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Daniel J. Mahoney
21 Marzo 2016
No es raro que los lectores de La rueda roja, la última novela de Aleksandr Solzhenitsyn,
hagan comparaciones con La guerra y la paz, de León Tolstoi, otra obra maestra rusa.
Como su predecesora, La rueda roja es una obra extensa, de seis mil páginas divididas
en cuatro “nudos” —narraciones en diversos períodos de tiempo— e incorpora hechos
históricos reales que transformaron tanto el curso de la historia rusa como el de la
civilización humana. Comienza como novela histórica, pero en ciertas partes se convierte
en historia dramática sin personajes de ficción, sino puramente históricos. Ambas
epopeyas ahondan en los asuntos morales y religiosos más profundos, y se agrega al
paralelo la condición de ambos autores de autoridad moral en su propia época.
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Pero a pesar de todas las similitudes, La rueda roja es en realidad una obra
claramente antitolstoyana. Ciertamente, la visión de Tolstoi de los asuntos humanos
constituye un objetivo directo para Solzhenitsyn. Con su comprensión pacifista y
racionalista de las enseñanzas de Cristo, Tolstoi olvida que todo ser humano y todo
ciudadano tienen responsabilidades morales y políticas, y que desconocerlas,
especialmente frente al mal, no implica un compromiso con una orden superior. Es
una traición al hombre y a Dios.
El estudio crítico abarca todo Agosto de 1914, el primer nudo de La rueda roja, y los
primeros capítulos de Noviembre de 1916. Agosto de 1914 comienza con la visita de
Sanya Lazhenitsyn a Tolstoi para conversar sobre algunas ideas centrales del escritor.
Sanya (personaje basado en el propio padre de Solzhenitsyn) viaja a Yásnaia Poliana, la
propiedad de Tolstoi, con la esperanza de iniciar una conversación con el famoso sabio. Y
entran en una breve, si bien unilateral, conversación. Sanya sugiere que el escritor
exagera el poder del amor, ignora los límites de la benevolencia universal e identifica
equivocadamente lo que es bueno y razonable. En una palabra, sostiene que Tolstoi
subestima el poder del mal, que no reconoce el pecado original. Para Sanya, el mal
nunca puede entenderse como mera ignorancia. Como él señala, “el mal rehúsa
conocer la verdad, la arranca de raíz”. Tolstoi cree que la benevolencia universal es
el camino hacia una sociedad sin precedentes de paz y hermandad; pero Sanya, a
pesar de su timidez, ha llegado a renegar de Tolstoi y ya no puede aceptar el sistema del
maestro y sus ilusiones sobre el corazón humano. Lo atraen en cambio las ideas de Vekhi
(Hitos o Postes indicadores), el gran manifiesto intelectual publicado en 1909 por un grupo
de pensadores independientes cristianos, pluralistas (Berdiaev, Struve, Bulgakov, Frank,
entre otros). Estas figuras desafiaban a la clase intelectual rusa, despreciaban el culto de
la revolución, defendían la moderación política, y sobre todo estaban a favor de la
prioridad de las cosas del espíritu por sobre los bienes materiales. Leer Vekhi “impactó (a
Sanya)”, escribe Solzhenitsyn. Como dejan claro las primeras páginas de Agosto de 1914,
Sanya está buscando un punto de vista firme, y Tolstoi ya no ofrece respuestas
satisfactorias.
Esto no es lo último que escuchamos de Tolstoi. Más adelante en Agosto de 1914, Sanya
y su amigo estudiante Kotya, después de ser voluntarios en las fuerzas armadas, se
encuentran con el filósofo Varsonofiev, el llamado “astrónomo”, el cual está impresionado
de que estos jóvenes se consideren patriotas, a pesar de no constituir el patriotismo una
virtud en los círculos intelectuales “progresistas”. Durante su conversación, Sanya cuenta
un revelador relato sobre un campesino ruso letrado que le había escrito a Tolstoi. El
campesino sugería que el Estado ruso era como una “carreta derribada”, rota y difícil de
mover, y preguntaba cuánto tiempo los trabajadores tendrían que seguir arrastrándola.
¿No era hora de volver a ponerla sobre sus ruedas? La respuesta de Tolstoi es poco
estimulante y fatalista. Dice que si la carreta se rectifica, quienes la vuelcan simplemente
saltarán dentro de la misma y harán que vuelvan a tirarla rusos comunes y corrientes, sin
dejarlos en una situación mejor que antes. ¿Qué debían entonces hacer? “¡Permitir que la
desdichada carreta se ocupe de sí misma! —exclama Tolstoi— ¡Simplemente ignorar todo
esto! Desprendan los arneses y siga cada uno su camino libremente. Entonces sus vidas
serán más fáciles”.
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Lo contrario del pasivismo se encuentra en Georgi Vorotyntsev, coronel del ejército ruso y
protagonista de ficción de la obra. Un crítico lo llama “el portador directo de la aflicción de
Solzhenitsyn”. Vorotyntsev pertenecía a un círculo de la milicia conocido como “el
Renacimiento militar”, un grupo pequeño y muy unido, formado en la Academia del Estado
Mayor, constituido por soldados y oficiales con interés en la lucha armada del siglo XX.
Ellos comprendían la importancia del conocimiento y los enfoques nuevos, y sabían que la
modernidad presentaba desafíos existenciales que Rusia debía enfrentar. Como indica
Solzhenitsyn, “estos soldados se daban cuenta de que los estandartes de Pedro el
Grande y la fama de Suvorov no contribuirían en absoluto a fortalecer o proteger a Rusia,
que se necesitaba tecnología moderna, organización moderna y un pensamiento rápido y
ferviente”.
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Gran parte del extenso capítulo 65 de Agosto de 1914 despliega la “idea principal” de este
hombre de Estado ruso, según el cual ya no servía la granja colectiva de compensación.
La idea de Stolypin era de una “brillante sencillez, y sin embargo resultaba demasiado
complicado captarla y aceptarla”. Él sabía cuáles eran los errores y los límites de la granja
colectiva y llegó a una conclusión precisa: “La granja colectiva de compensación reducía
la fertilidad de la tierra, tomaba de la naturaleza algo que no devolvía y negaba al
campesino tanto la libertad como la prosperidad”. Rechazando todo romanticismo sobre la
granja colectiva, concluía: “La asignación del campesino debe llegar a ser propiedad
permanente del mismo”. Si Rusia pudiese crear una nueva clase de campesinos,
ciudadanos-propietarios —razonaba Stolypin—, sería posible enfrentar y superar los
desafíos de la modernidad. Estos hombres participarían en el sistema, serían leales a la
monarquía y contribuirían a “derrotar a la revolución mediante la reforma”.
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hace imposible la acción. Stolypin fue siempre realista. Con él, pensamiento y acción
eran una sola cosa. Nadie puede pedir al pueblo un comportamiento angelical.
Debemos vivir con la propiedad, tal como vivimos con todas las tentaciones de esta
vida. Y en todo caso la granja colectiva generaba bastante discordia entre los
campesinos.
Esta importante conversación sobre los Viejos Creyentes y su lugar en la Rusia histórica
va seguida rápidamente por un extenso debate sobre Tolstoi. Una vez más, Sanya insiste
en que Tolstoi es demasiado arrollador en su crítica a la fe de la antigua Rusia. Lo
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impresiona especialmente el odio de Tolstoi a la cruz y todo lo que esta representa. Tolstoi
—nos dice— aconseja a sus auditores no considerar sagradas las representaciones de la
cruz, “no inclinarse ante la misma, no ponerla en las tumbas, no usarla”. “¡Qué falta de
sensibilidad! No puedo aceptar eso”, exclama. “Usted conoce el dicho: una tumba sin
incensar es solo un hoyo negro. Y esto es aún más cierto para una tumba sin una cruz.
¿Sin cruz? Cuando no hay cruz, no tengo sensación de cristiandad”.
Para el Padre Severiano, la guerra no es el peor de los males. Es un mal entre otros
propios de la naturaleza caída del hombre. “En ningún momento ha dejado de haber
guerra en el mundo —afirma—, ni en siete, diez ni veinte mil años. Ni el más sabio de los
líderes ni el más noble de los reyes, ni siquiera la Iglesia: ninguno de ellos ha podido
detenerla”. Socialistas impetuosos no le pondrán fin ni se distinguirán del resto guerras
racionales y justas. La enunciación del Padre Severiano es precisa: “La guerra es el
precio que pagamos por vivir en un Estado. Para poder abolir la guerra habría que abolir
todos los Estados; pero eso es inconcebible mientras la tendencia a la violencia y al mal
no se desarraigue de los seres humanos. El Estado fue creado para protegernos de la
violencia”.
En un pasaje memorable, el Padre Severiano enuncia cinco males humanos peores que
la guerra:
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Por ejemplo, un proceso injusto, que irrita a un corazón indignado, es aún más vil. O
un asesinato con fines de lucro, cuando el asesino solitario comprende las
consecuencias de lo que pretende llevar a cabo y todo cuanto sufrirá la víctima en el
momento del crimen. O una experiencia penosa en manos de un torturador, cuando no
se puede protestar ni devolver golpe por golpe ni procurar defenderse. O la traición de
parte de alguien en quien uno ha confiado. O el mal trato a viudas o huérfanos. Todas
estas cosas son espiritualmente más sucias y más terribles que la guerra.
Sanya escucha y comienza a dejar de lado las dudas pacifistas y la falsa visión con la cual
Tolstoi representa una cristiandad verdadera, primitiva o auténtica. Es preciso resistir al
mal, y paradojalmente la guerra forma parte de esa resistencia. Esto no significa apoyar
sin sentido crítico la Primera Guerra Mundial, está muy lejos de eso. Solzhenitsyn
visualizaba la guerra como un desastre no mitigado para Rusia, un momento crucial en
esa negación monumentalmente destructiva del orden que era “la rueda roja”. En su
conferencia de Templeton, en 1983, Solzhenitsyn habla libremente sobre la Primera
Guerra Mundial como una calamidad para Rusia y toda Europa, calamidad que
reflejaba una pérdida de una “dimensión divina” en la conciencia humana por parte
de la civilización cristiana, que estaba perdiendo sus asideros espirituales y su
sentido de los límites sagrados y la restricción.Solzhenitsyn está seguro de que si
Stolypin hubiese estado vivo, habría mantenido a Rusia al margen de la guerra, o por lo
menos habría sido una voz llamando a la sensatez durante las semanas y los meses
anteriores a la misma.
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El punto central de La rueda roja no resulta ser Octubre Rojo, como se planificó
inicialmente al diseñar Solzhenitsyn veinte nudos que recorrerían todo el camino hasta
1922 (con cinco epílogos hasta 1945). En Marzo de 1917 y Abril de 1917, el punto central
es la Revolución de Febrero, esa revolución ostensiblemente “democrática” que destronó
al zarismo. Aquí residía la verdadera revolución y el persistente desastre. Solzhenitsyn
llegó a visualizar la Revolución de Octubre como un golpe de Estado secundario que fue
posible debido al carácter ineficaz del nuevo orden proveniente del derrocamiento del
régimen zarista en febrero de 1917.
Como escribe en esa obra, “la monarquía puede ser un sistema fuerte si el monarca no es
demasiado pusilánime. Está bien comportarse como cristiano en el trono, pero no hasta el
punto de olvidar las propias obligaciones o los asuntos de la nación de manera
enceguecedora ante una catástrofe que se aproxima”. En ese mismo ensayo,
Solzhenitsyn culpa al Zar Nicolás por no tomar una serie de medidas defensivas, tales
como enviar tropas confiables a aplastar la rebelión en Petersburgo, cerciorarse de que
había pan fácilmente disponible e interrumpir las líneas telegráficas entre Petersburgo y
Moscú. Estos pasos podrían haber impedido la revolución antes de tener tiempo esta para
cobrar ímpetu. Si el zar hubiese enviado tropas confiables a Petersburgo, habría corrido
riesgo de derramamiento de sangre; pero Solzhenitsyn también advierte todo lo que se
podría haber evitado. Es una reflexión realista para un cristiano con conciencia de que en
este mundo es preciso hacer elecciones difíciles. Aun cuando algunos hubiesen muerto
en el esfuerzo por mantener un orden político legítimo, “esto no habría sido en modo
alguno parecido a la Guerra Civil, que duró tres años en las vastas extensiones de Rusia,
con las criminales extorsiones de los chekistas (la policía secreta), la epidemia de tifoidea,
las sucesivas oleadas de rebeliones campesinas aplastadas, la cuenca del Volga
sofocada por la hambruna, y luego medio siglo de crujido interno en el gulag. La debilidad
del zar, y especialmente su arrogante preocupación por su familia, condujo a una traición
de la nación y del pueblo ruso por parte de un hombre cuya responsabilidad le había
llegado por “herencia, por tradición, por Dios mismo”. Y en cuanto cayó este zar decente,
pero mediocre, Rusia quedó en la igualmente patética inacción y carencia de voluntad del
gobierno “democrático” provisional y de las fuerzas liberales y socialistas que dominaban
la Duma.
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