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Poniendo un mundo a vivir.

Mauricio Kartun

Creo que una de las primeras cosas que habría que entender sobre este oficio es
que la escritura de una pieza teatral no es otra cosa que la concepción de un organismo.
Un ente vivo, y autónomo. Un microcosmos en equilibrio. Una biosfera que contiene
desde su génesis todos y cada uno de los elementos para su propio ciclo ecológico. Una
criatura, bah, que si es sanita, armónica, y tiene de donde alimentarse, crecerá hasta su
destino definitivo. Como en cualquier otra criatura, su proceso creador se lleva a cabo
dentro de sí, dentro mismo del objeto creado. Son las primeras imágenes, intuiciones e
indicios de lo que llegará ese objeto a ser; y es el dramaturgo quien -sencillamente-
bucea en ellas, descubre, se sorprende y las deja crecer protegiéndolas armónicamente.
Un Diosito vulgar, digamos, que repite en pequeño el ciclo natural de todo organismo
vivo.
Así, al dramaturgo le cabe la milagrosa tarea de inseminar con sus imágenes, y
prestar a su vez el vientre para que se transformen en obra. Un prodigio hermafrodita.
Pero para que eso se cumpla existe un requisito insoslayable: que lo seminal esté vivito
y coleando. Y la única semilla capaz de fecundar en la imaginación, es justamente su
unidad: la imagen. Aquello que sin estar puedo reproducir en mi fantasía y captar
imaginariamente con todos mis sentidos. La imagen es eso, una ausencia, decía
Sartre, que logro concebir -dar vida- y transformar, de alguna manera, en real.
Una obra de teatro se puede empezar a escribir de infinitas maneras: con una
idea, una estructura, una historia, una metáfora, un sentimiento. Pero su auténtico
proceso -así como no basta la torta de bodas para embarazar a la novia- comienza sólo
cuando la unidad viva de la imaginación, la imagen, aparece al fin. Sin ella no habrá
nunca auténtica creación (de Creare: engendrar), vida, ni nada que se le parezca.
No quisiera sin embargo sonar demasiado trascendental tampoco. Al fin y al
cabo si bien es verdad que las buenas obras son solo aquellas que tienen vida, por un
equívoco patético, suelen estrenarse anualmente unos cuantos cadáveres también.
Sucede que hay hoy en día muy pocos dramaturgos, pero mucha gente que escribe
teatro. "Angaú dramaturgo" (Como si fuera dramaturgo) dirían con típico humor
guaraní en nuestro noreste. Es así que buena parte de las obras que se escriben, nacen
muertas (si alguien tiene dudas lo invito a la inefable experiencia de ser jurado de algún
concurso de literatura dramática). Es bastante frecuente sin embargo que a los finados se
los lleve también de vez en cuando a escena. Los actores, resignados, le mueven los
bracitos consiguiendo a veces desde lejos alguna sensación de vida. Ciertos críticos, que
son en general de mirar de lejos, han premiado incluso a más de cuatro. La gente -el
público, bah- se suele tragar también la píldora con facilidad. La televisión los ha
acostumbrado de tal manera a ver desfilar a los difuntitos, que terminan por creer que
así es la dramaturgia. Gracias a Dios, lo que nadie ha conseguido es que, como las obras
vivas, los muertitos crezcan con el tiempo.

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