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INSTITUTO TEOLÓ GICO PARA LAICOS

MISIONEROS SERVIDORES DE LA PALABRA

Moral Fundamental

Instructor: Pbro. Ángel Alfredo Castro González, MSP

Ley del espíritu y conciencia cristiana


Parte II

Presenta: José Gabriel Aguilera González

Febrero 15 de 2014

La conciencia en la Sagrada Escritura y en la Tradición Cristiana


Es principalmente la conciencia donde se sitúa el encuentro entre Dios y cada persona, encuentro que es individual pero
no por eso deja de ser, en el marco de la nueva alianza, en Cristo y en la Iglesia. Por una parte, la conciencia es la voz de
Dios, y por otra, es la voz del hombre que puede usar bien o mal los valores morales y formarse así una conciencia
abierta al diálogo con Dios o endurecida en el pecado.
En la conciencia es donde el hombre percibe claramente que todo su ser está ligado con Dios por Cristo en el Espíritu
Santo: “La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se siente a solas con Dios, cuya voz
resuena en el recinto más íntimo de aquélla”.
La conciencia en la Sagrada Escritura
En la sagrada Escritura, San Pablo cristianiza el concepto del sineidesis griego (facultad de juzgar moralmente); para él, la
conciencia es un testigo que juzga el valor moral de un acto, no sólo juzga las propias acciones, sino también las de los
demás; también habla de la conciencia como una realidad personal propia de cada individuo que nos induce a actuar en
uno u otro sentido en lo que se refiere a la percepción de los valores morales, en este sentido habla de buena
conciencia, mala conciencia y conciencia débil.
La buena conciencia implica la ausencia del pecado (cf. He 24,16) y también la práctica constante de las buenas obras (cf.
Heb 13,18). La buena conciencia se caracteriza por la voluntad de perseverar el bien, por la fidelidad al Señor (cf. He
23,1; 2Tim 1,3), está aliada con la fe: Iluminada por la fe, la conciencia se convierte en luz (1 Tim 1,19; cf. Rom 14,23).
Por otro lado, la mala conciencia (cf. Ti 1,15; Heb 9,14; 10,22) en que la perversión del espíritu lleva consigo la
perversión de la conciencia.
En cuanto a la conciencia débil, san Pablo habla de ella sobre todo al tratar la cuestión de los “idolotitos”: la carne
consagrada a los ídolos (cf. 1 Co 8,7.10; Rom 14,1).
San Pablo también habla de la conciencia actual o juicio práctico acerca de la bondad o maldad de nuestras acciones y
propone que hay que actuar siempre con el juicio de la conciencia, aunque éste sea erróneo (Rom 14,5).
En el A.T. y en los evangelios, el concepto de conciencia se expresa bajo la imagen del corazón: Is 65,14; Job 27,6; 2 Sam
24,10; Mc 7,21-22 y 1 Jn 3,21; la Escritura habla también de la mala conciencia al tratar del “corazón endurecido” (cf. Ex
7,13; Za 7,12; Sal 95,11; Heb 3,8.12) o de la “ceguera de la mente” (Ef 4,18).
La conciencia moral en los santos padres
Partiendo de la Escritura, los Padres tratan de profundizar en el concepto de conciencia moral; mediante la formación de
una buena conciencia tratan ante todo de estimular a los fieles en la práctica de la vida cristiana.
La conciencia como voz de Dios está relacionada con el tema del remordimiento, de la paz y de la alegría interior, según
se haya obrado mal o bien. Los Santos Padres afirman con frecuencia que Dios habla a la conciencia mediante la ley
natural. “Una ley natural del bien y del mal reside en nosotros”; una ley que “es un maestro puesto con la naturaleza
humana en nuestra conciencia”; el pecado hiere o estraga la conciencia. La conciencia puede llegar a estar enferma y ser
un obstáculo a la gracia.
Orígenes explica que la conciencia es el espíritu que, cual pedagogo, conduce al alma por el recto camino. San Basilio
afirma: “Todos tenemos en nosotros un juicio natural que discierne el bien del mal”.
La conciencia recta, norma última de moralidad. El discernimiento cristiano.
Para la escuela tomista la conciencia es el dictamen o juicio del entendimiento práctico acerca de la moralidad del acto
que vamos a realizar o que hemos realizado ya, en la escuela voluntarista franciscana se ve en la conciencia la
disposición innata de la voluntad a amar y desea lo que es conocido como bien, mientras que Häring, explica la
naturaleza de la conciencia mediante lo que llama “teoría de la totalidad” o “interpretación holista”, que se basa en la
necesidad de que en lo profundo del hombre están unidos la inteligencia, la voluntad y la sustancia del alma, en la
unidad de estos tres aspectos del hombre se ve un signo de la Santísima Trinidad.
Por otra parte, la función de la conciencia moral está sometida a interpretaciones tanto maximalistas como
minimalistas; la maximalista entiende la conciencia moral como la facultad que hay en el ser humano para crear valores
morales, mientras que la minimalista rebaja la actuación de la conciencia moral a ser únicamente reflejo o aplicación del
orden moral objetivo.
La conciencia en la Biblia, se presentaba como el juicio moral acerca de unas determinadas acciones (conciencia actual)
o como el modo habitual de reaccionar frente a los valores morales (conciencia habitual)
La conciencia moral actual, se divide en: a) antecedente, que es el juicio que recae sobre la moralidad de un acto que no
se ha realizado todavía, b) consiguiente, que es el juicio que recae sobre la moralidad de un acto ya realizado, en que la
conciencia actúa como testigo y juez.
Por razón de la conformidad con la realidad, la conciencia moral se divide en: a) verdadera, que da un dictamen de
acuerdo con las exigencias de la realidad, con la dignidad de la persona humana y, por lo tanto, con la auténtica voluntad
de Dios, y b) errónea, que lo coincide con las exigencias de la realidad de la dignidad del ser humano y de la voluntad de
Dios.
Por razón de responsabilidad, se divide en: a) recta, cuando la persona ha buscado la verdad moral por todos los medios,
y b) culpable, cuando la persona no ha buscado suficientemente la verdad moral
La conciencia recta es la norma última de la moralidad, actuar de modo contrario a lo que nos dicta la conciencia recta
es ir en contra de la voz del Espíritu Santo en nosotros y en contra de la prudencia que nos exige actuar siempre de
acuerdo con la recta razón; La conciencia verdadera es por sí misma regla subjetiva y próxima de la moralidad, siempre
que sea el resultado de un juicio prudencial; La conciencia invenciblemente errónea es transitoriamente norma de
moralidad (mientras no sea posible llegar a la verdad) ya que también es conciencia recta.
El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la
persona que lo hace; pero tampoco en este caso deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien.
La conciencia recta es para la persona expresión de la voluntad de Dios y obliga aún en caso de que haya en contra un
precepto de la autoridad civil o de la autoridad eclesiástica: siempre está vigente el principio expresado en los Hechos de
los Apóstoles, “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (5,29; cf. 4,19).
La conciencia venciblemente errónea nunca puede ser norma subjetiva de los actos humanos. Es obligatorio intentar
disipar el error antes de actuar.
El discernimiento cristiano
Se trata del problema de cómo distinguir en nuestra conciencia la voz del Espíritu Santo de la voz de nuestros caprichos
y bajos instintos, que quieren someternos al poder del mal. No es siempre fácil identificar lo que Dios quiere.
San Pablo trata este discernimiento en diversas ocasiones (Rom 12,1; Fil 1,9-11; 1 Cor 13,5-6; 2 Cor 13, 5-6; Gál 6,4-5; Ef
5, 8-10; 1 Tes 5,19-22; Heb 5,14 y 1 Jn 4,1), y en estos textos se observan dos aspectos del discernimiento a saber, el
aspecto subjetivo, en que la persona o la comunidad es capaz de discernir en la medida en que se deja transformar por
el Espíritu Santo y se da cuenta que el ser cristiano debe llevar consigo un cambio de mentalidad que nos impulsa a no
seguir los criterios del mundo malo; se trata de no dejarse arrastrar por los deseos del dinero, del poder, del placer o del
prestigio, sino dar frutos en el amor auténtico (cf. Gál 5,22-23); el aspecto objetivo, en que el objeto del discernimiento
moral del cristiano es la voluntad de Dios, y este discernimiento debe conducir siempre a la afirmación del señorío de
Cristo; porque “nadie puede decir que ‘Jesús es el Señor’, sino guiado por el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).
Por la presencia del Espíritu de Dios los cristianos hemos alcanzado la libertad, dicha libertad consiste en el
sometimiento al Espíritu (Rom 8,2), en dejarse dirigir por el Espíritu (Rom 8,5) y tiene fundamentalmente un camino
para encontrar lo que agrada a Dios: el discernimiento; la práctica de su caminar como “hijos de la luz” (Ef 5,8-10).
Por medio de la conciencia el creyente descubre cuál es la voluntad de Dios en cada circunstancia concreta, el
discernimiento no consiste en una fría deducción intelectual que, partiendo de las propias ideas sobre lo bueno y lo
malo, saca consecuencias, como si se tratase de una cuestión filosófica o científica. A veces el discernimiento nos hará
actuar según “la locura de Dios” (1 Cor 1,25).
El único criterio para no equivocarse es el que suministran los frutos del Espíritu, se deben asumir los criterios de Jesús
en su misión de manifestar el Reino de Dios, que es el camino para acertar en el discernimiento.
La ley, en cuanto expresión del bien común, no tiene la última palabra, pero es un elemento de juicio que el creyente ha
de tener en cuenta al discernir lo que Dios quiere; el discernimiento cristiano no puede ser nunca una realidad
puramente individual y privada; la fe se vive en la Iglesia y en comunión con el pueblo de Dios y sus pastores.
La conciencia habitual se divide en: a) delicada, la que juzga rectamente, pero extendiendo su mirada hasta los detalles
más pequeños; b) farisaica, la del que se preocupa mucho de lo que no tiene importancia y desprecia lo que en realidad
la tiene; c) escrupulosa, la del que cree que hay pecado donde no lo hay o que es grave lo que es leve; d) laxa, la del que
por razones insuficientes considera que determinados actos malos no son pecados o, al menos, disminuye su gravedad;
e) cauterizada, la del que, por falta de educación moral o por la costumbre de pecar, no le concede ya importancia
alguna al pecado y se entrega a él con toda tranquilidad y sin remordimientos.
El problema de la conciencia dudosa y el de la conciencia perpleja.
Entre las principales divisiones de la conciencia se encuentran: a) la conciencia cierta que es la que emite su dictamen de
una manera categórica y firme, sin temor a equivocarse; b) la conciencia opinativa, la que se basa en el estado de la
mente en que se afirma o se niega una cosa pero sin quitar cierto temor a equivocarse.
La conciencia dudosa es la suspensión de todo juicio acerca de la licitud o ilicitud de una acción que nos disponemos a
realizar, la duda puede dividirse en: a) de derecho si se duda sobre la existencia, extensión u obligación de una ley, y b)
de hecho, si se duda si un determinado hecho particular está incluido o no en una ley cierta.
No es lícito nunca obrar con duda práctica, ya que quien obra con la duda de si lo que va a hacer es o no lo que pide el
Espíritu Santo, acepta la posibilidad de ofender a Dios y desprecia los valores morales que en él se fundamentan.
Así, en caso de duda hay que juzgar por lo que ordinariamente acontece, se ha de suponer la validez del acto ya
realizado, hay que restringir lo odioso y ampliar lo favorable, la presunción favorece al superior.
La conciencia perpleja se llama así del que, situado entre diversos valores o deberes, cree pecar tanto si realiza como si
omite una determinada acción
El magisterio de la Iglesia y la formación de conciencia
La ley nueva consiste esencialmente en obedecer al Espíritu Santo que actúa dentro de nosotros, la misión del Espíritu
Santo no es enseñar una revelación diferente a la de Cristo, sino que “reparte también gracias especiales entre los fieles
de cualquier condición ‘distribuyendo a cada uno según quiere’ (1 Cor 12,11) sus dones, de forma que todos y cada uno,
según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los demás, sean también buenos administradores de la multiforme
gracia de Dios, para edificación de todo el cuerpo en la caridad. Es la recepción de estos carismas, incluso de los más
sencillos, la que confiere a cada creyente el derecho y el deber de ejercitarlos para el bien de la humanidad y edificación
de la Iglesia en el seno de la propia Iglesia y en medio del mundo, con la libertad del Espíritu Santo, que sopla donde
quiere: La recepción de los carismas da, pues, un derecho a ejercitarlos.
Si la Iglesia es en Cristo como un sacramento, signo e instrumento de la unión íntima con Dios, quiere decir que la
búsqueda y la expresión de la unidad es un aspecto del bien común, y son necesarias las leyes para que la unidad
interior de la Iglesia se exprese y se realice en una unidad visible, y sólo una completa ignorancia de lo que es la
conciencia podría inducir a rechazar en su nombre el infalible magisterio de la Iglesia, ya que por principio hemos de
saber que la presunción de verdad, rectitud y prudencia está de parte de la autoridad eclesiástica, suponiendo que quien
la representa es autoridad legítima y desempeña su cargo con sentido de responsabilidad.
Cuando la Iglesia hace declaraciones sobre un contenido ético que no tiene fundamento bíblico, estas afirmaciones
pertenecen a una función pastoral y orientadora más que a un auténtico magisterio doctrinal. Sus palabras no son
infalibles ni absolutamente obligatorias, a no ser que el contenido de tales proposiciones se encuentre manifestado en la
misma revelación; el magisterio tiene pues, al menos de una forma indirecta, la obligación de denunciar como
antievangélicos todos aquéllos comportamientos contrarios a la ley natural que no están de acuerdo con las exigencias
del amor efectivo hacia la persona concreta y de enseñar cuáles son los comportamientos correctos.
Por voluntad de Cristo, la Iglesia Católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la
verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que
fluyen de la misma naturaleza humana.
La educación moral
Piaget, distingue dos grandes estadios en relación con el fundamento de la obligación moral; un estadio de heteronomía
en el que las reglas son sagradas, y un estado de autonomía en el que se respetan las reglas porque son exigidas por las
relaciones de grupo.
Kohlberg, estudia todo el proceso del desarrollo moral y distingue seis estadios, divididos en tres niveles, dos estadios
por cada nivel.
El primer nivel es el pre-convencional: el bien y el mal son juzgados en base a las consecuencias positivas o negativas del
acto para el sujeto; el segundo nivel es el convencional, en que el bien y el mal se definen por convenciones sociales; el
tercer nivel post-convencional o autónomo, donde se buscan principios y valores morales superiores e independientes
del orden constituido.
Una recta educación de la conciencia debe favorecer la autonomía moral de la persona y debe evitar totalmente la
presentación del compromiso moral como sumisión ciega e irracional a la voluntad arbitraria de Dios

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