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Mientras que Pío XII tuvo que responder a las preguntas de los reanimadores de los años cincuenta,
el Papa Juan Pablo IIº, en cambio, debió afrontar el problema que hoy nos interesa: el de las
donaciones y los trasplantes de órganos.
He aquí una síntesis de sus enseñanzas relativas a los homotrasplantes con donante muerto.
1) La donación de órganos vitales presupone la muerte del donante:
«No nos está permitido callar ante otras formas de eutanasia más subrepticias, pero no menos
graves y reales. Estas podrían presentarse, p. ej., en el caso en que, para obtener órganos con
vistas a un trasplante, se procediera a su extracción sin respetar los criterios objetivos apropiados
para verificar la muerte del donante» (1).
2) «El reconocimiento de la dignidad única de la persona humana tiene otra consecuencia: los
órganos vitales no dobles del cuerpo pueden retirarse de éste sólo tras la muerte, esto es, sólo
cuando la muerte haya sido comprobada. Esta exigencia es algo que cae de su peso, porque obrar
de otro modo significaría provocar intencionadamente la muerte del donante al quitarle los
órganos. Esto plantea uno de los problemas más debatidos del mundo de la bioética y causa harta
inquietud en la opinión pública. Me refiero al problema de la verificación de la muerte. ¿Cuándo
se puede decir con certeza que una persona está muerta?» (2).
3) El momento de la muerte no es objeto de percepción directa:
«La muerte de la persona es, según este significado fundamental, un suceso que ninguna técnica
empírica o científica puede comprobar directamente. Con todo, la experiencia humana muestra que
cuando llega la muerte aparecen inevitablemente ciertos signos biológicos, unos signos que la
medicina ha aprendido a reconocer con una precisión cada vez mayor» (3).
4) El criterio técnico para determinar el momento de la muerte depende de la ciencia médica (4).
5) Ni la vida ni la muerte pueden juzgarse desde un punto de vista utilitarista (5).
6) En caso de duda, se ha de presumir que el sujeto sigue vivo:
«Por otro lado, se reconoce el principio moral según el cual la mera sospecha de hallarse en
presencia de una persona viva comporta la obligación de respetarla plenamente y de abstenerse de
toda acción que pueda anticipar su muerte» (6).
7) Los diversos criterios para determinar el momento de la muerte deben ser objeto de un examen
filosófico y teológico:
«Todo el mundo sabe que, desde hace algún tiempo, ciertos enfoques científicos relativos a la
comprobación de la muerte han cargado el acento en lo que se denomina criterio ‘neurológico’ en
vez de hacerlo en los signos cardiorrespiratorios tradicionales. Dicho criterio estriba, en efecto, en
comprobar, en función de parámetros claramente determinados y reconocidos por la comunicad
científica internacional, la cesación completa e irreversible de toda actividad cerebral (en el
cerebro, el cerebelo y el tronco cerebral). Se dice que es entonces cuando el organismo ha perdido
su capacidad de integración. La Iglesia no toma decisiones técnicas en lo concerniente a los
parámetros que se usan hoy para determinar la muerte con certeza, ya se trate de los signos
‘encefálicos’, ya de los signos cardiorrespiratorios más tradicionales, sino que se limita al deber
evangélico de cotejar los datos que brinda la ciencia médica con el concepto cristiano de unidad de
la persona, resaltando tanto las semejanzas entre aquéllos y éste como las posibles divergencias,
unas divergencias que podrían hacer peligrar el respeto a la dignidad humana» (7).
La enseñanza de Juan Pablo II coincide explícitamente con la de Pío XII tocante a los siguientes
puntos: el criterio técnico para comprobar el momento de la muerte depende del arte médico; el
momento de la muerte no es objeto de percepción directa; en caso de duda, ha de reputarse por vivo
al sujeto.
La enseñanza de Juan Pablo II explicita la de Pío XII en la medida en que afronta problemas que no
se planteaban en la década de los cincuenta.
¿Cuáles son estos nuevos problemas? Los trasplantes de órganos de un donante muerto. Por eso
insiste Juan Pablo II en la necesidad de comprobar la muerte antes de proceder al corte y ablación
de órganos vitales, para evitar así el riesgo de matar a un hombre con la mira puesta en la salvación
de otro. Eso hace de la determinación del momento de la muerte un grave problema de conciencia.
Juan Pablo II reprueba el enfoque utilitarista del problema en cuestión según el cual hay que
prescindir de criterios morales y poner por obra en concreto todo lo que sea técnicamente posible.
Con eso y todo, parece que se inclina por el criterio neurológico en la determinación del momento
de la muerte, lo que abre la puerta a la práctica de ciertos trasplantes, según parece:
«Puede decirse que el criterio adoptado recientemente para comprobar con certeza la muerte, es
decir, la verificación de la cesación completa e irreversible de toda actividad cerebral, no parece
estar en conflicto, si se aplica con escrupulosidad, con los elementos esenciales de una
antropología seria. La persona responsable, en el ámbito médico, de comprobar el momento de la
muerte puede basarse, pues, según los casos, en este criterio para alcanzar ese grado de certeza en
el juicio ético que la doctrina moral califica de ‘certeza moral’. Esta certeza moral se considera
como la base necesaria y suficiente para obrar de una manera éticamente correcta» (8).
No obstante, las aseveraciones del Pontífice sobre este último punto no son absolutas, como podría
hacer creer una lectura superficial, sino que el texto papal contiene matices muy notables.
Subrayémoslos:
- “Puede decirse que el criterio adoptado recientemente para comprobar con certeza la muerte, es
decir, la verificación de la cesación completa e irreversible de toda actividad cerebral, no parece
estar en conflicto, si se aplica con escrupulosidad, con los elementos esenciales de una antropología
seria” (9).
- “Todo el mundo sabe que, desde hace algún tiempo, ciertos enfoques científicos relativos a la
comprobación de la muerte han cargado el acento en lo que se denomina criterio „neurológico‟ en
vez de hacerlo en los signos cardiorrespiratorios tradicionales. Dicho criterio estriba, en efecto, en
comprobar, en función de parámetros claramente determinados y reconocidos por la comunidad
científica internacional, la cesación completa e irreversible de toda actividad cerebral (en el cerebro,
el cerebelo y el tronco cerebral)” (10).
Se echa de ver, pues, que el discurso pontificio relativo al criterio neurológico de determinación de
la muerte sienta, como rasgo esencial de éste, la aceptación unánime del mismo por la comunidad
científica, y manifiesta una reserva a su respecto (“si se aplica con escrupulosidad, no parece estar
en conflicto...”). Dicha reserva se justifica plenamente a la luz del desacuerdo que reina entre los
científicos, en contra de lo sentado por el Papa, tocante al criterio en cuestión, pues, como
recordábamos más arriba, éste no es objeto de reconocimiento unánime por parte de la comunidad
médica (cf. supra, nº 2.3.).
La cautela de que hemos hecho prueba al interpretar el pensamiento de Juan Pablo II la avalan dos
observaciones:
1) Juan Pablo II no se pronuncia, en el discurso mencionado, ni a favor del criterio tradicional, ni en
pro del neurológico: «La Iglesia no toma decisiones técnicas en lo concerniente a los parámetros
que se usan hoy para determinar la muerte con certeza, ya se trate de los signos ‘encefálicos’, ya
de los signos cardiorrespiratorios más tradicionales...» (11).
2) Se ha convocado por tres veces hasta ahora un grupo de trabajo pluridisciplinar para tratar este
asunto: en octubre de 1985 (12), en diciembre de 1989 (13), bajo la égida de la Academia Pontificia
de las Ciencias, y en febrero del 2005, en el marco de la Academia Pontificia para el Estudio de la
Vida (14). Tamaña insistencia prueba que la controversia no ha concluido. Si el discurso de agosto
del 2000 hubiera sido la última palabra al respecto, no se comprende por qué se convocó una nueva
reunión relativa al mismo asunto para febrero del 2005, dos meses después del fallecimiento de
Juan Pablo II.
¿Hay que reprocharle acaso al magisterio de la Iglesia su lentitud y la incertidumbre en que deja, al
parecer, a los pacientes y al personal sanitario? Un proverbio polaco dice que “la Iglesia avanza a
paso de procesión”. Recordemos, a título comparativo, que la primera intervención del magisterio
tocante a la procreación asistida data de 1897 (15), que el Papa Pío XII volvió a tratar el asunto
durante el año 1950 (16) y que la instrucción Donum vitae, que trata ex professo de estas diversas
técnicas, es de 1987. Cuando no está madura la respuesta a un problema, sólo hay una actitud
posible: esperar y continuar ahondando en el problema. Una decisión precipitada, o incluso carente
de fundamento, no tranquilizaría definitivamente ni al personal médico, ni a los pacientes, ni a los
moralistas.
5.1.1. El papel del cerebro como centro de mando de las funciones orgánicas.
La primera explicación que dan los médicos para identificar la muerte cerebral con la muerte del ser
humano se funda en la siguiente comprobación: el cerebro desempeña un papel especial en la
reacción y la organización de las demás funciones orgánicas. Es el cerebro el que permite, entre
otras cosas, la respiración espontánea y la actividad cardiaca. El papel indispensable del cerebro en
la organización de la vida humana parece confirmado por el hecho de que numerosas funciones se
pueden suplir con máquinas (pulmón de acero, diálisis para la función renal, marcapasos); pero no
es posible hacer lo mismo con las funciones cerebrales.
Es innegable que el cerebro, sede de la actividad neurológica, desempeña un papel crucial en la
coordinación de las funciones orgánicas y que su destrucción pone la salud del paciente en un
estado de gran inestabilidad y peligro. Con todo y eso, habría que preguntarse si en estos pacientes
en estado de muerte encefálica la inestabilidad proviene únicamente de la destrucción del cerebro, o
si es efecto también de otros daños orgánicos, que fueron los que condujeron a la muerte encefálica.
Dado que los pacientes en estado de muerte cerebral sólo tienen hoy, en concreto, dos posibilidades,
a saber, la muerte por desconexión de los aparatos que mantienen sus funciones vitales, o la
autopsia con vistas al trasplante de órganos, son casi inexistentes los conocimientos médicos
específicos sobre el estado de muerte cerebral.
Por otra parte, la utilización de máquinas no puede mantener por sí sola las funciones orgánicas.
Aunque la respiración artificial le permite al pulmón inspirar y espirar mecánicamente, en cambio,
no puede explicarse por la actividad de la máquina el intercambio gaseoso que se verifica, en el
ámbito celular, entre el oxígeno y el dióxido de carbono. Hay en esto un fenómeno espontáneo que
la máquina no garantiza, pero que el cuerpo sigue asegurando aun después de la necrosis del centro
de mando neurológico.
Por último, el hecho de que no exista hoy día una máquina capaz de suplir el papel del cerebro no
significa que tal instrumento no pueda hallarse disponible algún día. Hace un siglo la respiración
artificial y el marcapasos eran cosa de ciencia-ficción, al paso que hoy son realidades.
5.1.2. El cerebro, sede de la conciencia.
Otras explicaciones recuerdan que el cerebro es la sede de la conciencia. Una vez destruido el
cerebro, el sujeto pierde toda posibilidad de tener o volver a tener conciencia de sí y del mundo
circundante, y, al perder la conciencia, pierde el sujeto, al parecer, su carácter de persona humana
de una manera total y definitiva.
Es propio de la filosofía moderna definir la persona y la vida humana a partir de la conciencia.
“Pienso. Luego existo”, escribía Descartes. “No pienso. Luego no existo”, afirman los defensores de
la muerte cerebral.
Sin entrar aquí en el debate sobre los peligros del subjetivismo de que está grávido el cartesianismo,
permítasenos preguntar qué conclusiones habría que sacar de estas premisas para los embriones
cuyo cerebro no está formado aún, para los fetos anencéfalos o para los enfermos en estado
vegetativo.
Cuando Santo Tomás define la vida y, correlativamente, la muerte, repite la definición (analógica)
de Aristóteles: Vita est motus ab intrínseco: “La vida es un movimiento que viene de dentro” (19).
Lo que distingue a los seres animados de los inanimados es que el principio de su movimiento
proviene del interior, no se les impone desde fuera. Cuando una piedra se mueve es porque la
mueve alguien o algo (fuerza de atracción). El ser vivo, por el contrario, tiene en sí mismo la fuente
de su movimiento (desplazamiento, nutrición, crecimiento, reproducción).
Los instrumentos que se ponen a contribución en las técnicas de reanimación no contravienen en
absoluto dicho principio. En efecto, vimos ya que tales instrumentos no explican el carácter
espontáneo de ciertas operaciones fisiológicas (intercambio gaseoso en el ámbito pulmonar). Por
otro lado, nadie le negará la cualidad de ser vivo al portador de un marcapasos o de una bomba de
insulina sólo porque algunas de sus actividades se ejercen artificialmente. Así que está plenamente
justificada la afirmación de Pío XII según la cual «la vida humana continúa mientras sus funciones
vitales -a diferencia de la mera vida de los órganos- se manifiestan espontáneamente, o con la
ayuda de procesos artificiales» (20).
Pasando de la definición de vida a la de alma, que es su principio y cuya separación del cuerpo
constituye la muerte, Santo Tomás dice que anima est actus primus corporis vitam habentis in
potentia: “el alma es el acto primero de un cuerpo que tiene la vida en potencia” (21). Es gracias al
alma por lo que el cuerpo existe y vive: es su acto primero. A este acto primero se le añade luego
toda una serie de actos segundos que serán las facultades del alma y el ejercicio de estas mismas
facultades.
Para que el alma informe el cuerpo y constituya con él una unidad sustancial se requiere cierta
proporción entre el alma y el cuerpo. La materia debe estar suficientemente dispuesta para ser
informada por el alma y quedarse así. La muerte es precisamente el momento en que el cuerpo está
tan desorganizado que el alma no puede ya informarlo y se separa de él. No se trata ya de
una mera incapacidad para el ejercicio de determinadas funciones, sino de la perdida radical del
principio de animación del cuerpo.
La muerte es la separación del alma y el cuerpo. Esta separación no constituye el objeto de un
conocimiento directo, ni de una evidencia. Debe manifestarse, pues, mediante signos exteriores que
la ciencia médica procura discernir cada vez mejor a medida que progresa. El instante preciso de la
muerte será siempre, a decir verdad, un misterio para el hombre. No le queda otra posibilidad que la
de comprobar la muerte una vez ésta ya se ha verificado.
Se presumirá siempre que hay vida mientras no se echen de ver los signos inequívocos de la muerte:
In dubio pro vita: “En la duda hay que decidirse a favor de la vida”.
Para concluir este trabajo, volvamos nuestra consideración hacia los enfermos, que no hemos
dejado de tener presentes ni un instante.
¿Qué hacer con los enfermos en estado de muerte encefálica? Siguiendo la distinción clásica entre
medios ordinarios y extraordinarios, nada nos obliga a usar estos últimos para conservar la vida y la
salud. La valoración de un medio como ordinario o extraordinario puede variar según las épocas,
los países, las culturas y las personas. Pero si, en una situación dada, la vida del paciente puede
conservarse sólo con medios extraordinarios, es lícito suspender su uso. Al hacer eso, el paciente, la
familia o el personal médico no incurren en culpa moral alguna. Se limitan a dejar que la naturaleza,
llegada al término de su carrera mortal, haga su obra: « (...) polvo eres y a ser polvo tornarás» (Gen
3, 19). Esta impotencia ante la enfermedad y la muerte manifiesta los límites de la ciencia médica,
pese a que dichos límites están destinados a retroceder cada vez más.
El uso de los medios ordinarios y el abandono de los extraordinarios sitúan al hombre honesto y
cristiano en un vértice virtuoso entre, por un lado, el homicidio y el suicidio por omisión (cuando no
se emplean Los medios ordinarios), y por otro, el encarnizamiento terapéutico (cuando se ponen en
práctica medios extraordinarios sin que medie una esperanza razonable de que el paciente vaya a
restablecerse). In medio stat virtus (la virtud está en el medio).
¿Qué hacer con los enfermos que aguardan un trasplante? Cuando el trasplante sea moralmente
lícito, a tenor de los principios recordados más arriba, en el nº 1, está permitido recurrir a él.
Cuando el trasplante entrañe un grave golpe a la integridad funcional del donante, es decir, a su vida
(y éste es el caso de los enfermos en estado de muerte cerebral cuando se les extraen los órganos
para trasplantarlos), nada puede legitimarlo moralmente.
Prepárense para su eternidad los pacientes que no puedan echar mano de ningún tratamiento
moralmente lícito, con la seguridad de haber hecho todo lo humanamente posible en orden a la
conservación del cuerpo que Dios les dio en usufructo; los hombres de ciencia, por su parte,
prosigan buscando medios lícitos para salvar a los pacientes que el Médico divino entregó a sus
cuidados.
Arbogastus
(1) Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, n. 15. Véase también el
Discorso alia Accademia Pontifica delle Scienze, 14 de diciembre de 1989, n. 3 y n. 5; Discorso al
congresso sui trapianti d'organi, 20 de junio de 1991, n. 4; Discorso al XVIII congresso medico
internazionale sui trapianti, 24 de agosto del 2000, n. 4.
(2) Juan Pablo II, Discorso al XVIII congresso medico internazionale sui trapianti, 24 de agosto del
2000, n. 4. Véase asimismo el Discorso a due gruppi di lavoro dell'Accademia Pontificia delle
Scienze, 21 de octubre de 1985, n. 6.
(3) Juan Pablo II, Discorso al XVIII congresso medico internazionale sui trapianti, 24 de agosto del
2000, n. 4. Véase también la Lettera all'Accademia Pontificia per la Vita, 1 de febrero del 2005, n.
4.
(4) Juan Pablo II, Discorso all'Accademia Pontificia delle scienze, 14 de diciembre de 1989, n. 3.
Véase también el Discorso a un Congresso sui trapianti d’organi), 14 de diciembre de 1989, n. 3;
Messaggio al
presidente dell'Accademia Pontificia per la Vita, 19 de febrero del 2005, n. 5.
(5) Juan Pablo II, Discorso all'Accademia Pontificia delle scienze, 14 de diciembre de 1989, n. 3.
Véase
asimismo el Discorso ad un Congresso sui trapianti d'organi, 20 de junio de 1991, y el Messaggio
al pre
sidente dell'Accademia Pontificia per la Vita, 19 de febrero del 2005, n. 5.
(6) Juan Pablo II, Discorso ad un congresso di medici cattolici, 20 de marzo del 2004, n. 4.
(7) Juan Pablo II, Discorso al XVIII congresso medico internazionale sui trapianti, 24 de agosto del
2000, n. 5.
(8) Ibidem.
(9) Ibidem.
(10) Ibidem.
(11) Ibidem.
(12) Il prolungamento artificíale della vita e la determinazione del momento della morte (La
Documentation Catholique,
nº 2002, pág. 284).
(13) La determinazione del momento esatto della morte (La Documentation Catholique, nº 2002, p.
284).
(14) I segni della morte (“Las señales de la muerte”) (La Documentation Catholique, nº 2333, p.
305).
(15) É permessa la fecondazione artificíale della donna? No (Santo Oficio, decreto del 17 de marzo
del 1897, Denzinger S., n. 3223).
(16) Discorso al Congresso dei Medici Cattolici, 29 de septiembre de 1949; Discorso ai Medici del
secondo Congreso Mondiale per la Feconditá e la Sterilitá, 19 de mayo de 1956; Discorso al VII
Congresso Internazionale di Ematologia , 12 de septiembre de 1958.
(17) Paul Fornes, Medicina legal, toxicología, medicina del trabajo, París: Éditions du concours
m e d i c a l , 1 997, pág. 45.
(18) Según parece, la inteligencia como facultad intelectual del alma no se cansa, pero se verifica en
el cuerpo un agotamiento por cansancio excesivo debido al abuso del instrumento de la reflexión
que es el cerebro.
(19) Cf. I, 18, 1, c.
(20) Pío XII, Discorso sui problemi della rianimazione, 24 de noviembre de 1957.
(21) De anima, libro II, lect. I, nº 221 y 229.
LA REVOLUCIÓN EN LAS PROFUNDIDADES DEL ALMA
Las pasiones, cuyo principio radica en la sensibilidad, deben regularse para que sean buenas. En sí
mismas son neutras: se vuelven malas si no están reguladas o son desordenadas; es decir: cuando
toman un medio por el fin. En efecto, el deseo del fin es infinito, y cuando el hombre toma un
medio por el fin, entonces dicho medio lo desea él infinitamente.
En el ámbito natural son la recta razón y la buena voluntad las que regulan las pasiones; en el plano
sobrenatural son la fe y la caridad teologales las que las mueven más fácilmente hacia su fin. Las
pasiones o tendencias bien ordenadas son entonces útiles sobremanera para obrar y
alcanzar el fin de manera mejor: es óptimo estudiar con pasión, amar a Dios apasionadamente; pero,
abandonadas a sí mismas, las pasiones se vuelven, después del pecado original, fuerzas propulsoras
fuertemente disolventes del hombre en lo que tiene éste de específico (inteligencia y libre albedrío),
por lo que se convierten en vicios o hábitos malos, que inclinan al mal.
La sensibilidad (sentidos externos: vista, oído, tacto gusto y olfato; y sentidos internos: imaginación
y memoria) pertenece tanto al animal cuanto al hombre. Ya en los brutos se manifiesta en toda su
profundidad en cuanto al amor (la leona que defiende a sus hijos de las hienas) y en cuanto al odio
(el león que despedaza a la gacela). Mas la profundidad de la sensibilidad es todavía mayor en el
hombre. En efecto, tiene dos facultades que están por encima de la sensibilidad: la inteligencia, que
tiende a conocer la verdad, y la voluntad, que ama el bien universal, que es infinito. Ahora bien, si
el hombre, que se ordena por naturaleza y por gracia a la verdad y al bien infinito, se desordena
debido a las pasiones, entonces su sed o tendencia desordenada se vuelve insaciable, como que su
voluntad persigue un bien aparente, que es un mal, deseándolo infinitamente como si fuera el fin; de
ahí que su maldad sea tendencialmente infinita.
La Revolución lo comprendió y lo viene poniendo en práctica, in interiore homine, desde 1920
hasta hoy, pasando a través de una enorme explosión de desorden religioso (1965, Vaticano II) y
temporal (l968, rebelión cultural).
El campo de batalla
Las raíces de los vicios y las virtudes se hallan en lo profundo del alma humana. Las virtudes
perfeccionan al hombre y dan a sus facultades la facilidad de obrar bien. Los vicios corrompen las
facultades humanas y les hacen más fácil obrar el mal, como si fuesen esclavas del pecado. La
batalla se traba en este ámbito: las raíces de las virtudes y los vicios en las facultades o potencias
cognoscitivas y volitivas espirituales y sensibles del alma.
La raíz común de todos los vicios es la tendencia desordenada al amor de sí o “amor propio”, que se
opone diametralmente al amor del Sumo Bien, que es Dios, que se distingue realmente del hombre
y lo trasciende. Del orgullo derivan las otras dos concupiscencias, que son la sensualidad y la
avaricia.
La educación de las pasiones es, pues, de capital importancia. No se trata de anularlas o reprimirlas,
sino de disciplinarlas y subordinarlas a la inteligencia y la voluntad (Summa Theologiae, I-II, qq.
22-48). Son “energías” que podemos utilizar para el bien o para el mal. El alma, si no está dotada de
una fuerte dosis de pasiones, no podrá sobresalir ni en el bien ni en el mal; de ahí la necesidad de
estudiar su naturaleza, canalizarlas y sublimarlas, es decir, elevarlas a Dios, que es nuestro fin
último. En caso contrario, nos arrollarán y arrastrarán, como la avenida de un río, hacia el mal o el
desorden, que estriba en tomar por el fin lo que no es más que un medio.
La educación de las pasiones consta de dos partes: una negativa, la mortificación, y la otra positiva,
la sublimación o elevación a Dios. En efecto, la mortificación sola nos llevaría a la “represión” pura
y simple de unas fuerzas naturales que acabarían rompiendo, tarde o temprano, los diques de
protección y nos arrollarían.
Si bien las pasiones son impulsos naturales muy fuertes (como los torrentes alpinos), con todo, no
son irresistibles (basta cavarles zanjones o abrirles un cauce para encañarlas). El hombre, aun
después de la culpa de origen, es libre de seguirlas o no, de dirigirlas hacia el bien o de dejarse
arrastrar por ellas al mal. La regla a seguir es la siguiente: la idea o imagen inclinan a la acción cuya
representación nos brindan. De ahí que sea menester suscitar y fomentar ideas e imágenes de actos
y objetos buenos, que nos empujen a obrar bien. Si tenemos ideas y sensaciones buenas, tendremos
asimismo buenas inclinaciones y obraremos con rectitud. En cambio, si cultivamos ideas o
imágenes malas, tendremos malas tendencias y obraremos el mal. He aquí por qué la Iglesia de
Cristo procura educar al hombre entero: inteligencia, voluntad y sensibilidad con sus tendencias,
instintos y pasiones; la contraiglesia o “sinagoga de Satanás” (Ap 2, 9), por el contrario, procura
desordenar a todo el hombre: inteligencia, voluntad y pasiones.
Ignatius
Notas:
(1) R. Garrigou-Lagrange, La vida eterna y las profundidades del alma, Madrid: Ediciones Rialp,
1950, pag. 12.
(2) S. Th., I-II, q. 30, a. 4.
LOS HIJOS
Que los hijos sean el primero y principal fin del matrimonio, sin el cual el matrimonio mismo no
existiría, ni tendría razón de ser la diferencia de sexos, el atractivo mutuo que sienten hombres y
mujeres, en fin todo el mecanismo y misterio de la fecundidad biológica de la especie humana y su
unión espiritual en el enamoramiento, es cosa que salta a la vista, apenas nos paramos a reflexionar
un poco. Si no fuera por ellos, podríamos ser todos del mismo sexo, sin concupiscencia carnal,
ligándonos unos con otros, como ya nos enseñó San Agustín: «Con algún otro tipo de unión,
amistosa y fraterna, sin ese comercio matrimonial, en la que el hombre llevara la razón del mando
y la mujer de la obediencia» (De Bono Conjugum I, 1).
Siendo, pues, esto así, es lógico tomar de los hijos y de los fines de la procreación, las normas
morales más firmes del matrimonio, viendo como se hace lícito cuanto se orienta a ese fin y se
convierte en abusivo lo que de él aparta. Por eso nos dice nuestro Santo: «Las relaciones
conyugales que los esposos tienen entre sí, con el propósito de tener descendencia nada contienen
de vituperable, y esas relaciones lícitas son las que deben sustentarse en la vida matrimonial. Mas
cuando los esposos van más allá de este propósito necesario, entonces no obedecen a los
dictámenes de la razón, sino a los estímulos de la concupiscencia» (op. cit., 10, 11). No es esta una
doctrina fuerte y exagerada, como probablemente pensarán muchos lectores, sino establecer
claramente el alcance de los fines matrimoniales. Porque no se añade en seguida que el uso del
matrimonio, hecho sin el fin y deseo directo de tener hijos, sea absolutamente malo, sino que lo
perfecto es aquello, y esto que no es tan bueno puede hacerse lícitamente, pero con algún pequeño
desorden, puesto que desorden siempre es buscar directamente un placer, sin hacerlo mirando al fin.
«Sin embargo, pregunta San Agustín con un gran conocimiento del corazón humano, ¿a quién
hemos oído referir jamás de los que estén casados, o que lo hayan estado, que en el curso de sus
coloquios familiares nos asegure que han mantenido relación conyugal con sus esposas, sólo con la
esperanza de tener hijos? Los preceptos, por consiguiente, que el Apóstol da a los desposados
concierne al matrimonio esencialmente. Lo que les toleran como excusable, pues les incapacita
para la vida exclusiva de oración, no es una obligación, sino una indulgencia dentro de la vida
matrimonial» (op. cit., 14, 15). Efectivamente, dada la proclividad que tiene el hombre hacia el
placer carnal, es mucho pedir que los casados no tengan relación matrimonial sino buscando los
hijos, sobre todo cuando ya tienen alguno, pero eso que se les tolera, que nunca la Iglesia prohíbe,
que constituye un fin secundario del matrimonio, no es lo perfecto, y cuando los buenos cristianos
desean adelantar en la vida espiritual, darse más intensamente a la oración y a la vida interior,
constituye un impedimento que debe mortificar, si no por medio de la total continencia conyugal, sí
ordenando y dominando el uso de la carne. Como otros placeres, el de la gula, por ejemplo, el de la
curiosidad inútil, etc., etc., constituyen pequeños desórdenes, no prohibidos como pecados graves,
pero sí incluidos en los consejos de renuncia cuando se pretende alcanzar grados más elevados de
santidad.
Algunos llegan a hacerse la ilusión de que el goce completo y repetido de la carne, con tal de
realizarlo dentro del matrimonio en forma lícita es cosa hasta santa y que no les impide adelantar en
la perfección. Esto es un error. Toda concupiscencia ha de ser mortificada y purificada, si se quiere
que el alma y la vida entera se purifiquen y puedan unirse más perfectamente a Dios.
Pero no es este punto el que, por desgracia, más necesita de insistencia y explanación hoy. ¡Ojalá lo
fuera! Sino el mostrar que la búsqueda del placer, no sin pensar directamente en los hijos, sino
excluyéndolos en forma positiva o repugnando y temiendo tenerlos es un desorden grave, es
pretender alterar lo hecho por Dios y si no se altera directamente, es cultivar un deseo opuesto y
enemigo, solamente impulsados por el ansia de gozar. Esto no es ni puede ser nunca cristiano,
porque es excluir el espíritu en nombre de la carne. Lo contrario del mensaje de Jesucristo, que vino
a someter la carne al espíritu, la vida temporal a la vida eterna. Los hijos son una bendición de Dios,
aunque originen problemas, aunque roben comodidades, aunque obliguen a mayor trabajo y
preocupación. ¿Acaso todo esto no es dar a la vida mayor profundidad, mayor posibilidad de frutos,
un sentido más noble y un contenido más meritorio? ¿O es que la vida no tiene otro fin que
divertirse y pasarlo bien? En el fondo de toda la cuestión, de esto se trata. De tener como filosofía
de la vida la diversión o el mérito, el pasarlo bien en la tierra o el cumplir una misión para ganar el
cielo, en definitiva, visión pagana o visión cristiana de la vida.
Bien; ya se tienen los hijos. Pero «la felicidad -añade San Agustín- no es tener hijos, sino tenerlos
buenos» (Enarr. In Ps., 127, 15). «Tú tienes hijos, pero no mereces alabanza por haberlos tenido,
sino porque te afanas en criarlos y educarlos en la piedad. Para que te nacieran, bastó la fecundidad;
porque viven, tienes felicidad: mas su educación es obra de la voluntad y de la autoridad. En lo
primero, pueden felicitarte los hombres; en lo segundo, deben imitarte» (De Bono Vid., 14, 18).
Un hijo no es un pequeño animalito, al que ha de criarse siguiendo las más adecuadas normas de la
higiene, sino una persona, un ser dotado de alma inmortal, que necesita un alimento espiritual.
Podía haber hecho Dios al hombre capaz de valérselas por sí mismo, desde muy temprana edad,
como acontece con otros seres vivos inferiores, pero quiso hacerle inválido y necesitado durante
muchos años, para que los padres se supiesen responsables de él todo ese tiempo. Y puso en el
corazón de esos padres un especial cariño, un amor tan grande y generoso, capaz de los mayores
sacrificios y desvelos, protegiendo así la invalidez del pequeño. La unión espiritual de padres e
hijos se hizo así muy profunda, muy importante en el desarrollo del niño, que perpetuamente llevará
la huella de lo que fueron sus padres, de lo que vivió en su hogar, sea esto bueno o malo.
Los padres son los primeros y más importantes maestros de los hijos, y aunque busquen la ayuda y
colaboración de otros maestros en disciplinas humanas y de educadores especializados, jamás éstos
pueden sustituir enteramente a los padres, ni corregir las deformaciones que éstos introduzcan en el
alma de los niños. Esta educación es, en efecto, obra de la voluntad y de la autoridad de los padres,
que cuando se hacen plenamente conscientes de su misión y de su responsabilidad, se sienten
impulsados a corregirse en muchas cosas, constituyéndose así, de manera indirecta, los hijos en
educadores de sus padres. Y volvemos a encontrarnos siempre en el mismo dilema. Los padres cuya
visión de la vida es el placer, reciben la misión de sus hijos como una carga, procuran traspasarla en
seguida en otras manos, desentendiéndose de ellos y haciendo que no les estorben demasiado en sus
negocios y diversiones. Así, muchos niños carecen de verdadero hogar, apenas conocen a sus
padres, no sienten la cordialidad de la unión, el afán vigilante y cuidadoso, no perciben la paz
interior de la casa, ambiente imprescindible para que sus tiernas almas se desenvuelvan y crezcan
con equilibrio, y llevan ya, desde la más tierna infancia, el sello de un vacío, una carencia espiritual,
que nunca podrá ser reparado.
No se puede, por ello, establecer un régimen de vida teatral, de modo que los niños vean en la casa
lo que no hay y dejen de ver lo que hay. La característica del niño es la sinceridad, y sinceridad pide
siempre en los demás. Se le puede engañar, es cierto, pero el engaño prolongado no puede
mantenerse; un día averigua que se le miente y su reacción es muy grave. Es imposible que un
padre poco religioso induzca a su hijo las prácticas de la religión; es imposible que una madre
frívola consiga de sus hijas la honestidad y la virtud. ¿Queréis que vuestros hijos tengan virtudes?
Es indispensable que comencéis a practicarlas vosotros mismos.
De entre todas ellas, las primeras y fundamentales deben ser las cristianas, las que enseñan al niño a
ser bueno, porque Dios lo quiere y a mirar la vida como un servicio de Dios. «Escuchad, hermanos
-dice San Agustín-: cristianos somos; y sin embargo, muchos, si muere el hijo de alguno, le lloran;
pero si peca no le lloran» (Enar. in Ps., 37, 24). Los males temporales, las enfermedades, los
fracasos en los estudios, las desgracias de cualquier orden, preocupan extraordinariamente a muchos
padres, que se desvelan por evitarlas, poniendo en ello todo su esfuerzo. Evitar que el niño cometa
pecados, ofenda a Dios, sufra la desgracia de su alma, ¡qué poco preocupa y a qué pocos!
Admiramos el ejemplo de aquella madre admirable, Doña Blanca, madre de San Luis, egregia reina
y orgullo de España, cuando inclinada ante la cuna de su hijo, le pedía a Dios verle antes muerto
que en pecado mortal. El fruto fue aquel gran rey y aquel gran santo, ¿por qué no imitarla, sabiendo
que las mismas causas han de producir idénticos efectos, y que Dios bendice siempre lo que se hace
por Él?.
La obra de educar a los hijos, tomada como mandato de Dios, carga ciertamente la vida de
responsabilidad, la llena de preocupaciones, impone sacrificios y renunciamientos, pero la hace
grande, la corona de gloria, le da ese peso grave de méritos, convirtiéndola en empresa de victoria
que ayuda a mirar la muerte en la vejez como un fin sin temor, como espera el buen operario el bien
ganado jornal. La vida eterna es salario de la temporal, premio de un trabajo perseverante, que sólo
se da a los siervos fieles que cumplieron como buenos, y que nunca se niega a quienes lo
cumplieron.
Recojamos un último consejo de San Agustín: «Tienes hijos: cuenta uno más y da alguna cosa a
Cristo» (Enar. in Ps., 38, 12). Que la preocupación por tus hijos no te haga egoísta. Además
de los tuyos, hay otros muchos niños sin padres o con padres que no merecen serlo. Todos los
pequeñuelos abandonados de los hombres no lo están de Dios, que los adopta por hijos, en la
medida que están más desvalidos. «Lo que hiciereis a uno de estos pequeñuelos, me lo hacéis a mí»
(Matth. 24, 40). Tus hijos tienen buenos padres, medios de fortuna, facilidades en la vida; acuérdate
de quienes carecen de todo eso, a los cuales Dios no dejó del todo desamparados, porque contaba
con tu caridad, porque pensaba compensarles lo que sus propios padres no pudieron o no quisieron
darles, con lo que te iba a inspirar a ti que les dieses. Está muy puesto en razón que mires por el
porvenir de tus hijos, por dejarles dinero, una profesión, un puesto honesto de vida, pero déjales
también otra cosa, que vale más que todo eso, déjales el ejemplo de un padre limosnero, de un
corazón comprensivo y generoso con las desgracias del prójimo. Tu hijo va a necesitar esto tanto o
más que lo otro, porque va a vivir con los hombres, va a necesitarlos, por elevado que esté, va a
sentirse querido y ayudado, en la medida eh que él sepa querer y ayudar. ¿No darías mucho por
asegurar a tu hijo el aprecio, la consideración, la atención ajena, el día de mañana? Pues todo eso,
que no puede comprarse con dinero, y da mucha, mucha felicidad en la vida, cuando se tiene, y hace
sentir muy amargas soledades cuando se carece, lo conseguirán tus hijos si aprenden de ti la virtud
de la generosidad, si se saben hermanos en Cristo de otros hombres y se acostumbran a socorrerlos
y ayudarlos en la medida de sus fuerzas.
Pero no les enseñes solamente a dar limosnas, a entregar dinero en una colecta o en manos de otros
repartidores. Tal vez tu hijo no encuentre muchos pobres de dinero, pero encontrará siempre pobres
y necesitados de afecto, de compasión, de compañía. Que vaya él mismo a tratar con los otros, que
los una a sí y los considere sus iguales, elevándolos tanto, cuanto más alto esté él mismo. Le
enseñarás así a ser un hombre benéfico, un hombre bueno, un hombre que vaya por el mundo
predicando y ejecutando elevación de los otros, evitando que caigan en manos de quienes quieren
hacerle predicador del odio y ejecutor de designios de rebajamiento universal. Si tú eres “señor”,
enseña a tu hijo a serlo también, en el más noble sentido de la palabra; y si no lo eres, enséñale a
conseguirlo él. Pero un verdadero señorío, no un señoritismo. El señorío de la honradez, de la
dignidad, de la hombría verdadera, de las virtudes sin trampa. Enséñale, en una palabra, a ser un
perfecto caballero cristiano.