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Entre las líneas de nuestra historia patria se derraman de manera pueril palabras cuyo significado
se desconoce, dejando a su paso verdaderas lagunas mitológicas que sirven a los demiurgos y
demagogos de tranquilos pantanos por donde navegar hacia el poder. Sin embargo, tales
estructuras tienen como base la débil y siempre abatible mentira, por lo que crujen
irremediablemente hasta derrumbarse por el ariete de la verdad.
Cuán credo religioso y mantra político nos han repetido hasta la saciedad que son cinco las
repúblicas que componen nuestra historia, tratando de trasplantar desde Francia una realidad por
entero diferente, donde tal nomenclatura se debe a los drásticos cambios de sistema político
entre monarquías, oligarquías, imperios y hasta comunas.
¿Somos realmente republicanos por decreto o tal concepto no ha dejado de ser un epíteto
socarrón abusado por quién pretende ofrecernos barbarie por civilización?
Para resolver tal interrogante es necesario rastrear el origen de tan enigmática palabra, el cual se
encuentra en los albores de la civilización occidental. Desde la conformación de las primeras
ciudades-Estado mediterráneas conocidas como polis, pensadores inmortales de la talla de Platón
y Aristóteles se cuestionaban sobre las mutables facetas del gobierno. Llegando en su momento a
identificar formas puras e impuras de gobierno que aparentemente surgían en toda polis.
Su discípulo y crítico Aristóteles (384-322 a.C.), definiría los distintos regímenes políticos en formas
puras (monarquía, aristocracia, politeia) e impuras (tiranía, oligarquía, democracia) de gobierno,
cuya natural transición está definida por el acercamiento o alejamiento del fin supremo de toda
comunidad: el bien. Ante la contínua amenaza de ver corrompidas las formas puras de gobierno,
Aristóteles en aras de salvaguardar la estabilidad de la polis propone la Politeia como una forma
de gobierno híbrida entre la oligarquía y la democracia, pretendiendo alejar así la posibilidad de
quedar estancados en una forma impura de gobierno.
No sería sino en Roma donde los habitantes del Lacio propondrían como contrapropuesta a la
herencia monárquica de los etruscos, el concepto de Res Publica, o cosa pública. El gobierno
republicano estaría diferenciado primeramente por la participación ciudadana en los asuntos de
carácter público, rescatando tal noción de la antigua ágora ateniense. Es en la etapa republicana
cuando Roma alcanza toda su gloria mediante la conquista del mundo conocido y la elevación
espiritual de sus ciudadanos.
La respuesta la hallaremos en los escritos del historiador Polibio (200-118 a.C), cuya mente griega
nacida en Megalópolis y cultivada en Roma termina resolviendo las interrogantes planteadas en su
momento por Platón y Aristóteles. Para Polibio, las formas de gobierno puras irremediablemente
se corrompen y vuelven impuras condenando a un ciclo aparentemente sin final a casi toda suerte
de unidad política.
La monarquía conducida por un único gobernante sabio y enfocado en el bien general terminaría
mutando en tiranía, cuando el monarca empezara a mandar según sus apetencias. Eventualmente
sus abusos y excesos terminarían siendo aprovechados por un grupo de ilustres ciudadanos,
quienes le derrocarían y se erigirían como Aristocracia con el fin de llevar por buen rumbo la
ciudad.
Desafortunadamente, tales aristas de la sociedad tampoco estarían exentas de anteponer sus
intereses personales a los colectivos, por lo que degenerarían en una Oligarquía que responde solo
a las apetencias del grupo gobernante. Las mayorías preocupadas por sus intereses terminarían
desconociendo las autoridades y conformarían un gobierno Democrático basado en los diversos
pareceres de los ciudadanos, distribuyendo de esa forma el poder.
No obstante, ante la falta de una clara jerarquía que centralice las decisiones políticas, y por el
corrupto afán de otorgarle a todos, inclusive a los ignorantes, influencia en los asuntos públicos, la
Democracia se convertiría rápidamente en Oclocracia o gobierno de la muchedumbre. La
Oclocracia es perjudicial para toda ciudad, pues transforma en jauría a la ciudadanía, pervierte la
ética, sepulta la ley, convierte la Libertad en libertinaje e irrespeta la tradición.
Ante su propia monstruosidad, los pocos ciudadanos con cordura en aquél mar caótico de
apetencias, sumarían sus esfuerzos a la búsqueda del orden, bajo la sombra un caudillo, un nuevo
monarca capaz de imponer la armonía y el respeto a las leyes con su severa autoridad. Así, según
Polibio, se repetiría el ciclo nuevamente, en una suerte de eterno retorno de lo mismo.
¿Cómo asegurar la estabilidad ante la permanencia del cambio? La respuesta de Polibio sería el
integrar las formas puras de gobierno en uno solo que fuese mixto. De tal modo, cada vez que una
parte del cuerpo social estuviese cerca de la decadencia, el resto de la sociedad le rescataría. La
perfectibilidad de esta construcción estaría blindada por una sincronía total entre los intereses de
los distintos estratos de la sociedad.
He allí uno de los pilares fundamentales de la República, parte de su tradición discursiva descansa
sobre valores tan loables como necesarios para la construcción de una sana sociedad, pero no se
sustenta exclusivamente en ellos. En su lugar, se fortalece al poner en la tribuna el tangible peso
de los intereses de cada ciudadano, salvaguardando así la dimensión personal del individuo sin
que ello signifique la extracción, o amputación, del cuerpo social. El velar por el bienestar de la
República se traduce en salvaguardar tanto los intereses personales como el del colectivo.
En lugar de idealizar las gestas y campañas admirables, o de adular sin decoro a quienes en vida
tuvieron su propio bocado de gloria, enfoquémonos hoy en rescatar lo poco que nos pudo legar la
Independencia, aparte de la estela de sangre y hierro; me refiero específicamente a ese
antiquísimo ideal republicano, que proviene nada más y nada menos que de la Eterna Roma y que
heredamos como descendientes de una concepción hispana, y por ende occidental.
Más allá de las cercanías o diferencias que podamos tener con los próceres y los primeros
constitucionalistas, hoy acordamos desafortunadamente, que aquél sueño inicial por el que
ciudadanos ilustrados decidieron entregar sus vidas en el campo de batalla en nada se parece a la
Venezuela de hoy en día. Ni República independiente ni parte del Imperio, Venezuela se asemeja
más a un hato poblado por seres rumiantes que esperan los designios de sus dueños foráneos.
Honorable lector, te propongo asumir el peso de la más férrea de las verdades, te reto a que te
plantes firme frente a los Patriotas y a los Realistas, frente a Miranda y a Monteverde, frente a
Páez y a Morillo; y le digas en su cara lo vano que fueron sus muertes.
Ondeamos en nuestro tricolor el color rojo, rememorando la sangre que regó los campos de
batallas, no obstante, parecemos olvidar que jamás cosechamos los frutos de aquella cruenta
siembra. No solo nos enfrentamos al irrespeto absoluto por el sacrificio emprendido por
venezolanos de bando y bando que lucharon entre hermanos por lo que creían era noble, a su vez
esta generación se está haciendo cómplice de la decadencia que mantiene al país en la miseria.
Venezuela necesita hoy hombres probos, forjados en la fragua de la lucha y el coraje. La ardua
cruzada de regeneración nacional requiere que retomemos las cuatro virtudes cardinales que
modelaron a occidente desde sus inicios: Justicia, Prudencia, Fortaleza y Templanza. Acompañadas
desde luego por el ardoroso fuego de amor por la Patria y el fervor por la trascendencia del
espíritu humano más allá de lo material.
Nada de cuartas ni quintas, mucho menos sextas; Venezuela será constituida como la República,
no un mero ensayo del montón.
Asumamos la jovial y elevada pugna por nuestra Dignidad. Frente a las infamias sostenidas por el
marxismo de Materialismo, Internacionalismo y Degeneración; impongamos firmes las eternas
verdades de Dios, la Patria y la Familia.