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Mención honorífica en el
PRIMER CERTAMEN LITERARIO
DE PROSA FRANCISCO VEGA
BAENA
Ayuntamiento de Bornos
(Cádiz)
28 de noviembre de 2003.
Finalista en el V Premio
Hontanar de Narrativa breve,
otorgado por Editorial Hontanar en
marzo de 2006.
Publicado en el monográfico
5º Aniversario de la Revista Digital
Almiar, en la página
www.margencero.com en julio de
2006.
Dejó de llover tan despacio que
los soldados permanecieron bajo las
lonas, fumando, soñando,
maldiciendo, dentro de las
trincheras, engañados por las nubes.
Fuera de los embarrados refugios no
se oía nada salvo las goteras y
precisamente fue ese silencio el que
llamó la atención de algunos hombres
que, extrañados, asomaron la cabeza
y miraron al cielo. Algunos claros
azules se abrían hueco entre las
nubes negras y los rayos de sol se
clavaban en el barro como balas
trazadoras.
Hasta que se escuchó un
gemido, débil. Después fue un
susurro doloroso y, por último, un
grito ahogado y angustioso.
-¡Ahhhhh !
Algunos soldados franceses se
incorporaron. El teniente miró por
los prismáticos transformados en
periscopio mediante tubos para
mantenerse a salvo de los
francotiradores dentro de la
trinchera. Barrió con sus lentes el
escenario frente a él. Hierros
retorcidos, cascos abandonados,
alambre de espino, cráteres
humeantes, cadáveres y un barro
implacable. No dio con el origen del
grito y lo volvió a intentar con más
lentitud hasta que captó un leve
movimiento.
-¡Ahí está! –anunció -. A unos
cincuenta metros, no más.
Miró a sus hombres. Todos
bajaron la cabeza, miraron a otro
lado, hacia arriba, abajo o adentro,
evitando cruzar su mirada con la del
oficial. Carraspearon, tosieron,
disimularon, liaron cigarrillos, se
limpiaron las uñas con las bayonetas.
Todos, de inmediato, encontraron una
tarea en la que concentrarse.
-Nadie quiere morir –afirmó el
sargento a su lado – No así.
-¿A qué se refiere, sargento?
-Verá, mi teniente, y no se lo
tome a mal. Se lo digo con todo
respeto, como su sargento que soy.
Usted es un buen oficial pero,
¿cuánto lleva aquí, con nosotros, en
el frente? ¿Seis días?
-Continúe –le instó no
queriendo profundizar en aquel
punto. El sargento tenía razón al
tildarle de novato..
-Si ordena a alguien –continuó
el suboficial - ir a recoger a nuestro
herido, suponiendo que sea nuestro,
la muerte de ambos es segura.
Enfrente, un francotirador habrá
escuchado con seguridad la llamada
de auxilio del pobre desgraciado y
ahora debe estar preparado para la
caza, masticando un palillo y
acomodando el estómago sobre su
alfombra. Ese es su trabajo. Esperará
a que salga el soldado de rescate, a
que llegue junto al herido y,
entonces, disparará. Pero no matará
al que llegue a socorrer al
desgraciado, disparará a las piernas
por ejemplo y así habrá no uno sino
dos heridos; nos obligará a salir a
por ellos y vuelta a empezar. Cada
herido es un cebo y cuantos más
heridos, más carnaza, mejores piezas
y otra cruz de hierro que le cuelgan
del cuello a ese boche. Que mate más
pronto o más tarde depende de su
estado de ánimo o de sus cifras de
bajas del mes. Por un solo herido que
para él es un reclamo, conseguirá
varias muescas en la culata de su
fusil.
-Podemos cubrir el rescate
desde aquí. No dejaremos que ese
francotirador levante la cabeza.
No necesita asomar la cabeza.
Sólo necesita una rendija y aunque
busquemos con todos los ojos que
tienen un miedo atroz en esta
trinchera, que son muchos, nunca
conseguiremos descubrir su
escondrijo. Son buenos esos malditos
francotiradores alemanes, muy
buenos.
-¿Y qué propone que hagamos
entonces, sargento?
-Esperar.
-¿Esperar? ¿A que muera?
-Es posible que ya esté muerto.
-¡Eso no lo sabemos, sargento!
–gruñó el teniente -¡No lo sabemos!
Volvió a escudriñar con los
prismáticos. No detectó en esta
ocasión ningún movimiento.
Inspeccionó la línea alemana. Si
hubiese algún francotirador al
acecho, era imposible descubrirle,
como bien decía el sargento.
El silencio se adueñó del frente
otra vez. Los minutos pasaban densos
y pesados, como las nubes negras
que eran arrastradas lejos de esa
pequeña porción del frente. El cielo
azul bendecía a los combatientes.
Entonces, se escuchó de nuevo el
lamento, más débilmente que la vez
anterior.
-¡Ahhhhh! ¡Ahhh!
-¿Ve? ¡Está vivo! ¡Sargento,
está vivo! ¡No podemos dejarle
morir ahí! ¡Es un soldado francés!
¡Usted! –señaló a un soldado -
¡Venga aquí!
El soldado titubeó.
-¡Venga aquí! ¿No me ha oído?
¡Déme su fusil!
-¿Mi fusil, mi teniente?
-¡De-me-su-fu-sil! –repitió
mirándole con furia.
El soldado alargó lentamente el
brazo hasta que el teniente le
arrebató el arma.
-¿Qué clase de soldados son
ustedes? –hablaba sin mirar a nadie
mientras extraía un pañuelo blanco
de su bolsillo y lo anudaba al cañón
del fusil -. En la guerra aún hay
reglas que deben respetarse.
-Mi teniente, no se le ocurra –
rogó el sargento poniéndose delante
de la escalerilla de madera -. ¡Es
usted un oficial! ¡No le dé esa
satisfacción!
-¡Sargento! ¡Apártese! ¡Es una
orden!
De mala gana se echó a un lado
el suboficial y el teniente subió los
peldaños con decisión. Sostuvo el
fusil en alto para que se viera la
improvisada bandera blanca, esperó
unos instantes y comenzó a andar.
El sargento corrió refunfuñando
y maldiciendo a los prismáticos y
revisó con urgencia la línea alemana.
No detectó ningún movimiento.
El avance del teniente era lento
a causa del barro y de los cráteres
provocados por los obuses. A su
alrededor se pudrían los cadáveres
que ningún bando había tenido la
oportunidad de retirar. Sudaba,
sentía la boca pastosa y un dolor
agudo en la boca del estómago.
Reparó en que decaía el brazo que
sostenía la bandera y lo izó todo lo
alto que pudo. Veía a los muertos
mirarle y creyó ver reproches en sus
frías miradas. Frente a él,
indistinguibles, imaginaba a los
enemigos apuntarle con las bocas
negras de sus armas. Pensó que esto
no lo enseñaban en la academia.
Sentía que se le aflojaba el vientre y
apretó el estómago.
Una pierna se le hundió en un
hoyo. Se agarró a lo que pudo. Su
mano izquierda hurgaba entre las
entrañas de un cadáver despedazado.
Sus ojos miraron su mano y unas
arcadas le voltearon el estómago.
Vomitó. Un instante después, recordó
su propósito. Alzó el fusil con el
pañuelo ahora sucio y reanudó su
marcha. Miró hacia atrás para
calcular la distancia. Debía estar
muy cerca. Tropezó con el soldado
herido, oculto entre el barro y cayó
de nuevo. El soldado yacía boca
arriba. Sus manos se apretaban el
abdomen ensangrentado. Su vientre
estaba destrozado. Los ojos del
teniente se cruzaron con los del
soldado, unos ojos fríos que no
anunciaban la muerte porque la
muerte le cogía sonriendo de la
mano, aunque el teniente no pudiese
verla. Buscó el pulso en el cuello
frío. Nada. Le cerró los ojos y
entonces reparó en su uniforme sucio.
Era un soldado alemán. El teniente
miró al cielo.
-¡Descanse tu alma en paz
soldado! –murmuró e hizo la señal de
la Santa Cruz en la frente del soldado
antes de santiguarse él mismo.
Buscó entre las ropas del
muerto, palpó en busca de la cartera.
La halló junto a un sobre. Con bonita
letra la dirección a la que debía ser
enviado. Un nombre de mujer,
Renata. Se lo guardó todo. Se
incorporó despacio y encaró con el
fusil en alto las trincheras alemanas.
El silencio le aturdía. Sentía un
zumbido en sus oídos.
En esos momentos, vio
movimiento en las líneas enemigas.
Fue izada una gran bandera blanca y
un hombre salió de la trinchera que,
con paso decidido, se dirigió
directamente hacia el teniente
francés. Era un oficial alemán. La
cruz de hierro lucía en el cuello de su
uniforme impecable. Las botas
embarradas recalcaban aún más su
pulcritud. Llegó hasta su enemigo, le
saludo militarmente y le ofreció su
mano derecha.
-Leutenant Manfred, Heinrich
Manfred –se presentó.
El francés le miró a los ojos.
Le devolvió el saludo militar y
estrechó su mano.
-Teniente Rousseau, Jean
Rousseau.
-Tiene usted un gran apellido,
si me permite decírselo, acorde con
su valor –halagó el alemán que
comprobaba que el soldado que
yacía a sus pies era uno de los suyos.
El teniente francés asintió
agradecido.
-Si está usted de acuerdo,
teniente –continuó el alemán -,
aprovechemos este momento en que
el sol nos da una tregua entre tanta
lluvia para recoger nuestros soldados
caídos. Sus familias merecen el
orgullo de enterrar a sus héroes.
-Estoy totalmente de acuerdo.
El oficial alemán se volvió
hacia sus líneas e hizo una seña. Al
instante, soldados alemanes
surgieron de la tierra con camillas y
comenzaron su labor.
El teniente francés se volvió
hacia las suyas e hizo también un
gesto parecido. Sus soldados
salieron y en unos minutos, franceses
y alemanes se confundían en el
campo de batalla recogiendo a sus
desafortunados compañeros.
Un veterano soldado alemán se
sentó sobre una piedra y sacó un
cigarrillo que no lograba encender
con su encendedor humedecido. Se lo
mostró a un veterano soldado francés
que se afanaba a su lado recogiendo
las partes de un compañero
desmembrado y le pidió fuego. El
alemán le ofreció un cigarrillo y
fumaron juntos. Pronto, otros
soldados les imitaron y el campo
mezcló los colores de los uniformes.
Se oyeron algunas risas. Otros hacía
pequeños grupos, trataban de
entenderse en sus diferentes lenguas,
compartían cigarrillos o se
enseñaban las fotos de sus hijos
recién nacidos.
Los sanitarios habían retirado
los cuerpos de aquellos que
encontraron vivos, los menos, y la
mayoría de los que habían muerto se
encontraban sobre las camillas,
esperando con infinita paciencia a
que sus compañeros les llevaran tras
las líneas. Los demás cadáveres, los
que no pudieron ser encontrados, los
enterraría el azar, a un paso quizá de
sus compañeros. Alguno, vivo aún en
la más absoluta desgracia, moriría
lentamente en soledad, en el basto
frente, con plena conciencia de su
encuentro inevitable con la muerte y
su carácter absoluto. Moriría sin el
consuelo de la presencia de otro ser
humano a quien coger la mano, mirar
a los ojos y despedirse con un último
mensaje para su esposa, su madre o
un hijo. La tierra blanda, embarrada,
mancillada por mil obuses se lo
tragaría para siempre en una tumba
definitivamente seria por anónima.
Alguien trajo café recién
hecho; otros pasaron su petaca de
coñac; otro trajo un balón de fútbol
con costuras sueltas de dueño
desconocido y chutó hacia lo alto.
Fue como una señal que todos
entendían. Los soldados se
levantaban y pateaban el balón
sorteando cráteres y alambres; caían
al suelo, se gastaban bromas; se
daban palmadas de complicidad; se
embarraban los uniformes hasta el
punto de no pertenecer a ningún
ejército; se animaban y los goles en
porterías invisibles eran celebrados
entre gritos y abrazos.
Entonces, comenzó a nevar.
Los copos de nieve caían de un cielo
despejado y azul, como un milagro.
Los soldados encogían los hombros,
asombrados sin dejar de jugar y reír.
Se dieron las manos, compartieron
más cigarrillos e intercambiaron
palabras mal pronunciadas en el
idioma de los otros sin dejar de
mirarse a los ojos con camaradería.
Siguieron jugando mientras la
nieve, que caía desde un cielo sin
nubes, vestía de blanco la tregua.
Los oficiales fumaban uno junto
al otro viendo jugar a sus soldados,
riéndose y comentando sus golpes y
trompazos, saboreando el humo y
recogiendo en sus manos los copos
de nieve inauditos. Tampoco ellos se
explicaban el fenómeno.
-¿A qué se dedica? -preguntó el
alemán -. Me refiero a cuando no hay
guerra, su profesión.
-Soy profesor de Filosofía.
- Apropiado con su apellido.
¿Le gusta el fútbol?
-Desde hoy creo que sí –
respondió el francés mirando a los
hombres jugar -. Y usted, ¿a qué se
dedica?
La mirada del alemán se perdió
detrás de sus párpados.
-Me gano la vida como
ebanista, pero me gusta creer que lo
que realmente soy es fabricante de
títeres.
El francés sonrió.
-Creador de sonrisas –sugirió.
-Cierto, muy cierto –afirmó el
alemán con nostalgia.
Lejos de la posición que
ocupaban estalló un obús. Fue como
si hubiesen pitado el final del
partido. Por un momento, todos los
soldados permanecieron inmóviles
mirando hacia el lejano lugar de la
explosión, como si no se explicasen
aquella interrupción. Una columna de
humo se elevaba hacia el cielo como
un insulto. De golpe recordaron que
eran soldados, que estaban en guerra
y que uno de los muchos frentes de
batalla lo pisaban sus botas.
Los sargentos comenzaron a
tocar sus silbatos. Se apuraron las
últimas caladas, se guardaron las
fotos en las carteras y se volvió
andando con la cabeza baja hacia las
trincheras a recibir órdenes y revisar
las armas. A pensar en morir de
nuevo.
Los oficiales se estrecharon la
mano.
-Tenga –dijo el teniente
buscando en sus bolsillos –usted
sabrá qué hacer con esto mejor que
yo.
Le entregó la cartera y carta del
soldado alemán muerto.
El oficial alemán le saludó con
la mano en su visera.
-Ha sido un honor conocerle,
teniente.
-El honor ha sido mío.
-Quizá... en otras
circunstancias...
-Quizá.
Cada uno volvió a sus
posiciones y minutos después se
recibía la orden de cargar. Los
obuses de mortero descargaron su
fatal verticalidad y las
ametralladoras segaron como hoces
la tierra. Los soldados salvaban las
distancias que separaban unas
trincheras de otras y entablaban
luchas cuerpo a cuerpo con la
ferocidad que aporta el desesperado
deseo de sobrevivir. Hendían sus
bayonetas, se mordían hasta arrancar
trozos de carne, disparaban a
quemarropa, maldecían e insultaban.
Mataban.
El campo de batalla se llenó de
muertos y heridos que gemían. Nadie
conquistó. Nadie fue conquistado.
Cada unidad acabó en su propia
trinchera, agotada, saciada de sangre
por un día más. Se hizo de nuevo el
silencio pero éste era diferente, roto
por el crepitar de las llamas y los
lamentos de los heridos.
El teniente francés se apoyó en
la pared de su trinchera extenuado.
Un trozo de metralla le había abierto
una fea brecha en la mejilla derecha.
Su sangre entraba en la boca y él la
escupía. Miró por los prismáticos.
Algunos heridos se movían, se
arrastraban hacia sus trincheras y vio
como eran rematados por los
francotiradores, lo mismo que hacían
desde su bando. Detuvo su recorrido
al centrar sus lentes sobre el balón
de fútbol abandonado en mitad del
campo de batalla, listo para ser
pateado en otra tregua entre muerte y
muerte.
Después, miró al cielo. Nubes
negras lo cubrían de nuevo por
completo. Pronto comenzaría a llover
otra vez. Pensó que no recordaba el
momento en que dejó de nevar.
VETERANO Y
NOVATO
Querida Chantal,
Quisiera mandarte esta carta
pero ya no tenemos papel, así que me
la aprenderé de memoria para
cuando lleguen los suministros. Me
encuentro bien de salud. Muchos
otros han enfermado, pero yo soy
fuerte, ya me conoces. La gripe está
siendo devastadora pero no te
preocupes por mí, todo irá bien.
¿Qué tal los chicos? Espero
que estén cuidando de su madre y de
las tierras. Echo de menos las tierras,
mis tierras, que huelen a vida. Éstas,
Chantal, éstas huelen a muerte aunque
no quiero contarte tristezas.
Tengo a mi lado a un joven
soldado. No se despega de mí. Tiene
dos años más que nuestro Jacques y
se llama, fíjate tú qué casualidad,
como nuestro hijo. Eso sí, no se le
parece. Éste es desgarbado y
flacucho, que no sé de dónde saca los
ánimos para arrastrar la cantimplora.
En la granja poco haría si no le
alimentáramos con tus guisos, el
pobre. Sólo de pensar en tus
comidas, enfermo, aunque no está
mal el rancho, no te preocupes.
Decía del muchacho que tiene
los ojos vivos, asustados, pero
vivaces, como los de un niño
curioso, sorprendido y atemorizado.
Para no estarlo. La guerra no es para
los niños, que éste más parece un
niño que un mozo como nuestro
Jacques. Tampoco nuestro Jacques
debería estar aquí. Con que esté su
padre es suficiente, que ya pasa de
los cincuenta. La guerra tampoco es
para los viejos si lo miras bien y yo
ya me siento viejo, Chantal, muy
viejo.
Os añoro a todos, sobre todo a
ti, pero a los chicos también. ¿Mi
pequeño Julien está bien? Cuánto
habrán crecido. A lo peor no me
reconocen al verme. Es difícil que
nos den un permiso y más ahora que
está encima este invierno tan duro.
Hace mucho frío pero las friegas en
los pies me mantienen caliente. Lo
más importante es mantener los pies
calientes. Y se hace difícil, no creas,
porque todo está nevado y
embarrado. Es bonito verlo todo
nevado al amanecer, Chantal, como
un manto blanco que me recuerda el
día de nuestra boda. ¡Estabas tan
guapa!
¿Te he dicho que este chico me
recuerda a nuestro Jacques? Y se
llama igual, Jacques. Sí, seguro que
te lo he dicho. Como no lo puedo
escribir. El muchacho no se aparta de
mí. Está asustado. Y es que esta
guerra es para asustar, aunque esto
no sé si te lo escribiré en la carta.
Están muriendo muchos
soldados. Se ganan trincheras a costa
de muchas bajas y al día siguiente
hay que abandonarlas. La
superioridad sabrá lo que hace pero
a los soldados nos cuesta entenderlo
y mientras muchos soldados mueren.
Por miles, Chantal. Lo peor es el gas.
He visto morir a muchos por el gas.
Se retuercen vomitando hasta que no
les quedan entrañas y sus cuerpos se
quedan doblados de una forma que te
pone los pelos de punta. Y la gripe.
La gripe se lleva a la mitad de
nosotros. Por eso me mantengo
caliente y al pobre Jacques también,
que no sé cómo aguanta. No, Chantal,
esto no te lo contaré tampoco.
Como tampoco te diré que no
sé si regresaré a casa. Esto seguro
que no te lo escribo pero tengo que
contártelo porque es como un fuego
que he de sacar fuera antes de que me
consuma, como cuando fumigamos
las tierras para que no se coman las
alimañas nuestra cosecha, igual. Yo
también tengo miedo, duermo mal,
como mi compañero Jacques, que me
recuerda a nuestro Jacques.
Sé que en todas las guerras hay
soldados que regresan a casa y otros
que no. Los hay que pueden abrazar a
sus esposas, ven lo que han crecido
sus hijos, arreglan los desperfectos
de sus casas y preparan los campos
para nuevas cosechas. Pero hay otros
soldados cuyos cuerpos quedan
enterrados en el barro y ni siquiera
una cruz sobre su cadáver da fe de su
tumba y reposo a su alma. Es triste
morir, más triste morir soldado y aún
más triste morir soldado lejos de
casa, sin una cruz sobre tu fosa. No,
no te diré esto en la carta. Lo
olvidaré para no sentir la tentación
de escribirlo.
Te hablaré del soldado
Jacques, que me sigue a todas partes
y del que yo cuido como si fuese
nuestro hijo mayor porque me
recuerda a nuestro Jacques. Te
hablaré de los buenos momentos
como cuando echamos un cigarrillo o
gastamos bromas, como cuando
reparten el correo y llegan fotos de
los hijos o se comparte la comida
que con tanto sacrificio alguien
consigue enviar.
Te hablaré del teniente, que
tiene una voz de ángel y tendrías que
oírle cantar. Todos guardamos
silencio y cerramos los ojos para
escucharle. Creo que hasta los
alemanes se mantienen callados
mientras el teniente canta. Lo hace a
viva voz. Un soldado italiano le
consiguió una guitarra aunque no nos
quiso decir de dónde la había
sacado. Debió robarla porque el
Señor le castigó y un soldado alemán
le hizo tantos agujeros, a la guitarra
no te vayas a confundir, que más
parecía una flauta que una guitarra.
Fue gracioso verle con la guitarra
echa un guiñapo en la mano, con lo
fanfarrones que son los italianos.
Sí, te hablaba del teniente. Es
valiente, el más valiente de todos. El
otro día salió de la trinchera a
socorrer a un herido que pedía
auxilio. El sargento quiso
impedírselo pero él no le hizo caso.
Yo quise advertirle que podía ser un
engaño, que los mismos alemanes
simulaban la voz de un herido que
pedía ayuda para hacer salir a alguno
de los nuestros. No le dije nada, tal
era su determinación por socorrer a
uno de sus soldados. Puede que
incluso fuese uno de los alemanes,
pero a él le dio igual. Salió con una
bandera blanca y a los alemanes
debió impresionarles tanto su valor
que acabamos todos, alemanes y
franceses disfrutando de una tregua y
jugando a la pelota en el campo de
batalla. Como te lo cuento. Compartí
mis cigarrillos con un veterano
soldado alemán que me enseñó las
fotos de su familia. Tenía dos crías,
fíjate. Era un padre como yo y en
esos momentos no éramos enemigos,
éramos padres. Es posible que
después yo mismo le haya matado.
¡Que Dios me perdone!
Si hubiese visto a Jacques
disfrutar, pateando la pelota,
arrojándose al barro. Y además
nevó, pero no como ahora que hace
frío y está cubierto de nubes. Nevó a
pesar de que lucía el sol. Yo creo
que era como una señal, como si el
Señor Nuestro Dios estuviese alegre
de ver a todos los hombres riendo
felices con los fusiles amontonados
en el suelo y lloró a su modo, como
un milagro.
De todo esto te hablaré cuando
lleguen las provisiones y tengamos
papel de carta. Pero no te lo pintaré
todo tan bonito, para que no creas
que te engaño. También te diré que
esto es duro, pero que si tienes
cuidado, un poco de suerte y
mantienes los pies calientes, de ésta
se puede salir y regresar a casa,
Chantal, que os echo de menos.
Todo te lo escribiré, sí, cuando
deje de nevar y podamos enterrar al
soldado Jacques, que ha muerto en
mis brazos y me recuerda tanto a
nuestro Jacques que tengo una pena
en el corazón que me aplasta.
Pero esto tampoco te lo
contaré, Chantal, que esta guerra
acabará pronto y ya tendremos
tiempo de charlas y de ver crecer a
nuestros chicos.
NEVÓ SOBRE
VERDUN UN DÍA
SIN NUBES