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Territorio y fronteras en la Historia del Perú contemporáneo

Carlos Contreras

U na de las imágenes más persistentes que los peruanos tenemos de nuestra propia historia es
la de ser un país venido a menos con el correr de los tiempos. Junto con los egipcios, los iraquíes
o los mexicanos, los peruanos formamos ese grupo de naciones que ha optado por fundar su
"identidad" primordial en un antiguo imperio, mezcla de historia y de leyenda. Secuela de dicha
decisión ha sido un sentimiento de decadencia, que encuentra su expresión gráfica en una
secuencia cronológica de mapas peruanos que los textos escolares y manuales de historia
difunden reiteradamente. El vasto territorio del Tahuantinsuyu, con sus casi tres millones de
kilómetros cuadrados, abarcando desde la actual Colombia hasta el sur chileno, todavía
encuentra un parangón en los primeros trazos del Virreinato de los siglos XVI y XVII, aquel de
los tiempos en que se acuñó la frase: "¡Vale un Perú!".

Ya en vísperas de la independencia el país se veía bastante reducido, pero su silueta todavía


muestra una cabeza enorme y graciosa, cuya melena, como ondeada por el viento, se interna
profundamente en la amazonia. Es el mapa que los historiadores de los límites llaman el del
utiposidetis (lo que tuvisteis, tendréis) de 1810. Durante la República, como un león descoronado,
el país pierde la melena: por el sur le rebanan una suerte de coleta, los vecinos del oriente le
serruchan una puntiaguda cadera. A semejanza de una piel de zapa, en cada siglo transcurrido
el Perú pareciera haber perdido no sólo riquezas y preeminencia, sino asimismo cuerpo físico;
es decir, territorio.

¿Es ello mito o realidad?

Lo descrito en los párrafos anteriores, ¿es, sin embargo, solamente una imagen "elaborada" por
nosotros mismos o es efectivamente un reflejo de lo que realmente aconteció? En resumen: ¿es
mito o es realidad? Acerquémonos a los hechos para luego volver a esta pregunta. El Perú nació
como Estado nación independiente en la década de los años veinte, en medio de un continente
en llamas que luchaba por dejar de ser una colonia española. Emancipado el continente y
arriadas las últimas banderas españolas (aunque algunas quedaron flameando en las islas del
Caribe por casi un siglo más), los hombres, así liberados, debían ahora decidir si iban a juntarse
todos bajo una gran nación (el ideal bolivariano) o si iban a dividirse en varias naciones. Toda la
"América española" —como se le llamaba antes de tomar el nombre de "América Latina" en la
segunda mitad del siglo XIX— contenía hacia 1820 unos 20 millones de habitantes, cifra inferior
a la población que en ese momento tenía Francia o Rusia, por ejemplo, que funcionaban ya
entonces como una sola nación.

Las grandes distancias del continente americano y las dificultades en comunicar territorios
separados por desiertos, cordilleras y mares, aconsejó, sin embargo, organizarse en varias
naciones. Con el término "naciones" se había designado en los siglos anteriores a comunidades
de hombres cohesionadas por un mismo gobierno, una misma religión, una misma lengua y, en
general, unas mismas costumbres. Los cronistas españoles del siglo XVI llamaron, por ejemplo,
a los indios "huancas", o "taramas", o "soras", "naciones". Es decir, la palabra funcionaba como
sinónimo de "tribus" o "grupos étnicos"; pero a inicios del siglo XIX el término "naciones" aludía
ya a comunidades humanas mucho mayores. Ya no compuestas de algunos miles, sino incluso
de millones de individuos. Pasaron a ser lo que el sociólogo estadounidense, Benedict Anderson,
ha llamado "comunidades imaginadas". Imaginadas, porque en las naciones modernas es
imposible que un hombre pueda llegar a entrar en contacto, a conocer, a saber, en concreto de
todos los demás miembros de la comunidad nacional. Apenas conocerá personalmente a una
mínima fracción, pero gracias a los periódicos, la literatura, la historia y, hoy diríamos también
gracias a la televisión, la radio y la Internet, sí puede "imaginar" al resto, a la "gran nación".
La "nación" del siglo XIX era entonces una comunidad humana más grande que las anteriores.
Fácilmente mil veces más grande. Era ya difícil que todos compartiesen realmente las mismas
costumbres, lengua, religión y demás rasgos. En la medida que una población de varios millones
de nombres se dispersaba a lo largo de cientos de miles de kilómetros cuadrados, resultaba
lógico que las costumbres de comidas, hábitos económicos, formas de llamar las cosas, de usar
el idioma y otras cosas más, se diferenciasen de comarca en comarca y de región en región.
¿Qué era lo que mantenía unida y daba sentido, entonces, a la nación? La respuesta tendría
que ser un conjunto variado de cosas, pero si tuviéramos que escoger una sola, ella sería: un
mismo gobierno. La nación moderna se organizaba, no ya sobre una base religiosa o un linaje
racial, como en el pasado, sino fundamentalmente sobre una base política: un Estado. De donde
provino la expresión "Estado-nación" para referirse a ella. Durante el siglo XIX el mundo se llenó
de "estados-naciones" por todos lados. Fueron desapareciendo los imperios, los sultanatos, los
reinos y las tribus, para irse fundiendo en "estados-naciones".

No había nación sin Estado, ni era concebible Estado sin nación. Pero aquí entraría enjuego un
tercer elemento: el territorio. Los nuevos estados-naciones necesitaban establecer el ámbito
preciso de su accionar. Como el Estado debía cobrar impuestos, educar a los habitantes y
administrar justicia de acuerdo a códigos previamente establecidos, entre otras tareas, requería
demarcar el área física sobre la que actuaría. El Estado-nación demandaba, pues, un territorio
delimitado, ya que ejercía un gobierno sobre hombres, pero sobre hombres actuando dentro de
un determinado espacio o suelo.

Las naciones americanas o "países", como comúnmente pasó a llamarse a esta trilogía de
nación, Estado y territorio, debieron demarcar sus fronteras. Una vez que revisemos los medios
jurídicos e históricos que disponían para ello, comprenderemos por qué este proceso tomó apro-
ximadamente un siglo, y en algunos casos más, como en el Perú. Para comenzar, se tomó como
base la propia demarcación que España había impuesto en los territorios americanos antes de
iniciarse las luchas de la emancipación, según su clasificación en virreinatos, audiencias,
capitanías y comandancias. Las dos primeras eran unidades de gobierno político-administrativo,
siendo de mayor jerarquía los virreinatos; mientras las dos últimas eran unidades de defensa
militar, que correspondían sobre todo a provincias fronterizas. Sobre este esquema se montaba
la división eclesiástica —arzobispados y obispados— que no necesariamente coincidía con las
otras. Todo ello complicó la delimitación de las fronteras de las nuevas naciones.

Las autoridades españolas no habían puesto suficiente celo en fijar los límites entre sus unidades
de gobierno en América, debido a que todas pertenecían a la misma "Corona" de los Borbones.
También porque en muchos casos desconocían la geografía de buena parte de sus dominios.
En consecuencia, aplicar el principio del uti posidetis arrastraba varias complicaciones, ya que
en más de un caso las fronteras entre audiencias o capitanías estaban fijadas de manera muy
vaga.

Tuvieron, entonces, que echar mano de otro principio: el de la "libre determinación de los
pueblos", según el cual —en una suerte de plebiscito— las poblaciones podían decidir a qué
país querían pertenecer. Este principio estaba lleno de suspicacias; por ejemplo, ¿quién haría la
convocatoria y organizaría el plebiscito? ¿quiénes podrían expresar su voluntad? Es decir,
¿quiénes eran "los pueblos" que debían decidir "libremente" su pertenencia a tal o cuál parte?
No había padrones o registros de los habitantes y los censos coloniales sólo habían abarcado
partes incompletas del territorio. En muchos casos, como por ejemplo en la amazonia, se trataba
de territorios escasamente colonizados, donde organizar la consulta era impracticable. Así,
podríamos señalar, que, a mayor despoblación del territorio y mayor desconocimiento del mismo,
mayor dificultad para demarcar.

En muchas partes de América hispana las comunidades regionales eran relativamente débiles,
en el sentido que los lazos sociales y económicos que las soldaban en conjuntos articulados y
armónicos no se habían desarrollado suficientemente. Una prueba de ello es la misma facilidad
y, hasta cierto punto, desorden, con que el Estado español procedió a cambiar continuamente,
en el último siglo colonial, la demarcación de sus dominios americanos. Se creaban nuevas
audiencias o virreinatos, luego se les anulaba; se decidía que tal circunscripción pasaba a depen-
der de este virrey, para más tarde dar marcha atrás y hacerla depender del otro. Y, me pregunto,
¿dónde estaban las poblaciones que no reaccionaban frente a estos cambios erráticos? Éramos
como masas dúctiles que ya podían torcerse hacia un lado u otro. No era la organización social
y económica existente la que se imponía sobre la demarcación política, sino al revés. ¿Quién
reclamó, por ejemplo, cuando el territorio de Puno fue anexado, en 1776, al Virreinato del Río de
la Plata? ¿Y quién reclamó al otro lado, cuando en 1796 dicha intendencia volvió al virreinato
peruano?

Los nuevos países latinoamericanos partieron de núcleos relativamente pequeños,


representados por sus principales ciudades y regiones más pobladas. Fue en esos espacios
donde pudieron levantarse los impuestos, organizarse gobiernos locales dependientes del
gobierno central y administrarse justicia de acuerdo a las leyes dictadas por las autoridades
pertinentes. Como lo decía un viajero del siglo XIX que recorrió el Perú pocas décadas después
de la Independencia: "la Constitución sólo regía en las ciudades; a mucho andar, en las villas" El
país real; es decir, aquel donde el nuevo Estado nacional ejercía efectivamente su autoridad, era
una especie de archipiélago salpicado, que incluía básicamente a las ciudades, algunos valles
en torno a ellas y los caminos que las unían (y éstos no siempre, porque solían ser asolados por
bandoleros, que los convertían en una tierra de nadie). El resto era una suerte de país virtual,
donde el Estado nacional no llegaba, convirtiéndose en un espacio en el que regían normas y
costumbres propias, que solían ser identificadas desde las ciudades como "bárbaras".

Pasada la mitad del siglo XIX, como un joven que de pronto quiere conocer su propio rostro, las
jóvenes repúblicas latinoamericanas se lanzaron a la empresa de elaborar mapas o cartas del
territorio nacional, así como a misiones de exploración del territorio que figuraba en ellos pero
eran casi del todo desconocidos. Se contrató misiones de geógrafos europeos para la labor.
Nadie quería quedar atrasado en esta competencia, ya que existía la idea de que el primero que
incluía un territorio dentro de "su mapa" ya había puesto una pica en Flandes. De este modo,
todos los países bosquejaron mapas generosos, incorporando como suyos, territorios cuya
pertenencia no era del todo (y a veces nada) clara. El primer mapa peruano fue el presentado
por Mariano (¿) Paz Soldán en el Atlas del Perú que el gobierno peruano hizo imprimir en París
en 1865. Era un mapa cuya vista hoy nos enternece por los gruesos errores que comete en
materia de ríos y demarcación de las regiones. Más de la mitad del territorio nacional incluido en
ese mapa, no sólo que no formaba parte del país real, sino que ni siquiera había sido, ya no digo
colonizado, sino simplemente explorado. Cuando se realizó el censo de 1876, por ejemplo, el
recuento demográfico no cubrió más allá del 50 por ciento del territorio del mapa de Paz Soldán,
que fue el mapa "oficiar del Perú hasta el final del siglo XLX.

Los mapas comenzaron a ser usados como instrumentos de polémica acerca de cuál debía ser
la frontera entre las naciones. Fácil es suponer que cuando se juntaban los mapas el
rompecabezas de países no se armaba así nomás. Todos tenían áreas que se superponían con
las del vecino.

Junto con los colores de la bandera y el himno de la patria, la silueta del mapa adquirió carácter
de símbolo nacional; se convirtió en algo así como la plasmación gráfica de la identidad de una
nación. Idea que fue alimentada por el positivismo geográfico de la época, según el cual un país
valía menos por su arte, su cultura y su industria, que por su extensión territorial, su población y
su comercio, expresado todo ello en cifras que propiciaban comparaciones, normalmente
odiosas.

Estos mapas primigenios incorporaban entonces —seamos conscientes de ello— lo que en el


lenguaje diplomático se conoce como "posiciones polémicas" o "aspiraciones máximas". Casi
nunca coincidían con realidades efectivas. Se incluía en ellos territorios nunca hollados por
hombre conocido, selvas impenetrables, desiertos ignotos donde jamás se había hecho presente
funcionario público alguno ni existía una mínima forma de colonización social. Los mapas
patrióticos contenían dosis de deseo, imaginación y capricho; eran mapas más bien anhelados,
que objetivos; actos de reivindicación, antes que de constatación geográfica.
Perú no escapó a esta práctica. Como tampoco, por supuesto, Ecuador, Colombia, México o
Bolivia. La excepción en América Latina podrían ser países como Brasil o Chile, cuya imagen
histórica —construida conscientemente— ha sido la de ser naciones que, al revés de las otras,
se presentan como venidas de menos a más. Por ello no es extraño que la mayoría de países
sudamericanos se consideran a sí mismos como naciones que han perdido territorios —los
austriacos del Nuevo Mundo, para citar a Pablo Macera. Pero si todos perdieron, entonces,
¿quién ganó?

Revisemos el caso de Perú y Ecuador. Cualquier ecuatoriano, incluyendo a los mejor informados
y leídos, cree saber que su país perdió en la guerra del 41 "la mitad de su territorio". Pero ése es
otro mito. Lo único que perdieron fue el mapa, la cartulina. Si fuera verdad que Ecuador
controlaba regiones como la de Iquitos o Jaén, ¿dónde están las pruebas de ese dominio
efectivo? ¿Cuál fue, por ejemplo, el resultado de las elecciones presidenciales de 1940 (o
cualquier fecha anterior a la guerra del 41) en Jaén? ¿O cuánta fue la recaudación para el tesoro
ecuatoriano de la aduana de Iquitos, que recibía grueso comercio del Atlántico en dicho año?
¿Pudieron efectuar allí algún censo de población u otro tipo? ¿Quién era la ecuatoriana autoridad
—gobernador o prefecto— en esas localidades supuestamente arrebatadas por el ejército
peruano tras el conflicto bélico? ¿Quién el jefe del puesto policial? ¿Qué litigios se entablaron
ahí bajo las leyes ecuatorianas? Preguntas todas que quedarán sin respuesta porque la
"posesión" ecuatoriana de esa "mitad territorial" se reducía a un mapa de papel.

Decíamos que el Perú tampoco escapó a ello. Revisen cualquier libro escolar anterior al
Protocolo de Río. Vemos ahí la figura de un Perú cabezón, cuya frontera nororiental casi llega a
las goteras de Quito. Ese mapa es otra ficción. Nunca tuvimos control efectivo de las provincias
de Ñapo, Pastaza o Zamora, prefectos gobernando, agentes fiscales cobrando impuestos,
jueces administrando justicia peruana. Las mismas preguntas del párrafo anterior quedarían
también en este caso sin respuesta.

En conclusión, una cosa es el mapa polémico, argumental, y otra el mapa efectivo y real. En
relación a este último, la guerra del 41 apenas significó una modificación de lo que ambas
naciones realmente controlaban. ¿Qué era lo que realmente controlaban? La respuesta se halla
en un poco difundido mapa, llamado del status quo de 1936.

Junto a los ya mencionados principios del uti posidetis y la "libre determinación de los pueblos"
(Perú reivindicó Jaén y renunció a Guayaquil, precisamente siguiendo este segundo principio,
ya que de acuerdo al primero no tendríamos derecho a Jaén, aunque sí a Guayaquil), un factor
decisivo para el trazado de las fronteras fue la colonización y ocupación efectiva del territorio de
frontera. Esto requería de hombres y capitales. Escasa población y poco dinero disponible eran
malos colonizadores. Un territorio nuevo no rinde frutos a corto plazo, sino a muy largo plazo.
Es necesario que se estimule el poblamiento de las nuevas regiones, facilitando el traslado a
ellas de los hombres; que se abran caminos y se erijan puertos por donde puedan comunicarse
con el resto del país y con otros puntos de comercio extranjeros; y que se brinde seguridad y
defensa a los nuevos asentamientos.

Todo ello pasaba por la consolidación del Estado independiente. Consolidación significaba un
Estado estabilizado, con rentas fiscales regulares y suficientes, con autoridad efectiva para
imponer las leyes y con procedimientos disciplinados y equitativos para rotar a los hombres en
los cargos de gobierno. Donde más precozmente se logró dicha consolidación, pudo avanzarse
más pronto y con mayor eficacia en la labor de colonización y de las áreas fronterizas. El país
de papel pudo irse convirtiendo en un país real.
Gracias al apogeo del guano, desde mediados del siglo XIX, el Estado peruano pudo alcanzar
cierto grado de consolidación. Las exportaciones del fertilizante dotaron de fondos al Estado, que
pudo ampliar en pocos años su burocracia civil y militar. Al interior llegaron prefectos y
subprefectos, jueces y policías que, aunque no siempre premunidos de las virtudes propias de
un funcionario público, ampliaron la cobertura del Estado. Fue así que desde esos años se inició
la exploración y colonización del territorio amazónico del que hoy disfrutamos. En 1847 se erigió
el fuerte de San Ramón y en 1869 la colonia de Chanchamayo, en la selva central. Alrededor de
1850 se fundó la colonial del Pozuzo con colonos alemanes, aunque luego fue bastante
abandonada por los gobiernos. Iquitos habría nacido en 1841 como un refugio de los
sobrevivientes de la masacre de Borja en dicho año, pero su despegue como población recién
empezó en 1858, cuando una convención con Brasil, permitió la libre navegación por el río
Amazonas. Geógrafos y exploradores norteamericanos y europeos fueron contratados por el
gobierno del Perú para realizar los estudios que permitieran abrir caminos, puntos de tránsito y
futura colonización. En Iquitos fue importante, por ejemplo, la labor de James Orton y la de la
Misión Tucker.

Los países americanos, como Estados Unidos, Brasil y Chile, se caracterizaron por consolidar
sus Estados más tempranamente que el resto. Estados Unidos porque había comenzado su vida
independiente con anterioridad a la América española o latina; Brasil, porque pudo esquivar una
guerra de independencia y nació más pacíficamente a la vida autónoma bajo la figura de una
monarquía imperial; y Chile porque gracias a la buena cohesión y organización de su clase
dirigente —en un país que en ese entonces era muy pequeño— pudo consolidar su "República
conservadora". En el otro extremo se sitúan países como México, Bolivia, Ecuador o Argentina,
donde la precariedad de su organización estatal hasta varias décadas después de la
independencia los llevó no exactamente a perder territorios, ya que no se pierde lo que nunca
se tuvo, sino a quedar rezagados en la competencia por ganar las tierras de frontera.

No se perdió lo que nunca se tuvo


Volvamos a la pregunta inicial: ¿mito o realidad? Casi todos los "despojos territoriales" que habría
sufrido el Perú después de su independencia son totalmente imaginarios, en el sentido de la
frase puesta arriba como subtítulo. Nunca tuvimos posesión efectiva de aquello. En cambio, por
oposición, sí son más dolorosas, verdaderas amputaciones de la nación, los territorios perdidos
donde sí hubo previo dominio efectivo, aunque algo laxo —todo hay que decirlo— del Estado
peruano. Son los casos de las provincias del sur: Tarapacá y Arica, y de Leticia, en el extremo
nororiental. Las primeras, perdidas por entrar en una guerra insensata; la segunda, por evitar
entrar en una guerra, quizás también insensata.

Salvo lo mencionado, creo que nuestro país nunca fue físicamente más grande que hoy; ni
siquiera en tiempos del Tahuantinsuyu. Gracias a los modernos medios de comunicación el país
ha crecido, no disminuido. Ello vale también para las demás naciones sudamericanas. El país real
se va pareciendo cada vez más al del mapa. El mapa puede parecer hoy más pequeño, pero
esa es sólo una ilusión gráfica. Dice el dato numérico que nuestro territorio contiene 1*285 21516
kilómetros cuadrados. Incluso en este momento no los conocemos ni controlamos todos, pero sí
un porcentaje muy superior al de hace siglos e incluso décadas. Aquello que los países
latinoamericanos han erigido como leyendas de dolorosas mutilaciones, han sido casi siempre
áreas donde no había control y comunicación o era muy exiguo (preguntémoselos a los
bolivianos y su mar o a los mexicanos y su Tejas). Arica, Tarapacá y Leticia sean acaso una
excepción, pero ojalá los peruanos de ayer se hubieran preocupado de esas regiones del mismo
modo como hoy nos ocupamos de unos metros de malecón o de un kilómetro cuadrado en El
Cóndor.

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