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S E R I E HUMANIDADES

DIEGO DE AVEMMÑO ( 1 5 9 4 - 1 6 9 8 )
Ángel Muñoz García

Diego de Avendaño
(1594-1698)
Filosofía, moralidad, derecho y
política en el Perú colonial

FONDO EDITORIAL
UNIVERSIDAD NACIONAL
MAYOR DE SAN MARCOS
ISBN: 9972-46-223-1
Hecho el Depósito Legal: 1501012003-4134

(B Ángel Muñoz García


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Lima, septiembre de 2003

La universidad es ¡o que publica

EDITOR GENERAL
J o s é Carlos Bailón Vargas
RESPONSABLE DE EDICIÓN
Odin Del Pozo Omiste
DlAGRAMACIÓN DE INTERIORES

Gino Becerra Flores


CORRECCIÓN DE PRUEBAS
Marco Antonio Pinedo Salazar
IMPRESIÓN
Centro de Producción
Editorial e Imprenta UNMSM

Queda prohibida la reproducción total o parcial


de este libro sin permiso escrito del editor.
A la colectividad filosófica del Perú en las personas de la
Dra. María Luisa Rivara de Tuesta, la entrañable dama limeña que,
sobre todo y a pesar de todo, no dudó en brindarme su amistad;
al Dr. Francisco Miró Quesada Cantuarias, propulsor
incansable del "ser nacional" peruano; al Mg. ¡osé Carlos Bailón,
incansable también en el rescate del pensamiento peruano;
al Dr. Rcynaldo Rodríguez Apolinario, pionero peruano en los
estudios sobre el Thesaurus Indicus.
Con admiración y aprecio.
Contenido

Introducción/José Carlos Bailón 11

Prólogo 27

Diego de A v e n d a ñ o . E l hombre 29
Vida 29
Personalidad 43
Obra 46
Algunos testimonios sobre el Thesaurus 50

Probabilismo y otros "ismos" 63


Casuismo 68
¿Una excepción? 71

E l Imperio 77
Precedentes 78
L a conquista por las dos espadas 89
E l Imperio y los indios bárbaros 106
¿Nuevo Mundo o Nuevo Imperio? 120

L a picaresca limeña 129


Vino y mujeres 142
Los Ministros de Justicia 159
Cualidades 163
Obligaciones: "No aceptar dádivas ni presentes" 173
Asiduidad en el trabajo 178
La contraparte: los honorarios del oidor 182
"De cómo no se debían casar los oidores" 187
Alcaldes del Crimen y fiscales 196

Bibliografía citada 203


I ntroducci ón

EL IN ICIO DE UN A A CTIVIDA D FILOSÓFICA SISTEM Á TICA EN EL PERÚ puede


situarse a comienzos del siglo XVII, en el llamado “ período de es-
tabilización colonial” . Ello se verificaría con la abundante produc-
ción textual registrada en dicho lapso en torno de tópicos clásicos
de la filosofía y en la actividad crítica que tal bibliografía provocó
sobre un conjunto de categorías conceptuales, sensibilidades éti-
cas, estéticas y políticas históricamente heredadas de las tradicio-
nes culturales y formas de vida prehispánicas y europeas. Tam-
bién se evidencia en la formación de comunidades académicas,
cuyos interlocutores desarrollaron prolongadas disputas discur-
sivas alrededor de dichos tópicos.
El establecimiento de esta comunidad filosófica y el registro
público de sus disputas fue considerado necesario y decisivo por
sus propios autores para la configuración simbólica de nuestras
formas de convivencia social. El debate filosófico fue posible por-
que los contendientes apelaron a argumentos y evidencias consi-
derados válidos por todos los interlocutores, esto es, suponía la
existencia de una suerte de espacio público común.

Ori gi nal i dad e i mportanci a

Lo paradójico de tal circunstancia parece residir en el hecho de


que nuestros pensadores virreinales se encontraban en medio de
una comunidad multicultural que carecía de un código común en-

[11] 11
tre sus diversas comunidades de hablantes que hiciera viable una
comunicación intercultural. M ás aún, sus discursos se publicaron
en un contexto político de dominación colonial profundamente je-
rárquico y obviamente adverso a la emergencia de un espacio pú-
blico que pudiera fortalecer la autonomía de tales comunidades
respecto de la metrópoli.
La construcción de dicho código y de un espacio público au-
tónomo fue, sin embargo, la tarea que se propuso la élite filosófica
local. La lectura de los numerosos textos escritos por nuestros pen-
sadores constituye una masiva refutación de aquel viejo prejuicio
de origen decimonónico. Este prejuicio afirma que el desarrollo de
la filosofía en el Perú colonial fue un mero acto formal de recep-
ción pasiva de la tradición escolástica medieval europea y una re-
petición rutinaria de discursos ajenos, carentes de la mínima ori-
ginalidad intelectual y de poca relevancia para la constitución de
nuestra vida nacional.
Gracias a la invalorable labor de rescate, traducción y análisis
que vienen realizando en las últimas décadas estudiosos del pen-
samiento colonial iberoamericano como Á ngel M uñoz García, hoy
es posible sostener, con un formidable apoyo bibliográfico, la hi-
pótesis de que el origen de la reflexión filosófica en el Perú no fue
el resultado de una mera imposición externa sino un producto ge-
nuino de la reflexión crítica e independiente de nuestros pensa-
dores locales, empeñados en encontrar categorías y sensibilidades
capaces de funcionar como patrones de entendimiento colectivo
en un conglomerado de comunidades con formas de vida suma-
mente heterogéneas. En ello reside la originalidad e importancia
de la reflexión filosófica desarrollada en nuestro mundo colonial
a lo largo de los siglos XVII y XVIII.
Una lectura descontextualizada de tal producción intelectual
puede perderse en los aspectos exclusivamente retóricos y consi-
derarla como un eco tardío de la tradición filosófica medieval eu-
ropea (quizá por el tono confesional y epidíctico de sus discur-
sos). Por otro lado, el tortuoso estilo barroco de su construcción
discursiva y el aparente uso ecléctico de sus contenidos doctrinales
puede ser interpretado como una recepción académicamente me-

12
diocre de los debates clásicos y medievales. En realidad, tales lec-
turas pierden de vista la originalidad con la que dichos pensado-
res trataron de elucidar la inaplicabilidad de ciertas categorías y
sensibilidades heredadas del viejo mundo europeo o prehispánico
a las formas de convivencia intercultural emergidas con la esta-
bilización del régimen colonial, así como la necesidad de refor-
mularlas incluso a costa de su consistencia doctrinal.
Se trata de un largo proceso de elaboración cultural en el que
nuestra élite filosófica fue construyendo el código articulador de di-
versos discursos socializados. Su aparente eclecticismo marca en
realidad un creciente distanciamiento intelectual con respecto a
las metrópolis coloniales. Sospecho que si se obvia el estudio de este
proceso es imposible entender las posteriores transformaciones que
se operaron en los imaginarios colectivos que unificaron nuestra
heterogénea comunidad nacional, para orientarla al separatismo que
dio origen a la joven república independiente peruana.
El rescate, publicación y análisis de muchos de estos textos de
nuestra filosofía colonial tiene una importancia vital para enten-
der “ nuestra historia acontecida” (H eidegger dixit ), vale decir,
nuestra experiencia histórica en la construcción de pensamientos
y sensibilidades colectivos, la cual puede dar nuevas luces sobre
la biografía intelectual de nuestra comunidad y revalorar aquellas
estrategias con las que fuimos construyendo de manera tortuosa
las formas de convivencia de una inédita comunidad culturalmente
heterogénea.

D i ego de A vendaño

El sacerdote jesuita Diego de A vendaño (1594-1688) es una fi-


gura clave en el desarrollo filosófico del pensamiento peruano. Es-
tudió Filosofía en Sevilla y Teología en Lima. La obra fundamen-
tal de A vendaño se titula Thesaurus Indicus y está compuesta de
seis tomos. La parte central de la obra parece estar ubicada en los
dos primeros tomos, que fueron publicados en A mberes en 1668.
Posteriormente se imprimieron también en Amberes los otros cua-
tro volúmenes de un Actuarium Indicum (1675, 1676, 1678 y 1686

13
respectivamente) que completan la obra total. Su redacción le lle-
vó casi siete años.
Desde que fuera redactado y publicado en latín en el siglo XVII,
el texto nunca fue reeditado ni mucho menos traducido al espa-
ñol, a pesar de que la importancia ética, jurídica, política y filosó-
fica de tan monumental obra fue destacada por todos los estudio-
sos e historiadores del pensamiento colonial hispanoamericano.
M aría Luisa Rivara de Tuesta lo caracterizó como “ un clásico del
pensamiento ético hispanoamericano” y el español Francisco Guil
Blanes lo describió como “ la más representativa figura del pensa-
miento filosófico del Perú del siglo XVII” .
La importancia de Avendaño —y del probabilismo— en el Perú
ha sido directamente confirmada en archivos del siglo XVIII por
la tesis de bachiller del historiador M anuel Burga (UNM SM , 1969),
en la que investigó nueve inventarios de bibliotecas jesuitas reali-
zados en el momento de su expulsión del virreinato peruano (1767)
en los colegios jesuitas de Lima (noviciado), Arequipa, Trujillo, Ica,
H uamanga, H uancavelica, Potosí, La Paz y Cochabamba, un si-
glo después de la publicación del Thesaurus. El registro da cuenta
de la existencia de un total de 82 ejemplares de las obras de
A vendaño, que lo coloca entre los 38 autores encontrados con más
frecuencia en dichas bibliotecas (entre Platón, A ristóteles, Santo
Tomás, San A gustín y Suárez). Y de estos 38 primeros, Burga re-
gistra por lo menos siete que son conocidos probabilistas (Diana,
Sánchez, Escobar, Vásquez, Castro Palao, Caramuel y A vendaño).
Si se tiene en cuenta que los colegios jesuitas prácticamente mo-
nopolizaban la educación de la élite colonial peruana (incluida la
de la aristocracia andina), tal registro nos proporciona una prue-
ba importantísima de la verdadera magnitud de la influencia de
Avendaño y del probabilismo en nuestro medio.
No obstante, en los trescientos quince años posteriores a la pu-
blicación del último tomo del Thesaurus, nadie emprendió la tra-
ducción y publicación de esta colosal obra hasta que el año 2001
la Universidad de N avarra publicó la traducción del primer volu-
men (511 pp.) realizada por Á ngel M uñoz García. Esta edición,

14
precedida de un extenso estudio introductorio de 157 páginas a
cargo de M uñoz García, contiene una acuciosa bibliografía prima-
ria y secundaria e infinidad de notas y referencias aclaratorias
a pie de página. A parte de ésta, su obra magna, A vendaño escri-
bió también otras, entre las que destaca su Problemata Theológica
(Amberes, 1668).
Su labor intelectual propició un extenso y apasionado debate
público —que se extendió a lo largo de los siglos XVII, XVIII y co-
mienzos del XIX— en torno a dos problemas asociados a la Filo-
sofía M oral y la Filosofía Política respectivamente, a saber: el de-
bate sobre el probabilismo y la reflexión sobre el Estado Teocrático.
A mbos debates no sólo originaron una masiva producción inte-
lectual en dicho período, sino también desembocaron en verdade-
ros escándalos públicos de orden religioso (justificaron por ejem-
plo, la condena del probabilismo por el VI Concilio Limense en
1772, bajo la acusación de “ laxismo” moral) y también de orden
político (por ejemplo, justificaron la expulsión de los jesuitas por
la Corona, acusándolos de cuestionar la autoridad del rey y ava-
lar el “ regicidio” ).
A diferencia de Inglaterra y Holanda —donde la reforma reli-
giosa había desatado los nudos que aprisionaban el nacimiento de
una moralidad burguesa igualitaria e individualista de la cual
emergía la moderna sociedad civil—, en España imperaba el poder
inquisitorial del rigorismo moral del catolicismo, limitando la mo-
dernización estatal emprendida por el despotismo ilustrado al ám-
bito exclusivamente jurídico del Estado, esfera crecientemente inca-
paz de liberar a las sociedades instauradas en el nuevo mundo de
las relaciones intersubjetivas jerárquicas y estamentales que impe-
dían la modernización del imperio hispánico y sus colonias con la
pretendida reforma regalista-borbónica que emprendiera Carlos III.
Los ensayos de M uñoz García sobre el pensamiento de A ven-
daño muestran toda la riqueza intelectual y política del debate
filosófico iniciado en el Perú del siglo XVII. Si bien el pensamiento
de A vendaño puede encuadrarse en términos generales dentro
de la corriente de renovación suareciana llevada adelante por los

15
jesuitas con respecto a la tradición escolástica, A vendaño condu-
ce de manera independiente, y sin citar demasiado a Suárez, una
aplicación radical del “ probabilismo a las teorías estrictamente
tomistas” (Th. Int., p. 15).

Los probabi l i smos

El debate propiamente peruano en torno al probabilismo parece


originarse alrededor de un problema local: la legitimidad del tra-
bajo obligatorio de los indios en las minas. A vendaño hace múlti-
ples referencias en su obra a las diferentes Cédulas Reales que en
ocasiones lo prohibían, en otras lo permitían e incluso lo ordena-
ban, aunque con las debidas cauciones de salario, horario y trato
adecuado. Pero es en su Thesaurus Indicus (Tit. I, N .º 113) donde
A vendaño —al oponerse al trabajo obligatorio de los indios en las
minas— hace una declaración abierta de su adhesión al proba-
bilismo. ¿En qué consiste dicho sistema?, ¿cuál era su relevancia
en nuestro medio? y ¿por qué fue una fuente de escándalo?
Una primera dificultad para responder estas preguntas pro-
viene de la bibliografía disponible en nuestro medio. Desde los ya
clásicos y notables trabajos de Pablo M acera y del padre Rubén
Vargas Ugarte sobre el tema, hasta la reciente y valiosísima tesis
doctoral del padre José A ntonio Jacinto Fiestas, los enfoques han
sido básicamente de carácter historiográfico (centrados en torno
de los acontecimientos políticos y religiosos del VI Concilio
Limense de 1772, ocurridos más de un siglo después de la obra de
A vendaño de 1668) y no se han enfocado en la textualidad pro-
piamente filosófica en la que dicho debate maduró al interior de
la comunidad académica peruana, pues ellos se limitan básica-
mente a mencionar los antecedentes europeos de tal debate.
Pensamos que la traducción del Thesaurus por M uñoz García,
así como sus ensayos sobre A vendaño reunidos en el presente vo-
lumen, comienzan a llenar este vacío en la medida en que nos
muestran la prolongada historia que el debate sobre el proba-
bilismo tuvo en el Perú, proceso que explica de manera plausible

16
el carácter conclusivo y virulento que adquirió la condena del
probabilismo por el VI Concilio Limense, más allá de las circuns-
tanciales maniobras de la Corona y el virrey contra los jesuitas.
Una segunda dificultad para entender la relevancia de este de-
bate reside en la complejidad del mismo probabilismo. N o es un
sistema ni histórica ni teóricamente único. En el propio debate pe-
ruano se muestra el entrecruzamiento de diversos entendimientos
de dicha doctrina. Se podría hablar de un “ primer probabilismo” ,
surgido en los últimos períodos de la A cademia Griega, donde se
muestra como una doctrina teorética que gira alrededor de proble-
mas gnoseológicos referidos a la estructura lógica de los juicios
apodícticos. El probabilismo se presenta como una “ opción inter-
media” entre dogmatismo y escepticismo. Sostiene la imposibili-
dad de una certeza absoluta del conocimiento basado en una con-
veniencia análoga entre sujeto y predicado. Pero la imposibilidad
de una certeza absoluta no implica necesariamente el escepticis-
mo, sino sólo un conocimiento aproximado y, en tal medida, una
suerte de aproximación probabilística.
El “ segundo probabilismo” emerge en el siglo XVI y es de na-
turaleza completamente distinta. No pertenece al campo de la filo-
sofía teórica sino al de la filosofía práctica. N o se refiere al grado
de certeza (adecuatio) de los juicios teóricos sino a la rectitud (con-
veniencia intrínseca o extrínseca) de los juicios sobre la acción mo-
ral, jurídica o política. Su justificación no remite pues a una expli-
cación científica por causas (cognitio certa per causas) sino a una ex-
plicación por motivos. Esto es, no trata de elucidar el nexo lógico
entre sujeto y predicado de un juicio, sino de establecer la existen-
cia de motivos o intenciones contextuales para negar o afirmar el
predicado de un sujeto. N o puede entonces haber ciencia —cono-
cimiento cierto o certeza— de la moralidad de un acto. La moral no
se puede fundamentar en la obligatoriedad de la ley, lex dubia non
obligat , ya que los juicios morales no constituyen juicios apodícticos
que impliquen certeza. “ Faltando la certeza, sólo hay opinión” (Th.
Int., p. 38). En pocas palabras, traslada el problema de la esfera
teorética-demostrativa al ámbito de la opinión práctica.

17
Contra el f undamental i smo

A l trasladar los juicios morales al terreno de las opiniones, el


probabilismo tomó distancia del fundamentalismo o rigorismo
moral, jurídico o político, desterrando de la Ética los imperativos
categóricos, entendidos como enunciados cuya certeza es indepen-
diente de las circunstancias. Pero también tomó distancia del
laxismo moral, para el que todas las opiniones son igualmente pro-
bables, al distinguir dos clases de motivos: los intrínsecos (aque-
llos que convienen a la naturaleza de las cosas) y los extrínsecos
(aquellos que apelan a la autoridad). En consecuencia, hay opi-
niones más probables que otras en función de la extensión de su
conveniencia.
La distinción en la que se apoya el probabilismo no es cierta-
mente nueva; es de origen aristotélico, aun cuando en el estagirita
la distinción entre las disciplinas teóricas y las prácticas no pare-
ce tan fuerte, quedando una suerte de espacio intermedio para una
Ética teórica, aunque su relación con los juicios prácticos morales
no es directa sino que resulta siempre atenuada o mediada por la
experiencia y la prudencia que fluye de ella.
Pero en la versión tomista de la ética aristotélica, debido al pa-
pel determinante que adquirió la Teología como ciencia —consi-
derada reina de las ciencias— se redujo progresivamente la dis-
tancia original, para aproximarla al fundamentalismo moral. Esto
es, el tomismo supone en alguna medida un fundamento teórico
(ético) de la conducta moral y, en última instancia, la certeza y obli-
gatoriedad de sus preceptos o leyes. El probabilismo traslada gran
parte de los juicios morales a la esfera de la opinión y, por tanto,
no los sujeta a la certeza de la ley moral sino a los motivos con-
textuales probables que originan las circunstancias del acto mo-
ral. La disputa posiblemente estalló con los problemas originados
por la reforma protestante y la evangelización del N uevo M undo,
en la forma de una confrontación entre tres grandes bloques:
tuciorismo o rigorismo, laxismo y probabilismo, con innumerables
y complicadas variantes al interior de cada una de dichas corrien-
tes doctrinales (probabiliorismo, equiprobabilismo, etc.).

18
El probabilismo asume una posición intermedia: no cuestiona
la teología tomista pero, partiendo de ella, vuelve a enfatizar la
vieja distinción aristotélica que atenúa la incidencia directa de los
fundamentos teóricos en los juicios morales, o por lo menos su in-
cidencia directa en toda una región de los juicios morales en los
que la duda sobre la moralidad de la acción, esto es, la duda so-
bre una decisión moral no cae dentro de la figura de una disyun-
tiva sino más bien tiene la forma de un dilema en el que no cabe la
certeza.

Consecuenci as moral es

El asunto verdaderamente importante aquí parece ser el traslado


de los juicios morales desde el terreno teórico (explicación por cau-
sas y leyes) al terreno de la opinión (explicación por motivos y cir-
cunstancias), lo que convierte los asuntos morales, jurídicos o po-
líticos (o al menos una gran parte de ellos) en problemas de inten-
ci onal i dad pragmáti ca y de comuni caci ón o entendi mi ento
intersubjetivo.
Fue posiblemente este aspecto del probabilismo el que lo hizo
sumamente atractivo entre las comunidades interculturales que
surgieron en A mérica —carentes de un código común— para re-
gular su entendimiento intersubjetivo. También resultó particular-
mente interesante para aquellas órdenes religiosas, como la de los
jesuitas, que desde fines del siglo XVI —como lo muestra el padre
A costa en De procuranda indorum salute— desarrollaron toda una
estrategia comunicativa interlingüística para la evangelización de
los indios conocida como “ lingüística misionera” , en medio del
proceso inquisitorial denominado “ extirpación de la idolatría” .
No obstante, el probabilismo originaba tantos problemas como
los que resolvía. Si bien a falta de certeza había que decidirse por
la opinión probable, no todas las opiniones probables eran igua-
les, pues unas eran “ más probables” que otras. Ello no implica
que había que optar necesariamente por la opinión más probable
(como sostenía el probabiliorismo), pues podía seguirse también

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la “ menos probable” sin que ello implicara ir contra la certeza, ya
que entre ambas no hay ninguna razón de principio (es decir, in-
dependiente de las circunstancias) que obligue a optar por la opi-
nión más probable.
Avendaño adopta por ello lo que Muñoz García denomina una
“ moral de situación” . Por ejemplo (Tit. I, N.º 12), él se manifiesta en
contra de la licitud de las normas que obligan al trabajo indígena
en las minas en la medida en que implican esclavitud y ésta es con-
traria a la naturaleza del indígena. Su opinión es por tanto más pro-
bable en la medida en que se basa en argumentos sobre la naturale-
za del asunto (argumentos de probabilidad intrínseca) y también
en argumentos de probabilidad extrínseca (inconvenientes a la vida
y salud de los indios). En cambio, la de sus oponentes se basaba
sólo en argumentos de autoridad (probabilidad extrínseca).
Pero de inmediato tiene que reconocer que la de sus adversa-
rios es también una opinión probable y, por tanto, elegible, en la
medida en que no se trata de un juicio apodíctico. El argumento
de autoridad no es entonces una falacia (argumentum ad vere-
cundiam) sino simplemente una opinión probable sobre un acto que
depende de las circunstancias contextuales. De ahí que A vendaño
“ acate” la disposición de la autoridad, aunque no fuese la más
probable, respecto del trabajo obligatorio de los indios en las mi-
nas. Pero al mismo tiempo pone en duda su obligatoriedad abso-
luta, considerando que “ debería tolerarse hasta el momento opor-
tuno de una mejor decisión…” . En efecto, al desplazar los juicios
morales, políticos y jurídicos al terreno de la opinión, las “ leyes”
de tales esferas pierden su obligatoriedad y se vuelven circuns-
tanciales, y su aplicación se acepta “ sólo provisionalmente, hasta
tanto los asuntos del reino mejoren” . Como sugiere con ironía
M uñoz García, el probabilismo parece consagrar aquel proverbio
popular de origen colonial: “ la ley se acata pero no se cumple” .
A l cuestionar el probabilismo una ética discursiva funda-
mentalista, basada en imperativos categóricos y en un sujeto emi-
sor moralmente trascendental, convierte toda moral pública en pro-
visional y en un acto de entendimiento intersubjetivo, carente de

20
principios inamovibles y aplicables a cualquier circunstancia. De
ahí que en el terreno jurídico también A vendaño dé prioridad al
Derecho positivo sobre el Derecho natural y, en el terreno político,
se adhiera a una suerte de real politik aparentemente adversa al
despotismo. Por ejemplo, frente a la ley que prohíbe la actividad
comercial del virrey, considera igualmente probable la opinión
contraria en las circunstancias en que dicha actividad comercial
sirva para bajar los precios (Tít. III, N .º 21). N o muy distinta es su
actitud frente a la prohibición real de que los virreyes condonen
impuestos de sus súbditos, en la que sugiere la validez de la opi-
nión contraria en circunstancias en las que no perjudique los in-
gresos del fisco ni grave a los contribuyentes (Tít. III, N.os 143-145).
El mismo procedimiento utiliza para examinar los casos de ne-
potismo real que entran en conflicto con la elección del Consejo
(Tít. I, N .º 88) o en los que el virrey se enfrenta con sus regidores
durante la elección de un candidato para un cargo. Si bien la ley
no les permite elegir al rey o al virrey, sí los faculta para que “ ad-
viertan a los Regidores que no elijan a éste o ése” y ello no es im-
pedir la libertad de elección sino “ dirigirla” (Tít. III, N .º 95). Otro
caso análogo se presenta con la prohibición de que los virreyes
puedan recibir “ regalos preciosos” de algún súbdito. A vendaño,
tomando prestado argumentos de Suárez, sugiere que no necesa-
riamente un regalo es equivalente a un soborno, como por ejemplo
cuando un prelado lo hace con miras a la utilidad de un monaste-
rio. Es decir, cuando el mismo acto no tiene un beneficio personal
sino para una comunidad (Tít. III, N.os 30-35).
Como es evidente, en todos estos casos y en muchos más, de
lo que se trata no es de aplicar un imperativo categórico universal
sino de examinar las circunstancias. Y las circunstancias están
determinadas por el juego pragmático de intencionalidades
comunicativas que se deduce de las costumbres de los sujetos
actuantes: “ la buena fe se presume fácilmente por la costumbre”
(Tít. I, N .º 155), y su extensión se establece por la magnitud de los
beneficiados (bien común) en cada circunstancia. Según M uñoz
García, “ consecuencia del probabilismo es la casuística, opción

21
opuesta al rigorismo” (Th. Int., p. 42). De ahí que “ A vendaño, no
estudia tanto los principios que hay que aplicar a cada caso, sino
que estudia los casos en los que hay que adoptar los principios…
la M oral se convierte así en un recetario práctico” (Th. Int., p. 43).

Suj etos y regl as de entendi mi ento

La dificultad para comprender y administrar el enigmático N ue-


vo M undo parece residir, en opinión de A vendaño, en identificar
los sujetos y las reglas que rigen sus relaciones intersubjetivas
¿Cuáles son aquellos sujetos intencionales que aparecen en la com-
pleja casuística moral, jurídica y política con la que Avendaño des-
cribe a los habitantes del Perú colonial del siglo XVII? ¿Y cuáles
son las reglas peculiares con las que ellos administran sus rela-
ciones intersubjetivas?
El relato de A vendaño parece apelar en su lectura del Perú a
dos sujetos categoriales extraídos del antiguo Derecho Romano:
“ clientes” y “ vernáculos” . El primero sirve para caracterizar la re-
lación establecida por los indios con el poder y alude a una rela-
ción social específica de “ clientelaje” . N o dice cliente en el senti-
do moderno de “ comprador habitual” sino en el sentido clásico
con el que los romanos denominaban aquella población vencida
en una guerra que se colocaba bajo la dependencia de un patricio,
perdiendo su libertad a cambio de protección (tierras, asistencia y
defensa), condición que era heredada por los descendientes de
ambos. Por otro lado, Avendaño aplica el calificativo de vernáculos
a los yanaconas, no con el significado actual de “ nativos” sino de
acuerdo a la definición romana de vernaculus o sirviente nacido
en la casa del amo. Dicha relación parece describir no sólo la exis-
tente entre los indios y la aristocracia hispánica (encomenderos)
sino también con la aristocracia indígena (curacas o caciques), que
constituyen las castas dominantes del régimen colonial.
Para A vendaño, esta relación entre amos y siervos parece ca-
racterizar el conjunto de relaciones de dominio y posesión exis-
tentes en la sociedad colonial. Precisamente en ello consiste la res-

22
puesta a la segunda pregunta. A vendaño extrae también del anti-
guo Derecho Romano la distinción técnica entre “ posesión” y “ pro-
piedad” para caracterizar las reglas jurídicas que administran las
relaciones intersubjetivas entre los miembros de una sociedad tra-
dicional. A teniéndose a Paulo (las Sententiae) y Ulpiano (las Regu-
lae), “ poseedor” era quien retenía algo en su poder por motivos de
facto (de hecho) y no de iure (de derecho), no creando por tanto
obligatio como en el caso de la propiedad, en la medida en que lo
hacía por la violencia y de manera continua (la interrupción hace
perder la posesión). De ahí que la categoría jurídica de “ propie-
dad” sólo era aplicable al Estado (Gayo, las Intitutiones) y no a los
particulares, de lo cual se deriva la legitimidad para imponer sus
tributos.
En dicho sentido, A vendaño considera un craso error jurídico
el de aquellos que reclaman la propiedad de las Indias por la aris-
tocracia indígena (“ caciques” ), pues se trataba de una mera pose-
sión territorial que por su origen violento justificó su interrupción
igualmente violenta por la conquista. Tampoco los conquistado-
res se encontraban posibilitados de reclamar la propiedad de las
Indias, pues en tanto provincias, ellas son también propiedad del
Estado y no de particulares, disponiendo sólo de su posesión, lo
cual no crea derecho, justificando así las llamadas “ N uevas Le-
yes” con las que la Corona puso fin a la perpetuidad de las enco-
miendas. Peor aún, a diferencia de los curacas o caciques, su po-
sesión era sólo de las tierras (ciudades, campamentos, lugares, vi-
llas, etcétera), no de las personas, pues tal dominio sólo pertenece
a la gens, esto es, por parentesco, aunque tampoco ello daba dere-
cho a la propiedad de los individuos (esclavitud) a curacas o ca-
ciques, sino sólo a su autoridad sobre el conjunto.
Pero tampoco para A vendaño la posesión de las Indias por
los Reyes de España les otorgaba la propiedad de éstas, pues les
fue legada por concesión pontificia. Su dominio era a fortiori —de
hecho y no de derecho— y sólo sobre las tierras, no sobre las per-
sonas, no pudiendo someterlas a esclavitud. En consecuencia, la
propiedad residía en última instancia en el Papa (tesis teocrática).

23
Lo que según Avendaño sí creaba derecho era cierta consecuen-
cia que se derivaba intrínsecamente de la posesión que el Papa
otorgaba a los Reyes y éstos a los conquistadores. En efecto, tal
acto creaba una obligatio natural (derecho no escrito) de reciproci-
dad a los favores recibidos por el deudor. Tal normatividad no se
fundamenta en la costumbre, como el derecho positivo, ni puede
ser derogada por éste, como pretenden los que por ejemplo argu-
mentan la necesidad de mantener a perpetuidad el servicio perso-
nal de los indios con la costumbre (Tít. I, N .º 121). N o se trata de
una obligatio circunstancial sino de la naturaleza misma del dere-
cho, definida en el Digestum como: “ lo que siempre es equitativo y
bueno, se llama derecho” (Lib. 1, Tít. 1, Frgm. I y II).

Equi dad y poder

Esta noción de “ equidad” (que no es equivalente a la noción de


“ igualdad” que subyace en el derecho moderno) es la que posible-
mente está a la base de la compleja casuística jurídica que real-
mente gobierna el mundo colonial, expresada en aquella máxima
popular que dice: “ la ley se acata, pero no se cumple” , tan iróni-
camente citada por M uñoz García, y que es análoga a esa otra que
dice: “ Rusia es grande, pero el Zar está lejos” . A vendaño la for-
mula con un tono jurídico más circunspecto: “ Que una ley no acep-
tada por el pueblo no es obligatoria” (Tít. I, N .º 155). Pero tras la
apariencia de una rebeldía democrática popular moderna contra
el poder dictatorial, en realidad subyace una antigua prerrogativa
de equidad del poder local frente al poder central.
M uñoz García muestra con gran agudeza estos antecedentes.
Ya en los romanos la Lex no era un edicto que simultáneamente
había que acatar y cumplir, sino una suerte de “ proyecto de ley”
sujeto a posterior aprobación y obligatoriedad por los poderes pro-
vinciales del imperio romano, luego por los poderes feudales y,
finalmente, por los poderes locales del mundo colonial. La exis-
tencia de estos “ dos momentos” en el régimen legal antiguo (pri-
mero acatamiento y luego cumplimiento) es particularmente con-

24
firmado en los estudios de M uñoz García sobre el mundo hispá-
nico. Por ejemplo, el llamado “ derecho de sobrecarta” en el reino
de N avarra o el “ pase foral” en el reino de Vizcaya, en los que el
procedimiento implicaba aceptar ab initio la autoridad real, aca-
tando sus mandatos y ad secundum suspender su obligatoriedad,
supeditando su aplicación a las autoridades locales, mientras ellas
adaptaban la ley al enjambre de privilegios estamentales estable-
cidos por el derecho diferenciado de las diversas castas que con-
formaban el mapa social de la provincia, feudo o región local. Por
tanto, la universalidad de la ley “ quedaba sin efecto de obligato-
riedad, si no era aceptada por las autoridades locales” (Th. Int.,
pp. 48-49).
En consecuencia, el casuismo jurídico que se deriva del
probabilismo no necesariamente podía ser interpretado como un
rechazo individualista moderno al Leviatán estatal, ni como una
defensa igualitarista del carácter formal y universal de la ley. Por
el contrario, se trataba fundamentalmente de una defensa consis-
tente de los privilegios del poder local y una salvaguardia del de-
recho diferenciado que regulaba la composición jerárquica y
estamental de la sociedad colonial premoderna. Se podría decir
de una manera metafórica que, en cierto modo, todos seguimos
siendo probabilistas en el Perú actual, tanto en nuestras conduc-
tas morales como en nuestros juicios jurídicos y políticos.
En tal régimen social nadie discute la ley, pero sí sus privile-
gios o excepciones frente a la ley. De ahí el abigarrado barroco que
se muestra no sólo en la retórica ampulosa del latín colonial de
nuestros pensadores del siglo XVII, sino el sincretismo discursi-
vo que refleja una sociedad en transición en la que se aglome-
ran categorías conceptuales, sensibilidades éticas y estéticas e
institucionalidades jurídicas multiculturales que vienen del pasa-
do y se mezclan en una casuística de difícil homogeneización for-
mal. Se desarrolla así una curiosa combinación de autoritarismo
jerárquico y de laxitud burocrática que caracterizan el barroco si-
glo de oro español, en el que conviven la rebelión y el servilismo
ritual, el caos más imprevisible y el empantanamiento de todo cam-

25
bio con los que el mundo colonial hispánico ingresó a la moderni-
dad. Reino que como bien anota Avendaño y cita con ironía Muñoz
García: “ no es ningún universal platónico” (Tít. III, N .º 127).
Sólo nos queda agradecer a Á ngel M uñoz García —a nombre
del Fondo Editorial de la Universidad N acional M ayor de San
M arcos— la valiosa contribución que viene realizando al entendi-
miento de nuestros orígenes coloniales, no sólo con la formidable
traducción que ha realizado del Thesaurus Indicus, sino con los eru-
ditos y agudos estudios sobre Diego de A vendaño que hoy pre-
sentamos, que apenas muestran una pequeña parte de su merito-
rio trabajo intelectual. Éstos muestran aspectos fundamentales de
nuestra biografía intelectual, sin la cual es imposible el conocimien-
to de nosotros mismos.

Lima, septiembre de 2003


José Carlos Ballón

26
Pról ogo

En la presentación de la edición de la tesis doctoral de Walter


Redmond,1 realizada en el Instituto Riva-A güero de la Pontificia
Universidad Católica del Perú el 25 de noviembre de 1998, la Dra.
M aría Luisa Rivara de Tuesta expresaba: “ H oy nadie duda de la
necesidad de traducir el Thesaurus Indicus de Diego de A vendaño
(1594-1688), intelectual que impulsó la cultura con sabiduría y eru-
dición en el siglo XVII” .2 N o asistimos a esa presentación. Pero,
sin saberlo, la Dra. Rivara tuvo un buen aliado en el Dr. Ildefonso
Leal, de la A cademia N acional de la H istoria en Caracas, quien
por aquellas mismas fechas nos sugería emprender la traducción
del Thesaurus.
Así lo hicimos, por más que temerosos de asumir una obra que,
por sus dimensiones, parecía requerir no poca dedicación. Resul-
tado inicial de ello es ya la aparición de un primer tomo contenti-
vo de los tres primeros títulos del Thesaurus;3 el segundo (Títulos
IV y V) se encuentra actualmente en prensa. Fue a propósito del
contenido de estos dos tomos que el M g. José Carlos Ballón nos
1
REDMOND, W., La lógica en el Virreinato del Perú a través de las obras de
Juan Espinoza Medrano (1688) e Isidoro de Celis (1787), Lima, 1998.
2
El texto de la Presentación está recogido también en RIVARA DE TUESTA,
M., Pensamiento Prehispánico y Filosofía Colonial en el Perú, vol. 1, Lima,
2000, pp. 351-354.
3
MUÑOZ GARCÍA, A., Diego de Avendaño: “ Thesaurus Indicus” , vol. I (Títulos
I-III), Eunsa, Pamplona, 2001 (en adelante cit. como MUÑOZ GARCÍA,
Thesaurus); el segundo volumen (Títulos IV y V) se encuentra en prensa.

[27] 27
invitó a transcribir nuestras primeras impresiones y comentarios
en el presente volumen. A sí lo hicimos gustosos con la esperanza
de colaborar con la difusión del pensamiento del insigne pensa-
dor colonial peruano. Esperamos no defraudar, ni al M g. Ballón,
ni a la colectividad filosófica peruana.
Parte de los temas aquí expuestos nos vienen rondando desde
otras ocasiones en que ya los abordamos y que hemos venido re-
pensando, sobre todo el tema que exponemos en el capítulo Impe-
rio. Por eso se encontrarán ahí ideas que ya asomaron en la edi-
ción de nuestros volúmenes del Thesaurus,4 en el I Congreso Latino-
americano de Filosofía M edieval habido en San A ntonio de Padua
(Buenos A ires) del 12 al 15 de octubre de 1999, en nuestra Con-
ferencia Inaugural al XIV Encuentro Nacional de Investigadores del
Pensamiento Novohispano —Zacatecas (M éxico), 8 de noviembre de
2001— y en la ponencia que se me invitó a dar en el Primer Simpo-
sio Internacional del Instituto de Pensamiento Iberoamericano, celebra-
do en Salamanca del 16 al 19 de octubre de 2002. También el últi-
mo capítulo, Los M inistros de Justicia, formará parte del estudio
introductorio a nuestro segundo volumen del Thesaurus.
Al entregar el material a la imprenta no podemos dejar de agra-
decer al Dr. Ildefonso Leal el habernos estimulado a este trabajo; a
la Dra. Rivara por su no menor estímulo; a la Sociedad Peruana
de Filosofía y su Presidente el Dr. Francisco M iró Quesada, que
me hicieron el honroso honor de designarme M iembro Correspon-
diente de dicha Sociedad; al M g. Ballón, un buen amigo que no
quiso excluirse de los estímulos.

4
ID., pp. 86-100 y volumen II en prensa.

28
D i ego de A vendaño. El hombre

V i da

N o es fácil perfilar una biografía del autor del Thesaurus Indicus.


La más completa parece ser la que en su momento hizo de nuestro
autor el Provincial de los jesuitas del Perú, P. Francisco Javier
Grijalva, comunicando el fallecimiento del P. Diego de A vendaño
a las demás Casas de la Compañía de Jesús.1 De esa Carta N ecro-
lógica parecen depender todos los demás autores: Egaña —quien
apela además a fuentes manuscritas de archivos, principalmente
jesuíticos— y Mendiburu, rescatando ambos la edición de Grijalva;2
y, tras de éstos, y con una brevedad iterativa, otros más que se ocu-
paron de A vendaño.3 Recientemente Luis M artín nos ha regalado
1
GRIJALVA, F., Carta que el Padre Francisco Xavier Rector del Colegio
Máximo de San Pablo... remitió a los Padres Rectores... dándoles una Breve
Noticia de la exemplarísima vida y dichosa muerte del Venerable Padre
Diego de Avendaño, Lima, 1689 (en adelante cit. como GRIJALVA).
2
EGAÑA, A., “ El P. Diego de Avendaño S. I. (1594-1688) y la tesis teocrática
‘ Papa, Dominus Orbis’ ” , en Archivum Historicum Societatis Iesu, Año XVIII,
N. 36, Roma 1949, pp. 195-225 (en adelante cit. como EGAÑA, Avendaño);
MENDIBURU, M., Diccionario Histórico-Biográfico del Perú, 11 vols.,
Lima, 1890 (Lima, 1931-1935) (en adelante cit. como MENDIBURU), vol. II,
pp. 291-294.
3
Cfr., entre otros, BARREDA Y LAOS, F., Vida intelectual del Virreinato del
Perú,Lima, 1964, pp. 156-171 (en adelante cit. como BARREDA Y LAOS);
CANO PÉREZ, P., “ Jesuitas peruanos humanistas” , en Mercurio Peruano,
vol. 12, 1940, pp. 576-584; LÓPEZ GARCÍA, J., Dos defensores de los
esclavos negros en el Siglo XVII , Maracaibo-Caracas, 1982, p. 27 (en adelante
cit. como LÓPEZ GARCÍA); LOSADA, A., “ Diego de Avendaño S.I.
Moralista y jurista, defensor de la dignidad humana de indios y negros en
América” , en Missionalia Hispanica, 15, 1982, pp. 1-18 (en adelante cit.
como LOSADA, Avendaño); repite los datos ahí expuestos en ID., “ El jesuita

[29] 29
con la publicación de un estudio sobre la labor del colegio jesuítico
de San Pablo de Lima.4 Sin que escape al laconismo biográfico so-
bre A vendaño, aporta sin embargo informaciones generales sobre
hechos que pueden complementar el mapa de la vida de nuestro
autor. Trataremos aquí de recomponer y aclarar los a veces confu-
sos datos de que hasta el momento se dispone sobre ella. Con ello,
de paso, recompondremos algunos errores tipográficos e inexacti-
tudes que cometimos también en nuestra edición del primer volu-
men del Thesaurus.

Diego de Avendaño, defensor de los negros en América” (en adelante cit.


como LOSADA, El jesuita), en CUESTA DOMINGO, M., Proyección y
presencia de Segovia en América. Actas del Congreso Internacional (23-28
de abril de 1991), Segovia, 1992, pp. 423-444 (en adelante cit. como CUESTA
DOMINGO); MEDINA, J., Biblioteca Americana, Santiago de Chile, 1888,
p. 27; ID., Biblioteca Hispano Americana, Santiago de Chile, 1900, vol. 2, n.
1046, y vol. 3, nn. 1186, 1431 y s., 1581, 1653, 1785; MENDIBURU, vol.
II, pp. 291-294; RIVARA DE TUESTA, M., “ Reseña” a Diego de Avendaño:
“ Thesaurus Indicus” , vol. 1, en Revista de Filosofía, N.° 41, Maracaibo,
2002, pp. 107-111 (en adelante cit. como RIVARA, Reseña); ID., “ La Filosofía
en el Perú Colonial” , en MARQUÍNEZ ARGOTE-BEUCHOT (eds.), La
Filosofía en la América Colonial, Santafé de Bogotá, 1996, pp. 219-274 (en
adelante cit. como RIVARA, Filosofía); RODRÍGUEZ APOLINARIO, R.,
El Humanismo Moralista del P. Diego de Avendaño, Tesis inédita, Universidad
Nacional M ayor de San M arcos, L ima, 1973 (en adelante cit. como
RODRÍGUEZ APOLINARIO); SÁNCHEZ, L., Literatura peruana, Buenos
Aires, 1951, p. 230; SOMMERVOGEL, Ch., Bibliothèque de la Compagnie
de Jésus, Bruselas, 1890, pp. 681-683; TORRES SALDAMANDO, E., Los
antiguos jesuitas del Perú, Lima, 1882, pp. 343-345 (en adelante cit. como
TORRES SA L DA M A NDO); VA RGA S UGA RTE, R., Hi stor i a de l a
Compañía de Jesús en el Perú, Burgos, 1963; ID., Historia de la Iglesia en el
Perú, Lima, 1953 (en adelante cit. como VARGAS UGARTE, Iglesia); ID.,
Historia del Perú. Fuentes, Lima, 19452; ID., Los Jesuitas del Perú, Lima
1941 (en adelante cit. como VARGAS UGARTE, Jesuitas); ID., Manual de
estudios peruanistas, Lima, 1952, pp. 186 y s., 299; VÁZQUEZ, I., “ Pensadores
eclesiásticos americanos” (en adelante cit. como VÁZQUEZ, Pensadores),
en BORGES, P., (ed.), Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas
(en adelante cit. como BORGES, Historia), vol. I, Madrid, 1992, pp. 417-
418; YUBERO GALINDO, D., “ El ‘Thesaurus Indicus’ de Diego de Avendaño”
(en adelante cit. como YUBERO GALINDO), en CUESTA DOMINGO,
pp. 399-408.
4
MARTÍN, L., La conquista intelectual del Perú, Barcelona, 2001 (en adelante
cit. como MARTÍN).

30
Inicialmente, Silvio Zavala pensaba de nuestro autor que no
sólo conocía bien a A mérica, sino que era oriundo del Perú. A no-
taba que tomaba este dato del venezolano Picón Salas. M ás tarde,
Zavala rectificó el lugar de nacimiento de Avendaño.5 Lo que pasa
es que este peruano de corazón, hijo de Diego de Avendaño y Ana
López, había nacido en la ciudad de Segovia, para pasar muy jo-
ven a Lima.
Por más que Egaña apunte que algunos documentos señalen
como fecha de nacimiento el 27 de septiembre de 1594, él mismo
se inclina por el 29 del mismo mes y año, como fecha más recu-
rrente en tales documentos.6 Por influencia de Egaña sin duda,
Losada y Rodríguez A polinario reseñan estas mismas posibilida-
des de fechas.7 Cuanto al año, el mismo Egaña recoge asimismo la
frase del Provincial Grijalva, al escribir que Avendaño había muer-
to el 30 de agosto de 1688, “ a los 94 años de su edad” .8 Y, para
confirmarlo, cita al propio Avendaño, quien el 21 de mayo de 1678
dice que escribía “ aetatis quarto supra octogesimum” .9 En aras de
la exactitud y hablando estrictamente, deberíamos decir que el 30
de agosto de 1688 al fallecido le faltaría un mes para cumplir no-
venta y cuatro años, y propiamente el Provincial debería haber di-
cho que eran noventa y tres.
Podríamos pensar que el Superior peruano estaba expresán-
dose según un modo coloquial de hablar, en el sentido de que eran
“ prácticamente” noventa y cuatro. Pero sería un modo poco rigu-
5
Cfr. ZAVALA, S., Las instituciones jurídicas en la conquista de América,
México, 1988, p. 341, y Suplemento a dicha ed., ibidem, p. 701; cita la ed. del
FCE de PICÓN SALAS, M., De la Conquista a la Independencia, México,
1944, p. 143; hemos manejado la ed. de Monte Ávila, Caracas 1990 (en
adelante cit. como PICÓN SALAS), en cuya p. 117 el autor, en efecto, llama
a Avendaño “ teólogo peruano” .
6
EGAÑA, Avendaño, p. 196.
7
LOSADA, El jesuita, p. 424; RODRÍGUEZ APOLINARIO, p. 34.
8
GRIJALVA, p. 196, nota; y p. 199 recogiendo el texto del Catálogo de los
difuntos de esta Provincia de los años 1688-1689 y noventa, ff. IV y ss. del
Fondo Gesuitico, Collegia 115/III.
9
DIEGO DE AVENDAÑO, Thesaurus Indicus, Amberes, 1668-1686, vol. IV,
p. 511 (en adelante las citas de esta obra se harán indicando el título y número
correspondiente).

31
roso de interpretarlo. N os parece más preciso pensar que el Pro-
vincial Grijalva estaba hablando al modo latino, habitual entre los
eclesiásticos, sobre todo en aquella época y en cierto tipo de escri-
tos más o menos “ oficiales” , como el suyo; un modo latino según
el cual quien en castellano dijera que tiene diecisiete años, en la-
tín debería decir que está “ decimum octavum annum agens” ; esto
es, teniendo ya diecisiete cumplidos, está “ haciendo” el décimo
octavo. M ismo modo utilizado (obviamente) en el texto latino del
propio A vendaño en el Thesaurus: escribía “ en el cuarto año tras
el octogésimo” ; esto es, cumplido el tercero tras el octogésimo, se
hallaba ya en el cuarto. El año de 1594 como el del nacimiento
de nuestro autor viene confirmado por Yubero Galindo, quien
asegura que la fecha así “ aparece en la partida de bautismo [de
A vendaño] que puede verse en la parroquia de S. M iguel” de la
ciudad de Segovia. No hemos tenido oportunidad de ver esta par-
tida de bautismo; pero no entendemos cómo, si Yubero la compul-
só, siga afirmando —cuanto al día— que fue el día 29 “ o tal vez el
27” de septiembre.10
Tras estudiar Gramática en Segovia, pasó a hacerlo en A rtes
en Sevilla con el M aese Rodrigo, ciudad en donde conoció a So-
lórzano Pereira, con quien terminaría estableciendo una estrecha
amistad. M alagón y Ots11 dicen que, al trasladarse a Lima el re-
cién nombrado oidor de aquella audiencia, le acompañaron en el
viaje ocho familiares. N o nos parece aventurada por tanto la afir-
mación de Egaña de que A vendaño fuera uno de ellos.12 En efecto,
éste alardea en los comienzos de su Thesaurus Indicus de su cono-
cimiento del Perú “ por casi cincuenta años” ; y escribía eso coinci-
diendo con el terremoto habido en la ciudad chilena de Concep-
ción, que sucedía —dice— “ en este mismo año de 1657” .13 Quiere
decir que, si había nacido un 29 de septiembre de 1594, cuando
10
YUBERO GALINDO, p. 399.
11
Cfr. MALAGÓN, J. y OTS, J., Solórzano y la Política Indiana, México,
1983, p. 19 (en adelante cit. como MALAGÓN-OTS).
12
EGAÑA, Avendaño, p. 196; LOSADA, El jesuita, p. 424.
13
Cfr. MUÑOZ GARCÍA, Thesaurus, Al lector : Tít. I, n. 02; y nn. 46, 180,
150 (en adelante las citas al Thesaurus se indicarán solamente con el Tít. y n.
correspondientes).

32
Solórzano llegaba a Lima en 1610, el joven Diego no había cum-
plido aún los dieciséis años. Buen agüero para el recién llegado
joven el de 1610, año en que se imprimía en Lima la primera obra
filosófica.14 La afirmación de Rivara de que el 13 de octubre de 1610
A vendaño era admitido en el Colegio jesuita de San M artín de
Lima,15 “ al otro lado de la calle del colegio de San Pablo... su colo-
nia intelectual ” ,16 hasta obtener el bachillerato en A rtes, confirma-
ría el año en que el joven Diego llegó al Perú.
Si bien el apellido A vendaño fue frecuente en las colonias, y
quizá más aún en el Perú, no podemos dejar de señalar la coinci-
dencia incluso en nombre con nuestro autor del doctor Diego de
A vendaño. En efecto, con ocasión de las exequias celebradas en
1612 en la Ciudad de los reyes, a la muerte de la reina M argarita
de A ustria, fungía como Capellán M ayor en el palacio virreinal.17
Desempeñando tal cargo, no es aventurado pensar en algún trato
o amistad especial con el oidor Solórzano, quien en razón del suyo
no podía ser ajeno al ambiente palaciego. N i tampoco pensar que
la coincidencia de nombres no hubiera llevado al oidor presentar
a su pupilo al Capellán de Palacio, con el subsiguiente trato de
los dos homónimos. Y hasta de alguna influencia del Capellán en
el joven, como para que éste decidiera posteriormente el ingreso a
la Compañía de Jesús.
Posiblemente en ello pudo influir también no poco la “ histeria
religiosa masiva” que, como dice Luis M artín, se vivía en Lima en
aquella década; recuérdese el hervidero antiidolátrico, el descubri-
miento de los indios seudoconversos y el auto de fe de diciembre
de 1609 con la quema de cientos de ídolos y momias; años en que
los 133 jesuitas de San Pablo predicaban en Cuaresma, por las ca-
lles y plazas de Lima, más de 250 sermones.18 Como sea, el ingre-

14
Se trata de la obra de GERÓNIMO VALERA, Commentarii ac quaestiones
in universam Aristotelis ac Subtilissimi Doctoris Iohannis Duns Scoti logicam.
15
RIVARA, Reseña, p. 107.
16
MARTÍN, p. 16.
17
MOREYRA PAZ, Estudios históricos, II. Oidores y Virreyes, Lima, 1994,
p. 159 (en adelante cit. como MOREYRA, Oidores).
18
MARTÍN, pp. 129, 151-152, 169.

33
so de A vendaño en la Compañía tenía lugar el 25 de abril de 1612,
en el Provincialato del P. Juan Sebastián de la Parra.19 De modo
que, durante sus años de formación como jesuita, A vendaño tuvo
como rector en San Pablo al famoso ex alumno de Solórzano y ex
oidor de la Audiencia de Lima Francisco Coello, nombrado para tal
cargo en 1614, y a quien dedica elogiosas frases en su Thesaurus.20
Si la entrada de A vendaño en la Compañía se realizaba poco
tiempo después del auto de fe mencionado, su ordenación sacer-
dotal tenía lugar poco antes de otra circunstancia similar. N ues-
tro autor figura ya como sacerdote el 1 de enero de 1619; y el 27 de
mayo de ese año el virrey Príncipe de Esquilache da cuenta al rey
de los resultados de la cruzada llevada a cabo contra la idolatría,
con encarcelamiento de hechiceros y destrucción de miles de ído-
los y momias.21 Si fuéramos supersticiosos, tendríamos que afirmar
que estos actos marcaron la vida del joven jesuita, predestinán-
dolo a formar parte de la Inquisición. Pero ni lo somos, ni hay —que
sepamos— constancia de que A vendaño fuera Consultor y Califi-
cador del Santo Oficio, como sostienen A polinario y Rivara; y ni
siquiera —al menos hasta el momento de la publicación del The-
saurus— de que fuera Censor de la misma Inquisición, como afir-
ma Losada, basándose en la portada de la edición.22
Es verdad que estas portadas son un buen argumento para de-
linear el “ currículum” de los autores. En la del Thesaurus se dice
de su autor “ in Sacro Inquisitionis Sanctae Tribunali adlecti Cen-
soris” ; y “ adlectus” no designa necesariamente en latín al que de-
tenta un cargo, sino también al “ designado” para el mismo. N o
pretendemos negar que Avendaño ejerciera posteriormente tal fun-
ción; pero —repetimos: al menos hasta 1686, fecha de la edición del
Thesaurus, a dos años de la muerte del autor— no hay constancia
de que se le hubiera conferido o él mismo lo hubiese aceptado.
19
RODRÍ GUEZ A POL I NA RI O, p. 35; EGA ÑA , Avendaño , p. 197;
LOSADA, El jesuita, p. 424; TORRES SALDAMANDO, p. 344; YUBERO
GALINDO, p. 399.
20
Tít. I, nn. 111 y s.; cfr. MARTÍN, p. 101.
21
MARTÍN, p. 152.
22
RODRÍGUEZ APOLINARIO, p. 36; RIVARA, Reseña, p. 107; LOSADA,
El jesuita, p. 426.

34
Como sea, no parece que se pueda aplicar a nuestro jesuita, ni como
autor ni como Censor de la Inquisición, la acusación que a ésta
hacía el venezolano Picón Salas de haber reprimido la cultura in-
telectual de las colonias;23 no en el caso de A vendaño. Lo que sí se
puede afirmar, por propio testimonio de éste, es que en algún mo-
mento actuó como Interventor de la Bula de la Cruzada.24
Tras su ordenación sacerdotal, A vendaño debió continuar por
un tiempo en Lima, en donde en 1621 es uno de los firmantes de
la Carta annua de 1620.25 N o sabemos si continuaba aún allá en
1622, cuando llega a Lima la noticia de la canonización de Igna-
cio de Loyola y Francisco de Javier, y fue uno de los jesuitas de
San Pablo que “ sobrepasaron todas las expectativas con los es-
fuerzos que hicieron para celebrar la ocasión” durante tres días,
“ uno de los más extraordinarios estallidos del espíritu barroco que
se conoció en la Lima colonial” ; o en 1624, cuando llegaba a la
ciudad el no menos famoso P. Pedro Oñate.26 El caso es que en 1625
estaba ya en Cusco, “ donde simultanea su profesorado en A rtes
con el ministerio sacerdotal y el cargo de vicerrector, que cambia-
rá por el de rector del mismo seminario en 1628” . En el mismo
Cusco emitía sus votos solemnes el 24 de mayo del año siguien-
te.27 Es poco probable, por tanto, que pudiera haber despedido per-
sonalmente a su amigo el oidor Solórzano quien, a fin de marzo
de 1627, se embarcaba en el Callao, de regreso a España.28
Dos comentarios nos vienen al respecto. Uno, el deseo de que
en algún momento se lograra dar con el contenido de esos cursos
de A rtes dictados por nuestro jesuita; al menos en alguno de los
apuntes de sus alumnos. El segundo, una rectificación por nues-
23
PICÓN SALAS, p. 86.
24
Hablando de la Bula de Composición, anota: “ ... esos casos que raramente
ocurren, como aquel en que yo intervine como Interventor...” : Tít. V, n. 236.
25
EGAÑA, Avendaño, p. 198. Como su nombre indica, las “ cartas annuas” son
las que escribían anualmente los Provinciales jesuitas al General de la Orden,
informándole de la actividad y situación de las respectivas Provincias.
26
MARTÍN, pp. 66, 78.
27
EGAÑA, Avendaño, p. 198; LOSADA, Reseña, p. 424.
28
Aunque la Cédula de su traslado es del 20 de mayo de 1626: cfr. MALAGÓN-
OTS, p. 34, nota.

35
tra parte respecto a nuestra previa afirmación de que A vendaño
había sido catedrático universitario. Esto es cierto, pero no —como
afirmábamos29— de la Universidad de San M arcos. Todo provie-
ne de la edición de 1629 del De Indiarum Iure de Solórzano Pereyra.
Éste enviaba su obra a M adrid en 1626 para su publicación; en la
que figuran unos versos de Diego de A vendaño, junto con otros
de Francisco A guayo, Ignacio A rbieto y Juan Freilin,30 de los que
Luciano Pereña dice que eran “ profesores de la Universidad de
Lima” .31 Pero, por más que el jesuita hubiera sido catedrático en
otras universidades del virreinato, resulta poco probable que lo fue-
ra de la de Lima: de 1626 a 1629, A vendaño todavía seguía resi-
denciado en el Cusco, sin que hubiese tenido lugar su traslado de-
finitivo a Lima. Y, hasta 1631 no comienza su docencia en Arequipa
y Chuquisaca.
Es cierto que “ en ocasiones, la Facultad de San Pablo prestó
algunos de sus mejores profesores a la Universidad de San M ar-
cos” ; Esteban de Á vila y Pérez de M enacho, por los años de 1599,
son buenos ejemplos de esto. Sin negar otros posibles casos, esto
no constituyó sino excepción. Los jesuitas estaban tan orgullosos
de su enseñanza, como opuestos a la exclusividad practicada en
ella por San M arcos.32 Desde los comienzos jesuíticos, en Lima
hubo continuos forcejeos entre ambos centros en torno a la conce-
sión de títulos académicos por San Pablo; forcejeos que duraron
hasta bien entrado el siglo XVII.33 Pero sólo entraron a enseñar ofi-
cialmente en la sanmarquiana en 1713, fallecido ya A vendaño,
cuando Felipe II concedió a la Orden una cátedra de Teología y
otra de Sagrada Escritura. A demás —y sobre todo, quizá— ya he-
mos visto cómo A vendaño seguía en Cusco hasta el momento de
la composición de los citados versos en 1629. Cuando más, pues,
29
MUÑOZ GARCÍA, Thesaurus, p. 14.
30
Puede verse su descripción en MALAGÓN-OTS, p. 99.
31
PEREÑA, L., “ Defensor oficial de la Corona” , en BACIERO, C., et al.,
Solórzano Pereira: De Indiarum Iure. Liber III: De retentione Indiarum,
Madrid, 1994, p. 23.
32
MARTÍN, p. 16; cfr. EGUIGUREN, L., La Universidad en el Siglo XVI , 2
vols., Lima, 1951, pp. 349-354.
33
Sobre este tema cfr. MARTÍN, pp. 39-52.

36
se podría decir que nuestro autor había sido hasta entonces cate-
drático de la universidad jesuita del Cusco, si es que —como el
mismo autor pretende— estos estudios, como los de todas las Aca-
demias de las Órdenes Religiosas, debían ser considerados como
universitarios “ pleno iure” .34 Pero no de la Universidad de San
M arcos de Lima. Por otro lado, es poco probable que, de haberlo
sido, el jesuita Vargas Ugarte no lo hubiera hecho notar.35
No sabemos si en la época de Avendaño estuviera vigente aún
la disposición que el General de la Orden había dado en 1596, se-
gún la cual todos los jesuitas, tras su ordenación sacerdotal, de-
bían estar al menos tres años en misiones entre indios.36 Induda-
blemente, aun en el caso de que tal disposición hubiera sido su-
primida o hubiese caído en desuso, de alguna manera permane-
cería su espíritu y quedaría la inquietud que la promovió. Un pa-
saje de A vendaño parece sugerir esta etapa suya de misiones du-
rante su estancia en Cusco:
Cerca de la ciudad Ac [...], en la diócesis de Cusco vi un mon-
te de no poca altura, a cuya media ladera brota abundantemen-
te agua salada; llevada ésta hábilmente a través de piedras lim-
pidísimas sobrepuestas,37 hasta varios receptáculos a modo de
mesas, se convierte en breve en sal blanquísima.38 Es en ver-
dad asombroso que al pie del monte corra un río muy famoso
34
Cfr. Thesaurus, Tít. IV, cap. XIV.
35
VARGAS UGARTE, Jesuitas.
36
MARTÍN, p. 70.
37
La expresión latina (“ superimperitus” ) utilizada en el texto de Amberes
(“ limpidissimis lapidibus superimperitis artificiose deducta” ) nos resultó en
extremo oscura. Su traducción directa como “ muy inexperto” o “ muy
ignorante” , no nos pareció viable en esa construcción latina. Tampoco nos
parecía muy lógica la traducción en el sentido de que la intención del texto
fuera expresar que dicho conducto de agua hubiese sido hecho por indios muy
ignorantes o inexpertos, cuando el mismo texto señala que fue hecho hábilmente
(“ artificiose” ). Sospechamos por ello que ha de tratarse de algún error de la
edición; y el que nos pareció más posible fue que, en lugar de “ superimperitis” ,
quiso decir “ superimpositis” . A falta de explicación mejor, optamos por esto
en la traducción.
38
Lamentablemente el mal estado del original de Amberes, sobre el que
trabajamos, no permite leer el nombre completo de este lugar. ¿Se tratará del
mismo lugar al que alude ACOSTA, Historia natural de las Indias, Sevilla,

37
de agua dulce, al que los de la región llaman Apurimac39 , e inex-
plicablemente en el monte cercano haya una corriente perenne
de aguas saladas.40

Tras su estancia en el Cusco, en 1631 figura como profesor,


también de A rtes, en A requipa, y de Teología de Prima en 1637 en
Chuquisaca en la —esta vez sí— Real Universidad de San Fran-
cisco Javier; de ahí es de donde pasa a San Pablo de Lima, en 1651,
según Egaña con el cargo de rector, aunque M artín ubica este pri-
mer rectorado de A vendaño en 1659.41 N o intervendría pues, al
menos directamente, en el parecer negativo que la Comunidad de
San Pablo dio acerca del sonado caso de la consagración del fran-
ciscano Bernardino de Cárdenas como Obispo de la Asunción, que
pretendía, como lo hizo, consagrarse con la sola designación del
Rey, sin esperar las bulas pontificias. La solicitud de opinión so-
bre el caso tuvo lugar a partir de un edicto de este obispo, en 1644.
Como consecuencia de ello, “ en 1647, Francisco de Contreras, rec-
tor de San Pablo, publicó un breve tratado sobre el tema, demos-
trando que tal consagración era a todas luces ilícita” .42 Quien con-
sagró al obispo Cárdenas fue el de Tucumán, el agustino M elchor
de M aldonado. En atención sin duda a la inclinación de este pre-
lado hacia los jesuitas, A vendaño aludiría a él en su Thesaurus con
laudatorias palabras.43

1590, (México, 1979), L. II, c. 19, mencionado por SOLÓRZANO PEREYRA,


Juan, Política Indiana, Madrid, 1647 (ed. T. Valiente y A. Barrero, Madrid,
1996), L. VI, c. III, n. 5 (en adelante cit. como SOLÓRZANO, Política).
39
En el original latino: “ Apuerimas” . “ Apurímac” es hoy el nombre del río, del
monte y del departamento, cuya capital es Abancay.
40
Tít. V, n. 77.
41
EGAÑA, Avendaño, p. 198; MARTÍN, p. 203.
42
MARTÍN, p. 84. Según BRUNO, C., El Derecho Público de la Iglesia en
Indias, Salamanca, 1967, p. 271 (en adelante cit. como BRUNO, Derecho), el
tratado lleva por título Discurso sobre que los electos para obispos no pueden
consagrarse ni tomar la posesión de sus obispados sin que primero reciban
las letras apostólicas de Su Santidad, y que “ existe ejemplar manuscrito en
55 páginas, letra menuda y apretada, y con aprobaciones de 1646” en el
Archivum Romanum Societatis Iesu, Roma, Fondo Gesuitico, 845.
43
“ El más docto y antiguo Prelado, entre todos los de esta región occidental” :
Thesaurus, Tít. V, n. 196. Sobre este caso puede consultarse EGAÑA, A.,

38
Aunque también alude a ello, tampoco le habría tocado presen-
ciar el altercado entre autoridades de la audiencia y la mitra de
Lima. El incidente surgió a propósito de las precedencias entre el
personal de ambas instituciones en los diversos actos públicos, tan-
to civiles como religiosos. Estas precedencias estaban puntualmente
fijadas por la Corona,44 que pretendía así salir al paso de las conti-
nuas discusiones y constantes fricciones entre tales funcionarios,
demasiado solícitos de sus privilegios. A juzgar por la reacción de
Pedro Villagómez, A rzobispo de Lima, el incidente debió suceder
en la propia Ciudad de los reyes, y en 1650; por más que nuestro
autor, prudentemente, no diga de qué Audiencia se trataba: “ Se ex-
cedieron los oidores de cierta A udiencia —dice— que ordenaron
una multa pecuniaria bastante elevada a un predicador, preben-
dado de aquella Iglesia, a causa del saludo de honor, que no con-
sideraron tan honorífico, en el exordio del Sermón; y ordenaron ha-
cer no sé qué otra satisfacción” .45 Téngase en cuenta que los oidores
podían proceder contra quienes les faltasen al honor.46 El caso de-
bió ser tan sonado, que el propio A rzobispo se creyó obligado a
publicar su protesta como “ Información en Derecho” .47
Ya en Lima, Avendaño continúa con su labor docente; esta vez,
quizá por el hecho de ser rector, en la principal Cátedra de Teolo-
gía, la de Vísperas, en la que continúa al finalizar su función de
Superior; y coincidiendo con el también profesor de Teología y por
entonces decano de estudios en San Pablo, Rodrigo de Valdés.48

Historia de la Iglesia en la América española, Madrid, 1966, pp. 186 y ss.


(en adelante cit. como EGAÑA, Historia); y –quizá sobre todo– BRUNO,
Derecho, pp. 260-279.
44
P. ej., Cédula de 27-5-1568: ENCINAS, Diego, Cedulario Indiano, Madrid,
1596 (Madrid, 1945), vol. I, p. 262 (en adelante cit. como ENCINAS).
45
Tít. IV, n. 109.
46
“ Pueden proceder con multas y otras penas” : SOLÓRZANO, Política, L. V,
c. IV, n. 15.
47
Información en derecho en defensa de las salutaciones que los Predicadores
han hecho primero a los Señores Obispos que a los Señores de la Real
Audiencia. Escrita por el Ilmo. y Rvmo. Señor Doctor Don Pedro Villagómez,
Arzobispo de Lima... Dirigida a los Señores desta Real Audiencia de la
Ciudad de los reyes. Año de 1650, Lima, 1650.
48
EGAÑA, Avendaño, p. 198; MARTÍN, p. 62.

39
Como todos los jesuitas de San Pablo no descuidó la actividad mi-
sionera; Losada recoge el dato de que, junto con los padres Pedro
Julio y Francisco del Castillo, misionó por tres meses y medio des-
de Pachacamac hasta Carabaillo (sic), en el valle de Lima.49
Sin embargo A vendaño, más que un misionero era un intelec-
tual y ya en esta época asumía la tarea de redacción del Thesaurus.
Él mismo nos aporta el dato de que, finalizando el Título I, corría
el año de 1657; que al año siguiente, redactaba ya el Título III; y en
1659, el Título V.50 En dos ocasiones Egaña alude a la fecha de cul-
minación de los dos primeros volúmenes, señalando en la prime-
ra el año de 1662 y en la segunda 1622.51 A nte los citados testimo-
nios de A vendaño, resulta claro que la fecha de 1622 no es sino
un error de imprenta. Sin embargo parece ser la que ha influido
en otros autores: Yubero repite casi a la letra a Egaña, y Castañeda
y H ernández A paricio coinciden al decir que el Thesaurus fue es-
crito entre 1622 y 1678.52 El año de 1662 como el de culminación
de los dos primeros volúmenes estaría en concordancia con la li-
cencia para imprimirlos, expedida por el provincial de Toledo, y
que va fechada el 15 de diciembre de 1664.53
Del 6 de enero hasta abril de 1661 A vendaño es designado
como Viceprovincial, al cesar en el cargo el P. Gabriel M elgar.54
Esta designación, y la posterior como provincial propiamente tal,
hacen ver el concepto en que se tenía a nuestro autor en el seno de
su Orden. Tanto como para poder sospechar como muy posible
que, finalizado el período de su viceprovincialato, él declinará el
nombramiento de provincial en 1661, alegando estar a punto de
concluir el segundo volumen del Thesaurus. Declinación que hu-
49
LOSADA, Jesuita, p. 426.
50
Según n. 150 del Tít. I, una nota marginal al n. 93 del Tít. III, y Tít. V, n. 48.
51
EGAÑA, Avendaño, pp. 198 y 205 respectivamente.
52
YUBERO GALINDO, p. 403; CASTAÑEDA DELGADO, P., “ El segoviano
P. Diego Avendaño: un teócrata moderado, ecléctico y tardío” , en CUESTA
DOMINGO, pp. 361-396, la referencia en p. 387; HERNÁNDEZ APARI-
CIO, P., “ La doctrina de Avendaño sobre los repartimientos de indios” , en
CUESTA DOMINGO, pp. 411-419, la referencia en p. 419.
53
Thesaurus, Tít. I, n. 05.
54
RODRÍGUEZ APOLINARIO, p. 36.

40
biera sido excesiva al trienio siguiente, de 1663 a 1666, para el que
es nombrado provincial;55 una circunstancia, por otro lado, que
hubo de ampliarle la posibilidad de un mayor conocimiento de la
realidad peruana, incluso en lugares más periféricos que, como
provincial, habría de visitar durante su mandato. Sin excluir, por
ejemplo, la realidad de los indios en las minas de H uancavelica,
lugar en el que, desde 1644 los jesuitas tenían ya una residencia.56
Como provincial, le cupó también lograr la reconciliación en
Lima entre jesuitas y dominicos, en relación a las discusiones so-
bre el tema de la Inmaculada y a propósito de la decisión pontificia
sobre el asunto; reconciliación celebrada en diciembre de 1663 con
solemnes fiestas en la ciudad de Lima.57 En virtud del mismo car-
go, presidió la XVII Congregación jesuita del Perú, celebrada a me-
diados de 1665. Como producto de ella, se solicitan para San Pa-
blo profesores de hebreo, griego y matemáticas y se aprueba que
se enseñe quechua en el Colegio del Cercado,58 que los jesuitas re-
gentaban a las afueras de Lima para la nobleza india. Losada anota
asimismo la especial intervención de A vendaño en la Congrega-
ción de 1674, de la que, junto al P. Jacinto de Contreras, fue su
Relator.59 A l terminar su provincialato es nombrado por segunda
vez (¡rondando sus setenta y dos años!), y hasta 1669, rector de
San Pablo, Colegio en el que permanecería hasta su muerte.60 M ar-
tín recoge dos datos de la historia del Colegio San Pablo, corres-
pondientes a la época de este rectorado de Avendaño:
El besoardicus lapis, o piedra bezoar, era un cálculo de fosfato cál-
cico y carbónico que se formaba en el intestino de la llama y la
vicuña, muy apreciado en Europa como poderoso antídoto con-
tra venenos... Felipe de Paz llevó consigo dos envíos de piedras

55
EGAÑA, Avendaño, p. 198; RODRÍGUEZ APOLINARIO, p. 36; RIVARA,
Reseña, p. 107. Sin embargo MARTÍN, p. 203, lo incluye en esos años en la
lista de rectores de San Pablo.
56
MARTÍN, p. 82.
57
LOSADA, Jesuita, p. 425.
58
EGAÑA, Avendaño, p. 204, nota.
59
LOSADA, Jesuita, p. 425.
60
EGAÑA, Avendaño, pp. 198-199; MARTÍN, p. 203; RIVARA, Reseña,
p. 107; VARGAS UGARTE, Jesuitas pp. 219-220.

41
bezoar cuando marchó como procurador de San Pablo a Roma,
en 1667... En 1669, otro jesuita de Perú, N icolás de M iraval, de-
claró a las autoridades de aduanas de Roma más de trescientas
‘libras’ de piedras bezoar que debían ser distribuidas en la Curia
romana y entre las casas jesuitas de Italia.
El Colegio de San Pablo... se convirtió en el centro de distribu-
ción de la quinina, la amarga corteza febrífuga de... el famoso
‘árbol de las calenturas’... En 1667, Felipe de Paz transportó con-
sigo un baúl lleno de ‘corteza de las calenturas’ y, en 1669, N ico-
lás de M iraval llegó a Roma con seiscientas treinta y cinco libras
de quinina, habiendo dejado ya, probablemente, una cantidad si-
milar en España.61

Libre ya de las responsabilidades provincialicias, continuó con


los volúmenes del Thesaurus: “ ... escribía el tercero en 1666, el cuarto
en 1670” ,62 año en que llegaba a la ciudad —el 14 de enero— la
Bula de Beatificación de Rosa de Lima, cuando A vendaño regía
ya, desde el año anterior y hasta 1672, el noviciado de San Pa-
blo.63 En el mismo 1670, y como miembro de la Comunidad jesuita
de San Pablo, A vendaño dejaría oír su opinión, cuando el virrey
Conde de Lemos consultaba a la Comunidad de San Pablo acerca
de la mita de indios en Potosí. El 26 de julio los jesuitas emitían
su “ Parecer” , recomendando la supresión de la mita, y en tal sen-
tido escribiría días después el virrey a la metrópoli.64
La vida continuaba en Lima para A vendaño, mientras en 1671
veía morir al arzobispo Villagómez y era canonizada Santa Rosa
de Lima; escribía el quinto volumen del Thesaurus en 1672;65 llega-
ba en 1674 el nuevo arzobispo Juan de Almoguera, quien cada año
hacía los “ Ejercicios Espirituales” en el N oviciado de San Pablo66
y fallecería en 1676. En 1678 nuestro jesuita terminaba de escribir
61
MARTÍN, pp. 125 y ss.
62
EGAÑA, Avendaño, p. 205; YUBERO GALINDO, p. 404.
63
RODRÍGUEZ APOLINARIO, p. 36; RIVARA, Reseña, p. 107.
64
Cfr. HANKE, L., Los Virreyes españoles en América durante el gobierno de
la Casa de Austria, Madrid, 1978, 1980, vol. IV, pp. 276-289 (en adelante cit.
como HANKE, Virreyes).
65
EGAÑA, Avendaño, p. 205; YUBERO GALINDO, p. 404.
66
EGAÑA, A., Historia, p. 298.

42
el sexto volumen del Thesaurus,67 y llegaba a la ciudad el nuevo
arzobispo —primer arzobispo-virrey del Perú— el ilustre, amén de
Ilustrísimo, M elchor de Liñán Cisneros.68 Sin olvidar el terremoto
de Lima del 17 de junio del mismo año. A vendaño moría el 30 de
agosto de 1688 en el Colegio de San Pablo, a punto de cumplir sus
noventa y cuatro años.69

Personal i dad

No tenemos que hacer observaciones respecto a lo que hemos sos-


tenido anteriormente sobre la personalidad de A vendaño. Ya sus
propios superiores lo habían calificado en vida de “ salud integral
y armonía de cualidades, con un natural sanguíneo bilioso” ...
“ muy espiritual y recogido, y muy grande estudiante” ; y, en oca-
sión de su muerte hablaban de su “ admirable sabiduría... heroi-
cas virtudes con la aclamación universal que de santo tuvo en vida
y en muerte” .70
En honor de la verdad, A vendaño no aparece muy flemático,
precisamente, en su Thesaurus, y sí bastante sanguíneo, según los
términos del P. Diego Á lvarez. Ya nos referíamos a este aspecto,
reflejado en los Títulos I-III; y se confirma en los dos siguientes,
que hemos trabajado. N o otra cosa nos parece el que, en la fiebre
de su argumentación, nuestro autor llame “ monstruos” a los oido-
res ambiciosos, y de “ amplias tragaderas” para disimular su pro-
pia corrupción; “ ponzoñosos” (“ aconimi” ) a algunos de sus ad-
versarios dialécticos; “ aduaneros de la muerte” a quienes preten-
dían cobrar a los indios los servicios de la A udiencia.71 Cayendo a
67
EGAÑA, Avendaño, p. 205; YUBERO GALINDO, p. 404.
68
EGAÑA, Historia, pp. 300 y ss.
69
Fondo Gesuitico, Collegia 115/III, Catálogo de los difuntos de esta provincia
de los años 1688-1689 y noventa, ff. IV y ss., cit. por EGAÑA, Avendaño,
p. 199.
70
EGAÑA, Avendaño, p. 197, citando, respectivamente, la carta del P. Diego
Álvarez al General de la Orden, P. Vitelleschi, Fondo Gesuitico, Collegia 160/
II, sin foliar; y al P. Grijalva, Fondo Gesuitico, Collegia 115/III, Catálogo de
los difuntos de esta provincia de los años 1688-1689 y noventa, ff. IV y ss.
71
Tít. IV, nn. 4, 195, 19, 210.

43
veces en la ironía; no halagaría en exceso los oídos de los oidores
los reclamos que les hace A vendaño en relación a algunos casos
en que éstos usurpaban —según el jesuita— jurisdicción eclesiás-
tica en materia de diezmos; y que concluyera sus reclamos con
aquello de: “ ocúpense pues los artesanos de sus artes, los laicos
de lo civil, los consagrados de lo sagrado” . Es decir, parafraseando
al pintor griego A peles, A vendaño dibujaba su propia adverten-
cia a los oidores: “ ne sutor ultra crepidam” ; o sea, “ zapatero, a
tus zapatos” .72
De su salud integral puede dar prueba su longevidad en una
época en que la esperanza de vida no iría mucho más allá de los
sesenta años. N o dejan de parecer demasiados; pero hacemos la
afirmación basados en el testimonio del propio A vendaño, al afir-
mar que “ el año sexagésimo tercero es el climatérico y en el que
más frecuentemente suele peligrar la vida” .73 Lo hemos visto asu-
mir en 1666, a sus setenta y dos años, el rectorado de San Pablo. Y
en 1657, a los sesenta y tres, cuando “ la edad y flaqueza desean
más bien el descanso que el trabajo” , proyecta dedicarse a una obra
tan extensa como el Thesaurus.74 Todavía dos años más tarde, cuan-
do en 1659 comenzaba a escribir el Título V, escribe sobre los an-
cianos como si ello nada tuviera que ver con él: esto a la edad de
sesenta y cinco, una edad que él mismo cataloga como práctica-
mente decrépita y cuando hasta los de menos de 55 años estaban
libres de la ley del ayuno y abstinencia. Seguramente él no descu-
bría en sí mismo los indicios de ancianidad: “ además de la debili-
dad, son la excesiva canicie, falta de dientes y molares, abundan-
cia de humor flemático en los sueños” .75
Y es que A vendaño, por su pensamiento y sus métodos, era sí,
un escolástico militante de la llamada Segunda Escolástica. Pero
era un escolástico, también en el sentido original de la palabra: un
practicante del ocio. La “ scholé” de los griegos, el “ otium” de los
latinos. Un hombre ocioso en el sentido de la frase que Cicerón atri-
72
ID., n. 19. La frase es atribuida por Plinio al pintor Apeles: PLINIO, Historia
naturalis 36, 35, 12.
73
Tít. V, n. 259.
74
Tít. I, nn. 02, 150.
75
Cfr. Tít. V, nn. 48, 259-264.

44
buía a Catón: que “ nunca estaba menos ocioso que cuando estaba
ocioso” .76 “ Otium” , como contrario al “ nec-otium” , al negocio. El
ocio de los romanos con cargos públicos, que hacían un parénte-
sis en sus ocupaciones para, en sus casas, dedicar su ocio a la re-
flexión, lectura y escritura. A sí dedicó A vendaño el tiempo de su
ancianidad ociosa, no al no hacer nada, sino a la dedicación ocio-
sa y despaciosa de sus últimos días; para que fuesen “ útiles al bien
común lo que me resta de edad y energías... y aunque la edad y
flaqueza deseen más bien el descanso que el trabajo, no rehúso éste;
no por necesario, sino por útil...; me lo exige además el cumplimien-
to del deber” .77 No en balde señala Martín que Avendaño fue “ uno
de los miembros más activos en los debates generales sobre los pro-
blemas de conciencia” ; e incluso piensa que “ tenía quizá una di-
mensión intelectual mayor que la de Pedro de Oñate” .78
Si en su época de estudiante la biblioteca de San Pablo conta-
ba con cuatro mil volúmenes, este número fue creciendo progresi-
va y continuamente, de modo que como profesor y escritor pudo
disponer de una bien dotada bibliografía: en 1629, por ejemplo, se
enviaban a San Pablo trescientas cajas de libros, y en 1665 cien baú-
les más. Por más que muchos de estos libros se destinasen a repar-
tir entre otras Comunidades jesuitas del Virreinato, la biblioteca de
San Pablo llegó a ser considerada la mejor del Perú.79 Por más que
durante todo ese siglo persistiera entre los jesuitas limeños la cos-
tumbre de formar, a costa de la biblioteca comunitaria, su bibliote-
ca particular. El propio rector Nicolás Durán separaba para la suya
cincuenta volúmenes en 1623 y veintiséis más el año siguiente. Los
superiores se empeñaron en evitarlo. En 1660, por ejemplo, el pro-
vincial Rada se dirigía al rector, precisamente Diego de Avendaño,
intimando que cuando un jesuita fuese trasladado a otro destino,
no se llevara consigo los libros de su biblioteca particular sacados
de la comunitaria. Con escaso resultado, por cierto.80
76
“ Numquam se minus otiosum esse, quam cum otiosus” : CICERÓN, De
officiis, 3, 1, 1.
77
Tít. I, n. 02.
78
MARTÍN, p. 81.
79
ID., pp. 109, 102.
80
ID., pp. 105 y ss.

45
N o será muy malicioso pensar, dada la afición al estudio de
nuestro autor y de la extensísima bibliografía de que hace gala a
lo largo de todo el Thesaurus —en el Título I no menos de setecien-
tos treinta, es decir, un promedio de casi veinte citas por página—,
que él mismo tuviera una de tales bibliotecas particulares bien sur-
tida. Como sea, Solórzano Pereyra, que se preciaba de que “ salie-
sen de mis lecciones y generales en letras tan lucidos oyentes que
han podido y merecido de muchos años a esta parte ocupar e ilus-
trar las cátedras, chancillerías, consejos, iglesias y puestos más su-
periores y autorizados de España” ,81 podría muy bien decirlo tam-
bién de A vendaño de quien, si no su profesor, fue, tras descubrir-
lo en Sevilla, su tutor.

Obra

Producto de los ocios de A vendaño es una buena lista de escritos.


El primero editado fue el Epithalamium Christi et Sacrae Sponsae, ci-
tado por su autor en el Thesaurus, al que siguió en la imprenta el
Amphitheatrum M isericordiae;82 ambas obras de corte escriturístico,
extensos comentarios a los salmos 44 y 88 respectivamente. Les
siguen sus Problemata Theologica,83 publicados cuando ya se había
iniciado la redacción del Thesaurus; fueron, pues, escritos con
anterioridad. En efecto, A vendaño comienza éste del siguiente
modo: “ H abiendo gestado hace ya tiempo partos de Sagrada Teo-
logía, de los que algunos ya vieron la luz pública” .84 Es decir, “ al-
gunos” (los dos primeros) ya habían visto la luz pública, no así
los Problemata; pero estaban ya escritos, si atendemos al testimo-
nio del propio autor: “ Hablé de esto en el tomo II de los Problemata
Theologica” .85
81
SOLÓRZANO PEREYRA, J., Memorial o discurso informativo, Madrid,
1642, p. 109, cit. por MALAGÓN-OTS, p. 16.
82
Cfr. Tít. I, n. 85. El Epithalamium fue publicado en Lyon, Lorenzo Anisson,
1643, 852 pp.; el Amphitheatrum, también en Lyon, Horacio Boissat, 1660,
812 pp.
83
Amberes, Engelberto Gimnico, 1678.
84
Tít. I, n. 02.
85
Tít. V, n. 279.

46
Y siguió su obra principal, el Thesaurus Indicus, “ sin duda la
obra más extraordinaria producida en el Colegio de San Pablo...
un auténtico tesoro escrito en un excelente latín” ,86 a cuya compo-
sición se sintió moralmente obligado: “ me lo exige el cumplimien-
to del deber” . Escrito robándole tiempo al sueño, “ en el afán de
largas vigilias” 87 (no olvidemos que gran parte de él fue escrito si-
multáneamente a cargos de responsabilidad en la Orden y “ entre
otras ocupaciones propias del ministerio religioso” ), pareciera
constituir el testamento ideológico del autor (“ lo que me resta de
edad y energías” 88 ) y en donde vertiera su corazón, cristalizando
sus inquietudes sobre las colonias (“ haber abierto mi corazón” 89 )
y el agradecimiento a que se siente obligado para con ellas: “ no
puedo menos de reconocerme por muchos títulos deudor a ellas.
De modo que, para expresar algún testimonio de agradecimien-
to...” .90 Finalizando el Título I, el autor acotaba que lo escribía en
el año 1657. Quizá esta fecha pueda sugerir que comenzara el
Thesaurus como homenaje a su mentor Solórzano Pereyra, tras lle-
gar a Lima la noticia del fallecimiento de éste acaecido en 1655; o
porque sintió que debía completar la obra del oidor desde el pun-
to de vista del moralista eclesiástico.
Llama la atención en la lectura de esta obra la insistencia con
que A vendaño centra sus juicios morales en el tema de la restitu-
ción. Independientemente de que ello pudiera ser indicio de que
considerara el asunto uno de los problemas principales de la so-
ciedad peruana de la época, esta apreciación coincidiría con la ob-
servación de M artín acerca de que uno de los temas fundamental-
mente estudiados por los autores y catedráticos de San Pablo fue
precisamente ése. A este propósito cita los ejemplos de dos trata-
dos manuscritos, el De restitutione de M artín de Jáuregui, y el anó-
nimo De restitutione fortunarum.91 Sin duda debió ser el de la resti-
tución un tema tan especialmente transgredido por aquella socie-
86
MARTÍN, p. 81.
87
Tít. I, nn. 01 y ss.
88
ID., n. 02.
89
ID., n. 01.
90
ID., n. 02.
91
MARTÍN, p. 94

47
dad como para que los jesuitas limeños se consideraran obliga-
dos a insistir de tal manera en él. N o olvidemos que la intención
de A vendaño es que su Thesaurus resulte útil a todos: “ compuesto
para utilidad... clamores que habrán de ser útiles, según espero” ...
“ para que sean útiles al bien común” .92 La utilidad de la obra, pre-
tendida y sospechada por su autor, ha sido ampliamente recono-
cida por actuales investigadores, como veremos más adelante.
Propiamente, ésta fue su última obra impresa. Sólo que, acu-
ciado por la idea de perfectibilidad, parece no haber quedado sa-
tisfecho y está siempre pendiente de corregir, ampliar o precisar
lo ya dicho. De corregir, lo hicimos notar ya al presentar los tres
primeros Títulos del Thesaurus;93 y esto se confirma en los dos si-
guientes, en clara alusión a una revisión final, una vez concluido
su trabajo: “ cuando reviso este escrito” , “ escrito esto, consulté Dia-
na” .94 Pero también de ampliar y precisar; así, cuando habiendo
hablado ya en el Título II de los Recursos de Fuerza, anota en el
IV: “ A ñadiremos aquí algo para confirmar lo allá dicho” .95
Y, sobre todo, porque inicialmente A vendaño había concebido
el Thesaurus en dos volúmenes; lo dice explícitamente: “ pude pla-
nificar en dos gruesos volúmenes” .96 Pero posteriormente se sin-
tió obligado a continuarlo en otra obra, el Actuarium Indicum, cu-
yos cuatro volúmenes, publicados a partir de 1675 (recuérdese que
los dos tomos del Thesaurus habían aparecido en 1668), lo fueron
como tomos III al VI del Thesaurus;97 tanto así que la edición de
éste figura normalmente como editada de 1668 a 1686, fecha de
aparición del último tomo del Actuarium. M ás aún: este último to-
mo del Thesaurus, cuarto del Actuarium, figura asimismo con el tí-
tulo de Cursus consummatus, sive recognitiones Theologiae expositivae
Scholasticae,98 donde pretende corregir y completar lo que no con-
92
Tít. I, nn. 01s.
93
MUÑOZ GARCÍA, Thesaurus, p. 59.
94
Tít. V, nn. 6, 151; cfr. también Tít. IV, nn. 13s., 18.
95
Tít. IV, n. 46.
96
Tít. I, n. 02.
97
Su título reza: Actuarium Indicum seu Tomus Tertius ad Indici Thesauri
Ornatius Complementum, Amberes, 1675; similarmente los tomos siguientes.
98
Cursus consummatus: Amberes, Jerónimo Verdussen, 1686, 515 pp.

48
sideró adecuado en los cinco tomos anteriores. Los dos gruesos
volúmenes iniciales se habían convertido en seis.
Los biógrafos recogen otros escritos manuscritos, no publica-
dos, de A vendaño. Los provinciales jesuitas debían enviar anual-
mente una Carta informativa al General de la Orden sobre el esta-
do de su Provincia Religiosa; son las llamadas “ Cartas annuas” .
Como provincial de 1663 a 1666, Avendaño también las envió: Car-
tas annuas de la Provincia del Perú de la Compañía de Jesús, de los años
1663 a 1665, al R. P. General de la misma Compañía. A simismo, como
rector, debía comunicar a la Orden, en su ocasión, el fallecimiento
de jesuitas en el Colegio de San Pablo; son las llamadas Cartas de
edificación que, al igual que las anteriores, los bibliógrafos registran
como existentes en la Biblioteca N acional de Lima, pero desapare-
cidas, aparentemente a raíz del incendio de dicha biblioteca.
A parte de estas Cartas, Egaña señala otros manuscritos más:
De este período de su provincialato, según nuestras noticias, se
conservan al menos los siguientes documentos: Carta circular
exhortatoria del P. Provincial (1663-1666), Lima, sin fecha, firma au-
téntica. Bibliot. Nac. de Lima, tomo 5, f. 227 (Cat. 161ª); Carta del P.
Provincial al Rector de Arequipa sobre las ceremonias del triduo de la
renovación de los votos (15 de mayo 1663), (Ib. ff. 362-364); otra carta
al mismo sobre el testamento de Juan Gómez Chacón (15 de julio
de 1663) (Ib.); Carta circular exhortatoria del P. Provincial, después de
la Congregación Provincial [de 1665] (Ib. Cat. 148, f. 131).99

También anota que A vendaño “ el 31 de agosto de 1669 era to-


davía rector, pues con esta fecha, y como tal, escribe al virrey Con-
de de Lemos una carta gratulatoria. Arch. Nac. de Santiago de Chile,
sección jesuitas, tomo 205, sin foliar” .100 Finalmente, anotemos la Re-
lación de la Congregación Provincial de Perú de 1674, redactada por
Avendaño, que —según Rodríguez Apolinario—101 figura en la Bi-
blioteca N acional de Lima con la sigla M ss. 0005 F. 227, pero sin
que aparezca en ella.

99
EGAÑA, Avendaño, p. 198, nota.
100
ID., p. 199, nota.
101
RODRÍGUEZ APOLINARIO, p. 47.

49
H ay un dato más que nos parece importante señalar, así como
nuestra extrañeza de que ningún biógrafo moderno lo haya hecho
notar. Nos referimos a que hubo al parecer de una a tres obras más
(editada o editadas) de A vendaño, para un total de tres tomos (o
volúmenes) más. Ello se desprende de las palabras del P. Grijalva
que recoge también Egaña: “ A 30 de agosto fue el dichoso tránsito
a mexor vida del Venerable P. Diego de Avendaño, cuia admirable
sabiduría demuestran bastantemente doze eruditíssimos tomos que
escribió, de los cuales nueve se an dado a la prensa” .102 Es cierto
que las expresiones “ volumen” y “ tomo” pueden ocasionar equívo-
cos, por cuanto pudieran utilizarse indistintamente una por otra.
Si examinamos las ediciones, obtenemos que el Epithalamium y el
Amphitheatrum comprenden un tomo (un volumen) cada uno; los
Problemata y el Thesaurus, cada uno un volumen contentivo de dos
tomos; los tres tomos del Actuarium y el Cursus consummatus fueron
publicados cada uno en un volumen. Ello da un total de ocho vo-
lúmenes y diez tomos. A no ser que Grijalva esté contando los vo-
lúmenes II y III del Actuarium, aparecidos en el mismo año de 1676,
como un solo tomo. Como sea, parece haber aún otra u otras obras
editadas de Avendaño, de las que hoy día no se tiene noticia.

A l gunos testi moni os sobre el Thesaurus

La primera opinión con que contamos a este respecto es la del


P. Grijalva, cuyos elogios pudieran parecer exagerados a más de
uno. Pero no puede dejarse de lado la particularidad de estar re-
ciente todavía el fallecimiento de A vendaño y tratarse de elogios
de jesuita a jesuita, aspectos que pueden disimular lo apasionado
de su pluma:
Por lo que toca a las glorias de esta mano, poco o nada hay que
temer se olviden de ella los mortales; pues en cada número y
aun período de los que escribió, celebrarán los siglos un mila-
gro, que obró esforzada la diestra del Omnipotente... Porque la
copia de erudición, la piedad, solidez, agudeza de ingenio y so-
beranía de juicio, que en los escritos del P. Diego de A vendaño
102
EGAÑA, Avendaño, p. 199.

50
resplandecen, exceden tanto los límites de la capacidad humana,
por elevado que esté en las cumbres más eminentes de la cien-
cia, que sólo puede aplaudirse con admiraciones y asombros de
los más aventajados ingenios.103

A sí opinaba el P. Grijalva de la obra de A vendaño. Tras las


serpentinas de su barroco lenguaje, y por debajo de la apasionada
laudatoria hacia un consodal en religión a escasas horas de su
fallecimiento, subyace un indudable reconocimiento a la obra de
nuestro autor.
Bastante más sobriamente, el también jesuita Egaña opinaba
del Thesaurus:
Obra madura, escrita después de los 68 años de edad del autor y
26 de vida activa científica. N o pretende A vendaño en ella ser
original, pero sí útil. Y lo consigue: con una amplitud, quizás ex-
cesiva... ventílanse a lo largo de estas páginas cuantas cuestiones
de alguna monta eran la materia viva sobre la que a diario te-
nían que operar los moralistas y juristas de allende los mares, y
más en concreto en el Perú virreinal del XVII.104

Resulta obvio en la lectura del Thesaurus que en él su autor no


es original. N i lo pretende. Ya se vio que su pretensión fue, como
subraya el propio Egaña, ser útil: “ ... compuesto para utilidad...
clamores que habrán de ser útiles, según espero” ... “ para que sean
útiles al bien común” .105 Pero alguna originalidad tiene, ciertamen-
te, como señalan dos coincidentes testimonios contemporáneos:
Si algo caracteriza esta obra monumental de A vendaño es su de-
fensa cerrada de la dignidad del hombre, sean cualesquiera las
vicisitudes y circunstancias de su historia, sin distinción de condi-
ciones políticas, raciales o religiosas.
La originalidad de A vendaño en esta obra, hasta ahora poco o
nada puesta de relieve por historiadores y juristas, es su posi-
ción frente al tema candente en todos los tiempos de la esclavi-
tud. Es sin duda una de las primeras voces, equilibrada y libre de

103
Recogido por MENDIBURU, p. 293.
104
EGAÑA, Avendaño, p. 205.
105
Tít. I, nn. 01 y ss.

51
exageraciones, que se alza contra la esclavitud perpetua del in-
dio y en defensa de su liberación física y moral.106

Otro jesuita, Vargas Ugarte, considera que A vendaño, “ defen-


sor de los indios, sostiene sus derechos con firmeza, pero sin las
exageraciones de Las Casas. Comparte con Solórzano y M atienzo
la gloria de haber echado los cimientos del Derecho Indiano” .107
Y otro más, recientemente, opina que el Thesaurus es, “ sin duda, la
obra más extraordinaria producida en el colegio de San Pablo. En
el Thesaurus, un auténtico tesoro escrito en un excelente latín,
A vendaño exponía todas sus opiniones de medio siglo de lucha
por la libertad del hombre y de esfuerzos por implantar un modo
de vida cristiano en A mérica” .108 De acuerdo con este autor, por
tanto, A vendaño estaría por encima de autores como Rodrigo
Valdés, Jacinto Barrasa, Bernabé Cobo, José de Arriaga, Blas Valera,
José de Acosta —a quien llama “ el cerebro de San Pablo” —,109 Este-
ban Ávila, Pérez de M enacho, Pedro de Oñate, M artín de Jáuregui,
Álvarez de Paz, Francisco Coello, entre otros.
También Guil Blanes, desde Sevilla, opinaba que el Thesaurus
es probablemente la más representativa figura del pensamiento
filosófico del Perú del siglo XVII... Si, considerado en absoluto,
A vendaño es sólo un valor filosófico estimable, colocado en la
circunstancia de ser uno de los primeros pensadores del N uevo
M undo, su interés aumenta extraordinariamente. Es más, se en-
cuentra el ilustre profesor limeño, al igual que tantos otros espa-
ñoles de aquel entonces, en un interesante término medio histó-
rico entre el esplendor del maravilloso renacimiento escolástico
106
L OSA DA , Avendaño , p. 6 y L OSA DA , Jesui ta, p. 428. Y UBERO
GALINDO, por su parte, opina: “ Realmente esta gran Obra del P. Avendaño
es la carta magna de la defensa de los derechos del hombre, especialmente los
marginados para el P. Avendaño allí en América: los indios y los negros. La
originalidad de Avendaño, hasta ahora poco o nada puesta de relieve, es su
posición clara y terminante frente al tema de la esclavitud. La suya es sin
duda una de las primeras voces equilibrada y libre de exageraciones que se
alza en contra de la esclavitud perpetua del indio y en defensa de su libertad
física y moral” : pp. 399-340.
107
VARGAS UGARTE, Iglesia, vol. 3, p. 454.
108
MARTÍN, p. 81.
109
ID., p. 41.

52
español de la última mitad del siglo XVI y primer cuarto del XVII,
y la evidente postración y anquilosamiento de la Filosofía cristia-
na en el siglo XVII.110

Y M aría Luisa Rivara de Tuesta:


Indiscutiblemente en esta obra destaca por su planteamiento mo-
ral sobre la defensa de los derechos de los indios y la condena de
la esclavitud de los negros... Su posición es vigorosa como de-
fensa de la humanidad de los indios y de la libertad personal del
hombre, defensa que hace de él un clásico del pensamiento ético
hispanoamericano; más aún, se propuso ventilar cuantas cues-
tiones podían suscitarse en estas regiones, no sólo en el campo
teológico o canónico moral, sino en el jurídico social; y lo hizo
con solidez y erudición no igualadas hasta entonces.111

Otras opiniones son, no por más escuetas, menos laudatorias:


A vendaño fue un decidido defensor de los derechos tanto de los
indios americanos como de los negros africanos;112 “ teólogo je-
suita, quien produjo primero que otros filósofos la idea de liber-
tad de los indios” ;113 o, simplemente llaman a A vendaño “ defen-
sor de derechos” y “ apóstol de justicia” .114 A éstas se puede aña-
dir también la de Saranyana.115

Otros juicios no son tan elogiosos. En el siglo XVII dos capu-


chinos, el aragonés José de Jaca y el francés Epifanio de M oirans,
andaban misionando por Venezuela. Denunciados allá por sus
ideas en contra de la esclavitud de los negros, fueron más o me-
nos soportados hasta que llegaron a pretender que había también
que indemnizarlos. A nte tal extremo “ inaceptable” fueron encar-
celados y enviados a España. En la cárcel escribieron sendos es-
critos fundamentando sus ideas, escritos en los que atacan repeti-
110
GUIL BLA NES, F., “ La Filosofía en el Perú del X V II” , en Estudi os
Americanos, X, n. 47, pp. 179, 181.
111
RIVA RA Fi l osofía, pp. 235s.; también: RIVA RA DE TUESTA , M .,
Pensamiento Prehispánico y Filosofía Colonial en el Perú, vol. I, pp. 248-249.
112
VÁZQUEZ, Pensadores, p. 418.
113
MENDIBURU, vol. II, p. 292.
114
BARREDA Y LAOS, p. 127.
115
SARANYANA, J., Historia de la Teología Latinoamericana. Primera Parte:
Siglos XVI y XVII , Madrid, 1991, p. 293.

53
damente al Thesaurus de Avendaño. López García publicó tales es-
critos, y en su estudio introductorio opina que nuestro autor
trata de hacer una defensa de la esclavitud, por cierto bastante
vulnerable. Se funda en que ciertos doctores no juzgan el asunto
abiertamente condenable. Dice que hay obispos, religiosos y otros
que aceptan sin escrúpulos la trata. A demás, que los reyes no
han dicho nada en contrario y que ellos mismos compran y ven-
den. Que los obispos no han fulminado excomunión contra los
tratantes. Finalmente, que sin esclavos no se sostendrían las po-
sesiones de A mérica.116

El manuscrito de M oirans (Servi liberi seu naturalis mancipiorum


libertatis iusta defensio) va fechado en 1682 y el de Jaca (Resolución
sobre la libertad de los negros y sus originarios en el estado de paganos
y después ya christianos) se escribió posiblemente en 1681, durante
su prisión en La H abana.117 Lo que nos indica que para esas fe-
chas se encontraban ya en Venezuela algunos tomos, al menos,
del Thesaurus.
Recientemente, Pena González ha estudiado el escrito de Fran-
cisco de Jaca. Su trabajo —según nos comunica— espera salir pron-
to de la imprenta.118 En su tesis,119 tras afirmar que “ es uno de los
116
LÓPEZ GARCÍA, p. 27.
117
Cfr. ID., pp. 1, 47.
118
Francisco de Jaca y Epifanio de Moirans; cfr. LÓPEZ GARCÍA.- PENA
GONZÁLEZ, M., prepara sobre Francisco de Jaca: PENA GONZÁLEZ,
M ., “ Un autor desconocido y singular en el pensamiento hispano” , en
FRANCISCO JOSÉ DE JACA, Resolución sobre la libertad de los negros y
sus originarios, en estado de paganos y después ya cristianos. La primera
condena de la esclavitud en el pensamiento hispano, CSIC, Corpus Hispanorum
de Pace, Segunda Serie, n. 11, Madrid 2002, pp. XCIV-XCVII (en prensa);
así como su tesis doctoral ID., Propuesta teológico-liberadora de Francisco
José de Jaca, sobr e la esclavitud negr a, en el siglo XVII , Bibliotheca
Salmanticensis, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca [2003]
(actualmente también en prensa). Un extracto de esta última ha sido publicado:
ID., Propuesta teológico-liberadora de Francisco José de Jaca, sobre la
esclavitud negra, en el siglo XVII , Universidad Pontificia de Salamanca,
Salamanca 2001; así como ID., “ Un documento singular de Fray Francisco
José de Jaca, acerca de la esclavitud práctica de los indios” , en Revista de
Indias, vol. LXI, n. 223, 2001, pp. 701-713. Agradezco al Dr. Pena González
el haberme facilitado estos datos.
119
Pp. 148-152.

54
autores que dedica más páginas al asunto de la esclavitud” , hace
un resumen del pensamiento de A vendaño acerca de la esclavi-
tud de los negros,120 de cuyas conclusiones piensa que “ aunque
tienen apariencia de objetividad están determinadas por una gran
prudencia” pues, por más que sostenga que tal negocio “ la mayor
parte es ilícito, injusto y con obligación de restituir” , sin embargo
“ considera que dicha compra en las Indias y Europa se puede jus-
tificar de alguna manera” . A este respecto, Pena comenta: “ Parece
incomprensible cómo el jesuita, después de presentar una postura
tan ecuánime respecto a la injusticia cometida con los esclavos ne-
gros, abre una tercera vía con la que justificar todas las atrocida-
des que se cometen y lo haga con la simpleza de un adverbio lati-
no, aliqualiter, de alguna manera” .
Evidentemente es falsa la afirmación de Palau en su M anual ,
de que el Thesaurus nunca haya estado a la venta.121 H emos visto a
los misioneros capuchinos, que habían leído el Thesaurus ya en el
siglo XVII . Sin salir de Venezuela, el Thesaurus figuraba en la bi-
blioteca del famoso historiador Oviedo y Baños, fallecido en 1742;
cuando en diciembre de 1731 llegaba a Caracas el Deán de Oaxaca
José Félix Valverde, granadino de nacimiento y preconizado Obis-
po de la sede venezolana, traía en su equipaje los tomos de
A vendaño; antes aún (1718), se la menciona en el testamento del
canónigo caraqueño Luis Umpiérrez Lozano. Y —definitivamente—
el Thesaurus aparece incluido en la M emoria de los libros que se ven-
den en Caracas, impresa en 1683 en Sevilla.122 La afirmación de
Palau sólo puede aceptarse aplicada a ediciones modernas, de las
que incomprensiblemente sí es verdad que no se cuenta todavía
con ninguna. Sólo el índice del primer volumen tiene hasta hoy
edición reciente.123
120
Tít. IX, cap. XII.
121
PALAU Y DULCET, A., Manual del librero hispano-americano, Barcelona,
1923-1927, vol. I, p. 574.
122
Cfr. LEAL, I., Libros y Bibliotecas de la Venezuela Colonial , Caracas, 1978,
vol. II, pp. 102, 52, y vol. I., pp. 226 y 94, respectivamente.
123
NIETO VÉLEZ, “ Índice del Título I del ‘ Thesaurus Indicus’ de Diego de
Avendaño” , en Revista Histórica, XXXVI, Lima, 1987-1989, pp. 51, 53-54
(en adelante cit. como NIETO VÉLEZ). En 1982, Ángel Losada (LOSADA,

55
Pero si es verdad que el Thesaurus sí fue editado y puesto en
venta, también lo es la queja de Losada de que se haya olvidado a
Avendaño:
A unque sólo fuera por haber sido el gran defensor de los de-
rechos humanos de los esclavos negros, la figura de nuestro
A vendaño merecía no haber sido relegada al olvido y haber sido
resaltada en su justo valor, sobre todo si se tiene en cuenta la
época histórica, siglo XVII, en que su voz en contra de la esclavi-
tud negra constituye una muy meritoria excepción. [...] Sin duda
en gran parte ha contribuido a ello la dificultad de traducir en
una lengua moderna el clásico latín (elegante y conciso) en que
el Thesaurus Indicus fue escrito.124

Si hemos citado este testimonio, hemos de citar otro más adu-


cido por el mismo Losada y en el mismo trabajo. Se trata del Abate
Grégoire, promotor a finales del siglo XVIII de la abolición de la
esclavitud en Francia, quien escribía: “ A vendaño, jesuita, escribió
valerosamente contra el comercio de los negros y se constituyó
igualmente en defensor de los americanos. Él mismo declaró a los
comerciantes de hombres que no se podía, con segura conciencia,
esclavizar a los negros, a quienes llama Etíopes” .125
El olvido del que justificadamente se queja Losada fue roto hace
poco más de diez años, cuando N ieto Vélez tradujo, al menos, el
índice del Thesaurus. Por cierto que N ieto Vélez escribe así a pro-
pósito de dicha obra:
de proporciones enciclopédicas, reúne caudaloso material de co-
nocimientos teológicos, jurídicos, morales, presentados con un alto
criterio comprensivo de la realidad peruana y americana... Heríanle
profundamente, como sacerdote y como teólogo, las desigualda-
des e injusticias que se seguían de la administración colonial. Por
ello se entregó A vendaño a la gigantesca tarea de iluminar, con la

Avendaño, p. 12) anunciaba haber iniciado la preparación de una edición;


pero después de diecinueve años, y a falta de mejor información, no sabemos
que haya sido publicada.
124
LOSADA, Jesuita, pp. 423-424 y 429-430.
125
ID., pp. 432 y ss. Aduce la cita de GREGOIRE, Apología de Don Bartolomé de
las Casas, Obispo de Chiapa, Apéndice a “ Colección de Obras del Venerable
Obispo de Chiapa, Don Bartolomé de las Casas, vol. II, París 1822, p. 336.

56
luz de la más segura teología, y con precisión jurídica, la proble-
mática americana, tan enmarañada y tan compleja. Con libertad
de espíritu y versación doctrinal... se lanzó a la empresa. Fruto de
ese empeño de madurez fue el Thesaurus Indicus.126

En el campo de la H istoria de las Ideas en A mérica Latina, no


se puede prescindir del período de la Colonia. Un período que
—sin que pretendamos restar importancia a la época precolombi-
na y a la que se inicia con los procesos de las diferentes Indepen-
dencias americanas— consideramos de valor fundamental en esa
H istoria. Ésta no hace saltos en su proceso. Pero, al interpretar ese
proceso, toda interpretación habrá de cumplir, al menos, dos re-
quisitos: pasar por el estudio de las respectivas fuentes que nos
puedan informar sobre el objeto de estudio y no limitarse a las ideas
que se divulgaban desde los considerados centros del saber.
Sin restar tampoco importancia a los conocimientos que se im-
partían y divulgaban desde las universidades y otros centros de
enseñanza, las ideas que corrían por las colonias no eran sólo las
de origen académico. Quizá más significativas, por cuanto produc-
to del quehacer existencial al aire libre, son las contenidas en mo-
numentos de todo tipo —narraciones, crónicas, informes, parece-
res, memoriales y escritos diversos—, producto muchos de ellos
de autores desconocidos para nosotros, que fueron capaces de de-
tectar en la rutina de cada día los rumbos de las ideas. Junto con
ello, serán de especial relevancia los textos que nos hablen de la
normativa con que el conquistador pretendió imponer su cultura;
así como las reflexiones que, desde diferentes puntos de vista, se
hicieron al tratar de aplicar dicha normativa a cada circunstancia
americana concreta.
En orden a manifestar el ambiente cultural de la Colonia, el
Thesaurus resulta de especial relevancia, por cuanto producto de
un autor que reúne las características del académico y del hombre
de acción; y la visión —al menos pretendida por él—127 desde el
126
NIETO VÉLEZ.
127
Ya desde la introducción de la obra tiene especial interés en recalcar su condición
de español, obsecuente con los reyes, y de escribir desde el Perú, “ la reina de
las regiones” .

57
doble prisma del español y del peruano, del conquistador y del
indígena; e, incluso, del jurista civil y del hombre de Iglesia.
Siendo una obra de corte ético-moralista, sus fuentes constan-
tes son los teólogos morales y el Derecho. Se podrá pensar que en
este campo la obra de Solórzano Pereyra es suficiente ya y difícil
de superar. No pondremos en duda esta opinión. Sin embargo, pre-
cisamente en este punto, la obra de A vendaño adquiere una espe-
cial relevancia. Porque si la Colonia pretendió conquistar unos te-
rritorios para la Corona española y el ingreso de sus habitantes
en la fe de Roma, el Thesaurus Indicus viene a ser contraparte y com-
plemento de la obra del oidor. Solórzano pudo habernos dejado
un documento imprescindible sobre el buen gobierno de las Indias.
Pero era la visión de un legisperito, desde su punto de vista civil y
político, por más que abordara temas religiosos. Y, en definitiva,
escrita con la finalidad específica de defender a la Corona espa-
ñola ante las cortes europeas. La obra de A vendaño es la de un
moralista, que se ocupa del buen gobierno de las Indias desde el
punto de vista del eclesiástico moralista; y sin poder prescindir
del punto de vista civil y político. La defensa a ultranza que
Solórzano pretende hacer de la Corona española en su obra pue-
de darnos, desde su punto de vista jurídico, una visión parciali-
zada del gobierno colonial.
N o se podrá negar tampoco, al menos a priori, antes de la lec-
tura y estudio de su texto, que A vendaño puede estar asimismo
parcializado, desde su punto de vista eclesiástico. Pero precisa-
mente por esto decimos que puede constituir contraparte y com-
plemento del oidor. Con esta perspectiva subyacente creemos que
hay que leer ambos textos; intentando prescindir muchas veces
—si es que esto es posible, o al menos cuando y cuanto sea posible—
de cuál de los dos es el autor en cada caso; en definitiva, los dos
moralistas, tanto el oidor como el eclesiástico, se fundamentan en
los dos Derechos, Civil y Canónico, vigentes en la época. Y habrá
que intentar, quizá, dar una similaridad de lectura a los dos. M u-
chas veces bastará, a modo de ejemplo, con que entendamos lo
mismo cuando Solórzano llame delito a lo que A vendaño llame
pecado; y viceversa.

58
H ay otro elemento que hay que tener en cuenta. Es indudable
el conocimiento de causa que pudo adquirir el oidor en su estan-
cia de diecisiete años en el Perú.128 En efecto, su obra “ fue sacada
de la realidad del virreinato del Perú, que conoció a través de los
largos años en que convivió con sus problemas, por su labor de
oidor y por las varias comisiones que hubo de desempeñar” .129 Pero
no creemos que sea menor el conocimiento de causa de Avendaño,
desde su adolescencia hasta su muerte, y que le faculta para pre-
sumir de conocer bien la circunstancia peruana “ por casi cincuen-
ta años” ;130 añadiendo, por cierto, que escribe como una compen-
sación personal a lo que A mérica, a la que llama la “ reina de las
regiones” , le ha aportado.
Se han contrapuesto más arriba las obras de corte académico,
producidas generalmente en el frío marco racional de una cátedra
universitaria, a las más “ existenciales” de otros, también quizá aca-
démicos, pero comprometidos sobre todo en la acción misionera y
social, preocupados por el bienestar de la sociedad colonial y vin-
culados a los problemas de quienes más sufrían la implantación
de una cultura impuesta. El Thesaurus de A vendaño, catedrático y
hombre de acción a la vez, resulta una conjunción de ambos enfo-
ques. Quizá no llegue al humanismo “ visceral” de un Bartolomé
de Las Casas, o de un José de A costa, o de un Vasco de Quiroga y
de tantos otros, a quienes correspondió una acción eminentemen-
te pastoral y misionera. Pero tampoco se redujo a la actividad aca-
démica, al estudio investigativo o a los quehaceres del gobierno
interno de su orden religiosa.
Avendaño vive en el siglo XVII cuando la actividad extensionista
española había dejado ya de ser la primordial, dando paso a otra
etapa de profundización y asentamiento de las colonias. Por eso,
su obra es la de un catedrático que pretende exponer racionalmente
los fundamentos de su doctrina, a veces hasta con la apariencia ex-
terna del modo argumentativo de la Escolástica. Pero escrita, muy
128
Solórzano se embarcó hacia Lima en enero de 1610; y, aunque la cédula de su
traslado es del 20 de mayo de 1626, no salió del Callao sino hasta finales de
marzo de 1627: cfr. MALAGÓN-OTS, p. 34, nota.
129
ID., p. 33.
130
Tít. I, n. 02.

59
marcadamente en ocasiones, con el celo del misionero. Una obra
teórica, si se quiere, pero escrita para que el lector pueda no tanto
aprender, sino practicar. Recurriendo a la autoridad de los clásicos,
sin poder evitar las muestras de su sólida formación humanística; y
a la autoridad de la escritura, móvil de su pasión por la propagación
del evangelio y la lucha contra las injusticias que detectaba. El resul-
tado fue, inevitablemente, un estilo de la oratoria eclesiástica de la
época; una oratoria barroca, que hoy día nos trae a la mente, malicio-
samente, al padre Isla y su Fray Gerundio de Campazas.
En una época en que todavía se entendía a “ litteratus” como
sinónimo de quien habla y escribe en latín, y como sinónimo de
“ clérigo” (otra herencia de la Edad M edia),131 A vendaño debía es-
cribir en latín. Pero, a decir verdad, mal se las vería Fray Gerundio
con el latín de nuestro Avendaño. Porque, por más que éste afirme
que en su escrito “ el estilo fluye por sí solo... no cuidado en exce-
so” ,132 se trata en verdad —y no podía ser menos, para estar de
acuerdo con los tiempos— de un latín barroco; extremadamente
barroco. Incluso para que se le haya hecho responsable del descono-
cimiento casi total al que en nuestra época está condenada la obra.
A vendaño no omite las referencias propias de la realidad lo-
cal donde vive y escribe, la realidad del Perú, la que mejor cono-
cía; y hace constantes alusiones localistas que no dejan lugar a
dudas al respecto. Pero indudablemente piensa en toda la A méri-
ca colonial y escribe para toda ella. Esto está claro, no sólo porque
en su escrito aparezcan también alusiones a otras regiones, M éxi-
co, Popayán, reducciones del Paraguay, etc.133 Opina, por ejemplo,
sobre la licitud de los repartimientos, a pesar de que afirma que en
su época ya no quedaban en el Perú (pero sí en otras provincias).134
El mismo título de su escrito, Indicus, deja ya manifiesta la inten-
ción de que los juicios que se van a emitir sean aplicables a todas
131
Al respecto, cfr. MUÑOZ GARCÍA, A., “ El goliardo, un letrado nada idiota” ,
en COMPANY, C., GONZÁLEZ, A., WALDE, L., (comps.), Discursos y
representaciones en la Edad Media, UNAM, México, 1999, pp. 303-325 (en
adelante cit. como MUÑOZ GARCÍA, Goliardo).
132
Tít. I, n. 04.
133
P. ej., ID., nn. 118, 76, 176.
134
ID., n. 135.

60
las colonias. Y escribe en agradecimiento y beneficio de esa región,
la mejor de todas, un beneficio que concibe como el mejor: la pron-
ta conversión de todos sus habitantes a la fe cristiana; en tal senti-
do manifiesta que su intención es clamar y reclamar.135 Por ello, se
cree en la obligación de redactar un escrito —según reza el subtí-
tulo— como guía de conciencias para quienes tienen en sus ma-
nos los asuntos de Indias, y dedicado por ello al Real Consejo.136
De ahí que resulta un texto, a nuestro entender, imprescindi-
ble para los estudiosos de la vida colonial, tanto como el de Solór-
zano Pereyra. Y decimos a los investigadores, no sólo a los histo-
riadores. Porque es un texto de utilidad interdisciplinaria, fuente
primaria también para los interesados en otros campos, tales como
el del Derecho Colonial, Filosofía, H istoria de las Ideas, H istoria
Eclesiástica de A mérica, Sociología y quizá otros más.

135
ID., nn. 01, 02, 03.
136
ID., nn. 01-04.

61
Probabi l i smo y otros “ i smos”

La preocupación por la verdad fue una característica del pensamien-


to griego. Desarrollaron la Lógica, por ejemplo, como un modo de
encontrar el camino seguro hacia la verdad. Como contraparte sur-
gieron los sofistas, a quienes importaba poco la verdad y mucho el
prevalecer sobre el adversario doctrinal. A parecieron también el
dogmatismo y el escepticismo, que por más antagónicos que fue-
ran, coincidían en no aceptar ningún juicio como verdadero.
Como reacción a éstos, emergió un probabilismo, opuesto al
dogmatismo y al escepticismo e intermedio entre ellos, defendien-
do que, a lo más que pueden llegar los criterios de verdad, es a ser
creíbles, sin que podamos tener certeza absoluta de la convenien-
cia de un predicado a un sujeto. El conocimiento es sólo aproxi-
mado, probable. En tal sentido, la probabilidad consistirá en un
conjunto de motivos suficientemente sólidos como para aceptar
prudentemente un juicio. Descartando, la certeza y la seguridad,
el mayor grado de ellas que podrá tener un juicio es el de probabi-
lidad y, por consiguiente, nuestro conocimiento del mundo será
sólo aproximado, probable.
Este probabilismo teórico respondía a una época griega de corte
racionalista. Por paradójico que pueda parecer, el hombre griego
y racionalista no tuvo inconveniente en aceptar al Destino como
móvil de su vida. En la Edad M edia y con el Cristianismo, el Des-
tino será desbancado por Dios, a quien hay que agradar. Siendo

[63] 63
un Dios que se reveló como la Verdad,1 el problema no consistirá
ya en buscar y descubrir la verdad. Si “ ens et verum convertuntur” ,
y “ ens et bonum convertuntur” , ergo “ verum et bonum conver-
tuntur” . El problema tomaba ahora la vertiente de cómo conseguir
el bien; ya no de cómo escapar o seguir al Destino, sino de cómo
agradar a Dios, para conseguir una salvación eterna; un proble-
ma de moral.
El contexto cultural e ideológico de aquella Edad M edia se ins-
talará en gran parte en la época de la conquista americana y por
tanto en las mismas colonias. Y, con él, el problema moral de que
hablamos: cómo adecuar la acción del hombre a las leyes. A utén-
tico problema, incrustado en toda acción humana. Porque la ley
es una “ ordinatio rationis” y, por lo tanto, “ nadie está obligado
por precepto alguno sino mediante el conocimiento de dicho pre-
cepto” ;2 por eso la promulgación de la ley es condición imprescin-
dible de su obligatoriedad. Es ese conocimiento el que hará obli-
gatoria a la ley. Si todos los actos del hombre han de agradar a
Dios, el hombre debe tener la certeza, previamente a pasar a poner
el acto, de que éste es moralmente bueno. Pero, no siempre el hom-
bre tiene certeza de la moralidad de la acción que proyecta, o de si
—en su circunstancia concreta— es aplicable la ley. “ Lex dubia,
non obligat” . ¿Qué decir cuando no hay esa certeza moral, cuan-
do el hombre duda de la bondad del acto que planea realizar? M ás
apremiante aún: ¿qué decir cuando tanto la comisión del acto como
su omisión se presentan como moralmente dudosos? Según los
moralistas, pasar a la acción en tal situación sería ya pecaminoso,
porque supondría un desprecio a la norma moral.
H abía que pasar previamente de esa situación de duda, a otra
de certeza moral; al menos en la práctica. Se trataba de una duda
que era preciso romper; tanto el realizar una acción como el no ha-
cerlo es una decisión moral, y pretender escapar de la disyuntiva
dejando de lado la acción no es escapar del problema, es ya una
opción moral. Tal disyuntiva en realidad no lo es; es un dilema.
1
Jn., 14, 6.
2
“ Nullus ligatur per praeceptum aliquod, nisi mediante scientia illius pracepti” :
TOMÁS DE AQUINO, De veritate, 17, 3.

64
Para romper el dilema, los moralistas del siglo XVI elaboran
los llamados “ sistemas morales” . Por un lado el tuciorismo, se-
gún el cual el hombre habrá de actuar siempre en base a lo que
moralmente le parece más seguro, esto es, apegándose al mayor
cumplimiento de la ley. Pero no siempre quedaría claro al sujeto
moral si la intención del legislador sería la de obligarle incluso en
tal determinada y precisa ocasión. Sostener que el hombre debe
guiarse por el mayor grado de acercamiento a la ley ocasiona el
nuevo problema de cómo medir ese acercamiento. Por eso, surgi-
rán otras soluciones: en tales casos de duda, el hombre puede li-
bremente optar por cualquier respuesta, incluso la más apartada
de la ley; “ in dubio, libertas” : es el laxismo. Y, entre tuciorismo
y laxismo, otras varias respuestas más, entre las que figura —de
nuevo— el probabilismo, seguramente la tendencia predominante
entre los moralistas de esa época.
Sostiene éste que, entre las diversas opiniones que juzguen so-
bre la moralidad de una acción, el hombre podrá actuar acogién-
dose a la opinión que considere probable. Entiéndase bien: no pre-
cisamente a la opinión que le parezca “ más” probable (esto sería
ya una nueva respuesta al problema: el probabiliorismo), sino a la
que le aparezca simplemente probable; incluso menos probable que
otras; pero probable. Es decir: el razonamiento del probabilista se-
guiría más o menos estos pasos: para obrar ha de tenerse certeza
acerca de la moralidad de la acción; faltando la certeza, sólo hay
opinión; tanto el poner la acción como el no ponerla tiene respon-
sabilidad moral; luego, para elegir entre ambas opciones, a falta
de certeza, habrá de decidirse basándose en opinión probable; por
otro lado, una opinión, por más que sea más o muy probable, no
es certeza; puede seguirse, por tanto, con certeza, una opinión me-
ramente probable —incluso una menos probable—, y no necesa-
riamente la muy o la más probable. A unque solamente práctica,
se obtiene así la certeza necesaria (la “ seguridad de conciencia” ,
de que tanto habla A vendaño) para el acto moral.
Como vemos, ya no se trata de un probabilismo teórico, al modo
de los griegos, sino práctico. El problema no era ahora el de emitir
juicios probables, sino juicios de probabilidad; no se trataba del

65
nexo entre el sujeto y el predicado de un juicio, sino de la existen-
cia de motivos para afirmar o negar un predicado, de un determi-
nado sujeto.
El probabilismo arranca —al parecer— del dominico Bartolo-
mé de M edina en sus comentarios a la Suma de Santo Tomás.3 A l
parecer, de nuevo, basándose en la citada afirmación del Aquinate
de que “ nadie está obligado por precepto alguno sino mediante el
conocimiento de dicho precepto” ;4 de nuevo la “ ordinatio rationis” .
A l parecer, decimos, porque la escuela dominicana, tradicional-
mente opuesta al probabilismo, rechazó siempre estos orígenes; y
se opuso tenazmente a él, defendido corporativa y tradicionalmen-
te también, por los teólogos de la Compañía de Jesús. En ésta, fue
Gabriel Vázquez el primer jesuita que defendió el probabilismo.
Quizá uno de los argumentos más fuertes en contra de los pro-
babilistas jesuitas (no se olvide la tradicional especial adhesión
de la Orden al Papa, a quien hacen especial voto de obedecer) sea
un Decreto del Santo Oficio (2-3-1679, posterior por tanto al co-
mienzo de la redacción del Thesaurus) que, entre otras afirmacio-
nes, condenaba sostener que “ el juez puede juzgar según la opi-
nión incluso menos probable; así como que cuando obramos con-
fiados en probabilidad, ya sea intrínseca ya extrínseca... obramos
con sensatez” .5
El lector posiblemente se pregunte qué hacemos aquí hablan-
do de discusiones que no habrían de interesar sino a teólogos
moralistas. Pero es que no es posible entender a A vendaño —más
aún: no es posible entender el siglo XVII y aun toda la época de la

3
En la Expositio in I-II Angelici Doctoris, Salamanca, 1577; cfr. GONZÁLEZ
MENÉNDEZ-REIGADA, I., “ El pseudo probabilismo de Fray Bartolomé
de Medina” , en Ciencia Tomista, 37, 1928, pp. 35-37.
4
Cfr. nota 2.
5
“ Iudicem posse iudicare iuxta opinionem etiam minus probabilem.- Dum
probabilitate sive intrinseca sive extrinseca quamtumvis tenui... confisi aliquid
agimus, semper prudenter agimus” : DENZINGER, H. y UM BERG, J.,
Enchiridion Symbolorum, múltiples ediciones; hemos manejado la de Friburgo/
Brisg18, 1932, nn. 1152 y ss. (en adelante cit. como DENZINGER); Denzin-
ger, el editor jesuita, tuvo buen cuidado de acotar en nota: “ his sententiis
damnatur systema morale quod dicitur Laxismus” .

66
Colonia— si no se tienen en cuenta estas discusiones escolásticas
que, en esos tiempos al menos, marcaron la vida de toda la socie-
dad, en especial cuando se trata de su aspecto jurídico.
Basta una somera revisión a las páginas de los Títulos I-III
del Thesaurus para convencerse de la indudable adscripción de
A vendaño al probabilismo. En la presentación a la edición de esos
Títulos señalábamos el capítulo XII del Título I como uno de los
lugares paradigmáticos en ese sentido, y otras varias referencias
al respecto: la aplicación del probabilismo en la donación ponti-
ficia a los reyes y en la selección de los dignos para un cargo; en
las deducciones lógicas; en la disolución de los escrúpulos de los
confesores ante sospechas probables.6 Explícitamente sostiene que
basta la opinión suficiente o igualmente probable, aunque la con-
traria sea muy probable, prefiriendo la probabilidad intrínseca a
la extrínseca;7 denuncia la incorrecta aplicación del probabilismo;
más aún: lo acepta incluso en contra de su opinión, aun cuando
considere a ésta más probable. Y es claro que, cuando habla de
opinión “ muy probable” , no se refiere precisamente a la que pare-
ciera “ acercarse más” a la cierta, sino a la que es “ fuertemente”
probable:8 que es la esencia del probabilismo.
Lo mismo sucede en los Títulos IV y V.9 Y hay que estar muy
sobre aviso para no interpretar como incongruentes con el proba-
bilismo ciertos pasajes del Thesaurus. El sentido de la pregunta re-
tórica “ ¿qué consigo con seguir las opiniones más laxas, si ante
Dios no son verdaderas?” ,10 no es otro sino que sólo podría apli-
carse el probabilismo a opiniones que, por laxas que sean, no cons-
te de su falsedad. Y si en ocasiones A vendaño parece abogar por
el tuciorismo, no es sino como argumento “ ad hominem” ante con-
6
Tít. I, nn. 12, 87 y ss., 95; 19; 144, 155.
7
ID., nn. 113, 164, 50; 111.
8
ID., nn. 133, 155; 161.
9
Sólo en el Tít. V, el probabilismo aparece, de uno u otro modo, al menos en los
nn. 31-34, 42, 52, 54, 63, 68, 72, 75, 88-91, 93, 98 y ss., 102, 105, 109, 114,
132 y ss., 161, 166, 171 y ss., 177, 198 y ss., 201, 210, 216 y ss., 229, 232,
235, 239, 241, 246, 250 y ss., 259 y ss., 263 y ss., 279, 283, 292, 294, 298,
300, 303, 306, 324-327, 333, 335 y ss., 340, 342, 345, 354, 357.
10
Tít. V, n. 299.

67
ciencias timoratas: “ si quieren procurar la tranquilidad de su con-
ciencia, sigan la opinión más común y más segura” .11 A sí lo sugie-
re el propio autor: “ acéptese pues, en cuanto probable, y no con-
denemos a quien obra así, aunque la opinión opuesta goce de más
autoridad y esté apoyada con argumentos sólidos” , o la opinión
del adversario ideológico sea probabilísima.12

Casui smo

Casi inevitablemente, los citados sistemas morales —a excepción,


en todo caso, del tuciorismo— terminan en el casuismo. Aclarémoslo.
El sentido moral o conciencia del bien puede entenderse como
de carácter universal, aplicable a cada caso concreto, deducido de
unos principios axiomáticos que regirían la conducta. Principios
inconmovibles e inamovibles, eternos, independientes de las cir-
cunstancias, establecidos a nivel “ metahumano” por una concien-
cia superior o por la misma naturaleza humana. Por lo mismo, se-
rían generalmente coincidentes en todas las civilizaciones, confor-
mes al Derecho Natural y expresados normalmente como normas,
incluso con carácter religioso, y que el hombre tendría que acatar
y practicar en cada caso concreto. Es la concepción dominante en
la Edad M edia, de la que se podría decir que fue la época del De-
recho N atural, prevaleciendo la concepción del hombre como ani-
mal racional, pensante, capaz de descubrir racionalmente esos
principios. Y puede entenderse como establecido no deductiva sino
inductivamente; no previa y “ metahumanamente” , sino buscan-
do la decisión por adoptar a partir de cada caso concreto. Conce-
bido como el conjunto de modos o prácticas usuales en la conduc-
ta del hombre, establecidas en beneficio del desarrollo humano,
producto de un convenio social.
Concepción imperante también en la época de la Colonia, fru-
to del H umanismo más que de la Edad M edia, y que consideraba
al hombre no tanto como animal racional, sino como animal so-
cial y “ político” . Dos concepciones distintas, fruto de considerar
11
Tít. II, n. 67; cfr. también Tít. V, nn. 284, 287, 301, 303.
12
Tít. IV, n. 208.

68
la moral (“ mos” ) bien como “ nomos” —ley o regla de conducta—,
bien como “ modus” , modo manera, uso: “ usus facit morem” . Edad
Media como época del Derecho Natural, y Colonia como época del
Derecho de Gentes, que en realidad se debería así más a A mérica
que a Vitoria. La segunda es la concepción casuista que no estu-
dia tanto, pues, los principios que hay que aplicar en cada caso,
sino los casos a los que hay que adaptar los principios. Con el pe-
ligro de convertir la M oral en un “ recetario práctico” , el Positivis-
mo adelanta su aparición en el Derecho y la M oral respecto a otras
disciplinas. Probabilismo y casuismo no son sistemas que surgen
sin más y “ porque sí” en la Teología M oral o independientemente
del momento histórico. Son más bien la reacción lógica de dicha
moral a la jurídica de la época. No fueron, por lo tanto, sino signos
de los tiempos que corrían; y que A vendaño militara en ambos no
se puede atribuir solamente a su pertenencia a la Compañía.
Quien, habiendo oído que su autor es un escolástico, se inicia
en la lectura del Thesaurus, sobre todo tras haberle escuchado de-
cir en los prolegómenos que, como moralista, pretende orientar las
conciencias en el gobierno de las colonias,13 esperaría muy posi-
blemente unas directrices basadas en aquellos principios axiomá-
ticos e inamovibles de que hablábamos, aplicables a toda situación.
N o cabe duda de que en no pocas ocasiones así lo hace y de
que no puede prescindir del “ imperecedero” Derecho Romano.
Pero fundamentalmente Avendaño da prioridad al Derecho Positi-
vo, las Cédulas y otras disposiciones Reales a que se llamó Dere-
cho M unicipal,14 que respondía a las circunstancias imprevistas
que surgían a cada momento, normas derivadas de la experiencia
misma y no de principios axiomáticos. El autor justifica constante-
mente que algo se pueda o no hacer por el “ simple” hecho de “ por-
que así lo prevén las leyes” .15 Se trata de un fundamento de la ley que
resulta inobjetable para A vendaño quien, tras citar la norma con-
13
Cfr. Tít. I, n. 02.
14
“ ... las leyes de España, y particularmente en las que llamamos municipales
para las Indias” : SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IV, n. 10; “ leyes del derecho
civil y del reino y las municipales de las Indias” : ID., L. V, c. IX, n. 16.
15
Por ejemplo, Tít. IV, n. 198.

69
tenida en la Cédula Real, comenta: “ Son sus palabras; de modo
que no puede dudarse de ello” .16 ¿La moral sustentada en el ca-
pricho de los reyes? Que las leyes de sus reyes parezcan óptimas
a nuestro jesuita no se puede achacar solamente a un mero apego
a la Corona; sino a un apego, como casuista, a la normativa posi-
tiva. Lo afirma incluso —lo cual en aquella época era mucho afir-
mar en un jesuita— de aquellas leyes contrarias a la libertad ecle-
siástica; lo cual es mucho decir de un clérigo, más en aquella
época y, en especial de este jesuita, tan acérrimo defensor de tales
exenciones.
En efecto, piensa de esas leyes que “ aunque parezcan contra-
rias a la libertad eclesiástica, sin embargo, habiendo sido promul-
gadas por los reyes Católicos y comúnmente aceptadas” ... hay que
“ proceder de acuerdo a ellas suponiendo su autenticidad, pues
fueron producidas por quienes consideraron con cuidado el asun-
to antes de estatuirlas” .17 En rigor de verdad, la cosa no era tan
novedosa. Ya el D igesto sentenciaba que “ quod principi placuit,
legis habet vigorem” , “ lo que agrada al príncipe tiene fuerza de
ley” y el propio Ulpiano lo justificaba “ porque el pueblo le confie-
re todo su imperio y potestad” .18 El positivismo jurídico quedaba
avalado por fuentes tradicionalmente tomadas como intocables.
M ás que un cambio, por lo tanto, de la concepción de la moral se
trataba de una evolución de ésta; una adecuación de la respuesta
jurídica a los tiempos: “ usus facit morem” , “ usus legem imitatur” ,
“ los usos y las costumbres deben tenerse en cuenta en los juicios
de buena fe” .19
El asunto fue de más aplicación cuando la Corona tuvo que
habérselas con el mundo americano en donde las prescripciones
del Derecho Antiguo y aun las del Derecho Castellano no se adapta-
ban muy bien a las nuevas circunstancias de Indias y a su norma-
tiva precolombina, y quedaban sobrepasadas por aquella nueva
16
Tít. V, n. 157.
17
ID., n. 57.
18
Cfr. Digestum, 1.3.31 y 1.4.1pr.
19
“ Ea quae sunt moris et consuetudinis, in bonae fidei iudiciis debent venire” :
ID., 21.1.31.20.

70
realidad social americana. Se hizo necesaria una nueva normati-
va; impuesta por las nuevas circunstancias, con inevitable tinte
casuista, para atender las situaciones concretas que se presen-
taban, aunque hubiera que desatender a las prescripciones gene-
rales del Derecho; a veces, incluso, contradiciendo la normativa
positiva anterior, al cambiar la circunstancia. Repetimos: el caso
no era nuevo. Ya Baldo de Ubaldis, aducido por Solórzano en su
Polí-tica, había sostenido: “ la razón es la conjunción de diversos
casos que van a un mismo fin” .20 Pero —repetimos también— posi-
blemente la renovación del Derecho Internacional se deba más a
América que a Vitoria.
Con lo dicho nos parece quedar justificado el hecho de que la
ética expresada en el Thesaurus es más, a pesar de todo, una Ética
Jurídica que una Teología M oral. O quizá fuese mejor decir que
A vendaño toma la norma jurídica como testigo de la norma mo-
ral. Ese positivismo jurídico producto de su probabilismo y de su
casuismo explicará las contradicciones en las que cae a veces: que,
por ejemplo, tras oponerse al trabajo de los indios en las minas
porque en su opinión es algo equiparable a la esclavitud, acepte
después la esclavitud total para los indios rebeldes. O que, recha-
zando la institución de los indios yanaconas, termine aceptándo-
la a expensas de su probabilismo.

¿Una excepci ón?

El positivismo jurídico propio de la época contó además con otra


modalidad que acentuaba el llamado Derecho M unicipal. N os re-
ferimos a la conocida y repetidamente aplicada en la Colonia “ re-
gla empírica” , nada axiomática: “ se acata, pero no se cumple” .21
20
SOLÓRZANO, Política, L. IV, c. VI, n. 23. Sobre esa regla empírica, cfr.
MUÑOZ GARCÍA, Thesaurus, p. 47 y ss.
21
Sobre el tema de la legislación indiana siguen siendo clásicos: EGAÑA, A.,
“ El cuadro del Derecho Hispano-Indiano (s. XVI)” , en Estudios de Deusto, V,
1957, pp. 111-163; GARCÍA GALLO, A., “ La ley como fuente del Derecho
de Indias en el s. XVI” , en Anuario de Historia del Derecho Español , XXI-
XXII, 1951-52; LEVENE, R., “ Fuentes del Derecho Indiano” , en Anuario de
Historia del Derecho Español , I, 1924. ID., Introducción a la historia del

71
A primera vista haría una excepción a las leyes emanadas de la
metrópoli; pero en sí vendría a confirmar el positivismo jurídico.
N ada excepcional, por tanto, en esta excepción.
La regla, de vieja data, tenía su fundamentación teórica. La
“ lex” romana no era propiamente sino un “ proyecto de ley” .
“ Legem ferre” era presentar dicho proyecto; promulgarla no era,
como hoy día en Derecho, publicarla para hacerla así de cumpli-
miento obligatorio, sino darla a conocer al pueblo, para su ulte-
rior votación y aceptación o rechazo. “ Senatus censet, populus
iubet” , decían los romanos, los creadores del Derecho: “ el Senado
decreta, el pueblo ordena” . Por algo el lema del Imperio Romano
fue “ Senatus populusque romanus” . Pensadores medievales como
Juan de París, M arsilio y Ockham tenían esa misma concepción
de la ley. Ello venía condensado en la definición tradicional de
ley, según la cual ésta era una “ ordinatio rationis” .
Como consecuencia de ser tal “ ordinatio rationis” , “ nadie está
obligado por precepto alguno sino mediante el conocimiento de di-
cho precepto” ;22 de ahí la necesidad de su promulgación. Y de ahí
asimismo que, desde la Edad M edia, en toda aceptación de las le-
yes reales se consideraran dos momentos: su obedecimiento y su
cumplimiento. Ya decíamos que esta regla era de vieja data. En el
reino de Navarra, por ejemplo, los Infanzones de Obanos se defen-
dían en el siglo XII de los posibles atropellos de los reyes esgrimien-
do su divisa “ pro libertate patria, gens libera sit” : la patria no es
libre, si no lo es el pueblo. Un lema que pareció subversivo a más de
una autoridad. De hecho, Gregorio IX condenó a estos Infanzones.
De esa idea surgiría posteriormente en N avarra el que llama-
ron “ derecho de sobrecarta” y, en Vizcaya, “ pase foral” . Segura-
mente la expresión habrá sugerido al lector la similar de “ pase Re-
gio” , que alude a aquel derecho que se atribuyeron los reyes de
España de filtrar para sus reinos los documentos pontificios. Vá-

Derecho Indiano, Buenos Aires, 1962 (en adelante cit. como LEVENE,
Introducción); OTS CAPDEQUI, J., “ Las fuentes del Derecho Indiano” , en
Humanidades, XXV, 1936, pp. 23-36.
22
“ Nullus ligatur per praeceptum aliquod, nisi mediante scientia illius pracepti” :
TOMÁS DE AQUINO, De veritate, 17, 3.

72
lida sugerencia; pero con la diferencia de que el derecho de sobre-
carta suponía una concepción más democrática. Era el derecho que
reclamaba el pueblo de aceptar o no las disposiciones regias. Se
llevaba la Cédula a la cabeza, como signo de que se aceptaba y
reconocía la autoridad real, y por tanto se obedecían sus disposi-
ciones; pero éstas no se consideraban efectivas y obligatorias si
no eran aceptadas por la autoridad popular. N o hay contradic-
ción en ello, ni desobediencia. N o se trataba del tradicional lema
del encomendero “ Dios está en el cielo, el rey está lejos, y yo hago
lo que quiero” , traducción criolla del “ Rusia es grande, el Zar está
lejos” . Obedecer no es solamente oír (“ audire” ) y percibir sonidos,
sino escuchar, “ ob-audire” , prestar oídos a alguien. Se prestaba
oídos a la disposición del monarca, no como quien oye llover, no
como quien oye en el mercado las voces de quienes anuncian su
mercancía, sino prestando atención y respetando la autoridad de
quien disponía. N o había, por tanto, desacato.
Pero no se cumplía, no se llevaba a la práctica. De ahí se acu-
ñó la fórmula, tantas veces aplicada después en las colonias: “ se
acata, pero no se cumple” . M annheim lo considera una de las “ le-
yes especiales reguladoras y contextos especiales que, en una de-
terminada etapa histórica, valen en un ámbito social especial” .23
Y piensa que, bajo su apariencia de rebeldía y de “ desobediencia
institucionalizada” , hizo posible la administración y gobierno de
la Corona en regiones tan apartadas de la metrópoli como las ame-
ricanas. A ceptando el principio de la ley, se reconocía la autori-
dad real y su facultad de emitir disposiciones; pero su obligatorie-
dad en las circunstancias específicas de la región quedaba supe-
ditada a la aceptación local. Sobre todo porque las disposiciones
emanadas podían ser consideradas perfectas en la Corte, pero en
realidad no resultaban adecuadas en las circunstancias concre-
tas. Y sobre todo, cuando las comunicaciones no eran lo suficien-
temente rápidas como para que una disposición regia resultara
conveniente en el momento de su promulgación en las diferen-
tes colonias.24 De nuevo, el Positivismo Jurídico y el casuismo.
23
MANNHEIM, K., Libertad y planificación, México, 1942, pp. 180 y ss.
24
Estudio sobre este aforismo en PHELAN, J., “ Authority and Flexibility in
the Spanish Imperial Bureaucracy” , en Administrative Science Quaterly, V,

73
En buena parte, para esto se crearon las A udiencias de Indias:
“ Todo va cada día con más orden, y hay tanto temor entre cristia-
nos y caciques que no osan poner las manos en un indio, por la
gran justicia que hay con haberse puesto en estas partes las A u-
diencias y Chancillerías Reales; cosa de gran remedio para el go-
bierno de ellas” .25 Y para eso estaban los virreyes: “ Determinó el
virrey salir él en persona por las ciudades de este reino, y ver con
propios ojos lo que para el buen gobierno convenía y hacer unas
leyes y ordenanzas...” .26 H asta las Leyes N uevas de 1542 fueron
sometidas en Perú a esta excepción:
Letrados hubo que afirmaron cómo no incurrían en deslealtad
ni crimen por no obedecerlas, cuanto más por suplicar por ellas,
diciendo que no las quebrantaban, pues nunca las habían con-
sentido ni guardado. Y no eran leyes ni obligaban las que ha-
cían los reyes sin común consentimiento de los reinos que les
daban la autoridad, y que tampoco pudo el emperador hacer
aquellas leyes sin darles primero parte a ellos, que eran el todo
del reino del Perú.27

Bien es cierto que, como rezaba el citado lema del encomendero,


con excesiva frecuencia nuestro axioma sirvió no sólo a rectas in-
tenciones de los representantes de la Corona; también se aprove-
charon de él los intereses particulares de tanto indiano inescru-
puloso. De ello se quejaban con frecuencia los eclesiásticos: “ Sábese
claro la voluntad de S. M . y de su real consejo, y se conoce y en-
tiende por las provisiones que cada día envían... pero son obedeci-
das y no cumplidas” .28

1960, pp. 59 y ss.; cfr. también RUBIO MAÑE, J., El Virreinato I. Origen y
jurisdicción, y dinámica social de los virreyes, Madrid, 1983, p. 82.
25
CIEZA DE LEÓN, P., La crónica del Perú, ed. M. Ballesteros, Madrid,
1984, p. 389 (en adelante cit. como CIEZA DE LEÓN).
26
M ARTÍN DE M URUA, Historia general del Perú, ed. M . Ballesteros,
Madrid, 1987, p. 282.
27
LÓPEZ DE GÓMARA, p. 220.
28
ALONSO DE ZORITA, Relación de los señores de la Nueva España, edición
de G. Vázquez, Madrid, 1992, p. 165.

74
Pero nos interesaba ahora destacar el aforismo, como un ele-
mento más del positivismo jurídico y casuismo de la época. Un ele-
mento, por cierto, que también Avendaño refleja. Con una formula-
ción más jurídica, quizá, y a propósito de la situación de los yana-
conas, argumenta que “ una ley no aceptada por el pueblo no es
obligatoria” .29 Lo repite después, casi en los mismos términos, aun-
que más explícitamente: “ aunque la prohibición sobre esto se repi-
tió varias veces... nada pudo impedirse, pues la prohibición no fue
aceptada en la práctica... No hay nada más claro como que una ley
no aceptada, en modo alguno tiene valor, y que su inobservancia
no puede castigarse...” .30 Añadiendo después la división de opinio-
nes entre los doctores acerca de si, para que una ley no aceptada
en la práctica no obligue, se requiere o no el consentimiento del
legislador. Independientemente de este último aspecto, es impor-
tante destacar que, al referirse a la ley no aceptada en la práctica,
A vendaño no califica el hecho de “ desobediencia” , sino de “ inob-
servancia” . No hay desacato: se obedece, pero no se cumple.

29
Tít. I, n. 155.
30
Tít. V, n. 198.

75
El I mperi o

La cultura es lo que nos queda cuando olvidamos todo lo que


aprendimos, dicen que dijo Unamuno. Si dicen bien o no, no im-
porta demasiado ahora; la cita, supuesta o cierta, igualmente nos
servirá de descargo. Porque personalmente la hemos experimen-
tado muchas veces como verdadera. Una vez terminado el recorri-
do por Teotihuacan, Tikal, M achu Picchu o Quilmes, el viajero po-
drá olvidar muchos de los datos históricos con que su guía le fue
informando; pero le quedará sin duda la convicción de las cultu-
ras que esas ruinas representan. O podrá el discípulo olvidar co-
nocimientos que le proporcionara el maestro, quedándole imbo-
rrable su figura. A lgo así nos sucede ahora, tras el recorrido por el
contenido de los cinco primeros títulos del Thesaurus. Prescindien-
do ya de las severas moniciones del moralista, tratamos de buscar
las convicciones que, con vistas a una H istoria de las Ideas, ha-
yan podido quedar tras su lectura. A lguna convicción, al menos.
Como la de qué pudo aportar la Colonia —con sus agentes euro-
peos e indígenas, gracias o a pesar de ellos— en el campo de la
evolución de las ideas.
Queremos insistir en que nuestras reflexiones al respecto se in-
sertan en un campo que prescinde tanto de las virtudes que pudo
tener la colonización española de A mérica por sobre otras coloni-
zaciones, como de los vicios que arrastra toda colonización. Re-
sulta obvio pensar que, al momento de emitir sus respectivos do-

[77] 77
cumentos relativos a Indias, la motivación de quienes representa-
ban tanto a la Corona española como a la Sede Romana, hubiera
de ser fundamentalmente expansionista, y estar movida por inte-
reses políticos, económicos, o de otro tipo. Sin negarlos ni afirmar-
los, queremos hacer abstracción ahora de ese particular. Por otro
lado, resulta obvio que el agente principal del proceso de la colo-
nización fue el factor europeo español ante el cual al factor autóc-
tono no le quedaba sino oponerse o aceptarlo. Pero el conquista-
dor llega a A mérica con una mentalidad peculiar que será conve-
niente considerar.

Precedentes

H emos hablado de un probabilismo que se dio en la antigüedad.


Este probabilismo teórico respondía a una época griega de corte
racionalista. Por paradójico que pueda parecer el hombre griego y
racionalista no tuvo inconveniente en aceptar al Destino como mó-
vil de su vida. Tampoco el hombre romano, heredero en gran par-
te de la cultura griega. Sin embargo, los romanos llegaron parale-
lamente a practicar una cierta suerte de teocracia, en la cuasi-divi-
nización de sus emperadores. Y, junto con ello, una cierta simbio-
sis entre el “ fas” o derecho sagrado, y el “ ius” o ley humana. Por
eso concibieron el “ imperium” o autoridad como compendio de
todo poder, tanto civil como religioso. Pero sólo una “ cierta” sim-
biosis; porque incluso el “ ius” era posterior al “ fas” .
La cultura del Imperio romano vino sustituida por la del Cris-
tianismo. Un Cristianismo inevitablemente heredero de la cultura
bíblica judía. La afirmación de que “ toda autoridad viene de Dios” 1
no es sólo una afirmación de San Pablo, sino que permea ya todo
el Antiguo Testamento. Según éste todo el mundo depende de Dios,
como creador del mismo, y le está sometido como único poder
legítimo. Por lo tanto, toda la autoridad que puedan tener los
hombres —ya sea la del poder civil, ya la de la autoridad reli-
giosa o familiar— no es sino una autoridad delegada por Dios.
1
Rom. 13, 1.

78
Consiguientemente, someterse a esa autoridad —incluso la deten-
tada por los hombres— constituye una obligación y un mérito de
carácter religioso por cuanto es un sometimiento a la autoridad
de Dios. Una autoridad ejercida por los profetas, que proclama-
ban los mandatos de Dios; por los sacerdotes, que hacían conocer
al pueblo tales leyes; y por los reyes, que debían gobernar de acuer-
do a éstas. El de Israel era un régimen teocrático en el que toda
autoridad provenía de Dios.
Los cambios que introduce el Cristianismo y que cobrarán
auge en la Edad M edia adoptaron o contemporizaron con no po-
cos aspectos de la gentilidad greco-romana. Emperadores y reyes
cristianos no serán ya descendientes de los reyes, pero no pocos
defendieron la idea de que su autoridad venía directamente de
Dios. La Iglesia, fundada por Cristo, H ijo de Dios e H ijo del H om-
bre, se consideró heredera de aquél a quien se había dado todo
poder en el cielo y en la tierra:2 “ a partir de Cristo, el Imperio resi-
de en Cristo y en su vicario, y se transfiere por el Papa al Príncipe
secular” .3 Quizá por eso la primitiva Iglesia siguió viendo en los
gobernantes romanos —incluso no cristianos— representantes de
Dios: “ Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superio-
res, que no hay autoridad sino por Dios...; quien resiste a la auto-
ridad, resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen
sobre sí la condenación” .4 Pero terminó considerándose la supre-
ma autoridad tanto en el terreno religioso como en el político.
A unque pueda resultar paradójico, la Iglesia se basó en la re-
ferida invitación de los apóstoles a la obediencia a las autorida-
des civiles, para deducir de ahí el sometimiento de la potestad ci-
vil a la eclesiástica. A este propósito, y aunque un tanto largo,
transcribiremos aquí la exégesis que sobre un fragmento de la car-
ta de San Pedro (“ por amor del Señor, estad sujetos a toda autori-

2
Mat. 28, 18.
3
“ Post Christum vero, Imperium est apud Christum et eius vicarium, et
transf ertur per Papam i n Pri nci pem saecul arem” : BA RTOL US DE
SAXOFERRATO, Opera omnia, Venecia, 1596, vol. 10, 95r (en adelante cit.
como SAXOFERRATO, Opera).
4
Rom. 13, 1s.; cfr. 1 Pe. 2, 13 y ss.

79
dad humana: ya al emperador, como soberano; ya a los goberna-
dores, como delegados suyos para castigo de los malhechores y
elogio de los buenos” 5 ), hacía el papa Inocencio III, en carta de
1198 al Emperador de Constantinopla:
... En lo que sigue [ al Emperador, como soberano] no negamos que el
Emperador es soberano de aquellos que reciben de él bienes tem-
porales: pero el Pontífice le aventaja en los espirituales: que son
tanto más dignos respecto a los temporales, cuanto el alma lo es
del cuerpo: y no se dice solamente [estad sujetos], sino [ por amor del
Señor ]; ni añade sin más [ al emperador soberano], sino interponien-
do —no sin motivo— [ como]. Lo que sigue [para castigo de los mal-
hechores y elogio de los buenos] no ha de entenderse que el rey o
Emperador recibiera el poder de justicia sobre buenos y malos,
sino sólo sobre aquellos que, al actuar violentamente, han queda-
do sometidos a su jurisdicción. Podías más bien haber entendido
como prerrogativa del Sacerdocio lo dicho no por cualquiera, sino
por el mismo Dios; y no dicho al rey, sino al sacerdote; no hablan-
do de la estirpe Regia, sino de la Sacerdotal... Debieras también
saber que [ hizo Dios dos grandes luminares, el mayor para presidir al
día, y el menor para presidir a la noche6 ], ambos grandes pero uno
de ellos mayor. Para el firmamento celeste, esto es para la Iglesia
universal, hizo Dios dos grandes luminares, es decir instituyó dos
dignidades que son la autoridad pontifical y el poder Real. Pero la
primera, que preside los días, esto es lo espiritual, es mayor; y la
que preside lo corporal, menor.7
5
1 Petr., 2, 13.
6
Gen. 1, 16.
7
“ Quod autem sequitur [ Regi tanquam praecellenti ] non negamus quin praecellat
Imperator in temporalibus illos dumtaxat, qui ab eo suscipiunt temporalia:
sed Pontifex in spiritualibus antecellit: quae tanto sunt temporalibus digniora,
quanto anima praefertur corpori: licet non simpliciter dictum fuerit [ subditi
estote], sed additum fuit [ propter Deum]; nec pure sit subscriptum [ Regi
praecellenti ], sed interpositum forsitan fuit non sine causa [ tamquam]. Quod
autem sequitur [ ad vi ndi ctam mal efactor um, l audem ver o bonor um]
intelligendum non est quod Rex vel Imperator super bonos et malos gladii
acceperit potestatem, sed in eos solummodo qui utentes gladio eius sunt
iurisdictioni commissi. Potuisses autem praerrogativam sacerdotii ex eo potius
intelligere, quod dictum est, non a quolibet, sed a Deo; non Regi, sed Sacerdoti:
non de Regia stripe, sed de Sacerdotali prosapia descendenti... Praeterea
nosse debueras quod [ fecit Deus duo magna luminaria in firmamento coeli:

80
Los textos del Derecho Canónico insisten, pues, en la superio-
ridad del poder eclesial sobre el civil; estando el sacerdocio con-
sagrado a Dios, se trataba de una superioridad que resultaba cla-
ra al sector eclesiástico, y pretender subvertirla no sería sino sig-
no de insania.8 Siendo así, el poder civil no tiene ninguna facul-
tad sobre la Iglesia; más bien está obligado a someterse a ella,9 ya
que el propio Emperador no es su jefe, sino su hijo.10 El poder ci-
vil, por tanto, debería estar sometido a la autoridad de la Iglesia, y
hubo de aceptar el tener que regirse, con tanta o mayor fuerza que
por el Digesto o por el Derecho de Justiniano, por el Derecho Ecle-
siástico, las Decretales y Graciano.
luminare maius ut praeesset diei: et luminare minus, ut praeesset nocti ]
utrumque magnum, sed alterum maius. Ad firmamentum igitur coeli, hoc est,
universalis Ecclesiae, fecit Deus duo magna luminaria, id est duas instituit
dignitates, quae sunt Pontificalis auctoritas et Regalis potestas. Sed illa, quae
praesit diebus, id est spiritualibus, maior est: quae vero carnalibus, minor” :
Decretalium libri quinque una cum Clementinis et Extravagantibus, L. I, Tit.
XXXIII, De maioritate et obedientia, c. VI Solitae, Basilea, 1695, col. 159 (en
adelante cit. como Decretales).
8
“ Quis dubitet Sacerdotes Christi, Regum et Principum omniumque fidelium
patres et magistros censeri? Nonne miserabilis insaniae esse cognoscitur si
filius patrem, discipulus magistrum sibi conetur subiugare et iniquis
obigationibus illum suae potestati subiicere, a quo credit non solum in terra,
sed etiam in coelis se ligari posse et solvi?” : Decretum Gratiani, I, d. XCVI,
c. IX Quis dubitet, ed. Basilea, 1696, col. 294 (en adelante cit. como Decretum).
9
“ Nos attendentes quod Laicis (etiam religiosis) super Ecclesiis et personis
Ecclesiasticis nulla sit attributa facultas: quos obsequendi manet necesitas,
non auctoritas imperandi: a quibus si quid motu proprio statutum fuerit
quod Ecclesiarum etiam respiciat commodum et favorem, nullius firmitatis
existit, nisi ab Ecclesia fuerit approbatum” : Decretales, L. I, Tít. II, De
constitutionibus, c. X Ecclesia Sanctae Mariae, col. 7.
10
“ Si Imperator Catholicus est (quod salva pace ipsius dixerimus) filius est,
non Praesul Ecclesiae: quod ad religionem competit discere ei convenit, non
docere: habet privilegia suae potestatis quae administrandis legibus publicis
divinitus consecutus est, ut eius beneficiis non ingratus contra dispositionem
coelestis ordinis nil usurpetur. Ad Sacerdotes enim Deus voluit quae Ecclesiae
disponenda sunt pertinere, non ad saeculi potestates: quas, si fideles sunt,
Ecclesiae suae Sacerdotibus voluit esse subiectas. Non sibi vendicet alienum
ius et ministerium, quod alteri deputatum est: ne contra eum tendat abrumpi,
a quo omnia constituta sunt; et contra illius beneficia pugnare videatur, a quo
propriam consecutus est potestatem” : Decr etum I, d. X CV I, c. X I, Si
Imperator , col. 294-295.

81
Se proclamaba la libertad del hombre frente al Destino, pero el
hombre debía someterse a las leyes de Dios y de los hombres. El Des-
tino, en definitiva, quedaba desbancado por un Dios con prescien-
cia de la suerte eterna del hombre. Ésta dependería ya no del Desti-
no, sino de la rectitud de una vida que debía acomodarse a dichas
leyes, divinas y humanas. De hecho, la moral era una sola; habría
que esperar aún siglos para que apareciera la distinción entre la mo-
ral —de corte religioso— y la Ética, como moral secular y laica.
Desde Fernando III, rey de Castilla de 1217 a 1230, la vigilan-
cia por el cumplimiento de estas leyes y la administración de justi-
cia eran ejercidas por el propio rey, en el llamado Tribunal de Cor-
te o A udiencia. Por alguna razón (ocupaciones, cansancio, desi-
dia...) este tribunal quedó pronto delegado a un cuerpo de oidores
o jueces. Pero es oportuno notar que, a partir de entonces (1371),
de los siete oidores de los pleitos civiles, tres habían de ser obispos
y cuatro laicos; número que se eleva en 1387 a seis obispos y diez
letrados. Nada tenía de extraño. Durante la mayor parte de la Edad
M edia eran los clérigos prácticamente los únicos “ litterati” : no sólo
únicos poseedores del saber en general, sino hasta incluso únicos
en la práctica que sabían leer y escribir.11 Por lo mismo, al momen-
to de la redacción de las leyes, los principales consejeros reales eran
teólogos y moralistas, más que jurisperitos laicos.
A lgo similar sucedía con el cargo de Canciller. Éste comenzó
siendo el encargado de guardar el orden en las audiencias de los
jueces, terminando por reunir junto a tal cargo de ujier, las funcio-
nes de notario. En la primera mitad del siglo XII, A lfonso VII de
Castilla convirtió al canciller en el secretario del rey, custodio del
sello real, encargado de autenticar los documentos del soberano.
Con ello fueron creciendo las rencillas, incluso por parte de los mis-
mos reyes, ya que el cargo se había hecho vitalicio, sin posibilidad
de destitución. Hasta el siglo XIII el cargo era desempeñado por un
“ litteratus” , un eclesiástico. En la primera mitad del siglo XIV, A l-
fonso XI concede el título de Canciller o M aestre del Real A rchivo
y A rzobispo de la Corte de Castilla al A rzobispo de Toledo, en la

11
Cfr. MUÑOZ GARCÍA, Goliardo, pp. 303-325.

82
persona de Rodrigo Ximénez. Como tal encargado del sello y ga-
rante de la autenticidad de los documentos, el cargo de Gran Can-
ciller de Castilla continuó hasta 1496, terminando finalmente en
un mero título honorífico del Arzobispo Primado de Toledo.
En definitiva, todo ello no era sino una manifestación más
—pretendida o no— de la aplicación de la teoría de las dos espa-
das. Y es necesario señalar que esto es aplicable no sólo a Castilla;
también, a otros reinos europeos.
El probabilismo no es el único tópico reflejado en A vendaño
que tuvo un precedente en épocas anteriores. En los cinco prime-
ros títulos del Thesaurus aparecen asimismo otros —audiencias, diez-
mos, anatas y mesadas, impuestos, aduanas, inmunidad eclesiás-
tica y otros más— cuyo origen debe buscarse también en la Edad
M edia o incluso en la antigüedad. Pero queremos fijarnos ahora
en dos que resultan fundamentales por su incidencia para confor-
mar la idea de Imperio, esencial a su vez para comprender la ac-
tuación de conquistadores y colonizadores en América. Nos referi-
mos a los conceptos de esclavitud y de barbarie. Conceptos que tie-
nen su origen en la época clásica. Porque la Historia tampoco hace
saltos; y, les gustara o no a los humanistas, no se puede negar que
la Edad M edia es también, a su modo, heredera y continuación del
Imperio romano; deudor, a su vez y a su modo, de Grecia.
Grecia es el mundo de la “ polis” . O quizá sería preferible de-
cir que el mundo de Grecia es la “ polis” , signo para el griego de
su supremacía sobre los demás pueblos, incapaces por naturale-
za de lograr la perfección de los griegos; signo, en definitiva, de la
irracionalidad de todo no griego.
Animal racional (“ rationalis” , de “ reor” —“ pensar” o “ hablar” —,
y éste de “ resis” y “ rema” , “ palabra” ) es el animal de la palabra,
el animal capaz de expresar la verdad, lo justo y lo injusto. H om-
bre lo era sólo el de la “ polis” griega. Los demás, ni siquiera sa-
bían hablar griego. El verbo “ baréo” significa “ estar entorpecido” .
Con lo que, a quienes no sabían hablar griego y lo hacían vacilan-
do y como tartamudeando —“ bar-bar” — los llamaron “ bárbaros” :
era lógico que éstos, ignorando la lengua griega, incapaces de discer-
nir el bien y la verdad, fueran por tanto irracionales, no humanos;

83
inciviles, extranjeros, irracionales, no-hombres, salvajes, como
animales.12 Y, puesto que se trataba de una incapacidad natural,
la distinción entre griego y bárbaro se consideró basada en el
Derecho Natural.
En consecuencia, por ser irracional, el bárbaro pertenece por
naturaleza no a sí sino a otro, cosa que le es ventajosa y justa, pues
podrá ser dirigido por la racionalidad del otro; por naturaleza le
conviene estar sometido a los griegos, ciudadanos de la “ polis” .
A ristóteles elevaría al rango de verdad filosófica la opinión de los
griegos sobre los bárbaros.13 En definitiva, para el mundo griego,
todo no-griego estaba excluido, por derecho natural, del paraíso
de la “ polis” .
Los romanos adoptan la teoría, y la convierten en Derecho.
Pero, siendo vencedores de los griegos, había que superarla. A sí
que el concepto de “ polis” lo aplican al Imperio romano. Sus ciu-
dadanos, únicos con derechos, eran los “ cives” , los citadinos, los
“ civiles” , es decir, los que tenían “ civilización” , los que hablaban
el “ sermo urbanus” ; los que formaban parte de la “ civitas” , del
Imperio. Ellos eran los superiores a los demás, que no hablaban
latín, ignorantes, incultos, inciviles, rurales o rústicos: bárbaros.
Fundadora del Derecho de todos los hombres, es decir, de sólo los
romanos. Creyéndose, por, tanto, con derecho a toda conquista
para ampliar su Imperio a costa de los no-humanos-bárbaros, inca-
paces de gobernarse. A utoconfiriéndose el derecho de dictaminar
quién era hombre y quién bárbaro. Éste era, de manera especial,
no sólo el declarado enemigo de Roma, sino incluso cualquier otro
pueblo que no hubiera hecho alianza con ella, considerándolo ene-
migo bárbaro aun en tiempo de paz.14 Y, de modo aún más espe-
cial, los pueblos del norte del Imperio. Si Grecia excluyó de la
“ polis” a los no griegos bárbaros, Roma los excluyó del Derecho y
del Imperio.
12
ARISTÓTELES, Política, 1, 1252b 12.
13
ID., Política, 1, 2, 1253b-1255b.
14
“ In pace quoque postliminium datum est. Nam si cum gente aliqua neque
amicitiam neque hospitium, neque foedus amicitiae causa factum habemus, hi
hostes quidem sunt; quod autem ex nostro ad illos pervenit, illorum sit; et

84
Pero resultó que los llamados bárbaros cometieron la barbari-
dad de atreverse a invadir el Imperio. Razón suficiente para que los
humanistas pusieran el mayor ahínco en anatematizar la época “ os-
cura” del dominio de los bárbaros, presentándolos como animales
bípedos, como destructores, salvajes, feroces, inhumanos, incultos.
A despecho de los humanistas, hoy sabemos que, por turbu-
lentos que parecieran, tales bárbaros no eran turbas; eran “ pue-
blo” , “ gens” , con una lengua, tradición y leyes. Pueblos básica-
mente agricultores que, conociendo la rotación de cultivos, rotura-
ban siempre nuevos campos, convirtiéndose así en nómadas. Y,
reducidos por otros pueblos a territorios insuficientes y pobres, se
vieron empujados y obligados a seguir de continuo a otras tierras,
hasta introducirse en el Imperio. M ás que —como se los ha pinta-
do— crueles, los bárbaros invadieron desesperados, ante unos ro-
manos que les niegan el asilo, no les venden alimento, o les obli-
gan a entregarles a cambio a sus hijos como esclavos.15
Estas invasiones pusieron en tela de juicio la visión clásica del
bárbaro y de la ciudad como “ polis” o “ civitas” y, por consiguiente,
la del hombre como “ zoon politikon” , animal civil y ciudadano.
A pesar de lo que pudieran esperar los romanos invadidos, la con-
ducta de aquellos pueblos bárbaros fue muy diferente a la de la
civilizada Roma, supuestamente creadora del Derecho y para la
que los no-romanos no eran merecedores de derechos. N ómadas
por tradición y cultura, sus reyes no podían ser señores de territo-
rios, sino caudillos de personas. Por eso les resultó normal respe-
tar la ley de los vencidos y dieron lección nada irracional de Dere-
cho a los romanos. Fieles a su “ bárbaro” concepto de los pueblos

liber homo ab eis captus sit servus eorum. Idemque est, si ab illis ad nos
aliquid perveniat. Hoc quoque igitur casu postliminium datum est” (“ También
se da el postliminio en tiempo de paz, pues cuando no tenemos con otro
pueblo ni alianza, ni convenio de hospitalidad, ni un tratado hecho por razón
de alianza, no se puede decir que sean enemigos, pero lo que pasa de nuestro
campamento al suyo, se hace de su propiedad y la persona libre que es
capturada por ellos, se hace esclavo y objeto de su propiedad; y lo mismo si
algo pasa de su campo al nuestro” ): Digestum, 49.15.5.2.
15
Cfr. a este respecto LE GOFF, J., La Civilización del Occidente Medieval ,
Barcelona, 1969, pp. 32-48.

85
basado en la personalidad del Derecho, aceptaron la idiosincra-
sia, derecho y ciudadanía de los vencidos, redactando leyes para
los romanos, de acuerdo a sus normas y costumbres: “ leges bar-
barorum” para los bárbaros, y “ leges romanae” para los romanos.16
A pesar de todo, no se libraron del desprecio de los humanistas.
Y, como al convertirse al Cristianismo lo hicieron al arrianismo,
aquéllos añadieron al de bárbaro el apelativo de herejes.
Con el tiempo los bárbaros conquistadores adoptan conduc-
tas y mentalidad de los vencidos, son absorbidos por el Imperio y
se “ civilizan” . Y, con el tiempo también, aquel Imperio romano del
que serían herederos en su momento los reinos de Europa, devino
Sacro Romano Imperio. Como “ romano” , considerará bárbaros a
todo pueblo que no perteneciera a Europa. Pero a la vez, y para-
dójicamente, como “ Sacro” Imperio, todos los pueblos que no
comulgaran con la religión oficial quedarían ahora asimismo ex-
cluidos y considerados bárbaros.17 Paradójicamente, pues cabría
esperar que, como Sacro, el Imperio hubiera adoptado la visión bí-
blica de la ciudad.
Varrón sintetiza la concepión romana de la ciudad. Idílico o
arrogante, petulante o jactancioso, es un texto que sugiere la rebe-
lión del hombre contra Dios: “ los dioses nos dieron los campos, el
ingenio humano edificó las ciudades” .18 La visión bíblica puede
parecer coincidente; pero su enfoque es muy otro al romano. En
ella, la primera ciudad es construida por Caín, el fratricida; mien-
tras A bel, el justo, es trashumante y peregrino. Con lo que los bár-
baros y asesinos resultarían ser los cultos habitantes de la ciudad,
los llamados “ civilizados” . Y “ polis” y “ civitas” , vida civilizada
y civilización, resultarían así auténtica obra de fratricidas. Fratri-
cidas que han construido su imperio, su cultura y civilización en

16
Como la Lex romana o Breviarium Alarici de Alarico II, por ejemplo.
17
“ Post Christum vero, Imperium est apud Christum et eius vicarium, et
transfertur per Papam in Principem saecularem” : “ A partir de Cristo, el
Imperio reside en Cristo y en su vicario, y se transfiere por el Papa al
Príncipe secular” : SAXOFERRATO, Opera, vol. 10, 95r.
18
“ Divina natura dedit agros, ars humana aedificavit urbes” : VARRÓN, Marco
Terencio, Rerum rusticar um libri tres, México, 1992.

86
aras y so pretexto de la ciudad y a costa de la sangre de sus her-
manos. El propio Decreto de Graciano pone en la ciudad de Caín
el origen del “ ius gentium” , resurgido tras el diluvio por obra de
Nemroth, el cazador y opresor de hombres.19
Pero el Imperio acaparaba derechos y se creía autorizado, por
ejemplo, a conquistar otros reinos a su propio interés o capricho:
¿Qué hay, pues, de malo si los católicos mantienen, según análo-
ga voluntad del Señor, lo que mantenían los herejes? Pues aque-
lla palabra del Señor “ os será quitado el reino de Dios y será en-
tregado a un pueblo que haga justicia” es válida para todos los
de la misma laya, es decir, a todos los impíos e inicuos.20

Si el Imperio romano pudo justamente hacerlo, con mayor ra-


zón el Sacro Romano Imperio.21 Nada más justo y beneficioso para
19
“ Naturale ergo ius ab exordio rationalis creaturae incipiens, ut supra dictum
est, manet immobile. Ius vero consuetudinis post naturalem legem exordium
habuit, ex quo homines convenientes in unum coeperunt simul habitare, quod
ex eo tempore factum creditur, ex quo Cain civitatem aedificasse legitur: quod
cum diluvio propter hominum raritatem fere videatur extinctum, postea a
tempore Nemroth reparatum, sive potius immutatum existimatur, cum ipse
simul cum aliis alios coepit opprimere” : “ El derecho natural, que se inició con
el comienzo de la creatura racional, permanece inmóvil. Pero el derecho de
gentes se inició después del natural cuando, reunidos los hombres, comenzaron
a vivir en comunidad; esto se supone que sucedió cuando Caín edificó la
ciudad. Quedando casi extinguido con el diluvio, al dispersarse los hombres,
fue restituido después por Nemroth, aunque más bien transformado debido a
que, junto con otros, se dedicó a oprimir a los demás” : Decretum, I, dist. V, § 1.
20
“ Quid ergo indignum, si ea quae tenebantur haeretici, secundum parem Domini
voluntatem, catholici tenent? Ad omnes enim similes, id est, ad omnes impios
et iniquos, illa vox Domini valet: auferetur a vobis regnum Dei et dabitur genti
facienti iustitiam” : ID., 2, 23, 7, 2.
21
Cfr. SAN AGUSTÍN, De civitate, L. V, c. 12.- “ Hostes populi romani perdunt
ea quae sunt iuris civilis romanorum, ita ut hostes cuiuslibet civitatis perdunt
quae sunt iuris civilis proprii illius civitatis... Quasi omnes gentes quae obediunt
Sanctae Matri Ecclesiae sunt de populo romano... Alii populi sunt extranei,
et sunt populi extranei proprie, qui non fatentur Imperium Romanum esse
dominum universalem” : “ Los enemigos del pueblo romano pierden los
derechos civiles de Roma, igual que pierden los derechos propios de una
ciudad los enemigos de ésta... Casi todos los pueblos que obedecen a la Santa
Madre Iglesia pertenecen al pueblo romano... Los otros pueblos le son extraños,
y lo son propiamente los que no confiesan que el Imperio Romano es
universal” : SAXOFERRATO, Opera, vol. 6, 214v-215r.

87
el vencido quien, como ya había dogmatizado A ristóteles, podría
beneficiarse del gobierno del humano y racional Imperio.22 Por el
primer pecado, el rey de la creación había quedado convertido en
esclavo,23 quedando liberado por la redención de Cristo; pero la
esclavitud es la expiación y pena que hay que satisfacer por el pe-
cado.24 Es por tanto lógico y útil que los cristianos rijan a los no
cristianos y los hagan esclavos.25 Sin embargo, muy cercanos a éste
estaban judíos y árabes, con una perfecta organización social y,
además, creyentes en el mismo Dios del Imperio. Más cercanos aún
estaban también los herejes, que convivían en el mismo Sacro Im-
perio con sus supersticiones (“ superstitio” : “ residuo” , “ poso” ): es-
coria y excrecencia del Sacro Imperio.26
A sí que hubo de modificarse un tanto el concepto de bárbaro
para que, al aceptar a los árabes en el Imperio (bárbaros bere-
beres), no dejara de ser romano; y, aceptando herejes, no dejara
de ser Sacro. De algún modo se aceptó a los primeros, aunque

22
“ Por derecho de gentes un pueblo libre que no reconoce superior a él puede
[hacer la guerra] contra otro pueblo libre, si lo hace buscando el buen fin de
regirlos y gobernarlos justamente; de otro modo, las guerras que hizo el
pueblo romano con el único fin de la gloria del Imperio, no hubieran sido
lícitas, ni tampoco su reinado y monarquía; y, sin embargo, lo fueron, pues
Cristo lo aprobó cuando dijo “ dad al César lo que es del César” (“ De iure
gentium unus populus liber non recognoscens superiorem posset [bellare]
contra alium liberum, si facit ad bonum finem, ut illos bene regat et gubernet;
aliter bella quae exercuit populus romanus ad hunc solum finem, pro gloria
Imperii, non fuissent licita, nec ipsorum principatus et monarchia, et tamen
contrarium est verum, quia Christus approbavit dum dixit “ reddite quae sunt
Caesaris Caesari” ): PAULO DE CASTRO, In primam Digesti Veteris partem
Commentaria, Turín, 1576, f. 4v.
23
AGUSTÍN, De civitate, 19, 15.
24
SANTO TOMÁS, Summa Theologica, I-II, q. 94, a. 5, ad 3.
25
“ Quod capiunt ex fidelibus non sunt vere servi... nec in servos vendi possunt” :
ANTONINO DE FLORENCIA, Summa Theologica III, T. 3, c. 6, § 4,
Venecia, 1582.
26
Así lo establecía el Derecho para aquellos miembros del Romano Imperio,
pero dudosamente del Sacro Imperio: “ Quid ergo indignum, si ea quae
tenebantur haeretici, secundum parem Domini voluntatem, catholici tenent?
Ad omnes enim similes, id est, ad omnes impios et iniquos, illa vox Domini
valet: auferetur a vobis regnum Dei et dabitur genti facienti iustitiam” :
Decretum, II, c. XXIII, q. VII, c. II, col. 829.

88
para determinados cargos se hizo necesaria la “ limpieza de san-
gre” .27 Los segundos serían considerados en el Imperio, a lo más,
súbditos de “ Príncipes Cristianos” . A unque los españoles queda-
rían bajo el mando de los únicos “ reyes Católicos” .28 A pesar de que
cada reino de la Europa de entonces se considerara (si no “ el”
Sacro Romano Imperio) sí Sacro Romano Imperio; y su rey aspirara
a ser nombrado emperador. Recuérdense, por ejemplo, las conti-
nuas pretensiones de Francisco I de Francia al trono imperial.

La conqui sta por l as dos espadas


Comenzaron la conquista de los indios acabada la de los moros,
porque siempre ganasen españoles contra infieles.29

H asta la época en que Colón llega a A mérica, los reinos de Es-


paña habían estado suficientemente ocupados en la tarea de la ex-
pulsión de los árabes, como para poder prestar demasiada aten-
ción a las corrientes humanista y renacentista que se habían ins-
talado ya en Europa. Por eso, si en todos los reinos europeos dejó
su huella la Edad M edia, esa huella quedó mucho más marcada
en la Península Ibérica. Y marcados con esa huella llegaron los
primeros conquistadores castellanos y luego los colonizadores es-
pañoles. Es la razón por la que la justificación de la conquista hay

27
Adviértase que la limpieza de sangre no era, como quizá pudiera creerse,
requisito que se aplicara exclusivamente en América; también se exigía en
Europa: CUART MINER, B., Colegiales mayores y limpieza de sangre
durante la Edad Moderna. El estatuto de San Clemente de Bolonia (ss. XV-
XIX) , Salamanca, 1991. De hecho, en buena medida era una herencia del
Derecho Romano: “ También dice la ley Julia lo siguiente: ‘ Que ningún senador,
hijo de senador, nieto habido del hijo, o biznieto habido del [hijo del] hijo,
ninguno de ellos, presente o futuro, a sabiendas y con dolo malo se despose
o se case con una mujer liberta, o con hija de padre o madre que ejerza o haya
ejercido la profesión de exhibirse en público; ni la hija de un senador, nieta
habida del hijo de aquél, o biznieta habida del hijo del hijo, a sabiendas y con
dolo malo, se despose o case con un liberto o con hijo de padre o madre que
hayan ejercido aquella profesión, ni ninguno de éstos la tenga como desposada
o mujer’ : Digestum, 23.2.44.
28
Cfr. Tít. I, nn. 82, 56, 92.
29
LÓPEZ DE GÓMARA, Francisco, Historia general de las Indias, ed. de J.
Gurría, Caracas, 1979, p. 8 (en adelante cit. como LÓPEZ DE GÓMARA).

89
que buscarla en la Edad M edia; y por la que la época colonial no
fue, en gran parte, sino la pervivencia de la medieval en A mérica.
Independientemente de la afirmación de Teresa de la Parra quien
hablaba de la época colonial como de “ nuestra Edad M edia crio-
lla” ,30 A vendaño y el completo entorno en que escribía fueron he-
rederos del Medievo.
Tratándose el Thesaurus de una obra de carácter ético-jurídico
hay un elemento que a nuestro entender es fundamental y del que
no se puede prescindir al enjuiciar los siglos de la Colonia. La
Edad M edia había legado al conquistador un marco jurídico que
seguiría vigente aún por mucho tiempo. Un marco que no es otro
que el Derecho romano. Derecho que fue producto del Imperio ro-
mano —adoptado por el Medievo— añadiéndole un nuevo elemen-
to; es decir que, al Derecho heredado de los latinos, se le sumó el
componente que, como Sacro Romano Imperio, parecía natural: el
Derecho Eclesiástico. Ambos, Civil y Canónico, vigentes en la Edad
M edia, lo seguirían estando durante la mayor parte del período
colonial. H emos visto, además, cómo en el contexto medieval la
Iglesia tuvo no poco que ver en la jurídica civil. Como decimos,
este aspecto se transmitió al gobierno de las colonias.
Basta, para convencerse de ello, con repasar la obra de Solór-
zano Pereyra, que resultó la fuente documental imprescindible para
comprender el gobierno colonial. Reuniendo los ingredientes de
ser un español, un civil y un jurista, el autor emite su juicio ba-
sándose en ambos Derechos. Escribe así su obra con la finalidad
de defender la Corona española ante las Cortes europeas. Desde
esta perspectiva Solórzano puede resultar parcializado. La obra
de Avendaño, español peruano, religioso y moralista, por más que
pueda estar asimismo parcializada desde su punto de vista ecle-
siástico, podrá considerarse como la contraparte de Solórzano.
Independientemente de que con ello podamos tener el complemen-
to para comprender cómo se concebía la administración de las co-
lonias, interesa destacar ahora que, al exponer el punto de vista
30
Primera Conferencia en Colombia, 1930; cfr. TERESA DE LA PARRA,
Obra, ed. de V. Bosch, Caracas, 1982, p. 479 (en adelante cit. como DE LA
PA RRA ).

90
jurídico de los temas que tratan, ambos tratadistas se tuvieron que
basar en los dos Derechos vigentes por entonces.
Por supuesto que, dadas las características de las colonias, tan
diversas de la metrópoli, a lo largo del tiempo la Corona hubo de
emitir constantemente decisiones relativas a los diferentes aspec-
tos de gobierno. Sin embargo, y originariamente al menos, se con-
sideraron vigentes las antiguas leyes —medievales— de Castilla.
A sí lo recogía la Recopilación de 1680:
Ordenamos y mandamos, que en todos los casos, negocios y plei-
tos en que no estuviere decidido, ni declarado lo que se debe
proveer por las leyes de esta Recopilación, o por cédulas, provi-
siones u ordenanzas dadas y no revocadas para las Indias, y las
que por nuestra orden se despacharen, se guarden las leyes de
nuestro Reino de Castilla.31

Y aun, todavía en 1690, se recuerda a los Oficiales de H acien-


da que “ observen generalmente la ley trece de la Recopilación de
Castilla, título nono, libro nono” .32 Recopilación, como se sabe, in-
fluida incluso por las Siete Partidas.33 Pero, en cualquiera de tales
códigos y legislaciones civiles se puede encontrar su parte religio-
sa. Persistirá, por tanto, en la Colonia la dualidad jurídica. De he-
cho, parece que el requisito de haber estudiado leyes para poder
obtener un cargo relacionado con la justicia en Indias se refiere
tanto a estudio de leyes civiles como canónicas:
mandamos que ningún letrado pueda haber ni haya oficio ni
cargo de justicia, ni pesquisidor ni relator en el nuestro Conse-
jo, ni en las nuestras audiencias, ni chancillerías, ni en ninguna
ciudad, villa, ni lugar de nuestros Reinos si no constare por fe
de los notarios de los estudios haber estudiado en los estudios
de cualquier universidad de estos nuestros Reinos, o fuera de
ellos, y residido en ellos estudiando derecho canónico o civil, a

31
Recopilación de Leyes de Indias de 1680, Ley II, Tít. I, Lib. II.
32
Cédula de 17-9-1690 a los Oficiales de la Real Hacienda de Indias: MURO
OREJÓN, A., Cedulario americano del siglo XVIII , vol. I, Sevilla, 1956,
n. 270.
33
Sobre este tema sigue siendo fundamental la obra de LEVENE, Introducción.

91
lo menos por espacio de diez años y que hayan edad de veinte y
seis años por lo menos” .34

A simismo, muchas de las disposiciones civiles tenían una jus-


tificación religiosa. Como ejemplo, detengámonos en uno curioso
al que alude nuestro autor. A propósito del que emitían los oidores
de no aceptar regalos, A vendaño alude a un cierto “ juramento de
los médicos, según la Constitución de Pío V, de no visitar a los
enfermos más de tres días si no recibían certificación escrita de
haberse confesado, expedida por el confesor” .35 N o hace al caso el
que tal juramento dependiese más bien del Concilio IV de Letrán
(año 1216), bajo el Pontificado de Inocencio III, que del posterior
Pío V (Papa en los años 1566-1572), al que A vendaño lo atribuye.
El texto conciliar decía:
Establecemos y ordenamos por medio del presente decreto que
los médicos del cuerpo, cuando fueren llamados a atender a los
enfermos, les adviertan antes de nada que hagan llamar a los
médicos del alma: para que, una vez provistos de la salud espiri-
tual, se pueda proceder más provechosamente al remedio de la
medicina corporal; para que, al cesar la causa, cese el efecto. La
causa, entre otras, de este edicto fue que cuando algunos yacen
enfermos en el lecho y son aconsejados por los M édicos para que
atiendan a la salud de sus almas, se desesperan, con lo que más
fácilmente se ponen en peligro de muerte. Y si algún M édico,
una vez publicada por los Ordinarios del lugar, transgrediera esta
nuestra disposición, sea impedido su acceso a la Iglesia hasta que
se sincere adecuadamente por esta transgresión.36

34
Ley 2, lib. 3, tít. 9 de los Alcaldes Ordinarios, 1566: ENCINAS III, pp. 9-10.
35
Tít. IV, n. 9.
36
“ Praesenti decreto statuimus et directe praecipimus Medicis corporum, ut
cum eos ad infirmos vocari contigerit, ipsos ante omnia moneant et inducant
ut Medicos advocent animarum: ut postquam fuerit infirmo de spirituali
salute provisum, ad corporalis medicinae remedium salubrius procedatur
cum, causa cesante, cesset effectus. Hoc quidem inter alia huic causam dedit
edicto, quod quidam in aegritudinis lecto iacentes, cum eis a Medicis suadetur
ut de animarum salute disponant, in desperationis articulum incidunt, unde
facilius mortis periculum incurrunt. Si quis autem Medicorum huius nostrae
constitutionis, postquam per Praelatos locorum fuerit publicata, transgressor
extiterit, tamdiu ab ingressu Ecclesiae arceatur, donec pro transgressione

92
Conocemos el texto de este curioso juramento gracias a una
enciclopedia que escribió en el siglo XVIII el venezolano fray Juan
A ntonio N avarrete: “ A nte todo, exhortaré a todos los que lleguen
a mis manos a que reciban el sacramento de la penitencia; de otro
modo, si después del tercer día no se hubiesen confesado, no los
volveré a visitar” . La justificación de tal juramento nos la da el
comentario del mismo Navarrete:
si con rigor lo examinamos, toda enfermedad del cuerpo provie-
ne necesariamente de la enfermedad espiritual del alma: porque
es proposición bien católica que si no hubiera habido pecado en
el mundo, tampoco hubiera enfermedades, que no son otra cosa
que castigos del pecado de nuestro primer Padre y de los nues-
tros propios.37

El mero título de una obra escrita todavía en el último cuarto


del siglo XVIII da a entender el maridaje de la autoridad civil y
eclesiástica para constituir un gobierno católico, opuesto al de los
aborígenes. Se trata de las Tardes A mericanas de José Joaquín
Granados y Gálvez, publicadas en M éxico en 1778, y que llevan
como subtítulo “ Gobierno gentil y católico: breve historia y parti-
cular noticia de toda la historia indiana” .38 Esto es: el gobierno de
las Indias, y toda la historia indiana que se pretende relatar en la
obra, se conciben ligados a la religión.
Todo ello lo acepta la autoridad civil, aun a riesgo de tener
que confesar a veces su sujeción a la religiosa. De la supremacía

huiusmodi satisfecerit competenter” : cfr. Decretales, L. V, Tít., XXXVIII De


poenitentiis et remissionibus, c. XIII, Cum infirmitas corporalis, col. 719.
37
“ Omnes qui ad manus meas deveniant, primum ad poenitentiae sacramentum
suscipiendum hortabor, alias post tertiam diem, nisi confessi fuerint, non
redibo” . Navarrete remite, sobre el tema, a ZACCHIA, Paolo, Quaestiones
M edi co-Legal es, Veneci a, 1789; y RODRÍ GUEZ, A ntoni o José ( el
Cisterciense), Nuevo Aspecto de la Teología médico-moral y ambos Derechos
o Paradoxas physico-theológico-legales, 3 vols., Madrid, 1763-1769. Cfr.
BRUNI CELLI, B., Fray Juan Antonio Navarrete: Arca de Letras y Teatro
Universal, 2 vols., Caracas, 1993 (en adelante cit. como BRUNI CELLI
Navar rete), vol. I, p. 365. Avendaño dice que este juramento no obligaba en
Sicilia ni en España.
38
Ed. moderna de H. Labastida, México, 1987.

93
de la autoridad religiosa sobre la civil fue en definitiva de la que,
convencidos o no, se sirvieron tanto los Papas como los reyes de
España para justificar la donación de las Indias a la Corona espa-
ñola. Y el factor religioso fue decisivo igualmente para la conser-
vación y aumento de los territorios coloniales. Pensamos que se
puede afirmar de todas las colonias lo que Farris sostiene respec-
to a la N ueva España:
En M éxico el clero representaba tanto la autoridad temporal de
la Corona española como la autoridad espiritual de la deidad cris-
tiana ante una población conquistada que heredó una tradición
profundamente reverencial hacia la clase sacerdotal del pasado
precolombino y que permaneció en estado de tutelaje mientras
duró la época colonial.39

La Corona tuvo que jugar con la Iglesia, durante toda la época


de la Colonia, el doble, contradictorio y difícil juego del soberano
y del súbdito. Como súbdito, por ejemplo, enarbolando la bandera
de la evangelización como finalidad primordial de la Colonia; pero
teniendo que aceptar —gustárale o no— los privilegios a que daba
lugar la inmunidad eclesiástica. Como soberano, utilizando a los
ministros religiosos para poder dominar durante siglos extensos
territorios con un comparativamente minúsculo número de fun-
cionarios laicos y ejército; pero teniendo que debatir incesantemen-
te los derechos de su soberanía ante las continuas exigencias de
las autoridades eclesiásticas con sus abundantes privilegios. La
misma concesión del vicariato o del patronato concedido por Ju-
lio II,40 que en la práctica convertía a los reyes en cabezas de la
Iglesia en sus reinos y a ésta en auxiliar de aquéllos, les llevaba
a tener que aceptar esos mismos privilegios; pero les daba fuer-
za también para exigir el “ placet regio” para los documentos
pontificios.
A unque las contradicciones implicaban también a los clérigos,
celosos de su inmunidad, pero a la vez obsequiosos con los reyes,

39
FARRISS, N., La Corona y el clero en el México colonial, 1579-1821, México,
1995, p. 13 (en adelante cit. como FARRISS, La Corona).
40
Bula Universalis Ecclesiae, de 1508.

94
de quienes dependía su cargo y su promoción en la Iglesia, sin
que necesariamente se haya de entender esto en un sentido peyo-
rativo. Véanse estas líneas del venezolano Pedro Tamarón, obispo
de Durango en Nueva Vizcaya, dirigidas al virrey Croix:
Pues, en las Indias tanto los señores superiores seculares como
los eclesiásticos servimos a un mismo A mo, que es el rey N ues-
tro Señor. De su real mano recibí tres curatos, dos dignidades y
últimamente su dignación me elevó a la altura de Obispo... El
señor Deán y demás prendados se mantienen de su hacienda y
los curas sirven en su real nombre. Pues, ¿cómo no hemos de
respetar y observar sus adorables mandatos? 41

Con lo visto, resulta cierto tanto que —como dice De la Hera—


la fusión de lo civil y religioso hizo del de España un reino misio-
nero; como también la afirmación de Farris de que los misioneros
resultaron ser los mejores conquistadores.42
A vendaño partía en el Título I de dos premisas que juzgaba
“ irrefragabiles” : que “ a toda humana criatura es necesario para
su salvación el someterse al Romano Pontífice” , con lo que se refe-
ría a una autoridad temporal de los Papas y que tomaba nada me-
nos que como un dogma de fe. En segundo lugar, la facultad de la
Iglesia de propagar su fe y eliminar obstáculos para ello.43 Tales
premisas implican, como primera conclusión, que la donación
pontificia de las tierras de A mérica a los reyes católicos los consti-
tuía en reyes de las Indias en las dos concepciones de reinado: al
modo romano, según la cual el rey lo es de un territorio; y al modo
godo, por la que el rey es señor no de tierras, sino de vasallos, de
personas (“ rex francorum” o rey de los francos, “ rex vasconum” o
rey de los navarros; todavía hoy: “ rey de los belgas” ).
En efecto, su posición parte de defender que el Papa puede
transferir autoridad sobre “ ciudades, campamentos, lugares y vi-
llas descubiertas y por descubrir” ;44 esto es, autoridad temporal,
41
2-8-1768. Cit. por FARRIS, N., La Corona, p. 27.
42
HERA, A. de la, “ El Regalismo indiano” , en BORGES, Historia, p. 82;
FARRISS, La Corona.
43
Tít. I, nn. 1s.
44
Ibidem, n. 2.

95
sobre territorios. Y también de que el Papa tiene poder de conferir
a los reyes el “ ius debellandi gentes” , el derecho de reducir “ pue-
blos” , esto es personas. Para nuestro autor, al donar a la Corona
de Castilla las tierras de A mérica, la donación papal no puede ser
más amplia: “ aunque no estén descubiertas por los españoles to-
das las islas o tierras de las regiones Indias, sin embargo pueden
ser descubiertas por ellos. Y si nunca llegaran a descubrirse... pue-
de prohibirse su ocupación” (a otros). Por consiguiente, “ muy
prudente y providentemente, pues, ha sido dispuesto por la Sede
Apostólica que el gobierno de los Indios se encomendara a los prín-
cipes católicos, únicos idóneos para tan importante misión” .45 Es
decir, en aras de la exaltación y propagación de la fe, o los espa-
ñoles, o nadie. Leamos entre líneas: el rey católico es el mejor re-
presentante del Imperio.
Es indudable que el celo por defender los derechos de los in-
dios hizo que muchos de los frailes misioneros insistieran en una
o en otra de estas autorizaciones papales, a conveniencia de lo que
pretendían defender en el momento. Si se trataba, por ejemplo, de
atacar la esclavitud de los indios, argumentarían con la letra de
las bulas que hablaban de donación de tierras —islas, ciudades,
campamentos, lugares y villas— sin transferir dominio sobre las
personas; y si tuvieran que hablar en contra de la encomienda, tra-
ducción para la época de la gleba medieval, la insistencia era en
que la conquista debía pretender la evangelización de las perso-
nas, relegando a segundo lugar el dominio territorial.
Pensamos que también este punto necesita de una revisión.
Que las dos finalidades de la conquista tradicionalmente presen-
tadas —conquista territorial y evangelización— no fueron en ver-
dad sino una sola en dos facetas. Que en ocasiones los frailes las
presentaran como dos finalidades distintas no era sino una “ tác-
tica” humanitaria, un artificio dialéctico. Distinguir dos finalida-
des en la conquista no fue en la práctica sino una distinción poco
menos que de razón, con fines meramente dialécticos. Véase, por
ejemplo, cómo José de Acosta, al momento de discutir la legitimidad
45
Tít. I, nn. 33; 1, 8; 16.

96
de imponer tributos a los indios, se planteaba que “ importa mu-
cho distinguir si son los hombres los que quedan sometidos en ra-
zón del suelo o si, al contrario, es el suelo el sometido por razón de
los hombres” .46
Avendaño, hombre más de cátedra y de gobierno que de acción
misionera como Acosta, lo hace de modo menos práctico y más teó-
rico, por medio de axiomas o premisas que reflejan cada una un
aspecto de la conquista. A cabamos de ver cómo considera que la
infidelidad de los indios no es sino una consecuencia de su barba-
rie; esto es, la primera está implicada en la segunda; que es tanto
como decir que son una misma cosa. El remedio para ambos as-
pectos fue también uno sólo: conquistar, para eliminar la barbarie;
cosa que llevaba implícita la evangelización. Aunque ésta fuera pri-
mordial para el Pontífice al hacer la donación a los reyes.
A este propósito se ha dicho repetidamente que los fines pre-
tendidos en la Conquista de A mérica fueron dos: la conquista del
territorio y la evangelización de los indígenas. Dos fines que, el
Papa, Señor de las Dos Espadas, encomendó inicialmente a Cas-
tilla. El primero, en cuanto Señor de la espada temporal; el segun-
do, basado en la espada espiritual, en el poder espiritual indiscu-
tido del Papa.
Sin embargo, nos parece que, más bien, no se trata de dos fi-
nes, sino de uno sólo con dos vertientes; una sola espada con do-
ble filo: como representante de Dios en el mundo, el Papa enco-
mienda a Castilla los territorios para que evangelice a sus habitan-
tes. Por supuesto —y aparte del aliciente material que podía re-
presentar la conquista para el rey castellano, a fin de que aceptara
favorecer la evangelización—, no se podía —o, al menos, no se po-
día tan fácilmente— evangelizar a los habitantes, si no se les con-
quistaba; pero no había “ justificación” para la conquista si no era
para evangelizar. La intención principal del Pontífice de evange-
lizar las colonias se tradujo en la Corona de Castilla en “ conquis-
tar para evangelizar” ; y la intención expansiva de Castilla hubo
de traducirse en “ evangelizar para justificar la conquista” . Un solo
46
ACOSTA, J., De procuranda Indiorum salute, III, c. 4, n. 7, ed. L. Pereña et
al., Madrid, 1984, p. 435 (en adelante cit. como ACOSTA, Procuranda).

97
fin en dos vertientes. N o deja de ser sintomático que el mayor nú-
mero de monumentos construidos por los conquistadores, y los más
preciosos, haya sido el de los edificios religiosos. Su construcción
—dice A vendaño— ocupa el primer lugar entre los bienes públi-
cos. Traduzcamos: su construcción, encargada de buscar el bien
público. Si los indios “ son de tal índole que se impresionan mu-
cho con las apariencias externas” la vista de esas construcciones
les hablarían no sólo de la grandeza de un Dios a quien servir,
sino también de la del Señor del Imperio.47
Otra cosa es lo que tuvo que haber sido. Desde Salamanca, la
voz de Vitoria se alzaba en sus Relectiones en contra de la conquis-
ta. Según él, aun en el supuesto de que el Papa tuviera poder tem-
poral sobre todo el mundo, lo único que encomendó a los reyes
castellanos fue la misión de evangelizar las Indias; pues la sobe-
ranía y el poder legislar corresponde en cada república a sus prín-
cipes, como encargados de gobernarla y dirigirla hacia el bien co-
mún. Que los indios se resistan a esa evangelización tampoco jus-
tifica la guerra. N adie podría, por tanto, adquirir soberanía sobre
otros pueblos sino por libre aceptación de éstos, o por justa gue-
rra, o por legítima defensa. Otra voz, la del jurista Solórzano
Pereyra, desautorizaba al Derecho antiguo que accedía a las pre-
tensiones expansionistas del Imperio a costa de los países que no
habían corrido a aliarse con él:
no a aquellos otros extranjeros descubiertos en un mundo des-
conocido, que viven pacífica y tranquilamente dedicados a sus
tareas, e inesperadamente atacados por las flotas de los nuestros...
Desconocidos hasta de nombre para nosotros, de ninguna ma-
nera podríamos reprocharles, ni nosotros ni los romanos mis-
mos (de haberse descubierto en su tiempo), el no habérsenos acer-
cado para establecer amistad, pactar alianza y concertar régimen
de hospitalidad.48

47
Tít. I, n. 149.
48
Cfr. SOLÓRZANO PEREYRA, J., De Indiarum Iure. De iusta indiarum
occidentalium inquisitione, acquisitione et retentione, Madrid, 1628-1639;
ed. C. Baciero y otros, vol. I: Lib. III, De retentione Indiarum, Madrid, 1994,
III, 7, nn. 88 y ss.

98
Y aun en la misma Edad M edia podemos encontrar textos que
rechazarían la expoliación de su territorio a los aborígenes: “ el mun-
do es patria común de todos, por lo que no pueden ser expulsados
sino por aquello por lo que podrían ser proscritos del foro. Pues ex-
pulsar es prohibir, pena que no debe imponerse sin causa” .49
Pero la conquista se hizo como se hizo. N o nos detendremos
ahora en considerar la posibilidad de que, en su fuero interno, el
rey estuviera sólo interesado en la conquista y el Papa sólo en la
evangelización; o si esto era principalmente —de modo que al pri-
mero le movieran también intereses religiosos y al segundo tam-
bién los temporales— o bien sólo aparentemente, de puertas afue-
ra. Estamos sólo interesados en señalar la evolución de las ideas
que no siempre corre a las parejas con lo que pensaron las indivi-
dualidades que, pretendiéndolo o no, cooperaron a ella. El hecho
es que ambas motivaciones se unieron en una sola actividad: la
colonización. Podemos dar algún botón de muestra de cómo Aven-
daño corroboraría que la finalidad de la conquista fue una sola.
1) Retomando la frase en que López de Gómara dedicaba su
Historia de las Indias al emperador, considera por ejemplo que, des-
de la fundación de la Iglesia, A mérica es el acontecimiento de la
H istoria; pero deduce de ahí una consecuencia que hace que en
su propia frase vayan implícitas las dos finalidades de que habla-
mos: “ N ada ha sucedido más notable que el descubrimiento del
Nuevo M undo y su consiguiente conversión a la fe” .50
2) En esta perspectiva de un solo fin de la conquista con dos
aspectos, o una conquista llevada a cabo en aras de una fe mili-
tante y militar, hay que encuadrar desde “ pequeños” detalles que
deja caer A vendaño aquí y allá, hasta requisitos de los que opina
que obligan gravemente.

49
“ Mundus est omnibus communis patria, et ideo non possunt expelli nisi ex
causa ex qua possent foris banniri. Nam expellere interdicere est, quae poena
sine causa non debet imponi” : BALDO DE UBALDIS, Opera omnia, Lyon,
1585, f. 34r.
50
Tít. I, n. 18; “ … la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la
encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias” :
LÓPEZ DE GÓMARA, p. 7.

99
Detalles como el de las continuas querellas entre los represen-
tantes de los poderes civil y religioso por precedencias entre ellos,
tanto en ceremonias civiles como religiosas. Requisitos graves, como
las cualidades que exige A vendaño de los Jueces de Indias.51 Tra-
tándose de Jueces a lo Sacro y Romano Imperio, espada con doble
filo, habrán de conjugar las cualidades exigidas por el cargo civil
y el evangelio, por el Estado y por la religión; cualidades, por tan-
to, meramente humanas —por ejemplo, la sabiduría y probidad ne-
cesarias para desempeñar adecuadamente su cargo— y también
cualidades morales cuya vinculación con la justicia que han de im-
partir esos jueces no siempre queda muy clara —humildad, modes-
tia, castidad— y que más bien suponen la pertenencia a una reli-
gión. Cualidades éstas requeridas en Indias, más que en “ otras re-
giones de menos riesgo” .52 Así estaba previsto por la Corona: “ bus-
quen siempre para ministros de justicia tales personas, y de tanta
virtud y ciencia, y experiencia...” .53 Por lo mismo no deben extra-
ñar las continuas referencias bíblicas de las que —buen conocedor del
tema— echa mano nuestro autor para justificar esas cualidades.
3) N o deja de ser sintomático que, según observa Ots, “ las lla-
madas Leyes de Indias en buena parte fueron dictadas, más que por
juristas y hombres de gobierno, por moralistas y teólogos” .54 En
tal sentido, la misión de los funcionarios regios estaba encuadra-
da, obviamente, en los varios aspectos de la administración pre-
vista para las colonias. Pero junto a tales aspectos de la adminis-
tración “ civil” , A vendaño ve en todos esos funcionarios otras obli-
gaciones igualmente inherentes a su cargo. A lo largo de los cua-
tro primeros títulos del Thesaurus le hemos visto hacer apreciacio-
nes sobre los distintos funcionarios, similares a las que en el Títu-
lo IV hace, por ejemplo, de los oidores, de quienes afirma que, como
representantes de la justicia del rey, les corresponde el confirmar
y difundir la fe, asunto éste “ el más importante de todos” . O de
51
Cfr., por ejemplo, Tít. IV, n. 109 y cap. 1.
52
ID., n. 2.
53
Ordenanza de 1571: ENCINAS, I, p. 11.
54
OTS CAPDEQUI, J., El Estado español en las Indias, México, 1993, p. 13,
(en adelante cit. como OTS, Estado).

100
los Fiscales: “ Los Fiscales de A udiencias de Indias están sujetos
con obligación gravísima a promover todo lo que tiene que ver con
la propagación de la fe” .55
4) En esta inteligencia del gobierno y de la colonia adquiere
pleno sentido la frase con la que A vendaño, y tantos otros, expre-
saba lo que ya estaba considerado en la normativa de la Corona:
“ en Indias no puede haber ningún mérito mayor que los de los
Conquistadores” . O que no pocos oidores estuvieran convencidos
de que las injurias contra ellos dirigidas eran algo más que inju-
rias: “ Escuché a un Fiscal Real, quien sostenía seriamente que es-
tas deshonras tenían el carácter de un sacrilegio” .56
5) El profesor A lejandro Cañeque, de la N ew York University,
ha expuesto una visión de las Cortes de la época a la que podría-
mos apelar para nuestra concepción de la Colonia con una única
finalidad. Él ha llegado a la conclusión de que las Cortes Virrei-
nales —y, en general, el Estado o República— estaban concebidas
como auténticas Cortes Celestiales. El arcángel San M iguel, Pre-
fecto de los Cielos, a quien invariablemente se representaba en ade-
rezo de centurión romano, y a quien los demás ángeles veneran
casi como a Dios, era figuración del virrey. A l igual que a José en
Egipto, se le tributaba la misma reverencia que al faraón, aunque
no lo fuera. Como el arcángel elegía los ángeles custodios perso-
nales, así el virrey los candidatos a cargos. Por su parte, la realeza
era imagen de la eucaristía. A l rey se le llamaba “ el rey N uestro
Señor” .57
Esto nos trae a la memoria la frase de A vendaño de que “ la
república cristiana debiera ser habitáculo de los ángeles” ; su con-
sideración del viaje a Indias como una peregrinación equiparable
55
Tít. IV, nn. 2, 169.
56
ID., nn. 154, 101.
57
CAÑEQUE, A., “ De arcángeles y virreyes, o de cómo se concebía el poder
en tiempos del barroco” , ponencia en las V Jornadas de estudio sobre
pensamiento, cultura y sociedad colonial , Lima, 10-13 de noviembre 2001.
Posteriormente el Dr. Cañeque tuvo la amabilidad de enviarnos su separata
“ Cultura Vicerregia y Estado Colonial. Una aproximación crítica al estudio de
la Historia Política de la Nueva España” , en Historia Mexicana, n. 51, 2001,
pp. 5-57, donde en las pp. 17 y ss. hace referencia al tema.

101
a las tradicionales en la Iglesia a Roma, Jerusalén o Compostela; o
su veneración hacia los reyes, que le lleva a comparar su provi-
dencia con la de Dios: “ la voluntad de los príncipes es más pron-
ta a perdonar que a condenar; como Dios, que procede natural-
mente a perdonar, mientras que para el castigo lo hace en cierto
modo obligado” ;58 llegando a veces a los límites —rayanos casi en
la heterodoxia— de aplicar a sus reinos los límites que el salmista
aplicaba al Reino del M esías;59 o de que, cuando cabría esperar
que la contraposición del “ Príncipe de este mundo” fuera con Cris-
to, resultara ser con los reyes: así, al hablar de los fiscales que no
se ocupan de la extensión de la fe, sostiene que “ demuestran ser
más bien Fiscales del Príncipe de este mundo, al que el Príncipe
de la paz lanzó fuera, que de los Catolicísimos Príncipes de las
Españas y de las Indias” .60
6) Las disposiciones que había dictado la Corona respecto a
que los ministros evangélicos enviados a las colonias no podían
ser extranjeros parecerían establecer que la principal finalidad de
la conquista fuera la política y la religiosa sería otra distinta, su-
peditada a la primera. Es muy posible que en las intenciones es-
pecíficas de la Corona ello fuese así. Como también es muy posi-
ble que, en las miras específicas de la Sede romana, primara la fi-
nalidad de la conversión siendo la concesión territorial consecuen-
cia o requisito inevitable, pero secundario. Pero ya decíamos que
estábamos haciendo abstracción de ideas o intereses específicos
para descubrir el proceso general de las ideas.
A pesar de todo la exclusión de ministros extranjeros más que
con intenciones políticas surgió por motivaciones religiosas. “ Éste
fue el fin y el comienzo del propósito” , escribía en su Diario del pri-
mer viaje Cristóbal Colón, quien debió conocer muy bien los senti-
mientos y motivaciones de la reina Isabel: “ Y digo que Vuestras
A ltezas no deben consentir que aquí trate ni haga pie ningún ex-
tranjero, salvo católicos cristianos, pues éste fue el fin y el comienzo
58
Tít. IV, nn. 151, 156, 189.
59
“ Dominabitur a mari usque ad mare, et a flumine usque ad terminos terrarum” :
Sal. 71, 8: Tít. IV, n. 1.
60
Tít. IV, n. 169.

102
del propósito, que fuese por acrecentamiento y gloria de la reli-
gión cristiana, ni venir a estas partes ninguno que no sea buen
cristiano” .61
En esa misma línea argumenta A vendaño, cuando plantea la
posibilidad de que eclesiásticos no españoles misionen en las co-
lonias. A este respecto habremos de hacer una puntualización a
lo que habíamos dicho sobre el tema anteriormente.62 Es cierto que
en su argumentación no dejan de influir los intereses particulares
de la orden religiosa a la que pertenecía, en orden a conseguir li-
cencia de la Corona para que religiosos jesuitas pudieran misionar
en las colonias. Ciertamente, desde 1519 estaba prohibido que mi-
sioneros no españoles pasaran a las colonias americanas; y así
estaba ordenado en la Recopilación .63 M ientras el resto de las órde-
nes misioneras contaban con religiosos españoles suficientes para
poder enviar un buen número a América, no así la Compañía. Ésta,
más difundida por Europa, contaba con menor número de miem-
bros disponibles en España y con suficientes fuera de ella. De ahí
que el contingente de misioneros extranjeros jesuitas en A mérica
fuera siempre considerablemente mayor que el de las otras órde-
nes. De ahí asimismo la constante insistencia jesuítica ante el rey
para poder enviar a las colonias religiosos no españoles.
En la argumentación de A vendaño subsiste en el fondo, a pe-
sar de todo, el mismo parecer de Colón. Para ejercer el ministerio
evangelizador nuestro autor no tiene reparo en aceptar, además
de los oriundos de otros reinos sometidos a la Corona de Castilla,
a los provenientes de los dominios temporales del Papa. Es claro
que en todos ellos era previsible que coincidieran los intereses de
expansión religiosa (y política) pretendidos en la conquista. Tam-
bién acepta a los alemanes que, en su opinión, no son indiferentes
al nombre español. Una apreciación que puede tener su origen
en la circunstancia concreta de un soberano común, Carlos I de
España y V de A lemania. Pero dirige especiales invectivas xeno-
61
Cfr. LAS CASAS, B., Historia de las Indias, Libro. I, cap. 48, ed. de A. Saint-
Lu, Caracas, 1986, vol. I, p. 249 (en adelante cit. como LAS CASAS, Historia).
62
MUÑOZ GARCÍA, Thesaurus, pp. 34-35.
63
Recopilación de Leyes de Indias, Ley 11, Tít. 26, Lib. 4.

103
fóbicas precisamente hacia aquellos países que, además de opo-
nerse a la donación territorial hecha por el Papa, la mayoría de
sus habitantes estaban “ corrompidos con los venenos de herejías” ;
y, por si acaso, los enumera: calvinistas, luteranos, zw inglianos,
anabaptistas y —“ los peores de todos” — los puritanos.64
La excepción pudieran ser los franceses, provenientes de un
país al que considera en cierto modo enemigo natural de España
(es preciso no olvidar la enemistad entre Carlos V y Francisco I,
así como las protestas de éste por haber quedado “ desheredado”
en el reparto papal de las colonias) y no exento de herejías. Desco-
nociendo las bulas alejandrinas, los franceses llegaron a conquis-
tar la Florida.65
A pesar de todo esto Avendaño se muestra indulgente con ellos
y se empeña en alegar razones políticas y religiosas. Políticas en
base a la ayuda que franceses como el Condestable de Borbón o el
Príncipe de Condé prestaron a los ejércitos españoles. Pero sobre todo
religiosas, como la labor evangélica que llevaron a cabo en la Flo-
rida donde los franceses —jesuitas en buen número— “ llevaron a
cabo maravillas con increíble paciencia” y se mostraron “ aptísimos
para los ministerios espirituales, famosos por su talento, cultura y
experiencia” .66 Por más que pueda ir movido por los intereses de
la Compañía de Jesús; por más que, como hombre de Iglesia estu-
viera interesado más en la conquista evangélica que en la política;
y por más que, como argumento “ ad hominem” para convencer a
la Corona, le hubiera bastado alegar la afinidad política de algu-
nos países con España: A vendaño se siente en la necesidad de ar-
gumentar en base a las naciones en que coincidían los dos facto-
res, el político y el religioso, que debían impulsar la única finali-
dad de conquista y colonización
7) Un último ejemplo, a nuestro modo de ver más ilustrativo.
A vendaño acepta la legitimidad de hacer la guerra a los indios
rebeldes. Y cuando discute la legitimidad de hacerlo a los que re-
niegan del bautismo, sostiene que la Iglesia podría “ despojar a los
64
Tít. I, nn. 25, 45, 83.
65
Cfr. ID., nn. 33, 46.
66
ID., I, n. 46.

104
príncipes infieles de toda su potestad sobre los fieles, si temiera
periculum subversionis (peligro de deserción)... aunque los infie-
les se conviertan a la fe, si son de tal índole que en ellos se pudie-
ra prever también verosímilmente un periculum subversionis (pe-
ligro de rebelión)” .67
H emos de confesar que el texto, sencillo en sí, nos ocasionó su
dificultad en la traducción. “ Subversio” es el producto de la ac-
ción del arado, esto es, “ revolver o voltear algo desde abajo” , “ sub-
versión” . Perfectamente aplicable a los indios sometidos que se re-
belaban, aplicado —tal como lo pide el texto— a los previamente
convertidos a la fe exigía más bien traducirlo por “ apostasía” o
“ deserción” del evangelio. H asta que caí en la cuenta de que, en
realidad, daba lo mismo. Debido a la única finalidad en dos ver-
tientes, daba igual ser rebelde o apóstata, rebelarse contra la cruz
o contra la espada, que iban juntas; rebelarse contra cualquiera de
ellas era rebelarse contra las dos. Rebelarse contra el rey era re-
chazar el evangelio que él le llevaba; apostatar de la fe era alzarse
contra quien estaba encargado de ofrecérsela. Y si la justificación
de la conquista fue su evangelización, resultaba normal que los
indios, para mostrar su rebelión, recurrieran a la apostasía.
Otros muchos aspectos de la vida colonial podrían corroborar
esta única finalidad de la conquista y la colonia. El haberse adop-
tado tan pronto el régimen de Patronato Regio —que Avendaño en
ningún momento pone en tela de juicio— sería ya suficiente. Entre
tantas otras cosas, en virtud del Patronato, por ejemplo, el nom-
bramiento de nuevos obispos y otros cargos religiosos, así como
la creación de universidades y el nombramiento de sus catedráti-
cos se hacía conjuntamente por la Cancillería Real y la Pontificia.
Incluso que en toda la ordenación del gobierno se tuviera en cuenta
el Derecho antiguo, es decir tanto el Corpus Iuris Civilis como el
Corpus Iuris Canonici. Otros aspectos están presentes también has-
ta en las manifestaciones artísticas; la pintura por ejemplo, estuvo
67
“ Iuxta haec ergo poterit etiam Ecclesia ob periculum subversionis, quod
timeat, infideles principes omni erga fideles potestate spoliare... etiamsi
infideles ad fidem convertantur, si talis indolis sint ut de illis possit etiam
periculum subversionis verosimiliter pertimeri” : Tít. I, n. 15 y ss.

105
marcada por una casi total ausencia de elementos como la natu-
raleza y el paisaje, para centrarse en escenas religiosas o retratos
de los distintos estratos de gobierno.
Una sola espada de doble filo. N o otra nos parece la situación,
al menos en los primeros momentos. Sólo después llegarán a pre-
guntarse si los indios son o no bárbaros; y surgirán las protestas
sobre imponer la esclavitud o trabajos obligados a indios y negros,
la defensa del bautismo de los indígenas y hasta se discutirá la
licitud de la conquista. Sólo después Vitoria negará la jurisdicción
mundial del emperador e incluso sostendrá que el poder temporal
de los Papas es sólo indirecto, sólo en orden a la evangelización.68
A unque también persistan —lo hemos visto en A vendaño— quie-
nes, más o menos abiertamente, seguirán defendiendo la tesis
antigua.

El I mperi o y l os i ndi os bárbaros

H emos visto hasta dónde había evolucionado la noción de bárba-


ro. Con ella, al llegar Colón a A mérica, Europa se enfrenta ante el
hecho de los pueblos americanos, desconocidos por ella hasta en-
tonces. En su maltratada tripulación, estaban llegando con él a
América unos castellanos, concientes de que Castilla no era un Im-
perio, pero —conciente o inconcientemente— llegaban con la men-
talidad de Imperio. H ay palabras de A vendaño que confirmarían
este aspecto; para los indios al menos, todos los europeos eran
iguales. A propósito de la aplicabilidad de la Bula de la Cruzada
a españoles o no españoles, dice:
M i opinión es que ha de tenerse como cierto que el nombre de
españoles no está usado ahí taxativamente, sino como contra-
parte de los indios; cosa que está de acuerdo con el modo usual
de hablar de los indios, quienes llaman españoles a todos los eu-
ropeos, a saber a los hombres blancos y sus hijos, con el nombre
genérico de Viracochas.69

68
Primer y segundo títulos ilegítimos.
69
Tít. V, n. 243.

106
Por anecdótico que parezca, señalemos al respecto la coinci-
dencia de que H ernán Cortés conquistara M éxico el mismo año
en que Carlos I ascendía como Carlos V al trono imperial.
Tampoco sospecharía Colón que, junto con la conmoción ge-
neral que produce el conocer unas tierras que se preveían ricas en
metales y otros recursos, surgiría la preocupación por asegurar la
primacía del Imperio. Porque iba a encontrarse con unos natura-
les no pertenecientes al Imperio, pero tampoco enemigos ances-
trales del rey Católico. Infieles, pero tampoco enemigos del Cris-
tianismo, del que no habían oído hablar. Una nueva invasión iba
a tener lugar. De nuevo en juego las nociones de Imperio y de bár-
baro; aunque está claro que ahora era el Imperio el que invadía.
Bastó sustituir “ griego” , “ civitas” y “ bárbaro” , por “ cristiano” ,
“ Europa” e “ indio” .
El viaje de Colón conducía a una incómoda situación de dile-
ma. Como Imperio “ romano” el conquistador seguiría adoptando
la antigua teoría de que el Imperio está auto-autorizado para ex-
tender a su interés su territorio. Si San A gustín había justificado
los méritos del Imperio romano para que, a pesar de su infideli-
dad, Dios concediese su expansión,70 con mayor razón otros apro-
barían esta misma concesión al Sacro Imperio, porque “ a partir de
Cristo, el Imperio reside en Cristo y en su vicario, y se transfiere
por el Papa al Príncipe secular” .71 Ello suponía considerar que los
habitantes de la extensión americana del Imperio eran, también,
bárbaros.
Y como “ Sacro” Imperio no podía dejar de lado el mandato de
Cristo “ Id y predicad a todas las gentes” , so pena de aumentar la
excrecencia del Imperio; pero, a su vez, bautizar a aquellos bárba-
ros suponía reconocerlos como hombres racionales. A semejantes
alturas de la H istoria, ampliar el Imperio suponía que los ameri-
canos habían de ser súbditos de las dos espadas: súbditos del Im-
perio, de la Corona castellana, y estar bautizados. Conjugar am-
70
SAN AGUSTÍN, De civitate, L. V, c. 12.
71
“ Post Christum vero, Imperium est apud Christum et eius vicarium, et
transfertur per Papam in Principem saecularem” : SAXOFERRATO, Opera,
vol. 10, f. 95r.

107
bas decisiones resultaba un círculo vicioso de más difícil solución
que el viejo problema de la cuadratura del círculo. Y ante un cír-
culo vicioso, no cabe otra salida que, tomar al dilema por los cuer-
nos, y romper el círculo.
Esta tarea correspondió al Señor del Orbe. En efecto, el Pontífi-
ce romano interviene con un argumento que se podría esquemati-
zar como sigue: esas tierras son también creadas por Dios; luego
Él es su único dueño; yo soy su representante, por lo tanto yo las
reparto; y las concedo a la Corona de Castilla. Un reparto, todo
sea dicho, no muy bien entendido y aceptado por otros monarcas;
por ejemplo el de Francia, Francisco I, que requería le mostrasen el
testamento de A dán, que tan injustamente le habría desheredado:
Y entonces dice que dijo el rey de Francia, o se lo envió a decir a
nuestro gran emperador, que ¿cómo habían partido entre él y el
rey de Portugal el mundo, sin darle parte a él? Que mostrasen el
testamento de A dán, si les dejó a ellos solamente por herederos
y señores de aquellas tierras que habían tomado entre ellos dos,
sin darle a él ninguna de ellas.72

Y no muy bien entendido y aceptado tampoco por algunos in-


dígenas de la actual Colombia, que respondían así al requerimien-
to” : “ Ellos dijeron a esto, sonriéndose, ... que debía ser muy franco
de lo ajeno el Padre Santo, o revoltoso, pues daba lo que no era
suyo; y el rey, que era algún pobre, pues pedía, y algún atrevido,
que amenazaba a quien no conocía” .73
El Imperio que a A mérica era, por un lado, heredero de unos
bárbaros posteriormente civilizados; y, por otro, había tenido que
aceptar de algún modo en su seno a los herejes; no podía, por tan-
to, calificar muy fácilmente a los habitantes de A mérica, como fre-
cuentemente se ha pretendido, como bárbaros irracionales. N o los
calificó así la Sede Romana, que hizo la donación de tierras para
que sus habitantes fueran llevados al evangelio; y sería absurdo
pensar que pretendiera bautizar a irracionales no humanos. Con-
72
DÍAZ DEL CASTILLO, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la
Nueva España, cap. 159, ed. M. León Portilla, Madrid, 1984, vol. II, p. 144
(en adelante cit. como DÍAZ DEL CASTILLO).
73
LÓPEZ DE GÓMARA, L. III, p. 176.

108
vencida o no de ello, tampoco lo puso en duda la Corona castella-
na, que aceptó colaborar en esa evangelización; en definitiva, ha-
cerlo hubiera puesto en peligro el concedido derecho de ampliar
sus dominios. Si se planteó la duda, ello sucedió después del
arranque de la Conquista, muy posiblemente debido a intereses
creados no muy ortodoxos. El indígena americano fue sólo un “ bár-
baro de conveniencia” .
De paso, no estará de más señalar una curiosa coincidencia.
El Imperio que se ampliaba iba a encontrar una inesperada ayuda
en los pueblos mismos que conquistaba. Porque, coincidencia o
ley de la naturaleza de los pueblos, los conquistados tenían tam-
bién su idea de Imperio y de bárbaros. Y si en Europa los concep-
tos de Imperio y bárbaro sufrieron conmoción en la oportunidad
de los viajes a Oriente en procura de las especias, en N ueva Espa-
ña el Imperio luchaba contra los bárbaros chichimecas encarga-
dos de poner más picante al antiguo Imperio A zteca.
Era la de “ chichimecas” una denominación común para una
serie de pueblos indígenas del norte de M éxico.
“ El nombre de chichimeca con que los españoles habitual-
mente designaban a los tribeños del norte era el epíteto con que
los llamaban los nativos de la zona sojuzgada por la conquista
cortesiana y que los blancos adoptaron. La palabra tiene una con-
notación despectiva, poco más o menos como perro sucio e incivil ” ;74
pero la coincidencia con los calificativos que griegos y romanos
dedicaron a los bárbaros es más que curiosa; las características
más comunes de estos chichimecas eran el ser traidores, su feroci-
dad, el nomadismo, comer alimentos crudos, practicar un caniba-
lismo ritual, como medio de adquirir las cualidades del muerto, y
andar desnudos. De ellos, unos —como los guachichiles— eran
belicosos y considerados por los mismos pueblos indígenas de la
N ueva España como de idioma difícil; otros, los guamares, como
astutos y destructores; y los pames, como ladrones de ganado y
asesinos.75 Y si el Imperio de lo que sería luego la N ueva España
encontraba la oposición de los bárbaros chichimecas, la situación
74
POWELL, P., La guerra chichimeca (1550-1600) , México, 1984, p. 48.
75
ID., pp. 48-67.

109
al sur con los pueblos mapuches no se diferenciaba mucho. Las
coincidencias con el encuentro del Imperio romano y los “ bárba-
ros del norte” no podían ser mayores.
Los castellanos se encontraron, pues, en aquella tierra con un
Imperio nada bárbaro, reconocido por ellos mismos: “ dudo que los
indios se encuentren entre el número de éstos bárbaros... viven en
urbes, ciudades y aldeas... y están dotados de razón” .76 “ Entre no-
sotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del
mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma, y dijeron
que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño y
llena de tanta gente no la habían visto” .77 Un Imperio —en testi-
monio nada menos que de Ginés de Sepúlveda— para cuyos po-
bladores eran los castellanos quienes pudieron parecer bárbaros:
“ A lgunos de ellos se reían del aspecto de los nuestros, se burla-
ban de la cara rara de nuestros hombres, como si fueran animales
desconocidos” .78 Esto porque, según atestigua A mérico Vespucio
al hablar de los naturales de Indias, “ no se dejan crecer ningún
pelo en las cejas, párpados y resto del cuerpo, quitando la cabelle-
ra, pues consideran como algo propio de animales irracionales los
pelos que se tienen en el cuerpo” .79
Bien es cierto que durante la colonia —y aun hasta nuestros
días— pervivió la idea medieval de que quien no tiene estudios es
rústico y bárbaro; asimismo, la de equivalencia entre iletrado y bár-
baro, y entre clérigo y letrado.80 “ La opinión general concretaba la
estimación a la vida intelectual, en la época en que vivió Solórzano,
diciendo que ‘no podía llamarse caballero a quien no fuese hom-
bre de letras’” .81 A vendaño critica a aquellos predicadores igno-
76
COVARRUBIAS, D., De iustitia belli adversus indos, en PEREÑA, V., Misión
de España en América (1540-1560) , Madrid, 1956, p. 205.
77
DÍAZ DEL CASTILLO, vol. II, p. 306.
78
SEPÚLVEDA, Juan Ginés, Historia del Nuevo Mundo, ed. A. Ramírez,
Madrid, 1996, p. 90.
79
AMÉRICO VESPUCIO, Novus orbis regionum ac insularum veteribus
incognitarum, Madrid, 1532 (ed. facs. León, 1995), pp. 157 (ed. 1532) y 167
(ed. 1995) (en adelante cit. como VESPUCIO, Novus orbis).
80
Al respecto, cfr. MUÑOZ GARCÍA, Goliardo.
81
MALAGÓN-OTS, p. 14.

110
rantes que “ proceden a hablar pertrechados de opúsculos escritos
en lengua vulgar, en los que a todos es suficientemente evidente
cuánto hay de reprobable por ignorancia” .82 Una recriminación que
se haría todavía, a finales del siglo XVIII, a ciertos “ médicos” en
Caracas (y en tantos otros lugares), donde se hablaba de médicos
“ facultativos” , esto es salidos de la Facultad de M edicina; a dife-
rencia de los médicos “ romancistas” , es decir, sin estudios, “ sin
más ciencia y examen que decir que saben” .83 Pero, repetimos, al
momento de la conquista el indígena americano fue sólo un “ bár-
baro de conveniencia” .
La devoción jesuítica de A vendaño hacia el romano Pontífice
le hace decir, con la Unam Sanctam en la mano, que el poder tem-
poral del Papa sobre todo el mundo es nada menos que un dog-
ma.84 En referencia a A mérica, esgrime un argumento que parece
una respuesta al Inca Garcilaso. En sus Comentarios reales85 los
incas aparecen sí como gentiles, pero con una organización social
que excluía absolutamente de ellos el calificativo de bárbaros. Se-
gún eso no se justificaba la guerra contra ellos. Premeditadamente
o no, sin citarlo, A vendaño retoma la distinción, situándose en la
esquina contraria de Garcilaso. Estaría, en principio, de acuerdo
con él: los Pontífices no pueden conceder a los reyes la facultad
de conquistar a los infieles en cuanto infieles porque ello no es
motivo suficiente para la conquista: “ la opinión que en general sos-
tiene que el paganismo es título suficiente para la conquista, no es
tan aceptada, [pues] no parece verosímil que el Pontífice hubiera
hecho dicha donación sólo por este título” .86
Pero, perteneciendo al Sacro Imperio, Avendaño no puede des-
cartar tan fácilmente este motivo. Nótese que, por de pronto, no lo
ha descartado; sólo lo ha considerado insuficiente. Para reforzar-
lo, recurre a otro que, ahora sí, considera decisorio. Pretendiendo
desenmascarar la supuesta falacia de Garcilaso argumenta que si
82
Tít. IV, n. 110.
83
Cf r. BRUNI CEL L I , B., y M UÑOZ GA RCÍ A , A ., Fel i pe Tamar i z:
Physiologia Prima Medicinae, Caracas, 2001, pp. 28 y ss., 33.
84
Cfr. Tít. I, n. 1.
85
Lisboa, 1609.
86
Tít. I, n. 12.

111
los indios son infieles, ello es debido precisamente a su barbarie:
“ esto lo tuvieron presente muy juiciosamente los Pontífices para
la futura conversión de los indios, ya que éstos eran totalmente
bárbaros” . Ya que A vendaño es tan enfático en esa afirmación, pa-
semos por alto, sólo de momento, la cuestión de si los pontífices
consideraron o no bárbaros a los indios. Lo que sí está claro es
que para el jesuita éstos tenían obnubilada su racionalidad, vivían
como fieras, y eran por tanto incapaces de establecer una vida si-
milar a la “ civitas” del Imperio; por lo que había justificación para
la conquista; aunque no sea sino para que no obstaculizaran la
fe87 . Porque “ ¿cómo podrán regir a otros quienes no pueden regir-
se a sí mismos, y cómo confiar lo sobrenatural inherente a su car-
go a quienes no se les puede encomendar lo natural?” .88
Cierto que no acepta hacer la guerra a los indios porque éstos
fuesen infieles. Las Casas lo había dicho un tanto más gráficamen-
te: “ Si vinieran los moros o turcos a hacerles el mismo requerimien-
to, afirmándoles que M ahoma era señor y creador del mundo y de
los hombres, ¿estarían obligados a creerlo?89 Sin embargo, nuestro
autor no tiene inconveniente en aceptarlo por el hecho de que los
considera bárbaros. Dado el amplísimo conocimiento de tantos
autores del que alardea A vendaño, nos resistimos a pensar que
no conociera la obra de Las Casas y su opinión sobre la barbarie
de los indios. El caso es que el jesuita no cita ni una sola vez al
dominico. Pero considera que los naturales de Indias son bárba-
ros todos, en todas las acepciones de la palabra a las que se refie-
re Las Casas.90
¿Se conquistó a los indios como bárbaros? El caso es que “ en-
tre los cronistas de la primera hora americana, bárbaro sólo apare-
ce en las relaciones de algunos escritores de origen italiano —escri-
be Castilla Urbano— ... probablemente por influjo del humanismo” .
Aduce como ejemplos los testimonios de Pedro Mártir de Anglería,
87
ID., n. 13; cfr. nn. 98, 100, 23.
88
ID., n. 16.
89
LAS CASAS, Bartolomé, Historia de las Indias, ed. A. Millares Carlo y L.
Hanke, México, 1981, p. 442.
90
MUÑOZ GARCÍA, Thesaurus, pp. 105 y ss., p. 118.

112
Guillermo de Coma y del propio Ginés de Sepúlveda, que escribió
su Exhortación en Italia y la publicó en Bolonia. En su admiración
por la época clásica y ya que en su época no podrían ya exclusi-
vizar los límites del Imperio a los de los antiguos dominios de
Roma, los humanistas habrían retomado las ideas de A ristóteles,
según el cual los bárbaros “ carecen de juicio... y viven sólo con los
sentidos” , lo que les llevaba a conductas bestiales: “ comen carne
cruda, o carne humana, o se entregan los niños los unos a los otros
para sus banquetes” .91 El propio A vendaño habla de que los in-
dios estaban “ habituados en la gentilidad a delitos vergonzosos” .92
Según Castilla Urbano, “ en las crónicas españolas, la palabra bár-
baro comienza a aparecer a partir de 1530” .93
A la lista de autores italianos podríamos añadir la de M iguel
Cuneo quien acompañó a Colón en su primer viaje y que especifi-
caría cuáles eran las “ conductas bestiales” en las que se manifes-
taba ese “ vivir sólo con los sentidos” , que luego se retomarían en
la literatura posterior. Según Cuneo —en 1493—, no puede extra-
ñar la desmedida actividad sexual de los indios antillanos cuyas
mujeres, según él, parecían haber asistido todas a una escuela de
prostitutas. Sin embargo, de sus propios relatos podrían obtenerse
conclusiones un tanto distintas:
H ice cautiva a una hermosísima mujer caribe, que el susodicho
A lmirante me regaló; y después que la hube llevado a mi cama-
rote, y estando ella desnuda según es su costumbre, sentí deseos
de holgar con ella. Quise cumplir mi deseo, pero ella no lo consin-
tió; y me dio tal trato con sus uñas, que hubiera preferido no ha-
ber empezado nunca. Pero, al ver esto, tomé una cuerda y le di
de azotes, después de los cuales echó grandes gritos, tales que
no hubieran podido creer tus oídos. Finalmente, llegamos a es-
tar tan de acuerdo, que puedo decirte que parecía haber sido cria-
da en una escuela de putas.94

91
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1149 a 9 y ss.; 1148b 22 y ss.
92
Tít. I, n. 16.
93
Cfr. CASTILLA, F., El pensamiento de Francisco de Vitoria, Barcelona,
1992, pp. 239 y ss.
94
“ Relación de Miguel de Cuneo” , en Cartas de particulares a Colón y relaciones
coetáneas, ed. Juan Gil y Consuelo Varela, Madrid, 1984, pp. 242, 250 y ss.

113
Tal excesiva actividad sexual les hubiera llevado a una sobre-
población, de la que se salvaron —señala con progresista criterio
científico por el equilibrio demográfico ambiental de las especies—
por la acción del canibalismo, también general. Por añadidura, de
la práctica de los caníbales, que castraban a su futuro alimento
(¿habría de ser para engordarlo?), aprendieron la aparentemente
frecuente práctica de la sodomía.
A partir de ahí ésta parece ser el denominador común de los
pueblos americanos, de manera especial —y muy significativamen-
te— la de aquellos que oponían más resistencia a la conquista. Si
Plinio había llamado “ atlantes” a los pueblos de Libia que dege-
neraron de todas las costumbres humanas, no era de extrañar que
estos habitantes del A tlántico, “ M are Tenebrosum” , hubieran caí-
do en tales excesos. Si A tlas mereció ser castigado por su padre
Zeus a sostener en sus hombros al mundo, no estaba de más que
quienes moraban en un mar que llevaba su nombre sostuvieran,
como esclavos, al Imperio.
Como consecuencia de su inclinación a conductas sexuales
desordenadas se señalaba asimismo la poligamia, uno de los ma-
yores obstáculos, por otra parte, que encontraban los misioneros
para la aceptación del evangelio. A l respecto, es particularmente
significativo —siglo y medio más tarde— el testimonio del jesuita
Pedro M ercado: “ esta conversión no ha tenido pequeña dificultad
por la poligamia o multiplicidad de mujeres, porque (...) como la
ley de Dios se opone a la de la carne y estas gentes se han conna-
turalizado en ésta, es como arrancarles los corazones el querer qui-
tarles las mujeres” .95
N o habrían de extrañar demasiado a los conquistadores estas
conductas sexuales en gentes que andaban habitualmente desnu-
das. Junto a ello, la superstición, embriaguez, práctica de sacrifi-
cios humanos e idolatría eran los elementos que justificaron des-
pués la consideración de los indios como bárbaros. Consideración
no ausente en A vendaño, que opinaba que los indios estaban “ ha-

95
MERCADO, P., Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la
Compañía de Jesús, Bogotá, 1957, L. 8, cap. 9.

114
bituados en la gentilidad a delitos vergonzosos” .96 Sin embargo,
es necesario reparar bien en el testimonio recién citado del tam-
bién jesuita M ercado; testimonio del que decíamos nos parecía sig-
nificativo por cuanto quizá sin querer estaba señalando la verda-
dera causa de aquellas conductas: la ley de la carne, afirma, se
había “ connaturalizado” en aquellas gentes. Seguramente los mi-
sioneros y conquistadores estaban juzgando con categorías cultu-
rales muy distintas a las de los indígenas, desconocidas y ausen-
tes por completo en su cultura.
¿Supersticiones e idolatría en los indios?: “ Si vinieran los mo-
ros o turcos a hacerles el mismo requerimiento, afirmándoles que
M ahoma era señor y creador del mundo y de los hombres ¿esta-
rían obligados a creerlo?” .97 ¿Sacrificios humanos?: ¿Qué dirían
los indios de ciertos autos de la Inquisición? “ A perreó Balboa cin-
cuenta putos que halló allí, y luego los quemó, informado primero
de su abominable y sucio pecado” .98 ¿Sodomía y actos inmorales?:
“ Porque la principal causa porque de los indios fueron aborreci-
dos fue por ver cuán en poco los tenían y cómo usaban con sus
mujeres e hijas sin ninguna vergüenza” .99
M ás que vergonzosas en verdad estas conductas resultaban
para los indios naturales más que inmorales, amorales. El propio
A mérico Vespucio, que no escatima al señalar esas conductas, po-
dría confirmar este aspecto cuando dice: “ para decirlo en pocas
palabras, la visión de sus partes pudendas no les causa mayor
impresión que a nosotros el mostrar nuestra boca o nuestro ros-
tro” .100 El mismo López de Palacios Rubio llega a decir, hablando
de las mujeres indias: “ Ellas, por su parte, sobre todo las princi-
pales y asimismo las demás, se prestaban al punto y espontánea-
mente al trato carnal y otras exigencias con cualquier hombre,

96
Tít. I, n. 16.
97
LAS CASAS, Historia, L. III, cap. 4, p. 442.
98
LÓPEZ DE GÓMARA, p. 93.
99
CIEZA DE LEÓN, P., Descubrimiento y conquista del Perú, ed. C. Sáenz,
Madrid, 1986, p. 182.
100
VESPUCIO, Novus orbis (ed. facs. León, 1995), pp. 159 (ed. 1532) y 169
(ed. 1995).

115
considerando ilícito el negarse” .101 Quizá incluso lo consideraron
hasta ritual y virtuoso, como ciertas prácticas calificadas de cani-
balismo, practicadas hoy día todavía en algunas culturas, como
modo, por ejemplo, de adquirir las virtudes y cualidades del di-
funto. Por otro lado, la sodomía no era en modo alguno práctica
exclusiva de este lado de los mares.102 N i qué decir de la borrache-
ra (por no recordar el dicho aquél de “ beati hispani, quibus vivere
est bibere” ); más bien, si atendemos a Jerónimo de M endieta, la
costumbre —al menos en algunas regiones— habría sido impor-
tación europea:
Después que se conquistó esta N ueva España, luego por todas
partes comenzaron todos los indios a darse al vino y a emborra-
charse así hombres como mujeres, así principales como plebe-
yos, que parece que el demonio, doliéndose de perder a esta gente
mediante la predicación del Evangelio, procuró de meterlos de
rota batida en este vicio, para que por él dejasen de ser verdade-
ros cristianos. Y esto introdujo fácilmente con la gran mudanza
que hubo de apoderarse los españoles de esta tierra, quedando
los señores naturales y jueces antiguos acobardados sin la auto-
ridad que antes tenían de ejecutar sus oficios. Y con esto se tomó
la general licencia para que todos pudiesen beber hasta caer, y
irse cada uno tras su sensualidad, lo que no era en tiempo de la
gentilidad. A ntes estos naturales condenaban por muy mala la
beodez, y la vituperaban como entre nuestros españoles, y la cas-
tigaban con mucho rigor. El uso que antes tenían del vino era
con licencia de los señores o de los jueces, y éstos no la daban
sino a los viejos y viejas de cincuenta años arriba o poco menos,
diciendo que de aquella edad la sangre se iba resfriando, y que
el vino era remedio para calentar y dormir. Y éstos bebían dos o
tres tazuelas pequeñas, o cuando mucho hasta cuatro, y con ello
no se embeodaban, porque es vino el suyo que para emborra-
char han de beber mucha cantidad. M as lo de Castilla poco les

101
LÓPEZ DE PALACIOS RUBIO, Juan, De las islas del mar Océano, edición
de S. Zavala y A. Millares Carlo, México, 1954, pp. 9-10.
102
Por ejemplo, pueden verse con respecto a España HERRERA PUGA, P.,
Sociedad y delincuencia en el Siglo de Oro, Madrid, 1974, pp. 246-249;
MONTER, W., La otra Inquisición, Barcelona, 1992, pp. 209-211, 325-350.

116
basta, y a todos ellos, hombres y mujeres, les sabe bien. En las
bodas y en las fiestas y otros regocijos podían beber largo. Los
médicos muchas veces daban sus medicinas en una taza de vino.
A las paridas era cosa común darles en los primeros días de su
parto a beber un poco de vino, no por vicio, sino por la necesi-
dad. La gente plebeya y trabajadora cuando acarreaba madera
del monte, o cuando traían grandes piedras, entonces bebían unos
más y otros menos para esforzarse y animarse en el trabajo. En-
tre los indios había muchos que así tenían aborrecido el vino,
que ni enfermos ni sanos lo querían gustar. Los señores y princi-
pales, y la gente de guerra, por pundonor tenían no beber vino;
mas su bebida era el cacao... La pena que daban a los borrachos,
y aun a los que comenzaban a sentir el calor de vino, cantando o
dando voces, era que los trasquilaban afrentosamente en la pla-
za, y luego les iban a derribar la casa” .103

Y, sobre el carácter cultural de la desnudez entre los indí-


genas, he aquí el testimonio de Gumilla, con protesta de testigo
presencial:
La primera noticia que las naciones retiradas tienen de que los
hombres se visten es cuando un misionero entra la primera vez
en sus tierras, acompañado de algunos indios ya cristianos, y ves-
tidos al uso que requieren aquellos excesivos calores. Entonces,
si el misionero no ha enviado antes mensajeros, toda la chusma
de hijos y mujeres, atónitos de ver gente vestida, huyen a los
bosques, dando gritos y alaridos (refiero lo que he visto muchas
veces), hasta que después los van trayendo, y poco a poco van
perdiendo el miedo. N o les causa rubor su desnudez total, por-
que o no ha llegado a su noticia que están desnudos o porque
están desnudos de todo rubor y empacho. Uno y otro verifican
con aquel desembarazo con que pasan, entran, salen y traban
conversaciones, sin el menor indicio de vergüenza. Y pasa más
adelante el desahogo: porque muchos misioneros, antes de estar
prácticos en el ministerio, han llevado y repartido algún lienzo,
especialmente a las mujeres, para alguna decencia; pero en vano,
porque lo arrojan al río, o lo esconden, por no taparse; y reconve-

103
MENDIETA, J., Historia Eclesiástica Indiana, México, 1993, L. I, cap. 30,
pp. 138-139 (en adelante cit. como MENDIETA).

117
nidas para que se cubran, responden: “ Durrabá ajaducá” . “ N o nos
tapamos, porque nos da vergüenza y rubor, durrabá ajaducha” ;
pero mudada la significación de las voces; porque al vestirse sien-
ten rubor y se corren, y están sosegadas y contentas con su acos-
tumbrada desnudez. ¡H asta aquí puede llegar la fuerza de la cos-
tumbre!104

En resumen: la afirmación tantas veces repetida hasta hoy de


que se consideró bárbaro al indígena americano, parece no tener
sustento. A l menos en el primer momento de la Conquista. Sí se le
quiso considerar así posteriormente, por interés de querer justifi-
car la permanencia en las colonias, a fin de incorporarlos al Impe-
rio. Sería la continuación, por parte de Castilla, de la Cruzada de
varios siglos que recién terminaba cuando Colón iniciaba su peri-
plo. M isma excusa utilizada en las frecuentes incursiones contra
el Turco. M isma idea, esgrimida ya en Grecia y Roma, de conside-
rar bárbaro al enemigo para ampliar el Imperio a su costa hasta la
desaparición de la barbarie, con el argumento de beneficiarle con
la civilización.
Y para sustentar esa calificación de bárbaros se recurre a las
costumbres distintas detectadas o supuestas en los indígenas: la
idolatría, su alimentación y su sexualidad para que resultara un
ser inferior a quien era meritorio salvar. Olvidándose que ya la pri-
mitiva Iglesia, religión extranjera y no romanizada, había sido acu-
sada por los romanos de infanticidios y canibalismo rituales. Si
los delitos sexuales de los indígenas eran tan horrendos, los de
españoles —y además Religiosos— no quedan muy bien recomen-
dados en la opinión de Poma de A yala: “ Como los dichos padres
de las doctrinas tienen unas indias en las cocinas o fuera de ellas
que les sirven como su mujer casada y otras por manceba y en ellas
tienen veinte hijos, público y notorio. Y a estos hijos mestizos les
llaman sobrinos” .105 Si alguien pretende desestimar este texto acha-
cando a su autor de parcialidad, léase el de la Cédula de su Cató-
104
GUMILLA, José, El Orinoco ilustrado y defendido, Caracas, 1993, P. I,
cap. VII, p. 115.
105
POMA DE AYALA, Guaman, Nueva corónica y buen gobierno, Madrid,
1987, vol. II, p. 602 (en adelante cit. como POMA DE AYALA).

118
lica M ajestad en la que, en los calores del agosto de Granada, y
para atemperar las “ necesidades” de sus devotos vasallos, orde-
naba a los Regidores de Santo Domingo: “ yo vos mando que ha-
biendo necesidad de la dicha casa de mujeres públicas en esa ciu-
dad, señaléis al dicho Juan Sánchez Sarmiento lugar y sitio con-
veniente para que la pueda hacer, que yo por la presente, habien-
do la dicha necesidad, le doy licencia y facultad para ello. Y no
fagades ende al” .106 En resumen: “ ... si alguno se maravillare de
algunos ritos y costumbres de indios, incipientes y necios o los
detestare por inhumanos y diabólicos. M ire que en los griegos y
romanos que mandaron el mundo se hallan o los mismos u otros
semejantes, y a veces peores” .107
Pero decíamos que nuestro jesuita consideraba bárbaros a los
indios. Lo cual no deja de resultar extraño dada la veneración que
sentía hacia sus reyes y la tradicional obsecuencia de su orden
religiosa a la mente del Pontífice que, inicialmente al menos, no
los consideró así. Porque, convencidos de ello o no —no es ahora
el momento de ponerlo en tela de juicio—, ni la Corona ni la Santa
Sede consideraron bárbaros —al menos en ese primer momento—
a los indios. N o lo hizo la Corona que, de hacerlo, pondría en pe-
ligro la jugosa donación que se le hacía desde Roma. Tampoco lo
hizo el Pontífice; muy al contrario, no tendría sentido enviar a bau-
tizar a seres que no fueran racionales y humanos. A l contrario,
decimos porque personalmente entendemos la Bula Inter caetera con
mucha mayor fuerza, en este sentido, de lo que tradicionalmente
se la ha entendido.
Si se tiene presente que el régimen alimenticio era uno de los
elementos a tomar en cuenta al momento de determinar el grado
de civilización de los pueblos, resulta que precisamente la bula de
A lejandro VI estaría negando la barbarie de los indios. Leemos en
ella que en Indias “ habitan muchas gentes que viven en paz, y
andan, según se afirma, desnudos nec carnibus vescentes” . Des-
106
Cédula de 21-8-1526 al Concejo, Justicia y Regidores de Santo Domingo:
ENCINAS, II, p. 23.
107
ACOSTA, José, Historia natural y moral de las Indias, M adrid, 1987,
p. 310.

119
de entonces hasta hoy se ha traducido el texto como que “ andan
desnudos y no se alimentan de carne” .
Independientemente de que el Papa estaría negando que los
indios fueran caníbales, y respetando y aceptando esta traducción,
notemos que “ vescor” , además del sentido directo de “ alimentar-
se” , tiene también en latín el sentido traslaticio de “ disfrutar” .108
En tal sentido, la bula —que dice hablar según las informaciones
que aportaron los conquistadores— estaría refiriéndose a los ha-
bitantes de Indias como quienes andan desnudos “ sin disfrutar
de” —es decir, sin que precisamente ello les induzca a— “ los ape-
titos de la carne” ; esto es, sin que por andar desnudos se sientan
atraídos a la concupiscencia. ¿N o sería esto aceptar que la desnu-
dez, presentada por Gumilla como cultural en los pueblos de Amé-
rica, no tiene por qué ser signo de pecado y de barbarie, al modo
como la entendía la tradición cultural de los conquistadores? ¿N o
resultaría extraño afirmar que los habitantes andinos no comie-
ran sino pescado? El propio A vendaño, tratando del régimen die-
tético de los ancianos, sostiene que en Lima “ las carnes son bas-
tante abundantes” .109 A demás, ¿no resultaría contradictorio pre-
tender que los indígenas fueran unos caníbales vegetarianos?

¿N uevo M undo o N uevo I mperi o?

A pesar de todo, con la conquista de las colonias, la integridad


del Sacro Romano Imperio había quedado a salvo. M ás bien, el
Imperio había quedado ampliado. Pero con una ampliación pecu-
liar. Porque no cabe duda de que el encuentro de los bárbaros del
Norte y del Imperio romano supuso una notable renovación de éste,
debida a las ideas y acción de aquéllos. Pero, al final, los primeros
terminaron absorbidos por el segundo; y terminaron ellos mismos
108
Por más que frases como “ vesci vitalibus auris” : LUCRECIO, 5, 857, y “ si
vescitur aura aetheria” : VIRGILIO, Eneida, I, 546 pudieran entenderse en
ambos sentidos, propio y traslaticio, véase cómo comenta a Virgilio MAURO
SERVIO HONORATO: “ nam ecce comedo illam rem dicimus, nec tamen
vescor illam rem” . El uso de CICERÓN, Finibus, V. 20, 57, es claramente
traslaticio: “ Paratissimis vesci voluptatibus” .
109
Tít. V, n. 259.

120
siendo parte del Sacro Romano Imperio y pensando como Impe-
rio. El encuentro de ese Sacro Romano Imperio con A mérica, su-
puso también llegar a una situación en la que el Imperio ya era
otro. Tan otro como para producir los gérmenes capaces de hacer
desaparecer sus límites y de modo que todo —Imperio y periferia—
resultara una sola cosa.
Pero de un modo peculiar, decimos. El conquistador ciertamen-
te había llegado a A mérica a imponer su cultura, aunque ello su-
pusiera destruir la autóctona; aunque no fuera la primera vez que
sucedía en la H istoria, los templos cristianos construidos sobre los
precolombinos, y con sus mismos materiales, son testigos para-
digmáticos de ello. Independientemente de que lo hiciera movido
sólo con sentido de prepotencia o por sentimiento de aportar algo
que consideraba mejor, es indudable que en su intento trabajó ar-
duamente. El Imperio se gloriaba otrora del M editerráneo, de te-
ner en medio de sus tierras todo el mar (lo otro no pertenecía al
Imperio, pues era el dominio ignoto de sólo el dios Océano, el ma-
yor de los Titanes). Ese Imperio había arrebatado ahora las aguas
a los dioses para convertir el océano en mar; en un mar ya no me-
diterráneo, en medio de las tierras del Imperio, sino un mar
“ M edihispáneo” , comprendido entre España y la N ueva España.
Se había ampliado el Imperio.
Desde siempre los autores habían hablado del orbe como del
mundo entero; y muchas veces identificándolo con el Imperio. Véa-
se como ejemplo, el siguiente texto de Vitoria:
El príncipe no sólo tiene autoridad sobre sus súbditos, sino tam-
bién sobre los extranjeros para disuadirles de que no vuelvan a
cometer injusticias; y esto por derecho de gentes y por autori-
dad de todo el orbe... Si la república tiene este poder sobre sus
súbditos, no hay duda de que el orbe también lo tiene sobre cual-
quier clase de hombres perniciosos.110

110
“ Princeps non tantum habet auctoritatem in suos sed etiam in extraneos, ad
coercendum illos ut abstineant se ab iniuriis; et hoc iure gentium et orbis
totius auctoritate... Quod si respublica hoc potest in suos, haud dubium quin
hoc possit orbis in quoscumque perniciosos homines” : VITORIA, F., De
iure belli , q. IV, pars I, prop. 4, ed. L. Pereña et al., Madrid, 1981.

121
A mérico Vespucio comenzó a hablar de A mérica como de las
regiones “ a las que se puede llamar N uevo M undo” .111 “ N uevo
M undo” , “ N uevo Orbe” , “ N ovus Orbis” . N o se podrá achacar al
florentino el craso error de considerar que el mundo físico hubiera
adquirido una nueva parte que antes ya no le perteneciera; o —me-
nos aún— que volviera a antiguas teorías que afirmaron la exis-
tencia de varios mundos y se hubiera descubierto un nuevo “ orbe” ,
una nueva esfera terráquea. Su error, en todo caso, hubiese sido el
darle a la expresión un sentido exclusivamente físico o geográfi-
co. Porque América sí supuso el origen de un nuevo mundo, “ por-
que es en gentes y casi en todo como fue aquel de la edad primera
y de oro” ;112 y supuso el origen de que el orbe comenzara a ser
nuevo, distinto. N o tanto, pues, que se descubría otro orbe; sino
que se comenzaba a descubrir que el orbe era otro. El Imperio, más
que ampliarse, comenzaba a ser otro.
Se ha dicho muchas veces que el Imperio se impuso de tal
modo en América que anuló la cultura precolombina. Pero esta vi-
sión nos parece un tanto superficial. N o negamos que se impuso;
pero nos parece también que no logró anular la cultura que se en-
contró al llegar; que no logró la hispanización de A mérica; por-
que en ese mismo momento se iniciaba —pretendiérase o no— la
americanización de España, la transformación del civilizado, an-
cestral e inconmovible Imperio. Y éste, tan ampliado como para
que en él el rey llegara a pensar que no se ponía el sol, entraba
desde el comienzo en su fase de ocaso.
En verdad, toda la época colonial supuso un progresivo resque-
brajamiento de bases profundas del Imperio, para dar lugar a un
mundo nuevo. La Colonia, queriéndolo o no sus autores, estaba
111
“ Quasque Novum Mundum appellare licet” . Es en la primera carta, dirigida
a Lorenzo di Pier Francesco de Medici, aparecida entre 1503-1504, titulada
precisamente “ Mundus Novus” , y que responde al tercer viaje de Vespucio,
iniciado en 1501. Pero no entramos aquí en la discusión de fechas ni autenticidad
de ésta y las demás cartas. Pueden verse al respecto VESPUCIO, A., El
Nuevo Mundo. Cartas relativas a sus viaje y descubrimientos, ed. R. Levillier,
Buenos Aires, 1951; ESTEVE BARBA, F., Historiografía Indiana, Madrid,
1992, pp. 43-48.
112
ZAVALA, S., Ideario de Vasco de Quiroga, México, 1941, p. 40.

122
iniciando una nueva época, constituyéndose en la primera gran
revolución, soterrada pero efectiva, de la humanidad.
Paradójicamente la Colonia, época entre dos guerras contra el
Imperio, es un período de fusión. Colonia americana, donde se da,
como en ninguna otra, el fenómeno del mestizaje. Por encima del
fácil mestizaje biológico, para la H istoria de las Ideas interesa el
mestizaje cultural cuyo producto no es tanto la mezcla de cultu-
ras, sino el nacimiento del N uevo M undo, de una nueva sociedad
mundial. Se verificaba la expresión de López de Gómara o, en ver-
sión más moderna y aunque en otro sentido, la de Todorov: el en-
cuentro de España y A mérica había resultado “ el encuentro más
asombroso de nuestra historia” .113 En su lenguaje llano Poma de
A yala lo había predicho: “ A ndando tiempos, nos igualaremos y
seremos unos en el mundo. Ya no habrá indio ni negro. Todos se-
remos españoles de un hábito en el mundo, un Dios, un pastor,
un rey” .114 La Colonia: época que había comenzado con una gue-
rra de conquista y que terminaría con otra guerra, cuando el Im-
perio —ya definitivamente sin sentido para la Historia— se desmo-
rona. Tampoco tenía sentido ya la Colonia, que desaparece. H a-
bían cumplido su cometido para la H istoria, en orden a concebir
un mundo nuevo.
Es desde la Colonia desde donde A lonso Briceño enseña esco-
tismo al mundo. Con ocasión de la Colonia, la Escuela de Sala-
manca reformula la Escolástica y formula los principios del Dere-
cho Internacional. Teorías que América devuelve vertidas a la prác-
tica, en obras políticas como la de A vendaño, o las enseñanzas
sobre mercadeo que, haciendo honor a su apellido, imprime en Eu-
ropa Tomás de M ercado;115 o, más tarde, Andrés Bello sobre la len-
gua castellana.
Es en la colonia donde el gobierno central se ve en la necesi-
dad de respetar ciertas costumbres nativas anteriores, incorporán-
dolas al Derecho Indiano; al Derecho. Paralelamente, surgen quie-
113
TODOROV, T., La conquista de América. El problema del otro, México,
1989, p. 14.
114
POMA DE AYALA, vol. II, p. 814.
115
MERCADO, Tomás, Tratos y contratos de mercaderes, Salamanca, 1569.

123
nes defienden la licitud de que otros pueblos al margen del Im-
perio mantengan su propio régimen de gobierno. En términos
modernos: se estaba sembrando ya el germen de la autodeter-
minación de los pueblos.116 Planteándose la necesidad de bauti-
zar a los naturales, se adopta como política de gobierno el reco-
nocimiento de la racionalidad —germen de los Derechos H uma-
nos— de la periferia del Imperio. Con ello, es la época colonial el
primer momento en que se plantea seriamente la ilicitud de la
esclavitud, que llegará a negarse absolutamente para los indios.
Y, si en la Edad M edia la crítica social había sido empeño de los
marginados goliardos,117 dos frailes capuchinos, hermanos meno-
res de la Orden de los Frailes M enores Franciscanos, esgrimirán
argumentos teológicos y filosóficos contra la esclavitud de los ne-
gros.118 H ablando de la supuesta barbarie e irracionalidad de és-
tos, uno de estos frailes, respondiendo precisamente a A vendaño,
sostenía:
Yo he visto esclavos y negros de admirable inteligencia, pruden-
cia y sabiduría. Y ojalá estudiaran, porque serían más cultos que
muchos y más doctos que los europeos... Es contra la naturaleza
y contra la razón que éstos sean esclavos de hombres necios, de-

116
Al respecto, cfr. LEVENE, Introducción.
117
Cfr. MUÑOZ GARCÍA, Goliardo.
118
Francisco de Jaca y Epifanio de Moirans; cfr. LÓPEZ GARCÍA. PENA
GONZÁLEZ, M., prepara sobre Francisco de Jaca: PENA CONZÁLEZ,
M ., “ Un autor desconocido y singular en el pensamiento hispano” , en
FRANCISCO JOSÉ DE JACA, Resolución sobre la libertad de los negros y
sus originarios, en estado de paganos y después ya cristianos. La primera
condena de la esclavitud en el pensamiento hispano, CSIC, Corpus Hispanorum
de Pace, Segunda Serie, n. 11, Madrid 2002, pp. XCIV-XCVII, (en prensa);
así como su tesis doctoral ID., Propuesta teológico-liberadora de Francisco
José de Jaca, sobre la esclavitud negra, en el siglo XVII , Bibliotheca Sal-
manticensis, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca [2003]
(actualmente también en prensa). Un extracto de esta última ha sido publicado:
ID., Propuesta teológico-liberadora de Francisco José de Jaca, sobre la
esclavitud negra, en el siglo XVII , Universidad Pontificia de Salamanca,
Salamanca 2001; así como ID., “ Un documento singular de Fray Francisco
José de Jaca, acerca de la esclavitud práctica de los indios” , en Revista de
Indias, vol. LXI, n. 223, 2001, pp. 701-713. Agradezco al Dr. Pena González
el haberme facilitado todos estos datos.

124
mentes y enloquecidos por la avaricia y enceguecidos por la lu-
juria, sin razón, prudencia y sabiduría.119

La Biblia había presentado el trabajo como un castigo; griegos


y romanos lo relegaron exclusivamente a los esclavos. La discu-
sión sobre el poder o no obligar a los indios a determinados traba-
jos es asimismo el primer planteamiento del derecho al trabajo (que
supone la opción personal a poder trabajar, y también a no querer
trabajar). Y es precisamente el indiano A vendaño el que, repetida-
mente insiste en que “ al trabajo se le debe una remuneración pro-
porcionada” .120 Y el que, a propósito de los escribanos, exige ya para
ellos lo que hoy se llamaría salario familiar: “ Ciertamente, como
tales hombres no están obligados a vivir en celibato y suelen estar
casados y con familia, al fijar la tasa de sus derechos ha de tenerse
alguna consideración a su estado, para que puedan vivir con hol-
gura y no busquen conseguir lo necesario para la vida mediante
fraudes y torpes ventas” .121 Y es asimismo en Indias donde se co-
mienza a considerar legítimo el derecho del trabajador a percibir
su salario en caso de enfermedad. A sí lo subraya nuestro autor al
hablar del sueldo de los oidores; pero, precisamente, de los oidores
de Indias; alegando como razón que, en tal caso, el que no esté dis-
puesto a trabajar “ no puede imputarse a culpa suya” .122
Los centros de estudio, incluso universitarios, terminan por
abrirse a todos, sin distinción de origen. A pesar de que en las pri-
meras ocasiones hubiera su resistencia. El Cabildo de Caracas se
quejaba, por ejemplo, en 1795 de que ello posibilitaba a los estu-
diantes el disfrute del título de “ Don” (abreviatura de “ dominus” ,
“ señor” , la contraparte de “ esclavo” ), cosa que a los demás “ ha-
ría sufrir sonrojo” ,123 pues les hacía escalar hasta la categoría del

119
EPIFANIO DE MOIRANS, Iusta defensio, fol. 132, en LÓPEZ GARCÍA, p. 275.
120
Tít. I, caps. XII-XIV, y Tít. IV, n. 222.
121
Tít. IV, n. 204.
122
ID., n. 127; cfr. ENCINAS, III, p. 337; SOLÓRZANO PEREYRA, J., De
Indiarum Iure, De iusta indiarum occidentalium inquisitione, acquisitione et
retentione, Madrid, 1628-1639, L. IV, c. 4, n. 33.
123
Representación del 14-4-1796 apelando a la Cédula del 20-2-1795: cfr. GIL
FORTOUL, J., Historia Constitucional de Venezuela, Caracas, 1967, vol. I,

125
Imperio. Sin embargo, ya siglo y medio antes, el indio Juan Espi-
nosa o Chancahuaña M edrano era Catedrático de A rtes del Semi-
nario del Cusco.124 H asta el derecho a la libertad de cultos parece
asomar ya en esta época. Es el propio A vendaño quien refiere el
caso de un esclavo negro que se negaba a recibir el bautismo ale-
gando que “ podía salvarse en cualquiera que fuera su religión” .125
Édgar M ontiel ha puesto brillantemente de manifiesto la deu-
da que el mundo entero de hoy tiene con A mérica por haber sido
en ella donde se ensayaron la mayoría de los hoy considerados lo-
gros de nuestra sociedad, donde —aun sin Vitoria— se ensayaron
los cimientos del Derecho Internacional, de los Derechos del Hom-
bre, de la libertad y de la democracia.126 En una palabra: caía la
tesis de que el nacido en la periferia del Imperio era, más que
“ rusticus” , “ silvaticus” , salvaje, esto es, “ silvestre” : un ser no de
ciudad, sino de los bosques —entre sombras—, un ser de las selvas
—sin cultivar—; de que, más que hombres, eran monstruos; caní-
bales y sodomitas, sin sociedad constituida. Caían las concepcio-
nes de Imperio y de “ polis” que durante siglos habían dominado
en el llamado mundo occidental; y surgía el derecho de aquellas
gentes nacidas fuera del Imperio o pertenecientes a otras razas o
religiones.
La Colonia resulta así un período imprescindible para la in-
vestigación de todo historiador de las Ideas —no sólo del que es-
tudia la historia de A mérica— por cuanto, al margen del intento
llevado a cabo en ella por implantar una nueva cultura y de la opo-
sición que pudo encontrar tal intento, supone el nacimiento en

c. 3, p. 94-97. En su contexto histórico, tenían más razón de la que hoy


creemos, porque tenían muy bien entendido el término. Propio de enco-
menderos y comendadores, de cortesanos y de la nobleza, no era sólo, como
hoy, un mero signo de cortesía. “ Don” era en todo rigor, abreviatura de
“ señor” , con todas sus consecuencias en una época de esclavos; y con toda la
implicancia de señorío, señor feudal de naturales, dueño, hidalgo; en definitiva
nobleza. Título, por demás, inomitible. Hasta la redundancia, en los textos
latinos, del “ Dominus Dominus” , esto es “ Señor Don” .
124
Cfr. ESPINOSA MEDRANO, J., Apologético, ed. de A. Tamayo Vargas,
Caracas, 1982, pp. XXIX-XXXI.
125
Tít. IV , n. 2.
126
MONTIEL, E., El humanismo americano, Asunción, 2000.

126
A mérica de una concepción del hombre y de la sociedad inédita
hasta entonces. Tras siglos de un mundo compuesto por grupos
humanos ilusoriamente considerados monolíticos, distintos y per-
fectos y, por lo tanto, con la autoconvicción en cada uno de ser el
único legítimo y perfecto, tiene lugar en esa época un proceso de
mestizaje cuyos aspectos ideológicos y culturales no fueron los
menos decisivos. Nacía, no sólo para el hombre americano sino pa-
ra toda la humanidad, un nuevo concepto de hombre y de sociedad.
Acúsenme de haber mezclado los hechos de la Historia con mis
propios desvaríos. Pero es que, como decía esa entrañable escrito-
ra venezolana Teresa de la Parra, “ para hablar de la Colonia hay
que tomar el tono... que toma el negro viejo que, adherido siempre
a la misma casa o a la misma hacienda, confunde entre imágenes
sus propios recuerdos con el recuerdo de cosas que otros le conta-
ron” . La misma escritora para quien la Colonia es “ uno de los pe-
ríodos más sugestivos, que presenta en la historia del mundo ente-
ro la evolución de una sociedad que se madura en silencio” .127
La pregunta que queda es si no estamos otra vez en un nue-
vo proceso de colonización, y de la imposición de un Imperio
siempre sedicente perfecto, justificado todo ello en la llamada
globalización.

127
II Conferencia de las tres sobre “ La importancia de la mujer americana durante
la Colonia, la Conquista y la Independencia” tenidas en Bogotá y Barranquilla,
en 1930: DE LA PARRA, p. 490.

127
La pi caresca l i meña

Que un autor tan connotado como Vasco de Quiroga se sintiera


autorizado a escribir una “ ensalada de cosas y avisos” , “ mal gui-
sada y sin sal” , “ de lo que muchos días ha tenía sobre ellos apun-
tado y pensado” ,1 nos autoriza a hacer también nosotros nuestra
propia ensalada. A un a riesgo de que nos resulte quizá un tanto
picante. N o en vano los dos principales virreinatos del Perú fue-
ron —y continúan siendo— tan aficionados a él; no en vano Co-
lón se encontró con ellos en su búsqueda de una nueva ruta hacia
las especias. N uestro severo A vendaño no contaría que de su con-
cienzuda obra algún lector pudiera derivar ciertas afirmaciones
acerca del contexto histórico que ella trasluciría. Pero, por más que
el autor se empeñara en sus dictámenes éticos, éstos dejan entre-
ver una realidad limeña a la que es preciso atender también. Pre-
tendemos ahora traer a primer plano algunos aspectos de esa rea-
lidad subyacente en el Thesaurus.
Porque, por un lado, hay detalles en la obra del jesuita que no
dejan de llamar la atención sobre aquella sociedad colonial asen-
tada en ciudades que no eran meras factorías o puntos de contac-
to, como las de portugueses, ingleses y holandeses, sino auténti-
cos centros de vida.2 La de Lima se adivina en el Thesaurus como
una sociedad amante del buen vivir y no poco refinada. Los re-
1
Cfr. CASTAÑEDA, P., Don Vasco de Quiroga y su Información en Derecho,
Madrid, 1974, pp. 117-307.
2
MOREYRA, Oidores, pp. 44-45.

[129] 129
quisitos mínimos de alimentación estaban más que cubiertos. Si
bien la enumeración de A vendaño se limita a los que tenían que
ver con la Bula de la Cruzada, resulta claro que las legumbres,
lacticinios, huevos, carne y pescado eran alimentos usuales para
los limeños.3 Pero sus gustos iban más allá, hasta el campo de la
cultura; sin duda por influencia del “ Virrey poeta” , hasta el gusto
por los autos sacramentales y, en general, el teatro y la literatura.
Un buen vivir permitido por la situación económica boyante en
aquel momento. De los años de 1658 y 1659 el jesuita afirma que
en ellos el hallazgo de nuevas minas “ fue mayor que nunca” . Por
otro lado, “ el oro y la plata alcanzaron los precios más altos del
siglo entre 1660 y 1680” ; y el azogue, que en tiempos de Solórzano
se pagaba a cuarenta reales el quintal, en los de A vendaño había
subido a sesenta.4
Y, por otro lado, detalles que manifiestan la inevitable pica-
resca, omnipresente siempre a todos los niveles de la sociedad, y
adivinada en el texto. A vendaño da cuenta de un indudablemen-
te beneficioso malecón en el puerto del Callao, pero criticado por
haberse hecho a expensas de un nuevo impuesto a los limeños.
Sin duda se refiere al mandado construir por el virrey M arqués de
M ancera y que M oreyra Paz describe como de “ doce plataformas
y baluartes, capaces de contener cien cañones y su recinto abraza-
ba un perímetro de dieciséis mil pies de longitud. La obra empe-
ñada duró siete años de esfuerzos y un costo de 876.600 pesos,
sacados de diferentes impuestos” .5 Dice A vendaño: “ Tal fue cuan-
do, para construir un muro en El Callao, que parecía de gran im-
portancia para la seguridad de todo el reino del Perú (aunque
no faltaron opiniones contrarias), se estableció la sisa sobre el azú-
car” .6 O el ornato que constituyó la regia fuente construida en la

3
Tít. V, n. 259.
4
ID., n. 48; MACLEOD, M., “ España y América: el comercio atlántico,
1492-1720” , en BETHELL, L., Historia de América Latina, vol. 2, Barcelona,
1998, p. 69 (en adelante cit. como MACLEOD); Tít. V, n. 83.
5
MOREYRA PAZ, M., Tráfico marítimo colonial y Tribunal del Consulado
de Lima, Lima, 1994, pp. 191-192.
6
Tít. III, n. 108.

130
plaza de la Ciudad de los reyes, a costa asimismo de nuevos im-
puestos, que provoca la crítica —a todas luces exagerada— del pro-
pio Avendaño:
N o todos los bellos adornos que en otros lugares se consideran
suntuosidad espléndida deben ser buscados por toda República...
Sirva de ejemplo la riquísima fuente de la plaza de Lima cual no
la tiene ni la tendrá la Corte Real ni ciudad alguna de España,
levantada con impuestos de sisa concedidos para otra finalidad
justa.7

Economía boyante y picaresca, manifiestas ambas en el caso


de los mendigos que refiere A vendaño, mendigos que “ piden de
puerta en puerta. Éstos recaudan mucho. En estos días descubrie-
ron unos muy ricos” . Y economía boyante no sólo por la bondad
de las minas, sino por el sentido picarescamente negociante del
limeño que adivinamos en la “ religiosa y resignada” aceptación
de la voluntad de Dios: “ el que, al entrar un pollo en su corral, lo
toma diciéndose: Ese, D ios dale” .8 O el que se adivina también en
esta otra frase del jesuita: “ Como si alguien no quisiera alquilar
una casa a un Clérigo, porque hubiera experimentado que son di-
fíciles en pagar” .9
Sin embargo, no pretendemos ser injustos con los clérigos de
aquel momento tachándolos de malos pagadores. En realidad su
situación económica personal no era muy boyante. Véase el si-
guiente testimonio de la época:
En el gremio eclesiástico no es menos visible la decadencia de
sus proventos. Un M edio Racionero no tiene en la parte que le
toca de renta en la mesa de los diezmos, de qué subsistir con
decencia. A un Canónigo apenas le alcanza. A un Dignidad no
le sobra. La mesa Capitular no sufraga a los ilustrísimos seño-
res A rzobispos para socorrer con tan liberal mano como quisie-
ren, tantos pobres como antes se alimentaban de este erario de
la Providencia. La gruesa de Diezmos era un tesoro con que los

7
ID., n. 104.
8
Tít. V, nn. 225, 99.
9
Tít. V, n. 181.

131
ejemplares eclesiásticos que han compuesto en todos los tiem-
pos el venerable cuerpo de este Cabildo, emulaban la compa-
sión de sus ilustrísimos Prelados.10

Quizá por eso mismo para el jesuita parece más grave impo-
ner multas pecuniarias a los clérigos que apresarlos; pues, tras ci-
tar la carta pontificia se apresura a anotar ese aspecto con una
frase final, por cierto, que no deja muy bien parados a los eclesiás-
ticos de su tiempo:
Y no objetes... que si se puede apresar a los Clérigos, también
multarlos económicamente, que es menos que apresarlos. Por-
que, ante todo, es muy dudoso que sea más el capturarlo para
ser entregado de inmediato al Juez, que el pagar una pena pe-
cuniaria; porque la primera pena no quita nada y la captura ha
de hacerse con la debida reverencia; mientras que la pérdida de
dinero suele valorarse en más por los Eclesiásticos.11

Ya antes había apuntado a lo mismo cuando, tratando el tema


de los impuestos, afirmaba que “ de este modo los eclesiásticos no
sufren tan onerosamente las imposiciones, que les son siempre tan
odiosas” .12
Pero no pretendamos ser suspicaces. Desde su óptica, el jesui-
ta justifica la defensa de ciertos bienes materiales en provecho de
las iglesias. También anteriormente nos había dicho que había de
cuidarse el ornato de los lugares de culto, para favorecer la fe de
los indios, muy impresionables por la apariencia externa.13
La principal manifestación de la picaresca aparece siempre
entre el pueblo, dirigida hacia sus gobernantes. En este caso no
iría tanto contra los virreyes, más cuidadosamente respetados en
cuanto representantes —como se dijo— del rey y de Dios, pero sí
contra los oidores, administradores de la justicia. A pesar de que
10
Voto Consultivo que Pedro José Bravo y Castilla ofrece al Excmo. Sr. D.
Joseph Manso de Velasco, Conde de Superunda. Lima 1755 y Lima 1761:
cit. por MOREYRA, Oidores, p. 510.
11
Tít. IV, n. 107.
12
Tít. III, n. 125.
13
“ Pues son de tal índole que se impresionan mucho con estas apariencias
externas y, cuando son descuidadas y no atractivas, sus corazones se detienen
ante tales ruindades” : Tít. I, n. 149.

132
la Corona emitió repetidas instrucciones para que sus súbditos
exhibieran a los oidores un adecuado respeto.14 Un respeto que,
como representantes del rey, era exigido por A vendaño: “ su dig-
nidad impulsa a honrar a los oidores Regios y, ciertamente, a hon-
rarlos en grado sumo, ya que en la práctica, por decirlo así, repre-
sentan de modo más eminente lo más alto de la M ajestad Real” .15
Para fomentar este respeto se dieron igualmente diferentes dispo-
siciones. Se ordenaba a los oidores portar varas: “ es nuestra vo-
luntad que traigan varas de justicia, que para ello por la presente
les doy poder cumplido” .16 A simismo, y por la misma razón, se
les ordenaba llevar Togas e ir a caballo con gualdrapa:
y entendiendo convenir a nuestro servicio, que se singularice en
el hábito de todos los demás, para que a todos sea claro, y por él
sean conocidos y respetados como conviene, hemos acordado y
ordenado, que de aquí adelante traigan las dichas ropas talares
que acostumbraban... y permitimos que trayéndolas podáis an-
dar a caballo con gualdrapa...17

“ Togas talares, que son las que hoy usan y se llaman garna-
chas” , dice Solórzano, insignias de honor, en sustitución de las
“ ínfulas” o “ laticlavios” de los magistrados romanos;18 “ hombres
de capa negra, como decimos entre nosotros” ,19 añade por su par-
te A vendaño. A unque bien podía haber seguido diciendo que, si
bien oficialmente —incluso en su ausencia— había que darles y
se les daba el tratamiento de “ M uy Poderoso Señor” ,20 en la con-
14
Véanse estas Ordenanzas de las Audiencias en ENCINAS, II, pp. 3 y ss.
15
Tít. IV, n. 101.
16
Cédula del 5-4-1528, ordenando la creación de la Audiencia de México:
ENCINAS, II, pp. 3-4. Esto se hizo luego extensivo a la Audiencia de La Es-
pañola: “ ... por lo que toca a la autoridad de vuestros oficios, y para que seays
conocidos, es necesario y conuiene que uosotros las traigáis... Por ende yo vos
mando, que... traigáis varas de nuestra justicia ansi como las traen los oydores
de la Audiencia Real de la nueua España” : Cédula 21-9-1546, ID., II, p. 4.
17
Cédula de 22-5-1581 a la Audiencia de Santo Domingo: ID., II, p. 3.
18
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IV, nn. 13 y ss.
19
Tít. IV, n. 152.
20
Cfr. LOHMANN VILLENA, G. Los Ministros de la Audiencia de Lima
(1700-1821) , Sevilla, 1974, p. XI (en adelante cit. como LOHM ANN,
Ministros), quien aduce para ello a MATIENZO, J., Gobierno del Perú, (ms.

133
versación común se referían a ellos, aludiendo al cuello de las to-
gas, simplemente como “ los golillas” . A pesar de que, al encon-
trárselos en la calle, el saludo que correspondía no era sólo algu-
na señal cualquiera de reverencia, sino “ apeándose de los caba-
llos... haciendo muestra de acompañarlos” .21
Pero ya la denominación de “ garnacha” no deja de sonar, si
no despectiva, sí al menos un tanto irónica y como producto de la
picaresca popular. Recuérdese la observación de Avendaño de que
el pueblo veía a estos funcionarios con un cierto desdén;22 obser-
vación corroborada por un buen número de satíricos testimonios
recogidos por Lohmann Villena, a propósito de oidores limeños
del siglo XVIII. Recoge una colección de anécdotas por las que se
puede apreciar hasta qué punto la picaresca popular limeña se
ensañó con “ los garnachas” , echando mano para descalificarlos
a la oscura ascendencia de unos, la afición al juego de otros, de-
fectos personales, mercantilismo, cohechos.23 Situación que llegó
hasta principios del siglo XIX. De esa época el mismo Lohmann
recoge un escrito, significativamente firmado por “ La muy noble
y leal ciudad de Lima” , en la que se presenta a los oidores García
de la Plata que “ vive como un gentil con M ercedes N egreiros” , al
“ famoso comerciante” Pino M anrique sosteniendo relaciones con
Rosa Palomares, Cuadrado “ viejo torpe y codicioso” , Baquíjano y
Carrillo “ hombre pérfido” , Osma a punto de contraer matrimonio
con una sobrina del “ inicuo” Baquíjano.24 Por algo cuando, un si-
glo más tarde a la redacción del Thesaurus, el fiscal José Castilla
era trasladado de la A udiencia de Charcas a la de Lima, Doña
M ariana Baquíjano, esposa del Regente de la de Charcas, comen-
taba: “ A hora verá cómo le bajan la vanidad y el engreimiento en
Lima; irá a aquella ciudad y verá lo poco que se estima la toga;

1567), ed. G. Lohmann Villena, París-Lima, 1967, p. 222 (en adelante cit.
como MATIENZO, Gobierno); y Cédula de 28-9-1778 que confirmó este
tratamiento.
21
SOLÓRZANO, Política, L .V, c. IV, n. 16; cfr. Tít. IV, n. 105.
22
Tít. IV, nn. 0, 6.
23
LOHMANN, Ministros, c. XIII, pp. LXXXIII-XCI.
24
Ibidem, pp. LXXXVIII-LXXXIX.

134
allá conocerá que vale más un comerciante con cincuenta mil pe-
sos, que un oidor” .25
Y es que en todas las épocas la lengua del pueblo resulta a
veces más peligrosa que un áspid. Y si el pueblo miraba con ojos
de desdén la vanidad de los oidores, su lengua dirigiría sus críti-
cas contra aquel honor y reverencia que el engreimiento de los ma-
gistrados esperaría se les tributara.
A vendaño así lo percibe; la injuria “ sin duda alguna es más
frecuente en las palabras que en las obras” .26 El Derecho romano
lo había previsto. Por la Ley de las X II Tablas, la injuria la consti-
tuían inicialmente en Roma los daños físicos ocasionados a al-
guien: arrancar un miembro, romper un hueso, lesiones.27 Tan es
así que, a propósito de la prohibición de estas lesiones —“ si causó
una lesión menos grave, sea la pena de veinticinco ases” 28—, cuen-
ta Aulio Gelio que
vuestro Labeón... refiere en su obra Leyes de las D oce Tablas la
singular costumbre de un tal Lucio Veracio, hombre desalma-
do y extraordinariamente malévolo. Su mayor placer consistía
en aplicar la palma de la mano a la mejilla de un hombre libre.
Seguíale un esclavo con una bolsa de ases en la mano; y en cuan-
to el amo aplicaba una bofetada, el esclavo, según lo dispuesto
por la ley, entregaba veinticinco ases.29

Junto a estas prescripciones estaba también la de “ qui malum


carmen incantassit” .30 Pero ha de tenerse en cuenta que en un prin-
cipio “ carmen” se tomaba como el maleficio o fórmula mágica lan-
zada contra otra persona; por lo que se le castigaba con la muerte.
25
Carta del 11-12-1779 del fiscal José Castilla al visitador Areche, al ser
trasladado de la A udiencia de Charcas a la de L ima, en DEUSTUA
PIMENTEL, “ Sobre la burguesía peruana en el siglo XVIII” , en Anales del III
Congreso Nacional de Historia del Perú, Lima, 1965, p. 279.
26
Tít. IV, n. 66.
27
“ Si membrum rupsit” ; “ manu fustive si os fregit libero” ; “ si iniuriam faxsit”
(“ iniuria” , todavía en sentido de “ lesión” ): Ley de las XII Tablas, Tabla VIII,
pp. 2 y ss.
28
“ Si iniuriam faxsit, viginti quinque poenae sunto” : Ibidem, 4.
29
AULIO GELIO, Noches Áticas, L. XX, c. 1, trad. de F. Navarro y Calvo,
Madrid, 1893, p. 258.
30
Ley de las XII Tablas, Tabla VIII, 1.a.

135
Sólo pasado el tiempo, “ carmen” designó al verso, poesía o poe-
ma; y sólo entonces se consideró injuria el que “ alguien afrentara
o compusiera canciones infamantes o contra la honorabilidad de
otro” .31 De ahí que, por ejemplo, Ulpiano escribiera: “ el nombre de
injuria viene de que se hace injustamente, pues todo lo que se hace
injustamente se dice que se hace con injuria. Éste es el sentido más
general. En un sentido más especial, se llama injuria a la ofensa” .32
A simismo, más explícitamente: “ H ay injuria, o sea, daño perso-
nal, no sólo cuando se pega a alguien con el puño o con un palo,
o cuando se le azota, sino también cuando se le afrenta pública-
mente, ya diciendo a voces que es insolvente, a pesar de saber
que no debe nada, ya escribiendo un libelo o una copla infama-
toria” .33 Libelos y coplas infamatorias de las que, como ya se
ha anotado, da cuenta con abundante referencia bibliográfica,
Lohmann Villena.34
A vendaño, decimos, así lo percibió; y en Lima, al parecer, en
abundancia: “ en las palabras se combinan tanto perjuicios, como
daños e injurias... sobre ello pueden llenarse no sólo páginas, sino
libros” . Reconociendo también como autores de estas afrentas a
los propios eclesiásticos, incluso en el desempeño de sus funcio-
nes religiosas: “ está comprobadísimo por la experiencia que esta
libertad de palabra que los predicadores siempre tienen a flor de
labios y de la que nos preciamos muchísimo es poco provechosa;
incluso la experiencia frecuente demuestra que es destructora” .35

31
“ Si quis occentavisset sive carmen condidisset, quod infamiam faceret
flagitiumve alteri” : Ibidem, 1b, recogiendo a CICERÓN, De republica, IV,
X, 12.
32
“ Iniuria ex eo dicta est, quod non iure fiat; omne enim, quod non iure fit,
iniuria fieri dicitur. Hoc generaliter. Specialiter autem iniuria dicitur contumelia” :
Digestum, 47.10.1pr.
33
“ Iniuria autem committitur non solum cum quis pugno puta aut fuste
percussus vel etiam verberatus erit, sed etiam si ui convicium factum fuerit,
sive quis bona alicuius quasi debitoris sciens eum nihil sibi debere
proscripserit, sive quis ad infamiam alicuius libellum aut crimen scripserit” :
GAYO, Institutiones III, 220.
34
LOHMANN, Ministros, cap. XIII.
35
Tít. IV, nn. 64, 111.

136
Tanto así que los oidores hasta apelaron para su defensa a la
religión: “ escuché a un Fiscal Real, quien sostenía seriamente que
estas deshonras tenían el carácter de un sacrilegio” , obligando a
nuestro autor a dedicar un capítulo entero al tema; y a indicarnos
el origen de esas ofensas al puntualizar que ni siquiera se trataba
de crimen de lesa majestad, si las injurias no eran hechas en ra-
zón del oficio y sólo por odio particular, o enemistad, o mala cos-
tumbre.36 N ótese, no obstante, que la afirmación del fiscal no re-
sultaba tan incongruente como a primera vista pudiera parecer al
lector de hoy. Un hombre de leyes como un fiscal debía recordar
muy bien la sentencia del D igesto: “ el crimen que se llama de lesa
majestad se acerca al sacrilegio” .37 Por cierto, esto constituye una
razón más para pensar que nuestro autor escribe motivado por las
circunstancias que vive, y que no pretende en su escrito hacer un
estudio exhaustivo de la figura del oidor o de otros funcionarios.
Es verdad que “ garnacha” no deja de ser en buen castellano
un sinónimo de “ toga” . Si ésta fue en Roma una prenda de vesti-
do común (“ toga viene de que tegamur , —es decir, nos cubrimos—
con ella” 38 ), bien podía llamársele después garnacha a una pren-
da similar de abrigo en invierno —“ hibernacea” —. Pero, a pesar
de todo y con el uso, “ garnacha” pudo derivar a otras connotacio-
nes. Y es muy probable, por cierto, si se tiene en cuenta que igual-
mente designó a la comparsa de farándula que, como nuevo carro
de Tespis, recorría las aldeas para entretener al pueblo. N ada de
extraño tendría que el pueblo limeño identificara el boato y empa-
que de que se rodeaban los oidores, con la comedia de la compar-
sa garnacha. A lgo similar sucede con la golilla, pieza también co-
mún de la vestimenta de la época, derivada —como el mismo nom-
bre— de la gola, pieza de la armadura. Y con la misma connota-
ción picaresca (golilla, engolado) que el pueblo satirizaría en sus
ufanos magistrados.
Como amiga de la suntuosidad, la sociedad limeña lo era tam-
bién de las telas traídas de Oriente; por cierto, “ prohibidas por las
36
ID., nn. 101, 103.
37
“ Proximum sacrilegio crimen est, quod maiestatis dicitur” : Digestum, 48.4.1pr.
38
“ Toga, quod ea tegamur” : Digestum, 50.16.180.1.

137
leyes de Indias” . Contrapunteo de picaresca por ambas partes: por
parte de la metrópoli, que alegaba como motivo de la prohibición
el que “ su envío a otras provincias se estima que se opone al bien
común” ; 39 alegación que ocultaba el verdadero motivo, no otro sino
el proteger la propia industria textil, y que los buenos tejidos orien-
tales fueran a parar allá y no a manos de los colonos. Picaresca en
las provincias donde, al momento de la importación y los conse-
cuentes derechos aduanales, se examinaba “ todo con mediana di-
ligencia, así como el número de bultos y arcas, que también suele
declararse menor al que en realidad es” .40 A lo que ripostaba de
nuevo la picaresca metropolitana: “ Pues en cuestión de seda, pa-
ños, lienzos y similares se nos envían los que se consiguen peo-
res, con roturas o manchas, mezcladas con otros para ocultar los
defectos. Con ello los europeos parecen opinar que para Indias
cualquier cosa es buena” . A simismo, y en alusión a los decomisos
aduanales de estas mercancías: “ cuando se trata de la seda que se
trae de China, suele observarse un gran rigor y luego a veces se
pudre en los almacenes Reales” .41
Quizá el ejemplo más representativo del contrapunteo econó-
mico-picaresco entre la Corona y las colonias sea otro caso que
nos relata A vendaño quien, por cierto, respetuoso de sus reyes,
busca justificar la actuación de éstos. Los habitantes de la vega
del Rímac, una región cuya fertilidad llamó desde el primer mo-
mento la atención de los conquistadores, no podían menos de pres-
tar especial atención a las aguas, tanto de riego como de consu-
mo. A sí que pronto hubo en Lima —al menos desde la época del
Virrey M arqués de Cañete— unas Ordenanzas de A gua (desde
1556) y un Juez de A guas (desde 1555). Posteriormente, en tiem-
pos ya de A vendaño, el oidor y Juez de A guas Juan de Canseco
redactaría unas Ordenanzas bajo el título de Repartimiento General
del Rímac, tan acertadas que sus disposiciones perdurarían en
Lima hasta el siglo XIX.42 A unque no queramos indicar con esto
39
Tít. IV, n. 67.
40
Tít. V, n. 22.
41
Tít. IV, nn. 3, 75.
42
Sobre este particular cfr. MOREYRA, Oidores, pp. 40-43.

138
que no siguiese habiendo pleitos sobre el asunto. A vendaño refie-
re el caso reciente, “ en estos días” , en que precisamente un oidor
y un sacerdote pleiteaban en la audiencia por la conducción de
aguas a sus predios.43
Pero los limeños no se contentaban con buena y suficiente agua.
Para calmar sus calores, en una ciudad tropical en la que no llue-
ve, y con altas montañas relativamente cerca, exigían también nie-
ve y en gran cantidad, a lo que parece: “ se necesita una muy gran-
de cantidad de nieve para satisfacer la necesidad de los ciudada-
nos, en las épocas más castigadas por el calor” , por lo que “ los
ciudadanos han de soportar algunas deficiencias muy desagra-
dables” .44 Los habitantes de la Ciudad de los reyes querían vivir,
en lo posible, como tales; a ser posible, contando con la refrigera-
ción de la época: la suficiente cantidad de nieve para conservar
sus alimentos y aun algo más, para enfriar el agua potable y sus
bebidas refrescantes: la “ hydromelim” —término utilizado por
A vendaño— que puede referirse tanto a la hidromiel, como a la
tisana,45 tan popular en ciertas regiones de las colonias.
Pero la Corona decidió que tal sibaritismo había que pagarlo
por lo que estableció monopolio sobre la nieve, cuyo arrendatario
disfrutaría de los beneficios de un impuesto de sisa. En principio,
Avendaño no parece estar muy de acuerdo con este impuesto: “ bien
pudo rebajarse el impuesto de la sisa, que ya apremia por largo
tiempo, y hacerse así más tolerable” .46 Sobre todo porque opina
que los impuestos sólo se justifican si su producto se invierte “ en
43
Tít. IV, n. 104.
44
Tít. V, n. 189.
45
ID., n. 192. El término utilizado por el autor en el texto latino es el de
“ hydromelim” , que pudiera derivarse o bien de “ hydromeli, -itis” (significando
la hidromiel, un compuesto de agua fermentada con miel, pero en cuyo caso
debiera haber dicho “ hydromelitem” ), o bien de “ hydromelum, -i” (signi-
ficando una bebida compuesta de agua y frutas, popular en varias regiones de
América con el nombre de “ tisana” ; en cuyo caso debiera haber dicho “ hydro-
melum” ). Como dato corroborativo al respecto, existe –de la época– unos
Discursos o consyderaciones sobre la materia de enfriar la bebida. En que se
tracta de las differentias de enfriar y del uso y propiedad de cada una, ed. de
J. Sanz Hermida, Salamanca, 1991.
46
Tít. V, n. 190.

139
beneficio de la República” o para salir al paso de una necesidad
especial de la misma. Pero sólo en principio. Su positivismo jurí-
dico no puede ir abiertamente en contra de las órdenes reales. Sin
embargo descargará en hombros ajenos la justificación de esta sisa.
A pela para ello a Escalona,47 quien cuenta cómo esos ingresos se
dedicaron a la construcción del nuevo palacio del Buen Suceso en
M adrid. Pero, como buen súbdito asume la tarea de justificar el
dispendioso capricho real.
A vendaño utiliza en su texto latino la expresión “ Palatium
Boni Successi” , que tanto puede significar “ Palacio del Buen Su-
ceso” , como “ del Buen Retiro” . Pero no existió la primera denomi-
nación en M adrid, sino para el Convento “ del Buen Suceso” . H a
de referirse, por lo tanto, al Palacio del “ Buen Retiro” . Fue en efec-
to construido por Felipe IV, como residencia real de invierno, a las
afueras del M adrid de entonces. Sus jardines correspondían al ac-
tual Parque del Retiro madrileño, que precisamente debe su nom-
bre a este palacio. Del palacio como tal quedan dos partes que co-
rresponden una al llamado “ Casón del Buen Retiro” que consti-
tuye hoy una extensión del M useo del Prado; y otra incorporada
actualmente al M useo del Ejército. La decoración principal del pa-
lacio la constituía una excelente colección de tapices y pinturas.
Sobre todo la del suntuoso “ Salón de los Reinos” , inaugurado en
1635, decoración proyectada por Velásquez, con retratos reales
obra del mismo maestro, y otras de Zurbarán y otros autores, hoy
en el M useo del Prado. La especial suntuosidad de este “ Salón de
los Reinos” obligó a que A vendaño hiciera un especial “ excursus”
para justificarla, basándose en la alta opinión que sobre su mora-
dor podría causar dicha estancia en las demás Cortes europeas.
Se trataba, pues de un palacio suntuoso y, en opinión de
A vendaño, “ del que, ciertamente, no se veía ninguna necesidad” ;
un capricho regio. El impuesto de la nieve, pues, venía a sufra-
gar el sibaritismo real de un palacio de invierno; sibaritismo por
sibaritismo.

47
ESCALONA AGÜERO, Gaspar, Gazophilacium regium perubicum, Madrid,
1647, L. II, P. II, cap. XXII.

140
Entre paréntesis, el caso es paradigmático para ver los ejerci-
cios dialécticos de A vendaño; aquí ante el dilema de intentar jus-
tificar unas exacciones reales sin malquistarse con los contribu-
yentes; dilema entre su positivismo jurídico y fidelidad al rey por
un lado y la defensa de los conciudadanos de esa región, que el
autor considera la “ nobilísima” entre todas,48 por el otro.
Porque resulta difícil de aceptar al lector que sea “ convenien-
te” invertir en bien de la República un impuesto que, de entrada,
el autor afirma que no era “ justificable” . M ás aún cuando, por con-
veniente que sea, sostiene asimismo que el rey no está obligado a
invertirlo en ese bien común y que tiene derecho a imponerlo sin
que se considere gabela.49 A firma que la sisa de la nieve es lícita,
pues se impuso “ por necesidad” de los ciudadanos, esto es, por el
bien de la República, cuyas deficiencias resultan “ muy desagra-
dables” a éstos; y posteriormente consiente en que la necesidad
no es tal y hasta resulta perjudicial enfriar el agua en exceso.50
Partiendo de que sí hay motivo para el impuesto, pues así se
vela mejor por la República, pero de que a la vez “ se comprueba
que con ello el rey no sale al paso de ninguna necesidad especial” ;
y partiendo de que “ no se veía ninguna necesidad” del palacio en
cuestión, “ sobre todo en estos tiempos en los que se requiere con-
sagrarse al afán por lo sagrado” , tiempos en los que la austeridad
del jesuita piensa que los reyes han de “ cortar los gastos inútiles
o ciertamente no necesarios” , terminará aceptándolo por el hecho
no sólo de que “ es decoroso que los reyes tengan edificios suntuo-
sos” , sino también de que, el que “ con eso aumente la dignidad
real y al verlo y juzgarlo por medio de sus embajadores, sean teni-
dos en mayor estima por las naciones extranjeras” es algo que
“ atañe al bien común” (para ello recurre a la autoridad de uno de
sus autores preferidos, Casiodoro).51
M ás aún, aceptando esos impuestos, y ante la posible objeción
de que “ el pueblo no debe ser gravado por estas construcciones
48
Cfr. Tít. I, n. 03.
49
Tít. V, nn. 190, 192.
50
Tít. V, nn. 189, 192.
51
Tít. V, nn. 190 y ss.

141
cuando hay otras apropiadas” , responde que “ si se araña algo
módico de aquí y de allá que no resulte enojoso, no debe calificar-
se como injusto y absolutamente condenable” , como en este caso.
Cosa que no cuadra muy bien con su queja previa de que la sisa
en cuestión “ ya apremia por largo tiempo” y debería hacerse más
tolerable.52 Y continúa con una explicación de conveniencia que
no deja de ser llamativa: ese impuesto-monopolio beneficia al
arrendatario, único que paga por él, ya que ello no le produce gra-
vamen, y más bien obtiene una ganancia; y beneficia al pueblo,
que consigue así la nieve a un precio accesible.
N os preguntamos si los consumidores no tendrían que pagar
menos por la nieve si quien se la vende no tuviera que pagar el
arriendo;53 sobre todo cuando el propio autor ha reconocido que
el precio al consumidor no resultaba tan tolerable. A parte de la no
poco curiosa afirmación del jesuita de que aquellos que antes pro-
porcionaban la nieve a los limeños y que no pudieron seguir en
esa tarea al imponerse el monopolio, no se perjudican con éste,
pues muy bien pueden buscar otro trabajo54 (!). A sí como su afir-
mación final: aunque el palacio esté ya construido el impuesto será
necesario para conservarlo en buen estado; en todo caso, siempre
hay necesidades —suponemos que no del rey, sino de la Repúbli-
ca— a las que se podrá acudir con el impuesto de nieve.

V i no y muj eres

a) El vino... (“ que alegra el corazón del hombre” 55 )


H ablábamos de que la prohibición de llevar a las colonias ropa
de China estaba basada fundamentalmente en el deseo de prote-
ger la industria textil de la metrópoli. El mismo deseo por el que

52
Tít. V, n. 190 y ss.
53
Según la Relación de Estado en que el Conde de Chinchón deja el gobierno del
Perú al Marqués de Mancera, de fecha 26-1-1640, la Cédula de 18-12-1633
establecía para el estanco de la nieve, aloja y bebidas frías un arrendamiento
de 8.200 pesos cada año: HANKE, Virreyes, vol. III, p. 66
54
Tít. V, n. 191.
55
“ Vinum quod laetificat cor hominis” : Salmo 104, 15.

142
se ponían trabas a los telares coloniales. Y el mismo deseo que re-
gía también respecto al vino.
Cuando hablamos ahora del vino eludimos la cuestión de si
el indio precolombino era o no aficionado a él. Ya se aludió ante-
riormente a la sarta de defectos que se achacan en algunas cróni-
cas a los indios; acusaciones que no se pueden calibrar en su jus-
to sentido si no se tiene en cuenta que muchas de las que acen-
túan el gusto del indígena por el vino corresponden en su mayo-
ría al número de las crónicas “ oficialistas” y al deseo del cronista
de agradar al militar a quien servía. Otros cronistas, libres de esta
dependencia tienen otra visión.56 La borrachera —una de tales acu-
saciones— no es en ello una excepción.
Así, hay quien no duda de calificar a los indios de bebedores tan
empedernidos que a simple vista suena a descripción exagerada:
Son tan viciosos en beber que se bebe un indio, de una asentada,
una arroba y más, no de un golpe, sino de muchas veces. Y tenien-
do el vientre lleno de ese brebaje, provocan a vómito y lanzan lo
que quieren. Y muchos tienen con la una mano la vasija con que
están bebiendo y con la otra el miembro con que orinan.57

Otros, reconocidos como más mesurados y objetivos, tienen otra


visión: “ Es vergonzoso para los cristianos que un inca, rey de bár-
baros y además idólatra, refrene a los súbditos de su imperio en las
borracheras, y que los nuestros, que más bien habían de corregir las
costumbres corrompidas, hayan provocado un crecimiento tan dis-
paratado de las borracheras” .58 Como sea, es indudable que, por
ejemplo en M éxico, “ el comercio de bebidas alcohólicas fue alenta-
do decididamente por el gobierno colonial y por los concejales en el
siglo XVII, puesto que los impuestos sobre las bebidas alcohólicas y
especialmente sobre el pulque habían venido a ser una muy impor-
tante fuente de ingresos para la realización de obras públicas” .59
56
Quizá los ejemplos paradigmáticos al respecto sean los de López de Gómara
y Bernal Díaz del Castillo, respectivamente.
57
CIEZA DE LEÓN, pp. 134-135.
58
ACOSTA, Procuranda L. III, cap. 21.
59
TAYLOR, W., Embriaguez, homicidio y rebelión en las poblaciones coloniales
mexicanas, México, 1987, p. 61.

143
N o vamos a referirnos, pues, a esas situaciones del primer
momento sino al contexto ya de la época colonial, del Perú de
A vendaño. Tras los primeros encuentros, la opinión de las borra-
cheras endémicas, junto con las demás costumbres tradicionalmen-
te achacadas a los indios perduró aún durante un tiempo:
N os somos informado (sic) que los Indios naturales de esa pro-
vincia se juntan algunas veces a sus borracheras y que en ellas
cometen muy graves pecados y ofensas de Dios nuestro Señor,
ansí en torpísimos incestos de hermanos con hermanas, y pa-
dres con sus hijas, como homicidios y otras bestialidades nefan-
das y abominables... y comen carne humana, teniendo della y de
sus hijos carnicería pública y hacen otras crueldades...60

Sin embargo, algunos frailes no consideraban que esto fuera


costumbre antigua de los naturales; ya hemos visto la opinión de
M endieta: “ Después que se conquistó esta N ueva España, luego
por todas partes comenzaron todos los indios a darse al vino y a
emborracharse, así hombres como mujeres, así principales como
plebeyos” .61 De todos modos, e independientemente del origen de
tales costumbres, debían evitarse, “ pues dello se siguen semejan-
tes ofensas de nuestro Señor” . Consecuentemente se prohibió la
venta de bebidas alcohólicas a los indios: “ Ordenamos que en los
lugares y pueblos de indios no entre vino, ni se les pueda ven-
der... por el grave daño que resulta contra la salud y conservación
de los indios” ;62 abarcando la prohibición tanto a sus bebidas tra-
dicionales —“ ... que los Indios de esa tierra tienen por costumbre
de beber un brebaje que se llama chicha del cual hay tabernas pú-
blicas, y que en ello se embeodan con el dicho brebaje los Indios
que en las dichas tabernas se juntan... se podría remediar con que
se prohibiese que nadie tuviese las dichas tabernas, si no fuese
por vuestra mano o quien tuviese facultad nuestra para ello” 63—
como al vino de Castilla: “ ... y que asimismo fue acordado que a
Indios, a negros ni esclavos no se vendiese vino destos Reinos” .64
60
Cédula de 2-11-1576 a la Audiencia de Santafé, ENCINAS, IV, p. 348.
61
MENDIETA, L. I, cap. 30, p. 138.
62
ENCINAS, IV, p. 349; Recopilación, l. 36, tít. 1, lib. 6.
63
Cédula de 22-11-1562 a la Audiencia de los reyes: ID., p. 350.
64
Cédula de 24-1-1545 a la Audiencia de Nueva España: ID., p. 349.

144
N o obstante hubo también otros motivos; otros motivos que
quizá movieron más las decisiones de los gobernantes. Porque en
el caso del vino, sucedía como en el de los textiles: había que pro-
teger la producción de la metrópoli. Y no se nos tache de mal pen-
sados; alguien tan fuera de sospecha como el oidor Solórzano
Pereyra corroboraría esta suposición. Él es testigo de cómo “ en al-
gunas provincias de ellas, y especialmente en las del Perú, se han
introducido [las viñas] y rinden frutos en abundancia” . Sin em-
bargo, se había prohibido su cultivo “ en particular porque en lo
tocante a un género tal como el vino, estén aquellas provincias de-
pendientes y necesitadas de las de España y sean en esta parte
más forzosos y crecidos sus comercios y las correspondencias y
derechos que de ellos se causan” .65
El oidor no opinaba así sin motivo; de inmediato aduce dispo-
siciones de la Corona prohibiendo el tejido de paños y el cultivo
de la vid en Perú precisamente por esa causa. Se trata de las ins-
trucciones dadas en 1595 al nuevo virrey que se enviaba a la Ciu-
dad de los reyes, en las que se le ordenaba “ que tuviese mucho
cuidado de no consentir que en ellos se labrasen paños, ni pusie-
sen viñas, por muchas causas de gran consideración, y principal-
mente porque habiendo allá provisión bastante destas cosas, no
se enflaqueciese el trato y comercio con estos reinos” .66 A ñadamos
otro texto más de la Cancillería Real, tan claro como el anterior: “ y
pues tenéis entendido cuánto importa esto para la dependencia
que conviene tengan esos reinos de éstos, y para la contratación y
comercio: os encargo y mando que tengáis cuidado de hacer eje-
cutar lo que acerca de lo susodicho está proveído” .67 En pocas pa-
labras: que, para el trasvase etílico entre la metrópoli y las colo-
nias, no se pretendía aplicar otra ley que la del embudo, en benefi-
cio de la primera.
Esta intención de la metrópoli de querer proteger los produc-
tos de Castilla se manifiesta también en otras diversas oportuni-
65
SOLÓRZANO, Política, L. II, c. IX, nn. 14, 16.
66
ENCINAS, I, p. 318.
67
Cédula al Virrey Montesclaros, 14-8-1610: cfr. SOLÓRZANO, Política, L.
II, c. IX, n. 21.

145
dades. Cuando en 1565, el II Concilio de M éxico pasa a dar deter-
minaciones sobre los diezmos (proventos que, aunque de carácter
religioso, iban a parar a la Corona), los padres recuerdan que has-
ta entonces no se cobraron, ni se cobrarían en lo sucesivo a los
indios, “ excepto los diezmos de las tres cosas que está mandado
pagar por la ejecutoria real” .68
Las Cédulas Reales coinciden en señalar cuáles sean “ las tres
cosas que está mandado pagar” en ella, cuando hablan de los úni-
cos diezmos a que están obligados los indios. Esas tres cosas son:
ganado, trigo y seda. A sí aparecen expresamente en la compila-
ción de Encinas en Cédulas de 1544, de 1555 y dos de 1557.69 La
de 1555 alude aún a otra cédula anterior, de “ fecha en esta villa
de Valladolid veinte y tres de junio de mil y quinientos y cuarenta
y tres” , que no hemos encontrado en Encinas. Otra, de 1549, vin-
cula el diezmo que deben pagar los naturales por su condición de
vasallos, como los de la metrópoli: “ en todo sean tratados como
vasallos nuestros libres, de la manera que lo son los destos Rei-
nos” . Una Cédula más identifica los diezmos de esas “ tres cosas”
como “ diezmos de Castilla” .70
En resumen: los indios estaban en principio excluidos de diez-
mar; pero también, como vasallos del Católico, los indios debían
pagar esos diezmos típicos de Castilla, precisamente en cuanto que
éstos son productos típicos de Castilla. Es la misma idea de prote-
ger los productos típicos de la metrópoli. Los indios quedaba li-
bres de diezmos, pero no en esos tres rubros; el motivo resulta cla-
ro: la presencia de esos productos en Indias disminuía el consu-
mo de los de la metrópoli y su consiguiente comercio de exporta-
ción a las colonias; en compensación, debían pagar diezmos por
ellos. El historiador peruano M anuel M oreira confirma los diez-

68
LLAGUNO, J., La personalidad jurídica del indio y el III Concilio provincial
Mexicano (1585) , México, 1983, “ Documentos” , p. 180.
69
Cédulas de 8-8-1544; Cédulas de 14-9-1555 y 10-4-1557 a la Audiencia de
Nueva España; y de 5-12-1557 a la de Perú: ENCINAS, I, pp. 183-184, 186-
187, 191-192 y 186, respectivamente.
70
Cédula de 4-9-1549 a la Audiencia de Nueva España y Cédula de 12-2-1589
al Virrey del Perú: ID., I, pp. 184 y 201.

146
mos que se pagaban en Perú: “ En Lima fue costumbre que paga-
sen diezmo entero el trigo, cebada y demás frutos de Castilla, así
como de cabras y ovejas, y sólo medio el maíz, chuño, papas y otras
materias” .71
Consiguientemente se estableció un impuesto a la importación
del vino por parte de las colonias. La tasa general para toda ex-
portación era del 7,5%, dividida en 2,5% en el puerto de salida y
5% en el de entrada;72 ello, según el valor que las mercaderías te-
nían en los diferentes puertos.73 N o obstante, algunas mercaderías
tenían tasas diferentes: “ de manera que los lienzos que fueren de
una suerte se avalúen por sí y los que fueren de otra suerte por
sí” ; “ y el terciopelo que fuere de una suerte se avalúe asimismo
por sí, y lo que fuere de otra suerte también por sí, y la dicha or-
den se guarde en las piezas de paños y en los vinos, y en todo lo
demás” .74 De todas formas, el vino enviado a Indias siempre pagó
más almojarifazgo que las demás mercaderías: “ Y que otrosí, de
los vinos que se cargan para las Indias, demás de los dos y medio
que se pagan por ciento acá, se pague otros siete y medio, que son
por todos diez, y allá en los dichos puertos de Indias se paguen
otros diez, que sean en los dichos vinos veinte” .75
Leslie Bethell ha estudiado de manera especial la economía de
las colonias. Y señala cómo “ España era un país agrícola y lo esen-
cial de sus exportaciones a las colonias se componía de cereales,
vino y aceite de Castilla” . Sin embargo, “ M éxico, Perú y Chile lle-
garon a autoabastecerse de granos y, en cierta medida, de vino,
aceite...” .76 Sin salir del ámbito jesuítico de nuestro autor, en 1620
Juan de M adrid donó al limeño Colegio de San Pablo un viñedo
“ que llegaba a producir más de mil jarras de un excelente vino” .77
71
MOREYRA, Oidores, p. 510.
72
Provisión de 28-9-1543; Ordenanzas de los Oficiales, de 1572, ENCINAS,
III, pp. 448 y 452.
73
Ordenanzas de los Oficiales, de 1572, ID., III, pp. 451 y ss., 468.
74
Ordenanzas de los Oficiales, 1572, ID., III, pp. 468, 470.
75
Cédula del 24-6-1566 a la Audiencia de Nueva España, ENCINAS, III,
p. 449.
76
MACLEOD, pp. 66, 70.
77
MARTÍN, p. 200.

147
No extraña, por lo tanto, que
bastante antes de que terminara el siglo, Perú enviaba también
vino, aceitunas y aceite de oliva a Panamá y N ueva España, para
preocupación de los comerciantes y funcionarios reales de la ma-
dre patria, que se esforzaban denodadamente en controlar este
comercio. A l verse incapaces de hacerlo, prohibieron formalmen-
te la exportación de vino y aceite peruanos a Panamá en 1614 y
a N ueva España en 1620.78

Como testigo de excepción, A vendaño confirma lo que vamos


señalando: “ se pagaba el quince por ciento, y del vino el veinte” .79
Ello encarecía sobremanera el precio del vino de Castilla en las
colonias: “ en la jurisdicción del N uevo Reino de Granada una bo-
tija de vino de un cuadrantal de capacidad apenas se consigue
por sesenta pesos de a ocho reales, siendo esa Provincia de las
más próximas a España” .80 Lo que contraría al jesuita, que no ve
cómo las Indias deban cargar con el peso de la metrópoli, ni hay
“ por qué los vasallos que habitan en estas remotas regiones y que
observan una incomparable fidelidad a sus reyes deban ser
onerados más que los demás” .81
Pero, a la vez, y parece que con cierta satisfacción, dice asi-
mismo que, en el Perú, no hacían demasiada mella esos impues-
tos aduanales tan altos. De hecho, de su texto parece desprender-
se que incluso el buen vino peruano no resultaba caro. En efecto,
hablando de qué materia constituiría un hurto leve, atendida la
materia y la persona robadas, ejemplifica: “ como un cesto de fru-
tas frescas o una garrafa de vino generoso, y otros así. Éstos son
pequeños en relación a la dignidad de la persona, aunque no se
considerarían tales en relación a otros” .82 En consecuencia, sostie-
ne que los oidores (que tenían prohibido aceptar regalos) “ no pe-
can gravemente al recibir comestibles y bebidas de bajo precio” .83
78
MACLEOD, p. 68.
79
Tít. V, n. 122.
80
ID., n. 200. El cuadrantal tenía unos 26 litros de capacidad.
81
ID., nn. 117, 87.
82
Tít. III, n. 23.
83
Tít. IV, n. 10.

148
Si relacionamos las frutas frescas del primer texto con los comesti-
bles del segundo y el vino generoso con las bebidas de bajo pre-
cio, la consecuencia es clara: el buen vino peruano no resultaba
demasiado caro.
Lo que, por otro lado, precisamente encarece A vendaño es la
calidad de estos caldos peruanos: “ no puede decirse sobre todo
del vino que suele traerse a Perú; tanto abunda ya el producido
por las viñas nativas, que no se necesita del importado, ni hay por
qué envidiar otros más generosos europeos” . Por lo mismo, “ la
prohibición no fue aceptada en la práctica, a conciencia de los Go-
bernantes y sabiéndolo el Consejo Real, pues era obvio que no se
exportaba vino desde España a estas regiones” .84 A pesar de que
los peruanos (y el mismo A vendaño, a juzgar por lo fogoso de sus
expresiones) debían ser muy buenos bebedores: “ es imposible que
se envíe desde España todo el vino necesario en estas regiones,
que resultaría carísimo y se dejaría sentir muchas veces su muy
desagradable carencia... porque no puede traerse oportunamente
de España la cantidad necesaria, y habría peligro de una enojosa
escasez” .85 Con toda seguridad, el enojo no estaría solamente mo-
tivado por el deseo de poder lucrar las “ Indulgencias del Vino” ,
comunes —al parecer— por aquellos tiempos.86 Enojosa escasez;
tan enojosa, que la prohibición real de que hablábamos no cree
84
Tít. V, nn. 122, 198.
85
Tít. V, n. 200.
86
Ciertamente, el motivo para conceder estas indulgencias era conseguir que los
comensales diesen gracias a Dios tras las comidas; cosa que se supone sería
práctica usual entre los jesuitas de San Pablo. Qué sean estas Indulgencias del
Vino nos lo aclara el venezolano Fray Juan Antonio Navarrete: “ Indulgencias
del Vino o indulgencias que llama el vulgo de San Victorino. Son los 60 días de
indulgencia, otros dicen 100... que se dice concedió el Papa Honorio III (o
como otros quieren uno de los Papas llamado Bonifacio por bienhechor de
semejante gracia) a los alemanes que tomasen un brindis de vino Pacis amore,
después de dar las gracias en la comida. Algunos lo entienden para que no
dejasen de dar las gracias después de comer, con el interés de la indulgencia.
La llamarán de San Victorino por ser concedidas en ese día o por alusión a la
victoria que les dio la paz... y añaden que llaman los Perdones de Ribadeneira.
De aquí formaron aquel dístico en rima latino: Papa Bonifacius post Grates
rite bibenti / Sexaginta dies pacis amore dedit ” . Y, en otro lugar, anota:
“ Perdones de Ribadeneira. Así llaman por otro nombre los de Galicia a la

149
que pueda obligar en conciencia: “ la prohibición se extiende a
otras mercancías y no permite transportar ni vino ni cualquier otra
cosa, tampoco parece que obliga en el fuero de la conciencia” .87
Ya que la producción vinícola del Perú hizo infructuoso el es-
tablecimiento de impuestos aduanales al vino en la finalidad de
recabar beneficios a la Corona, ésta hubo de apelar a otro recurso:
la prohibición de vender vino, sobre todo a los indios, aduciendo
el aludido motivo de proteger su integridad física y moral. Así que
se concederían licencias especiales para establecer tabernas, me-
diante el pago de un canon al fisco. La licencia halagaría además
el castellano orgullo del tabernero, de sentirse súbdito de tan gran
Señor ya que podría preciarse de poder colocar las A rmas Reales
a las puertas de su zahúrda. Por más que haya de suponerse que
nuestro jesuita fuera amante del buen vino, no deja de ridiculizar
la norma y de atacar a sus impulsores:
Es éste un nuevo invento para recaudar dinero, que a algunos
parece menos apropiado, a saber que en las tabernas se colo-
quen los emblemas Reales y que tan grande M ajestad se mez-
cle con asuntos tan vulgares... haber impulsado a esta disposi-
ción general el más sórdido interés de algunos, autores de estos
inventos.88

En principio A vendaño no podría ver con buenos ojos que las


A rmas Reales acreditaran una taberna, posada, mesón o venta, lu-
gares todos ellos de muy dudosa reputación; ni de que sus pro-
pietarios defendieran con tales A rmas su condición de supuestos
Indulgencia del Vino. ¿Qué cosa sea Indulgencia del Vino?... En el Teatro de
los Dioses, en el lib. 2, cap. 27, fol. mihi 189, dice el autor así: “ Grande
antigüedad es beber después de alzados los manteles de la mesa, que en
el Reino de Galicia llaman los Perdones de Ribadeneira. Y es que dicen que
un caballero de este apellido Ribadeneira, viendo que los gallegos eran
descuidados y remisos en dar gracias a Dios después de comer y de cenar,
alcanzó de un Sumo Pontífice (Bonifacio) que cualquiera que después de
dadas gracias, bebiese, ganase cien días de perdón” : BRUNI CELLI Navarrete,
I, pp. 359, 566.
87
Tít. V, n. 143.
88
Tít. V, n. 193. El término utilizado en el texto latino del Thesaurus es el de
“ taberna” , que puede corresponder en castellano tanto a la taberna como tal,
establecimiento de bebidas alcohólicas, como a la posada, mesón o venta.

150
vasallos de tan gran Señor. Buen conocedor de la H istoria, sabría
muy bien que en siglos pasados las tabernas se identificaban con
un círculo vegetal en sus puertas, círculo, como señal del vino que
exalta el espíritu de quien lo toma, hasta hacerle creer que perte-
nece al número de los vencedores, dignos de ser coronados de lau-
rel;89 ¿sería que a partir de entonces el vino embargaría la mente
del beodo, embriagándole de la hidalguía propia de un caballero
del gran rey de las Españas? N uestro autor no podría ser muy fa-
vorable a ese “ invento” producto de sórdidos intereses. De todos
modos continúa en el mismo texto diciéndonos a cuánto solía as-
cender el canon exigido por esta licencia real: “ Está, por tanto, es-
tablecido que... si alguien quiere ser posadero lo obtenga median-
te un convenio pecuniario, con un canon anual que varía, según
las diferentes provincias, desde treinta y ocho pesos de a ocho rea-
les hasta cuarenta” .90
Es cierto que algún efecto hubo de producir el control de las
tabernas: “ Si no existiesen estas tabernas, en las casas de muchos
se vendería abundante vino proveniente de sus viñas” ;91 testimo-
nio de A vendaño que lo es, de nuevo, de la abundante produc-
ción vinícola del Perú. Sin embargo —hecha la ley, hecha la tram-
pa—, ello fue ocasión asimismo de la viveza de muchos corregi-
dores que simulaban desconocer la existencia de tabernas no
permisadas mediante el pago de la “ multa” correspondiente: “ ¿De
qué sirve esa ley si de ella no se saca otra cosa más que el corregi-
dor se aproveche de la pena, que es dinero, y deja vender al taber-
nero cuanto quisiere sin irle a la mano, antes se huelga que caiga
en la pena por lo que de allí se le pega?” 92 A l parecer, la “ viveza”
y la corrupción criollas vienen de vieja data.
Por supuesto que estas tabernas no estaban dedicadas exclu-
sivamente a la venta de vino. Y lucrativas habían de ser, pues
atraían incluso a la gente de iglesia. A finales del siglo XVI anda-
ba por Venezuela el arcediano Juan de Velas, de quien el obispo
89
Sobre la semántica de estos círculos enológicos, cfr. MUÑOZ GARCÍA,
Goliardos.
90
Tít. V, n. 193.
91
ID., n. 196.
92
MENDIETA, IV, 35, 95a.

151
Salinas escribía al rey: “ ... el arcediano don Juan de Vellar, que
tiene escandalizado este Obispado en la sede vacante, haciéndose
Visitador para ser tabernero y tendero y mercero..., temiéndose lo
había de castigar se huyó y se presentará en Vuestro Real Conse-
jo” .93 Y, además de a la venta, se dedicaban también a otros me-
nesteres, no menos lucrativos, al parecer. Véase esta Cédula Real
que involucra incluso a oidores y que excusa todo comentario:
al Licenciado Francisco Tello oidor y a su mujer, y al Licenciado
M arcos Guerrero A lcalde del crimen que tienen en sus casas ta-
blaje público con todo género de gentes, hombres y mujeres, don-
de de día y de noche se pierden las haciendas y honras, tratándo-
se mal de la de algunas doncellas y casadas, sin que se remedie...
llaméis en el acuerdo a los dichos Licenciados don Francisco Tello
y M arcos Guerrero,... por ninguna vía den lugar a que se juegue
en sus casas en poca ni en mucha cantidad y ellos ni la mujer del
oidor vayan a jugar a otra casa particular.94

b) ... y mujeres
(“ No os embriaguéis de vino, que es causa de libertinaje” 95 )
“ ... donde de día y de noche se pierden las haciendas y honras,
tratándose mal de la de algunas doncellas y casadas” , aseguraba
la citada Cédula Real.
Si quisiéramos hacer recuento de las cualidades que la Coro-
na exigía en los oidores, la lista resultaría bastante larga. Por-
que el cargo requería de éstos una vida ejemplar, de muy exigente
cumplimiento;
era una proeza prácticamente inasequible —dice Lohmann Villena—
reunir todos los requisitos exigidos por la legislación positiva y
no transgredir uno solo de los preceptos restrictivos... Solamen-
te si hubiesen sido cuerpos gloriosos los destinatarios de tan ri-
gurosos mandatos, hubiera estado a su alcance el cumplirlos al
pie de la letra.96
93
Carta del 4-6-1599; cfr. SILVA MONTAÑÉS, I., Hombres y mujeres del
S. XVI venezolano, 4 vols., Caracas 1983, vol. I, p. 204.
94
Cédula a Luis de Velasco, Virrey del Perú, 7-9-1594: ENCINAS, II, 26.
95
“ Vinum... in quo luxuria est” : Ef. 5, 18.
96
LOHMANN, Ministros, pp. XXI-XXII.

152
Pero A vendaño no habla en su obra de todas ellas; y tenemos
la impresión de que lo que dice en su Thesaurus está fundamental-
mente motivado por las circunstancias concretas que vivía la so-
ciedad peruana; que habla de las obligaciones que veía violar a
su alrededor con mayor frecuencia, y motivado por hechos con-
cretos: “ queda claro con esto cómo se excedieron los oidores de
cierta audiencia...” ; “ que se peca en esto con demasiada frecuen-
cia lo prueba el convencimiento general...” .97
Por otro lado, no deja de extrañar que el moralista A vendaño
exija de los oidores, como una de sus primeras cualidades, la cas-
tidad;98 una cualidad cuya vinculación con la administración de
justicia no queda muy evidente. Pero que el jesuita debió incluirla
al ver algunos de aquellos hombres de Corte, más que corteses, cor-
tesanos: el virrey que “ a un oidor enredado en amores torpes y
contrarios a la unión conyugal no obstante haber sido amonesta-
do y prometido firme enmienda, habiéndolo observado obrando
de otro modo, lo envió a España con mano inexorable” .99 El oidor,
sospechosamente sorprendido de noche, alegando tener licencia
del gobernador para ir armado a fin de proveer a su seguridad y
ante lo cual A vendaño comenta: “ hubiera sido más que suficiente
ordenarle que se quedara de noche en casa; así hubiera consegui-
do más seguridad” . O el otro del que cuenta que “ vieron a un To-
gado entrar a casa de una ramera a altas horas de la noche, simu-
lando hacer por oficio una ronda por la ciudad; y lo molestaron
no poco” .100
En honor de la verdad, A vendaño utiliza el término “ pelex”
(o “ paellex” ), que significa tanto “ meretriz” como “ concubina” .
Pero no creemos que se estuviera refiriendo a una concubina pro-
piamente tal y que, si se sirvió de un término equívoco, bien pudo
tratarse de un eufemismo para evitar escandalizar al lector o
irrespetar la condición de los oidores. N o en vano llama al de las
meretrices “ cenagoso estado” y con bienes “ habidos por medio de
97
Tit. IV, nn. 109, 78.
98
ID., n. 5.
99
ID., n. 2.
100
ID., nn. 179, 103.

153
ganancias viles” .101 De ser concubina, nada le hubiera impedido
utilizar ese mismo término “ concubina” , también latino.
A claremos: El Derecho describía “ pelex” así: “ ’paellex’ —o
manceba— la que vivía con un hombre, sin ser su mujer legítima,
y que ahora suele llamarse con el nombre de ‘amiga’ y un poco más
discretamente ‘concubina’... hoy se llama vulgarmente ’paellex’
—o manceba— a la que tiene trato con un hombre casado” .102 Por
otro lado, entendía como concubina a la liberta —incluso ajena—,
o la libre de origen oscuro o que fue prostituta, que conviven con
su patrono sin estar unidos en matrimonio:
Puede ser concubina la liberta de otro y la que nació libre, sobre
todo la de origen oscuro o la que ejerció la prostitución. En cam-
bio, si alguien quisiera tener por concubina a una mujer de vida
honrada y que nació libre, no se permite esto sin declaración de
testigos; sino que es preciso que la tenga como esposa; si se nie-
ga a ello, comete estupro con ella.103

A nte todo, observemos el cierto carácter peyorativo que tenía


en el Derecho la concubina: o fue esclava, o fue prostituta, o fue
libre pero de dudoso origen; pues, de ser libre de vida honrada,
no se permite tomarla como concubina, sino que es necesario que
la tenga como mujer legítima. Por supuesto, la concubina no go-
zaba de la condición, derechos y reconocimiento de esposa.
El oidor de marras, buen conocedor sin duda del Derecho Ro-
mano, podría escudarse en éste, en el que el concubinato no esta-
ba, a pesar de todo, tan mal visto: “ El que tiene algún cargo en
una provincia puede tener una concubina de dicha provincia” .104
101
Tít. V, 254.
102
“ ... pellicem apud antiquos eam habitam, quae, cum uxor non esset, cum
aliquo tamen vivebat: quam nunc vero nomine amicam, paulo honestiore
concubinam appellari... pellicem nunc volgo vocari, quae cum eo, cui uxor sit,
corpus misceat” : Digestum, 50.16.144.
103
“ In concubinatu potest esse et aliena liberta et ingenua et maxime ea quae
obscuro loco nata est vel quaestum corpore fecit. Alioquin si honestae vitae
et ingenuam mulierem in concubinatum habere maluerit, sine testatione hoc
manifestum faciente non conceditur, sed necesse est ei vel uxorem eam habere
vel hoc recusantem stuprum cum ea committere” : Digestum, 25.7.3pr.
104
“ Concubinam ex ea provincia, in qua quis aliquid administrat, habere potest” :
Digestum, 25.7.5.

154
Sin embargo, no lo veía así el Derecho municipal que prohibía los
—así llamados en la época— amancebamientos. De ahí que nues-
tro oidor fuera tan solícito en esconderse y visitar a su manceba
amparado por la noche.
A mancebamiento, manceba: una de las acepciones de “ man-
cipium” designaba la autoridad de alguien sobre una persona li-
bre, que dependía a la vez de la autoridad paterna y de la del se-
ñor. Por ejemplo, cuando alguien entregaba su hijo a un tercero en
“ mancipium” , mediante un precio o garantía. Es claro que este
mancebo o entregado en “ mancipium” participaba de la condición
de esclavo y de libre. De libre, por cuanto no perdía propiamente
su libertad, ni su ciudadanía. De esclavo, en cuanto pertenecía al
señor. De ahí “ manceba” pasó a significar en Castilla la mujer con
que se tiene trato ilícito continuado, como dice el D iccionario de la
A cademia; y amancebamiento, el trato ilícito y habitual de hom-
bre y mujer.
De modo que, por más que queramos entender “ pelex” como
“ concubina” , el oidor no quedaba muy bien parado. Pero ni si-
quiera se puede entender así, por cuanto el concubinato o aman-
cebamiento incluye la cohabitación: “ la que vivía con un hombre,
sin ser su mujer legítima” , rezaba el texto citado; cosa que parece
claro que no se daba en nuestro oidor nocturno. De ser así, pare-
cería además más adecuado que A vendaño no hubiese dicho que
sorprendieron al oidor entrando en casa de “ una” concubina, sino
de “ su” concubina. Lo que sucede es que la meretriz que no ejer-
cía su oficio en una mancebía o lo ejercía discretamente no era con-
siderada tal.105 Y hemos citado ya el caso de mancebías en las co-
lonias.106 De ser concubina, la opinión común no hubiera molesta-
do tanto al oidor, como atestigua A vendaño. La conclusión pare-

105
“ Se entiende por prostituta pública no sólo la que vive en el lupanar, sino
también la que, como suele ocurrir, no se recata en el local de un hostelero o
en cualquier otra parte” : Digestum, 23.2.43pr.
106
Cfr. Cédula de 21-8-1526 al Concejo, Justicia y Regidores de Santo Domingo:
ENCINAS, II, p. 23. Un rastreo sobre la conducta sexual en la colonia puede
verse, p. ej., en PINO IURRIETA, E., (ed.), Quimeras de amor, honor y
pecado en el siglo XVIII venezolano, Caracas, 1994.

155
ce obvia: el oidor fue sorprendido en visita nocturna a una prosti-
tuta. Una profesión que, por más que sea, y ya que dicen que es la
más antigua, tampoco hubo de faltar ni en aquella época, ni en
Lima; y que, a no dudarlo, contaría con muchos más clientes que
los que pudiera facilitarle la A udiencia:
H abía siempre un cierto número de mujeres, no necesariamente
del origen más bajo, pero ciertamente de baja reputación que
servían a los españoles como prostitutas, rabonas y amantes.
Definitivamente existían prostitutas hechas y derechas en Lima,
el centro de todas las diversiones, y en el rico Potosí, pero no
había las suficientes para estar organizadas en una casa.107

A nuestro sorprendido oidor no le quedaría sino el recurso de


pintar el retrato de su amante. A unque, en realidad, tampoco esto;
A vendaño enumera en alguna ocasión varios ejemplos de peca-
do, entre los que incluye esa actividad: “ romper el ayuno, o sacri-
ficar a un ídolo, o pintar el retrato de la amante” .108
Por lo demás no podemos achacar a A vendaño una misoginia
que no fuera la que vivía su época. H ay algunos aspectos en su
texto. Como el de considerar a las mujeres con desmesurado gusto
por el dinero, asunto en el que “ suelen ser especialmente solíci-
tas” ; incluso las indias, que “ están tan apegadas a sus cosillas
que por una sola monedita profieren mil griteríos” .109 O cuando se
refiere a los españoles que viajaron a las colonias habiendo deja-
do su esposa en España, y discute si deben reclamar a sus espo-
sas o regresar a la metrópoli:
si, felizmente, el esposo comenzara a enriquecer, puede conti-
nuar para aumentar su patrimonio; pues será muy grato a la
esposa que el esposo no vuelva a ella pobre y deshonrado, sino

107
LOCKHART, J., El mundo hispanoperuano 1532-1560, México, 1982, p. 207.
108
Cfr. Tít. I, n. 146. Ignoramos los motivos que, en la época, hacían pecaminoso
el retratar a la amada. Quizá la expresión sea un pudoroso eufemismo. Como
sea, “ en esos tiempos habría sido hasta pecado de Inquisición el imaginarse la
posibilidad de reproducir la semblanza humana hasta el infinito, con auxilio
de un rayo de luz solar” (PALMA, R., Tradiciones Peruanas, Madrid, 1964,
cap. “ De cómo se casaban los oidores” ; en adelante cit. como PALMA).
109
Tít. IV, n. 119; Tít. I, n. 177.

156
con mayores riquezas, con las que la misma mujer podrá sus-
tentarse mejor y más honrosamente. Igualmente, si el hombre
insiste en la venida de la mujer, anunciándole en cartas su bue-
na fortuna y remitiéndole lo necesario para el viaje. M ás aún si
le pide su beneplácito y se empeña en pedírselo con generosos
envíos de dinero.110

H asta ya muertas las mujeres siguen recabando gastos excesi-


vos o inútiles; como cuando aconseja “ que los cuerpos de los di-
funtos no se adornen con vestiduras demasiado costosas que ha-
brán de pudrirse en los sepulcros, sobre todo en el caso de las mu-
jeres. Suelen verse en esto fatuosísimas monstruosidades” .111
En el fondo subyace la convicción de la inferioridad de la mu-
jer. Una convicción a veces sólo sospechada, en expresiones apa-
rentemente indiferentes; hablando de fórmulas de juramento que
no son tales juramentos, afirma:
fórmulas semejantes de expresión, en las que no hay juramento
manifiesto; como cuando alguien dice: ‘Juro por mi padre’, o ‘por
mi madre’, o ‘por la vida de mi esposa’, o ‘de mis hijos’. Y, en
verdad, o pretenden que es un auténtico sacrilegio porque va
contra la religión, cosa que ya vimos que no puede sostenerse,
pues la esposa propiamente no es algo sagrado.112

Ciertamente la esposa no es algo sagrado, pero tampoco el pa-


dre o la madre, o los hijos; y llama la atención que haya concluido
precisamente en uno de los ejemplos femeninos por él citados. O
incluye a la mujer en el grupo de aquéllos a quienes se permiten
ignorancias: “ muchos doctores sostienen que la prescripción que
requiere título no queda impedida por ignorancia del derecho, en
aquellas personas en quienes se tolera tal error, como el menor, el
rústico, el soldado, la mujer y otros semejantes” .113
M ás claros resultan otros fragmentos. Como cuando afirma
“ que el hijo de padre español, y mucho más el de madre española,
no es absolutamente español, si también lo es de madre o padre
110
Tít. IV , n. 159.
111
ID., n. 34.
112
ID., n. 102.
113
Tít. V, n. 102.

157
indios, respectivamente” ; o deduce que si “ el hijo de indio y espa-
ñola se considera absolutamente indio; por lo tanto también ha de
considerarse español el nacido de padre español y madre india” .
O para justificar que las mujeres indias no han de pagar tributos,
lo hace por el argumento de que “ por ellas nuestros reyes adquie-
ren nuevos tributarios a los que las mujeres dan a luz” 114 .
Finalmente. Por más que Lohmann reconoce la influencia que
las esposas podrían tener en las decisiones de sus esposos oidores;
al menos cuando —como en casos que cita— el oidor se distin-
guía por “ la blandura de su genio y lo que le predomina su muger” ,
o ésta era una “ joven indiscreta y voluntariosa” o, más aún, “ una
harpía” ,115 he aquí las palabras de nuestro jesuita en una curiosa
justificación de su opinión, en orden a que las esposas de los fun-
cionarios públicos no se inmiscuyan en estas actividades de
gobierno:
respecto a la esposa... procure activamente que no se inmiscuya
en asuntos de gobierno, cosa que hemos visto que acabó total-
mente con muchos... Para que no piense alguno que la mujer
fue dada como ayuda, para que también tuviera parte en el go-
bierno del mundo, es muy oportuno hacer notar que lo refe-
rente al gobierno ya se daba antes de la formación de la mu-
jer... Si, pues, la mujer fue dada como ayuda, su participación
debe ser referida a la propagación y a la conveniencia de la vida
social, no al gobierno... Por tanto, y por más prudente que sea
la mujer, dedíquese al gobierno de la casa; si lo ejerce a cabali-
dad, considere que cumplió suficientemente su parte y que no
debe extender su jurisdicción fuera de su casa... Lo que no suce-
dería si la mujer, según fantasean muchos, pretendiera inmis-
cuirse en el gobierno extradoméstico.116

114
ID., nn. 244s.; Tít. I, n. 177.
115
LOHMANN, p. LIX.
116
Tít. III, n. 9.

158
Los M i ni stros de Justi ci a

Si en el Thesaurus A vendaño dedica un título a cada uno de los


estamentos del gobierno de las colonias, resultaba obvio que uno
de estos títulos estuviera consagrado a los oidores. Pero llamaba
la atención en su lectura la importancia que el autor otorgaba a
estos magistrados; a primera vista, al menos, aparecía como exce-
siva, tanto como para que afirmara que su función era “ la de más
importancia en la República” . 1 Una primera impresión corrobo-
rada por otras posiciones del autor, como la de conceder a los
oidores una representatividad regia aparentemente mayor que la
de los propios virreyes, y exigir para aquéllos unas cualidades que
no exigía para éstos, cualidades similares a las exigidas para los
miembros del Consejo de Indias; esto es, las mismas que para los
reyes.2
De ahí que buscáramos el motivo de esta preeminencia conce-
dida por el autor a estos magistrados. Que los superiores hubie-
ran delegado en ese cuarto estrato, constituyéndolo en baluarte de
la justicia;3 y que, como tales administradores de justicia, los
oidores fueran la representación misma del rey, parecían motivos
más válidos y hasta suficientes. Pero buscábamos un motivo que,
junto con la validación teórica, diera explicación también a nivel

1
Tít IV, n. 14.
2
ID., n. 1.
3
ID., n. 15.

[159] 159
de la práctica, a nivel de la vida misma de las colonias. Hasta que
dimos con ese motivo que, como no podía ser menos, estaba ahí,
demasiado obvio, y por obvio no resaltado por Avendaño. Y estaba,
como correspondía, muy al principio del título y, como correspon-
día a un autor religioso, enmarcado en su comentario a un pasaje
bíblico: “ el juez sabio juzgará a su pueblo y el gobierno del sensato
será firme; según el juez del pueblo, así son sus ministros” .4 Texto
que el jesuita piensa que “ a nadie aplicarás mejor que a los Católi-
cos reyes de España” , y que “ muestra admirablemente cómo puede
conservarse lo que ha sido adquirido” ; y cómo “ crecerá o se exten-
derá su principado y florecerá por largo tiempo” .5
En efecto, para el momento en que escribe A vendaño, habían
quedado atrás las discusiones tenidas en el siglo anterior sobre si
España debía o no conservar las colonias. A nte la opción tomada
de conservarlas, A vendaño ve en los oidores la clave fundamen-
tal para esa conservación. Ésta, para el autor, dependería funda-
mentalmente de cómo fueran y se comportaran esos oidores. Por-
que —y es una idea reiterativa en nuestro autor— el tener en sus
manos la administración ordinaria de la justicia hacía de estos ofi-
ciales reales elementos fundamentales de la administración de las
colonias. También Solórzano Pereyra consideraba las audiencias
el alma de la República.6
Ya se vio cómo la audiencia surgió como el momento en que
el rey entraba en contacto directo con su pueblo para realizar la
principal actividad regia, la administración de justicia; y cómo
muy pronto esta actividad quedó encomendada a los oidores. Sien-
do así, éstos —que desempeñan esta actividad principal del rey—
se constituyen en sus principales representantes. M ás aún en In-
dias, en donde la posibilidad de una presencia física del rey era
muchísimo más remota que en cualquiera de las ciudades de la
metrópoli.
Dada esa importancia, A vendaño comienza el título con unas
consideraciones sobre las cualidades morales y humanas que de-
4
Eccli 10, 1 y ss.
5
Tít. IV, n. 1.
6
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. III, n. 8.

160
bían reunir los oidores. Éstas están resumidas en la primera frase
del capítulo: “ A los oidores de Indias ha de aplicarse prácticamen-
te lo mismo que se discutió en el Título II acerca de los Señores del
Consejo Supremo. Excepto que aquéllos deben aspirar activa y di-
ligentemente a algo más en lo que respecta a la excelencia de cos-
tumbres y ejemplo de vida” .7 Y de los consejeros afirma a su vez
que “ dicho en el Título precedente sobre las obligaciones de los
reyes Católicos se aplica, en su mayor parte, al Real Consejo de
Indias” .8 En definitiva, las cualidades de los oidores deberían ser
copia de las que adornaban a los reyes, de quienes eran represen-
tantes. Y, en definitiva también, la responsabilidad de la con-
servación de las colonias descansaba sobre los hombros de los
oidores.
La lejanía del Consejo de Indias hubo de ampliar las funcio-
nes de las audiencias de las colonias hasta hacer de ellas, en la
práctica, algo así como un Consejo de Indias en Indias. En efecto,
además de conocer las causas civiles y criminales,9 eran tribunal
de apelación,10 con facultad para avocar a ellas algunas causas;11
tenían encomendado el gobierno en caso de enfermedad o muerte
del Virrey,12 en cuyo caso el oidor más antiguo fungía de presi-
dente; y un oidor debería estar siempre por turno en visita.13 Se
encargaban también de la fiscalización de bienes de difuntos, Tri-
bunal de Cruzada, asuntos concernientes al patronato, regalías14
y casos de usurpación de la jurisdicción real.15
Es lógico, por lo tanto, que A vendaño se apresure, ya desde el
prólogo del Título IV, a perfilar la peculiar figura del cargo de oidor

7
Tít. IV, n. 1.
8
Tít. II, n. 1.
9
Ordenanzas de las Audiencias de Indias, 1563: ENCINAS II, p. 4.
10
Carta del rey a la Audiencia de México, de 1552: ID., I, pp. 240-241.
11
Cédula del 19-3-1570, a la Audiencia de Santo Domingo: ID., II, p. 16.
12
Cédulas de 1-10-1568 a la Audiencia de Quito; de 19-3-1550 a las Audien-
cias de Perú y Nueva España; a la Audiencia de Lima, misma fecha; ID., I,
pp. 247, 252 y ss.
13
Ordenanza de las Audiencias de Indias, 1563: ID., II, pp. 115 y ss.
14
Cédula general, 1-6-1574: ID., I, pp. 83 y ss.
15
Cédula a la Audiencia de Santo Domingo, 13-2-1559: ID., II, p. 31.

161
y a dejarla en buen lugar, al menos a nivel teórico; saliendo al paso
de las maledicencias a que —a nivel práctico— daba lugar la ac-
tuación de no pocos oidores que o no reunían las cualidades re-
queridas, o no cumplían debidamente con sus obligaciones. Ello
originó un cierto desprestigio social de estos magistrados, tanto
como para que el jesuita considerara este oficio poco envidiable;
no sólo por el especial régimen de vida que se exigía a los oidores
(“ obligaciones ni pocas ni triviales” ); también —y casi como con-
secuencia de ello— porque el jesuita llegaba a considerar el cargo
como un obstáculo para la salvación de quien lo ejercía.16
Si nuestro autor descubría tal obstáculo, lo hacía sin duda ob-
servando la conducta de oidores de su entorno. Y si esta conducta
los llegó a hacer despreciables, hubo de ser también la que orientó
a A vendaño al momento de enumerar las cualidades que debían
reunir estos magistrados y de seleccionar —de las muchas pres-
critas— las obligaciones inherentes a su cargo. Unas y otras fue-
ron sobre las que nuestro moralista sentía más necesidad de lla-
mar la atención a la conciencia de los oidores por considerar que
eran las más frecuentemente violadas.
Por encima de la sospecha inicial que pueda surgir sobre ello
en el lector, hay pasajes del texto que lo sugieren con suficiente
claridad. N o sólo porque señalar las virtudes que han de tener le
sirve para que vaya haciendo discretamente un catálogo de los prin-
cipales vicios que descubre en los oidores y que justificaban la opi-
nión común poco favorable y el desdén con que se les veía. La de-
nuncia es a veces explícita, como la de la ambición de los oidores,
a lo que llama nada menos que “ vicio peculiar” de los tales.17 La
mayoría de las veces la denuncia no es general, sino que viene
motivada precisamente por hechos que evidencian violación de
prohibiciones u obligaciones; o por disposiciones regias dirigidas
a eliminar abusos detectados.18

16
Tít. IV, nn. 0, 6.
17
ID., n. 7.
18
Véase, p. ej., el comienzo de ID., nn. 109 y 33.

162
Cual i dades

“ N i para gobernar ninguna otra provincia ni para solventar nin-


gún otro asunto se necesita mayor sabiduría, integridad y piedad” ,
había expresado A costa, refiriéndose a las Indias.19 Y sabiduría y
probidad exige también para los oidores A vendaño quien consi-
dera que, como representan en Indias la justicia del propio rey,
“ deben brillar con especial nobleza de conducta” ,20 si no quieren
poner en jaque la majestad del rey y de la justicia. Les exige por
ello una primera cualidad, más importante —según él— en el oidor
de Indias que en el de “ otras regiones de menos riesgo” : la probi-
dad;21 esto es, integridad y honradez.
A sí estaba previsto por la Corona: “ busquen siempre para mi-
nistros de justicia tales personas, y de tanta virtud y ciencia, y ex-
periencia...” .22 De no ser así, peligraría lo que para nuestro autor
es “ asunto el más importante de todos” 23 y que justificaba la pre-
sencia de España en A mérica: el confirmar y difundir la fe cristia-
na. Porque ¿qué estima del evangelio podrían tener los indios, cuya
fe incipiente había que confirmar, si estando al servicio de un oidor
comprobaran que su actuar no se correspondía con lo que decían
ser? “ Las mentes de los indios —decía tiempo atrás el también je-
suita A costa— aún débiles y rudas, no saben juzgar de los cristia-
nos y del mismo Cristo sino por lo que ven en los nuestros, sobre
todo en los principales y que gozan de máxima autoridad” .24
A vendaño prefiere ilustrar estas palabras con una experiencia de
aquel momento de la vida peruana (“ cuando escribo esto” ), y que
constituye la única vez —hasta aquí, al comienzo de este Título
IV— en que menciona en el Thesaurus el tema de la conversión de
los negros: refiere el caso de uno de ellos que rechazaba el bautis-
mo porque “ podía salvarse en cualquiera que fuera su religión;

19
ACOSTA, Procuranda pp. 410-411.
20
Tít. IV, nn. 4, 1.
21
ID., n. 2.
22
Ordenanza de 1571: ENCINAS, I, p. 11.
23
Tít. IV , n. 2.
24
ACOSTA, Procuranda, III, c. 4, n. 6, pp. 410-411.

163
puesto que quienes argumentaban la necesidad de la nueva reli-
gión y observancia de la nueva ley demostraban con sus obras que
no era cierto lo que decían” .25
Para nuestro autor esta primera cualidad habría de tenerse muy
en cuenta al momento de la elección de los oidores. H aciéndose
de nuevo eco de A costa, quien pensaba que “ es de suma impor-
tancia procurar que los ministros y magistrados que se mandan
para gobernar a los indios sean escogidos entre los mejores cris-
tianos” y que “ todo estado y todo gobernante deben tener el máxi-
mo de cuidado en confiar los cargos y los poderes públicos a los
ciudadanos mejores y más capacitados” ,26 A vendaño arremete sin
ambages:
para que no suceda con los Jueces —se queja, en una nueva alu-
sión a la realidad peruana— lo que experimentamos en las mer-
cancías traídas de Europa. Pues en cuestión de seda, paños, lien-
zos y similares se nos envían los que se consiguen peores, con
roturas o manchas, mezcladas con otros para ocultar los defec-
tos. Con ello los europeos parecen opinar que para Indias cual-
quier cosa es buena.27

Una práctica que no debía ser muy infrecuente, incluso a otros


niveles. En el informe que se levantó sobre el controversial y tam-
bién jesuita P. Luis López, el notario incluía la acusación de que
éste se quejaba —entre otras cosas— porque el rey “ no proveía obis-
pos tales, ni de clérigos sino el deshecho (sic) de España” .28
La piedra de toque para juzgar sobre la idoneidad de los can-
didatos a oidor es para A vendaño su ambición; no precisamente
la de quienes, juzgándose capaces, solicitaban el cargo,29 sino la
de aquellos que, aprovechando o no la eventual insuficiencia de
las arcas de la Corona, llegaban a ofrecer un dinero por la desig-
25
Tít. IV , n. 2.
26
ACOSTA, Procuranda, III, c. 4, n. 1, pp. 402-403 y n. 3, pp. 404-405.
27
Tít. IV, n. 3.
28
Cfr. “ Hechos por el Maestro Luis López, de la Compañía del Nombre de
Jesús, en deservicio de S. M. y del Gobierno y Audiencias” , en ACOSTA,
Procuranda, Apéndice V, p. 654.
29
Tít. IV, n. 3. Así piensa también SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IV, n. 8.

164
nación. El que compra un oficio, vende la justicia, y donde hay
avaricia no hay justicia, podría añadir Solórzano.30
En efecto, a pesar de las sensatas disposiciones de años atrás,
(“ ... que en la provisión dellos no consientan, ni permitan que in-
tervenga ningún género de precio, ni interés, por vía de negocia-
ción, venta, ni ruego, directa, ni indirectamente...” ),31 durante los
tres últimos cuartos del siglo XVII la escasez de recursos de la Co-
rona la obligó a la venta de ciertos cargos. Sobre todo la de aque-
llos, como los de escribano, que en su ejercicio permitían el cobro
de honorarios. También, aunque en menor número, los cargos que,
siendo meramente honoríficos, permitían algún control y manipu-
lación, como el de los regidores, que manejaban información útil
para los negocios y que les permitía a ellos mismos buenas utili-
dades negociando con ella. Y, en menor escala, a partir de 1633,
época de A vendaño, los cargos por los que el rey pagaba un suel-
do, como el de los jueces.32 No obstante estas ventas no constituían
ninguna novedad. Ya en el siglo anterior encontramos cédulas que
normaban la venta del oficio de escribano y de A lférez M ayor en
N ueva España, y de A lférez M ayor y A lguacil M ayor en la pro-
vincia de Cartagena.33
En menor escala, decimos, las magistraturas de justicia, pues
además de verse este caso como más grave, por estar en juego asun-
to tan delicado como la administración de justicia, no faltaron va-
rones prudentes que se opusieran a este procedimiento, como Cris-
tóbal M oscoso, miembro del Consejo de Indias, en su D iscurso so-
bre si es lícito a los reyes vender los oficios de la A dministración de Jus-
ticia;34 y el propio Solórzano, quien comenta que los que así com-
pran sus cargos frecuentemente procuran sacar después en su ejer-
cicio lo que desembolsaron y cien veces más.35 De todos modos,
siempre quedaba el subterfugio de no “ comprar” el puesto, sino
30
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IV, nn. 7, 11.
31
Ordenanza de 1571: ENCINAS, I, p. 11.
32
PÉREZ HERRERO, P., América Latina y el Colonialismo Europeo. Siglos
XVI-XVIII, Madrid, 1992, pp. 101-102.
33
Memorial de 1557, ENCINAS I, p. 278; Cédula de 1591, ID. I, p. 279.
34
Madrid, Biblioteca de Palacio, ms. 2843, fls. 32-53.
35
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IV, nn. 7 y ss.

165
obtenerlo por el llamado “ servicio” al rey, que no era otra cosa sino
un “ donativo gracioso” a la Corona en agradecimiento a la conce-
sión del cargo. Entonces como hoy los eufemismos pecuniarios
abundaban. Era el mismo procedimiento que se utilizó con la fi-
nalidad de obtener dispensa de algunos impedimentos y con el
que, según frase no poco maliciosa de A vendaño, se desvanecían
los inconvenientes, a su parecer exagerados por las leyes.36
Gracioso subterfugio y procedimiento para obtener esas gra-
cias reales, producto de la casi endémica escasez de recursos de
la Corona, que recurre a la venta de títulos nobiliarios y cargos
públicos; por más que, en un principio, estuviera limitada a los
llamados “ oficios de pluma” , los de las distintas clases de escri-
bano. Ya en 1557 conseguimos instrucciones sobre ello;37 cada vez
más laxas, permitiendo su transmisión al heredero, mediante pago
del tercio del precio al rey;38 hasta llegar a la cédula del 14 de di-
ciembre de 1606 por la que el cargo comprado podía volverse a
vender mediante el pago al rey de la mitad de la venta, la primera
vez, y un tercio en ocasiones sucesivas.
En pleno siglo XVIII, oficios como los de Presidente, Capitán Ge-
neral y Gobernador del N uevo Reino, fueron conseguidos por
D. Francisco M eneses y D. Baltasar Carlos de Duero, mediante
donativos de cuatro mil pesos hecho por el primero, y de diez y
seis mil pesos, hecho por el segundo. A . D. Juan de Coton, guar-
da Damas de la Reina, se le concedió por Real Cédula de 16 de
marzo de 1743, el título de Gobernador del Chocó, por cinco años,
en atención a sus méritos y por el servicio pecuniario que hizo
de ocho mil pesos de a quince reales cada uno.39

Solórzano Pereyra es abiertamente opuesto a estas ventas, al


menos en lo que concierne a las Indias. Piensa que “ de estas com-
pras resulta la destrucción y asolamiento de las ciudades... los que

36
Tít. IV, n. 129.
37
Memorial a las Audiencias, 1557: ENCINAS, I, pp. 278-279; cfr. Cédula de
1591 al Gobernador de Cartagena: ID., pp. 279-280.
38
Cédula de 13-11-1581 a Martín Enrique, Virrey del Perú: ID., I, pp. 280 y ss.
39
OTS, Estado p. 47.

166
las hacen, no sólo sacan tres, sino diez veces más de la costa a los
pobres vasallos” . Por ello, ha de procurarse
con gran cuidado que no los pretendan ni consigan por dinero,
dádivas ni otros medios ilícitos, porque esto fue siempre no sólo
dañoso, sino mortal a las repúblicas... los magistrados y potesta-
des sólo se han de comprar con el precio de la virtud... pocas
veces o nunca acontece que uno deje de vender el oficio que pri-
mero compró, y que en llegando adonde le ha de ejercer, no pro-
cure sacar de él con usuras más que centésimas lo que adelantó
para conseguirle.40

Sin embargo,
no por lo que se ha dicho son dignos de reprender ni desechar
los que sintiendo en sí partes y letras para merecer y servir estos
cargos, tratan de pretenderlos y de darse a conocer para conse-
guirlos, buscando para ello algunos honestos favores y medios...;
lo que noto y reprendo es la torpe entrada y ambición venal de
tales oficios que... les está siempre forzando a pensar de dónde
sacarán lo que desembolsaron.41

En esa misma línea el único precio apropiado para adquirir


estos cargos son también para A vendaño las señaladas sabiduría
y probidad; “ quien se apoya en el favor del dinero muestra sufi-
cientemente que aquéllas no le recomiendan” . Como ejemplo de
conducta que hay que seguir, Avendaño alega la del oidor de Quito
Luis Quiñones, quien prefirió repartir sus bienes entre los indi-
gentes de M adrid, resultando luego éstos los mejores pregoneros
de la probidad del candidato.42 Quien para demostrar su idonei-
dad se apoya en la venalidad manifiesta a las claras que no pue-
de aprontar el único precio apropiado, sabiduría y probidad. Este
tal es para A vendaño, literalmente, un monstruo. Y alega un texto
de Isidoro Pelusiota,43 según el cual hasta los bárbaros condenan
40
SOLÓRZANO, Política, L. VI, c. XIII, n. 3; y L. V, c. IV, n. 7.
41
ID., L. V, c. IV, n. 8 y ss.
42
Tít. IV, nn. 3 y ss.
43
Nacido en Alejandría o Pelusio en la primera mitad del siglo V, y monje en esta
ciudad; en un estilo elegante, escribió unas dos mil cartas contra el
nestorianismo, hoy distribuidas en cinco libros. Pelusio, Pelusa o Pelusia,

167
a quien pretende comprar un puesto para gobernar “ aunque sólo
sea a los Capadocios” (!). Y otro más de Claudiano: “ La autori-
dad sólo se compra con la virtud” .44
Con la virtud, añade nuestro autor, acompañada de la sabidu-
ría porque “ donde no resplandece la luz de la sabiduría, no cabe
esperar justicia” (¿sutil acusación de incapacidad mental por parte
de A vendaño hacia ciertos oidores?). Por más que se suponía que
los oidores cumplían el requisito de sus estudios en leyes,
(mandamos que ningún letrado pueda haber ni haya oficio ni
cargo de justicia, ni pesquisidor ni relator en el nuestro Consejo,
ni en las nuestras audiencias, ni chancillerías..., si no constare por
fe de los notarios de los estudios haber estudiado en los estudios
de cualquier universidad... estudiando derecho canónico o civil,
a lo menos por espacio de diez años45 )

insiste —ya sin sutilezas— en que “ no les excusa ni la igno-


rancia, ni la altura de su estado” ; y no es suficiente que para ob-
viar su ignorancia se rodeen de buenos abogados; ello sería pro-
ceder, al modo de los ciegos, con ojos ajenos.46
Junto al requisito de la sabiduría, como parte de ella quizá,
Solórzano requería la experiencia.47 N uestro autor no alude a ella
aquí. Se nos tachará de maliciosos; pero, en base a otro pasaje del
título, sospechamos que su propia experiencia de Lima le hacía
ser cauto en el tema. N o fuera que, por aquello de “ aetate rectius
sapimus” ,48 se le pasara la mano al Consejo de Indias, como se le
pasó en la elección de aquel A lcalde del Crimen enviado a Lima:
“ ... pues se eligen hombres ya inútiles por su ancianidad o impe-
didos por enfermedades incurables. A l presente, en esta A udien-
cia de Lima, uno de éstos está totalmente ciego; aunque tuviera
buena vista, en modo alguno sería idóneo a causa de otros impe-

hoy Tineh, situada en la desembocadura del Nilo, fue también cuna del geógrafo
Tolomeo.
44
CLAUDIANO, Panegyricus de tertio consulatu Honorii Augusti , 188.
45
Ley 2, lib. 3, tít. 9 de los Alcaldes Ordinarios, 1566: ENCINAS III, pp. 9-10.
46
Tít. IV, n. 4, 16.
47
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IV, n. 3.
48
“ Con la edad nos volvemos más sabios” : TERENCIO, Adelphi , 832.

168
dimentos de los dichos con los que llegó” . Si tenemos en cuenta
que A vendaño comenzó a escribir el Thesaurus a los sesenta y tres
años de edad 49 y que estas consideraciones las hace ya finalizan-
do el Título IV, podremos hacernos idea de la edad del alcalde a
quien nuestro autor considera demasiado anciano para ponerlo a
trabajar. “ H ónrese a los ancianos —continúa el jesuita— pero sin
deshonor de los cargos; y a quienes son más aptos para el ocio
que para el negocio, asígneseles lo adecuado a sus fuerzas” .50
Establecida la “ conditio sine qua non” de los oidores, probi-
dad y sabiduría, A vendaño continúa exigiéndoles, en primer lu-
gar, castidad.51 Una cualidad de la que no se adivina fácilmente
cuál pueda ser su relación con la administración de justicia, por
más que nuestro autor alegue de seguido la frase de San M áximo:
“ sólo un hombre púdico puede ser juez en causa de castidad” . De
no ser, simplemente, que el jesuita no quiera que los oidores, que
debieran ser “ venerandi” , se conviertan en “ venerarii” .
Para resolver nuestras dudas el jesuita apela al caso bíblico
de la casta Susana, sorprendida por los dos ancianos jueces licen-
ciosos mientras se bañaba en su jardín.52 La tradición filosófica
había colocado a la admiración como origen de toda Filosofía53 y
a ésta como una búsqueda de la verdad y la sabiduría. Pero estos
sabios jueces no admiraban precisamente en Susana su verdad, y
ni siquiera su belleza —proporción y armonía—, equivalente esté-
tico de la verdad. Su filosófica admiración parecía movida sólo por
la extraña coincidencia “ sui generis” de materia y formas. M ovi-
dos por su concupiscencia, los ancianos fueron incapaces de juz-
gar con imparcialidad. “ Perdieron la cabeza —reza el texto bíbli-
co54— olvidando sus justos juicios” .
Pero A vendaño saca aún otra consecuencia de la concupiscen-
cia: “ he aquí —sentencia— la estirpe de lujuria, la injusticia hipó-
49
Cfr. MUÑOZ GARCÍA, Thesaurus, p. 14.
50
Tít. IV, n. 162.
51
ID., n. 5.
52
Dan. 13.
53
Cfr., p. ej., ARISTÓTELES, Metaphysica, I, 2, 982b 12; PLATÓN, Teeteto
155 D.
54
Dan. 13, 9.

169
crita, que ni teme a Dios ni respeta a los hombres” . Injusticia hi-
pócrita: esto es, la doblez o hipocresía, vicio del que adolecían cla-
ramente los ancianos del pasaje bíblico; vicio que hacía rechazar
a algunos el bautismo, asunto éste el más importante de la Colo-
nia;55 y vicio del que indudablemente A vendaño desea ver libres a
los oidores, para que puedan ser temerosos de Dios y respetuosos
de los hombres. En una palabra: para que puedan ser justos y no
siguieran repitiéndose casos como los ya citados de los García de
la Plata y su gentil N egreiros, M anuel de Castro y Padilla,56 Blas
Torres A ltamirano,57 el otro oidor mujeriego enviado por ello a Es-
paña por el virrey 58 o los noctámbulos merodeadores limeños. Éste
parece ser el verdadero motivo que inclinó al jesuita a incluir la
castidad como virtud necesaria a los oidores: oponerse a la vida
demasiado cortesana, impropia de estos hombres de Corte.
A la castidad ha de acompañar en los oidores la modestia.59
Si anteriormente había señalado que la opinión común no solía
serles muy favorable,60 ahora insiste en que el orgullo y la jactan-
55
Tít. IV, n. 2.
56
Su segundo matrimonio en 1616, con Ana María Isazaga Zárate causó revuelo
en Lima. Previamente, para tratar de evitar la prohibición que tenían los
oidores de casarse con oriundas de la provincia de su Audiencia, el virrey
Montesclaros había destinado en 1614 al padre de la novia como Corregidor
a Paria. En tal situación se preparó la boda, en la que actuó de padrino el
propio virrey. Pero al año siguiente éste es sustituido por el Príncipe de
Esquilache quien, poniendo de manifiesto el impedimento legal para el
matrimonio, abre expediente al oidor y lo suspende del cargo en 1616. El
propio Solórzano Pereyra, compañero de Audiencia de Castro, alude al hecho
(cfr. Política, L. V, c. IX, n. 25. Sobre Castro y Padilla cfr. también MOREYRA
PAZ, M., Biografías de oidores del siglo XVII, Lima, 1957, pp. 65-79; ID.,
Oidores, p. 100; LOHMANN Ministros, pp. 162 y ss.
57
De Blas Torres Altamirano, “ Federico González Suárez... nos retrata la
fisonomía moral de sus años mozos diciendo que era hombre de carácter
inquieto y de pasiones sin morigeración. Enseguida pasa a recordar los
escándalos de su vida privada, sonadísimos y que, en razón de su visibilidad
de magistrado, llegaron a hacerse intolerables. Puntualiza los amores tortuosos
que tenía con una matrona casada y los bebedizos que hizo tomar al marido” :
MOREYRA, Oidores, pp. 118-132, quien en p. 119 cita a GONZÁLEZ
SUÁREZ, F., Historia de la República del Ecuador , Quito, 1893.
58
Tít. IV, n. 2.
59
ID., n. 6.
60
ID., n. 0.

170
cia —en lo que “ suelen errar en exceso” — los hace aún “ más” des-
preciables y objetos de desdén, llegando esto a veces a provocar
tumultos sociales. Por alto que sea el cargo que ocupan, sepan que
podrán encumbrarse siempre más por el camino de la humildad.
El consejo de Cristo “ aprended de mí que soy manso y humilde” 61
no fue dirigido solamente —dice A vendaño— a monjes y eremi-
tas. Siendo Él juez de vivos y muertos, los jueces deben aprender
de Él mansedumbre y humildad.
Echando mano de nuevo a la Biblia, A vendaño juega con los
significados de los nombres bíblicos, Tartán y Azoto. Más que como
“ copero mayor” , el jesuita argumenta con la significación que San
Jerónimo da de “ Tartán” , nombre con que se designaba entre los
asirios al oficial de mayor rango tras el rey. Este dignatario mayor
es quien, en 711 a. C. y por órdenes del rey asirio Sargón II, sitió y
saqueó la ciudad filistea de A zoto, la ciudad —según la significa-
ción del mismo San Jerónimo— del “ fuego de libertinaje” . De ahí
concluye que quienes, como los oidores, ocupan los puestos de
mayor rango deben vencer todo fuego y esclavitud de libertinaje y
concupiscencia. Si antes relacionó la lujuria con la injusticia, aho-
ra lo hace con la soberbia.62
Finalmente, los jueces han de estar libres de lo que el autor con-
sidera nada menos que vicio peculiar de los oidores de Indias y que
mata toda garantía de justicia: la ambición de oro y plata.63 La Co-
rona lo había previsto prohibiéndoles aceptar siquiera “ poderes de
partes para negocios, ni para cobranzas de haciendas” ; incluso no
dejarse “ acompañar de las personas que traten pleitos en esa au-
diencia, ni deis lugar a que acompañen vuestras mujeres” .64
Para fustigar esta ambición A vendaño recurre de nuevo a un
pasaje de la Escritura: “ ¡A y de la corona soberbia, borrachos de
Efraím, y de la flor marchita de su esplendoroso ornato!” .65 “ ¡A y

61
Mat. 11, 29.
62
Cfr. Is. 20, 1; SOLÓRZANO, Política, L. V, c. 8.
63
Tít. IV, n. 7.
64
Cédula de 17-7-1562 al Virrey de Perú Francisco de Toledo: ENCINAS I,
p. 360. Y Cédula de 28-2-1580 a la Audiencia de Panamá: ID. I, p. 361.
65
Is. 28, 1.

171
de la corona soberbia!” , esto es, ay de los principales, de la flor y
nata de Efraím, de quienes, por estar encumbrados en los altos car-
gos, hacen sus vicios más manifiestos a los demás. Y, aunque la
V ulgata reprocha la embriaguez de soberbia, A vendaño recurre a
la versión de Los Setenta que, en vez de “ borrachos” , trae “ merce-
narios” de Efraím;66 esto es, los jornaleros, los que sólo se mueven
por dinero. N o otra cosa puede esperarse de tales jueces, borra-
chos con el vino de la avaricia, sino la violación de la justicia. Re-
sultan como Judas, también efraimita, borracho no de vino, sino
de avaricia. A él siguen los jueces cuando, “ ebrios por el vino de
la avaricia y el insano veneno de las víboras” , traicionan a los po-
bres, obrando injusticias con ellos. Venenoso vino que, según
A vendaño, emborrachaba a los muy poderosos señores, en quie-
nes se mezclaba “ la acostumbrada bajeza de avaricia” .67
A l respecto, y por más que se refiera a oidores del siglo XVIII,
cabe pensar que en los días de A vendaño se dieron hechos como
los que recoge Lohmann Villena. Citaremos solamente un par de
ellos y su comentario:
Los togados de la A udiencia de Lima “ ... mal avenidos con la ve-
neración del recato, se han entregado a un total desenfreno, que
no es aquel común que tienen todos los Jueces del mundo por-
que son hombres, sino por uno muy particular que los constitu-
ye fieras, porque en este país, adonde todo es abundancia de oro
y plata, unida la ambición con el poder y mutuados a un dicta-
men oidores y Virreyes, es lo mismo que unirse los lobos y los
canes a devorar un rebaño” . Los magistrados, sobre todo a par-
tir de 1700, se habían aplicado cada vez con mayor descaro a que-
haceres mercantiles, a la administración de predios rústicos, al
manejo de caudales, en suma, a actividades completamente reñi-
das con su ministerio.

Y este otro: “ Bravo del Ribero y don José de Tagle ‘se tragaron’
120.000 pesos de la Caja de Bienes de Difuntos” .68

66
“ Misthotoì” (vv. 1 y 3), “ methýontes” (v. 1).
67
Tít. IV, n. 67.
68
LOHMANN, Ministros, p. LXXXVI, citando a MONTERO, V., Estado Político
del Reyno del Perú, Madrid, 1747; y p. LXXX, citando a AGI, Lima, 639.

172
Tras enumerar las cualidades que opina imprescindibles en
los oidores, A vendaño pasa a enumerar algunas de las obligacio-
nes inherentes a su cargo. La Corona había ido estableciendo para
los oidores un código de conducta compuesto —al decir de nues-
tro autor— por obligaciones que no eran “ ni pocas, ni triviales” ;69
y que requería de los oidores una vida ejemplar, de muy exigente
cumplimiento; demasiado exigente, al parecer tanto como para que
Lohmann Villena se vea obligado a opinar:
En las Indias era una proeza prácticamente inasequible reunir to-
dos los requisitos exigidos por la legislación... Las pautas eran
tan dr aconi anas que de hecho conv er tían a l as mi smas en
nugatorias. Solamente si hubiesen sido cuerpos gloriosos los des-
tinatarios de tan rigurosos mandatos, hubiera estado a su alcan-
ce el cumplirlos al pie de la letra.70

La lista de esas obligaciones sería larga. N uestro autor, repeti-


mos, se refiere sólo a algunas de ellas. N o todas; sólo aquellas que
en su entorno veía más frecuentemente violadas —como el caso
de los oidores que no consideraron suficientemente honorífico el
saludo de un predicador en su sermón, por lo que le impusieron
una satisfacción pecuniaria—,71 o que nuevas disposiciones regias
venían a urgir su cumplimiento —como el rescripto regio que inti-
maba a las A udiencias a estar alerta sobre ciertos abusos de los
párrocos al cobrar los derechos funerales, matrimoniales y otros—.72
N os detendremos en algunas de ellas.

Obl i gaci ones: “ N o aceptar dádi vas ni presentes”

Si es verdadera nuestra suposición de que A vendaño eligió refe-


rirse a las obligaciones que los oidores más violaban, habremos
de concluir que los cohechos estaban en Lima a la orden del día
pues la primera de tales obligaciones que estudia es precisamente
la de no aceptar dádivas ni presentes. Si nuestra suposición no es
69
Tít. IV, n. 0.
70
LOHMANN, Ministros, p. XXI.
71
Tít. IV, n. 109.
72
ID., n. 33

173
verdadera será porque la ambición, tema con el que terminaba el
capítulo de las cualidades del oidor, le da paso a iniciar el Capí-
tulo II del Título IV con esta obligación.73 Ya había tratado el tema
en el Título III.74 En verdad se trataba entonces de las obligaciones
de los virreyes; y comenzaba advirtiendo que era una obligación
que afectaba de modo especial a los virreyes de Indias, más que a
los otros, porque en ellas “ la abundancia puede ser mayor y el va-
lor de los regalos superior” .75 A hora, con los oidores la obligación
se acentúa porque en opinión del autor éstos habían de ser mode-
los de vida, mejores aún que los mismos Consejeros de Indias.76
La prohibición estaba recogida en varias disposiciones reales, de
las que A vendaño se refiere a la siguiente: “ no pueden recibir por
sí ni por interposita persona presente, ni dádiva alguna de cual-
quier valor que sea, ni cosas de comer, ni beber, de concejo, univer-
sidad, ni de persona alguna que tratare o verosímilmente se espe-
ra que tratará pleito ante ellos” .77
A pesar de ello, resultó ser una obligación que, según A ven-
daño, se convirtió en el escollo con el que a menudo chocaron las
naves de los oidores. Una sutil alusión a la verdadera finalidad
de muchos de estos regalos; sutil alusión, por medio del muy bien
logrado juego de palabras: se trata de un escollo que puede cho-
car con la “ tabula” , la metafórica nave de la conciencia de los
oidores; y “ tabula” , su propio libro de contabilidad personal. De
nuevo, la imparcialidad de la justicia está también en juego. Tan
en juego, como para que Lohmann Villena, de nuevo, comente:
“ Los cohechos se consumaban sin embozo, y la justicia se vendía
al mejor postor” .78
73
Esta obligación, como otras, lo era también de otros funcionarios como, p. ej.,
los Oficiales de Hacienda (“ en esto corren con igual suerte que los oidores” :
Tít. V, n. 3) y de otros cargos. Y obligación en la que Avendaño insiste
también para éstos, tanto como para que sospechemos que era una de las
frecuentemente violadas.
74
Tít. III, cap. 4, nn. 22-42.
75
ID., n. 21b.
76
Tít. IV , n. 2.
77
La citada por Avendaño, Recopilación, de 1567.
78
LOHMANN, Ministros, p. LXXXVII; cfr. Tít. IV , n. 8.

174
A v endaño hace al gunas consi der aci ones acer ca de esta
prohibición. M uy similares, por cierto, a las que hacía en el Título
III sobre la misma prohibición, que afectaba también a los virre-
yes, consideraciones a las que remite en repetidas ocasiones. De
ellas parece desprenderse que el motivo principal del desprecio y
desdén social que se ha señalado hacia los oidores estuvieran mo-
tivados fundamentalmente por su proclividad a recibir regalos de
los ciudadanos:
nadie se mueve tanto a piedad con ellos como para inclinarse a dar
por generosidad; más bien tienen por odiosos a aquellos de quie-
nes la sola justicia o piedad no bastan para sacar algo de provecho.79

Pero, mientras en ese mismo Título III había dejado sentado


algo que parece muy aceptable, en el sentido de que “ los regalos
hechos por consanguíneos o por otros, bajo concepto de amistad,
y que se harían incluso si aquéllos a quienes se hacen no estuvie-
sen constituidos en dignidad, están libres de pecado mortal” ,80
ahora, en este Título IV el probabilismo del autor le lleva a com-
pensar su reciente exceso rigorista, con concesiones que no todo
moralista estaría muy dispuesto a aceptar. N o tendrían inconve-
niente en conceder la licitud de los regalos hechos a los oidores
en razón de amistad. Pero quizá no estuvieran tan de acuerdo con
la afirmación del jesuita de que tal donación sería
lícita aun cuando la amistad haya surgido en razón del cargo y
su ejercicio. Por ejemplo, alguien que salió airoso en algún pro-
ceso, y habiendo experimentado en éste la benevolencia del oidor,
se esforzó en corresponderle con deferencias, de donde surgió
una especial amistad, no ya fundada en atención al beneficio en
que tuvo origen —o más bien ocasión—, sino en la mutua incli-
nación y afecto, a los que los jueces no deben estar cerrados.
Cuando es así, serán lícitos los regalos, al igual que lo será insti-
tuir en heredero al juez.81

N o es la única concesión de A vendaño. Independientemente


de la obligación de los oidores de no aceptar regalos había esta-
79
Tít. III, n. 27.
80
ID., n. 31.
81
Tít. IV, n. 12.

175
blecido también en el Título III que los religiosos no pueden hacer
regalos “ preciosos” (oro, plata, etc.) a los virreyes, ni por gratitud,
ni por ningún otro título, pues ello iría contra la edificación espi-
ritual del prójimo, produciendo más bien escándalo.82 A l aplicar-
lo ahora a los oidores quiere precisar que, por el contrario, son lí-
citos los regalos mesurados y de acuerdo con la pobreza del esta-
do religioso. (A simismo, aceptaba donaciones a los virreyes y
oidores por parte de los obispos.83) Tampoco hasta ahí habría ob-
jeciones mayores. El problema surge cuando el jesuita pasa a jus-
tificar estos regalos.
Ya en otras ocasiones A vendaño había dado pruebas de un
excesivo angelismo al calificar a los religiosos, en contraposición
a los laicos que casi siempre le parecían actuar con aviesas inten-
ciones. Por eso aquí el motivo de esta última afirmación le parece
claro: en los religiosos “ no puede sospecharse como en otros al-
guna siniestra intención que les mueva a la dádiva; con lo que el
motivo de la norma cesa” .84 A demás, si los oidores pueden recibir
regalos de los amigos, ¿quién más amigo que los religiosos, que sí
se esfuerzan por cumplir el mandato de Cristo sobre la amistad?
A ellos, refugio de la verdadera amistad, acuden los laicos a tran-
quilizar su conciencia y recibir parecer equilibrado y juicioso.
Aceptemos que no se debiera ser reticente a esta opinión sobre
los religiosos, acerca de que “ no puede sospecharse en ellos si-
niestra intención” ; si no fuera por el inciso “ como en otros” —es
decir, como en los laicos— que, de nuevo, exterioriza una opinión
sobre ellos que no puede menos de semejar peyorativa; opinión
peyorativa que se adivina pocas líneas después cuando afirma que
entre los religiosos sí “ florece el cumplimiento de las normas” (no
así, habría que concluir, en “ los otros” ). Opinión, por cierto, muy
poco concorde en un jesuita, con esa perfecta amistad que —nos
acaba de decir— practican los religiosos.
Por tratarse de asunto considerado muy grave la obligación
de no recibir regalos apremiaba, según Avendaño, “ bajo culpa mor-
82
Tít. III, n. 36
83
ID., n. 30.
84
Tít. IV, n. 13.

176
tal, de no haber parvedad de materia” . Y, por lo tanto, obligaba
asimismo a restitución.85 A hora bien, ¿qué regalos caen bajo la ca-
tegoría de parvedad de materia? En principio aquello que consti-
tuiría pecado leve de hurto, atendida la materia y persona roba-
das, “ como un cesto de frutas frescas o una garrafa de vino gene-
roso, y otros así. Éstos son pequeños en relación a la dignidad de
la persona, aunque no se considerarían tales en relación a otros” .86
Si, de acuerdo a la concepción castellana, la calidad de las perso-
nas cualificaba las ofensas de honor, mal podrían herir la hono-
rabilidad ética de un oidor los efluvios de un triste donativo de
ajos y cebollas. Por eso puntualiza ahora —en clara oposición a
las Cédulas— que “ no pecan gravemente al recibir comestibles y
bebidas de bajo precio... donaciones de poco valor, que pueden re-
cibir sin pecado alguno, cuando no se reciben con intención tor-
pe, sino por cortesía” ;87 curiosa puntualización —por más que pa-
rezca aceptable—, si atendemos al texto de las leyes.
El capítulo había iniciado el tema con una observación acerca
de un supuesto juramento de los oidores de no aceptar regalos.88
N o hemos encontrado en la edición de las Leyes de Encinas nin-
guna disposición que ordene a los oidores hacer tal juramento es-
pecífico. Tampoco Solórzano ni el mismo A vendaño la citan. Pero
del texto del último se desprende que, al menos en algunos casos,
sí solía hacerse: “ de acuerdo a la ley que prescribe el juramento” .
De ahí que se pregunte sobre la obligación al respecto del oidor
que no lo hubiere hecho previamente a tomar posesión de su car-
go. Su respuesta es que, con o sin juramento, la obligación es la
misma pues el juramento está sujeto a la ley que lo prescribe y no
tiene por tanto más alcance que ella. Podemos considerar que, del
mismo modo que la ley es la especificación de una constitución, y
un reglamento la especificación de la ley, el juramento vendría no
a crear una nueva obligación sobre la ley, sino sólo a apremiar y
urgir el cumplimiento de la misma.
85
Cfr. Tít. III, n. 23 y ss.
86
ID., n. 23.
87
Tít. IV, n. 10.
88
ID., n. 9.

177
En definitiva, estaba implícito en la ley ya que la intención al
aceptar el cargo era la de obligarse. De modo que lo que los oidores
puedan recibir o no sin haberlo hecho, será lo mismo que si lo hi-
cieron. El juramento no añade ni puede añadir una obligación nue-
va. Es lo que entendemos pretende subrayar A vendaño cuando
sostiene que “ si alguien prometiera en general cumplir los estatu-
tos, no quedaría obligado sino a los estatutos ya promulgados, no
a los que se promulgarán en adelante” . N o creemos que con eso
sostenga que el oidor que acepta fungir su cargo de acuerdo a las
obligaciones exigidas por la normativa al momento de su promo-
ción no esté obligado a las ordenanzas y disposiciones que poste-
riormente emanaran de la Corona. En todo caso, más bien, su in-
tención parece ir a justificar la validez de legítimas costumbres acep-
tadas, que pudieran estar en contra de las leyes. Es lo mismo que
sucede con el ejemplo, al que ya aludimos, del juramento que de-
bían hacer los médicos sobre no visitar a sus enfermos si éstos no
se confesaban antes del tercer día de enfermedad. En atención a la
costumbre, A vendaño nota que en Sicilia y España este juramento
no era obligatorio en virtud de la costumbre contraria aceptada. A
no ser que prefiramos pensar que el jesuita tenga en mente en este
momento el conocido aforismo, de tanta aplicación en las colonias,
de “ se acata, pero no se cumple” .89

A si dui dad en el trabaj o

Con esto pasa a estudiar en el capítulo siguiente la obligación de


los oidores de un cumplimiento puntual de su trabajo.90 Según
nuestro autor, cometen falta grave los que “ no acuden oportuna-
mente” a los tribunales. En la expresión que, en principio, habría
de entenderse referida tanto a inasistencias como a impuntua-
lidades por el contexto incluye asimismo la “ intolerable lentitud”
de los procesos, sobre la que le han llegado quejas, y que no siem-
pre se debe a la tradicional (se ve que ya desde aquella época) acu-
mulación de trabajo.91 Como argumento adicional, deja caer una
89
Cfr. Tít. I, n. 155; y p. 48.
90
Tít. IV, c. III, nn. 14 y ss.
91
ID., nn. 14, 92.

178
observación que sin duda estimularía la diligencia de los oidores,
quienes no quisieran que su tribunal se parangonara con el de la
Inquisición: “ las causas civiles de los judíos y herejes se resuel-
ven en los tribunales de la Santa Inquisición con suma lentitud, y
sé que más de una vez los propios inquisidores así lo quisieron” .92
A vendaño, por más que no fuera juez de la Inquisición y ni si-
quiera todavía censor de ésta, debía conocer del funcionamiento
de la misma.
También Solórzano Pereyra se refirió a la prontitud con que de-
bían resolverse los juicios.93 Es oportuno señalar al respecto que las
normas ordenaban a los oidores estar presentes —como en Valla-
dolid y Granada— cuatro horas los días de A udiencia y tres horas
los demás días so pena de multa de la mitad del salario del día:
Cada un día que fuere feriado... al menos tres horas para oír re-
laciones, y el día que fuere de audiencia estén una hora más, si
conviniere para hacer audiencia y hacer las sentencias...; y que
desde el comienzo del mes de Octubre hasta el fin del mes de
M arzo comiencen a oír a las ocho horas, y desde el comienzo de
A bril hasta el fin del mes de Septiembre comiencen a oír a las
siete... y que la sala de audiencia pública se haga los dos días M ar-
tes y Viernes de cada semana, y cuando fuere fiesta alguno dellos,
se haga el día siguiente, y en ella estén cuatro oidores, a lo me-
nos tres, so pena que cualquiera que no viniere en los dichos tiem-
pos, y no estuviere presente a todo lo susodicho, que sea multa-
do en la mitad del salario de aquel día.94

Para mayor precisión se ordenaba asimismo “ que en la ca-


sa de nuestra audiencia esté continuamente un reloj para que
puedan oír” .95
Resulta evidente que cualquiera de las tres modalidades de in-
cumplimiento señaladas acarreaban serios inconvenientes a los

92
ID., n. 41.
93
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. 8, nn. 11 y ss.
94
Cédula a la Audiencia de Santa Fe, 1581, ENCINAS II, p. 6; cfr. también
Ordenanza de 1563, ibidem.
95
Ordenanza de 1530, ID. II, p. 7; cfr. Cédula de 18-2-1574 a la Audiencia de
Santo Domingo: ID., II, p. 54.

179
litigantes, ya que retrasaban sin causa el asunto “ de más impor-
tancia” de la República: la administración de justicia, por la que
se reconoce a cada uno su derecho. Por eso, y puesto que los
litigantes tienen derecho no sólo a que se les dicte sentencia sino
a que se les dicte con rapidez, es claro que A vendaño considere a
cualquiera de las tres como pecado grave. Y uno no sabe si lo que
A vendaño llama “ argumento irrefutable” es el que, no sin cierta
malicia, como argumento “ ad hominem” , pone el dedo en una lla-
ga que había de ser bien sensible a cualquier oidor: también él tie-
ne derecho no sólo al salario, sino a que se le dé a tiempo; y por
eso “ considera que se le hace injusticia si se le paga con retraso” 96 .
Por lo tanto, quienes estén incursos en este pecado “ están obli-
gados a la restitución del salario, proporcionalmente a la falta de
administración de su cargo” . A sunto claro: el salario, que es com-
pensación en justicia por el trabajo, ha de ser proporcional al tra-
bajo realizado; por lo tanto, en justicia, ha de mantenerse la pro-
porción: a menor trabajo, menor compensación. Y continúa la ar-
gumentación “ ad hominem” : “ A sí juzgarían los propios jueces so-
bre el trabajo de otros; pues también deben juzgar con mayor ra-
zón en su caso, ya que han sido constituidos en baluartes de la
justicia” .97 Del mismo modo que, cuando se impone al oidor algu-
na comisión especial, éste exige un pago también especial en aras
de la proporción y la justicia.
Para saber cómo poder hacer esta restitución, A vendaño remi-
te de nuevo al Título III donde indicaba que la cantidad a restituir
por defecto de trabajo podría hacerse mediante un donativo al rey;
ya se ha visto cómo eran estos “ donativos” . Con ello, se restituye
—dice A vendaño— “ sin perjuicio del honor” del oidor. “ N o hay
mal, que por bien no venga” —diría el refranero popular—: por-
que con ello el oidor no sólo no pierde, sino que hasta gana en su
honor con un nuevo “ servicio” a la Corona...
Pero, además de estar obligado a restitución del salario, tam-
bién lo está a la compensación de los daños causados a las partes
por la demora y que, por oficio y en justicia, debía haberlos evi-
96
Tít. IV , n. 14.
97
ID., n. 15.

180
tado. Por más que esta compensación sea, para el jesuita, “ asunto
muy complicado” , no están libres de ella. Si no hay otro modo pue-
den recurrir también a un nuevo “ servicio” al rey para la guerra
contra herejes o infieles, o donarlo a causas pías, o usar de la Bula
de Composición.98
Sobre los atenuantes que pueda haber al respecto, A vendaño
remite al mismo lugar del Título III. Tras señalar que hay autores
para los que no hay obligación de restituir cuando el pecado no
fue claramente mortal, señalaba allá cómo frecuentemente los vi-
rreyes “ no se percatan o no recuerdan haber actuado con plena
advertencia” en estos casos con lo que, obviamente y según la doc-
trina de los mismos autores, no se creen obligados tan estrictamente
a estas restituciones. En verdad, no queda muy claro hacia dónde
se inclina nuestro autor. Por un lado sostiene que con eso “ actúan
con innata laxitud mental” . Por otro —y no podemos olvidar su
óptica probabilista—, termina el párrafo sosteniendo que “ como
no recuerdan exactamente tales pecados, no deben ser condena-
dos a la durísima angustia de la restitución” . Feliz condición la
de estos altos cargos que hace olvidar ciertas minucias y el senti-
miento de estar obligado a lo mismo que está obligado el común
de los mortales. Dado que es el propio A vendaño el que remite al
Título III, habremos de pensar que lo dicho allá para los virreyes
es aplicable aquí para los oidores. Sin embargo vuelve a ser más
estricto con éstos. Porque “ con los jueces hay una razón más: que
no les excusa ni la ignorancia ni la nobleza” .99
No tiene inconveniente en aceptar que, a efectos de la compen-
sación a los litigantes, y dentro de los límites que permita la ley y
la justicia, el oidor se acoja al resolver el pleito por el lado más
benigno, con algo “ en beneficio de los litigantes, que pueda satis-
facer el perjuicio ... emitiendo una opinión favorable, pudiendo emi-
tir otra que no lo sea, eliminando así algunos gravámenes o dis-
98
La Bula de Composición consistía en una limosna a la Iglesia equivalente en
cada caso a los bienes ajenos –o sus frutos– que alguien poseyere sin constarle
el dueño de ellos, o a deudas que alguien quisiera “ componer” . Avendaño toca
este tema en el Tít. V, c. XXVIII, nn. 231-241.
99
Tít. III, nn. 64 y ss.; Tít. IV, n. 16.

181
minuyéndolos, o por otras vías que no pueden ser desconocidas a
los sabios” . (Por ejemplo —pensamos— el juez que, habiendo de
enviar a prisión a un reo, lo hace condenándolo al tiempo mínimo
que le permitiera la ley.) En tal caso, se inclina por pensar que ce-
saría la obligación de compensación a los litigantes; pero vuelve a
preguntarse si cesaría también la de restituir el salario al rey.
A nte quienes daban a esto una respuesta afirmativa, en base a
que el provecho de los litigantes quedaría el mismo y por tanto el
trabajo resultó también el mismo, si no formal sí equivalentemente,
el jesuita se inclina por la respuesta negativa. Su opinión no pue-
de menos de sugerir que no tiene para él, al parecer, tanta impor-
tancia lo que suceda con los litigantes, como lo que suceda con el
rey; diferente rasero para el ciudadano de a caballo y para la gen-
te de a pie. A ceptando al parecer (quien calla, otorga) el cese de la
obligación con los litigantes, la mantiene respecto al rey pues éste
no quiso un trabajo equivalente, sino el formalmente estipulado,
único —por otra parte— del que puede quedar constancia. Éstas,
para A vendaño, no son minucias ante las que el rey quede indife-
rente. A parte de que, varias minucias como éstas podrían llegar a
constituir una cantidad mayor.
Como prueba apela a la implantación en Indias, en 1583, del
nuevo calendario gregoriano, recordando cómo la Corona ordenó
descontar el salario de todos los oficiales de Indias correspondien-
te a los diez días eliminados en ocasión de ello: “ que se descuente
lo que monta en los diez días, a todas las personas a quien doy
salario” .100 Por cierto, que Solórzano comenta sobre esto: “ lo cual,
por parecerme cosa rara y bien delicada, he querido quede notado
en estos escritos” .101

La contraparte: l os honorari os del oi dor

A propósito de ello, nos proporciona algunos datos de la vida colo-


nial: el salario de los oidores por esos diez días correspondería a
100
Cédula al Virrey del Perú, 14-5-1583, y Provisión del mismo día: ENCINAS,
I, p. 269.- Cédula de 14-11-1584 a los Oficiales de la Hacienda de Guatemala:
ID., III, p. 341.
101
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IV, n. 23.

182
unos ciento treinta pesos de plata de a ocho reales; la misma canti-
dad con que podría alimentarse (dice, aunque no aclara por cuánto
tiempo) un soldado del ejército real. Añade que ese salario era una
cuarta parte mayor que en La Plata.102 En todos los pueblos y épo-
cas se tendió siempre a una remuneración de los jueces acorde con
su misión de garantizar la justicia en la República y que les desa-
nimara de recurrir al soborno. Según Solórzano Pereyra, castellano
al fin, ello ayudaría también al honor social de los magistrados.103
De tales cifras se deduce que el salario anual de un oidor sería
en Lima, en los años de A vendaño, de 4.680 pesos de plata, lo que
concuerda con lo que sostiene Lohmann Villena: “ Desde el siglo
XVII los emolumentos de un oidor o de un alcalde en lo Civil o del
Crimen ascendían a 4.000 pesos al año. Posteriormente se incre-
mentaron a 4.680 pesos, hasta que por Real Orden de 22 de marzo
de 1776, con efecto a partir del 1º de julio siguiente, se nivelaron en
5.000 pesos” .104 M uchos años después, por lo tanto, de que, a prin-
cipios del siglo XVIII, el virrey Conde de la Monclova presentara al
rey “ el requerimiento mínimum de una renta de cinco mil pesos al
año, para que se pudiese mantener con mediana decencia un ca-
ballero en la ciudad” .105 A pesar de todo, se trataba de un salario,
en verdad, nada despreciable, si lo comparamos con los 200 pesos
anuales que recibía un catedrático de Filosofía en Caracas, ya en el
siglo XVIII.106 Un salario —comenta nuestro autor— “ digno de la
generosidad real, cónsono con la riqueza de las regiones de Indias,
para que no se dé ninguna apariencia de pobreza” .107
Son diversas las disposiciones de la Corona estableciendo y
modificando —según lugares y tiempos— la moneda en que ha-
bían de pagarse los sueldos de los oficiales reales. Indudablemen-
te la “ devaluación” de estos sueldos hubo de estar motivada fuer-
temente por el contemporáneo decaimiento de las arcas reales. Las
102
Tít, IV, n. 17.
103
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. 4, n. 18.
104
LOHMANN, Ministros, p. XLII.
105
MOREYRA, Oidores, p. 497.
106
LEAL, I., Historia de la Universidad de Caracas (1721-1827), Caracas,
1963, p. 103.
107
Tít. IV, n. 124.

183
disposiciones fueron ordenando pagar a los oidores, en oro;108 no
en oro, sino en plata;109 no en plata, sino en reales;110 no en perlas
ni aljófar;111 o en frutos de la tierra.112 Pero, tratándose de los oidores,
no había que exagerar: en algún momento se precisa que no se les
pagara en maíz, ropa ni otros tributos, sino en la moneda que
corriere.113
Aparte de otros detalles relativos al sueldo de los oidores —por
ejemplo, que entraba en vigencia una vez tomada posesión del car-
go, aunque disfrutaban del equivalente a seis meses para trasla-
darse de España a su destino,114 que el pago era por tercios de año
y a tiempo vencido,115 que no se cobraba en permisos que excedieran
a los dos meses ni a partir del día del fallecimiento del Oidor 116—
es interesante destacar aquí el hecho de que “ en Indias, al oidor
enfermo se le paga el salario íntegro... porque en ese caso, no tra-
bajar no puede imputarse a culpa suya” .117
Además de sus funciones normales de administradores de jus-
ticia, los oidores tenían otras, anexas o no a su cargo. Por las pri-
meras, “ el oidor no puede con conciencia segura recibir, por sobre
su salario, otro más por algún ministerio que por ley está anexo a
su cargo, aunque por sí mismo no esté anexo” .118 Pero “ cuando se
impone al juez un trabajo no usual, por ejemplo si debe hacer un

108
Cédula a los Oficiales de La Española, 31-12-1549, ENCINAS, III, p. 331.
109
Cédulas a los Oficiales del Perú, de 16 y 24 de agosto de 1563, ID. III,
pp. 325 y ss.; Carta a los Oficiales de la Real Hacienda, año 1568, ID. III, p. 327;
Cédulas a los Oficiales de Panamá, de 2-10-1575, al Virrey del Perú Martín
Enríquez, 24-12-1581, al Contador Bivero, 16-5-1586, ID. III, 327, 329.
110
Cédula a los Oficiales de México, 23-11-1566, ID. III, p. 331.
111
Cédula a los Oficiales de Río Acha, Santa Marta y Margarita, 13-7-1578, ID.
III, p. 332.
112
Cédula al Virrey de Nueva España, 28-10-1561, ID., III, p. 333.
113
Cédulas a los Oficiales de Nueva España, 17-6-1537, y de La Española, 12-
10-1561, ID. III, p. 332.
114
Tít. IV, n. 124.
115
Instrucción de 1572, ENCINAS, III, p. 335; y Cédula a la Audiencia de
Nueva Galicia, de 26-5-1573, ID., I, p. 368.
116
Instrucción al Virrey del Perú, 1568, ID., III, p. 334; y Cédula a la Audiencia
de Quito, 26-5-1563, ID., III, pp. 340-341.
117
Tít. IV, n. 127. Carta al Virrey del Perú, 1-12-1573, ID., III, p. 337.
118
Tít. IV, n. 126. Cfr. Ordenanza de Audiencias, 1563, ID., II, pp. 21-22.

184
viaje o comisión fuera de lo normal, exige y se le concede un au-
mento de salario” .119 Eran las llamadas “ ayudas de costa” , que
“ ascendían a 800 pesos —en Lima— como Juez de la caja de Cen-
sos, a 600 más una determinada cantidad en especie en la A dmi-
nistración de Tabacos, a 300 en el Tribunal de la Santa Cruzada o
a 250 en la administración de Correos” .120 Por las segundas, por
ejemplo, la ayuda de costa de un visitador en el siglo XVI varió
con el tiempo: en 1568 el oidor que salía de juez tenía asignados
cuatro pesos diarios de salario;121 en 1572 se recomendaba mode-
ración, no pudiendo exceder de mil pesos anuales.122 Dos años más
tarde, no podía exceder de 300.000. Y en 1583, no más de 200.000.123
Por otras misiones es el propio A vendaño quien comenta que a
propósito de los espolios de los obispos, los oidores “ reciben por
él un pingüe estipendio, al igual que por otras tareas que corres-
ponden a su cargo” .124
Como se ha visto, tales ayudas de costa eran de muy diverso
monto. De ahí que se diera entre los oidores toda una escala eco-
nómica: “ desde el magnate con sólida fortuna en bienes raíces, tren
de esclavos, joyas y menaje doméstico, hasta la decorosa media-
nía del togado que cuenta con su estipendio como único recurso,
se aloja en una casa alquilada y posee un parvo mobiliario” .125 Ca-
sos hubo en que los virreyes hubieron de intervenir ante el M o-
narca, solicitando subsidio para la viuda del oidor, en estrecha
situación económica. Otros, sin embargo, poseían excelentes resi-
dencias, colecciones de arte, abundantes bibliotecas.126 M oreyra
Paz recoge cómo el hijo del oidor M erlo de la Puente recordaba
119
Tít. IV, n. 15. Cfr. SOLÓRZANO, Política, L. V, c. III n. 53.
120
LOHMANN, Ministros, p. LXXVIII.
121
Provisión a la Audiencia de Santo Domingo, 7-10-1568, ENCINAS, II,
p. 117.
122
Carta a la Audiencia de Lima, de 1572, ID., II, p. 152; Cédula al Virrey del
Perú Francisco de Toledo, de 17-7-1572, ID., I, p. 295.
123
Carta al Virrey de Nueva España, 1574, y Cédula al Virrey del Perú, 18-10-
1583, respectivamente: ID., II, p. 141.
124
Tít. IV, n. 43.
125
LOHMANN, Ministros, p. LXXVII, quien trae abundantes datos sobre la
situación económica de los oidores en el siglo XVIII.
126
Cfr. ID., cap. XI, pp. LXXIII y ss.

185
que su padre había vivido siempre en la pobreza, aspecto recono-
cida por el propio virrey Esquilache; asimismo, la situación eco-
nómica difícil de otro magistrado, Castro y Padilla.127
En la lista de las obligaciones del oidor habría otras de las has-
ta aquí comentadas que tienen que ver con el dinero: no hacer prés-
tamos, no tener granjerías, no aceptar negocios ni contratos y ni
siquiera trato con los negociantes. Sin embargo ahí estaba el caso
del oidor Alberto de Acuña, a quien acusaban de poseer encomien-
das;128 y el que reseña Avendaño —“ en estos días” — del oidor que
disputaba a un sacerdote la conducción de aguas a los predios.129
Se dice que, cuando Tito recriminó a Vespasiano por haber im-
puesto tributo a las letrinas, éste le contestó: “ pecunia non olet” :
“ el dinero no huele” . A parentemente tampoco algunos oidores es-
taban muy preocupados porque el hedor de la descomposición pe-
cuniaria empañara los brillos de su honor. A pesar de las prohibi-
ciones a que aludimos y con las que la Corona buscaba hacer frente
a la corrupción de la época, A vendaño se ve aún en la necesidad
de denunciar el excesivo interés crematístico de quienes se consi-
deraban la crema aristocrática de la sociedad colonial. Y en la ne-
cesidad, consiguientemente, de denunciar a los oidores que se apro-
vechaban de su condición para obtener bajos precios en las su-
bastas,130 o que con frecuencia aplicaban el “ ius amicitiae” deján-
dose llevar por recomendaciones; la superficialidad con que algu-
nos visitadores de navíos practicaban sus revisiones “ debido a de-
ferencias personales” ;131 la “ vileza que en modo alguno ha de
tolerarse” de los oidores que se quedaban con objetos preciosos o
curiosos de los espolios de los obispos, bienes que la experiencia
demostraba que estaban expuestos al pillaje;132 la excesiva frecuen-
cia con que el tribunal respectivo abultaba los gastos en la admi-
nistración de bienes de difuntos; o la “ monstruosidad” de los que,
127
MOREYRA PAZ, Oidores, pp. 66, 82, 97.
128
ID., p. 169.
129
Tít. IV, n. 104.
130
ID., nn. 43, 45.
131
ID., nn. 151, 90.
132
ID., nn. 41, 43.

186
en esos mismos tribunales se aprovechaban de tales bienes,133 asun-
to éste tan frecuente, al parecer, que todavía estaba en vigencia en
el siglo siguiente. En efecto, Lohmann recoge la noticia de cómo
en 1762 los oidores Pedro José Bravo del Ribero y José Severino
Tagle y Bracho “ se tragaron” 120.000 pesos de este arca de Bienes
de Difuntos.134
Repetimos: es indudable que no todos los oidores actuarían
así. Pero tanta variedad de soborno y corrupción hace que el lec-
tor llegue a leer con suspicacia hasta opiniones emitidas con ab-
soluta buena fe, como la de que “ otro indicador del volumen del
patrimonio de los ministros lo constituyen las sumas que aporta-
ban a la unión matrimonial sus cónyuges, hecha abstracción de
los hechizos personales que a fuer de criollas debieron de lucir” .135
Pero esto nos lleva al tema de las prohibiciones que tenían que ver
con el casamiento de los garnachas.

“ D e cómo no se debían casar l os oi dores”

Para eludir las prohibiciones que sobre su matrimonio tenían los


oidores, hubieron de recurrir a procedimientos un tanto complica-
dos. Como el oidor en Lima Torres A ltamirano, que terminó bus-
cando esposa en Santiago de Chile, casándose con ella por poder.
Es el caso que refiere Ricardo Palma en su tradición peruana “ De
cómo se casaban los oidores” . Pediremos disculpas al lector ya que
no dominamos el chispeante estilo del escritor limeño para reco-
ger las distintas prescripciones que normaban el cómo no se de-
bían casar los oidores.
Una sospecha leve no puede ser castigada con pena grave,
puesto que la culpa y la pena deben ser proporcionadas.136 Es la
afirmación que, a su vez, le sirve a Avendaño para abordar el tema
presente. Una afirmación que hace sospechar, ya antes de tratar-
lo, que no parece estar muy de acuerdo con la legislación vigente
133
ID., n. 77s.
134
LOHMANN, Ministros, p. LXXX.
135
ID., pp. LXXX-LXXXI.
136
Tít. IV, n. 128.

187
sobre el mismo. Se trata, en principio, de la prohibición que tenían
los oidores de contraer matrimonio con oriundas de la provincia
en donde ellos eran jueces. Pero, ya que las razones de la prohibi-
ción eran las mismas, los comentarios que ella sugiere son asimis-
mo aplicables a la de que los oidores no casaran tampoco a sus
hijos con tales lugareñas.
Un tema delicado, por cierto. N o cabe duda de que la inten-
ción del legislador pudo ser sana: impedir que la proposición de
este tipo de matrimonios pusiera a la elegida en riesgo de no sen-
tirse libre para negarse al matrimonio, y sí más bien coaccionada
a aceptar, por miedo a represalias de un pretendiente —o familiar
del pretendiente— constituido en tal alta autoridad. E impedir, so-
bre todo, que los lazos familiares de los jueces entorpecieran la
exacta administración de la justicia.
Y no andaba tan errado el legislador. Porque, a pesar de sus
disposiciones, las quejas motivadas por la protección de los oido-
res a los intereses de sus familiares no escaseaban. Lohmann re-
coge una de ellas especialmente significativa, por cuanto era mo-
tivada nada menos que por el oidor M erlo de la Fuente de quien el
Marqués de Cañete informaba al rey:
El Licenciado M erlo de la Fuente es hombre cuerdo, letrado y
buen cristiano y tiene capacidad para ocupar otra plaza de las de
mayor importancia de las que hubiese de proveerse en estas par-
tes. Y porque sirve a mi entera satisfacción y de esta Real A u-
diencia, me ha parecido proponerlo a Vuestra M ajestad para que
le haga merced.137

Pues bien, nada menos que a propósito de M erlo de la Fuente


dice Lohmann Villena:
Las quejas sobre el particular databan de antiguo. En la sesión
del 8-4-1614, el A lcalde de Lima interesó que se cursara una sú-
plica al monarca para que se destituyera al oidor M erlo de la
Fuente, a causa de hallarse relacionado “ con la mayor parte de
los vecinos desta ciudad” , y que por favorecerlos había inferido
agravios a algunas personas.

137
Informe al rey, 20-1-1595; cfr. LEVILLIER, R., Gobernantes del Perú. Cartas
y Papeles del S. XVI; documentos del Archivo de Indias, Madrid, 1921-1926,
vol. XIII, p. 237.

188
En el debate salieron a relucir
los ynconbinientes que se rrecreçen destar enparentados los se-
ñores Oydores y el rriesgo grande que tienen los pleytantes en
descuydarse algunas bezes sin aduertir delante de quién hablan
por ser tantos los deudos que no se conoscen y luego cogen la
pelota y dan con ella en los oydos de los señores de la rreal au-
diencia, de suerte que [aun] quando se les guarda su Justicia, en
las demás ocasiones que se ofrecen no dejan de mostrar el senti-
miento de lo que an hablado.138

Lohmann aduce aún otra razón más: la influencia que las es-
posas podrían tener en las decisiones de sus esposos jueces; al me-
nos cuando —como en casos que cita— el oidor se distinguía por
“ la blandura de su genio y lo que le predomina su muger” , o ésta
era una “ joven indiscreta y voluntariosa” o, más aún, “ una har-
pía” .139 Independientemente de estos casos que pudiéramos cata-
logar de extremos, resulta claro que en la mayoría de estos matri-
monios ellas buscaban o conseguían una posición social y privi-
legios, y ellos buenas fortunas.
A vendaño inicia el tema afirmando que “ esta prohibición pro-
cede del Derecho Cesáreo, establecida por las leyes de España,
especialísimas para las Indias” .140 En verdad, si recurrimos al De-
recho común, éste es muy claro. Comienza ya prefiriendo que el
procónsul ya casado en Roma vaya a su provincia sin su consor-
te.141 Y explícitamente prohíbe a todo el que fuera a desempeñar
cualquier cargo, que contrajera matrimonio en la provincia de su
jurisdicción.142 Tanto como para considerar nulos tales matrimo-

138
LOHMANN, Ministros,, p. XXI, nota 2; la referencia que hace es de Libros
de Cabildos de Lima, XVII, Lima, 1950, pp. 557-559.
139
ID., p. LIX.
140
Tít. IV, n. 129.
141
“ Proficisci autem proconsulem melius quidem est sine uxore: sed et cum
uxore potest” : “ Es mejor que el procónsul vaya a la provincia sin su mujer,
aunque pueda hacerlo con ella” : Digestum, 1.16.4.2.
142
“ Si quis officium in aliqua provincia administrat, inde oriundam vel ibi
domicilium habentem uxorem ducere non potest” : “ Si alguno desempeña
algún cargo en alguna provincia, no puede casarse con mujer nacida en ella” :
ID., 23.2.38pr.

189
nios.143 Esta prohibición era extensiva al matrimonio de los hijos,
no así al de las hijas144 .
Cuando Solórzano habla de que son “ infinitos los textos del
derecho común y de nuestro reino” ,145 su hipérbole parece referir-
se más a estos últimos, que se convirtieron en recordatorio insis-
tente y continuo. El primero fue una Cédula de 1575 que incluía
ya a los hijos de los oidores, a la que siguieron otras más.146 La
prohibición se extendió incluso a ni siquiera poder concertar el
matrimonio en la espera de la licencia del Rey.147 Se sancionó des-
pués que no les correspondería salario desde el día mismo en que
lo intentaran.148 Finalmente, que el Consejo de Indias no admitiría
nuevas solicitudes de dispensa.149 Solórzano cita aún una carta al
virrey Esquilache, en referencia a un oidor que casó dos hijos en
contra de la prohibición, en la que se dice: “ que pasando la liber-
tad a no temer las penas legales, será conveniente aumentarlas...
será justo lo sientan en sus haciendas con mayores penas” .150
N o obstante, tratándose del Derecho Canónico, esta prohibi-
ción lindaba, si es que no traspasaba, los límites del Derecho. Éste,
en efecto, no sólo desaprueba exigir compensación a quien, pre-
vios esponsales, desiste de ese matrimonio para contraerlo con
143
“ Praefectus cohortis vel equitum aut tribunus contra interdictum eius
provinciae duxit uxorem, in qua officium gerebat: matrimonium non erit” :
“ Un prefecto de cohorte o de caballería, o un tribuno militar, se casó contra lo
prohibido con una mujer de la provincia en la que desempeñaba su cargo: el
matrimonio es nulo” : ID., 23.2.63.
144
“ Qui in provincia officium aliquid gerit, prohibetur etiam consentire filio suo
uxorem ducenti” : “ Al que desempeña algún cargo en provincias también se le
prohíbe dar consentimiento para que su hijo se case –con la que es natural de la
provincia–” : ID., 23.2.57.- “ Qui in provincia aliquid administrat, in ea provincia
filias suas in matrimonium collocare et dotem constituere non prohibetur” :
“ No se prohíbe que el que ejerce alguna función en alguna provincia pueda casar
en ella a sus hijas y constituirles una dote” : ID., 23.2.38.2.
145
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IX, n. 1.
146
Cédulade10-2-1575, ENCINAS, I, p. 351.- CédulaalaAudienciadeGuadalajara,
8-7-1578, ID. I, p. 354; Cédulas de 18 y 26-2-1582, ID., I, pp. 351, 354.
147
Cédula de 15-11-1592, ID., I, pp. 353-354.
148
Cédula de 19-7-1608 (Recopilación, l. 84, tít. 16, lib. 2 y ley 86).
149
Cédula de 12-5-1619 (Recopilación, l. 84, tít. 16, lib. 2).
150
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IX, n. 7; carta al Virrey del Perú, de 28-3-1620.

190
otra persona,151 y —más aún— no sólo prohíbe censuras contra
quien no cumple el juramento de casarse con determinada perso-
na,152 sino que claramente intima excomunión, en la que se incu-
rre ipso facto, contra quienes impidan directa o indirectamente con-
traer matrimonio con alguien.153
De ahí que el tema terminó siendo uno de los más controverti-
dos, sobre todo a nivel de los jurisperitos, los propios oidores, di-
rectamente afectados por las disposiciones prohibitivas. Aparte del
Obispo Villarroel, M atienzo y Solórzano —por ejemplo— dedican
a ello largas páginas.154 Villarroel cita también un Tratado com-
pleto escrito por el oidor de Lima Bernardino Figueroa de la Cer-
da.155 M atienzo era de opinión que, de acuerdo a la finalidad de la
151
“Gemamulier nobisexposuit quod, cum T filiaeiuscum C contraxit matrimonium,
B de Alferio ea occasione, quod inter P filium suum et praedictam puellam intra
septennium constitutos, sponsalia contracta fuerunt, poenam solvendam a parte
quae contravenirte in stipulatione appositam nititur extorquere. Cum itaque libera
matrimonia esse debeant, et ideo talis stipulatio propter poenae interpositionem
sit merito improbanda: mandamus si est ita, eumdem B ut ab extorsione praedictae
poenae desistat, Ecclesiastica censura compellas” : Decretales, VI, Tit. I, De
sponsalibus et matrimoniis, c. XXIX Gemma mulier , col. 545.
152
“ Requisivit a nobis tua Fraternitas qua censura mulier compelli debeat quae,
iurisiurandi religione neglecta, nubere renuit, cui se nupturam interposito
iuramento firmavit. Ad quod breviter respondemus quod, cum libera debent
esse matrimonia, monenda est potius quam cogenda, cum coactiones difficiles
soleant exitus frequenter habere” : ID., VI, Tit. I, De sponsalibus et matrimoniis,
c. XVII Requisivit, col. 541.
153
“ Por tanto, siendo en extremo detestable tiranizar la libertad del matrimonio,
y que provengan las injurias de los mismos de quienes se espera la justicia;
manda el santo Concilio a todos, de cualquier grado, dignidad y condición que
sean, so pena de excomunión, en que han de incurrir ipso facto, que de ningún
modo violenten directa ni indirectamente a sus súbditos, ni a otros ningunos,
en términos de que dejen de contraer con toda libertad sus matrimonios” :
Concilio de Trento, ses. 24 De reformatione, c. 9.
154
VILLARROEL, G., Gobierno eclesiástico pacífico, Madrid, 1656, P. II, q. XVI,
arts. I-V; MATIENZO, Gobierno, P. II, c. 1; SOLÓRZANO Política, L. V, c. IX,
uno de los capítulos más largos de la obra. Entre los estudios modernos cabe
destacar KONETZKE, R., “ La prohibición de casarse los oidores o sus hijos e
hijas con naturales del distrito de la Audiencia” , en Homenaje a Don José María
de la Peña y Cámara, Madrid, 1969, pp. 105-120; ID., Documentos para la
Historia de la Formación Social de Hispanoamérica, 2 vols., Madrid, 1958.
155
LOHMANN, Ministros, p. LXII sugiere que pueda tratarse del Tratado
analítico sobre la Cédula Real de 10 de Febrero de 1575 y otras semejantes

191
medida, lo lógico era que se aplicara solamente en ciudades no
muy populosas, pero no, por ejemplo, en M éxico y Lima; opinión
ésta que, quien como Solórzano —casado con la limeña Clara
Paniagua de Loayza— estaba incurso en la prohibición, tiene buen
cuidado de recoger.156 A simismo, y quizá por la misma razón, su-
braya que se trataba de una prohibición más estricta en las Indias
que en ninguna otra parte (aspecto también recogido por A ven-
daño); y que de hecho en Francia no se aplicaba a los magistrados
perpetuos —como, en definitiva, resultarían ser la mayoría de los
oidores de Indias— pues de aplicarse sería condenarlos al celiba-
to o a tener mancebas y concubinas, que les apartarían más de la
recta administración de justicia.157
Como decíamos, desde el primer momento Avendaño da la im-
presión de no ser muy favorable a la prohibición; le parece que los
inconvenientes que señalan las leyes son exagerados. Apelando de
nuevo a los principios jurídicos —“ la necesidad carece de ley” —, y
por más que disienta de Matienzo, afirmando que en las ciudades
más populosas los inconvenientes son semejantes o aun mayores que
en las menos pobladas, piensa con él que los tales males son tolera-
bles. En el fondo el religioso estaría acordándose de la frase paulina
“ melius est nubere quam uri” , “ es mejor casarse que abrasarse” .158
A nte todo, tiene buen cuidado en no desestimar las leyes: se-
gún él no son contrarias al Derecho Canónico “ no son contrarias...
no prohíben el matrimonio” .159 La razón, desde el punto de vista
del eclesiástico, no podía ser más clara: las leyes no prohíben el
matrimonio porque, siendo éste un sacramento, los príncipes lai-
cos no tienen jurisdicción para impedirlo; esto sólo compete a la
autoridad eclesiástica.160 Las leyes, por lo tanto, “ sólo establecen
la privación del cargo, pues fue conferido con tal condición; los
oidores saben muy bien qué harían con ellos si se casan y, a pesar
que estrechísimamente prohíben el matrimonio de los oidores y otros Ministros
de las Indias, Madrid, Biblioteca de Palacio, ms. 1459.
156
MATIENZO, Gobierno, P. II, c. 1; SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IX, n. 8.
157
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IX, nn. 4, 9.
158
1 Cor, 7, 9; cfr. Tít. IV, n. 129.
159
Tít. IV, n. 133.
160
ID., n. 130.

192
de todo, aceptan el cargo; consecuentemente aceptan perderlo, de
seguirse matrimonio; en ello nada hay contra la libertad del ma-
trimonio” . Tampoco anulan el matrimonio, añadiría Solórzano.161
Por lo tanto, concluye el moralista, “ el oidor que contrae matrimo-
nio en la provincia sin licencia del rey no peca mortalmente” ; ni
siquiera venialmente, pues en sí es algo lícito; por lo que la ley
“ no obliga a no casarse sino, a lo sumo, a afrontar la privación
del cargo” . Y, siendo penales estas leyes, ni siquiera tiene obliga-
ción de renunciar al cargo.162
A sí que o el oidor se hacía sordo a las sugerencias de Cupido,
o afrontaba perder el cargo, o hacía obsequioso “ servicio” al rey
para obtener la correspondiente licencia. A pesar de todo Lohmann
Villena piensa que con esta prohibición la Corona fracasó, al me-
nos en el Perú.163 Quien no consiguió licencia graciosa la consiguió
“ servicial” (que hoy nos resulta, quizá, más “ graciosa” que la pri-
mera). Y no fueron muchos los que no pudieron escapar a la desti-
tución, como el mencionado caso del oidor Castro y Padilla. Como
se dijo, no le sirvió el subterfugio de haber realizado el matrimonio
en otra provincia, ni tampoco haber sido apadrinado nada menos
que por el propio virrey M ontesclaros; su sucesor el príncipe de
Esquilache, Virrey Poeta pero, al parecer, poco amigo de cuentos,
“ le privó de la plaza, y murió antes que se la volviesen a dar o res-
tituir, aunque era digno de ella y otras mayores” .164
Sin embargo, la tónica general fue otra y el motivo de la pre-
tendida pulcritud en la administración de justicia cedió paso a los
“ servicios” a la Corona, facilitando que la mayoría de los oidores
enamorados pudieran conseguir su objetivo; incluso, tras la Cé-
dula de 1619 que “ cerraba la puerta” a nuevas licencias.165 Los
“ muy poderosos señores” no tuvieron inconveniente en recurrir
al todopoderoso caballero don Dinero: “ en esta Audiencia de Lima
161
ID., nn. 133 y ss.; SOLÓRZANO, Política,. L. V, c. IX n. 3.
162
Tít. IV, nn. 130, 134, 136.
163
LOHMANN, Ministros, p. LXI.
164
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IX n. 25. Cfr. GONZÁLEZ PALENCIA,
A., “ El Virrey Poeta Príncipe de Esquilache” , en Anuario de Estudios
Americanos, VI, 1949, cit. por MOREYRA, Oidores, p. 95.
165
Cédula de 12-5-1619 (Recopilación, l. 84, tít. 16, lib. 2).

193
la mayor parte de sus oidores goza de indulto real, gracias al que
llaman servicio pecuniario” .166 A unque referido a los oidores del
siglo XVIII, Lohmann señala cómo “ el número de enlaces con crio-
llas es cuantioso y que, dentro de ese volumen, el contingente de
limeñas acusa una mayoría abrumadora” .167
Dado que el principal motivo de la prohibición fue, como se
ha dicho, una recta administración de justicia que favoreciera al
bien común, y ante la posible objeción de que estos matrimonios
favorecerían más bien el daño público, A vendaño responde de un
modo bien peculiar: “ esos inconvenientes se siguen de los matri-
monios públicos... no así de los ocultos” .168 Y por más que el autor
no vuelva sobre esto, al menos en estos términos, el lector queda
con la duda de si el jesuita no está haciendo aquí una velada invi-
tación a los matrimonios ocultos, como modo de obviar problemas
de conciencia y obediencia. Por lo que es necesaria una clara dis-
tinción entre matrimonio clandestino y matrimonio oculto.
La Iglesia católica considera matrimonio clandestino al celebra-
do sin la presencia de un sacerdote y testigos. H asta el Concilio de
Trento tenía a tal matrimonio como válido, aunque ilícito. Pero, fun-
damentalmente con la intención de proteger al cónyuge de un po-
sible matrimonio anterior, el Concilio declaró además inválido al
matrimonio clandestino.169 Pero no es éste el tipo de matrimonio al
que se refiere A vendaño. El matrimonio oculto, también llamado
matrimonio de conciencia, es válido y lícito, por cuanto se celebra
con todos los requisitos, aunque no en público sino secretamente,
debido a inconvenientes que se seguirían del conocimiento de di-
cho matrimonio; en el caso de los oidores, el de su destitución.
166
Tít. IV, n. 129.
167
LOHMANN, Ministros, p. LXIX.
168
Tít. IV, n. 135.
169
“ Aunque no se puede dudar de que los matrimonios clandestinos, efectuados
con libre consentimiento de los contrayentes, fueron matrimonios legales y
verdaderos, mientras la Iglesia católica no los hizo írritos; bajo cuyo funda-
mento se deben justamente condenar, como los condena con excomunión el
santo Concilio, los que niegan que fueron verdaderos y ratos... en adelante,
primero que se contraiga el matrimonio, proclame el cura propio de los con-
trayentes públicamente por tres veces, en tres días de fiesta seguidos, en la
iglesia, mientras celebra la misa mayor, quiénes son los que han de contraer

194
La prohibición de no casarse con oriundas de la provincia de
su jurisdicción iba unida a la de no casarse con familiares —has-
ta el cuarto grado— de sus compañeros de audiencia.170 Prohibi-
ción tan difícil de observar como la anterior, si se tiene en cuenta
la endogamia típica de la sociedad colonial. Cuando, por ejemplo,
se fueron a elegir los primeros jueces del recién constituido Con-
sulado de Caracas, entre quienes estaban asimismo prohibidos los
lazos de familia hasta el tercer grado, el intendente se vio obliga-
do a manifestar la dificultad de esta limitación: “ Es muy difícil
combinar la cosa de manera que, habiendo de entrar en el Consu-
lado los sujetos más distinguidos de país, no resulten algunos pa-
rientes, porque los llamados mantuanos están ligados con infini-
tas conexiones a causa de que, a manera de los judíos, no se ca-
san sino dentro de su tribu” .171 Y prohibición también escasamen-
te cumplida. El propio Solórzano coincidió en Lima como oidor
con su concuñado, el fiscal de aquella audiencia Francisco A lfaro.
Lohmann Villena recoge no pocos casos similares.172
Vinculada a la procedencia geográfica estaba también la
prohibición de que los oidores lo fueran en el lugar o provincia
de donde eran originarios. Una prohibición que no regía en las
audiencias europeas del Reino,173 en las que incluso había algu-
nas —N avarra, A ragón, Italia y Portugal— en las que, prescrip-
tivamente, sus ministros debían ser originarios de la región.174 Y
matrimonio: y hechas estas amonestaciones se pase a celebrarlo a la faz de la
Iglesia, si no se opusiere ningún impedimento legítimo... Los que atentaren
contraer matrimonio de otro modo que a presencia del párroco, o de otro
sacerdote con licencia del párroco, o del Ordinario, y de dos o tres testigos,
quedan absolutamente inhábiles por disposición de este santo Concilio para
contraerlo aun de este modo; y decreta que sean írritos y nulos semejantes
contratos, como en efecto los irrita y anula por el presente decreto” : Concilio
de Trento, Ses. 24, cap. 1 De reformatione. Se conoce este capítulo como el
Decreto Tametsi , que puede verse también en DENZINGER, nn. 990 y ss.
170
Cédulas de 18-2-1582 y 25-7-1593, ENCINAS, I, pp. 351 y ss.
171
Carta del Intendente Francisco Saavedra al M inistro de Estado Tomás
González de Carvajal, 3-5-1793: cfr. ÁLVAREZ, M., El Tribunal del Real
Consulado de Caracas, vol. I, Caracas, 1967, p. 213.
172
LOHMANN, Ministros, cap. VIII.
173
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. IV, n. 29.
174
LOHMANN, Ministros, p. XXX.

195
prohibición que, en Indias y en la práctica, igualmente se conde-
nó al olvido; la repetidamente citada obra de Lohmann Villena pue-
de bastar para probarlo.175 A vendaño no se consideró en la nece-
sidad de hacer referencia a ellas; debió considerar que eran o no
tan importantes, o no tan violadas como para tener que llamar la
atención sobre ellas. A pesar de que cuando se concede dispensa
sobre esta prohibición a Juan de Padilla, el primero que la obtiene,
el Consejo de Indias considerara la concesión como un gran error.176
Vinculadas a la familiaridad con los conciudadanos que, para
evitar favoritismos, las leyes querían excluir en los oidores, estaban
también otras diversas prohibiciones tendientes a evitar en ellos vín-
culos de amistad y padrinazgos. El tema estaba ya en el Derecho ro-
mano: “ Se añade en los decretos imperiales que los gobernadores de
provincias no tengan excesiva familiaridad con los provinciales, pues
con el trato entre iguales viene el desprecio de la dignidad” .177
Avendaño no habla de ellas sino sólo indirectamente; parece no con-
cederles vigencia cuando afirma que los jueces no deben estar cerra-
dos a tales vínculos.178 No haremos, pues, mención aquí de ellas.
Sólo de otra más a que se refiere nuestro autor: la de guardar
secreto de lo discutido en las deliberaciones de la audiencia.179 Opi-
na el jesuita que sí habían de reparar los oidores en ella y que,
dependiendo de la materia, podía llegar a ser una obligación gra-
ve, independientemente de las penas que por ello pudiera impo-
ner el virrey. Sobre todo porque en opinión de A vendaño había
un afán especial en Indias por conocer y difundir novedades.

A l cal des del Cri men y f i scal es

Cuanto vamos diciendo sobre los oidores se entiende dicho —y se


entendía dicho en la época colonial— incluyendo en ellos a los
175
ID., caps. IV, X, XV.
176
Cfr. ID., p. XXXVIII.
177
“ Mandatis adicitur, ne praesides provinciarum in ulteriorem familiaritatem
provinciales admittant; nam ex conversatione aequali contemptio dignitatis
nascitur” : Digestum, 1.18.19pr.
178
Tít. IV, n. 12.
179
ID., nn. 146 y ss.

196
llamados A lcaldes del Crimen y a los fiscales. En realidad, sólo
en algunas audiencias —las de M éxico y Lima, según Solórzano
Pereyra180— eran cargos específicamente nombrados, y en las res-
tantes sus funciones estaban igualmente encomendadas al resto
de los oidores. Ya que en Lima existían ambos cargos como tales,
A vendaño incluyó sendos capítulos para cada uno de ellos.181
Como su nombre indica, el Alcalde del Crimen era el oidor en-
cargado de las causas criminales; las civiles quedaban para el
resto de los oidores. Es la razón por la que eran los únicos que en
M éxico y Lima llevaban varas, cuando en el resto de audiencias
todos los oidores las llevaban: porque la vara “ se tuvo siempre por
insignia de los magistrados y especialmente de los criminales, y
en ella se significa y representa el sceptro real de quien ellos tie-
nen y reciben jurisdicción” .182
Ya en 1568 se crea en la A udiencia de M éxico la sala de A lcal-
des del Crimen,183 y se ordenaría expresamente a dicha audiencia
que fueran éstos y no los oidores quienes se encargaran de las cau-
sas criminales, aunque las Cédulas y otras provisiones fuesen di-
rigidas, en general, a los oidores.184 Tales alcaldes habían de ha-
cer audiencia los martes, jueves y sábados,185 no pudiendo por ello
“ llevar derechos” aparte de su salario, mucho menos de los po-
bres.186 En el mismo año de 1568 se creaba asimismo la Sala del
Crimen en la A udiencia de Lima, a solicitud de su presidente el
gobernador Lope García de Castro, siendo nombrado su primer
A lcalde del Crimen el licenciado Diego González A ltamirano, pa-
dre del ya mencionado Blas de Torres A ltamirano.187
180
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. V, n. 2.
181
Tít. IV, caps. XVIII y XIX.
182
SOLÓRZANO, Política, L. V, c. V, n. 2.
183
Cédulas de 19-6 y de 19-12 de 1568 a la Audiencia de México: ENCINAS, II,
pp. 73 y ss.
184
Cédula de 4-7-1570 a la Audiencia de México: ID, II, p. 75. ID. de 16-5-1571:
ID, II, p. 78.
185
Ley 7 de la Recopilación de las Leyes del Reino, y Cédulas de 19-12-1568 y
27-5-1582 a la Audiencia de México: ID., II, pp. 54, 76 y ss.
186
Cédulas (dos) de 19-12-1568 a la Audiencia de México: ID., II, p. 78.
Ordenanzas de las Audiencias, 1563: ID., II, p. 70.
187
Cfr. MOREYRA, Oidores, p. 109.

197
A vendaño se siente obligado a recordar a los A lcaldes del Cri-
men cuatro obligaciones en especial, sin duda por juzgar que eran
cuatro puntos normalmente descuidados por ellos en Lima. En pri-
mer lugar, la cuidadosa vigilancia que habían de tener con aque-
llos colonos que dejaron a sus esposas en España.188 El tema pue-
de resultar especialmente significativo por cuanto, al implicar a
cualquier español que hubiese llegado a las Colonias, no queda
muy claro que su lugar sea este Título IV dedicado a los oidores.
Pero crimen frecuente debió ser cuando A vendaño se siente obli-
gado a dedicarle un apartado especial.189 Un crimen señalado re-
petidamente por la Corona190 y al que el autor considera que ha
de prestarse especial atención:
estos Jueces están obligados especialmente a inducir a quienes
tienen su esposa en España, si no tienen su consentimiento, a que
vuelvan con ellas; o que procuren traer a las que quieran venir,
enviándoles el correspondiente pasaje; deshaciendo cuidadosa-
mente los fraudes que suelen mezclarse en estos casos... pues na-
die puede negar que esta separación, inhumanamente prolonga-
da en contra del derecho de las esposas, es un crimen, pues con
ella se priva a las esposas del derecho de pedir el débito.191

Esto, no obstante el que A vendaño, buen conocedor del Dere-


cho, no ignoraría aquella disposición del Digesto sobre los procón-
sules: “ es mejor que el procónsul vaya a la provincia sin su mujer,
aunque pueda hacerlo con ella” .192
Quizá fuera uno de éstos privados del débito —y entramos ya
en la segunda obligación señalada por A vendaño, la de una cui-
dadosa vigilancia de las calles en horas nocturnas193— el caso del
noctámbulo sorprendido merodeando por las calles de Lima, del

188
Tít. IV, nn. 155-161.
189
ID., cap. XVIII, § II, nn. 155-162.
190
Cfr., repetidas Cédulas: ENCINAS, I, pp. 415-421.
191
Tít. IV, n. 155.
192
“ Proficisci autem proconsulem melius quidem est sine uxore; sed et cum
uxore potest” : Digestum 1.16.4.2.- Sobre este tema, cfr. KONETZKE, R.,
“ La emigración de las mujeres españolas a América durante la época colonial” ,
en Revista Internacional de Sociología, III, 1945, pp. 123-150.
193
Tít. IV, n. 162.

198
que no sin ironía A vendaño refuta las excusas que alegó tratando
de justificar que iba armado:
En cierta A udiencia de este Reino, al ser sorprendido uno de és-
tos de noche con armas prohibidas bajo pena de muerte, evadió
la pena porque testificó que tenía para ello licencia del Goberna-
dor, concedida para que proveyera a su seguridad. Pero hubiera
sido más que suficiente ordenarle que se quedara de noche en
casa; así hubiera conseguido más seguridad.

Y quizá fuera también uno de éstos el oidor, sorprendido tam-


bién en horas de la noche, esta vez impulsado, sí, por los susurros
de Cupido.194
Avendaño reclama asimismo cómo “ hay una queja frecuente en
Indias, y no sin fundamentos también frecuentes, de que pesan mu-
cho en dichos jueces las recomendaciones, con lo que se obstaculi-
za el curso legítimo de la justicia” . El “ natural sanguíneo bilioso”
del autor se muestra aquí particularmente severo, en una adverten-
cia que resulta posiblemente la más áspera de todo este Título IV:
cuán gravemente puede delinquirse en esto es tan claro que no
necesita de prueba. A tiendan, pues, esos jueces a si, quienes con
sus recomendaciones se empeñan en librar a los reos de la sen-
tencia judicial, librarán también a los propios Jueces de la pena
de condenación eterna. Que expíe, por tanto, el reo su culpa un
tiempo, para que el Juez no sea atormentado eternamente.195

De la continuación del texto, al referirse a la cuarta de las obli-


gaciones a que apuntábamos, el jesuita nos deja entrever de dón-
de provenían esas recomendaciones: “ No puede aprobarse la prác-
tica según la cual reos de crímenes infames quedan libres porque
se consideran más honorables debido a algún cargo más relevan-
te desempeñado, o porque son españoles de distinguida presen-
cia; donde ser español o tener buena presencia se considera como
un grado de superioridad” . Ya las Cédulas se habían referido a
esto;196 pero A vendaño se sintió en la obligación de recordarlo.
194
ID., nn. 179, 103.
195
ID., n. 151.
196
ID., n. 152; cfr. CédulaalaAudienciadeMéxico, 10-12-1573: ENCINAS, II, p. 85.

199
Por su parte, en referencia a los fiscales correspondía a éstos,
según el propio Avendaño “ el cumplimiento de los Rescriptos Rea-
les y que se castiguen los violadores de la ley. Son los defensores
de los derechos del rey y a veces, en causas especiales, de los parti-
culares; y en Indias les corresponde, algo especial: la protección de
los Indios” .197 En realidad, eran los A bogados del Rey;198 y, como
tales abogados no pertenecían propiamente al orden de los oidores;
de hecho, su paso de fiscal a oidor se consideraba un ascenso. Pero,
como A bogados “ del rey” , estaban asimilados a ellos. De ahí que
las Cédulas ordenaran despachar en la audiencia durante tres ho-
ras por la mañana y que estuviesen presentes en los acuerdos de
la audiencia,199 señalándoles asiento preeminente en ellas inmedia-
tamente después del oidor menos antiguo.200
Como Abogados del Rey, Avendaño se siente obligado a llamar-
les la atención sobre tres puntos que la práctica forense limeña le hace
ver insuficientemente cumplidos. Uno es que, como fiscal, debe velar
por el fisco. No debían ser pocas las manipulaciones a este respecto,
cuando nuestro autor —probabilista medular— se siente en la nece-
sidad de sostener que “ en lo que se refiere a los derechos reales, los
fiscales no pueden seguir... una opinión probable que vaya contra el
fisco” .201 Aunque eso le suponga separarse de una doctrina jurídica
mantenida por siglos: “ no creo que obre mal quien, en cuestiones du-
dosas, se haya inclinado a responder contra el interés del fisco” 202 y
que había quedado como estereotipo en el aforismo —a los que pare-
ce tan aficionado— de que “ in dubio, contra fiscum” . El argumento
del jesuita es que en caso contrario, el Abogado del Rey estaría favo-
reciendo a la parte contraria, cometiendo así prevaricación.
197
Tít. IV, n. 162b.
198
ID., n. 163.
199
Cédula a la Audiencia de Nueva Granada, 2-6-1560: ENCINAS, II, p. 265. Y
Cédulas a la Audiencia de Santo Domingo, 15-8-1564 y 21-5-1577; y a la de
Lima, 22-8-1568: ID., II, pp. 263 y ss.
200
Ordenanzas de las Audiencias de Indias, 1563; Cédula a la Audiencia de
Nueva España, 18-7-1551: ID., II, pp. 261 y ss. Y Cédula a la Audiencia de
México, 29-8-1570: ID., II, p. 262.
201
Tít. IV, n. 163.
202
“ Non puto delinquere eum, qui in dubiis quaestionibus contra fiscum facile
responderit” : Digestum, 49.14.10.

200
El segundo punto es que, también como A bogado del Rey, el
fiscal debe ocuparse especialmente (“ con obligación gravísima” ) de
la principal misión de la Corona en las Indias: la propagación de
la fe. De no hacerlo, se convertirían de A bogados del Rey, en A bo-
gados del Diablo. Consecuentemente —tercer punto— “ los fiscales
deben asumir religiosamente la protección de los Indios” .203 La pro-
tección especial de los indios se había encomendado inicialmente
a los obispos; el nombramiento que recibió para ello Juan de Zárate,
obispo de A ntequera, puede dar idea de qué esperaba la Corona
de tal Protectoría.204 Pero, para dar a ésta mayor fuerza y autori-
dad, en 1554 se trasladó a los Fiscales de las A udiencias, con el
encargo especial de ayudar a los indios pobres;205 de modo que el
cargo de Protector de Indios quedó asignado oficialmente a los Fis-
cales.206 Posteriormente se suprimió el cargo, incluyéndose entre las
funciones de las audiencias como tales, y ya no sólo de los fiscales,
la de proteger a los indios.207 Sin embargo, no debe extrañar que
casi un siglo más tarde A vendaño hable como desconociendo esta
supresión por cuanto, a petición del virrey Conde del Villar, en
1589 se había restablecido el cargo en Perú, encomendándose ini-
cialmente de nuevo a los fiscales, y luego a otros funcionarios.208
Pero, fueren quienes fueren tales Protectores de Indios, los fis-
cales están obligados gravemente a esa protección, función para
la que “ se consiguen pocos funcionarios solícitos” , siendo más bien
muchas veces “ los Jueces, los Relatores, los Protectores y otros...
crueles aduaneros de la muerte de los Indios” .209
203
Tít. IV, nn. 169s.
204
Carta a Juan de Zárate, Obispo de Antequera, nombrándolo protector, con
sus atribuciones, 4-7-1542: ENCINAS, IV, pp. 331-332.
205
Cfr. Cédula a la Audiencia de Nueva España, 13-2-1554; Cédula a las
Audiencias de Indias, 8-2-1575: ID., II, pp. 269 y ss. Y cfr. Ordenanza de las
Audiencias de Indias, 1563: ID., II, p. 269.
206
Cfr. Cédula a la Audiencia de Nueva Granada, 6-9-1563: ID., II, p. 268.
207
Cfr. Cédulas a las Audiencias de Quito (10-2-1567) y México (27-5-1582):
ID., IV, p. 333.
208
Tít. IV, n. 170. Carta al Conde del Villar, Virrey del Perú, 10-1-1589: ENCINAS,
IV, p. 334. Cfr. LOHMANN VILLENA, G., El Corregidor de indios en el
Perú bajo los Austrias, Madrid, 1957; BAYLE, C., El Protector de Indios,
Sevilla, 1945.
209
Tít. IV, nn. 220, 210.

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Arzobispo de Lima... Dirigida a los Señores desta Real Audiencia de la Ciudad
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