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MOLINO DE SANGRE

Juan Enrique Soto


¡CALEN BAYONETAS!

Mención honorífica en el
PRIMER CERTAMEN LITERARIO
DE PROSA FRANCISCO VEGA
BAENA
Ayuntamiento de Bornos
(Cádiz)
28 de noviembre de 2003.

Clara, hacía un día


maravilloso, pero sólo en el cielo, en
lo más alto del cielo, donde era de un
intenso azul limpio, el cielo de
Francia. La maravilla dejaba de
serlo entre el cielo y la tierra.
Columnas de humo maloliente
ascendían al capricho del viento y
caracoleaban y se deshacían y
volvían a formarse como niebla
negra. Entre el cielo y la tierra,
traspasando las columnas de humo,
metralla y piedra, tierra y restos
humanos subían y luego caían sobre
nuestras trincheras. Y en la tierra,
Clara, en esta tierra vapuleada día
tras día, mes tras mes, ¿cuántos
habían transcurrido ya? de Verdún,
no había nada que maravillara, sólo
diminutos infiernos en cada zanja, en
cada hoyo o cráter y soldados
muertos de miedo y soldados
muertos. He visto muchos de esos
diminutos infiernos en los cuerpos
despedazados de los soldados
muertos, en los rostros horrorizados
de los soldados vivos. Si tuviera un
espejo, vería uno de esos infiernos
en mis ojos.
¡Calen bayonetas!, ordenaron.
Yo no podía encajar la mía. Me
temblaban las manos. Un sargento me
sujetó la mano y me miró a los ojos.
¡Tranquilo, muchacho!, me dijo,
¡todo saldrá bien!. Siempre he
temido esa orden más que ninguna
otra, aún más que los barridos de
ametralladora o los obuses de
mortero que caen verticalmente y no
hay modo de esconderse. En el
combate hombre contra hombre,
cuerpo a cuerpo, Clara, la muerte se
ve más cerca, más posible, en los
ojos del soldado enemigo. Ves en
ellos tu propio rostro aterrorizado
por la muerte. La verdad de la guerra
es más verdad cuando dos hombres
luchan a cuchillo y pueden tocarse y
escucharse y ver su sangre manar y
sentir como el calor les abandona
con la última bocanada de aire vivo.
Se ve al alma partir hacia el cielo
porque en el infierno ya estamos y
todo eso se puede ver en los ojos del
soldado que sujeta mi bayoneta en su
estómago, en la mueca que forma su
incredulidad.
No sabía cuántas veces había
escuchado esa misma orden. ¿Mil?
¿Un millón? ¿Cuántas más habré de
escucharlas? ¿Cuántas trincheras más
habré de tomar y abandonar después?
¿Cómo no voy a morir aquí, Clara, si
esta guerra ya no es sino la conquista
inútil de una trinchera y la retirada
desesperada de la misma para volver
a tomarla mañana? Nadie
sobrevivirá a esta guerra. Se acabará
esta guerra porque se acabarán los
soldados. Todos habrán muerto,
Clara y yo soy uno de esos soldados.
¿Cómo era posible, Clara, que
pudiera oír todos estos pensamientos
tan nítidamente mientras corría y
tropezaba y me escupían tierra las
bombas y la artillería vapuleaba las
posiciones enemigas, se suponía que
para cubrir la ofensiva?, me
preguntaba mientras corría y
tropezaba y me escupían tierra las
bombas y la artillería vapuleaba las
posiciones enemigas. ¿Cómo era
posible siquiera que pudiera pensar?.
Salté dentro de un cráter sin
saber su profundidad. Deseé que
fuera un abismo interminable y caer
aliviado por él, alejándome de la
batalla. Me estrellé contra su fondo.
La mochila me machacó la espalda,
me clavé el fusil, la pala y la
máscara antigás en la ingle, pero el
miedo no me permitía sentir dolor.
Apenas podía respirar. Me tumbé
boca arriba y contemplé el círculo de
intenso cielo azul emborronado con
burdos brochazos de humo negro. Un
obús explotó cerca y provocó una
lluvia de metralla y escorias. El
instinto me encogió hasta que dejó de
llover.
Cuando levanté la mirada, me
encontré mirando los ojos de Elmer,
mi compañero, el pelirrojo. Ya te
hablé de él. Sólo tenía diecisiete
años, pero parecía mucho más viejo.
Llegamos juntos a Verdún. ¿Cuándo
se acabará su suerte? Sabe bonitas
canciones. Hay tardes que nos las
canta, sin instrumentos ni nada, con
la voz nada más. Tenía una guitarra.
La destruyó la artillería. Las
canciones de Elmer son alegres,
aunque cada vez canta menos, Clara.
También es poeta. Recuerdo los
versos que me regaló para ti. Quería
que yo te convenciera de que eran
míos, pero tú jamás te lo habrías
creído. ¿Recuerdas?
Guardo en mis dos memorias
todos tus secretos de mujer.
En la memoria de los ojos,
tu bello rostro;
tu hermoso cuerpo,
en la memoria de mi piel.
En aquellos momentos,
tumbados como fardos sobre el
hondo refugio, Elmer no pestañeaba,
no hacía un gesto, no se movía. Pensé
que estaba muerto. No paraba en la
trinchera, justo antes de atacar, de
murmurar “¡No saldremos de ésta!
¡Esta vez no!”, una y mil veces, como
si rezara, pero no rezaba, llamaba a
la Muerte. Eso es lo que pensé al
verle tan quieto. Sin embargo, su
pecho subía y bajaba. No estaba
muerto.
Quise decirle pero sólo lo
pensé, que había visto que la Muerte
aleteaba sobre nuestras cabezas y
que contaba con sus huesudos dedos
los hombres que llorábamos y
temblábamos en las trincheras, los
que corríamos sujetándonos el casco
y la vida entre hoyo y hoyo, los que
tirábamos del compañero herido en
las alambradas de púas, los que
rezábamos por llegar a la siguiente
trinchera vacía, a la tierra de nadie
para que nadie hubiera y nadie
pudiera matarnos, los que
tableteábamos las ametralladoras,
los que lanzábamos granadas, los que
blandíamos nuestros cuchillos, y
entre todos nosotros, la Muerte
elegía a algunos, muchos, cada cierto
número en una operación matemática
que sólo su capricho conocía. Al
desafortunado que tocaba con el
índice le alcanzaba una bala o un
trozo de metralla o un obús o era
ensartado por una bayoneta que le
destrozaba el corazón. Después, la
Muerte seguía contando. Todo esto
pensaba, Clara, mirando a Elmer y
tampoco le dije que la Muerte
sonreía y disfrutaba y que ambos
debíamos de hacer algún mérito, por
cobardes o por valientes, para evitar
que nos tocara el número
desgraciado. Fue él quien me habló
de la Muerte de este modo. Los
poetas ven más que los demás, Clara.
Pero yo hoy la había visto.
La suerte tendría que
abandonarnos tarde o temprano. No
podíamos burlar más tiempo a la
Muerte y si la había visto, sería por
algo, que nunca antes la vi. ¿Por qué
hoy? Llevábamos en estas trincheras
desde febrero. Aquí, pasamos el final
del invierno, el duro invierno. El
infierno no son llamas que arden
eternas, sino el frío en las trincheras.
Habíamos visto morir a tantos
compañeros que debía ser imposible
que no nos tocara a nosotros de un
momento a otro. Clara, había perdido
totalmente la fe en salir con vida de
este infierno. Sentía que la suerte se
me acababa.
No nos dejábamos de mirar,
Clara. Nuestros rostros estaban muy
cerca. Yo olía su miedo y él, seguro,
el mío. Un olor agrio y fuerte que se
clavaba en el cerebro. Un olor frío y
cortante que te helaba la sangre y te
provocaba unas incontenibles ganas
de orinar y defecar. “¡Tengo
miedo!”, me susurró Elmer. Le costó
abrir la boca, seca y pegada, pero le
entendí perfectamente.
Clara, después me pidió un
cigarrillo. Creo que no quería fumar,
sólo hacer algo que no fuera luchar,
atacar, guerrear, enfrentarse a las
ansias de vivir desesperadas de los
soldados de enfrente. Fumar era lo
primero que hacíamos cuando
terminaban las ofensivas o las
retiradas. Por eso, Elmer no quería
fumar, Clara.
Yo no dije nada. En lugar de
hablar, apreté el fusil contra mi
cuerpo, como si quisiera darme calor
con él, o consuelo, o no sé qué. Me
calé el casco y hundí el rostro en la
arena para cavar a mordiscos una
gruta infinita en la que esconderme.
Quizá, sólo quería hacer algo, ocultar
a Elmer mi inquietud, mi terror. No
deseaba contestar, no podía hacerlo.
Le veía sufrir, Clara, y yo no quería
sufrir como él, aunque era muy
posible que sintiera exactamente lo
mismo que él sentía.
Medio metro sobre nuestras
cabezas continuaba la batalla. Olía a
carne y a pólvora quemadas. Se oían
explosiones, tiros y gritos, muchos
gritos. Gritos para espantar el miedo,
para llamar al médico, al amigo, a la
madre. Se oían gritos de dolor. Y se
oían silencios, silencios de muerte.
Llantos silenciosos. Elmer lloraba.
Su llanto era silencioso, lleno de
lágrimas. Apretaba la máscara
antigás contra su cara como si fuese
un pañuelo y no dejaba de llorar.
El sargento saltó dentro del
cráter y se puso a insultarnos y a
darnos patadas. Había perdido el
casco y su uniforme estaba sucio de
miserias. Empuñaba una pistola y nos
apuntaba a las cabezas y nos gritaba
y nos insultaba. Te insultó a ti
también, Clara, y a nuestras madres.
Hubo un momento en que ya no le
escuchaba. Veía su rostro
congestionado y su cuello en tensión.
Gesticulaba, voceaba, echaba
chispas y escoria por los ojos y
boca, pero no le escuchaba. El
sargento era un mimo, un mimo muy
bueno interpretando un número
grotesco.
Pensé que el sargento estaba
loco. Era un valiente. No tenía
miedo. Sí que lo tenía, como Elmer y
como yo. Lo veía en sus ojos,
percibía el mismo olor agrio. Por eso
gritaba, porque tenía miedo, porque
no quería estar aquí, gritándome.
Querría estar en su casa, con su
mujer. Seguro que es granjero y le
gusta madrugar para ordeñar sus
vacas. Debe de tener vacas. Y tenía
miedo. No quería dispararme, Clara,
el sargento no quería disparar a
nadie.
Elmer y yo nos levantamos a la
vez y resbalamos por la pared del
cráter. El sargento no dejó de
patearnos y de gritarnos y de
insultarnos. Salimos del hoyo y
corrimos con todas nuestras fuerzas,
mirando al suelo, nunca al frente para
no ver la boca de los fusiles o la
punta de una bayoneta. Corríamos
agachados, pero eso daba lo mismo.
A Elmer la Muerte le rozó con
el dedo, “A ti te toca”, le dijo, y una
ráfaga de ametralladora le destrozó
el pecho. Mi compañero me miró con
la misma mirada que mostraba en la
trinchera rezando “no saldremos de
ésta, esta vez no”. Es por eso que en
su rostro no había sorpresa cuando se
desplomó. No te da tiempo a pensar
cuando te mueres. No hay tiempo.
Continué corriendo hasta el
siguiente agujero y me derrumbé
dentro. No me acordaba ya de Elmer.
Elmer había muerto, Clara y mis
manos cavaban para hacer mi refugio
más profundo. No me daba cuenta de
lo que hacía. Cuando dejé de tener
arcadas y vomitar vacío, sentí el
dolor de mis manos. Me sangraban
los dedos porque me había roto
varias uñas.
Junto a mí yacía un soldado.
Estaba muerto. No se le veía el
rostro, sólo su cabello sucio, muy
sucio. Era un soldado enemigo. A su
lado, clavada en el suelo, ajada,
medio enterrada, una bandera movía
levemente sus hilos de colores, los
colores de mi bandera. Me olvidé
del soldado muerto. Me fijé en la
bandera. Clara, me acordé de las
sábanas. Ondeaban como banderas
blancas y brillantes en el prado, al
lado de casa. El prado estaba muy
hermoso lleno de flores. Tú estabas
entre las sábanas, más hermosa que
las flores. La brisa movía las
sábanas con delicadeza y traía el
delicado aroma de las flores
silvestres y del pan que se cocía en
el horno. Al capricho del aire
bailaban las sábanas y tú jugabas a
dibujar tu silueta detrás de las telas
blancas. Pero yo me sabía tu silueta,
me sabía todo tu cuerpo, Clara y veía
tu sonrisa entre cada prenda y tu
silueta jugaba con la brisa y olía a
flores. Yo tenía miedo y tu besabas tu
mano y me enviabas el beso y yo
sonreía en mi cráter.
Alguien saltó dentro y casi me
cayó encima. Se quedó totalmente
inmóvil y yo ni respiré, me hice el
muerto. Pasaron los segundos, los
minutos, los años. Temía que se
notara que disimulaba mi vida. Abrí
una ranura de un ojo. No vi bien.
Abrí un poco más y moví la cabeza.
A mis pies un enemigo movía la
suya. Parecía que nos habíamos
puesto de acuerdo para descubrir el
engaño. Permanecimos congelados,
tensos, atentos a la reacción del otro,
mirando a los ojos y a las manos.
Pensé, “Tú tampoco quieres
matarme. Debí haberme fumado un
cigarrillo con Elmer. Tú también
tienes miedo, y no sé como te llamas,
pero tu mujer se llamará Teresa y
tienes dos hijos, varones, que adoran
a su madre y quieren parecerse a ti y
quieren que vuelvas con medallas en
el pecho. Tus medallas significan que
yo he muerto y yo no quiero ser tu
medalla. No deseo que tus hijos se
enorgullezcan de ti ni que te abrace
Teresa. Deseo que te lloren, aunque
ames a Teresa y a tus hijos más que a
tu vida”.
Todo esto pensé, Clara. ¿Soy
un hombre malo?
Sus mandíbulas se apretaban.
Sus dientes. Ambos teníamos las
manos desnudas. Calculábamos las
posibilidades del contrario, ¿porque
es mi contrario, verdad Clara?. Los
fusiles cada uno lo teníamos a un
lado, con su bayoneta calada y yo mi
cuchillo al cinto. Él tendría el suyo
también, tan afilado o más que el
mío. Agarramos los fusiles pero no
había espacio suficiente y nos
desarmamos con facilidad.
Entonces, forcejeamos,
gruñimos como perros salvajes. Nos
golpeábamos con desorden, nos
sacudíamos, buscábamos amarrarnos
los brazos, las piernas se trababan.
Nos gritábamos insultos, nos
escupimos a la cara. Conseguí
agarrar mi cuchillo pero la ventaja
duró poco porque él empuñó el suyo
y empatamos de nuevo el combate.
Le golpeé con el casco, intenté
morderle, igual que él. Aullé, bufé,
igual que él. Nos agarramos las
muñecas armadas y empujamos con
el alma.
La Muerte estaba sobre
nosotros, complaciente con la lucha,
sonriendo con descaro, contando con
el índice sobre nuestras cabezas. Era
como el juego de un niño. Yo no
tengo niños, una niña sí, de siete
años. Un ángel. Cuánto habrá
crecido. Tendrá sus alitas en la
espalda, con sus siete años. Cuánto
la echaba de menos. “No toques mi
cabeza”, le decía a la Muerte, que
quiero ver a mi niña. “Tócale a él, a
él. Él no tiene a Clara. Tócale a él”.
Caímos de rodillas sin
soltarnos. Abrazados extrañamente
con las piernas, los brazos, las
manos con cuchillos. Caímos más, a
un lado, sobre el soldado muerto.
Rodamos sobre él, sobre la bandera
ajada, aplastando lo que quedaba de
ella, hundiéndola en la tierra,
pisoteándola. Rugíamos.
“Tócale a él”, grité.
Clara, en aquel momento,
comenzó a nevar. Primero fueron
unos copos dispersos, una anécdota
de copos, copos insignificantes,
ilusorios, lentos, estúpidos, que se
confundían con la tierra que las
explosiones levantaban. Después,
cayeron con más fuerza, con un vigor
que no tenían las piedras ni las
metrallas. Lo más extraño, Clara, era
que el cielo seguía con su intenso
azul limpio, aunque lo emborronaran
los burdos brochazos de los
incendios y las bombas. Era el mes
de mayo, Clara. No nieva en mayo.
¿De dónde caía la nieve si no había
nubes? ¿De Dios? ¿La había
mandado el ángel de mi niña?
La nieve caía sobre nosotros y
nos envolvía en su blancura. Calaba
nuestros cascos, nuestros rostros, los
uniformes, los dientes apretados, el
cadáver del soldado y el cadáver de
la bandera. Nos miramos y al mismo
tiempo, miramos hacia el cielo.
Abrimos la boca. Me mojó la nieve.
La bebí. Saqué la lengua y paladeé la
nieve. Mi enemigo la saboreaba
también.
“Es nieve. Está nevando”,
pensé. Él pensaba lo mismo.
Nuestras miradas eran ahora incluso
divertidas. Él sonrió. Yo sonreí. Al
principio, despacio, esperando ver la
reacción del otro, pero después las
sonrisas se fueron ampliando, hasta
que llegaron a ser risas. Las sonrisas
se convirtieron en risas. Nos reíamos
a carcajadas y, aunque nuestras
manos aún nos sujetaban, no
hacíamos fuerza. Nos reíamos,
bebíamos nieve y reíamos aún más.
Vivíamos un milagro.
Era un milagro. Estaba
nevando. No podía nevar en un
campo de batalla. Nieva antes, para
que no avancen los soldados o para
que la retirada de las tropas sea más
penosa y se encallen los cañones y
las botas y se congelen los pies y
haya que amputarlos. Era un milagro.
Si lo hubieses podido ver, Clara. Yo
no quería matarle. Ya no veía la
Muerte sobre mí. Se la habría
llevado la nieve. La nieve no quería
que yo muriese. Estaba nevando,
Clara. Llama a la niña, que estaba
nevando. Quiero ver a la niña, Clara.
Fue entonces, cuando sonó un
disparo. No oí nada más durante unos
eternos instantes, salvo los copos de
nieve sobre mi casco y sobre mis
labios, hasta que los gritos del
sargento rompieron el hechizo del
silencio. El sargento me gritaba que
continuara al ataque. Me alababa a
gritos por mi heroica lucha a
cuchillo. “¡Así me gusta, soldado!
¡Te propondré para una medalla al
valor, soldado! ¡Sigue luchando,
valiente!”, me encomiaba el sargento
mientras me sacudía patadas sin
dejar de apuntarme con la pistola.
Me obligaba a salir del cráter y
avanzar y avanzar.
El sargento se equivocaba. Yo
no quería matar al soldado. Lo mató
él para salvar mi vida, pero no se
puede matar si nieva, sargento, no se
puede, no si nieva.
El soldado yacía a un lado,
muerto, sonriendo todavía, muerto,
cubierto de nieve, sonriendo, muerto.
Estaba muerto, Clara, el sargento le
mató y sonreía con la nieve sobre los
ojos.
La Muerte volvió y tocó al
sargento en su cabeza sin casco y
decidió que debía ser un trozo de
metralla el que le volara la cabeza.
Su cuerpo decapitado cayó junto al
cuerpo del soldado muerto. La sangre
les manchaba y la nieve se tiñó de
sangre. El sargento empuñaba aún la
pistola y los espasmos del brazo, que
se resistía a morir, la movían
frenéticamente. Le pisé la mano hasta
que cesaron los movimientos, hasta
que se murió la mano. No era distinto
de los demás hombres el sargento al
morir. He visto morir a muchos y
todos mueren poco a poco. Primero
muere aquella parte del cuerpo que
recibe la herida y luego, la voluntad
o el alma busca desesperadamente
donde esconderse de la muerte que
avanza hasta que no quedan
escondrijos, hasta que no hay nada
vivo y, finalmente, debe marcharse
dejando inerte el cuerpo muerto. Lo
último que murió del sargento fue la
mano que empuñaba la pistola.
Había dejado de nevar. Miré
hacia el cielo. Veía un círculo de
cielo de Francia, azul, intenso y
limpio, Clara. Lo emborronaban
columnas de humo que rompían el
círculo y luego se las llevaba el
viento a ensuciar los círculos que
veían otros soldados desde sus
cráteres con sargentos decapitados,
enemigos muertos y banderas
aplastadas.
Clara, hacía un día maravilloso
en el cielo. Entre el cielo y el suelo,
sólo había humo y la cabeza del
sargento que buscaba un lugar sobre
el que caer, igual que los copos de
nieve rezagados que no querían
mancharse de sangre. Clara, en la
tierra no hacía un día maravilloso.
No había trigales por los que correr
acariciando las espigas.
“Clara, baila entre las sábanas
y trae a la niña, Clara que la Muerte
ha llegado y me ha ordenado que me
quite el casco, que quiere tocarme la
cabeza. Clara, estoy llorando porque
tengo miedo, que no quiero que me
toque. Si me hubiese echado ese
cigarrillo, Clara. No nieva nieve,
pero algo cae. No es el ángel de mi
niña, Clara. Es una bala de mortero,
que la Muerte me ha tocado y tengo
miedo”.
CUERPO A CUERPO

Sus ojos, sus ojos se me repiten


dentro de los míos. Y su aliento
dentro de mi boca lo huelo como si
del mío se tratase. Ni siquiera
haciendo el amor con mi esposa he
estado tan cerca, tan dentro de otro
ser humano como aquel día en
Verdún. El iris de sus ojos era de un
azul intenso, como no he visto en el
cielo o en la mar, y eso que fui
marinero. Su voz era profunda, llena
de pasión, la pasión más profunda
que es la que te aferra a la vida
cuando la vida se te escapa. Su piel
era suave a pesar del barro que la
ensuciaba en manos y cara. Era muy
joven, no tendría más de dieciocho
años, y toda su fuerza me envolvía en
un abrazo que apretaba mis
miembros en tensión. Podría haber
sido mi hijo o mi amante si me
hubiesen gustado los hombres, más
aún si fuesen como aquel muchacho,
duro, firme, apasionado, dulce
incluso. Me calentó su calor, un
hálito cálido, confortable como un
coñac caliente.
Me ardía la mano derecha
según su sangre ardiente la empapaba
al derramarse desde la lacerante
herida y no dejé de girar la mano que
empuñaba la brutal bayoneta. La vida
le huía en las bocanadas que daba
para aferrarla. Su rostro
congestionado empalidecía y sus
pupilas crecían como una mancha de
café vertido. Sus manos dejaron de
empujarme y batallar y me abrazaron
sin pudor como si aquel acto de
muerte lo fuese de amor. Sus
resoplidos me hicieron llorar y le
chisté cuando comenzó a gemir “¡no!
¡no! ¡no!”, una y otra vez, cada vez
más despacio hasta que llegó un
último “¡no!”, apenas audible,
convertido en un efímero aliento.
Bebí de su mirada brillante y
toda la fatiga la derrumbé en el puñal
y en su mejilla. Todavía sangraba y
sus manos aún reposaban en mi
espalda. Después, se deslizaron
lentamente por mis costados para
posarse en el suelo con delicadeza
femenina. Esperé por si veía a su
espíritu abandonar su morada muerta,
pero ningún alma se marchó de su
cuerpo caliente. Quizá, su espíritu
adolescente no hubiese madurado lo
suficiente para atreverse a vagar
etéreo o que estuviese enamorado de
aquella piel y aquellos ojos. Sólo era
un crío.
Sobre nosotros comenzó a
nevar muy despacio, como una
sábana con la que se tapa a una
amante satisfecha y agotada. Elevé la
mirada al cielo y en el cielo azul no
había nubes. Los copos caídos de la
nada se posaron en mi rostro y en el
del joven soldado muerto, sobre su
sangre vertida, sobre mis lágrimas y
se tiñeron de rojo.
Extraje como un pecado
imperdonable mi bayoneta de su
ingle y me incorporé. Me sentía
pesado, desfallecido, aplastado bajo
una gran mole invisible. Mis brazos
caían flácidos, exhaustos. De la hoja
de mi arma goteaba sangre que
explotaba sobre la nieve. Pensé que
debía de ser un sueño. A mi lado,
otros soldados con uniformes
distintos miraban extrañados,
admirados, al cielo, con las bocas
abiertas. Habían dejado de luchar
sobrecogidos por el fenómeno. Los
copos se confundieron con mis
lágrimas. Contemplaba un milagro.
Nevaba sobre Verdún un día sin
nubes.
LA MIRADA DE
BUSTER KEATON

Finalista del Primer Concurso


Internacional de Cuento Breve,
otorgado por el Taller Literario 05
el 20 de diciembre de 2003.

Llovía como si nunca hubiese


llovido. La lona les protegía apenas
y el agua inundaba poco a poco las
trincheras embarradas.
“Si yo fuera una lona, estaría
preocupado. Si no pudiera cumplir
mi cometido, ¿qué clase de lona
sería? Una lona de segunda. ¿A qué
más podía aspirar una lona de
infantería? Las de marina son más
vistosas, blancas y elegantes”.
Al lado de Jean, Bernard
babeaba con los ojos extraviados en
su techo de lona. Un sonido gutural,
de placer infantil, salía de su
garganta. Estaba sentado en el suelo,
casi tumbado y el agua le mojaba las
piernas estiradas, como si se hubiese
caído desde lo alto de la trinchera
perseguido por las balas. Jean le
miró.
“Tuviste que tomártela toda. No
pudiste compartir la poco que nos
quedaba, ¿eh? ¿Qué haremos ahora,
cuando cese la lluvia y debamos
cargar con las bayonetas caladas?
¿Volverás a orinarte en los
pantalones? No te lo reprocho. Yo
hubiese hecho lo mismo y ahora no
estaría aquí, en este infierno sin
llamas, sólo de agua, que no sé qué
es peor. ¿Dónde te ha llevado la
morfina, Bernard? A juzgar por tu
cara, debes estar en casa, con tu
mujer, con tus hijos, al amor de una
buena lumbre, comiendo queso y
jamón y metiéndole mano a tu joven
esposa. No, tú no estabas casado,
pero tenías novia. Sí, Sophie, eso es,
así se llamaba. ¿Estarás con ella al
menos? ¿No te habrás ido a ningún
burdel? Luego me contarás, aunque
no creo que te acuerdes cuando estés
de nuevo en tus cabales. Mejor así.
Eso si vuelves y no te da un infarto,
que la dosis era demasiado alta.
Egoísta. Es preferible morir así que
no desparramando las miserias por
esta mierda de hoyo. ¡Entrañas
limpias! ¡Compren señoras, compren
entrañas limpias! Sí, señora, limpias
de metralla. Estuvieron una semana
lavándose en la trinchera, limpias,
limpias. ¡De toda confianza!
¡Compren señoras!”
Era mediodía, pero el cielo
estaba negro. Jean miró a lo alto, a
las nubes que parecían estar a unos
metros sobre sus cabezas, dejándoles
caer como un castigo un castillo de
agua desecho por desuso, derretido
por el calor que machacaba aún más
alto. De cuando en cuando, caía un
rayo.
“¡Uno... dos... tres... ¡Ese rayo
ha sido perezoso! Ha durado tres
segundos. No quería morir,
desaparecer tragado por esta tierra
ahogada. Quizás continúe por debajo
de la tierra con su precipitar
quebrado, lleno de codos y de dedos
encendidos, asustando alimañas e
insectos en sus laberínticas galerías.
“¡Uno... ¡ Ese lleva prisa. Es
del servicio sanitario de rayos.
¡Emergencia! ¡Un rayo cayó al agua!
¡Se muere! ¡Se dispersa! ¡Traigan el
generador! ¡Por Dios, traigan el
generador!”
Sentado sobre una caja de
municiones, el agua corría entre su
espalda y la pared, indiferente Jean,
indiferente el líquido. Recostó la
cabeza sobre la empapada tierra y al
girarla, vio una lombriz que asomaba
de su agujero. El agua se comía su
última galería y la dejaba
rápidamente al descubierto, mucho
más rápido de lo que ella tardaba en
cavar su escapatoria. Terminó
cayendo al caudal y se retorció como
un látigo. Jean la miraba luchar
contra la tormenta, infinitamente
mayor para el bicho que para él.
“Esas gotas deben doler, ¿eh?
¿Cuánto podrás aguantar? Tuviste
que asomarte a ver. La curiosidad te
matará, como al gato. No, no es
buena la curiosidad. ¿Dónde te
lleva? ¿Dónde te ha llevado a ti,
bichejo? Mírate, culebra diminuta.
Querías explorar nuevas tierras y
acabarás ahogada. Se acabaron las
excursiones, las exploraciones. Se
acabó la curiosidad. No conocerás
nada más, salvo la muerte lenta
contra la que te revuelves. Si
tuvieras manos, saldrías nadando. Si
yo tuviera un bote, navegaría, un
velero de nueve metros con un timón
grande, inabarcable desde el que
miraría el horizonte siempre lejano,
inalcanzable para seguir soñando
siempre, como un reclamo. La brisa
doraría mis mejillas y olería la sal
del mar en busca de sirenas
deslumbradas por las linternas de las
crestas. Como Odiseo”.
Recogió con la punta de su
bayoneta la lombriz, que se cayó al
agua dos veces, incapaz de sujetarse
sobre la hoja. La colocó en la palma
de su mano. La lombriz, agotada se
movía con lentitud.
“¿Has tragado agua, eh?”.
Venga, respira, recupérate, que falta
te hace. Ven, entra por este agujero
que te hago. ¡La salvación, chicos,
llegó la salvación! Cuando te
encuentres con los tuyos, diles que
fui yo quién te salvó. ¡Un humano!
¡Fue un humano! Nadie te creerá, ni
tus crías lo harán. Dirán que si te
hubiese visto un humano, te habría
pisoteado o ensartado en un anzuelo
para pesar peces o devorado si es un
soldado en las trincheras, que pasan
mucha hambre. Nadie creerá que un
humano te hizo un túnel con el dedo
para que escaparas de la muerte.
¡Eso es imposible!, dirán. Y tú
seguirás en silencio, ciega, como
siempre, cavando galería tras
galería, sepultada en vida. Como yo.
Aquí, en el agua puedo defenderme;
tú no puedes. Bajo tierra tú vives.
Cuando yo esté bajo tierra, ya habré
muerto y tú me comerás porque las
lombrices comen de todo, incluido
hombres muertos. Es posible que me
reconozcas y quieras evitar que, en
gratitud, tus congéneres me devoren,
pero recuerda que no te creyeron y
no te harán ni puñetero caso.
Acabarás comiéndome tú también,
que cuando aprieta el hambre no hay
gratitud que valga. No tengas
remordimientos. Fíjate en nosotros.
¿Tú dirías que nos remuerde la
conciencia? Pues eso”.
Bernard, a su lado, levantó una
mano y la movió en el aire. Se la
miraba con una sonrisa y le brillaban
los ojos.
“¿Qué haces, Bernard? ¿Qué
estás cogiendo? Una manzana, coges
una manzana. No, no debe de ser una
manzana porque ya la habrías
cortado y te la estarías comiendo.
Una manzana roja, brillante, jugosa,
que hace crac-crac cuando la
muerdes y su aroma te entra por la
nariz y por la boca abierta. No, una
manzana no es porque sigues con la
mano en alto. Por la cara que pones...
¡Ya sé qué es! ¡Sinvergüenza! ¿Con
quién estas? ¿Con tu novia? Sí,
Sophie. ¡Ah, Sophie! ¡Bernard,
Bernard! ¡Le estás acariciando un
pecho! ¿Y la otra? ¿Qué haces con la
otra mano? ¿Está totalmente
desnuda? ¡Dime! ¿Cómo es? ¡Tengo
derecho a saberlo! También era mía
la morfina. ¿Qué dices, qué? ¡Tú qué
vas a decir! Ahora no hay guerra
para ti. No hay bayonetas caladas, ni
gases que te queman las entrañas, ni
gritos de los que pierden piernas y
brazos, ni estupor de los que no
pueden sujetar sus intestinos por el
miedo o por la mutilación.
“Ahora debes de oler su piel de
melocotón, con su fino vello
erizándose antes de que la toques.
Hundes la nariz en su pecho y se le
escapa un gemido cuando la
mordisqueas y le dices que la amas y
te desbordas en ella y ella se vacía
en ti y os entregáis la lengua y el
sudor y el alma entera. ¡Bernard, no
te apresures en volver!”
Bernard le miró pero su sonrisa
se amplió aún más y las pupilas y el
iris y todo el globo ocular giraban y
se escondían bajo los párpados como
bajo lluvia de mortero.
“¡Eso es! ¡Vuelve allí! Vuelve a
ese cuarto cálido. No salgas de allí,
no regreses. Quédate con ella, que
brilla el sol y os pillará desnudos,
abrazados en un beso que son mil
besos. No tengas prisa por verme,
que yo no quiero verte. Yo, si acaso,
que no será el caso, le mandaré a
Sophie tu carta. Se la daremos juntos
y juntos nos reiremos leyéndola
mientras tomamos una cerveza frente
a una lumbre. Pero se la entrego yo,
que soy el cartero, aunque no me la
diste como se suelen entregar al
cartero, sino como a un amigo, como
a lo único a lo que puedes amarrarte
en este mundo de locos. La guardo en
lugar seco, con el tabaco, pero esta
no quiero llevarla. Bernard, ¿te das
cuenta de que si llevo tu carta a
Sophie es que he sobrevivido?
¡No, no llevaré esta carta!
Llevaré otras, miles, millones de
cartas. Con mi uniforme nuevo, la
gorra calada, impecable y ayudado
por un bastón que dé cierta
elegancia, el veterano que regresa
convertido en un héroe a repartir el
correo, como si sólo hubiese escrito
un punto y seguido. ¡Mejor, una
coma! Llamaré a todas las puertas.
¡Ding dong! Los perros moverán el
rabo a mi lado con la lengua fuera.
¡Buenos días, señora! ¡Carta de su
marido! ¡Pronto regresará a casa!
Está ayudando a tapar las trincheras
y los cráteres de las bombas ahora
que la guerra ha terminado. No se
preocupe usted, es cosa de unos días.
No está herido ni nada. Es cosa del
armisticio, de la paz que todo lo
resuelve. En la carta se lo explica
todo. No es que la haya leído, es que
recogí las cartas en mano y ellos me
contaban lo que habían escrito con
lágrimas de felicidad en los ojos y
muertos de ganas de abrazar a los
suyos y como no quiero que se
alarme usted, por eso se lo cuento.
Los demás me mirarán
anhelando que llame a sus puertas.
¡Que viene Jean, el cartero! ¡Mamá,
que Papá vuelve a casa, que el
cartero está en la puerta! ¡El cartero!
¡Jean, el cartero!”
Jean se buscó la carta y sacó el
tabaco. Encendió un cigarrillo. La
lluvia caía ahora con suavidad y
algún rayo de sol despistado se
dejaba ver fugazmente entre las
nubes. Uno de los rayos incidía en la
bota derecha de Jean y él ponía y
quitaba el pie. Se asomó por debajo
de la lona. Cerró los ojos al sentir
las gotas de agua fresca en la cara.
La escondió para echar una calada.
Un hilillo de humo salía por su nariz.
“Bernard, ¿tú crees en los
ángeles?. Yo sí, yo creo que existen.
Viven en el cielo, sobre esponjosas
nubes. Tienen alas y sexo. No creas a
los que dicen que no. Es más, no te
fíes de quienes lo dicen. No son
buena gente. ¿Cómo no van a tener
sexo? Si no lo tuvieran, no podrían
ser tan buenos, estarían jodidos y les
dolería el vientre constantemente.
¡Imagínate, toda la eternidad sin
poder echar un polvo! ¡Imposible!
“Sí, yo creo que sí existen, sólo
que ahora no pueden bajar, no
mientras estemos en guerra. La
guerra supera incluso a los ángeles y
al mismísimo Dios si me apuras. Si
no es así, dime como es posible que
cuatro soldados entren en una
pequeña granja, maten a los pocos
animales que les quedan a los dos
abuelos que en ella se esconden, les
degüellen y violen a su nieta de siete
años entre carcajadas y escupitajos.
No es sólo un rumor, me lo contó el
sargento. Abrieron una investigación
y les enviaron a un pelotón de
castigo. Ahora mismo deben de estar
echando un cigarrillo en cualquier
trinchera bajo una lona aplastada por
esta lluvia incansable. Exactamente,
como tú y como yo.
“Yo tengo una niña de ocho
años. Es un ángel. Si algo así le
ocurriera, no sé lo que haría. Creo
que no podría hacer nada porque me
volvería loco. Eso no lo puede
soportar ningún padre. ¿Sabes qué es
lo más atroz de todo? Pues que
alguno de esos canallas también será
padre. ¿Te imaginas? Volverá a casa
y estrechará a su hija entre los brazos
y estoy seguro de que ni se acordará
de la criatura reventada que
arrojaron a un hoyo. ¡Joder, Bernard!
¡Qué monstruo es el hombre! ¡Y
encima, eran de los nuestros!”
Apuró el cigarrillo.
“¿Dónde estaba el ángel de la
guarda de esa niña? ¡Te lo dije, no
pueden trabajar en medio de una
guerra! ¿Y el de mi niña? Espero que
no le acobarde esta puñetera locura
de hombres. Será varón para echarle
un par de huevos y cuidar de mi niña.
Echo de menos a mi niña. ¡Dios,
cuánto la echo de menos!”
Jean lloraba cuando oyó un
chapoteo por su derecha. Era el
comandante. Fue a ponerse en pie
pero el superior se lo impidió con un
gesto. Se metió bajo la lona.
-¡Bravo, muchachos! ¡La moral
alta! ¡Esto es sólo un chapuzón!
¿Todo bien? ¡Así, me gusta! ¡Bravo,
muchachos! ¡Alegres de espíritu!
¡Coraje! ¡Valor! ¡Estos son mis
muchachos!”
Dio una palmada en el hombro
a Bernard, que no dejaba de
sonreírle, y continuó hasta la
siguiente lona.
“Lleva la cabeza demasiado
alta. Se la van a volar. ¡Eh, Bernard!
¿Te has fijado en el comandante? Se
parece a Buster Keaton, el actor.
¿Sabes quién te digo? A la gente le
gusta y se ríen con sus películas. A
mí no me hace gracia. Si tienes
oportunidad, fíjate en Buster Keaton,
mírale a los ojos. Son unos ojos muy
tristes. Ese tío hace reír, pero no es
nada feliz. Jamás he visto una mirada
más triste. La gente se desternilla con
lo que le sucede, pero siempre son
golpes o malentendidos o le
persiguen los policías o los novios
de las chicas de las que se enamora.
Todo lo que le pasa es triste y la
gente se ríe. ¿Es que nadie mira a los
ojos? ¡Qué van a mirar! Están
demasiado ocupados riéndose de los
trompazos que se pega y de lo
moradas que las pasa como para
apreciar que Keaton se siente triste.
Nadie mira a los ojos, Bernard. Nos
da miedo porque veríamos lo
infelices que se sienten los demás y
eso nos obligaría a hacer algo por
ellos. Si miráramos a los ojos de los
demás, nos veríamos en ellos y
seríamos conscientes de nuestra
desdicha. ¡Por Dios, Bernard! ¿No
ves que estamos en guerra?
“¡Bernard, Bernard! ¿Cómo
hemos llegado hasta aquí?”
Bernard le miraba con la misma
mueca en su boca y sus extraviados
ojos. Volvía a llover con fuerza.
BATALLÓN DE
CASTIGO

« Yo no debía estar allí. Mea


culpa. Mea culpa. Yo no hice nada.
Fueron ellos y ahora voy a morir.
Todo acabó y yo no hice nada. Sólo
estaba con ellos ».
Pierre se apretaba el casco
contra la cabeza. No tenía con qué
ocupar las manos. Ni siquiera tenía
un arma, sólo un abrelatas. Tendría
que conseguir una lo antes posible si
quería tener alguna posibilidad de
sobrevivir.
-¿Qué murmuras? –le preguntó
molesto Adrien.
-¡Vete a la mierda! ¡Yo no
debería estar aquí! ¡Debería haberos
pegado un tiro allí mismo!
-Pero no lo hiciste.
Pierre se sumió de nuevo en el
silencio, el mismo silencio que le
esperaba más allá de la trinchera
mientras el sol le mostraba poco a
poco la trampa de barro que les
deparaba. Intentó no cerrar los ojos
porque cada vez que lo hacía veía el
rostro de la niña y le provocaba
escalofríos, pero no pudo evitarlo.
Los ojos de la pequeña volvieron a
mirarle como el cristal mojado,
inertes.
Comenzó a darse manotazos en
el casco.
“Yo no debo estar aquí. Voy a
morir y no quiero morir. No quiero
morir”
Adrien portaba su fusil, pero
no tenía munición. Miró a su derecha,
a Jean, que miraba fijamente al
frente, a la pared de la trinchera a
unos centímetros de su cara.
Apretaba las mandíbulas
rítmicamente. Todo en él era rabia.
-¡Jean! –llamó Adrien.
El otro se volvió sin hablar.
-Tú tienes una bala, ¿no es
cierto? –preguntó, pero Jean
guardaba silencio -¡Dámela! Le pego
un tiro al sargento y nos largamos de
aquí. Aquí no pintamos nada y nos
van a agujerear el trasero. Quiero
largarme, ¿eh, qué dices?
Jean seguía mirándole pero
parecía no verle con sus ojos azules,
helados, como puñales en su rostro
moreno.
-¿Qué pasa? –continuó el otro -
¿No te fías de mí? ¿Crees que quiero
la bala para luchar, para matar a un
cabeza-cuadrada antes de que me
liquide él? ¿Es eso? ¡Pues pégale el
tiro tú! A mí qué más me da.
Pégaselo tú. En cuanto le veas, ¿Eh,
qué dices?
Jean volvió a mirar su trozo de
pared frente a los ojos.
-¡Maldita sea! ¡Atajo de
cobardes! – farfulló Adrien
apretando su fusil descargado -
¡Malditos cobardes de mierda!
“No sé de qué se queja. Al
menos él tiene un arma. Y con
bayoneta. Yo no tengo nada. Un
abrelatas. Es de risa. Para llorar.
Soldados franceses armados con
abrelatas. Pero son buenos estos
abrelatas. Aunque voy a morir de
todos modos. Voy a morir”
Adrien seguía maldiciendo y
Jean concentrado en la pared. Pierre
no soltaba su casco. Escucharon
como a sus espaldas se montaba la
ametralladora, cargaban la munición
y esperaban. Pierre la miró, vio su
boca negra.
“Te pondrás roja como el
fuego. Nos enviarás a la muerte,
como nosotros a la pequeña y sus
abuelos. ¡Malditos animales! ¿Por
qué no apuntáis a los alemanes con
ella? Somos compatriotas, luchamos
del mismo bando. ¿Qué teméis? ¿Qué
nos demos la vuelta y huyamos? Sí,
hacéis bien en apostaros ahí. A la
primera oportunidad, escaparemos
aunque tengamos que mataros para
hacerlo, aunque llevéis uniforme
francés. Eso sí, no creo que os guste
vuestro trabajo, o tal vez sí. Supongo
que es mejor disparar contra
criminales y asesinos por muy
franceses que sean que enfrentarse a
los alemanes. Me cambiaría por
vosotros”.
Apareció el sargento lanzando
improperios. Empuñaba su revólver.
Sus pasos eran plomizos, sus ojos de
fuego y las venas de su cuello
parecían ir a explotar.
“Si le quitara el silbato, no
podría ordenar el ataque. Si no puede
pitar, no podemos atacar. Y no
moriré. Si se lo traga, me salvo.
¡Trágatelo! Y no moriré”.
-¡Sargento! ¡Sargento! Se
arrojó a sus pies Pierre cuando
pasaba el sargento a su lado.
El sargento se revolvió con
rapidez. Con los ojos inyectados en
sangre apuntaba a Pierre en la frente
resoplando y miraba desconfiado a
los otros. Pierre, de rodillas,
imploraba.
-Sargento, yo no debo estar
aquí. Yo no hice nada, usted lo sabe.
¡Soy inocente!.
-¿Y tú qué miras? –espetó el
sargento a Adrien que le miraba a los
ojos - ¡Vista al frente! ¡Todo el
mundo vista al frente, atajo de
criminales! ¡Vista al frente o juro por
mi madre que os mato aquí mismo!
-¡Sargento! ¡Por favor! –
lloraba Pierre.
-¡Arriba! ¡Escoria! ¡Arriba! –le
gritaba dándole patadas y a patadas
lo llevó hasta su posición.
-¡Atended, pandilla de
delincuentes! -bramó el suboficial –
¡Sólo tenéis una salida y es
conquistar la trinchera de ahí
enfrente y después la siguiente hasta
que os ganéis el perdón o la muerte.
Por mi madre que yo prefiero que os
maten a todos y por mi madre que os
pego un tiro si alguien vuelve aunque
sólo sea la cara!
Los soldados apretaban los
dientes al escucharle, pero sabían
que decía la verdad. Ya había
matado a otros. Bastaba darse la
vuelta y le pegaba un tiro al que lo
hiciera. Su única salida era ir hacia
delante, conseguir lo antes posible un
arma y luchar hasta que no hubiese
más trincheras que conquistar o hasta
que la guerra terminase, si no les
habían matado antes los alemanes.
Formaban parte de un batallón
disciplinario. Eran carne de cañón.
Todos habían sido condenados a
combatir en él después de ser
juzgados en consejo de guerra por la
comisión de delitos o actos
deshonrosos contra el ejército. Era la
opción que elegían para evitar la
prisión o la horca. Era su única
posibilidad.
Lanzaron bengalas. Se
empezaron a oír los silbatos. El
sargento soplaba el suyo entregando
el alma en ello, parando para gritar a
los soldados, insultándoles,
animándoles. Los soldados subían
por las escaleras de madera y una
vez fuera de la trinchera corrían
hacia delante como poseídos por
demonios, gritando, sujetándose los
cascos, con el cuerpo ligeramente
encorvado, cayéndose, volviéndose a
levantar.
El sargento obligó a todos a
salir de la trinchera. Un soldado se
había quedado acurrucado,
tembloroso, petrificado, apestando a
sus propias heces. Recibió gritos,
insultos, patadas, puñetazos,
culatazos de revólver, pero el
soldado era como un saco pesado e
inerte que cayó de costado sin
siquiera cubrirse de los golpes,
gimiendo como un perro
aterrorizado. Allí mismo le pegó el
sargento un tiro en la cabeza, le
escupió y después salió de la
trinchera soplando su silbato.
“Me van a matar. Me van a
matar”
Pierre corría y corría. Los
alemanes aguantaron disciplinados a
que la distancia fuese la adecuada
para no errar sus disparos y
comenzaron a tabletear las
ametralladoras. Los soldados
franceses caían segados por las balas
que les reventaban cabezas y pechos.
Los más afortunados eran heridos
pero todos los que caían y que
portaban un arma eran
inmediatamente despojados de ellas
por otros atacantes. Las opciones se
reducían a llegar a la trinchera
alemana y combatir a cuchillo o
morir. Y la mayoría morían.
Pierre cayó en un hoyo de
cabeza. Apretaba en su mano derecha
el abrelatas. Temblaba y le
castañeteaban los dientes. El fondo
del cráter era un charco nauseabundo
y el barro succionaba con fuerza. En
el mismo hoyo Adrien y Jean
recuperaban el aliento recostados de
espaldas. Adrien estaba
completamente manchado de barro y
sangre y se palpaba nervioso en
busca de heridas. Jean intentaba
calar una bayoneta en su fusil pero el
enganche había sido deformado por
los golpes y no lo conseguía.
-¡Joder! –exclamó arrojando la
bayoneta que se caló en el barro a
escasos centímetros de Pierre.
-¡Animal! ¡Ten cuidado! -Le
recriminó Pierre pero Jean no dijo
nada, se acercó a él agachado sin
dejar de mirarle a los ojos. Pierre se
acurrucó al verle venir y Jean, a su
lado, echándole el aliento, se limitó a
liberar la bayoneta del barro, la
empuñó frente a la cara del otro y
volvió a su lado del cráter. Se colgó
el fusil, que aún conservaba su única
bala.
-¿Qué hacéis aquí? –preguntó
Pierre y enseguida apreció lo
estúpido de su pregunta.
Nadie pareció oírle. El fragor
de la batalla era ensordecedor y de
vez en cuando debían recogerse bajo
sus cascos cuando los restos de una
explosión caían sobre ellos. Pierre
se arrojó junto a sus compañeros.
-¿Qué? ¿No seguís?
-No, que vengan aquí esos
cabeza-cuadrada –contestó Adrien.
-No podéis retroceder.
-Pues aquí nos quedamos.
Pero Jean ya reptaba por el
hoyo y se arrastraba fuera de la
trinchera.
-¡Mamón! ¡Vuelve! –gritó
Adrien y le imitó.
Pierre titubeó pero acabó
saliendo tras ellos.
Los tres avanzaban a rastras
entre los escombros, el barro y los
cuerpos de los caídos. Por encima de
ellos, las balas barrían en busca de
cuerpos blandos. Cayeron en un
nuevo hoyo según llegaron. A unos
veinticinco metros más allá, una
ametralladora alemana convertía
cualquier avance en una muerte
cierta. Frente a ella se amontonaban
cadáveres franceses. Desde donde
estaban podían ver el fuego que salía
de su boca.
-Esa ametralladora está
haciendo una carnicería. O acabamos
con ella o nos matará a todos –
sentenció Adrien.
-¿Y cómo pretendes que nos
acerquemos? ¿Acaso has conseguido
un arma? –le recriminó Pierre y
después agachó la mirada cuando el
otro le fulminó con la suya. Miró
fijamente hacia su mano derecha, que
empuñaba el abrelatas. Ya había
visto antes esa mirada. El nefasto día
en que los tres eran la patrulla de
reconocimiento y acabaron en una
destartalada granja que mal
mantenían una pareja de ancianos.
Sus estómagos crujieron con
crueldad cuando vieron las dos
gallinas, sucias y flacas, picotear en
el suelo. El viejo les hizo frente
defendiendo lo suyo con una
escopeta aún más vieja que él que no
tuvo oportunidad de disparar. Adrien
le lanzó su cuchillo como el que
juega a los dardos en el bar, sin
titubeos. Tenía la misma mirada que
veía Pierre ahora en la trinchera.
Jean no dijo nada, entró en la casa y
cuando los otros entraron tras él la
vieja ya estaba en el suelo. La había
golpeado en la cara. Un puñetazo
bastó. Se abalanzaron sobre lo que se
podía comer como bestias
desesperadas. Saquearon y se
guardaron lo que no pudieron ingerir.
Se rieron y eructaron satisfechos
hasta que Pierre escuchó un ruido.
“Fue culpa mía. Y voy a pagar
por ello”
-Yo me quedo aquí a esperar al
sargento –afirmó Adrien.
Jean, sin embargo, no terminó
de escucharle y se volvió a arrastrar
como una serpiente fuera del agujero.
Lo hacía lentamente, camuflado en el
barro. Escucharon gritos en alemán.
Un suboficial vociferaba órdenes a
los soldados que manejaban la
ametralladora. Perdieron de vista a
Jean hasta que le vieron abalanzarse
sobre el alemán que gritaba y
clavarle la bayoneta por debajo de la
mandíbula, aunque el suboficial se
resistía a morir sin luchar. Los de la
ametralladora seguían disparando
ajenos a la pelea.
Adrien cometió el error de
imitar a su compañero y se levantó
más de lo aconsejable. Una ráfaga le
dio de lleno en la cabeza. La mitad
superior fue arrancada de cuajo y el
cadáver cayó sobre Pierre que gritó
horrorizado hipnotizado por los ojos
desencajados del muerto. Se sacudió
el cuerpo a patadas sin dejar de
gritar mientras los alemanes batían el
cráter. Las balas le rondaban y caían
sobre él miserias y escoria. Una bala
llegó a golpearle en el casco y le
lanzó hacia atrás. Él se clavó contra
el suelo y trató de enterrarse con las
manos desesperadamente hasta que
cesaron los disparos. Hundido
bocabajo, rezó mil oraciones.
“Mea culpa. Mea culpa. Si no
hubiese escuchado aquel ruido, no
habríamos buscado en la casa, no
habríamos descubierto a la niña y no
habría vuelto a ver aquella horrible
mirada en los ojos de Adrien. ¡Dios!
¡Dios! ¡Perdóname! ¡Perdóname!
Mea culpa. Mea culpa”.
Jean continuaba forcejeando
con el alemán pero las fuerzas de
éste se agotaban y la hoja acabó
penetrado más y más hasta que
atravesó la boca y se clavó en el
cerebro. Los ojos del suboficial se
abrieron desmesuradamente y un
estertor de sangre arrastró lo poco de
vida que le quedaba. Sin embargo, el
alemán que alimentaba la
ametralladora le había descubierto y
se lanzó contra él mientras su
compañero gastaba la cinta cargada
en el arma.
Jean trató de disparar la bala
de su fusil y lo consiguió pero el
disparo erró. El alemán se le echó
encima y ambos se revolcaron como
animales salvajes. El francés no tenía
arma, se quedó calvada en el cadáver
el enemigo. Se retorcieron,
mordieron. Un cabezazo oportuno de
Jean aturdió al alemán, giraron y el
francés quedó encima. Su fuerza y su
peso fueron suficientes para doblegar
la mano del alemán que empuñaba el
cuchillo y se lo clavó en el pecho
más y más hondo hasta que no pudo
clavarla más. El alemán movía la
boca como un pez que muerde el aire
fuera del agua.
Se sentó a horcajadas sobre el
cuerpo jadeando y un disparo de fusil
le atravesó el pecho. Quedó inerte
sobre el cuerpo del alemán que
acababa de matar, como un abrazo,
sin el aliento suficiente para volverse
y ver como el soldado que antes
disparaba la ametralladora le
acababa de disparar.
Pierre corrió hacia la trinchera.
El soldado alemán apenas tuvo
tiempo de reaccionar porque Pierre
se le echaba encima gritando
enloquecido. Le clavó el abrelatas en
el pecho tantas veces que ya no
penetraba en la herida sino que
agrandaba el destrozo. Jadeó
apoyado en brazos y piernas sobre el
alemán muerto. De su cara
chorreaban babas y sangre salpicada.
El sargento francés llegó por
detrás con su revólver en la mano.
Ordenaba reagruparse pero apenas
encontraba soldados en condiciones
de obedecerle. Los pocos que
quedaban se derrumbaban exhaustos
en la trinchera tomada.
Pierre observaba al sargento
fijamente. Respiraba con dificultad y
no le quedaban fuerzas para moverse.
Por eso, apenas reaccionó, un leve
respingo, cuando fue testigo de cómo
un soldado francés del batallón se
acercaba por detrás al sargento, le
agarraba de la cabeza y le degollaba.
Otros soldados se acercaron y
comenzaron a clavar sus bayonetas
en el agonizante suboficial. Después,
se olvidaron de su maltrecho
cadáver.
Al cabo de unos minutos,
Pierre se acercó al cuerpo mutilado.
Enterrado entre barro y sangre estaba
el silbato. Trató de limpiarlo y de
silbar. No funcionaba. Lo arrojó a un
lado, donde asomaba la culata del
revólver. Miró a su alrededor con
precaución, sacó el arma del barro y
lo guardó dentro de sus pantalones.
Se levantó para sentarse junto a la
ametralladora.
Pronto vendrían a reagruparles
y a recomponer el batallón con otros
condenados. Quizá le perdonaran la
pena reconociendo la conquista de la
ametralladora enemiga. Sonrió
satisfecho palpando su revólver.
Miró hacia el cielo y abrió la boca.
Comenzaba a nevar aunque el cielo
era azul y limpio.
EL CANTO DE
LOS ÁNGELES

Podía escuchar claramente el


canto de los ángeles. Desde lo más
alto de los cielos, sólo para mí. Entre
las nubes blancas y las negras y
malolientes columnas de humo del
frente de batalla de esta
inconquistable plaza de Verdún.
Sí, escuchaba un hermoso
canto, que sólo podría provenir de
los mismísimos ángeles, acompañado
por el llanto de la flauta y el redoble
del tambor. Pero, aunque era como
un llanto, no era triste de tan hermoso
que era. A veces, incluso podía ver
entre los claros azules sus claros
rostros, cantando sólo para mí. Me
miraban con sus ojos brillantes y me
sonreían. Oía el canto de los ángeles.
Desde que sentí el aguijón en el
estómago, que el disparo no pude
verlo venir, no podía dejar de mirar
el cielo. No notaba mi boca abierta
babeando ni como tiraban de mí, de
mis ropas y correas. ¿Dónde estaría
mi fusil? Había perdido mi arma y
me formarían un consejo de guerra.
Sería fusilado por mal soldado. Y
eso que estaba limpia. Mi arma
siempre estaba limpia. Era mi deber
de soldado.
Pero ahora no sentía. No sentía
nada. Tampoco oía a mi hermano
Otto que gritaba mi nombre mientras
me sacudía por los hombros para
hacerme reaccionar. Veía su
congestionado rostro, idéntico al
mío, haciendo gestos con la boca
desesperada. Quizá, todavía no
hubiese reparado en los disparos
recibidos en mi abdomen. O tal vez
sí, que me palpaba las ropas y por
eso gritaba con los ojos.
No sentía dolor. No sentía
como manaba mi sangre de la herida.
No escuchaba a Otto que me
arrastraba jadeando de cráter en
cráter, agachado, con su cara cerca
de la mía. Se le cayó el casco y no
paró a recogerlo. No se podía estar
sin casco si se carga contra una
ametralladora francesa y menos si
caen obuses de mortero. A él también
le formarían consejo de guerra.
Entramos juntos en el ejército y nos
fusilarían juntos. Él entró sólo para
protegerme aunque nunca quiso
reconocerlo. Él zanjaba mis peleas
en las calles de Hamburgo desde que
éramos unos críos y me curaba las
heridas antes de que las viera nuestra
madre. Cuidaba de mí. Era mi
hermano, mi gemelo, mi retrato, y
prometió llevarme de vuelta a casa.
Pero yo, ahora, sólo escuchaba el
canto de los ángeles, la flauta y el
tambor.
No supe que caía a un agujero
bajo el cuerpo de Otto, que me
protegía de las piedras, metrallas y
restos humanos que nos llovían, a
pesar de revolcarnos por el barro
ensangrentado, sobre un sargento
francés decapitado y una bandera
rasgada irreconocible. Otto
maldecía.
Yo veía a Ingrid, mi querida
Ingrid, llamándome con los brazos
abiertos, con su vestido azul y su
pelo al viento. Me abrazaba. Me
besaba los labios y yo tocaba su pelo
al viento azul de su vestido. Pero era
irreal, Ingrid no podía estar allí. Ella
murió cuando bombardearon
Hamburgo. No pude estar con ella y
murió sola. Mi pequeña Ingrid. Sola.
Otro tirón, pero no me di cuenta
de que a cuestas me llevaba Otto de
nuevo, intentando sacarme de aquel
infierno y resbalaba y gruñía. ¿Quién
desencadenó esta vez el ataque?
¿Fueron ellos o fuimos nosotros?
¿Quiénes habrían de ganar esta vez la
trinchera para perderla mañana? Son
bravos estos franceses, sí que lo son.
Los obuses caían cerca, a
nuestro lado, detrás de nosotros,
delante, destrozando amasijos de
hierro y carne, ahondando aún más
los cráteres. Olía a carne quemada.
Los compañeros corrían
desesperados buscando escapar de
los dedos de la muerte, pero yo no
los veía. Querría decirles que contra
los obuses de mortero no hay
trinchera que pueda salvarte. Y esas
malditas ametralladoras que son
como guadañas de fuego. Tampoco
veía la sudorosa espalda de Otto, ni
mi propia mano que colgaba
chorreando de sangre. Porque sólo
veía a mi madre mesándome los
cabellos. El tacto de sus manos,
cálido, siempre cálido. Y su beso en
la frente. No sentía nada. Ni el frío
que me invadía y me hacía tiritar. Un
pesado sueño me cerraba los ojos sin
dejar nunca de escuchar el canto de
los ángeles.
Tampoco vi a Otto caer de
nuevo. Y yo con él y golpearme
todos los huesos. Ni le vi inmóvil en
aquella postura extraña, con la
cabeza retorcida hacia un lado y los
brazos bajo el cuerpo. Me recordó a
la muerte. No le vi a mi lado
mirándome. No quise verle porque su
gesto triste me pedía perdón por no
haberme protegido esta vez. Su gesto
triste estaba asustado. Otto estaba
muerto pero antes de morir había
llorado. Su pecoso rostro sucio de
tierra y sangre estaba surcado por el
miedo y las lágrimas. Me pedía
perdón. Adiós, Otto, hermano.
El llanto de la flauta y el golpe
del tambor.
Pero yo no sentía nada a pesar
de que hacía más y más frío, de que
el bombardeo no cesaba y de que no
cesaba la sangre de manar. No sentía
nada y me veía retorcido en un hoyo
junto a mi hermano Otto muerto,
elevándome despacio, alejándome de
él, de mi propio cuerpo porque se me
iba la vida aunque yo no lo supiera.
Aunque los dos soldados, Otto y yo,
yaciéramos enterrados cada vez más
abajo porque mi alma subía
siguiendo el llanto de la flauta.
No supe que veía el campo de
batalla de Verdún en toda su
desolación, las ruinas, los soldados
que luchaban y corrían y caían y
morían, las columnas de humo y las
ráfagas de ametralladora insultando a
la vida porque lo más hermoso era el
canto de los ángeles, que oía cada
vez más cerca, más alto, más claro.
No sentía que mi juventud ya no
existía. Que ahora no sería más que
un saco cerrado con mi cuerpo
muerto y destruido dentro, si
permitían que los sanitarios
recogieran los cuerpos sin que los
francotiradores les convirtiesen en
otros cuerpos.
La tierra se convirtió en una
mancha parda y lejana, sucia, porque
me acogían las nubes e Ingrid y mi
madre estaban allí arriba. Porque ya
no estaba vivo y el canto de los
ángeles era sólo para mí y lo escuché
sonriendo. Con la cara sucia y mi
herida mortal cerrada. Sólo para mí.
En verdad que los ángeles
tienen la mirada brillante y sonríen.
Era capaz de sentirlo. Lo sentía y lo
veía. Sonreían sólo para mí, aunque
yo llorara. Me consolaban con su
flauta y con su mirada brillante.
Yo lloraba pero Otto me cogió
de la mano y al volverme, le miré.
Otto ya no tenía miedo. Supe que
había llorado pero ahora no. Estaba
contento porque había cumplido su
promesa y me había devuelto a casa.
El también escuchaba el canto de los
ángeles, me dijo y yo le pedí perdón.
LA HISTORIA DE JEAN

Finalista en el V Premio
Hontanar de Narrativa breve,
otorgado por Editorial Hontanar en
marzo de 2006.

Le despertaron los gritos que le


llamaban. Unos sonaban más lejanos
que otros, como ecos jugando a
entonar voces distintas. No eran
parte del sueño de Jean, pero muy
bien podrían serlo, que los sueños,
ya se sabe, confunden.
-¡Jean! ¡Jean!
Intentó abrir los ojos y le
deslumbró la claridad. Se los tapó
con las manos y se le pegaron en la
cara pajitas de heno por culpa de
unos churretes de mierda que, sin
darse cuenta, esparcía por la piel y
por el pelo. Arrugó la nariz,
asqueado.
-¡Jean! ¡Jean!
Escuchaba su nombre cada vez
más fuerte y cercano. Se sentó, se vio
desnudo sobre el heno. Delante de él
una vaca enflaquecida rumiaba su
escaso desayuno sin dejar de mirarle
con sus ojos grandes y negros. Le
asustó una paloma que batió sus alas
en lo alto del granero, pero aún más
le asustó la voz que, aprovechando
que miraba hacia arriba, gritó a su
lado.
-¡Está aquí!
Vio a su hermano en la puerta
del granero, con medio cuerpo
dentro, medio cuerpo fuera.
-¡Está aquí! –repetía cada vez
más bajo, sin necesidad de gritar.
Después, se volvió hacia Jean-. Te la
has cargado otra vez, Jean. ¡No
escarmientas! ¡Y otra vez lleno de
mierda! Ya verás cuando te vea
Padre.
Jean se miró. Estaba sucio, con
el heno pegado por todo el cuerpo.
Había intentado limpiarse los
excrementos con la paja pero el
resultado fue mucho peor. Las ropas,
tiradas a su lado, estaban aún más
sucias. La camisa blanca, los
pantalones cortos y las sandalias,
todo estaba manchado de mierda.
-¡Apestas! –exclamó Roland, su
hermano - ¡Qué asco das! ¡Estás
enfermo! ¡Qué vicio tienes con la
mierda! ¿No te la comerás? Vamos,
sal ya de ahí, que te esperan fuera.
Jean se levantó. Se puso la
camisa sucia, se calzó los pantalones
cortos y las sandalias, ajeno a la
suciedad, acostumbrado en cierto
modo a ella. Había comenzado a
llorar, vaticinando lo que le
esperaba, pero en silencio, como
siempre.
Cuando ambos hermanos salían
del granero, los demás llegaban. El
que más cerca estaba era su padre,
que miró a su hijo pequeño de arriba
abajo, con cara de enfado y de asco.
Jean se le acercaba lentamente y
agachaba la cabeza, sujetándose una
mano con la otra, pero no pudo evitar
el inevitable guantazo. La cabeza le
giró con brusquedad y la cara le
ardió en el acto. Su padre gruñó al
ver su mano manchada de mierda.
-¡Mierda! –gritó y levantó otra
vez la mano, pero la muleta derecha
se le cayó al suelo. Roland se lanzó a
por ella y se la dio manteniendo una
prudente distancia - ¡Trae acá!
El padre se miró la mano
ensuciada y fulminó a su hijo
pequeño con la mirada. Después, se
limpió la mano en los pantalones.
-¡Puerca miseria! –exclamó
dándole la espalda.
La madre llegó corriendo con
otras mujeres, todas vestidas de
negro y con pañuelos en la cabeza, a
pesar del calor implacable. Se comió
a besos a su hijo, sin importarle la
suciedad.
-¡Jean! ¡Jean! ¡Mi pequeño!
¿Dónde has estado toda la noche?
¡Mírate! Pero, ¿qué te ha pasado?
¡Mi pequeño! ¡Mi pequeño Jean!
Los hombres, pocos, demasiado
mayores o demasiado lisiados para
combatir, que habían participado en
la búsqueda del niño se dispersaban
de camino a sus quehaceres. Las
mujeres, algunas habían iniciado el
regreso y otras permanecían junto a
la madre de Jean, compadeciendo la
mala suerte del pequeño de ocho
años que día sí y día también
desaparecía para ser encontrado
rebozado en excrementos. Y
compadecían a la madre de Jean que
no conseguía saber qué era lo que le
pasaba a su hijito, que no había
pronunciado palabra desde los cuatro
años, desde el día que se escapó por
primera vez.
Ahora, Jean caminaba de la
mano de su madre, apestando,
avergonzado, pero un poco más
seguro y protegido. Cerca de la
puerta de su casa, dos soldados
alemanes se fumaban un cigarrillo a
medias en la sombra, descansando
unos minutos de su patrulla.
Sonrieron cuando Jean pasó a su lado
y el niño miró al suelo. No vio sus
rostros sino sus lustrosas botas
negras y sus propias sandalias sucias
de mierda y polvo del camino. Se
sintió profundamente triste. La madre
cruzó ante los soldados como si no
existiesen o, todo lo más, fuesen dos
lagartijas que se aferraban a la pared
en busca de algún insecto que
comerse. Sin embargo, un instante
después no pudo evitar pensar que
los pobres debían estar cociéndose
de calor bajo esos cascos de hierro y
que, con gusto, les habría sacado dos
vasos de agua fresca si no fuese
porque la última vez, que fue la
primera, que lo hizo, su marido le
soltó una bofetada que le marcó la
cara durante tres días.
-¡Eso, mujer –le recriminó él -,
da de beber a quién mutiló a tu
marido y mata a nuestra gente!
Sin dejar de darle caricias y
regalarle palabras cariñosas, su
madre le lavó de pies a cabeza. Se
oía al padre refunfuñar desde la
habitación de al lado, al considerar
que se estaba criando a una niña en
lugar de a un varón, pero la madre no
le hacía caso y sonreía a su pequeño.
-Mi Jean es especial, ¿verdad,
Jean? -le susurraba mientras le
peinaba con delicadeza -. No es una
niña sino un niño muy valiente. Y
ahora pasará la mañana en la
escuela.
Los grandes ojos de color
avellana de Jean se agrandaron un
poco más si cabe.
-Yo misma te llevaré.
Y ella misma le llevó. Por el
camino se cruzaron con más soldados
alemanes, que custodiaban el pueblo
ocupado a orillas del río Verdun,
entre ellos, Dieter, un cabo que
pretendía hablar francés para, como
él decía, leer las obras de Rouseau.
Lo conseguía malamente, pero era un
hombre de voluntad.
-¡Eh, Jean! –le gritó el cabo -
¡Escapado otra vez!
Jean, por supuesto, no le
contestó, pero, como siempre, se
quedó mirando ensimismado la cruz
de hierro que el alemán lucía en el
cuello. Su madre le introdujo en la
única aula de la humilde escuela,
después de unos golpecitos en la
puerta. Niños de todas las edades y
el profesor, un anciano de canoso
mostacho y ojos derrotados, se le
quedaron mirando.
La mirada de la madre parecía
decir “aquí os lo traigo. Échenme una
mano para que no se vuelva a
escapar” y el maestro, como si
hubiese leído su pensamiento, que no
fue el caso, se encogió de hombros,
cogió a Jean de uno de los suyos y lo
condujo hasta su pupitre, al fondo de
la clase. Los demás niños le seguían
atentamente con la mirada.
Dio la mujer las gracias al
maestro y, después de echarle un
último y tierno vistazo, abandonó a
Jean a su suerte. El pequeño miró por
lo bajo a sus compañeros que
todavía mantenían la vista fija en él,
con la impertinencia propia de los
menores descarados, y pudo ver
como algunos, los más mayores,
osados y crueles, vocalizaban son
emitir ruido la palabra
“comemierda”. El profesor reclamó
la atención de sus pupilos con un
golpe de regla sobre su mesa.
Las dos horas posteriores
fueron para Jean un infierno que
anticipaba el infierno posterior.
Cruzó los brazos, apoyó la barbilla
entre las manos y esperó lo
inevitable.
Lo inevitable era el final de la
clase. Lo inevitable era que todos los
niños, salvo Jean, salieran corriendo,
gritando, atropellando, formando un
tremendo alboroto a pesar de los
intentos del maestro por poner un
poco de orden en aquella infantil
desbandada. Lo inevitable era que el
profesor, cuando la tropelía había
abandonado la cuna de su educación,
o sala de suplicios según se estuviera
sobre la tarima de madera o frente a
ella, reparara en que Jean seguía
sentado en su pupitre y le instara a
salir de forma más o menos amable
agarrándole del brazo. Lo inevitable
era que los niños aguardaran a que
Jean saliese. Lo inevitable era que le
estaban aguardando.
Uno de los niños mayores, con
el pelo enmarañado y la cara llena de
churretes del desayuno sin limpiar,
entre las numerosas pecas, le aferró
por la pechera de la camisa y tiró de
él hacia la parte trasera de la
escuela. Los demás niños
revoloteaban a su alrededor. De
cuando en cuando, arreaban a Jean un
pescozón en la cabeza. Al pequeño
apenas le quedaban ánimos para
sujetar las manos que tiraban de su
camisa y poner ojos de animal que
presiente su inminente degüello.
El callejón estaba sucio.
Espantaron a una familia de ocas mal
encaradas a pedradas y se liaron a
patadas con las estúpidas gallinas
que escarbaban en el suelo. Una
pequeña gallina negra se resistió a
abandonar los huevos que empollada,
la agarraron por el gaznate y la
lanzaron por el aire, arrancándole
plumas y estremecedores cacareos.
La visión de los cuatro huevos
provocó en los niños perversas ideas
para unir y complementar a las que
ya traían.
Empujaron a Jean al suelo y le
revolcaron con patadas y
empellones. Con palos pincharon los
excrementos de las aves y hacían
puntería en su cuerpo. Cuando
acertaban en la cabeza, se elevaban
vítores hacia el que demostraba tener
tanta puntería. Hasta que se cambió
de tortura. Los lanzamientos de
mierda ya no motivaban lo suficiente.
Jean debía hacer honor a su apodo.
-¡Comemierda! ¡Comemierda!
Le sujetaron entre varios. Otro
consiguió una maceta vieja y sucia de
barro. Vertieron en ella las mierdas
que recogieron con los palos,
cascaron los huevos en ella y
batieron el untuoso y maloliente
contenido. Jean comenzó a debatirse
con fuerza, en silencio, pero las
tenazas sobre su cuerpo se tensaron.
Le tiraron del pelo hacia atrás y de la
mandíbula hacia abajo, arañándole la
cara. Situaron la maceta sobre su
boca y volcaron con deleitosa
lentitud el apestoso ungüento, que le
entró por la boca, por la nariz y
manchó su cara y cuello. Jean
intentaba zafarse pero la
inmovilización era perfecta. La única
escapatoria posible no dependía de
su voluntad sino de la de su
estómago, que se negó a recibir el
nefasto condumio y provocó un
enérgico vómito. Los niños que
estaban frente a él fueron
violentamente salpicados con un
cálido engrudo. Gritaron y
provocaron tal asco en los demás,
además de sonoras carcajadas, que la
presa sobre Jean se aflojó lo
suficiente como para que pudiese
soltarse. Después, corrió dejando
tras él muchas burlas, escupitajos y
un cantarín estribillo.
-¡Comemierda! ¡Comemierda!
¡El mudo es un comemierda!
Jean corrió y corrió ajeno a los
adultos que le señalaban, ajeno a los
soldados alemanes con fusil en ristre,
ajeno a la ropa blanca tendida y al
sol que caía a plomo. Cruzó el río
por el puente viejo custodiado por un
nido de ametralladoras y salió del
pueblo sin dejar de correr hasta que
llegó al monte. Se arañó las piernas,
se rasgó la ropa, se internó más y
más y, sólo cuando creyó estar lo
suficientemente lejos, se sentó bajo
un árbol, rompió a llorar en silencio
y escupió su asco y su rabia.
Escuchó el rumor de un arroyo
y se acercó a él. Se desnudó por
completo y, a pesar de lo fría que
estaba el agua, se metió entero, se
lavó el cuerpo, se rascó la cabeza y,
sin salir del agua, restregó sus ropas
con una piedra, como había visto
hacer a su madre, pero más
torpemente. Después, salió del agua
tiritando, extendió las ropas sobre
una rocas y su cuerpecillo sobre otra
a pleno sol. Puso cara de recordar
algo, hurgó en sus pantalones y
extrajo una pequeña navaja que le
fabricara su abuelo atando una hoja
de un solo filo a un irregular mango
de madera. Buscó un trozo de madera
adecuado y se puso a tallar sentado
en la piedra. Al cabo de un rato,
olvidado de todo, había tallado un
caballito rampante.
Un par de biplanos alemanes
volando a baja altura le devolvieron
al mundo real. Creyó que le buscaban
a él, cogió con rapidez sus ropas casi
secas y se las puso escondido entre
unos matorrales. Después, se quedó
muy quieto, como una rama más,
absorto con las hormigas negras que
se arremolinaban alrededor de sus
pies, alborotado su hormiguero por
el gigantesco intruso, porque todo, y
sobre todo el tamaño de las cosas, es
relativo.
Entonces, un ruido de hojas al
crujir provocó su alerta. Escuchó lo
que parecía ser un reproche
susurrado seguido de una susurrada
excusa y una blasfemia también
susurrada. Movió la cabeza con
lentitud hacia el origen de los
susurros. Eran dos hombres, dos
jóvenes que se movían con
precaución a pesar de llevar entre
ambos una pesada caja de madera
por dos asas de cuerda. Pasaron muy
cerca de Jean, sin verle, y éste les
escuchó hablar.
Varios metros más allá de
donde se escondía Jean, los jóvenes
se detuvieron a descansar. Uno de
ellos, el más alto, con la cara picada
de marcas de viruela, sacó de un
bolsillo un pañuelo blanco y se secó
el sudor. Jean pudo ver la culata de
una pistola asomando por su cinto y
su boca se abrió de asombro. En un
par de minutos, reanudaron la marcha
y Jean decidió seguirles a una
prudente distancia.
Les vio detenerse de nuevo,
mover unas grandes ramas que el más
bajito apartó con cuidado mientras el
de la cara picada parecía vigilar.
Jean se agachó. Estaban ante la
entrada de una cueva. Después de
despejar la entrada, desaparecieron
de la vista del niño con la caja que
transportaron, engullidos por la
oscuridad, pero a los pocos instantes
volvieron a salir con las manos
vacías, colocaron cuidadosamente
las ramas y la entrada de la cueva
desapareció camuflada detrás de la
vegetación. Los jóvenes deshicieron
el camino en silencio y pasaron muy
cerca del niño, que se aplastó aún
más contra el suelo, haciendo crujir
levemente unas hojas secas, lo
suficiente como para alertar al de la
cara picada, el que llevaba pistola.
La desenfundó nervioso, apartó
sudando unas ramas y sorprendió al
Jean con la cara clavaba en la tierra.
-¡Pero qué demonios!
-¿Qué sucede? –preguntó el
otro en voz baja.
-¡Mira!
-¡Joder!
Jean les miró con sus grandes
ojos. Su mirada se clavó en el ojo
negro de la pistola. Se echó a
temblar. Creyó inminente el disparo
que le mataría y se preguntó si le
dolerían las balas.
-¿Y ahora qué hacemos?
-¡Yo qué sé! ¡Déjame pensar!
-¡No podemos buscar otro
escondite para las armas!
-¿Y qué vas a hacer? ¿Matar al
niño?
-¿Cómo voy a matar al niño?
¡Sal de ahí, mocoso! –le ordenó el de
la pistola.
-¡Oye! –exclamó el otro - ¿Este
no es el mudo?
-¿El hijo de Batiste. El Jefe?
No sé. Déjame ver, no sé.
-Que sí, que te lo digo yo. Este
es el niño mudo.
-No sé, es posible.
-Estoy seguro. ¡Vayámonos!
Este no le dirá nada a nadie, aunque
sólo sea porque no se entere su
padre.
Sin embargo, el de la pistola no
se fiaba.
-A ver, niño, ¿tú eres el mudo?
¡Di!
-Pero, ¿cómo te va a contestar
si es mudo?
-Pues que me haga una seña o
algo así. ¿Tú sabes hablar con los
mudos? A ver, inténtalo tú. Ya lo
sabía yo. Venga niño, ¿eres el mudo
o no eres el mudo? ¿Tu padre es
Batiste, al que le falta una pierna
porque pisó una mina en las
Ardenas?
-Pero, ¿cómo pretendes que
sepa el niño dónde están las
Ardenas?
-¿Y quién le ha preguntado por
las Ardenas, leche?
-Tú verás lo que haces, pero yo
creo que no te va a entender.
-¡Lárgate y déjame tranquilo!
¡Niño! ¿Eres el mudo o no lo eres?
Jean asintió.
- ¿Ves? ¡Te lo dije! ¡Era el
mudo! ¿Qué has visto, niño? Digo...
¿nos has visto entrar en la cueva?
Jean volvió a asentir. El de la
cara picada puso cara de disgusto.
-¿Verdad que no le vas a decir
nada a nadie? Mira que si lo haces,
si lo haces... te pego dos tiros, ¿eh?
Bueno, te los pega tu padre, que no
sé qué es peor.
Jean negó con la cabeza.
-¿Cómo va a decir nada?
Venga, vayámonos, que el niño no va
a decir nada.
-Por la cuenta que le tiene.
Después de hacer una mueca
que pretendía ser monstruosamente
amenazante, sin conseguirlo, dejaron
al niño en paz y se marcharon
discutiendo en susurros.
-¡No dirá nada! ¡Es mudo!
-¡Déjame en paz!
Jean les escuchó hasta que se
alejaron del todo. Poco a poco se le
fueron pasando los escalofríos, pero
aún permaneció un rato inmóvil,
temiendo que regresasen y esta vez sí
le pegaran los dos tiros. Esperó lo
que consideró prudencial, todo lo
prudencial que puede considerar un
niño de ocho años, es decir, poco, y
se acercó a la cueva. Apartó las
ramas de la boca de cueva y entró en
ella. No era muy profunda y con la
luz que entraba se apañaba para ver
lo que allí escondían.
Había montones de cajas de
madera como la que habían traído los
dos tipos, amontonadas, y en el
suelo, apiladas unas sobre otras,
ametralladoras, pistolas y fusiles.
Jean no se puso a contar las armas,
pero si lo hubiese hecho, habría
contabilizado tres ametralladoras,
doce pistolas y cuatro fusiles, todas
del ejército alemán. Había pequeñas
cajas, con munición y seis cajas
grandes. Cogió una ametralladora y
simuló hacer un barrido desde la
cadera. Todos los enemigos
invisibles cayeron fulminados.
Después, empuñó una pistola, apuntó
a las sombras y aparentó disparar. Lo
pensó mejor, empuñó la pistola con
ambas manos, puso el dedo en el
gatillo y apretó. Estaba duro y apenas
pudo moverlo. Ayudó con el otro
dedo índice, aunque casi no llegaban
juntos y al estirar los dedos perdía
agarre en la empuñadura. El cañón
comenzó a apuntar peligrosamente
hacia abajo cuando consiguió
presionar con la necesaria fuerza
para accionar el disparador. Se oyó
un chasquido metálico. Puso cara de
desilusión y dejó la pistola sin
munición donde estaba.
Tanteó las cajas grandes hasta
que dio con una cuya tapa estaba
suelta. La levantó y abrió la boca
sorprendido. Estaba llena de
cilindros. No tenía ni idea de que
eran granadas de mano alemanas,
jamás había visto ninguna. Cogió una
por un extremo, el más delgado y la
miró por todos los ángulos, tratando
de averiguar qué era aquello. Era
pesada. La balanceó, la sacudió,
pero no pasaba nada. La dejó en el
suelo, tapó la caja de madera y, con
su objeto desconocido, salió de la
cueva. Colocó las ramas tapando la
entrada y tomó el camino de vuelta,
sacudiendo la granada como si fuese
un machete contra las ramas de los
árboles y los matorrales.
Jean caminaba despreocupado
por el sendero, meciendo la granada
que le doblaba la muñeca por el
peso, ajeno al peligro como sólo un
niño de ocho años puede estar, pero
eso es lo que significa tener ocho
años. Olvidado de sus miserias,
confiado, salió del sendero y siguió
balanceando con ingenuidad su
mortífera arma, hasta que se quedó
petrificado. Frente a él, en mitad del
camino había una moto con sidecar y
ametralladora montada del ejército
alemán. El conductor se volvía en
ese momento hacia Jean. Era
imposible ya esconderse. El soldado
le miró con calma aparente, expulsó
el humo de su cigarrillo por la nariz
y miró alternativamente la granada y
los ojos del niño. Sonrió con la
esperanza de inspirar confianza en el
pequeño Jean, que no se atrevía a
moverse. La granada colgaba de su
mano derecha.
-¡Vaya, vaya! –escuchó Jean
por su espalda, en alemán, sin
entender, por supuesto ni una palabra
- ¿Qué tenemos aquí?
El cabo Dieter se acercaba a
Jean por detrás, abrochándose los
pantalones, con una ramita entre los
labios. Jean se dio la vuelta y le
miró. El cabo le reconoció
inmediatamente, vio la granada en la
mano en su mano y se agachó hasta
ponerse a la altura del crío.
-¡Hola, Jean! –le saludó en
francés mirando de soslayo hacia la
granada - ¿Cómo te va?
Extendió la mano derecha
forzando una sonrisa y trató de no
asustar al niño pero demostrando
firmeza.
-Dame eso, Jean. No es un
juguete.
Jean miró al cabo. Le caía bien.
Le divertía su forma de hablar.
Alargó el brazo para darle la
granada.
-Eso es. Buen chico.
Alargó del todo el brazo y el
alemán, en un rápido movimiento,
que le asustó, le arrebató la granada
a la vez que le aferraba un brazo con
la otra mano. Jean se revolvió, pero
el otro le sujetaba con fuerza.
-¡Condenado bambino! –se
burlaba el alemán. El otro soldado
reía, se montó en la motocicleta,
arrancó y se caló las gafas. El cabo
Dieter izó a Jean dentro del sidecar y
se montó con él. El niño ya no se
defendía, sino que miraba con
curiosidad el sidecar en el que le
habían montado y la moto a su
izquierda, con su petardeo. Se aferró
a una barra cuando se pusieron en
marcha velozmente, levantando una
enorme nube de polvo detrás de
ellos.
Entraron en el pueblo a gran
velocidad, espantando gallinas y
patos y atrayendo las miradas de los
ancianos. Se pararon frente al
humilde edificio del Ayuntamiento,
que hacía las veces de cuartel
general alemán cuando el teniente al
mando de las tropas salía poniéndose
unos finos guantes de color negro, a
pesar del calor, y se colocaba la
gorra con la inclinación precisa. Se
alisó la guerrera, compuso el
bombacho de sus pantalones y hasta
que no quedó plenamente satisfecho
del pulcro estado de su uniforme, no
hizo caso al cabo Dieter, que se
había apeado de la moto.
-¡Heil! –saludó extendiendo el
brazo derecho. Con el izquierdo
sujetaba a Jean, que temblaba al ver
al jefe de los soldados alemanes, un
hombre cuyos fríos ojos azules le
inspiraban terror. Su madre le
contaba que sólo el demonio podía
tener unos ojos tan claros, para poder
ver hasta el fondo del alma de los
seres inocentes, como son los niños
de ocho años, como él.
El oficial respondió con
desgana al saludo del cabo y éste,
mostrándole la granada, le narró el
encuentro, pero sin dar demasiados
detalles que no venían al caso. El
rostro del oficial se contrajo, apretó
labios y mandíbulas y sus fríos ojos
se helaron. Jean sintió como esa
mirada penetraba en su cuerpo y
hurgaba por todos los rincones en
busca de su inocente alma. Rogó a
Dios por que su pequeña alma
encontrara un escondite en el que
ponerse a salvo de aquel demonio.
Mientras, Roland, el hermano
de Jean, era testigo de lo que sucedía
y, disimulando, con las manos en los
bolsillos y silbando, como hace
cualquiera que disimule, salió de la
plaza y una vez lejos de las miradas
de los soldados, corrió a avisar a su
padre del peligro que se cernía sobre
el almacén de armas de la
resistencia, un verdadero desastre
para sus operaciones y fuente segura
de represalias contra el pueblo y sus
habitantes.
Dio una voz el oficial alemán.
Al instante, se acercó corriendo su
asistente, un sargento ya mayor para
combatir pero que hablaba inglés,
francés, español e italiano con
fluidez. El sargento se puso al lado,
ligeramente detrás, de su superior. El
teniente se acercó a Jean, le sujetó
por los hombros y, mirándole desde
arriba, le lanzó una afilada mirada.
-Dime, niño, ¿dónde has
encontrado esa granada? –le preguntó
con tono suave, en alemán, y se
quedó mirando fijamente a Jean
mientras el sargento traducía con
eficacia alemana. Jean guardó
silencio.
El oficial preguntó de nuevo,
esta vez forzando una sonrisa. El
sargento tradujo. El cabo Dieter
carraspeó para atraer la atención del
teniente. Éste apretó los hombros de
Jean, que temblaba visiblemente. El
sargento tradujo y el cabo carraspeó
más fuerte.
-¿Qué? –gruñó el teniente a su
suboficial.
-Perdone, mi teniente. No es mi
deseo interrumpir su hábil
interrogatorio, señor, pero hay un
dato que debería conocer antes de
continuar.
-¿Un dato? ¿Qué dato, cabo?
-El niño es mudo, mi teniente.
-¿Qué diablos quiere decir con
que el niño es mudo? –preguntó
estúpidamente.
-Que es mudo. El niño no
habla, mi teniente.
Jean rompió a llorar justo
cuando acudían a la plaza su madre,
a voz en grito llamando a su hijo, y el
abuelo, vestido con su uniforme
francés de Infantería, haciendo
tintinear sus numerosas
condecoraciones y renqueando con
ayuda de un bastón.
-¡Jean! ¡Jean! –gritaba la
madre.
Los soldados la sujetaron para
que no se acercara al oficial. El
teniente se volvió visiblemente
airado. Tenía el rostro
congestionado, destacando aún más
la claridad de sus ojos y su pupila
como un punto diminuto. Compuso su
uniforme y, después de imprecar toda
su mala fortuna y a las madres del
pueblo francés, se puso a gritar
órdenes.
-¡Sargento! ¡Su pelotón! ¡Listo
inmediatamente! ¡Nos vamos! –rugió.
De repente, se puso en marcha
la perfecta maquinaria alemana, se
produjo un frenético pero eficaz
movimiento y, en pocos minutos,
frente al teniente se detenía su
vehículo descapotable, flanqueado
por dos motocicletas con sidecar
armados con ametralladora y detrás
un camión repleto de soldados
sentados en las bancas laterales de la
plataforma. El teniente lanzó a Jean
al asiento trasero del coche y se
sentó al lado. Con un gesto de su
derecha, el convoy se puso en
marcha, encabezado por el cabo
Dieter en su moto.
-¡Jean! ¡Jean! –se quedó
gritando impotente su madre.
El crío no se atrevía a mirar al
oficial, cuya congestión desaparecía
a medida que el aire le daba en la
cara. Ahora no le parecía a Jean
divertido ir montado en un vehículo
alemán, no al lado de un demonio
que, sin duda, le devoraría antes de
que cayera la noche y pasaría el resto
de su vida en un infierno lleno de
llamas ardientes. Sacó su caballito
de madera tallado del bolsillo del
pantalón y estuvo dándole vueltas
hasta que el teniente, harto de la
compulsión nerviosa del crío, se lo
arrebató y lo arrojó lejos del camino.
Entonces, el cabo Dieter detuvo su
moto en el lugar donde se toparon
con él, o más bien, donde él se topó
con ellos. El cabo se apeó del
sidecar y se acercó al coche de su
superior.
-¿Por dónde, Jean? –preguntó
suavemente en francés.
Jean miró al cabo. Sonrió.
Luego miró al teniente. Borró la
sonrisa y levantó el brazo derecho
señalando una dirección con su dedo
índice. El teniente ordenó a voces
que todos descendieran de los
vehículos.
El cabo Dieter cogió de la
mano al niño y se puso a andar hacia
donde indicó. Les seguían el oficial
y todos los soldados excepto un retén
que custodiaba el convoy. Salieron
del camino, tomaron el sendero y la
columna se alargó porque apenas
cabían de dos en dos.
Cerca de la cueva de las armas,
la columna alemana fue recibida con
los primeros disparos de unos
milicianos nerviosos que no tuvieron
la sangre fría de esperar hasta
encarar blancos seguros. Se ordenó
el repliegue preceptivo, de manual,
en caso de emboscada. Todos
salieron del sendero y se pusieron a
cubierto detrás de los árboles. Los
disparos les llegaban del frente, ni
siquiera intentaron cercarles, y
llegaban ciegos, al bulto, al azar.
Jean fue arrojado de bruces al
suelo bajo el cuerpo del cabo Dieter
que, con un dedo en los labios, le
pedía silencio, para inmediatamente
darse cuenta de lo estúpido de su
petición. El teniente empuñaba su
pistola y hacía señas al sargento para
que ordenara una maniobra
envolvente.
Los disparos seguían llegando,
levantado esquirlas en los árboles.
Los alemanes no respondían porque
aún no habían localizado al enemigo
y trataban de ganar posiciones más
favorables. Jean veía a algunos
moverse cuerpo a tierra de árbol en
árbol y hacerse señas. Les oía silbar
y puso los labios intentando silbar él
también, sin conseguirlo.
A los pocos minutos, arreciaron
los disparos y ya no eran sólo del
bando francés. Habían localizado y
visualizado a los agresores. Se
escucharon voces en ambos idiomas,
voces que se convirtieron en gritos.
De pronto, cesaron los disparos
aunque no las órdenes voceadas.
Jean buscaba entre la espesura de los
árboles y matorrales. El cabo Dieter
seguía sujetándole detrás del árbol y
apuntaba con su pistola hacia el
frente.
Entonces, custodiados por los
soldados alemanes, aparecieron
hombres de paisano por el sendero
con las manos en la cabeza. El
primero de ellos era el de la cara
picada, el alto que apuntó a Jean con
la pistola. Los ojos del niño se
abrieron con desmesura cuando,
después de ese hombre, vio a
Roland, su hermano, cuyo rostro
reflejaba terror y, detrás de él, el mal
paso de su padre, avanzando con
dificultad por culpa de las muletas.
Detrás de todos, otro hombre
desconocido para el crío llevaba
sobre los hombros al segundo joven
que vio en la cueva, cuyos brazos se
balanceaban inertes.
Jean no daba crédito a lo que
veía y tampoco lo entendía. La mente
de un niño de ocho años no entiende
de invasiones ni de ejércitos ni de
resistencias activas o guerras de
guerrillas; sólo entiende de personas
a las que quiere y a las que ve sufrir,
sin reparar en por qué o por qué no.
Pero si doloroso fue ver los rostros
de su padre y de su hermano, más
doloroso fue ver sus rostros cuando
ambos le vieron salir de detrás de un
árbol junto al cabo Dieter. Él habría
querido correr a sus brazos y sentir
su calor y su cariño en trance tan
duro y enigmático. En lugar de eso,
recibió una implacable mirada de
odio.
Llevaron a los prisioneros junto
a los vehículos y les obligaron a
sentarse junto a la pared, al lado del
camino. Los soldados fueron
trayendo todas las armas encontradas
en la cueva y las cargaron en el
camión.
-Eso es todo –informaron al
oficial, que contemplaba con cara de
satisfacción el camión cargado con
las armas recuperadas. Sin duda, sus
superiores se sentirían contentos con
su labor en cuanto les informara de la
desarticulación de un importante
grupo de resistentes y de la
incautación de un poderoso
armamento, y todo ello sin sufrir baja
alguna. Con maliciosa sonrisa se
acercó a Jean y le alborotó el pelo.
El teniente miró a los prisioneros,
luego a Jean y sin dejar de mirar a
éste, dio la orden.
-¡Fusílenlos!
Varios soldados obligaron a los
cautivos a ponerse de pie, de
espaldas a la pared. Un soldado
aferró la pechera del joven que
trajeron sus compañeros a hombros.
La cabeza colgaba pesadamente, el
soldado miró a su oficial y negó con
la cabeza.
-¡Fusílenlo como a los demás!
¡Nadie se librará del castigo, ni
aunque esté muerto!
El soldado colocó el cuerpo
sentado, apoyado en la pared, la
cabeza caída hacia delante. Ante
ellos se alinearon diez soldados y a
su lado el sargento, que dirigiría la
ejecución.
-¡Pelotón! ¡Apunten!
Alzaron sus fusiles y apuntaron.
Jean, al que nadie sujetaba, de
repente salió corriendo hacia los
prisioneros. Dieter trató de sujetarle
e hizo ademán de correr tras él.
-¡Cabo! –gruñó el teniente. El
cabo Dieter se detuvo en seco con el
rostro contraído.
Jean se aferró a la única pierna
de su padre, que habría renegado de
su hijo pequeño y la habría tomado
con él a muletazos si no estuviera
concentrado en mirar desafiante a los
ojos de quienes le iban a ejecutar.
Roland se orinaba en los pantalones
y la húmeda mancha se extendía
caliente. Los otros dos hombres
habían cerrado sus ojos y sus manos
se crispaban en la roca detrás de
ellos, rompiéndose las uñas y el alma
sin sentir dolor.
Ningún soldado titubeaba a
pesar de la presencia del niño entre
los ejecutables, cada uno había
seleccionado ya su diana. El sargento
miró de reojo a su superior pero éste
se mantenía inmutable.
-¡Fuego! –gritó el sargento.
Todos los disparos sonaron
como uno solo. Los prisioneros
cayeron fulminados por las balas,
salvo el que ya era cadáver, cuyo
cuerpo permaneció sentado con
apenas una pequeña mancha roja en
el pecho. El hermano de Jean cayó de
rodillas y de bruces en una grotesca
postura y su padre cayó hacia el lado
inestable, por donde no había pierna,
aplastando el delgado cuerpecillo de
su hijo pequeño al que arrastró
consigo por pura contracción.
-¡Descansen! –ordenó el
sargento.
El teniente se acercó a los
caídos, desenfundó su pistola. Uno a
uno fue rematándolos con un tiro en
la cabeza. Al de la cara picada, al
desconocido, al que ya era cadáver
antes de ser fusilado, al hermano de
Jean y a su padre. No podía ver la
cabeza de Jean, oculta bajo el
cadáver de su padre. Apuntó al
pecho y apretó el gatillo. La bala
impactó en el cuerpo de Jean que se
estremeció con un espasmo. El cabo
Dieter tragaba saliva pero no la
suficiente como para deshacer el
nudo de su garganta.
Entonces, comenzó a nevar. El
cabo miró al cielo, pero estaba
totalmente azul. Frunció el ceño y se
quedó con la vista clavada en lo alto
buscando una explicación al extraño
fenómeno.
-¡Échenlos al camión! –gruñó el
teniente enfundando su pistola y
componiendo una vez más su
impecable uniforme.
Los cuerpos fueron izados
como sacos a la caja del camión,
junto a las armas. Los soldados se
sentaron en los bancos laterales y
apoyaron las botas unos sobre las
cajas y otros sobre los cadáveres.
El convoy entró en el pueblo y
fue directo a la plaza del
Ayuntamiento, haciendo sonar el
claxon repetidamente para llamar la
atención y convocar a los vecinos. A
los pocos minutos la pequeña plaza
se llenó con los habitantes del
pueblo. La tarde decaía. Había
dejado de nevar. Llegaban las
primeras sombras y un inusual aire
fresco se levantó como un nefasto
mensajero. El teniente ordenó que
encendieran los potentes focos que
tenían instalados en la pared del
edificio principal e hizo una seña al
sargento.
Comenzaron los soldados a
descargar las armas del camión pero
sin bajar la trampilla, para que no se
viera el resto de la mortífera carga.
El teniente se acercó al montón de
armas y sopesó una ametralladora.
-¡Franceses! –gritó y su
sargento tradujo, bien es verdad que
con un tono mecánico, neutro, sin la
vehemencia con que se empleaba el
oficial – Algunos de vosotros os
negáis a aceptar la evidencia, os
aferráis a vanas esperanzas de
combatir, ni digo derrotar, ni lo
menciono siquiera, al glorioso
ejército alemán. Son inútiles vuestras
esperanzas, por no llamarlas
estúpidas.
La gente guardaba un espeso
silencio. Intuían que lo de las armas
era sólo el principio y que lo peor
estaba por llegar.
-Estas armas –prosiguió su
arenga el oficial y su traducción el
suboficial – estaban escondidas en el
monte. Por supuesto que las hemos
encontrado. Era imposible que no lo
hiciéramos. Y hemos capturado a
aquellos que las escondían.
Se elevó un murmullo entre la
población. Las mujeres ahogaban
suspiros, los ancianos apretaban los
puños, todos buscaban entre ellos a
aquellos que faltaban.
El teniente hizo un gesto a los
soldados que permanecían en lo alto
del camión y éstos comenzaron a
arrojar los cadáveres desde la
plataforma. Se oyeron gritos de
espanto. Los soldados se pusieron en
guardia. Apuntaron sus armas hacia
la gente, que se mordía los puños y
lanzaba alaridos de dolor y angustia.
Los cadáveres cayeron unos sobre
otros con golpes secos. Los jóvenes,
el que ya estaba muerto, el hermano
de Jean, las dos muletas, el cuerpo
de su padre y Jean el último.
Con cada golpe sordo los gritos
de las mujeres se elevaban más
angustiosos. Algunas se tiraron al
suelo y se revolcaron por él, cogían
puñados de tierra y se los tragaban.
Los viejos, como el abuelo de Jean,
con su uniforme de campaña,
insultaban con toda la rabia de que
eran capaces a los alemanes,
empleando todas aquellas
barbaridades que los años les habían
enseñado. Después, el abuelo de
Jean se puso muy serio, dio media
vuelta y se marchó todo lo
apresurado que sus piernas y su
bastón le permitieron.
En ese momento, Jean se
movió, se incorporó lentamente,
aturdido. Tenía un fuerte golpe en la
frente, de la caída del camión y
sangraba un poco por la nariz.
Alguien señaló hacia él y gritó.
Todas las cabezas siguieron el dedo
que señalaba y vieron al niño. Los
gritos cesaron de uno en uno hasta
que el silencio envolvió al pequeño
como una burbuja. Nadie pudo ver
reaparecer al abuelo de Jean con un
antiquísimo mosquetón de chispa
apuntando al teniente.
-¡Viva Francia! –gritó con su
desdentada boca y, aunque el grito no
fue muy potente, en el silencio de la
plaza tronó como una amenaza
certera. Antes de que ningún alemán
pudiese evitarlo, el anciano disparó.
La deflagración fue directamente
hacia la cara del abuelo,
quemándosela gravemente. El viejo
mosquetón le explotó en las manos.
Cayó hacia atrás y se quedó inmóvil.
La madre de Jean giraba su cabeza
estupefacta de su hijo a su padre y de
su padre a Jean, incorporado apenas
junto a los cuerpos de su marido y su
otro hijo. Se tambaleaba próxima al
colapso.
Algunos soldados liberaron la
tensión acumulada con el ataque del
abuelo riendo a carcajadas. Incluso
el teniente, que, después del susto, se
permitió una socarrona sonrisa.
Luego, sustituyó la sonrisa socarrona
por otra más perversa y se acercó al
cuerpo del abuelo fulminado. Le
puso una bota en el pecho y le
arrancó una de las condecoraciones.
Vio que la medalla conservaba
suficiente aguja y se acercó al
montón de cadáveres, aferró a Jean
por un brazo y le puso de pie a su
lado. Jean se movía como un
muñeco.
-¡Sargento! –bramó el oficial -
¡Traduzca!
El sargento corrió a su lado.
-¡Aquí tenéis un héroe
proporcional a vuestras hazañas! ¡Y
por ello le vamos a condecorar!
Sin miramientos clavó la
medalla en el pecho de Jean que
abrió la boca de dolor sin emitir ni
un gemido. El teniente ahora sí reía
abiertamente a carcajadas, echando
la cara hacia atrás, verdaderamente
complacido con su ocurrencia y sin
darse cuenta de cómo Jean sacaba su
rudimentaria navaja del bolsillo de
su camisa, una navaja que tenía
incrustada una bala de pistola
alemana en el irregular mando de
madera, y se la clavaba al teniente
allá donde le permitió su brazo
estirado, en la garganta.
La carcajada del oficial se
convirtió en un gorjeo. Sus ojos se
extraviaron sorprendidos, llevó su
mano al cuello, tocó el objeto
clavado en él y lo retiró de un tirón.
Un chorro de sangre rojísima salió
despedido violentamente a un metro
de distancia. Trató de taponar con
ambas manos la herida, abrió la boca
en una mueca estúpida, pero era
insuficiente su maniobra para
contener la hemorragia. Su pulcro
uniforme se empapó de sangre en
unos segundos.
En esos mismos segundos se
produjo un gran desconcierto. Los
alemanes no parecían darse cuenta de
lo que ocurría. Los franceses
tampoco. Hasta que el teniente
renqueó torpemente hacia atrás,
tropezó con los cadáveres y cayó de
espaldas sobre el cuerpo del padre
de Jean.
Jean salió corriendo. Un
soldado alemán le dio el alto a
gritos. Otro trató de agarrarle sin
conseguirlo. Otro le disparó una
ráfaga de ametralladora y a punto
estuvo de matar a varios de sus
compañeros que no escatimaron
insultos. El caos fue aprovechado
por varias mujeres que gritando y
llorando, rompieron el cerco y
corrieron hacia los cuerpos de los
fusilados. Un alemán golpeó a una
mujer con la culata de su fusil, pero
ésta no pareció acusar el golpe y
siguió corriendo. El soldado
enfurecido apuntó a la mujer por la
espalda y disparó matándola en el
acto. Tres soldados corrieron detrás
de Jean que huía por una de las
calles que daban a la plaza,
sujetándose con una mano los cascos
y con la otra los correajes del
uniforme.
Se escucharon más disparos,
pero no caía ninguna mujer ni ningún
anciano o niño, sino los soldados
alemanes, que ni siquiera parecían
darse cuenta de que les estaban
disparando. La noche se había
cerrado y los alemanes,
desconcertados bajo los focos, eran
un blanco fácil. Cuatro de ellos
habían caído ya cuando el cabo
Dieter comprendió lo que sucedía,
dejó caer su arma, levantó los brazos
y gritó en francés que no dispararan
más, que se rendía. Otros soldados,
todavía aturdidos, le imitaron, hasta
que no hubo ningún soldado alemán
empuñando armas.
-¡Alto el fuego! -se escuchó
alto y claro, en francés.
Los disparos cesaron y de las
esquinas surgieron soldados
franceses, que fueron tomando las
armas de los alemanes y reuniendo a
los cautivos en mitad de la plaza.
El oficial francés al mando, un
bretón pelirrojo, con la cara llena de
pecas, enfundó su pistola y se acercó
al lugar donde las mujeres de negro
abrazaban llorando a un grupo de
cadáveres, todos vestidos de
paisano, junto a los cuales yacía un
oficial alemán con apariencia de
haber sido degollado.
Por la misma calle que huyó
Jean aparecieron varios soldados
franceses que escoltaban a tres
alemanes con las manos sobre la
cabeza y, caminando de la mano de
un sargento, comiendo chocolate,
venía el propio Jean.
-¿Qué ha pasado aquí? –
preguntó el bretón, aunque más para
sí mismo que para los demás.
Algunos soldados franceses del
grupo preguntaron a la gente y del
desorganizado discurso que las
diversas versiones dieron, sólo hubo
un dato en común.
-Teniente –le informaron – al
parecer, el crío al que perseguían los
alemanes se cargó a su oficial de un
navajazo en el cuello.
-¿Y esos cadáveres?
-Combatientes de la resistencia
capturados y fusilados.
-¿Y dicen que el niño degolló
al alemán?
-Eso mismo dicen. Y que se
llama Jean. ¡Ah!, y que es mudo.
-¿Mudo? –repetía murmurando
como un eco el bretón.
Se acercó a Jean. Vio la
medalla clavada en su pecho en un
pequeño círculo de sangre. Sacó su
pañuelo y le limpió la de la nariz.
-¡Espera aquí! –le pidió –
Sargento, quédese con él.
El escocés se acercó al cadáver
del teniente alemán, le quitó la cruz
de hierro que lucía en el cuello de la
guerrera, regresó donde estaba Jean y
se la colgó.
-¡Eres un soldado muy valiente!
–le dijo y le saludó militarmente.
-¡Jean! ¡Jean! –gritó la madre
que corría hacia él. Le cogió y se lo
comió a besos - ¡Mi pequeño Jean!
-¡Mamá! –exclamó de pronto
Jean! – Mañana no quiero ir al
colegio.
-¡Claro, hijo! Mañana haces lo
que tu quieras –contestó su madre
como si su hijo siempre hubiese
hablado y se lo llevó a casa de la
mano, mientras los demás le
alborotaban cariñosamente el pelo.
HOSPITAL DE
CAMPAÑA

Son las trece horas y dieciséis


minutos. Hace dos horas cesaron los
bombardeos sobre las posiciones
alemanas. La artillería machacó las
trincheras durante cuarenta y siete
minutos. Después, oleadas de
hombres gritaban, se escuchaban
silbatos, disparos de fusilería y
obuses de mortero cayendo en picado
y, finalmente, el gruñido animal de la
lucha cuerpo a cuerpo. Tras una hora
y veintiún minutos de sangriento
combate, se hizo un silencio
irrespirable.
Desde el hospital de campaña
alemán se divisan al fondo, detrás de
las colinas, negras nubes de humo
ascendente que tiñen el cielo de
pésimos augurios. Poco a poco, una
caravana de catorce vehículos se
acerca con su truculenta mercancía.
(M é d i c o ) “Ahí traen más
heridos. No cesan de llegar. ¡Qué
carnicerías estarán provocando allá
en las trincheras! Dios, haz que
mueran antes de llegar, haz que
mueran. Permíteles por compasión
morir en el campo de batalla,
aferrados a la mano de sus
compañeros o a la de un enemigo
caritativo. Esos franceses no deben
ser los monstruos que nos dicen que
son. ¡Son todos tan jóvenes! ¡Son
unos niños!”
(Sol dado) “Ahí traen más.
¡Cuánto horror! No permitas, Dios
mío, que muramos aquí, en estos
catres ensangrentados. Permítenos
morir en el campo de batalla,
aferrados a las manos de nuestros
compañeros o a las de compasivos
enemigos. Esos franceses son
soldados como nosotros, nuestra
sangre se mezcla en el barro y
después no hay quién la distinga. No
hay honor al morir aquí, sólo
desamparo y soledad”.
(Médico) “Miradlos. Ya no se
acercan más. Esos camilleros cada
vez los abandonan más lejos. El
hedor es insoportable, por eso llevan
mascarillas. No creo que les sirva de
mucho. Pero ellos les amontonan más
y más lejos, aún más abandonados.
Mirad aquel desgraciado. Sobre su
pecho le depositan el brazo
amputado y se lo sujetan con el otro
brazo. ¡Pobre diablo! Antes
combatían hombro con hombro con él
y ahora le dejan tirado como
estiércol. Como si pudiésemos hacer
algo por su brazo. Habrá muerto
antes de acercarse unos metros a esta
tienda, fábrica de cadáveres”.
(Soldado) “No se atreven a
llegar hasta aquí. Como si les fuesen
a agarrar y a tumbarles en una
camilla y hurgarles en las entrañas.
Como si hubiese camillas libres. Lo
que les damos es asco. Cuanto más
lejos mejor. Quizá, lo que tienen es
miedo. Pero miedo es lo que tienen
aquellos a los que depositan allá
lejos. Cuando los médicos se
acerquen a ellos, ya estarán muertos,
desangrados y vacíos. Como aquel
soldado que abraza su propio brazo.
Quizá delire y crea que el brazo
amputado es el brazo de otro que le
abraza y le consuela. Que no
despierte porque nadie podrá
devolverle su brazo. Aquí nadie
devuelve nada”.
(Médico) “No cesan de gritar y
de gemir y, sin embargo, no puedo
escucharles. Me parecen mimos que
abren sus bocas, tensan sus gargantas
y simulan emitir alaridos silenciosos.
Nadie puede escucharles. Sólo sus
miradas consiguen desagarrarme el
alma, esas miradas de locura de los
desquiciados por el dolor; o esas
otras de asombrosa calma de los que
saben que han sido tocados por la
Muerte. Yo puedo ver a la Muerte.
Ha llegado hace poco volando desde
las trincheras y se ha sentado ahí
mismo en el suelo, junto a la entrada.
Su negra capa se confunde con las
sombras y viste un sobrero de ala
ancha para esconder las intenciones.
De vez en cuando, la oigo reírse
bajito. Roza con sus huesudos dedos
a los que se consumen malheridos y
de inmediato el soldado suspira
aliviado. Cuánto se debe agradecer
que cese la incertidumbre, que te
demuestren que la lucha no hará sino
aumentar el padecimiento, que es
mejor dejarse convencer y morir”.
(Soldado) “¡No gritéis más
compañeros! De nada sirve. Estos
valientes que tratan de salvar
vuestras vidas no pueden escucharos.
Sus oídos están agotados como
agotados están sus brazos y el
armario de la morfina. Hace tiempo
que no os oyen. Ni siquiera yo
consigo oíros, pero me fijo en
vuestras miradas y en ellas descubro
la más absoluta desesperación o la
más calmada resignación. Sabed que
pocos sobreviviréis porque la
Muerte está aquí y se regocija con el
festín. Llegó hace rato ondeando sus
harapos al viento lúgubre y no le
pude ver los ojos porque los trae
escondidos en una venda negra que
hace más divertido su macabro
juego. Se complace en tocarnos con
sus descarnados huesos y los
elegidos nos sabemos así ungidos
por la desgracia suprema. Pero no
importa. A mí me ha convencido y la
muerte no es peor que estar
muriéndose”.
En el interior de la tienda
yacen en camillas cuarenta y nueve
soldados, de los cuales veintisiete
han fallecido en las últimas dos
horas, pero aún no ha habido
posibilidad de reemplazarles por
heridos del exterior, donde se
acumulan sesenta y siete heridos.
Sólo hay dos médicos con
experiencia, otros dos estudiantes de
medicina enrolados voluntariamente
en el cuerpo sanitario. Cinco
enfermeras les ayudan en las
operaciones. Su grado de
extenuación es sólo comparable con
el automatismo de sus movimientos.
Sólo se interviene a los que de un
rápido vistazo muestran heridas que
se pueden tratar con los medios
disponibles, es decir, las sábanas
rasgadas que se utilizan como vendas
y medicamentos para atender a trece
heridos más, siempre que no se
precise realizar más de tres
amputaciones. A unos minutos de
distancia se acerca un convoy con
veinticuatro enfermos de gripe, una
epidemia que se está llevando la
vida de hasta el cuarenta por ciento
de las bajas de la I Guerra Mundial.
Se podría decir que el hedor es
insoportable, pero los hombres y
mujeres que se afanan en la tiendan
son incapaces ya de percibirlo. Más
les molestan las moscas.
(Médico) “Mirad ese soldado.
Lleva tiempo sobre esa camilla. Le
han olvidado. Tiene el vientre
destrozado. Ni siquiera vino
completo. Y no deja de mirarme con
sus ojos limpios, de niño. No tendrá
diecisiete años. A él también le ha
rozado la Más Negra. Lo vi. Por eso
está tan tranquilo. Se ha dejado
convencer. No verá como mañana
llegan otros como él. Simplemente,
para él no hay mañana. Yo debería
haber aliviado su dolor, limpiado y
cerrado sus heridas, haberle
consolado con frases que alimentaran
su ánimo”.
(Soldado) “Mirad ese médico.
Lleva tiempo acurrucado en ese
rincón. De nada han servido ni los
gritos de su capitán, ni las palabras
alentadoras de sus compañeros. Es
muy joven. No tendrá veintidós años.
Debió de ser un gran estudiante, pero
ningún joven médico está preparado
para ver morir a tantos hombres. Él
intentó limpiar y curar mis heridas,
pero sus manos no se levantaron de
sus costados, ni sus labios de
despegaron. Sólo sus ojos penetraron
en mis entrañas. Eso fue todo lo que
pudo hacer”.
(Médico) “No fui capaz de
ayudarle. Espero que su alma me
perdone”.
(Soldado) “No fue capaz de
ayudarme, pero yo le perdono”.
(Médico) “Ni siquiera gime.
Sólo me mira. Debió de hartarse de
dolor”.
(Soldado) “No dice nada. Sólo
me mira. Debió de hartarse de
dolor”.
Mientras, un médico corta una
pierna a la altura de la rodilla a un
soldado que, afortunadamente para
él, no tiene fuerzas para conservar el
conocimiento. El miembro inerte
cuelga de un hilo de carne y nervios
hasta que se desgarra del todo, cae
sobre un cubo de latón lleno de
sangre, lo vuelva y la derrama toda.
Una enfermera se agacha, coloca el
cubo de pie, introduce la pierna en él
y se levanta pisando la sangre como
si no la pisara. Ayuda al médico que
cauteriza el muñón sangrante y repara
en que el joven médico acurrucado
en el rincón mira sin pestañear la
pierna que asoma por el cubo y
repara también en que un soldado
muy joven desde su camilla mira lo
mismo. Termina su labor y quiere
tapar el miembro ausente para que el
herido al recuperar la conciencia no
la eche de menos, pero todas las
sábanas se han transformado en
vendas. Suspira. Se acerca después
al médico del rincón que, abrazado a
sus rodillas y ensimismado con el
cubo de latón no la ve venir. La
mujer camina despacio, como si sus
huesos fuesen del plomo más macizo,
sin salpicar siquiera la sangre del
suelo. Tiene el rostro demacrado y
los ojos agotados. Alborota con una
caricia los cabellos del joven
médico y besa su mejilla con ternura.
Después se acerca al joven soldado,
el niño de ojos limpios absorto en el
cubo de latón. Le coge la mano y le
da un beso en la frente. Un húmedo
mechón de pelo se desprende de su
maltrecho tocado y roza los párpados
del soldado, que aprieta levemente y
por última vez la mano de la
enfermera.
Fuera, a seis kilómetros hacia
la retaguardia, se prepara la artillería
para comenzar una contraofensiva en
treinta y nueve minutos. De un cielo
sin nubes comienza a descender una
apacible nieve que se posa
plácidamente en las mejillas frías de
los heridos que esperan su turno para
complacer a la Que Aguarda
Sonriendo.
LA TREGUA

Ganador del Primer Certamen


de Relato Himilce, otorgado en
septiembre de 2007.

Publicado en el monográfico
5º Aniversario de la Revista Digital
Almiar, en la página
www.margencero.com en julio de
2006.
Dejó de llover tan despacio que
los soldados permanecieron bajo las
lonas, fumando, soñando,
maldiciendo, dentro de las
trincheras, engañados por las nubes.
Fuera de los embarrados refugios no
se oía nada salvo las goteras y
precisamente fue ese silencio el que
llamó la atención de algunos hombres
que, extrañados, asomaron la cabeza
y miraron al cielo. Algunos claros
azules se abrían hueco entre las
nubes negras y los rayos de sol se
clavaban en el barro como balas
trazadoras.
Hasta que se escuchó un
gemido, débil. Después fue un
susurro doloroso y, por último, un
grito ahogado y angustioso.
-¡Ahhhhh !
Algunos soldados franceses se
incorporaron. El teniente miró por
los prismáticos transformados en
periscopio mediante tubos para
mantenerse a salvo de los
francotiradores dentro de la
trinchera. Barrió con sus lentes el
escenario frente a él. Hierros
retorcidos, cascos abandonados,
alambre de espino, cráteres
humeantes, cadáveres y un barro
implacable. No dio con el origen del
grito y lo volvió a intentar con más
lentitud hasta que captó un leve
movimiento.
-¡Ahí está! –anunció -. A unos
cincuenta metros, no más.
Miró a sus hombres. Todos
bajaron la cabeza, miraron a otro
lado, hacia arriba, abajo o adentro,
evitando cruzar su mirada con la del
oficial. Carraspearon, tosieron,
disimularon, liaron cigarrillos, se
limpiaron las uñas con las bayonetas.
Todos, de inmediato, encontraron una
tarea en la que concentrarse.
-Nadie quiere morir –afirmó el
sargento a su lado – No así.
-¿A qué se refiere, sargento?
-Verá, mi teniente, y no se lo
tome a mal. Se lo digo con todo
respeto, como su sargento que soy.
Usted es un buen oficial pero,
¿cuánto lleva aquí, con nosotros, en
el frente? ¿Seis días?
-Continúe –le instó no
queriendo profundizar en aquel
punto. El sargento tenía razón al
tildarle de novato..
-Si ordena a alguien –continuó
el suboficial - ir a recoger a nuestro
herido, suponiendo que sea nuestro,
la muerte de ambos es segura.
Enfrente, un francotirador habrá
escuchado con seguridad la llamada
de auxilio del pobre desgraciado y
ahora debe estar preparado para la
caza, masticando un palillo y
acomodando el estómago sobre su
alfombra. Ese es su trabajo. Esperará
a que salga el soldado de rescate, a
que llegue junto al herido y,
entonces, disparará. Pero no matará
al que llegue a socorrer al
desgraciado, disparará a las piernas
por ejemplo y así habrá no uno sino
dos heridos; nos obligará a salir a
por ellos y vuelta a empezar. Cada
herido es un cebo y cuantos más
heridos, más carnaza, mejores piezas
y otra cruz de hierro que le cuelgan
del cuello a ese boche. Que mate más
pronto o más tarde depende de su
estado de ánimo o de sus cifras de
bajas del mes. Por un solo herido que
para él es un reclamo, conseguirá
varias muescas en la culata de su
fusil.
-Podemos cubrir el rescate
desde aquí. No dejaremos que ese
francotirador levante la cabeza.
No necesita asomar la cabeza.
Sólo necesita una rendija y aunque
busquemos con todos los ojos que
tienen un miedo atroz en esta
trinchera, que son muchos, nunca
conseguiremos descubrir su
escondrijo. Son buenos esos malditos
francotiradores alemanes, muy
buenos.
-¿Y qué propone que hagamos
entonces, sargento?
-Esperar.
-¿Esperar? ¿A que muera?
-Es posible que ya esté muerto.
-¡Eso no lo sabemos, sargento!
–gruñó el teniente -¡No lo sabemos!
Volvió a escudriñar con los
prismáticos. No detectó en esta
ocasión ningún movimiento.
Inspeccionó la línea alemana. Si
hubiese algún francotirador al
acecho, era imposible descubrirle,
como bien decía el sargento.
El silencio se adueñó del frente
otra vez. Los minutos pasaban densos
y pesados, como las nubes negras
que eran arrastradas lejos de esa
pequeña porción del frente. El cielo
azul bendecía a los combatientes.
Entonces, se escuchó de nuevo el
lamento, más débilmente que la vez
anterior.
-¡Ahhhhh! ¡Ahhh!
-¿Ve? ¡Está vivo! ¡Sargento,
está vivo! ¡No podemos dejarle
morir ahí! ¡Es un soldado francés!
¡Usted! –señaló a un soldado -
¡Venga aquí!
El soldado titubeó.
-¡Venga aquí! ¿No me ha oído?
¡Déme su fusil!
-¿Mi fusil, mi teniente?
-¡De-me-su-fu-sil! –repitió
mirándole con furia.
El soldado alargó lentamente el
brazo hasta que el teniente le
arrebató el arma.
-¿Qué clase de soldados son
ustedes? –hablaba sin mirar a nadie
mientras extraía un pañuelo blanco
de su bolsillo y lo anudaba al cañón
del fusil -. En la guerra aún hay
reglas que deben respetarse.
-Mi teniente, no se le ocurra –
rogó el sargento poniéndose delante
de la escalerilla de madera -. ¡Es
usted un oficial! ¡No le dé esa
satisfacción!
-¡Sargento! ¡Apártese! ¡Es una
orden!
De mala gana se echó a un lado
el suboficial y el teniente subió los
peldaños con decisión. Sostuvo el
fusil en alto para que se viera la
improvisada bandera blanca, esperó
unos instantes y comenzó a andar.
El sargento corrió refunfuñando
y maldiciendo a los prismáticos y
revisó con urgencia la línea alemana.
No detectó ningún movimiento.
El avance del teniente era lento
a causa del barro y de los cráteres
provocados por los obuses. A su
alrededor se pudrían los cadáveres
que ningún bando había tenido la
oportunidad de retirar. Sudaba,
sentía la boca pastosa y un dolor
agudo en la boca del estómago.
Reparó en que decaía el brazo que
sostenía la bandera y lo izó todo lo
alto que pudo. Veía a los muertos
mirarle y creyó ver reproches en sus
frías miradas. Frente a él,
indistinguibles, imaginaba a los
enemigos apuntarle con las bocas
negras de sus armas. Pensó que esto
no lo enseñaban en la academia.
Sentía que se le aflojaba el vientre y
apretó el estómago.
Una pierna se le hundió en un
hoyo. Se agarró a lo que pudo. Su
mano izquierda hurgaba entre las
entrañas de un cadáver despedazado.
Sus ojos miraron su mano y unas
arcadas le voltearon el estómago.
Vomitó. Un instante después, recordó
su propósito. Alzó el fusil con el
pañuelo ahora sucio y reanudó su
marcha. Miró hacia atrás para
calcular la distancia. Debía estar
muy cerca. Tropezó con el soldado
herido, oculto entre el barro y cayó
de nuevo. El soldado yacía boca
arriba. Sus manos se apretaban el
abdomen ensangrentado. Su vientre
estaba destrozado. Los ojos del
teniente se cruzaron con los del
soldado, unos ojos fríos que no
anunciaban la muerte porque la
muerte le cogía sonriendo de la
mano, aunque el teniente no pudiese
verla. Buscó el pulso en el cuello
frío. Nada. Le cerró los ojos y
entonces reparó en su uniforme sucio.
Era un soldado alemán. El teniente
miró al cielo.
-¡Descanse tu alma en paz
soldado! –murmuró e hizo la señal de
la Santa Cruz en la frente del soldado
antes de santiguarse él mismo.
Buscó entre las ropas del
muerto, palpó en busca de la cartera.
La halló junto a un sobre. Con bonita
letra la dirección a la que debía ser
enviado. Un nombre de mujer,
Renata. Se lo guardó todo. Se
incorporó despacio y encaró con el
fusil en alto las trincheras alemanas.
El silencio le aturdía. Sentía un
zumbido en sus oídos.
En esos momentos, vio
movimiento en las líneas enemigas.
Fue izada una gran bandera blanca y
un hombre salió de la trinchera que,
con paso decidido, se dirigió
directamente hacia el teniente
francés. Era un oficial alemán. La
cruz de hierro lucía en el cuello de su
uniforme impecable. Las botas
embarradas recalcaban aún más su
pulcritud. Llegó hasta su enemigo, le
saludo militarmente y le ofreció su
mano derecha.
-Leutenant Manfred, Heinrich
Manfred –se presentó.
El francés le miró a los ojos.
Le devolvió el saludo militar y
estrechó su mano.
-Teniente Rousseau, Jean
Rousseau.
-Tiene usted un gran apellido,
si me permite decírselo, acorde con
su valor –halagó el alemán que
comprobaba que el soldado que
yacía a sus pies era uno de los suyos.
El teniente francés asintió
agradecido.
-Si está usted de acuerdo,
teniente –continuó el alemán -,
aprovechemos este momento en que
el sol nos da una tregua entre tanta
lluvia para recoger nuestros soldados
caídos. Sus familias merecen el
orgullo de enterrar a sus héroes.
-Estoy totalmente de acuerdo.
El oficial alemán se volvió
hacia sus líneas e hizo una seña. Al
instante, soldados alemanes
surgieron de la tierra con camillas y
comenzaron su labor.
El teniente francés se volvió
hacia las suyas e hizo también un
gesto parecido. Sus soldados
salieron y en unos minutos, franceses
y alemanes se confundían en el
campo de batalla recogiendo a sus
desafortunados compañeros.
Un veterano soldado alemán se
sentó sobre una piedra y sacó un
cigarrillo que no lograba encender
con su encendedor humedecido. Se lo
mostró a un veterano soldado francés
que se afanaba a su lado recogiendo
las partes de un compañero
desmembrado y le pidió fuego. El
alemán le ofreció un cigarrillo y
fumaron juntos. Pronto, otros
soldados les imitaron y el campo
mezcló los colores de los uniformes.
Se oyeron algunas risas. Otros hacía
pequeños grupos, trataban de
entenderse en sus diferentes lenguas,
compartían cigarrillos o se
enseñaban las fotos de sus hijos
recién nacidos.
Los sanitarios habían retirado
los cuerpos de aquellos que
encontraron vivos, los menos, y la
mayoría de los que habían muerto se
encontraban sobre las camillas,
esperando con infinita paciencia a
que sus compañeros les llevaran tras
las líneas. Los demás cadáveres, los
que no pudieron ser encontrados, los
enterraría el azar, a un paso quizá de
sus compañeros. Alguno, vivo aún en
la más absoluta desgracia, moriría
lentamente en soledad, en el basto
frente, con plena conciencia de su
encuentro inevitable con la muerte y
su carácter absoluto. Moriría sin el
consuelo de la presencia de otro ser
humano a quien coger la mano, mirar
a los ojos y despedirse con un último
mensaje para su esposa, su madre o
un hijo. La tierra blanda, embarrada,
mancillada por mil obuses se lo
tragaría para siempre en una tumba
definitivamente seria por anónima.
Alguien trajo café recién
hecho; otros pasaron su petaca de
coñac; otro trajo un balón de fútbol
con costuras sueltas de dueño
desconocido y chutó hacia lo alto.
Fue como una señal que todos
entendían. Los soldados se
levantaban y pateaban el balón
sorteando cráteres y alambres; caían
al suelo, se gastaban bromas; se
daban palmadas de complicidad; se
embarraban los uniformes hasta el
punto de no pertenecer a ningún
ejército; se animaban y los goles en
porterías invisibles eran celebrados
entre gritos y abrazos.
Entonces, comenzó a nevar.
Los copos de nieve caían de un cielo
despejado y azul, como un milagro.
Los soldados encogían los hombros,
asombrados sin dejar de jugar y reír.
Se dieron las manos, compartieron
más cigarrillos e intercambiaron
palabras mal pronunciadas en el
idioma de los otros sin dejar de
mirarse a los ojos con camaradería.
Siguieron jugando mientras la
nieve, que caía desde un cielo sin
nubes, vestía de blanco la tregua.
Los oficiales fumaban uno junto
al otro viendo jugar a sus soldados,
riéndose y comentando sus golpes y
trompazos, saboreando el humo y
recogiendo en sus manos los copos
de nieve inauditos. Tampoco ellos se
explicaban el fenómeno.
-¿A qué se dedica? -preguntó el
alemán -. Me refiero a cuando no hay
guerra, su profesión.
-Soy profesor de Filosofía.
- Apropiado con su apellido.
¿Le gusta el fútbol?
-Desde hoy creo que sí –
respondió el francés mirando a los
hombres jugar -. Y usted, ¿a qué se
dedica?
La mirada del alemán se perdió
detrás de sus párpados.
-Me gano la vida como
ebanista, pero me gusta creer que lo
que realmente soy es fabricante de
títeres.
El francés sonrió.
-Creador de sonrisas –sugirió.
-Cierto, muy cierto –afirmó el
alemán con nostalgia.
Lejos de la posición que
ocupaban estalló un obús. Fue como
si hubiesen pitado el final del
partido. Por un momento, todos los
soldados permanecieron inmóviles
mirando hacia el lejano lugar de la
explosión, como si no se explicasen
aquella interrupción. Una columna de
humo se elevaba hacia el cielo como
un insulto. De golpe recordaron que
eran soldados, que estaban en guerra
y que uno de los muchos frentes de
batalla lo pisaban sus botas.
Los sargentos comenzaron a
tocar sus silbatos. Se apuraron las
últimas caladas, se guardaron las
fotos en las carteras y se volvió
andando con la cabeza baja hacia las
trincheras a recibir órdenes y revisar
las armas. A pensar en morir de
nuevo.
Los oficiales se estrecharon la
mano.
-Tenga –dijo el teniente
buscando en sus bolsillos –usted
sabrá qué hacer con esto mejor que
yo.
Le entregó la cartera y carta del
soldado alemán muerto.
El oficial alemán le saludó con
la mano en su visera.
-Ha sido un honor conocerle,
teniente.
-El honor ha sido mío.
-Quizá... en otras
circunstancias...
-Quizá.
Cada uno volvió a sus
posiciones y minutos después se
recibía la orden de cargar. Los
obuses de mortero descargaron su
fatal verticalidad y las
ametralladoras segaron como hoces
la tierra. Los soldados salvaban las
distancias que separaban unas
trincheras de otras y entablaban
luchas cuerpo a cuerpo con la
ferocidad que aporta el desesperado
deseo de sobrevivir. Hendían sus
bayonetas, se mordían hasta arrancar
trozos de carne, disparaban a
quemarropa, maldecían e insultaban.
Mataban.
El campo de batalla se llenó de
muertos y heridos que gemían. Nadie
conquistó. Nadie fue conquistado.
Cada unidad acabó en su propia
trinchera, agotada, saciada de sangre
por un día más. Se hizo de nuevo el
silencio pero éste era diferente, roto
por el crepitar de las llamas y los
lamentos de los heridos.
El teniente francés se apoyó en
la pared de su trinchera extenuado.
Un trozo de metralla le había abierto
una fea brecha en la mejilla derecha.
Su sangre entraba en la boca y él la
escupía. Miró por los prismáticos.
Algunos heridos se movían, se
arrastraban hacia sus trincheras y vio
como eran rematados por los
francotiradores, lo mismo que hacían
desde su bando. Detuvo su recorrido
al centrar sus lentes sobre el balón
de fútbol abandonado en mitad del
campo de batalla, listo para ser
pateado en otra tregua entre muerte y
muerte.
Después, miró al cielo. Nubes
negras lo cubrían de nuevo por
completo. Pronto comenzaría a llover
otra vez. Pensó que no recordaba el
momento en que dejó de nevar.
VETERANO Y
NOVATO

Querida Chantal,
Quisiera mandarte esta carta
pero ya no tenemos papel, así que me
la aprenderé de memoria para
cuando lleguen los suministros. Me
encuentro bien de salud. Muchos
otros han enfermado, pero yo soy
fuerte, ya me conoces. La gripe está
siendo devastadora pero no te
preocupes por mí, todo irá bien.
¿Qué tal los chicos? Espero
que estén cuidando de su madre y de
las tierras. Echo de menos las tierras,
mis tierras, que huelen a vida. Éstas,
Chantal, éstas huelen a muerte aunque
no quiero contarte tristezas.
Tengo a mi lado a un joven
soldado. No se despega de mí. Tiene
dos años más que nuestro Jacques y
se llama, fíjate tú qué casualidad,
como nuestro hijo. Eso sí, no se le
parece. Éste es desgarbado y
flacucho, que no sé de dónde saca los
ánimos para arrastrar la cantimplora.
En la granja poco haría si no le
alimentáramos con tus guisos, el
pobre. Sólo de pensar en tus
comidas, enfermo, aunque no está
mal el rancho, no te preocupes.
Decía del muchacho que tiene
los ojos vivos, asustados, pero
vivaces, como los de un niño
curioso, sorprendido y atemorizado.
Para no estarlo. La guerra no es para
los niños, que éste más parece un
niño que un mozo como nuestro
Jacques. Tampoco nuestro Jacques
debería estar aquí. Con que esté su
padre es suficiente, que ya pasa de
los cincuenta. La guerra tampoco es
para los viejos si lo miras bien y yo
ya me siento viejo, Chantal, muy
viejo.
Os añoro a todos, sobre todo a
ti, pero a los chicos también. ¿Mi
pequeño Julien está bien? Cuánto
habrán crecido. A lo peor no me
reconocen al verme. Es difícil que
nos den un permiso y más ahora que
está encima este invierno tan duro.
Hace mucho frío pero las friegas en
los pies me mantienen caliente. Lo
más importante es mantener los pies
calientes. Y se hace difícil, no creas,
porque todo está nevado y
embarrado. Es bonito verlo todo
nevado al amanecer, Chantal, como
un manto blanco que me recuerda el
día de nuestra boda. ¡Estabas tan
guapa!
¿Te he dicho que este chico me
recuerda a nuestro Jacques? Y se
llama igual, Jacques. Sí, seguro que
te lo he dicho. Como no lo puedo
escribir. El muchacho no se aparta de
mí. Está asustado. Y es que esta
guerra es para asustar, aunque esto
no sé si te lo escribiré en la carta.
Están muriendo muchos
soldados. Se ganan trincheras a costa
de muchas bajas y al día siguiente
hay que abandonarlas. La
superioridad sabrá lo que hace pero
a los soldados nos cuesta entenderlo
y mientras muchos soldados mueren.
Por miles, Chantal. Lo peor es el gas.
He visto morir a muchos por el gas.
Se retuercen vomitando hasta que no
les quedan entrañas y sus cuerpos se
quedan doblados de una forma que te
pone los pelos de punta. Y la gripe.
La gripe se lleva a la mitad de
nosotros. Por eso me mantengo
caliente y al pobre Jacques también,
que no sé cómo aguanta. No, Chantal,
esto no te lo contaré tampoco.
Como tampoco te diré que no
sé si regresaré a casa. Esto seguro
que no te lo escribo pero tengo que
contártelo porque es como un fuego
que he de sacar fuera antes de que me
consuma, como cuando fumigamos
las tierras para que no se coman las
alimañas nuestra cosecha, igual. Yo
también tengo miedo, duermo mal,
como mi compañero Jacques, que me
recuerda a nuestro Jacques.
Sé que en todas las guerras hay
soldados que regresan a casa y otros
que no. Los hay que pueden abrazar a
sus esposas, ven lo que han crecido
sus hijos, arreglan los desperfectos
de sus casas y preparan los campos
para nuevas cosechas. Pero hay otros
soldados cuyos cuerpos quedan
enterrados en el barro y ni siquiera
una cruz sobre su cadáver da fe de su
tumba y reposo a su alma. Es triste
morir, más triste morir soldado y aún
más triste morir soldado lejos de
casa, sin una cruz sobre tu fosa. No,
no te diré esto en la carta. Lo
olvidaré para no sentir la tentación
de escribirlo.
Te hablaré del soldado
Jacques, que me sigue a todas partes
y del que yo cuido como si fuese
nuestro hijo mayor porque me
recuerda a nuestro Jacques. Te
hablaré de los buenos momentos
como cuando echamos un cigarrillo o
gastamos bromas, como cuando
reparten el correo y llegan fotos de
los hijos o se comparte la comida
que con tanto sacrificio alguien
consigue enviar.
Te hablaré del teniente, que
tiene una voz de ángel y tendrías que
oírle cantar. Todos guardamos
silencio y cerramos los ojos para
escucharle. Creo que hasta los
alemanes se mantienen callados
mientras el teniente canta. Lo hace a
viva voz. Un soldado italiano le
consiguió una guitarra aunque no nos
quiso decir de dónde la había
sacado. Debió robarla porque el
Señor le castigó y un soldado alemán
le hizo tantos agujeros, a la guitarra
no te vayas a confundir, que más
parecía una flauta que una guitarra.
Fue gracioso verle con la guitarra
echa un guiñapo en la mano, con lo
fanfarrones que son los italianos.
Sí, te hablaba del teniente. Es
valiente, el más valiente de todos. El
otro día salió de la trinchera a
socorrer a un herido que pedía
auxilio. El sargento quiso
impedírselo pero él no le hizo caso.
Yo quise advertirle que podía ser un
engaño, que los mismos alemanes
simulaban la voz de un herido que
pedía ayuda para hacer salir a alguno
de los nuestros. No le dije nada, tal
era su determinación por socorrer a
uno de sus soldados. Puede que
incluso fuese uno de los alemanes,
pero a él le dio igual. Salió con una
bandera blanca y a los alemanes
debió impresionarles tanto su valor
que acabamos todos, alemanes y
franceses disfrutando de una tregua y
jugando a la pelota en el campo de
batalla. Como te lo cuento. Compartí
mis cigarrillos con un veterano
soldado alemán que me enseñó las
fotos de su familia. Tenía dos crías,
fíjate. Era un padre como yo y en
esos momentos no éramos enemigos,
éramos padres. Es posible que
después yo mismo le haya matado.
¡Que Dios me perdone!
Si hubiese visto a Jacques
disfrutar, pateando la pelota,
arrojándose al barro. Y además
nevó, pero no como ahora que hace
frío y está cubierto de nubes. Nevó a
pesar de que lucía el sol. Yo creo
que era como una señal, como si el
Señor Nuestro Dios estuviese alegre
de ver a todos los hombres riendo
felices con los fusiles amontonados
en el suelo y lloró a su modo, como
un milagro.
De todo esto te hablaré cuando
lleguen las provisiones y tengamos
papel de carta. Pero no te lo pintaré
todo tan bonito, para que no creas
que te engaño. También te diré que
esto es duro, pero que si tienes
cuidado, un poco de suerte y
mantienes los pies calientes, de ésta
se puede salir y regresar a casa,
Chantal, que os echo de menos.
Todo te lo escribiré, sí, cuando
deje de nevar y podamos enterrar al
soldado Jacques, que ha muerto en
mis brazos y me recuerda tanto a
nuestro Jacques que tengo una pena
en el corazón que me aplasta.
Pero esto tampoco te lo
contaré, Chantal, que esta guerra
acabará pronto y ya tendremos
tiempo de charlas y de ver crecer a
nuestros chicos.
NEVÓ SOBRE
VERDUN UN DÍA
SIN NUBES

Pase, no se preocupe por el


perro, no hace nada. Es un perro
viejo y cansado. Acaríciele el lomo y
será amigo suyo hasta su último día.
Me temo que no tardará en llegar ese
día, para el perro y para el amo. Pero
bueno, usted no ha venido a eso y no
le quiero aburrir. Me ha dicho mi
nieta que es usted un joven
prometedor y yo creo en su opinión
más que en la mía. Siéntese ahí, eso
es, desde esa butaca se ven las
montañas. Es mi preferida. No, no,
mi butaca es la de mis invitados.
Insisto. Es una vista fabulosa ahora
en verano, pero tendría que verla en
otoño, cuando los árboles se tiñen de
dorados y bronces. Merece haber
llegado a mi edad sólo por
contemplar este paisaje. Muchas
veces me lo planteo así. Esa es la
verdadera razón por la que he
sobrevivido a dos guerras: para
admirar las montañas de mi pueblo
natal. Y para ver crecer a mi nieta,
no se vaya a creer. Ella sí que es un
motivo para seguir vivo. Lástima que
se haya empeñado en parecerse a su
padre. Pero, en fin, hablemos, que a
eso ha venido usted.
No, no me importa que grabe la
conversación. Es más, se lo
aconsejo. Mi vieja mente divaga más
de lo que yo quisiera y así podrá
recuperar el hilo cuantas veces, que
serán muchas, yo lo pierda. Haga su
trabajo. ¿Pero no querrá primero una
taza de café? Eso es, enseguida se la
preparo. Sí, yo también tomaré.
Aquí tiene. Cuidado, que quema
un poco. ¿Por dónde quiere empezar?
Muy bien. Ese será un buen
comienzo. ¿Le ha dado al botón?
¿Ya?
Bueno, pues sí, nevó aquel día.
No me extraña que desee empezar
por ahí. Es asombroso, no cree. Lo
recuerdo muy bien. Ni siquiera hacía
frío y el cielo totalmente despejado.
Ni una nube. El azul era claro, el aire
limpio, como es en esa zona de
Francia. ¿No la conoce? Se lo
aconsejo. Allí podrá usted sacar
muchas fotografías. Quedan muchos
recuerdos de entonces. Verdún. El
cielo de Verdún.
No, no me explico cómo es que
nevó sin nubes. ¿Cómo puedo
saberlo? Yo no he tenido la
oportunidad de estudiar como
ustedes, aunque tampoco nadie ha
conseguido dar una explicación
convincente de aquel fenómeno.
Tengo mi teoría pero no es científica,
ni siquiera popular. Podríamos decir
que es fantástica, así que, de
momento, y mientras no le coja más
confianza, me la guardo, no se vaya
usted a pensar que soy un chiflado.
Aquella nieve era tan real como
las palabras que escucha, o el café
que se está tomando. Los copos
caían, se posaban sobre la piel y se
fundían. Incluso lamí allí donde
mojaron, pero no noté ningún sabor
especial, salvo el de la pólvora. Era
la mano derecha, con la que apretaba
el gatillo. La mano que dispara, la
que mata, siempre sabe a pólvora.
También supo a sangre. Maté a
cuchillo una vez, sólo una. En dos
guerras sólo me enfrenté cuerpo a
cuerpo una sola vez. Me considero
afortunado por ello. Mi brazo
encontró el camino hacia el pecho de
aquel soldado francés antes que su
brazo el camino hacia el mío. La
bayoneta penetró lentamente hasta el
mango. Boqueó como un pez. Nos
mirábamos a los ojos. Cuando se
pelea así, se mira a los ojos. Los
ojos lo dicen todo. Sobre todo, si
vivirás o no. No recuerdo qué sentí
si es que sentí algo. Pero sí recuerdo
que nos mirábamos directamente a
los ojos. Me imagino que aquel
soldado, un jovencito imberbe, vería
en mi a un monstruo horrible, o quizá
pensase en su padre o toda su corta
vida se le reflejó en mis pupilas.
Realmente, no tengo modo de
saberlo. Yo en los suyos vi
desesperación. La suya y la mía y la
de cada uno de los miles de soldados
que combatían en Verdún. Una
batalla que duró un año. ¿No es
increíble?
Es posible que te parezca
frívolo o extraño o, por qué no,
demencial, pero no puedo trinchar un
pollo o partir una sandía sin recordar
los ojos de aquel muchacho. ¿Sabes?
Incluso sé cómo se llamaba.
Perdona, te he tuteado. ¿No te
importa? Podría ser tu abuelo. Tú
puedes tutearme también. Como te
decía. Sé como se llamaba aquel
soldado francés al que maté con mi
bayoneta en su propia trinchera. Esa
vez nos tocó a nosotros tomarla.
Resultaría imposible contar las veces
que cambiamos la propiedad de
aquel gigantesco surco que más era
una tumba que una trinchera. Se
llamaba Jacques.
No, no me lo dijo al morir.
¿Qué sentido tendría? Sí, claro,
suplicando por su vida. Eso tiene
sentido, es cierto, pero no fue así.
Cuando la hoja penetraba en su
pecho huesudo y delgado, otro
soldado francés, un veterano de pelo
canoso y rostro ajado por el sol,
gritó su nombre y extendía su mano
derecha como si pudiese con un gesto
salvar la distancia que nos separaba
y agarrar al muchacho para
arrebatárselo a la muerte.
El soldado sujetaba su peso en
mi cuello y lentamente se le fue la
vida. El otro, el veterano, disparó su
fusil, pero su intención no fue darme,
no fuese a acertar a su compañero.
Fue como cuando se espanta a unos
conejos para que no se coman los
frutos de la huerta o a un zorro para
que no desbarate a las gallinas, igual.
En aquel momento pensé que, quizá,
fuese su hijo y le estaba viendo morir
a unos metros de él. Fue por eso por
lo que yo tampoco le disparé. Y
podía haberlo hecho.
Pensé, porque en esos
momentos, aunque parezcan efímeros
como un rayo, la mente es capaz de
pensar y pensar, que aquel hombre,
el veterano, sin duda mayor para
combatir, había hecho lo
humanamente posible por estar cerca
de su hijo y protegerle. Habría
convencido a los capitanes, llorado a
sus pies, suplicado sobre sus manos
por que le destinasen a la misma
trinchera que a su vástago. Para un
padre, nunca hay suficiente seguridad
si se trata de un hijo. Es ley de vida.
Por eso no disparé. Me alejé de
allí. Busqué otros contra los que
combatir. Deseaba alejarme de aquel
hombre porque le vi abalanzarse
sobre la criatura moribunda, mecerla
entre sus brazos, retirarle el flequillo
ensangrentado de la frente y besarle
antes de hacerle el signo de la Cruz.
No vi más. No quise ver más.
Aunque siga viéndolo cada noche.
No, no me pasa nada.
Enseguida continuamos. Necesito un
poco de agua. Bien, todo en orden.
No te rías de este pobre viejo,
pero he recordado unas líneas del
Julio César de Shakespeare, cuando
Marco Antonio dedica sus palabras a
la memoria de César y dice: “mi
corazón está aquí en el ataúd con
César, y tengo que detenerme hasta
que vuelva a mí”. Son cosas de los
ancianos.
Pero bueno, han pasado muchos
años desde que nevó aquel día sin
nubes. No, no nevó el día que maté a
Jacques. Fue el día anterior. Un día
curioso en el que franceses y
alemanes nos pusimos a jugar al
fútbol en tierra de nadie. Alguien
había sacado una pelota durante una
tregua para recoger a los heridos y a
los muertos, y nos pusimos a darle al
balón. Esa habría sido una bonita
manera de decidir la batalla, pero
esto es una estupidez. El hombre es
mucho más insensato que todo esto.
De nada sirvió que nevara. En cuanto
silbaron los silbatos, todos corrimos
y al poco ya caían los obuses sobre
las posiciones de ambos ejércitos.
¿Crees que alguien se acordó del
balón? ¡Por favor!
Mira que han pasado años
desde entonces y cada día me he
hecho la misma pregunta. ¿Por qué
hacíamos aquello? ¿Por qué nos
matábamos los unos a los otros?
¿Qué habíamos hecho para terminar
así? Si ni siquiera nos odiábamos. El
odio lo habría simplificado, ¿no te
parece? Es fácil desear la muerte de
aquellos a los que odias, pero no era
el caso. La respuesta tampoco es
porque nos lo mandaban. Los
soldados han de obedecer las
órdenes de sus superiores y vaya si
obedecíamos. Ya se encargaban los
sargentos de que lo hiciéramos. Lo
creas o no, las victorias o las
derrotas de un ejército descansan en
los sargentos. Si alguien te dice que
el éxito o el fracaso depende de los
generales, de las estrategias, de la
intendencia o de la suerte, si me
apuras, es que jamás ha estado en
una guerra. Si alguien te dice eso,
desconfía, no sabe lo que es que te
aprieten los intestinos en el fondo de
una trinchera hasta el punto de
aflojarse y soltar todo el rancho por
los pantalones, cuando el sargento
comienza a tocar el silbato con tal
fuerza que podría disparar balas por
él, y sube las escaleras de madera el
primero y es el primero en
embarrarse y, en muchas ocasiones,
es el primero en ser abatido. Nadie
quería ser sargento, pero aquel cabo
que era ascendido porque ya no
quedaban sargentos vivos, se le
hinchaba el pecho, se le apretaban
los labios y le brillaban los ojos de
orgullo y valor. De pronto, de su
coraje y su responsabilidad
dependían las vidas de sus hombres y
su pelotón le seguía allá donde fuese,
aunque se tratara de las mismas
fauces de la Más Negra, la Muerte
con mayúsculas.
¿De qué te hablaba? ¡Ah, sí! De
obedecer las órdenes. ¿Quieres más
café? No, la obediencia debida
tampoco es la respuesta. Tanto es así
que jamás escuché una orden del tipo
¡mátalo! ¡Matadlos a todos! ¡Maten
al enemigo! No, nunca escuché una
orden así. Las órdenes eran: ¡Hay
que tomar esa trinchera! ¡Carguen!
¡Calen bayonetas! ¡Fuera de las
trincheras! ¡Al ataque!
No son lo mismo. Hay una sutil
diferencia. Verás. Es como si
dejasen en manos de los soldados el
método para tomar las trincheras
enemigas, como si fuese válido por
ejemplo, y no te rías, jugársela a las
cartas o en un combate de boxeo
entre los dos más fuertes o
simplemente corriendo a ver quien
llega antes. El de la trinchera
disparaba contra los asaltantes
porque creía que el asaltante le iba a
disparar y el asaltante disparaba
porque creía que el de la trinchera lo
haría antes que él. Te imaginas que
nadie hubiese disparado, que nadie
hubiese calado sus bayonetas, que
nadie luchase. Habríamos corrido
hacia las posiciones enemigas,
llegado hasta ellas, saltado dentro y,
de pronto, alemanes y franceses nos
habríamos mirado y dicho: ¿y ahora
qué hacemos? ¿Os vais de la
trinchera? ¿Os la damos y vosotros
nos la devolvéis mañana?
Veo que sonríes. Hablo muy en
serio. Está bien. Te perdono. Eres
joven y no comprendes lo que no has
vivido. En fin. La obediencia
tampoco es la respuesta.
¿El honor, dices? ¿Qué honor
hay en acuchillar a un aterrorizado
muchacho que se ha cagado en los
pantalones en cuanto ha visto el filo
de una bayoneta? ¿Qué honor hay en
enterrarse en un cráter sobre el que
cae en picado el proyectil de un
mortero? ¿Qué honor hay en que una
ametralladora vuele la cabeza de un
enemigo al que ni siquiera has visto?
¿Qué honor hay en que un niño que
tienes en brazos te clave una navaja
en el cuello? ¿Qué honor hay en
morir desangrado en la camilla de un
hospital de campaña porque no hay
médicos o se han vuelto locos de
tanta muerte? ¿Qué honor hay en
abatir con tu fusil de precisión a un
centinela que prende un cigarrillo?
¿Qué honor hay en morir
retorciéndote porque el gas te abrasa
las entrañas? ¿Qué honor hay en
mandar a una muerte cierta a cientos
de miles de soldados? ¿Qué honor
hay en matar a unos ancianos para
robarles dos gallinas y violar a su
nieta? ¿Qué honor hay en lanzar una
bomba atómica sobre una ciudad?
¿Qué honor hay en las guerras?
¡Dime! ¡Dime!
Veo que callas. ¡No bajes la
mirada! ¡Tú no tienes que
avergonzarte! Si Dios quiere, tú no
vivirás una guerra como las dos que
yo he vivido. Hiciste bien en
mencionar el honor. Antes había
honor en la guerra, un honor basado
en el respeto al contrario. Antes se
enfrentaban de igual a igual, con las
mismas armas y se respetaban
mutuamente. Era un orgullo perecer
en manos de un guerrero que había
demostrado ser más hábil y más
fuerte. Pero esto tampoco es
suficiente porque no siempre era así.
Quizá, los guerreros se respetasen
los unos a los otros y ese respeto se
heredaba de padres a hijos. Sólo
tienes que leer a Homero. Pero ahí
también leerás qué era lo que pasaba
con los que no eran soldados. ¿Qué
me dices de los saqueos, de las
violaciones, de los exterminios de
niños, futuros enemigos, de la
desolación de cosechas y pueblos, de
la toma de esclavos entre los
vencidos? No, definitivamente, la
guerra no es una cuestión de honor.
Siento llevarte la contraria. Hay más
honor en cada gesto solidario, en el
afecto mutuo entre extraños, en una
muestra de lealtad y de hospitalidad
que en todas las guerras
desencadenadas por el hombre desde
que es hombre.
Estoy cansado. Salgamos al
jardín. Sí, ese es mi hijo. Coge la
foto sin miedo. Sí. Son los galones
de teniente. ¿La cruz de Hierro? La
ganó en la toma de Holanda. Fue una
de las primeras que se dieron.
Avanzó más que nadie con sus
tanques a las órdenes de Guderian.
Le tuvieron que mandar detenerse
porque había llegado él solo con sus
hombres a París.
Murió.
Perdona. Debe ser la alergia.
No puedo con todo ese polen. ¿de
verdad no quieres otro café? Mi
nieta. Ahí no la reconoces, eh.
Cuánto ha crecido mi pequeña. Sé
que volverá pronto, sí. Ella dice que
en cuanto las potencias occidentales
echen a ese dictador. Franco se
llama, ¿no? Creo que ni Hitler pudo
con él. Temo por ella. Los
periodistas y las dictaduras no
congenian bien. Claro que sabe
cuidarse, por eso temo por ella,
porque su padre también sabía
cuidarse, pero siempre quería llegar
más lejos y antes que nadie. Y eso se
paga.
Aquí se está mejor. Respira.
Esto no lo podéis saborear en la
ciudad.
¿Por dónde íbamos? Cierto. Te
daré mi respuesta. Después de todo
lo que hemos hablado, ¿qué nos
queda? ¿Por qué los hombres se han
vestido de soldado, empuñado todo
tipo de armas y exterminado unos a
otros desde que son hombres? Al
principio creí que era por egoísmo,
pero no. Deja a un puñado de seres
humanos a su aire y antes de que te
des cuenta están construyendo un
techo donde refugiarse, compartiendo
la comida y el agua y criando a sus
hijos. Por mucho que traten de
convencerme de que el ser humano es
un ser maligno digno del peor de los
infiernos, no me lo creo. Lo primero,
porque no soy creyente y eso del
cielo y del infierno no va conmigo.
Segundo, porque por cada acto
inhumano ¿cuántos gestos nobles se
producen a cada instante? Fíjate en
nosotros. Charlamos, te ofrezco mi
butaca, mi mejor café, comparto
contigo este paisaje y lo gozamos
juntos. Sabemos apreciar lo hermoso
de la vida y somos conscientes de
ello. Yo quiero a mi nieta, tú la
aprecias y se enamorará de algún
chico y querrán tener hijos y darán la
vida por ellos si es preciso. ¿Te has
sonrojado? Sí, te has sonrojado.
Tengo buen ojo y no se me escapa
nada aunque divague.
¿El Holocausto? Cierto. Con
eso me lo pones difícil. Sin embargo,
creo que lo superaremos y que la
Historia aprenderá de aquella
barbaridad y el ser humano será más
fuerte entonces. Pero no deseo hablar
de eso. Me pone enfermo. El día que
se sepa toda la verdad, será un día
muy duro para todos. Esa marca la
llevaremos siempre los alemanes.
Será nuestra vergüenza histórica.
Cada día pido perdón por ello.
Créeme. Aquel horror afianza mis
creencias.
Te diré más. Ahí está la
verdadera razón de todo cuanto
hemos hablado. ¿Por qué disparé mi
arma? ¿Por qué maté soldados
franceses en la primera guerra y de
otras muchas naciones en la
siguiente? ¡Por miedo! Eso es, por
miedo. Siempre ha sido por miedo.
Miedo a perder la vida, a que no
vuelva a ver a aquellos a los que
amo, a no ver a mis nietos correr por
mi jardín, a no ver envejecer a mi
esposa y poderla abrazar cuando no
tenga nada más que a ella y ella a mí,
a no culminar los proyectos en
marcha, a no poder empezar otros
nuevos, a no ver el sol, escuchar a
Mozart, a no llorar ni reír nunca más,
a que todo termine y se vuelva
oscuro, a que la Muerte triunfe
finalmente sobre este cuerpo
desamparado y lo convierta en
polvo. Ese es el motivo por el que
los soldados matan. Por miedo. Por
miedo a morir.
Claro que podrían negarse a ir
a la guerra. Ojalá todos lo
hubiésemos hecho. ¿Acaso crees que
no lo he pensado? Pero siempre
creemos poder vencer al miedo.
Somos unos ilusos. Nos dan un
uniforme, un fusil, munición, una
bandera, confiamos en nuestros
oficiales, en la bondad de sus
estrategias y tácticas. Creemos
defender lo que es justo y con ello
intentamos superar el miedo. Pero es
inútil. El miedo no te abandona. Está
en nuestra sangre. Es el producto de
nuestra debilidad y el que provoca
nuestro cansancio. El miedo. ¿Acaso
te has fijado como llamamos a los
que no tienen miedo?
¿Héroes? No pensaba en ellos.
Di más bien locos.
No, yo no soy un héroe. Estoy
vivo. He sobrevivido a dos guerras.
Y he pagado el precio por ello. Un
precio muy alto. ¿No quieres saber
cuál? ¡Claro que quieres! Eres un
buen chico. Tus padres te han
educado bien. Te diré cuál ha sido
ese precio. ¿Recuerdas aquel
muchacho, Jacques, al que maté con
mi bayoneta? ¿Y al veterano que le
abrazó? No era su padre.
Lo sé porque volví a Verdún.
Sí. Hace tres años. Veteranos de
ambas guerras de todos los bandos
nos encontramos allí con la intención
de sellar las heridas. El corazón me
decía que yo también debía ir. Y me
encontré a aquel hombre. Era muy
anciano. Sobrevivió a la Primera
Guerra y perdió a sus tres hijos en la
segunda. Te aparecerá mentira pero
nos reconocimos. Recuerdo que sus
ojos brillaban, le temblaban las
manos sobre una manta de cuadros
que llevaba sobre las rodillas. Una
nieta suya le llevaba en silla de
ruedas. Levantó la barbilla. Me miró.
Yo le miré a él. Cogí sus manos sin
vergüenza alguna y lloré como un
niño. Le enseñé la foto de mi hijo y
él a mi las de los suyos. Le dije que
mi chico murió allí, en aquellas
colinas. Él las miró y me dijo que sus
hijos allí murieron también, haciendo
frente a los tanques alemanes. Los
que mandaba mi hijo, le contesté. Los
que detuvieron los suyos, me replicó.
Pero no había ofensa en nuestras
palabras, ni odio. Era la constatación
de que si aquel día no hubiésemos
coincidido en la batalla y no
hubiésemos renunciado a matarnos,
nuestros hijos no se habrían
enfrentado hasta matarse. Guardamos
silencio. El resto de los compañeros
se abrazaba. ¿Sabes lo que aportaban
tantos uniformes distintos? ¡Color!
Eso era todo. Para eso sirven los
uniformes. Para dar color. Ese
debería ser su único objetivo.
Vi que aquel anciano miraba
hacia el cielo. Estaba despejado. Un
bonito día de primavera, como hoy.
Corría una ligera brisa desde el río.
Era muy agradable.
Vi nevar aquí un día sin nubes,
le dije. Yo también, susurró. Y
seguimos mirando hacia el cielo.
Y eso es lo que puedo contarte.
Espero que te sea de utilidad. No,
gracias, a ti. Es agradable tener con
quien hablar, sobre todo, si sabe
escuchar. Se lo daré de tu parte. Se
alegrará cuando le diga que estuviste
aquí. Sí, vuelve cuando quieras. Mi
casa es tu casa. Siempre.
MOLINO DE
SANGRE

Carl abrió los ojos una vez y


los volvió a cerrar. Se los restregó
con fuerza. Consiguió despegar los
parpados una vez más. Esta vez lo
logró, se quedaron abiertos. Veía
chiribitas mareándole. Cuando se
diluyeron, vio, frente a él, con la
espalda apoyada contra el nicho de
la trinchera, a un soldado que yacía
con la barbilla en el pecho. El pecho
de aquel soldado especialmente
tranquilo no se movía al compás de
la respiración. Apenas alcanzaba a
verle el rostro bajo la sombra de su
casco de cuero, pero lo que podía
ver era piel del color de la ceniza,
exactamente del mismo color que la
suya debía de ser por culpa del
humo, del barro y de la
gastroenteritis.
No pudo apartar los ojos del
infeliz soldado. Le parecía dormido
pero no lo estaba. Podría llevar
muerto semanas o sólo unos días.
Nadie habría podido apreciar la
diferencia. Se sintió tentado de verle
el rostro, de conocer a aquel que tan
cerca tenía y cuya imagen bien
podría ser la suya reflejada en un
espejo. Se incorporó, avanzó apenas
cinco pasos sobre la tarima de
madera empapada y se plantó ante el
cadáver. El corazón le latía con
fuerza y respiraba con agitación.
Había visto muchos muertos, por
docenas, pero nunca había estado
tentado de tocar uno. Levantó con
lentitud la mano derecha y la dirigió
hacia la visera del caso de punta del
soldado. A punto estaba de tocarla
cuando el muerto levantó con
solemnidad su cabeza y miró a Carl
con sus ojos profundamente apagados
y negros. Carl trastabilló hacia atrás
y cayó de culo en su propio nicho. El
soldado muerto aún le miraba.
-Darás vueltas y más vueltas en
este molino de sangre –vaticinó el
cadáver sin mover sus labios
morados, con su mirada vacía fija en
Carl..
Carl comenzó a sudar y a
temblar de frío. Trataba de
incorporarse y salir corriendo de allí
cuando un tintineo le llamó la
atención.
Hugo se acercaba haciendo
sonar dos tazas de latón abolladas
por los golpes.
-Es la hora de un delicioso café
–anunció con una sonrisa -. Vaya
cara tienes. Parece que ha visto a un
francés con la bayoneta calada
vestido de cabaretera.
-No he visto a nadie y lo que
traes sólo es café aguado –balbuceó
Carl recomponiéndose al tiempo que
lanzaba una mirada de reojo al
soldado muerto, que seguía con la
cabeza apoyada en el pecho, en la
misma posición que siempre estuvo.
-Está caliente –condescendió
Hugo -. Con eso me vale.
Carl agarró su taza y la sostuvo
entre ambas manos para que entraran
en calor y así disimular los
escalofríos.
- ¿Qué miras con tanto interés?
–quiso saber Hugo.
Señaló el aludido con el
mentón al inmóvil compañero.
A Hugo se le borró la sonrisa
al ver al individuo imperturbable.
-A ese no le traigo café –
sentenció bajando la mirada.
-Antes no estaba ahí –informó
Carl.
-Alguien le habrá dejado ahí
para no tener que enterrarle. ¿Te has
fijado? Tiene el mismo color de cara
que tú.
-Y que tú.
-Quizá, nosotros también
estamos muertos, todos lo estamos y
nos meten en estos agujeros que
dicen que son para nuestro descanso
y, en realidad, son para que no
estorbemos y se ahorren el entierro.
Hugo le dio la espalda al
soldado muerto.
-Bébete el café –aconsejó
Hugo -. Te revivirá.
Carl se llevó la taza a los
labios con ambas manos pero no
llegó a beber.
-Hugo. ¿qué te dicen las
palabras molino de sangre?
-¿Molino de sangre? Esa es
fácil, mi tío Günter tenía uno de esos
para moler el grano y del que tiraba
una vieja mula. Pero, déjame pensar.
¿No es así como llamó a esta
carnicería el Jefe del Estado Mayor?
-¿Falkenhayn?
-Sí, el mismo. Nuestro
amadísimo jefe.
-No lo sabía –dudó Carl
-Sí, así lo llamó y no se
equivocó lo más mínimo. Damos
vueltas y más vueltas, de una
trinchera a otra, moliéndonos la vida,
con los ojos tapados para no
marearnos. No se le pudo ocurrir un
nombre mejor.
- Este café sigue estando
asqueroso –afirmó Carl con tono
deprimido.
-Sigue estando caliente.
Guardaron silencio unos
minutos. Muy lejos se escuchó una
explosión. Ambos miraron al cielo
azul como si esperasen ver venir un
mensaje desde el aire.
-Hugo, ¿crees que vamos a
morir?
Hugo se olvidó del cielo.
Apuró su café y permitió que el
último trago se demorara en su boca.
Lo notó especialmente amargo.
-Sí, todos vamos a morir –
sentenció.
-Ya sé que todos moriremos.
Digo aquí, en esta guerra, en la
próxima ofensiva, en este nicho de
trinchera. ¡Di! ¿Volveremos a casa?
Una desordenada fila de
soldados cabizbajos, cansados, con
los fusiles colgados con desgana al
hombro, encabezada por un cabo tan
melancólico como el resto, pasó ante
ellos como un tren de mercancías
caducadas. Sus botas sucias
chapoteaban sobre la tarima
empapada. Les miraron pasar y
perderse por el fondo de la trinchera.
-Van a tirar del molino –
decretó Carl.
-Hoy lucirá el sol –aventuró
Hugo cambiando de tema.
Carl no dejaba de mirar el
punto de la trinchera por el que
habían desaparecido los soldados.
-Se los ha tragado –murmuró.
-¿Quién se ha tragado qué?
-La trinchera se ha tragado a
esos hombres.
-Creo que no te sienta bien mi
café.
-Y nos tragará también a
nosotros.
Los ojos de Carl reflejaban un
miedo dulce.
-Jamás –continuó – saldremos
de este agujero.
Hugo perdió su rostro risueño.
Se llevó rápidamente una mano al
cuello de un manotazo.
-¡Malditas pulgas!
Carl agachó la cabeza con
pesadez.
Entonces, comenzó a nevar.
Muy lento al principio, de un modo
casi imperceptible. Copos
insignificantes deambulaban en un
vuelo incierto, se posaban y se
diluían.
Hugo fue el primero en reparar
en ello cuando alguno de los
erráticos copos se posó en el caso de
cuero de su amigo. Arrugó el
entrecejo y miró a lo alto. La nevada
perdió su timidez y cayó con más
fuerza.
-¡Carl! –llamó Hugo -¡Carl!
Cuando Carl levantó la vista,
Hugo extendía las palmas de sus
manos hacia arriba como dos
cuencos y abría la boca, como si
quisiese beberse el aire.
-¡Está nevando! –exclamó
Hugo sin cerrar la boca en un sonido
gutural - ¡Joder, está nevando!
-Es una señal –susurró Carl.
-¿Qué dices?
-Digo que es una señal.
El rostro de Carl de pronto se
había iluminado.
-¿Una señal?
-¿Qué si no? Mira el cielo. No
hay ni una nube y ni siquiera hace
frío. No puede ser otra cosa, es una
señal.
-Tienes razón. No hay nubes.
Qué cosa más rara.
-No es una cosa rara. Es una
señal –exclamó Carl entusiasmado.
Hugo se volvió hacia su amigo.
Los copos comenzaban a cuajar en
los correajes, en las cantimploras, en
las máscaras de gas, en los fusiles.
-¿Una señal de qué? –preguntó
Hugo preocupado.
-No lo sé.
-Pues vaya una mierda de
señal.
-Quizá sea una señal de Dios.
-Una señal de Dios –repitió
Hugo.
-Eso he dicho, una señal de
Dios.
Hugo se rascó allá donde antes
le picó la pulga mirando a su amigo
de reojo.
-¡Ah! ¿Y qué dice la señal de
Dios?
-Dice que dejemos de
combatir, que nos marchemos a casa.
Dice que no tiene sentido que
muramos en estos agujeros podridos
por nada.
-¿Y todo eso te lo dice la
nevada? Ya te lo habría dicho yo.
-No te burles. Fíjate. Esta
nevada no tiene sentido. No hay
nubes. Dios nos está mostrando lo
absurdo que es todo lo que ocurre
aquí, en Verdún.
-Definitivamente –concluyó
Hugo -, no te traigo más café.
Una serie de andanadas de
artillería atravesaron con su
estruendo las palabras de los dos
soldados.
-¡No! –gritó con angustia Carl.
-¡Empieza la fiesta! -
correspondió Hugo.
Un sargento corría por la
trinchera vociferando.
-¡A sus puestos, gandules!
¡Todos a sus puestos! ¡Prepárense
para atacar!
Se detuvo ante ellos.
-¿No escucharon? ¡Prepárense!
–escupió.
Después, se volvió hacia el
soldado muerto.
-¡Usted! ¿Está sordo? –gruñó y
le dio una patada en una rodilla con
todas sus fuerzas.
El muerto cayó de costado
rígido como una tabla retorcida. El
sargento masculló una blasfemia,
agarró el cadáver por los correajes y
lo volvió a ajustar en el nicho.
-Si no está en condiciones de
combatir, soldado, al menos, no
estorbe.
Siguió después su carrera
arengando a los soldados que
emergían de los demás nichos y de
los túneles.
Los obuses volaban sobre las
cabezas que se agolpaban en la
trinchera. Las escalas de madera se
afirmaban en el suelo embarrado.
Los suboficiales se llevaban los
silbatos a la boca.
Carl vio como Hugo movía los
labios y escuchó un hilo de voz que
salía de ellos. Sus ojos brillaban de
miedo, sus manos temblaban mientras
él, tranquilo, creía no sentir sus pies
sobre el suelo y se quedaba absorto
en los copos de nieve que uno tras
otro le vestían de blanco.
-Fuego de preparación -rezaba
Hugo -, ataque, fuego defensivo,
retirada; fuego de preparación,
ataque, fuego defensivo, retirada;
fuego de ...
-¡Calen bayonetas! –rugió el
sargento y la orden corrió por la
atestada trinchera - Vamos a
bebernos todo el vino de esos
franceses. Ahí delante tienen
montañas de barriles, señores.
¡Démonos un festín! ¡Al ataque! ¡Al
ataque!
El sargento fue el primero en
salir de la trinchera, empuñando su
pistola y soplando su silbato con
enloquecida energía. Detrás de él,
los soldados salían disciplinados,
aturdidos, aterrados, vacíos.
Los franceses les dejaron
avanzar unos metros. Después,
comenzó a tronar su artillería y su
fusilería.
Hugo corría cabizbajo
murmurando su hipnótica palabrería.
Muy cerca de él, Carl corría con su
sensación de levedad a cuestas
aunque la tierra blanda se hundía
bajo sus botas. La nieve se ensuciaba
en el barro y en la sangre.
Los proyectiles silbaban a su
lado. Levantaban esquirlas de
escoria en el suelo, en los parapetos,
en los cuerpos de los soldados. Los
obuses formaban cráteres en los
cráteres ya formados y engullían
hombres que ni de gritar tenían
tiempo.
Hugo cayó de bruces en un
hoyo. Carl se lanzó detrás de él.
Aquél no paraba de repetir su
cantinela de fuego de preparación,
ataque, fuego defensivo, retirada.
Éste procuraba no dejar de mirar el
cielo de azul intenso que les enviaba
una nieve tan blanca y perfecta.
Hugo reptó por la pared del
cráter y volvió a correr hacia
delante. Carl fue detrás de él.
Muchos compañeros yacían de
formas grotescas, con sus cuerpos
completos o desmembrados. Otros
muchos habían ganado la trinchera
francesa y combatían cuerpo a
cuerpo entre gruñidos inhumanos.
La trinchera enemiga fue
conquistada. Los franceses que no
huían a la carrera levantaban los
brazos rendidos, aliviados al ser
hechos prisioneros para alejarse del
combate y reparar sus nervios rotos,
aunque fuese en campos alemanes.
Hugo y Carl se derrumbaron
junto a un montón de sacos terreros.
Hugo ya no recitaba pero Carl seguía
absorto con la nieve que aún caía con
fuerza.
-Esto es lo que decía tu señal,
Carl –señaló jadeando Hugo -. ¿Me
has escuchado?
-¿Qué?
-Que ya sé lo que quería decir
tu señal –decía con el aliento todavía
ahogado.
Carl se le quedó mirando
confuso.
-Decía tu señal que íbamos a
ganar esta trinchera sanos y salvos y
sin pegar ni un tiro.
-Para decirnos eso no
necesitaba crear Dios un efecto tan
formidable.
-¿Por qué no? ¿Acaso tú y yo
no nos merecemos seguir vivos?
No contestó Carl a su amigo.
Miraba el cielo. La nevada remitía
despacio. Antes de que les
reagruparan para afianzar la
posición, ya no nevaba.
-¿Ves? –continuó Hugo -. Era
para nosotros, ¿no te das cuenta? Sea
Dios o no lo sea, nos protege. Ahora
voy a ver si es verdad eso de la
montaña de barriles de vino que
anunciaba el sargento. ¿Vienes?
-No, ya me contarás.
Carl se quedó solo en la
trinchera francesa. También tenía
nichos para apostar centinelas, para
descansar, para dejar paso. Igual que
ellos. Era muy posible que antes esa
trinchera fuese suya. ¿Cómo
recordarlo? Habían ganado y perdido
las mismas trincheras tantas veces
que ya no sabían ni hacia donde
debían atacar o retirarse. Cerró los
ojos y se quedó dormido.
Al rato, abrió los ojos una vez
y los volvió a cerrar. Se los restregó
con fuerza. Consiguió despegar los
parpados una vez más. Esta vez lo
logró, se quedaron abiertos. Veía
chiribitas. Cuando se diluyeron,
reparó, frente a él, con la espalda
apoyada contra el nicho de la
trinchera, en un soldado que yacía
con la barbilla descansando en el
pecho. El pecho de aquel soldado
especialmente tranquilo no se movía
al compás de la respiración. Apenas
alcanzaba a verle el rostro bajo la
sombra del su casco de cuero, pero
lo que podía ver era piel del color de
la ceniza, exactamente del mismo
color que la suya debía de ser.
Los ojos de Carl se agrandaron
presa del terror más profundo. Su
corazón estaba preso en un puño que
apretaba más y más. La angustia
crecía ante la visión de aquel muerto
tan familiar. Un tintineo le distrajo.
Hugo se acercaba haciendo sonar dos
tazas de latón aboyadas.
Carl agachó la cabeza hundido.
La imagen de la muela de un molino
girando y girando fue lo único que
llenó su mente. Ni siquiera pudo
llorar.
Juan
Enrique Soto, nació en
un pequeño pueblo
cerca de Frankfurt,
Alemania, pero se
crió en el popular
barrio de Vallecas,
Madrid.
Ha publicado la
n o v e l a El silencio
entre las palabras
con la editorial Baile
del Sol, en 2012.
Es editor de la
Revista de Creación
Digital La Barca.
Entre sus galardones
literarios se destacan:
ganador del Primer
Certamen de Relato
Himilce 2007,
finalista en el Tercer
Certamen
Internacional de
Novela Territorio de
la Mancha 2005,
ganador del I
Concurso de Relatos
de Terror
Aullidos.com y del
Primer Premio de
Poesía Nuestra
Señora de la
Almudena,
Valladolid. Ha sido
finalista o recibido
mención en los
c e r t á me n e sV
Hontanar de
Narrativa Breve,
XVIII Concurso
Literario de Albacete,
Primer Concurso
Internacional de
Cuente Breve del
Taller 05 y Primer
Certamen Literario
Francisco Vega
Baena. Algunas de sus
obras pueden
encontrarse en
diferentes portales de
la web.

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