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15.

UN ASQUEROSO VIAJE

Vuestros capitanes y marineros ... no han de tener


dedos delicados ni delicadas narices; pocos hom-
bres son adecuados para estos viajes si no han sido
criados para ellos. Es un asqueroso viaje y muy pe-
sado.
SIR DALBY THOMAS, comandante
de la Compañía Real Africana
en Cape Coast, Costa de Oro, c. 1700

Fijaos en ese constructor de barcos que, incli-


nado sobre el tablero, determina, pluma en mano,
cuántos crímenes puede provocar en la costa de
Guinea, que examina sin prisas el número de fusi-
les que necesitará para conseguir un negro, cuán-
tas cadenas precisará para tenerlo atado a bordo,
cuántos latigazos para hacerle trabajar. ..
ABATE RAYNAL, Histoire philosophique
et politique des Indes, 1782

La trata atlántica fue, durante gran parte de su larga vida, una em-
presa gubernamental en los países que participaban en ella. La Coro-
na portuguesa dio el tono, al establecer el principio de que las expe-
diciones a la costa occidental de África debían ser aprobadas por su
Casa da Guiné y estaban sujetas a impuestos. A ciertos mercaderes se
les concedía licencia para comerciar en África con esclavos y otras
«mercanCÍas», dándose por supuesto que venderían sublicencias a
otros mercaderes. Un beneficiario temprano de este sistema, como se
ha visto, fue el formidable florentino de Lisboa Bartolommo Mar-
chionni, que obtuvo licencia para comerciar en el río de los Esclavos,
el Benin, entre 1486 y 1493, yen «los ríos de Guinea» entre 1490 y
1495. Por operar a gran escala y con apoyo gubernamental, fue el
prototipo del comerciante europeo de esclavos.
Ya en el siglo XVI se daba por sentado que un mercader portugués
de oro y esclavos que operara en África occidental debía cumplir con
ciertas obligaciones caritativas en Lisboa, ayudar a mantener al cle-
ro de las islas de Cabo Verde y mandar al menos doce buques a Áfri-
ca en tres años, así como comprometerse a no vender ni trocar armas
europeas con los africanos, y debía aceptar que los colonos de Cabo
Verde comerciaran libremente en tierra firme africana con sus pro-
pios productos y obtener tantos esclavos como necesitaran personal-
mente. Durante muchos años se daba también por descontado que
los mercaderes de esclavos que iban a África occidental debían dete-
nerse en Santiago, en las islas de Cabo Verde, y pagar allí impuestos,
aunque como a menudo no lo hicieron, se nombró a un funcionario
para cobrarlos en el Río africano Cacheu. Más adelante, la Corona
portuguesa delegó la recaudación de estos impuestos a diversos

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hombres de negocios, que con ello realizaron grandes beneficios, en
Angola lo mismo que en Cabo Verde y otros lugares, hasta que en 1769
el gran reformador Pombal cambió esta política. De todos modos, y
pese a la participación de muchos mercaderes, el principal protago-
nista en el negocio de la esclavitud fue el Estado.
Existían obligaciones similares en España para los mercaderes
que compraban esclavos a los portugueses con el fin de llevarlos al
Nuevo Mundo, pues desde buen principio se exigió licencia y, ade-
más, se estableció un impuesto de dos ducados por cada esclavo en-
tregado. Más tarde, como se ha explicado ampliamente, el asiento o
contrato para llevar esclavos al imperio español constituyó otra fuen-
te de ingresos muy apreciada por la Corona hispana.
De diferentes maneras, las coronas francesa, inglesa y holandesa
tuvieron intereses financieros similares en la trata, y monarcas como
Luis XIV de Francia, Jorge 1 de Inglaterra y los reyes de Suecia y Di-
namarca, por no hablar del Stadtholder holandés ni del duque de
Curlandia, por separados que estuvieran en otros asuntos, tenían un
interés común en la prosperidad de la trata.
Las principales naciones dieron licencia a compañías encargadas
de llevar esclavos desde África al Nuevo Mundo; los portugueses, por
ejemplo, fundaron en el siglo XVII la Compañía de Cacheu, y las Com-
pañías de Maranhao y Pernambuco a finales del XVlll; Holanda tenía
su propia y poderosa Compañía de las Indias Occidentales, y Gran
Bretaña estableció la Compañía Real de Aventureros, la Compañía
Real Africana y, al final, la Compañía del Mar del Sur. España contó
también con numerosas compañías, con licencias privilegiadas, en el
siglo XVlll, y el lector habrá olvidado prudentemente cuántas se fun-
daron en Francia una vez Colbert estableció la primera en la sexta
década del siglo XVII, sin contar la extraordinaria Nueva Compañía
de las Indias, de John Law. Hasta los países escandinavos tenían sus
compañías especiales, aunque más modestas. Todas estas empresas
querían fijar el número de esclavos que debían transportar así como
los precios a los que debían venderse, y perturbaban de estas y otras
maneras el libre funcionamiento del mercado. Sólo los portugueses
trataron de intervenir con el fin de reglamentar cómo debían tratar-
se y transportarse los esclavos.
La única nación que se vio libre de esta curiosa mezcla de capita-
lismo y de administración estatal fue Estados Unidos, uno de los me-
nores entre los transportistas de esclavos.
Estas empresas estatales fueron dirigidas por personalidades
muy diversas, a medias burócratas y a medias negociantes, pero se
acabó reconociendo casi en todas partes que la empresa privada, con
las menores restricciones posibles, daba los mejores resultados.
El comerciante de esclavos, que tuvo tan importante papel en el si-
glo XVlfI, es una persona de enorme interés. El «negrero» típico (y no
deja de ser interesante que pueda emplearse el mismo sustantivo para
la persona y para el buque) resulta fácil de imaginar en su casa despa-
cho de aspecto importante, con salas de reuniones en la planta baja,

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dormitorios para la familia en el primer piso, y más arriba cuartos para
los criados. Todavía hoy pueden admirarse los hermosos h6tels de los
Montaudoin en Nantes y de los Nairac en Burdeos, con la cabeza de
Neptuno encima de la puerta cochera, y aunque sólo podemos imagi-
nar sus equivalentes en Londres, donde el urbanismo de finales del si-
glo xx acabó lo que había comenzado la Luftwaffe, hay muchas calles
en Bristol y en Liverpool donde aún pueden verse las casas de los ne-
greros de antaño. En Le Havre puede descubrirse a duras penas la casa
de Stanislas Foache, y la de Jean-Baptiste Prémord en Honfleur, así
como las de Coopstad, Rocheussen y Michiele Baalde en Rotterdam.
Las nobles mansiones de los negreros de la edad de oro española, como
los Caballero y los Jorge, la familia del genovés Corzo y de Pero López
Martínez sobreviven en el casco viejo de Sevilla. Al otro lado del Atlán-
tico, las espléndidas mansiones de Nicholas y John Brown en Provi-
dence, de George de Wolf, llamada Linden Place, en Bristol, y la de la
familia Vernon en la calle Clarke de Newport, todas ellas en Rhode 1s-
land, pueden visitarse, aunque haya desaparecido la de Philip Living-
ston en la calle Duke de Nueva York, lo mismo que su espléndida casa
de campo en Brooklyn Heights, a la que, de existir todavía, podría irse
por la Livingston Road, que aún está abierta.
El comerciante típico de esclavos estaba interesado en toda clase
de negocios, además de la trata. Podía ser banquero, como Pierre Cor-
nut, que financió el segundo viaje de esclavos desde Burdeos, en 1684.
O podía ser alguien interesado también en la pesca de la ballena, con
el fin de obtener materia prima para las velas de esperma, como los
Brown de Providence y Aaron López de Newport, en Rhode 1sland. O
podía ser alguien como el gigantesco John Brown, que empujó a sus
hermanos a ocuparse de esclavos y él, luego, se interesó por el co-
mercio con China y el Báltico, por los seguros, por la banca, por la gi-
nebra. O como Richard Oswald, de Londres, que se interesaba ante
todo por el tabaco de Maryland y se enriqueció ocupándose de la in-
tendencia de las tropas británicas en Alemania en la guerra de los
Siete Años. Los vascos que en la segunda mitad del siglo XVIII enca-
bezaron la trata española, como Ariostegui y Uriarte, eran comer-
ciantes para quienes la trata era parte importante, pero no predomi-
nante de sus negocios. Jean-Fran<;:ois Begouen-Demeaux llegó Le
Havre en 1720, se hizo rico y sólo entonces, hacia 1748, se dedicó a
la trata, en la que siempre se limitó a poseer un tercio de las acciones.
Richard Lake, que compró y vendió esclavos en Jamaica, era tam-
bién plantador de café, generoso y hospitalario. Étienne Dhariette, el
principal comerciante de esclavos de Burdeos, tenía, en los ar'ios se-
tenta del XVII, acciones en ciento treinta y tres buques que iban a Áfri-
ca y a las Indias occidentales llevando a «las islas», entre otros, a en-
gagés, es decir, trabajadores franceses, herreros, albañiles, barberos,
que tenían el mismo compromiso que los ingleses indentured, aunque
pronto comprendió que podía hacer más beneficios con negros que
con blancos. Lo mismo podía decirse del mercader de Liverpool Fos-
ter Cunliffe, que operaba con tanto éxito en la bahía de Chesapeake

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como en su ciudad. Samuel Sedgely, de Bristol, se interesó asimismo
en llevar presos condenados a Maryland, lo mismo que hacía Lyonel
Lyde, uno de los socios de Isaac Hobhouse, que también participaba
en negocios de cobre. El azúcar, el tabaco, el índigo y el arroz eran
productos con los que comerciaban muchos de estos mercaderes,
además de con telas indias, seda, lingotes de hierro suecos, objetos
de cobre y lino, tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo.
Algunos tratantes ingleses y norteamericanos querían comprar
plantaciones en las Indias occidentales. Abraham Redwood, Aaron
López, James de Wolf y George de Wolf las poseían, lo mismo que Si-
mon Potter, el padre de la trata de Bristol, en Rhode Island. El esco-
cés de Londres sir Alexander Grant, uno de los tratantes cuyos bar-
cos llegaron a La Habana en 1762, había sido médico rural en
Jamaica, donde acabó poseyendo, cuando murió en 1772, siete plan-
taciones con una superficie total de cuatro mil quinientas hectáreas,
y sus buques llevaban a Inglaterra su propia cafía, en tanto que sus
capitanes compraban esclavos en la desembocadura del río Sierra
Leona, en una propiedad de la que era accionista, la isla de Bence.
John Tarleton, de Liverpool, poseía, cosa nada habitual, una propie-
dad y una tienda en Curac;:ao. La esposa de Richard Oswald, Mary
Ramsay, heredó tierras de Jamaica, a las que su marido llevaba es-
clavos que cargaba en una isla frente al río Sierra Leona, de la que
era en parte propietario, además de tener, como Samuel Touchett,
tierras en la entonces poco cultivada Florida, donde criaba esclavos.
De modo parecido, muchas familias de Nantes tenían parientes o
agentes en el Caribe francés, especialmente en Saint-Domingue, don-
de, por ejemplo, los Walsh de esa ciudad poseían plantaciones. Los
Gradis de Burdeos disponían de sus primos, los Mendes, que se ocu-
paban allí de sus intereses.
Hubo mercaderes que fueron también capitanes de buques de la
trata. El caso más notable fue, sin duda, el del capitán Jean Ducasse,
«el héroe de Gorée», que llegó a ser uno de los principales beneficia-
dos por el asiento francés de comienzos del siglo XVIII. Otro fue Ma-
nuel Bautista Peres, converso portugués, capitán de buques negreros
en Angola a principios del XVII, antes de hacer una gran fortuna en
Lima. Alrededor de una cuarta parte de los negreros de Nantes fue-
ron capitanes o hijos de capitanes, por ejemplo Louis Drouin, «el se-
gundo hombre más rico de Nantes», hijo del capitán René Drouin. El
tratante con más éxito de La Rochelle, Jacques Rasteau, había sido
capitán de joven. En Norteamérica encontramos a Godfrey Mallbone
y Peleg Clarke de Newport, James de Wolf de Bristol, Joseph Grafton
de Salem. Obadiah Brown, fundador de la empresa Nicholas Brown
y Cía., fue sobrecargo del primer viaje de esclavos de Providence, en
1736. En Nueva York, Jasper Farmer capitaneó el Catherine de la fa-
milia Schuyler y más tarde invirtió en la trata. En Inglaterra, los ca-
pitanes James Bold y John Kennion, de Liverpool, se convirtieron en
ricos mercaderes y el segundo monopolizó el comercio de La Haba-
na durante la ocupación británica de esta ciudad. Patrick Fairwea-

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ther, de Liverpool, fue capitán en la séptima década del siglo y en los
años noventa era ya dueño de su propio barco, el Maria. El tratante
con más éxito de Liverpool en la última década del siglo, John Daw-
son, había comenzado como corsario y capturó en 1778 el buque
francés Camatic, lleno de diamantes, y lo llevó desde alta mar a Mer-
sey; se casó con la hija del poderoso constructor de barcos Peter Ba-
ker, alcalde varias veces, y colaboró con él en llevar esclavos a Cuba,
en los años de 1780, en los veinte buques de su propiedad, algunos de
los cuales podían transportar hasta mil esclavos.
A veces el propietario o copropietario de un buque lo capitanea-
ba, especialmente en los primeros tiempos de la trata portuguesa,
cosa que continuó hasta finales del XVIII, como en los casos de Tho-
mas Hinde de Lancaster, William Deniston y Pe ter Bostock de Liver-
pool, y John Rosse de Charles ton.
El mercader más poderoso de Londres a finales del XVIII era Ri-
chard Miles, que había sido empleado de la Compañía de Mercaderes
de África en diversos fuertes de la Costa de Oro y que acabó su carrera
de oficial como comandante del fuerte de Cape Coast. Según su decla-
ración ante un comité del Consejo de la Corona, siempre había «co-
merciado por su cuenta»; era hombre culto, que sabía hablar fanti.
En cierto modo, sin embargo, la idea de un tratante actuando
como individuo aparte induce a error, pues la mayoría de los viajes
«independientes» de la trata se financiaban con la participación de
seis o más mercaderes que sufragaban el coste del viaje y que podían
asociarse en otras ocasiones; en puertos pequeños, como Whitehaven,
de Inglaterra, invertían en la trata profesionales, solteronas, presta-
mistas y costureras. Lo mismo podía decirse de La Rochelle, especial-
mente cuando, a finales del XVIII, los buques de esclavos constituían
una tercera parte de los que se hacían a la mar desde ese puerto. El
tipo más frecuente de sociedad, en Newport como en Liverpool, en
Nantes como en Río, era la de parientes, único lazo que podía confiar-
se que duraría. Por esto la trata parecía, en gran medida, como cosa de
familias: los Montaudoin, los Nairac, los Foache, los Cunliffe, los Ley-
land, los Hobhouse, los De Wolf, los Brown. Muchas sociedades eran
de padre e hijos, por ejemplo la de Guillaume Boutellier e hijo en Nan-
tes, la de David Gradis e hijo en Burdeos, la de Jacques y Pierre Ras-
teau en La Rochelle. No era raro que un tratante tuviera varios socios
sucesivos; Isaac Hobhouse, de Bristol, que nunca viajaba, según decía,
porque «soy tan débil que a bordo apenas me muevo», trabajó con sie-
te socios principales, dos de los cuales eran hermanos suyos. 1
Gentes completamente ajenas a la trata podían querer acciones.
Carter Braxton, plantador de Virginia, más tarde político revolucio-
nario de la independencia americana, escribía en 1763 a Nicholas
Brown y Cía., de Providence: «Señores ... me satisfaría tomar parte
en el comercio africano y ser una cuarta parte en el viaje, si lo acep-
tan ... Desearía estar asegurado y cualquier gasto de mi parte ade-
más del costo de los esclavos, se lo remitiré al regreso del buque
que traiga a los esclavos. Dejo a su cargo todo el viaje y pueden em-

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pezar a prepararlo ... pues el precio de los negros sube asombrosa-
mente.»2
Casi todos los viajes de esclavos de Liverpool fueron financiados
por personas residentes en la ciudad, aunque la sociedad de ésta era
muy diversa; hubo, es cierto, una o dos excepciones de personas de
fuera de ella, como varios manufactureros de Sheffield o armeros de
Birmingham, que también invirtieron. Las firmas francesas depen-
dían a menudo de socios silenciosos de muy lejos; así, para sobrevi-
vir a los difíciles años de la guerra, Henry Romberg, Bapst y Cía., de
Burdeos, recurrió a Frederick Romberg y a los hermanos Walckiers
de Bruselas; por cierto que este caso fue uno de los muy raros en que
esta última ciudad participó en la trata transatlántica. Financieros de
París, como Dupleix de Bacquencourt, Duval du Manoir y Jean Co-
ton Tourton y Baur invirtieron considerablemente en la Nueva Com-
pañía de las Indias, de Law, luego en la Sociedad de Angola de An-
toine Walsh y en la Sociedad de Guinea, para acabar participando,
con igual persistencia, en firmas privadas. En 1752, las dos terceras
partes de las acciones de la sociedad de Begouen-Fo~1che, de Le Havre,
estaban en manos de parisinos.
Hubo tratantes de esclavos que invirtieron en propiedades ru-
rales, igual que hicieron muchos mercaderes. Jacques Conte, el ne-
grero que reanimó la trata en Burdeos, durante la paz de Amiens, en
1802, se estableció en un agradable chateau en Saint-Julien-Beyche-
velle, en el corazón de los viñedos del Medoc. Richard Oswald en-
contró la dicha rural en Auchincruive, de Ayshire, en una mansión
diseñada por los hermanos Adam, mientras que su socio, John Boyd,
se hizo construir una en Danson Hill, cerca de Bexley Heath. Thomas
Lyeland, de Liverpool, se estableció en Walton Hall, en las afueras de
su ciudad. Otro tratante de Liverpool, George Campbell, constnlyó en
Everton una casa de extraño aspecto eclesiástico, con gárgolas, que
llamó apropiadamente Saint-Domingue. La casa de John Brown en
Providence era la mejor de Nueva Inglaterra, y al cabo de unos años
se dijo lo mismo de la de James de Wolf, Mount Hope, a unos treinta
kilómetros más allá, con vistas sobre el puerto de Bristol y con un
parque de ciervos: «Espaciosa y cómoda. No se desperdició nada y
no se escatimó nada», según el historiador de la familia; el periódico
Ul1ited Sta tes Gazetteer agregaba que «por la elegancia de su estilo,
por su aspecto general de esplendidez, y por la belleza y extensión de
sus reformas, estará entre las más bellas de nuestro país».
En Carolina del Sur, Henry Laurens compró por lo menos ocho
propiedades, entre ellas su favorita, la plantación Mepkin, a orillas
del río Cooper; su principal rival en la trata, Samuel Brailsford, com-
pró en 1758 la plantación Retreat, en Charleston Neck. Mucho antes,
los Jorge habían adquirido tierras cerca de Constantina, en la Sierra
Morena, al norte de Sevilla, donde hacían un fuerte vino que emplea-
ban en la trata.
Algunos negreros reunieron buenas colecciones de arte. En Lon-
dres, por ejemplo, los Boyd, George Aufrere y Oswald; este último

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poseía una buena colección de pintores holandeses, entre ellos un
Rubens; Aufrere afirmaba poseer un Durero, un Rafael y un Rem-
brandt, pero Boyd era propietario de los que consideraba tres Brueg-
hel, nueve Rubens, un Velázquez, cuatro Turner y dieciséis Morland.
Se decía que Baltasar Coymans poseía muchos cuadros en su casa de
Cádiz, entre ellos «varias marinas» y que su comedor estaba lleno de
mapas. 3
Otros negreros invirtieron en manufacturas; los Brown, de Provi-
dence «introdujeron en el país la manufactura de algodón», según su
historiador, que agregaba afablemente que «la financiaron original-
mente con la transferencia de fondos adquiridos en actividades marí-
timas», cierto que no todas relacionadas con esclavos. En Nantes, la
más importante familia de negreros, los Montaudoin, fueron los pri-
meros en ocuparse de la manufactura de algodón. John Kennion de
Liverpool, el que luego en 1762 tendría el monopolio de la trata en La
Habana, se interesó también por esta manufactura en Rochadale, y
Samuel Touchett, cuyas inversiones en algodón le condujeron a la tra-
ta, invirtió en la máquina de hilar de Paul. Brian Blundell de Liver-
pool invirtió en carbón, Henry Cruger y Lyonel Lyde de Bristol se in-
teresaron por el hierro, mientras que Joseph y Jonathan Brooks de
Liverpool fueron los mayores constructores de la ciudad y levantaron
el famoso edificio del ayuntamiento, diseñado por John Wood, con su
friso con cabezas esculpidas de esclavos. Samuel Sedgel~T de Bristol se
ocupó también del transporte de condenados a Maryland, y John Ash-
ton, tratante de Liverpool a mediados del siglo, ayudó a financiar el
canal Sankey Brook que unió esta ciudad con Manchester. Pero los
beneficios de la trata no parecen haber sido una causa decisiva del de-
sarrollo industrial, aunque muchos negreros participaran en él.
Algunos tratantes acabaron siendo banqueros; el mejor ejemplo
de ellos es Thomas Leyland, que en 1807 fundó su propio banco. Ley-
land & Bullins, y que al morir, en 1827, dejó la entonces espléndida
suma de seiscientas mil libras.
Todas las tendencias cristianas participaron en la trata. Habitual-
mente la iglesia que dominaba en el pw:,rto decidía la posición reli-
giosa de los mercaderes del mismo. En Liverpool, Londres y Bristol
la mayoría de los tratantes eran anglicanos; en Nantes, Burdeos, Lis-
boa, Sevilla 'l. desde luego, Bahía y Luanda, la mayoría eran católi-
co:>. Pero en La Rochelle casi todos eran hugonotes, del mismo modo
que en Middelburgo eran calvinistas, m:nqi.le hab;a en otras partes
importantes firmas ele hugonotes que participaban en la trata, como
los Dharielle y los Nairac en Burdeos, v los Ferav en Le Havre. Los
Nairac creían que no les dieron un título de noblc;w, cuando lo reci-
bieron lo,; Laffon de Ladéba!. debido a su religión, a pesar de que los
primeros habían enviado vf'inticinco buques a África, entre 1740 y
1792, Y los Laffon solamente quince.
Los cuáqueros fueron importantes en la trata de Nueva Inglaterra
en el siglo XVIIl, especialmente en Newport, donde la familia Wanton
todavía comerciaba con esclavos en los años sesenta del siglo. Desta-
caban también en la trata de Pennsylvania, pues llevaban a menudo
esclavos desde las Indias occidentales a su propia ciudad. William
Frampton fue al parecer el primero en llevar esclavos a Filadelfia, en
los años ochenta del siglo anterior; le siguieron James Claypole, Jo-
nathan Dickinson, que transportó negros de Jamaica a Filadelfia en
su buque Reforl7latiol1, e Isaac Norris, quien, sin embargo, tenía sus
dudas, pues, ya en 1703, escribió a Dickinson: «No me gusta esta cla-
se de negocio.» Otros nombres de cuáqueros relacionados con la tra-
ta son los de William Plumstead, Reese Meredith, John Reynell y
Francis Richardson. 4
En Inglaterra la firma de fabricantes de armas de fuego de Far-
mer & Galton, de Birmingham, era propiedad de cuáqueros, y envió,
por lo menos, un buque, el Perseverance, para llevar a quinientos
veintisiete esclavos a las Indias occidentales.'
En Brasil, los negreros de Bahía tenían su propia hermandad, que
organizaba una procesión por Pascua en torno a la iglesia de San
Antonio da Barra, a la cual llevaron en 1752 un busto de San José, ve-
nerado desde hacía mucho tiempo en Elmina como patrón de los ne-
greros.
El obispo del Algarve puede que fuera el único príncipe de la Igle-
sia que enviara una carabela a África, en 1446. Pero otros dignatarios
espirituales eran accionistas de los viajes de la trata. El cardenal
Enrique, hermano del rey Felipe IJI de España, fue, a través de sus
secretarios, un formidable tratante con destino a Buenos Aires, a co-
mienzos del siglo XVII. Tanto los jesuitas como sus enemigos tradi-
cionales también participaban. Y en Burdeos, a finales del XVIIl, mu-
chos francmasones eran, al parecer, tratantes de esclavos.
Durante un tiempo, la trata en España y Portugal estuvo en manos
sobre todo de conversos judíos, como Diego Caballero, de Sanlúcar de
Barrameda, benefactor de la catedral de Sevilla, o la familia Jorge,
también sevillana; en Lisboa estaban Femao Noronha, un monopolis-
ta de los primeros tiempos en el delta del Níger, y sus descendientes, y
los numerosos mercaderes que de 1580 a 1640 tuvieron el asiento para
enviar esclavos al imperio español. El más notable de todos fue AntO-
nio Femandes Elvas, asentista desde 1614 a 1622, relacionado por pa-
rentesco con casi todos los tratantes importantes del imperio hispano-
portugués en la época en que las dos coronas estaban unidas.
Pero estos hombres eran formalmente cristianos. La Inquisición
pudo aducir y hasta creer que muchos de ellos practicaban en secreto
el judaísmo, y juzgó en consecuencia a algunos de ellos, dejando que a
otros los castigara el brazo secular. Varios, sin duda, fueron judíos se-
cretos pero sería imprudente aceptar las «pruebas» del Sacro Oficio en
cuanto a su «culpa», pues esta institución «fabricaba judíos como la
casa de la moneda fabricaba monedas», como señaló un inquisidor. 6
La inmensa mayoría de los conversos se hicieron cristianos de verdad;
y fueron insultados a menudo por judíos en cuya persecución partici-
paron algunas veces.
Más tarde, judíos de origen portugués desempeñaron un papel

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menor en la trata de Amsterdam (Diogo Dias Querido), en Cura<;:ao,
en Newport (Lopez y los Ribera), yen Burdeos (los Gradis, Mendes y
Jean Rodrigues Laureno). La firma de los Gradis fue fundada en Bur-
deos en 1695 por Diego Gradis, inmigrante portugués, cuyo hijo Da-
vid la dirigió después: en 1728 poseía un capital de ciento sesenta y
dos mil libras francesas; David dejó cuatrocientas mil libras france-
sas al morir en 1751, pero la firma, para entonces al mando de su hijo
Abraham, valía cuatro millones en 1788, lo que permitió a Abraham
donar sesenta y una mil libras francesas a la sinagoga de la ciudad en
1777; la mitad de su fortuna estaba invertida en Saint-Domingue y la
Martinica, aunque hacia 1788 comenzaban a interesarse más por la
viticultura que por el comercio.
A finales del siglo XVII, comerciantes judíos como Mases Joshua
Henriques tenían un papel importante en la pequeña trata danesa de
GlÜckstadt. Pero, cosa más importante, no existen indicios de merca-
deres judíos en las grandes capitales europeas de la trata cuando ésta
estaba en su auge, durante el siglo XVIII, o sea, en Liverpool, Bristol,
Nantes y Middelburgo. Un examen de la lista de cuatrocientos merca-
deres de los que se sabe que vendieron esclavos en Charleston, el mer-
cado de esclavos mayor de Norteamérica, en los años cincuenta y se-
senta, sólo descubre a un judío, y éste sin gran importancia, Philip
Hart. En Jamaica su equivalente fue Alexander Lindo, que luego se
arruinó abasteciendo al ejército francés cuando trató de reconquistar
Saint-Domingue.
Viejos enemigos de los judíos, los gitanos tuvieron un papel me-
nor en la trata, en las ciudades de Brasil, durante el siglo XVIII, cuan-
do se ganaron fama de sádicos y de que robaban niños para vender-
los como esclavos.
Muchos tratantes fueron diputados, miembros del Parlamento o
su equivalente. En la Inglaterra del XVIIl, su lista incluye a Humph-
rey Morice, George René Aufrere, John Sargent y sir Alexander
Grant, de Londres, a James Laroche y Henry Cruger, de Bristol, a
Ellis Cunliffe, Charles Pole y John Hardman, de Liverpool, así como
a sir Thomas Johnson, alcalde de Liverpool, que fue en parte res-
ponsable de uno de los primeros buques de la trata que salió de este
puerto, el Blessil1g, en 1700. Muchos de los alcaldes de Liverpool fue-
ron tratantes, como también fue alcalde a mediados del siglo Miles
Barber, de Lancaster, el más rico de los tratantes de este pequeño
puerto. Diputado de la Asamblea Nacional francesa de 1789 fue el
principal tratante de Burdeos, Pierre-Paul Nairac. Entre los tratan-
tes del Congreso Continental de Filadelfia estaban Thomas Willing,
alcalde de esa ciudad, Henry Laurens de Charleston, Carter Braxton
de Richmond, en Virginia, y Philip Livingston de Nueva York. John
Brown de Providence fue diputado por Rhode lsland y James de
Wolf, de Bristol, fue senador de Estados Unidos. Caleb Gardner y
Peleg Clarke, capitanes de la trata, fueron miembros de la Asamblea
de Rhode Island.
Los tratantes fueron a menudo también filántropos. En la iglesia

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de San Pedro de Liverpool hay una placa que recuerda a Foster Cun-
liffe como «cristiano devoto y ejemplar en el ejercicio de todos los
deberes públicos y privados, amigo en la misericordia, apoyo en la
desgracia, enemigo sólo del vicio y del ocio., .". Brian Bundell de Li-
verpool fundó la escuela BIue Coat. A Robert Burridge, último de una
familia de tratantes del puerto de Lyme Regis, en el Dorset, se le re-
cordó por sus donaciones a los ancianos, los tullidos «y cuantos po-
bres suelen recibir la cena del Sei'ior» , Philip Livingston, de Nueva
York, fundó una cátedra de Teología en su propia universidad, Yale,
y ayudó al establecimiento de la primera sociedad metodista de Amé-
rica. 301m Brown, de Providence, fundó la admirable universidad que
hoy lleva su nombre. La biblioteca de Abraham Redwood en New-
port sigue siendo un monumento a la generosidad del tratante cuyo
nombre lleva. René Montaudoin, de Nantes, donó millares a institu-
ciones caritativas y hasta Isaac Hobhouse, de Bristol, tan duro de co-
razón, ordenó en su testamento que se diera una guinea a cada uno
de los veinte hombres y mujeres que vivían en la calle del muelle de
Minehead en donde había nacido. 7
La trata despertó el interés de muchos forasteros de los lugares
donde se practicaba. En su inicio, los florentinos desempeñaron un
papel decisivo en Lisboa y Sevilla; entre ellos estaban los hermanos
Berardi, amigos de Colón, que vivían en Sevilla, y el tan citado Barto-
lomrneo Marchionni, cuyo agente en Sevilla, a comienzos del XVl, era
Piero Rondinelli. Otro florentino que participó en la trata a mediados
del XVI fue Giacomo Botti, socio de Hernán Cortés, a quien el conquis-
tador legó su mejor lecho. Hubo también los que recibieron licencias
imper-iales, como GOITevod v los representantes de los vVelser. Desde
el comienzo, se encuentran muchos genoveses en la trata española, en-
tre ellos Grillo y los Lomelin, que obtuvieron un asiento en los años se-
senta del siglo XVII. Coymans, de Cádiz, era holandés. En Nantes, Geor-
ge Reidy y Benjamín Thurninger eran suizos, v había descendientes
de inmigrantes irlandeses como el jacobita Antoine Walsh y Richard
O'Farrill, de Longfmd, o como el acaudalado Cornelius Coppinger, de
Dublín, que actuaba en La Habana; las ruinas del fuerte de este último
todavía pueden verse cerca de Glandore, en el condado de Cork. Fir-
Illas importantes de la trata nantesa eran las de Peloutier, de origen
::tkmún, y la de Bouchard o Burckhardt, relacionada con la firula de
Basilea del mismo apellido, que en 1756 formaron una sociedad para
manufacturar calicó para la trata, En Rhode Iskmd, Aaron López:( su
cufíado Abrahanl Ribera eran de origen judío portugués. Henry Lau-
rens de Charleston tenía un abuelo hugonote, lo mismo que James La-
roche de Bristol en Inglaterra y GeorgeAufrere de Londres.
A finales del siglo XV1!I, el colosal comercio de esclavos de Angola
a Brasil estaba organizado en general por lusoafricanos, descendien-
tes de loru;ados, los aventureros portugueses que se habían quedado
a vivir con los africanos. Conseguían Jos esclavos en el inle¡'ior, los
guardaban en barracones de Luanda, en la costa, y luego los vendían
directamente a capitanes brasileños de Río y Bahía.

298
No faltaban los aristócratas, como el duque de Chandos de Lon-
dres, el padre del escritor Chateaubriand en Saint-Malo, y los Espi-
vent y los Luyne de Nantes, aunque los últimos procedían de Orleans.
Muchos tratantes independientes franceses recibieron títulos nobi-
liarios gracias a su éxito comercial, como sucedió con casi todos los
negreros de Nantes. Y hay; que aceptar como aristócratas, en sentido
amplio, figuras como Philip Livingston de Nueva York, nieto del hijo
de la casa de los Livingston, y lohn Van Courtlandt, que descendía de
Stephanus Van Courtlandt propietario de una vasta propiedad a ori-
llas del río Hudson.

Ninguno de los tratantes citados financió más de un centenar de


viajes a África en busca de esclavos. El máximo fue probablemente la
cifra de ochenta organizados por la familia nantes a de los Montau-
doin. De unos mil ciento treinta negreros que había en Francia en el
siglo xvru, más de la mitad enviaron sólo una o dos expediciones a
África, y únicamente veinticinco familias invirtieron en más de quin-
ce viajes. H
Varios tratantes declararon ante comisiones británicas que investi-
garon la trata en las dos últimas décadas del XVIII, aportando detalles
sobre lo que sucedía, pero pocas reflexiones generales. De haber teni-
do tiempo para meditar sobre el tema, sin duda habrían estado de
acuerdo con lo expresado por, entre otros, lean Barbot, el hugonote
que alrededor de 1680 comel'Ciaba con esclavos, y según el cual, por
desagradable que fuese sel- esclavo en las Américas, era mejor que ser..
lo en África, e incluso que ser libre en suelo africano. Habrían acepta-
do la declaración de sir Dalby Thomas, el comandante inglés del fuer-
te de Cape Coast, que en 1709 escribió un ensayo titulado Vil relato
verídico e imparcial ... de lo que creemos para la bue11a marcha de este
comercio, ensayo en el que daba una imagen muy negra de la moral
africana: «Los nativos no tienen ni religión ni ley que los ligue con la
humanidad, la buena conducta o la honradez. Frecuentemente, sacri-
fican a un hombre inocente en aras de su grandeza ... » Creía que los
<<negros son por naturale7.a granujas, criados con principios tan píca-
ros que consiguen lo que pueden por fuerza o por engallo"." En Fran-
cia se hacían juicios aún más severos: "En el fondo, los negros se in-
clinaban pOI' naturaleza al hurto, el robo, la pereza .v la traición. En
general, sólo son adecuados para vivir en servidumbre y para el traba-
jo y la agricultura de nuestras colonias», según escribió Gérard Me-
lIier, alcalde de Nantes a finales del XVlTl. íO WilIiam Chancellor, médi-
co del buque Wolf de Phili p Livingston, cscribfa en l7S0 que la trata
era una manera de «salvar de un dolor inconcebible :J un puebh des-
graciado». 1
J

De todos modos, algunas dudas hubo entre destacados comer-


ciantes norteamericanos de esdavos. A principios del siglo XVIlJ, va-
rios cuáqueros de Filadelfia pusieron en duda la ética de lo que ha-
cían, pero muchos de ellos, como Jonathan Dickinson e Isaac Norris,

299
siguieron, con todo, en la trata. En 1765, Stanislas Foache escribió
desde Saint-Domingue a su ciudad de Le Havre: «La venta [de escla-
vos] me ha causado crueles inquietudes, me ha hecho palidecer»,12
pero esto no le impidió continuar comerciando con esclavos en la co-
lonia durante veinte años más. En 1763, Henry Laurens, el principal
tratante de Charles ton, en Carolina del Sur, que unos años antes se
vanaglOliaba de haber realizado «una espléndida venta del carga-
mento», escribía a John Ettwein, futuro obispo moravio de Nortea-
mérica, para decirle que «a menudo he deseado que nuestra econo-
mía y nuestro gobierno fueran diferentes del actual sistema, pero ya
que nuestra constitución es lo que es, ¿qué pueden hacer los indivi-
duos? Cada uno puede obrar sólo en su única y desunida capacidad,
porque la sanción de las leyes da la marca de la rectitud a las accio-
nes del grueso de la comunidad. Si ocurriera que cada uno cambiara
sus sentimientos respecto a la esclavitud, y que pensaran seriamente
que salvar almas era un acto más provechoso que añadir una casa a
otra casa y un campo a otro campo ... estas leyes que ahora autorizan
la costumbre se derogarían en seguida ... ». Más adelante, Laurens
abandonó la trata y explicó a William Fisher, mercader de Filadelfia
al que a menudo había vendido arroz, que su decisión se debía a que
veía como reprobables «muchos actos de los amos y otros, desde el
momento de comprarlos al momento de volver a venderlos ... ». Lau-
rens fue la primera persona destacada del sur de lo que pronto sería
Estados Unidos que expresó remordimientos por la trata. «Odio la
esclavitud» le dijo más adelante a su hijo Jolm, uno de los héroes de
la guerra revolucionaria de la independencia americana.
Pero esto fue después de haber amasado una fortuna. 13 Por la
misma época, en 1773, Mases Brown se apartó de la firma familiar,
en Providence, se declaró abolicionista, emancipó a sus propios es-
clavos y no dejó de criticar a su hermano John por continuar con la
trata, y de esto hablaremos en el capítulo veinticinco. Luego, en
1788, el hijo de un destacado tratante de Burdeos se declaró de modo
sensacional contra la trata, como se explicará más adelante. Pero es-
tos casos son poca cosa ante la masa de tratantes, sus justificaciones
y su falta de consideraciones humanas.
La mayoría de los mercaderes de esos puertos de la trata cono-
cían cómo eran sus cargamentos. Nantes tenía una abundante po-
blación negra, en la octava década, incluyendo a varios cientos de
cautivos impo,"tados a continuación de las leyes que legalizaron en
Francia la esclavitud. La población de Liverpool, en 1788, compren-
día una cincuentena de muchachos y muchachas negros y mulatos,
la mayoría hijos de tratantes africanos que los enviaban a educarse
a la inglesa. Había aún más negros en Bristol y en Londres, algunos
libres y la mayoría en una especie de limbo entre la servidumbre y
la libertad. Middelburg, en Zelanda, el principal puerto de la trata
holandesa en el XVIII, tenía también su minoría negra, igual que, a
mayor escala, Lisboa, y Sevilla. Había asimismo negros en los puer-
tos norteamericanos, aunque, aparte de Charleston, menos de lo

300
que cabría suponer, pues en Bristol de Rhode Island sólo se conta-
ban setenta y tres, y pocos de ellos propiedad de la familia de los
Wolf, que era, en esos tiempos, la que dominaba tanto la trata como
la ciudad.

Se supone que el viaje típico de la trata era triangular. Esta figu-


ra geométrica podría tomarse como emblemática de su especial ca-
rácter. Pero hubo muchas excepciones, como los viajes directos entre
Angola y Brasil y también entre las colonias inglesas de Norteaméri-
ca y África, a finales del siglo XVlII, y viajes similares, más tarde, en-
tre Cuba y África. Durante los primeros cien años de la trata atlántica,
los portugueses, como se ha explicado ya, navegaban entre Lisbúa y
distintos puertos africanos, y llevaban algunos esclavos de Benin a El-
mina, Santo Tomé o Cabo Verde. Muchas expediciones del siglo XVIII
terminaban con la venta del buque en las Indias occidentales, o con
su regreso a Europa con lastre. Pero el viaje clásico, que abarcó pro-
bablemente las tres cuartas partes de todos los viajes, se iniciaba en
Europa, recogía esclavos en África a cambio de mercancías euro-
peas, los llevaba a las Américas, y regresaba a Europa con carga-
mentos de productos tropicales americanos, que probablemente los
esclavos habían ayudado a cosechar.
En el siglo xv los portugueses habían fundado este comercio em-
pleando carabelas de un solo puente, con velas cuadradas o latinas, y
un desplazamiento de cincuenta a cien toneladas. Cada uno podía
llevar alrededor de ciento cincuenta esclavos. Usaban buques más
pequeños, de unas veinte o veinticinco toneladas, entre Benin y El-
mina, Benin y Santo Tomé o Santo Tomé y Elmina. Tenían también
algunos navíos de hasta ciento veinte toneladas, con tres mástiles de
aparejo cuadrado. En la trata a pequeña escala de los españoles entre
la costa de Barbaria y las islas Canarias, a finales del xv y en el XVI, se
usaban probablemente buques de entre treinta y cinco y cuarenta to-
neladas, que podían llevar, como mucho, cuarenta esclavos.
Un buque típico que navegara, pongamos por caso, de un puerto
europeo a África y a las Indias occidentales, no era un navío especia-
lizado sino más bien un carguero de madera; tal vez, en el XVII, un bu-
que de guerra medio armado, y en el XVIII, una fragata de tres más-
tiles y dos cubiertas. Algunos tenían castillos, algunos pocos eran
rápidos, y otros apenas maniobrables. A mediados del XVlJI, se em-
pleaban los buques de la flota del país de que se tratara aprovechan-
do que estuvieran disponibles y, si era necesario, se los adaptaba.
Cada bajel era, a su manera, una obra de arte en cuanto a compleji-
dad, ensamblaje y diseño, en el que se combinaban de modo crealivo
distintas maderas, como si fuese la obra de un ebanista. Los navíos
de Clément Caussé, de La Rochelle, por ejemplo, eran obras maes-
tras. Todos los buques estaban expuestos a los destructores ataques
de los percebes y los gusanos de la madera, pues sólo a finales del si-
glo XVIII se empezaron a poner en los buques del norte de Europa cas-

301
cos cubiertos de cobre, una innovación que no sólo protegía la ma-
dera sino que, además, aumentaba la velocidad.
Un buque de esclavos francés de alrededor de 1700 habría tenido
un desplazamiento de entre ciento cincuenta y doscientas cincuenta
toneladas, de veinticinco a treinta metros de eslora, de seis a nueve
metros de ancho, de veintidós a treinta y dos metros de quilla y con
dos y medio a tres metros de bodega, es decir, las medidas de una go-
leta de pesca con-iente actual. Los barcos ingleses solían ser más pe-
queños. Los buques de esclavos hubieran podido ser mayores y lle-
var, aSÍ, más esclavos, pero las características de la navegación
costeña y ribereña africana imponían una gama de cien a doscientas
toneladas. A finales del XVIII, el más conocido de los constructores de
buques de Nantes, Vial du Clairois, afirmaba que elnégrier ideal era
de trescientas a cuatrocientas toneladas, con poco más de tres me-
tros de bodega y casi metro y medio entre las cubiertas. Pero los bu-
ques del asentista Baltasar Coymans nos muestran la diversidad de la
trata, pues iban de las cuatrocientas toneladas del Profeta Daniel a las
treinta y una del Armas de Ostende.
Casi la mitad de todos los barcos ingleses de esclavos eran presas
navales, obtenidas fácilmente al final de las guerras, y el resto salía
de los astilleros británicos. En el último decenio del XVIII, un quince
por ciento de la flota británica estaba destinada al comercio con Gui-
nea, y casi todos esos buques transportaban esclavos.
Todavía en 1780, el típico buque europeo de la trata tenía menos de
doscientas toneladas y sus dueños no esperaban que hiciera más de seis
viajes a África o que durara más allá de diez años. De los más de
ochocientos buques que salieron de Nantes entre 1713 y 1775, sólo
uno hizo seis viajes y duró diez años, el Vermandieu, propiedad de
N. H. Guillon, que navegó entre 1764 y 1775. El navío holandés que
duró más fue el Leusden, que hizo diez viajes, entre 1720 y 1738, .Y
transportó casi siete mil esclavos. Los buques que iban de Brasil a An-
gola solían hacer todavía menos, o sea, un promedio de dos por buque,
aunque uno o dos hicieron más de doce, y cuatro, pertenecientes a la
Compañía de Pernambuco, más de diez, y uno con el complicado
nombre de Nuestra Senhora de Guia, San A171ól1io e Almas, hizo veinte.
Al principio, tocios los buques portugueses que dominaron la tra-
ta en sus comienzos tenían nombres cle vírgenes o santos; nunca sa-
bremos exactamente cuántas N1lestras Sefloras de la Misericordia () de
la Concepción, cuántos San Miguel o Sa11tiago cruzaron en esa época
el mar de las tinieblas. En el siglo XVIfI, estos nombres todavía pre-
dominaban entre los navíos portugueses y brasileños; los cuarenta y
tres barcos que llevaron esclavos bajo la bandera de la Compañía de
Grao-Pará y Maranháo, ostentaban todos nombres de santos excepto
dos, el Delflll1 y el Africana, .v de cincuenta buques de la Compañía de
Pernambuco. sólo diez no tenían nombres religiosos. En una lista de
buques de esclavos que arribaron a Bahía, Nossa Sen hora aparece
mil cienlo cincuenta y cuatro veces, con cincuenta y siete sufijos di-
ferentes, aunque Nossa Senhora da COl1ceit;;ao se lleva la palma con

302
trescientas veinticuatro veces; en la misma lista, los nombres de san-
tos varones aparecen mil ciento cincuenta y ocho veces, de los cuales
San Antonio de Padua (pero con la identidad trasladada a Lisboa) era
el más popular con seiscientas noventa y cinco veces, mientras que
EOI1l Jesus aparece ciento ochenta veces, sobre todo Eom Jesus do
EOlll Sucesso.
Sin embargo, a partir de 1800 son frecuentes en los buques por-
tugueses y brasileños las deidades paganas, con Diana, Venus, Mi-
nerva y Hércules entre las más frecuentes, y declinan los nombres re-
ligiosos, que en el siglo XIX sólo aparecen unas docenas de veces en la
lista de Bahía, para un total de mil seiscientos setenta y siete viajes.
En el mundo anglosajón los nombres más frecuentes eran los de
pila, especialmente de muchachas, a menudo con un adjetivo, como
Charming Sally (Encantadora Sally). En los años 1789, 1790 Y 1791
salieron de Liverpool, Londres y Bristol trescientos sesenta y cinco
buques con destino a África; de ellos, ciento veintiuno tenían nom-
bres de muchacha, entre los cuales los más populares eran Mary,
Ann, Margery, Diana, Hannah, Fanny, Isabella, Ruby y Eliza. A veces
había muestras de un mavor refinamiento, como por ejemplo en el
Othello, propiedad de William y Samuel Vernon, de Newport. El Re-
formation y el Perseverar¡ce pertenecían a cuáqueros, uno a los Dic-
kinson de Filadelfia y el otro a los Galton de Birmingham.
En Francia, muchos buques recibían el nombre de alguna cualidad;
una cuarta parte de los que salieron de Burdeos se llamaban Conflance,
Coeurs-Unis, Paú o algún otro concepto similar. Ni el Amitié, pertene-
ciente a Rasteau, de La Rochelle, ni el Liberté, perteneciente a Isaac
Couturier, de Burdeos, eran nombres excepcionales. Pero también en
Francia abundaban los nombres femeninos: un quinto en Burdeos, a
menudo, como en InglatelTa, con adjetivos: Aimable-Cécile o Aimable-
Aline. Entre los últimos buques de esclavos que se hicieron a la mar en
Nantes, antes de la revolución de Saint·Domingue, los había con nom-
bres como Cy-Devant, Nouvelle Société, Soldat Patriote, Ami de la Paix
y Egalité. El último, antes de que la revolución cerrara por un tiempo
elllegocio, era el Subordinateur, propiedad de Haussman & Cía.

-Los buques portugueses de los primeros tiempos solían llevar


unos veinte oficiales v marineros en las pequeñas carahelas, y a vecf'S
hasta sesenta en una Ilau. Con los años, las cosas cambiaron. Supo-
niendo un buque de ciento cincuenta toneladas a finales del siglo XVIII,
el c:..tpitán, los oficiales y la tripulación podían sumar en total una
treintena en un buque inglés, mientras que en los navíos algo mayo-
res franceses u holandeses podía haber hasta cuarenta y cinco. Las
tripulaciones se comprometían a servir y obedecer a su capitán como
si fuese su comandante en tiempos de guerra. Debían darse cuenla
de que sus posibilidades de supervivencia eran escasas, menores que
las de su cargamento de esclavos.
En los buques portugueses de los primeros tiempos siempre via-

303
jaba un notario, para vigilar el comercio y evitar transacciones ile-
gales.
Los tripulantes de los buques franceses eran más numerosos al
principio del XVIII que al final de este siglo. Así, en 1735, el Victorieux,
de Nantes, de doscientas cincuenta toneladas, perteneciente a Luc
Shiell, suegro de Antaine Walsh, empleaba a noventa y nueve tripu-
lantes, o sea, un hombre por cada dos toneladas y media. Al cerrarse
el siglo, la proporción solía ser de un hombre por cinco toneladas,
como era ya habitual en Inglaterra.
El capitán de un barco inglés de esclavos solía recibir un estipen-
dio de cinco libras por mes de calendario, o de cien a doscientas li-
bras francesas en Francia. En 1754 René Auguste de Chateaubriand,
de Saint-Malo, en el Apollo recibió ciento cincuenta libras francesas
y una gratificación del cinco por ciento por cada esclavo entregado
vivo, un porcentaje alto, pues lo normal era una gratificación del uno
o el dos por ciento. Los otros oficiales, los tripulantes, el médico, el
carpintero y el tonelero percibían de una a cuatro libras al mes; los
marineros con experiencia, dos libras mensuales, los que carecían de
ella, treinta chelines y los grumetes sólo una libra. La costumbre era
pagar por adelantado la mitad de estos salarios, antes de hacerse a la
mar, y el resto «en el puerto de entrega de los negros de dicho navío
en América yen la moneda local». En los buques de otros países eu-
ropeos, los salarios eran similares. A los toneleros se les pagaba muy
bien por la necesidad de transportar tanta agua, unos trescientos ba-
rriles más o menos. Los carpinteros, que se encargaban de adaptar
los buques de transportar cargamentos muertos a transportar escla-
vos, recibían a menudo más que los otros especialistas.
Los marineros tendrían de veinte a treinta años de edad, el capi-
tán y los oficiales, de treinta a cuarenta, aunque algunos de los espe-
cialistas tal vez más, hasta pasados los cincuenta, y había numerosos
muchachos de menos de veinte.
A veces, especialmente en los buques de Rhode Island en el XVIll y
en los brasileños a partir del XVI, había negros libres entre los tripu-
lantes, y a veces los marineros eran esclavos alquilados por sus due-
ños a los capitanes. La carabela Sa11ta Maria das Neves, por ejemplo,
llevaba a siete negros en su tripulación de catorce, cuando viajó del
río Gambia a Lisboa, en 1505-1506, época en que a menudo las tri-
pulaciones entre Guinea y Santo Tomé estaban formadas por escla-
vos. A mediados del siglo XVI, el geógrafo francés André Thevet creyó
que toda la tripulación de uno de los navíos portugueses que cruzó
estaba formada por esclavos y que por esta razón su capitán no qui-
so combatir. A finales del XVIII, casi la mitad de los trescientos cin-
cuenta navíos que fueron a Brasil y de los cuales hov sobrevive el re-
gistl'O, llevaban a esclavos en la tripulación; éstos podían llegar a ser
buenos marineros, pero nunca oficiales o capitanes.
Muchos de los oficiales y algunos de los especialistas tenían dere-
chos especiales, por ejemplo podían llevar uno o dos esclavos pro-
pios, acaso cuatro para un capitán, o un muchacho para un abande-

304
rada. La RAC permitía a un capitán dos esclavos libres de «pasaje»
por cada cien cautivos que transportaba, tres por ciento cincuenta, y
cinco por quinientos, "y el capitán marcará a sus esclavos en presen-
cia de todos sus oficiales»; 14 estas marcas se hacían con hierro can-
dente o un marcador de plata. La Compañía del Mar del Sur ofreCÍa a
sus capitanes cuatro esclavos por cada ciento cuatro esclavos entre-
gados vivos y estaba dispuesta a comprárselos por veinte libras cada
uno. El propósito de esto era, evidentemente, alentar a los capitanes
a interesarse por el bienestar de sus cargamentos; en esa compañía,
el primer oficial podía llevar un esclavo, el segundo oficial y el médi-
co, uno entre los dos, y así sucesivamente.
El capitán tenía que ser hombre inteligente, pues era el alma de
todo el viaje, capaz, ante todo, de negociar el precio de los esclavos
con los mercaderes o los monarcas africanos, además de ser bastan-
te fuerte para sobrevivir al clima de África occidental y bastante se-
reno para hacer frente a las tempestades y las calmas chichas y a la
pérdida de equipo. Debía tener la serenidad necesaria para tratar con
tripulaciones difíciles que podían abandonar el buque y debía estar
dispuesto a hacer frente, fría y valerosamente, a rebeliones de los es-
clavos. Un buen capitán siempre discutía con sus oficiales los pro-
blemas que se suscitaran. Thomas Clarkson, en su historia de la abo-
lición de la trata, señala las hazañas de algunos brutales capitanes de
barcos de esclavos, entre ellos algunos asesinos, pero el valor, la
paciencia y la serenidad eran frecuentes. Los capitanes franceses de-
bían pasar un examen antes de tomar el mando. Muchos capitanes
llevaban a bordo pequeñas bibliotecas de libros útiles; por ejemplo,
el capitán del Créole de La Rochelle llevaba, en 1782, además de seis
volúmenes que trataban de la construcción naval y la técnica de na-
vegación, y de seis obras comerciales, los doce volúmenes de las obras
completas de Rousseau, una historia de Louisiana, los viajes del pere
Labat y la Histoire Philosophiqlle de Raynal. Este último libro, pese a
su feroz crítica de la esclavitud, era lectura frecuente de los capitanes
negreros y el padre de Chateaubriand se refería al abate diciendo que
era un maftre-homme. 15 El aventurero [Tancés Landolphe, que trató
sin éxito de desarrollar la región del río Benin como colonia de escla-
vos, allá por 1780, leía a orillas de ese río la Ellcyclopédie de Diderot,
que criticaba la esclavitud con frases lapidarias.
A menudo el capitán se convertía en dueño, como ya se explicó, y
ésta solía ser su ambición. Tras algunos viajes como capitán del bu-
que de otro mercader, podía haber hecho bastante dinero, vendien-
do, por ejemplo, sus esclavos de gratificación, para invertir en los via-
jes de otro mercader o para comprar su propio navío. A veces, el
capitán era ya propietario de su buque. Robert Champlin, de New-
port, era capitán de barcos propiedad de sus hermanos Christopher
y George.
De todos modos, capitanear un barco de esclavos no era propia-
mente una profesión y ni siquiera los muy experimentados iban a
África más de tres o c~atro veces. Era necesario que hubiese siempre

305
disponible un sustituto para tomar el mando, en caso de que el titu-
lar muriera, cosa que sucedía en uno de cada diez viajes, por lo me-
nos según los registros de la Compañía Holandesa de las Indias Oc-
cidentales.
Los capitanes hicieron más declaraciones que los propios merca-
deres acerca de lo que pensaban de la trata. Por ejemplo, Hugh Crow,
que capitaneó varios viajes por cuenta de los Aspinall de Liverpool.
creía que «el envío de esclavos a nuestras colonias es un mal necesa-
rio». Parece que estaba sinceramente convencido de que los esclavos
africanos se sentían mejor en las Indias occidentales que como es-
clavos en su propio país, donde se hallarían «sujetos a los caprichos
de sus príncipes nativos». De haber sido esclavo él mismo, agregaba
en sus memorias, hubiese preferido ser un esclavo negro en las In-
dias occidentales que un hombre libre en Inglaterra que fuera, pon-
gamos por caso, pescador, minero del carbón, trabajador en una ma-
nufactura o prisionero «por haber muerto una insignificante liebre o
una perdiz». Y añadía: «Pensad en los míseros campesinos irlande-
ses. Pensad en los abarrotados asilos de pobres.» 16
Joseph Hawkins, de Charleston, en Carolina del Sur, fue a África
en 1793, como capitán de un barco negrero. Aunque tenía dudas al
principio, confesó que cuando llegó a un barracón de esclavos, don-
de había muchos cautivos esperando que los vendieran, se «conven-
ció plenamente que llevarse a esos infelices, aunque fuera a la escla-
vitud en las Indias occidentales, sería un acto de humanidad más
bien que merecedor de censura ... Los esclavos que había comprado
eran jóvenes, muchos de ellos impacientes por libemrse de su cauti-
verio en Ebo, y que preferían el mal del que no sabían nada que el
mal que ya sufrían, pero», reconoció, <da mayoría estaban apenados
ante su próxima partida ... ». 17
Tanto el capitán Thomas Phillips de Londres, a finales del si-
glo XVII, como el capitán \Villiam Snelgrave de Bristol. al comienzo
del XVIII, sentían cierto remordimiento por su actividad, pero, al igual
que algunos mercaderes con similar estado de ánimo, continuaron
con su negocio, y ambos escribieron relatos de lo que hacían. Los co-
mentarios de Phillips, que era escocés, son notables para su época.
Hablando de los esclélvos, escribió que «no puedo imaginar por qué
se les desprecia por su color, dado que no pueden evitarlo ... No pue-
do pcnS:l.r que haya ningún valor intrínseco en un color más que en
otro, que el blanco sea mejor que el negro, sino que lo pensamos así
porque somos blancos y estamos inclinados en juzgar favorablemen-
te nuestra propia causa .. ».It'
John Nc",ton, capit:.ín del Dllke (fArgvll, pI-',)piedad de los hCI'ma-
nos Manestv de Liverpool, 8cabó de vic,lrio de Saint Mar:v's Wool-
noth; reflexionó muchu sobre su antigua ocupación, pero, a diferen-
cia de Crow, no tI-ató de justificarla. Al crmtrario, explicó que no
conocía «ningún método para obtene¡' dine¡-o, ni siquiera el de ro-
barlo en los caminos, que tenga una tendencia tan di/-ecta a bOiTar el
sentimiento moral...». Pero Newton sólo abandonó la trata debido a

306
su mala salud. Tuvo una visión que le llevó a hacerse sacerdote, mas
cuando era capitán negrero ya se consideraba cristiano, " escribió a
su esposa, al alejarse de África en su buque hacia las Indias occiden-
tales, que ,dos innumerables peligros y dificultades que nadie puede
eludir o superar sin protección superior, ya han terminado felizmen-
te, gracias a la bondad divina». Dos días después de escribir esta fra-
se tuvo que enfrentarse a una rebelión de esclavos y dijo que pudo
hacerle frente gracias "a la ayuda divina». Solía leer plegarias dos ve-
ces al día a su tripulación de esclavos. Era autodidacta, aprendió por
sí mismo el latín, lo que le permitía leer a Virgilio, Tito Livio y Eras-
mo mientras mandaba su buque de esclavos. Esto no le impedía "po-
ner a los muchachos ... un poco las empulgueras para obtener una
confesión». Newton era todavía capitán negrero cuando escribió su
mejor himno religioso, Cuán dulce Sllena el Nombre de Jesús. 19
El capitán Crassous, del Daholllet de La Rochelle, al llegar a Las
Palmas de las islas Canarias en 1791 sintió lástima por los pobres es-
pañoles que, a diferencia de los franceses, todavía vivían bajo un go-
bierno arbitrario. Confiaba, dijo, en que algún día el ejemplo de "la
Revolución francesa despertaría a la pobre España de su esclavitud
[sic] y letargo». Dicho esto, puso rumbo a Mozambique, para com-
prar africanos destinados a Saint-Domingue. 2o
El médico (cirujano se le llamaba entonces) de un buque negrero
tenía a su cargo todo lo relativo a la salud y llevaba consigo medi-
camentos como el alcanfor en goma, el ruibarbo en polvo, el agua de
canela, la mostaza y varios ácidos; siempre se le consultaba cuando
había que adoptar una decisión importante acerca del viaje. Muchos
de estos médicos aportaron informaciones inapreciables sobre cómo
funcionaba la trata. Entre ellos cabe citar a Alexander Falconbridge,
Thomas Trotter del Brookes, y William Chancellor del balandro Wolf
de Philip Livingston, que en 1750 encontró hermosa África y despre-
ciables a los africanos. El médico, que era la figura más importante a
bordo, recibía una paga igual a la del primer oficial o del carpintero,
es decir, cuatro libras en un navío inglés. A finales del XVIII, un médi-
co a bordo de un buque de Liverpool posiblemente se había educado
en el hospital de esta ciudad (la Royal Infirmary) de la cual surgió
con el tiempo la Universidad de Livet-pool. El hecho de que muchos
buques de este puerto llevaran médico a bordo favoreció que se for-
jara una tradición de medicina tropical, lo cual, a su vez, llevó a la
fundación de una escuela q1e esta ciencia e indirectamente, a finales
del siglo XIX, a que sir Ronald Ross señalara al mosquito como el
agente transmisor del paludismo. Pero no era obligación legal llevar
un médico, y numerosos buques de la trata ahorraban gastos pres-
cindiendo de él, sin excluir muchos de los que navegaban bajo la ban-
dera de Estados Unidos.
Otros oficiales de los navíos de la trata dejaron constancia de sus
experiencias. Uno de ellos fue lean Barbot, de La Rochelle, en las úl-
timas décadas del XVII; confiaba en que los oficiales que sintieran la
tentación de mostrarse brutales "tendrían en cuenta que esas infor-

307
tunadas criaturas eran hombres como ellos, aunque de color dife-
rente y paganas».21 A Edward Rushton, segundo oficial en un buque
propiedad de Richard Watt y Gregson de Liverpool, le salvó la vida
un esclavo y luego se volvió ciego, después de tratar, camino de Do-
minica, a esclavos que sufrían de oftalmía, se hizo abolicionista, poe-
ta y librero. En sus Églogas de las Indias occidentales se incluye un
verso, «jOh, poder hacer sangrar a esos tiranos!», que expresa el sen-
timiento que le hizo popular entre los enemigos de la trata, aunque le
causó problemas en su ciudad natal.
Los marineros de los barcos de la trata solían ser jóvenes de po-
cas aspiraciones y escasa habilidad, debido sobre todo a la parca
paga, las malas condiciones de vida y el peligro. Los nombres de los
marineros en buques norteamericanos e ingleses no indican nada
excepto una hosca genealogía anglosajona. Por ejemplo, en el Mar-
garet de Frederick Philipse encontramos en 1698 a marineros llama-
dos Burguess, Lazenby, Powell, Ransford, Harris, Dorrington, Up-
ton, Herring, Dawson, Whitcomb, Whore, Oder, Laurence y Crook,
apellidos que abundaban también entre los miembros del Parla-
mento.
A veces a esos marineros los atraían a bordo de los negreros lle-
nándolos de bebida en alguna taberna, hasta que, sin dinero y ebrios,
se los llevaban gracias a un trato entre el tabernero y el capitán. Un
carpintero naval. James Towne, explicó a un comité de la Cámara de
los Comunes que se ocupaba de la trata: «El método de Liverpool
para obtener marineros consiste en que un escribiente de un comer-
ciante vaya de taberna en taberna, dándoles de beber para que se em-
borrachen y, así, llevarlos muy a menudo a bordo. Otro método es el
de hacerles contraer deudas y entonces, si no deciden ir a bordo de
los buques que van a Guinea, los mandan a presidio los taberneros a
los que deben dinero.»22
John Newton estaba convencido de que la trata echaba a perder
los sentimientos de las tripulaciones. "La necesidad real o supuesta
de mostrarse riguroso con los negros lleva al corazón, gradualmente,
una especie de entumecimiento, y convierte a quienes se ocupan de
esto en indiferentes a los sufrimientos de su prójimo.» También pen-
saba que en ninguna otra navegación se mostraba a los marineros
«tan poca humanidad». Los oficiales trataban a los marineros, en
efecto, tan malo peor que a los esclavos. James Morley, que fue mozo
de cabina en el Amelia de Bristol, dijo en respuesta a una investiga-
ción de la Cámara de los Comunes sobre cómo "han sido tratados los
marineros a bordo de los buques de Guinea», que «con mucho rigor
y muchas veces con crueldad». Recordó que una vez rompió por ac-
cidente una copa perteneciente al capitán Dixon y «me ataron las
manos en la caña del timón y me azotaron y me dejaron colgado allí
un buen rato». Muchos marineros, dijo Morley, dormían en cubierta.
«Se acuestan en cubierta y n1ueren en cubierta. »23 Otros muchos tes-
tigos de esta investigación declararon que se trataba atrozmente a los
marínems. En 1761, a bordo del Hare, el capitán Colley de Liverpool

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mató con un espeque al carpintero, a su ayudante, al cocinero y a
otro hombre. "He viajado en muchos barcos», informó un marinero,
«y siempre encontré el mismo trato que en el mío, es decir, a hom-
bres muriendo por falta de alimentos, por exceso de trabajo, por pa-
lizas inhumanas».24 Un novelista francés, Edouard Corbiere señaló
en Le Négrier que un viaje con esclavos era un enorme desafío a la
paciencia y resistencia de la tripulación: «Cuántas heridas se causa-
ron en el carácter, las costumbres y hasta las pasiones de esos hom-
bres, a menudo muy diversos, al encontrarse reunidos en medio de
tantos peligros en este angosto espacio que llamamos buque.»25 Chan-
cellor, el médico del Wolf de Philip Livingston, dudaba, al regresar a
Nueva York, que «alguna vez me puedan compensar por los sufri-
mientos soportados en este viaje».
Raramente moría menos de la quinta parte de la tripulación, yen
ocasiones, más. El Nvmphe, en 1741, perdió a veintiocho de un total
de cuarenta y cinco; el Couéda llegó a Cap Fran<;,:ois en 1766 con sólo
nueve tripulantes. Tal vez el peor caso fue el del Marie-Gabrielle de
Nantes, que en 1769 perdió treinta y un marineros de una tripulación
de treinta y nueve. El Deux Pucelles de Nantes perdió a todos sus ofi-
ciales en 1750. Un análisis de la trata holandesa sugiere que un die-
ciocho por ciento de las tripulaciones murió en sus viajes registra-
dos, en comparación con el doce por ciento de los esclavos. Una
proporción semejante debía ser cierta para la trata inglesa; por ejem-
plo, más del veinte por ciento de las tripulaciones inglesas murió en
los buques de la trata de Bristol y Liverpool en la década de 1780.
Pero las tripulaciones pasaban más tiempo que los esclavos a bordo
de los buques.

Los barcos negreros necesitaban ir armados. Tanto el golfo de


Guinea como el Caribe estaban infestados de piratas. El armamento
promedio de un buque francés de la trata de doscientas toneladas
debió ser, alrededor de 1700, de quince a dieciocho cañones. Algu-
nos, como los pertenecientes a los Montaudoin, llevaban todavía
más armas. Cuando, más tarde, disminuyó el peligro de los piratas,
los buques de doscientas toneladas acaso llevaban, alrededor de
1730, sólo de ocho a doce cañones. Los negreros que navegaban en
tiempos de guerra debían ir m~or armados y a menudo se les consi-
deraba como buques de guerra ~ se les trataba como corbetas o fra-
gatas auxiliares.
Todos los buques estaban asegurados, a menudo a nivel interna-
cional. Parece que los seguros marítimos se iniciaron en Amberes,
pero siguieron pronto Amsterdam, Londres y París y luego los puer-
tos negreros crearon sus propias compañías por iniciativa de los
mercaderes que tenían participación en la trata. Los buques nortea-
mericanos solían asegurarse con compañías inglesas. Los tratantes
de Nantes y La Rochelle estimaban que el seguro representaba alre-
dedor del siete por ciento del valor del buque, en tiempos de paz,

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pero este porcentaje podía elevarse hasta el treinta y cinco por cien-
to en momentos de tensión internacional, incluso si el buque asegu-
rado iba en un convoyo bajo escolta. Los barcos de La Rochelle a
menudo se aseguraban en otros puertos, por ejemplo Nantes o hasta
Amsterdam, Hamburgo o Londres. Por lo menos un asegurador,
Duvivier, de La Rochelle, se convirtió el negrero a gran escala. Un
importante asegurador marítimo de Londres, Hayley, de la empresa
Hayley & Hopkins, explicaba en 1771 a Aaron López de Newport que
«la prima para un viaje de invierno desde Jamaica no es nunca infe-
rior al ocho por ciento, y para buques no conocidos en la trata, rara-
mente menos del diez».26
Por cierto que este Hayley se había casado con Mary, hermana del
gran defensor de la libertad constitucional John Wilkes, y que otra de
sus hermanas, Sarah, sirvió de modelo a Charles Dickens para la fi-
gura de miss Havisham en su novela Grandes esperanz.as. Algunos
aseguradores norteamericanos, como Tench Francis, el principal de
Filadelfia, ya aseguraban antes de 1774, pero después de la indepen-
dencia muchos mercaderes se aseguraron en Bastan. Samuel San-
ford fundó la Newport Insurance Ca., pero cuando la infiltraron ad-
versarios de la trata, se creó la Bristol Insurance Ca. a la que siguió
la Mount Hope Insurance Ca. fundada por los Wolf, tratantes de es-
clavos a gran escala. Las primas variaban del cinco al veinticinco por
ciento.

Los capitanes recibían instrucciones concretas de los propieta-


rios de los buques aceITa del lugar adonde debían ir v lo que debían
hacer. Una de estas instrucciones, muy característica, es la que le die-
ron en 1730 al capitán WiIliam Barry de Bristol: «Dado que el viento
parece inclinarse a suave, se le ordena que con sus hombres (que le
autorizamos a que sean veinte, contándole a usted) aborde el ber-
gantín Dispatch, del cual es usted comandante, y que sin perder tiem-
po navegue inmediatamente ... a la costa de África, o sea, a la parte de
la misma llamada Andony [en la bahía de Biafra, al norte de Fernan-
do Poo], sin tocar ni lomar tierra en ningún otro lugar, donde carga-
rá esclavos ... El cargamento de mercancías es el que usted ordenó y
como es muy bueno .v monta a mil trescientas treinta libras con ocho
chelines y dos peniques y medio, esperamos que compre doscientos
cuarenta esclavos escogidos, además de dientes [de elefantes], con
tal de que sean grandes ... ,,27
Cabía prever que un buque como éste estaría por lo menos un año
navegando, que cubriera unos veinte mil kilómetros y que contara
con que encontraría huracanes en el Caribe, tornados en la costa de
Guinea y en todas partes piratas, putrefacción, percebes y filtracio-
nes. Un viaje corriente, a lo largo de toda la época de la trata, duraba
entre quince y dieciocho meses. El más rápido, en la era clásica de la
trata, a mediados del siglo XVIII, fue probablemente el de Michel y
Grau a bordo del Sire/1e, de Nantes, que en 1753 tardó solamente

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ocho meses y treinta y dos días en llevar trescientos treinta y un es-
clavos de Senegal a Léogane en Saint-Domingue, y en que solamente
murieron dos esclavos.
Cada puerto de la trata tenía sus propias características. Los mer-
caderes de Liverpool, por ejemplo, solían comprar provisiones en Ir-
landa, para así poder decir a las autoridades de! muelle que sólo se
dirigían al puerto irlandés de Kinsale. A veces los barcos de Bristol
cargaban el alcohol para su tripulación en Jersey, punto favorito de
los contrabandistas. Los navíos de Londres iban, con este fin, a Rot-
terdam. Los capitanes de buques holandeses de Middelburg o Ams-
terdam solían embarcar cuando su embarcación ya estaba en alta
mar. Muchos barcos franceses se detenían en Portugal, pongamos
por caso en Lisboa, o en España, en Cádiz, para cargar agua, vino,
que a veces usaban para el intercambio, y comida fresca. Algunos ha-
cían escala en Madeira o Tenerife, y más a menudo en Praya, en las
islas de Cabo Verde. Hugh Crow escribió que, por lo que había visto,
los barcos negreros ingleses se dirigían primero a las Canarias.
Los barcos se hacían a la mar llevando pollos, pavos, y hasta ga-
nado, para matarlos durante e! viaje; además, debían llevarse galletas
para año y medio de consumo, es decir, cuatro o cinco toneladas. Los
capitanes procuraban también llevar bastante vino para dar un litro
y cuarto al día a cada tripulante. El agua se limitaba a la reserva ne-
cesaria para llegar a África. Y había bastante harina para que e! pa-
nadero de a bordo la convirtiera en pan. La carne ahumada era la
aportación irlandesa a la dieta, como e! queso era la de Holanda. Con
el fin de completar la ración, sin duda se pescaba.
Había dos itinerarios clásicos al África occidental desde Europa;
el primero, en terminología francesa, era la perite route, vía las islas
de Cabo Verde, tras las cuales el capitán se mantenía cerca de la cos-
ta. La grande route obligaba al capitán a navegar mar adentro, en el
Atlántico, antes de poner proa al este-sur-este hacia Angola o el Con-
go. La primera era habitual en invierno y se empleaba siempre, des-
de luego, cuando el punto de destino era el golfo de Guinea. Durante
la mayor parte de este itinerario se tenía costa a la vista. Era pruden-
te seguir la grande route entre marzo y agosto, cuando los vientos del
sudeste podían causar dificultades, y era, desde luego, la normal
cuando se iba al África central. Los buques camino de Mozambique
u otros puntos del África oriental seguían este segundo itinerario,
pero tratando de evitar los vientos y corrientes que hicieran difícil
doblar el cabo de Buena Esperanza. '
Los buques portugueses con destino a Angola tomaban siempre la
grande route o una variante de la misma después de Cabo Verde, para
aprovechar los vientos que soplaban hacia el sur por la costa de Bra-
sil, como lo hizo Cabral en su extraordinario primer viaje en 1500.
Luego llegaban a Pernambuco o Río, aunque muchos no lo hacían,
sino que viraban hacia mar abierto, al norte de la tierra firme brasi-
leña, y se dirigían a Angola.
Los tratantes norteamericanos hacían, evidentemente, un VIaje
muy distinto, que solía tomarles de siete a doce meses, desde la Nue-
va Inglatena hasta África y de ahí a un mercado que podía ser el de
las Indias occidentales o Charles ton o, rara vez, la propia Nueva In-
glaterra.
Los buques negreros que partían de Europa eran a veces presa de
piratas frente a la costa noroeste de África, especialmente de los ate-
nadares corsarios de Salé. Por esto, a comienzos del siglo XVIII, los
capitanes prudentes trataban de llevar consigo un "pase turco», que
compraban a los piratas de Argel y que permitía al capitán pasar sin
que lo molestaran. Pero eran frecuentes las capturas de barcos ne-
greros. En 1687, por ejemplo, hundieron a un negrero holandés en
ruta hacia África porque su capitán no llevaba «pase».
Debido a estos riesgos, así como a los peligros de enfermedades y
de rebelión, por no hablar de las acciones enemigas, los capitanes y
sus tripulaciones con frecuencia se olvidaban de pensar en los es-
clavos.

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