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UNA ANTROPOLOGÍA DE LOS LÍMITES: DE LAS INCISIONES CORPORALES

A LOS COMPORTAMIENTOS DE RIESGO.

David Le Breton

« Près de la mort on ne voit plus la mort » (Rainer Maria Rilke, Les élégies à Duino).

La experiencia de los límites analizada aquí obliga a considerar al hombre más


allá de una simple aspiración a la felicidad, a la plenitud personal, lejos del cálculo o del
ahorro. Al contrario, nos enfrenta con la demanda brutal del dolor o de la muerte para
existir. El hombre no es un ser razonable o racional, ocurre a veces que va hacia lo peor
en plena lucidez, o que es el único que no ve que pone su vida en peligro, que se inflige
heridas en la memoria o en el cuerpo que permanecerán indelebles. Aun la vida
ordinaria está mezclada de ambivalencia, de incertidumbre, de deslumbramiento de si,
de caminos llenos de obstáculos que a veces son los únicos por los cuales se puede pasar
cuando se derrumban los demás. Ocurre que el hombre pierde la elección de medios y
que, por un tiempo, entra en una zona de turbulencia donde su existencia se mantiene en
el filo de una navaja.
Se encuentra entonces en busca de su inconsciente, de lo que se le escapa en sus
comportamientos, pero que no por eso deja de responder a una coherencia social y
personal. A veces, para seguir existiendo, necesita jugar con la hipótesis de su propia
muerte, infligirse una prueba individual, hacerse daño para aliviar daños en otras partes.
El enfrentamiento con los límites que nos interesa aquí no trata, en ningún caso,
de una voluntad disimulada de perecer, sino al contrario de una voluntad de vivir
finalmente, de despojarse de la muerte que castiga su piel para salvar su pellejo.
Ciertamente, participa de una ambivalencia. La búsqueda de si le lleva por vías
tortuosas que pueden conducir a la muerte. Para encontrarse a sí mismo, es importante a
veces que uno se arriesgue a perderse, no por elección, sino por necesidad interior,
porque el sufrimiento o la mengua de ser taladran y apartan de la existencia. En los
comportamientos analizados aquí, se trata de jugar astutamente con la muerte o el dolor
para producir sentido de uso personal. Pero uno no debe temer quemarse. A veces, es
alcanzando lo peor cuando uno puede acceder a una versión de si mismo por fin
apaciguada.

1
Si el arraigamiento en la existencia no está basado en una voluntad suficiente de
vivir, queda cazar furtivamente el sentido, provocar el mundo poniéndose en peligro o
en dificultad para por fin encontrar los límites que faltan y sobre todo para ensayar su
legitimidad personal. Cuando el mundo deja de presentarse bajo los rasgos del sentido y
del valor, el individuo dispone entonces de un último recurso acudiendo a los espacios
poco frecuentados, al riesgo de perecer. Al tirarse contra el mundo, al lacerarse o al
quemarse la piel, intenta asegurarse a si mismo; pone a prueba su existencia, su valor
personal. Si el camino del sentido ya no está trazado ante él, el enfrentamiento con el
mundo se impone a través del invento de ritos íntimos de contrabando. Sacrificando una
parcela de si mismo en el dolor y la sangre, se esfuerza por salvar lo esencial. Al
infligirse un dolor controlado, el individuo lucha contra un sufrimiento infinitamente
más grande. Salvar la selva implica sacrificar una parte de ésta. Es la parte quemada.
Asimismo, para seguir viviendo, a veces hay que hacerse daño para luchar contra el
desamparo93.
Los cortes corporales
Un hombre treintañero llega para una consulta médica por el cansancio que
siente. El médico le pide que se desvista. El hombre lo hace y muestra un pecho
lacerado de largas cicatrices. El médico, confundido, le pregunta qué pasó. En los días
anteriores, el hombre tuvo un fuerte conflicto con su mujer. Dice que ella no le
comprende. Como no soportaba más su indeferencia, cogió un cuchillo, rasgó su ropa y
se acuchilló el pecho. Entonces, le dijo a su mujer: “Ves, lo que me estoy haciendo no es
nada comparado con lo que me haces tú”. El dolor, la incisión, la sangre, encauzan el
exceso de un sufrimiento desbordante y aplastante. Frente a la parálisis de cualquier
posibilidad de acción, el paso al acto restablece una línea de orientación, reconduce al
individuo al sentimiento de su presencia. Le recuerda que está vivo a través de la brutal
sensación de existencia que firma la fractura cutánea. La imposibilidad de salir de la
situación por medio de la palabra fuerza el paso por el cuerpo para descargar la tensión.
El dolor físico es un impulso simbólico que hay que oponer al sufrimiento, una manera
de detener su hemorragia y de transferirla por un rato. Última tentativa, desesperada, de
mantenerse en el mundo, de encontrar asidero. Es un dolor homeopático, indecible y

93
En este texto, mezclo varios estudios en torno a los comportamientos de tiesgo o a las heridas
corporales deliberadas en los cuales ya desarrollé la cuestión de una antropología de los límites. Véase Le
Breton, Passions du Risque, París, Métailié, 1991; Conduites à risque. Des jeux de mort au jeu de vivre,
París, PUF, 2002 ; La trace et la peau. Sur les blessures identitaires, París, Métailier

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aplastante. La huella corporal lleva el sufrimiento en la superficie del cuerpo, donde se
hace visible y controlable. Se lo erradica de una interioridad que parece una sima.

Las incisiones corporales son un medio final para luchar contra el sufrimiento,
como los comportamientos de riesgo en otro plano. Hombres o mujeres, sobre todo
mujeres, perfectamente integrados en sociedad, acuden a estas prácticas como a una
forma de regulación de sus tensiones. Nadie sospecha su comportamiento. O también,
acudieron a ello en un momento doloroso de su historia. Muchas veces, nunca lo habían
comentado a nadie, por seguir teniendo un sentimiento de vergüenza por haber vivido
tal experiencia.
El corte corporal perturba profundamente, mucho más que los comportamientos
de riesgo de las generaciones jóvenes que, sin embargo, levantan la hipótesis no
desdeñable de morir. Al contrario, una persona que se corta está lejos de poner su vida
en peligro. Pero la herida deliberada llama la atención porque da testimonio de una serie
de transgresiones insoportables para nuestras sociedades occidentales contemporáneas:
la de las fronteras del cuerpo, el hecho de infligirse a sabiendas un dolor, la del derrame
de la sangre y la del juego simbólico con la muerte. Al cortarse la piel, el individuo
rompe la sacralidad social del cuerpo. La piel es un recinto infranqueable a no ser para
provocar el horror. Asimismo, es impensable que alguien se haga daño estando
plenamente consciente, sin que se evoque en su contra la locura, el masoquismo o la
perversidad. Hacer fluir la sangre es otra prohibición transgredida mientras que para
numerosos de nuestros contemporáneos, su simple vista provoca desmayos o terror. Sin
embargo, tenemos aquí a individuos que deliberadamente hacen fluir la sangre. Más allá
todavía, la incisión es un juego simbólico con la muerte en eso de que imita a la
aniquilación de uno mismo, el juego con el dolor, la sangre, la mutilación94.
Martine, de 34 años ahora, se cortó durante varios años cuando tenía 20 años
siendo. “Era un estado de ánimo. Una especie de exceso de algo. Tenía que hacer que
saliera, como pus. Algo destructor. Era una especie de energía negra, tenía que
suprimirla, y la hacía físicamente salir de mí, quizás porque no podía decirla.” Evoca
ella misma la búsqueda punzante de marcas que torturaba entonces su existencia.
“Había una búsqueda de límites. Pero no sólo a través del hecho de cortarme. Quería
encontrar el punto donde no podía ir más lejos. Esos límites los estuve buscando en el

94
David Le Breton, La trace et la peau, op. cit.

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riesgo, en el peligro. Me puse incesantemente en situaciones de desequilibrio. Buscaba
algo que me trajera donde estaba en seguridad.”
Con 13 años, Isabelle, impregnada del sentimiento de su soledad, de su
insignificancia, se corta la muñeca para prometerse que algún día podría amar a alguien.
Pacto de sangre con su propia historia, mensaje lanzado más allá del tiempo, a la otra
Isabelle que la está esperando a varios años de aquí, para exorcizar el sufrimiento de ser
ella misma y de no quererse. El corte es el precio a pagar del intercambio simbólico con
lo persistente para asegurarse de un mejor porvenir. Si uno se hace daño a si mismo,
puede esperar que la suerte alivie finalmente su futuro.
Kim Hewitt recuerda un fuerte enfado de su madre hacia su padre, cuando tenía
14 años, y de su impotencia para hacer algo. Se fue entonces al cuarto de baño y, con un
trozo de metal encontrado ahí, se despellejó la piel del antebrazo para acabar con su
agitación interior.95 Los daños corporales son gritos dados en la carne, a falta de
lenguaje. Marcan la carencia del habla y del pensamiento. La herida trata de llevar el
lenguaje a otro nivel, de ir más allá del punto muerto en las relaciones, de la impotencia
frente al mundo, pero privado de los recursos del habla. En vez de chillar o de
manifestar su desamparo contra el mundo o contra los responsables de ello, el individuo
lo dirige contra él mismo.
La herida puede ser superficial o profunda, según la intensidad del sufrimiento
sentido, puede concentrarse en un punto del cuerpo o extenderse. Ahorra una posible
intervención en el mundo. Uno cambia su cuerpo a falta de poder cambiar el entorno
dañino, uno amortiza en si mismo una ofensiva del exterior, amenazante para el
sentimiento de identidad. La incisión es ante todo una cirugía del sentido. La conversión
del sufrimiento a dolor físico restaura provisionalmente el arraigamiento al mundo. La
tranquilidad conseguida varía según las circunstancias y las personas que maltratan su
cuerpo. Algunos se sienten “tranquilizados” por el simple hecho de su herida, otros por
el dolor sentido en el momento y otros, más bien, por el derrame de la sangre. En
principio, el apaciguamiento siempre es provisional. No resuelve nada de las
circunstancias que provocaron la tensión, pero proporciona una tregua.
Los perjuicios a la integridad corporal no abren, en principio, la hipótesis de
morir. Las incisiones, las escarificaciones, las quemaduras, las picaduras, los golpes, los
roces, las inserciones de objetos bajo la piel no reflejan una voluntad de destruirse o de

95
Kim Hewitt, Mutilating the body. Identity in blood and ink. Bowling Green, Bowling Green State
University Popular Press, 1997, p. VII.

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morir. No son tentativas de suicidio, sino tentativas de vivir. La herida auto-infligida no
es un sufrimiento sino una oposición al sufrimiento, es un compromiso, un intento de
restauración del sentido. La conspiración íntima está menos en contra de la existencia
que a favor, intenta abrirse una salida que permitiría por fin ser uno mismo. El paso al
acto de la incisión corporal o del comportamiento de riesgo conjura una catástrofe del
sentido, absorbe los efectos destructores de ésta, fijándola en la piel y tratando de
controlarla.
Seguramente sería tranquilizador dejar de lado la cuestión planteada por los
que perjudican a su cuerpo relacionándola con la locura o la enfermedad, pero es
imposible no ver que una inmensa mayoría de los que proceden así tienen toda la
apariencia de estar integrado socialmente sin problema. Si los perjuicios corporales
abundan en las instituciones totalitarias (hospital psiquiátrico, prisiones, instituciones
cerradas que acogen a adolescentes, etc.)96 , no por eso están menos presentes en el seno
de la sociedad, afectando a individuos cuyos parientes distan mucho de imaginarse que
acuden a tales métodos para mantener un asidero en su vida. Las heridas corporales
deliberadas no representan más índices de locura que las tentativas de suicidio, las
fugas, desórdenes alimentarios u otras formas de comportamientos de riesgo de las
jóvenes generaciones, son más bien tentativas de forzar la situación para existir.
Martine, anteriormente citada, lo dice con fuerza: “Los cortes eran la única manera de
soportar este sufrimiento. Es la única manera que encontré en este momento para no
querer morir.”
La alteración corporal es una redefinición de si mismo en una situación
penosa. Puede ser única, reflejando un episodio que había desbordado en un momento
las capacidades de elaboración simbólica del sujeto, pero se puede repetir en varias
ocasiones, volviéndose una forma habitual de luchar contra el miedo al fraccionamiento.
Así, algunos estudios señalan cicatrices que van de algunas a centenares según las
personas. La muñeca es el primer punto del cuerpo al que se dirigen, pero también los
antebrazos, el pecho, el vientre o las piernas. Tocan raramente a la cara, personificando
así el principio sagrado de la identidad personal, el lugar más sagrado de si mismo 97. Si

96
Sylvie Frigon S., Femmes et emprisonnement: le marquage du corps et l’automutilation, Criminologie,
vol. 34, nº2, 2001 ; Daniel Gonin, La Santé incarcérée. Médecine et conditions de vie en détention, Paris,
L’Archipel, 1991.

97
David Le Breton, Des visages. Essais d’anthropologie, París, Métailié, 1993.

5
finalmente se ataca el rosotro, entonces el individuo da un paso fuera de la vida
ordinaria y entra en las premisas de la psicosis. La preocupación de evitar la cara refleja
la voluntad de permanecer en el centro del vínculo social, de no cerrar las puertas. Aun
si juega con los límites, el individuo no pierde totalmente el control de su gesto. En
formas más crónicas, más duras, que no nos interesan aquí, es una persistente “envoltura
de sufrimiento98” que asegura la existencia. Se le quita al cuerpo cualquier disfrute que
no sea el del dolor.99

Ritos privados de conjuración del sufrimiento


En nuestras sociedades, los que se cortan la piel a solas son los que se sienten
mal en su cuerpo. El perjuicio al cuerpo es puntual; responde al brote del sufrimiento y
no se reactiva, dejando luego al individuo atemorizado por su gesto o necesitado de
acudir a distintas formas de autocontrol. Pero para otros, se convierte en una manera
regular de existir, de controlar las heridas afectivas del día a día. La incisión es entonces
una ceremonia secreta cumplida como una liturgia íntima. Son cortes que dejan menos
huellas cutáneas, salvo durante momentos más agudos de dificultades personales. La
incisión es la ritualización in extremis de lo insostenible, de un paso doloroso de la
existencia, una “auto-cirugía”100 practicada en urgencia porque no había otra salida.
Algunas personas dependen de sus cortes como otras dependen del alcohol o de la
droga. En cada acontecimiento doloroso vuelven a acudir a ello, en busca de
apaciguamiento. Hay que romper la piel incesantemente para cambiar de piel y alejar la
adversidad.
Lo que permanece incuestionado en la historia individual genera la repetición.
Un tiempo circular domina la existencia del individuo y vuelve a llevar a los mismos
tormentos y a las mismas maneras de resolución de las tensiones. La incisión regular es
una manera de controlar los flujos de ella, de decidir por si mismo de su apertura o de
su cierre. Para el o la que acude a ella de una forma tranquila, meticulosa, se ejerce una
respiración del sentido, de su cuerpo como de un objeto transitorio.

98
Micheline Enriquez, Du corps en souffrance au corps de souffrance, en Aux carrefours de la haine,
Paris, Epi, 1984.
99
Didier Anzieu, Le moi-peau, Paris, dunod, 1985, p.209.
100
A. R. Favazza, B. Favazza, Bodies Under siege. Self-mutilation in culture and psychiatry, The John
Hopkins University Press, 1987, p.195.

6
La apertura de la piel es una respiración paradójica. Así es para el personaje de
Erika, profesora de piano, en la novela de Elfriede Jelinek, llevado a la pantalla por M.
Hannecke: La pianista. Esta mujer está impregnada de un sufrimiento que no se
confiesa, siempre bajo la dependencia de su madre ya bien entrada en la treintena. No
tiene ninguna vida privada, sólo los momentos robados que pasa en cines pornos o en
sex-shops. Odia su cuerpo. Cualquier forma de sensualidad evoca para ella una
animalidad insoportable. Dueña de sí misma de forma parcial, es muy dura hacia sus
alumnos, a quienes no deja de humillar. Ya cuando era adolescente, enfrentada a un
padre loco, rápidamente encerrado en un asilo, y a una madre que pretende administrar
toda su vida, se hace incisiones regularmente, encontrando en eso una manera de
proteger su individualidad. “Siempre espera con impaciencia el momento en que podrá
cortarse escondida de las miradas. Apenas se cierra la puerta, la cuchilla paternal multi-
uso, su pequeño talismán, sale de su escondite (…) Piernas abiertas, se sienta frente al
lado que amplía del espejo de afeitar y hace una cortadura que se supone que va a
agrandar la apertura que sirve de puerta de entrada a su cuerpo. Sabe por experiencia
que tal cortadura no duele porque ya utilizó sus brazos, sus manos y sus piernas como
objeto de experiencia. Su pasatiempo favorito: cortar su propio cuerpo.”101 Operación
sobre el sentido cuyos instrumentos maneja con habilidad.
El encuentro con un joven hombre que la corteja con pasión desordena su
existencia. Acaba escribiéndole para proponerle un pacto erótico sado-masoquista en el
cual la ritualización del dolor alcanzará el refinamiento al cual lleva muchos años
aspirando, impotente para gozar de su cuerpo de otra forma. Aunque desea dedicarse a
los suplicios y a la subordinación, pretende a pesar de todo ser la encargada de la obra.
Quiere elegir sus cadenas. “Él debe pensar: esta mujer se ha abandonado totalmente
entre mis manos mientras que es él el que pasa entre las suyas (…) Escribe por ejemplo
en negro sobre blanco que se retorcerá como un gusano en las crueles cadenas donde me
dejarás horas enteras, golpeándome a puñetazos o a patadas e incluso flagelándome en
todas las posturas posibles e imaginables ¡ (…) Erika exige por escrito que la acepte
como esclava y le da algunas tareas (…) A continuación, Erika piensa comprar otros
accesorios hasta que nos hayamos constituido un pequeño conjunto de instrumentos de
tortura. Y jugaremos juntos los dos sobre este órgano privado.” (191 ss.).
Klemmer, el joven hombre, está estupefacto. Se entera con repulsión del
detalle de las ceremonias a las cuales le invita ella. Se siente orgulloso de su juventud y
101
Elfriede Jelinek, La pianista, Paris, Jacqueline Chambon, p.76.

7
de su virilidad, no tiene ninguna duda sobre él mismo, casi cree hacerle un favor a una
mujer más adulta que él y que imagina, de buena gana, disponible para una aventura, y
descubre con horror un mundo cuya existencia ni sospechaba. Y Erika ve lentamente
derrumbarse su frágil edificio. Ella que teme los golpes, y que aceptaría recibirlos con
júbilo sólo si se los da su amante y en un ámbito preciso, teme ahora que Klemmer la
reprenda por despecho e incomprensión. Y eso fuera del guión que eligió ella. El dolor
que buscaba, ritualmente aplicado con suplicios largamente meditados, era la promesa
de un disfrute, pero si la golpean fuera de este contexto, los golpes se convertirán en
sufrimiento, humillación. Klemmer se marcha manifestándole su disgusto por tocarla.
El pacto sado-masoquista propuesto a Klemmer proporciona aquí otra versión
de la alteración corporal cuya finalidad es sin ambigüedad el acceso al orgasmo en una
relación de confianza con otro. Ésta se acepta con deleite en el marco de un intercambio
de fantasía pero también con la certidumbre que no se desbordará de dicho marco.
Hecha por otro, durante una relación erótica consentida, la incisión vuelve a ser una
manera de encontrar a otra persona, una señal de reconocimiento. 102 Pero Erika que
tanto espera realizar la experiencia no tendrá esa suerte.
El final de la obra nos ofrece una tercera visión del dolor infligido: después de
las incisiones rituales, la demanda de suplicios consentidos descartada con repulsión por
Klemmer, ella cae ante la necesidad de hacerse daño pinchándose con agujas, llorando.
Ya no se encuentra en la placidez de sus antiguos ritos íntimos, su acción está marcada
por el sufrimiento, grita con su cuerpo. Klemmer vuelve, la golpea, la viola, se
demuestra su propia virilidad humillando a esta mujer a la que no comprende. Ella se
vuelve a cortar el cuerpo, en plena calle, clavándose un cuchillo en el hombro,
marcando la degradación de su ritualidad íntima y el desbordamiento del sufrimiento.
Cuando se corta por primera vez, Caroline Kettlewell103 tiene 12 años, se
siente insignificante junto a los otros niños de su edad, invisible, siempre comparada en
negativo a una hermana en las palabras de los demás, su hermana dos años mayor que
ella, seductora, rodeada de amigas, la mejor en deporte, en diseño, en pintura.
Sorprendida por unos alumnos mientras se raja la muñeca con un cuchillo en el servicio
de su escuela, se descubree importante para los otros. Y desde ese momento dispone de
de un mecanismo eficaz para luchar contra el vacío. De forma regular, pero con
descansos que pueden durar hasta varias semanas o varios meses, se corta durante una
102
Véronique Poutrain, Sexe et pouvoir. Enquête sur le sadomasochisme, Paris, Berlin, 2003.
103
Carolina Kettlewell, Skin game, New York, St Martin’s Griffin, 1999.

8
veintena de años. Para ella, su cuerpo es un objeto siniestro al cual está
desgraciadamente vinculada. No vive dentro por completo, no le gusta su feminidad.
“Es la historia de una persona ordinaria que intenta parar un viaje en la oscuridad y
en rutas inesperadas. Le puedo decir que cualquiera puede ser llevado hacia una vía
muerta y caótica. Le puedo decir que la idea y la urgencia de cortarse parecían venir
de mi propia piel. (…)Me corté porque funcionaba y porque las alternativas eran
peores (…) Cortarme era mi defensa contra un caos interno, contra un mundo que no
podía controlar. Pero no sé de dónde venía este caos.” (p.58 y 60)
Después de la primera incisión, Caroline afirma que puesto que este gesto
ordenaba tanto su caos interior, y le aportaba el apaciguamiento que no podía conseguir
de otra forma, no había tenido nunca la intención de parar. Se corta cada día o dos o tres
veces a la semana. “Cortar era una solución a todo” (p.63): decepción, remordimiento,
culpabilidad, inseguridad, frustración, incertidumbre en cuanto al porvenir, etc. La
incisión es una especie de balancín que la ayuda a mantenerse en el hilo de la
existencia. Busca el modo de apaciguarse cortándose más o menos profundamente
según la pena que siente. Trazando en su piel (brazo, cadera, pierna, lóbulo de oreja)
líneas paralelas que siempre cuida luego según dice. Caroline se corta sobre todo por la
noche, con la luz de una lámpara. Esconde cuidadosamente las cicatrices debajo de su
ropa, disimulando su secreto a las personas de su entorno. Hasta las esconde a los
terapeutas que consulta a veces.
Paralelamente a las incisiones regulares, evoca episodios frecuentes de
anorexia, que reflejan la misma dificultad a asumir su cuerpo y su sexo. Sus cortes son
una ceremonia de purificación, una manera de reencontrar la “limpieza”. Trata de
despojarse de una carne que considera como una impureza. Este ejercicio de crueldad
sobre si mismo, más allá de la resolución de una tensión, conlleva beneficios
secundarios; con ello siente una “ subida de adrenalina”: No ignora la particularidad de
este recurso, pero es impotente para escapar. Y aunque ocurre a veces que se siente más
fuerte y que piensa en abandonarlo, vuelve a ello con febrilmente, a la primera
decepción, avergonzada, con una conciencia aguda de la rareza de su acto. Así, cuenta
la vergüenza que sintió el día que adquirió una cuchilla en una farmacia, disimulando su
compra debajo de otros productos insignificantes. No por eso la idea de que el vendedor
sospechara algo la aterrorizó menos. Una vez en su casa, saca con deleite las cuchillas
de su envase: “Tenía que saber cómo esta cuchilla entonaría su nota clara en mi piel.

9
Me decía: sólo una vez. Una vez más porque sí, que delicado era el corte vivo a su
paso” (124).

El sacrificio
El sacrificio de una parte de si mismo en la espera inconfesada, inconsciente
de una respuesta, es decir la vuelta a una existencia propicia, es una tentativa de buscar
un Otro, más allá de lo social. Al retomar el control, al volverse un actor más o menos
consciente de su sufrimiento por la inmersión consentida en el dolor, el peligro o la
vuelta contra el propio cuerpo, se trata de provocar un intercambio simbólico con la
muerte, o más bien con un significante más allá de lo social, infinitamente más potente.
Solicitud de una instancia metafísica para volver a encontrar la legitimidad de existir
pero que pasa necesariamente por el riesgo de perderse ahí. Se trata de fabricar una
identidad con el dolor o la muerte volviendo a tomar la iniciativa en forma de desafío o
de un paso al acto. Intercambio simbólico porque hay que aceptar perder o perderse,
morir incluso, para poder vivir, pero sobre todo para ganar una sensación propicia de si
mismo, encabritarse frente a una falta de ser y librarse de ello, con el sentimiento de que
finalmente, merece la pena aficionarse a la vida. Forma extrema del don-contra- en una
versión que Mauss104 no había intuído ya que esta vez se trata de un contrato
inconsciente con los límites, con la posibilidad de destruirse o de mutilarse. Al hacer el
sacrificio de una parte de si mismo, o al ofrecerse al riesgo no despreciable de morir, el
individuo está en busca de una modificación de si mismo.
Volvemos a encontrar aquí, en otra forma, las ordalías que vimos muchas
veces a lo largo de nuestras investigaciones sobre los comportamientos de riesgo 105. A
espaldas del que lo pone en marcha, el comportamiento de riesgo es una apuesta para
existir, el último medio de mantener el contacto. Para un joven, la sociedad emitió
implícitamente una sentencia negativa hacia él. No se reconoce, o malamente, en lo que
percibe de la sociedad. En cuanto a las personas que afectivamente le importan, no le
dan más seguridad acerca del valor de su existencia. Ya que la sociedad está
descalificada, interroga a otra instancia, metafísica, pero potente: si consigue escapar a

104
Marcel Gauss, « Essai sur le don », Sociologie et Anthropologie, París, PUF, 1950.
105
Recuerdo que el uso de la noción de ordalía fuera del contexto religioso fue primero aplicada por Jean
Baechler en Les suicides, París, Calmann-Levy, 1975. La noción fue recuperada por André Charles-
Nicolas y Marc Valleur, “Les conduites ordaliques”, en Claude Olivienstein, La vie du Toxicomane, París,
PUF, 1992, a propósito de la toxicomanía y del juego. Lo hemos extendido al conjunto de los
comportamientos peligrosos esforzándonos por no hacer de ello un uso únicamente metafórico y por darle
un estatuto antropológico en Passions du Risque, op. Cit. y en Conduites à risque, op. Cit.

10
la muerte después de haber estado un instante en contacto con ella, se le da otra
respuesta, esta vez positiva, la de su valor personal a pesar de todo. En este sentido, la
ordalía es un rito oracular. Enuncia una predicción sobre el porvenir, diciendo si la
existencia merece que uno vaya hasta el final. Estos comportamientos son una manera
de jugarse la existencia contra la muerte para dar sentido y valor a su vida.
Este acercamiento esquivado a la muerte funciona como una estructura
antropológica. La puesta a prueba de si mismo, de modo individual, es una de las
formas de cristalización moderna de la identidad. El joven interroga metamórficamente
a la muerte firmando con ella un contrato simbólico que justifique el que exista. Se trata
de frenar el sufrimiento. Hacerse daño para que la existencia duela menos.
A través de las heridas que se inflige, el individuo pretende redefinirse. El
sacrificio de una parte de si le arranca de lo ordinario, y particularmente de la rutina de
su sufrimiento, proyectándole de repente a otra parte, a otra escena de la existencia, pero
de la cual abrió él mismo la posibilidad, prendiendo la llama. En este caso, el sacrificio
no es un intercambio interesado, ignora lo que persigue, se impone al individuo a sus
espaldas, pero es eficaz en tanto que devuelve un sentimiento de identidad magullado.
Se traduce por un dolor consentido, una huella en la piel, pero querida, que adquiere
sobre ella un sufrimiento mayor y permite circunscribirlo y superarlo. La iniciativa de la
incisión es una respuesta inconsciente pero contundente ante el sentimiento de caos que
amenaza con llevárselo todo. A través de la herida, el individuo paga el precio del
alivio.
El sacrificio, escribe Georges Gusdorf, desencadena “la circulación de un
influjo de fuerzas que se trata de provocar y de utilizar lo mejor posible106”. Aquí,
Georges Gusdorf piensa por supuesto en el sacrificio religioso, realizado en un ámbito
ritual preciso, pero el tema vale también para los ritos privados que se hacen los que
ponen así su existencia en peligro o se dirigen a su cuerpo para inscribir ahí su marca.
Estamos en las antípodas del sacrificio religioso, utilitario, que trata de obligar
a los dioses, de conciliarse con ellos, a través de ritos comunitarios. El cercenamiento
de una parte de si es una señal para no perderse. El sacrificio de una parte maldita es un
seguro para vivir. Lo que abandona en el universo profano de su existencia se convierte
en algo sagrado, es decir en fuerza, en intensidad de ser. El individuo actúa como si el
orden del mundo se jugara en él y el que lo crea, a sus espaldas, confiere a su gesto
cierta eficacia. Modificándose, pretende modificar el orden de las cosas, la trama
106
Georges Gusdorf, L’expérience humaine du sacrifice, París, PUF, 1948, p. 50

11
confusa de las relaciones donde se inserta sin sentir ahí el reconocimiento esperado. El
sacrificio da fuerza sin la mediación tangible de otro, de un dios o de dioses; la
circulación de la energía va de si a si. La reciprocidad de dar, recibir, devolver, se ejerce
en el seno de una misma existencia de hombre en busca de una renuncia y de la busca
de otra versión de si.
“Toda cultura, escribe Jean Baudrillard, sólo es un inmenso esfuerzo para
disociar la vida de la muerte (…) Ninguna otra cultura conoce esta oposición distintiva
de la vida y de la muerte al beneficio de la vida como positividad: la vida como
acumulación, la muerte como plazo107.” Pero porque la muerte ya no se comparte,
porque ya no está en el centro del vínculo social como una evidencia comunitaria,
vuelve bajo una forma brutal, como una potencia de transgresión, de solicitud
simbólica. Así es también para el dolor. La muerte es lo indecible, pero también el dolor
que encarna finalmente un momento de la muerte. Por ser justamente proscrita en el
curso de la existencia, despellejada ahora de cualquier valor, se impone como un
recurso transgresivo contra ciertos estados de sufrimiento personal.
Es también la sacralidad social del cuerpo la que provoca las agresiones en su
contra en los momentos de desamparo personal. El dolor, la herida, la sangre, la muerte,
son recursos tanto más potentes durantes los episodios de sufrimiento cuanto que
traducen directamente la disidencia, el grito, el rechazo. Y se ofrecen así como
tentativas de protegerse solicitando lo peor. No por una elección totalmente deliberada,
sino por falta de otras alternativas. La muerte socialmente reprimida vuelve aquí en
forma de intercambio, reintroduce sentido, anuda un contrato simbólico. Los que juegan
con su existencia, el dolor o la herida, ponen de nuevo la muerte en el centro del
intercambio aunque lo hagan individualmente; la levantan de nuevo como compañera.
La prohibición de la muerte llama a la trasgresión de aquellos que no tienen nada que
perder y todo que ganar; alimenta la fuerza de los que toman el riesgo de infringirla108.

Bibliografía :
- Anzieu D., Le moi-peau, Paris, Dunod, 1985.
- Baechler J., Les suicides, Paris, Calmann-Levy, 1975.
- Baudrillard J., L’échange symbolique et la mort, Paris, Gallimard, 1976.
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107
Baudrillard, J., L’Echange symbolique et la mort, París, Gallimard, 1976, p. 225
108
Para una profundización de la cuestión de las incisiones corporales, ver David Le Breton, La trace et
La peau, op., cit.

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