m atrim onio
en tre herm anos, tam bién Juno se llam a esposa y herm ana de Zeus;
sobre to d o , es conocido en E gipto, y en efecto, la unión de Isis y
O siris, que ya com ienza en la oscuridad del seno m aterno de R ea,
m uestra que descansa profundam ente en la esencia de la religión

* (N. de la T .) A mi entender, la traducción que Bachofen hace de estos dos úl­


timos versos es insostenible, aunque por supuesto, se debe conservar. El texto grie­
go es ej siguiente( versos 105 ss): Melá pollón dé gámón áde leleytá proter&n péloi
gynaikón, es decir, «el matrimonio será nuestro destino, como ha sido el de otras
m ujeres antes».
Jacokbs, Allgemeine Ansicht der Ehe, nota 5; Vermischte Schriflen, 4, p. 188.

234
del Nilo, por la que no sólo no fue rechazada, sino incluso objeto
de las más altas bendiciones.21.
Asimismo, el h o rro r ante el incesto no condujo a las D anaides a
su sangriento crim en. No defienden una prescripción del D ere­
cho m atrim onial; lo que ellas reivindican como el más elevado d e­
recho es la hegem onía de la m ujer sobre el hom bre, particularm en­
te en tanto que se m anifiesta la libre elección de éste. Los sacrile­
gos hijos de E gipto deben sucum bir en sacrificio sangriento a este
D erecho, a esta ley fundam ental del m undo antiguo, de la gineco­
cracia fundada en la religión. E n todas las versiones de la leyenda,
la fuerza, la insolente fuerza, está del lado de los hijos de E gipto,
y el D erecho del lado de las D anaides. E n efecto, esto es así hasta
el extrem o de que los dioses cuidan de las jóvenes; A tenea, a la
que le elevan un tem plo en R odas22, a la que tam bién D ánao cons­
truyó uno (Pausanias, II, 37, 2), les ayuda a huir, les construye una
navis biprora (H iginio, Fáb. 277), una indicación simbólica cuya re­
lación con el diphyés del m atrim onio discutiré más tarde para C é­
crope y A quiles; A ten ea y M ercurio las purificaron después del cri­
men de la sangre derram ada, p o r orden de Zeus y finalm ente por
esto H iperm estra, que había protegido a Linceo, fue envuelta en cin­
tas y colocada ante un tribunal establecido. (Pausanias, II, 19, 6).
Luego su obligación sagrada, que fue escarnecida por los hijos de
Egipto, era vengar el D erecho de la m ujer insolentem ente violado,
su libertad y su hegem onía en el hogar y en el E stado, a través de
la m uerte de su esposo im puesto, y afianzarlo de nuevo. E n esto
está el prim er m otivo de las sangrientas nupcias argivas en su rigor
y veracidad originarios. Pertenecen a aquella ginecocracia de los
tiem pos prim itivos que castiga con la sangre del sacrilego en L em ­
nos la infidelidad de los esposos, y en el linaje de lo el m atrim onio
forzado, y la sum isión, ligada con esto, de la m ujer a la hegem onía
del hom bre. Según este contexto, debe aparecer como una idea osa­
da de Esquilo presentar estas sangrientas nupcias a sus contem po­
ráneos en una trilogía particular. D esde hacía m ucho tiem po, esta­
ba vencida aquella ginecocracia de los tiem pos antiguos, desapare­
cida del m odo de ver las cosas del pueblo, desaparecida tam bién
del recuerdo ¿D ebían ahora las D anaides, y no antes, aparecer a
la luz como m onstruos em papadps en sangre? ¿Q ué acogida podían
encontrar, si en el tercer acto, desgraciadam ente no conservado, de
la trilogía, aparecían en escena vanagloriándose conscientemente del
crimen horrible, pero ju sto , del tálam o, el aposento m ortal de los
hijos de Egipto, y si, unidas al coro, triunfantes, ejecutaban su ta ­

21 Diodoro, I, 27; Pausanias, 1, 7; Filón, de special leg. p. 780: apásas adelphás


agéslhai.lás le idías toy heléroy lén gonéón. loy de é toyde, kai lás ex amphoin. kai
tas oy neóteras mónon, allákai presbytéras kai isélikas. Acerca de óar en el doble sig­
nificado de soror y uxor, ver Ross, Italiker, 5. 4. 30. 80.
22 Apolodoro, II, 1. 4; H erodoto. II, 182; escolio llíada, I. 42.

235
rea? ¿C on qué sentim ientos escucharíam os hoy en día la idea del
pasado de un sexo extraño a tal ta re a , si tam bién al arte más ele­
vado la em prende p ara adornarla con to d a la m agia de la poesía?
Y sin em bargo, incluso después de la desaparición de la ginecocra­
cia de la vida y del m odo de pensar, el crim en de las D anaides ofre­
ció un tem a útil, conm ovedor, rico en contrastes, m otivo que ha
conservado su fuerza y su vivacidad en todas las épocas; es la de­
fensa del derecho del corazón contra la unión sin cariño, contra
aquella sacrilega codicia de los hijos de E gipto, que solam ente in­
tentab an conseguir el p oder. E ste es tam bién el aspecto por el que
E squilo m uestra especial in terés en Las Suplicantes. A sí, consigue
una audiencia actual p ara las angustiadas doncellas, cuyo tem or
siem pre acrecentado, su tem blor de palom as, conform a una oposi­
ción tan conm ovedora al heroísm o posterior de la desesperación.
Si esto no pued e d ejar de hacer efecto en una época tan extraña,
tan posterior al m undo prim itivo, cuánto más conm ovedor debería
aparecer si nosotros llevásem os a nuestro punto de vista la época
de la ginecocracia todavía no debilitada, rodeada del beneplácito
de la religión. Las D anaides estaban justificadas en aquella concep­
ción debilitada, puesto que ¡cuánto más grandioso, más justo apa­
rece su crim en según la form a de pensar de aquel tiem po primitivo!
N osotros retenem os este aspecto, y así desaparece todo lo chocan­
te, y lo q u e era incom prensible se hace inteligible. D esde el punto
de vista de la ginecocracia, nadie es culpable, nadie censurable, ex­
cepto H iperm estra, la am ante débil y tierna cuando debía aparecer
terrib le y heroica. D esde el punto de vista de la ginecocracia, las
m ujeres no debían autoinm olarse, com o Lucrecia, aunque Esquilo
les atribuya esta idea p ara asustar con ella al pacífico Pelasgo; ellas
no deb en soportar, deben o b rar, castigar el sacrilegio, m antener e r­
guido el D erecho de la ginecocracia, el D erecho superior de la m u­
je r, m ediante el asesinato. Con el suicidio, hubieran vencido a los
hom bres, pero a cam bio de sucum bir ellas. Por esto era digno de
atención que las nupcias llegaran a celebrarse, con lo que el triunfo
final del p o d er fem enino resultaba más esplendoroso a pa rtir del e n ­
gañoso triunfo del D erecho m asculino. A sí las D anaides aparecen
con la grandeza heroica de las A m azonas, que, allí donde es váli­
do, defienden el derecho a su p o d er, y no prestan oído a ninguna
consideración de tern u ra; nunca deben ser tiernas, y prefieren ser
llam adas sanguinarias y terribles a am ables y cariñosas. Tam bién
en esto yace un aspecto de la naturaleza fem enina que es razonable
en aquella época, pero que sólo p u ed e estar claro en el período de
la ginecocracia m ás acabada.
E l carácter am azónico de las D anaides es tam bién indicado en
la leyenda; el escoliasta a A polonio (I, 752) llam a a M irtilo, el au ­
riga de E nom ao, hijo de H erm es y de la D anaide Faetusa, m ien­
tras que o tros le dan com o m adre a la A m azona M irto. D e la epo­
peya que cantaba su lucha contra la codicia de sus prim os, C lem en­
te de A lejandría (Stromata, II, pp. 2-4) ha conservado dos versos,

236
en los que las cincuenta doncellas se arm an a orillas del Nilo23, y
en Esquilo el rey pelasgo, que se asom bra de su extraño carácter
dice (versos 287-288):

«Si llevaseis arcos, os hubiera tomado


por Amazonas sin marido, comedoras de carne cruda».

Las guerreras fem eninas aparecen de preferencia como arque­


ras, especialm ente en los vasos, p ara lo cual solam ente recuerdo
aquí los ya m encionados de los M useos Británico y de Karlsruhe.
Este carácter aparece en su máximo nivel en las sangrientas nup­
cias de las D anaides, justam ente del mismo modo que el am azonis­
mo de las lemnias se m uestra en el asesinato de los hom bres. T anto
un crimen como el otro están tan dentro del espíritu de la antigua
ginecocracia que yo no tengo reparos en reivindicar para el crimen
de las D anaides la misma historicidad. E sta historicidad es com ple­
tam ente distinta a la que proporciona Tucídides. Historicidad y
exactitud son dos cosas distintas. Los relatos de los tiempos pasa­
dos pueden no ten er esto últim o. Se deben m edir con su propia es­
cala. N ingún detalle de la gran lucha con la que H era buscaba cas­
tigar el crim en sacrilego de lo en sus descendientes tiene más p re ­
tensiones de crédito que otro. Pero la clave del suceso, la lucha por
el pod er entre familias em parentadas a causa de la preferencia del
linaje fem enino o m asculino, no es ningún m ito, sino un aconteci­
m iento del género hum ano real, verosím il, sucedido más de una vez
en condiciones sem ejantes. Q uiero m encionar aquí solam ente la lu­
cha de los telebeos contra Electrión. Los telebeos arcanienses fue­
ron a Tebas contra E lectrión y reclam aron la propiedad que les per­
tenecía p o r su m adre H ipotoe. Se inició una lucha en la cual su­
cum bieron los electriónidas. Pero el D erecho m aterno, que aquí se
im pone, es derribado por H eracles. A lcm ena prom ete su m ano y
su po d er al héroe que vengue a su padre y herm anos. H eracles se
m uestra aquí tam bién com o cam peón del D erecho masculino (es­
colio a A polonio, I, 747). Crím enes como el de las D anaides son
inventados en épocas cultas, arreglados según el gusto de los con­
tem poráneos, suavizados en la m ayoría de los casos, y debilitados
en sus rasgos dem asiado crueles. Las nupcias sangrientas de las D a­
naides han podido proporcionar la fisonomía de los tiem pos pasa­
dos sin darle ninguna poesía, pero tam poco sin quitársela.
Consideradas desde el punto de vista correcto, entonces todo se
ordena en un conjunto com prensible. Lo extraño desaparece, lo in­
com prensible se hace inteligible. E n efecto,se relaciona tan exacta­
m ente con el espíritu de la época antigua, con aquel de la antigua
com edia, tam bién llam ada farsa, de los tiem pos pasados, que el su­
ceso parece estar ausente de la historia de la hum anidad y de aquel

23 kai tót' ár’ hophizonto thyós Danaoio thygatres. Prósten éyrreios potamoy Nei-
koio ánaktos.

237
período de ginecocracia sólo porque no querem os conocerlo. D u­
rante tales épocas, nuestra raza ha pasado el control más sangrien­
to. E n efecto, m uchas tradiciones son tratadas por nuestros con­
tem poráneos solam ente como farsas estúpidas de los tiem pos pasa­
dos, porque con m ucha frecuencia faltaba la clave para su com pren­
sión, la fam iliaridad con sus ideas, y lo que es peor, el am or a la
A ntigüedad incluso en grandes eruditos.
C uando nosotros com param os el mito de las D anaides con la
O restíada, con Erifila y A lcm eón, con las lem nias, y finalm ente con
lo que ha sido observado acerca de la relación de A riadna con T e­
seo, resulta una concordancia sorprendente de todos los rasgos prin­
cipales. Por todas partes se m anifiesta la ginecocracia no en su tran ­
quila existencia, no en el esplendor de un p oder indiscutido; se
m uestra más bien en su degeneración y ruina causadas por el abuso
sangriento del poder. Vem os am bos principios en lucha el uno con­
tra el o tro , vencido el antiguo, vencedor el nuevo. Los conm ove­
dores sucesos que acom pañan la transición solam ente pudieron
echar raíces tan profundas en la m em oria de los hom bres. Lo que
perm anece indiscutible, nunca llam a la atención. Sólo cuando se
acerca la decadencia, sólo cuando se alza la lucha, el m undo des­
cubre lo que d urante siglos lo gobernó, desconocido incluso para él
mismo. C uando luego crím enes inauditos proclam an el poder de la
furia y de la desesperación, entonces la m em oria de los hom bres se
asocia con ellos, y lo que no había podido el tranquilo disfrute de la
dicha y la armonía, lo consigue el estremecimiento de horror. Sin
em bargo, esta im presión es atenuada por la apariencia amistosa
de algunas m ujeres que, como A riadna, E lectra, H ipsípila e Hi-
perm estra, anuncian el despertar de una nueva, y m ejor época m e­
diante la inclinación más noble de sus deseos24. Es más significati­
vo que tam bién aquí la m ujer esté de nuevo antepuesta. La lucha
es realizada p o r los hom bres, el nuevo D erecho es establecido por
héroes masculinos y asegurado en toda época. E n la m ujer se p re­
para el nuevo día. E n su interior todo está consum ado, incluso an ­
tes de que se consiga el reconocim iento exterior. El m ito de las D a ­
naides es especialm ente instructivo justam ente p orque se le añade
un segundo acto, preparatorio y consum ador. H iperm estra está en
el m edio, lo m archa delante de ella y H eracles la sigue. Y lo mis­
mo que H iperm estra se rem onta al linaje de lo , así tam bién H e ra ­
cles ha surgido en trein ta hijos de H iperm estra. Ella, que honra a
su abuela en la am ada de Z eus, lo , es la m adre originaria del re ­
dento r H eracles. Lo que com ienza en lo lo finaliza éste; lo mismo

24 Según Eustacio a Dionisio Periegeta, 805, p. 255 (Bernhardy), también Bé-


brice protegió a su amado Hipólito: Jstéon gár hóti katá tén palaián historian penté-
konta paidóh tón toj) A igfptoy penlékonta neanlsin aytanépsiáis syneynasthenton.
thygatrási Danaoy, hé Brebryké mén kai Hyperméstra mónai tón syneynon epheisan-
to, ai dé lopai toys loipoys diechrésanto, Compárese con Horacio, Carmina, III, 11,
33 ss; sobre Hipermestra, ver Esquilo; Prometeo, 868; Hercules furens, 1016; Pínda­
ro, Nem. X, 10, y escolio, p. 501 (Boeckh).

238
que H iperm estra está entre los dos, tam bién une las naturalezas de
am bos, en p arte culm inante, en p arte prep arato ria de su acción. Lo
mismo que lo antiguam ente, to rtu rad a p o r el tábano de H era, aban­
donó la playa de Inaco, tam bién el barco de A ten ea condujo a sus
nietos de regreso,' y el culm inador del D erecho p aterno espiritual
H eracles, sale ju stam en te de allí para liberar al m undo de la hege­
m onía de la m ateria y p ara elevarse desde la cum bre del E ta, m e­
diante el fuego purificador, hasta la com unidad de los dioses olím ­
picos. lo nos m uestra el d espertar de la m ujer del largo sueño de
la niñez pura, inconsciente, pero de perfecta dicha para los torm en­
tos del am or, que en adelante conform a a la vez la delicia y la to r­
tura de su vida. La divinidad de Z eus la ha deslum brado. Su alm a
está ahora com pletam ente llena de su magnificencia. C onsagrada al
am or del hom bre divino, esta idea la ayuda a soportar paciente­
m ente todas las penas de su largo viaje. D ócilm ente, cerca de la d e­
sesperación, ella persigue la augusta luz que ha herido su alm a cuan­
do en las inm ediaciones de D o d o n a la contem pló p o r prim era vez.
Com o había vaticinado P rom eteo, finalm ente el pais del Nilo op u ­
so el deseado fin a los largos pesares. Allí, de la potencia de Z eus
nació E pafo, que lleva el propio nom bre de su pad re. D el linaje de
lo procede la m ujer que cuida al hom bre. T ocada p o r el am or, com o
lo , H iperm estra prefiere ser llam ada débil que m ancharse de san­
gre; prefiere renunciar al p o d er y a su sangriento D erecho que a
los m ejores deseos de su corazón. Y lo que ella así p reparó, lo cul­
mina H eracles, que en Prom eteo libera a todos los hom bres, e ins­
tau ra p ara siem pre el D erecho espiritual de Z eus. A sí una idea atra ­
viesa los tres niveles del desarrollo com pleto del antiguo mito que
com prende a toda la H um anidad. La m ateria fem enina, despertada
en lo , m uestra de nuevo en H iperm estra el pod er victorioso del
am or, que m anifiesta el crim en de las sanguinarias herm anas en
toda su gloria. P o r esto, ella está destinada a ver salir de su sangre
al salvador H eracles, el h éro e del arco que, venciendo a la m ujer,
la salva tam bién p ara siem pre. L a m aternidad de la m ateria, a la
vez ha sucum bido y reconciliado en ella al D erecho celestial de
Zeus. lo está conform ada com o vaca lunar; ella es, en el idiom a ar-
givo, la propia luna, y H eracles el sol. Ella es asimismo el principio
m aterial fem enino, y éste el celeste principio luminoso incorpóreo.
Prim ero ^dominaba aquél, ahora triunfa éste, y la ley cósmica según
la cual la luna sigue al sol y tom a prestada su luz de él ha llegado
a su consum ación en la T ierra en la subordinación de la m ujer al
hom bre.
L a concepción del p o d er m asculino de nuevo m uestra aquí su
doble nivel. E n el país del Nilo aparece incluso como com pletam en­
te m aterial. E l negro E pafo es igual que el etrusco Tages, igual que
el élide Sosipolis, el pod er de Z eus que gobierna en la negra y h ú ­
m eda T ierra, el mismo E pafo lleva el nom bre del agua. L a raíz A p ,
aph, (Com o Epiáltés y Ephiáltés) se extiende m ás allá de las fron­
teras del tronco lingüístico indogerm ánico, más allá del territorio

239
de los pueblos arios, y se rem onta a una época en la que los p u e­
blos arios y semíticos todavía no estaban separados. E n el color ne­
gro, Epafo muestra su naturaleza terrenal, puesto que mélaina se lla­
ma tam bién gaia en el conocido fragm ento del poeta genealógico
Asió (Pausanias, V III, 1, 2). Pero es negro todo lo que está pene­
trad o p o r la hum edad, como Plutarco puso de relieve sobre Isis y
Osiris en relación con la fructífera tierra de E gipto. Según esto, tam ­
bién el Nilo se llam a M eló (de tnélas), no porque sea negro, sin por­
que hace negra la tierra que penetra y fecunda25. E l que su im a­
gen, en tre la de todos los ríos, sea elaborada no en m árm ol blanco,
sino negro, tiene su origen antes en la cualidad indicada que en que
él, com o ponían de relieve los antiguos, atravesase el país de los ne­
gros etíopes (Pausanias, V III, 24, 6). E n el pantanoso país del Nilo
aparece asimismo la fuerza masculina aún como fuerza telúrica del
agua. El hijo de lo es el negro Epafo. E n el descendiente de H iper­
m estra, por el co ntrario, sube a su nivel más alto. E n H eracles, el
poder de Z eus se presenta com o principio lum inoso espiritual, apo­
líneo (E liano Variae H ist., III, 32). Y a no es m aterial, ya no está es­
condido en la tierra; se ha desprendido de la m ateria, se ha eleva­
do al cielo, convertido en naturaleza lum inosa espiritual, inm ate­
rial. A quella prim era form a la tom a en E gipto, y esta segunda, más
pura, en la Hélade. En el país palustre de Meló nació el negro Epafo,
pero el descendiente de H iperm estra, H eracles, pertenece a la H é ­
lade. D el p aís de la religión m aterial, donde el hetairism o disfruta
de gloria , donde el propio Z eus recibió favores de una Palas (Es-
trabón, X V II, 816), donde Rodopis poseía su pórnés m ném a (Es-
trab ó n , X V II, 808), a donde se dirigió H elena-A frodita, donde las
Paneeirias son celebradas con depravaciones de extrem a sensuali­
dad , donde el principio fem enino m aterial de la N aturaleza d e­
sem peña un papel tan destacado hasta el final28, donde finalm ente,
para la conclusión de un m atrim onio se requiere la unión corpo­
ral29, de este país A ten ea, la sin m adre, rapta a las asustadas D a-

25 Servio, A d Verg. Georg., IV, 291; Eneida, I, 745; Enriius dicit, Nilum Meló-
nem vocari; IV, 246.
26 Sexto Empírico, Pyrrhi. Hypot. III, p. 168 (Bekker).
27 Estrabón, XVII, 801; Herodoto, II, 60; Diodoro, I, 85; Teofrasto, Caracte­
res, II, p. 136.
“ Estrabón, X V II, 807; sékós tés métrós loy booós; H erodoto, II, 41.
2® L. 8, C. de incest, nup. (5. 5). Licet quídam Aegyptiorum id circo mortuorum
fratum sibi conjuges matrimonio copulaverunt, quod post illorum mortem mansisse
virgines dicebantur, arbitarti scilicet, quod certis legus conditioribus placuit, cum cor-
pore non convenerit, nuptias non videri re esse contractas, et huiusmodi connubio
tune temporis celebrata firmata sunt, lamen praesente lege sancimus, si quae huius­
modi nuptiae contractae fuerint, eos earumque contractores, et ex his progenitos att-
tiquarum legum tenori subjacere, nec ad exemplum Aegyptiorum, de quibus supra dic-
lum est, eas videri fuisse firmatas vel esse firmandas. (Zenón, a. 475). O tra ley egip­
cia prohíbe la ejecución de uha m ujer embarazada. Plutarco (de sera num. vind. 1)
observa que algunos Estados griegos han adoptado esta prescripción. Véase más arri­
ba lo que se dice sobre el sacrificio de la liebre en Esquilo, Agamenón, 139.

240
naides. N o allí, sino en A rgos, de donde salió lo , se puede com­
pletar la victoria del principio espiritual de Zeus. Por esto en E s­
quilo las doncellas fugitivas renuncian solem nem ente a los dioses
del Nilo y se vuelven hacia las potencias helénicas. Lo mismo es re­
ferido con especial énfasis p ara E gipto, insinuante, que engaña a
los sentidos. N o aquí, sino en la H élade, el D erecho de la m adre
puede ser com pletam ente vencido, y sustituido p o r el superior D e­
recho de Z eus. E n la A rgólide H iperm estra protegió a su esposo,
a la A rgólide está ligado H eracles. E l D erecho fem enino de las don­
cellas m ateriales del agua decae en la H élade. El D erecho de los
hijos de E gipto consigue aquí la victoria. C iertam ente aquí la m a­
yoría m ata sanguinariam ente a sus esposos, pero Linceo es salva­
guardado; el D erecho m asculino, que reivindican como prem io de
su superior fuerza física, conservó en ésta una base superior a la de
la vida fem enina. E n aquel terreno no se encuentra una estabilidad
segura, de éste solam ente resulta la reconciliación de las m ujeres.
A nte la superior fuerza del hom bre, la m u jer se doblega gustosa­
m ente. E n la subordinación del am or, ella reconoce su auténtico
destino. E n H eracles, este desarrollo llega a su culminación. E le­
vado po d er que proclam an sus hazañas m anifiesta el espíritu celes­
tial de Z eus, y en esto descansa el consum ado D erecho del hom ­
bre. lo , en otro tiem po agitada p o r el m aterial placer, recayó en la
agitación de la larga odisea, y así, es en la belleza espiritual del hom ­
bre en la que la m u jer encuentra su descanso. Y a no es al Z eus te­
lúrico, sino al celeste, al que ella presiente en su esposo, y al que
concede gustosam ente su autorización. C ontra el hom bre m aterial,
ella defiende su D erecho m aterial, y al espiritual se subordina gus­
tosam ente. Solam ente ahora está establecido el auténtico equilibrio
entre los sexos, la paz d uradera entre ellos; sólo ahora tam bién la
ley cósmica es realizada entre los hom bres. La luna sigue etern a­
m ente al sol, ella no brilla p o r sí m ism a, todo su esplendor lo tom a
prestado del astro rey. Lo mismo hace la m u jer con el hom bre. M a­
terial, com o la luna, es la m ujer; espiritual, como el sol, debe ser
el hom bre. T anto tiem po com o la m ateria pasó p o r ser lo más ele­
vado, tan to tiem po prevaleció el principio lunar fem enino, y el hom ­
bre no era tom ado en consideración. P ero del efecto ahora se pasa
a la causa, de la luna al sol, de la m ateria a la fuerza inm aterial.
Ahora, la, luna aparece en segundo lugar, y el sol en el prim ero. El
principio espiritual, incorpóreo del hom bre, alcanza la hegem onía.
La m ujer sabe que ella debe tom ar prestado de él todo su esplen­
dor. A sim ism o, en H eracles lo h a alcanzado su más elevada p er­
fección. D e la vaca lunar surge el héroe solar. E l derecho paterno
espiritual se ha form ado del m aterial D erecho fem enino. Con aquél
finaliza el desarrollo que ésta había com enzado. Pero las sangrien­
tas nupcias de las D anaides conform an la decadencia. E n ellas el
antiguo y el nuevo D erecho se tienden la m ano. Las sanguinarias
herm anas m uestran el m atriarcado en su absoluta perfección; H i­
perm estra p rep ara al D erecho paterno p ara su victoria, que culmi-

241
/

na H eracles. La más alta expresión de la situación antigua y el co­


mienzo de la nueva están uno al lado del otro. Tam bién las demás
D anaides se retiran de la vida amazónica. A m ím one sucumbe a P o­
seidón, y asi sus herm anas son entregadas a los vencedores de los
juegos gimnásticos com o prem io, lo mismo que Pélope ganó a A ta­
lanta (Pausanias, III, 12; II, 7; I, 3). El núm ero cincuenta, que do­
m ina todo el m ito de D ánao, de m anera que D ánao reinó cincuen­
ta años, y el barco de A tenea tenía cincuenta rem os, tiene como
base al núm ero cinco, cuyo significado m atrim onial ya hem os pues­
to de m anifiesto más arriba. D e aquí vienen los juegos celebrados
quinquenalm ente p o r D ánao, cuyo vencedor recibe un escudo como
prem io. El arm a que antes llevaba la m ujer, la p o rta ahora el hom ­
bre (H iginio, Fáb. 237). Los hijos de las D anaides llevan ahora el
nom bre p a te rn o 30.
A lo y H eracles volveré de nuevo más tarde, en la Prometeida,
en la que Esquilo entrelaza el mito de las D anaides. y entonces todo
obten d rá una argum entación ulterior, cada afirmación sus datos.
A quí concluyo mi consideración con una últim a observación sobre
el significado m itológico de las D anaides. La T ierra ha encontrado
su representación en el tonel, al igual que en el agua, que las don­
cellas eternam ente vierten en el agujereado recipiente, halla el prin­
cipio fecundante de la hum edad, que acoge en su oscuro seno. Es
el Nilo, cuya agua pen etra en el país pantanoso y lo fecunda (Plu­
tarco, Isis et Osiris, 30). Es Ifim edia, la m adre de los A lóadas, que
vierte en su seno la ola de Poseidón, su am ante31. El D erecho de
la m aternidad, que las D anaides defienden, tiene en esto su funda­
m ento religioso. Pero con las D anaides se relaciona el hom bre pa­
lustre /4wc?j¿u-Ocno-Bianor, que trenza la cuerda. A éste, al que no­
sotros de nuevo encontram os unido con las D anaides en la Lesche
de D elfos, en los pantanos de M antua y en tum bas rom anas. Egip­
to le suponía la misma relación, según el dato de D iodoro (I. 97).
En Ocno la generación palustre ha encontrado su representación des­
de el punto de vista del poder m asculino, lo mismo que en las D a­
naides la m aternidad. Escondido en el cañaveral, en el fondo del
pan tan o , como lo representa el colum bario de C am pana, ejecuta la
tare a nunca finalizada de la creación telúrica, que la burra siempre
hace fracasar. Así en esta doble form a está representado el princi­
pio de la creación visible, ser y perecer. Pero el fundam ento de am ­
bos lo constituye la T ierra, la m aternidad m aterial originaria. Ella
nunca envejece, solam ente la creación se desm orona en una eterna
decadencia. P or eso las D anaides brillan en eterna juventud, mien­
tras que O cno lleva en sí las huellas de la vejez. Reconocem os aquí
de nuevo la relación de la m ujer con el hom bre, como ya ha sido

30 Véase Higinio. Fáb. 17Ü en las palabras finales, que son calificadas sin razón
alguna como erróneas.
31 A polodoro. I. 7, 4; Pausanias. X. 28. 3. la remite a Milasa en Caria, donde
ella, de acuerdo con el matriarcado cario, disfrutó de honores divinos.

242
m anifestado más arriba. La M adre está en la cúspide de la vida de
la N aturaleza. La m ujer dom ina según la concepción m aterial. La
naturaleza m itológica de las D anaides coincide com pletam ente con
su papel de vengadoras del D erecho fem enino.
t

/
243
/

C A PIT U L O VI

LOS CANTABROS

E strabón (III. 165). inform a sobre la ginecocracia de los cánta­


bros, sobre el exclusivo derecho hereditario de las hijas. Me hizo
volver a esta inform ación la investigación publicada por Eugéne
C ordier en la Revue historique de droit frangais et étranger (París.
1859. p. 257-300 y 353-396) bajo el título «Le droit de famille aux
Pyrinées», cuyo resultado sum inistra una curiosa confirmación de
varias de mis ideas fundam entales. La observación de E strabón se
hace ahora com pletam ente inteligible en su parte más oscura, la
dote nupcial de los herm anos por las herm anas.
A ntes de nada, se presenta la preguna acerca de cuál fue la fuen­
te de la que el geógrafo pudo conseguir sus noticias, lam entándose
de la inseguridad de las indicaciones sobre E spaña. En ningún otro
escritor se encuentra un apoyo para las m ismas, y tam poco una re­
petición. Pero E strabón. com pañero de G ayo Elio en Egipto (X V II,
816), es contem poráneo de A ugusto, cuya guerra contra los cánta­
bros es reiteradam ente destacada1. E ste pueblo se hizo más cono­
cido por este acontecim iento, y la unión de las form as de vida gi-
necocrática con la m ayor valentía pudo contribuir esencialm ente a
esto, y a llam ar la atención de los rom anos sobre aquel rasgo de la
vida dom éstica entre aquellos enem igos tan tem idos por ellos.
C om o en los lugares indicados, tam bién otros escritores reconocie­
ron elogiosam ente el gran am or a la libertad, la indestructible fide­
lidad a la patria y el heroísm o, que descansa sobre esta noble base,
del pueblo que elevaban incluso por encim a de los astures, con tan­
ta frecuencia unidos a ellos2. Com o ahora la analogía intrínseca de

1 Dión Casio, LI. 20; LUI, 25; LIV. 5. 11; Floro, IV, 12, p. 46-60; Orosio, VI,
21; Suetonio, Aug., 20, 21, 81, 85; Mela, III, 1, p. 9-10, y Tschukius, 3, 1, p. 38;
Piinio I, 2, p. 17; IV, 20, p. 110; XXV, 8. p. 85; Plutarco, Moralia, 396 (Didot);
Justino XLIV, 5; Estrabón, XVII, 821.
2 Horacio, Carmina, II, 6, 2; II, 11, 1; III, 8, 22; IV, 14, 41; Epístolas, I, 12.
26; Silo Itálico; III. 325-331; XVI, 44 ss.; Juvenal, XV, 93 ss.

244
la valentía con la ginecocracia aparece com pletam ente norm al des­
pués de las observaciones hechas anteriorm ente, entonces tam bién
nos es com pletam ente inteligible la elección de rehenes fem eninos,
como se ve en Suetonio (Augusto, 21): a quibusdam novum genus
obsidum foem in a s exigere tentavit (Augustus): quod negligere ma-
rium pignora sentiebar. E stas palabras no se refieren concretam en­
te a los cántabros, y Polibio destaca en otros lugares4 las mismas
costum bres p ara otros pueblos hispánicos; pero la noticia concreta
de que A ugusto pidió rehenes de los cántabros nos justifica para re ­
ferirla en este pueblo (Floro, IV , 12, 52). D el mismo m odo, no ten­
go rep aro en extender a los cántabros una costum bre señalada por
D iodoro (V , 34) p ara los iberos lusitanos, y en p onerla en relación
con el particular D erecho sucesorio de este pueblo. E stá claro en­
tonces que éste, m ientras que condenaba a los jóvenes a la pobre­
za, era adecuado p ara im pulsarlos hacia las más p otentes reuniones
y razzias en la llanura ibérica, de las que D iodoro destaca oi má-
lista aporótatoi tais oysáis, rom éi dé sóm atos diaphérontes. El influ­
jo del D erecho fam iliar referido p o r E strabón sobre todas las for­
mas de vida del pueblo se revela en toda su radical im portancia
cuando nos representam os la gran familia de pueblos hispánicos
(H erodoto en E steban de Bizancio, s. v. Ibéríai), en la que los cán­
tabros deben ser indudablem ente incluidos, a la m isma luz a la que
presenta la H istoria. Todos los rasgos con los que nosotros hem os
encontrado d o tad a la vida ginecocrática en otros pueblos aparecen
de nuevo en tre los iberos. W. von H um bolt está en consonancia
con los expresivos testim onios de los antiguos cuando en su ensayo
de investigación sobre los prim itivos habitantes de H ispania (Ge-
sam m elte Werke, 2, especialm ente, pp.158 ss.), a través de la len­
gua vasca, atribuye el carácter ibérico a la tendencia al pacífico des­
canso. Lo que los antiguos (E strabón, III, 164-165) apuntan sobre
el salvajism o de los pueblos del N orte no puede hacerse valer. So­
lam ente se d em uestra hasta qué furor podía llegar la paz tradicio­
nal de aquellos pueblos ante la desesperación de la derrota por los
rom anos. E n efecto, es digno de atención que justam ente los cán­
tabros, en tre los cuales la ginecocracia aparecía com o lo más regu­
lado, disfrutasen ju n to con sus m ujeres la gloria del masculino des­
precio p o r la m u erte en un grado superior al de los restantes ibe­
ros, com o p o r ejem plo los astures. P or el contrario, sin ser irrita­
dos, revelaban siem pre ingenium in pacis partes prom ptius, que Flo­
ro (I, 1) destaca de ellos. P or esto los encontram os sólo en peque­
ñas salidas5, nunca en aquellas expediciones de conquista en las que
los 'galos llegaban hasta A sia en devastadoras oleadas, y tam poco

3 Sobre esto, ver Tácito, Gemianía, 20, y supra, cap. IV, p. 84.
4 X, 35. «A sdrúbal... demandó el pago de una gran suma de dinero y la entrega
de sus esposas e hijos como rehenes». Compárese conVIII, 1: pistéis hórkoi, tékna,
gynaikes.
5 E strabón, III, 158; Floro, II, 17, 3.

245
eran arrastrados, como éstos, al innoble desprecio por la m uerte.
, apostando frívolam ente la vida por un vaso de vino como prem io
(A ten eo , IV , 40). Sólo nobles m otivos provocan el heroísmo de los
iberos: el am or a la patria y a la libertad, en cuya defensa el salva­
jism o no conoce límites, y la fidelidad personal, que ocasiona la
m uerte ritual6. El carácter ibérico básico se ha conservado entre los
celtíberos, que Polibio (X I, 31 y fr. 14) y tam bién muchas veces D io­
doro (V , 33-38) llam an iberos; y de los pueblos célticos puros, que
los antiguos llam an Keltikoi, y de los galos, tal y como los encon­
tram os posteriorm ente en la G alia, totalm ente diferenciados, se se­
ñala expresam ente (Polibio, III, 2) que fueron superados por la cul­
tu ra ibérica, de m odo que consiguen im poner a los indígenas sus pe­
culiaridades, y por lo tanto conservar la unidad de carácter que ya
no existe en los componentes' del pueblo. D e aquella jactancia y os­
tentación que los galos nunca pudieron corregir, los celtas están tan
libres com o los iberos puros y mestizos, y D iodoro (V. 23; A teneo.
X III, 79), limita la tendencia a la pederastía solam ente a los prim e­
ros, al igual que E strabón (III, 164) elogia de los últimos que ob­
servan la m ayor frugalidad en la vida y en la alim entación, y con­
sideran la castidad tan im portante com o la vida. El am or a la lim­
pieza, que destaca D iodoro (V , 33) está en la más íntima relación
con esta virtud del alm a. La suciedad interior y exterior son siem ­
pre herm anas gem elas, en los niveles de civilización primitivos. In­
cluso la costum bre de lavarse el cuerpo, y ante todo los dientes, con
orina (E strab ó n , III, 164) aparece más bien como expresión de la
m ism a tendencia al cuidado que com o rudeza ibérica, como quie­
ren verla griegos y rom anos, juzgándola falsam ente de expresión de
una vida incivilizada (D iodoro, V, 33).
Si en estos rasgos se encierra inequívocam ente el influjo subli­
m e de la m ujer, entonces aparece doblem ente significativa la unión
del D erecho paterno y su estricta ejecución con los galos en oposi­
ción al principio m aterno de los cántabros. En efecto. Plutarco (de
m uí. virtut. Keltaí) y Polieno (Stratagemata, 7) añaden la costum ­
bre de elegir m ujeres com o árbitros ep los conflictos entre los pue­
blos, y la clasificación, fundada en ella, de la alianza anibálica con
los celtas, y tam bién con los galos, de acuerdo con las ideas de una
época posterior. Pero el relato de Livio (X X I, 24-25) señala que
aquella alianza después de la reunión de los generales púnicos con
los pueblos indígenas en R uscino, cerca de la ciudad actual de Per-
pignan7, lleva a la conclusión de que tam bién aquí hay que pensar
no en pueblos y costum bres galas, sino ibéricas, o liguro-ibéricas.
com o luego la ciudad vecina de R uscino, Illiberis, indica del modo
m ás firm e la lengua vasco-ibérica.
El principio m aterno ibérico obtiene así una nueva extensión,
com o p o r otro lado tam bién aparecen en su relación correcta lo arri­

0 Valerio Máximo, II. 6, 11; Estrabón. III. 165; Plutarco. Sertorio, 14.
7 A . Thierry, Histoire des Gaulois. 2, 9. 10. 99. Bruselas 18-42.

246
ba m encionado sobre de los vizcaínos de G uernica sobre el predo­
minio del lado izquierdo8, sobre la elección por parte de las don­
cellas9, y finalm ente sobre el com portam iento fem enino del padre
cuando nace un h ijo 10. Podríam os unir a esto la noticia de la sepa­
ración de las filas de com batientes p o r las m ujeres en las islas B a­
leares, y la sacralidad del principio fem enino en Sicilia porque es­
tas islas estuvieron originariam ente ocupadas, como Córcega11,
A quitania12 y las riberas occidentales del R ódano, por pueblos ibé­
ricos. Plutarco y Polieno destacan, casi con las'm ism as palabras, la
equidad de las decisiones fem eninas y su influjo en el m antenim ien­
to de la estrecha unión y am istad tanto entre las familias como en ­
tre tribus y ciudades del pueblo, y el mismo rasgo de unidad y fi­
delidad m utua se alaba tam bién entre los vascos hispánicos.' Los
pueblos ginecocráticos tienden necesariam ente más y más hacia la
fidelidad a la gleba y hacia un cierto autoaislam iento que se com­
place en la valiente defensa de la am ada patria más que en el com­
bate contra los enem igos13, y 'en su ejercicio la m ujer adquiere aquel
grado de vigor corporal que es indispensable a una posición gine-
cocrática. Las m ujeres, en cuyo criterio el tratado de Ruscino co­
locaba la conciliación de los puntos de conflicto con el que am ena­
zaba la hegem onía mundial rom ana, cuidaban tanto la casa como
los cam pos, en las cortas interrupciones de su dura jornada baña­
ban al niño, nacido sin dolor, en el río cercano, y encargaban de
su cuidado al hom bre que, sin fortuna o escasam ente dotado por
su herm ana, se incorporaba a la casa y los campos de la m u jer14.
R om anos y griegos podían encontrar de nuevo en tal forma de
vida lo que ellos estaban acostum brados a señalar como barbarie,
y considerar el trabajo agrícola de la m ujer como prueba de su ser­
vidum bre. P ara nosotros, por el contrario, aquí yace el signo de
una civilización que p o r la m aternidad y las virtudes que posee,
corresponde en todas sus partes a aquélla de la cultura preheléni-
co-pelásgica. La consideración del D erecho familiar cántabro-ibé-
rico proporciona el mismo resultado al que ha conducido la inves­
tigación del lenguaje del señor von H um bolt (op. cit., p. 194). E n
todas las m anifestaciones de la vida, el pueblo ibérico aparece como
una de las más primitivas familias de pueblos, y su situación como una
de las m ás originarias, p o r lo que es doblem ente significativo que,
de los pueblos griegos, justam ente los más antiguos, los pueblos que
cultivan el D erecho m aterno — adem ás de los pelasgos itálicos, tam -

8 Compárese con Silo Itálico, XVI, 241.


9 Aristóteles en A teneo, XIII, 5 , 575-576; Justino, XLIII, 3; ver supra, capítulo
V, o. 97.
10 E strabón, III, 165.
11 Séneca, cons. ad Helviam, 8.
12 Estrabón, IV, 176; César, de bello gallico, I, 1.
13 W. von Hum bolt, op. cit., p. 170, n. 3.
■ 14 Estrabón, III, 165; Justino, XLIV, 3: foem inae res domesticas agrorumque cul­
turas administrant; W. ,von Humbolt, op. cit., p. 177, n. 2.

247
bien los m esenios, laconios, incluso persas, y finalm ente Pitágo-
ras— , fueran llevados a E spaña, especialm ente al N orte, al país de
los galaicos.astures y c á n ta b r o s . Por cuanto sabemos muy poco de
la religión , es precioso el dato del realzam iento de las fiestas lu­
nares que parece a los extranjeros el rasgo característico del culto
ibérico a los dioses, y al que se asocia la posición sagrada de la cier­
va blanca que representa la leyenda de Spanus y Habis . La unión, des­
tacada por todas partes, de la ginecocracia con el culto lunar, se re­
pite tam bién en los iberos19. C uanto más indudable parece la ori­
ginalidad de la civilización ibérica y del D erecho familiar cántabro,
tanto más sorprendente es la conservación, si bien m odificada a tra­
vés de los milenios, de la misma en los países vascos español y fran­
cés, especialm ente en el L avedan, que se extiende desde Lourdes
hacia E spaña, sobre los Pirineos, y mucho más especialm ente en el
valle de B arége, cuyo D erecho consuetudinario, recogido relativa­
m ente tarde , m uestra una curiosa concordancia con las prácticas
cántabras, y puede ser considerado como el tipo culm inador de la
distinción de la m ujer generalizada entre los vascos.
La idea fundam ental que yace en todo es la preocupación por
la conservación de las posesiones fam iliares y del nom bre de la fa­
milia, unido a ellas. Todos los aspectos de la ordenación jurídica es­
tán subordinados con una lógica inexorable a estos puntos de vista
superiores. D e aquí surge el derecho de prim ogenitura, que tam ­
bién Licurgo recom endó por el mismo m otivo. Tam bién surge la
costum bre según la cual todos los jóvenes deben adquirir bienes so­
lam ente para el patrim onio familiar y su representante correspon­
dien te, trab ajar como esclau y esclabe p ara el m ayor y no dejar la
casa paterna sin su perm iso. Se debe d ejar en suspenso en qué m e­
dida esta concepción puede ser llam ada ibérica antigua; en cambio,
el pensam iento cántabro destaca al instante por la total equipara­
ción de am bos sexos21. F rente a la legislación feudal germ ánica22,
el derecho de prim ogenitura no descansa sólo sobre la figura del
hijo, sino tam bién sobre la de la hija, con relación a la cual todos
los herm anos más jóvenes aparecen en la ya indicada relación de
dependencia. En las costum bres y el D erecho, la m ujer aparece
com o única representante de la familia, cuyo nom bre tam bién to­

15 Plinio, III, 1, 8. de Varrón; IV, 20, 112; Estrabón, III, 157, de Asclepiades
de Mirlea; Justino, X U V , 3; Silo Itálico, III, 336-339.
16 Plinio. III, 1, 13; XXXI, 2, 23; X U V , 3; Silo Itálico, III, 344-345.
17 Estrabón, III, 164; v. Humbolt, op. cil., pp. 174-176; compárese con Fines-
tres, ¡nscr. Caialouniae, 1, 13.
18 Plutarco, Sertorio, X I, 20; Justino, XLIV, 4.
J* Compárese con Mungo Park, p. 243, ed. Berlín, 1799.
2U Cordier, Coutumes anciennes et nouvelles de Barége du pays de Lavedan et au-
tres lieux, dépendant de la province de Bigorre, Bagnéres, 1863, p. 277.
21 Tácito, Agrícola, 16; sexum non discernunt.
22 Prescindiendo del feuda foemina, Fredut. 1, 8; 2, 30; Cabot, Disputat., 1, 19,
M eerm ann, Thes., 4, p. 606, donde en las páginas 603 a 608 se encuentran reunidas
muchas referencias a la ginecocracia antigua y tardía.

248
man el esposo elegido y toda la descendencia. La ginecocracia que
aquí se distingue contiene así un significado m ucho mayor: la hija
heredera se une en m atrim onio siem pre con los hijos m enores des­
heredados de otras familias, no con los m ayores, puesto que en tal
caso una u o tra p arte de las posesiones fam iliares deberían perd er­
se, y por lo tan to se anularía la idea básica de todo el orden social.
El destino de un hijo m enor es siem pre la dependencia. D el D e re ­
cho del herm ano o de la herm ana m ayor pasa al de la esposa, y
como pierde su nom bre y en tra en una casa extraña, que sólo pue­
de dejar con el abandono de los hijos, entonces de aquí en adelan­
te aum enta con su trab ajo sólo los bienes de la m ujer, no puede
dar su consentim iento a ningún negocio jurídico más que pa r exu-
bérance de droit, no puede rep resen tar a la m ujer en ningún juicio,
y en los acontecim ientos fam iliares siem pre juega un papel secun­
dario e inadvertido. La naturaleza lega el derecho de prim ogenitu-
ra a través de varias generaciones en m anos de una hija, y una casa
así ofrece la im agen com pleta de la fam ilia cántabra, y en la genea­
logía sólo se cuentan, como entre los licios, las m adres de la m a­
dre23. Com o una hoja arrastrad a p o r el viento aparece aquí, como
allí, el hom bre que sigue al anterior. E strabón habla de la dote en ­
tregada por la herm ana al h erm ano, y así m uestra que ya según las
costum bres cántabras, todo lo que el herm ano conseguía ganar en
la guerra o con el trab ajo no pasaba a él, sino a la m adre, y des­
pués a la herm ana. La total falta de bienes del hom bre explica la
necesidad de que la herm ana le dote. Los intérpretes han buscado
ayuda p ara la explicación de las palabras de E strabón en los rega­
los nupciales m utuos del D erecho germ ánico, el regalo m atutino,
donum matinale, y el precio de com pra que correspondía a la espo­
sa com o dotación, y que T ácito24 señalaba como dote. Todo igual­
m ente inexacto. E l D erecho de B arége sabe del antiguo significado
de la dote cántabra del h erm ano, y m uestra cómo se diferencia com ­
pletam ente de los dona de los germ anos y cóm o, por el contrario,
era igual, p o r su naturaleza y destino, a la dote rom ana. Lo que
aquí recibe la m uchacha, allí lo recibe el joven en el casam iento.
En todo dependiente de la herm ana m ayor, ella le provee de un re ­
galo y así en tra en la casa de la h ered era ajena. Tal dote es peque­
ña porq u e de lo contrario dism inuiría los bienes familiares propios
y aum entaría los ajenos; p o r la separación del m atrim onio, el h er­
m ano, com o los hijos, d eja la m itad de la dote en casa de la m adre.
La conexión del D erecho de B arége con la antigua costum bre cán­
tabra se m anifiesta en esta com unidad de maritus a sorore dotatus,
de m anera que la correspondencia de am bos sistemas debe ser sos­
tenida sin ninguna duda. Poco puede contra esto la observación de
que la reducción de los vascos a cántabros, como es corriente entre

23 Sobre la enumeración hacia atrás, compárese Mungo Park, p. 293; S. Lucas,


3, 23 ss.
24 Germania, 18; Aristóteles, Política, II, 8; Grimm, R. A. 420 ss. y 441 ss.
\

249
los escritores franceses y españoles no está apoyada por datos his­
tóricos, al m enos, p o r las distintas costum bres de vascos y cánta­
bros25. E n el fondo ibérico general, la nacionalidad vasca no puede
ofrecer duda, según las investigaciones de H um bolt, cuanto más que
se m antiene com pletam ente firme no sólo que los pueblos ibéricos
puros se m antienen en m edio de los bárdulos en la falda Sur de los
Pirineos, sino tam bién que en el curso de los tiem pos el resto de
los habitantes celtíberos de H ispania26 se concentraron en todas las
partes del país, de preferencia en los paisajes m ontañosos del N or­
te naturalm ente protegidos, donde tam bién Sertorio encontro sus
últimos refugios, y aquí conservaron celosam ente aquellos as­
pectos de sus antiguas costum bres que resistieron el paso del tiem ­
po y los asaltos de los otros pueblos: la organización del hogar. Este
ordenam iento general no puede nada contra la relación de mezcla
de sangre ibérica con o tra extraña entre los habitantes de valles
m ontañosos aislados; al m enos sería adecuado para hacer dudosa
la relación, surgida de los propios hechos, de las form aciones fami­
liares entre los cántabros y el pueblo de Barége. U na continuidad
m ilenaria tal de las form as de vida en las que las épocas oscuras y
las nuevas confluyen en una sola, es el dato más brillante para afir­
m ar el pod er conservador que reside en toda ginecocracia; pero
igualm ente sirve para hacer com prensible la tranquilidad del pue­
blo con un sistema hereditario que lastim a tantos intereses. Sólo al
unirse com pletam ente con el espíritu del pueblo, se puede explicar
que la ginecocracia dom ine la vida de los pastores pirenaicos; pero
raíces tan profundas presuponen milenios, y de este m odo, la co­
nexión de lo más reciente con lo vetusto pasa de ser un objeto de
asom bro a ser un m edio de solucionar el problem a que no podría
encontrar explicación en ninguna otra parte. Es cierto, y quién lo
duda, que la lengua vasca está en una relación de filiación inm edia­
ta con la ibérica; entonces, vemos aparecer ahora a su lado el dia­
lecto del D erecho fam iliar en su com ponente ginecocrática como
una visión análoga, y se entiende cóm o, llevada por estos dos im­
portantes soportes de la vida popular, la tendencia espiritual de los
pueblos vascos pudo m antener hasta hoy una idea tan análoga a la
antigua m entalidad ibérica. A l lado de la concordancia general, esta
misma estabilidad se m uestra en aspectos particulares. La conser­
vación del calzado cántabro, en la que el español Séneca reconocía
a los iberos de Córcega27, hasta la época actual se une con el as­
pecto, realzado por von H um bolt (op. cit., p. 176) de los grandes
m ontones de piedras a lo largo de las fronteras de Galicia. Se de­
ben a que cada uno que sale o regresa debe añadir una piedra. El
sentido original de esta costum bre, que recuerda el campus lapi-

25 Juvenal, Sátiras, XV, 93-98.


26 Livio, XXVIII, 1: media inter dito maria.
27 Cons. ad Helviam, 8: Diodoro. V, 33; W. v. Humbolt, op. cit. p. 169.

250
1

deus de Liguria28 está, con el concepto m aterno-telúrico de la ge­


neración hum ana, en relación con el lanzam iento de la piedra de
Pirra. Todo hijo de una m adre es una piedra lanzada hacia atrás,
el pueblo m aterno dom inado por la idea de la cuenta adicional, no
por aquélla de la sucesión ininterrum pida que genera la paternidad;
su imagen por lo tanto es un m ontón de piedras que cada uno que
se va o m uere aum enta en un numerius. En las concepciones ibéri­
cas, encuentro varias que apoyan esta idea.
La idea de sucesión personal falta en el sistema hereditario ex­
plicado en sus rasgos básicos. No el hom bre, sino la casa, por su
localidad, aparece como lo principal. N o en aquél, sino en ésta, está
lo duradero, a lo cual se sacrifica despiadadam ente al individuo.
Pero es especialm ente digno de mención que según A ristóteles (Po­
lítica, V II, 2, 6) los iberos alzasen com o m onum ento funerario de
un guerrero obelískoys cuando había m atado a algún enem igo;
pero según E strabón (III, 164), los galaicos, que según el español
Orosio (V I, 21) form aban una provincia con los cántabros, no
tenían religión. Es imposible explicar esto de form a distinta al
exclusivo o predom inante culto a los m uertos, que tam bién parece
estar en la base del color negro de los vestidos ibéricos (D iodoro,
V, 33), y por esto es im portante esta noticia para la observación an­
terior. H em os reconocido el culto preferente a los m uertos y su con­
cepción como pleíones ya muchas veces como una consecuencia del
telurism o m aternal predom inante, y por lo tanto como correspon­
diente a la representación de las piedras lanzadas hacia atrás; y la
misma im perfección de la representación de la divinidad, el culto
predom inante a los m uertos, lo encontram os, según Freycinet29, en
los m alayos de las islas M arianas y C arolinas, cuya poblacion ha lle­
vado a un gran desarrollo el m atriarcado y la cultura fundada sobre
él. Yo añado al núm ero de concordancias curiosas de antiguos y
nuevos aspectos la designación de la esposa a través del bru, el cor­
dón, la tierra, construida del galo broa, y la del esposo por noris,
yerno, em parentado con nurus, en las costum bres de Barége. Se rei-
fere al uso de gener y gam brós entre los eolios por nym phios, ma-
ritus, y m uestra que el esposo es concebido ginecocráticam ente en
el m atrim onio más por su dependencia que por su calidad perso­
nal. E n el valle de C am pania, el significado predom inante de
los herm anos uterinos ha encontrado un curioso reconocim iento.
Los bienes de un segundo m arido son repartidos proporcionalente
entre todos los hijos, y tam bién los del prim er m atrim onio, y esto
no por ley, sino p o r costum bre: la igualdad natural de los hijos ante
la m adre abarca la totalidad de los padres elegidos (C ordier, op.
cit., p. 373). Especialm ente sorprendente es la persistencia de la cos­
tum bre atribuida a los iberos p o r E strabón (III, 165) de que des­

“ Mela II, 5, 4; E strabón, IV, 182; Plinio, III, 4, p. 34; Eustacio a Dionisio, 76,
p. 100 (Bernhardy).
29 Voyqge autour du monde, 1817-1820.

251
pués del nacim iento del niño, el propio padre actúe como p a rtu ­
rien ta30. E n la creencia popular de que el contacto am oroso del
p ad re con el hijo recién nacido es provechoso p ara la salud de este
últim o se m uestra la nueva interpretación de una costum bre origi­
nalm ente arraigada en unas ideas distintas. T odas estas costum bres
y disposiciones perten ecen al área de la vida dom éstica. Lo antiguo
se conserva p o r más tiem po en la familia, cuya organización está
unida con las costum bres p o r los lazos más estrechos. Pero entre
los pueblos vascos, el E stado y el orden de la vida pública están en
una correlación tan estrecha con la disposición dom éstica, que no
sorprende una participación de las m ujeres en aquél (C ordier, op.
cit., p. 394, n. 3). E n la historia del valle de St. Savin en el Lave-
dan no sólo el derecho de sufragio de las m ujeres en las asam bleas
públicas se atestigua generalm ente31, sino que es concebible en el
año 1316, y hacia el cual no p rotestaba solam ente G uilhardine de
Fréchov. E n o tra p a rte del Lavedan, el valle de A zún, para votar
sobre la ley del 10 de junio de 1793 acerca del reparto de los bienes
com unales, fue exigida la autorización de los consortes p o r los hom ­
bres y tam bién por las m ujeres, a cuyo efecto fueron contabilizados
56 afirm ativos y 45 negativos32: un suceso que al mismo tiem po co­
loca ante nuestros ojos el antiguo D erecho en to d a su extensión, y
por la época en que sucede, da a conocer la revolución social ge­
neral del siglo an terio r com o el auténtico origen del deterioro in­
troducido desde del exterior. E ntonces el D erecho fam iliar salido
del ser interno de la nacionalidad ibérica alcanza, en su curiosa con­
secuencia, el um bral del desarrollo m ás nuevo, cuyo espíritu p er­
m anece com o un fenóm eno incom prensible. C ordier ha expiado, al
tra e r de nuevo a la m em oria esta p arte olvidada de la historia de
su época, no sólo la culpa de su pueblo, en la m edida en que le
toca, sino tam bién, sin darse cuenta de ello, ha contribuido a la acla­
ración del período ginecocrático más que cualquiera de nuestros
contem poráneos. Sus notas generales tom adas de la observación de
los pueblos vascos sobre la form ación de la vida popular que des­
cansa sobre la idea de la m adre, sobre el significado civilizador de
la ginecocracia, su conexión con la estabilidad conservadora, santi­
ficación de las costum bres dom ésticas, la tranquilidad, la paz con­
sagrada al trab ajo , y una cierta predilección p o r la sencillez dem o­
crática y la disciplina de la vida, y fundam entalm ente so,bre la p ro ­
fundidad de la opinión tam bién expresada por escritores de su país,
com o p o r ejem plo L aboulaye, de la posición tiranizadora de la m u­
je r en tre los llam ados pueblos bárbaros, encuentran en los muchos
rasgos que nos ha puesto en tre las m anos, una confirm ación gene­
ral. A llí donde el m atriarcado supo conservar en pie su autoridad,

30 Chaho, Voyage a Navarre, pp. 390-391.


31 Cordier, op. cit., p. 378, según Básele de Lagréye, Monographie de St. Savin
de Lavedan, París, 1850.
32 Cordier, op. cit., p. 378, según los registros municipales.

252
se m uestran los mismos aspectos, y a despecho de cualquier diver­
gencia de época, de nacionalidad, de localidad, el sentim iento uná­
nime y bienintencionado que los pueblos vascos guardan en la pro­
tección de las m adres parturientas contra toda ejecución judicial
(C ordier, op. cit., pp. 375-377), puede ser rem itido, junto con la glo­
ria de Petra de los nabateos y la de la doria Rodas, a la misma fuen­
te, al carácter popular form ado en la sacralización de lo m aterno.
De este sentim iento m aterno surge aquella eunom ía y la aversión
contra los pleitos que A tenodoro señaló para los nabateos. y que
alabó su amigo E strabón (X V I, 779); surge tam bién la inclinación
de los nabateos hacia la ganancia pacífica, sus castigos por la pér­
dida de bienes, su sentim iento de igualdad ciudadana y su costum ­
bre de las syssitias (X V I, 783-784). De esto mismo surge entre los
rodios dorios aquel cuidado altruista por los pobres que Estrabón
(X IV , 652) señala como costum bre traída jun to con la eunom ía. y
que, ju n to con el principio de igualdad, el collationes consortium
de la lex Rhodia de jactuSi descansa sobre aquel sentim iento de equi­
dad natural que tiene sus raíces en la distinción rodia de la
m aternidad.
Se pueden sintetizar bajo unos pocos puntos de vista los diver­
sos aspectos que la vida de los pueblos m atriarcales ofrece en todas
las épocas y en todas las zonas de la T ierra, y estos mismos están
tan profundam ente arraigados en la naturaleza hum ana que perm a­
necerán de aquí en adelante como bienes de nuestro conocimiento
histórico científico, y esperarán la com probación a través de obser­
vaciones ulteriores.

33 Fr. 1. D. 14. 2: lege Rhodia caveiur. ut si tevandae navis gratia iactus mercium
factus sil, omnium contribulione sarciatur. quod pro onmibus datum est.
INDICE

Introducción, María del M ar Llinares García ............................ 5


N ota sobre la traducción ................................................................ 14
Cuadro sinóptico del contenido .................................................... 15
Capítulo Prim ero: Cuestiones de m é to d o .................................... 27
Capítulo Segundo: L ic ia .................................................................. 72
Capítulo T ercero: C r e t a .................................................................. 118
Capítulo C uarto: A tenas ............................................................... 141
Capítulo Q uinto: Lem nias y D a n a id e s ........................................ 219.
Capítulo Sexto: Los c á n ta b ro s ....................................................... 244.

255
Constituye sin duda alguna el presente libro uno de los
escasos hitos en la historiografía sobre la Antigüedad Clásica y
los estudios antropológicos. J. J. Bachofen, partiendo de las
concepciones histórico-jurídicas de la escuela hegeliana de
Savigny, supo plasmar en una genial intuición la idea de la
existencia de un remoto período de la historia de la
humanidad, en el que los valores morales, jurídicos y políticos
habrían estado estructurados en torno a la idea de la mujer y la
madre.
Partiendo del análisis de los mitos griegos y romanos,
Bachofen consiguió reconstruir hipotéticamente un estadio
social, cuya existencia vendría a ser probada parcialmente por
la moderna investigación antropológica. La hipótesis del
matriarcado, rechazada en un principio por sus
contemporáneos, sería luego asumida por Engels y por algunos
antropólogos, con lo que encontraría un lugar privilegiado en
el marco de materialismo histórico y en el seno de la reflexión
antropológica en la que supondría la introducción del principio
de la relatividad de las culturas y la consideración de todos los
problemas referentes a la situación económica, social y política
de la mujer.
Con la publicación de E l Matriarcado, Ediciones
Akal ofrece a los lectores de habla
hispana un libro clásico de obligada
lectura para todo lector interesado
en las ciencias sociales. ¿
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