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La música puertorriqueña

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Publicado por Quintero Rivera, Ángel


G.

La música puertorriqueña como terreno común para intercambios,


negociaciones y proyectos compartidos - página 1
La cultura de los Reyes Magos: una cultura
nacional inclusiva y democrática

La cultura puertorriqueña se ha caracterizado


históricamente por un dinamismo y
creatividad donde -no exenta de
contradicciones y conflictos internos- ha
primado la inclusión sobre la exclusión. Por
este carácter inclusivo de su dinámica
cultural, especialmente en su expresión
artística más destacada, su música y el baile,
Puerto Rico podría ser ejemplo aleccionador
¿Qué une a los puertorriqueños?
en un mundo de creciente interrelación y
comunicación, contradictoriamente
atravesado hoy por lamentables y limitantes fundamentalismos.

Como sociedad caribeña conformada, desde su propia génesis, por encuentros desiguales
de diversas culturas, Puerto Rico hubo de soportar un proceso colonial que conllevó
terribles elementos de etnocidio. Muy pronto, este proceso se cimentó económicamente
sobre un sistema de explotación basado en la trata esclavista (que minusvaloraba las raíces
culturales de una considerable proporción de su población, ideológicamente “racializada”), y
en la Isla se fueron desarrollando, a nivel popular, prácticas culturales alternas, al margen
de los canales institucionales de la oficialidad colonial.

Como espacio de intercambio y convivencia constituyéndose en los márgenes de la


expansión “occidental”, la sociedad puertorriqueña fue conformando unas prácticas
culturales que valoran la resistencia a lo impuesto, la ingeniosa adaptabilidad a cambiantes
(y comúnmente forzadas) poderosas condiciones adversas, el respeto a las diferencias, la
riqueza de la heterogeneidad, y consensos de unidad en esa heterogeneidad. Bien han
iconografiado sus talladores estos valores, en la simbología de los Reyes Magos, nuestros
santos más tallados, aunque no los considere “santos” la oficialidad eclesiástica: ¡santos sólo
en plural!, nómadas de distintas procedencias, diferentes imágenes (etnias que se
identificaban “racialmente”) y distintos dones (ofrendas al recién nacido); migrantes
hermanados por la adoración al Niño, es decir, por la esperanza de un mejor futuro
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compartido. La cultura puertorriqueña canonizó popularmente, en su léxico y en sus artes,
a los Magos: “los Tres Santos Reyes”, liderados por Melchor -el rey más sabio-, a quien
distinguimos con el caballo blanco que, distinto de Europa y de la oficialidad religiosa, es en
el Caribe el rey negro, la etnia racializada que el colonialismo minusvaloraba.

La música puertorriqueña es una magnífica y riquísima expresión de esta cultura inclusiva,


dinámicamente creativa. Frente a una dominación colonial que pretendió imponer sus
valores de expresión bailable y sonora, desarrollamos un lenguaje musical propio,
combinando las variadas raíces culturales de nuestra conformación multiétnica y las
experiencias vivenciales que nos ha ido presentando la historia, tanto en sus procesos
endógenos –propios-, como en las imposiciones, influencias o lecciones externas. Este
lenguaje musical subyace en las muy variadas formas de expresión sonora que, como
sociedad compleja, coexisten en el Puerto Rico de hoy. Asimismo permite (subrayo permite,
pues no se trata de un proceso automático sin que medie una voluntad política) que dichas
formas heterogéneas se comuniquen y se fecunden mutuamente. Examinemos pues
algunos elementos de ese “lenguaje” compartido.

Escalas “occidentales” en claves africanas

El lenguaje musical que compartimos los puertorriqueños podría considerarse


metafóricamente un dialecto de las músicas “mulatas” de América. Estas músicas
constituyen sonoridades básicamente “occidentales” en sus expresiones melódicas y
armónicas. Se edifican -como la “occidental”- sobre un universo de doce sonidos organizado
en escalas de siete, combinando las construcciones “masculina” (asociadas al sol) y
“femenina” (identificadas con la luna) de la organización del tiempo. La organización de esos
doce sonidos en escalas de siete, y sus combinaciones armónicas principales (dominante, “la
quinta”, cuatro notas sobre la tónica y tres en dirección más grave, y subdominante, “la
cuarta”, igual, pero en términos inversos), expresan la importancia central de la relación
hombre-mujer en el “alfabeto” tonal “occidental”.

Pero, distinto de la sucesión temporal lineal alrededor de la cual se estructuran las melodías
y armonías en “occidente” -es decir, sus metros predominantes de 3/4 y 4/4 (sumandos de 7
y múltiplos de 12), constituidos por combinaciones de unidades equivalentes with a regularly
recurrent accent on the first beat of each group, en palabras del Harvard Dictionary of Music -,
las músicas “mulatas” de América adoptaron de su otra tradición constitutiva, la africana, el
sistema metronómico de claves. Este sistema está conformado por patrones de unidades -
golpes o silencios- de variadas dimensiones temporales, donde los acentos no se establecen
necesariamente al inicio del patrón, pues se encuentran diseminados de acuerdo con los
distintos tipos de combinación de tiempos. La clave 3-2 que define la métrica de la mayor
parte de la música puertorriqueña, y constituye parte de nuestro lenguaje musical, se
representa en notación “occidental” así:

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Esta clave, en diferentes tempos, subyace métricamente tanto en algunas de las más
señoriales danzas y románticos boleros, como en la más bullanguera guaracha, la plena
festiva, el melancólico seis mapeyé y en la mayoría de las combinaciones polirrítmicas de la
salsa. Otro ejemplo de clave, entre numerosas variaciones cuyo análisis y transcripciones
debo al colega etnomusicólogo Luis Manuel álvarez, es la clave 2-3:

utilizada en la bomba holandé puertorriqueña -de antecedentes curazaeños-, en el


guaguancó habanero y matancero, y en la mayor parte de la música de la santería cubana.

Contrario al tiempo lineal “occidental”, las claves ordenan el desenvolvimiento temporal de


las melodías, y sus progresiones armónicas, en una concepción heterogénea del tiempo: no
como flujo a la manera de una onda, sino basadas en células constituidas por pulsaciones
variadas, expresando una multiplicidad de entrecruzamientos temporales. Esta concepción
“sincopada” del tiempo, heredada en Puerto Rico (como en otros territorios de América) de
las músicas africanas, representa mejor la realidad histórica -cotidianamente vivida- de las
sociedades del “nuevo mundo”: la simultaneidad de tiempos históricos diversos, que han
expresado magistralmente dos de los más importantes movimientos culturales
latinoamericanos en que los puertorriqueños hemos participado: la literatura del boom en
su realismo mágico, y la más destacada sociología dependentista.

Los ritmos, el baile y la percusión

Toda música tiene ritmo, pero en algunos lenguajes sonoros la elaboración rítmica ejerce
un mayor protagonismo. En sus investigaciones sobre la música campesina de Europa
oriental, Béla Bartók dividía la expresividad sonora primigenia entre aquella orientada a la
palabra (al canto) y la dirigida al movimiento corporal (al baile). Si el baile es, entre otras
cosas, una forma de expresar con el cuerpo la relación entre el tiempo y el espacio, en la
medida en que se manifiesta como encadenamientos de movimientos donde se producen
figuras o configuraciones expresivas (no una mera multiplicación de reacciones corporales
inmediatas, aisladas, a particulares sonidos), entraña interrelaciones. En efecto, nos
referimos a interrelaciones más estrechas con las dimensiones sucesiva y diacrónica del
tiempo en la música -es decir, el ritmo- que con la dimensión sincrónica de las escalas y la
expresión melódica. Precisamente, las formas de música en las cuales el elemento rítmico
reviste un mayor protagonismo, como manifiesta el lenguaje musical puertorriqueño, son,
por lo general, aquellas más claramente inseparables de su expresión espacial bailable.

Siendo la continuidad multiplicada de la vida en el tiempo una de las dimensiones


fundamentales de la relación entre géneros, el erotismo bailable se encuentra
intrínsecamente relacionado con la sonoridad rítmica. Por otro lado, las tensiones entre lo
femenino-masculino, constitutivas de la escalas “occidentales” (de su “alfabeto” melódico-
armónico), se expresan sobre todo en la sincronía del sentimiento romántico. Las canciones
son, pues, más románticas; mientras, los bailes hombre-mujer resultan más eróticos. Las

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músicas “mulatas” por lo general -tanto cantables como bailables- entretejen ambas esferas
de las relaciones de género -lo romántico y lo erótico-, compleja combinación que
enriquece nuestro lenguaje musical.

Como la métrica de clave estimula la elaboración rítmica, la herencia sonora africana en


América se manifestó no sólo en expresiones de aquella mayor variedad rítmica que
diferencia a las músicas “mulatas” de su raíz “occidental”. También lo hizo en obras más
asociadas al erotismo bailable y al timbre de la percusión (los agentes de elaboración
rítmica por excelencia). En las tres grandes familias culturales que se “encontraron” en
América existían tambores. Pero, mientras en la tradición europea (con su énfasis en
tiempos simples ordenados en una regularidad métrica) fueron relegados paulatinamente
al papel de “acompañantes”, en la africana se consideraron fundamentales para la
elaboración musical. No es de sorprendernos que en diversos lugares de América, tan
lejanos entre sí como Nueva Orleáns, el Caribe, Ecuador, Brasil y Paraguay, palabras cuya
etimología remiten a denominaciones africanas de tambor (bámboula, tumba, bomba…),
fueran, como en Puerto Rico, aquellas con las cuales se denominaría la música tradicional
más apegada a dicha herencia étnica.

Desde Uruguay hasta la cuenca del Caribe, las músicas profanas tradicionales de
afrodescendientes son, en gran medida, rituales de comunicación entre tamboreros y
bailadores, donde un tambor marca el ritmo básico, o toque, y otro (u otros) elabora (n)
numerosas variaciones del ritmo básico en repiqueteos improvisados; mientras, los
bailarines en conjunto siguen el toque e individualmente, o en parejas, “dialogan” con el
tambor improvisador, como es en Puerto Rico el caso de la bomba. Los lenguajes de las
músicas “mulatas” heredaron de las músicas negras su riqueza rítmica y coreográfica.

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Los diálogos descentrados entre melodía,
armonía y ritmo

En términos de estructura y prácticas de


elaboración musical, las culturas “mulatas”
americanas desarrollaron elementos
compartidos propios, distintos de los de sus
“tradiciones-raíces”. La conflictiva hibridez de
su colonización constitutiva, y la multiplicidad
de entrecruzamientos temporales en su
cotidianidad y devenir histórico, fueron
generando una formación cultural
¿Qué une a los puertorriqueños?
descentrada. Se trata de una formación que
se fortalecía con el politeísmo animista en
muchas expresiones de la religiosidad afroamericana (principalmente en Cuba, Haití,
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Trinidad y Brasil), y con un catolicismo popular donde, como en Puerto Rico, las diversas
vírgenes y variados santos no se conciben como meros intermediarios entre los feligreses y
Dios, sino como motivos de culto por sí mismos; esta peculiaridad relega al central (izante)
Dios padre (sol) a planos frecuentemente secundarios. Tal estructura sentimental anti-
centralista se manifestó -o generó- en unas prácticas de elaboración musical donde se
otorgó voz propia a la armonía y, sobre todo -por la fuerza de su herencia sonora africana-,
al ritmo; además de la que expresaba la melodía.

Es decir, la elaboración musical no se supeditó, como en “occidente”, a un principio


ordenador unidimensional, la tonada; más bien se establecieron prácticas dialogantes entre
los diversos elementos sonoros. Cuestionando la pretensión centralizadora, el diálogo
descentrado entre tonada, armonía y ritmo representó -frente al universo sistémico, como
conjunto integrado de relaciones recíprocas infinitamente repetibles- una exploración de las
complejidades entre el ser y el convertirse; de aquí la importancia, en nuestra expresión
musical, de la seducción en el baile, como “invitación” sugerida, sin desenlace determinado.

Antes señalé cómo a nivel melódico y armónico, las músicas “mulatas” eran básicamente
“occidentales”. Pero…, si se constituían con las mismas unidades de tonos y semitonos, con
un mismo alfabeto tonal, ¿por qué cualificarlas como básicamente? Al combinar unidades de
dicho alfabeto en frases y temas musicales, las músicas “mulatas” recurren con mucha
frecuencia a lo que en jazz se denomina el blue note. Esta característica genera un tipo de
armonía (de séptimas abemoladas), y construcciones melódicas en torno a ella, que
produce la sensación de expresión inconclusa, que perennemente “invita” a acordes
sucesivos. La sensación de encadenamientos armónicos, que podrían continuar ad
infinitum, fortalece el carácter descentrado de estas músicas; rompe con la contundencia de
“amarrar” la conclusión en la tónica, abriéndose a la indefinición del momento de la
conclusión.

Una segunda forma en que estas músicas enfatizan melódicamente su carácter


descentrado es a través de una mayor recurrencia al recurso del slide: de moverse
“escurridizamente” entre una nota y su siguiente (ascendente o descendente), en todas las
gradaciones posibles de fracciones de tono, y permitiéndose “jugar” con lo que
“occidentalmente” se consideraría imprecisión.

La composición “abierta” y la improvisación

Las músicas tradicionales de afrodescendientes en América Latina se conforman en torno a


lo que en etnomusicología se denominan eventos sonoros “abiertos”. Allí, en una
recuperación ritual de la memoria, diversos ejecutantes comienzan un intercambio musical
improvisado con duración impredecible, como sucede en Puerto Rico con la bomba
tradicional. Su desarrollo depende de la intensidad de la intercomunicación. Las músicas
“mulatas” integran la riqueza de esta espontaneidad tradicional a la intensidad dramática de

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la composición, a través de unas prácticas musicales que combinan las sonoridades
“abiertas” con la forma sistémica “redondeada”. Veamos algunas de estas prácticas
“mulatas” compartidas.

En nuestros lenguajes musicales existe, como en “occidente”, la composición; pero no se


pretende -descentrados, al fin- que el compositor lo determine todo. Su práctica de
composición se basa en el reconocimiento de la presencia de otros e, intrínsecamente
vinculado con ello, en una visión de la música, no sólo como expresión individual, sino como
comunicación multidireccional. La composición “mulata” promueve la participación activa
entre los músicos y cantantes, a los cuales se les permite la incorporación de giros y frases
para manifiestar su virtuosismo y la individualidad de sus estilos propios. La cosmovisión
determinista del universo de la partitura se quiebra, ante la sorpresa de la ornamentación y
la improvisación espontánea. Pero estas músicas no sólo permiten la ornamentación
improvisada; combinando las formas “abierta” y “redondeada”, por lo general, incluyen
secciones específicas, dedicadas a la manifestación del virtuosismo de los diversos
componentes de un conjunto musical; esto se conoce en jazz como jam sessions, y en la
música puertorriqueña como descargas y soneos, a nivel instrumental y vocal,
respectivamente.

En estas prácticas, la improvisación es un fenómeno de comunicación, pues los soneos se


generan sobre la base de lo que el compositor quiso expresar y las descargas en
entrejuego. Asimismo, se suma la improvisación de los demás instrumentistas,
generándose una cadena de improvisaciones que dan vida a un “diálogo” no sólo con el
compositor, sino con todos los instrumentistas precedentes. Estas creaciones espontáneas
no son, pues, manifestaciones individuales, sino expresiones de individualidad en una labor
de conjunto. La composición no es, por tanto, individual, sino una práctica colaborativa, una
relación comunicativa que expresa reciprocidad; en este caso, la individualidad no se
constituye en términos de lo que se busca o lo que se recibe, sino de lo que se ofrece, de lo
que se da. Las individualidades no se diluyen en la colectividad, y sólo tienen sentido en su
contexto.

“Esa pareja está pidiendo piquete”

La comunicación a través de la cual se elabora la sonoridad resultante en las músicas


“mulatas”, no se da únicamente entre los que producen la música (compositor, cantantes e
instrumentistas), sino también entre ellos y sus “recipientes”, quienes la “utilizan” o
“consumen”. Manifestando una distinta concepción de la sociabilidad, el “público” de las
músicas “mulatas” -contrario a la tradición “clásica occidental”- es rara vez pasivo. Se
comunica constantemente con los músicos de diversas formas, pero sobre todo bailando
(siguiendo su herencia de las músicas negras). “Esa pareja está pidiendo piquete”, me señaló
una vez en un baile Maniní, un célebre bongosero. Lo solicitaban sin que mediara palabra,
sólo con el movimiento del cuerpo.

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Esta comunicación desde “el público” (frecuentemente corporal) es muy importante para el
desarrollo espontáneo de la improvisación, pues los músicos responden a las llamadas
“vibraciones” en torno a lo que están tocando o cantando. En ese sentido, se quiebra la
división tajante entre productores y “consumidores” en la elaboración musical. Esta práctica
también quiebra la concepción de la composición como universo predeterminado,
infinitamente repetible por la partitura, ante la incorporación constante de la sorpresa.
Combinar el conocimiento de “secuencias” tradicionales, con la creatividad innovadora
sorpresiva, es uno de los atributos más valorados de instrumentistas y bailadores en estos
eventos sonoro-corporales de comunicación recíproca.

Democracia musical participativa

Una última práctica de elaboración musical compartida entre las músicas “mulatas” de
América y sus lenguajes se ubica en la valoración que otorgan a la heterogeneidad de los
timbres, i.e. a quebrar la jerarquía entre los distintos agentes sonoros.

Las músicas “mulatas” aprovechan la tradición polivocal y la riqueza instrumental


desarrollada por la música “occidental”, pero quebrando las jerarquías que aquella
estableció. Fueron rompiendo con la idea de que unos instrumentos llevan “la voz
cantante”, mientras otros los “acompañan”. Desarrollaron, en vez, una sonoridad de
conjunto basada en una descentrada multiplicación integrada de timbres, ejerciendo -cada
uno- su propia voz. El liderazgo de estos conjuntos, contrario a la tradición del concertino en
la gran música “occidental” (donde el primer violín lidera la orquesta), puede ejercerse
desde el bajo, el trombón, la percusión, el piano o la voz… En consecuencia, en la
elaboración virtuosista de las descargas pueden participar tanto los instrumentos melódicos
históricamente valorados por la modernidad “occidental” (como el violín o el piano) como
aquellos que ésta había subvalorado: el bajo, el cuatro y, principalmente, aquellos fuera del
universo tonal, los de percusión.

La valoración que otorgan las músicas “mulatas” a la heterogeneidad de sus timbres


conlleva implicaciones fundamentales, en torno a las concepciones de la sociabilidad:
reafirma la utopía de lo comunal y de una democracia social que valora el respeto de las
diferencias.

Frente a la poderosa cosmovisión musical cada vez más eurocéntrica, para escuchar
pasivamente, bailar representa la posibilidad de que las relaciones humanas pueden ser de
otro modo. En efecto, esa comunicación gestual entre los cuerpos, siguiendo el orden anti-
orden de la síncopa en toques y repiqueteos, esa manifestación espacial de tiempos
heterogéneos, da fe de que cuerpo y cultura no son antagónicos sino, al contrario,
“espacios” intrínsecamente entrelazados. De aquí la seducción utópica del baile en nuestro
lenguaje musical.

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Luchas históricas en la conformación de un lenguaje musical compartido

La conformación de un lenguaje musical ha conllevado numerosas luchas, negociaciones,


cimarronerías y trabajosos consensos en la historia puertorriqueña. En los albores de la
conformación de nuestra sociedad civil, hacia mediados del siglo XIX, los portavoces de las
clases sociales que se concebían líderes de las batallas civiles por la institucionalidad propia,
intentaron definiciones excluyentes de lo que constituía nuestra música. Este fenómeno se
produce cuando una cultura, constituyéndose por siglos, comienza a plantearse la
necesidad de conformar su propio marco institucional, para encauzar su devenir -un futuro
que se entendía propio y compartido- a través de luchas ideológicas (y es conveniente
recordar que tales luchas toman, en Puerto Rico, vertientes independentistas, autonomistas
y asimilistas).

El primer cuadro costumbrista que se consideró “clásico” en la literatura puertorriqueña, El


Gíbaro, de Manuel Alonso, divide la música profana del país en el momento que escribe -
1849- en dos tipos: los bailes de sociedad que eran, señala, un eco repetido de los de Europa;
y los bailes de garabato y su música “jíbara”, que él identifica como los propios del país,
mencionando, de pasada, un tercer tipo: los de los negros de Africa y los de los criollos de
Curazao (i.e., del Caribe negro) (que) no merecen incluirse bajo el título de esta escena, pues
aunque se ven en Puerto Rico, nunca se han generalizado.

En otras palabras, a los bailes de bomba – ghettoizados– se les niega el merecer ser
incluidos en “el cuadro de costumbres”, en lo que el canonizado libro de Manuel Alonso
concebía a mediados del siglo XIX como el país, como lo autóctono.

Sin embargo, estudios etnomusicológicos posteriores, más rigurosos (de Luis Manuel
álvarez y este servidor) evidencian claramente que los toques de bomba ya eran tan
importantes y generalizados que estaban presentes -camuflados por su melodización a
través del timbre hispano-campesino del cuatro- en muchos de los bailes de garabato de la
música jíbara.

Además, en el mismo momento en que escribía Alonso, ya estaba constituyéndose un baile


de salón que no era “un eco repetido de los de Europa”; se trataba de una música y un baile
que inicialmente llamaron contradanza del país o merengue, y que luego se ha conocido
sencillamente como danza, claramente marcado por las síncopas que caracterizan a la
bomba. Como bien nos enseñan los pioneros trabajos de Amaury Veray, (entre las décadas
de 1840 y 1850),…la contradanza comenzaba a cobrar perfil criollo y a manifestar el carácter
borincano. El acompañamiento arpegiado (1844) pronto se va a enriquecer con el puntilleo y la
semicorchea, que no es otra cosa que el primer destello del patrón rítmico que se convierte en el
futuro tresillo.

Pero el carácter populachero de esas primeras danzas -La Sapa (1848), Siña María la colorá,
Menéndez boca é covacha, El Merengazo, El macetazo, Rabo’e puerco, ¡Ay, que no quiero
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comer mondongo!…- que incorporaba a un molde formal europeo numerosas sonoridades
(rítmicas, melódicas y armónicas) de la música jíbara y de la bomba, un lenguaje musical en
formación, llevó a muchos a no querer aceptar su evidente puertorriqueñidad. Como
evidencia, un documento ponceño del 1854:

Llámenla contradanza, merengue, upa ó lo que se quiera, siempre es que no existe otra danza
mas llena de gracia i casto abandono que la que nos ocupa. Rabia me dá, por Dios, oír hablar á
personas que debían saber lo que dicen, de la necesidad de desterrar tal ó cual costumbre del
país porque no cuadra con los usos y costumbres que se observan en la culta Europa y en tal
virtud desean relegar del suelo que ha visto nacer á la contradanza del país, meramente
porque se le ha encaprichado á alguno el llamarla merengue…

Como bien ha analizado Luis Manuel álvarez, una de las primeras danzas, originalmente
titulada La almojábana y que pronto se convirtió en La Borinqueña (1868) -nuestro himno
nacional oficialmente desde 1952 y popularmente desde El Grito de Lares, prácticamente-,
comienza su merengue (su sección bailable) y su canto con una frase que transfiere a nivel
melódico uno de los ritmos de bomba. El etnomusicólogo y folklorista Emmanuel Dufrasne
añade:

…el patrón de cuas que corresponde al son de bomba conocido como güembé es igual al de
secciones de la parte del bombardino de la danza La Borinqueña.

Aún estando la bomba incorporada en el himno nacional, muchos -enfatizando su


“africanidad”- seguían insistiendo en los dictámenes de El Gíbaro y, como Alonso, se
negaban a incluirla entre nuestra música. No es por casualidad que siendo de nuestros
géneros musicales más antiguos, no sea hasta los años cincuenta del siglo XX -con Cortijo y
su combo- que se graben bombas a nivel comercial y se introduzcan sin ambages en la
radio y en el salón de baile.

Como vimos en el documento de El Ponceño, escasamente cinco años después de la


publicación de El Gíbaro, la danza -hoy considerada tan “fina” y “señorial”- tuvo serias
dificultades en llegar a ser aceptada como acervo nacional, precisamente por lo que de la
bomba incorporaba. El más destacado intelectual puertorriqueño de mediados del siglo XIX,
Alejandro Tapia, abiertamente proponía que se “despojara” de esa presencia.

Todavía hoy suelen abusar algunos… dándole un ritmo amanerado y propio para que resalte la
influencia… africana. Debería purgarse de todo esto como lo ha hecho Tavárez… y modificarse
la manera de bailarla cuando se usa por gentes comme il faut… pues despojada de lo que
tiene de voluptuosa, quédale siempre… la poesía… característica de nuestra manera de sentir.

Como todavía ocurre con frecuencia respecto a nuevos géneros -como el reggaetón y su
perreo-, una de las razones para querer excluir la danza fue la manera considerada
“voluptuosa” de bailarla. En 1882, Luis Bonafoux -hoy recordado, sobre todo, como el

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primer biógrafo de Betances- estremeció a la “sociedad” isleña con la publicación, en un
periódico madrileño, de la siguiente descripción de un baile popular de danza:

Alegres y lúbricas parejas se entregan con una voluptuosidad de sátiros á un baile orgástico,
denominado merengue por el esquicito sabor que tiene. Y es de ver allí la descocada y sensual
mulata… imprimiendo á las caderas ondulaciones lascivas, jadeante, sudorosa, ardiente,
pensando sólo en el placer y por el placer viviendo, emprender aquel baile… cual ninguno
voluptuoso.

¡Con razón Tapia proponía “modificar la manera de bailarla” a la manera de gente comme il
faut (como “corresponde”)!. Manuel de Elzaburu, fundador y entonces presidente del docto
Ateneo, alzó su voz también contra la danza como música de los sentidos, maldición de
nuestra herencia de la plantación esclavista.

Oh Danza!… calla!!… Cuánto hay en tí de voluptuoso… no has podido nacer sino como un castigo!
castigo lento!! y más castigo!!!… cuanto más suavemente te metes como un demonio por nuestros
sentidos, para acallar nuestra energía soñolienta…

Los más conservadores, como el propio gobierno colonial o miembros del Partido
Incondicionalmente Español, como Carlos Peñaranda, proponían abolir o prohibir la danza
por su “sensualidad desmoralizante”. Los más liberales, como Tapia, proponían
“blanquearla”. Con preocupaciones similares al qué dirán los extranjeros, que desatara la
relativamente reciente popularización de la salsa En un viejo motel (tarea a cargo de David
Pabón), en el Siglo XIX el “liberal” José Pablo Morales argumentaba respecto a la danza:

O se reforma la Danza, la voluptuosa danza del país en los términos que cuadre mejor á las
buenas costumbres… ó los extraños, que nos visiten en lo sucesivo, tendrán el derecho de
sospechar de nosotros y de los hábitos que en nuestra manera de ser se han infiltrado…

La música, sobre todo la bailable, ha sido -como hemos ido evidenciando- un ardiente
campo de batalla respecto a visiones encontradas en torno a lo que consideramos -o
quisiéramos considerar- “nacional”.

Afortunadamente, a nuestro juicio, en este batallar ha triunfado finalmente, y por lo general,


el carácter inclusivo y democrático de nuestra cultura. Hoy, tanto la danza como la bomba
son considerados géneros fundamentales de nuestra música. ¿Hasta qué punto vamos a
congelar en el pasado esta valiosa y magnífica cualidad inclusiva y democrática de nuestra
cultura? ¿Vamos a asumir para el futuro los argumentos excluyentes que hemos citado, y
que se nos presentan hoy como absurdos, prejuiciados y ridículos?

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Los avatares de nuestro dinámico folklore

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En la conflictiva conformación de un lenguaje
musical puertorriqueño, los seises de bomba
y los aguinaldos y seises campesinos
constituyen, definitivamente, nuestras raíces
históricas fundamentales. No por representar
cada uno “lo africano” y “lo español”,
respectivamente, como se argumentaba hace
algunas décadas y que iconografía el sello
oficial del Instituto de Cultura Puertorriqueña,
sino por constituir las primeras fusiones
criollas al respecto. La bomba no es africana;
¿Qué une a los puertorriqueños?
es nuestra música autóctona más cercana a
la herencia musical africana. La música jíbara
no es española, sino una creación autóctona, donde diversas herencias sonoras son
camufladas a través de una tímbrica cercana a la de nuestra herencia española.

Interesantemente, estos dos troncos constitutivos del lenguaje musical puertorriqueño no


han quedado fosilizados en el folklore. Además de su transformada presencia en géneros
posteriores, son músicas vivas que se tocan, se bailan, se re-trabajan y se siguen
componiendo.

La puertorriqueñización de géneros

1. En la música jíbara y la bomba


Sobre todo a partir de comienzos del siglo XX, con “la reproducción mecánica” de las artes (y
lo que ello ha conllevado, específicamente, en términos de la masificación del comercio de
la música y la globalización de ese mercado) la producción musical en Puerto Rico, como en
todo país de estos tiempos, ha sido influenciada por los intercambios internacionales. Pero,
contrario a otras culturas más excluyentes que han pretendido mantener la “pureza” de sus
raíces (con el resultado -a nuestro juicio, negativo- de folklorizar su música autóctona),
nuestra dinámica cultural inclusiva ha incorporado estas sonoridades -inicialmente
“extranjeras”- dándoles un cariz propio a base del lenguaje musical que hemos ido
conformando históricamente.

Ya teníamos el antecedente de la puertorriqueñización por la música jíbara de las mazurcas,


polkas y pasodobles europeos, y de los norteamericanos foxtrot, one-step o two-steps; así
como la puertorriqueñización por la bomba de géneros afrocaribeños de Curazao, como la
bomba holandé, o del Caribe francófono, como el leró, la rose, o el balancé, entre muchos
otros sones o seises de bomba. Pocos en Puerto Rico osarían disputarle su
“puertorriqueñidad” a un tan patriótico two-steps como Alma Boricua (1932), de Clodomiro
Rodríguez: Nací en los campos de la Patria mía, tierra querida, mi islita del Edén…

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Su música fue, incluso, adoptada como himno por un partido político que se auto-bautizó
“del Pueblo” en 1968.

2. En la llamada “música del ayer”


Pero con la generalización de “la reproducción mecánica” del arte musical (con el
surgimiento y popularización de la radio, las grabaciones en discos y, más tarde, el cine
sonoro y la televisión), el proceso se intensificó y hasta incluyó el protagonismo boricua en
la conformación o consolidación de nuevos géneros transnacionales. Así, casi toda la
llamada “música del ayer”, que en realidad lo es, se remonta fundamentalmente a música
de los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX.

Rafael Hernández, por ejemplo, es sin lugar a dudas figura fundamental en la historia del
bolero (género latinoamericano, Puerto Rico incluido, que consideramos erróneo
atribuírselo a un país en particular); pero en la historia de la guaracha (género que Cuba,
con buenas razones, ha querido atribuirse), hemos encontrado que es en realidad cubano-
puertorriqueño. No es casualidad que los tres grandes boleros de tema social de Rafael
Hernández –Lamento Borincano, Preciosa y Campanitas de Cristal– utilicen protagónicamente
la secuencia armónica denominada “cadencia andaluza”, tan importante en el lenguaje de la
música jíbara, ni tampoco que la usara protagónicamente en Temporal, su famosa plena
social.

3. En la salsa, el hip-hop y el reggaetón


Las grandes migraciones a Nueva York -sobre todo las transcurridas durante los años
cincuenta del siglo XX- forman parte cardinal de la historia nacional puertorriqueña, y las
producciones nuyoricans son un elemento importantísimo de nuestra cultura. De la
relación entre Puerto Rico y Nueva York, hacia mediados de los años sesenta del siglo
pasado, surge una manera de hacer música que ha revolucionado la música popular de
todo el mundo, un quehacer musical donde las fusiones constituyen una de sus
características centrales: me refiero a la salsa. ésta incorpora tradiciones sonoras cubanas,
colombianas, panameñas, brasileñas, puertorriqueñas… y de la tradición musical negra
norteamericana, en fusiones cuyo modo libertario de constituirse responde,
fundamentalmente, a la realidad migratoria “latina” en Estados Unidos, y al carácter
democrático inclusivo de nuestra tradición musical y cultural autóctona.

De una particular relación entre los puertorriqueños nuyoricans y la cultura negra


estadounidense -muy importante, pero que nos desviaría del tema analizado-, surge el hip
hop, como bien han demostrado importantes y rigurosos estudios. Al igual que la salsa, los
elementos sonoros de esta tradición cultural se han difundido por el mundo. De la tradición
del hip-hop surge el contemporáneo reggaetón, que ha ido consolidando una sonoridad
propia marcadamente atravesada por nuestro lenguaje musical, siendo hoy jóvenes artistas
puertorriqueños sus principales exponentes a nivel internacional.

4. En la Nueva Trova y el rock nacional


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El movimiento de la Nueva Trova surge casi simultáneamente a finales de los sesenta y
principios de los setenta del siglo XX, en varios países latinoamericanos, y en todos
comparte algunas de sus características centrales. Pero, en cada país, este movimiento
desarrolla e incorpora elementos de sus sonoridades autóctonas. La Nueva Trova de Pablo
Milanés es claramente cubana, mientras la de Roy Brown, indudablemente puertorriqueña.

Igualmente se podría argumentar respecto a lo que se ha llamado en toda América Latina el


“rock nacional”, movimiento que en Puerto Rico ha estado estrechamente vinculado a la
Nueva Trova. En el rock en español de la época conocida como “La nueva Ola”
predominaban meras traducciones de música de los países anglófonos; pero
posteriormente desarrolló composiciones propias, marcadamente atravesadas por el
lenguaje musical autóctono, como es el caso de un grupo como Fiel a la Vega. El pop latino es
un caso complejo que merecería noveles investigaciones. Aunque tales estudios requerirían
discusiones mucho más responsables, preliminarmente se podría argumentar que
composiciones como las de Robi “Draco” Rosa incursionan en elementos de nuestro
lenguaje musical.

5. En la música “clásica” y el jazz latino


La llamada música “clásica” es, evidentemente, un producto de la sociedad europea. Pero en
la medida en que fue convirtiéndose en una expresión musical internacional, compositores
de diversos países fueron incorporándole sus propias sonoridades. En Puerto Rico, este
proceso comenzó de manera extendida e impactante a principios de los años cincuenta del
siglo pasado, con compositores como Héctor Campos Parsi, Amaury Veray y Jack Delano. En
décadas más recientes, la presencia en la música “clásica” del lenguaje musical
puertorriqueño se ha dado más a nivel de prácticas de elaboración sonora que de
sonoridades estereotipadas, abriendo su creatividad y dinamismo hacia confines tan
amplios como insospechados.

En forma similar podríamos analizar el jazz, originalmente música afro norteamericana que
comenzó a internacionalizarse unas seis o siete décadas atrás. El hoy llamado jazz latino es
un movimiento de desarrollo musical donde la sonoridad puertorriqueña, y muchos
músicos del país, han jugado un papel fundamental. Hablamos desde su probable iniciador,
Juan Tizol, hasta algunos de los más destacados músicos de salsa como Tito Puente, Eddie
Palmieri, Ray Barreto, “Perico” Ortiz y Papo Lucca; más otros formados en diversas
tradiciones nacionales, como William Cepeda en la bomba, Miguel Zenón en la música
jíbara, y David Sánchez en el bolero, por citar algunos.

No pretendo que el conjunto de estas referencias sea una enumeración exhaustiva, sino
sólo ejemplos de cómo una tradición cultural inclusiva ha logrado incorporar a nuestras
prácticas de creación artística musical, y su lenguaje, formas de elaboración sonoras
originadas en otras sociedades.

El lenguaje musical autóctono como “terreno común” entre puertorriqueños, para posibles
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proyectos compartidos, necesita investigarse y estudiarse con mucho más detalle y
profundidad. Espero que estos apuntes sobre su conformación y constante reformulación
generen interés en la necesaria elaboración, más a fondo, de los procesos socioculturales
que abarca.

Autor: Ángel G. Quintero Rivera


Publicado: 28 de septiembre de 2010.

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