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MEDITACIONES DE UN ZÁNGANO

I
Asimetría tutelar
En el reino de lo minúsculo, nace una larva de abeja, esa prisionera de cera rompe su
capullo con tenacidad. Se despoja de su antigua mortaja. Ahora lanzada a la colmena
con la insolencia de quien pretende conquistar las alturas, escupe en la cara de la
mediocridad humana, pero nunca dejara atrás la cárcel de su nacimiento y nunca
podrá reclamar el firmamento. No podrá decir: “Soy libre”, igual que el hombrecito a
quien al nacer le falta de todo, su parto no es un acto de metamorfosis solo es un acto
de ruptura estética, un cambio de formas pero no de principios. Antes siquiera de
pronunciar sus primeras palabras, debe ser protegido de riesgos mortales. El limitado
instinto que tiene es insolente para procurarles los cuidados necesarios, es preciso que
los reciba meticulosamente de otros.
El hombrecito ha nacido, pero su voluntad no lo ha hecho, es pura pasividad de
formas, sus acciones son nulas. Ni ha tenido tiempo en reconocer un Yo ni Eso, y está
muy lejos de hacerlo, cuando ya una jerarquía ordenada de acciones se han trazado
sobre él. El hombrecito prácticamente inmóvil perecería si tuviese que enfrentarse a
la brutal naturaleza, sin solicitarlo es recibido en otro tipo de naturaleza más
benevolente y compasiva: vive como un ciudadano más en el conjunto humano.
Menudo melodrama la existencia del hombrecito, cuya vida es un regalo no
solicitado, envuelto en la caridad ajena. Nace con una cuenta endeudada, con un
patrimonio de favores inmerecidos, sin haberlos suplicado ni en sus más
desesperados jodeos y suspiros. Es un mero espectador de su propia existencia, años
tendrán que pasar para que el recuerdo y el juicio adquiridos le propongan algún tipo
de compromiso y deber, un débito indemnizador, ese tributo reparador que la vida,
con sarcasmo e ironía le exigirá. Ah, pero hasta el momento, qué comedia es su acto
inaugural, donde el hombrecito, más parecido a un animalillo que a un ser de razón,
cuando su cuerpo se asemeja a una cascara vacía de nuez, se convierte en el epicentro
de las tribulaciones colectivas, tan dependiente de su conjunto humano como lo fue
del útero materno que lo confinaba. ¡Qué escena tan patética y predecible, digna de
una sátira, el hombrecito como nuevo ser se aferra a la vida con una dependencia tan
caníbal como desesperada!
Es pues el primer acto social, donde la reciprocidad es un mito inalcanzable, donde el
hombrecito, el infante, reina con la impotencia de un déspota desarmado,
completamente mudo ante sus súbditos. El conjunto humano que lo acoge, tan puro y
exento de igualdad como en un paisaje de jerarquía autoritaria, no admite contratos ni
pactos; es un teatro donde solo hay lugar para un acto solidario. La moral, ese
delicado baile de dos, aún no ha comenzado, pues uno de los bailarines aún no ha
aprendido los pasos.
Abstengámonos de caer en la vulgaridad de los formalismos al documentar esta obra
de autoridad suprema, ese cuadro de jerarquía tan rígidamente esculpida y bien

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cumplida que podría hacer sonrojar a cualquier dictador. No vaya a ser que, por
exceso de admiración, terminemos aplaudiendo y justificando la pantomima de poder
que se despliega ante nuestros ojos incrédulos. Pero de forma irónica, así es el
capricho de la naturaleza, la asimetría tutelar nos marca desde el nacimiento.
En el fúnebre juego de las naciones hay grandes doctrinarios, Giambattista Vico, un
visionario italiano del siglo XVIII, con su teoría del ciclo histórico, corsi y ricorsi.
Vico escribe en su obra Principios de la ciencia nueva las leyes de la historia, como
si fueran mandamientos providenciales, adelantándose más de un siglo a Hegel y su
fantasmagórico concepto de Geist. Vico supo desenmascarar la falsa antes que la
mentira fuera edificada por los ilustrados y la Revolución Francesa, que pretendieron
vender porquería cromática, la historia como una progresión lineal. Vico con sonrisa
burlona, reveló heredando del cristianismo la idea de una finalidad progresiva pero
marcada con etapas de desarrollo y declive, que son análogas a los períodos de la
vida del hombrecito: infancia, juventud y madurez.
¡Ah, en el tumultuoso bailoteo de la civilización! Nuestro visionario napolitano,
desvela el eterno retorno de la historia misma. Señala tres etapas principales: La Edad
de los Dioses, ese albor primigenio donde los hombrecitos, temblorosos y extasiados,
se postran ante el misterio cósmico, interpretando cada susurro del viento como el
aliento de lo divino. Luego, en la cresta de ella, se impone La Edad de los Héroes.
Aquí, los semidioses caminan entre nosotros, con su porte majestuoso y su mirada
que perfora el velo de la realidad. La aristocracia se alza como arquetipo
ejemplificador, imponiendo una jerarquía donde el honor es la cosa más valiosa. La
humanidad, aún en su cuna, se atreve a soñar con la grandeza y el ensanchamiento
nacional, imperial. Y finalmente, nos adentramos en La Edad de los Hombres, el
olvido de los grandes mitos antiguos y el nacimiento de los nuevos, el amanecer de la
razón. La democracia, esa ambiciosa aspiración a la igualdad, se erige sobre los
pilares de la ley. Pero, ¡ay!, la autoridad divina es suplantada por la autoridad humana
y el derecho natural por el derecho positivo y postizo. Vico, nos advierte: este ciclo
no es más que una espiral permanente, y cada final es un nuevo principio del mismo.
Sin embargo, recabe señalar que en las dos primeras etapas de desarrollo el contenido
espiritual de la nación se mantiene fiel a sí mismo, enfrentándose a cualquier
conjunto humano con pretensiones y convicciones opuestas a las suyas. ¡Así se forja
la historia, con la tenacidad de aquellos que se mantienen inmutables ante la
hostilidad de ideologías contrarias!
Mientras que en la última etapa de desarrollo, el contenido espiritual de la nación que
alguna vez fue inquebrantable y fiel a sí mismo, capaz de combatir por él, ahora se
diluye en un mar de ambiciones ajenas. Pretende, abrazar el cosmos entero, pero en
su afán por universalizarse de forma diplomática, se subordina. Se convierte en un
peón en el tablero de potencias extranjeras, que actúan como afiles. Y así, con cada
concesión, con cada genuflexión, se deshilacha el tejido de su democracia, hasta que,
inevitablemente, se desgarra, anunciando el fin de esta misma etapa. Observemos la

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Atenas de Pericles y la sucesión de Los Cuatrocientos, nos desvela la farsa: en la


guerra, la democracia es tan eficaz como un paraguas en un huracán. Y qué decir de
Europa durante el siglo XX, en los años 30 tras la Gran Depresión, la clase media
experimentó una disminución de su poder adquisitivo y estabilidad. Aristóteles en su
obra Política ya nos advertía: la democracia depende de la robustez de la clase media,
la democracia es tan fuerte como la clase media que la sostiene, ya que es el punto
medio entre los ricos y los pobres, ayudando a prevenir los conflictos sociales y
promoviendo la virtud cívica. Pero, ¿qué ocurre cuando esta clase media se desdibuja
y no está bien definida, cuando se convierte en una turba perpetuamente insatisfecha?
La democracia pasa a ser un simple pretexto, se convierte en el maquillaje perfecto
para que otros sistemas de poder se adueñen de la situación. Ya sea bajo la abstracta
idea moderna de la dictadura del proletariado o de una dictadura militar de corte
burgués. Mostrando el eterno debate de si la democracia es el gobierno de las masas o
de las leyes, de las masas revolucionarias desconectadas o de los militares que deben
hacer cumplir el orden y la ley constituidos.
Salvo si eres Estados Unidos, por supuesto. Casi dos siglos y medio aferrándose a la
misma constitución republicana. El supuesto baluarte de la democracia, que ondea su
antorcha de libertad como si fuera la única luz en la oscuridad… aunque quizás no
sea más que un espejismo en el desierto de la mediocridad política. Con un celo casi
supersticioso por la supervivencia de su ‘democracia’, no vacilan en poner de rodillas
e incluso invadir a naciones extranjeras, en un juego de marionetas donde las
elecciones son hilos que se enredan y desenredan a antojo. Nación que hace del
pacifismos y de la no violencia adagio y norma de conducta y usan la fuerza cuando
lo consideran oportuno, rompen sistemas políticos enteros no como quien
simplemente rompe un cristal, sino como quien rompe el silencio antes de una gran
tormenta, todo para perpetuar el ambicioso néctar de poder y asegurar una hegemonía
que se extiende como sombra en el viejo continente. Y así, con una voz lúgubre que
resuena en la historia, nuestro Jaime Balmes nos recuerda desde su tumba: ¡Ay de los
pueblos gobernados por un Poder que ha de pensar en la conservación propia!
Este desequilibrio de poder entre las naciones, ese lugar donde la política exterior es
un desierto de intereses, un erial de ambiciones desmedidas, es el escenario de la vida
política global. Aquí, se despliega de nuevo la asimetría tutelar, con algunos países
encaramados en su púlpito de superioridad, dispensando ‘sabiduría’ con una actitud
paternalista. Son los nuevos prohombres, que se balancean precariamente sobre la
cuerda floja de sus propios intereses, y de una sociedad decadente.
Pero no confundamos la decadencia de Estados Unidos con la de Europa, ¡Dios nos
cuide de hacerlo! El viejo continente, aún respira el aliento de una nueva renovación.
Europa conserva el contenido espiritual, quiera decirse también religioso, dispuesto a
enseñar al mundo cómo se levanta con dignidad y gracia. Mientras que Estados
Unidos contempla su reflejo en un espejo roto, Europa se debe preparar para escribir

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el próximo capítulo, ya no con tinta, sino con el espíritu indomable que siempre ha
sido su verdadera fortaleza histórica.
Portugal, España e Italia, triada de naciones antiguas, deben alzarse con un mismo
compromiso histórico para ser los nuevos estandartes de Europa que busca
redescubrir su unidad. Solo aquellos pueblos con el genio de lo clásico pueden aspirar
a la auténtica universalidad. Aquel destino común que fomenta la convivencia, el
buen sentido. Son ellos, con su legado de sabiduría y arte, quienes pueden reclamar la
causa y el origen de ella. En contraste con Francia y Alemania, que acabaron con la
universalidad de Roma y sembraron las semillas de conflictos en Europa. La Reforma
Protestante, esa supuesta liberación de conciencias, no hizo más que encadenar la fe a
un sinfín de sectas mercantilistas, vendiendo indulgencias al mejor postor de la
nobleza. ¡Oh, qué gran tragedia! Los príncipes, convertidos en nuevos papas de sus
propios reinos, justificaron apoyados por Lutero la masacre de los campesinos
alemanes, tildándolos de endemoniados, como si el Diablo mismo hubiera sembrado
la cizaña en sus campos de trigo. La iglesia, teniendo elementos conciliadores, se vio
fragmentada, sus concilios y el Papa relegados a meros espectadores de lo absurdo. Y
así, con cada cisma, nacieron inquisiciones por doquier, como hongos tras la lluvia,
juzgando y matando a diestro y siniestro. ¡Qué decadencia la de Europa, que en su
afán de reforma, terminó por perder el velo de la fe! Y con Francia, la Revolución
francesa que iluminó nuevos horizontes para la humanidad. Pero, ¡ay!, se degrado
con las guerras napoleónicas, esparciendo por Europa el veneno del nacionalismo,
sembrando el polvo de la discordia. Una promesa más de fraternidad convertida en
una vaga ilusión, de nuevo las ruinas de la concordia perdida de Europa.
Pero es esta actitud de reforma la que Portugal, España e Italia deben cincelar con fe,
sin la cual no seria posible el triunfo práctico de cualquier empresa difícil. Porque sin
ella, ¿qué somos? Nada más que sombras vacilantes en un escenario de dudas,
incapaces de la más mínima hazaña.
Como criticó Mazzini a los Carbonarios, es un error vital las asociaciones políticas
carentes de fe, siendo el más fecundo de los principios para edificar, bandera suprema
de todos los acontecimientos. La fe es la unidad para la acción política, la fe es
entrega, confianza. La simple negación no puede actuar como arma.
Por ahora, esta es una tendencia muda, puro silencio sepulcral, ignorada por la
multitud indiferente; sin embargo, el inexorable avance del tiempo la elevará desde
las sombras, otorgándole la importancia histórica que merecen estos tres países.
Todas las grandes empresas las inician los hombrecitos ignorados del pueblo, sin otra
potencia de ser que la fe y la voluntad.

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