Está en la página 1de 196

SOBRE EL PODER

DEL IMPERIO Y DEL PAPA


El defensor menor
La transferencia del Imperio
CLASICOS DEL PENSAMIENTO
Colección dirigida por
Jacobo Muñoz

ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS

Poética, Aristóteles. Edición de Salvador Mas.


La metamorfosis, E Kafka. Edición de José M.a González García.
Manifiesto del partido comunista, K. Marx y E Engels. Edición de Jacobo Muñoz.
Historia como sistema, José Ortega y Gasset. Edición de Jorge Novella Suárez.
Monadología. Principios de Filosofía, G. W Leibniz. Edición de Julián Velarde
Lombraña.
La nueva mecánica ondulatoria y otros escritos, Erwin Schródinger. Edición de
Juan Arana.
Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel, K. Marx. Edición de Ángel Prior
Olmos.
Ensayo de una critica de toda revelación, J. G. Fichte. Edición de Vicente Serrano.
España invertebrada, José Ortega y Gasset. Edición de Francisco José Martín.
Contrato social, Jean-Jacques Rousseau. Edición de Sergio Sevilla.
Investigación sobre el conocimiento humano, precedida de la autobiografía titulada
«Mi vida», David Hume. Edición de Antonio Sánchez Fernández.
De los delitos contra uno mismo, Jeremy Bentham. Edición de Francisco Vázquez
García y José Luis Tasset Carmona.
Terceto, Platón. Edición de Serafín Vegas González.
Sobre la verdad, Santo Tomás de Aquino. Edición de Julián Velarde.
El «Discurso de la Academia». Sobre la relación de las artes plásticas con la natura-
leza (1807), E W. J. Schelling. Edición de Arturo Leyte y Helena Cortés.
Sobre el poder del Imperio y del Papa. El defensor menor. La transferencia del Im-
perio, Marsilio de Padua, Edición de Bernardo Bayona y Pedro Roche.
Marsilio de Padua

SOBRE EL PODER
DEL IMPERIO Y DEL PAPA
El defensor menor
La transferencia del Imperio

Estudio preliminar, traducción y notas de


Bernardo Bayona Aznar
y
Pedro Roche Arnas

BIBLIOTECA NUEVA
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2004
Almagro, 38 - 28010 Madrid (España)
www.bibliotecanueva.es

ISBN: 84-9742-493-X
Depósito Legal: M-43.223-2005

Impreso en Rogar, S. A.
Impreso en España - Printed in Spain

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu-
ción, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los
titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser cons-
titutiva de cielito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Es-
pañol de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
ÍNDICE
This page intentionally left blank
ESTUDIO PRELIMINAR 11

Vida y obra de Marsilio en su contexto histórico 14


Los protagonistas del conflicto entre los dos poderes 15
La redacción y la condena de El defensor de la paz 17
La expedición imperial a Italia 19
La vida de Marsilio en la Corte imperial 21
La causa matrimonial de Margarita Maultasch 23
Sobre El defensor menor 25
Origen, datación y fuentes empleadas 26
Relación con El defensor de la paz 29
Estructura y desarrollo de contenidos 32
Nuevos contenidos 35
La controversia doctrinal: la unidad de poder 38
El legislador humano 39
La ley humana y la ley divina 44
La misión de los sacerdotes 46
Igualdad sacerdotal y rechazo del primado 47
Sobre La transferencia del Imperio 49
BIBLIOGRAFÍA 55
Obras de Marsilio de Padua 55
Estudios sobre la obra de Marsilio de Padua 56
Bibliografía en castellano 59
Bibliografía marsiliana en estudios generales 60
Bibliografía general traducida 62
CRONOLOGÍA 63
NOTA DE LOS TRADUCTORES 83

EL DEFENSOR MENOR
Tabla de citas bíblicas en El defensor menor 161

LA TRANSFERENCIA DEL IMPERIO


ÍNDICE DE NOMBRES PROPIOS MENCIONADOS POR MARSILIO 193

—9—
This page intentionally left blank
ESTUDIO PRELIMINAR
This page intentionally left blank
El conocimiento de la obra de Marsilio de Padua no se co-
rresponde con su importancia. Compartió con Dante y Ock-
ham, contemporáneos suyos, la elección del campo imperial y
se le ha querido asimilar a uno u otro. Pero lejos de ser una es-
pecie de comparsa suyo, la filosofía política de Marsilio se dis-
tingue del pensamiento de estos autores en aspectos cruciales;
y es comparable, por su significación y alcance, a la excelencia
literaria del poeta florentino o a la relevancia filosófica del
franciscano inglés. En Teorías Políticas de la Edad Media, Gier-
ke destaca la figura de Marsilio de Padua sobre los demás au-
tores medievales por la originalidad y la radicalidad de su pen-
samiento político en aspectos como el origen racional del
Estado, la soberanía del pueblo, el carácter representativo de
la ley, el consenso como criterio de legitimidad o la importan-
cia de la elección del gobernante, amén de la revalorización del
papel de los laicos en la Iglesia1.
La fama de Marsilio y su mala reputación dentro del cato-
licismo se debió, durante siglos, a la reiterada condena por he-
réticas de varias tesis de El defensor de la paz; y en la historio-
grafía moderna se le ha reivindicado, casi en exclusiva, por
una exagerada interpretación democrática de esa primera
obra, única traducida al castellano hasta ahora. Sin duda, este
libro basta por sí solo para ubicar a su autor en la primera lí-
nea del desarrollo del pensamiento político occidental, en con-
creto, en el tránsito del pensamiento medieval hacia la moder-
na autonomía del hecho político y la legitimación racional del
Estado. Pero Marsilio escribió otras obras2. Entre ellas, dos
tratados políticos de menor extensión: Defensor minor y De
translatione Imperii. El primero cuestiona la jurisdicción ecle-
siástica y el segundo, de carácter histórico, busca justificar la
transferencia del Imperio en razones y hechos políticos, para

1
O. Gierke, Teorías políticas de la Edad Media, Centro de Estudios Consti-
tucionales, Madrid, 1995.
2
Véase B. Bayona, «Precisiones sobre el corpus marsiliano. Las obras de
Marsilio de Padua», J. Solana, E. Burgos y P. L. Blasco (eds.), Las raíces de la
cultura europea. Ensayos en homenaje al profesor Joaquín Lomba, Prensas Uni-
versitarias, Zaragoza, 2004, págs. 159-182.

—13—
rechazar las justificaciones teológicas tradicionales. En este
volumen se ofrecen por primera vez en castellano estas dos
obras.
VIDA Y OBRA DE MARSILIO EN su CONTEXTO HISTÓRICO
Hay pocos datos sobre la vida de Marsilio. Él mismo ape-
nas proporciona información de interés biográfico en sus
obras: da a entender que era paduano, al presentarse como
descendiente de Antenor, príncipe troyano considerado funda-
dor de la ciudad de Padua (DP I,I,6)3 y se puede deducir su es-
tancia en la Curia de Aviñón (DP II,XXIV,17). Pero se sabe muy
poco aún de su persona y de los motivos del viraje que dio su
vida, después de haber sido rector en París y de haber sido be-
neficiado por el Papa con una canonjía.
La principal fuente sobre la vida de Marsilio es su amigo
Mussato4. El documento más valioso es la carta que éste dirige
«Ad Magistrum Marsilium Phisycum Paduanum», una epístola
métrica escrita hacia 1319. En ella Marsilio aparece como un jo-
ven inmensamente ávido de saber, al que el poeta aconseja des-
deñar los estudios jurídicos y dedicarse a \aphilosophia naturalis;
asimismo le exhorta a que se aleje de la pelea política y retome
los estudios de teología, que habría abandonado para ir por Eu-
ropa «revestido con coraza y armadura y con la espada alemana
al cinto». En otra breve Epístola ad Marsilium, fechada en 1326,
Mussato, entonces exiliado, se refiere a la importante función de
consejero del Emperador que desempeñaba Marsilio. Por últi-
mo, en su Historia Augusta de gestis Henrici VII Caesaris y De ges-
tis Italicorum post mortem Henrici VII Caesaris, aparece varias
veces el nombre y algunas actividades de Marsilio.
Se desconoce la fecha exacta del nacimiento de Marsilio,
que puede situarse entre 1275 y 1280. Nació en el céntrico ba-
rrio de Santa Lucía, cerca de la catedral, en el seno de una fa-
milia arraigada, los Mainardini, perteneciente a la clase admi-

3
Citamos El defensor de la paz por las siglas DP, seguidas de la Parte y ca-
pítulo (en números romanos) y del parágrafo (en números arábigos). Hay tra-
ducción
4
en Tecnos, 1989. Pero en algunas citas la traducción es nuestra.
El cronista Albertino Mussato (1262-1329) era notario. Latinista y poe-
ta, dedicó a Marsilio Evidentia tragediarum Senece (1315) y escribió la trage-
dia más antigua del teatro italiano «Lr Ecerinis», por la que se le coronó
como poeta, acto recuperado en su honor por primera vez desde la antigüe-
dad. También fue designado «defensor del pueblo», magistratura que existió
en Padua desde 1315 hasta 1318.

—14—
nistrativa del Comune: su padre y su tío eran notarios y su her-
mano, juez. Por tanto, a Marsilio le resultaban familiares la ley
y el ejercicio del poder civil y, por seguir la tradición familiar,
estudió derecho. Pero pronto abandonó los estudios jurídicos
por la medicina, que enseñó y practicó toda su vida. La prime-
ra fecha documentada de su vida es el 12 de marzo de 1313,
cuando aparece como rector de la Facultad de Artes de París,
ciudad a la que habría llegado algunos años antes. En 1315 lo
encontramos de nuevo en Padua, entre los testigos de la profe-
sión de fe y del testamento de su amigo Pedro Abano, a cuyo
magisterio se había acercado Marsilio por su mayor inclina-
ción a la medicina que al derecho5. Su tercer gran amigo, des-
pués de Mussato y Abano, fue Juan de Jandún, que residía en
París y recibió, por medio de Marsilio, el Comentario de los
Problemata de Aristóteles, escrito por Abano.

Los protagonistas del conflicto entre los dos poderes


A la muerte de Enrique VII, en 1313, los príncipes electores
parecían coincidir sólo en un objetivo: elegir un príncipe poco
poderoso, para evitar que se pudiera volver a constituir una
nueva casa fuerte entre las suyas. Eligieron a Luis de Bavie-
ra como Luis IV. Pero el mismo día fue elegido también Fede-
rico de Austria con el apoyo del papa Clemente V. La doble
elección imperial condujo a los pretendientes a una guerra ci-
vil que asoló el Imperio durante casi una década. Ni siquiera la
victoria de Luis de Baviera en la batalla de Mühldorf (1322), en
la que apresó a su rival, terminó con el enfrentamiento. Luis IV
de Baviera buscó una salida a la situación, mediante un acuer-
do con Federico: en octubre de 1323 propuso un reinado con-
junto y, más tarde, se declaró dispuesto a renunciar al trono, si
el Papa reconocía a Federico. Pero el nuevo papa francés,
Juan XXII, reivindicaba el derecho pontificio a designar can-
didato en el caso de una elección dudosa y trabajaba para fra-
guar la alianza entre Francia y Leopoldo I de Habsburgo, her-
mano del prisionero, quien siempre se opuso a cualquier
pacto con el vencedor. Así que Leopoldo, alentado por Aviñón,

5
Pedro Abano (1257-1315), médico, filósofo y astrólogo, vivía también en
el barrio de Santa Lucía. Es el autor de Conciliator Differentiarum, síntesis de
la medicina escolástica, redactada a principios del siglo xiv, cuando enseñaba
en París, antes de hacerlo en Padua.

—15—
mantuvo la división. Juan XXII instó al Emperador electo y
victorioso a abandonar el trono, con la advertencia de que para
ser Emperador era necesario el consentimiento de la Santa
Sede.
Como Luis IV no accedió a su pretensión y reivindicó que
la fuente del poder imperial es la voluntad de la mayoría de los
príncipes electores, Juan XXII se arrogó el derecho a gobernar
la parte del Imperio que constituía el reino de Italia, hasta que
la cuestión se resolviese, y emprendió una campaña para so-
meter Milán y otras ciudades gibelinas del norte de Italia. Ade-
más, eligió como Adcario suyo a Roberto de Anjou, conocido
adversario de Luis de Baviera, quien se negó a aceptar tal de-
signación. El Papa conminó al Emperador a que renunciase al
gobierno del Imperio y, por fin, lo excomulgó en marzo de
1324 y declaró a sus subditos libres del juramento de fidelidad.
Luis IV no obedeció y pasó a la ofensiva. Estos dos nuevos pro-
tagonistas, que recrudecían el viejo conflicto entre Papado e
Imperio, iban a marcar la vida de Marsilio.
El 22 de mayo de 1324, un mes antes de que Marsilio ter-
minara de escribir El defensor de la paz, el Emperador publicó
el Manifiesto de Sachsenhausen, en el que llamaba a Juan XXII
«enemigo de la paz», por suscitar la discordia en Italia y por
incitar a la rebelión de los subditos del Imperio incluso dentro
de Alemania. Luis IV no se limitó a incriminar al Papa por su
actuación contra la autoridad imperial, sino que le acusó de
despreciar la doctrina evangélica de la pobreza cristiana. El
edicto imperial acusaba al Papa de haber violado no sólo las
costumbres observadas desde tiempo inmemorial, sino tam-
bién los «cánones de los Santos Padres», según los cuales el
Emperador es el protector de la Iglesia. Por ello, al final del
escrito, el emperador Luis IV, en calidad de «defensor, patro-
no y abogado» de la Iglesia, declaraba hereje al presunto
Papa y convocaba un Concilio General —que se proponía
presidir— para juzgar a Juan XXII como reo de simonía.
Aunque el procedimiento ya había sido empleado por otros
emperadores, en particular por Federico II, los términos
concretos guardan gran semejanza con los empleados por
Marsilio en El defensor de la paz, publicado un mes más tar-
de: cuando el Papa siembra la discordia, el Emperador,
como «defensor de la paz», tiene la autoridad y el deber de
convocar el Concilio General.
Por otra parte, Luis de Baviera no otorgó validez a la exco-
munión recaída sobre su persona y planteó en primer plano la

—16—
cuestión del poder de excomulgar, que ocupa un lugar central en
la obra de Marsilio. Mientras Aviñón le amenazaba con privarle
de todos sus feudos si no se sometía, el Emperador decidió apo-
yar a todos los que se encontraban enfrentados al Papa por ra-
zones filosóficas o religiosas. Así, recibió en su Corte con los bra-
zos abiertos a defensores de la soberanía del poder secular,
como Juan de Jandún y Marsilio de Padua; y, más tarde, a Ock-
ham y a otros franciscanos partidarios de la pobreza evangélica.
Y después de la muerte de Leopoldo, en febrero de 1326, decidió
pasar al ataque en Italia.
La redacción y la condena de «El defensor de la paz»
Tras la probable estancia de Marsilio en Aviñón, Juan XXII,
al inicio de su pontificado (1316), lo nombró canónigo y dos
años más tarde, tan pronto se produjo la primera vacante
en Padua, ratificó el nombramiento. Pero, en esos mismos
años, Marsilio entabló contacto con Cangrande della Scala,
señor de Verona, y con Mateo Visconti, señor de Milán, a
quienes el Papa no reconocía la validez del título de vicario
imperial, conferido por el difunto emperador Enrique VII.
Marsilio decidió romper con Juan XXII, renunció a la carre-
ra eclesiástica y actuó como emisario de Cangrande y de Vis-
conti ante Carlos, conde de la Marca, hermano del rey fran-
cés y futuro Carlos IV, para ofrecerle de parte
6
de los gibelinos
del norte de Italia la dirección de la Liga . La vida de Marsi-
lio dio un espectacular giro7, a partir del cual, el conflicto en-
tre el Papado y el Imperio se convirtió en el asunto central de
su obra.
Fracasada la misión diplomática ante Carlos de la Marca,
Marsilio volvió a París, donde enseñó desde 1320, como magis-
ter artium, la lógica y la metafísica de Aristóteles. También se
le vio visitar como médico y se dedicó a estudiar teología. En
1324, cuando termina El defensor de la paz, vivía en la casa de
los estudiantes de teología, en la calle de la Sorbona. La redac-
ción de este tratado, que se publicó anónimo, podría haber co-
menzado en la década anterior, tras la muerte del emperador

6
En El defensor de la paz elogia a Visconti (DP II,XXVI, 17), pero no nom-
bra a Cangrande, todavía vivo y muy activo en aquellos años.
7
El Papa certifica la traición de Marsilio en carta a Bernard Jourdain IV,
el 29 de abril de 1319. Y Mussato se lo reprocha en su carta, dado que Padua,
su ciudad natal, era güelfa.

—17—
Enrique VII (1313) y del rey de Francia, Felipe IV8el Hermoso
(1314), a quienes recuerda a menudo con elogio . Luego, en
una segunda redacción, habría incluido nuevos aspectos doc-
trinales sobre la querella de la pobreza y sobre la lucha de po-
der entre el papa Juan XXII y el emperador Luis de Baviera, a
quien finalmente se lo dedica (DP 1,1,6). En 1326, al conocerse
la verdadera autoría del tratado, Marsilio huyó con Juan de
Jandún a la Corte imperial.
En abril de 1327 llegó la condena de El defensor de la paz y
la excomunión de los dos fugitivos. Unos meses más tarde y
después de las refutaciones de algunos teólogos, el Papa, en la
bula Licet iuxta doctrinam, de 23 de octubre de 1327, tras de-
clarar hereje una vez más a Luis de Baviera, condena cinco te-
sis de El defensor de la paz. La bula papal no reproduce al pie
de la letra el texto del tratado cuando formula los errores de
Marsilio, que condena y que están todos vinculados a los térmi-
nos del conflicto entre el emperador Luis y el papa Juan XXII.
Según el Papa, Marsilio comete los siguientes errores: 1) afir-
ma que Cristo acata pagar tributos a las autoridades romanas,
por considerarse sujeto al poder coactivo del gobernante tem-
poral y que, así, concede a éste el control de todos los bienes de
la Iglesia; 2) niega que Cristo instituyera una autoridad en la
persona de Pedro sobre los otros apóstoles y sobre el resto de
la Iglesia; 3) atribuye al Emperador el poder de corregir y des-
tituir al Papa; 4) establece igual autoridad espiritual entre to-
dos los sacerdotes, incluido el Papa, y afirma que la distin-
ción de rangos proviene de la concesión del poder imperial; y
5) niega el poder coercitivo del Papa y de la Iglesia, si no me-
dia autorización o concesión imperial. Las tesis concretas
que la Bula identifica como heréticas indican mucho sobre el
estricto carácter político de los motivos que impulsaron la
condena del Papa: el libro de Marsilio y su presencia en la
Corte imperial proporcionaron la justificación para declarar
hereje al rey alemán. Por último, en la carta Quosdam Cardi-
nales de auctoritate Papae (febrero de 1328), el obispo gallego
y defensor de la teocracia pontifica, Alvaro Pelayo, refutó las
herejías marsilianas y sentó la doctrina teológica que sirvió
de base para futuras condenas, de modo especial en la Con-
trarreforma.

8
A Enrique VII en DP I,XDC,10; II,XXIII,12; y II,XXV,17; y a Felipe IV en
DPI,XIX,10;II,XXI,9.

—18—
La expedición imperial a Italia

Mientras tanto, Marsilio regresó a Italia con el cortejo im-


perial y vivió el momento más intenso y brillante de su vida
como ideólogo imperial. Los gibelinos, liderados por Cangran-
de della Scala y Visconti, habían llamado al Emperador para
que sostuviera su causa en las provincias del Norte de Italia,
tradicionalmente sometidas al Imperio Germánico. El 16 de
febrero de 1327, Luis de Baviera se reunió en Trento con Vis-
conti, Cangrande della Scala, el obispo de Arezzo y los emba-
jadores de Federico de Sicilia, entre otros, que le instaron a
que se pusiera al frente de ellos para dirigirse a Roma y se
comprometieron a financiar la empresa, porque querían apro-
vechar la ausencia romana del Papa desde su traslado a Avi-
ñón. En esa reunión tuvieron amplio eco las ideas de Marsilio
y se adoptó la decisión de ir a Roma para proclamar a Luis de
Baviera «rey de Romanos». La noticia conmocionó a toda Ita-
lia y desde Roma enviaron embajadores a Aviñón, que regresa-
ron con el mandato de no acoger al rey excomulgado. Éste,
mientras esperaba el refuerzo de tropas alemanas, recorrió nu-
merosas ciudades de Lombardía, fue coronado Emperador en
Milán por dos obispos el 17 de mayo y recibió el homenaje de
los príncipes que permanecían fieles al Imperio.
Entró en Roma en enero de 1328 y fue coronado de nuevo
Emperador, esta vez por Sciarra Colonna como representante
del pueblo romano. En abril Luis de Baviera emitió la senten-
cia de deposición de Juan XXII, Gloriosus Deus, y en mayo
nombró Papa al franciscano Pedro de Corbara, de acuerdo con
el pueblo romano, que adoptó el nombre de Nicolás V. El nue-
vo Papa ratificó Emperador a Luis de Baviera y lo volvió a co-
ronar con toda solemnidad. Estas actuaciones tuvieron la má-
xima resonancia y casi todos los estudiosos (Valois, Battaglia,
Quillet...) consideran a Marsilio el inspirador de las mismas.
De hecho, según una carta papal de febrero de 1330, Marsilio
habría intervenido directamente en la elección del antipapa y
habría redactado, al menos en parte, el largo decreto imperial.
A pesar de que no resulta fácil precisar qué grado de participa-
ción real le correspondió en el diseño del escenario histórico y
político, Pincin reconoce que los rasgos teóricos y retóricos de
la aventura romana de Luis de Baviera llevan el sello de Marsi-
lio; y Nederman ha señalado que su implicación parece cohe-
rente con el argumento del control popular e imperial del Pon-

—19—
tífice, expuesto en El defensor de la paz, y con la ceremonia de
coronación, de la que se habla en esa obra (DP II,XXVI) y en
el último capítulo de La transferencia del Imperio. Marsilio fue
incluso nombrado vicario in spirítualibus en la ciudad de
Roma, si bien no hay constancia del ejercicio de su autoridad
religiosa.
La presencia imperial en Roma duró poco, porque el Papa
no permaneció impasible e impulsó los movimientos de oposi-
ción que lograron expulsar a Luis de Baviera en agosto de
1328. El mismo pueblo romano que lo había recibido con los
brazos abiertos lo echó a pedradas. Tras lo cual, Colorína y Or-
sini entraron en Roma para restaurar la signoria pontificia.
Ese mismo mes, en la retirada hacia Toscana, murió Juan de
Jandún, secretario9 del Emperador y recién designado por éste
obispo de Ferrara . El triunfo del Emperador sobre el Papa ha-
bía sido efímero y la expedición imperial en Italia acabó, como
la de Enrique VII, en rotundo fracaso. El defensor de la paz as-
piraba a demostrar que las ideas teocráticas pertenecían al
pasado y que el poder y el título de los emperadores no de-
pendían ya del Papado. Pero la expedición italiana arrumbó
la pretensión de un poder universal: el Imperio se iba a ger-
manizar del todo e iba a perder para siempre su papel tutelar
del Papado.
Por otra parte, el viaje del Emperador estimuló a los fran-
ciscanos, cuyo general, Miguel de Cesena, se negó a compare-
cer ante la Curia, que lo había convocado, y optó por huir de
Aviñón e incorporarse al séquito imperial, en mayo de 1328.
Además de Miguel de Cesena, llegaron a Pisa, donde se encon-
traba el Emperador, Guillermo de Ockham, el jurista Bonagra-
zia de Bérgamo y los teólogos libertino de Cásale y Francesco
d'Ascoli. Aumentaron así los aliados intelectuales del Empera-
dor en su lucha con el Papa, pero la convivencia no ayudó pre-
cisamente a cimentar el entendimiento entre Marsilio y los
franciscanos.
Se sucedieron los escritos de una y otra parte. Miguel de
Cesena publicó en septiembre un manifiesto contra el Papa y
Luis de Baviera «congregó un gran parlamento» en Pisa en di-
ciembre. De él emanó una nueva Sentencia Imperial, en la que
se examinaban ocho errores sacados de las constituciones pa-
9
La Crónica de Villani confunde su muerte con la de Marsilio y esta
confusión reaparece en la Historia de la Iglesia Universal de Alzog y en
otras obras del siglo xix.

—20—
pales Ad conditorem canonum, Cum inter nonnullos y Quia
quorundam; se constataba que Juan XXII, como hereje, había
perdido la dignidad pontificia y se decretaba de nuevo su des-
titución como Papa. Al mismo tiempo, las dificultades milita-
res y políticas habían forzado a las tropas imperiales a retroce-
der y, en diciembre de 1329, el Emperador decidió volver a
Alemania tras conocer en Trento (donde había reunido una
Dieta de los príncipes italianos y alemanes) la muerte de Fede-
rico de Austria. Con él volvieron Marsilio y los franciscanos.

La vida de Marsilio en la Cone imperial

El Papa dominaba ya la situación en Italia y el Emperador


se mostraba proclive a dejar caer al antipapa Nicolás V. Por fin,
en el verano de 1330, éste fue entregado a la Curia, a la que se
sometió y pidió misericordia. Comenzaba a plantearse la con-
veniencia política de llegar a un acuerdo entre los dos poderes.
En ese clima Marsilio y los franciscanos escribieron juntos la
memoria Quoniam scriptura, que propugnaba no reconocer al
Pontífice hasta que él no reconociera los derechos del Imperio.
Se trata de una memoria de notable contenido político, que re-
fleja en gran parte las tesis marsilianas, si bien ya aparecen allí
ideas de Miguel de Cesena y formulaciones que se vuelven a
encontrar en las obras posteriores de Ockham. En el plano
doctrinal el Papa respondía a estas críticas de los franciscanos
con la publicación de la bula Quia vir reprobus. Miguel de Ce-
sena encontró en ella una docena de errores, en un examen en
el que el combativo general de los franciscanos parecía seguir
las líneas maestras trazadas por Marsilio (DP II,XXVI,5-8), al
refutar el poder temporal del Papa y denunciar las peligrosas
consecuencias políticas de su pretendida plenitud de poder.
Ockham escribiría asimismo Opus nonaginta dierum contra la
bula papal. El filósofo paduano participó también en el Conse-
jo imperial, celebrado en octubre de 1331, del que salieron una
serie de propuestas y requerimientos al Papa. Pero la doctrina
de Marsilio era un impedimento para la negociación del Em-
perador, el cual se inclinaba ya por un cierto pragmatismo y
mostraba alguna flexibilidad para encontrar soluciones.
Luis IV, sin ceder otras prerrogativas que pudieran perjudi-
car sus intereses materiales, estaba decidido a reconocer el de-
recho reivindicado por el pontífice romano e incluso a some-
terse a la penitencia. Su interés se concentraba más en los

—21—
costes y beneficios tangibles que en el simbolismo. No era ese el
criterio de Marsilio, que se encontró en minoría en la Corte y
perdió peso e influencia en ella. De hecho, su actividad se volvió
más oscura y su nombre sólo es mencionado en la correspon-
dencia entre Luis de Baviera y Juan XXII, como un obstáculo en
sus relaciones. Tampoco hay muestras de que escribiera du-
rante los siguientes años. Por lo general se acepta que fue rele-
gado el círculo más estrecho de consejeros del Emperador,
donde el protagonismo fue asumido por Ockham y Miguel de
Cesena, y que se dedicó al ejercicio de la medicina. Como di-
cen Lagarde y Dolcini, Marsilio y Ockham venían de caminos
diferentes y no andaban en la misma dirección. La coopera-
ción de ambos en la causa imperial no puede ocultar las nota-
bles diferencias filosóficas y políticas entre ellos. La posición
radical de Marsilio era cada vez más desventajosa y arriesgada
en un contexto de compleja diplomacia. Siempre que el Empe-
rador intentaba reanudar las negociaciones, se le exigía que
apartase a Marsilio y le dejase a su suerte.
El punto central del litigio, que llegó a ser la única exigen-
cia mantenida por Luis IV para sellar la paz, seguía siendo
que el Papa lo reconociera Emperador de hecho y de dere-
cho. Pero Juan XXII, tan fiel a sus principios como Marsilio,
siempre se negó y sostuvo, inconmovible, que sólo a él le co-
rrespondía disponer del Imperio y que el acuerdo pasaba por
la abdicación de Luis de Baviera.
Tras la muerte de Juan XXII en 1334, el Emperador quiso
continuar las negociaciones con Benedicto XII y dio amplias
facultades a sus embajadores para llegar a un acuerdo. Los es-
fuerzos diplomáticos avanzaron mucho, porque el nuevo Papa
parecía dispuesto a aceptar, por fin, que Luis de Baviera ocu-
para el trono, si se cumplían las demás condiciones exigidas an-
tes por la Curia; éste, a su vez, se mostraba abierto a todo tipo de
concesiones y esperaba la absolución de la Iglesia, tras recono-
cer los errores cometidos y condenados en Quia iuxta doctri-
nam. Por supuesto, entre las condiciones requeridas, que esta-
ba dispuesto a cumplir, figuraba echar a los consejeros herejes.
En el documento Procuratorium, declaró que había acogido,
en su momento, a Marsilio y Juan de Jandún, por creer que
eran buenos clérigos y expertos en derecho imperial; y justifi-
có, en concreto, la hospitalidad a Marsilio por su cualidad de
médico. Nunca había estado tan cerca la reconciliación entre
el Emperador y el Papa como a principios de 1337. No obstan-
te, persistía la desconfianza del Papa en la palabra dada por

—22—
Luis de Baviera, que llevaba más de veinte años enfrentado al
Papado. La situación se complicó por la alianza del Empera-
dor con el rey inglés Eduardo III, al que nombró vicario «pro
recuperatione iuñum Imperii», y el consiguiente enfado del rey
francés Felipe VI, que dio órdenes de desbaratar en Aviñón
cualquier reconciliación.
Este nuevo fracaso negociador aumentó el apoyo de todos
los príncipes y obispos alemanes a Luis de Baviera, pues la res-
ponsabilidad de la ruptura recayó de lleno sobre Aviñón. Todo
lo que se había debilitado durante su mandato la legitimidad
del Imperio sobre otros reinos lo ganaba ahora en cambio, la
unificación interior como reino. En marzo de 1338, diez obis-
pos escribieron a la Curia una declaración en la que rogaban al
Papa que aceptara al Emperador. Pero Benedicto XII los acu-
só de conspirar contra él para constituir a Luis de Baviera en
juez de la Iglesia Romana, y les anunció que preferiría morir
antes que perdonarle, a no ser que aquél renunciara antes «a
todo poder, título y honor». En julio, los príncipes electores se
reunieron en Rhens y sellaron un pacto por la defensa del de-
recho imperial y de los derechos de los príncipes electores con-
tra quien los atacase. Por primera vez se reunían, sin tener que
hacerlo para elegir Emperador, y llamaban a la unidad de los
Estados. Al mes siguiente, en la Dieta de Frankfurt, los prínci-
pes electores aprobaron la constitución Licet iuris, que decla-
raba válida la elección del Emperador sin la intervención pa-
pal y se publicó la Orden imperial Fidem catholicam, cuya
redacción se ha atribuido a Ockham. Pero el nombre de Mar-
silio no aparece en estos importantes documentos de 1338.

La causa matrimonial de Margarita Maultasch


Eduardo HI de Inglaterra invadió Francia en otoño de 1339.
Le apoyaron el hijo del Emperador, Luis de Brandemburgo, y
algunos príncipes renanos. Pero Luis IV, persuadido de que un
acuerdo con los franceses le ayudaría más a interceder en su
favor ante la Curia, decidió denunciar su alianza con el rey in-
glés, le despojó del título de vicario imperial y firmó un pacto
con Francia en el cual renunciaba a reivindicar el territorio del
Imperio. Esta buena disposición del Emperador no surtió
efecto en la Curia. El fracaso definitivo de las reiteradas nego-
ciaciones impulsó a Marsilio a escribir de nuevo. Los hechos
parecían confirmar su tesis, contraria a cualquier solución de

—23—
compromiso con el Papa que implicara reconocerle algún tipo
de jurisdicción. Entonces escribió El defensor menor para reba-
tir las críticas que hace Ockham, en la tercera parte del Dialo-
gus (1338-1341), a su teoría de la jurisdicción y su rechazo del
primado de Pedro.
El divorcio de Margarita Maultasch sirvió de ocasión para
que el Emperador y el Papado reavivasen la lucha por la defi-
nición del poder y Marsilio recuperase el protagonismo ante el
monarca. Margarita, condesa del Tirol y de Carintia, casada en
1330, a los doce años, con Juan Enrique de Bohemia, de diez
años, quiso deshacer ese matrimonio sin hijos, en 1340, y pidió
su anulación al papa Benedicto XII, que se negó a concederla.
El marido fue repudiado por Margarita en noviembre de 1341
y se refugió bajo la protección del Papa. El emperador Luis IV
apoyó entonces los deseos de la condesa austríaca, porque vio
la ocasión de casarla con su hijo Luis de Brandemburgo e in-
corporar el Tirol a sus dominios. La falta de consumación del
primer matrimonio de Margarita Maultasch, por la supuesta
impotencia de su esposo, Juan Enrique de Bohemia, ofrecía la
posibilidad de disolverlo. Pero el nuevo matrimonio planifica-
do por el Emperador obligaba a pedir dispensa a Roma, por-
que la abuela paterna de la condesa era hermana del abuelo
del prometido, Luis de Brandemburgo, lo que implicaba lazos
de consanguinidad entre los futuros esposos.
Cuando el Emperador pidió consejo sobre el ámbito de la
legislación acerca del matrimonio y preguntó si el Papa pue-
de aprobar la disolución de un matrimonio y autorizar la
unión entre personas con lazos de consanguinidad, Ockham
y Marsilio escribieron sendos10informes: Consulta sobre causa
matñmonial y De Matrimonio . Ambos textos abordan la mis-
ma cuestión desde fundamentos jurídicos distintos y la posi-
ción de Marsilio es más radical que la de Ockham. Éste, sin en-
trar en la anulación del matrimonio, aboga por la jurisdicción
que el Emperador tiene para dispensar un impedimento (el de
consanguinidad), establecido por el canon humano y no por la
ley divina, en virtud del derecho que tenían los emperadores
10
El Tractatus consultationis per Marsilium de Padua editus super divortio ma-
trímonii..., conocido como De matrimonio, está editado en C. Pincin, Marsilio, Giap-
pichelli, Turin, 1967, págs. 268-283; e incluido, anexo a la traducción del Defensor
minor, en C. Jeudy, J. Quillet, Marsile de Padoue. Oeuvres mineures, Centre National
de la Recherche Scientifíque, París, 1979, págs. 264-269 y 282-289. Del informe de
Ockham hay traducción en Ockham, Obra Política I, Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, 1992, págs. 301-311.

—24—
romanos, de los cuales es sucesor y en uso de la epikeia al in-
terpretar el canon. En cambio, Marsilio afronta directamente
el divorcio en caso de impotencia de una de las partes y sostie-
ne la plena competencia imperial para disolver el matrimonio,
porque el matrimonio no es de derecho divino, sino que debe
ser regulado por el legislador humano.
Hay otros dos escritos, por los que el Emperador procedió
a disolver el primer matrimonio entre Margarita de Carintia y
Juan de Bohemia y a autorizar el nuevo con Luis de Brandem-
burgo: la Sentencia del divorcio y la Dispensa de consanguini-
dad11. Estos dos textos son actos del Emperador, pero fueron
escritos por Marsilio y contienen una definición doctrinal del
ámbito de los dos poderes. La solicitud por parte del Empera-
dor de todos estos documentos sobre la competencia imperial
en las causas matrimoniales frente al carácter sacramental de
la unión conyugal, indican que el Paduano había recuperado
en la Corte, a comienzos de los años 40, el estatus perdido en
la década anterior.
El papa Clemente VI anunció desde Aviñón la muerte de
Marsilio el 10 de abril de 1343, en un discurso ante el consisto-
rio, con tono inquisitorial y de alivio, porque había desapareci-
do «el mayor hereje jamás conocido». Marsilio fue condenado
por la Iglesia que quiso reformar, marginado en la Corte del Em-
perador, a cuyo servicio se entregó en cuerpo y alma, y rechaza-
do por su ciudad natal. Padua siempre se negó a levantarle un
monumento, incluso en los tiempos de la unificación italiana,
del Risorgimento y de la exaltación de su obra como precursora
del liberalismo; y sólo en el siglo xx puso su nombre a una pe-
queña calle que atraviesa el palacio del tirano Ezzelino.

SOBRE EL DEFENSOR MENOR


El defensor menor permaneció desconocido durante más de
cinco siglos. La primera noticia sobre él surgió en 1854, cuan-
do se encontró en la Bodleian Library de Oxford el único ma-

11
Forma divortü matrimoniális y Forma dispensationis super afflnüatem con-
sanguinitatis; editados en C. Pincin, ob. cit, págs. 262-264 y 264-268. Sin embargo,
la tesis de la competencia civil en materia de matrimonio no llegó a calar en los es-
píritus de la época, pues en 1357 el propio contrayente, Luis de Brandemburgo, le
pediría al Papa legitimar su matrimonio con Margarita, sin mencionar el divorcio y
la licencia obtenidos anteriormente.

—25—
nuscrito de este tratado, que habría copiado, hacia finales
del siglo xv, un humanista paduano o veneciano, hostil a
Marsilio, a juzgar por la negativa descripción de éste en una
nota marginal. Y no se difundió hasta la primera edición críti-
ca de Brampton, en 1922.

Origen, dotación y fuentes empleadas


La obra apareció un año antes de la muerte de Marsilio, ha-
cia finales de 1341 o principios de 1342, no lejos del momento
de la celebración, en febrero de 1342, del matrimonio que ha-
bía sido vetado por el Papa de la condesa Margarita Maultash
con el hijo del Emperador. Lo más probable es que hubiera co-
menzado a escribirla en la segunda mitad de la década ante-
rior, para responder a las sucesivas críticas de Ockham, y que
la retomase al estallar el conflicto matrimonial.
La redacción final de los doce primeros capítulos apunta
hacia 1339-40, aunque utilizara borradores anteriores. Es po-
sible que la idea de juntar los diferentes materiales en una sola
obra surgiera al plantearse la cuestión matrimonial, asunto
central de los capítulos restantes. En el capítulo XIII varios da-
tos avalan la hipótesis de la agregación de diversos materiales,
concebidos antes por separado: en él se reiteran las diferencias
entre la ley divina y la ley humana, ya expuestas en los capítu-
los aII y VIII; también se repite en DM XIII,812 una cita paulina
(11. Pedro 1,21), que había empleado ya en DM 1,5, para justi-
ficar que el conocimiento de la ley divina sólo es posible por la
inspiración del Espíritu Santo. Por último, la frase inicial del
capítulo XIII parece indicar el comienzo de algo distinto de lo
expuesto hasta ese punto: «Nos queda por estudiar y tratar to-
davía, para nuestro propósito, algunos problemas o cuestio-
nes» referidos al matrimonio.
Dado que los capítulos XHI, XIV y XV de El defensor menor
reproducen el texto del De matrimonio y el capítulo XVI el de la
Dispensa de consanguinidad, Brampton pensó que Marsilio ha-
bía redactado antes los escritos autónomos y los incorporó des-
pués al tratado. Por esta razón, al principio se consideró que era
una obra de circunstancia, demasiado ligada a la justificación del
divorcio de la condesa austríaca y de su posterior matrimonio
con el hijo del Emperador. Sin embargo, el contenido teórico del
12
El defensor menor se cita por las siglas, el capítulo en números romanos
y el parágrafo en arábigos.

—26—
tratado trasciende al acontecimiento histórico, por los asuntos
analizados, por la radicalidad de los planteamientos y por los in-
terlocutores que el autor contempla. Y se ha impuesto, desde la
edición crítica de Quillet, la opinión de que la redacción original
de esos capítulos corresponde a El defensor menor y de que Mar-
silio habría echado mano de los textos ya escritos para dárselos
al Emperador13. Lo cual no excluye que éste hubiera podido son-
dear antes su opinión sobre su competencia en asuntos matrimo-
niales y, por eso, Marsilio trate esta cuestión en su obra. Esto se-
ría acorde con que el último capítulo (DM XVI, 1) comience
diciendo que va a entrar a resolver la cuestión de la consanguini-
dad como impedimento del matrimonio, por la que se le ha pre-
guntado. En todo caso, estos textos tenían que haberse escrito
antes del 10 de febrero de 1342, cuando se celebró la boda de
Margarita con el joven Luis. No tendría sentido anunciar que se
le ha planteado esta cuestión, si hubiera escrito ya De matrimo-
nio y la boda se hubiera celebrado. Es probable que Marsilio los
hubiera escrito antes incluso de noviembre de 1341, cuando la
condesa expulsa de casa al primer marido.
El defensor menor es una obra polémica, que lucha contra
dos frentes a la vez: la Curia y los otros partidarios del Empe-
rador que, para apoyar la misma causa, parten, sin embargo,
de principios doctrinales y filosóficos distintos. En ella Marsi-
lio no sólo combate el poder temporal del Papado, sino que
también rebate a Ockham quien, hacia 1339, en De potestate
Papae et cleri, había criticado la infalibilidad del Concilio en
materia de fe, que defendía Marsilio. El desacuerdo alcanza a
otras dos cuestiones de primer orden para nuestro autor: el
primado de Pedro, admitido por Ockham en un texto que
transcribe casi palabra por palabra para criticarlo (DM XI,3);
y el tipo de jurisdicción coercitiva en asuntos eclesiales, que
Ockham concede al Papa y a los obispos y Marsilio atribuye al
Emperador en exclusiva. Muestra de la tensión entre ambos es
que, en el Breviloquium, Ockham impugna que Marsilio tuvie-
ra competencia para tratar sobre el primado, cuestión que sólo
deben debatir «los teólogos y no los intrusos».
La tesis principal de este tratado es la unidad del poder se-
cular y la exclusión completa de cualquier jurisdicción sacer-
dotal; como en el Defensor mayor. Y se suscita ya en las prime-
ras líneas: el poder de excomulgar, es decir, de separar de la
13
Véase J. Quillet, «Defensor minor. Introduction genérale», en C. Jeudy y
J. Quillet, ob. cit, págs. 147-154.

—27—
comunidad civil, corresponde al Emperador y no al obispo de
Roma, porque ninguna jurisdicción puede corresponder a los
obispos y sacerdotes, sin sustraerla al poder secular, dado que
ejercer la iuris-dictio significa pronunciar el derecho o la ley
(ius dicere) en este mundo (DM 1,1). Ockham, en cambio, acep-
ta que los sacerdotes ejercen sobre los hombres en el sacra-
mento de la penitencia una «jurisdicción» que deriva del poder
de atar y desatar. Marsilio sostiene que de esa confusión se de-
rivan graves inconvenientes e insiste en que los obispos care-
cen de jurisdicción alguna.
En definitiva, El defensor menor, que nace de la necesidad
que siente el Paduano de defender su posición dentro de la
Corte imperial, es al mismo tiempo un claro exponente de la
originalidad de su tesis sobre la indivisibilidad del poder, cuyas
formidables consecuencias políticas y eclesiológicas explica-
rían precisamente su soledad intelectual.
La mayoría de las citas de autoridad que emplea Marsilio en
esta obra son bíblicas, casi todas del Nuevo Testamento (las del
Antiguo Testamento no llegan a la decena). De los cuatro evan-
gelistas concentra su atención en Mateo, veinticinco veces cita-
do (junto a diez veces Lucas; una, Juan; y ninguna, Marcos).
Pero las Cartas de san Pablo constituyen el armazón doctrinal de
la eclesiología marsiliana y su presencia relativa aumenta res-
pecto a la que ya es abundante en El defensor de la paz. Marsilio
cita ahora nueve veces la Carta a los Romanos] trece, la 1.aa los
Corintios] once, la 11.aa los Corintios; y treinta y cuatro, el resto
de las epístolas paulinas. En ocasiones incorpora la interpreta-
ción patrística de los textos bíblicos; sobre todo, la de san Agus-
tín, pero también alguna vez las de san Juan Crisóstomo o san
Ambrosio. En cambio, con la excepción de Pedro Lombardo,
son poco frecuentes las referencias a otros autores medievales, y
llama la atención la ausencia casi total de Bernardo de Claraval,
muy citado en la primera obra.
Aunque puede sorprender la desaparición de la autoridad
de Aristóteles, abrumadora allí y reducida aquí a una sola cita,
se podría explicar por el cambio de público al que dirige Mar-
silio cada obra: en El defensor de la paz, escrito en la Universi-
dad de París, se propone proporcionar a los aristotélicos y a los
espirituales franciscanos argumentos para oponerse al poder
del Papado; mientras que en El defensor menor discute la doc-
trina teocrática, pero en polémica a la vez con otras opiniones
teológicas sobre el problema, mantenidas por los franciscanos
que le acompañaban en la Corte imperial.

—28—
Relación con «El defensor de la paz»
Al final de El defensor menor se explica que el título escogi-
do para esta obra obedece a que en ella se mantienen las prin-
cipales tesis ya demostradas en El defensor de la paz (DM
XVI,4). La elección del adjetivo «menor», en contraposición a
mayor es probable que se deba al menor tamaño de la obra.
Pero, al asignar ese título, Marsilio respalda la coherencia de
su pensamiento y la vigencia de la filosofía política elaborada
en su primer tratado, a pesar del tiempo transcurrido y de las
vicisitudes sufridas. Por ello, El defensor menor remite de con-
tinuo a aquél. Se puede hablar de una evolución en el pensa-
miento de Marsilio, pero siempre dentro de la persistencia de
sus objetivos y de la coherencia teórica. La redacción del se-
gundo Defensor es una buena muestra de la consistencia de
todo el pensamiento marsiliano, demuestra la profundidad fi-
losófica del mismo y sirve para juzgar el alcance de sus conse-
cuencias políticas. No estamos ante simples panfletos. Y que
nuestro autor haya ratificado sus tesis más heterodoxas e in-
transigentes, sin frenarse por los inconvenientes de todo tipo
que su tenacidad podía causarle, muestra que defendía sus te-
sis, incluso más allá de lo que le convenía al Emperador que,
aunque desde posiciones de fuerza, buscaba negociar. Para
Marsilio no hay nada que negociar sobre la soberanía, pues
significaría una inadmisible cesión de poder.
En El defensor menor Marsilio concentra todo el interés en
la relación entre la jurisdicción temporal y la autoridad espiri-
tual. Lo que, a juicio de Nederman, sitúa de lleno esta obra
dentro del género de tratados típicos de los siglos xin y xiv so-
bre «el Rey y el Papa» o «el Emperador y el Papa». Considera-
da desde el punto de vista de su estructura, El defensor menor
puede parecer una obra más convencionalmente medieval, en
el sentido de que no trata por separado los ámbitos de lo natu-
ral racional y de lo sobrenatural o revelado; y de que, en con-
secuencia, y, a diferencia de lo que ocurre en El defensor de la
paz, la obra no se divide en dos partes diferenciadas, una para
reflexionar sobre el gobierno temporal y otra para exponer qué
debe ser la Iglesia desde la perspectiva religiosa. Esta incues-
tionable diferencia de metodología y de estructura entre las
dos obras no debe conducir a conclusiones engañosas. En pri-
mer lugar, si bien ha desaparecido la construcción académica
del discurso, no por ello pierde profundidad teórica, sino que

—29—
gana capacidad de síntesis. Además, no ofrece ninguna señal
de reorientación, ni se establece ningún punto de partida dis-
tinto de la filosofía política expuesta en la primera obra. En el
tratado menor Marsilio se propone más bien trasladar los
principios generales sobre la comunidad política y sobre el ca-
rácter no jurisdiccional del sacerdocio, expuestos en el tratado
mayor, a los términos concretos del gobierno imperial.
A nuestro juicio, esto no significa que El defensor menor sea
una especie de recapitulación de su obra mayor14; o que Mar-
silio retomara simplemente los15principales puntos de esa para
desarrollarlos con más detalle . Quillet la considera una pro-
longación «más detallada de los principales temas desarrolla-
dos en la Segunda Parte de El defensor de la paz», que «cons-
tituye una explicación de tesis a las que Marsilio siente
necesidad de volver (...) para precisar su pensamiento y rea-
firmarlo frente a sus críticos»; y también «para desarrollar
puntos16que no había hecho más que esbozar en El defensor de
la paz» . Pero, además de ser una excelente guía para interpre-
tar la filosofía política de Marsilio, El defensor menor muestra
una mayor preocupación por usar el lenguaje de su tiempo y
por tener incidencia política en la sociedad. Según Dolcini y
Pincin, alcanza, aun con un lenguaje quizá menos elaborado,
un grado de precisión y claridad que, 17 en líneas generales, se
había escondido en El defensor de la paz . No debemos olvidar
que, después del ostracismo sufrido por Marsilio durante una
década, El defensor menor constituye una «réplica a los críti-
cos» de su pensamiento y una reafirmación de los principios
de su primera obra, en un momento en que la ruptura del em-
perador Luis de Baviera con el Papado renacía con fuerza18.
Ante El defensor menor se cometen dos errores opuestos. El
primero y más frecuente consiste en minusvalorarlo, e incluso
14
«Marsilio elaboró un breve resumen de su obra mayor, titulado justa-
mente Defensor minor», A. Gewirth, Marsilius ofPadua and the Medieval Poli-
tical15Philosophy, Londres, Me Millan, 1951, pág. 22.
«El Defensor minor no hace más que proclamar todo lo que el Defensor
pads ya sugería», G. de Lagarde, La naissance de I1 esprit laíque au déclin du
Moyen Age, Marsile de Padoue, edición refundida y ampliada, III, Le Defensor
Pads, Lovain-París, Nauwelaerts, 1970, pág. 268.
16
J. Quillet, «Defensor minor. Introduction genérale», en C. Jeudy y J. Qui-
llet,17ob. cit., pág. 156.
C. Dolcini, Introduzione a Marsilio da Padova, Roma-Barí, Laterza, 1995,
pág.1869; C. Pincin, Marsilio, Turin, Giappichelli, 1967, pág. 224.
C. J. Nederman, «Editors Introduction», en Writings on the Empire. De-
fensor Minor and De Translatione Imperil, Cambridge, 1993, pág. XVIII.

—30—
prescindir de él por completo, como si no lo hubiera escrito el
mismo Marsilio; porque resulta incómodo para la interpreta-
ción más republicana y democrática de la filosofía marsiliana.
El error contrario es la pretensión de interpretar El defensor de
la paz —en particular, ciertos pasajes 'republicanos' de su Pri-
mera Parte— a la luz de la concepción 'imperial' desplegada en
El defensor menor. Lo cometen quienes consideran que Marsi-
lio se puso a escribir para defender el ideal imperial y que,
como este ideal se explícita mejor en su última obra, proyectan
sobre el «Defensor mayor» los principios del absolutismo im-
perial. Tanto la tesis de la ruptura ideológica entre ambas
obras, como la lectura retrospectiva de la primera obra desde
la segunda, coinciden en tomar como premisa fundamental
de su respectiva interpretación que El defensor menor es un
tratado de teoría política imperial19. Nederman acierta al se-
ñalar esa coincidencia y formula la necesidad de abandonar
el presupuesto de que la idea imperial agota el sentido de este
tratado20.
El punto de partida para una correcta comprensión de El
defensor menor en relación al «Mayor» nos lo indica su mismo
autor, que relaciona ambas obras en términos lógicos y afirma,
al concluir la obra más tardía, que la mayoría de las tesis
mantenidas en ella pueden «deducirse» de la primera (DM
XVI,4). Lo correcto es, pues, leer El defensor menor desde El
defensor de la paz, no al revés. Según la filosofía de Marsilio,
el «legislador humano» es la suprema autoridad en la comu-
nidad política y la única fuente de cualquier otra. Tal legisla-
dor se identifica con el «conjunto de los ciudadanos» (univer-
sitas civium), o «pueblo», y delega el ejercicio del poder en el
gobernante, que lo ejerce en su nombre con toda legitimidad.
En El defensor menor el conflicto de jurisdicción se entabla
de modo concreto entre el Papa y el Emperador; y, por ello, el
sujeto del poder se identifica muchas veces con la figura del
Emperador. Pero el origen del poder y de la ley sigue resi-
19
Entre los primeros, Gewirth admite que la doctrina del Defensor minor
representa una concesión de Marsilio a la teoría imperialista, como conse-
cuencia de su asociación con Luis de Baviera, A. Gewirth, ob. cit., pág. 131. En
el otro grupo, Quillet también descubre en los argumentos del Defensor minor
«el fundamento marsiliano de la doctrina imperial», J. Quillet, La philosophie
politique de Marsile de Padoue, J. Vrin, París, 1970, pág. 265; también M. Da-
miata, «Plenitudo potestatis» e «universitas civium» in Marsilio da Padova, Flo-
rencia, Edizioni Studi Francescani, 1983, págs. 170-175.
20
C. J. Nederman, «Editors Introduction», ob. cit., pág. XDC.

—31—
diendo en los ciudadanos (DM 1,4) y Marsilio otorga el con-
trol de la actuación del gobernante a todos los ciudadanos,
incluidos los trabajadores manuales («herreros, peleteros y
demás mecánicos»), que lo pueden ejercer tanto o mejor que
los sabios (DM 11,7).
En resumen, los principios de la filosofía política marsiliana
están en esencia expuestos en El defensor de la paz, con un gra-
do de calculada ambigüedad en cuanto a formulaciones institu-
cionales concretas (imperiales, comunales o de otro tipo). Son
principios que tienen una indudable radicalidad en cuanto a su
base monista e inspiración anticlerical y que pueden aplicarse
a contextos específicos. El defensor menor no cambia los princi-
pios ya expuestos. Pero tampoco se limita a repetirlos, sino que
los aplica a los problemas políticos y eclesiásticos examinados
y deduce las consecuencias. Por eso una lectura comprensiva
de esta obra exige en cierto modo tener a la vista la primera, a
la que se remite con asiduidad desde el comienzo: «si tomamos
la ley en su sentido último y propio, tal como dijimos en el ca-
pítulo X de la Primera Parte de El defensor de la paz» (DM 1,1);
«una definición de este tipo de ley puede y debe ser establecida
de manera más pertinente, a partir del capítulo X de la prime-
ra Parte de El defensor [de la paz] y de los capítulos IV, V, VIII y
IX de la Segunda Parte» (DM 1,3); la certeza de esto puede y
debe obtenerse de lo dicho en los capítulos XII y XIII de la Pri-
mera Parte y en los capítulos IV, V, VIII y IX de la segunda»
(DM 1,7); «...que no sería humana se ha explicado en los capítu-
los XII y XIII de la Primera Parte» (DM 11,4); «lo hemos mostra-
do de manera evidente en el capítulo XVII de la Primera Parte»
(DM 111,5); «se ha demostrado lo contrario en los capítulos
XI,XII,XIII de la Primera Parte y confirmado por la Sagrada
Escritura en los capítulos IV, V, VIII y Di de la Segunda» (DM
111,5). Sería muy larga la relación completa de referencias al
'Defensor Mayor' como base teórica de las cuestiones tratadas.

Estructura y desarrollo de contenidos


Frente a las tesis de la ruptura o de la reiteración, propone-
mos una interpretación coherente y evolutiva entre ambas
obras. La estructura de los dieciséis capítulos de El defensor
menor muestra que esta obra desarrolla las conclusiones polí-
ticas que se extraen del planteamiento antidualista de El defen-
sor de la paz:

—32—
• Los diez primeros capítulos están dedicados al «poder de
las llaves», como raíz de la elaboración de la doctrina de la ple-
nitud de poder del Papa en lo espiritual y en lo temporal, asun-
to planteado en el capítulo I,XIX de El defensor de la paz y
desarrollado con amplitud en la Segunda Parte del mismo tra-
tado (en especial en II,VI y II,XXIII).
El defensor menor se abre con la ya mencionada referencia a
la obra mayor y dedica los primeros párrafos, según un orden
coherente, a definir algunos conceptos esenciales, a partir de los
cuales argumenta después. Si los sacerdotes se atribuyen el po-
der absoluto de «atar y desatar» en el cielo y en la tierra y, por
tanto, de «excomulgar» a los pecadores, primero hay que recon-
ducir ese poder al concepto general de «jurisdicción», que no es
otra cosa que la autoridad para dictar la ley (iuris-dictio). Lo
cual exige poder coactivo, como se deduce de la definición de
ley. Sigue la distinción entre la ley divina y la ley humana. La pri-
mera conclusión es que ningún hombre puede «dictar la ley di-
vina» y, por tanto, tampoco «dispensar, cambiar, añadir o qui-
tar» nada de los mandatos o prohibiciones de la ley divina. La
segunda, que ningún obispo o sacerdote puede ejercer jurisdic-
ción alguna propia de la ley humana, ni quedar exento o eximir
a nadie de su cumplimiento. Sentadas estas tesis, en los capítu-
los II a IV se rebaten las objeciones que se les pueden hacer.
En el capítulo V Marsilio enumera las diferentes conclusiones
que el clero saca de su interesada interpretación del poder de las
llaves y, en los capítulos siguientes, las va analizando y refutando
sobre la base de los principios asentados en el primer capítulo.
Así van compareciendo ante el implacable juicio del pensamien-
to marsiliano las prerrogativas que se derivan para los sacerdotes
de la necesidad de confesar los pecados y de cumplir las penas re-
paradoras para su perdón (VI); la facultad de otorgar indulgen-
cias para las penas del otro mundo a quienes les den riquezas o
hagan peregrinaciones o cruzadas (VII); la autoridad para dis-
pensar de los votos y promesas hechas por los fieles a Dios (VIU-
DO; y el poder de excomulgar (X).
• El capítulo XI examina la tesis de la plenitudo potestatis,
en conexión con los capítulos II,XV-XVIII de El defensor de la
paz (en los que había demostrado la igualdad de los sacerdotes
en la Iglesia primitiva) y II,XXIII-XXVI (que analizan la subi-
da al poder de los obispos romanos). En él se reitera la exege-
sis de los textos evangélicos «te daré las llaves del reino de los
cielos» y «se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»,
expuesta en DP II,III.

33
Marsilio deja sentado en este capítulo que el Concilio Gene-
ral es la suprema autoridad en la Iglesia, el único competente
para decidir en cuestiones de fe y para fijar la interpretación
canónica de las Escrituras; que el Concilio representa a toda la
Iglesia bajo la inspiración del Espíritu Santo; y que está cons-
tituido por los creyentes de todas las naciones, no por el Papa
con su colegio de cardenales. En este capítulo se establece
también que el primado del Obispo de Roma es una concesión
del supremo legislador humano fiel, que se presume otorgada
por el Concilio General que lo representa.
El carácter universal de la Iglesia y del Concilio plantea evi-
dentes problemas prácticos e institucionales, a los cuales dirige
Marsilio su atención en el capítulo XII, que se concentra en la
situación específica del Imperio. ¿Quién puede convocar el
Concilio General? ¿Quién tiene autoridad para acometer esa
función? Un gobernante local o nacional no tiene poder para
convocar a toda la Cristiandad. Sólo existe un príncipe cuya au-
toridad coactiva se extienda, en principio, a todos los territorios
cristianos; y ése es el Emperador. Por ello, Marsilio sostiene que
sólo el Emperador puede convocar el Concilio General.
• Los últimos capítulos, a partir del XIII, están dedicados
a los aspectos jurídicos acerca del matrimonio, como caso
concreto del problema de jurisdicción. Se habían suscitado
tres problemas: la petición de divorcio de Margarita y Juan de
Bohemia, el carácter sacramental del matrimonio que debía
celebrarse para sancionar la nueva unión dinástica y la dispen-
sa de consanguinidad que autorizara el nuevo matrimonio en-
tre Margarita y Luis el Joven.
Ya hemos dicho que estos cuatro capítulos contienen los
textos entregados al Emperador como respuesta a su consulta.
Pero contienen, además, algunos parágrafos en el capítulo
XIII (1-2 y 5-10), así como un exordio y una conclusión en DM
XVI, que no figuran en los respectivos escritos autónomos. Y,
no por casualidad, sólo en esos fragmentos exclusivos de El de-
fensor menor hay referencias a El defensor de la paz, que no se
vuelve a mencionar en el texto restante de esos cuatro capítu-
los y extraído para el Emperador.
El objetivo de los dos parágrafos iniciales, no incorporados
al De matrimonio, es definir el matrimonio por consentimien-
to mutuo de los esposos y anunciar que, para tratar del matri-
monio cristiano, hay que precisar otra vez las relaciones entre
la ley divina y la ley humana. En los otros parágrafos de ese ca-
pítulo, también suprimidos en De matrimonio (DM XIV,5-10),

—34—
se demuestra que la naturaleza del matrimonio no es esencial-
mente espiritual, sino civil; tesis discrepante de la defendida
por Ockham al respecto, pero que habría servido para reforzar
la posición del Emperador. Quillet cree que Marsilio los supri-
mió para no llevar la polémica interna a un documento oficial
dirigido al Emperador; o bien, porque se lo sugirió el propio
destinatario, que preferiría presentar su decisión como fruto
del acuerdo, pues dice apoyarse en «testimonios concordantes
de los doctores consultados». Es razonable pensar que el Em-
perador no deseara embarcarse en una disputa teórica sobre la
naturaleza del matrimonio y necesitaba un criterio exento de
discrepancias. Marsilio habría accedido, porque la respuesta a
Ockham ya quedaba clara en El defensor menor. De modo que
el texto de este tratado es más completo desde el punto de vista
teórico que el De matrimonio, extraído para su utilización polí-
tica y no para fines doctrinales o de debate intelectual. Lo cual
corrobora que El defensor menor no es una obra circunstancial,
cuyo origen esté en el conflicto matrimonial, sino que nació
con el objetivo de replicar a las críticas de Ockham.
En estos capítulos Marsilio trata de demostrar que el matri-
monio y el divorcio caen dentro de la competencia del príncipe
laico. El matrimonio, con sus diferentes implicaciones —validez
jurídica, divorcio, dispensa matrimonial—, es un asunto civil,
que compete al gobernante secular, porque toda la autoridad y
poder coactivo de hacer la ley y de exigir su cumplimiento
«pertenece —según el párrafo final de El defensor menor— al
conjunto de los ciudadanos o al supremo príncipe de los Ro-
manos llamado Emperador» (DM XVI,4). Esta tesis ya la había
enunciado en El defensor de la paz (I,XII,9 y II,XXI,8) y recogi-
do como conclusión: «... dispensar en las uniones conyugales o
matrimoniales prohibidas por la ley humana compete sólo a la
autoridad del legislador, o del que en virtud de él gobierna»
(DP III,II, 19). La cuestión medular es la impugnación de la au-
toridad alegada por el Papa para dispensar de impedimentos y
dar validez al matrimonio. El fondo del problema estaba plan-
teado en El defensor de la paz: la unidad del poder o la dualidad
de autoridades en la sociedad cristiana.

Nuevos contenidos
No todos los temas desarrollados en El defensor menor se
encuentran en El defensor de la paz. Además de la mayor pro-
fundidad y particular detenimiento con que se analiza la juris-

—35—
dicción sobre el matrimonio (DM XIII-XVI), hay otras cuestio-
nes que son nuevas respecto de El defensor de la paz. Podemos
fijarnos, sobre todo, en las implicaciones de la crítica marsilia-
na a la interpretación habitual del «poder de las llaves». Por
ejemplo, tiene un tratamiento original la confesión, que no se
considera necesaria para la salvación y que justifica desde el
punto de vista de la utilidad para la comunidad (DM V-VI).
También es nuevo afirmar que carezca de valor para conseguir
indulgencias en la otra vida entregar riquezas al clero, hacer
las cruzadas o peregrinar, porque los sacerdotes deben rezar a
Dios por las almas de sus feligreses gratis y sin garantía de que
Dios tenga que plegarse a sus oraciones (DM VII). Y se exami-
na de manera inédita si los Papas u otros sacerdotes pueden
dispensar a los cristianos de los votos y promesas que han he-
cho libremente, hasta concluir que sería destructivo para el or-
den social que los obispos pudieran desligar a los ciudadanos
de sus votos y juramentos (DM VIII y DC).
Por otra parte, profundiza en la excomunión y argumenta
que los sacerdotes no tienen poder para excomulgar, porque
sólo el gobernante civil tiene en este mundo autoridad coacti-
va para separar a unas personas del resto de la comunidad;
pues, como la propia palabra indica, excomulgar consiste en
«privar de la comunicación civil» a alguien; es un castigo de
ostracismo o de proscripción, impuesto por la ley humana,
que la ley divina no prescribe ni puede infligir al pecador (DM
X y XV). La intensidad con que en este tratado refuta que el
clero tenga el poder de excomulgar obedece, en gran medida,
a la reflexión sobre la situación en que se encontraba Alemania
y su rey después de la excomunión papal. Es dudoso que el
anatema decretado sobre Luis de Baviera —separación de los
sacramentos y anuncio de la condena eterna en la otra vida—
tuviera consecuencias efectivas en el ejercicio cotidiano del go-
bierno. Pero, en el pensamiento de Marsilio, constituye un per-
nicioso obstáculo para el mantenimiento del orden temporal,
ya que sirve para justificar la resistencia del clero y de los lai-
cos a la autoridad del Emperador.
Asimismo introduce un discurso, en cierto modo instru-
mental, sobre el Imperio Romano: los pueblos pueden revocar
la delegación hecha al pueblo romano por su virtud, como los
cristianos pueden revocar el primado concedido a la Iglesia de
Roma (DM XI). Además, para responder a la crítica a la infali-
bilidad del Concilio General, recibida de Ockham, Marsilio
sostiene que, a menudo, se puede conseguir por la cooperación

—36—
de muchos lo que no puede llevar a cabo una persona indivi-
dual; y que, en el caso del Concilio General, la cooperación en
la discusión y en la mutua educación produce como resultado
un consenso sobre la verdad, bajo la inspiración del Espíritu
Santo (DM XII).
Otro asunto al que Marsilio da mayor importancia en esta
obra es la actitud del Estado ante las diferencias religiosas. A
pesar de que la «comunidad perfecta» es aquella en la que to-
dos son fieles cristianos, en El defensor de la paz había contem-
plado que los cristianos deben obedecer a veces a gobernantes
infieles (DP II,V,5; II,XVII,15; y II,XXVI,13). Allí invitaba a
aceptar la autoridad de éstos por la legitimidad que tiene el le-
gislador: compete al legislador establecer por ley quién debe ser
perseguido y uno sólo puede ser castigado por incumplir la ley,
no por causa de la religión. Pero no predica la tolerancia hacia
los infieles, sino que sostiene que sólo se debe ejercer coacción
sobre los herejes y otros infieles si lo determina el legislador o
la autoridad humana, no un sacerdote (DP II,V,7; II,X,1). En
cambio, en El defensor menor Marsilio atiende más al hecho de
la diversidad religiosa: recuerda que la Iglesia «reza por los in-
fieles, herejes, cismáticos» y por todos los demás pecadores
(DM X,2); observa que evitar relacionarse con los infieles es un
consejo, no un precepto (DM X,5); recuerda la práctica de ma-
trimonios mixtos en la Iglesia primitiva (DM XV,9). Y, sobre
todo, considera que es posible mantener convivencia cívica y
pacífica con los infieles y que no hacerlo puede traer mayor
daño para los cristianos. Plantea así la cuestión porque, al re-
conocer la ley evangélica la legitimidad del Imperio Romano,
se deduce que puede existir y de hecho «ha existido entre los
infieles un imperio único y justo» (DM XII,3). A Marsilio le pa-
rece más fácil mantener la paz «entre infieles», que restablecer
en la Cristiandad la paz rota por el poder temporal ejercido por
el Papa en nombre de la religión.
En definitiva, la unidad entre los dos Defensores no estriba
tanto en la repetición de contenidos, sino en el fundamento de
su pensamiento político, que se ha precisado y endurecido des-
de la primera obra, a causa de las necesidades de la polémica.
Puesto que El defensor menor opera en un nivel de mayor con-
creción —el del ejercicio del poder imperial y los obstáculos in-
terpuestos por el Papado—, se borran en él muchas ambigüeda-
des que aparecían en el primer Defensor, en el que el modelo
teórico del poder humano lo mismo puede referirse al poder en
las ciudades italianas, a la monarquía francesa o al Emperador.

—37—
La controversia doctrinal: la unidad de poder
El defensor menor responde, en esencia y de manera cohe-
rente, al principal objetivo fijado en el preámbulo de su prime-
ra obra: destruir los fundamentos de la doctrina pontificia de
la plenitud de poder, porque la paz depende de la destrucción
de esta ilegítima ambición papal21. El empeño de Marsilio,
cuando analiza la excomunión, los votos o la jurisdicción ma-
trimonial, sigue siendo el de resolver el conflicto de jurisdic-
ción entre el poder temporal y el pretendido 'poder espiritual'.
Y escribe las dos obras para refutar la noción misma de 'poder
espiritual', porque el poder implica siempre una coactividad
ajena al mensaje espiritual del Evangelio cristiano. El núcleo
de la filosofía marsiliana es la negación de que haya dos pode-
res, uno de los cuales estaría subordinado al otro; porque la
verdadera autoridad humana es la autoridad de legislar y de
hacer cumplir la ley con fuerza coactiva; y quien la tiene legí-
timamente tiene el pleno ejercicio del poder en este mundo,
en el que no cabe hablar de autoridad espiritual en sentido
propio.
Por ello, El defensor menor empieza recordando el núcleo
central de la teoría política de El defensor de la paz: la defini-
ción de la ley como «precepto» establecido por «el conjunto de
los ciudadanos» (DM 1,4) y como «precepto coactivo», que co-
rresponde aplicar al «juez o gobernante por la autoridad» otor-
gada a él por el legislador (DM I,5)22. Otros filósofos, como To-
más de Aquino, ya habían destacado la fuerza coactiva como
elemento necesario de la ley y la coactividad intrínseca a la ley
era asimismo un lugar común entre los juristas de la época.
Pero Marsilio pone un énfasis mayor en la coactividad y, si
bien expone que la ley tiene que ser justa y coactiva, parece in-
vertir el sentido aristotélico de la relación: el carácter coactivo,
más que derivarse de la esencial justicia de la ley, se convierte
en condición de la existencia de la ley y, por ende, en precondi-

21
Véase P. Roche, «La «plenitude potestatis» en el «Defensor minor» de
Marsilio de Padua», en Éndoxa, 6 (1995), Madrid, UNED, págs. 241-262.
22
Véase P. Roche, «La ley en el «Defensor minor» de Marsilio de Padua»,
Revista Española de Filosofía Medieval, 2 (1995), págs. 91-99; y B. Bayona, «El
significado político de la ley en la filosofía de Marsilio de Padua», Anales del
Seminario de Historia de la Filosofía, Universidad Complutense (Madrid), 22
(2005), págs.

—38—
ción de la ley justa. No niega que el contenido de la ley remite
a la noción de justicia, pero le interesa más explicar cuál es el
modo correcto de establecer la ley esto es, quién puede legislar
y conferir fuerza obligatoria a las normas que regulan la vida
social, mediante la imposición de sanciones efectivas. La pro-
mulgación de la ley como precepto obligatorio, sólo compete
con autoridad propia y originaria al legislador; y la emisión de
sentencia y ejecución de la pena, al juez que gobierna por la
autoridad del citado legislador. La jurisdicción se refiere, por
tanto, al poder de administrar justicia y castigar a los transgre-
sores del precepto que se promulga para todos.
El legislador humano
Se suele señalar el capítulo I,XII de El defensor de la paz
como el texto más importante y característico de la filosofía
política marsiliana, porque en él se define al legislador y se si-
túa la soberanía en la «universitas civium»: «El legislador o la
causa eficiente primera y propia de la ley es el pueblo, o sea, la
totalidad de los ciudadanos, o la parte prevalente de él, por su
elección y voluntad expresada de palabra en la asamblea gene-
ral de los ciudadanos, cuando impone o determina algo que
hacer u omitir acerca de los actos humanos civiles bajo pena o
castigo temporal» (DP I,XII,3); y «La autoridad humana de dar
la ley pertenece sólo a la totalidad de los ciudadanos, o a la
parte prevalente de ellos» (DP I,XII,5). A quién le corresponde
gobernar y dónde reside el poder es también la cuestión medu-
lar en El defensor menor, cuyo capítulo XII (coincide el capítu-
lo de ambas obras) empieza preguntando «quién es el supre-
mo legislador humano». En este tratado Marsilio emplea con
frecuencia la expresión «el legislador», en particular en los dos
primeros capítulos, en los que delimita el alcance de las leyes;
y en los dos últimos (DM XV-XVI), en los que extrae las conse-
cuencias prácticas a las que llega y que excluyen al clero de
cualquier potestad o jurisdicción.
El legislador es el pueblo tomado en su conjunto o en su
valentior pars. La expresión valentior pars acompaña siempre
a universitas civium. De modo que esta 'parte' de la comuni-
dad la 'representa' en su totalidad y se erige en el legislador23.

23
Véase B. Bayona, «La laicidad de la valentior pars en la filosofía de Marsi-
lio de Padua», Patrística et Mediaevalia (Buenos Aires) XXVI (2005), págs. 65-87.

—39—
Lo cual supone aceptar la representación cuantitativa y cua-
litativa de la totalidad ciudadana en la actuación legislativa,
«con arreglo a las honestas costumbres de las comunidades
políticas» (DP I,XII,4). En cambio, no 'representan' al pueblo
los sacerdotes, ni los juristas a los que se les haya encomen-
dado la tarea de elaborar las leyes, ni los expertos, que no tie-
nen autoridad alguna y «que nunca son ni serán en sentido
estricto el legislador» (DP I,XII,3). ¿Quién configura la ins-
tancia de la valentior pars para garantizar ese punto de vista
superior a todas las demás partes de la civitas, que son infe-
riores por su incapacidad para representar o sustituir al
todo? ¿A qué «honestas costumbres» se refiere Marsilio?
Algunos autores, como Hyde, subrayan que hay una estre-
cha conexión entre las categorías empleadas por Marsilio y las
instituciones republicanas del Comune de Padua. Pero sería
paradójico que una obra dedicada al Emperador y destinada a
combatir al Papado propusiera como modelo un Comune ca-
racterizado por su fidelidad al partido güelfo y que había aglu-
tinado en torno suyo a las ciudades güelfas de la Marca Trevi-
sana. Además, en esos años, Padua abandonó el régimen
comunal y Jacobo de Carrara instauró en ella la señoría. La le-
gitimación de este régimen era doble: comportaba la elección
por parte delpopulus y el reconocimiento por la autoridad im-
perial, con la consiguiente atribución del título de vicario im-
perial. Quizá el modelo de Marsilio fuera la nueva institución
de la señoría Carrarese, que imitaba a las señorías gibelinas de
los Visconti en Milán o los Scala en Verona. Lo cual explicaría
mejor los elogios a Mateo Visconti y sería más coherente con
la biografía de Marsilio y la dedicatoria de El defensor de la paz
al Emperador. En todo caso, el plan de esta obra no era dise-
ñar un modelo institucional teórico basado en las instituciones
de su ciudad, ni de ninguna otra, sino argumentar contra el
pernicioso sofisma de laplenitudo potestatis.
Por otra parte, la valentior pars abarca también el sistema
imperial de transmisión de poder del pueblo al Emperador.
Casi al final de El defensor de la paz Marsilio se refiere dos ve-
ces a la definición del legislador como valentior pars de la ciu-
dadanía, al hablar de la elección imperial (DP II,XXVI,5 y
II,XXX,8). Por tanto, considera la institución imperial un buen
ejemplo de valentior pars o de representación del conjunto de
los ciudadanos. Sin modificar los rasgos esenciales de la teoría
del legislador, la inspiración en el sistema electoral del Imperio
se intensifica en El defensor menor. Aquí la expresión «valentior

—40ù
pars» aparece ya al inicio, junto a «universitas civium», para
definir la ley humana en los mismos términos del 'Defensor
mayor (DM I,4)24. Pero enseguida encontramos la equivalen-
cia del legislador con el príncipe, en un párrafo en el que se es-
tablece que ningún sacerdote tiene autoridad para dispensar o
extender un precepto de ley humana, salvo «el príncipe Roma-
no, en tanto que legislador humano» (DM 1,7). Esta competen-
cia exclusiva del Emperador para dispensar del cumplimiento
de la ley se repite al final del tratado (DM XVI,3). Los ministros
de la Iglesia quedan descartados del poder efectivo y el Empe-
rador es el depositario de la autoridad legislativa por delega-
ción de quien tiene ese poder en sentido propio, porque a los
príncipes romanos la autoridad les ha sido «transmitida y con-
cedida por el legislador humano supremo» (DM 111,7). La
fuente de la autoridad política sigue siendo la comunidad y el
pueblo ha transferido voluntariamente su poder al príncipe.
Una cosa es el poder legislativo originario y otra «por conce-
sión». El pueblo no gobierna, pero concede y autoriza el go-
bierno del príncipe.
En El defensor menor la expresión valentior pars, que deter-
mina quién es el «legislador humano supremo», se refiere asi-
mismo al conjunto de las regiones o provincias de acuerdo con
la teoría romana de la soberanía y la transferencia del poder
del pueblo romano al Emperador: el supremo legislador hu-
mano «fue, es y debe ser el conjunto de los hombres que deben
someterse a los preceptos coactivos de la ley, o su parte preva-
lente en cada región o provincia»; el pueblo romano tuvo y tie-
ne autoridad para legislar sobre todas las demás provincias del
mundo, porque este poder le fue «transferido por el conjunto
de las provincias, o por su parte prevalente»; y si el pueblo ro-
mano ha transferido a su príncipe la autoridad de legislar, «su
príncipe tiene este poder, porque la autoridad o poder de legis-
lar suyo (del pueblo Romano y de su príncipe) debe durar y es
probable que dure, mientras no le sea retirada al pueblo Ro-
mano por el conjunto de las provincias, o por el pueblo Roma-
no a su príncipe». (DM XII, 1). Porque las provincias, o las
«partes prevalentes de las mismas», no se someten a la ley del
Emperador por la violencia, sino por consentimiento (DM
XII,3). Parece haber, pues, en cada provincia una parte preva-
24
La expresión «universitas civium» sólo se encuentra otras dos veces en
esta obra: DM XIII,9 y XVI,4. También se emplea dos veces «universitas homi-
ttwm»:£>MV,20yXII,L

-Al—
lente de la ciudadanía y una parte prevalente, que representa
«al conjunto de las provincias» y se correspondería con los
príncipes electores, en el conjunto del Imperio. El propio Mar-
silio identifica la parte prevalente con los príncipes (DM 111,1).
El fundamento del derecho imperial a legislar sobre todas las
provincias del mundo es la transferencia previa hecha por la
totalidad de los ciudadanos, representada por «la valentior
pars de cada una de las provincias o regiones», al pueblo ro-
mano. El titular de esa autoridad legislativa es el pueblo ro-
mano, que lo ha trasmitido a su vez al Emperador, si bien con
carácter siempre revocable. Se ha diseñado un circuito de
transmisión sucesiva y recíproca por el que circula el poder,
que en ningún caso pasa por el Papado o el sacerdocio.
Marsilio llega a identificar al legislador, o su parte prevalen-
te, con el Emperador: «hay, según la ley humana, un legislador,
que es el conjunto de los ciudadanos o su parte prevalente, o el
supremo príncipe Romano, llamado Emperador» (DM XIII,9).
El contexto de esta identificación son los problemas prácticos
e institucionales que plantea el carácter universal de la Iglesia
y de su Concilio General. Marsilio trata de responder quién tie-
ne autoridad para convocar un Concilio de la Iglesia universal:
tiene que representar al pueblo cristiano en su conjunto, tiene
que tener autoridad coactiva, pero no puede ser ningún gober-
nante de una provincia o reino particular.
No debemos inferir que Marsilio abogue por una forma
política unipersonal y monárquica del imperium a la manera
de Dante. Identifica la autoridad del legislador con la del im-
perium, pero no necesariamente con la forma política uniper-
sonal de éste. Y no supone contradicción o cambio de crite-
rio con su primera obra, pues en El defensor menor reitera
que el legislador es «el conjunto de los ciudadanos o su «va-
lentior pars». A Marsilio no le parece incompatible el populis-
mo básico de su filosofía política con la exaltación de la au-
toridad imperial. Primero, porque buscaba una solución de
paz, que incluyera el reconocimiento de la autonomía de las
ciudades italianas por parte del Emperador o «defensor de la
paz»', y, en segundo lugar, porque en ambos planteamientos,
pese al tiempo transcurrido y a las diferencias de acento, su
preocupación esencial era excluir al clero del poder.
De modo que cuando Marsilio introduce la figura del pue-
blo como legislador humano, hemos de entender 'pueblo'
(laos) en el sentido del conjunto de ciudadanos laicos y crea
una contrateoría de la teoría papal que siempre había identifi-

-^2—
cado al sacerdocio y al Papa con la autoridad legislativa25. Y
cuando asegura que el poder corresponde a todo el pueblo o a
quien o a quienes éste se lo confiera, quiere decir que aquél o
aquéllos representan a todos, son expresión de la totalidad, no
expresión de parte. Lo de menos es que sean una o varias per-
sonas. Pero los sacerdotes sólo son 'una de las partes' de la co-
munidad y no la representan entera. Se comprueba en los
otros dos pasajes de El defensor menor que contienen la ex-
presión valentior pars, ahora referida a la universitas fide-
lium. Se trata de saber quién tiene autoridad para excomul-
gar civilmente o separar de la comunidad creyente. Esa
autoridad corresponde a todos los fieles o a su parte preva-
lente. Nadie, ningún sacerdote ni el mismo Papa, puede sepa-
rar de la comunidad política a los ciudadanos pecadores sin el
consentimiento, es decir, la voluntad de todos o de su parte
prevalente (DM X,3); que no es otra que la autoridad civil, pues
se trata de un «precepto» (obligatorio y ejecutivo) dirigido a la
universitas de fieles, civil o local (DM X,4).
La exclusión del obispo de Roma de la elección del prínci-
pe figura en El defensor de la paz, cuando denuncia que la usur-
pación de la elección imperial por el obispo de Roma dejaría
vacía de contenido a la valentior pars, es decir, sin función a los
siete grandes electores imperiales (DP II,XXVI,5). En La trans-
ferencia del Imperio los términos universitas y valentior pars
sólo aparecen una vez, para recordar que derrocar a un mo-
narca y entronizar a un nuevo Rey no es facultad de un obis-
po o de un colegio sacerdotal, sino que compete a todos los
habitantes de un país, ciudadanos y nobles, o a su mayoría
prevalente (TI VI)26; y la otra vez que emplea la expresión
«parte prevalente» del pueblo legislador, la identifica con los
siete electores, únicos que pueden designar Emperador, po-
der del que queda excluido el obispo de Roma (TI XI).
En definitiva, la incompatibilidad de la autoridad civil con
el sacerdocio es el motivo por el que localiza el poder en la uni-
versitas civium o en su valentior pars, al margen de cómo en-
tienda ésta. La cuestión no es tanto quién desempeña de hecho
el poder (por ejemplo, el Emperador o los príncipes electores),

25
F. Bertelloni, «Marsilio de Padua y la filosofía política medieval», en F.
Bertelloni y G. Burlando (eds.), La Filosofía Medieval Enciclopedia Iberoame-
ricana de Filosofía, XXIV, Madrid, Trotta-CSIC, 2002, pág. 259.
26
Este tratado se cita por sus siglas, seguidas del capítulo en números ro-
manos.

-^3—
sino quién no lo puede ejercer por más que lo pretenda (el
obispo de Roma o el clero en general), porque no es más que
una parte de la civitas y carece de la única legitimidad, que
proviene de la univer'sitas civium. Esta definición del legislador
humano no implica una teoría democrática del poder en el
sentido moderno, ni una apuesta por una u otra tipología ins-
titucional concreta, sino que constituye la alternativa filosófica
a las pretensiones históricas de poder temporal del Papado.
Por ello, la valentiorpars, cualquiera que sea su hipotética con-
figuración, expresa que la única autoridad legislativa que hay
en la comunidad política es laica y no representa intereses de
parte, sino el interés general de la comunidad. Si el clero, que
es una parte de la civitas, pretende legislar o tener jurisdicción,
interfiere en la articulación racional de la comunidad y pone
en peligro la paz.
La ley humana y la ley divina
Sólo hay dos leyes: la ley divina y la ley humana», porque
sólo en estos casos se cumple la definición de ley en sentido
propio. Ningún otro tipo de formulaciones doctrinales y prác-
ticas, como las decretales pontificias o la ley natural, pueden
llamarse ley en sentido propio. La ley divina, fruto de la revela-
ción y de la redención del género humano por Cristo, se llama
ley' porque contiene preceptos obligatorios; y 'evangélica', por-
que Cristo quiso que se escribiera en los Evangelios para ser
predicada en el futuro. Para saber lo que dice y ordena, hay
que remitirse a los textos evangélicos. Ajuicio de Marsilio, esta
ley es puramente espiritual y no se debe interpretar en sentido
jurídico. La ley de los cristianos es una «ley de gracia» que, a
diferencia de la judaica, no da preceptos coactivos para dirimir
los contenciosos entre los hombres, porque no le corresponde
hacerlo a ella sino a las leyes humanas, que son competencia
de los legisladores y jueces humanos. La definición más preci-
sa de la ley divina se encuentra en El defensor menor: «precep-
to inmediato de Dios, sin deliberación humana, sobre los actos
humanos voluntarios que hay que realizar u omitir en esta
vida, pero sólo a fin de alcanzar el mejor fin o estado que con-
viene a cualquier hombre en la otra vida» (DM 1,2). Es un pre-
cepto coactivo y obliga bajo pena, que se impondrá en la otra
vida a quienes lo incumplan en ésta. Por tanto, la ley divina es
plenamente ley en tanto que somete a los hombres a un juicio
sobre su actuación en este mundo, del que se derivarán penas

—44ù
y castigos. Pero el castigo se pospone a la vida futura y, en la
presente, esta ley debe considerarse sólo como 'doctrina' y
'consejo' espiritual, porque la doctrina evangélica no prescribe
que alguien sea coaccionado en este mundo a observar lo que
en ella se manda hacer o evitar a los hombres. Por eso «debe
llamarse doctrina y no ley».
Pero la ley divina y la humana se distinguen, sobre todo,
por su autor y juez efectivo y por el tipo de juicio y de sanción.
Dios es el único autor de la ley divina. Así que «ningún hom-
bre» dicta la ley divina, ni tiene autoridad, «por muy preemi-
nente que sea su condición en la sociedad cristiana», «para
cambiar, añadir o quitar un ápice de lo que dicha ley contiene,
ni para dispensar del cumplimiento de uno solo de sus precep-
tos» (DM 1,6). La ley divina prescribe actos que los hombres
deben realizar durante su vida en este mundo y por cuya con-
culcación recibirán un castigo; pues, si no, no sería ley. Pero el
juicio sobre su cumplimiento no corresponde a esta sociedad,
dentro de la historia, sino que la sanción se pospone más allá
de este tiempo, en el mundo futuro. La distinción entre la ley
divina y la ley humana por su origen (Dios o el conjunto de los
ciudadanos), por su naturaleza (consejos o preceptos coerciti-
vos), por su finalidad (la vida eterna del alma o la paz social) y
por el momento de la sanción (en este mundo o en el otro), no
permite fundamentar el poder temporal que el clero se arroga
ilegítimamente.
Marsilio sostiene, además, que Dios castigará en el juicio final
las infracciones de la ley humana, porque la ley divina ordena
obedecer a la ley humana bajo pena en el otro mundo, aunque lo
preceptuado por ella no lo estuviera por la ley divina. Así que
quien viola la ley humana peca también contra la ley divina y me-
rece por ello, además del justo castigo en esta vida, la condena
eterna en la otra: «a ningún cristiano le está permitido actuar con-
tra las leyes humanas o contravenirlas sin cometer pecado mortal,
porque están dictadas para la común utilidad de los hombres; por
lo que deben ser observadas como requisito necesario para la sal-
vación eterna» (DM V,20). Lo cual no implica subordinar los pre-
ceptos de la ley divina a la ley humana. En caso de conflicto Mar-
silio no podía dejar de conceder, al menos formalmente, la
primacía a la ley divina: si la ley divina prescribe hacer u omitir lo
contrario que la humana, se debe observar la ley divina, puesto
que contiene una verdad infalible y la ley humana no (DM Xm,6).
Pero, salvo en ese texto, prefiere decir que que hay que obedecer
la ley humana en todo lo que no contradiga expresamente a la ley

-45—
divina (DP u, IV, 9; V-, 4-7; DC, 9; XH, 9; XXVI, 13; y DM VIH, 3;
Xffl, 9; XV, 3-4). Y, además, declara que la versión autorizada de
la ley divina la fija el Concilio General convocado y celebrado bajo
la autoridad del Emperador (DM XII); y considera que las decre-
tales papales y el derecho canónico son creaciones humanas (DP
I, X, 6; H, H, 7; H, XXHI, 13; u, XXV, 15) que, a veces contradicen
la ley divina.

La misión de los sacerdotes


A los sacerdotes y a los obispos, incluido el de Roma, Cris-
to les confirió una misión evangelizadora y sacramental sobre
las almas, que no debe sobrepasar el ámbito de los consejos y
de los rituales simbólicos y que, en ningún caso, supone juris-
dicción temporal en la vida de los cristianos, ni en el ámbito ci-
vil ni en el eclesiástico. La única autoridad que puede ejercer
en los dos ámbitos —civil y eclesiástico— es el «legislador hu-
mano supremo» o «superiors carens», que en El defensor menor
se concreta sin ambigüedad en el Emperador. La discusión
teórica sobre la inconsistencia filosófica y teológica del poder
del clero, cuestión que ocupa el mayor espacio en El defensor
de la paz, cede el paso en El defensor menor a las consecuen-
cias prácticas de la naturaleza espiritual del sacerdocio y del
ejercicio exclusivo del poder por parte de la legítima autoridad
secular.
La doctrina teocrática se argumenta con la frase evangélica
«Te daré las llaves del reino de los cielos» (Mateo, XVI, 19), que
se analiza de modo minucioso en cinco capítulos de El defen-
sor menor (DM V a X). En ellos Marsilio considera que todos
los poderes tradicionalmente atribuidos al clero (el poder de
perdonar los pecados, las indulgencias, la autoridad para dis-
pensar del voto y la pena de excomunión) están ligados al ejer-
cicio del poder de las llaves y desaparecen, si la frase se lee en
el sentido del Evangelio y no desde el interés y la ambición, es
decir, si no se interpreta como un poder de jurisdicción. La
doctrina de las llaves y del supremo poder del Papa se asocia
también a doctrina de las dos espadas: «Señor, aquí hay dos es-
padas» (Lucas, XXII,38) y «mete la espada en la vaina» (Juan,
XVIII,! 1); porque si los partidarios de la teocracia papal se ba-
san en ellos para someter al poder temporal, sus adversarios —
como Juan de París y Dante— la emplean para justificar la au-
tonomía del mismo frente a la ingerencia del Papado. Pero

—46ù
unos y otros entienden que las dos espadas significan dos po-
deres, en el sentido de dos jurisdicciones, de modo que la con-
troversia se plantea acerca de la relación entre ambos. Marsilio,
en cambio, sostiene que tal significado dualista no corresponde
de ninguna manera a la intención de Cristo ni a la verdad; y que
las dos espadas no deben interpretarse como dos poderes, espi-
ritual y temporal, porque sólo cabe un poder en la tierra y no
es espiritual.
Para describir el ministerio de los sacerdotes, servidores de
la ley divina en este mundo, Marsilio, médico ejerciente, conti-
núa empleando la expresión «médicos de almas» (DM IV,3;
V,17; X,3; XIII,7; XTV,2), ya aplicada con profusión en El defen-
sor de la paz (DP II,VI,10; VIII,7; EX,2; X,8-9; II,XXV; II,XXX).
El poder espiritual de los sacerdotes en relación con las almas
es semejante al poder que tienen los médicos para diagnosticar
y administrar tratamientos a los cuerpos. El médico receta y
advierte que quien observe sus prescripciones sanará y quienes
no lo hagan enfermarán o morirán por ello. Ahora bien, el mé-
dico no puede obligar por la fuerza al enfermo a tomar los reme-
dios, por muy convenientes que sean para su salud, sino sólo ex-
plicar, aconsejar, persuadir y asustar con la advertencia de lo que
le espera si no los toma. De modo semejante, el sacerdote —mé-
dico del alma— exhorta sobre aquellas cosas que conducen al
alma a la salud o a la muerte eterna en el otro mundo. Pero no
puede ni debe forzar a nadie a cumplir la ley divina con casti-
gos civiles y penas temporales en esta vida.

Igualdad sacerdotal y rechazo del primado


La naturaleza estrictamente espiritual del sacerdocio está
ligada a una de las tesis más revolucionarias de la eclesiología
marsiliana, la igualdad de todos los sacerdotes y la refutación
de cualquier jerarquía entre ellos. El defensor de la paz dedica
varios capítulos a explicar que la Escritura establece el mismo
carácter sacerdotal para los apóstoles que para sus sucesores,
sacerdotes u obispos, como corrobora la historia de las prime-
ras comunidades cristianas. Por consiguiente, la distinción es
sólo de origen humano. Una consecuencia de la absoluta igual-
dad entre todos los sacerdotes es la negación del primado del
Papa, ya que no hay ningún sucesor privilegiado. La única ca-
beza necesaria para la unidad de la fe es Cristo mismo, piedra o
fundamento, sobre la que se edifica la Iglesia (DP II,XXVIII,5-

—47—
6). Otras sedes episcopales antiguas, como Jerusalén o Antio-
quía, tienen más títulos que Roma para cualquier preeminen-
cia y, en conjunto, la iglesia Griega, que precedió a la Romana.
Ockham había tratado la cuestión del primado de Pedro
por primera vez en 1334 (Dialogus I) y le dedica luego (1339-
1340) veintiséis capítulos del De potestate Papae et cien (Dia-
logus III, Tratado I, libro IV). En ellos rebate la tesis de Mar-
silio, critica la exegesis marsiliana de la frase «Tú eres Pedro
y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mateo XVI, 18-19) y
distingue dos fundamentos bíblicos de la Iglesia, Cristo y Pe-
dro. Allí cita expresamente los puntos de vista expuestos por
Marsilio para refutarlos, desde la exegesis que estima correc-
ta del texto evangélico27«apacienta mis ovejas», que le parece
decisivo (Juan, 21,17) . Si Marsilio no consideró oportuno
responder y entablar polémica la primera vez, replica y con-
traataca en El defensor menor, tras la última crítica de Ock-
ham. Para él la doctrina del primado del Papa no es un artícu-
lo de fe, ni es acorde con el sentido de la frase evangélica; y la
preeminencia ejercida de hecho por el Papa es de origen hu-
mano, pues fue concedida por el legislador humano y no por
Cristo o por la ley divina, «como demuestran escritos huma-
nos auténticos» (DM XI,3), según los cuales, es el Emperador
quien concedió prerrogativas a la Iglesia de Roma. Se refiere
a la Donación de Constantino y también al Privilegio de Pipi-
no, renovado por Carlomagno y confirmado por Odón el
Grande. El único que tiene poder en este mundo para conce-
der tales prerrogativas es el legislador humano o pueblo y, en
su nombre, el príncipe romano o Emperador. Pero esa cesión
o transmisión de poder, de la que los pontífices han hecho
mal uso, tiene en todo caso carácter temporal y reversible.
Una última consecuencia del rechazo de la concepción mo-
nárquica de la Iglesia es la superioridad del Concilio General
sobre el Papa, muy presente en todo el tratado.
En suma, el centro de toda la filosofía marsiliana es la abo-
lición del poder del clero en este mundo y, en especial, de laple-
nitudo potestatis del Papa. En El defensor de la paz desde un as-
pecto más teórico y doctrinal; en El defensor menor de una

27
No obstante, Ockham se inspira en la filosofía política de Marsilio en De
potestate et iuribus romanii imperil (Dialogus III, libro III). Lo que significa que
compartía la defensa marsiliana del poder civil, a pesar de que discrepase de su
eclesiología; véase J. Quillet, «Defensor minor. Introduction genérale», en C.
Jeudyy J. Quillet, ob. cit., pág. 146.

—48—
manera más concreta, a propósito de las aplicaciones jurídi-
cas suscitadas; en La transferencia del Imperio se aportan las
pruebas históricas. Entre las tres obras hay una continuidad
de pensamiento. Pero El defensor menor es el que va más lejos
en cuanto a las consecuencias prácticas, tanto políticas como
eclesiológicas. Marsilio excluye a los sacerdotes de todas las vías
del poder político y concede todo poder al gobernante civil, in-
cluido el poder en el ámbito eclesial, aspecto en el que Ockham
nunca le siguió. El rechazo del dualismo de poderes en la socie-
dad es la originalidad de Marsilio y da unidad a toda su obra.
SOBRE LA TRANSFERENCIA DEL IMPERIO
El humanista Konrad Peutinger copió, en el monasterio de
Tegernsee, el tratado anónimo De translatione Impeñi y lo uti-
lizó, en su Informe sobre la elección imperial de 1519, para apo-
yar la libre elección de Carlos V a la sucesión de Maximiliano
I, frente al Papa, que promovía a Francisco I de Francia: reco-
noce que hay pocos datos históricos sobre la institución de la
elección imperial y da especial importancia a un tratado «anó-
nimo» sobre la transferencia del Imperio, del que cita el pasa-
je relativo a los siete príncipes electores a la muerte de Odón
III (TI XI). Hasta 1522, cuando se imprimió por primera vez El
defensor de la paz, no se supo que ese breve tratado anónimo
era también de Marsilio. Peutinger lo volvió a emplear en
1530, con ocasión de la controversia entre Clemente VII y Al-
fonso d'Este en torno a la posesión de Módena, cuya solución
había sido encomendada al emperador Carlos V: entre las
pruebas históricas sobre la pertenencia de Módena al dominio
imperial y no al pontificio, que Peutinger expone en carta a
Matteo Casella, consejero de Alfonso d'Este, figura un texto so-
bre la existencia en el pasado de una «provincia 28Aemilia», que
está tomado de esta obra atribuida ya a Marsilio .
Flacius Illyricus imprimió el tratado en 1555, en Basilea,
a partir de otro manuscrito menos fiel al original que el
trascrito por Peutinger. Pero no atrajo la atención de los
historiadores en los siglos siguientes. Quizá por culpa de la
mala edición de M. Goldast en 1614, hecha sobre el texto
más alejado del original.

28
TI VIII. Véase G. Piaia, Marsilio nella Riforma e nella Controriforma, Pa-
dova, Antenore, 1977, págs. 102-103.

—49—
La fecha de su redacción es imprecisa. Tiene que ser pos-
terior a la conclusión de El defensor de la paz (24 de junio de
1324). Casi al final, Marsilio se compromete a escribir un
tratado distinto para analizar la cuestión histórica de la
transferencia del Imperio Romano (DP II,XXX,7). Allí dedi-
ca un amplio espacio a refutar las pretensiones papales ba-
sadas en el argumento de la Donación de Constantino y deja
la historia de la transferencia del Imperio para otro tratado.
La transferencia del Imperio tiene, por tanto, una conexión li-
teral con El defensor de la paz y se puede entender como co-
rolario suyo; es decir, su escritura estaba ya prevista y sus lí-
neas maestras concebidas en el momento de concluir la obra
principal. Pero desconocemos si se puso a cumplir la anun-
ciada tarea de inmediato, después de terminar El defensor de
la paz, o si la pospuso para más adelante. Lo más probable
es que29 lo escribiera cuando estaba todavía en París (1324-
1326) .
El comienzo del nuevo tratado remite al compromiso ad-
quirido en el 'Defensor mayor': «Después de haber escrito en el
tratado El defensor de la paz sobre la institución del principado
Romano y de cualquier otro gobierno, sobre una nueva trans-
ferencia o sobre cualquier otro cambio relativo al gobierno, y
después de haber dicho por quién y de qué manera puede y
debe hacerse según la razón o en derecho, ahora, en estas pá-
ginas, queremos reseñar críticamente el tratado De la transfe-
rencia de la sede Imperial», atenta recopilación de crónicas e
historias hecha por el venerable sátrapa romano Landolfo Co-
lonna»30.
Marsilio discrepa de la narración histórica que Colonna ha-
bía escrito, entre 1317 y 1324, para favorecer al Papado, por-
que lesiona los derechos del Imperio; y se propone criticarla.
Por tanto, escribió el tratado sobre la transferencia del Impe-
rio para refutar la manipulación de los hechos históricos per-
petrada por Colonna. Y con ello cumple el compromiso ex-
presado en El defensor de la paz. Dos referencias de La

29
C. J. Nederman, «Editors Introduction», ob. cit, pág. XII; por lo menos,
«antes de la muerte Juan XXII ocurrida en 1334», ibidem, pág. XXVII. Pero,
según Dolcini (ob., cit., pág. 40), no es posible datar este tratado.
30
TI I. Nominada por Marsilio Tractatus seáis Imperialis translatione, esta
obra se conoce por Tractatus de translatione et mutatione Imperii, o también
Tractatus de translatione Imperii a Grecis ad Latinos; M. Goldast (ed.), Monar-
chia Sancti Romani Imperii (Frankfurt, 1611-1614), vol. 2, págs. 88-95.

—50—
transferencia del Imperio a su primer tratado ratifican la conti-
nuidad entre estas dos obras: una, al final, sobre la validez de
la transferencia imperial, que ya había sido demostrada racio-
nalmente «en nuestro Defensor de la paz I,XII y XIII; y II,XXX»
(TI XII); y la otra, en el punto clave, cuando afirma que la
transferencia imperial tiene fuerza, validez y legitimidad sin
necesidad de la mediación papal (TI X).
La transferencia del Imperio refuta, desde la historia, el po-
der del Papa sobre el Emperador; y, de ese modo, completa la
refutación de laplenitudo potestatis pontificia, que en El defen-
sor de la paz se había hecho desde la razón y la Escritura. El
nuevo tratado analiza en doce capítulos la evolución de la
transferencia del Imperio Romano hasta la Baja Edad Media.
Seis manuscritos de origen alemán han incorporado un Catá-
logo de los emperadores Romanos, desde Julio César hasta Luis
de Baviera, que no es de Marsilio. El objetivo de esta obra es
demostrar la autonomía del Imperio, porque su institución no
proviene de la Iglesia y el Emperador no recibe el poder de ma-
nos del Pontífice. Para ello decide narrar los acontecimientos
en orden cronológico y atenerse a los hechos probados, con el
apoyo de narraciones auténticas y fuentes históricas reconoci-
das (TI I).
Hay notables diferencias entre el texto de Marsilio y el de
Colonna criticado. La principal fuente que utiliza Marsilio
aquí es la Crónica de los emperadores y pontífices, de Martín de
Polonia, citado ya en El defensor de la paz para demostrar que
el primado del obispo de Roma es obra de Constantino, lo que
prueba que compete al legislador humano instituir una capita-
lidad o cabeza principal en la Iglesia (DP II,XXII,10). Pese a
ello, también critica el enfoque de Martín de Polonia, porque
«justifica todo lo que puede las usurpaciones de los pontífices
Romanos y embrolla los derechos de los príncipes o del legis-
lador humano» y llega a mentir para agradar al Papa, cuando
denomina «mala costumbre» que los Romanos pidieran al
Emperador que les diera un Pontífice (DP II,XXV,8). Marsilio,
para quien la costumbre no era «mala» ni reprochable, desta-
ca que el historiador admite la costumbre y que eso supone re-
conocer que el fundamento del Papado está en el legislador
humano. Marsilio dedica esta obra a probar con escritos histó-
ricos que el poder, incluido el del Emperador, es de institución
humana.
A veces, Marsilio parece preferir el tratado Origen, transfe-
rencia y constitución del Imperio Romano, del que copia pasa-

—51—
jes enteros, porque aborda ya la transferencia del Imperio des-
de una perspectiva plenamente histórica. Este tratado apare-
ció también anónimo hacia 1314 y se ha atribuido a Tolomeo
de Lucca. Está escrito en respuesta a la Monarquía de Dante y
es probable que Colonna se inspirase ya en él31. Sin embargo,
Marsilio no cita nunca la obra de Dante, que sin duda conocía.
Otros historiadores utilizados, además de Martín de Polonia,
son Admonio de Fleury, Isidoro de Sevilla, Ricardo de Cluny y
Sicardo de Cremona. También cita, para la institución de los
cardenales, la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesárea, que
lee en la traducción de san Jerónimo y denomina, por ello, «las
crónicas de san Jerónimo» (DTIIV). De modo que examina las
pretensiones históricas de los partidarios del Papado, para des-
truirlas por medio de la crítica interna a las mismas. Después de
la razón filosófica y la revelación, la historia también se convier-
te en campo de batalla contra la doctrina de laplenitudo potesta-
tis. El propósito del tratado es, por tanto, político y no histórico:
se dirige a neutralizar el libro de Colonna que circulaba como
arma favorable al enemigo.
Debemos precisar que Marsilio no es un historiador, sino
que aprovecha las crónicas de otros para evocar los datos his-
tóricos que sirven a su propósito. Por ejemplo, describe la Igle-
sia primitiva en El defensor de la paz, para contrastarla con la
de su tiempo y exigir que recupere su modo de ser original.
Más que el valor histórico como tal, lo que a Marsilio le intere-
sa es la función didáctica que tiene la historia: el estudio de la
evolución de los hechos y de los cambios en las instituciones
permite dar cuenta del significado político de los mismos. Pero
no trata de dar a los acontecimientos históricos el valor de pe-
dagogía teológica que tenían en la tradición agustiniana, sino
que recurre a la historia para reencontrar los hechos en su des-
nudo origen político, para mostrar los hechos cuya validez el
derecho ha apreciado e institucionalizado. Sus palabras expre-
san con claridad esa evocación 'política' de la historia: «Pues-
tos a responder a las cuestiones propuestas, convendrá aten-
der; primero, hasta dónde se han extendido de facto estos
poderes atribuidos al obispo de Roma y de qué manera surgie-
ron; después, hasta qué punto tales poderes han sido o habrían
debido ser conformes al derecho divino o humano o a los dic-
támenes de la recta razón, en contradicción con los cuales, al

31
B. Guenée, «Avant Propos», en C. Jeudy y J. Quillet, ob. cit, págs. 3-5.

—52—
menos en ciertos casos, han venido estando. Una vez aclarado
este punto, sabremos qué poderes de los susodichos deben ser
aprobados y reconocidos como conformes a las formas del de-
recho y a la razón, y cuáles, por el contrario, hay que rechazar
y evitar porque son nocivos para la vida y la paz de los fíeles»
(DP II, XVm,2).
La perspectiva política guía la mirada histórica. Por ello, a
fin de recusar cualquier papel del Papado en la transferencia
del Imperio desde Oriente a los legítimos sucesores alemanes,
quita valor histórico a las transferencias realizadas por Este-
ban II, Adriano I y León III, suprime la referencia a la institu-
ción de los siete príncipes electores por parte de Gregorio V y
justifica en motivos históricos y estrategias políticas la trans-
ferencia del Imperio de los Griegos a los Francos y de éstos a
los Germanos. Asimismo defiende que el derecho de elegir
Emperador pertenece a los príncipes electores y reserva a los
obispos —no dice al Pontífice— la coronación, que no confie-
re poder alguno, sino que es considerada una ceremonia de
celebración de la llegada de una autoridad legítima ya cons-
tituida. El objetivo es, por tanto, doble: primero, establecer la
legitimidad de la actual jurisdicción del cargo de Emperador,
por ser el resultado de una serie de transferencias de poder,
correctamente hechas según los procedimientos de su elec-
ción; en segundo lugar, mostrar que al Papa no le incumbe
ningún papel decisivo en la transferencia del poder y que la
función que ha podido jugar en la sucesiva transmisión a los
Francos y a los Germanos ha sido accidental y honorífica. La
conclusión es que, aunque la tradición ha permitido que los
Papas coronen a los nuevos emperadores, la fuente de la au-
toridad imperial no es el Papado, sino un proceso histórico al
margen del control papal.
Los hechos posteriores vendrían a darle la razón a Marsilio
en este punto. Tras ser elegido Papa en 1342, Clemente VI,
gran diplomático, suscitó un rival de Luis de Baviera en Ale-
mania en la persona de Carlos IV de Luxemburgo, que se com-
prometió a contentar a la Santa Sede. Sin embargo, las ciuda-
des se mantuvieron fieles a Luis y hubo que esperar a que éste
muriese, en 1347, para que Carlos IV se impusiese sin dificul-
tades. Unos años más tarde, con el consentimiento del Papa,
Carlos IV marchó a Roma para ser coronado Emperador. A
primera vista parecía que Clemente VI había salvado las pre-
tensiones de sometimiento del Imperio a su poder, pero el éxi-
to era más aparente que real: el 10 de enero de 1356, en la Die-

—53—
ta de Nuremberg, se promulgó la Bula de Oro que regulaba la
elección del Emperador alemán por siete príncipes electores
sin referirse ya de ningún modo a la aspiración pontificia de
aprobar dicha elección.

—54—
Bibliografía
OBRAS DE MARSILIO DE PADUA

Ediciones críticas:

Defensor Minor, C. K. Brampton (ed.), edición latina e inglesa, Bir-


mingham, Cornish Brothers, 1922.
The Defensor Pads of Marsilius of Padua, C. W. Previté-Orton (ed.),
Cambridge, Cambridge University Press, 1928.
Marsilius von Padua Defensor Pads, R. Scholz (ed.), Hannover-Leip-
zig, Hahnsche Buchhandlung, 1932.
Marsile de Padoue. Oeuvres Mineures, C. Jeudy-J. Quillet (eds.), edición
en latín y francés, París, Centre National de la Recherche Scientifi-
que, 1979.

Traducciones:

Defensor pacis

El defensor de la paz, L. Martínez Gómez (trad.), Madrid, Tecnos,


1989.
Marsilius ofPadua, The Defender of Peace, II, A. Gewirth (trad.), Nue-
va York, 1956; Nueva York, Columbia University, 2001.
Marsilius von Padua, Der Verteidiger des Fríeden, W. Kunzmann
(trad.), Introducción de H. Kusch, con texto latino, 2 vols., Berlin,
Darmstadt, 1958; Stuttgart, 1979.
// Difensore della pace di Marsilio da Padova, C. Vasoli (trad.), Clasici
della Política, XI, Turin, Unione Tipografico-Editrice Torinese,
1960 (2.a ed., 1975).
Le Défenseur de la Paix, J. Quillet (trad.), Libr. Philosophique J. Vrin,
Paris, 1968.
Marsilio de Pádua, O defensor de la pao, J. A. R. de Souza (trad.), In-
troducción de F. Bertelloni y G. Piaia, Colecáo Clássicos do Pensa-
mento Politico, XII, Petropolis, Vozes, 1997.
// Difensore della Pace, M. Conetti, C. Fiocchi, S. Radice y S. Simonet-
ta (trads.), Introduzione de M. Fumagalli, 2 vols., con texto latino,
Milán, Rizzoli, 2001.

—55—
Defensor minor
Defensor Minor, C. K. Brampton (ed.), ob. cit., 1922.
II difensore minore, C. Vasoli (trad.), Ñapóles, Guida Editore, 1975.
Defensor minor, en C. Jeudy-J. Quillet, Marsile de Padoue. Oeuvres Mi-
neures, ob. cit, págs. 169-311.
Defensor Minor, en Writings on the Empire, C. J. Nederman (ed. y
trad.), Cambridge University Press, 1993, págs. 1-64.

De translatione Imperii

De translatione Imperil, en C. Jeudy-J. Quillet, Marsile de Padoue.


Oeuvres Mineures, ob. cit., 1979, págs. 368-433.
De translatione Imperii, en Writings on the Empire, C. J. Nederman
(ed. y trad.), ob. cit., 1993, págs. 1-64.
Sobre a translacáo do Imperio, J. A. de C. R. de Souza (trad.), en Ven-
tas, 43 (1998), págs. 703-723.

ESTUDIOS SOBRE LA OBRA DE MARSILIO DE PADUA


ACTAS del Congreso Internacional sobre Marsilio, Medioevo. Rivista di
stoña della filosofía medievale, V-VI, (1979-1980), Universitá de Pa-
dova.
ACTAS del Simposio sobre Marsilio, en el VII centenario de su naci-
miento, en G. Piaia (ed.), Marsilio, ieri e oggi. I simposi di Studia
Patavina, estratto da Studia Patavina Revista di scienze religiose, 27
(1980).
BATTAGLIA, E, Marsilio da Padova e la Filosofía política del Medio Evo,
Florencia, Felice Le Monnier, 1928.
CANNING, J., «The Role of Power in the Political Thought of Marsilius
of Padua», History of Political Thought, XX, 1 (1999), págs. 21-34.
CAPOGRASSI, G., «Intorno a Marsilio da Padova», Rivista internaziona-
le di filosofía del diñtto, 10 (1930), págs. 578-590; reedit. en IDEM,
Milán, Opere, IV, 1959, págs. 71-88.
CARR, D. R., «Marsilius of Padua and the Role of Law», Italian Quar-
terly, 28 (1987), págs. 5-25.
Cesar, F. J., ««Causa singularis discordiae» e situacáo italiana no «De-
fensor Pacis» de Marsilio de Pádua», Patrística et Mediaevalia, 18
(1997), págs. 20-28.
CHECCHINI, A., Interpretazione storica di Marsilio, Univ. di Padova, Pa-
dua, Cedam, 1942.
CHECCHINI, A. y BOBBIO, N. (eds.): Marsilio da Padova: Studi raccolti
nel VI centenario della morte, Universitá di Padova, Padua, Cedam,
1942.

—56—
CONDREN, C., «Democracy and the "Defensor Pacis" on the English
Language Tradition of Marsilian Interpretation», // Pensiero Politi-
co, 13 (1980), págs. 301-316.
DAMIATA, M., «Plenitudo potestatis» e «universitas civium» in Marsilio
da Padova, Florencia, Edizioni Studi Francescani, 1983.
Di Vona, P., I Principi del «Defensor pads», Ñapóles, Morano, 1974.
DOLCINI, C., Introduzione a Marsilio da Padova, Roma-Bari, Later-
za,1995.
EMERTON, E., The «Defensor Pacis» of Marsilio of Padua. A Critical
Study, Cambridge, Harvard University Press, 1920.
GALVÂO DE SOUSA, J. P., O totalitarismo ñas origens da moderna teoría
do Estado. Um estudo sobre o «Defensor pads» de Marsüio de Pá-
dua, Sao Paulo, Industria Gráfica Saraiva, 1972.
GEWIRTH, A., Marsilius ofPadua and the Medieval Political Philosophy,
Londres, Me Muían, 1951.
GRIGNASCHI, M., «Le rôle de rAristotelisme dans le "Defensor pacis"
de Marsile de Padoue», Revue d'Histoire et de Philosophie Religieu-
se, 35 (1955), págs. 301-340.
— «Reflexions suggérées par une dernière lecture du «Defensor pa-
cis» de Marsile de Padoue», en Peláez, J. M. (éd.), Ciencia política
comparada y derecho y economía en las relaciones internacionales.
Señe Estudios interdisciplinares en homenaje a Ferrán Valls i Taber-
ner, XVI, Universidad de Málaga, 1992, págs. 4507-4528.
GUENÉE, В., «Marsile de Padoue et l'histoire», en IDEM, Politique et
histoire au moyen âge. Recueil d'articles sur l'histoire politique et
l'historiographie médiévale (1956-1981), París, págs. 327-340.
KÜHN, W., «Le fondement du pouvoir politique d'après Marsile de Pa-
doue et ses contemporains», Medioevo, XTV (1993), págs. 271-286.
LAGARDE, G., La naissance de l'esprit laïque au déclin du Moyen Age, II,
Marsile de Padoue, III, Le Defensor Pacis, Lovaina-Paris, eds. Nau-
welaerts, 1970.
LEWIS, E., «The positivism of Marsiglio of Padua», Speculum, 38
(1963), págs. 541-582.
MAGLIO G., Autonomía délia città, dell'uomo e religione in Marsilio da
Padova, S. Pietro in Cariano, Gabrielli editori, 2003.
MÉNARD, J., «L'aventure historiographique du "Défenseur de la paix"
de Marsile de Padoue», Science et Esprit. Revue théologique et phi-
losophique, XLI/3 (1989), págs. 287-322.
MERLO, M., Marsilio da Padova. Il pensiero délia política corne gram-
matica del mutamento, Milán, Franco Angeli, 2004.
NEDERMAN, C. J., Community and Consent. The Secular Political The-
ory of Marsiglio of Padua's «Defensor Pacis», Lanham, Rowman &
Littlefield, 1995.
OLIVIERI, L., «Il tutto e la parte nel «Defensor pacis» di Marsilio da
Padova», Rivista [Critica] di Storia della Filosofía, 37 (1982),
págs. 65-74.
OMAGGIO, V, Marsilio, da Padova: Diritto e Política nel «Defensor pa-
cis», Ñapóles, Editoriale Scientifica, 1995.

—57—
PASSERIN D'ENTRÉVES, A., «Rileggendo il "Defensor pads"», en Rivis-
ta storica italiana, 51 (1934), págs. 1-37; reedit. en idem, Saggi di
storia del pensiero político: dal medioevo alia societá contemporá-
nea, Milán, Franco Angeli, 1992, págs. 135-167.
— The medieval Contribution to Political Thought. Thomas Aquinas,
Marsilius of Padua, Oxford, Richard Holkot, 1939, págs. 44-87.
— «La fortuna di Marsilio da Padova in Inghilterra», Giornale degli
economisti e annali di economía, 2 (1940), págs. 135-152; en idem,
Saggi di storia del pensiero político dal medioevo alia societá con-
temporánea, ob. cit, págs. 169-186.
PIAIA, G., Marsilio da Padova nella Riforma e nella Controñforma. For-
tuna ed interpretazione, Universitá di Padova, Padua, Antenore,
1977.
— Marsilio e dintorni. Contributi alia storia delle idee, Padua, Anteno-
re, 1999.
PINCIN, C., Marsilio, Turin, Giappichelli, 1967.
Previté-Orton, C. W., «Marsilius of Padua, Annual Italian Lecture of
the British Accademy, 1935», en British Academy XXI (1935),
Humphrey Milford, Londres, Oxford University Press, págs. 137-
183.
QUAGLIONI, D., «Aux origines de l'état la'ique? Empire et Papauté chez
Marsile de Padoue», en Cazzaniga, G.y Y. Zarka, Penser la souve-
raineté a Vepoque moderne et contemporaine, Pisa-Paris, d. ETS-Li-
brairie Philosophique J. Vrin, 2001, págs. 11-21.
QUILLET, J., La philosophie politique de Marsile de Padoue, Paris, Li-
braire Philosophique J. Vrin, 1970.
RuFFiNi-AvoNDO, E., «Il «Defensor pacis» di Marsilio da Padova», Re-
vista Storica Italiana, 41 (1924), págs. 113-166.
SABETTI, A., Marsilio da Padova e la filosofia política del secólo XIV, Ña-
póles, Liguori, 1964.
SCHOLZ, R., «Marsilius von Padua und die Idee der Democratic»,
Zeitschrift fur Politik, 1 (1908), págs. 61-94.
— «Marsilius von Padua und die Genesis des modernen Staatbe-
wusstsein», en Histoñsche Zeitschrift, 156 (1936), págs. 88-103.
SEGALL, H., Der «Defensor pacis» des Marsilius von Padua, Grundfra-
gen der Interpretation, Wiesbaden, Franz Steiner Verlag, 1959.
SIMONETTA, S., Dal Difensore della Pace al Leviatano. Marsilio da Pado-
va nel Seicento inglese, Milán, Unicopli, 2000.
— Marsilio in Inghilterra. Stato e chiesa nel pensiero politico inglese fra
XIV e XVII secólo, Milán, LED, 2000.
SOUZA, J. A. de C. R., «Marsilio de Padua e a "plenitudo potestatis"»,
Revista Portuguesa de filosofía, Braga, 39 (1983), págs. 119-169.
— «Marsilio da Padua e o "De iurisdictione imperatoris in causis matri-
monialibus"», Leopoldianum (Santos), 11 (1984), 32, págs. 145-191.
— «A argumentacao política de Ockham a favor do primado de Pe-
dro contraria a tese de Marsilio de Pádua», en Idade Media. Ética e
Política, Porto Alegre, Universidade Católica do Rio Grande do Sul
(EDIPUCRS), 1996, págs. 473-484.

—58—
— «"Scientia histórica e philosophia politica" no "Tratado sobre a
translaçâo do Imperio" de Marsilio de Pádua», Veritas, 43 (1998),
págs. 643-655.
TORRACO, S., Priests as Physicieans of Souls in Marsilius of Padua's
«Defensor pads», San Francisco, Mellen Research University
Press, 1992.
TOSCANO, A., Marsilio da Padova e Niccolo Machiavelli, Ravenna, Lon-
go Editore, 1981.
VALOIS, N., «Jean de Jandun et Marsile de Padoue, auteurs du "Defen-
sor pacis"», en Histoire Littéraire de la France, t. XXXIII, Paris,
1906, págs. 528-623.
WILKS, M. J., «Corporation and Representation in the "Defensor pa-
cis"», Studia Gratiana, XV (1972), págs. 251-292.
BIBLIOGRAFÍA EN CASTELLANO
ANSUÁTEGUI, J., «La crisis del bloque monolítico medieval. El ejemplo
de Marsilio de Padua», en idem, Orígenes doctrinales de la libertad
de expresión, Madrid, Universidad Carlos III-B.O.E., 1994, págs.
111-137.
BAYONA, B., «Precisiones sobre el corpus marsiliano. Las obras de
Marsilio de Padua», en J. Solana, E. Burgos, y P. L. Blasco (eds.),
Las raíces de la cultura europea. Ensayos en homenaje al profesor
Joaquín Lomba, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2004, pági-.
ñas 159-182.
— «Precisiones sobre la interpretación nominalista de la civitos en
Marsilio de Padua», Revista española de Filosofía medieval (Zara-
goza), 11 (2004), págs. 287-298.
— «La laicidad de la valentior pars en la filosofía de Marsilio de Pa-
dua», Patrística et Mediaevalia (Buenos Aires), XXVI (2005), pági-
nas 65-87.
— «La incongruencia de la denominación averroísmo político», en Ac-
tas IV Congreso Nacional de Filosofía Medieval, Córdoba, 2005 (en im-
prenta).
— Marsilio de Padua, Biblioteca filosófica, Madrid, Ediciones del
Orto (en imprenta).
— «La concepción de la ley en la filosofía política de Marsilio de Pa-
dua», Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, Madrid, Uni-
versidad Complutense, vol. 22 (2005), ISSN 0211-2337 (en im-
prenta).
— «Marsilio de Padua frente a los planteamientos dualistas de
Juan de París y Dante, favorables a la autonomía del poder tem-
poral», Principios. Revista de Filosofía, Universidad Federal do
Rio Grande do Norte (Brasil), v. 12, núm. 17 (2005).
BERTELLONI, E, «Marsilio de Padua y la filosofía política medieval»,
en E Bertelloni y G. Burlando (eds.), La Filosofía Medieval. Enci-
clopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. XXW, Madrid, Trotta-
CSIC, 2002, págs. 237-262.

59
CASTELLO DUBRA, J., «Marsilio de Padua y la teoría de la soberanía
popular», Patrística et Mediaevalia, 22 (2001), págs. 76-89.
— «La significación política del concepto de justicia en Marsilio de
Padua», Principios. Revista de filosofía, Universidad Federal do Rio
Grande do Norte (Brasil), 11-12 (2002).
García Cue, J. R., «Teoría de la ley y de la soberanía popular en el "De-
fensor pacis" de Marsilio de Padua», Revista de Estudios Políticos,
43 (1985), págs. 107-148.
Orella y Unzue, J. L., «Marsilio de Padua. Encuadre histórico de su
aportación ideológica», en Estudios del Derecho y de la Ciencia Ju-
rídica en homenaje al Catedrático D. Luis Legaz y Lacambra (1906-
1980), II, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales-Facultad
de Derecho de la Universidad Complutense, 1985, 115-151.
PIERPAULI, J. R., «El origen de la comunidad política en la Edad Me-
dia. Alberto Magno-Tomás de Aquino y Marsilio de Padua», Revis-
ta Internazionale di Filosofía delDirítto, 1 (2001), págs. 47-76.
ROCHE, P., «La «plenitudo potestatis» en el "Defensor minor" de
Marsilio de Padua», en Endoxa, 6 (1995), Madrid, UNED, pági-
nas 241-262.
— «La ley en el "Defensor minor" de Marsilio de Padua», Revista Es-
pañola de Filosofía Medieval, 2 (1995), págs. 91-99.
— «El gobernante y el gobierno recto en la Exposición de la Repúbli-
ca de Platón de Averroes», en Averroes y los averroísmos, J. M. Aya-
la (coord.), Zaragoza, Sociedad de Filosofía Medieval, 1999, pági-
nas 241-249.
— «Temporalia et dominium ecclesiae en el De ecclesiastica potestate
de Egidio Romano», en Actas IV Congreso Nacional de Filosofía
Medieval, Córdoba, 2005 (en imprenta).
— «La plenitudo potestatis en el De ecclesiastica potestate de Egidio
Romano», Actas del XI Congreso Internacional de Filosofía medie-
val, Oporto, 2005 (en imprenta).
TRUYOL Y SERRA, A., «"Sacerdotium, imperíum, regna", en las doctri-
nas de comienzos del siglo xiv», en Historia de la Filosofía del De-
recho y del Estado, I, Madrid, Alianza, 1995, págs. 390-408; «Ave-
rroísmo político y fideísmo en el siglo xiv, Marsilio de Padua.
Guillermo de Ockham», ibíd., págs. 409-422.

BIBLIOGRAFÍA MARSILIANA EN ESTUDIOS GENERALES


Bianchi, L. y Randi, E., Le verítá disonanti. Arístotele alia fine del Me-
dioevo, Barí, Laterza, 1990.
CANNING, J., «Law, sovereignty and corporation theory 1300-1450», en
J. H. Burns (ed.): The Cambridge History of Medieval Political
Thought, C.350-C.1450, Cambridge, Cambridge University Press,
1991, págs. 454-476.
COSTA, P., «lurísdictio». Semántica del potere politico nella pubblicisti-
ca medievale (1100-1433), Milán, A. Giuffré, 1969.

—60—
DOLCINI, C. (ed.), // pensiero politico del Basso Medioevo. Antología di
saggi, Bolonia, Patron, 1983.
— (ed.), «U pensiero politico. Idee, teorie, dottrine, I (Etá antica e Me-
dioevo), Turin, Unione Tipografico-Editrice Torinese, 1999.
DUNBABIN, J., «Government», en J. H. Burns (ed.), The Cambridge His-
tory of Medieval Political Thought, c. 350-C.1450, ob. cit, 1991, pági-
nas 477-519.
HYDE, J. K., Padua in the Age of Dante, Manchester-Nueva York, Man-
chester Univ. Press, 1966.
KANTOROWICZ, E. H., The Kings Two Bodies. A Study in Mediaeval Po-
litical Theology, 1957, 2.a ed. Princenton, 1966.
KRETZMANN, N., KENNY, A. y PINBORG, J. (eds.), The Cambridge History of
Later Medieval Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press,
1988.
KRITSCH, R., Soberanía. A construcao de um conceito, Universidade de
Sao Paolo, 2002.
MAIRET, G., «La génesis del Estado laico de Marsilio de Padua a Luis
XIV», en F. Chátelet, Historia de las ideologías, I, Madrid, ZERO-
ZYX, 1978, págs. 531-562.
MARANGON, P., // pensiero ereticale nella Marca trevigiana e a Venezia
del 1200 al 1350, Francisci editore, Padua, Abano Terme, 1984.
Me Clelland, J. S., A History of Western Political Thought, Londres,
Routledge, 1996, págs. 129-148.
Me Ilwain, C. H., The Growth of Political Thought in the West, Nueva
York, Macmillan, 1932, págs. 297-313.
MIETHKE, J., Das Publikum politischer Theorie im 14. Jahrhundert,
Munich, Schriften des Historisches Kollegs-Kolloquien 21, 1992.
MONAHAN, A. P., Consent, Coercion and Limit: The Medieval Origins of
Parlamentary Democracy, Kingston y Montreal, McGill-Queens
University Press, 1987, págs. 209-229.
NARDI, B., Saggi sull'aristotelismo padovano del secólo XIV al XVI, Flo-
rencia, G. C. Sansoni editore, 1958.
OFFLER, H. S., «Empire and Papacy: The Last Struggle», en Transactions
of the Royal Historical Society, Series 5, VI (1956), págs. 21-47.
PENNINGTON, K., «Law, legislative authority and theories of govern-
ment, 1150-1300», en J. H. Burns (ed.), The Cambridge History of
Medieval Political Thought, c. 350-c. 1450, ob. cit., 1991, pági-
nas 424-453.
QUILLET, J., «Community, counsel and representation», en J. H. Burns
(ed.), The Cambridge History of Medieval Political Thought, ob. cit.,
págs. 520-572.
SCHWOEBL, H. O., Der diplomatische Kampf zwisehen Ludwig dem Ba-
yern und der rómische Curie im Rdhme des Kanonischen Absolu-
tionsprozess (1330-1346), Weimar, 1968.
SOUZA, J. A. de C. R. (ed.), O Reino e o Sacerdocio. Opensamento poli-
tico na Alta Idade Media, Porto Alegre, Edipucrs, 1995.
TABACCO, G., Le ideologic politiche del Medioevo, Turin, Einaudi, 2000.
TROILO, E., Lo spirito dell'averroismo padovano, Padua, Liviana, 1954.

—61—
WALTHER, H. G., Imperiales Kónigtum, Konziliarismus und Volkssou-
veránitat. Studien zu den Grenzen des litteralterischen Souverani-
tátsgedanken, Munich, Wilhelm Fink Verlag, 1976.
WILKS, M. J., The Problem of Sovereignly in the Later Middle Ages. The
Papal Monarchy with Augustinus Triumphus and the Publicists,
Cambridge University Press, 1963.

BIBLIOGRAFÍA GENERAL TRADUCIDA


BLACK, A., El pensamiento político en Europa (1250-1450), Cambrid-
ge, Cambridge University Press, 1996.
GIERKE, O., Teorías políticas de la Edad Media, Madrid, Centro de Es-
tudios Políticos y Constitucionales, 1995.
GILSON, E., La Filosofía en la Edad Media, Madrid, Credos, 1965a, 7.a
reimpr., 1999.
MIETHKE, J., Las ideas políticas de la Edad Media, Buenos Aires, Bi-
blos, 1993.
SABINE, G. H., Historia de la teoría política, México, Fondo de Cultura
Económica, 3.a ed., 4.a reimpr., 1999.
ULLMANN, W., Principios de gobierno y política en la Edad Media, Ma-
drid, Alianza, 1985.
— His tona del Pensamiento Político en la Edad Media, Barcelona,
Ariel, 1997.

—62—
CRONOLOGÍA
This page intentionally left blank
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

1275
— Guillermo de Saliceto
hace disecciones quirúr-
gicas del cuerpo huma-
no.

1x77 1277
— Condena en París de Si- — La familia Visconti em-
ger de Bravante y del ave- pieza a gobernar en Mi-
rroísmo. lán.
I
gj ca. 1x78 1278
i — Nace Marsilio en Padua, — Los Habsburgo incorpo-
ciudad güelfa. ran Austria a Alemania.

1279
— Egidio Romano escribe
De regimine principum
para Felipe IV.

1281
— Disección humana en la
universidad de Bolonia.

1x82
— El comune de Padua dero-
ga las exenciones al clero.
Guerra civil hasta el com-
promiso de 1290.
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

— Insurrección antifrance-
sa Vísperas Sicilianas, Pe-
dro III de Aragón, rey de
Sicilia y excomulgado.
Felipe III de Francia ata-
ca Cataluña.

1283 1x83 1x83


— Ramón Llull escribe — El prehumanista Lovato — La nobleza aragonesa
Blanquerna y el Libro de Lovati identifica el sepul- obliga a Pedro IH a apro-
tas Maravillas. ero de Antenor, mítico bar en las Cortes el Privi-

ir fundador de la ciudad de
Padua y escribe un epita-
fio de corte clásico.
— Alfonso X facilita la labor
legio General de la Unión.

de la Escuela de Traduc-
tores de Toledo. Libro del
ajedrez, dados y tablas.

1284
— Cimabue pinta el Cristo
crucificado.

1285
— Accede al trono de Fran-
cia Felipe IV el Hermoso.
1x87
— Los estatutos permiten
intercambios de la Uni-
versidad de Padua con
las de París y Bolonia.

ixSS 1x88
— Ramón Llull recibe el tí- — Palacio municipal de Sie-
tulo de doctor en la Uni- na.
versidad de París.
1289
— El rey don Dionis de Por-
tugal firma el concordato
con el Papado.
| 1^90
^ — De regimine principum,
| de Engelberto d'Admont.

1291-13x7
— Jaime II de Aragón reci-
be el reino de Mallorca,
los territorios franceses
de Rosellón, Cerdaña y
Montpellier e incorpora
el reino de Murcia.
1292, 1292
— Roger Bacon escribe Com- — Sepulcros de Westminster.
pendium studii theologi-
cae y muere.
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

i*93
— Se consolida en Floren-
cia el popólo graso como
poder político y econó-
mico.
1x94.99 1x94
— R. Llull escribe Taula Ge- — Abdica el Papa Celestino
neral, El árbol de la cien- V. Le sucede Bonifacio

ir
da, El libro de la filosofía VIII, canonista defensor
del Amor y Cant de Ra- de los privilegios pontifi-
món. cios.

1*9$
— Matteo Visconti accede a
la Señoría de Milán.
— Eduardo I convoca el
«Parlamento Modelo»,
paso clave en la creación
de la Cámara de los Co-
munes.

1*96 12,96
— Catedral de Florencia. — La Bula Clericis Laicos de
— Quirúrgica Magna, de Bonifacio VQI defiende
Lanfranchi. los bienes eclesiásticos.
1X97
— Luchas sociales entre ar-
tesanos y patricios en
Flandes. Reacción popu-
lar contra las fuerzas
ocupantes de Felipe IV
de Francia y sangriento
motín conocido por los
«maitines de Brujas».

1298
— Marco Polo, tras regresar
de China y ser apresado
por los genoveses, dicta
| en la cárcel el relato de
Q sus viajes, el Libro de las
| maravillas del mundo.

1300
— Año jubilar. La participa-
ción masiva y el entusias-
mo popular refuerzan la
lucha del papa Bonifacio
VIII contra el poder tem-
poral.
— Fabricación de la pólvora
y de cañones en Occi-
dente.
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

1301 1301
— De regimine principum, — La reina María de Moli-
de Tolomeo de Lucca. na, viuda de Sancho IV
de Castilla, sostiene la
monarquía castellana en
las minorías de Fernando
IV y de Alfonso XI.
— Bulas papales, Salvator
mundi y Ausculta filii ca-
sissimi. Los consejeros
1 del rey francés escriben

r
¿i

1302, 1302,
contra las pretensiones
del Pontífice.

— De ecclesiastica potestate, — Bonifacio VIII invoca la


de Egidio Romano. subordinación del poder
— De potestate regia et papa- temporal al espiritual en
li, de Juan Quidort de Pa- la bula Unam Sanctam y
rís. excomulga a Felipe IV el
Hermoso. Se reúne la
asamblea de los Tres Esta-
dos para apoyar al mo-
narca.

1301-03
— Roger de Flor dirige a los
almogávares de Sicilia a
Constantinopla.
1303 1303
— Duns Scoto se exilia de — Pedro Abano redacta en
París, por no apoyar al París el Conciliator Diffe-
rey Felipe IV, en su dis- rentiarum, síntesis de la
puta con el papa Bonifa- medicina escolástica, que
cio VIII sobre las propie- termina en 1306 ya en
dades de la Iglesia. Padua.

1304-05
— Giotto pinta en Padua la
capilla Scrovegni.

1305
— El papa Clemente V, de
i
h-*
ascendencia gascona, se
somete al rey de Francia
y fija la Curia en Aviñón,
feudo de los Anjou de
Ñapóles.

1306

— De recuperatione Sanctae
Terrae, de Pierre Dubois.

1307
— Duns Escoto es enviado a
Colonia, donde muere al
año siguiente.
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

1308 1308-1311 1308


— Engelberto d'Admont — Ducio pinta Maestá en — Asesinado el emperador
aboga por la reorganiza- Siena. Alberto I, le sucede Enri-
ción del Imperio como que VIL
condición para la paz, en — Muere Azzo VIII d'Este,
De ortu, progressu et fine Señor de Ferrara. Vene-
Romani Imperil. cia y el Papado luchan
por la sucesión. Vence el
Papa, que gobierna la
ciudad hasta 1317.
^j
K \
1309-13x4 1309
1>J
— Se construye el Palacio — Enrique VII declara la
Ducal de Venecia. guerra a Roberto de Ña-
póles.

I3IO 1310 1310


— Pedro Abano escribe el — Anatomía, de H. de Mon- — Expedición del empera-
Comentario de los Proble- deville. dor Enrique VII a Italia.
mata de Aristóteles. — Confessió de Barcelona.
— R. Llull escribe Los doce Informado espiritual al
principios de la Filosofía Reí Frederic, de Arnau de
y Del modo natural de en- Vilanova.
tender.

1311 1311
— Dante escribe Monar- — Mateo Visconti es nom-
chia, bajo el impacto del brado vicario imperial en
viaje imperial y entre la Milán.
2 .a y 3 .a parte de la Divina — Cangrande della Scala se
Comedia. convierte en único Señor
de Verona y se lanza a
conquistar Vicenza, que
pertenecía a Padua.
— Los almogávares ceden a
Aragón los ducados de
Atenas y Neopatria.

1311-12,
— Concilio de Viena.

1312-1313 i3ix 1312,


— Rector en la Universidad — Se establece en Aviñón la — Coronación imperial de
| de París. familia de Petrarca. Enrique VII.
£j — Clemente V suprime la
| orden de los Templarios.

1313 1313
— Nace Boccaccio. — Muere Enrique VII en
Siena. Los príncipes eli-
gen a Luis de Baviera. El
Papa apoya a Federico
de Austria. Comienza
una larga guerra civil.

1314
— Muere Felipe IV de Fran-
cia.

1315
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

1315 I3I5-X3 — El cronista paduano


— Testigo en Padua del tes- — Composición de las Mussato, coronado poeta
tamento de Pedro de Quaestiones super Me- por su tragedia Ecerinis,
Abano. taphysicam I-VI de Juan que narra la caída del ti-
de Jandún, atribuidas a rano Ezzelino y prefigu-
ca. 1315 Marsilio. ra la de Cangrande.
— Mussato le dedica la Evi- — Epístolas de Dante.
dentia tragediarum Sene- — Instalación de relojes en
ce. las catedrales.
— Marsilio lleva a París,
| para Juan de Jandún, la
•^ Expositio de Abano a los
i Problemata de Aristóte-
1
les.

1316 1316 1316 1316


— Ramón Llull publica Ars — Viaje de los dominicos a — Tras un tumultuoso cón-
— El papa Juan XXII lo generalis y muere en Ma- Etiopía. Leyenda del Pres- clave, Juan XXII sucede
nombra canónigo de Pa- llorca, tras una expedi- te Juan. a Clemente V.
dua. ción misionera por el
Mediterráneo.

1317-1324 1317
— De translatione Imperil, — Don Dionis sienta las ba-
de Landolfo Colorína. ses de la flota portuguesa
con el genovés Pesagno.
1318 1318 1318
— Se ratifica la canonjía al — Frescos de Giotto en — Elección de Jacobo de
quedar la primera vacan- Santa Croce de Floren- Carrara como Señor de
te. cia. Padua.
— El Papa excomulga a Vis-
1319 conti, Cangrande y Bo-
— Marsilio, corno emisario nacolsi, señores gibeli-
de Cangrande della Scala nos de Milán, Verona y
y de Visconti, ofrece a Mantua.
Carlos de la Marca la di-
rección de la Liga gibeli-
na del Norte de Italia.

13x0 1320
| — Enseña en París la lógica — Cangrande es derrotado
5} y la metafísica de Aristó- por las tropas paduanas.
| teles. Escribe el Sofisma — Aragón se adueña de
sobre los universales. Co- Cerdeña y Córcega.
mienza estudios de teolo-
gía.

13*1
— Muere Dante, poco des-
pués de concluir la Divi-
na Comedia.
— Se construye la catedral
de Falencia.

i3*x 13^,
— Nicolás de Reggio traduce — Luis de Baviera vence a
al latín De usu partium, Federico de Austria en la
de Galeno. batalla de Mühldorf .
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

— Muere Mateo Visconti,


Señor de Milán.

132.3 1323-13x8
— Eckhart, vicario general — Sublevaciones en las ciu-
de los dominicos, rector dades industriales y ma-
en Colonia. rítimas de Flandes.
— La crisis agrícola, el
hambre y las guerras
causan una caída demo-
| gráfica.
<i
^ i3*4 13*4 i3*4
— Termina el Defensor pads — Summa de potestate ec- — Epístola métrica de A.
(24 de junio), que publi- clesiástica, de Agustín Mussato a Marsilio.
ca anónimo. Trionfo.

1324-132,6 c. 1324-1330
— Redacta el tratado De — Nace Juan Wiclef en
translatione Imperii. York.

13x5-6 1325
— Se conoce su autoría del — Sube al trono portugués
tratado. Huye a Nurem- Alfonso IV, que crea una
berg con Juan de Jandún justicia real más podero-
y se pone bajo la protec- sa.
ción de Luis de Baviera.
13x6-13x9
— Eckhart es acusado de
herejía y procesado.

13*7 13x7 13x7


— El Papa, en la bula Licet — Juan de Buridán, rector — Cancionero de Petrarca.
iwcta, condena el Defen- de París. Libro del caballero y el es-
sor pads y excomulga a — Muere Ubertino de Cásale, cudero, de Juan Manuel.
Marsilio y Juan de Jan- última figura del milena-
dún como sus autores. rismo joaquinista.

13x8 13x8 13x8 132,8


— Viaja por Italia con el — Ockham y el general de — Frescos de Simone Mar- — Luis de Baviera entra en
Emperador, que lo nom- los franciscanos se refu- tini en el Palacio Público Roma y es coronado Em-
| bra vicario in spiñtuali- gian con el Emperador. de Siena. perador por Sciarra Co-
^j bus de Roma. — Muere Juan de Jandún, — Comienza la construc- lorína como representante
| recién nombrado obispo ción de Santa María del del pueblo romano. Sen-
de Ferrara por el Empe- Mar en Barcelona. tencia de deposición de
rador. Juan XXII, Gloriosus
— De coelo et mundo, de Deus. El Emperador nom-
Buridán. bra Papa al franciscano
— Tractatus de proportioni- Pedro de Corbara, como
bus, de Tomás Bradwardi- Nicolás V. El nuevo Papa
ne, miembro de los Calcu- corona Emperador a Luis
ladores del Colegio Mer- IV. Independencia de Es-
ton en Oxford. cocia.

13*9 13x9
— Vuelta a Alemania con el — Muere Cangrande a las
Emperador. puertas de la conquista-
da Treviso.
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

1330 1330-4*
— Alvaro Pelayo escribe — El libro del Buen Amor, de
Collyrium adversus hae- Juan Ruiz, Arcipreste de
reses, publicada en 1344. Hita.

1331
— Redacta, con Miguel de
Cesena, Ockham, Bona-
gracia y otros francisca-
nos, la memoria política
| Quoniam scriptura, para
^i disuadir al Emperador
i de que negocie con Avi-
1
ñon.

133* 133*
— De statu et planctu Eccle- — Sentencia imperial que
siae, de Alvaro Pelayo, condena a Juan XXII por
corregida en 1340. herejías en las bulas
Ad conditorem canonum,
Cum inter nonnullos, Quia
quorundam. Se decreta
la destitución del Papa.
Éste responde con la
bula Quia vir reprobus.
— Revolución social en Es-
trasburgo: los artesanos
logran representación
paritaria en el Consejo
municipal.
— Probable origen de la
peste negra en la India.
1333-34
— Ockham escribe Opus
nonaginta dierum y Dia-
logus I.

1334 1334 1334


— La Curia exige el aleja- — Campanile de la catedral — Muere Juan XXII y lo
| miento de Marsilio, para de Florencia. sustituye el reformista
5J convocar un concilio en Benedicto XII.
| Bolonia que ponga fin al 1334-4*
conflicto. — Construcción del palacio
de los Papas en Aviñón.

1335 1335
— Regulae solvendi sophis- — El conde Lucanor, de
mata, del mertonense Juan Manuel.
Guillermo Heytesbury — Primer reloj con campa-
nas, en San Gotardo.

1336
— El Emperador justifica la 1336
acogida de Marsilio, por — Procuratorium de Luis de
ser buen médico y un Baviera para negociar
buen jurista sobre el de- con el nuevo Papa.
recho imperial.
VIDA Y OBRA DE MARSILIO ACONTECIMIENTOS CONTEXTO CULTURAL ACONTECIMIENTOS
DE PADUA FILOSÓFICOS HISTÓRICOS

— El levantamiento de los
artesanos en Zurich, que
desemboca en una dicta-
dura del noble Rodolfo
Brun.

1337 1337
— Biblioteca de la Universi- — Eduardo III de Inglaterra
dad de Oxford. reclama el trono de Fran-
cia. Empieza la Guerra
X
337'57 de los Cien Años.

r
oo — Alegoría del Buen y del
Mal Gobierno, frescos de
Lorenzetti en el Palacio
Público de Siena.

1338 1338
— Ockham escribe Dialo- — Dieta de Frankfurt: la
gus III. Tractatus II, de constitución Licet iuris
potestate et iuribus roma- declara innecesaria la ra-
nii imperi; y Compen- tificación papal del Em-
dium errorum papae Jo- perador.
hannis XXII.
1339-40
— Escribe los capítulos 1- 1939-41
12 del Defensor minor. — Ockham incorpora al
Dialogus III el Tractatus
/, De potestate Papae et
cleri; y escribe: Tractatus
de potestate imperiali.

1340-41 1340
— Escribe De matrimonio y — Delia Pratica della Merca-
Forma dispensations su- tura, tratado de Pergolet-
per affinitatem consan- ti sobre el comercio.
guinitatis (Defensor mi-
nor, capítulos 13-16).

1341 1341
— Ockham escribe Ocio — Petrarca es laureado poe-
quaestionum decisiones ta por el Senado de
l
oo
super potestatem Summi
Pontiflcis.
Roma.
i—*
11
I34X i34* i34*
— Se publica el Defensor — Ockham escribe Brevilo- — Matrimonio de Margari-
minor. quium de pñncipatu ta Maultasch con Luis de
tyrannico. Brandemburgo .
— Muere Benedicto XII. Le
1343 1343 sucede Clemente VI.
— El papa Clemente VI — Petrarca escribe De con-
anuncia la muerte de temptu mundi.
Marsilio.
This page intentionally left blank
Nota de los traductores

El presente volumen es la primera publicación en castellano


de los tratados de Marsilio de Padua, Defensor minor y De trans-
latione Imperí. Este último responde a un compromiso anuncia-
do por Marsilio en su tratado mayor, El defensor de la paz, y fue
escrito antes que El defensor menor, última obra que escribió
Marsilio de Padua, alrededor de un año antes de su muerte.
Sin embargo, en esta edición se invierte el orden cronológico
y El defensor menor se presenta antes que La transferencia del
Imperio, como ya hicieron tanto Jeudy y Quillet en la edición crí-
tica de ambos tratados (Oeuvres mineures, París, 1979), como
Nederman en la traducción inglesa de los mismos (Writings on
the Empire, Cambridge, 1993). Hemos decidido este orden de
presentación para facilitar que el tratado que tiene mayor conte-
nido teórico de los dos se lea antes que la narración histórica de
la transferencia del Imperio, cuyo sentido sólo se puede com-
prender bien gracias a los principios y objetivos del pensamien-
to político de Marsilio, que están expuestos en El defensor de la
paz, pero que el lector puede conocer aquí por la recopilación
que Marsilio hace de ellos en El defensor menor.
Hay dos ediciones latinas del Defensor minor, la de C. K.
Brampton (Birmingham, 1922) y la ya citada de C. Jeudy y J.
Quillet (París, 1979). La traducción está basada en esta última
y ha sido revisada por el catedrático de latín, J. A. Monge
Marigorta. La hemos contrastado también con la traducción
italiana que hizo C. Vasoli (Ñapóles, 1975) a partir de la edi-
ción de Brampton, la única existente en aquel momento. Por
último, hemos tenido en cuenta asimismo las versiones france-
sa e inglesa, de Quillet y Nederman, antes mencionadas.
La única publicación moderna del texto latino del De trans-
latione Imperii es la edición crítica de C. Jeudy y J. Quillet, que
ha servido de texto base para nuestra traducción y para mu-
chas de las precisiones históricas que figuran en las notas.
Además de la traducción francesa incluida en esa edición, en
este caso hemos consultado la versión inglesa de Nederman
(1993) y la traducción portuguesa de J. A. de Souza (1998).

—83—
This page intentionally left blank
EL DEFENSOR MENOR
This page intentionally left blank
Da comienzo el libro titulado El defensor menor, publicado
por el Maestro Marsilio de Padua después de El defensor de la
paz.

CAPÍTULO PRIMERO
{!}. Puesto que en la anterior obra expusimos, según la en-
señanza del Maestro de las Sentencias1, que los sacerdotes tie-
nen un cierto «poder de atar y desatar», esto es, de excomulgar
a los pecadores y de apartarlos de la participación de los bie-
nes, tanto espirituales como civiles o temporales, y de la convi-
vencia con los otros fieles, poder que algunos llaman jurisdic-
ción, parece del todo conveniente examinar qué se entiende
por jurisdicción, en cuántas acepciones se emplea y si, en al-
gún sentido, la jurisdicción del Emperador corresponde a los
obispos y a los sacerdotes.
{2}. Pues bien, jurisdicción, como su nombre indica, con-
siste en la «dictio iuris», esto es, en pronunciar el derecho (di-
cere ius); pero derecho es lo mismo que ley. La ley, a su vez, es
doble: una divina, otra humana. Y, si tomamos la ley en su sen-
tido último y propio, tal como dijimos en el capítulo X de la
primera Parte de El defensor de la paz, la ley divina es un pre-
cepto inmediato de Dios, sin deliberación humana, sobre los
actos humanos voluntarios que hay que realizar u omitir en
esta vida, pero sólo a fin de alcanzar el mejor 2fin o estado que
conviene a cualquier hombre en la otra vida . Digo precepto
1
Petrus Lombardus, Sententiarum líber IV, Dist.18, c. 7, en J. R Migne, Pa-
trología Latina, París, 1844-64 (en adelante RL), CXCII, 888; véase El defensor
delapazII,VI,5-6.
2
«En esta vida (...) en la otra vida» (In hoc saeculo (...) in futuro saeculo).
En latín saeculum significa generación o la duración de una generación huma-
na, luego pasó a significar una época, una edad, y, por fin, se identificó con un
tiempo limitado: cien años o un siglo. In hoc saeculo sería literalmente «en este
tiempo». Pero no se opone a otro tiempo, sino al no tiempo, a la eternidad. Por
tanto, in hoc saeculo es el ámbito de lo temporal. La oposición entre este sae-
culo y el otro es sobre todo la oposición entre la vida actual (praesente), some-
tida al tiempo, y otra vida, futura, eterna. La traducción castellana más habi-
tual, «en este mundo», sugiere un ámbito más espacial que temporal: la tierra.
En latín existe también mundus y se dice: «mi reino no es de este mundo».

—87—
coactivo con respecto a sus transgresiones en este mundo, bajo
pena o castigo que se aplicará a los autores de las mismas en el
otro mundo, no en éste; y esta ley es llamada precepto inme-
diato de Dios, sin deliberación humana; y divina, porque aun-
que fuera promulgada por hombres, es decir, por los apóstoles
y los evangelistas, sin embargo, no lo fue por ellos mismos, ni
por su propia deliberación como causa eficiente inmediata,
sino por medio de ellos en cuanto instrumentos de Dios o de
Cristo en tanto que Dios, quien, como causa eficiente inmedia-
ta, los movía a ello. De ahí que en [la carta de] Santiago, 4 [12]3
se diga: «Uno sólo es el legislador y el juez, el que puede sal-
var y condenar», y, en la 11.a de Pedro, 1 [21]: «Jamás ha sur-
gido la profecía por voluntad humana, sino que los hombres
santos han hablado de parte de Dios inspirados por el Espíritu
Santo».
[3]. La formulación adecuada de una definición de este tipo
de ley puede y debe ser establecida de manera más pertinente,
a partir del capítulo X de la primera Parte de El defensor [de la
paz] y de los capítulos IV, V, VIII y IX de la segunda Parte4.
[4]. En cambio, la ley humana es un precepto del conjunto
de los ciudadanos, o de su parte prevalente5, que deben legis-

Dada la acusada conciencia 'temporal' de la acción política que tiene Mar-


silio, optamos por traducir, como las traducciones italianas, «en esta vida», en
contraposición a la «otra vida», como el momento de cumplir penas ahora,
frente a la condena o salvación eterna. No obstante, a veces, dejamos «en este
mundo», para referirnos al ámbito del poder coactivo.
3
En las citas bíblicas Marsilio enumera a menudo sólo el capítulo del tex-
to. En tal caso, incorporamos, entre corchetes, el versículo. Si no figura el ori-
gen de la cita, lo aportamos en nota a pie de página.
4
Se remite con frecuencia a capítulos de El defensor de la paz, con indica-
ción de la 1.a o 11.a Parte de la obra, sin citar el título.
5
Esta expresión se ha traducido de diversas maneras: tanto C. Vasoli como
la más reciente traducción italiana, de varios autores (2001), emplean «parte
prevalente», que sintetiza otras propuestas como «la parte piü valente» (G. La-
banca), «lapartie la plus valable» (G. Lagarde) o «the prevailing part» (G. Sabi-
ne). Por su parte, J. Quillet opta por la «partie preponderante» con objeto de re-
coger mejor el peso cualitativo de la expresión e indicar así no sólo la mayoría,
sino también la ponderación o mayor peso; véase Le Défenseur de la Paix, J.
Quillet (tr.), Libr. Philosophique J. Vrin, París, 1968, pág. 110, nota 8. En cuan-
to a las traducciones inglesas, C. W. Previté-Orton y A. Gewirth, se inclinan por
«weightier part», y Nederman, en cambio, prefiere «greater part»; según que la
importancia dependa del peso o de la envergadura. La traducción alemana de
Dempf opta por «die starkerer Mehreit», para dar mayor énfasis a la fuerza y a
la efectividad, como hace Allen con «the effective majority». Otras propuestas
cualitativas son: «la meilleure partie» (Janet), «la plus notable» (Valois), «l'élite»
(Wuff), «la parte piü notevole» (Piovano), «la parte piü cospicua» (Moca), «the

—88—
lar de modo inmediato y por su propia deliberación acerca de
los actos humanos voluntarios que cada uno debe realizar o
guardar en esta vida, para alcanzar el mejor fin o estado que
conviene a todo hombre en este mundo. Digo que es un pre-
cepto coactivo con respecto a sus transgresiones en esta vida,
por la pena o el castigo que se debe imponer a los transgreso-
res, como se expuso en el capítulo X de la primera Parte.
{5}. Además, pronunciar el derecho o decir la ley tiene —por
ahora nos basta— cuatro significados: primero, el de descubrir
la norma o razón de los actos civiles; segundo, decirla o expo-
nerla a otro; tercero, promulgarla en forma de precepto coac-
tivo, como se ha dicho, con carácter general para todos los que
deban someterse a ella o aplicarla; en el cuarto significado la

dominant part» (Me Ilwain), «the worthier» (Edman). Sobre las diferentes tra-
ducciones, véase: G. Lagarde, ob. cit, págs. 144-145, nota 163; // Difensore de-
lla pace di Marsilio da Padova, C. Vasoli (trad.), Turin, Unione Tipografico-Edi-
trice Torinese (2.a ed., 1975), págs. 169-171 y 172, nota 6, que aporta un cuadro
bastante completo de las diversas opiniones; y A. Gewirth, ob. cit., págs. 182-
199, que analiza las fuentes históricas y el valor semántico de la expresión.
L. Martínez Gómez traduce en castellano por «parte prevalente», fórmula
que mantiene F. Bertelloni en sus trabajos. En cambio, J. R. García Cue y J. A.
Castello Dubra se inclinan por «parte preponderante». En el Diccionario de la
Real Academia aparecen como sinónimos los verbos prevalecer, predominar y
preponderar: dicho de una persona o cosa, prevalente significa que sobresale,
tiene superioridad o ventaja; preponderante, que pesa más o hace más fuerza,
y ejerce un influjo dominante o decisivo; predominante, que es más abundan-
te en cantidad o en intensidad. La expresión latina valentior incluye un senti-
do más fuerte que el que se halla contenido en las expresiones 'predominante'
o 'preponderante', y un significado ligado a la idea de superioridad excluyente:
entre los árboles de un bosque 'predominan los robles si hay mayor número de
ellos, pero no sería del todo correcto decir que 'prevalecen' los robles; y, en
cambio, se dice que la verdad prevalece sobre la mentira cuando se impone
hasta sustituirla. Del mismo modo, la valentior pars no lo es por abarcar un
ámbito mayor, pesar más en comparación con otras partes u ocupar un grado
más en una escala relativa, sino que vale más que las demás partes, porque
vale por toda la comunidad y, por tanto, equivale a la suma de todas las partes.
Hay que tener en cuenta que su prevalencia no es la preponderancia o el pre-
dominio propios de la pars principalis o parte que ejerce el gobierno. Por ello,
optamos por mantener la expresión «parte prevalente» de la traducción de El
defensor de la paz, que se confunde menos con la pars principans o gobierno y
que ofrece, en la medida de lo posible, el doble significado cuantitativo y cua-
litativo implícito en el valentior marsiliano.
Sobre el significado filosófico-político de la expresión, que siempre acom-
paña a universitas civium, cfr B. Bayona, «La laicidad de la valentior pars en la
obra de Marsilio de Padua», Patrística et Mediaevalia, XXVI (2005) págs. 65-87;
y M. Merlo, Marsilio da Padova. II pensiero della política come grammatica del
mutamento, Milán, Franco Angeli, 2003, págs. 126-141.

—89-
formulación de la ley se entiende bajo la forma de un precepto
coactivo dirigido en particular a cada uno de sus transgresores.
Corresponde decir la ley, según el primer significado, a los
hombres prudentes que la descubren; en el segundo sentido, a
los doctores en leyes o a quienes están autorizados para ense-
ñarla; en el tercer y cuarto sentido, con autoridad propia y ori-
ginaria para castigar sus transgresiones, compete de modo
absoluto al legislador; aunque, en el cuarto significado, le co-
rresponde al que juzga o gobierna por la autoridad de dicho le-
gislador, aplicar el derecho o ley con poder para castigar a los
transgresores, no por propio poder, sino por el poder que le ha
sido concedido por otro que se lo puede revocar.
{6}. Una vez establecidas así estas premisas, extraeremos
de ellas algunas conclusiones. La primera, que ningún hombre
—ni por separado ni con otros, sea clérigo o laico— puede ni
ha podido, en tanto que hombre, dictar la ley divina en el
primero, tercero o cuarto sentido: y se puede y se debe obte-
ner certeza de esta conclusión en los capítulos IV, V, VIII y DC
de la segunda Parte, y también por la autoridad ya invocada de
Santiago y Pedro. De lo que se deduce, también necesariamen-
te, que ningún hombre, por muy eminente que sea su estado o
condición, tiene poder o autoridad para dispensar, cambiar,
añadir o suprimir nada de los preceptos de la ley divina, o con-
cerniente a esos preceptos de la ley divina —ya sean afirmati-
vos o negativos—, que sea contrario o contradictorio con el
sentido de la citada Escritura. De ahí también se deduce por
fuerza que si todos los votos —o algunos— tienen que ser
siempre observados por precepto de la ley divina, y que si, ade-
más, esta ley prohibe los matrimonios entre ciertos grados de
parentesco, ningún obispo o sacerdote, ni el llamado Papa de
Roma, puede en modo alguno conceder dispensa en contra o
en contradicción con esos principios.
[7]. La segunda conclusión es que dictar la ley humana
en el sentido propio de ley que hemos dicho antes, confor-
me a los significados tercero y cuarto de instituir la ley, no
corresponde de por sí a ningún obispo, sacerdote o diácono,
clérigo o ministro de la Iglesia, cualquiera que sea el nom-
bre que se le dé, ni al colegio único de éstos, ya sean toma-
dos juntos o por separado. Certeza de esto puede y debe ob-
tenerse de lo dicho en los capítulos XII y XIII de la Primera
Parte y en los capítulos IV, V, VIII y IX de la Segunda. Allí se
concluye que ninguno de los ministros citados antes tiene
autoridad para dispensar o anular algo que sea contrario a

—90—
los preceptos o a las prohibiciones de la ley humana, sino
que tal dispensa o anulación corresponde al príncipe Roma-
no6, en tanto que legislador humano, y sólo a su autoridad.
De lo cual se deduce necesariamente que ninguna decretal
o decreto del pontífice Romano, o de algún otro sacerdote o
diácono, o de los mencionados ministros, o de su propio
colegio único, que haya sido establecida u ordenada por su
propia autoridad y no por la autoridad dada a ellos por
otro, es ley en el sentido propio y último de ley, pues no es
ni divina ni humana, como puede y debe resultar evidente a
partir de los mencionados capítulos; y que por ella o ellas
nadie que las transgreda puede ni debe ser forzado con un
castigo o pena que recaiga sobre sus bienes o sobre su per-
sona. Se infiere asimismo necesariamente que ni el obispo
de Roma, ni ninguno de los ministros de la Iglesia ya seña-
lados, tiene ni ha tenido nunca jurisdicción coactiva en este
mundo sobre clérigo o laico alguno, ni siquiera por ser he-
reje, salvo que tal jurisdicción le hubiera sido concedida por
el legislador humano, en cuyo caso también se le puede re-
vocar siempre que a dicho legislador le parezca convenien-
te: certeza de esto se puede y se debe obtener por lo dicho
en los capítulos citados y en el capítulo X de la segunda Par-
te. Del mismo modo resulta que ni san Pedro, ni ningún
otro apóstol, tuvo jurisdicción coactiva sobre los demás
apóstoles o los otros ministros de la Iglesia mencionados. Y
también por fuerza resulta que tanto el obispo de Roma
como todos los susodichos ministros de la Iglesia están su-
jetos en sus bienes y en su persona a la jurisdicción coacti-
va de aquellos que son jueces y gobernantes por la autori-
dad del legislador humano: y de esto se puede y se debe
adquirir certeza por lo dicho en los capítulos XV y XVII de
la Primera Parte, y en los IV, V, VII y IX de la segunda.

CAPÍTULO SEGUNDO
(1). Alguien, sin embargo, podrá objetar lo dicho antes y
aducir que los obispos o sacerdotes, o el colegio único de éstos,
pueden establecer una ley coactiva y castigar con arreglo a ella
6
Respetamos en la traducción la inicial mayúscula, con la que Marsilio
emplea siempre el adjetivo «Romano», con independencia de cuál sea el sus-
tantivo al que lo aplica: el Imperio, el príncipe, el Papa o el pueblo.

—91—
a los transgresores, en calidad de jueces en este mundo. Pues
parece, en efecto, que incumbe en exclusiva al poder u oficio
de los sacerdotes, o a su colegio, todo lo que resulte más útil y
provechoso para las buenas costumbres y para alcanzar asi-
mismo en la otra vida el gozo eterno y librarse de la desgracia,
ya que tales cosas se consideran espirituales.
(2}. Pero esto es así a partir de las disposiciones que esta-
blecen los sacerdotes con carácter coactivo en este mundo. Por
cuanto con ellas los hombres son llevados a las buenas cos-
tumbres y alejados de las malas, lo que les permite alcanzar el
gozo eterno y librarse de la condenación.
{3}. Nosotros, sin embargo, hemos de decir que estas mate-
rias están ya bastante ordenadas y establecidas por las leyes
coactivas divina y humana, tanto en lo que concierne al esta-
do de la vida actual como en el de la venidera. Por tanto,
cualquier cosa que establezcan al respecto los sacerdotes, o
su propio colegio, será del todo superflua; porque se debe
negar sin más la [premisa] menor [del silogismo] enunciado7
y porque, además, sería desfavorable y perjudicial por los in-
convenientes que se derivarían de ello.
[4]. El primer inconveniente es que tal ley procedería de un
legislador incompetente, pues no sería humana ni divina: que
no sería humana se ha explicado en los capítulos XII y XIII de
la Primera Parte; y que no sería divina se puede ver en [la Epís-
tola de] Santiago, 4 [12] y en la 11.a Epístola de Pedro, 1 [21] y es
bien conocido por todos los fieles cristianos.
[5]. De esto derivaría otro inconveniente, puesto que ha-
bría varios legisladores humanos y varios gobernantes con ca-
pacidad de coacción sobre una misma población, sin estar su-
bordinados los unos a los otros en este mundo, lo cual sería
insoportable para cualquier comunidad política. Hasta ahora
ésta ha sido causa de disensión perpetua entre los cristianos y
lo será, a menos que tal poder o autoridad usurpada de ese
modo les sea del todo arrancada a los susodichos clérigos. He-
mos demostrado con claridad, en el capítulo XVII de la Prime-
7
Entendemos que «menor» se refiere a la premisa del silogismo. C. Vaso-
li (ob. cit, pág. 89) sigue a C. K. Brampton (ob. cit. pág. 56) y refiere minor a
auctoritas, término que no figura, pero suponen omitido en el original latino:
autoridad menor de los susodichos sacerdotes; convierten así praefati en prae-
factis. Sin embargo, él mismo ya sugiere (ibidem, nota 1) la posibilidad de en-
tender minor en sentido lógico: la menor del silogismo expuesto (minor prae-
fati [syllogismi]); sentido por el que optan con claridad J. Quillet (ob. cit., pág.
179) y C. Nederman (ob. cit., pág. 4).

—92—
ra Parte, que esa situación sería imposible e intolerable para la
comunidad política y la sociedad civil por los inconvenientes
que se derivarían de ella.
Hay todavía un tercer inconveniente, que se desprende de
estas premisas. Pues los sacerdotes tendrían igual derecho a
establecer una ley coactiva y, conforme a ella, juzgar en este
mundo todos los actos civiles humanos, pues todos los actos
que la ley humana ordena o prohibe conciernen a las buenas o
malas costumbres. Por esto los legisladores humanos definen
así la ley: ley es sanción santa que ordena cosas justas y hones-
tas y prohibe las deshonestas8: De ahí resultaría también que
los sacerdotes serían legisladores humanos y que serían super-
fluas las leyes de los ciudadanos y de los gobernantes. Lo con-
trario de esto se ha demostrado en los capítulos XI, XII y XIII
de la Primera Parte, y confirmado por la Sagrada Escritura en
los capítulos IV, V, VIII y EX de la Segunda Parte.
[6). Pero hay quien dice que, aunque el poder no pertenez-
ca formalmente y de modo absoluto al oficio del sacerdote,
sería, sin embargo, acorde a su oficio, por ejemplo, en el caso
concreto de fallo de los gobernantes, cuando fueran negligen-
tes en tales materias o las realizaran de manera indebida.
Este discurso es retórico y va en contra de la Escritura y de la
razón humana. En efecto, el Apóstol dice en la 11.a [Epístola]
a Timoteo, 2 [4]: «Ningún soldado de Dios se implica en nego-
cios mundanos», es decir, en litigios o contenciosos civiles; y
en la 1.a a los Corintios, 6 [4]: «Así pues, si tenéis pleitos por
cosas de este mundo, poned por jueces a gente que la Iglesia
menosprecia»; y él entiende como 'pleitos por cosas de este
mundo' o contenciosos los referentes a los actos humanos, y,
además, las cosas que son dudosas en relación con la ley di-
vina. Por eso el mismo Apóstol dice en la /.a a los Corintios, 3
[3]: «Cuando reinan entre vosotros los celos y las disputas,
¿no sois carnales?», es decir, ¿no tenéis litigios por asuntos
mundanos y «no vivís según el hombre?»; y de nuevo en la
11.a a los Corintios, 1 [24]: «Nosotros no pretendemos domi-
nar sobre vuestra fe»; y también habla expresamente de
asuntos espirituales, según la autoridad o las interpretacio-
nes de Ambrosio y de Crisóstomo sobre estos textos, que

8
Definición de Accursio en la glosa non faciendum, D. 1,3 de legibus, etc.,
2: «lex est sanctio sancta, praecipiens honesta, prohibens contraria». La expre-
sión es de origen agustiniano y aparecía ya en el Decretum de Graciano (cau-
sa XXIII, q. IV, can. XLII).

—93—
quien esté interesado puede consultar en los capítulos IV, V y
VII de la Segunda Parte9.
{?]. Y eso también está en contra de la razón humana. En
efecto, el poder y la autoridad para castigar a los gobernantes ne-
gligentes o que actúen indebidamente, con la imposición de una
pena sobre sus bienes o su persona, pertenece sólo al legislador
humano, como se demostró en los capítulos XV y XVHI de la Pri-
mera Parte. Y digo, además, que si tal castigo a los gobernantes
fuera propio de alguna parte u oficio particular de la ciudad, no
correspondería, de ninguna manera, a los sacerdotes, sino a los
hombres sabios o ilustrados e incluso, mejor aún, a los herreros
o a los peleteros y demás artesanos10. En efecto, a éstos no les
está prohibido por la razón o por la ley humana, ni por la Sagra-
da Escritura, por consejo o por precepto, implicarse en actos ci-
viles o de este mundo. Pero a los obispos y a los sacerdotes, sí,
como hemos indicado antes con las palabras del Apóstol. Digo,
no obstante, que puede pertenecer al oficio de los sacerdotes im-
plicarse en tales asuntos «por la exhortación, la oración, la argu-
mentación y la reprensión, con toda paciencia y doctrina»11, pero
de ninguna manera, según el Apóstol, por la fuerza. Por eso Am-
brosio, en Sobre la cesión de las basúicas, habla así al emperador
Constantino: «Podré afligirme, podré gemir, podré llorar; contra
los soldados y contra los Godos, mis armas son mis lágrimas: és-
tas son, en efecto, las municiones 12
de los sacerdotes; pues no debo
ni puedo resistir de otra manera» .

CAPÍTULO TERCERO
Al que pregunte si, en el caso de que toda la multitud de los
fieles, o su parte prevalente o los gobernantes, quisieran alejarse
de la fe de Cristo, o se alejara de hecho, debería o podría ser
obligada a volver a ella por los sacerdotes o por el colegio de
éstos, hay que responderle que de ningún modo, como es evi-
dente en la advertencia de Cristo, en Mateo, 10 [23], que dice:
9
Las citas de san Ambrosio y san Juan Crisóstomo aparecen en El defen-
sor de la paz II,IV,5,8 y 11; V, 1,5-6 y 8; VII,4-5.
10
Marsilio integra los oficios manuales en las partes necesarias de la co-
munidad política; véase DP I,V,1, donde se apoya en Aristóteles, Política, VII,
8, 1328 b 2.
11
11.aTimoteo, 4,2.
12
San Ambrosio, Sermo contra Auxentium, cap. 2 (PL. XVI, pág. 1050.);
véase DP II,V,5; DC,6; y XXV,5.

—94—
«Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra». De modo
que ha querido que los apóstoles y sus sucesores, obispos o
presbíteros, se abstengan no sólo de forzar a los demás, sino
incluso de defenderse por la fuerza física, lo que también que-
ría decir el Apóstol en el texto antes citado: «Nosotros no pre-
tendemos dominar sobre vuestra fe». Algunos, sina embargo,
insisten y oponen las palabras del Apóstol en la 11. Epístola a
los Corintios, \ [23], cuando dijo: «Por consideración hacia vo-
sotros no he ido aún a Corinto»; y en la 1.a a los Corintios, 4
[21]: «¿Qué preferís? ¿Que vaya a vosotros con la vara, o que
vaya con espíritu de mansedumbre?»; y, más aún, en la 11.a a
los Corintios, 10 [6]: «Estamos dispuestos a vengar toda deso-
bediencia, cuando se haya completado vuestra obediencia».
[2]. A ésta y a otras objeciones parecidas hay que respon-
der que tales correcciones no son coactivas, sino verbales, es
decir, para refutar o reprochar a los culpables. Por esto el
Apóstol en el texto antes citado —«por consideración hacia
vosotros, etc.»— añade: «Nosotros no pretendemos dominar
sobre vuestra fe, etc.» A propósito de estas palabras escribe
Ambrosio: «Y para que los Corintios no se indignen, como si
se tratara de una dominación, el Apóstol añade: No pretende-
mos dominar sobre vuestra fe, es decir, que vuestra fe, que
pertenece al ámbito de la voluntad no de la necesidad, no se
soporte por medio de la dominación o la coacción; de hecho
permanecéis en la fe, que obra por amor, no por domina-
ción»13. Sobre estos textos ya hemos dado 14
amplias citas en
los capítulos V y IX de la Segunda Parte . Además, dice el
Apóstol en la [11.a] Epístola a los Corintios, citada antes
[10,4]: «Las armas de nuestra milicia no son carnales», sino
que son espirituales, es decir, verbales. Por el contrario, las
armas con las que los hombres son obligados son carnales,
es decir, materiales o corporales.
[3]. En cuanto a que castigar a los herejes con una pena so-
bre sus bienes o sobre su persona en este mundo y separarlos
13
77.a Corintios, 1, 24. La cita no es de san Ambrosio, sino del Comentario
sobre san Pablo de Pedro Lombardo, que sí cita el comentario de Ambrosio so-
bre el texto paulino (PL, CXCII, págs. 16-17).
14
En DP II,V, cita a Pedro Lombardo (Glossa y Collectanea), Bernardo de
Claraval (De consideratione y De moribus), Ambrosio (Sermo contra Auxen-
tium) y Crisóstomo (De sacerdotio); y en DP II,DC, las citas son de Crisóstomo
(De sacerdotio), Hilario de Poitiers (Epístola ad Constantium Augustum y Con-
tra Auxentium), Ambrosio (Sermo contra Awcentium), Jerónimo (Epístolas 112
y 116) y Gregorio Magno (Moralia in librum Job).

—95—
del consorcio con otros sea, según la Sagrada Escritura, un
precepto o un mero consejo, y quién o quiénes tengan esta au-
toridad, ya se ha dicho lo suficiente en el capítulo X de la Se-
gunda Parte.
{4}. Y puesto que esta autoridad no es propia de los sacer-
dotes o de su exclusivo colegio, con razón tocaremos este argu-
mento cuando expongamos la tercera conclusión sobre la in-
terdicción y la excomunión, que resulta por fuerza de las
premisas. Es un hecho que los obispos, sacerdotes o ministros
de la Iglesia, como quiera que se les llame, tomados en conjun-
to o por separado, no pueden, en virtud de las palabras de la
Sagrada Escritura del Nuevo Testamento, reivindicar para sí
un bien cualquiera, mobiliario o inmobiliario, que les haya
sido concedido en su totalidad o en parte, o que les deban dar
los fieles, excepto el vestido o el alimento suficiente; y que mu-
cho menos pueden reivindicar un derecho de propiedad sobre
tales bienes15. En efecto, como dijo Cristo en Juan, 20 [21]:
«Como mi Padre me ha enviado, así yo os envío»; a saber, a
ejercer el ministerio sacerdotal con humildad, y lo mismo que-
ría decir respecto de sus sucesores cuando dice en el último ca-
pítulo de Mateo, 28 [20]: «Estaré con vosotros hasta la consu-
mación de los tiempos», lo que no podría verificarse referido
sólo a los apóstoles si no se entendiera referido también a sus
sucesores. Ni Cristo ni sus apóstoles, por consiguiente, se atri-
buyeron ningún bien específico entre los bienes temporales,
sobre todo en lo que concierne a la propiedad, sino que afirma-
ron que, en cuanto a los bienes temporales, los fieles sólo les
debían facilitar alimento y vestido. Por ello Cristo dice en Ma-
teo, 10 [10]: «El obrero merece su alimento» y el Apóstol en la
1.a Epístola a Timoteo, 6 [8]: «Si tenemos de qué comer y con
qué cubrirnos, démonos por satisfechos», como también dijo
el mismo Apóstol en la Epístola a los Romanos, 15 [27] y en la
1.aa los Corintios, 9 [10]; y omito las citas para abreviar.
[5]. Cristo renunció por completo a todos los demás bienes
temporales, tanto propios como en comunidad, por super-
fluos; y aconsejó u ordenó a sus apóstoles que renunciaran

15
Marsilio explica el significado de dominium en DP II,XII, 12 y ss. Se basa
en el Corpus juris civilis (Digestum, L. XVII,69); pero sigue de cerca la defini-
ción de Nicolás III en la bula Exit qui seminat, influido por la querella francis-
cana sobre la pobreza, en concreto, por la Responsio de libertino de Cásale a
Juan XXII; véase C. W. Previté-Orton, ob. cit, págs. 221-242 y C. Vasoli, ob.
cit., pág. 97, nota. 11.

—96—
igual a ellos, pues dice en Mateo, 8 [20] y en Lucas, 9 [58]: «Los
zorros tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus nidos,
pero el Hijo del Hombre no tiene donde reposar su cabeza».
Además, dijo a los apóstoles —y por medio de éstos se dirigía a
sus sucesores— en Lucas, 14 [33]: «Así, pues, cualquiera de vo-
sotros que no renuncie a todo lo que posee no puede ser mi dis-
cípulo». Y puesto que lo 'no posible' equivale a 'imposible', algu-
nos doctores en sagrada teología dicen que Cristo prohibió a los
apóstoles y a sus sucesores la propiedad de los bienes tempora-
les, no sólo por consejo sino también por precepto: de todos es-
tos puntos y de muchos otros concernientes a la pobreza de
Cristo y de los apóstoles hemos tratado con detalle en los capítu-
los XII, Xin y XIV de la Segunda Parte. De ello resulta también
necesario que los sucesores de Cristo o de los apóstoles, sacerdo-
tes u obispos y demás ministros de los templos, no pueden atri-
buirse o reivindicar ningún diezmo ni otra parte determinada de
los bienes temporales muebles o inmuebles. Y por eso el Apóstol
en la 11.aa los Corintios, 9 [7], al pedir a éstos limosna o una con-
tribución para los cristianos que estaban en Jerusalén —a los
que él llamaba los pobres santos, porque, según está escrito en
Hechos, 4 [34-35], habían vendido tierras y casas y habían depo-
sitado las ganancias a los pies de los apóstoles para distribuir a
la comunidad de los fieles— les habla así: «Que cada uno dé se-
gún le dicte su corazón, sin obligación», es decir, no por coac-
ción. Por eso añade también: «No lo digo como una orden, sino
que doy un consejo»16; sin embargo, si los Corintios le hubieran
dado tales diezmos por exigencia de la ley divina, el Apóstol no
habría dicho: «No lo digo como una orden», ni tampoco habría
dicho: «Según le dicte su corazón», sino que les habría reclama-
do el diezmo por estar obligados a darlo por la ley divina.
[6]. Además, si Cristo hubiera reservado para Él y para sus
apóstoles tales diezmos y su propiedad como debida por los
fieles, no se habría abastecido sólo para el día siguiente, sino
con abundancia para el futuro; y, por consiguiente, no habría
sido tan sumamente pobre ni habría observado con los apósto-
les la pobreza absoluta. Pero lo contrario de esto aparece ma-
nifiesto en la Sagrada Escritura y está expuesto con detalle en
los capítulos XII, XIII y XIV de la Segunda Parte.
[7]. De ahí podemos inferir que, aunque tales diezmos ha-
yan sido concedidos desde los tiempos más remotos a algu-

16
11.a Corintios, 8,8 y 10.

—97—
nos, tanto laicos como clérigos, en virtud de escritos o privi-
legios de los príncipes Romanos, y hayan sido poseídos de
buena fe, sin dar lugar a ninguna reprensión eclesiástica o ci-
vil, la concesión de tales diezmos por tributo o censo, así
como cualquier otra disposición de ellos, dependen de la au-
toridad de los príncipes Romanos, transmitida y concedida a
éstos por el supremo legislador humano.
{8}. No se puede objetar que en la Ley Antigua se hable de
diezmos y primicias, porque los fíeles cristianos no están
obligados a observar las disposiciones legales y ceremoniales
mosaicas; pues, como dice el apóstol Pablo: «desligados de la
Ley Antigua, le servimos en un espíritu nuevo» y «cambiado
el sacerdocio, es necesario que haya un cambio de Ley»17.
Además, según la Ley Antigua, tales diezmos se debían dar
no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los laicos o se-
glares adscritos a la tribu de Leví.
CAPÍTULO CUARTO
La cuarta y principal conclusión es que corresponde a los
obispos y sacerdotes pronunciar el derecho o la ley divina en
su segundo significado, y leemos en la Escritura, en Juan, 20
[21], que en este sentido se lo concedió Cristo a los apóstoles,
cuando dijo: «Como el Padre me envió, así yo os envío»; y en el
último capítulo de Mateo, 28 [19-20]: «Id, pues, y enseñad a to-
das las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, etc., en-
señándoles a hacer todo lo que os he encargado». Y se lee que,
con el poder de exponer el derecho o la ley divina y de enseñar-
la, Cristo confirió a los apóstoles algunos otros poderes para
hacer u obrar ciertos efectos, como el de bautizar, en el citado
capítulo de Mateo, y el de celebrar el sacramento de la Eucaris-
tía, o convertir el pan en su cuerpo, cuando dijo en Mateo, 26
[26] y en Lucas, 22 [19]: «Este es mi cuerpo que se entrega por
vosotros; haced esto en memoria mía».
[2]. Les confirió además el poder de designar sucesores en
las funciones sacerdotales y nombrar a otros ministros llama-
dos diáconos. Acerca de esto dice el Apóstol en la 1.aEpístola a
Timoteo, 4 [14]: «No descuides la gracia que hay en ti y que te
ha sido dada por profecía con la imposición de las manos de
los presbíteros». Y a Tito, 1 [5]: «Por esta razón te he dejado en

17
Romanos, 7,6; y Hebreos 7,12.

—98—
Creta, para que acabases de ordenar lo que faltaba y para que
instituyeses sacerdotes en cada ciudad...»; y asimismo en los
Hechos 6 [6]: «Presentaron los diáconos a los apóstoles que,
orando, les impusieron las manos». Se lee, además, que Cristo
concedió a los apóstoles otro poder, el de atar y desatar los pe-
cados a los hombres en esta vida para alcanzar la felicidad o
escapar de la desgracia en la vida futura; y quizás Cristo les
confirió otros poderes según la ley divina, de los que no hace
falta tratar ahora.
[3]. Pero ninguno de estos poderes o autoridades es coacti-
vo; todos son más bien doctrinales u organizativos, ya sean
teóricos o prácticos; son como el poder que tiene el médico
para dar una opinión o para tratar a los hombres sanos y en-
fermos. Se puede encontrar la clara semejanza que hay entre
ellos en los capítulos VI, VII y IX de la Segunda Parte y
comprobar su certeza en los capítulos IV y V de esa misma
obra. Por ello, cuando se habla de poder espiritual, no debe en-
tenderse como una autoridad o jurisdicción de alguien, que
sea coactiva en este mundo, bajo pena sobre bienes materiales
o sobre personas, sino la de enseñar o actuar, exhortar y argu-
mentar, como hemos señalado antes que era el poder del mé-
dico o del administrador. Ahora nos importa tratar sólo, dejan-
do de lado todos los demás, el último de los poderes citados: el
poder de absolver a los hombres de sus pecados o el de no per-
donárselos, llamado comúnmente por los santos y los doctores
de la Sagrada Escritura, 'poder de las llaves'. En qué consiste,
cuál es su naturaleza, y en qué medida ha sido conferido a los
obispos y sacerdotes se ha explicado con amplitud en los capí-
tulos VI y VII de la Segunda Parte, según las enseñanzas del
Maestro de las Sentencias, de los santos y de otros doctores
que se citan allí. Para resumir, el Maestro concluye que este po-
der de los sacerdotes de 'atar y desatar', perdonar o no perdo-
nar los pecados, no es otra cosa que mostrar ante los ojos de la
Iglesia que los pecados se perdonan o no se perdonan, han
sido o no perdonados por Dios para el estado en la otra vida,
para merecer allí el gozo eterno o la condenación de los culpa-
bles. De ahí que afirme: «Los sacerdotes, que son médicos del
alma, no retienen ni perdonan los pecados sino que hacen un
diagnóstico. Pero sólo Dios es quien por sí mismo perdona o
no perdona los pecados»18. Y el Maestro añade que hay otra
18
Pedro Lombardo, Sententiarum Líber, libro IV, dist. 18, cap. 9 (R L.
XCXII, pág. 889).

—99—
manera de atar y desatar a los pecadores por parte de los sa-
cerdotes en esta vida, que es imponer una penitencia a los pe-
cadores o alguna reparación en esta vida por sus pecados, para
evitar toda o en parte, su condena en la vida futura. Por eso
dice también el Maestro, apoyado en la autoridad de un cierto
papa León, que los sacerdotes actúan con justicia con respecto
a los pecadores, cuando los someten con la debida penitencia
o reparación; y, en cambio, actúan con misericordia, cuando la
rebajan algo o les dispensan de ella por entero19.

CAPÍTULO QUINTO
De este poder de los sacerdotes, que es común llamar 'po-
der de las llaves', algunos sacan, sin embargo, demasiadas con-
clusiones. La primera de ellas es que para su salvación eterna
cada hombre debe por fuerza confesar al sacerdote sus peca-
dos, tanto los secretos como los manifiestos, cometidos contra
los preceptos de la ley divina, que en general se llaman pecados
mortales, es decir, merecedores de la condenación eterna.
{2}. A partir de esta conclusión sacan otra, la de que el sa-
cerdote puede, en virtud de la autoridad conferida, imponer al
pecador una pena o reparación material o personal en esta
vida por los pecados cometidos, que éste ha de cumplir en la
medida de sus fuerzas, o no se le absuelven sus pecados, pues
el pecador está obligado a ello como necesario para la salva-
ción.
{3}. Amplían aún más este poder y sacan otra conclusión:
que los obispos o sacerdotes, en especial el obispo de Roma,
cada fin de siglo —según dicen ellos—, pueden conceder indul-
gencias para las penas del otro mundo por un número deter-
minado de años, meses y días, e incluso para siempre, a quie-
nes les presenten ofrendas u otros dones temporales; o,
también, a quienes vayan en peregrinación de un lugar a otro
para visitar por devoción las basílicas y las tumbas de los san-
tos, y lo mismo a quienes atraviesen el mar para ir a vencer a
los infieles o a combatirlos de cualquier otra manera.
[4). Y sacan una nueva conclusión de la autoridad de las
llaves y de la plenitud de poder reconocida sobre todo al
obispo de Roma: la de que este mismo obispo, y los demás

19
Ibíd, IV, 18, 7 (EL., XCXII, pág. 888).

—100—
obispos o sacerdotes a quienes el obispo de Roma haya que-
rido concedérselo o confiárselo, pueden absolver a cualquier
fiel del voto o de los votos prometidos, de forma que no esté
ya obligado a cumplirlos.
(5). Todavía sacan una conclusión más de la autoridad in-
vocada: la de que sólo los obispos o los sacerdotes, o el cole-
gio único de éstos, pueden excomulgar a cualquier fiel por
los pecados cometidos y privar así a cada excomulgado y a
quien se relacione con él de los sufragios que Dios concede
por las oraciones hechas en la Iglesia. Los sacerdotes dicen
que pueden privar al pecador desobediente no sólo de esos
sufragios, sino también de otras cosas y, en tanto está en su
poder, aunque sea sólo de palabra, le privan de hecho de toda
comunicación civil y deniegan la celebración de los oficios
divinos a las comunidades de fieles que no les obedecen; a las
denegaciones o privaciones de estos y de otros sacramentos
de la Iglesia las llaman 'interdictos eclesiásticos'. En todos es-
tos y en los demás poderes espirituales dicen que el obispo de
Roma tiene una plenitud de poder sobre todos los demás
obispos, que deriva de la sucesión de san Pedro; y los obispos
de Roma más recientes, con sus clérigos que llaman cardena-
les, han aprendido a extender esta plenitud de poder a la do-
minación sobre todos los gobernantes y, por consiguiente, so-
bre los actos civiles y sobre todos los bienes temporales,
como algo que se les debe reconocer.
(6}. Así, pues, la primera conclusión que algunos sacan del
poder de las llaves, previamente supuesto e imputado a los sa-
cerdotes, es que todo cristiano esta obligado, como necesario
para la salvación eterna, a confesar a un sacerdote los pecados
mortales que ha cometido, y basan esta conclusión en la Sa-
grada Escritura, en el ultimo capítulo de [la carta de] Santiago
[5,16], que dice: «Confesad vuestros pecados los unos a los
otros». La confirman, además, con la autoridad de Agustín, y
de algunos otros santos y doctores que el Maestro de las Sen-
tencias cita en el libro IV de las Sentencias, dist. 17, capítulo
420. He omitido estas citas para abreviar y porque quien tenga
interés puede verlo en ese texto.
[7]. Se esfuerzan en probar también la misma conclusión
con un argumento racional que conduce a una consecuencia

20
P.L., CXCII, 881. El texto agustiniano es De vera poenitentia, c. X (RL,
XL, 1122).

—101—
inconveniente o imposible según la Escritura: que si tal confe-
sión de los pecados no fuera necesaria, el poder o la autoridad
de las llaves sacerdotales habría sido transmitido en vano a los
apóstoles y a sus sucesores, lo que hay que rechazar como he-
rético.
[8]. Nosotros, sin embargo, hemos de decir que de ninguna
manera se puede demostrar, en nombre de la Sagrada Escritura,
que deba hacerse tal confesión de los pecados a los sacerdotes
como necesaria para la salvación eterna, sino como algo útil y
quizá provechoso, en tanto que consejo de la Sagrada Escritura,
no como precepto; basta, por el contrario, confesar al único
Dios esos pecados, es decir, reconocerlos y arrepentirse con el
propósito de no cometerlos más. Así, en efecto, leemos que ha-
bló y actuó el Salmista: «Me confesaré a ti, Señor, de todo cora-
zón» y, de nuevo, en el Salmo: «Confesad al Señor porque es
bueno», etc21. Además, leemos que así habló y actuó Cristo
cuando dijo en Mateo, 11 [25]: «Yo confieso a ti, Señor, Padre del
cielo y de la tierra» y en muchos otros textos parecidos que se
encuentran en la Escritura para quien la lea con atención.
Y no lo contradice el texto del último capítulo de Santiago
[5,16] que citan. Santiago, en efecto, no dijo: confesaos a un
sacerdote, sino: «Confesad vuestros pecados los unos a los
otros»; hablaba a los cristianos sin distinción y fue un consejo,
no un precepto; como dice al respecto una glosa: «Confesad
vuestros pecados los unos a los otros para evitar la soberbia».
[9]. En cuanto a la autoridad de Agustín y de otros santos
doctores que el Maestro de las Sentencias ha invocado en el
pasaje anterior, hay que responder que los santos y los docto-
res pensaron que tal confesión de los pecados era un consejo
de la Sagrada Escritura, no un precepto. Y Crisóstomo, cuya
autoridad invoca el Maestro y cita en el mismo lugar, ha con-
firmado de manera expresa lo que decimos; y me abstengo de
citarla aquí para abreviar22.
[10]. Por esta razón, si Agustín con los mencionados santos
y doctores consideraba que la confesión de los pecados era un

21
Salmos 9,1 y 111,1; Salmos 106,1. Marsilio interpreta confitebor en el
sentido de confesar los pecados a Dios. Pero la traducción habitual y correcta
es la de confesar la fe en el Señor, en el sentido de alabarlo o reconocerlo como
Dios.
22
Pedro Lombardo, Sententiarum líber, IV, dist. 17, c. 3. Presenta dos citas
del Crisóstomo: de la Homilía XXXI sobre la Epístola a los Hebreos, c. 12 y de
la Homilía II sobre el Salmo 50.

—102—
precepto de la ley divina y que nadie podía salvarse para la
eternidad sin ella, yo no comparto sus afirmaciones, puesto
que no forman parte de las Escrituras Sagradas o canónicas,
ni se deducen de ellas por necesidad, y porque, como se ha
dicho antes, Crisóstomo ha escrito de modo expreso lo con-
trario.
{11}. En cuanto al argumento que conduce a la conclusión,
imposible según la Escritura, de que las llaves sacerdotales o
autoridad de atar y desatar sería inútil si los fieles cristianos no
estuvieran obligados a confesar sus pecados a los sacerdotes,
como necesario para la salvación eterna, hay que negar la con-
secuencia. Pues, aunque no hubiera habido jamás tal confe-
sión de los pecados, la autoridad de las llaves o el poder de atar
y desatar es, en verdad, muy útil a los fieles para la salvación
eterna y para alejar a los hombres de los pecados, tanto ocul-
tos como manifiestos, cometidos o por cometer.
[12}. En efecto, cuando los sacerdotes proclaman y denun-
cian ante la iglesia los pecados (por los cuales merecen la conde-
nación eterna los hombres que los cometen o se proponen co-
meterlos y que no se arrepienten de ellos sino que persisten en
esos mismos actos o propósitos), y absuelven de dicha condena
eterna a quienes se arrepienten de los pecados cometidos o se
enmiendan de los que estaban dispuestos a cometer, entonces el
pecador se arrepiente de los pecados cometidos, los pecadores
los reconocen y se afligen ante Dios y, así, son desviados de la in-
tención de cometerlos más adelante, por el temor a la pena futu-
ra que los sacerdotes les infunden.
[13}. Y éste es el oficio y la autoridad de los sacerdotes, que
antes hemos llamado de las llaves, o poder de atar y desatar. Y
de este modo pueden atar y desatar a los pecadores con gran
provecho, sin la susodicha confesión. Esto se prueba también de
modo racional, con un argumento deducido necesariamente de
la Sagrada Escritura: puesto que no es necesaria la confesión o
el propósito de confesar los pecados a un sacerdote para que
alguien quede atado en esta vida a la culpa y pena de condena-
ción eterna, tampoco, por tanto, es necesaria la confesión, etc.,
para que alguien sea absuelto de la culpa y de la pena. El ante-
cedente es conocido por sí mismo a partir de la Escritura: cual-
quier pecador, una vez cometida su falta, queda atado a dicha
culpa y pena sin que tenga conocimiento de ello ningún sacer-
dote. Por eso dice la Escritura: «Si tu ojo te escandaliza, arrán-
catelo, etc., porque es mejor tener un ojo solo, etc. (...) que te-
ner dos y ser arrojado al fuego eterno». Y dice además el Apóstol

-103—
en la Epístola a Timoteo2*: «Aleja de ti (...) al hombre herético
(...), pues se ha condenado a sí mismo por su propio juicio», es
decir, se ha hecho culpable; y en muchos otros lugares de la Sa-
grada Escritura la consecuencia resulta necesaria por igual,
puesto que la autoridad ejercida por los sacerdotes cuando atan
y desatan a los hombres de sus pecados es única e idéntica. Aho-
ra bien, como su acción, en virtud de esta autoridad no es nece-
saria para atar al pecador, etc., de la misma manera tampoco
lo es para desatarlo, sino que para ser absuelto directamente
por Dios bastan la mera contrición y el verdadero arrepenti-
miento por el pecado cometido, sin haber hecho ni tener que ha-
cer ninguna confesión al sacerdote. Por eso el Salmista dice24:
«Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y
viva». Y también: «Tú25no despreciarás, oh Dios, a un corazón
contrito y humillado» .
Los sacerdotes no atan o desatan los pecados de una mane-
ra distinta a la expuesta antes: y añado además, no por afán de
reiterar con obstinación algo ya dicho antes o que se vaya a de-
cir más adelante, sino a modo de argumentación probable y de
respuesta, y mediante afirmaciones de otros, que si algún pe-
cador hiciera una confesión de sus pecados a un sacerdote y,
pese a las amonestaciones del sacerdote, no desistiera de los
pecados cometidos ni siquiera tras nuevas amonestaciones del
sacerdote en presencia de uno o dos testigos, el sacerdote tiene
la obligación y el deber de revelar ante la faz de la iglesia los
pecados cometidos por ese pecador; si el pecador no escucha-
ra la corrección o reprensión de la iglesia y no se arrepintiera
de sus pecados, debe ser condenado o declarado ligado a la
pena de la condenación eterna, en virtud de la autoridad del
sacerdote para atar y desatar, o poder de las llaves; si, en cam-
bio, se arrepintiera de sus pecados e hiciera propósito de la en-
mienda, debe ser declarado absuelto de dicha pena por esa
misma autoridad del sacerdote. Lo cual parece con claridad
estar también en consonancia con la Escritura, con el pasaje
de Mateo, 18 [15-17], donde se dice para todos los fieles cristia-
nos sin distinción, sacerdotes o no sacerdotes: «Si tu hermano
ha pecado contra ti, ve y repréndelo a solas; si te escucha, ha-

23
Tito, 3,10-11. Aquí y en DM XV,18 el texto latino yerra al mencionar la
cana a Timoteo. Otra vez atribuye bien su fuente (DM X,2). Es probable que
Marsilio citara de memoria.
24
La cita es, en realidad, del profeta Ezequiel, 33,11.
25
Salmos, 51,19.

—104—
brás ganado a tu hermano; si no te escucha, toma contigo a
uno o dos testigos a fin de que todo lo dicho sea confirmado
por boca de dos o tres personas; si se niega a escucharlos, díse-
lo a la iglesia; y si se niega a escuchar a la iglesia, sea para ti
como un pagano o un publicano.»
A continuación viene lo que Cristo dijo en sentido espiri-
tual a los apóstoles: «En verdad os digo que todo lo que atéis
en la tierra será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la
tierra será desatado en el cielo.» Cristo, por tanto, dijo: «Si tu
hermano ha pecado ante (in) ti», etc., palabras que algunos no
interpretan en consonancia con el sentido de la Escritura, el
que tiene en este pasaje, cuando dicen: «Si tu hermano ha pe-
cado hacia (in), es decir, contra (contra) ti; haya, pues, pecado
tu hermano contra ti, o contra el prójimo; si tú lo sabes, debes
reprenderlo puesto que en ambos casos, la razón de la repren-
sión es la misma, la de que tú ganarás a tu hermano». Pero hay
quienes glosan este texto en otro sentido: «Si tu hermano ha
pecado ante ti, es decir, si tú eres el único que lo sabe, ya sea
contra el prójimo, ya contra ti mismo». Y esta interpretación
está en consonancia con la Escritura y se comprueba por la
misma Escritura, sea porque la causa de la corrección es siem-
pre la misma, como hemos dicho, sea en razón de lo que se
dice a continuación: «Toma contigo a uno o dos personas para
que todo lo dicho sea confirmado por boca de dos o tres testi-
gos». En efecto, si se debiera entender la Escritura en el senti-
do de que el hermano debe ser reprendido por el pecado come-
tido sólo contra ti, entonces, aunque tomaras contigo a dos
testigos, todo lo dicho no sería confirmado delante de la mul-
titud por la declaración de tres testigos. Pues en el juicio ante
la iglesia el acusador no es aceptado como testigo, puesto que
es considerado sospechoso de malevolencia. Y, por ello, si
debe haber el testimonio de tres personas contra el pecador en
presencia de la multitud, es necesario que sean el tuyo y el de
los otros dos que tú has llevado contigo, pero no a propósito de
un pecado cometido contra ti, sino más bien contra tu herma-
no. Por consiguiente, la Escritura dice: «Si tu hermano ha pe-
cado contra ti, corrígelo a solas» para que no sea difamado; «si
no te escucha toma contigo a una o dos personas» para que se
avergüence; «si se niega a escucharlas, díselo a la iglesia», para
que sea difamado y apartado. Y la glosa añade: «Y nadie sería
tan orgulloso de desatender tal reprensión ante la multitud, la
de la infamia pública». Cristo añade: «Todo lo que hayáis ata-
do, etc.»; y atribuye a los apóstoles poder para declarar que ta-

—105—
les pecadores están condenados, o que deben ser condenados
ante Dios, en la vida futura, con la condenación eterna, con el
fin de que, por terror o por temor, los pecadores se alejen de los
pecados cometidos y por cometer.
Por consiguiente, esta frase —«Si tu hermano ha pecado
contra ti, etc.»— o bien Cristo se la dijo sólo a los sacerdotes,
y a la sazón ellos pueden y deben, por consejo o precepto de
Cristo, desvelar los pecados en presencia de la iglesia de la
manera dicha; o bien Cristo pronunció estas palabras para
todos sin distinción —sacerdotes o no sacerdotes—, y se con-
cluiría de las premisas la misma consecuencia, a saber, que
está permitido a los sacerdotes desvelar los pecados que les
son confesados por cualquier hombre, de la manera antedicha.
Esto entendía también el Apóstol cuando dijo a Timoteo [5,20]:
«A los que pecan, repréndelos delante de todos, para que los
demás sientan temor».
[14]. Pero alguno dirá que si los sacerdotes no tienen otro
poder de atar y desatar que el de divulgar ante la iglesia
quiénes están ligados o absueltos, o quiénes serán condena-
dos o absueltos ante Dios, parece que en ese caso también
podrían absolver o condenar a los culpables quienes no son
sacerdotes, sobre todo los que conocen la Sagrada Escritura,
puesto que pueden y saben promulgar tales cosas en presen-
cia de la Iglesia; en tal sentido26dicen que parece haber enten-
dido Agustín en una homilía la mencionada frase de Cristo
referida a tal modo de atar y desatar.
[15]. Nosotros hemos de decir, sin embargo, que los sacer-
dotes atan y desatan a los hombres de sus pecados de una ma-
nera no distinta de como lo hace un hermano con su hermano
culpable de haberle ofendido. Vemos, en efecto, que en un jui-
cio secular, cuando alguien ha hecho daño a otro, es condena-
do a una doble pena: una, la debida a la parte damnificada u
ofendida; otra, la relativa a la comunidad o al juez. Pero la par-
te damnificada puede, si quiere, perdonar a la parte que le ha
perjudicado u ofendido la pena que se le debe, o bien exigirle la
pena que le corresponde. En cambio, la parte ofendida no pue-
de en modo alguno perdonar, a la que le ha dañado u ofendido,
la pena debida a la comunidad o al juez, criterio que debe ser
atendido de la misma manera en el caso del juicio espiritual
que Dios ejercerá en la vida futura. En efecto, por culpa del

26
San Agustín, Sermo 82 (De verbis Domini), P. L. XXXVIII, págs. 508-511.

—106—
daño causado a un hermano contra la ley divina, el pecador o el
que ofende está de igual forma obligado a sufrir una doble pena
en la vida futura. Una con respecto al hermano ofendido, quien
puede perdonar al que le ha ofendido; acerca de ella se dice y se
reza en el Padre Nuestro: «Perdona nuestras ofensas como no-
sotros perdonamos a quienes nos han ofendido». A la otra
pena, en cambio, el pecador está condenado en razón de la in-
juria cometida contra Dios, y la parte ofendida no puede perdo-
nar esta pena a quien le ha ofendido; sólo Dios puede hacerlo.
(16}. Pero los sacerdotes atan y desatan de manera distinta,
en virtud de la autoridad o27poder que Cristo les ha transmitido
con el 'hábito' [o carácter] ; dicho hábito se llama en general
forma o carácter sacerdotal, o «gracia dada por profecía» se-
gún el Apóstol en [la Epístola] a Timoteo28. Por tanto, aunque
alguien versado en la Sagrada Escritura sepa por qué pecados
el pecador está atado o absuelto —o lo estará en el otro mun-
do— a la pena o de la pena de condenación eterna, o sepa in-
cluso proclamarlo de manera conveniente ante la Iglesia, sin
embargo, no puede ni debe hacerlo, a no ser porque le haya
sido concedida autoridad sacerdotal para este fin, primero por
Dios y luego por otros, a los que corresponde ser ministros de
Dios; y, por eflo, cuando se diga que parece que los expertos en
la Sagrada Escritura, sin ser sacerdotes, podrían desatar y atar
a los pecadores ante la faz de la Iglesia, hay que negarlo por
completo, porque, aunque supieran hacerlo, no han recibido
de Cristo, que es quien otorga esa autoridad, el poder para de-
sempeñar tal ministerio. De ahí que el Apóstol en la Epístola a
los Romanos, 10 [15] diga a este propósito: «¿Cómo predicarán
si no son enviados?»; porque nadie debe entrometerse en la en-
señanza o en la administración de las cosas espirituales, o en
el ejercicio del oficio sacerdotal «si no es enviado», es decir, si
no es por medio de la autoridad recibida de quien tiene el po-
der de conferir tal autoridad.

27
El texto del manuscrito latino está alterado y se lee mal. La expresión
«vel charactere» es una enmienda de C. K. Brampton (ob. citv pág. 15), sugeri-
da por Previté-Orton. Habitus traduce la palabra griega hexis, que designa en
Aristóteles una cualidad, o mejor, una potencialidad o virtualidad. A cada par-
te de la ciudad le corresponde un habitus del espíritu humano. Los sacerdotes
son una parte de la ciudad, cuyo oficio consiste en enseñar la doctrina que es
necesario creer para salvarse. Para ejercer ese oficio disponen de un habitus o
carácter sacerdotal impreso directamente por Dios o instituido por ordena-
ción divina.
28
I Timoteo, 4,14.

—107—
[17]. Resulta de esto evidente que la objeción anterior no es
válida. Se ve claro en el caso del médico del cuerpo, cuya situa-
ción puede parangonarse, en razón de su arte, con la del sacer-
dote, como dijo Cristo, en Lucos, 5 [31] al llamarse a sí mismo
médico: «Los sanos no necesitan al médico». En efecto, aun-
que alguien tenga una habilidad en virtud de la cual pueda en-
señar y juzgar sobre sanos y enfermos y, asimismo, actuar so-
bre ellos, si no tiene o no le ha concedido el legislador humano
o el gobernante la licencia, o autoridad, de enseñar y de ope-
rar, no le está permitido enseñar la medicina ni ejercer la
práctica de la medicina con los sanos ni con los enfermos.
Más aún, quien actúa en sentido contrario peca de manera
punible contra la ley humana, si ésta prohibe tal ejercicio en
esas condiciones.
{18}. En lo que concierne a la autoridad de Agustín invoca-
da antes, hay que decir que en esa cita ha explicado la manera
de atar y desatar, por la que un hermano puede aferrar o per-
donar a su hermano de la injuria que éste último le ha ocasio-
nado; sin embargo, en dicha homilía no ha glosado las pala-
bras de Cristo, es decir, la frase de la Escritura citada arriba:
«En verdad os digo, que todo lo que hayáis atado, etc.» Estas
palabras de la Escritura deben ser entendidas según la glosa
que hemos citado sobre el poder de atar y desatar que Cristo
confirió a los apóstoles.
[19]. Alguien podrá insistir en que todo cristiano está obli-
gado a confesar sus pecados a un sacerdote por necesidad para
la salvación eterna y que el pecador que se niegue a hacerlo se
condena para la eternidad. En efecto, todo fiel cristiano está
obligado a cumplir bajo pena de condenación eterna lo que el
Concilio General o la Iglesia universal ha prescrito o estableci-
do que se debe hacer; y está prescrito y establecido para todo
fiel cristiano confesar los pecados al sacerdote. Luego todo
cristiano está obligado a realizar tal confesión ante un sacer-
dote.
{20}. A esto nosotros respondemos que lo que está prescri-
to y establecido por la Iglesia universal o por el Concilio Gene-
ral acerca de aquellas cosas que no están prescritas ni prohibi-
das por la Sagrada Escritura o en torno a ellas, sino que sólo se
refieren al ritual de la Iglesia y a lo demás que puede caer bajo
un consejo, no bajo un precepto, y que atañen a cualquier cris-
tiano en general, sea clérigo o laico, mientras esté vigente el
precepto del Concilio General de todos los fieles cristianos, clé-
rigos y laicos, que han dado su consentimiento a tal estatuto o

—108—
precepto en dicho Concilio, por ellos mismos o a través de sus
representantes, deberá ser observado por parte de todo fiel,
como necesario para la salvación, mientras no haya sido revo-
cado por dicho Concilio; pero no en razón de un precepto in-
mediato de la ley divina, pues ningún precepto divino puede
ser revocado por un hombre o por el conjunto de los hombres,
sino que los cristianos están obligados por el Concilio General
a observar tales preceptos y estatutos humanos, hasta que sean
revocados, porque son leyes humanas y porque están dictadas,
sin condiciones o por un tiempo determinado, para la común
utilidad de los hombres, y a ningún cristiano le está permitido
actuar contra ellas o contravenirlas sin cometer pecado mor-
tal; por lo cual decimos que deben ser observadas por necesi-
dad para la salvación eterna.
{21}. Cómo los fieles cristianos han de confesarse con los
sacerdotes, y si tal confesión ha sido prescrita, establecida u
ordenada por el Concilio General de todos los fieles cristianos
del modo antedicho mientras tal precepto o estatuto no sea re-
vocado por ese Concilio, es un asunto del que diremos algo en
la sexta conclusión de la segunda cuestión.

CAPÍTULO SEXTO
La segunda conclusión que algunos extraen de la susodicha
autoridad de las llaves es que cualquier sacerdote puede impo-
ner a los pecadores una pena o reparación material o personal
en este mundo, que debe ser satisfecha y cumplida por ellos en
la medida de sus fuerzas, sin lo cual el pecador no es absuelto
de sus pecados. El Maestro de las Sentencias, en el libro IV,
distinción 18, capítulo 629, expone esta misma tesis —y parece
estar de acuerdo con ella— de que los sacerdotes absuelven así
ante la faz de la Iglesia a los pecadores, a los que atan con una
pena adecuada o a los que imponen una adecuada satisfac-
ción.
Nosotros, sin embargo, hemos de decir, con el debido respe-
to al Maestro de las Sentencias y a los demás que opinan lo mis-
mo, que no se puede probar por la Sagrada Escritura que tal au-
toridad o poder corresponda a los sacerdotes, y que tampoco se
puede, por ningún otro argumento que se derive con necesidad

29 !RL, CXCII, 887; ya citado en DP II,VI,7.

—109—
de ella determinar cuánta y qué pena merece el pecador en la
vida futura por los pecados que ha cometido en ésta, salvo en el
caso de que a alguno se le hubiera comunicado por revelación
divina; pero, si no queremos, no estamos obligados, por ser ne-
cesario para la salvación eterna, a creer ni a obedecer a quien
predique que ha tenido tal revelación; por lo cual es razonable
rechazar la opinión del Maestro de las Sentencias y la de los de-
más que sostienen lo mismo, pues sus discursos no aportan a
este propósito ninguna conclusión necesaria. También resulta a
partir de ello evidente la primera propuesta de que el pecador, al
confesar sus pecados y arrepentirse con sinceridad, es absuelto
de la pena de condenación eterna, incluso si no cumple en esta
vida ninguna reparación material o personal por sus pecados.
Sin embargo, es verosímil30 que si él no cumple ninguna peni-
tencia será castigado en la otra vida con más rigor y durante
más tiempo, incluso para la eternidad. Por eso hacer penitencia
en este mundo por los pecados es un consejo, no un precepto.

CAPÍTULO SÉPTIMO
{!]. Hay otra conclusión que algunos sacan de dicho poder
de las llaves, la de que los obispos o los sacerdotes, y sobre
todo el obispo de Roma, pueden conceder a los pecadores in-
dulgencias de las penas en la otra vida por los pecados que han
cometido en ésta, por periodos determinados de tiempo, como
años, meses y días y, a veces, para siempre, por ejemplo, a
quienes van a Roma cada fin de siglo. Puesto que no se puede
probar por la Sagrada Escritura, ni deducir de ésta como
necesario, que ellos tengan tal autoridad, por las mismas razo-
nes y causas por las que les hemos negado el poder inmediato
para imponer penitencia en este mundo por los pecados, les
negamos también ese poder suplementario de conceder las ci-
tadas indulgencias; sin embargo, admitimos que, en virtud de
sus oraciones por los pecadores, Dios disminuya en el otro
mundo las penas a los pecadores en cantidad y en calidad, y en
la medida de la penitencia por sus pecados, haya o no haya
sido ordenada por el sacerdote en forma de consejo, no de pre-
30
El texto latino original dice «está umversalmente aceptado (hoc lamen
universale est)». Pero Previté-Orton ha sugerido enmendarlo con «hoc lamen
verisimile est» (ob. cit, pág. 59), expresión que también figura en la edición crí-
tica de J. Quillet (ob. cit., pág. 212).

—110—
cepto. Pero nadie está obligado a creer como necesario para la
salvación eterna que sea en la proporción o en el modo que
afirman y asignan los sacerdotes en sus discursos y escritos.
(2). En virtud también de estos argumentos y por las mis-
mas razones se debe y se puede concluir que ningún sacerdo-
te, por el mero hecho de serlo, ni siquiera el obispo de Roma,
tiene, por sí solo o con otros, autoridad o poder para señalar o
prescribir a cualquier fiel un ayuno durante un determinado
tiempo, ni para prohibir ciertos alimentos ni tampoco para de-
cretar la interrupción de los trabajos manuales o civiles, o de-
clarar festivos algunos días con objeto de celebrar los santos,
ni para prohibir tales31cosas bajo alguna pena que cumplir en
esta vida o en la otra . Esta autoridad es propia del legislador
humano o del Concilio General de todos los fieles cristianos y
de aquellos que representan a todos los fieles en el Concilio Ge-
neral. Queda aún por tratar si las cruzadas32 y las peregrinacio-
nes para visitar los santuarios de los santos son meritorias y si
consiguen para los pecadores indulgencia total o parcial de sus
penas en la otra vida.
(3). Y digo, de acuerdo con lo que hemos establecido antes,
que no se puede probar por la Sagrada Escritura que se deba
obligar a cualquier infiel a confesar la fe cristiana, como tam-
bién hemos demostrado y resulta evidente en virtud de la misma
Escritura y de las palabras de los santos, en los capítulos IV, V, y
DC de la Segunda Parte. De donde se deduce que si la cruzada se
hace o se ha hecho para combatir a los infieles y obligarlos a
confesar la fe de Cristo, no parece en absoluto meritoria. Pero si
tal viaje allende los mares se hubiera emprendido para obligar a
los infieles a obedecer al príncipe o al pueblo Romano en mate-
ria de preceptos civiles y para reclamar los tributos debidos,
como están obligados por ley, pienso que ese viaje debería ser
considerado meritorio, porque estaría encaminado a la paz y a
la tranquilidad de todos los hombres que viven con civilidad.
[4]. En cuanto a las peregrinaciones que recorren los peca-
dores con el fin de visitar los santuarios de los santos por devo-

31
En El defensor de la paz se atribuye sólo al gobernante civil el poder de
establecer tales obligaciones y prohibiciones (DP II,XV,2-4 y 8; XXI,8;
111,11,34).
32
Dice «viajes a ultramar (ultmmarinus transitas)» en referencia a las ex-
pediciones militares contra los infieles, que convocaba el Papa para recuperar
los Santos Lugares, y por las que concedía indulgencias. En los siguientes pá-
rrafos se critican las cruzadas y las peregrinaciones, que controlaba la Iglesia.

—111—
ción, afirmo que pueden ser meritorias, pero, sin embargo,
añado que si los víveres o el dinero que un hombre gasta en es-
tas peregrinaciones se distribuyesen entre los pobres (por
ejemplo, a las viudas, a los huérfanos y a los inválidos, a los en-
fermos y a otros indigentes, a las vírgenes, o a los que están
abrumados por el peso de una familia numerosa o por la indi-
gencia de sus hijos, o a cualquier otra clase de gente pobre y
honrada y en estado de necesidad) o se dedicasen a defender la
cosa pública, cuando la necesidad se cerniese sobre ella, ese
hombre merecería cien veces más gracia a los ojos de Dios y de
los antedichos santos que los que visitan los santuarios; pues
no encontramos en la Escritura ningún consejo ni precepto re-
lativo a hacer tales peregrinaciones, mientras que sí encontra-
mos formulado con claridad, tanto en la Ley Antigua como en
la Nueva, el consejo de dar dichas limosnas y de distribuir ví-
veres o dinero entre los pobres. Pues el Salmista dice: «Redime
tus pecados con la limosna»33; y Cristo dice en Lucas, 11 [41] y
12 [33] y en muchos otros pasajes de la Escritura: «Ve y ven-
de todo lo que tienes y dáselo a los pobres.» Más aún, Cristo
se queja de los que pueden hacerlo y no lo hacen, cuando
dice en Mateo, 25 [42-43]: «Tuve hambre y no me disteis de
comer; tuve sed y no me disteis de beber; estaba desnudo y
no me vestísteis», reprochándoles todo esto en nombre de los
pobres; en cambio, no se lee en ninguna parte que haya di-
cho: «Fui a Roma o a Jerusalén, y no me visitasteis.» Además,
la mayoría de las veces estas peregrinaciones a lugares leja-
nos se emprenden para visitar lugares extraños y países ex-
tranjeros, más que por devoción hacia tales lugares. Para re-
sumir en una palabra lo que hay que pensar de esto, digo34:
los pecadores consiguen el perdón total o parcial de sus pe-
nas en el otro mundo en cualquier caso, ya sea que cumplan
una penitencia material o personal en esta vida por sus peca-
dos, que hagan una cruzada con la intención dicha de soste-
ner la cosa pública, o que vayan en peregrinación o hagan
otras cosas parecidas. Pero también es cierto que estas indul-
gencias o perdones de ninguna manera les son concedidos a
ellos por los obispos o los sacerdotes, pues éstos no tienen

33
Se trata de Daniel, 4,27.
34
C. K. Brampton (ob. cit., pág. 19) reconstruyó el texto original, que está
alterado, con la frase «et ad unum dicere quidquid de talibus sentiendum, dico»,
que las ediciones críticas ponen entre paréntesis. Para hacer más ágil la lectu-
ra, hemos dividido el período, como hace C. Vasoli (ob. cit., pág. 121).

—112—
ningún poder para conceder o denegar tales indulgencias a
los pecadores, sino que sólo lo posee Dios, que es el único
que conoce el sentimiento de los pecadores y los corazones
de los penitentes, así como la cantidad y la calidad del resar-
cimiento que cumplen quienes merecen y desmerecen.

CAPÍTULO OCTAVO

Hay otra nueva conclusión que algunos extraen de la suso-


dicha autoridad de las llaves y de la plenitud de poder de éstas
que atribuyen al obispo de Roma: que el mismo obispo de
Roma, llamado Papa, y otros obispos o sacerdotes a los que ha
querido conferir o conceder este poder, pueden absolver a
cualquier fiel cristiano o liberarlo de cualquier voto que haya
ofrecido, de manera que no esté ya de ninguna forma obligado
al cumplimiento de ese voto. Para examinar con mayor clari-
dad esta conclusión conviene preguntarse, en primer lugar,
qué es un voto; a continuación, qué persona puede hacer votos
u ofrecer un voto y quedar así obligada a su cumplimiento; en
tercer lugar, acerca de qué se puede o se debe hacer un voto; y,
por último, por qué y a quién debe ofrecérselo el que ha hecho
un voto.
[2]. En lo que concierne al primer punto, digamos que, se-
gún la opinión más extendida, el voto es una promesa volunta-
ria, hecha mentalmente o de viva voz, de hacer algo o de abs-
tenerse de algo con suficiente conocimiento de causa, con
objeto de conseguir algún fin en esta vida o en la otra. En
cuanto al segundo punto, digo que una persona que haga un
voto debe formularlo a una edad en la que se presuma que tie-
ne entendimiento o posee uso de razón] algunos hombres pru-
dentes consideran que esa edad es la de quince años para el
sexo masculino y fijan, en cambio, doce años para el sexo fe-
menino.
[3]. En lo referente al tercer punto, no debemos ignorar que
en materia de actos humanos que se pueden hacer u omitir y
son susceptibles de ser objeto de un voto, algunos están regi-
dos por precepto de la ley humana o divina. Otros, sin embar-
go, pueden caer dentro de lo que está permitido tanto por la
ley humana como por la ley divina; y hay otros que forman
parte de la categoría de los consejos y que conciernen más a la
ley divina que a la ley humana. En qué se distinguen los pre-
ceptos, tanto los afirmativos como los negativos, llamados en
general prohibiciones, de las cosas permitidas por las leyes y

—113—
de los consejos, lo hemos tratado bastante en los capítulos VIII
y XII de la Segunda Parte del Defensor; sin embargo, como re-
sumen de lo que afecta a nuestro propósito hemos de decir que
los preceptos o prohibiciones, tanto de la ley divina como de la
humana, no pueden ser objeto de voto, ni se puede formular
un voto sobre ellos, porque los humanos de ambos sexos están
obligados bajo pena en esta vida, en la otra, o incluso en las
dos, a cumplirlos todos, tanto los divinos como los humanos,
pues los preceptos humanos no contradicen la ley divina. En
efecto, la ley divina ordena obedecer a los gobernantes y a las
leyes humanas que no contradigan la ley divina, como hemos
mostrado antes con las palabras de Cristo y de los apóstoles.
Del mismo modo, tampoco se hace un voto sobre ciertas cosas
permitidas por la ley humana o por la divina, como, por ejem-
plo, dar o no mis vestidos a un saltimbanqui, o preparar un
festín para otra persona o no prepararlo, y otras cosas seme-
jantes, en relación con las cuales quien hace un voto no se pri-
va de algún tipo de placer en esta vida para rendir homenaje a
Dios o al espíritu de algún santo; no se hace un voto para esto,
pues nadie está obligado al cumplimiento de tales cosas bajo
pena en esta vida o en la otra.
Se suele hacer un voto, en cambio, a propósito de cosas
permitidas por la ley humana o por la ley divina, y sobre aque-
llas que es propio llamar consejos según la ley divina, con el fin
de adquirir algún mérito o evitar un mal en esta vida o en la
otra, a cuyo cumplimiento parece que los hombres quedan
obligados, como vamos a ver con más extensión a continua-
ción. Por dar un ejemplo de ello, si uno puede hacer un voto
por haber conseguido o evitado algo, como tener un hijo varón
de su esposa, vencer a un enemigo, obtener un beneficio, esca-
par a un peligro en tierra o en mar, recobrar la salud, no ir a
prisión y muchas otras cosas igualmente deseables o temibles
en el estado y para el estado en esta vida, de modo similar uno
puede hacer un voto sobre asuntos llamados con propiedad
consejos de la ley divina, a fin de obtener una mayor o menor
felicidad o de evitar un mayor o menor mal para el estado no
en la vida presente, sino en la futura. Para resumir la defini-
ción del voto a partir de lo que hemos expuesto, diremos que el
voto es una promesa humana voluntaria, que entra en la cate-
goría de consejo, no de precepto, hecha mentalmente o de viva
voz, o de las dos maneras, por una persona de edad apropiada,
acerca de algo que le es suficientemente conocido o sabido y
que debe hacer o abstenerse de hacer, por permisión o conse-

—114—
jo, a fin de obtener o evitar alguna cosa en este mundo o en el
otro, sólo en virtud de la gracia divina o por la intercesión del
espíritu de algún santo. Digo, además, que tal voto puede ser
formulado por quien lo ofrece, bien en el sentido de hacer o
de abstenerse de hacer por completo o de modo absoluto, o
bien de modo condicionado, es decir, en la medida en que a
otra persona le agrade que tal voto sea cumplido o se deje de
cumplir.
[4]. Planteadas así estas premisas, extraigamos de ellas al-
gunas conclusiones: la primera de ellas será que nadie está su-
jeto ni obligado a hacer un voto bajo pena en esta vida, puesto
que lo que cae sólo dentro de lo que está permitido o del con-
sejo, pero no de lo prescrito o prohibido por la ley divina o hu-
mana, no obliga a nadie bajo pena en esta vida o en la otra. Los
votos conciernen en efecto a cosas permitidas o consejos, no a
las prescritas o prohibidas por ley, como ha quedado claro en
la definición de voto adoptada antes.
Pero otra conclusión será que todo hombre está obligado
bajo algún tipo de pena al cumplimiento del voto prometido.
En efecto, así como lo que la ley humana permite a un hombre
hacer o abstenerse de hacer, obliga bajo pena civil a quien por
un motivo lícito ha prometido su cumplimiento, de la misma
manera lo que se promete a Dios obliga a aquel que hace un
voto o una promesa a cumplirlo bajo algún tipo de pena, por
ejemplo, en la vida futura, lo que parece ser conforme con la
Sagrada Escritura. Pues dice el Salmista: «Cumpliré mis votos
al Señor»35, y también Cristo en Mateo, 22 [21]: «Dad al César
lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Ahora bien,
como las promesas que se llaman votos se le hacen a Dios por
una causa lícita, como ha quedado claro por la definición de
voto, parece que de ellos se debe responder asimismo ante
Dios y que quienes hacen votos quedan así obligados por ellos.
[5]. Una tercera conclusión es que ni el obispo de Roma ni
ningún otro obispo o sacerdote puede desligar de un voto he-
cho u ofrecido sin más a Dios o a algún otro santo, sin ningu-
na otra condición (como, por ejemplo, la de tener el consenti-
miento de otro, o la de hacer o abstenerse de hacer algo por un
tiempo determinado), al autor del voto o la promesa, que ya no
estaría en absoluto obligado a observarlo; y la razón de ello es
que quien se ha comprometido en la forma debida no puede

35
Salmos, 116,14 y 18.

—115—
ser desligado por nadie de su compromiso, excepto por aquél
con el que se ha comprometido de manera lícita, o por un juez
superior a la36persona comprometida y a aquella con la que se
compromete . Por tanto, quien hace un voto lícito a Dios que-
da obligado para con Él y se obliga a cumplir su voto; pero de
ningún modo para con el obispo de Roma o para con otro sa-
cerdote. Si, como hemos dicho, el voto ha sido hecho o prome-
tido a Dios o a algún santo de modo absoluto y sin condición,
ni el obispo de Roma, ni ningún otro obispo o sacerdote es
juez ni superior respecto del que ha hecho el voto, ni respecto
de Dios o de aquél santo a los que se les ha prometido cumplir
el voto. Por consiguiente, ni el obispo de Roma, ni ningún otro
sacerdote pueden de ninguna manera liberar del mencionado
voto a quien lo ha hecho, hasta el punto de que ya no esté en
modo alguno obligado a respetar el voto hecho a Dios. Porque,
además, no se encuentra en la ley divina, en especial en forma
de escrito o de mandato, ni como consejo ni como precepto,
que el pontífice Romano u otro sacerdote tengan tal poder, ni
tampoco se puede concluir necesariamente de ella que ningún
sacerdote tenga tal autoridad. Hemos de decir, sin embaído,
que si no se ha hecho el voto con carácter absoluto y sin reser-
vas, sino en forma condicionada, es decir, si se ha subordinado
el voto al arbitrio de uno o varios sacerdotes, en tal caso puede
liberar de ese voto el sacerdote a cuyo arbitrio se haya someti-
do la formulación del voto por parte de quien lo haya hecho;
pues entonces tal voto no es una promesa hecha del todo a
Dios, sino más bien al sacerdote.

CAPÍTULO NOVENO
La cuarta conclusión es que nadie puede, por un voto suyo,
obligar a otra persona a observar algún tipo de voto, si para ello
no ha recibido mandato expreso o precepto de esa persona, que
debe tener la edad requerida; lo que también resulta de la defi-
nición de voto dada. Pues el voto es, y debe ser, una promesa es-
pontánea y no forzada de quien se compromete a hacer o abste-
nerse de hacer algo que le es conocido y no ignorado; por eso

36
En las conclusiones de El defensor de la paz Marsilio niega a los obispos
y sacerdotes el poder de anular los juramentos (DP 111,11,31), según argumen-
tos expuestos en DP II,VI, VII y XXVI, 13-16.

—116—
nadie puede por su propio voto obligar en modo alguno a la ob-
servancia de un voto a otra persona que no lo quiera o no lo
sepa. De lo cual se sigue, según parece, que el voto formulado
por los sacerdotes de Occidente, en un Concilio o fuera de su
Concilio General, concerniente a no tomar esposa, o a otros con-
sejos semejantes para hacer o dejar de hacer cosas que no afec-
tan al precepto de la ley divina ni se derivan de la función sacer-
dotal, como por ejemplo los ayunos y otros consejos más, no
obligan a sus sucesores, es decir, a quienes les sucedan en el ofi-
cio sacerdotal, a observarlos o cumplirlos, puesto que tales votos
no han sido para los sacerdotes sucesores voluntarios ni conoci-
dos. Por tanto, no están en modo alguno obligados a observar-
los bajo pena en esta vida o en la otra, salvo en el hipotético caso
de que el legislador humano hubiera establecido más tarde que
nadie pudiera asumir el oficio de sacerdote, si no quería obligar-
se a asumir tales consejos o votos expresamente propuestos a él.
Por esta razón y por la misma causa, digo también que ningún
sacerdote, monje o fraile mendicante, o de otra orden religiosa
como quiera que se llame, puede ser obligado o forzado a cum-
plir un nuevo voto o promesa hecha por su orden, fuera de la
profesión religiosa pronunciada por él y pertinente a dicha re-
gla, a no ser que el nuevo estatuto o voto formulado por su or-
den esté incluido en la profesión de la regla y sea consecuencia
necesaria de tal profesión.
[2]. A la pregunta si a quien ha hecho voto le está permiti-
do revocarlo, de manera que no esté ya obligado a observarlo
sin sufrir castigo en la otra vida, parece que debemos respon-
der que tal voto se puede revocar, si es para hacer algo mejor y
agradar más a Dios, o para evitar algo peor en lo que uno ten-
ga probabilidad de caer a menudo y ofender más a Dios; y que
quien ha hecho un voto y se desliga de él, debe considerar si
este hacer algo mejor o evitar algo peor es conforme a la ley di-
vina y si este hacer algo mejor, o como decimos, evitar algo
peor no pudiera ser llevado a cabo manteniendo el voto. Para
poner un ejemplo de esto, supongamos que un hombre ha he-
cho voto a Dios de llevar una vida solitaria en el bosque y ese
mismo hombre, después de haber hecho ese voto, es elegido
para ejercer algún gobierno espiritual, como el episcopado u
otra dignidad espiritual de rango eclesiástico superior. Otro
ejemplo es que un hombre o mujer en su adolescencia haya he-
cho voto de castidad perpetua o de total abstinencia de los pla-
ceres de la carne y que, más tarde, estuviera tan atormentado
por esas tentaciones que acabara por caer con demasiada fre-

—117—
cuencia en el pecado de fornicación; parece que se debe respon-
der que quienes han hecho tales votos puedan anularlos. Pues
las mencionadas condiciones u otras semejantes para su efica-
cia parecen estar incluidas en el voto. Quien renuncia a un voto
debe actuar con rectitud de conciencia, como hemos dicho, para
hacer lo que es mejor o para evitar lo peor y que no podría efec-
tuar por sí mismo si mantuviera su voto. Además, aquellos que
rescinden así un voto, por hacer lo que es mejor o evitar lo peor,
no cumplen menos su voto o promesa a Dios y hasta se puede
considerar que lo cumplen más.
La prueba de que uno, por las causas razonables que he-
mos citado o por otras semejantes, puede anular el voto for-
mulado es que el obispo de Roma y los demás sacerdotes a los
que éste ha conferido esa autoridad lo dicen y lo llevan a cabo
con mucha frecuencia, al liberar de hecho a personas de uno y
otro sexo del voto formulado en la profesión de una regla u or-
den religiosa, tanto mendicante como monástica; y los sacer-
dotes afirman que aquellos a quienes se les anula así el voto,
por su licencia o acuerdo, ya no están obligados, a partir de ese
momento, a cumplirlo bajo pena en este mundo o el otro. Su-
pongamos también el caso de aquellos votos formulados por
sus autores de manera absoluta y sin ninguna condición y has-
ta qué punto los sacerdotes podrían desligar de sus votos, líci-
tamente y sin cometer pecado, a quienes los han prometido;
debemos mantener lo que ya hemos dicho y añadir que esto es
lícito no en razón de la autoridad de los sacerdotes ni de nin-
gún obispo, cualquiera que sea, ni siquiera del obispo de Roma
llamado Papa, sino que este asunto se debe considerar según el
criterio y la conciencia de quien ha hecho el voto, desde una
interpretación favorable de los motivos de quien anula el voto,
lo quiera o no un obispo o un sacerdote.
[3]. Nos queda por examinar todavía si el voto formulado
obliga a su autor a cumplirlo bajo pena eterna o no eterna, o
sea limitada en el tiempo, en la otra vida, si lo revoca aun sin
tener una causa urgente.
Recordemos que algunos votos se hacen para obtener alguna
cosa en el estado de la otra vida, sin que quien hace el voto ob-
tenga ningún fruto en la vida presente. Y como tales votos no son
preceptos, sino decisiones libres o propias de los consejos, ni ata-
ñen a ley divina en materia de preceptos sino sólo de actos acon-
sejados, decimos que anular tales votos por voluntad propia o
con un beneplácito, no somete al que lo hace a una pena eterna
en la vida futura; pero quien revoca así un voto quizás sea casti-

—118—
gado con alguna pena temporal, por su inconstancia o despre-
cio, y por ofrecer a los demás un mal ejemplo de actuación. Hay,
por otra parte, votos formulados por su autor con el fin de obte-
ner o de eludir y evitar algo para su situación en la vida presen-
te; si no ha conseguido ni eludido nada, no parece que por anu-
lar su voto se exponga a ningún castigo en la otra vida; por el
contrario, si quien formuló un voto y ha obtenido o eludido en
esta vida aquello en favor de lo cual se comprometió a hacer algo
o abstenerse de algo, revoca el voto, se somete a una pena en la
otra vida. Pero decidir con exactitud en qué cuantía y con qué
duración, si eterna o por un tiempo limitado, queda en manos de
Dios; en efecto, no creo que con las Sagradas Escrituras se pue-
da probar que quien ha hecho un voto y lo revoca esté condena-
do a un castigo eterno en la otra vida, ni que se pueda demostrar
lo contrario a partir de ellas. Sobre esto, no debemos ignorar que
los votos formulados para obtener ventajas y evitar desgracias en
esta vida no son en sentido estricto consejos, sino permisos; y,
puesto que consisten en hacer o abstenerse de hacer cosas en
esta vida para conseguir algo o eludir algo en esta misma vida,
comportan cumplir lo prometido, sobre todo, cuando se han ob-
tenido las cosas deseadas mediante el voto, o se han evitado los
males. Por esta razón quienes anulan tales votos por su propia
voluntad, sin razón apremiante, incurren más en una pena en la
vida futura que quienes anulan los votos hechos o prometidos
para obtener una recompensa en la otra vida —no en ésta— y
que sus autores formulan en materia estricta de consejos y sobre
asuntos aconsejados por la ley divina; a propósito de estos votos
en sentido estricto o en materia de consejos, es razonable opinar
que nadie que se retracte de ellos por propia voluntad y sin razón
urgente, incurra en condena eterna, y que eso no puede ser de-
mostrado por medio de las Sagrada Escrituras37.
No se opone a cuanto se ha dicho lo que dijo el Salmista y
hemos citado antes: «Yo cumpliré mis votos hacia el Eterno»,
ni tampoco lo que dijo Cristo: «Dad al César lo que es del Cé-
sar y a Dios lo que es de Dios»38; pues de estas palabras sólo se
puede concluir que quien hace un voto y no lo cumple, o se re-
tracta de él, incurre en algún tipo de pena, pero no que por ello
sea castigado para la eternidad.

37
Marsilio expone con amplitud la distinción entre 'preceptos' y 'consejos'
en DP II,XII,3-4.
38
Salmos 116,14; y Mateo, 22,21; citados en DM VIII,4.

—119—
CAPÍTULO DÉCIMO
Pero todavía hay otra conclusión que algunos sacan del po-
der de las llaves sacerdotales enunciado antes: que los obispos o
sacerdotes, sobre todo el obispo de Roma llamado Papa, pueden
por su propia autoridad excomulgar en este mundo a un peca-
dor y entregarlo a Satanás, si no se arrepiente de sus pecados, y
prohibir los oficios divinos y negar la administración de los sa-
cramentos y de los demás bienes espirituales a las comunidades
de fieles que no obedezcan sus mandatos o preceptos; pretenden
apoyar esta opinión con numerosos textos de la Escritura, como
se verá en lo que vamos a decir más adelante.
El Maestro de las Sentencias expone aún mejor esta opi-
nión cuando dice en la distinción 18, capítulo 7, hacia el final:
«Hay otro modo de atar y desatar, cuando alguien ha recibido
tres amonestaciones según la regla canónica»39. Ya hemos cita-
do este texto en el capítulo VI de la Segunda Parte de El defen-
sor de la paz, hacia el final, y no lo incorporamos aquí para
abreviar. Resumimos la opinión expresada allí por las palabras
del Maestro: si los pecadores no quieren arrepentirse de los pe-
cados cometidos en contra de los preceptos de los sacerdotes,
ni resistir a la tentación de cometer otros, los obispos o los sa-
cerdotes, sobre todo el obispo de Roma, después de haberlos
amonestado por tercera vez, pueden excomulgarlos, es decir,
privarlos o excluirlos de una doble comunión. Una es la de los
sufragios eclesiásticos, en la que participan los demás por me-
dio de las oraciones de los sacerdotes en la Iglesia y de la que se
benefician los fieles; de ello resulta otro perjuicio para los peca-
dores, a saber, que están tanto más expuestos a precipitarse en
el pecado mortal, o a deslizarse hacia los otros pecados, cuanto
que se le concede al diablo mayor poder para atormentarlos y
seducirlos; por lo que, al privarles así a los pecadores de tales
sufragios, dicen los sacerdotes que los pecadores se entregan o
han sido entregados a Satanás. Pero, además, los sacerdotes
creen y declaran que, por su sola autoridad o la de su propio co-
legio, privan a dichos pecadores de otra comunión, la civil, a fin
de que así ninguno de los demás fieles deba participar con ellos
en ningún acto privado, doméstico o civil, sea de palabra,

39
Pedro Lombardo, Sententiarum Líber, libro IV, distinción 18, cap. 7 (E L.
XCXII, pág. 888); véase también DP II,VI,8.

—120—
acuerdo o acción; y todos los demás fieles están obligados a
respetar esta prohibición bajo la pena de condenación eterna.
[2]. Parece que tales enunciados pueden apoyarse en la Sa-
grada Escritura; en sus textos leemos, en efecto, que los apósto-
les de Cristo, de los cuales se considera sucesores a los obispos
o presbíteros, han ejercido ese poder o autoridad sobre sus su-
bordinados. Por eso dice al respecto el Apóstol en la IaEpístola
a los Corintios, 5 [11]: «Si hay entre vosotros un hermano la-
drón, avaricioso, idólatra, etc.»; y añade: «Con éstos, ni siquie-
ra comáis». También en la 1.aa los Corintios, 5 [3-5]: «Ya he de-
cidido que el que actuó de este modo sea entregado a Satanás,
para perdición de su carne, a fin de que se salve su espíritu...»
Además, el Apóstol dice en la Ia o en la 11.aEpístola a Timoteo40:
«Tengo buena conciencia, mientras que algunos por no tenerla
han naufragado en la fe; entre ellos, Hymeneo y Alejandro». Y
lo que es más singular: «... a quienes entregué a Satanás para
que aprendan a no blasfemar». Más aún, en la Epístola a Tito, 3
[10-11] dice: «Al hereje, después de una primera y una segunda
amonestación, evítalo; pues está condenado por su propio jui-
cio». Además, está escrito en la 11.aEpístola de Juan [10]: «Si al-
guien viene a vosotros sin anunciar esta doctrina, no lo recibáis
en vuestra casa ni le saludéis.» En virtud de estas palabras y es-
critos parece que los apóstoles tuvieron esa autoridad para ex-
comulgar y que, por consiguiente, la tienen los obispos o sacer-
dotes que les han sucedido en el ministerio sacerdotal. Pero no
recuerdo haber leído nada en la Escritura acerca de prohibicio-
nes dirigidas por Cristo y los apóstoles a las comunidades, ni de
que eso les corresponda a los sacerdotes en virtud de la Santa
Escritura, sino más bien lo contrario. Volvamos, pues, al punto
de partida del discurso y digamos que para quien examina con
cuidado la Sagrada Escritura, una cosa es excomulgar, es decir,
situar a un pecador fuera de la comunidad, sea espiritual o ci-
vil, y otra cosa es entregarlo a Satanás. En efecto, antes hemos
dicho qué es excomulgar, es decir, privar de comunión espiri-
tual, según la opinión del Maestro de las Sentencias y, en gene-
ral, de todos los sacerdotes, y asimismo, qué es excomulgar a
los pecadores con una excomunión civil. Pero entregar a Sata-
nás, según la verdadera interpretación del Apóstol y de la Escri-
tura, no es ninguna de dichas excomuniones, sino que las ex-
cluye a ambas; pues entregar a Satanás a un pecador, según la

40 / a
L Timoteo, 1, 19-20.

—121—
opinión del Apóstol y de la Escritura, no es otra cosa que supli-
car y rezar a Dios por parte de los sacerdotes y del conjunto de
los fíeles para que el pecador que se ha hecho indigno sea, con
autorización o por orden del poder divino, atormentado por Sa-
tanás o Diablo en su carne, pero no en su espíritu o en su
alma41. Por eso el Apóstol [dice] en la I.a Epístola a los Corintios,
5 [3-5]: «Ya he decidido, congregados vosotros y mi espíritu,
con el poder del señor Jesús, que el que actuó de este modo sea
entregado a Satanás para perdición de su carne, a fin de que se
salve su espíritu...». He aquí, pues, lo que quiere decir el Após-
tol: que la entrega a Satanás se hace por parte del sacerdote con
la comunidad de los fieles, invocando el poder de Dios, para
atormentar al pecador sólo en su carne o cuerpo y no en su
alma o espíritu. Y es también lo que dice la glosa de Agustín so-
bre el mismo pasaje, que hemos citado en el capítulo VI de la
Segunda Parte; y que omitimos citar aquí para abreviar.
Por ello decimos, con el debido respeto al Maestro de las
Sentencias y a todos los que están de acuerdo con él, que no se
puede demostrar según la Sagrada Escritura que se pueda ex-
comulgar a un pecador por ningún delito o pecado y que no se
le debe privar de la comunión de las plegarias de la Iglesia ni de
sus sufragios en los que participan los fieles, sino que por la Es-
critura se puede demostrar más bien lo contrario, a partir de las
palabras citadas más arriba, que dice el Apóstol: «A fin de que
se salve su espíritu.» En efecto, como dice el mismo Apóstol en
el último capítulo de la 11.aEpístola a los Corintios [13,10]: «El
poder que el Señor me ha conferido no para edificar, no para
destruir»; las almas, se entiende. Dice también Cristo en Mateo,
5 [44]: «Orad por los que os persiguen.» Además, Agustín y
Próspero, en un libro metafísico [escriben]: «No se debe deses-
perar de los malvados, sino que se debe rezar para que se hagan
buenos; hasta ahora toda la Iglesia parece rezar y reza por los
infieles, los herejes, los cismáticos y los pérfidos judíos, y por
todos los demás pecadores»42. De manera que no parece que los

41
Marsilio expone su interpretación de «tradere Satanae» en DP II,VI,13,
apoyada en un texto de los Collectanea in omnes D. Pauli epístolas, de Pedro
Lombardo (P.L., CXCI, 1571 D), que atribuye a san Agustín, al que el Maestro
de las Sentencias no cita en ese pasaje.
42
La primera parte de la cita proviene de S. Prosperi Aquitani Sententia-
rum ex operíbus delibatarum S. Augustini, libro I, cap. 185 (P L, LI, pág. 453);
la segunda parte, sacada de san Agustín, Enar. in ps. XXXDÍ, VIII, podría ha-
ber sido sugerida por la obra de Próspero, De vocatione omnium gentium, li-
bro II, cap. 37 (P L, LI, pág. 722).

—122-
sacerdotes tengan autoridad, y no la tienen, para privar a los
pecadores de los sufragios espirituales que se les pueden aplicar
a ellos por las plegarias de la Iglesia. Pues, en efecto, ésta no se-
ría una acción propia de pastores encaminada a edificar las al-
mas, sino más bien a destruirlas. Crisóstomo comparte esta
opinión en su libro Diálogos y hemos citado ese texto en los ca-
pítulos V y IX de la Segunda Parte43; no lo citamos aquí para
abreviar. Además, en la Antigua Ley, en [el libro de] Job, se ve
que eso va contra el ordenamiento divino. Dios permitió, en
efecto, que Satanás atormentase a Job en sus bienes, sus hijos y
su cuerpo; pero siempre le prohibió a Satanás atormentar su
alma. Por eso no me parece que esté en consonancia con la Es-
critura, sino en clara discordancia, decir que los sacerdotes o
pastores pueden, con la Iglesia de los fieles o sin ella, privar a
los pecadores de las oraciones y de los sufragios o rogar a Dios
que se les prive de ellos, para que así estén expuestos a precipi-
tarse en el pecado mortal y para dar al Diablo mayor poder de
atormentarlos en cuanto a su alma o espíritu, tal como parece
entender el Maestro de las Sentencias y quienes opinan del mis-
mo modo que él. Por consiguiente, parece que se debe rechazar
su opinión y la de quienes así se expresan. Asimismo, decimos
que tampoco se puede demostrar por la Sagrada Escritura que
los obispos o sacerdotes, solos o como colegio único, tengan
poder o autoridad para prohibir cosas divinas a las comunida-
des de fieles que no los obedezcan. Pues está escrito en Mateo,
10 [27]: «Lo que os digo...», etc., «predicadlo sobre los tejados».
Según esto, resulta, pues, evidente que Cristo no ha querido que
ellos mismos [los apóstoles] o sus sucesores les prohibieran las
cosas divinas a los rebeldes, por mucho que lo fueran, sino que
más bien ha querido que se las divulgaran, lo que también ha
confirmado san Pedro con su ejemplo y con su acción, como
está escrito en los Hechos de los apóstoles, 5 [18]. Pues, en efec-
to, cautivo de los judíos rebeldes e incluso encarcelado, no les
privó de las cosas divinas y no dejó de predicarlas y proclamar-
las, y, cuando salió de la cárcel, se las predicó aún con mayor in-
sistencia.
[3]. Digo, además, que excomulgar civilmente a alguien, es
decir, privarlo de comunicación civil en el modo antes descri-
to, no es potestad de ningún obispo o sacerdote por sí sólo, ni
considerados juntos ni cada uno por separado, ni del pontífice

43
DP II,V,6 y DC,4.

—123—
Romano llamado Papa, sin el consentimiento o la voluntad del
conjunto de los fieles de aquel lugar, o de su parte prevalente,
con cuyos ciudadanos se le debe prohibir convivir al pecador;
como hemos expuesto con detalle a partir de la Sagrada Es-
critura y con argumentos evidentes en los capítulos VI y X de
la Segunda Parte. No se puede, en efecto, demostrar por me-
dio de la Sagrada Escritura que tal poder o autoridad corres-
ponda a los sacerdotes, sino más bien lo contrario, puesto
que esta autoridad coactiva sería ejercida sobre los bienes o
las personas, o sobre ambos, en forma civil en este mundo,
aunque de manera indirecta; pero semejante autoridad no
corresponde en modo alguno a los sacerdotes, como hemos
demostrado por la Sagrada Escritura en los capítulos IV, V,
VIII y X de la Segunda Parte, que también hemos resumido
en la conclusión principal de la Segunda Parte44. Pues en ese
caso, todos los reyes civiles de los príncipes y de los pueblos
estarían de más; y de ese modo los sacerdotes podrían some-
ter también temporal y civilmente a cualquier individuo y a
cualquier comunidad. En efecto, al privar al pecador de la
asociación civil en este mundo, se le privaría de cosas necesa-
rias para vivir; por ejemplo, un sacerdote podría prohibir a
un médico o a otro artesano la contratación y la comunica-
ción de sus obras a los demás ciudadanos, de modo que los
fieles estarían obligados a respetar esa prohibición como
algo necesario para la salvación eterna; en cuyo caso los sa-
cerdotes o su colegio podrían imponer a cualquier pecador el
castigo del exilio y la privación de las ganancias o retribucio-
nes con las que el cristiano debe alimentarse y alimentar a su
familia en esta vida, lo cual contrasta con toda la Sagrada Es-
critura, como vimos antes.
Por tanto, de nuestras premisas se puede y se debe concluir
que los sacerdotes no tienen ningún poder o autoridad para ex-
comulgar espiritual o civilmente a los fieles individuales, es de-
cir, para privarlos de los sufragios espirituales o de la comunica-
ción civil, ni tampoco para prohibir o negar los oficios divinos a
las comunidades de fieles. Y digo además que comete pecado
mortal un obispo o sacerdote, cualquiera que sea, si prohibe o
niega la religión, por ejemplo, la celebración de misas o la predi-
cación y otras cosas semejantes, o cualquier otra administración
de las cosas divinas y espirituales, al pueblo de los fieles cristia-

44
DP II,XXI,8-9.

—124—
nos que quiere escucharlas y desea recibirlas. Por eso [dice] el
Apóstol en la 1.aEpístola a los Corintios, 9 [16]: «¡Ay de mí si no
evangelizara, se me impone como una necesidad», esto es, por el
oficio episcopal o sacerdotal que le había sido confiado. Añado
que entregar a un pecador a Satanás es distinto de excomulgar-
lo y repito de nuevo que los fieles no están obligados por necesi-
dad para su salvación eterna a obedecer o acatar los preceptos,
las excomuniones o las prohibiciones de cosas divinas, hechas
por los sacerdotes o por el colegio de éstos.
[4]. En cuanto a los argumentos que éstos han tomado de
la Escritura y hemos expuesto hace poco, podemos refutarlos
si consideramos, en primer lugar, que la Escritura quizá lo dice
como consejo, no como precepto; y, aunque admitamos que
evitar a estos culpables sea un precepto de la Escritura, digo
que no pertenece sólo a los sacerdotes o a su colegio una auto-
ridad semejante para prescribir u hostigar de alguna otra ma-
nera a los rebeldes, sino que esta autoridad o poder por la que
el pecador debe ser excluido a causa de su falta pertenece al
conjunto de los fieles, o a su parte prevalente, como se ha de-
mostrado con claridad en el capítulo VI de la Segunda Parte45
y puede encontrar allí quien esté interesado. Y en ese sentido
deben ser entendidas las autoridades de la Escritura citadas
hace poco, tanto la del Apóstol como la de Juan, pues en el
caso de que se tratara de un precepto, estaría dirigido a la mul-
titud o conjunto de los fieles, sea estatal o local, como queda de
manifiesto en sus epístolas o escritos y en las exposiciones de
los santos que hemos citado más arriba.
[5]. En lo referente al poder para entregar a alguien a Sata-
nás —de acuerdo con la glosa sobre el texto de la 1.aEpístola a
los Corintios, 5 [3]: «Ya he decidido (...) que sea entregado a Sa-
tanás para la perdición de su carne», etc.— hay que comentar
que se dice que el Apóstol tenía esta virtud o gracia, por la cual
Satanás atormentaba según la carne, es decir, en su cuerpo, a
aquellos que el Apóstol rogaba que fueran atormentados por las
culpas cometidas, pero en virtud de una orden o poder divino.
Pues, en efecto, el Apóstol, en cuanto hombre, o en cuanto obis-

45
DP II,VI, 11-12. En contraste con la indiferencia de los teólogos contem-
poráneos hacia los efectos civiles de la condena, Marsilio acentúa el aspecto po-
lítico y social de la excomunión, para argumentar que la decisión corresponde
a la comunidad en su conjunto y, por tanto, a su autoridad legítima o gobernan-
te fiel, y, en ningún caso, a los sacerdotes, ni al Papa; véase C. Vasoli, ob. cit.,
pág. 141-142, nota 25.

—125—
po o sacerdote, no recibió de Dios tal poder o autoridad, sino
que tuvo esa gracia en razón de su mérito espiritual; puesto que
si la hubiera tenido por ser obispo o sacerdote, todos los obispos
o sacerdotes, sucesores suyos y de los demás apóstoles en tal mi-
nisterio, habrían tenido ese poder; pero es manifiesto lo contra-
rio y ha estado claro hasta ahora para todos.
Queda por considerar si conviene apartar a los herejes y
privarlos de la compañía de los fieles y quién tiene esta autori-
dad. Yo digo, en cuanto a separar a los herejes o a otro tipo de
infieles de la compañía de los fieles, sobre todo en lo que res-
pecta a la convivencia o la vida familiar, o a la participación y
el diálogo sobre lo que afecta a la salvaguarda de la práctica de
la fe, en especial después de haberles hecho una primera y una
segunda amonestación según el consejo del Apóstol, que éstos
deben ser apartados para que no contaminen a los demás y
que, sin embargo, los infieles no herejes no deben ser evita-
dos de esta manera. Porque [dice] el Apóstol en la /.a Epísto-
la a los Corintios, 10 [27]: «Si un infiel os invita a comer, to-
mad de todo lo que os sirvan sin plantearos problemas por
motivos de conciencia». Por tanto, no están prohibidas por la
Escritura las relaciones sociales o la convivencia con los in-
fieles, a pesar de que 46dice el Apóstol: «No podéis arrastrar el
yugo con los infieles» ; dado que estas palabras hay que en-
tenderlas en lo que concierne a la creencia y a la observancia
de la práctica de la fe, no en lo concerniente a otra relación
doméstica o civil, como hemos visto antes; y puesto que el
Apóstol también ha dicho: «Un marido infiel se salva por una
mujer fiel»47, etc.
[6]. A quién corresponde la autoridad de separar a los here-
jes, por la fuerza o por castigo mediante pena sobre sus bienes
o sobre su persona, ya se ha expuesto de modo suficiente en el
capítulo X de la segunda Parte48: este poder no pertenece a
los sacerdotes ni a su colegio, sino a los gobernantes de este
mundo o al legislador humano, y, por ello, todos los bienes
temporales de los herejes no revierten en absoluto a los sacer-
dotes, sino al legislador o a dichos gobernantes.

46
11.a Corintios, 6,14. Marsilio cita: «no podéis... (non potestis iugum...)»;
en la Vulgata se expresa una prohibición con la fórmula imperativa «no os
unáis... (nolite iugum...)»
47
1.aCorintios, 7,14.
48
£>PII,VI,ll-121;yII,X,3.

—126—
CAPÍTULO UNDÉCIMO
Queda por indagar si le corresponde al pontífice Romano, lla-
mado Papa, tener cierta plenitud de poder en la administración
de lo espiritual por encima de los demás apóstoles o sacerdotes,
por ser el sucesor de san Pedro, y si tuvo san Pedro ese poder so-
bre los demás apóstoles conferido de modo inmediato por Dios o
por Cristo49.
Leemos, en efecto, que Cristo tuvo plenitud de poder, como
dice en Mateo, 28 [18]: «Me ha sido dado todo poder en el cie-
lo y en la tierra». Puesto que san Pedro fue el sucesor de Cris-
to y los pontífices Romanos, llamados Papas, fueron y son,
como suelen decir, sucesores de san Pedro, parece que san Pe-
dro, en cuanto sucesor de Cristo, y los pontífices Romanos,
por ser sus sucesores, tienen dicha plenitud de poder.
Nosotros, sin embargo, hemos de decir que Cristo fue una
sola persona con dos naturalezas, divina y humana; de modo
que fue verdadero Dios y verdadero hombre, y por ello, en tan-
to era Dios, pudo corresponderle a Cristo el poder de hacer el
mundo, crear todas las cosas visibles e invisibles y hacer mila-
gros sobrenaturales en este mundo, como resucitar a los muer-
tos y otras cosas parecidas. Tuvo, además, el poder de propo-
ner la ley divina y dársela a los hombres para su situación en
la otra vida, y el de castigar con juicio coactivo a sus transgre-
sores y salvar a los que la obedezcan. Así, [se dice] en Santiago,
4 [12], ya citado antes: «Uno sólo es legislador y juez; el que
puede perder y salvar»; y según esta consideración, se tiene
por verdadero que Cristo, como está escrito en el Apocalipsis,
19 [16], «es Rey de reyes y Señor de señores»; asimismo, según

49
El tema del primado ocupa gran extensión en la 11.a Parte de El defensor
de la paz, a partir del capítulo XV. Allí trata la igualdad originaria de los sacer-
dotes en la Iglesia primitiva (II,XV-XVI), la autoridad para investir obispos y
sacerdotes (II,XVXII), los inicios del primado papal (II,XVIII), la distinción al
respecto entre Sagradas Escrituras y escritos humanos (II,XIX), la atribución
al Concilio de la autoridad para resolver las dudas (II,XX), la autoridad coac-
tiva que puede convocar el Concilio y hacer respetar sus decisiones (II,XXI), el
sentido en que el obispo romano puede ser considerado jefe de la Iglesia
(II,XXII), los diversos modos de entender la plenitud de poder y su asunción
histórica por parte del obispo de Roma (II,XXIII), los abusos de poder del
Papa primero en el seno de la Iglesia y luego respecto de las instituciones civi-
les, en particular el Imperio (XXIV-XXVI), y refuta los argumentos y las obje-
ciones de los que sostienen laplenitudo potestatis papal (II, XXVII-XXX).

-127-
esta consideración, ningún apóstol u hombre alguno puede ni
ha podido ser sucesor de Cristo. Por lo que Agustín en el trata-
do De verbis Domini, en el décimo sermón sobre [el evangelio
de] Mateo, dice: «Aprended de mí no a hacer el mundo, no a
crear todas las cosas visibles e invisibles, no a hacer milagros
en este mundo ni a resucitar a los muertos, sino aprended de
mí, que soy manso y humilde de corazón»50; esta cualidad per-
tenecía a su naturaleza humana, y por esa razón, le correspon-
dían a Cristo, en cuanto hombre, algunas otras cosas, como
nacer de una mujer, ser engendrado bajo la ley, como dice el
Apóstol: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
hijo, nacido de mujer, concebido bajo la ley»51, y asimismo ser
circuncidado, envejecer, tener sed, sufrir, morir como cuerpo,
resucitar de entre los muertos y otras cosas semejantes, cuya
enumeración omitimos aquí para abreviar, puesto que todos
las conocen por la Escritura.
{2}. A Cristo, pues, en tanto que fue hombre y sacerdote hu-
mano, le sucedieron todos los apóstoles y los sucesores de los
apóstoles, obispos o presbíteros; pero ningún apóstol ni
hombre ha sucedido ni puede suceder a Cristo en cuanto Dios
ni en cuanto Dios y hombre juntos; y en estos dos modos le ha-
bía dado Dios a Cristo todo poder en el cielo y en la tierra, es
decir, una plenitud de poder acorde sólo con su divinidad. Por
consiguiente, esta plenitud de poder no puede ni pudo corres-
ponder a ningún apóstol sucesor, puesto que ninguno de ellos
tuvo ni tiene ambas naturalezas, humana y divina, en una sola
persona.
{3}. Por otra parte, conviene dedicar aquí alguna atención
a la cuestión de si san Pedro fue el único sucesor de Cristo y
tuvo algún poder que los demás apóstoles no tuvieran, por
una autoridad que le hubiera sido conferida directamente por
Dios o Cristo, y si, en virtud de dicha institución, fue cabeza
de la Iglesia.
En efecto, a algunos les parece y dicen que san Pedro gozó
de una autoridad en los asuntos espirituales, y quizá en los
temporales o civiles, sobre todos los demás apóstoles y que fue
cabeza de la Iglesia, y que por eso la Iglesia de Roma tiene pri-
macía sobre las otras, y es su cabeza por la autoridad que Dios
o Cristo le han conferido o concedido directamente; y, a pesar
50
San Agustín, Sermo 69 (De verbis Evangelii Matthaei), RL. XXXVIII,
pág. 441.
51
Calatas, 4,4.

—128—
de que parezca que esto se puede demostrar por medio de di-
versos textos de la Santa Escritura, hemos omitido citarlos
aquí, pues ya han sido citados de modo amplio y suficiente en
otro lugar, como veremos más adelante. Queremos, sin embar-
go, aducir y aportar, como complemento a los mencionados
pasajes de la Escritura, la argumentación de aquellos que se
esfuerzan en sostener la conclusión que se acaba de exponer;
en efecto, declaran y aseguran que toda la Iglesia cristiana ha
dicho y creído esto hasta ahora, y que lo dice y lo cree; mas la
Iglesia universal —dicen— no puede errar; de donde resulta
que san Pedro tuvo y tiene dicho primado sobre los apóstoles,
y la iglesia Romana sobre todas las demás, tal y como hemos
dicho antes; de eso infieren también que los obispos Roma-
nos poseen este primado sobre todos los demás sacerdotes y
obispos.
Nosotros, sin embargo, hemos de decir que la Iglesia uni-
versal de los fieles cristianos puede pronunciarse sobre lo
que, según la Sagrada Escritura, hay que creer por ser nece-
sario para la salvación eterna, como son los artículos de fe y
los demás preceptos similares conforme a la Escritura o que
por fuerza se deriven de ella; o que la Iglesia universal puede
pronunciarse sobre las materias que conciernen a la apro-
piada observancia del rito eclesiástico, las que son conve-
nientes y útiles en esta vida para la convivencia pacífica de
los hombres y su tranquilidad y que preparan asimismo para
obtener el gozo eterno y para evitar el castigo o la desgracia
en la vida futura. Y decimos, además, que la Iglesia universal
puede, sobre la base de un cierto reconocimiento y costum-
bre, declarar cosas acerca de estas materias, que quizá pro-
cedan de la opinión de alguno o de algunos hombres consi-
derados autoridad y que, como tal, se han divulgado a otros;
o también que la Iglesia universal puede pronunciarse sobre
estos puntos mediante la decisión adoptada por el Concilio
General de esa Iglesia, es decir, de todos los fieles cristianos,
reunido de manera incontestable y de acuerdo con las reglas
establecidas.
Si la Iglesia universal se hubiera pronunciado acerca de
materias que admiten dudas razonables sobre si han de ser
creídas como necesarias para la salvación eterna según la Sa-
grada Escritura, y lo hubiera hecho por decisión y deliberación
llevada a cabo en dicho Concilio General, convocado, celebra-
do y culminado según las reglas, hay que decir que tales cosas
deben ser creídas firmemente por todos los fieles cristianos

—129—
como necesarias para la salvación eterna, puesto que son de
una verdad cierta e inmutable, en cuanto procedentes del mis-
mo espíritu de la Escritura Sagrada o canónica; de ello he-
mos dicho lo suficiente en el capítulo XIX de la Segunda Par-
te, donde lo encontrará quien esté interesado52. Pero si la
Iglesia universal se pronunciara sobre estas materias a partir
de un cierto reconocimiento y costumbre, proveniente de las
declaraciones de uno o varios hombres célebres, sin delibera-
ción del susodicho Concilio General (por ejemplo, sobre que
alguien o algunos, contemporáneos o antiguos, sean o hayan
sido santos, o bienaventurados), digo que tales cosas pueden
ser creídas por todos los fieles en razón de la costumbre o del
reconocimiento mencionados, pero no por necesidad para la
salvación eterna.
Y del mismo modo afirmo que la Iglesia universal, siguien-
do la costumbre y el reconocimiento, dice y puede decir que
tuvo o pudo tener su origen en el obispo de Roma y el colegio
de sus clérigos; que san Pedro y la iglesia Romana tuvieron di-
cho primado sobre los demás obispos y sacerdotes y en gene-
ral sobre todas las iglesias, quizás porque creían que ése era el
sentido de la Sagrada Escritura, o quizás con una intención
piadosa, para que fuera más fácil llevar a las iglesias cristianas
a observar la unidad, y fuera más fácil inducir a las demás igle-
sias a obedecer a los superiores. Pero no recuerdo haber leído
en la Escritura, ni en nada que derivara por necesidad de la Es-
critura, que dicho primado haya sido concedido a san Pedro o
a la iglesia Romana directamente por Dios o Cristo. Luego
creerlo no es cuestión de necesidad para la salvación eterna,
puesto que no se trata de artículos de fe, ni de preceptos de la
Escritura. Así pues, los fieles redimidos por Cristo, que siem-
pre ha sido y es la cabeza de la Iglesia, pueden salvarse sin
creer que san Pedro fue jefe de la Iglesia o que la Iglesia de
Roma tuvo primacía sobre otras iglesias y fue la cabeza de
ellas. Y si san Pedro tuvo o había tenido alguna prioridad so-
bre los apóstoles, y la iglesia Romana sobre las demás iglesias
por razón de congruencia (porque en ella fue obispo san Pe-
dro, que estaba considerado como el más venerable de los
apóstoles), yo digo que la prioridad de san Pedro procedía de
su elección por los otros apóstoles o por acuerdo, como dice al
respecto Anacleto, cuyas palabras ya fueron citadas en el capítu-

52
Z)PII,XIX,l-2.

—130—
lo XVI de la Segunda Parte53, y omitimos aquí para abreviar. Asi-
mismo decimos que el primado de la Iglesia de Roma sobre las
demás iglesias se explicaría quizá por dicha congruencia, o por
tradición, o por una constitución del Concilio General de los fie-
les cristianos, o por la voluntad del supremo legislador humano,
a pesar de que, en congruencia, esta primacía parece correspon-
der más bien a la Iglesia de Jerusalén, puesto que allí residió
Cristo, el primero de los pastores, y allí mismo dirigió y desem-
peñó el oficio de pastor, como obispo y más insigne de los após-
toles en compañía de los otros dos apóstoles más insignes, antes
de tener su sede en Roma. Si la Iglesia universal se pronunciase
sobre materias concernientes al ritual eclesiástico, o a la tran-
quila y pacifica convivencia y al estado entre los hombres y,
como hemos dicho antes, lo estableciese en Concilio General,
afirmamos que tales cosas deberían ser observadas por los fie-
les. Sin embargo, los fieles no están obligados, como necesario
para la salvación eterna, a creer que son verdaderas —o igual-
mente útiles— para siempre, puesto que del mismo modo, por
medio del Concilio, en el momento adecuado o en otras condi-
ciones, se las pueden revocar y, a veces, conviene hacerlo parcial
o totalmente. Y por ello hemos dicho que tal primado se conce-
de al obispo Romano o a la Iglesia Romana más bien por medio
del legislador humano, el fiel supremo, y ya ha sido concedido
de hecho 54y de derecho, como muestran reconocidos escritos
humanos .

CAPÍTULO DUODÉCIMO
Por lo demás, puesto que hemos hablado del Concilio Ge-
neral, sin duda hay que preguntarse quién es el supremo legis-
lador humano y, a su vez, qué provincias y qué clase de provin-
cias son las que deben constituir y renovar dicho Concilio
General.
53
Pseudo-Isidorus, Decretales, Anacletus (2), cap. XXIV, ed. Hinschius,
System des Katholischen Kirchenreckts, Berlín, 1867-69, pág. 79. Estas palabras se
atribuyen a Anacleto en El defensor de la paz (n,XVI,12): «Los otros apóstoles re-
cibieron el honor y el poder en comunidad, lo mismo que él [Pedro] y quisieron
que él fuera su jefe.»
54
Marsilio puede referirse a la Donación de Constantino, a la que otorga
valor histórico en El defensor de la paz. (II,XVIII) y a los relatos sobre el privile-
gio de Pipino, renovado por Carlomagno y confirmado por Odón I, en los que
se basa en La transferencia del Imperio.

—131—
Para abordar ya la consideración del primero de los puntos
propuestos, digamos que el supremo legislador humano, sobre
todo desde los tiempos de Cristo hasta nuestros días, y puede
que incluso un poco antes, fue, es y debe ser el conjunto de los
hombres que deben someterse a los preceptos coactivos de la
ley, o su parte prevalente en cada región o provincia55. Y pues-
to que este poder o autoridad fue transferido por el conjunto
de las provincias, o por su parte prevalente, al pueblo Romano
a causa de su extraordinario valor, el pueblo Romano tuvo y
tiene autoridad para legislar sobre todas las demás provincias
del mundo; y, si este pueblo ha transferido a su príncipe la au-
toridad de legislar, debemos decir también que su príncipe tie-
ne este poder, porque su autoridad o poder de legislar (del pue-
blo Romano y de su príncipe) debe durar y es probable que
dure, mientras no le sea retirada al pueblo Romano por el con-
junto de las provincias o por el pueblo Romano a su príncipe.
Y entendemos que tales poderes son revocados o revocables le-
gítimamente, cuando el conjunto de las provincias, por sí mis-
mas o a través de sus representantes, o el pueblo Romano, se
hayan reunido de manera requerida y hayan tomado, ellos o
su parte prevalente, la decisión de tal revocación, como hemos
expuesto y demostrado en el capítulo XII de la Primera Parte.
[2]. Así, pues, se le atribuyó al príncipe y al pueblo Romano
el susodicho poder de legislar, como se muestra en acreditados
relatos históricos. También dan testimonio de ello las Escritu-
ras divinas. En efecto, como aparece en los capítulos IV y V de
la Segunda Parte56, por las palabras de Cristo y del apóstol Pa-
blo, el pueblo Romano y su príncipe tuvieron tal poder y justa
monarquía sobre todas las provincias del mundo; y, por eso,
tanto Cristo como el apóstol Pablo y Pedro en su /.a Epístola
canónica, capítulo 2 [13-15], lo atestiguan al ordenar a todos
los hombres obedecer y someterse a ese poder, y que obedecie-
ran tanto al pueblo como a su príncipe, incluso bajo pena de
condenación eterna. Así Cristo [dijo]: «Dad al César lo que es
del César»57 y Pablo en la Epístola a los Romanos, 13 [1-2]:
«Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores»
y «quien resiste a la autoridad resiste al orden de Dios; y los

55
La definición del legislador humano es de DP I,XII,3. Marsilio resume a
continuación argumentos defendidos en ese capítulo y en el siguiente de El de-
fensor de la paz.
56
DP n,IV,4 y ss.; y II,V
57
Mateo, 22,21; citado también en DM VIII,4 y DC,3.

—132—
que se resisten a él se atraen sobre sí la condena», la condena-
ción eterna, se supone. Y, también, en la Epístola a Timoteo:
«Ante todo te ruego que se hagan oraciones (...) por los reyes y
por todos los constituidos en autoridad»58. Además, en la Epís-
tola a Tito: «Recuérdales», a los que predicas, «que vivan sumi-
sos a los príncipes y a las autoridades»59. Y san Pedro, una vez
más, en el texto citado antes: «Sed sumisos, (...) ya al rey como
soberano, ya a los gobernadores como enviados por él», es de-
cir, por Dios «para castigo a los malhechores y elogio de los
buenos, porque tal es la voluntad de Dios».
[3). Es cierto, por otra parte, que todos los poderes de aquel
tiempo estaban regidos por la autoridad de los Romanos de
manera justa, no tiránica; si no, Cristo y los apóstoles no ha-
brían exhortado a los demás a someterse a su gobierno, pese a
que el pueblo Romano, y su príncipe y los otros príncipes que
ellos habían establecido por todo el mundo eran infieles. Se
deduce de ello que ha existido y puede existir entre los infieles
un imperio único y justo60. Por eso también se dice en los He-
chos de los apóstoles, 25[10-11]: «Yo apelo al César; comparez-
co ante el tribunal del César; en él debo ser juzgado». Sin em-
bargo, el Apóstol no ignoraba que el César y los gobernantes
que había en Jerusalén por su autoridad eran entonces infieles.
Y no se puede objetar que la dominación romana, tanto la del
pueblo como la de su príncipe, fuese violenta y hubiese surgi-
do de la violencia como afirman algunos. Pues, aunque el pue-
blo Romano usó a veces la fuerza contra algunos pueblos mal-
vados que querían vivir de manera agresiva y bárbara, sin
embargo, no sometió por la violencia a todas las provincias o a
sus partes prevalentes. Aún más, numerosas provincias, aten-

58
1.a Timoteo, 2,1-2.
59
Tito, 3,1.
60
El texto latino es «unum imperium et iustum fuit». J. Quillet opta por
traducir unum por verdadero, «por razones de sentido evidentes» (ob. cit.,
pág. 257, nota 6). Se basa en la interpretación de H. S. Offler, «Recensione a
Pincin», enRivista storica italiana, 80, 1968, fase. 4, págs. 1022-1026. C. Pincin
sostiene en su edición «unum» (Marsilio, ob. cit., págs. 216-217 y 277). Tam-
bién C. Vasoli traduce por «único» (ob. cit., pág. 153). El término unum pare-
ce apuntar a la idea, presente en Dante, de que el pueblo Romano había naci-
do para gobernar el mundo entero. En el contexto marsiliano el gobierno
universal no se basa en la conquista por la fuerza, sino en el único interés de
la justicia y la paz. Destaca la insistencia de Marsilio en reivindicar el carác-
ter humanamente «justo» del imperium romano, tras dejar claro que tam-
bién los gentiles han tenido gobiernos justos y no tiránicos y que, por tanto,
el buen gobierno no se fundamenta en la doctrina religiosa.

—133—
tas a la bondad del régimen Romano y deseosas de vivir en paz
y con tranquilidad, con vistas a su evidente provecho, eligieron
someterse voluntariamente y situarse bajo la protección del
pueblo Romano y de su príncipe. Así en L° Macábeos, 8, se es-
cribe, acerca de Judas Macabeo, de sus hermanos y de todo el
pueblo judío, que se sometieron por sí mismos a la amistad o
al reinado de los Romanos; hay que pensar que sucedería lo
mismo con las demás provincias del mundo, como se cuenta,
según hemos dicho antes, en las crónicas e historias de escri-
tores fidedignos y se confirma de manera más amplia y segura
en la Sagrada Escritura con los citados testimonios de Cristo y
de los apóstoles.
{4}. En cuanto al punto restante, el de quiénes deben cons-
tituir y renovar el Concilio General de los fieles cristianos, lo
hemos respondido en el capítulo XXI de la Segunda Parte; y,
también, quién tiene autoridad para reunirlo y convocarlo y de
qué modo debe celebrarse ese Concilio. Hay que añadir a lo di-
cho que no se puede ni se debe, como les parece a algunos, lla-
mar general a ningún concilio, si no ha sido debidamente
convocada toda la iglesia Griega de los fieles; tal es la ense-
ñanza de los cuatro principales concilios: Nicea, Éfeso, Cons-
tantinopla y Calcedonia. Constantino I y los otros príncipes
que le sucedieron convocaron a estos concilios, como se re-
quiere, a los sacerdotes de los Griegos, sus obispos y prela-
dos61. Pues la Iglesia de Cristo o fe [cristiana] existió antes
entre los Griegos que entre los Latinos. Por eso el Apóstol, en
la Epístola a los Romanos, los antepone a los Latinos en su
saludo, pues dice: «Al judío primero y también al Griego»62.
En verdad, los Griegos, según la opinión de numerosos doc-
tores de la sagrada ley —y parece que el Maestro de las Sen-
tencias se inclina hacia esa opinión—, no discrepan de los
Latinos realmente en cuanto a la verdadera creencia, en lo re-
lativo a la procedencia del Espíritu Santo, sino sólo en la apa-

61
Constantino convocó el Concilio de Nicea en 325, bajo el pontificado
de Silvestre, para condenar el arrianismo; el de Constantinopla (381) se reu-
nió bajo el imperio de Teodosio el Grande y el pontificado de Dámaso, con-
tra la herejía macedónica; el de Éfeso (431) condenó el nestorianismo y se
celebró bajo el imperio de Teodosio II y el pontificado de Celestino; y el de
Calcedonia (451) condenó a Eutiques, bajo el imperio de Marciano y el pon-
tificado de León Magno. Marsilio se refiere con detalle a estos concilios en
DP II, XXI. En cambio, allí no hace alusión a la iglesia Griega, tan nombra-
da aquí.
62
Romanos, 1,16.

—134—
riencia de las palabras63. Por lo que no deben ser considerados
cismáticos, por más que parece afirmarlo, y quizá en vano, el
obispo de Roma con el grupo de sus hermanos o cardenales;
esta opinión debe ser corregida por el pueblo Romano y su
príncipe y se debe convocar un Concilio de ambas partes, tan-
to de los Griegos como de los Latinos, como hizo Constantino
I, para que en el mismo Concilio se supere este cisma o desa-
cuerdo aparente y la Iglesia retorne a la unidad de Cristo tanto
en el sentido del pensamiento como en las palabras.
[5]. A la pregunta de si el Concilio General, debidamente
convocado y celebrado, puede equivocarse al definir cosas du-
dosas de la Sagrada Escritura, que, cuando se plantean de for-
ma correcta, todos los fieles deben creer como necesarias para la
salvación eterna, hay que responder negativamente, como he-
mos constatado en el capítulo XDC de la segunda Parte. Y no es
aceptable el64paralogismo, por posiciones y divisiones, con el
que algunos infieren por vía de inducción que si este o aquel
hombre pueden equivocarse en puntos dudosos concernientes
a la fe, pueden errar lo mismo por separado que todos juntos.
Esta inferencia es, en verdad, defectuosa en su forma, como
dijimos, puesto que si bien es correcto en el sentido de que la
63
Alusión a la controversia del «Filioque». Esta expresión no se encuentra
en la versión original del Credo Niceno (325) ni en la segunda versión (381),
que declaran sin más que el Espíritu Santo «procede del Padre». La expresión
«y del Hijo» (filioque) se añadió en el Concilio —regional, no general— de To-
ledo (589), corno un desarrollo en la clarificación de la Trinidad ontológica. La
versión del Credo Niceno («el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo») re-
cibió una aprobación oficial en 1017. La adición de filioque minaba el balance
de la Trinidad, a juicio de la Iglesia Oriental y condujo a la división entre el
Cristianismo Occidental (Católico Romano) y el Cristianismo Oriental (Orto-
doxo).
64
Alude a la posición de Ockham, para quien la forma colectiva de la ac-
ción no añade nada a la suma de las acciones individuales. Marsilio discrepa
sobre la conformación de la verdad en el Concilio. En DP I,XI,3, argumenta
que lo que un hombre descubre o puede saber por sí solo es poco o nada com-
parado con lo que se puede llegar a saber entre todos, sobre todo en los cono-
cimientos que requieren experiencia práctica, como las artes, la medicina y la
política. Pero la diferencia entre Marsilio y Ockham no se reduce a la atribu-
ción o no a la universitas fidelium de las prerrogativas o cualidades de los fie-
les individualmente considerados, sino que el verdadero punto de ruptura en-
tre ellos, más que filosófico, es teológico y político: mientras que en la
acepción marsiliana el Concilio (reunión de la valentior pars del conjunto de
los cristianos) representa a toda la Iglesia y por eso no puede errar, para Ock-
ham el Concilio se puede equivocar —y ha habido concilios que lo han he-
cho—, porque no representa perfectissime a la Iglesia universal, que es la úni-
ca infalible.

—135—
división surge en los elementos individuales, sin embargo, es
falso predicarla de los compuestos, y esto resulta evidente tam-
bién en otros casos. De que un solo hombre, sin ayuda de
otros, no pueda arrastrar una nave o efectuar otra acción simi-
lar, no se deduce que no pueda realizarlo una multitud junta65.
Y esto vale también de modo similar o análogo para el Concilio
de la multitud de los fieles así reunida: pues, en efecto, al escu-
charse uno al otro, sus espíritus se estimulan mutuamente hacia
alguna consideración de la verdad a la que ninguno de ellos lle-
garía por sí mismo o separado de los otros; además, parece que
éste es y fue el ordenamiento divino, y que así se actuaba en la
Iglesia primitiva. Por eso se lee en los Hechos de los apóstoles66
que, a propósito de una duda en materia de fe, reunidos los
apóstoles y los ancianos con toda la Iglesia que había en Jerusa-
lén, la deliberación se desarrolló bajo la inspiración del Espíritu
Santo, como testimonia la Escritura cuando dice: «Ha parecido
bien al Espíritu Santo y a nosotros», etc. Así es como hay que
pensar sobre el Concilio General de los fieles: que representa de
modo semejante y de manera válida a la mencionada congrega-
ción. De ahí que Cristo diga a los apóstoles en el último capítulo
de Mateo, 28 [20]: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación
de los siglos.» Se debe creer firmemente que lo dijo tanto de los
apóstoles como de sus sucesores y de todos los fieles, pues él sa-
bía bien que los apóstoles morirían antes de la consumación de
los siglos.

CAPÍTULO DECIMOTERCERO
{!]. Nos queda por estudiar y tratar todavía, para nuestro
propósito, algunos problemas o cuestiones. El primero es por
qué causas un varón y una mujer de la especie humana, llama-

65
En este fragmento, que refleja un texto aristotélico (Política, III,U,
1280a 42-128Ib 7), Marsilio suministra un ejemplo, el tractus navis, que era
recurrente en su tiempo: Tomás de Aquino (De regno ad regem Cypri y In decem
libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomachum Expositio), Egidio Romano (De
regimineprincipum); Ockham (Opus nonaginta dierum). Pero Marsilio no con-
cluye el ejemplo como ellos, para ilustrar la superioridad de la forma monár-
quica por ser más fuerte la potencia de la unidad, sino que lo refiere a la infa-
libilidad del Concilio General y a mostrar el paralelismo entre la universitas
civum y la universitas fidelium; véase: C. Dolcini, ob. cit., pág. 65, nota 38; y M.
Merlo, ob. cit., pág. 111.
66
Hechos, 15, 6 y 28.

—136—
dos cónyuges, es decir, un marido y una mujer cuya unión se
suele llamar por lo general matrimonio, no pueden unirse como
tales en matrimonio, y quién tiene autoridad para impedir esa
unión. Y también por qué causas y por qué autoridad pueden o
deben ser separados, después de haberse unido en dicho matri-
monio. Relacionado con éste, hay un segundo problema: si se
puede o se debe soslayar por dispensa un determinado grado
de consanguinidad que impida el matrimonio lícito67.
{2}. Así pues, para comenzar a definir lo que nos hemos
propuesto, conviene tener en cuenta que, aunque la unión del
varón y la mujer sea natural en la especie humana y éstos tien-
dan por naturaleza, como los demás animales, a la recíproca
unión carnal para engendrar y propagarse y, finalmente, para
participar en la inmortalidad divina o eternidad en el modo
que les es posible, en tanto criaturas naturales, como ha sido
dicho68, sin embargo, dado que el género humano vive según el
arte y la razón, la unión de dichos cónyuges —la licitud de ha-
cerla o de disolverla bajo determinadas circunstancias y de
cierta forma— se establece y hasta ahora se ha establecido por
diversas reglas o estatutos y por algunas costumbres. Mas,
puesto que hay diversos tipos o modos de leyes y estatutos, al-
gunos de las cuales son y se llaman humanos y otros en cam-
bio, divinos, que suelen llamarse en general 'sectas'69, dicha
unión ha sido y es regulada de maneras diversas y con varia-
dos procedimientos. La descripción de las distintas clases que
hay de dichas leyes —algunas son preceptos afirmativos y ne-

67
Comienza la parte relativa al matrimonio. Marsilio considera el vínculo
matrimonial sólo desde la perspectiva natural y civil. La cuestión estaba enun-
ciada en DP II,XXI,8.
68
Posible alusión a la teoría averroísta de la generación eterna, en la que
colaboraría la permanente propagación de la especie. En El defensor de la paz
hay dos alusiones a ella (DP I,DC,7; y XVII, 10).
69
En El defensor de la paz, Marsilio se refiere varias veces a la religión en
sentido genérico con el término «secta»: DP I,V,10 y 11; I,X,3 y 7; I,XIX,12;
II,VIII,4; II,XX,1; otras veces se refiere a religiones concretas: la «secta» de
los mahometanos o de los persas (DP I,X,3), o la «secta cristiana» o «evan-
gélica» (DP I,X,3; II,VIII,4; II,XVI,17). El significado de «secta» es el de so-
ciedad fundada sobre la fe en una religión o grupo humano que comparte
la aceptación de una «ley divina», de modo que secta es sinónimo de reli-
gión o ley divina. De hecho llega a considera sinónimos leges divinae, religio-
nes y sectae en el pasaje en el que afirma que la cristiana es la única verda-
dera (DP I,VIII,4). Con el término secta destaca el papel de la ley religiosa y
la función social de la religión en la civitas. En adelante traducimos secta
por 'religión'.

—137—
gativos llamados prohibiciones y otras no son preceptos afir-
mativos ni negativos y se les llama permisos—, sus definicio-
nes y distinciones las hemos expuesto de modo suficiente en el
capítulo XII de la Segunda Parte del El defensor de la paz y casi
al comienzo de este tratado70. Pero ahora prescindimos de las
discusiones y del tratamiento de la unión del varón y la mujer
llamada matrimonio, según las demás leyes o religiones, y nos
proponemos tratar los mencionados problemas acerca del ma-
trimonio sólo según la religión cristiana y su regulación por las
leyes humanas y divinas dentro de esta religión. Pues, una vez
los hayamos definido con arreglo a ella, podremos resolver di-
chos problemas o cuestiones por comparación y de manera
análoga en las demás religiones.
Así pues, por resumir lo que nos hemos propuesto, convie-
ne señalar primero qué es el matrimonio según el rito cristia-
no y la apreciación común. En realidad, se entiende por matri-
monio, en sentido propio, la unión de varón y mujer que se
realiza en la especie humana por el consentimiento de uno y
otra, expresado mediante palabras o signos, en presencia perso-
nal y con carácter voluntario, no bajo imposición, a una edad
determinada; este consentimiento obliga a cada uno de los
cónyuges a vivir juntos y a entregarse en cuerpo a la copula-
ción carnal para engendrar hijos y para aplacar el deseo, cuan-
do uno de ellos lo requiera del otro en la debida forma, unión
que debe mantenerse mientras vivan. Definido así el matrimo-
nio, al tener que tratar de él mismo y de los problemas pro-
puestos, conviene tener en cuenta71, en orden a la certeza y
mayor claridad de lo que debemos abordar, que los cristianos
se rigen y viven bajo una doble ley, la ley humana y la divina.
(3}. La ley tomada en sentido propio es un precepto coacti-
vo que concierne a los actos humanos que hay que hacer u
omitir bajo pena para castigar a los transgresores. Así, pues, la
ley divina es un precepto coactivo, hecho por Dios directamen-
te, sin deliberación humana, para la consecución de un fin en
el otro mundo y bajo pena que se debe infligir a los transgreso-
res sólo en esa otra vida, no en la actual. La ley humana, en
cambio, es un precepto coactivo que procede directamente de
la voluntad o deliberación humana, para un fin que hay que
70
DPI, XII, 1-12; DM 1,2-7.
71
Aquí comienza la correspondencia literal con el Tractatus conocido
como De matrimonio. Sobre la relación entre ambos textos, véase el «Estudio
preliminar», págs. 23-25 y 34-35.

—138—
conseguir de modo inmediato en este mundo y bajo pena para
infligir a los transgresores sólo en esta vida. Junto a esto, hay
que señalar que en cada una de estas dos leyes hay preceptos
afirmativos, es decir, referidos a cosas que hay que hacer; y
preceptos, en cambio, negativos, concernientes a lo que no hay
que hacer o se debe evitar, llamados prohibiciones. Hay tam-
bién ciertas cosas que están permitidas hacer o no hacer, que
no entran en la categoría de precepto afirmativo o negativo, y
a las que en la ley divina se les llama a veces consejos; y dichas
permisiones tienen un ámbito más general que los preceptos,
puesto que todo lo que está prescrito hacer también está per-
mitido que se haga, pero no siempre es así a la inversa; del mis-
mo modo, todo lo que está prohibido hacer está siempre per-
mitido no hacerlo, pero no a la inversa. Se debe entender que
también es así, según la ley humana, en lo concerniente a los
preceptos afirmativos, prohibiciones y cosas permitidas; pero
en lo concerniente a los castigos las cosas son diferentes, ya
que los preceptos y prohibiciones de la ley divina imponen a
los transgresores penas eternas, mientras que los de la ley hu-
mana penas temporales en esta vida, no en la venidera.
Hay que señalar, además, que, según ambas leyes, los tér-
minos precepto y prohibición pueden tener dos acepciones o
significados: en el primero, los términos precepto o prohibi-
ción expresan el acto de prescribir, es decir, el mandato proce-
dente del que prescribe entendido casi de modo activo; en el
otro significado, con estos términos se entiende no el acto de
prescribir de quien prescribe u ordena, sino más bien el acto u
obra de aquél a quien está dirigido, de modo casi pasivo; en
este sentido se suele decir que un esclavo ha cumplido el pre-
cepto del amo cuando ha hecho o dejado de hacer lo que su
amo le había ordenado que hiciera o que no hiciera, por ejem-
plo, enjaezar un caballo, servir vino y otros servicios de este
tipo; y en tal sentido un precepto o una prohibición significa o
designa aquello que se manda, no el mandato o el hecho de
prescribir tomado como actividad, puesto que el esclavo no
realiza un acto de este tipo en tanto que esclavo; sólo el amo lo
realiza.
{4}. Hay que señalar, asimismo, que los preceptos, tanto afir-
mativos como negativos, y las cosas permitidas, llamadas conse-
jos según la ley divina, son y se llaman espirituales. En primer
lugar, porque han sido transmitidos y establecidos directamente
por el Espíritu Santo, como dice san Ambrosio al glosar las pa-
labras del Apóstol en la 1.a Epístola a los Corintios, 9 [10-11]:

—139—
«Digo que la ley evangélica y la palabra de Dios son cosas espiri-
tuales; y quizá es también espiritual la gracia, pues es un don del
Espíritu Santo que llega a las almas de los fieles cristianos por las
palabras evangélicas»72. En segundo lugar, tales preceptos son
ñamados espirituales, porque se han establecido y transmitido
para vivificar el espíritu o alma humana y con vistas al gozo eter-
no; se les llama preceptos y prohibiciones de la ley divina, toma-
dos en el sentido activo; pero algunos otros no son esencialmen-
te espirituales, sino que han tomado ese nombre de ciertas cosas
espirituales, a causa de que fueron y son ordenados por los hom-
bres para ejercer o administrar dichas cosas espirituales, como
sucede con las personas y corporaciones de los sacerdotes, y tam-
bién con la casa de oración, ñamada iglesia según un cierto sen-
tido de este término, y así también con los cálices, las vestiduras,
los libros y algunos otros instrumentos ordenados por los hom-
bres para el culto divino; así como con los ayunos, las limosnas y
algunos otros actos y obras de los hombres concernientes a cosas
divinas o espirituales, y relacionadas con ellas o con motivo de
ellas, que ellos realizan como si fueran preceptos; y, puesto que
son conocidas, omito ejemplos de todas ellas para abreviar.
[5]. Por comparación, en la ley humana también hay [pre-
ceptos], prohibiciones y permisos que se toman en sentido ac-
tivo, y otros mandatos similares, a los que se les llama tempo-
rales, porque se han transmitido y establecido directamente por
el hombre. Además, tales estatutos se han establecido y existen
para la vida en este mundo,73llamada temporal por estar encerra-
da y limitada en el tiempo . Hay que señalar, además, que se
debe tener en cuenta que los preceptos, prohibiciones y conse-
jos de la ley divina, tomados en sentido activo, difieren de los
preceptos de la ley humana, porque han sido establecidos y or-
denados como tales por un legislador diferente y para otro fin,
y bajo penas de diferente duración y modalidad para castigar

72
La misma cita aparece en DP 11,11,7; pero la referencia al comentario de
san Ambrosio es dudosa y podría estar basada en el comentario de Pedro
Lombardo al mismo pasaje (P. L. CXCI, pág. 1040).
73
La expresión latina es: «tempore clauditur et finitur». Marsilio reconoce
la esencia temporal de la vida humana natural, hasta convertir el tiempo en la
definición de la acción humana y la sustancia cíe las relaciones sociales. La na-
turaleza humana se realiza en la historia y sus obras, incluida la civitas, tienen
una dimensión de contingencia. De ahí su identificación de este ámbito «tem-
poral» con el de la acción «política» y su rechazo a que se pueda regular des-
de la doctrina religiosa intemporal. Más adelante compara la ley divina y la
humana con el movimiento perpetuo y el que no lo es (DM XV,5).

—140—
a los que las transgredan; sin embargo, las personas, los actos
ordenados y las obras que prescriben o manda cada una de las
leyes pueden ser y son las mismas en casi todos los casos, o, al
menos, en la mayoría de ellos: por ejemplo, no robar, no matar,
no rapiñar, no cometer fraude, no testimoniar en falso, y otras
cosas similares, que tanto la ley divina como la ley humana or-
denan no hacer.
[6]. Lo mismo sucede con los preceptos afirmativos, tales
como devolver un préstamo o depósito. Además, pueden ser
las mismas las personas y semejantes los actos de éstas que
cada una de las dos leyes prescriben, sea en lo concerniente a
lo temporal o a lo espiritual. Pues en lo referente a los asuntos
temporales y a lo que tenga relación con asuntos temporales,
tanto los sacerdotes —obispos, presbíteros, diáconos u otros
ministros espirituales— como los no sacerdotes —llamados se-
glares o laicos— igual pueden hacer o dejar de hacer algo que
sea lícito o ilícito, conforme o en contra de los preceptos de la
ley divina o de la humana; y delitos como los citados antes a
modo de ejemplo deben ser enmendados o castigados con jus-
ticia, tanto en el estado de la vida actual como en el de la otra,
y por transgresores se les debe infligir una pena. Y lo mismo
vale respecto de los asuntos espirituales o acerca de ellos,
como quiera que se llamen; estas personas, al actuar, pueden
asimismo hacer u omitir algo lícito o ilícito, como predicar o
enseñar herejías, bautizar a la gente por la fuerza o bautizar
animales, hacer sacrificios a los demonios como hacen algu-
nos brujos depravados. También pueden cometer otros delitos
como saquear o robar cálices, libros, vestiduras y otros objetos
materiales destinados al culto divino, y otros delitos semejan-
tes, que es justo que deban ser castigados en esta vida y en la
otra con pena sobre sus bienes o su persona, con arreglo a am-
bas leyes, la divina y la humana, si bien de manera diferente,
con diferentes penas y diferente juez, y en un lugar y tiempo
diferentes, como se ha dicho y se dirá más adelante con mayor
detalle. Por lo demás, hay que señalar que si la ley divina pres-
cribe hacer u omitir algo que la ley humana no prescribe hacer
u omitir, sino que más bien prescribe lo contrario, o lo permi-
te, se debe observar el precepto de la ley divina y dejar de lado
o ignorar la ley humana y su precepto o permisión contrarios,
puesto que el precepto de la ley divina contiene una verdad in-
falible, el de la ley humana no.
{7}. Además, puesto que el precepto divino somete al trans-
gresor a una pena eterna y el precepto humano, en cambio, a

—141—
una pena temporal o finita que el hombre debe temer menos,
hay que destacar que las dos leyes tienen un legislador inme-
diato y un juez propio y distinto, como hemos dicho antes. Y,
por otra parte, puesto que hay dos clases de juez74, sólo uno es
maestro de doctrina y quizá también experto práctico en algu-
nas materias, como se puede ver en cualquier disciplina, y tal
como escribió el insigne filósofo Aristóteles: «Cada uno es
buen juez de lo que conoce y lo juzga bien»75, como el médico
respecto a los hombres sanos y enfermos.
Pero el otro juez es llamado con propiedad gobernante y es
al que le ha sido confiada la autoridad y concedido el poder
coactivo para castigar con penas a los transgresores de las le-
yes, y éste precisamente es el juez según la ley humana, de
quien el Apóstol dice: «No en vano lleva la espada», es decir,
tiene el poder coactivo y armado, «porque es ministro76de Dios,
vengador de su cólera para castigo del que obra mal» . Inclu-
so aunque que no hubiera un doctor de las leyes humanas, hay,
sin embargo, un juez coactivo según la ley divina, del que dice
Santiago en su Epístola canónica77: «Uno sólo es el legislador y
el juez, que puede salvar y perder», Cristo.
{8}. Por consiguiente, supuesto esto como verdadero y co-
nocido, debemos decir ahora que, según la ley divina, Cristo es
el legislador y el juez coactivo de ella, como ha dicho Santiago
en el texto citado antes; Él, en efecto, trajo la ley divina o Nue-
vo Testamento por boca tanto de los apóstoles como de algu-
nos otros santos. Por eso dice el Apóstol: «¿Acaso buscáis una
prueba de que Cristo habla en mí?»78. Y san Pedro en su Epís-
tola canónica: «Jamás ha surgido la profecía por voluntad hu-
mana, sino que los hombres santos han hablado de parte de
Dios inspirados por el Espíritu Santo»79. Pero este legislador
ha establecido, según esta ley que los transgresores sean juzga-
dos y castigados con penas sólo en la otra vida, no en ésta. Por

74
Marsilio distingue dos significados del término juez': el primero, es el
juez 'experto' que juzga acerca de las cosas cognoscibles o realizables que ata-
ñen a su sabiduría, dentro de cuyo significado también cabe el doctor, que co-
noce la ciencia del derecho político; el segundo, es el 'gobernante' que dicta
sentencia y ejecuta con poder coactivo las sentencias que dicta (DP 11,11,8).
75
Ética a Nicómaco, I, 3, 1094 b 27-28. Es la única cita de Aristóteles en
esta obra.
76
Romanos, 13,4.
77
Santiago, 4,12; ya citado (DM 1,2; 11,4; y XI, 1).
78
11.a Corintios, 13,3.
79
11.aPedro, 1,21; ya citado (DM 1,2; y 11,4).

—142—
eso [dice] la Escritura: «Cuando venga el Hijo del Hombre so-
bre el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre
doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel»80, lo que
ocurrirá en la otra vida, como declara de modo manifiesto la
Escritura y expresan todos los santos intérpretes.
[9]. Hay otros jueces más según la ley divina —nada prohi-
be que sean numerosos en este mundo—, que se llaman docto-
res y que, según esa misma ley, son ministros y ejecutores de
determinados actos u obras, sin tener ninguna autoridad coac-
tiva o poder, de parte de Cristo ni de la ley divina, para constre-
ñir a nadie a hacer o dejar de hacer algo en este mundo bajo
pena sobre sus bienes o sobre su persona. Por eso Cristo, en
el último capítulo de Mateo llamó doctores a tales jueces,
cuando les dijo en la persona de los 81 apóstoles: «Id y enseñad
a todas las gentes, bautizándolas...» . Y en el profeta Mala-
quías [se lee]: «Los labios82del sacerdote guarden la sabiduría
y de su boca salga la ley» ; y estos jueces llamados doctores
son los obispos o presbíteros. Pero dichos jueces carecen y
deben carecer de autoridad y de poder coactivo para constre-
ñir a nadie mediante penas, como se ha dicho antes, porque
Cristo quiso carecer de esa autoridad en este mundo, en su
propia persona en cuanto hombre, pues dijo: «Mi reino no es
de este mundo», en cuanto a la autoridad; y «Si mi reino fue-
ra de este mundo, mis ministros lucharían»83, etc., dijo en
cuanto al poder armado y coactivo. Además, respondió con
claridad lo mismo a aquél que le pedía que repartiera una he-
rencia: «Pero, hombre, ¿quién me ha constituido juez o me-
diador sobre vosotros?»84, o entre tú y tu hermano; como si
quisiera decir: no me corresponde realizar tal juicio. Asimis-
mo quiso que los apóstoles estuvieran desprovistos de tal au-
toridad o poder coactivo, y, en la persona de éstos, que tam-
bién lo estuvieran todos los [sucesores] de los apóstoles,
obispos o presbíteros, sus propios sucesores en tanto que Él
había sido sacerdote humano (puesto que en tanto que Dios,
ningún hombre le sucedió ni ha podido sucederle), cuando
les dice: «Los reyes de las naciones imperan sobre ellas, pero

80
Mateo, 19,28; DM: «cum venerit filius hominis»; Vulgata: «cum sederit fi-
lius hominis».
81
82
Mateo, 28,19.
83
Maluquios, 2,7.
84
Juan, 18,36.
Lucas, 12,14.

—143—
vosotros no actuaréis así»85. «Está claro que prohibió a los
apóstoles la dominación», como dice Bernardo86.
Así también comprendieron la Sagrada Escritura y la expu-
sieron de común acuerdo todos los santos y reconocidos docto-
res; y expresaron en sus propias enseñanzas lo mismo que el
Apóstol que, al saber que hablaba de asuntos espirituales, decía
a los Corintios que él no tenía ningún poder de coacción, y mu-
cho menos en asuntos temporales: «No pretendemos dominar
sobre vuestra fe.» Tanto Ambrosio como Crisóstomo han enten-
dido esta frase de la misma manera y lo han manifestado expre-
samente. Por una parte, Ambrosio: «No pretendemos dominar so-
bre vuestra fe, es decir, que vuestra fe no tenga que soportar
sometimiento o coacción, ya que nace de la voluntad, no de la ne-
cesidad»87. Y Crisóstomo, por su parte: «Hace falta que en la Igle-
sia cada uno se convierta hacia lo mejor, no por coacción, sino
por aquiescencia; esto pensaba, en efecto, este hombre admira-
ble, el Apóstol, cuando decía a los Corintios: No pretendemos do-
minar sobre vuestra fe»; y Crisóstomo añade a continuación:
«Pues las leyes no nos han conferido a nosotros» —es decir, a los
obispos o presbíteros— «tal poder o autoridad de sentencia para
apartar a los hombres de las faltas, y, si nos hubiera sido dado, no
tendríamos dónde ejercer ese poder, puesto que nuestro Dios, es
decir, Cristo, «recompensará no a aquellos que se han alejado del
pecado por necesidad», o sea, por la violencia, «sino a los que se
han apartado de él voluntariamente»88. En estas palabras Crisós-
tomo presupone también que todo poder coactivo en este mun-
do está dado por las leyes o por los gobernantes, lo cual dijo tam-
bién Hugo de San Víctor en el libro n del De Sacramentis. Dice
precisamente que «los eclesiásticos» —personas de la Iglesia,
obispos o presbíteros— «si bien ejercen jurisdicciones coactivas,
esto es, por mediación de personas laicas, reconocen, sin embar-
go, que este mismo poder que ellos ejercen les viene del poder
real»89. Por tanto, la autoridad y el poder coactivo en este mundo
no le corresponde a uno, sobre todo a un obispo o presbítero, en

85
Lucas, 22,25-26.
86
Bernardo De Claraval, De consideratione, II, cap. 6, 10 (P. L, CXXCII,
pág.87740).
De nuevo, la cita podría estar basada, no en el Comentario de san Am-
brosio, sino en el de Pedro Lombardo (P. L. CXCII, págs. 16-17)
88
San Juan Crisóstomo, De sacerdotio, libro I, parte 3, ed. B. de Montfau-
con, París, 1718,1, pág. 374.
89
Hugo de San Víctor, De sacramentis, libro II, parte 2, cap. 7 (P. L.,
CLXXVI, 240).

—144—
virtud de la ley divina, sino de la ley humana. Por eso Crisósto-
mo añade a las palabras ya citadas: «Pero si un hombre se ha
alejado de la verdadera fe, el sacerdote necesita mucha pacien-
cia, celo y exhortación, pues no puede reconducir por la fuerza
a quien se equivoca, sino que se esforzará en persuadirlo90 para
que se convierta a la verdadera fe, de la que antes se alejó» . Ex-
presaron la misma opinión también todos los santos intérpretes
y doctores de la Sagrada Escritura, cuyas citas, que omito para
abreviar, se pueden consultar, si se desea, en El defensor de la
paiy y también en lo antedicho en el presente tratado.
Según la ley humana hay también un legislador, que es el
conjunto de los ciudadanos o su paute prevalente, o el supremo
príncipe Romano, llamado Emperador. Y hay un juez coactivo
según esa ley, que es dicho conjunto de los ciudadanos, o el prín-
cipe, o aquel o aquellos al cual o a los cuales el conjunto de los
ciudadanos o el príncipe ha dado autoridad y poder coactivo
para castigar con pena sobre sus bienes o sobre su persona en
este mundo a los transgresores de la ley humana; pero de nin-
gún modo son legisladores humanos los obispos o presbíteros,
ni todos los demás ministros espirituales, considerados en su
conjunto o individualmente, en cuanto tales; salvo, acaso, en
tanto que constituyen una parte de la ciudad, como hemos de-
mostrado con claridad, con razonamientos humanos ciertos y
por medio de la Sagrada Escritura, en los capítulos XII y XIII de
la primera Parte y IV y V de la segunda de El defensor de la paz,
y ya hemos sacado las conclusiones congruentes más arriba.
[10]. También hay otros jueces según la ley humana, llama-
dos juristas o doctores, que no tienen ninguna autoridad coac-
tiva en lo que concierne a este modo de forzar a alguien en este
mundo, mediante una pena sobre sus bienes o sobre su perso-
na, a hacer algo lícito o a omitir algo ilícito, sino que sólo tie-
nen poder para enseñar o hacer algo según la ley humana, del
mismo modo que hacen los obispos o presbíteros según la ley
divina. Para examinar estas cuestiones de manera más clara,
es preciso saber que puede surgir una doble duda a propósito
de los actos y obras humanas respecto de las cosas divinas o en
torno a ellas, y lo mismo respecto de las cosas temporales o en
torno a ellas; y que, por consiguiente, debemos interrogarnos o
plantear la cuestión, con objeto de obtener una respuesta segu-
ra a esas dudas.

90
San Juan Crisóstomo, De sacerdotio, ob. cit., pág. 375.

—145—
CAPÍTULO DECIMOCUARTO
La primera cuestión dudosa es si esos actos u obras que es-
tamos examinando hay que hacerlas u omitirlas como manda-
tos o prohibiciones, es decir, si son lícitas o ilícitas tanto según
la ley divina como según la ley humana. La otra cuestión o in-
terrogante sobre lo dicho antes que puede plantear duda es
cómo decidir que alguien ha cometido u omitido tales actos u
obras.
{2]. Responder al primer interrogante o cuestión dudosa,
juzgarla y dictaminarla, corresponde a los doctores o jueces
doctrinales que tienen esa clase de autoridad; según la ley divi-
na, éstos son y deben ser todos los obispos o presbíteros, como
hemos mostrado antes, y como dijo el Apóstol en la [L ] Epís-
tola a Timoteo, 3 [2]: «Es preciso que el obispo sea doctor». Se-
gún la ley humana, sin embargo, esta autoridad o juicio co-
rresponde a los juristas o doctores de la ley humana. En efecto,
su oficio consiste en saber enseñar y, si hace falta, declarar
cuáles son y de qué tipo las cosas que se ordenan, prohiben o
permiten según estas leyes; también qué actos humanos es lí-
cito o ilícito hacer u omitir; y asimismo responder cuando se
les pregunte sobre estos asuntos o en torno a ellos; pero están
desprovistos de autoridad y poder coactivo para obligar a al-
guien a hacer u omitir algo bajo pena en esta vida, como he-
mos indicado antes de modo suficiente. De la misma manera
que los médicos tienen que enseñar y operar según los precep-
tos del arte médica para conservar la salud del cuerpo, o recu-
perarla cuando se ha perdido, pero no pueden forzar a nadie a
llevar una dieta útil o a rechazar una nociva, mediante la im-
posición a los pacientes de alguna pena sobre sus bienes o so-
bre su persona; de igual modo, los sacerdotes, que son médi-
cos de las almas, no pueden, según la Escritura, obligar a
nadie bajo pena en esta vida. Por ello, aunque esté permitido a
los sacerdotes impulsar o elaborar regulaciones o exhortacio-
nes relativas a las buenas costumbres y a las obras que deben
llevarse a cabo y a las malas acciones y delitos que deben evi-
tarse, tales disposiciones, sin embargo, no son ni deben ser lla-
madas leyes, sino más bien instrucciones o reglas y su juicio
acerca de los actos de los hombres, expresado por medio de ta-
les disposiciones, no debe ser llamado jurisdicción ni fuero,
porque esos términos, tomados en su sentido propio, corres-
ponden al juicio coactivo en su primer y verdadero significado.

—146—
[3]. Ahora bien, dicho juicio, puesto que es general, se pue-
de pronunciar aun sin conocer a las personas sobre las cuales,
o sobre cuyos actos, se duda y se indaga. Pero la segunda cues-
tión dudosa o interrogante que puede concernir a dichos actos
y obras de los hombres, es decir, la de que en realidad se han
llevado a cabo o cometido por alguien, compete al juicio del
juez gobernante, es decir, coactivo, que tiene la autoridad de
castigar a los transgresores de las leyes con pena sobre sus bie-
nes o su persona en esta vida o en la venidera.
(4}. Tal juez según la ley divina y únicamente en la otra
vida, no en ésta, es sólo Cristo, y quizá lo serán con él los doce
apóstoles, de los que se lee en la Escritura: «Cuando venga el
Hijo del Hombre sobre el trono de su gloria, os sentaréis tam-
bién vosotros sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus
de Israel»91. Según la ley humana, en cambio, tal juez es el que
gobierna por la autoridad del legislador humano y tiene el po-
der coactivo de castigar a los transgresores de la ley humana
con pena sobre sus bienes o sobre su persona en esta vida sólo,
no en la otra. En realidad, para ejercer su juicio coactivo, el
juez según la ley divina no necesita investigar la verdad con
ayuda de testimonios, ni obligar a que los testigos digan la ver-
dad en el juicio, «pues todas las cosas están desnudas y desve-
ladas ante sus ojos»92; y tampoco necesita espada, o poder
coactivo de servidores armados, para ejecutar su sentencia e
infligir el castigo a los transgresores, puesto que «Él habló y se
hizo»93 No sucede lo mismo con el gobernante humano con
poder coactivo, que puede ignorar si el denunciado, acusado
por un acto ilícito, lo ha cometido o no; de modo que tiene que
citar a juicio tanto a las partes en litigio, como a los testigos, y
obligarlos por la fuerza armada, dado que por una simple cita-
ción quizá no se presentarían, sobre todo los acusados y
quienes temieran merecer un castigo.

CAPÍTULO DECIMOQUINTO
De cuanto precede puede resultar ya evidente la respuesta
a nuestra principal pregunta, a saber, a qué juez corresponde
la autoridad de juzgar sobre la disolución del matrimonio soli-
91
Mateo, 19,28; Véase nota 80, en DM XIII,8.
92
Hebreos, 4,13.
93
Salmos, 33,9.

—147—
citada por uno o por ambos cónyuges; pues si hubiera duda o
problema sobre si el matrimonio en cuestión fuera por alguna
razón ilícito o estuviera prohibido por la ley divina, la autori-
dad de juzgarlo y el deber de resolverlo compete a los obispos
o presbíteros y a los doctores de la ley divina, instituidos a tal
fin según la ley honesta o la costumbre del país que no contra-
diga en nada a la ley divina. En realidad, a ellos les correspon-
de conocer los preceptos, prohibiciones y autorizaciones, con-
cernientes tanto al matrimonio como a los demás actos
humanos y obras, y saber cuáles y en qué modo deben reali-
zarse lícitamente u omitirse según dicha ley. Así, en el caso de
que se dude y se les pregunte a ellos si la impotencia de uno de
los cónyuges para cumplir el deber carnal hacia su consorte es
causa suficiente según la ley divina para decretar lícita la diso-
lución del matrimonio entre éstos, dichos ministros y doctores
de la Santa Escritura tienen que juzgarlo y resolverlo, puesto
que, como a menudo hemos dicho, éste es su oficio; es más, si
no lo hacen, serán castigados por el juez coactivo según la ley
divina, si bien en la otra vida, no en ésta. Por eso dijo el Após-
tol: «¡Ay de mí si no evangelizara, se me impone como una ne-
cesidad»94.
[2]. Pero en el caso de que la duda sea y se plantee sobre si
uno de los cónyuges tiene un defecto tal que por él se puede y
debe declarar lícito el divorcio, y su compañero o consorte
afirme que él no tiene esa deficiencia —por la que el cónyuge
que no padece el defecto quiere y reclama disolver el matrimo-
nio y separarse del cónyuge impotente o que padece el defec-
to—, la autoridad y el juicio coactivo acerca de esto pertenecen
a Cristo, o Dios, según la ley divina, en orden a obligar al cón-
yuge injusto bajo pena sólo en la otra vida, no en ésta; por
ejemplo, si no permite libertad al otro cónyuge para actuar
dentro de lo que es justo, sino que lo coarta, lo retiene y lo ma-
nipula, ejerciendo violencia sobre su persona o sobre sus bie-
nes. Este Juez no precisa ser informado sobre el caso por testi-
gos para saber si tal deficiencia, por la que debe disolverse el
matrimonio, se da en uno de los cónyuges, puesto que nada se
esconde a sus ojos, como hemos dicho antes.
[3]. Según la ley humana, en cambio, este juicio de divor-
cio, coactivo bajo pena que debe infligirse en esta vida a quien
lo transgreda, corresponde al que gobierna por la autoridad de

94 1.a Corintios, 9, 16; ya citado (DM X,3).


J

—148—
la ley humana. En efecto, aunque no corresponda al legislador
humano o a su juicio coactivo establecer o definir los precep-
tos o prohibiciones ni los permisos o consejos espirituales o di-
vinos, sin embargo, en lo que concierne a los actos de los hom-
bres, cometidos u omitidos lícita o ilícitamente, sea en el orden
espiritual o en el temporal, tanto por sacerdotes o ministros es-
pirituales como por laicos o personas seglares, corresponde al
mencionado legislador humano y juez juzgar con juicio coac-
tivo y castigar con una pena en esta vida a los que cometen ac-
tos ilícitos, ya que no se trata de algo esencialmente espiritual.
De ahí que el Apóstol diga, en la Epístola a los Romanos, 13 [1],
de modo general y sin exceptuar a ningún malhechor o trans-
gresor de una ley humana que no se oponga a la ley divina, ya
sea éste presbítero o no lo sea: «Todos han de estar sometidos
a las autoridades superiores», o sea, a los reyes, los jefes y los
tribunos, según la interpretación de los santos. Y añade: «De
suerte que quien resiste a la autoridad, resiste al orden de Dios,
y los que se resisten a él atraen sobre sí la condena», es decir,
la condenación eterna. Y dice además: «Es ministro de Dios,
vengador para castigo de quien hace el mal»95, y complemen-
ta, cualquiera que éste sea: «pues no en vano lleva la espada»,
es decir, posee un poder armado coactivo, lo que el Apóstol no
ha dicho de ningún ministro espiritual, sino más bien lo con-
trario, 96cuando dice: «Las armas de nuestra milicia no son car-
nales» . Y también en la Epístola a Timoteo:97«Ningún soldado
de Dios se implica en negocios mundanos» , es decir, en liti-
gios civiles. San Pedro da fe de ello también en su Epístola
canónica, cuando dice a todos sin distinción y sin exceptuar
a nadie: «Por amor al Señor sed sumisos a toda institución hu-
mana», es decir, a toda institución constituida en gobierno, «ya
al Emperador, como soberano; ya a los gobernadores, como
delegados suyos para castigo de los malhechores y elogio de
los buenos, porque tal es la voluntad de Dios»98.
Por consiguiente, en lo que concierne al matrimonio y de-
más asuntos espirituales que, en determinadas condiciones,
por sí mismos o en razón de actos humanos atinentes a ellos o
relacionados con ellos, se refieren a estatutos de la ley humana
dictados acerca de estos mismos asuntos (me refiero a estatu-

95
96
Romanos, 13,4; texto citado antes (DM XIII,7).
97
IIaa Corintios, 10,4; citado antes (DM 111,2).
98
11. Timoteo, 2,4; citado antes (DM 11,6).
1.aPedro, 2,13-15; ya citado (DM XII,2).

—149—
tos que no se opongan a la ley divina, sino más bien cónsonos
y conformes), conviene que decida el legislador y que juzgue el
juez seglar coactivo; más aún, hay que pensar que es necesario,
puesto que en un matrimonio que se va a contraer o ya con-
traído intervienen diversas cosas que pueden ser cumplidas u
omitidas lícita o ilícitamente por los actos humanos; y es pre-
ciso, pues, que las regule el legislador humano y, por su autori-
dad, el juez coactivo, para obligar bajo pena a los transgreso-
res. Por poner un ejemplo de este tipo, supongamos que uno
de los cónyuges, después de emitirse la sentencia de divorcio
de su matrimonio, no quiera separarse del otro cónyuge, sino
que quiera retenerlo a su lado por la fuerza y además quiera
poner la mano sobre su persona y sus bienes, como lo hacía
durante el matrimonio antes del divorcio establecido por la
sentencia; éste deberá ser castigado y obligado por el juez
coactivo mediante una pena sobre sus bienes o su persona en
esta vida, en tanto que no respeta lo juzgado o la sentencia.
Pues ciertas cosas que a un hombre se le permitía hacer a su
esposa, en cuanto a su persona y sus bienes, antes del divor-
cio entre ellos, no se le permiten después del divorcio, como
reprender a la mencionada cónyuge separada del matrimo-
nio, reñirla y ofenderla con palabras injuriosas, exigir de ella el
deber carnal o maltratarla con impudicia de alguna otra ma-
nera corporal, golpeándola o azotándola, o como disponer de
sus bienes —los de la dote y otros— sin su consentimiento, y
demás cosas semejantes. Con toda probabilidad se derivarían
de esto muchos y peligrosos escándalos; por lo cual, para su-
primir o prohibir todas estas prácticas y por utilidad común
evidente, más aún, por necesidad, el legislador humano pudo y
debió, debe y puede decidir, juzgar e imponer qué cosas de és-
tas se deben realizar u omitir, así como convocar a juicio a las
partes contendientes o en litigio, citar a testigos para que digan
la verdad y reprimir mediante un castigo a aquellos que se nie-
guen a comparecer, y, en fin, pronunciar la sentencia sobre el
divorcio del matrimonio, es decir, si debe o no disolverse. En
esto, sin embargo, debe actuar conforme a la ley divina, a sus
preceptos o prohibiciones, y no dictar en su sentencia nada
que se oponga a ella; y, además, después de promulgada la sen-
tencia, debe obligar a las dos partes contendientes o en litigio
en el juicio a atenerse a lo juzgado por él y a cumplirlo bajo
pena que se infligirá en esta vida a aquél que transgreda las
sentencias; pues la ley divina, acerca de dichas correcciones o
regulaciones, no ha dispuesto ni establecido nada bajo pena

—150—
para aplicar en esta vida a los transgresores, y el juez coactivo
según esta misma ley tampoco ha ordenado ni ha querido
ejercer un juicio coactivo en esta vida contra cualquier trans-
gresor, ni por parte suya, ni por parte de algún sucesor suyo,
obispo, presbítero o ministro espiritual, ni en común ni por
separado.
(4}. De esto no se puede sacar como consecuencia que la ley
divina, o su legislador, esté subordinado a la ley humana; es
más bien al contrario. Pues el legislador humano no prescribe
nada que deba ser hecho o establecido por el legislador divino
o por la ley divina, ni de manera semejante por su juez coacti-
vo, o sea, Cristo; sino más bien a la inversa. En realidad, el le-
gislador humano, y por su autoridad el juez o el gobernante
con poder coactivo, prescribe y puede prescribir legítimamen-
te a los mencionados ministros de la ley divina y a los restan-
tes seglares que no hagan nada ilícito respecto a asuntos espi-
rituales o en relación con ellos; y que, a su vez, aquellos ejerzan
las funciones lícitas que les incumbe realizar respecto de tales
asuntos y en relación con ellos; y es razonable que pueda cas-
tigarlos con penas personales y materiales, si han transgredido
los preceptos de la ley humana no contradictorios con los de la
ley divina. En verdad, los obispos o presbíteros, por el cargo
confiado a ellos en virtud de los preceptos de la ley divina y de
la humana, están obligados a enseñar, predicar y administrar a
los cristianos las cosas espirituales, como el bautismo y otras
semejantes. Justo por ese motivo los fieles cristianos les sumi-
nistran los bienes carnales o temporales. De ahí que diga Cris-
to: «El obrero merece su alimento»99 y el Apóstol en 1.aEpísto-
la a los Corintios, 9 [11]: «Si sembramos en vosotros bienes
espirituales, no es una gran cosa que cosechemos vuestros bie-
nes materiales». Por lo cual, como obreros que reciben o han
recibido un salario, están obligados y comprometidos a ense-
ñar las cosas espirituales y a administrarlas del modo y en el
tiempo requerido, y pueden ser constreñidos a ello por el juez
coactivo humano bajo pena de castigo en esta vida.
(5}. Pero alguien afirmará que de lo dicho se sigue que la
ley divina y la ley humana no son diferentes, porque la ley es
un precepto coactivo, etc. o una compilación de tales precep-
tos. Y que, puesto que los preceptos de cada una de las leyes,
tanto los afirmativos como los negativos, tales como devolver

99
Mateo, 10,10; ya citado (DM 111,4).

—151—
un préstamo o un depósito, no cometer robo o rapiña y demás
cosas semejantes, son los mismos, se desprende de ello que
esas leyes son las mismas. Nosotros, sin embargo, responde-
mos que los preceptos de dichas leyes que acabamos de men-
cionar, tomados en sentido activo, aunque sean parecidos, no
son idénticos, sino que difieren según todas las modalidades
causales. En primer lugar, difieren sin duda por la causa efi-
ciente, pues la causa inmediata eficiente de los preceptos de la
ley divina es Dios; mientras que la de la ley humana es el espí-
ritu humano, o su elección y voluntad. La causa final de los
preceptos de la ley divina es el gozo eterno de los hombres en
la otra vida; sin embargo, la de la ley humana es la tranquili-
dad en esta vida y la felicidad finita. En cuanto a la causa ma-
terial de dichos preceptos, en el primer caso la materia próxi-
ma son los hombres, en tanto son susceptibles de gozo eterno,
es decir, en tanto están dispuestos a ella por la fe en Cristo, la
caridad, la esperanza y las demás virtudes. Pero la materia
próxima de los preceptos de la ley humana son los hombres,
dispuestos e inclinados a la tranquilidad en esta vida, al poder
y a otras diversas cosas. Además, los mencionados preceptos
de ambas leyes, la divina y la humana, aunque parezcan igua-
les en cuanto al género, difieren de manera específica y formal,
del mismo modo que difieren el movimiento del cielo y el mo-
vimiento circular de una rueda de molino, uno de los cuales es
perpetuo, mientras que el otro no lo es; y como la magnitud o
la corporeidad celeste y la de los elementos corruptibles y
cuerpos mixtos, una de las cuales es susceptible de división y
la otra no, aunque sean semejantes o del mismo género, sin
embargo, son diferentes formal y específicamente, al menos en
cuanto a la indivisibilidad. Pero alguien objetará a lo dicho que
el legislador divino ha establecido, según su ley, una pena para
infligir en este mundo a los transgresores, la excomunión, cas-
tigo que de hecho se impone a menudo en esta vida a los peca-
dores, en razón de una transgresión de la ley divina y por pre-
cepto de la misma.
[6]. Nosotros, sin embargo, respondemos, de acuerdo con
lo dicho hasta ahora en este tratado, que la excomunión, en
tanto que significa privación de la comunicación civil, es una
pena de la ley humana, consistente en un cierto modo de exi-
lio, al que sigue una pena sobre los bienes y la persona; y que
la ley divina no prescribe infligir tal castigo a pecador alguno.
En cambio, si por excomunión se entiende el alejamiento de
un culpable, en lo que atañe a la convivencia, las relaciones so-

—152—
cíales y la conversación, sobre todo acerca de la fe cristiana y
del culto divino, no se trata de una pena material o personal,
sino de una cierta vergüenza y oprobio, y a causa de ello a na-
die se le priva de sus bienes civiles, materiales o personales,
por precepto de la ley divina100. En efecto, si bien la ley divina
aconseja evitar a los culpables en cuanto a lo que se acaba de
decir, sin embargo, no prescribe evitarlos y no comunicar con
ellos en lo que se refiere a los bienes y al comercio civil, como
por ejemplo, comprarles el pan, el vino, la carne, el pescado,
los vasos, la ropa, si él o ellos tienen tales cosas de sobra y los
demás fieles las necesitan. De la misma manera se debe consi-
derar también lo que atañe a las demás actividades y bienes,
que se pueden obtener de ellos, gracias a su enseñanza, sus
cargos y sus servicios civiles. Pues, de otro modo, este castigo
recaería tanto o más sobre los fieles que no son culpables; lo
que no parece razonable que pretenda la ley divina ni su legis-
lador. Además, quizá se puede decir de manera101 congruente que
esta separación es un consejo, no un precepto .
{7}. Admitamos incluso que ese alejamiento del culpable, al
que nos hemos referido, sea un precepto como los demás pre-
ceptos de la Escritura; no es, sin embargo, un precepto para
forzar a alguien material o personalmente a que cese la comu-
nicación con el culpable bajo pena sobre sus bienes o sobre su
persona en esta vida. Y por eso la ley divina no ha dado a na-
die la autoridad ni el poder coactivo de castigar de dicho modo
en esta vida a cualquier culpable, ni tampoco a quienes mantie-
nen relación con él de la manera que sea y, sobre todo, en el ám-
bito de la comunicación civil.
[8]. Es más, debe decirse que si la ley divina hubiera conce-
dido semejante autoridad a alguien y le hubiera otorgado po-
der coactivo en este mundo, no habría sido concedida sólo a
los presbíteros u obispos ni a los demás ministros espirituales,
considerados en común o por separado —a los que más bien
les está del todo prohibida por consejo o precepto—, sino a la
100
Véase más arriba: DM X,6.
101
En DP II,V,7 Marsilio se pregunta «si es lícito» que los herejes sean cas-
tigados por el gobernante civil. El inciso es un añadido que se encuentra en el
código de Tortosa y que, por su importancia, ha sido analizado por R. Scholz
(ob. cit. «Einleitung», págs. XXVI-XXXII). Pero no se pregunta si se trata de
una atribución de la jerarquía eclesiástica, porque es para él incuestionable
que no lo es. Vamos a ver, en el parágrafo 8 de este capítulo, cómo Marsilio in-
siste en recordar que los herejes no eran perseguidos ni excomulgados en la
iglesia primitiva, antes de Constantino.

—153—
Iglesia, esto es, al conjunto de los que creen en Cristo e invocan
su nombre102, a los fieles que viven en el lugar o región, en la
cual debe ser excomulgado el culpable y de los cuales debe ser
apartado. Porque dijo Cristo: «Si tu hermano ha pecado ante
ti»103, es decir, sabiéndolo tú solo, etc., «si no te escucha ni a ti
ni a los testigos», es decir, si no se enmienda, «díselo a la Iglesia,
y si no la escucha tampoco», entonces, después del juicio de la
Iglesia, «sea para ti como un pagano o un publicano»; pero no se
encuentra en la Escritura que se le haya dicho a alguien: «díselo
al sacerdote, al presbítero a solas o al colegio sacerdotal», como
hemos demostrado más arriba con rigor. Por eso dijo el Apóstol:
«Al hereje, después de una primera y una segunda amonesta-
ción, evítalo»104, pero no le dijo a Timoteo: «Coacciónalo y méte-
lo en prisión», pues bien sabía él que obligar a alguien bajo pena
no pertenecía en absoluto a su autoridad. En efecto, desde los
tiempos de Cristo hasta la época del emperador Romano Cons-
tantino I, los herejes jamás ftieron reprimidos ni excluidos de la
comunicación civil. Alguno objetará de nuevo lo que hemos di-
cho y argüirá que las leyes humanas se oponen en muchos ca-
sos a la ley divina; pues la ley divina prescribe hacer u omitir
algunas cosas que la ley humana no concuerda en prescribir
que se deban hacer u omitir, como la fornicación entre solteros
o la usura y otras más que la ley divina prohibe y la ley humana,
en cambio, no.
{9}. Nosotros, sin embargo, respondemos que esto no prue-
ba que haya contradicción alguna entre la ley humana y la ley

102
Marsilio define la iglesia en DP 11,11,2-3, donde distingue los diversos
significados del término ecclesia: 1) El significado griego clásico: asamblea ge-
neral de todos los que viven bajo una misma constitución. 2) En latín puede
significar el edificio del culto (templum seu domum); los presbíteros u obispos
y otros ministros del culto; los ministros, obispos y presbíteros, encargados de
la administración de una iglesia metropolitana, como puede ser la iglesia de
Roma con su obispo Romano y sus cardenales; o la totalidad de los fieles que
creen en Cristo e invocan su nombre (universitas fidélium credentium et invo-
candum nomen Christi). El último es para Marsilio el significado «más autén-
tico y más propio de todos, según la primera acepción del término» (el de
asamblea), a pesar de que —añade— «no es tan conocido ni tan acorde con el
uso moderno». Y es también el concepto de iglesia que emplea Marsilio en este
tratado, si bien aquí prescinde tanto de la clarificación semántica como de las
abundantes citas del Nuevo Testamento que aporta en El defensor de la paz.
103
Mateo, 18, 15-17; para la interpretación marsiliana del texto, véase DM
V,13y 18.
104
Tito, 3,10. Marsilio se refiere por error a Timoteo, como ya explicamos
(7)MV,13;yX,2).

—154—
divina. Pues no es en absoluto contradictorio decir que Pedro
corre y Santiago no corre. Pero si la ley humana prescribe ha-
cer algo que la ley divina prescribe no hacer, esos preceptos se-
rían incompatibles; en ese caso, como hemos dicho antes105, se
deberían seguir y obedecer los preceptos de la ley divina y no
los de la ley humana. Por tanto, conviene examinar, en orden a
lo expuesto, si el matrimonio, según la definición dada de él, es
una cosa espiritual o no. Algunos opinan que el matrimonio es
algo espiritual, pues el Apóstol dijo, después de mencionarlo:
«Este es un gran sacramento, yo lo aplico a Cristo y a la Igle-
sia»106; otros, en cambio, no son de esa opinión. Pues, según la
definición dada, ya existía verdadero matrimonio entre los in-
fieles, al decir el Apóstol: «Un marido infiel se salva por una
mujer fiel»107, y lo mismo a la inversa. Además, porque se con-
sidera que el verdadero matrimonio se realiza por las palabras
de una mujer y un varón, meros laicos, sin que, al parecer, se
añada a ellas nada que sea del todo esencialmente espiritual.
(10). En nuestra opinión, el sacramento, según su habitual
y conocida definición, quiere decir o expresa 'signo de una
cosa sagrada'. Es verdad que, a veces, este término se extiende
hasta significar el efecto o aquella cosa de la que el sacramen-
to dicho en el primer sentido es el signo; así, pues, si se toma
el sacramento en el segundo y más conocido sentido —el rela-
tivo a ciertas palabras o cosas materiales y a ciertos actos o sig-
nos, por cuya pronunciación o ejecución Dios produce algún
efecto con la intervención de un cierto ministerio humano—,
el sacramento del matrimonio en particular no es una cosa
esencialmente espiritual, pero quizá puede llamarse espiritual
en tanto que es signo o figura de una cosa espiritual, igual que
decimos que el alimento o la orina son sanos, no porque con-
tengan la esencia de la salud, sino porque causan o indican sa-
lud. Al extender, sin embargo, el término 'sacramento' al efec-
to o cosa producida por Dios cuando se han presentado los
signos, dicho sacramento es una cosa espiritual, según criterio
común de los santos y doctores de la ley cristiana. Luego el
matrimonio no es en esencia algo espiritual, aunque sea, sólo
según la ley cristiana, signo de algo espiritual. En cuanto a lo
que dijo el Apóstol sobre el matrimonio: «Este es un gran sacra-

105
DMXIII,6.
106
Efesios, 5,32.
107
1.a Corintios, 7,14; ya citado (DM X,5). Marsilio considera legítimas las
instituciones matrimoniales vigentes en las sociedades no cristianas.

—155—
mentó», entendió por sacramento la cosa espiritual que antes
hemos llamado efecto del sacramento; no lo quiso decir del ma-
trimonio según la definición ya dada (consentimiento mutuo de
los cónyuges, etc.), sino de aquello de lo cual el matrimonio,
como hemos dicho, era signo; y, en mi opinión, esa cosa sagra-
da es el sacerdocio. Y eso mismo es lo que añade el Apóstol al
declarar: «Yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia», pues la unión del
hombre y la mujer en el matrimonio representa o simboliza la
unión de Cristo con la Iglesia según los doctores y los santos
cristianos; esta unión no es otra cosa que Cristo y la fe cristiana
que Él hace efectiva en las almas de los hombres. Esta fe, produ-
cida por Cristo como esposo de la Iglesia, es una cosa sin duda
espiritual; por eso dijo el Apóstol: «Amad a vuestras esposas
como Cristo ama a la Iglesia»108, cualquiera que sea la manera
de referirse al matrimonio, sea algo espiritual o no. Pero sobre
esto no corresponde a los obispos o presbíteros, ni conjunta ni
individualmente considerados, ningún juicio coactivo, sino sólo
un juicio de carácter doctrinal, según el modo que ya expuesto.

CAPÍTULO DECIMOSEXTO
Después de esto nos queda por tratar un problema conecta-
do con éste, y que ya nos ha sido planteado: si un determinado
grado de consanguinidad después de la primera generación im-
pide realizar un matrimonio lícito entre dos personas según la
ley divina, o si un impedimento de este tipo emana sólo del le-
gislador o de la ley humana; y, por fin, quién o quiénes tienen
autoridad para levantar ese tipo de impedimento y conceder
dispensa a las personas que con algún grado de consanguini-
dad quieran contraer matrimonio, o para liberarlos de las pe-
nas en las que incurrirían por esto.
{2}. Por nuestra parte, decimos que en la ley antigua o mo-
saica se enunciaron o establecieron ciertos grados de consan-
guinidad que impedían casarse lícitamente; pero los fieles cris-
tianos no están obligados a su observancia, sobre todo cuando
tales prohibiciones no existen en la ley de Cristo. Por eso dijo
el Apóstol: «Cambiado el sacerdocio, es necesario que haya un
cambio de Ley». Y además: «Desligados de la Ley Antigua, le
servimos en un espíritu nuevo»109. Luego, según la ley cristia-
108
109
Efesios, 5,25.
Hebreos 7,12; y Romanos, 7,6, respectivamente; ya citados en DM 111,8.

—156—
na, ningún grado de consanguinidad, en particular entre her-
manas y hermanos, impide casarse lícitamente. Por lo que110
Agustín, en el capítulo 16 del libro XV de La Ciudad de Dios, al
tratar los grados de consanguinidad, declara lícito este matri-
monio entre consanguíneos, que no lo prohibió la ley divina, ni
lo había prohibido todavía la ley humana111. Con estas pala-
bras san Agustín expresa dos opiniones. Una, la ya dicha, de
que la ley divina no prohibe celebrar un matrimonio legitimo
entre dos personas unidas por consanguinidad. Pero da a co-
nocer una segunda opinión, según la cual esa prohibición del
matrimonio entre consanguíneos depende de la autoridad del
legislador humano o de su gobernante supremo, el príncipe de
los Romanos. Por la fuerza de la verdad, es preciso que lo
acepten y lo reconozcan el obispo de Roma, llamado Papa, y
el colegio de sus clérigos, llamados cardenales. Pues el susodi-
cho Papa Romano afirma que pertenece a su autoridad levan-
tar el impedimento de consanguinidad, mediante dispensa
para quienes con lazos de consanguinidad contraigan matri-
monio, y, de hecho, algunos pontífices Romanos del pasado
concedieron dispensas para tales matrimonios con frecuencia.
Ahora bien, si por precepto de la ley divina o cristiana tal gra-
do de consanguinidad impidiera el matrimonio legítimo, nin-
gún hombre, ni siquiera un ángel del cielo, podría soslayar di-
cho impedimento con ninguna dispensa, de lo cual da
testimonio Cristo: «Más fácil es que pasen el cielo y la tierra
que el que caiga un solo ápice de la ley»112; y asimismo, cuan-
do dice: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras perma-
necerán para siempre»113.
[3]. Así pues, de lo precedente resulta evidente y el obispo
de Roma está obligado a reconocerlo, como confirma su pro-
pia actuación, que un grado de consanguinidad no impide que
se celebre el matrimonio por precepto de ley divina o cristiana;
y que si algún grado de consanguinidad impidiese casarse líci-
tamente, se debería o se debe a un precepto o estatuto de la ley
humana. Compete en exclusiva a la autoridad del Emperador
o príncipe de los Romanos conceder dispensa de los preceptos
o estatutos de esta ley. Y no se puede objetar que tales matri-

110
Desde aquí el texto es idéntico al de la Sentencia de dispensa; véase «Es-
tudio preliminar».
111
San Agustín, De civitate Dei, libro. XV, cap. 16 (R L, XLI, col. 458).
112
Lucas, 16,17.
113
Mateo, 24,35 y Lucas, 21,33.

—157—
monies están prohibidos por la ley divina, por ser moralmente
malos y, por ende, pecados mortales por los que al final los
contrayentes se condenarían para la eternidad, y que, por con-
siguiente, corresponde sólo al ministro eclesiástico, obispo o
presbítero conceder dispensa en estos casos. Pues este discur-
so es retórico, superficial y sofístico: en realidad acepta lo que
es falso y no procede en forma de silogismo ni es concluyente.
Acepta lo que es falso, puesto que tales matrimonios no son
contrarios a la moral, sobre todo en ciertos casos, en los que el
obispo Romano también concede que se celebren como lícitos;
pero, además, tampoco son contrarios a la moral, dicho en tér-
minos absolutos, puesto que estos matrimonios no comportan
maldad en sí, como el robo y los demás delitos y, por tanto,
como había dicho Agustín, no están prohibidos por la ley divi-
na. Por otra parte, no resulta del silogismo ni es concluyente
decir que corresponde a un obispo o presbítero conceder dis-
pensa en tales casos; porque, supuesto que esos matrimonios
estuvieran absolutamente prohibidos por la ley divina bajo
pena de condenación eterna, ningún hombre, ni siquiera un
ángel del cielo, podría eximir de tales prohibiciones, ni orde-
nar o conceder que fueran lícitos, como hemos señalado antes.
Por eso, según se ha dicho antes también, el Apóstol, cuando
habla acerca de los preceptos o mandamientos de la Escritura
Sagrada, dice: «Si un ángel del cielo os anunciase otro evange-
lio distinto de aquél que os114hemos anunciado —es decir, con-
trario a él—, sea anatema» ; y no por otra razón que porque
lo evangelizado por el Apóstol eran las prohibiciones o precep-
tos divinos. Además, dichos matrimonios no habían sido con-
trarios a la moral ni prohibidos según la antigua ley; aunque, a
veces, algunas cosas habían llegado o llegarían a ser pecados
en la ley antigua, no porque comportaran en sí mismas o de
modo inmediato maldad, ni porque fueran contrarias a la mo-
ral, sino sólo porque estaban prohibidas por la ley, como co-
mer carne de cerdo y de animales no rumiantes. Por esa razón
pasaron a ser en verdad pecado, porque habían sido prohibi-
das por la ley mosaica, pero no porque fueran de por sí algo
malo o inmoral, como el robo, el homicidio, el falso testimonio
y demás cosas de este tipo, que están prohibidas por las leyes
divinas y humanas en cuanto son por sí mismas malas e inmo-
rales y comportan directamente maldad.

114
Calatos, 1,8.

—158—
(4}. De todo lo expuesto resulta, pues, evidente a cualquie-
ra que no esté corrompido por la ignorancia, por la maldad, o
por ambas, que la autoridad para conceder dispensa y elimi-
nar el impedimento del matrimonio entre personas y por per-
sonas unidas con lazos de consanguinidad, corresponde sólo a
la autoridad del único legislador humano o de quien gobierna
por su autoridad, y de ninguna manera a presbítero u obispo
alguno, ni siquiera al llamado Papa Romano, considerados de
modo conjunto o por separado, puesto que en tanto que tales
no son legisladores humanos, ni en conjunto ni cada uno por
separado, a no ser quizá en cuanto constituyen una parte de la
comunidad civil. Y, luego, que la autoridad o poder de hacer o
promulgar leyes coactivas en este mundo o de ejercer un juicio
coactivo basado en esas leyes, bajo pena sobre los bienes o las
personas para obligar a alguien en esta vida a hacer o a omitir
algo, no pertenece, según la ley divina o por lo que ella conce-
de o prescribe, a ningún obispo o presbítero ni a ningún otro
ministro espiritual, ni al colegio de éstos, considerados en con-
junto o por separado, sino que más bien les está prohibida por
consejo o precepto; y que la autoridad para esos actos y el po-
der coactivo pertenece al conjunto de los ciudadanos o al su-
premo príncipe de los Romanos llamado Emperador, lo hemos
demostrado con claridad por medio de razones humanas ver-
daderas y por la Sagrada Escritura o ley divina cristiana, y por
las palabras de los santos que la interpretan, además de por las
crónicas y las narraciones históricas reconocidas, en los capí-
tulos XII, XIII, XV, XVII de la Primera Parte, y en los capítulos
IV, V, VIII, IX, X, XVII, XIX, XX, XXVIII, XXIX y XXX de la
Segunda Parte de El defensor de la paz, que podrá verificar
quien pretenda asegurarse de lo que ya dijimos. La mayoría de
los presupuestos y cosas probadas, que se han recordado y ex-
plicado en este tratado, se han basado en El defensor de la paz
mayor, del que se deducen como consecuencia necesaria; por
lo cual este tratado se llamará en adelante El defensor menor.
Amén. Alabado sea Dios.

—159-
This page intentionally left blank
Tabla de citas bíblicas en El defensor menor

ANTIGUO TESTAMENTO CAPÍTULO Y PARÁGRAFO DEL DM

Salmos:
9,1 V,8
33.9 XIV.4
51,19 V,13
106,1 V,8
111,1 V,8
116,14 VIII,4;IX,3

Ezequiel
33,11 V,13
Daniel
4,27 VII,4

Malaquías
2,7 XIII,9
/ Macabeos
8 XII,3
Nuevo Testamento
Mateo
5,44 X,2
6,12 V,15
8,20 111,5
10.10 111,4; XV,4
10,23 111,1
10.27 X,2
11,25 V,8
18,9 V,13
18,15-18 V,13;V,18;XV,8
19.28 XIII,8; XTV,8

—161—
22,21 VHI.4; Dí,3; Xü,2
24.35 XVI,2
25,42-43 VII,4
26.26 IV, 1
28.18 XI, 1
28.19 IV,1;XIH,9
28.20 m,4;IV,l;Xn,5
Lucas
5,31 V,17
9,58 m,5
11,41 VII,4
12.14 XIII,9
12,33 VH,4
14,33 111,5
16,17 XVI,2
21,33 XVI,2
22,19 IV,1
22,25-26 XIII,9
Juan
18.36 XIII,9
20.21 III,4;IV,1
Hechos de los apóstoles
4,34-35 m,5
5,18 X,2
6,6 IV,2
15,6 y 28 XII,5
25,10 XII,3
Romanos
1,16 XII,4
7,6 m,8; XVI,2
10.15 V,16
13,1-2 XII,2;XV,3
13,4 XIII,7; XV,3
15.27 m,4
1.a Corintios
3,3 11,6
4,21 m,l
5,3-5 X,2; X,4

—162—
5,11 X,2
6,4 11,6
7,14 X,5; XV,9
9,9-10 XIII,4
9,11 XV,4
9,16 X,3;XV,1
10,27 X,5
11.a Corintios
1,23 111,1
1,24 11,6; XIII,9
6,14 X,5
8,8 y 10 m,5
9,7 111,5
10,4 111,2; XV,3
10,6 111,1
13,3 XIII.8
13,10 X,2

Calatas
1,8 XVI,3
4,4 XI, 1
Efesios
5,25 XV,10
5,32 XV,9

1.a Timoteo
1,19-20 X,2
2,1-2 XII,2
3,2 XIV,2
4,14 IV,2;V,16
5,20 V,13
6,8 111,4
IIa Timoteo
2,4 11,6; XV,4
4,2 11,7
Tito
1,5 IV,2
3,1 XII,2
3,10-11 V,13;X,2;XV,18

—163—
Hebreos
4,13 XIV,4
7,12 m,8;XVI,2
Santiago
4,12 I,2;II,4;XU;XIII,7
5,16 V,6;V,8

1.a Pedro
2,13-15 XII,2;XV,3

I 1.a Pedro
1,21 1,2; 11,4; XIII,8

IIa Juan
10 X,2

Apocalipsis
19,16 XI, 1

—164—
LA TRANSFERENCIA DEL IMPERIO
This page intentionally left blank
Este tratado tiene doce capítulos.
El primer capítulo se refiere al propósito de la narración.
El segundo expone cómo el Imperio Romano permaneció
sin cambios durante trescientos cincuenta y cuatro años y
quince meses, gobernado por treinta y tres emperadores.
El tercero aborda por qué los Orientales, es decir, los Per-
sas, los Árabes, los Caldeos y otras naciones limítrofes, se
emanciparon del dominio del Imperio Romano.
El cuarto identifica cuáles fueron los principales pueblos
que se rebelaron en dicha ocasión.
El quinto muestra cómo se inició y se dispuso la transferen-
cia del Imperio de los Griegos a los Francos.
El sexto cuenta cómo Pipino ascendió de mayordomo a rey
de los Francos, en tiempos de Papa Romano Zacarías.
El séptimo relata cómo Pipino, rey de los Francos, a peti-
ción de la Iglesia Romana, marchó a Italia a luchar contra As-
tulfo, rey de los Lombardos, lo venció y restituyó a la Iglesia
Romana sus bienes temporales.
El octavo explica cómo se invistió a Carlomagno patricio
de Roma, en tiempos del papa Adriano, y se le concedió la ad-
ministración de la sede apostólica Romana.
El noveno, cómo se efectuó la transferencia del Imperio
Romano de los Griegos a los Francos.
El décimo, cómo se transfirió el Imperio de los Francos, o
Galos, a los Germanos.
El undécimo, cómo se instituyeron los electores alemanes
del Imperio.
El duodécimo recapitula lo tratado.

CAPÍTULO PRIMERO

Después de haber escrito en el tratado El defensor de la paz


sobre la institución del principado Romano y de cualquier otro
gobierno, sobre una nueva transferencia o sobre cualquier
otro cambio relativo al gobierno, y después de haber dicho por
quién y de qué manera puede y debe hacerse según la razón o

—167—
en derecho, ahora, en estas páginas, queremos reseñar crítica-
mente el tratado De la transferencia de la sede Imperial1, atenta
recopilación de crónicas e historias hecha por el venerable sá-
trapa romano Landolfo Colonna, pues nuestra opinión disien-
te de la suya en algunos pasajes, sobre todo en los que ha lesio-
nado los derechos del Imperio según su propio parecer y sin
prueba suficiente.
En primer lugar, trataremos de la transferencia de la sede
Imperial Romana, por medio de quién o de qué personas y de
qué manera, pasó de hecho2 de los Romanos a los Griegos, lue-
go de los Griegos a los Galos o Francos y, más reciente, de los
Francos o Galos a los Germanos.
Antes, sin embargo, conviene advertir que Imperio Roma-
no, en un primer sentido, significa la monarquía o el gobierno
real sólo de la ciudad (Urbis) de Roma o Estado (civitatis) Ro-
mano3 tal como era su origen, según veremos a continuación.
Pero, en otro sentido, Imperio Romano significa la monar-
quía universal o general del mundo entero, o al menos de la
mayoría de las provincias, tal como se desarrolló la ciudad de
Roma y su gobierno4. Nuestro propósito es ocuparnos de la
transferencia del Imperio más bien en esta segunda acepción.
Por ello, para comenzar desde el principio según el orden
cronológico, vamos a describir primero el origen de la ciudad de
Roma o Estado Romano y el comienzo de su monarquía, inicial-
mente humilde; luego, su crecimiento o evolución hasta conver-
tirse en monarquía o principado supremo del mundo entero.
Después de lo cual, describiremos su traslado de sede en sede, o

1
Landolfo Colonna, De translatione Imperil, en M. Goldast (ed.), Monar-
chia Sancti Romani Impedí, 3 vols, (Frankfurt, 1611-1614), vol. 2, págs. 88-95.
2
Dice «de facto», porque otra cosa es la validez. A juicio de Marsilio estas
transferencias han tenido mayor efectividad histórica que legitimidad. En va-
rios momentos se referirá a ello: cuando afirme que el clero pretende «usurpar
en provecho propio una autoridad que no le pertenece» (c. VI); o cuando ex-
plique los motivos de la intervención papal en dicha transferencia, tales como
la debilidad del Emperador bizantino (c. VII) o la dependencia del Papa y su
agradecimiento hacia quienes, después, corona emperadores (c. VIII y X).
3
Marsilio emplea la expresión «Romanae Urbis sive civitatis», que reitera
otras veces. Como en castellano no hay dos términos para distinguir la ciudad
como territorio urbano (urbs, ville) de la administración de la ciudad como or-
ganización política (civitas, cité), optamos por traducir civitas por «Estado».
La alternativa sería «ciudadanía», más próxima a la traducción inglesa («civic
body»).
4
También Martín de Polonia distingue entre ciudad e Imperio como mo-
narquía universal.

—168—
de nación en nación, a lo largo del tiempo. De modo que vamos
a hablar del nacimiento de la ciudad de Roma y de sus primeras
instituciones, a partir de relatos históricos fidedignos5. Cuentan
que el fugitivo Eneas, después de la destrucción de la grandiosa
Troya, llegó por mar a Italia y fundó allí el Imperio Romano, en
el lugar donde hoy está Roma; y que sembró la semilla de la na-
ción romana en ese lugar porque le gustó. También cuentan que
esta semilla, al crecer con el paso del tiempo, se transformó en
una planta extraordinaria, expandió sus ramas por todas las re-
giones, como el grano de mostaza que, de ser muy pequeño, se
alza admirable sobre los demás árboles; bajo cuya sombra las
plantas, es decir, todos los reyes del mundo, príncipes y tiranos,
con todos sus pueblos, descansaban en el disfrute de la paz6.
En efecto, los Romanos, que descendían de Eneas, consi-
guieron someter el mundo a su autoridad por su adiestra-
miento en las armas, su disciplina en los campamentos, su
estrategia militar, su pacífica libertad, su cultivo de la justi-
cia, su respeto a las leyes, sus alianzas con los pueblos veci-
nos, la madurez de sus consejos, la nobleza de sus palabras
y sus obras. Así, el pueblo Romano, durante setecientos
años, desde el reinado de Rómulo hasta el de César Augusto,
paseó sus ejércitos por todo el mundo con valor y poderío; y,
por su propia virtud, subyugó a todos los reinos del mundo,
de modo que quienes leen sus magníficas hazañas no se
imaginan estar leyendo hechos de un solo pueblo sino de
toda la especie humana, y creen asimismo que la virtud hu-
mana y la fortuna han competido por construir su Imperio7.

5
Se va a inspirar ante todo en Martín de Polonia (Martinas Polonus),
Chronicon imperatorum et pontificum, en Monumento. Germaniae historia,
Scriptores, L. Weiland (ed.), XXII, Hannover, 1879, págs. 377-475. También
emplea: Ricardo de Cluny, Chronicon (ed. Marlene and U. Durand, Veterum
Scriptorum et Monumentorum... Amplissima collectio, París, 1724-1733, V,
págs. 1158-74; Isidoro de Sevilla, Chronicon maius (J. P. Migne, Patrología La-
tina, París, 1844-1864, [PL] LXXXIII, págs. 1017-58); y Admonius de Fleury,
Gesta Francorum, libro 4, cap. 22 (PL, CXXXVIII, págs. 627-798).
6
Se trata de una referencia a una especie de edad de oro de la pax, roma-
na, también presente al principio y al final de la 1.a Parte de El defensor de la
paz (DP 1,1,1 y IJOX).
7
También Dante explica el origen de la jurisdicción universal del Imperio
Romano y cómo prevaleció sobre los que rivalizaban por el dominio del mun-
do (Dante, Monarquía, Madrid, Tecnos, 1992, I, 8, págs. 67-71). Y contempla
asimismo la virtud como elemento constitutivo del triunfo del Imperio Roma-
no (ibíd. I, 5, págs. 52-60). Pero atiende al «duelo», por el que adquirió el dere-
cho imperial universal (ibíd., I, 9, págs. 71-77), aspecto ausente en Marsilio.

—169—
CAPÍTULO SEGUNDO
Según algunos, el Imperio Romano comenzó con Julio
César, pero es más cierto que lo hizo con Octavio Augusto,
que fue el primer Emperador de los Romanos. Según la ver-
dad histórica, Julio César, aunque fue el primero en arrogar-
se para sí la monarquía de los Romanos, no fue en realidad
Emperador, sino más bien un violador y un usurpador de la
república;8 y, por ello, no figura en el catálogo de los príncipes
Romanos .
El Imperio se mantuvo en Roma sin cambios hasta Constan-
tino el Grande, durante treinta y tres emperadores y trescientos
cincuenta y cuatro años y quince meses. Pero Constantino cam-
bió la sede del Imperio el séptimo año de su reinado y la trasla-
dó a Oriente, a la ciudad de Bizancio, llamada ahora Constanti-
nopla, que, en razón de los derechos imperiales, goza de las
mismas prerrogativas que la antigua Roma; Constantino esta-
bleció allí la sede imperial y encomendó el gobierno de Roma y
de algunas provincias de Italia al pontífice Romano de entonces,
san Silvestre, y a sus sucesores, como relatan algunas crónicas;
y también se dice en esas mismas historias que, a instancia de
san Silvestre, concedió algunas dignidades senatoriales a los clé-
rigos de la ciudad de Roma9.
Los que aquel tiempo se llamaban clérigos de la Iglesia
Romana, se llaman ahora cardenales, pero antes de Silves-
tre se llamaban simplemente clérigos o sacerdotes de la
Iglesia Romana; éstos no tenían en aquel tiempo cargos ho-

8
Marsilio sigue la opinión de Colonna, al llamar «violador y usurpador
de la República» a César. Lo considera un tirano, pese a sus grandes cuali-
dades personales. La figura de César fue muy controvertida en la Baja Edad
Media: sirvió de ejemplo en la literatura jurídica sobre el tiranicidio, pero la
mayoría de los publicistas del siglo xiv lo consideraron un príncipe justo y
legítimo. Marsilio menciona a César también en El defensor de la paz, en
uno de los pocos textos en que habla del pueblo Romano, para señalar que
«antes de la monarquía de Julio César, el pueblo Romano no toleró mucho
tiempo a un monarca determinado, ni hereditario, ni con carácter vitali-
cio».9 (DPIJX, 10).
La decisión de Constantino sería fundamental. Por ella pasó a los Grie-
gos la capital imperial y dejó de serlo Roma, que quedó en manos de su obis-
po. Por tanto, los legítimos herederos del Imperio Romano son los emperado-
res bizantinos. Marsilio dedica amplio espacio a la Donación de Constantino
en El defensor de la paz: DP I,XDC,8; II,XI,8; y II,XXVI,4.

—170—
noríficos ni jerárquicos, sino que sólo tenían títulos relati-
vos a las tareas, por ejemplo, al oficio de predicar, enterrar
a los mártires, bautizar y escuchar las confesiones de los pe-
cados10.
Es cierto que tales cargos habían sido instituidos mucho
antes de Silvestre, desde los tiempos de Cleto y de Anacleto, de
Dionisio y de Marcelino. Pero durante el pontificado de Silves-
tre incorporaron el título relativo a la dignidad, los privilegios
y el honor que tenía el Senado en la época de Constantino. Si
debe considerarse correcto o no, quedará claro para quien lo
examine en nuestro Defensor de la paz11.
Junto a estos datos hay que destacar asimismo que Martín
de Polonia, en su crónica, indica el número de cardenales y
dice que son cincuenta y dos, distribuidos así: seis obispos,
veintiocho presbíteros y dieciocho diáconos, algunos de los
cuales se sientan junto al Sumo Pontífice, como los obispos,
que disponen de una silla episcopal para sentarse detrás del se-
ñor Papa en las ceremonias solemnes.
Otros son asistentes, como los presbíteros que asisten
cada semana al señor Papa en las misas y en las horas canó-
nicas. Otros, por su parte, están vinculados a ciertos oficios,
como los diáconos, pues desempeñan de hecho servicios; por
ejemplo, ellos ponen al Papa sus vestiduras y le sirven en el
altar. Y, según las asignaciones de títulos hechas primero por
Cleto, luego por Anacleto, y finalmente por Marcelino, hay
todavía varios más; pero esto no es relevante para nuestro
propósito.
En general, los historiadores concuerdan en decir que san
Silvestre fue el primero en denominar cardenales a estos cléri-
gos. En efecto, como ya se ha dicho, antes se llamaban presbí-
teros de la ciudad de Roma, según se pone de manifiesto en la
Historia Eclesiástica de Eusebio12 y también por lo que se lee
acerca de Novaciano, presbítero de la Iglesia Romana, que,
como aspiraba ascender al Sumo Pontificado, se esforzó por
impedir la promoción del papa Cornelio.

10
Marsilio expone la tesis de la igualdad entre todos los sacerdotes en DP
II,XV-XVII;yDMXL
11
Afirma en muchos pasajes de su primera obra que son reprobables; en
especial, en DP II,XVIIL
12
Eusebio de Cesárea, Ecclesiastica Historia, trad, san Jerónimo (PL, XIX,
págs. 315-598 y 689-92).

—171—
CAPÍTULO TERCERO
Constantino y los emperadores Romanos que le sucedieron,
mantuvieron su dominio pacífico en Oriente hasta el vigésimo
año del reinado del emperador Heraclio, momento en que todos
los pueblos de Oriente se sustrajeron a la dominación de los La-
tinos. Mas, por lo general, se ignora por qué causa y de qué
modo se independizaron; por ello, he estimado conveniente des-
cribir por qué y cómo los mencionados Orientales se separaron
por completo de los Griegos y de los Latinos, tanto de su some-
timiento político como del culto a sus dioses. El motivo por el
que los Orientales, es decir, los Persas, los Árabes, los Caldeos y
los demás pueblos vecinos se desvincularon del dominio del Im-
perio Romano, fue el reinado tiránico de Heraclio13.
En efecto, después de la gran victoria lograda sobre los Per-
sas, Heraclio sometió a una opresión demasiado cruel a los
Persas y a otros pueblos orientales; a causa de lo cual, se pusie-
ron de acuerdo para buscar la ocasión de rebelarse. Y, para que
el abandono de dicha sumisión fuera firme e irrevocable para
siempre, por consejo de Mahoma, que estaba entonces con los
ricos y poderosos Persas, adoptaron una religión diferente, de
modo que, debido a sus diferentes creencias y fe o secta, en
adelante no pudieran recaer en el sometimiento anterior; qui-
zá para seguir el ejemplo de Jeroboán, que enseñó a cada una
de las diez tribus que le seguían una religión distinta con el fin
de que no volvieran a su antigua y genuina obediencia.
Los Griegos hicieron también algo parecido, pues querían se-
pararse de la obediencia a la Iglesia Romana y adoptaron un culto
o ritual diferente en las celebraciones eclesiásticas, y así cayeron a
conciencia en diversos errores. De hecho, todos sus monjes, que de-
fienden y fomentan cismas, son Nestorianos14, o Eutíquianos15, o

13
El emperador Heraclio I (610-641) derrotó al rey persa. Pero los árabes
invadieron gran parte de Asia durante su reinado. Su hijo, Heraclio II, sólo rei-
nó tres meses. Con ellos se cierra la historia del antiguo Imperio Romano.
14
El patriarca de Constantinopla, Nestorio, que expulsó a los arríanos, fue
condenado en el Concilio de Éfeso (431), porque enseñaba que había dos per-
sonas en Jesucristo y que María era la madre de Jesús hombre, pero no la ma-
dre de Dios. Sus seguidores fundaron una iglesia separada en Persia. Actual-
mente
15
hay cristianos nestorianos en Siria.
El griego Eutyques (378-453) era «monofísita» (una sola naturaleza):
negaba la coexistencia en Jesucristo de dos naturalezas, divina y humana. El
cristianismo etíope es monofisita.

-172—
Amaños16, o Jacobitas17 o Ebionitas18. Esto es, pues, lo que su-
cedió con los pueblos y naciones de aquellas regiones, en las
que surgió dicha rebelión e insumisión. En efecto, a fin de que
tal rebelión perdurase, indujeron a convertir el cisma en secta,
para separarse no sólo del Imperio, sino también del Cristia-
nismo, y aceptaron incluso algunos elementos comunes a la
ley de Moisés y al Evangelio, como se ve en el Corán.
Por eso, hay que tener en cuenta que algunas sectas heréti-
cas eran muy familiares a Mahoma y a la ley de los Sarracenos,
tal como la sostiene el Corán; es19 el caso de los Nestorianos, a
los que Mahoma manda honrar .
Y de ahí que Ricardo cuente en sus crónicas que un cierto
monje griego nestoriano, llamado Sergio, instruyó durante
mucho tiempo a Mahoma y que, por eso, los Nestorianos po-
seen grandes monasterios en los países dominados por los Sa-
rracenos.

CAPÍTULO CUARTO
Una vez descrito el motivo por el que los pueblos Orienta-
les se emanciparon de la dominación de los Griegos y Latinos

16
Arrio (256-336), sacerdote de Alejandría y obispo libio, propagó la idea
de que en Dios no hay tres personas sino una sola, el Padre, y que Jesucristo
no es Dios, sino que fue creado por Dios, lo mismo que el Espíritu Santo. Fue
condenado en el Concilio de Nicea (325), donde san Anastasio logró una defi-
nición ortodoxa de la fe y el uso del término homoosuion (consustancial, de la
misma naturaleza) para describir la naturaleza de Cristo. Pero el arrianismo
se extendió, expulsó a Eustaquio de Antioquía y a san Atanasio, obispo de Ale-
jandría, y obtuvo el apoyo del sucesor de Constantino en Oriente, Constancio
II (337-361). El cristianismo ortodoxo se restableció en Oriente y Occidente
bajo el imperio de Valentiniano (364-375) y la acción de los Padres Capado-
cios (san Basilio y san Gregorio Nacianceno) y consiguió derrotar al arrianis-
mo en el Concilio de Constantinopla (381).
17
Los jacobitas son discípulos del monje sirio Jacobo Baradai Sanzoli, úl-
timo obispo de Edessa (541). Pertenecen a los «monofisitas» por negar la na-
turaleza divina de Cristo.
18
Su nombre significa «pobres» en hebreo y también se les llama «nazare-
nos» por su ideal de vida pobre. Son cristianos judaizantes que seguían el lla-
mado «Evangelio de los hebreos»: niegan la divinidad de Cristo, mantienen la
circuncisión y siguen la disciplina ascética de los esenios. Colonna los llama
«hebraicos». Se extendieron desde Persia hasta Siria.
19
En el Corán no se dice nada de los nestorianos. Marsilio reproduce esta
información errónea de Colonna, que a su vez la habría tomado de Tolomeo
de Lucca.

-173—
y cómo lo hicieron, ahora vamos a ver cuáles fueron los prin-
cipales pueblos que impulsaron tal sedición en la mencionada
ocasión. Pues no sólo tuvieron la audacia de rebelarse y suble-
varse, sino que, además, invadieron con hostilidad regiones
del Imperio Romano cercanas al Emperador.
Sobre estos acontecimientos, Ricardo en su crónica, Mar-
tín, Isidoro y Admonio de Fleury en el libro cuarto de su Histo-
ria de los Francos2®, concuerdan en decir que el principal pue-
blo que se alzó con tal audacia partió de Arabia y del pie del
Cáucaso. Su país, según la crónica de Jerónimo21, se llama Na-
batea, de Nabaoth el primogénito de Ismael; por lo que no se
les debería llamar Sarracenos, sino Agarenos o Ismaelitas.
Esta nación, tras devastar regiones del Imperio, llegó has-
ta Siria y Judea. El emperador Heraclio envío contra ella un
numeroso ejército, que fue completamente destruido por el
enemigo; y fueron abatidos ciento cincuenta mil hombres de
dicho ejército imperial. Con todo, se puede leer que el enemi-
go actuó con humanidad, porque envió todo el botín al Em-
perador por medio de legados.
Heraclio, sin embargo, después de rechazar semejante re-
galo de despojos, recabó la ayuda de los Alanos —que se dice
que venían de los Montes Urales (Caspiis), donde, según las
crónicas, habían sido confinados por Alejandro—, reconstruyó
su ejército y reunió una innumerable hueste de soldados.
Dos generales acaudillaban a los Sarracenos, que habían
alistado doscientos mil soldados para el combate. La noche
anterior al día de la batalla, cuando, los dos ejércitos estaban
situados no lejos uno frente al otro, preparados y alineados
para el combate, en el campamento Griego aparecieron muer-
tos en sus propias camas cinco mil dos soldados.
Estremecidas y aterrorizadas, las restantes huestes del ejér-
cito huyeron en todas las direcciones y dejaron el Imperio por
completo a merced del enemigo.
Entonces Heraclio, al recibir la noticia de tan gran desastre,
sin confianza en poder resistir, cayó enfermo de aflicción y, casi
desesperado, enloqueció; incluso, según cuentan algunas histo-
rias, se contaminó del error de Eutiques y contrajo matrimonio
con la hija de su hermana llamada Martina. Pero otras historias

20
21
Las obras referidas son las citadas en la nota 5.
Se refiere a la traducción por san Jerónimo de la Ecclesiastica Historia
de Ensebio.

—174—
dicen ya había sido corrompido por el susodicho error antes de
esa batalla.
Después de estos sucesos, el ejército de los Árabes y los Na-
bateanos creció con refuerzos de varias provincias vecinas,
como los Caldeos, los Amonitas y los Moabitas, a los que hay
que añadir Mahoma que, según cuenta Ricardo en su crónica,
tenía el gobierno de Arabia.
Este Mahoma —se dice que ducho en artes mágicas, pero
yo creo que más bien sagaz22—, con el pretexto de despreciar
al Imperio, persuadió a esos mismos pueblos a que adopta-
sen un modo de vida como el suyo, para aumentar así su do-
minio, engañó a la gente de diversas maneras con su habili-
dad y la apartó de su fe, con la alegación de que no podrían
tener su propio gobierno si no renunciaban a la fe cristiana y
observaban sus preceptos. Como también les hizo creer que
él poseía algún don divino y engañaba a los hombres con los
prodigios que les mostraba, pasó a ser considerado general-
mente un profeta por ese pueblo.
Con sus ridiculas tretas sedujo asimismo a una noble y po-
derosa viuda llamada Jadicha, de la provincia de Jorasán23,
hasta el punto de contraer matrimonio con ella y, por medio de
ella, conseguir el gobierno de su provincia. Incluso engañó a
muchos judíos para que creyeran que era su Mesías.
Por tanto, Mahoma embaucaba a los pueblos con sus astu-
cias, con su fuerza, con la relajación de la ley en materia sexual
y con abundantes promesas para vida futura, y les obligaba a
abrazar su falsa religión por la fuerza de sus armas. Pues, de
acuerdo con la ley dada por Mahoma, los pueblos que se ha-
bían levantado en armas contra el Imperio obligaban a las re-
giones que ocupaban a creer en la doctrina de Mahoma; y con-
denaban a muerte a quienes se negaban a profesarla. De ese

22
Marsilio opone «se dice» (ut fertur) y «yo creo» (ut credo). La Cristian-
dad había creado una leyenda de Mahoma como mago, más que como funda-
dor de una religión. Pero Marsilio lo considera, por encima de todo, un hábil
dirigente de masas populares y reconoce la ley mahometana como religión: en
El defensor de la paz la menciona como ejemplo de doctrina o ley religiosa (DP
1X3).
23
Jorasán, o Khorassan, es una provincia del nordeste de Persia, entre el
Turkistán y los desiertos de Lout y Dasht-e Kevir (Gran Desierto Salado), que
antes incluía parte de Afganistán, Tajdikstan, Turkmanistán y Uzbakistán.
Cuna del idioma persa (farsi), es hoy la provincia más grande de Irán, y su cen-
tro, Mashad, la segunda ciudad del país y la primera ciudad santa de Irán, cen-
tro de peregrinaje para todos los chutas.

—175—
modo, desde Arabia entraron en Egipto y sublevaron allí a la
población; luego, cuando salieron de África, hicieron lo mis-
mo. Después, invadieron España y obligaron a gran parte de
ella a renegar de su fe anterior. Y así multiplicaron el número
de sus seguidores, más por la violencia de la guerra que por la
predicación.

CAPÍTULO QUINTO
Después de la muerte de Heraclio y de haberse desmoronado
la fuerza del Imperio en su dominio sobre Oriente, se mantuvo la
sede imperial en Grecia, en Bizancio, hasta la época de Constan-
tino VI y su hijo León24, durante treinta y tres emperadores, in-
cluido Constantino el Grande, y cuatrocientos cincuenta y un
años y dos meses, incluidos los veintitrés años del mandato de
Constantino. Pues tanto tiempo sobrevivió desde el traslado de la
sede de Roma a Grecia.
Pues bien, la transferencia del Imperio de los Griegos a los
Francos se inició en cierto modo en la época del Papa León
III25. Y, puesto que esta historia es en general ignorada, a cau-
sa de la diversidad de relatos de los historiadores, y se desco-
noce el origen de la misma y su comienzo, por esa razón, hay
que saber y recalcar que el primigenio motivo de esta transfe-
rencia fue el enfrentamiento del emperador León III con la

24
Según Marsilio, el Imperio dejó de tener su sede en Constantinopla a
partir de Constantino VI, con Carlomagno en Occidente. No está claro a quién
se refiere Marsilio con «su hijo León». No consta que Constantino VI (780-
797) tuviera un hijo llamado así y, menos, que le sucediese. Podría ser un error,
en vez de «hijo de León»: Constantino era hijo de León IV, que murió cuando
él tenía sólo diez años, y de Irene. Su madre regente reinstauró el culto a las
imágenes y convocó un Concilio General en Nicea (787). Pero Constantino de-
saprobaba la iconolatría de su madre y, al cumplir veinte años, dio muestras
de querer gobernar por cuenta propia. Irene, con el apoyo de la Iglesia y del
ejército, destituyó a su hijo, ordenó que fuera cegado y se quedó como empe-
ratriz única (797). Irene envió delegados a Aquisgrán para exponer ante Carlo-
magno su punto de vista sobre esta horrible historia, lo cual indica la posición
de éste como Emperador de facto de Occidente. Su posterior coronación como
Emperador (800), vista como una afrenta en Constantinopla, y la desastrosa
marcha de la guerra contra los árabes, los búlgaros y los eslovacos, restaron
apoyos a la emperatriz, que fue derrocada por su ministro Nicéforo el Usurpa-
dor (802-811). Éste sería derrotado por los búlgaros y sustituido por León V el
Armenio (813-820).
25
León III fue Papa de 795 a 816.

-176—
Iglesia Romana sobre la veneración de las imágenes en las igle-
sias26.
El emperador León III decía, en efecto, que las imágenes de
Cristo y de los santos no tenían que ser veneradas de ninguna
manera, porque le parecía una forma de idolatría.
Pero Gregorio III27, que encabezaba entonces la Iglesia,
afirmaba que había que venerar las imágenes de Cristo y de los
santos.
El citado emperador León persistió en su propósito de tal
modo que se vino de Constantinopla a Roma, sacó de Roma
todas las imágenes de Cristo y de los santos que encontró, se
las llevó consigo a Constantinopla, las condenó a la hoguera y
las hizo quemar. Por ello, el mencionado papa Gregorio III se
apresuró a excomulgar al emperador León e incitó a toda Apu-
lia, a toda Italia y a España a desvincularse de su dominación
y rehusar obedecerle; tanto empeño puso en ello que, con su
actuación, aunque de manera indebida28, lo consiguió. Tam-
bién le prohibió de manera solemne, no sé con qué autoridad,
o más bien con qué temeridad, cobrarles impuestos. Luego,
convocó un concilio en Roma, en el que confirmó la doctrina
de la veneración de las imágenes sagradas y condenó con la ex-
comunión a quienes la transgredieran.
Por fin, el susodicho León murió, firme en su propósito. Le
sucedió al frente del Imperio 29su hijo Constantino V, que tenía
el mismo criterio que el padre . Y, puesto que este Emperador
no ayudaba en nada a la Iglesia Romana, el papa Esteban II30
determinó en cierto modo transferir el Imperio de los Griegos
a los Francos, en vida de Pipino, que se convirtió poco después
en rey de los Francos y sobrevivió al citado pontífice31. Por eso,
cuando algunos dicen que el Imperio fue transferido de los
Griegos a los Francos en el pontificado de Esteban, se debe en-
tender que la transferencia fue de algún modo decidida en ese
momento, aunque no se culminara en la práctica. Por tanto, la
transferencia del Imperio Romano a los Francos, cuyos favo-

26
El emperador bizantino León III (717-741) inició la iconoclasia hacia
el año 726.
27
El pontificado de Gregorio III duró de 731 a 741.
28
Marsilio enjuicia negativamente la actuación del Papa, a diferencia de
Colonna.
29
Constantino V dirigió el Imperio bizantino de 741 a 775.
30
Esteban II fue Papa de 752 a 757.
31
Pipino reinó en Francia de 751 a 768.

—177—
res y beneficios apreciaba ya mucho el clero Romano, se deci-
dió durante el pontificado del papa Esteban.

CAPÍTULO SEXTO
Pipino, hijo de Carlos Marte!, hombre valiente en la guerra,
católico y preclaro por la honestidad de todas sus costumbres
—según se dice en escritos de clérigos que pretenden usurpar
en provecho propio una autoridad que no les pertenece— fue
elevado por el papa Zacarías de mayordomo del palacio a la
más alta dignidad del reino de los Francos.
Este Zacarías —según dicen— destituyó al rey de los Fran-
cos, Childerico32, no tanto por las iniquidades que había come-
tido, cuanto porque era un inútil para ejercer tanto poder;
puso en su lugar al susodicho Pipino, padre de Carlomagno; y
liberó a todos los habitantes de Francia del juramento de fide-
lidad que les ligaba a Childerico.
Pero Admonio en Historia de los Francos escribe33, con ma-
yor veracidad, que Pipino fue elegido rey por los Francos de
manera legítima y fue elevado a tal dignidad por los proceres
del reino, y que fue ungido por Bonifacio, arzobispo de Reims,
en Soissons, en el monasterio de San Medardo.
En cuanto a Childerico, que hasta entonces vivía ocioso por
su condición de rey y languidecía en la molicie de los placeres,
se convirtió en monje tonsurado. De ahí se desprende que Za-
carías no depuso del trono a Childerico, sino que, según dicen
algunos, éste quizá pactó con quienes lo depusieron34.
Pues la deposición de un rey y la instauración de otro, por
una causa razonable, nunca es competencia de un obispo o de
algún clérigo o del colegio de éstos, sino del conjunto de los ha-
bitantes de un país, de los ciudadanos y nobles o de su mayo-
ría prevalente, como hemos demostrado en los capítulos XII,
XIII, XV y XVIII de la Primera Parte de nuestro Defensor de la
paz.

32
Childerico (742-751) fue el último rey de la dinastía merovingia.
33
En realidad, se trata de la continuación anónima de la Gesta Francorum,
en A. Duchesne (ed.), Historia Francorum Scriptores, París, 1636-1649, TTT, págs.
1-20.
34
Hay dos versiones de su destitución: Colonna se inclina por la interven-
ción directa del Papa y Marsilio por la elección de Pipino. En el párrafo si-
guiente explica que un Papa no tiene ese poder.

—178—
Por consiguiente, debemos aceptar el relato de Admonio
como verdadero y, en cambio, rechazar los escritos de los clé-
rigos por falsos e interesados en contra de los Francos. Con el
fin de mostrar más claro por qué motivo, cuál fue el origen y
cómo se efectuó la transferencia del Imperio de los Griegos a
los Francos, vamos a continuar narrando con brevedad la his-
toria de Pipino, rey de Francia y de Alemania.

CAPÍTULO SÉPTIMO
A la muerte del papa Zacarías, que había acordado la subi-
da de Pipino al trono (si bien algunos también dicen que Pipi-
no fue rey legítimo de los Francos sin previo consentimiento
de aquél, como hemos señalado antes), en el año 778 del Se-
ñor (1530 de la fundación de Roma) fue elevado a Sumo Pon-
tífice Esteban II,35Romano de nacimiento por parte de su pa-
dre Constantino . Éste, como fuera perseguido por Astulfo,
rey de los Lombardos, según escribe Admonio en el libro
quinto de la Historia de los Francos*6, se fue a Francia, ante el
rey Pipino, con vistas a recuperar los bienes temporales de la
Iglesia Romana, que habían sido expoliados por el susodicho
Astulfo37.
El rey Pipino, como correspondía, recorrió tres mil millas
para salir al encuentro de este papa Romano y lo condujo a su
palacio real con el debido honor38. Entonces el Papa expuso
con concisión al rey el motivo de su llegada y le contó con ma-
yor detalle las injurias que Astulfo le había infligido.
El rey, que quería ponerse a su servicio y satisfacer sus de-
seos, preparó un gran ejército y marchó a Italia con el Pontífi-
ce para enfrentarse a Astulfo. Éste, por su parte, se opuso con
todas sus fuerzas a dicho rey y se negó a restituir los bienes
temporales de la Iglesia Romana evocados.
Así pues, se libró una batalla entre ambos, en la que Astul-
fo y los suyos fueron vencidos, y de ese modo se le obligó a res-

35
Esteban II fue elegido Papa en 752, no cuando dice Marsilio, que sigue
la cronología de Martín de Polonia.
36
De nuevo se refiere a la continuación anónima de la Gesta Francorum;
véase nota 33.
37
Astulfo reinó en Lombardía de 749 a 756.
38
El Papa fue recibido el 6 de enero de 754, en la propiedad real de Pont-
hion, cerca de Vitry-le-Francois, en el valle del Marne.

—179—
tituir a la Iglesia Romana sus bienes temporales. Entretanto, él
entregó cuarenta rehenes escogidos entre los mejores de su rei-
no y prometió bajo juramento devolver los citados bienes tem-
porales de la Iglesia Romana39.
Después de estos acontecimientos, el victorioso rey Pipino
volvió jubiloso a Francia y el papa Esteban retornó a la sede
Apostólica de Roma. Sin embargo, el tal Astulfo no cumplió
nada de lo prometido a Pipino; por lo que Pipino volvió a Lom-
bardía para enfrentarse a Astulfo, lo sitió en Pavía y le forzó a
cumplir lo que había prometido40.
A continuación, Pipino se dirigió a Ravena, la conquistó,
y logró someter a toda la Pentápolis de la Romanía, con el
Exarcado, donde se encuentra Bolonia. Y está escrito que en-
tregó de41hecho (de facto) todos estos territorios a la Iglesia
Romana .
Ganado por todos estos favores, el papa Esteban, que tenía
en cuenta la debilidad del Emperador de aquel momento, dis-
puso, con ayuda de sus cómplices, transferir el Imperio Roma-
no de los Griegos a los Francos, sin tener presente en absoluto
los privilegios que los emperadores habían concedido a la Igle-
sia Romana; transferirlo a una nación extranjera y lejana, para
de ese modo, con los Griegos sometidos y los Francos poco in-
teresados en esos asuntos, poder dominar con mayor libertad
Italia.
Por ello, todos los escritos que cuentan que el Imperio se
transfirió de los Griegos a los Francos en tiempos del papa Es-
teban deben entenderse en el sentido de que la transferencia se
decidió en su pontificado. Pero tal transferencia se llevó a cabo
con efectividad en tiempos de otro papa, León III, como vamos
a ver luego.

39
Pipino intentó negociar con Astulfo en 754. Sólo al fracasar las negocia-
ciones sitió Pavía. Entonces Astulfo prometió abandonar el Exarcado de Ra-
venna, con lo que Pipino se contentó y regresó a Francia.
40
Esta segunda expedición y nuevo sitio de Pavía data de 756.
41
Marsilio habla de donación «de facto» de las ciudades que había con-
quistado. Porque cuestiona su valor jurídico. Parece que Pipino hizo un acta
en la que constaba esa «donación» con carácter perpetuo a la Iglesia Romana
y a todos los pontífices que ocupasen la sede apostólica. Pero tal documento,
si existió, ha desaparecido. La única legitimación, según el Líber pontificális,
de esta nueva donación sería una «restitución», como consecuencia de las
estipulaciones de la Donación de Constantino. Marsilio, que no duda de la ve-
racidad histórica de la Donación, no le concede, en cambio, valor jurídico para
una eventual «restitución».

—180—
CAPÍTULO OCTAVO
Por tanto, a la muerte del pontífice Esteban II, la Iglesia
Romana estaba bajo la protección de Pipino; y cuando, tras
dieciocho años de reinado, Pipino también siguió el camino
de todos los mortales, su hijo, llamado Carlomagno en ra-
zón de la grandeza de sus virtudes, sustituyó en el trono al
padre; durante su reinado se sucedieron tres Papas, cuya
elección y vida omito para abreviar: Pablo I, Constantino II
y Esteban III.
Adriano I, Romano de nacimiento por parte de su padre
Teodoro, nacido en el barrio de la Via Lata, fue elegido Sumo
Pontífice el año 795 de Cristo Señor (1547 de la fundación de
Roma), y dirigió la iglesia 42Romana durante veintitrés años,
diez meses y dieciocho días .
Este pontífice pidió a Carlomagno, quien, como hemos di-
cho, reinaba en aquel momento en Francia y Alemania, que
ayudase a la Iglesia Romana contra los Lombardos.
Pues a la muerte de Astulfo, rey de los Lombardos, del que
hemos hablado antes, le sucedió en el trono su hijo Desiderio43
que, para seguir los pasos de su padre, despojó a la Iglesia Ro-
mana de sus bienes temporales y se adueñó de villas, ciudades,
campamentos y demás posesiones de la Iglesia Romana, ade-
más de oprimir a los Romanos con el pago de tributos e im-
puestos.
Con este motivo, Adriano I envió a Francia, ante Carlomag-
no, un legado, el presbítero y cardenal Pedro, para implorar su
ayuda contra Desiderio.
Este príncipe recibió con favor al legado y convocó una
asamblea de notables y de prelados, que aprobó atender las sú-
plicas de Adriano.
Tan pronto inició el regreso dicho legado, siendo portador
del esperado favor, el rey reclutó un numeroso ejército y él mis-
mo lo condujo con no pocas dificultades, por mar y a través de
las montañas, hasta Lombardía.
Al llegar a Liguria y Emilia, llamada ahora llanura de Lom-
bardía, Carlos plantó sus tiendas en los alrededores de la ciu-

42
En realidad, Adriano I fue Papa de 772 a 796.
43
Desiderio no era hijo ni familiar de Astulfo. Era duque de Toscana. Lle-
gó a reinar en Lombardía (757-774), gracias al apoyo del Papa. Pero fue remi-
so luego a cumplir las promesas que había hecho al Papado.

—181—
dad de Pavía, que rodeó con su campamento, y, si creemos las
historias, celebró allí la Navidad.
Por último, dejó el ejército y se fue por devoción a Roma y
allí pasó el domingo de Pascua con Adriano y, cuando termina-
ron las celebraciones pascuales, volvió a los campamentos que
rodeaban Pavía. Con el prolongado sitio consiguió conquistar
la ciudad y capturó a Desiderio, rey de los Lombardos, a su mu-
jer y a sus hijos44, que se sometieron —él y los suyos— al poder
de Carlos. Allí mismo se sometieron también al poder del rey
Carlos todos los embajadores y nuncios Italianos, procedentes
de cada una de las ciudades. Terminada así con éxito la expedi-
ción, se fue a Roma, restituyó los bienes temporales de la Igle-
sia Romana y, además, fruto de su propia generosidad, le donó
de hecho el ducado de Espoleto y el de Benevento45.
Entonces el pontífice Adriano, atraído por semejantes dá-
divas temporales de este príncipe, reunió en Roma un conci-
lio de ciento cincuenta y tres obispos y abades; y allí, con el
apoyo de todo el sínodo, confirió al glorioso príncipe Carlos el
derecho y el poder de elegir al pontífice Romano y de dispo-
ner de la sede apostólica46; y le concedió asimismo la dignidad
del patriciado, que en otro 47tiempo equivalía a ser considerado
como el padre del príncipe .
Además de todo esto, decretó que los obispos y arzobispos de
cada provincia recibieran de él su investidura. Y, para que nadie
pudiera consagrar a un obispo si no estaba proclamado e inves-

44
El sitio de Pavía duró casi nueve meses. La victoria definitiva sobre De-
siderio se produjo el 5 de junio de 774; desde entonces, Carlomagno usó tam-
bién el título de «rey de los Lombardos».
45
Marsilio utiliza otra vez la expresión «de facto», para destacar la ausen-
cia de base jurídica sobre un derecho previo. En esta donación del año 774
Carlomagno restituyó de nuevo al Papa los territorios que su padre, Pipino, ya
le había entregado. Por su cuenta añadió los ducados de Espoleto y Beneven-
to, que Adriano había negociado previamente con Carlomagno; lo cual no era,
en realidad, más que la confirmación oficial de un hecho, puesto que ambos
reconocían ya la supremacía del Papa.
46
El derecho del Emperador a nombrar al Papa lo recoge Marsilio de Mar-
tín de Polonia, cuyo texto sigue casi al pie de la letra en la exposición de estas
concesiones.
47
Adriano había concedido ese título a Carlos y Luis, hijos de Pipino, ya en
su viaje a Francia durante el reinado del padre. Ser «patricio» significa ser
como un padre, compartir la paternidad o ser compadre, e incluía pacto y com-
promiso recíproco. Cuando Carlomagno se desplazó a Roma, durante el sitio a
Pavía, fue recibido por Adriano con los honores propios de Patricio Romano y,
desde 774, figura en los documentos de cancillería de Carlomagno el título de
«Patricio de los Romanos».

—182—
tido por el rey, amenazó con excomunión a todos los que actua-
ran en contra de esto y ordenó que, a menos que se retractasen,
se les confiscaran sus bienes. Pero este pontífice no tenía ningu-
na autoridad para conceder ni hacer ninguna de estas cosas,
como no la tiene ningún otro obispo o clérigo, salvo que tenga, en
última instancia, una orden o delegación del pueblo Romano.
Sin embargo, no se recuerda que Carlos hiciera uso de la pri-
mera concesión, la del poder de elegir al Pontífice y disponer de
la sede apostólica. Tal vez porque hubo pocos sumos pontífices
durante los cuarenta años que duró su reinado desde la citada
concesión.
En realidad, sólo el antedicho Adriano y León III fueron
pontífices Romanos en ese periodo y estuvieron al frente de la
Iglesia Romana durante cuarenta y cuatro años y algunos me-
ses. Pero no consta en ningún sitio que el propio Carlos hubie-
ra renunciado o abdicado de tal derecho, que le correspondía
en virtud de la citada concesión.
Mas en lo concerniente a la segunda concesión, a saber, el
nombramiento de obispos, la ejerció algunas veces, según apa-
rece en su biografía, en varios lugares. En cambio, se dice que
Luis48 renunció a estos derechos que le habían correspondido.
Para avanzar más rápido en nuestro objetivo de exponer la
transferencia del Imperio, prescindimos de muchas actuacio-
nes grandiosas de Carlos.

CAPÍTULO NOVENO
A la muerte del citado Adriano, durante el reinado de Car-
lomagno, defensor de la Iglesia Romana, fue proclamado pon-
tífice Romano León III, Romano de nacimiento por parte de
su padre Astulfo. En el año 819 del Señor (1571 de la funda-
ción de Roma) apresaron a este pontífice en la fiesta de la Le-
tanía en Roma, le sacaron los ojos y le cortaron la lengua49.

48
Luis, el Piadoso (814-840), hijo y sucesor de Carlomagno. El papa Este-
ban IV lo coronó en Reims en 816, porque había sido coronado 'sólo' por su
padre. Allí el nuevo rey confirmó al Papa los territorios que éste ya regentaba,
le garantizó que el Emperador no intervendría en ellos, salvo que fuera expre-
samente
49
llamado por el Pontífice, y renunció a elegir nuevos Papas.
La fecha es errónea. Adriano I murió el 25 de diciembre de 795. La su-
bida al pontificado de León III, el lunes siguiente y por sorpresa, generó en
Roma fuerte oposición y desórdenes que duraron años. La agresión a León III
ocurrió el 25 de abril de 799, delante de la iglesia de san Esteban y san Silves-

-183—
Puesto en prisión, huyó franqueando el muro por la noche
y se refugió con los legados de Carlos, el abad Guiraldo y Vin-
giso, duque de Espoleto, en quienes tenía gran confianza.
Este pontífice, como escribe Ricardo en su crónica y cuen-
tan algunas otras historias —y puede creerlo quien quiera,
pues no se ha encontrado ningún escrito auténtico sobre tan
gran santidad de su vida50—, recuperó plenamente sus miem-
bros, es decir, los ojos y la lengua, por la gracia divina —según
dicen las crónicas— y se fue a Francia junto a Carlomagno, en
tanto que principal protector de la Iglesia. Éste lo recibió con
el debido honor, y marchó con él a Roma51, donde hizo justicia
y castigó la injuria perpetrada contra dicho pontífice y la Igle-
sia Romana.
También Admonio, que describe estos sucesos con mucho
detalle en Historia de los Francos, cuenta que, al acercarse el
rey al lugar llamado Mentana, a doce millas de Roma, el papa
León, que se le había adelantado, salió sí encuentro del rey con
una gran comitiva; lo recibió como patricio Romano, con la
máxima humildad y con todos los honores; y comió con él en
dicho lugar, si hacemos caso de lo dicho en el relato.
A continuación, el Papa marchó delante de él con su escol-
ta hasta Roma y, al día siguiente, también lo esperó en las es-
caleras de la basílica de San Pedro apóstol, además de haber
enviado a su encuentro los estandartes de la ciudad Romana y
de haber organizado y situado en los lugares adecuados una
muchedumbre, tanto de peregrinos como de vecinos, congre-
gada para aclamar con cánticos de alabanza la llegada del rey.
Él mismo, en compañía del clero y los obispos, dio la bien-
venida al rey cuando bajó de su caballo y subió las escaleras de
la iglesia. Después de pronunciar un discurso, lo introdujo en
la basílica de san Pedro, donde todos juntos cantaron salmos.

tre, cuando se dirigía a San Lorenzo in Luciría para presidir la procesión de la


Letanía mayor. Un grupo de hombres lo apalearon e intentaron sacarle los
ojos y arrancarle la lengua, sin que, por lo que se cuenta después, lo consiguie-
ran. La fiesta de la Letanía mayor consistía en una larga procesión para pedir
al cielo que protegiera los productos del campo de heladas tardías. Se celebra-
ba el día 25 de abril, el mismo día que la antigua fiesta romana de la Robigalia
narrada por Ovidio.
50
Una vez más, Marsilio no está convencido de la historia 'oficial', que
cuenta Colorína. Según muchos historiadores, la moralidad de León III no era
precisamente ejemplar.
51
En realidad, León III llegó a Roma antes que Carlomagno, que lo hizo el
24 de noviembre de 800.

—184—
Esto sucedió en el trigésimo tercer año de su reinado52. Siete
días más tarde el rey, en una asamblea convocada al efecto, re-
veló a todos para qué había venido a Roma. Y, a partir de ese
momento, puso su esfuerzo diario en realizar la tarea para la
que había ido allí.
Dado que, a pesar de las graves acusaciones lanzadas con-
tra el Sumo Pontífice, no había nadie que pudiera probarlas
conforme a la ley, el propio Sumo Pontífice, ante todo el pue-
blo y con la aquiescencia del rey, subió con el Evangelio al pul-
pito en la basílica del apóstol San Pedro y, tras invocar el nom-
bre de la Santa Trinidad, se absolvió, conforme a los cánones y
mediante juramento, de los crímenes que se le imputaban53.
Pero otras historias añaden que tres cardenales afirmaron,
con la mano sobre los santos evangelios de Dios, que todo lo
que se le incriminaba al Sumo Pontífice era falso. Esta exone-
ración fue aprobada solemnemente por todo el clero y el pue-
blo y ratificada como legítima por el príncipe.
Ese mismo día —escribe Admonio en su Historia de los Fran-
cos— llegó a Roma un abad llamado Zacarías, con otros dos
monjes, uno de la abadía del Monte de los Olivos y el otro del
monasterio de San Sabas en Oriente, enviados por el patriarca
de Jerusalén. Traían las llaves del Sepulcro del Señor y del lugar
del Calvario, así como las de la ciudad de Jerusalén, además de
un estandarte54.
Carlos los recibió afablemente, los retuvo junto a él va-
rios días con agasajos y los trató con mucha consideración;
luego, después de algunos días, los envió de vuelta a Palesti-
na, con magníficos regalos y obsequios indicativos de su re-
gia majestad.
Cuentan algunas crónicas que el rey, conmovido por esa
embajada, en respuesta a una petición del Emperador Cons-

52
53
Los hechos ocurrieron el 1 de diciembre de 800.
El papa León III subió al pulpito y pronunció el solemne juramento con
el Evangelio sobre su cabeza el 23 de diciembre, ante el Concilio reunido en
San Pedro y presidido por Carlomagno. El juramento absolutorio prestado
por el acusado era una práctica habitual en el derecho germánico, cuando no
se podía
54
aportar ninguna prueba inculpatoria evidente.
La embajada de estos dos monjes obedecía a contactos previos de Car-
lomagno con el patriarca de Jerusalén; los cristianos de Oriente clamaban al
rey Carlos que les ayudara contra el avance musulmán. El estandarte portado
por los monjes significaba que se ponían los Santos Lugares bajo su protec-
ción.

—185—
tantino VI55, cruzó el mar con un gran ejército y recuperó toda
la Tierra Santa, con el consentimiento del rey de los Persas,
que gobernaba en aquel momento Palestina y toda Siria.
La célebre fama del glorioso rey Carlos recorría ya todo
Oriente de tal modo que el rey de los Persas56, que tenía la mo-
narquía en Oriente, trataba de ganarse su benevolencia y le en-
vió preciosos regalos por medio de solemnes nuncios y legados.
El siempre victorioso rey Carlos, tras haber recuperado Tie-
rra Santa, volvió a Roma por Constantinopla y allí celebró la
solemne fiesta de Navidad con el papa León.
En ese mismo y celebradísimo día de la Navidad de Cristo,
durante la misa y antes de la confesión de San Pedro, cuando el
muy glorioso rey Carlos se alzaba tras haber orado con devoción,
el papa León, que había dispuesto antes todo lo necesario para
tan gran solemnidad, le impuso la corona imperial en la cabeza;
y todo el pueblo Romano lo aclamó al unísono: los cielos conce-
dan vida y victoria al gran y pacífico emperador Carlos Augusto,
coronado por Dios.
Todas las crónicas narran esta coronación por el papa León
y la aclamación por el pueblo con las alabanzas imperiales57.
Por otra parte, a continuación, a la manera de los antiguos prín-
cipes, fue adorado por todos sin excepción, y, abandonado el tí-
tulo de Patricio, fue llamado Emperador Augusto por todos58.
55
Marsilio menciona la petición de Constantino VI, que figura en la obra
de Martín de Polonia. Pero, en realidad, había sido destronado por su madre
en 797, tres años antes de esta expedición.
56
Es Harum al-Raschid (786-809), califa abasida de Bagdad, cuyos domi-
nios se extendían desde el actual Iraq hasta Egipto e incluían Siria y Palestina.
Carlomagno pactó y mantuvo buenas relaciones con él.
57
La coronación de Carlomagno es conocida. Pero interesa destacar la im-
portancia que Marsilio concede a la aclamación popular. En la tradición roma-
na la aclamación del Senado y el pueblo romano tenía valor constituyente
para la llegada de un nuevo Emperador y se consideraba equivalente a una
elección: la aclamación elegía e instauraba al Emperador. En el desarrollo nor-
mal del rito imperial bizantino, la coronación por el patriarca era posterior a
la aclamación, es decir, a la elección. En el relato sobre Carlomagno, el Papa
lo corona primero y la aclamación viene después. Esta inversión del rito en
Occidente quiere dar a entender que el título de Emperador lo concede el Papa
y no el pueblo.
58
Este rito de adoración al modo bizantino incluía ser adorado por todos,
incluso por el Papa, según los Aúnales royales. Es la última vez que se practicó
en una coronación imperial en Occidente. Hay que constatar que se hizo lla-
mar «Emperador Augusto», no Emperador Romano. Quizá porque tenía en
cuenta las dificultades que esta coronación produciría en sus relaciones con
Bizancio, donde muchos la vieron como una usurpación. Es cierto que este
acontecimiento está en el fondo del posterior cisma.

—186—
Carlomagno rigió el Imperio Romano durante catorce
años, y también llevaba reinando ya en Francia y Alemania du-
rante treinta y tres años, a lo largo de los cuales lo encontra-
mos designado sólo como rey y patricio. Pero, desde el año tri-
gésimo tercero, después de su coronación imperial, todos los
anales, todos los relatos de sus gestas y todas las crónicas sin
excepción, lo denominan el Emperador Augusto cuando se re-
fieren a él.
Con qué validez, con qué legitimidad o con qué consisten-
cia se realizó entonces la transferencia del Imperio, queda cla-
ro en el último capítulo59de nuestro Defensor de la paz y puede
ser evidente para todos . Esta transferencia del Imperio de los
Griegos a los Francos se mantuvo entre los Francos durante
siete generaciones, es decir, el reinado de siete emperadores,
más de ciento tres años.

CAPÍTULO DÉCIMO
El emperador Arnulfo, último vastago de Carlomagno, que
era afeminado y cobarde, estuvo negligente y huidizo frente al
tirano Berengario60, que en aquel tiempo combatía en Italia a
la Iglesia Romana, y frente a otros que la hostigaban en mu-
chas partes; o incluso era él mismo el que perseguía entonces
a la Iglesia de Roma, como escriben Martín de Polonia y Tu-
sencio.
La estirpe de Carlomagno se extinguió por completo en el
Imperio, cuando el hijo del tal Arnulfo, antes de haber sido
consagrado Emperador, fue derrotado por Berengario, el cita-
do tirano de Italia y mutilado cerca de Verona. Berengario co-
menzó a reinar en Italia y la Iglesia Romana, golpeada dura-
mente por las persecuciones, a tambalearse; ya fuera porque
ese tirano la acosaba, o porque Juan, hijo de Alberico, que es-
taba a la cabeza de la Iglesia, no era un verdadero pastor sino
59
No se refiere al último capítulo de toda la obra (DP 111,111), sino al últi-
mo de la 11.a Parte, en el que queda claro que sólo el legislador o el pueblo pue-
de transferir el Imperio (DP II,XXX).
60
Astulfo, hijo bastardo de Carlomagno, fue rey de Germania y, luego, co-
ronado Emperador en 896. Berengario, marqués de Friuli y emparentado con
Carlomagno como nieto de Luis el Piadoso, fue rey de Italia (888-924) y llegó
a ser Emperador carolingio (915-924). Contó con el apoyo del papa Juan X
para mantener la hegemonía en Italia, pero fue derrotado por Rodolfo II, rey
de Borgoña, y asesinado.

—187—
más bien un mercenario61, según relata Sicardo, obispo de
Cremona y gran historiador. Por ello, en el año 950 del naci-
miento de Cristo, los cardenales se pusieron de acuerdo para
escribir al duque de Sajonia62, hombre de gran poder que rei-
naba en toda Alemania. Era también un hombre religioso, de
confesión católica, de criterio prudente, justo al juzgar, leal a
sus obligaciones, valiente en la guerra, admirable por la hones-
tidad de todas sus costumbres y, además, dedicado con total
veneración a la Iglesia de Dios.
Por tanto, los cardenales pidieron auxilio a este príncipe,
para que protegiera y ayudara a la Iglesia Romana, que se tam-
baleaba ante los embates que la golpeaban de múltiples mane-
ras. Él preparó un gran ejército, pasó a Italia a luchar contra el
susodicho Berengario y, después de derrotar a éste y a su ejér-
cito, lo mató63.
Poco después, se dirigió a Roma, reunió un concilio de car-
denales e, informado por el mismo concilio de que este Papa
era incorregible, le instó a que renunciara voluntariamente al
Papado; pero, como se resistía a hacerlo, lo encerró por64la fuer-
za en el castillo de Sant Angelo y le obligó a renunciar .
Y entonces fue nombrado pastor de la Iglesia Romana
León VIII65, el cual, ganado por la beneficiosa contribución de
Odón a la Iglesia Romana —ya fuera por contraste con Beren-
gario que la perseguía, o por la reforma de la Iglesia que hizo,
como se acaba de decir—, concedió a Odón los mismos privi-
61
El papa Juan XII (955-963) era hijo de Alberico II, duque de Espoleto.
Éste consiguió en 951 detener y obligar a regresar a Alemania a Odón I quien,
después de vencer a Berengario y conquistar Lombardía, pretendía apoderar-
se de Roma. Alberico de Espoleto, amo absoluto de Roma y de los Estados de
la Iglesia, se daba cuenta, sin embargo, de los derechos del Papa y pensó que
quien le sucediera a él, en lugar de reinar con el Papa, debería convertirse él
mismo en Papa. Por ello, antes de morir (954), hizo jurar al papa Agapito y a
los romanos que el nuevo Papa sería su propio hijo y heredero, Octaviano; el
cual accedió al pontificado al año siguiente, con dieciocho años y el nombre de
Juan XII, llevó una vida libertina y murió a los veintisiete años.
62
Odón I, rey de Alemania desde 936. Su nombre figura en algunos ma-
nuscritos.
63
Odón I derrotó de nuevo a Berengario en otoño de 961 (lo había hecho
ya diez años antes), lo mató y se convirtió en rey de Lombardía. Fue coronado
Emperador en 962.
64
Los hechos ocurrieron más tarde, a fines de 963, cuando Odón I tuvo
que volver a Roma, porque los partidarios de Juan XII, ya destituido, no acep-
taban a su sucesor, León VIEI.
65
León VIII fue elegido Papa en un concilio, en noviembre de 963, en pre-
sencia y con el consentimiento de Odón. Su Papado duró hasta 965.

—188—
legios que Adriano había otorgado a Carlomagno; hecho esto,
convocó un sínodo y reunidos el clero y el pueblo lo instituye-
ron además Emperador, sin elección previa66; la elección se es-
tablecería cuarenta años más tarde. De este modo se transfirió
el Imperio de los Francos o Galos a los Germanos.
De este modo Odón I obtuvo el Imperio de manera pacífi-
ca, en razón de esta decisión. También tuvieron el Imperio, por
orden sucesivo y sin objeción, su hijo y su nieto67.

CAPÍTULO UNDÉCIMO
Después de estos acontecimientos, en tiempos de Odón III
que murió sin dejar hijos, asumió el sumo pontificado Grego-
rio V, de origen teutónico y emparentado con Odón68.
En tiempos de este pontífice se instituyeron los electores
del Emperador, es decir, los siete príncipes de Alemania, cua-
tro laicos y tres clérigos o prelados, como escribe Martín.
Puesto que los tres Odón antes mencionados obtuvieron el
Imperio sucesivamente, casi como por derecho hereditario, se
decidió previsora y oportunamente, por el bienestar de la Igle-
sia de Dios y del pueblo cristiano, que un poder tan excelso,
que debería ser fruto de la virtud y no de la sangre, no se alcan-
zara por vía de sucesión, sino por elección, para que el más
digno se hiciera cargo del honor de gobernar el Imperio69.
Por ello, se estableció que los siete proceres oficiales del Im-
perio eligieran al Rey Romano, que sería coronado con la diade-
ma imperial por el Romano pontífice. Éstos son, como ya se ha
dicho, tres prelados, que eran y son cancilleres del Emperador:
el arzobispo de Colonia, que es canciller de Italia, el arzobispo
de Tréveris, que es canciller de Francia, y el arzobispo de Ma-

66
En realidad, Odón había sido consagrado Emperador por el papa Juan
XII el 2 de febrero del año 962. Pero es cierto que, más tarde, el clero y el pue-
blo romano, que se habían enfrentado a ese Papa, abrieron las puertas a Odón
y se comprometieron a no elegir nuevo Papa sin el consentimiento del Empe-
rador, lo que sucedió como se dice en la nota anterior.
67
Estos emperadores fueron Odón II (973-983) y Odón III (983-1002).
68
Gregorio V (996-999), nada más ser elegido, el 21 de marzo de 996, co-
ronó Emperador a su primo Odón III. Murió envenenado.
69
Marsilio dedica un capítulo entero de El defensor de la paz a argumentar
su preferencia por la monarquía en la que cada vez se elige al nuevo rey, fren-
te a la monarquía hereditaria (DP I,XV). También defiende, en concreto, el sis-
tema electivo del Emperador (DP II,XXVI).

—189—
guncia, que es canciller de Alemania; y cuatro barones, que ser-
vían y sirven al emperador Romano: el marqués de Brandem-
burgo, el duque de Sajorna, el duque de Baviera y el rey de Bo-
hemia. De ahí estos versos:
De Maguncia, de Tréveris, de Colonia,
cada uno de ellos es canciller del Imperio.
El Palatino es escudero; el duque porta la espada.
El marqués es camarero; y el de Bohemia, copero.
Juntos, establecen al supremo Señor por los siglos70.
Esta resolución se tomó en el año 1004, como publican con
claridad las gestas de los Germanos.

CAPÍTULO DUODÉCIMO
De todo lo dicho, aparece claro, por tanto, que la transferen-
cia del Imperio, de los Griegos a los Francos, se decidió en tiem-
pos del rey Pipino y del papa Romano Esteban, en las circunstan-
cias descritas antes71; que Carlomagno fue proclamado protector
de la Iglesia Romana, elector del Romano pontífice y patricio de
la ciudad de Roma en tiempos de Adriano I; que Carlomagno se
convirtió en Emperador Romano en tiempos del tantas veces
mencionado León DI; y que también durante el pontificado de
éste se efectuó realmente la72
transferencia del Imperio de los prín-
cipes Griegos a los Francos .
Por último, con el paso del tiempo y a la vuelta de muchos
años, es decir, en tiempos del papa Romano León VIII, se rea-
lizó la transferencia de los príncipes Francos o Galos a los Ger-
manos.
Más tarde, en la época de Gregorio V, se concedió la elec-
ción del Emperador Romano a los citados siete príncipes de
Alemania; los cuales, hasta los tiempos actuales, eligen al Em-
perador, que ha de ser coronado por el obispo Romano para
dar solemnidad, pero no porque sea en modo alguno necesa-
rio. Por tanto, así se transfirió el Imperio Romano a los Teutó-
nicos o Germanos.

70
«Maguntinensis, Treverensis, Coloniensis, / Quilibet Imperii sit cancella-
rius horum. / Est Pálatinus dapifer, dux portitor ensis, / Marchio praepositus ca-
merae, pincerna Bohemus. / Hii statuunt Dominum cundís per saecula sum-
mum.»
71
Véase capítulos VI y VIL
72
Véase capítulos VIII y IX.

—190—
Por consiguiente, todo lo que antecede fue ciertamente em-
prendido por los obispos Romanos y cumplido con su asenti-
miento. Qué validez tenía, o tiene en la actualidad, se muestra
en nuestro Defensor de la paz, capítulos XII y XIII de la Prime-
ra Parte y último de la Segunda Parte, para quien lo examine
racionalmente.
Aquí termina el tratado sobre la transferencia del Imperio.

—191—
This page intentionally left blank
índice de nombres propios1 mencionados
por Marsilio

Se enumeran las siglas de la obra, el capítulo y el parágra-


fo. Entre paréntesis figura el número de menciones si en ese
apartado hay más de una)

Admonio de Fleury TI I; VI (2); VII; IX


Adriano I, Papa TI preámbulo; VII (6); X; XII
África 77IV
Agarenos TI IV
Agustín, san DM V,6,9,10,14,18; X,2 (2);
XI,1;XVI,2,3
Alanos 77IV
Alberico II 77X
Alejandro DMX,2
Alejandro Magno 77IV
Alemania 77 preámbulo; VI; VIH; IX; X;
XI; XII
Ambrosio, san DM 11,6,7; 111,2; XIII,4,9
Amonitas 77IV
Anacleto II, Papa TI II
Apulia 77V
Árabes TI preámbulo; III; IV
Arabia 77IV(3)
Aristóteles DM XIIIJ
Arnulfo, Emperador 77 X (2)
Amaños 77III
Astulfo, rey de los Lombardos TI preámbulo; VII (5)
Astulfo, padre de León III 77IX
Augusto Octavio, emperador 77II

1
No se incluyen aquí los nombres de los evangelistas y otros autores bíblicos
citados en El defensor menor y ya recogidos en su correspondiente índice,
págs. 161-164

—193—
Baviera TI XI
Benevento TI VIII
Berengario TI X (5)
Bernardo de Claraval DM XIII,9
Bizancio 77II; V
Bohemia 77 X (2)
Bolonia 77 VII
Bonifacio, arzobispo de Rheims TI VI
Brandemburgo 77 XI
Calcedonia DM XII,4
Caldeos 77 preámbulo; III; IV
Calvario 77 DC
Carlomagno, emperador Carlos 77 preámbulo; VI; VIII (8);
IX (9); X (3); XII (2)
Carlos Martel 77 VI
Cáucaso TI IV
César, Julio TI I; II (2)
Childerico III, rey de los Francos TI VI (4)
Cleto, Papa 77II
Colonia 77X1
Constantino I, Emperador DM H,7; XH,4; XV,8; TI U (2);
V(2)
Constantino V, Emperador 77 V
Constantino VI, Emperador 77 V; IX
Constantino II, Papa 77 VIII
Corán TI IX (2)
Corinto DM111,1
Cornelio, Papa 77II
Creta DM IV,2
Crisóstomo, san Juan DM E,6; V,9,10; X,2; XIH,9 (4)

Desiderio, rey de los Lombardos 77 VIII (3)


Dionisio, Papa 77II
Ebionitas 77III
Éfeso JDMXII,4
Egipto 77IV
Emilia 77 VIII
Eneas TI I (2)
España 77IV;V
Espoleto 77 VIII; EX

—194—
Esteban II, Papa TI V (3); VII (3); VIII; XII
Esteban III, Papa 77 VIII
Eusebio de Cesárea Till
Eutiques TI TV
Eutiquianos TI III
Exarcado TI Vil
Francia TI VI (2); VE (2); VIII (2); XI
Francos TI preámbulo (5); I (2); IV; V
(5); VI (6); VQ (4), IX (3);
XII (4)
Galos TI preámbulo; I (2); X; XII
Germanos TI preámbulo; I; X; XI; XE (2)
Godos DM 11,7
Grecia DM XII,4; TI V (2)
Griegos DM XII,4 (4);
TI preámbulo (2); I (2);
m (2); IV; V (3);
VI; VII (3); EK; XII (2)
Gregorio HI, Papa 77 V (2)
Gregorio V, Papa TI XI; XII
Guiraldo, abad 77IX

Heraclio I, Emperador TI III (3); IV (3); V


Himeneo DMX,2
Hugo de San Víctor DM XIII.9
Ismael 77IV
Ismaelitas 77IV
Isidoro de Sevilla 77IV
Israel DM XHI,8; XIV,4
Italia TI preámbulo; I; U; V; VH (2);
X (4); XI
Italianos 77VUI

Jacobitas TI III
Jadicha, esposa de Mahoma 77IV
Jeroboán 77 m
Jerónimo, san 77IV
Jerusalén DM m,5; Vn,4; XI,3; XU.,3; TI
K(2)
Job DM 11,2

—195—
Jorasán TI TV
Juan XII, Papa TIX
Judas Macabeo DMX1I,3
Judea TI TV
Judíos DM X,2; XII,3;
77IV
Landolfo Colonna 771
Latinos DM XII,4;
TI III (2); IV
León III, Emperador 77 V (5)
León III, Papa 77 V; VII; VIII; IX (5); XII
León VIII, Papa 77X
Letanía, fiesta de la 77 EX
Liguria 77 VIII
Lombardía 77 VII
Lombardos 77 preámbulo; VII (4)
Luis I, Emperador 77 VIII

Maguncia 77X1(2)
Mahoma 77111(4); IV (5)
Marcelino, Papa TI II (2)
Martina 77IV
Martín de Polonia 771II; IV; X; XI
Mentana 77 EX
Moabitas 77IV
Moisés 77III
Monte de los Olivos 77IX

Nabaoth 77IV
Nabatea TI IV
Nabateanos 77IV
Nestorianos 77111(2)
Nicea, concilio de £>MXII,4
Novaciano 77II

Odón I, Emperador 77 X (3); XI (2)


Odón III, Emperador 77X1(2)
Palestina 77 EX (2)
Pablo I, Papa 77 VIII
Pavía 77 VIII (3)

—196—
Pedro, cardenal TI VIH
Pedro Lombardo, Maestro
de las Sentencias DM 1,1; IV,3 (3); V,6,9; X,l,2
(3); XII,4
Pedro, san DMI;V,5;X,2;XI,1,3(9);
11,2; Xm,8; XV,3;
TI EX
Pentápolis TI Vil
Persas TI preámbulo; III (4); DC (2)
Pipino, rey de los Francos TI preámbulo (2); V; VI (4);
II (2); XII
Próspero DMX,2
Rheims TI VI
Ricardo de Cluny TI ni; IV (2); EX
Romania TI Vil
Rómulo Til
Sajonia TIX; XI
Sant Angelo, castillo TIX
San Medardo, monasterio TI VI
San Pedro Apóstol, basñica TI IX(3)
San Sabas, monasterio TI IX
Sarracenos TI m (2); IV (2)
Sergio TI III
Sicardo de Cremona TIX
Soissons TIVL
Silvestre I, Papa TI U (3)
Siria 77IV;IX
Teodoro 77 VIII
Tréveris 77X1(2)
Troya 771
Tuscenio 77 X
Urales, Montes 77IV
Verona 77 X
Via Lata 77 VIII
Vingiso, Duque de Espoleto 77IX
Zacarías, Abad 77 LX
Zacarías, Papa 77 preámbulo; VI (3); VII

—197—

También podría gustarte