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DISCERNIMIENTO, arte y don.

Según Catalina de Siena, “el discernimiento no es otra cosa que el conocimiento verdadero
que el alma ha de tener de sí misma y del Yo”. Y Teresa de Jesús dice: “Tengo por más
gran merced del Señor un día de propio y humilde conocimiento, aunque nos haya costado
muchas aflicciones y trabajos, que muchos de oración” (9). Una de las características más
indispensables de este autoconocimiento consiste en discernir de cuál de los tres ámbitos
de la persona (cuerpo, psiquismo y espíritu) proceden los movimientos de consolación y
desolación. Para ello es necesario conocer las leyes del propio cuerpo, del psiquismo y del
espíritu.
Para empezar, hay que aprender a escuchar a nuestra corporeidad: el agotamiento físico,
la falta de sueño, la mala alimentación, el ritmo de las estaciones, las etapas biológicas de la
vida..., todo ello son, al mismo tiempo, causas y consecuencias que se inscriben en el
cuerpo. En los últimos años se ha avanzado  mucho en la toma de conciencia de las
repercusiones somáticas de los desórdenes físicos, psíquicos y espirituales. Se ha llegado a
hablar de la enfermedad como camino de autoconocimiento. Y es que en nuestro cuerpo se
registran todos los episodios  de nuestra vida, como marcas sobre la cera. Nuestros
miembros y nuestros órganos llevan un registro de todo lo que hemos vivido y, si no les
escuchamos, acaban pasándonos factura.
En el campo psíquico, también arrastramos actitudes que vienen de muy lejos: episodios o
zonas de nuestra vida no asumidos, relaciones no perdonadas, ... todo esto son focos de 13
necrosis que bloquean y paralizan nuestras energías, y que no podemos vencer sólo a
base de buena voluntad. De hecho, se da un doble  principio: lo que no asumimos, no lo
redimimos; y, al mismo tiempo, lo que retenemos o aquello a lo que nos resistimos, persiste
y se enquista y nos parasita. También debemos tomar conciencia de otras áreas de nuestra
personalidad que están en relación con el sentido de la responsabilidad, el miedo a la
transgresión, los sentimientos opresivos de culpabilidad,... que tenemos que aprender a
desprogramar, porque nos impiden crecer.
En el ámbito del espíritu, no podemos dejar de traer a colación algo que resulta clave en la
Tradición: el discernimiento de espíritus. Según los maestros, estos espíritus son “fuerzas”
que no proceden del interior de nuestro psiquismo, sino del “exterior” de nosotros. Como
dice San Ignacio en los Ejercicios: “Presupongo que hay en mi tres pensamientos, a saber,
uno mío propio, que surge únicamente de mi libertad y querer; y otros dos que viene de
afuera, uno que viene del espíritu bueno y otro del malo” (EE,32). Esta concepción se
remonta hasta los Padres del Desierto, para los cuales el psiquismo humano es el “campo
de batalla” de las fuerzas del bien con las fuerzas del mal. Esto choca con nuestra
mentalidad racional, que tiende a reducir estas fuerzas al mundo del subconsciente. La
tradición espiritual dice aún más: “El hombre psíquico (“quien se guía por si mismo”) no
admite nada que venga del Espíritu de Dios; le parece absurdo. No es capaz de
comprenderlo, porque sólo se puede juzgar espiritualmente. En cambio, el que se deja guiar
por el Espíritu puede juzgarlo todo” (1 Cor 2, 10-15).
Sin ignorar las aportaciones de la psicología contemporánea, sabemos que la vida cristiana
consiste en aprender a discernir la voluntad de Dios (Rm12,1-2). "Aquí me tienes, Señor,
quiero hacer tu voluntad" (Sal 40,9; Heb10,7).  Aprender a discernir, es decir, a interpretar
los signos de Dios, podríamos compararlo al aprendizaje de un idioma: al principio sólo se
oyen sonidos; poco a poco, cada sonido es portador de un significado. Ahora bien, el
discernimiento no es una técnica, sino un estado permanente de atención y de ofrenda
de uno mismo. Es la actitud permanente de Jesús, de María... que indica apertura plena y
ofrecimiento total. Al final de más de 900 cartas, San Ignacio finaliza de la misma manera:
"Que el Señor nos de su gracia para sentir siempre su voluntad y cumplirla en su totalidad".
En la Tradición espiritual, el discernimiento se considera como un sexto sentido o un
"sentido interior". En el Oriente cristiano, la persona que ha hablado de forma más bella y
penetrante del discernimiento ha sido tal vez Diádoco de Fótice, un obispo retirado al
desierto (S.IV). Sus Cien consejos espirituales, recogidos en la Filocalia, me parecen una
lectura indispensable para completar las reglas ignacianas del discernimiento. Según
Diàdoco, la luz del verdadero conocimiento consiste en discernir infaliblemente el bien del
mal: "Entonces, el camino de la justicia, que lleva hacia el Sol de justicia, lo sitúa en la
iluminación infinita del conocimiento, desde el momento en que sólo busca el amor. Para
ello, se requiere un corazón sin cólera (...). La palabra espiritual llena de certeza al sentido
interior. Esta palabra viene de Dios mediante la energía del amor (...). Hay que esperar
continuamente, pero medio de la fe y del amor activo, la iluminación que permite hablar
(...).  Este conocimiento viene por la oración y por la mucha quietud, en un
desprendimiento total (...). Una persona así ya no se conoce a sí misma, sino que es
enteramente transformada por el amor de Dios. Cuando se empieza a sentir plenamente
el amor de Dios, entonces empieza, por el sentido del Espíritu, a amar a su prójimo" (25).
En palabras de William Blake, poeta y místico inglés del S.XVIII, "si las puertas de la
percepción estuvieran purificadas, todas las cosas se mostrarían al ser humano tal como
son: infinitas".
Esta calidad del conocimiento interno que lleva al olvido de uno mismo y que permite la
transparencia de Dios en las cosas también es constatada por San Ignacio: "Las personas
que salen de sí mismas y entran en su Creador y Señor, tienen consejo, atención y
consolación frecuentes y sienten como todo nuestro Eterno Bien está en todas las cosas
creadas, dando a todas las cosas su ser y conservándolas en Él" (Carta de San Ignacio a San
Francisco de Borja, 1545). Es decir, el don del discernimiento – del conocimiento
transparente- se da en este movimiento de salida de sí mismo (éxtasis) y de entrada en Dios
(enstasis), en el cual encontramos el clima trinitario.
  Javier Melloni, SJ. 
EIDES 30, 2001.
Bases para el discernimiento
"Fíjate bien donde pones tus pies" (Prov. 4, 26). A la hora de cualquier discernimiento
importa mucho dónde nos ubicamos, desde qué bases y supuestos estamos partiendo,
cuáles son las baldosas que pisamos. Presentamos, entre otros muchos, diez presupuestos
básicos para el discernimiento.
1. Nuestra existencia es don y regalo de Dios. Somos “hechura de sus manos”, varón y
mujer, a su imagen y semejanza. Por el sólo hecho de existir tenemos verdad – bondad –
unidad, y por tanto, somos bellos/as y amables.
2. Los seres humanos somos un conjunto de dimensiones muy unidas entre sí,
complementarias, indisolublemente entrelazadas: física-biológica, psicológica racional,
psicológica afectiva, social y espiritual. Dios nos creó así “y vio que era muy bueno” (Gn 1,
31).
3. La iniciativa de comunicación es de Dios, él siempre está saliendo al encuentro del
hombre y siempre está al alcance de quien lo busca.  El discernimiento es un instrumento
para que esta comunicación se mantenga abierta, fluida y auténtica.
4. Lo que sustenta nuestra vida, lo que le da sentido y plenitud es que Dios nos ama
incondicionalmente. Por ello, el amor mutuo es lo que nos humaniza, nos salva y nos hace
felices. La voluntad de Dios es que seamos felices en-desde el mandamiento del amor (cfr.
Jn 10,10; Mt 22,36-39), y el discernimiento es herramienta para buscar dónde y cómo
encontramos esta felicidad del amor.
5. Dios nos dio entendimiento y capacidad de decidir; nos hizo libres. Escuchar la voz de
nuestra conciencia (“el primero de los vicarios de Cristo” Cat.1778) siempre será un
presupuesto "sine qua non" para el discernimiento.
6. El discernimiento supone una “libertad liberada”, una conciencia lúcida, formada e
informada, en constante asimilación de los valores humanos fundamentales. Liberar la
propia libertad será siempre una conquista no exenta de renuncias y esfuerzos.
7. Nuestra existencia no es estática ni estable. Vivimos en permanentes búsquedas por
descubrir y desplegar aquel soplo original (Gn 2,7) que me hace ser quien soy, único e
irrepetible. Abrirme al cambio y la novedad es requisito para el discernimiento.
8. No somos ángeles ni demonios; simplemente seres humanos. No somos perfectos, y
nunca lo seremos. Avanzamos en procesos cíclicos – helicoidales – simultáneos, de
liberación personal, integración social, y  plenitud espiritual.
9. Nuestra plenitud humana la encontramos en Jesucristo (GS 22). El discernimiento
requiere un deseo de identificación con Jesucristo, un compromiso por la fe que busca la
justicia, un mínimo de amistad con Jesús y su causa del Reino.
10. "Ignacio seguía al Espíritu, no se le adelantaba.
De ese modo era conducido con suavidad, a donde no sabía.
…poco a poco se le abría el camino y lo iba recorriendo.
Sabiamente ignorante, puesto sencillamente su Corazón en Cristo”.
Jerónimo Nadal, sj (FN II, 252)

Saber discernir en el plano humano


Primer requisito para discernir “lo de Dios” y comenzar la danza
Para discernir en el plano humano tienes que tener un buen conocimiento de tu persona
desde el punto de vista psicológico. Pero no un conocimiento teórico. Debes haber
trabajado, con mucha atención, lo que organiza tu modo de actuar. Como quizás ya sabes,
hay un conjunto de fuerzas internas negativas que te hacen mucho daño y que te hacen
hacer daño a otros: los miedos, las compulsiones, las reacciones desproporcionadas, la baja
estima. Todo ello son síntomas de que estás muy herido, muy herida. Pero también tienes
otras fuerzas que te permiten actuar desde lo mejor de tu corazón, desde tu pozo, desde tu
manantial. Vamos a recordarlo y a explayarnos más en este aspecto del necesario auto-
conocimiento.
1) La identidad profunda: lo que me hace inclaudicablemente yo
 Hay cualidades que nos dan identidad: el color de la piel, la altura, el color de los ojos…
nuestro género, incluso nuestra profesión. Pero el manantial nos ofrecía aquello que nos
hace únicos dentro de la caravana humana con la que marchamos por la vida. Lo que nos
hace personas únicas son esas fuerzas en nuestro interior que nos hacen capaces de superar
los peores momentos de nuestra vida; esas fuerzas que nos sacan de lo más oscuro y nos
devuelven a la existencia. Y estas fuerzas no son las mismas para todos. Para algunas
personas será el deseo de vivir y de ser libre. Para otras, en cambio, será el deseo de servir,
el amor a alguien, la atención a los necesitados. Esa combinación de un puñado de
cualidades, de potencias, de “deseos”, es lo que fundamentalmente me hace ser yo.
Esta experiencia del manantial se hacía no con ideas sino vivenciándolo: no porque me lo
han dicho, sino porque he verificado que, en realidad, esas pocas cualidades y potencias
constituyen de hecho mi manantial. De tal modo que si faltase alguna de esas fuerzas o
dinamismos, yo no me reconocería. Mis deseos me constituyen, por así decirlo me hacen
inusitado, distinto, único. Debemos poner mucha atención, entonces, a la fuerza que tienen
los deseos profundos en el descubrimiento de nuestro manantial.
El deseo es una sensación muy especial; es un impulso vital que me lanza a la consecución
de algo que añoro porque intuyo que me plenifica y me da felicidad. Hay niveles de
profundidad de los deseos, los más profundos hablan de lo que de verdad puedo ser yo.
Las cualidades del manantial, con todo, se engarzan en otras cualidades que podemos
llamar cualidades arquetípicas, comunes a todos los seres humanos. Todo lo que tiene vida
humana, tiene básicamente tres “atributos” (cualidades primordiales): el ser capaz de ser
íntegro –integridad-, ser capaz de ser bueno –la bondad-, y ser capaz de ser honesto –la
honestidad profunda-. Estos atributos nos identifican con todas las personas de la Tierra y
son plataforma básica de convivencia. Vamos a detenernos ahora en cada una de esas
cualidades.
Todo ser humano será, fundamentalmente, íntegro (unum, en latín). Esto implica que, pese
a lo que me ha tocado vivir, puedo reintegrarme, puedo armonizarme; no sólo en el aspecto
físico, sino sobre todo en el aspecto psicológico. Por la “resiliencia” –común también a los
metales- puedo reconvertirme en lo que puedo ser fundamentalmente. En mi manantial
puedo encontrar este llamado a la integridad, por una parte, y por otra, la posibilidad de
estar integrado ya en muchas dimensiones.
Otra cualidad primordial o atributo es la bondad (bonum). Por el mismo hecho de ser, soy
buena, soy bueno. Por el mismo hecho de ser, soy “amable”. Pueden quererme, pueden
amarme sin tomar en cuenta “lo que hago”. Y además tengo capacidad de querer a otras
personas, de servir. Tengo, también, la posibilidad de sentirme bien por todo eso.
La tercera cualidad o atributo es la honestidad (verum) que implica, no sólo un llamado a
ser verdadero, a ser honesto, sino a reconocer en mi vida profundos brotes de honestidad.
Esta cualidad nos habla de una congruencia profunda que ya está ahí, en el fondo, para ser
desarrollada, aunque quizás no sea lo que más manifieste.
Por fin, otra cualidad atributo –que no había mencionado porque es la combinación de
todas ellas– es la belleza (pulchrum). Se ha dicho que la unidad de esas tres cualidades–
atributo genera la belleza y la posibilidad de gozar y de maravillarse de sí mismo, de las
personas y de las cosas.
Todo esto formaba parte del primer regalo que nos daba el manantial. Veamos el segundo
regalo.
2) La conciencia, el sensor del corazón
El segundo regalo del manantial es la conciencia. Muchas veces hemos entendido mal lo
que es la conciencia. La hemos confundido con las normas, con lo que nos imponen, con el
súper–ego. Entendemos acá, sin embargo, que conciencia es “la voz “de nuestro manantial.
Sí, ¡la conciencia es la voz de nuestro manantial siempre en crecimiento! La conciencia es
un fenómeno auditivo. Me dice, como ya explicamos, quién soy, pero sobre todo – y eso es
la conciencia– me indica qué hacer. En una de las lenguas mayas de Guatemala, lo que
nosotros podemos entender por conciencia se expresa como los “bastones del corazón”,
como los sensores del corazón, que lo hacen ir tanteando el camino para no errar.
Es decir, dentro de nuestro manantial tenemos el gran criterio del discernimiento humano.
Y fíjate que este trabajo que te presento versa sobre el discernimiento. Ya ves por qué el
discernimiento sólo puede venir después de que hemos descubierto el manantial, porque
sólo ahí entonces, escuchamos esa voz profunda que, siendo yo mismo, me provoca diálogo
conmigo mismo. Diálogo que me hace superarme y me reta a sacar lo mejor de mí. ¿No te
parece interesante tener siempre tu propio interlocutor?
 Pero ¿a qué me orienta la conciencia? La conciencia es como un instinto profundamente
humano que nos dice: “esto te da vida, esto te la quita”. “Esto te hace bien, esto te
estropea”. Y después de esta primera instancia, de identificar, puede darse un segundo
paso: “esto te toca hacer, esto no lo puedes hacer”. Para este segundo paso vamos a precisar
de más información que tiene que recabarse fuera. Ya lo veremos.
 Obviamente lo que da vida es lo que me hace fundamentalmente feliz. Y ahí, los
entendidos en la ética (que es la disciplina que teoriza sobre el comportamiento humano)
van a discutir sobre lo que significa la felicidad. Sería interesante que tú también te
preguntaras cuál es la verdadera felicidad, y cuál es la falsa.
Tú puedes verificar que hay placeres más ligados a lo meramente sensorial y otros, en
cambio, tienen un sentido más “vital”; quizás tú ya lo estabas sospechando en la
introspección que estás realizando.
El placer de ser yo mismo, yo misma...
Uno de esos placeres superiores, por ejemplo, sería la satisfacción profunda de “Ser
persona en plenitud”, el gozo de poderme encontrar a gusto conmigo misma, conmigo
mismo. Ser capaz de visitar ese manantial que me llena de paz y me lleva a expresar lo
mejor de mí.
Otro placer profundo sería experimentar la solidaridad. En la vivencia de la solidaridad, de
hecho, se sintetiza a la vez la felicidad personal y la colectiva. Del placer de la solidaridad
te voy a comentar después, te lo prometo.
Los deseos...
Lo interesante es ligar la conciencia a una de las fuerzas donde se expresa nuestro
manantial: los deseos. Los deseos son sensaciones poderosas que impulsan nuestras
acciones más allá de donde creemos que nos atreveríamos; son un resorte vital increíble.
Por eso Ignacio de Loyola –a quien vamos a referirnos bastante– pone mucha atención a los
deseos. El deseo mueve nuestra persona y moviliza la historia. El deseo subraya el carácter
anterior que tiene éste, ante todo imperativo que viene sólo después. Recuerda que gran
parte del modo de encontrar el manantial, residía en dejar brotar los deseos, los deseos
profundos, muy diferente –eso sí–, a dejar que emerjan nuestras compulsiones, nuestros
miedos, nuestros mecanismos de defensa. Podríamos decir que tus deseos más profundos se
sintetizarían en el placer y el gusto de llegar a ser persona en plenitud, unido al gusto de ser
solidario con las demás personas. Quizás es algo que nunca lo habías hecho consciente...

Carlos Cabarrús, SJ
Tomado de "La Danza de los ïntimos deseos"

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