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MARTN MOSEBACH
LA HEREJIA DE LO INFORME
CONTENIDO
Prólogo, por Joseph D. Fessio, S.J.
1. Eterna Edad de Piedra
2. Religión vivida de Liturgia
3. ¿Necesita la Cristiandad una Liturgia?
4. “Arrancad las Imágenes de sus corazones”: La Liturgia y la campaña
iconoclasta
5. La vanguardia de la Tradición: Los benedictinos de Fontgombault
6. La Liturgia es Arte
7. De rodillas, de pie, en marcha: Un correcto entendimiento de la
“Participación activa”
8. Situación: Antes de entrar a la Catedral
9. La Procesión a través de la puerta corrediza: Un pasaje de la novela
“Una larga Noche”
10.Revelación velada en la antigua Liturgia Católico Romana
Nota Bibliográfica
PRÓLOGO
Estas dos posiciones no están tan alejadas entre si como puede parecer.
El Concilio Vaticano Segundo claramente hizo un llamado a algunas
modestar reformas en la liturgia, pero quiso que ellas fueran orgánicas y
claramente en continuidad con el pasado. Muchos de aquéllos que
claman por el retorno a la liturgia preconciliar aceptarán el tipo de
crecimiento orgánico y cambio que caracterizó a la liturgia desde sus
inicios. Aquellos que abogan por la reforma de la reforma quieren ver el
actual Novus Ordo celebrado de un modo que haga visible la honda
continuidad cristológica con la celebración del Sacrificio Eucarístico de la
misa a través de los milenios.
I
Eterna Edad de Piedra
1
N. del T.: Rheingau es una zona vinícola de Alemania ubicada a la ribera del río Rin, cerca de la ciudad de
Francfort del Meno y que se extiende desde Wiesbaden a Rüdesheim.
a menudo en las grandes composiciones de los tiempos modernos. Esta
música es como un arroyo: ya se recoge a si mismo, ya fluye ligeramente,
burbujeando y gorgoteando, para luego difundirse serenamente. Para
cualquiera que haya oído canto Gregoriano por un buen tiempo, la más
reciente música occidental le ha de sonar como un estéril trabajo rutinario,
construido de acuerdo a modelos estándar, con su forma matemáticamente
calculada, sus técnicas de espejos y su andadura tipo cangrejo. En el canto, es
como si la frase fuera tocada para que cante, como la cuerda de un harpa;
mientras que la composición musical de arias y canciones más modernas
parece estar arbitrariamente adherida a las palabras. En Kiedrich había sólo
una pieza que dejaba bien atrás a las palabras y, como en un antiguo
descarte2, parecía usar las palabras simplemente como un vehículo para las
más bellas y largas coloraturas que no querían terminar. Este era el Alleluya
cantado entre la lectura de la Epístola y el Evangelio. Solamente más tarde
supe a través de un antiguo músico de iglesia que el propósito de este canto
de sílabas en vuelo libre, puesto entre los textos explícitos de la revelación,
era representar la inefabilidad de Dios, que trasciende toda palabra. Cuando
se trataba del sermón, el sacerdote recostaba su casulla a un costado,
mostrando que sus observaciones no formaban parte del rito. El era un
hombre “conservador” que obedecía a su obispo “progresista” –contra sus
propias convicciones- y celebraba el remodelado y amputado nuevo rito,
pero en latín y con esa sobriedad que había aprendido en el rito tradicional.
Luego de una larga búsqueda descubrí ese antiguo rito que, en mi infancia,
había sido para mí un libro cerrado. Cuando lo hice, fue bajo circunstancias
para nada ideales, en una horrible capilla, y acompañado por un canto
deplorablemente cantado, pero, no obstante, significó el fin de mis viajes al
Rheingau las mañanas de domingo.
Al escribir aquí acerca de mi relación con la religión me impuse, como regla,
el hablar lo menos posible acerca de la religión. La profesión de fe que
frecuentemente murmuro para mí mismo en latín, o más bien, que me
tarareo a mi mismo -ya que encuentro más fácil recordarla si la tarareo en la
melodía de la Misa de Angelis- no contiene, en lo más mínimo, todas las
cosas que creo. El Credo fue elaborado por los Padres de la Iglesia en los
2
El autor hace referencia al “skat” un antiguo juego de cartas alemán. Preferimos traducir (y traicionar) por
descarte, para que se comprenda el sentido de la frase.
Concilios de Nicea y de Constantinopla en el curso de discusiones que fueron,
por momentos y para decir lo menos, extremadamente acaloradas; pero para
mí, lo principal es una serie de importantes artículos de fe, que llevan tal vez
más peso aún: El Credo es, de hecho, sólo la piedra angular de mis
convicciones de fe. En consecuencia, por ejemplo, creo que soy un hombre.
Creo que el mundo existe. Creo que las impresiones que recibo por mis ojos y
oídos me dan información adecuada acerca de la realidad. Creo que un
pensamiento tiene tanta realidad como una montaña. Todo el mundo sabe
que no existe la más mínima prueba sobre estos artículos de fe. Muchos de
ellos parecen ir en contra de la probabilidad científica. Entiendo muy bien
que la gente dude acerca de ellos; a veces yo mismo me veo asaltado por
esas dudas. Pero a un nivel más profundo de mi conciencia dejo de lado
todas las objeciones que se imponen contra la realidad del mundo y la
realidad de mi propia humanidad, incluso aunque no pueda refutarlas. Me
temo que debo admitirlo: soy un hombre de la Edad de Piedra. No he tenido
éxito en reconciliar mis conceptos intelectuales con mis convicciones
fundamentales, que tienen hondas raíces en lo físico. Debí haber aceptado,
hace mucho tiempo, que vivo en el caos, que no hay nada en mi que pueda
decir “yo” aparte de algún reflejo neural, y que cada impresión sensitiva de
este inexistente “yo” no es más que ilusión y decepción; sin embargo, cuando
oigo el canto vespertino del mirlo, que como todos sabemos, no es un canto
sino un “desarrollo sonoro favorable a la evolución”, y cuando escucho el
lejano estruendo de la campana de la iglesia, ejecutado por una máquina que
golpea una pieza de bronce en el badajo, escucho estas cosas como un
mensaje –tal vez indescifrable- que está destinado a mi. Se dice, y debí
haberlo entendido hace mucho tiempo, que los objetos que me rodean no
tienen el menor significado, que no hay nada en ellos, y que lo que veo en
ellos es lo que leo dentro de ellos (¿y quién soy yo, después de todo?). Si,
escucho todo esto, pero no creo en ello. Todavía estoy en el peldaño más
bajo de la historia de la humanidad. Soy un animista. Cuando Doderer dice
que “allí está un piano, guardando su silencio de mueble”, me siento
comprendido. Creo tan fuertemente en la existencia objetiva del piano, en su
fundamental otreidad y diferenciación, que me veo obligado a interpretar su
modo de estar en la habitación como un consciente hacer silencio. Un
chamán mongol me dijo una vez que si una piedra es excavada del suelo
queda perturbada durante años. Lo veo bastante probable. Para mi, si
escucho a ese órgano incapaz de aprender que es mi voz interior, el mundo
se llena, hasta su última fibra, con una vida que es distinta de la mía. Esta
vida puede tomar, incluso, formas no corpóreas, por ejemplo, en palabras.
Algunas palabras son tan desobedientes como trasgos, repletas de picardía y
testarudas escapándose mucho más allá de lo que significan; son pequeños
demonios del mundo de las palabras: todos las conocemos, pero cada uno de
ellos se ve sorprendido por ellas en distintas palabras.
Dejo asentada esta confesión básica desde el comienzo para que sea más
fácil entender cómo la antigua liturgia católica (que la mayoría de los obispos
han prohibido y muchos incluso combaten) me afectó cuando, luego de
dejarme acariciar por el calor del canto gregoriano de Kiedrich durante años,
finalmente asistí, de nuevo, al viejo rito. El colapso de la liturgia en la Iglesia
oficial tuvo un resultado bueno: el viejo rito es, nuevamente, un verdadero
misterio, en el sentido de que es celebrado en secreto, tal como fue la
intención original. El primer grado de las ordenes sagradas era el de
“ostiario” –luego fue abolido- cuya tarea era asegurarse que las puertas
permanecieran cerradas para los no bautizados durante la celebración de los
misterios. En la Iglesia Ortodoxa, antes que comience el ofertorio, el diácono
aún grita: “¡Atención a las puertas!”. No voy a describir cómo fue que me
crucé por primera vez con la antigua liturgia; cualquiera que haya tenido una
experiencia similar sabe cuanta suerte –o providencia- es necesaria para
cruzarse con este rito. Pienso, también, que cualquiera que asiste por
primera vez al antiguo rito sin ninguna preparación se verá totalmente
desconcertado. Probablemente no sabe latín, y en cualquier caso las palabras
más importantes son susurradas; las vestiduras del sacerdote pueden ser
llamativas y bellas, pero la feligresía no ve nada de lo que hace el sacerdote,
ya que su propio cuerpo obstruye la vista. Hay un espléndido chiste viejo
sobre un niño judío que se encuentra en misa y luego le cuenta acerca de ella
a su padre. “Vino un hombre con un niño y le dio su sombrero. El niño tomó
el sombrero y lo escondió. Luego el hombre preguntó a la congregación,
´¿dónde está mi sombrero?´ y la congregación respondió, ´no sabemos´.
Después hicieron una colecta para un sombrero nuevo. Al final el niño le
devolvió al hombre su sombrero, pero no devolvieron el dinero”. Tal como
ya expliqué, cuando era niño mi comprensión de la misa era tan sólo
ligeramente mejor que la del niño judío. Ahora, sin embargo, he llegado a ver
por qué es importante “estirar” a los chicos y hacerlos lidiar con cosas que
están aún más allá de ellos. Lo que para mí fue un rompecabezas siguió
ocupando un lugar inconsciente pero firme en mi mente. Los apacibles
movimientos de aquí para allá del sacerdote en el altar, sus reverencias,
genuflexiones y separación de las manos, constituían un antiguo cuadro que,
sin saberlo, llevé conmigo desde entonces. El modo en que el sacerdote se
paraba ante el altar parecía comunicar una cierta tensión. Sobre el altar en la
iglesia de mi infancia había un gran crucifijo de yeso gris estilo Beuron 3 y yo
veía ese árbol gigante como un eje que partiendo del altar llegara al cielo.
Pero incluso si el crucifijo sobre el altar es más pequeño, aún tengo esta
sensación del eje, relacionado con un sentido de peligro indefinido. Siempre
que el sacristán trajinaba en torno al altar, trayendo o llevando algo, siempre
lo veía inquieto. Ese tipo de personas, con su modo ocupado y fáctico de
manipular las cosas que para los laicos son numinosas e inabordables,
siempre han pertenecido al mundo católico, con su “distribución de gracias”.
Incluso en el santuario hay porteros con apenas tanta calamitosa dignidad
como la de sus profanos colegas.
Ahora, por primera vez en tantos años, estaba mirando a un sacerdote en el
campo magnético del altar. Las cosas que decía y cantaba resbalaban sobre
mí: no eran tan importantes. Lo importante era la impresión de que estaba
haciendo algo. Su erguirse y estirar los brazos haciendo el signo de la cruz era
una acción, un hacer. El sacerdote allí arriba estaba haciendo su trabajo. Lo
que hacía con sus manos era tan decisivo como sus palabras. Y sus acciones
estaban dirigidas a cosas: paños de lino blanco, un cáliz dorado, un pequeño
plato dorado, velas de cera, pequeñas jarras para agua y vino, la hostia
blanca con forma de luna, u un gran libro encuadernado en cuero. Los
monaguillos lo servían ceremoniosamente, dando vuelta las páginas por él,
echando agua sobre la yema de sus dedos, y extendiéndole una pequeña
toalla. Después que hubo alzado la Hostia en el aire, evitaba tocar nada con
3
N. del T.: La abadía benedictina de Beuron, fundada en 1863 por los padres Maurus y Placidus Wolter, está
ubicada en el distrito de Sigmaringen, en el noroeste de Alemania (Baden-Württemberg). En ella nació la
escuela artística del mismo nombre a fines del siglo XIX, entre cuyos exponentes más destacados se
encuentran Desiderius Lenz y Gabriel Wüger, ambos padres benedictinos que contribuyeron a impulsar el
estilo de Beuron y a hacerlo conocido en todo el mundo.
sus dedos pulgar e índice unidos –incluso al tomar entre sus manos el cáliz o
al abrir el dorado tabernáculo.
La creencia de que las acciones humanas pueden en verdad alcanzar algo
puede ser fácilmente vista como una especie de megalomanía. Todo lo que
uno necesita hacer para verse curado de esta megalomanía es visitar el
desolado sitio de lo que fue alguna vez una antigua ciudad, una metrópolis
helena llena de arte, riqueza, energía e inventiva. Pero hay mucha gente que
rechazaría la idea de los ángeles y aún así diría que lo que sea que haya sido
pensado y creado en tal ciudad, aún vive –inexplicablemente, pero de forma
altamente efectiva- y constituye la base para nuevas cosas que no podrían
venir a la existencia sin ese fundamento. Hay sólo un paso de esa idea a la
asunción de que las acciones materiales tienen efectos en las regiones
puramente espirituales. Gentes de todas las culturas han creído esto; y es por
ello que, para ellas, la más alta acción, el epítome de toda acción –porque iba
asociada a la mayor eficacia- era aquella del sacrificio. El sacrificio es una
acción material ejecutada para obtener un efecto espiritual. Esta conexión es
absurda sólo si tu filosofía es idealista. Para los materialistas de la edad de
piedra como yo, toda materia está tan llena de espíritu y vida que estas
simplemente se derraman de aquélla. Los últimos europeos en aferrarse a
esta mentalidad retrógrada fueron, probablemente, los grandes pintores de
naturalezas muertas.
Deberíamos dejar de lado, por el momento, la pregunta acerca de qué estaba
sacrificando el sacerdote en el altar. Lo principal para me, en aquel
momento, era que él estaba sacrificando. Una de las oraciones del Ofertorio
reza, “Mira con bondad esta ofrenda y acéptala, como te dignaste aceptar la
ofrenda de tu siervo el justo Abel, el sacrificio de nuestro patriarca Abraham,
y el que te ofreció tu sumo sacerdote Mequisedec: sacrificio santo e
inmaculada hostia”. Abel, el pastor, ofreció sobre el altar del sacrificio la
quema de las primicias de su rebaño y su grasa; Abraham estaba listo a
sacrificar a su propio hijo y, luego, sacrificó un carnero en su lugar;
Melquisedec, que no era de la raza de Abraham, sacrificó pan y vino. La
religión primitiva, la fe judía y el mundo gentil fueron representados por los
tres nombres en la oración del sacrificio; se citaron el sacrificio humano, el
sacrificio animal y el sacrificio incruento, por lo que el sacrificio incruento
rememora el sacrificio cruento a través de su simbolismo. Estaba en claro
para mí que la misa católica en su forma tradicional –inalterada por más de
1500 años- debería ser vista, no como el rito de una religión en particular,
sino como el cumplimiento de todas las religiones, habiendo absorbido y
envuelto a todas ellas. Al tomar parte en un sacrificio de esta especie, me
unía a mí mismo con todos los hombres que hubieran vivido, desde los
tiempos más remotos hasta el presente, porque estaba haciendo lo que ellos
habían hecho. Al participar en el Sacrificio de la Misa Tradicional, sentía que
era un ser humano haciendo algo apropiado a un ser humano, que estaba
cumpliendo la tarea más importante de la existencia humana –tal vez por
primera vez- y que lo hacía por todos aquellos que no querían, o no podían,
cumplir este deber. Prohibir a la gente participar en la Misa, de pronto, me
pareció infantil, para no ser tomado en serio. Encuentro ideas similares en el
ensayo (recientemente publicado en Alemán) titulado Titanismo y Culto, por
el sacerdote Pavel Florensky, quien fue ejecutado bajo el reinado de Stalin;
por supuesto, en tanto que palabras de un sacerdote llevan más peso que las
ideas particulares de un laico: Nuestra liturgia es más antigua que nosotros y
nuestros padres, incluso más antigua que el mundo. La liturgia no fue
inventada, fue descubierta, apropiada: es algo que siempre fue, léase, la
destilación de la oración racional, más o menos. La fe Ortodoxa ha absorbido
la herencia del mundo, y lo que tenemos en ella es el grano puro de todas las
religiones, separado de la paja, la misma esencia de la naturaleza humana…
Así que está fuera de toda duda que nuestra liturgia viene, no del hombre,
sino de los ángeles.
Si debemos experimentar la liturgia Cristiana de este modo, necesita haber
sido purificada y refinada, una liturgia de la que todo trazo de subjetividad
haya sido eliminado. Incluso en los primeros tiempos cristianos, Basilio el
Grande, uno de los Padres de la Iglesia de Oriente, enseñó que la liturgia era
revelación, como la propia Sagrada Escritura, y jamás debía ser interferida. Y
así fue, hasta el pontificado de Pablo VI. Naturalmente esta actitud no
impidió modificaciones esenciales, pero tal como sucedieron, esos cambios
tuvieron lugar orgánicamente, inconscientemente, inintencionalmente, y sin
una planificación teológica. Surgieron de la praxis litúrgica, tal y como un
paisaje es alterado a los largo de los siglos por el viento y el agua. En el
mundo antiguo, si un gobernante rompía una tradición era mirado como
habiendo cometido un acto tiránico. En este sentido, Pablo VI, el
modernizador con los ojos fijos en el futuro, actuó como un tirano en la
Iglesia. Puede que los antropólogos digan, algún día, que estuvo bien en
blandir su poder en el modo en que lo hizo, pero eso no significa nada para
mí. Cerré los ojos ante este ataque a la liturgia divina. Los hombres de la
Edad de Piedra tienen una actitud inmadura respecto al tiempo. No saben lo
que significa “el futuro”; y por lo que respecta al pasado, piensan que debe
haber sido más o menos como el presente.
2
Religión vivida de Liturgia
En 1812, en Carlsbad, Goethe se encontró con la joven emperatriz María
Ludovica; cuando la emperatriz oyó que había causado una profunda
impresión en Goethe le comunicó “el noble y definitivo sentimiento” de que
“no quería ser identificada o supuesta” en ninguna de sus obras “bajo ningún
pretexto de ninguna clase”. “Porque”, dijo, “las mujeres son como la religión:
cuanto menos se habla de ellas, más ellas ganan”. Es una máxima correcta, y
una que merece ser tomada en serio. Sin embargo, estoy a punto de
ignorarla al hablarles sobre la religión en su aspecto práctico, la religión
vivida, es decir, la liturgia. Tal vez el mayor daño hecho por la reforma de la
misa del Papa Pablo VI (y por el continuo proceso que lo sobrepasó), el gran
déficit espiritual es este: ahora estamos ciertamente obligados a hablar
acerca de la liturgia. Incluso aquellos que quieren preservar la liturgia o rezar
en el espíritu de la liturgia, e incluso aquellos que hacen grandes sacrificios
para permanecer fieles a ella –todos han perdido algo inapreciable, a saber,
la inocencia que la acepta como algo dado por Dios, algo que baja al hombre
como un regalo del cielo. Aquellos de nosotros que somos defensores de la
grande y sagrada liturgia, la liturgia Romana clásica, todos hemos devenido –
en mayor o menor medida- expertos en liturgia. En orden a contrarrestar los
argumentos de la reforma, que estaba inflada con academicismos técnicos,
arqueológicos e históricos, hemos debido ahondar en cuestiones de
adoración y liturgia –algo que es completamente ajeno al hombre religioso.
Nos hemos dejado llevar a un modo escolástico y jurídico de considerar la
liturgia. ¿Qué es lo indispensable para la liturgia genuina? ¿Cuando son
tolerables y cuando inaceptables los caprichos del celebrante? Nos hemos
acostumbrado a aceptar la liturgia sobre la base de los requisitos mínimos,
mientras que los criterios debieran ser máximos. Y finalmente, hemos
empezado a evaluar la liturgia –¡un acto monstruoso!- Nos sentamos en los
bancos y nos preguntamos, ¿era eso la Santa Misa o no lo era? Voy a la
Iglesia a ver a Dios y vuelvo a casa como un crítico de teatro. Y si,
nuevamente, tenemos el privilegio de celebrar una Santa Misa que nos
permite olvidar, por un instante, la enorme catástrofe histórica y religiosa
que dañó profundamente el puente entre el hombre y Dios, no podemos
olvidar todos los esfuerzos que debieron hacerse para que esta Misa pudiera
tener lugar, cuántas cartas tuvieron que escribirse, cuantos sacrificios
hicieron posible este Santo Sacrificio, para que (entre otras cosas) podamos
rezar por un obispo que no quiere nuestras oraciones y que preferiría que su
nombre no fuese mencionado en el Canon. ¿Qué perdimos? La oportunidad
de llevar una vida religiosa oculta, en que los días comenzaban con una Misa
silenciosa en una modesta pequeña Iglesia de barrio; una vida en la que
aprendíamos, durante décadas, discretamente guiados por los sacerdotes, a
unir nuestro propio sacrificio al de Cristo; una Santa Misa en la que
ponderábamos nuestros propios pecados y las gracias recibidas –y nada más:
una vez destruido el carácter incuestionable de la liturgia esto es ya
raramente posible para un Católico conocedor de la tradición litúrgica.
Puedo ver las irónicas sonrisas en las caras del clero progresista cuando leen
esto. “¿Usted ignora completamente el desarrollo histórico de la liturgia?
¿Piensa seriamente que la Santa Misa vino del cielo en la forma del Misal de
1962? ¿Puede hablar de sacrilegio al alterar la liturgia, cuando la historia de
la Iglesia muestra que la liturgia ha sido creada por una serie sin fin de
alteraciones?”
Comencé diciendo que, lo quisieran o no, los adherentes a la antigua liturgia
se hicieron expertos en cuestiones litúrgicas para poder resistir los ataque
contrarios a la liturgia en nombre del academicismo. Esos ataques fueron
bien resistidos; desenmascarados y exhibidos como insostenibles en
términos académicos. El nombre de Klaus Gamber debería ser mencionado
en este punto: el se yergue por todos aquellos que desenredaron y
desterraron la ficción de la pseudo-arqueología y la astutamente sazonada
ideología. Sabemos que elementos del culto de la sinagoga judía entraron a
la Santa Misa; podemos identificar las partes que vienen del ceremonial de la
corte Bizantina y aquellos que son de uso monástico y del ceremonial real
Franco; somos conscientes de los elementos que revelan influencias góticas y
escolásticas y aquellos que deben su inserción a la ceremonia sacrificial a la
devotio moderna. La misa tal como la tenemos en su forma más reciente,
previa al Concilio, no es, para ponerlo en términos arquitectónicos, un
panteón clasicista; o, si lo vemos con el frío ojo del liturgista, no es de ningún
modo un edificio lógico e intachable según los cánones de la proporción
áurea, en el que cada detalle puede ser referido de un modo artísticamente
elevado en la proporción del conjunto. Es más apropiado compararlo con una
de nuestras antiguas iglesias, sus cimientos románicos enraizados
profundamente en la tierra, con un portal gótico, pinturas barrocas sobre el
altar, y ventanas estilo nazareno. No hace falta tener los denigrantes ojos de
reformador para ver qué hay de extraño e ilógico en la estructura de la Misa.
Como cualquiera sabe, no estaba previsto que el sacerdote, luego de
incensar el altar, debiera decir en silencio un verso de los salmos –que es hoy
día sólo la antífona que pertenece al salmo completo que acompañaba su
entrada. De igual modo, esta claro para cualquiera que hubo un tiempo en
que el “Dominus vobiscum” y el “Oremos” antes del Ofertorio introducían la
oración que hoy falta y que lo que hoy las sigue es otra antífona arrancada de
un salmo que ya no se canta más en ese momento. De nuevo, puede parecer
extraño que los fieles son primeramente enviados –y debería destacarse que
el “Ite, missa est” no significa “Id, despedíos”, sino “Id, es la misión: ha
comenzado vuestro apostolado”- para permanecer allí mientras esperan la
bendición, y de nuevo mientras se les da una segunda bendición en la forma
de lectura del inicio del Evangelio de San Juan. No cabe duda que hay más
rompecablezas para explicar por aquéllos que son expertos en estas
materias.
Sin embargo, mientras debe decirse que en sus textos y secuencia de
acciones, la Santa Misa ha tenido sustancialmente la misma forma por un
muy largo tiempo, también es cierto que tuvo una apariencia distinta en cada
siglo, tal como está claro al ver la arquitectura de las iglesias a través de
varios períodos. La Santa Misa en San Pedro de Roma en la época del
emperador Constantino, en una basílica pesadamente adornada con cortinas,
era seguramente evocadora de algo entre culto mistérico místico y una
ceremonia de estado patricio. Una catedral gótica en la que se dijeran
cuarenta misas a la vez en todos sus altares en sufragio de las benditas almas
del purgatorio debe haber tenido una atmósfera diferente de las iglesias
teatrales barrocas en las que el Sacrificio era ofrecido con acompañamiento
de música orquestal altamente dramática. Y el purismo racionalista de los
monasterios benedictinos franceses que hoy celebran el rito antiguo sería
inimaginable en cualquier siglo, menos en el nuestro. ¿A dónde quiero llegar?
¡Por supuesto que el rito está cambiando continuamente en su viaje a través
de los siglos! Lo hace sin que nadie se de cuanta y sin que el proceso deba
involucrar ninguna interferencia arbitraria. Seres históricos como somos,
estamos sujetos al espíritu del tiempo en que vivimos; debemos ver con sus
ojos, escuchar con sus oídos, y pensar según su mentalidad. Los cambios a
una antigua acción que son traídos por la mano modeladora de la historia no
tienen como tales un autor; permanecen anónimos, y –lo que es más
importante- son invisibles para sus contemporáneos; emergen a la conciencia
sólo luego de generaciones. Los cambios y transformaciones graduales de
esta naturaleza nunca son “reformas”, porque detrás de ellos no hay
intención explícita de hacer algo mejor. Una característica del depósito más
precioso de sabiduría de la Iglesia era que ella tenía la habilidad de mirar
desde una gran altura en su proceso histórico, como en un ancho río,
reconociendo su irresistible poder, erigiendo cautelosamente diques aquí y
allá o redirigiendo cauces secundarios al canal principal. En tanto la Misa no
tenía autor, en tanto no podía darse una fecha precisa a ninguna de sus
partes –o a cuándo se originó o cuándo finalmente se incorporó
universalmente a la misa- todo el mundo era libre de creer y sentir que era
algo eterno, no hecho por manos humanas.
Esta creencia y sentimiento, sin embargo, es la precondición crucial si
queremos celebrar correctamente la Santa Misa. Ninguna persona religiosa
puede ver el culto en un evento que es fabricado a base de comentarios a la
historia de la Iglesia y la teología pastoral de la Reforma. Toda la fuerza del
culto le viene de que, para los participantes, propone hechos que ligan el
cielo a la tierra; y lo hace autoritativamente. Si no puede reclamar se
objetiva, increada, algo axiomático, no puede –antropológicamente
hablando- ser objeto de una experiencia sentida. Lo que no quiero hacer,
cuando participo de la Santa Misa, es ser “activo”, porque tengo buenas
razones para desconfiar de los instintos de mi mente y sentidos. ¿Qué rol
“activo”, por ejemplo, le cupo a los apóstoles en la Última Cena? Ellos se
dejaron envolver por los sorprendentes acontecimientos, y cuando Pedro
comenzó a resistirse, le dada la instrucción específica de ser “pasivo”: “¡Si Yo
no te lavara, no tendrías parte conmigo!” Lo que quiero encontrar en la Santa
Misa es la felicidad del hombre en el Nuevo Testamento que se sienta en la
periferia y mira al Cristo que pasa. Esto es lo que es la Misa, y es por eso por
lo que el Sacrificio de la Misa es visto en el contexto de la cena judía del
Éxodo: “Porque es nuestra Pascua, el Señor que pasa”.
El hecho de que el antiguo rito esté allí, ante nosotros, como algo que ha
crecido, es el signo, la expresión pictórica, de su divina institución. Podemos
decir que, como Jesús, es “unigénito, no creado”. El modo cauto en el que
todos los papas anteriores a Pablo VI trataron la Misa nos habla acerca del
deseo de la Iglesia de que la Santa Misa tuviera esta cualidad icónica y de que
quería promover esta específica impresión. Así que, cuando celebramos la
Misa, debemos esforzarnos por olvidar todo lo que hemos aprendido acerca
de ella en la historia de la Iglesia. Su corazón es la revelación de Cristo, y por
lo tanto, el hombre religioso querrá tratar la Misa en su integridad como
revelada.
Así como los metales preciosos son usados para producir los vasos sagrados,
haciendo de algo profano una cosa sagrada, así también las contingencias y
hechos particulares de la historia se convirtieron, en la liturgia, en algo santo;
y las cosas santas siempre deben ser consideradas y valoradas de un modo
distinto a las profanas. Los Judíos Jasídicos, exponentes del último
movimiento místico europeo, decían que cada palabra de sus libros santos
era un ángel. Así es como quiero considerar las rúbricas del Misal: para mi,
cada prescripción del Misal es un ángel. Una vez que se ha admitido que un
ángel es responsable por cada acción litúrgica, nunca más se debería correr el
peligro de considerar a la liturgia como algo sin vida o formalista o como una
reliquia histórica, el detrito sin sentido de la incesante marcha del tiempo.
También nos preserva de la mirada no espiritual, legalista y escolástica que
juzga los misterios de la liturgia según categorías de “validez” o “requisitos
mínimos”. No es correcto –y desde la perspectiva de una persona religiosa es
absurdo- mirar a la Santa Misa como si fuera un contrato vinculante con sus
estipulaciones y condiciones necesarias. Es “necesario” que el sacerdote diga
las palabras de la Consagración; incluso la nueva liturgia no es “necesaria” en
ese sentido. ¡Pero pensar en esos términos es subestimar la completa
naturaleza del sacramento! Los sacramentos de la Iglesia son continuaciones
de la Encarnación, actos continuadores del descenso de Dios al abundante
mundo de formas de sus criaturas. Dios se hizo hombre, no sólo en el
corazón y alma de un hombre, sino también en las uñas y barbas de un
hombre. La liturgia debe ser tan compleja y asombrosa como el misterio del
Dios-hombre que presenta en formas simbólicas. Y así como la mujer que era
una pecadora lavó los pies de este Dios-hombre, y el Apóstol Tomás tocó sus
heridas, la persona religiosa, contemplando el cuerpo de la liturgia, no se
pregunta si entendió todo correctamente (ni duda acerca de si está frente a
cosas superfluas, sujetas a cambio, o prescindibles): Su total deseo es venerar
y amar ese cuerpo, incluso en sus partes más pequeñas y marginales.