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SEPARATA 2

I. EL HOMBRE COMO VIVIENTE

1. ¿Todo cambia o algo queda?

En el curso anterior, de Introducción al Pensamiento Clásico, repasamos los orígenes de la filosofía


clásica y su aporte al pensamiento occidental, remontándonos aproximadamente hacia el siglo VII a. C., hasta
un grupo de pensadores que se atrevieron a plantearse preguntas radicales sobre la realidad. Su capacidad de
asombro, consecuencia del gran vigor de sus agudas inteligencias, les llevaba a realizar preguntas ‘de fondo’
como por ejemplo: ¿la realidad es pasajera o estable? Este asunto es importante, porque si la realidad es
eventual entonces es incierta; si ahora es y luego ya no, estamos no sólo ante un juego de niños, sino que nos
involucra a nosotros; si nuestra vida es pasajera, si se disuelve en la variabilidad de los instantes, como en un
chasquido de los dedos, entonces ¿qué queda de nosotros?

¿Podemos hacer pie en algo estable? ¿Lo real es sólo lo que vemos, está en la superficie o tiene un
fundamento más profundo? Preguntándose frente a la realidad es como buscaron el arjé o primer principio
constitutivo y constituyente de la realidad. Su respuesta fue –como luego detallaremos– que aquello que
constituye la realidad es estable, es el ser. De manera que el cosmos, a pesar de sus diversos eventos, procesos y
fenómenos, posee una cierta seguridad, más allá de la variabilidad, de la fugacidad, del devenir, no se disuelve
en el tiempo, por lo que el hombre queda al abrigo de esa estabilidad.

Sin embargo, pronto advirtieron una gran aporía: la muerte humana. ¿Qué fundamento era ése, el de la
naturaleza física, que no alcanzaba para que el hombre se librara de morir? Y entonces empezaron a preguntarse
por la fisis o naturaleza humana: ¿Existe algo permanente en el hombre? ¿O será que estamos condenados a
disolvernos en la variabilidad de los instantes, de modo que al morir no quede nada de nosotros? Por tanto, de la
pregunta por el fundamento del universo se siguió la del fundamento del ser humano. Esta pregunta se hizo más
intensa cuando varias circunstancias se dieron lugar hacia el siglo V a. C., en una de las polis griegas más
importantes de aquel entonces, Atenas, la cual se vio inmersa en una crisis social, cultural y política, que a
muchos les confundió, llevándoles a dudar sobre sí mismos y sobre su capacidad de poseer la realidad de
manera estable, segura.

En momentos de crisis, de vacilación, la sofística había medrado, se había ido abriendo paso proponiendo
diferentes ‘metros’ para medir la realidad, en especial la que correspondía a la acción práctica, con el riesgo de
fijarse sólo en los resultados externos, en buscar, lograr, aferrarse y tocar con la mano el éxito.

Sócrates (470–399 a. C.) reaccionó frente a dicha confusión notando que lo más hegemónico que tiene el
hombre es su inteligencia y su capacidad de verdad, e invitó a incrementar el conocimiento del ser humano. Es
conocida su recomendación: “¡Conócete a ti mismo!”. Conviene subrayar que esta actitud ante la crisis es de
acometimiento, no de rendirse, sino justamente de aumentar la actividad intelectual, para no ceder o entregarse
a lo aparente.

Según Sócrates el ser humano sí es capaz de hacerse con lo permanente de la realidad y no sucumbir ante
lo aparente y cambiante. La misma ética socrática parte de la convicción de que sólo desde el saber y la verdad
es como se puede dirigir la acción humana. Ciertamente, el poner el acento en dicha función racional pudo
haberle hecho inclinar la balanza de ese lado y caer en un intelectualismo ético 1, pero se comprende el por qué

1
Consiste en afirmar que para obrar bien basta con saberlo. Evidentemente eso es irse al extremo. Qué duda cabe que para actuar bien hay que pensar, emplear a
fondo la inteligencia. Pero eso no basta. Como se verá en la asignatura de Ética, el saber es requisito necesario pero no suficiente, ya que se requiere también del
concurso de la voluntad y de la libertad del sujeto. En descargo de Sócrates hay que decir que lo que le ocurría –a él y a los socráticos– era precisamente que su lucidez
era muy grande y esa luz de su inteligencia les alcanzaba para darse cuenta del profundo daño que una persona se hace al obrar mal y como por tendencia básica no
buscamos dañarnos, al darnos cuenta que algo nos deteriora tan profundamente, los socráticos consideran que entonces uno no lo obraría mal.
1
de aquel desequilibrio, que estaba justamente en la necesidad de resaltar la actividad intelectual para hacer
frente a la crisis.

Como es conocido, Sócrates se encontró ante la tesitura de refrendar con su vida la autenticidad de sus
convicciones teóricas. Su ejemplo de coherencia fue una lección viviente (Sócrates no escribió nada). El
mensaje era claro: la verdad es tan importante en la vida humana, que una vida sin verdad no es vida.

Si los acusadores le perdonaban la vida a Sócrates, pero a condición de que no volver a filosofar o
cultivar la verdad, de que cuando hubiera una injusticia en la polis se hiciera el disimulado, de que incluyera la
falsedad y mentira en su vida, que se hiciera hipócrita y convenido, eso era para él peor que matarle, porque una
vida sin verdad, sin uso recto de la inteligencia, no es vida de acuerdo con la dignidad humana; la otra
alternativa era el destierro, pero ¿qué había más allá de las fronteras de Atenas? La barbarie, es decir, un vida
sin verdad y, por tanto, tampoco dignamente humana. Por ello, puesto en la disyuntiva prefirió beber la cicuta,
ya que una vida sin verdad no es vida.

Ese impactante testimonio de vida quedó muy grabado en la mente y en corazón de un joven discípulo
suyo, Platón (427-347 a. C.), quien lo ha dejado consignado en varios diálogos, entre ellos el de La apología de
Sócrates, diálogo apasionante en que la figura de su maestro se yergue como el principal protagonista.

Platón, como todos los filósofos socráticos, se convenció de la excelencia de la inteligencia humana, ya
que es gracias a ella como el hombre es capaz de verdad, de medirse con lo más permanente de la realidad y
escapar de las apariencias y de la caducidad de la vida temporal. Es esa misma relación la que le otorgó una
gran revelación, y es que la inteligencia humana es también permanente, de lo contrario no podría reconocerla
en la realidad. Esa permanencia de la inteligencia humana (nous) es lo que le llevó a sostener la inmortalidad
del alma humana, su capacidad de ‘salirse’ del tiempo. El diálogo platónico Fedón está dedicado a este tema. Es
un gran acontecimiento el realizar la experiencia intelectual. Por ahí podemos acercarnos y vislumbrar el gran
entusiasmo de Platón que le llevó a considerar que lo único importante era el alma racional.

A veces se critica a Platón, se dice que estaba ‘en las nubes’, en la contemplación de las Ideas; pero hay
que tratar de meterse en sus zapatos, acercarse a su experiencia noética, saborear la increíble capacidad que
tiene la inteligencia humana, saber hasta dónde se puede llegar con ella, para luego criticarlo. En efecto, el gozo
que da la experiencia intelectual es difícilmente equiparable. Es probable que ante aquella vivencia que le llevó
a experimentar tanta excelsitud, Platón hubiese visto el cuerpo no sólo como algo inferior, sino como algo
perjudicial, un fardo que tira ‘hacia abajo’, mientras que el alma racional está hecha para emprender unos
vuelos tan altos que aquel no puede ni siquiera sospechar.

De ahí que, según Platón, la tarea humana consista en tratar de librarse de lo corpóreo y sensible para
poder acceder a la serena contemplación de las Ideas; de aquello que para él constituye la realidad más potente
por ser la más permanente2. Sin embargo, eso en definitiva se logra post mortem, cuando el alma se haya
despojado del cuerpo, es decir, cuando el ser humano ha salido de la caverna que es este mundo.

Un discípulo de Platón, el socrático más maduro, Aristóteles (384-322 a. C.), tendrá una postura un poco
más equilibrada. Según la tradición heredada de los filósofos que le precedieron, él también hace filosofía
buscando el (los) primer(os) principio(s) metafísico(s) de la realidad3.

2. Noción de alma. El aporte aristotélico

Como señalamos, Aristóteles emprendió una búsqueda de los principios más radicales de la realidad. Se
planteó cómo está constituida la realidad concreta y descubrió que básicamente debe haber un principio

2
Según Platón, las cosas tienen ellas mismas su esencia estable, no relativa a nosotros, ni dependiente de nosotros, sino que existen por sí mismas conforme a la
esencia que les es natural. (Cfr. Crátilo).
3
“la finalidad de nuestro actual discurrir (es mostrar que) con el nombre de sophía todos hacen referencia a la ciencia de las primeras causas y de los primeros
principios”. ARISTÓTELES, Metafísica, 981b 27-28.
2
indeterminado desde el cual algo se configure, pero ese principio no es lo más importante, ya que es potencial,
abierto a un principio determinante, que le dé forma o contenido.

Por tanto, este último tendrá que ser acto; es lógico que sea muy activo, de lo contrario no podría ser
determinante. Aristóteles se queda deslumbrado al encontrarlo, le llama entelecheia, que es un acto formal o
forma actual gracias al cual una sustancia es ‘lo que’ es. De ahí que uniendo aquel principio de indeterminación
con este otro que es fundamental, determinante, da lugar a la famosa teoría hilemórfica, de la que Aristóteles
tiene el copy right.

La teoría hilemórfica, es la teoría aristotélica que sostiene que la realidad concreta está constituida por
dos causas o principios, uno material (ὕλη) y otro formal (μορφή), que se encuentran en toda sustancia real.
Aristóteles reconoce que aquel acto formal o forma actual es lo más importante, y se queda admirado de esa
actividad principial.

Es lo que ha sido considerado como el primer gran encuentro de Aristóteles con el acto y, si bien no será
el único, es el primero; en adelante tratará de no perderle de vista, le irá buscando en los posteriores encuentros,
en esa misma clave tratará de dar con un principio cada vez más activo.

También es sabido que varios autores consideran que esa causa o principio formal es la ‘idea’ platónica
que –a diferencia de Platón– no está ya más en un cielo empíreo, sino que ahora es visto en las mismas cosas o
sustancias reales. Algo de esto ha sido representado en el cuadro de La Escuela de Atenas, del gran pintor
Rafael Sanzio, en la que aparece en el centro la figura de Platón señalando con el dedo hacia arriba, mientras
que Aristóteles, indica con su mano hacia abajo4.

Por otra parte, el hilemorfismo ha tenido varias versiones y críticas a lo largo de la historia de la filosofía;
incluso existe un planteamiento del hilemorfismo universal, en el que no nos detendremos, ya que es un tema
que pertenece más a la metafísica que a la antropología. Con todo, como veremos, la complejidad del ser
humano es mucho mayor que la del universo, de manera que es comprensible que la teoría de las causas
aristotélicas se quede un tanto corta para la antropología.

En lo que a nuestro tema corresponde, quizá lo recomendable sea no despegar nuestra atención de ese
nivel de actividad encontrado inicialmente por Aristóteles, o sea, seguirle la pista. Porque independientemente
de si aquella ‘forma’ es la que vio Platón o la que encontró Aristóteles, uno puede preguntarse ¿qué capacidad
atractiva tendrá aquella forma que fue capaz de embelesar mentes tan potentes como las de Platón y Aristóteles?

Es muy probable que sea ese carácter activo e inteligible de la causa formal. A los seres humanos nos va
todo lo que sea activo, porque amamos la vida, que es actividad vital, que como tal tiende a su crecimiento; en
cambio, no nos hace tanta ilusión lo estático, lo inerte. También porque al ser formal ese contenido determinado
es como un estímulo para nuestra inteligencia, ya que no sólo estamos hechos para una vida que no se detenga,
sino también para crecer en el conocimiento de la verdad.

Sin embargo, varios autores han considerado que el encuentro con aquel principio o acto formal ha sido la
gran trampa o limitación de la filosofía de Aristóteles, quien quedó muy ‘marcado’ por ella. ¿Cuál es la
limitación de aquel principio formal? Aristóteles va buscando explicarse radical, profundamente, la realidad. En
esa búsqueda se encuentra un principio –la forma– que es muy activo, ya que determina a la sustancia concreta;
sin embargo, advierte un peligro, y es que al constituir a la sustancia concreta, aquella forma o actividad se
‘detiene’, como si se quedara ‘fija’ o atrapada en ella.

Es pertinente detenernos en este asunto, aunque sea brevemente, porque la antropología moderna ha
esgrimido precisamente esa crítica al aristotelismo, su fijismo. Tales autores se han escandalizado con esta
teoría hasta el punto que se han ido al extremo de considerar que el hombre es un dinamismo puro, que no hace
pie en ninguna naturaleza fija, en ningún ‘contenido’ formal o ley natural, de manera que el único proyecto que
tiene el hombre, es auto-construirse a sí mismo.

4
La literatura no podía ser menos, por ejemplo, Miguel de Cervantes en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, propone dos personajes que encarnan esas
dos categorías, el idealismo y el realismo.
3
Pero justamente Aristóteles advierte esa posibilidad, y él más que nadie está dispuesto a no perder aquella
actividad y dinamismo consiguiente. Para ello, trata de ‘sacar’ a la sustancia inerte al movimiento, se plantea un
complemento de dos causas más: una que es la causa eficiente y la otra que es causa final. Pero si bien la causa
eficiente –unida a la causa final– es capaz de imprimir gran dinamismo a las sustancias concretas, se da cuenta
que eso es poco. Y no es suficiente, porque en los seres inertes lo que mueve a la sustancia es un agente externo,
está fuera de ella, por lo que no tardaría en preguntarse ¿qué ocurriría si la causa eficiente está dentro? Es su
encuentro con el alma del viviente.

Es claro que la actividad es muy intensa si el ‘motor’ está dentro de la sustancia. Entonces, en el viviente
su causa formal no es sólo determinante, sino que es un principio intrínseco de movimiento. Por ello define al
alma como principio intrínseco de movimiento, lo cual sí que provee de una notable actividad, porque, además,
esa alma es fin para sí misma, ya que es una actividad que redunda sobre ella. De manera que el alma es una
‘tri-causalidad’: causa formal, causa eficiente y causa final.

Según Aristóteles, es admirable el alma o principio intrínseco de movimiento, que constituye, integra,
organiza, auto-regula y sostiene al viviente, dotándole de gran dinamismo y actividad. El asombro ante ese nivel
intrínseco de actividad, le lleva a realizar varias pesquisas y experimentos entre los vivientes vegetales y
animales, para descubrir su actividad vital, lo cual le ha valido a Aristóteles la calificación de padre de la
biología.
Así, la manifestación inmediata de poseer alma es el auto-movimiento. Tanto vegetales como animales
poseen auto-movimiento gracias a su alma o principio intrínseco de movimiento. Así, por ejemplo, un algarrobo
posee un movimiento interno fabuloso, realiza muchas operaciones por sí mismo, sus raíces absorben el agua,
los nutrientes, aprovecha la energía del sol para hacer la fotosíntesis, etc.; esas operaciones corren por su cuenta.

De manera semejante sucede con los animales, como la fauna del campus; su motor intrínseco les permite
realizar más y mejores operaciones que las que realiza un algarrobo, ya que, a diferencia de los vegetales, su
alma posee mayor apertura, pues pueden conocer y tender o apetecer sensiblemente, conocen dónde y cómo
obtienen algo de comer y hasta hacen gala de sentimientos en su correteo por el campus.

Con todo, tanto al viviente vegetal, como al animal y al humano les acaecen la muerte. Pero Aristóteles,
como buen socrático, sabe que si bien el hombre es mortal, no todo muere con él, ya que el hombre, a diferencia
de los otros vivientes, posee inteligencia o nous –que es de índole permanente–, gracias a lo cual el alma
racional es inmortal. Uno de los argumentos más conocidos de Platón acerca de la inmortalidad el alma humana
se basaba en la naturaleza del alma racional que era simple, no tenía partes; por tanto, no se puede des-
componer. En el ser humano, la simplicidad del alma le da una especial ‘fortaleza’ para resistir a la muerte.
Aristóteles sigue profundizando en la naturaleza del alma humana, subrayando su carácter activo. En esa
clave, la muerte es vista como un déficit de actividad que atañe al alma misma. Evidentemente, Aristóteles no
tuvo ni barruntos del pecado original, pero sí es posible darse cuenta que advierte esa debilidad, ya que si bien
el alma es activa, la intensidad de esa actividad no es tan potente como para llegar a penetrar, integrar o dominar
suficientemente al cuerpo, por lo que acaece la separación, que da paso a la muerte.

Como ya se ha señalado, Aristóteles no se rinde fácilmente, y considera que a pesar de que la muerte está
presente en el hombre, lo que hay que hacer es incrementar la actividad intelectual, que es vista como la vida
más alta. Si bien el alma no muere, puede tener diversos grados de vitalidad. Aristóteles pone en el centro la
activación de esa alma racional a través del ejercicio del pensar o entender, cuya actividad es tal que es la vida
más alta. En este punto los especialistas sostienen que se da su segundo encuentro con el acto.

Coherentemente con ese descubrimiento, la tarea más propiamente humana es ejercer su racionalidad y
tratar de meterla en todas sus acciones, de manera que se perfeccionen los principios próximos de la acción
humana –sus facultades– para que esa actividad vital sea potente. De ahí que la ética aristotélica es algo
profundamente vital.

Con todo, Aristóteles advierte que esa capacidad no es plenamente actual en el hombre. Aquella ‘luz’ de
la inteligencia no es continua, sino que es intermitente; no siempre está en acto, sino que –aún poniendo todo
nuestro empeño– a veces pensamos o teorizamos, pero a veces no. Por ello, si bien Aristóteles otorga gran
4
valoración del nous y considera que el ejercicio intelectual, el pensar o vida teórica, es la vida más alta, en
definitiva, a donde llega es a plantearse lo siguiente: ¿y si hubiera un entender que no se detuviera, que se
ejerciera permanentemente? Y se responde: eso sería propio de Dios.

Así, en ese camino de la búsqueda de niveles cada vez más altos de actividad, de vida, Aristóteles llega a
concebir la divinidad como Intelección plena, como la Vida más alta: “intelección de intelección” (noésis
noéseos). Se trata de un principio viviente, pues “el acto por sí de él es vida nobilísima y eterna”5. Averiguación
nada despreciable (si bien limitada), teniendo en cuenta que Aristóteles es un filósofo pagano que la logra
descubrimientos con su sola razón.

Lo que sigue es consecuencia. Si la inteligencia humana o nous es lo que de divino tiene el hombre, es el
fundamento de la dignidad humana, ya que comporta un dinamismo que aún con interrupciones, se dispara
hacia el infinito. En esta línea Aristóteles advierte que las operaciones del alma racional superan lo físico, pues
su actividad no corre a cargo de lo orgánico o material. Es conocido el ejemplo que pone Aristóteles para que se
vea la naturaleza propia del alma humana: si el ser humano mira directa y cercanamente un objeto muy potente
como el sol y no protege su vista ésta puede deteriorarse; en cambio, si entiende algo muy profundo, su
inteligencia no sólo no se daña, sino todo lo contrario, queda mucho mejor, se capacita para entender más y
mejor. Eso es así porque la inteligencia humana no depende de lo orgánico; es lo que le permite una mayor
apertura; es lo que hace al hombre capaz de hacerse con objetos no sólo inmateriales, universales, sino que
puede alcanzar principios muy profundos y radicales, que van más allá de lo físico.

La apertura de la inteligencia humana es hacia el infinito. Por ello Aristóteles afirma que “en cierto
sentido el alma puede hacerse todas las cosas”. Ese “en cierto sentido” se refiere a la intelección. De ahí que
posea un crecimiento irrestricto, lo cual no ocurre en las facultades orgánicas o sensibles, cuyas operaciones
tienen base corporal. Así, en lo corpóreo cabe una detención del crecimiento, no sólo respecto a la talla, sino al
crecimiento de otras facultades que tienen base corpórea, como son por ejemplo la imaginación o la memoria;
en ellas sí es posible que llegue un momento en que al deteriorarse su base orgánica sea difícil establecer
relaciones imaginativas o recordar. En cambio, la inteligencia es operativamente infinita, puede crecer cada vez
más y más. Aún en el lecho de la muerte podemos ejercer una gran actividad intelectual.

Por otra parte, esa apertura de la inteligencia pone al hombre en el ámbito de la libertad. El ser humano
no está determinado por lo biológico. Evidentemente, su operar sensible está presente mientras el alma está
unida al cuerpo, pero no está ‘atrapado’ en ese nivel; tiene la vida en sus manos, es ‘causa sibi’, es causa para sí
mismo, pues puede dirigir su vida de una manera u otra, según su entender y su querer libre. Pero por eso
mismo, no está ‘defendido’ por su instinto, y tiene que cuidar mucho su actividad racional para no equivocarse.

De ahí que poseer alma racional comporta gran responsabilidad. Hay que buscar la verdad, ejercitar la
inteligencia, meterla en las variadas circunstancias de la vida diaria. Es gracias a esa luz de la inteligencia como
se puede iluminar el camino de la vida humana. Fiel a la tradición socrática, Aristóteles no duda nunca que
pensar es la actividad –energéia– o vida más alta (está en la línea de la divinidad). Y como el ser humano tiene
dimensión temporal, la vida teórica se debe extender o ‘bajar’ a la vida práctica; bien entendido que hay que
pensar para encontrar la verdad y poder actuar en coherencia.

Por tanto, siguiendo la búsqueda aristotélica del acto, de niveles cada vez más altos de actividad, tenemos
que no por tener alma racional está todo resuelto. Al respecto cabe la pregunta: ¿Qué es más acto, el alma –
principio intrínseco de actividad–, o sus operaciones? O dicho de otra manera: ¿Es suficiente con tener
inteligencia o es más y mejor ejercitarla?

Desde luego que, según Aristóteles, es mejor ejercerla, porque sólo así somos más acto. El alma es
considerada principio remoto de las operaciones humanas, pero –como ya hemos señalado– el hombre no está
en acto permanentemente, y surge la tarea de tratar de pasar a acto y ser aquello que somos: seres racionales. Al
respecto es hermosa la metáfora que pone Aristóteles acerca del ‘hombre dormido’ y del ‘hombre despierto’. El
primero es el ser humano en cuanto sólo poseedor de alma racional, de inteligencia; en cambio, el segundo es el
que ejercita esa inteligencia o realiza operaciones intelectuales. De acuerdo con esto se podría decir: ¿de qué le

5
ARISTÓTELES, Metafísica, XII, 9 y 7.
5
sirve al hombre poseer razón si no la ejercita? Es como si estuviera dormido. Por tanto, no basta con tener alma
racional, sino que hay que poner en acto dicha actividad.

Es famosa la sentencia aristotélica de que la vida es ser (acto) para los vivientes. Y la energeia humana
superior es la de pensar. Lo más alto es poseer y ejercer la inteligencia, porque –según Aristóteles– ahí se lo
juega todo el ser humano, tanto su vida práctica como su vida contemplativa. También es oportuno recordar la
famosa definición aristotélica del hombre como un ser que posee logos. Tener logos es bastante, si bien no
suficiente. Es muy importante poseer inteligencia, pues ninguno de los otros vivientes tienen esa dotación. Entre
los seres vivos hay diversos grados jerárquicos, el vegetativo, el sensitivo y el nivel racional, en el que se
integran los otros niveles inferiores, pero lo propio y diferencial es su inteligencia, ya que con ella puede
entender, separarse, abrirse al infinito y ser libre. Pero, toda la riqueza de esa dotación es muy poco si no se la
pasa a acto, sería como si –por decirlo de algún modo– quedarse inédito.

Una vez que hemos recordado de manera rápida y a grandes rasgos los aportes de los grandes socráticos,
y en especial de Aristóteles, nos detendremos a considerar un poco más lo que conlleva esa actividad tan
especial como es la vida humana. La realidad humana es tan compleja que para empezar a conocerla es preciso
detenerse en las averiguaciones más básicas, no despacharlas pronto, sino detenerse para ir profundizando en
ellas.

3. Características de la vida humana


De acuerdo con lo que llevamos viendo se puede afirmar básicamente que:

a) La vida es acto

Aristóteles le llamaría energeia. Gracias al alma el viviente posee auto-movimiento, lo cual le da una gran
actividad. La vida no es nada abstracto, sino que es una actividad real.

Pero entonces hay que ser coherentes con esta verdad. En esta línea Aristóteles dirá que la vida (enérgeia)
más alta para el ser humano es el conocer intelectual (llamada práxis téleia), y en la vida moral será tajante al
no dejar camino posible: o crecer (lo propio de la vida) o morir.
Como se ha visto, en la metáfora del hombre dormido y el hombre despierto es como si Aristóteles dijera:
eres hombre, posees logos, inteligencia; pero no basta, tienes que estar en acto, ejercer tu dotación racional; de
lo contrario, no vives propiamente como hombre, sino como un animal o una planta, ya que como hombre estás
dormido.

Siendo la automoción la característica principal del viviente gracias a que el alma es el principio
intrínseco de movimiento, donde mejor se da dicho dinamismo (que tiene diversos grados en los vegetales y
animales) es en el ser humano, ya que integra el nivel biológico (las operaciones del sistema circulatorio,
respiratorio, digestivo, etc.) y la actividad sensible (mirar, imaginar, recordar, etc.) en su actividad más alta que
es la de entender, razonar, querer. Por ello, en el ser humano aquella actividad intrínseca es muy particular;
alude a un movimiento interior muy complejo, un «dentro» muy profundo, a una «interioridad» signada por la
actividad racional. En correspondencia, un ser humano vivirá más intensa y profundamente cuanto mayor y
mejor sea su actividad intelectual, la cual brotando del interior del hombre se manifiesta en sus acciones
externas.

Actualmente, en psicología se suele usar el término atonía vital para señalar un estado de falta de vigor o
de vitalidad en un sujeto. En el lenguaje corriente este nivel de atonía (a = sin, tono = vigor, energía) se expresa
cuando se dice de un ser humano que «no lleva el motor dentro de sí mismo», cuando ha renunciado a llevar él
mismo las riendas de su propia vida. Se podría decir que su situación anímica –la de su alma– es débil, poco
fuerte y nutrida, de tal manera que parece no tener fuerzas en su interior para hacer frente a los retos y
dificultades que toda vida lleva consigo, y que en tal caso necesita ser movido por otro u otros, o que su vida
queda a merced de sus tendencias sensibles.

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Lo que precede nos lleva a recordar que se suele decir que la vitalidad, el vigor, es propio de la juventud;
sin embargo, conviene precisar que según este planteamiento la vida más alta se refiere al nivel de vitalidad
espiritual, lo cual es independiente de los años y la edad. En efecto, la intensidad de la vida, considerada en
profundidad, no depende tanto de lo corpóreo cuanto de que se ponga en actividad, se actualice, o se
incremente, su dimensión espiritual. La vida de una persona madura puede ser muy intensa y fecunda, si va
dirigida por su actividad intelectual y por la conquista de cotas muy altas de verdad, de autenticidad. Caso
distinto se daría si alguien por escasa vitalidad espiritual estuviese en una situación de abandono, dejándose
llevar sólo por sus operaciones vegetativas o sensitivas. Por ejemplo, una de las cosas que me llaman la atención
es cuando se observa en los jóvenes un sentimiento tan penoso como es el aburrimiento. ¿Cómo es posible?
Precisamente en la llamada ‘sociedad del conocimiento’, cuando hay tantos medios para buscar y plantearse el
por qué cada vez más profundo de las cosas, de la realidad.

Es necesario vitalizar la inteligencia, despertarla, ejercerla, alimentarla, cultivarla, hacerla crecer. De lo


contrario, ocurre una gran pérdida. Es significativo que cuando una persona se encuentra en una situación de
escasa vitalidad interior, le ocurre que va reduciéndose su campo de intereses, y en lugar de tener uno amplio,
profundo y nutrido, va recortando su interés a pocas cosas y sin importancia, y sus relaciones con el mundo, con
las personas, son también agostadas y efímeras. Es un gran decaimiento. Es como si la inteligencia, al no estar
en actividad, fuera perdiendo fuerzas para interesarse, conocer o profundizar en la realidad, del universo, de los
demás, por lo que el sujeto corre el riesgo de centrarse peligrosa y mezquinamente en sí mismo.
De esta lamentable situación no estamos libres ni siquiera los que nos dedicamos a la filosofía. Es
curioso, pero entre las mentes más agudas y bien entrenadas suele haber directivos y empresarios de alto nivel,
de cuyo realismo, coraje para hacer frente a la complejidad, para plantearse los asuntos en profundidad, etc.,
tanto se puede aprender. En este sentido hay que recordar que todo hombre es filósofo, en cuanto se atreva a
plantearse los asuntos con rigor y vigor.

b) Es auto-organización

La auto-organización, con su consiguiente auto-regulación, es una de las actividades básicas del ser vivo.
Consiste en la diferenciación de partes y coordinación de funciones, no de cualquier manera, sino en base a unas
reglas, a una medida. Toda organización empieza por ser básicamente esto: diferenciar elementos y coordinar
sus funciones en atención a una unidad, ya que la vida es eminentemente integradora. En la medida en que esto
no se realice se produce la desorganización y, en consecuencia, la muerte.

También, como en la característica anterior, si bien la auto-organización es propia de todo ser vivo, en el
ser humano es mucho más rica y compleja. Evidentemente, se parte de la auto-organización en el nivel
corpóreo. El cuerpo vivo al ser un organismo, está constituido por órganos diferentes, con funciones específicas,
que concurren al bien del conjunto.

La desorganización del viviente comporta la pérdida de su vida, la muerte. Por esto se suelen hacer
equivalentes las frases: cuerpo vivo y cuerpo organizado. En este nivel es muy interesante la relación entre
cuerpo y alma humana, en lo cual ciencias como la medicina, la neurociencia, la psicología, etc., tienen mucho
que aportar en el diálogo con la filosofía.

Además, teniendo en cuenta la dimensión social del ser humano, vida social requiere también de una
adecuada organización, regulación y unidad. Es el gran ámbito de los medios, de la técnica humana, de la vida
institucional y política.

Para empezar, en la vida del ser humano la auto-organización alude a la disposición de los medios,
especialmente a uno de ellos, que es muy importante: el tiempo; en segundo lugar está la organización del
espacio, y en tercer lugar, la disposición de los medios materiales.

Qué duda cabe que, para cada quien, la organización del tiempo es muy importante. El tiempo es un
medio o recurso limitado, y su uso comporta criterios éticos. Y no sólo para no desperdiciar el tiempo sin hacer
nada productivo, sino porque hay que hacer justicia a las cosas, dar a cada asunto el tiempo que le corresponde,
7
jerarquizar, etc., y, sobre todo, porque hay que emplearlo para crecer y aportar. Tenemos un tiempo acotado y
hay que aprovecharlo para crecer, para mejorar uno mismo y ayudar a otros a hacerlo también. En este sentido
cabe hablar de faltas, no sólo de comisión, sino de omisión.

En el ámbito social es importante saber organizar las diferentes actividades que las instituciones básicas
realizan, tanto en la familia, como en el mundo laboral y en el educativo. Así, por ejemplo, el mundo laboral
debe saber articularse con el de la vida familiar, de lo contrario una sociedad pierde vitalidad, se empobrece.
Igualmente, si en el mundo educativo, por ejemplo, en las universidades, no hay relación con las empresas, se
produce una pérdida para los individuos y para la vida de la sociedad. Inclusive si dentro de una empresa no hay
una adecuada división del trabajo y una estrecha correlación entre todas las áreas, el resultado es –por decir lo
menos– mucha energía perdida. En cambio, funciona mejor si hay una adecuada gestión con prácticas, valores y
convicciones vividos y compartidos. Precisamente el liderazgo fomenta una situación en la cual se promueva y
se armonice el crecimiento y aporte de los diferentes miembros de una empresa o institución.

c) Intercambia con el medio externo

En su nivel básico esto lo lleva a cabo una operación importante que es la nutrición. Ella es la
transformación de una sustancia inerte en viva, dentro del viviente. Así, por ejemplo, el agua fuera del viviente
es una sustancia inerte; sin embargo, cuando el ser vivo la bebe se la apropia de tal modo que el agua en el ser
vivo está viva. Los alimentos, las proteínas, las moléculas de carbono, de oxígeno, etc., fuera del viviente son
sustancias inertes, en cambio, cuando son asimilados por el viviente, cobran vida en el viviente. Sobre estos
asuntos se ha investigado mucho en la actualidad, hasta el punto de que al decir de algunos somos lo que
ingerimos y lo que nuestros hábitos alimenticios generan.

Es de resaltar el carácter inmanente de estas operaciones tan básicas; de ahí que, en rigor, las sustancias
nutritivas no alimentan al viviente, sino que éste «se» alimenta. La nutrición es una operación importante, ya
que si se deja de hacerla o se realiza mal, pone en juego la continuidad de la propia vida. En cambio, si se
realiza bien sostiene al viviente y hace posible su desarrollo y el resto de sus operaciones.

En el ser humano, el intercambio con lo externo es mucho más amplio y profundo que en los animales
vegetales. Como ya hemos señalado, la apertura de la vida humana es mucho mayor que la de esos otros seres
vivos. El hombre puede apropiarse de más realidad que ellos; pero también incidir en lo externo de manera más
tajante.

El hombre usa el universo; pero debería hacerlo respetando su naturaleza y dinámica. Como la relación
hombre-universo es la de superior e inferior, toca al más perfecto la tarea de perfeccionar a lo inferior, de
ayudarle a desarrollarse, no de destruirlo. En esto hay que reconocer que la mano del hombre no siempre ha
ayudado al universo, sino todo lo contrario. El ser humano es capaz de destruir su hábitat, pero como está en
continuo intercambio con él, aquello le afecta a sí mismo. Existe una ética ecológica, la cual, al defender al
universo, protege al mismo ser humano.

Pero también la adecuada convivencia con los demás, que es mucho más que simple intercambio, ofrece
una inestimable oportunidad para el enriquecimiento mutuo. El solipsismo, como el individualismo, no son
nada son recomendables. En este sentido hay que recordar que despreciar es perder. La exclusión de otros seres
humanos por ser analfabetos, por tener tal raza, tal cultura, conlleva una gran pérdida para toda la vida social.

d) Está llamada a crecer


Es conocida la pregunta de Eckhart: “Vida, ¿para qué vives?” Evidentemente, la respuesta inmediata es:
para vivir más. El viviente humano tiene una dimensión temporal, cuenta con un tiempo –entre nacimiento y
muerte– en el cual está llamado a crecer y desarrollarse.

8
Por ello, Leonardo Polo afirma que crecer es una manera de aprovechar bien el tiempo. El viviente al
dedicarse a crecer hace eso precisamente; desde su constitución hace que el tiempo juegue a su favor. En lo que
toca al ser humano, son admirables las tareas que tan puntualmente cumple el embrión humano, ya que en ello
se le va la vida. De ahí también que, según Polo, el aborto es matar un proyecto vital; se trata de un asunto
grave, porque es truncar el proyecto de vida de una persona humana.

Crecer no consiste en un simple aumentar en el sentido de acumulación en el plano material, sino que es
una actividad vital, y como tal es no sólo ordenada e integradora, sino que al serlo crece en esa clave. El cuerpo
del viviente humano está básicamente organizado, hay una unidad entre las partes y una correlación de
funciones que afectan al conjunto de su vida lanzándola hacia delante. La simple mezcla o acumulación no es
crecer, sino que el crecimiento de la vida comporta dirección racional, desarrollarse a partir de sus mismas
potencias o facultades, de manera que el crecimiento incide en la naturaleza del viviente perfeccionándola.

Es oportuno destacar el carácter integrador del crecimiento, que como la nutrición, se realiza no
aisladamente, sino –como ya hemos señalado– en relación con la realidad externa. El viviente está en relación
con su medio, del cual recibe diferentes influjos externos, algunos de los cuales pueden ser positivos como en el
caso de los nutrientes que hacen posible su desarrollo, pero también puede recibir influjos externos negativos
que amenazan su desarrollo o crecimiento.

Pero si se posee una vida fuerte, todo aquello es aprovechable para crecer. Así, se podría decir que el
viviente tiene muchas «defensas», desde el mismo nivel orgánico. Por ejemplo, si se ha ingerido una sustancia
nociva, las defensas del viviente luchan contra ella. Sólo si aquella es muy poderosa y no puede ser
neutralizada, sobreviene la destrucción del organismo vivo y acaece la muerte.

A veces se piensa que lo propio de la vida es lograr el simple equilibrio homeostático, pero el crecer
supone dar un paso adelante, y en el viviente humano la exigencia de crecimiento es aún mayor en atención a
sus facultades superiores. El ser humano, más que acomodarse y adaptarse, posee la capacidad de influir en el
medio ambiente adecuándolo a favor de la propia vida humana. El crecimiento de la humanidad se ha tejido en
esa clave.

Todo ello es así porque el ser humano puede habérselas con los influjos externos de muchas maneras, con
gran despliegue de su inteligencia y hasta con inventiva. Un hecho significativo es la capacidad de «cambiar de
signo» a los acontecimientos o influjos externos. Por ejemplo, un mal, como puede ser una ofensa grave que
una persona reciba de otra u otras, podría amenazar su crecimiento, incluso hay quien entonces ve detenerse su
vida o ya no quiere seguir viviendo; pero si sabe encajarlo, si aquello es dotado de sentido, si saca fuerzas, si
aumenta sus recursos, entonces puede perdonar convirtiendo aquellos males en bienes, y puede seguir adelante
más fortalecido. En este sentido también cabe aplicar el dicho popular de que ‘lo que no mata, alimenta’.

Junto con el crecimiento está el dar frutos, es decir, la capacidad de reproducción, ya que en un nivel
determinado de crecimiento se está en condiciones de producir un semejante. Así cabe una reproducción en el
plano biológico, siempre y cuando el viviente haya alcanzado un grado determinado de crecimiento o madurez.
La madurez es pre-requisito para la reproducción. En el ser humano se puede hablar de madurez en varios
niveles, en el orgánico o biológico, en el psicológico y en el espiritual. Por tanto, en el ser humano le generación
de otro ser humano requiere integrar también la madurez propiamente humana, ya que la procreación tiene
connotaciones morales.

En el plano espiritual también se puede hablar de «producción» cuando se obtiene la respectiva madurez
intelectual como en el caso de un científico, que puede «producir» intelectualmente y aportar sus
investigaciones para los demás, realizando una tarea intelectual muy fecunda. Asimismo un verdadero maestro
con la riqueza y generosidad de su magisterio puede hacer posible un semejante, un discípulo, cuando éste
adquiere cierta madurez intelectual y personal. Ahora que está de moda el coaching, es conveniente tratar de
calibrarlo desde un planteamiento vital y no como una simple ‘transferencia’ de conocimiento.

e) Es inmanente

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En general, la actividad más propia del ser vivo no es tanto actuar sobre otros, sino actuar sobre sí mismo.
Existen varias operaciones por las que el viviente puede actuar sobre sí mismo (aquí se usan con alguna
frecuencia los verbos reflexivos, por ejemplo, trasladar-se, nutrir-se, desarrollar-se, etc.). Se denomina actividad
inmanente (in: dentro y manere: permanecer) a aquella en la que el viviente consigue su fin en su propia
operación, de manera que lo que ‘sale’ de la acción se ‘queda’ o ‘permanece’ en ella.

En el hombre se da la inmanencia en el plano del conocimiento, y de modo especial también se da en la


vida ética o práctica. Es conocido el ejemplo que pone Aristóteles sobre la inmanencia en el conocimiento, en el
cual se posee el fin –la posesión de la realidad– al realizarse la acción: “se ve y se tiene lo visto, se entiende y se
tiene lo entendido”, de manera inmediata, en la misma realización de la acción.

En cambio, esa inmanencia –o posesión inmediata del fin– no se da en las acciones transitivas o
transeúntes, ya que, el ejemplo es asimismo de Aristóteles, al construir una casa no se tiene ya la casa
inmediatamente, y al tenerla se detiene la acción, se deja de construir.

Es la diferencia entre lo que Aristóteles llama práxis y póiesis, la primera es una actividad vital,
inmanente, que posee su fin en la misma actividad (se ve y se tiene lo visto), en cambio, la póiesis es una
actividad que mientras se realiza no posee su fin (construir una casa) y cuando obtiene su fin cesa la actividad
(construir).
Respecto de la inmanencia en el ámbito ético, podemos ver que las acciones humanas libres si bien
‘salen’ hacia el exterior, quedan «dentro» del sujeto, modificándolo. Esto sucede a través de un proceso de
hiper-formalización, ya que al realizar una acción libre se ponen en acto una serie de facultades las cuales se
reconfiguran, pasan del estado A al de A', dejándonos mejor o peor dispuestos para la siguiente acción. Por esta
razón, Leonardo Polo sostiene que se puede hacer un símil con la cibernética, en cuanto que ahí se da una
retroalimentación: se puede decir que en nuestra vida los «out put» las salidas (las acciones que ‘salen’ al
exterior), son «in put», entradas (ya que ‘regresan’ al interior).

Es importante esta averiguación sobre la vida y la acción humana, ya que nos advierte sobre la atención y
cuidado que tenemos que tener al actuar y la invitación a realizar acciones perfectivas, ya que de ello depende el
perfeccionamiento de las facultades, con hábitos, que son necesarios si se quiere conseguir fines muy altos. De
manera rápida se podría decir con un autor de nuestros tiempos: “Tenga Ud. cuidado de su propia alma”. Esa
advertencia coincide con la recomendación socrática: hay que ser cuidadosos y pensar bien para conducirse
adecuadamente, ya que todo acto que «sale» de nosotros «regresa» sobre uno mismo, configurándole positiva o
negativamente; si esto no tuviera importancia, no comprometiera nuestro futuro, pero no es así.

Meter el mal en la propia vida no es asunto de poca monta, que a lo más califique a las personas. Ni
tampoco hacer el bien es –por decirlo de alguna manera– un simple recurso para dormir bien (por tener la
conciencia tranquila). No, es algo profundamente vital, mucho más serio. Lo que conlleva introducir el mal
dentro de uno es un proceso de desvitalización, pues esas acciones se vuelven en contra del propio sujeto. Si las
facultades son el resorte de la acción y uno las deteriora, estaría poniéndose él mismo una trampa en sus pies.

Se requiere tener esos principios de la acción en ‘buenas condiciones’; de lo contrario no podrán realizar
proyectos importantes, ni alcanzar fines muy altos, ni –en definitiva–, alcanzar la felicidad. En esa línea, el
egoísmo es algo tonto ¿buscar el bien propio a costa de los demás, haciendo el mal? A ese precio: no. Los
grandes socráticos no estaban dispuestos a deteriorarse internamente, porque se daban cuenta que aquel éxito
exterior conseguido era aparente. Ellos que nada sabían –porque no eran cristianos– acerca del premio que Dios
tenía preparado para quien realizara buenas obras, consideraban que la manera de premiarse era obrando el bien,
porque de ese modo sus facultades se reconfiguraban positivamente y quedaban mejor dispuestas para la
siguiente acción. En cambio, obrar mal era castigarse a sí mismo. No se puede cometer el mal impunemente.
Evidentemente se plantearon: ¿cómo saco el mal de mi interior? Desde luego que puedo desandar el camino,
eso requiere mucha fuerza en la voluntad porque hay mucha inercia que vencer, pero el asunto es más profundo:
es que al haber hecho la experiencia del mal lo he saboreado, ya sé de qué va el asunto, es decir, que ha dejado
‘huella’.
Una vez cometido el mal, se requiere reparar no sólo hacia fuera, sino hacia dentro. En esa línea los ritos
de purificación que tenían algunos griegos de esa época eran escalofriantes. Aquí también hay que tratar de
10
entenderlos bien. Por ejemplo, cuando en la célebre obra de Edipo Rey la reparación por el mal cometido lleva a
Edipo a sacarse los ojos, se puede pensar que es una exageración, porque además, en la era cristiana, se cuenta
con la facilidad de pedir el sacramento de la confesión, etc., pero no es un asunto tan fácil.

En el plano humano natural, es importante ser conscientes de esta inmanencia de los actos humanos que
es un asunto tan vital. No tenemos «compartimentos estancos», según los cuales podamos decir, por ejemplo,
que hay cosas que hacemos externa o técnicamente y que eso no tiene nada que ver con nuestras instancias
interiores. Cada vez que actuamos muchas de nuestras facultades se ponen en actividad, de manera que después
de cada actuación quedan configuradas nuevamente. Y dentro de este planteamiento del dinamismo vital,
aquello compromete la vida humana, de manera que si alguien hace el mal, no necesita de nadie que le ponga un
obstáculo a su andar humano; él mismo se encarga de hacerlo.

A veces se dice que una cosa es «la vida pública y otra la vida privada», o también se oye decir que «los
negocios son los negocios», que son aparte. Pero, todos nuestros actos humanos libres son inmanentes, de
manera que en todos ellos existe una retroalimentación continua, de modo que tienen consecuencias no sólo
externas sino interiores que pueden comprometer el futuro. Por lo tanto, los negocios no son operaciones
aisladas; si son malos negocios, no son realmente negocios, en cuanto que en la acción humana la ganancia no
es sólo externa, sino que hay resultados internos y si se actúa mal es el sujeto el que se deteriora.

Algo parecido se puede advertir a los pragmáticos, quienes a veces no se detienen ante el uso de medios
malos con tal de conseguir fines buenos y que los demás se aguanten. Pero esa pretensión es falsa. En la historia
de la humanidad, sólo Dios puede sacar bienes de los males, nosotros no podemos alegremente cometer males y
tratar de convertirlo en bienes para los demás. Si se hace daño a las personas porque se usa de medios malos o
inadecuados, evidentemente ese mal hace sufrir a los demás, pero a quien lo comete le reconfigura mal
interiormente, porque la acción práctica externa tiene un efecto boomerang respecto del propio sujeto.

En general, uno no puede permitirse realizar un acto malo y pensar que no le afecta. Aún un pensamiento
muy interno, aquel del que pareciera que nadie se da cuenta, influye en la actuación posterior en cuanto deja al
sujeto más o menos debilitado, más o menos fortalecido. En la filosofía socrática esta consecuencia interna de
los actos humanos era continuamente puesta de relieve. Como ya señalamos, Platón recibió una lección
viviente, cuando su maestro prefirió la muerte a una vida sin verdad: puesto a elegir, no le quedó otra
alternativa, porque una vida sin verdad, aunque fuera larga, en realidad era como estar muerto en vida.

Tal legado socrático fue reconocido por Platón, quien lo puso de manifiesto en sus escritos. Es conocida
la clásica pregunta que Platón pone en labios de su maestro, Sócrates, en uno de sus diálogos: ‘¿qué es peor,
recibir una injusticia o cometerla?’ La respuesta es muy esclarecedora, ya que Platón considera que es peor
hacerla, porque en este caso el propio sujeto es el que se hace malo. De manera que siendo las dos cosas malas
(no se podría decir que recibir una injusticia es algo bueno), lo que es peor o «más malo» es realizar la
injusticia. Sólo sería peor el recibir una injusticia a cometerla si el que la realizara no tuviera consecuencias
interiores, pero como los actos humanos son inmanentes, entonces las hay inevitablemente, de manera que la
injusticia que «sale» al exterior, que va hacia la otra persona, «regresa» sobre el propio sujeto, quien acusa ese
mal, esas consecuencias, interiormente.

Con el mal sucede que las facultades que han actuado quedan debilitadas, deterioradas, pues han
introducido el mal dentro de sí; de manera que si uno es muy tonto todavía puede pensar que el peor daño se lo
ha hecho al otro, pero es claro que no es así. Si como vimos, aquel que recibió la injusticia aumentó sus recursos
interiores, le «cambió de signo» a ese mal y lo convirtió en bien, entonces éste último sale fortalecido, gana; en
cambio, el hombre injusto sale perdiendo. Por esto se puede decir que el egoísta, además de malo, es tonto;
porque a veces piensa que sacrificar el bien de los demás en favor del propio es necesario para cuidar de sí
mismo y, por tanto, miente, finge, maltrata, ofende, roba, etc., sin darse cuenta que su acción revierte sobre sí
mismo. En cambio, al hacer una obra buena en favor de otro, quien resulta beneficiado es uno mismo, en su
interior, en sus facultades, adquiere una ganancia interna, aún si el otro no estuviera bien dispuesto al recibirla.

En suma, los clásicos vienen a recordarnos que cuando realizamos acciones no sólo hay resultados
externos, sino, y principalmente, resultados internos. Decíamos que es necesario revalorizar actualmente esta
verdad sobre el hombre, precisamente ahora cuando cuentan mucho los «resultados externos», «el éxito», «las
apariencias», «la imagen externa», etc. Hay que advertir que entre los resultados están inevitablemente los
11
resultados interiores, no sólo los externos. Este gran descubrimiento de los pensadores clásicos griegos puede
contribuir a cuidar mejor los distintos ámbitos de la vida humana, el personal, familiar, laboral, especialmente la
labor de los padres, maestros y directivos, quienes tienen una función pedagógica también, y la misión de
fomentar esa ganancia interna en sus hijos, alumnos y equipo de colaboradores.

En esta línea de la vitalidad profundamente humana, se puede ver que una empresa, de cualquier tipo,
económica, educativa, familiar, etc., sólo tendrá desarrollo y continuidad en el futuro si entre sus recursos
cuenta con un buen equipo, en el que se fomente la consecución de prácticas y hábitos perfectivos; pero como
tener virtudes no se improvisa, ni se consigue de inmediato, requiere una gran labor de formación y liderazgo.

Por otra parte, la formación de los cuadros directivos es una tarea conjunta entre la empresa y la
universidad. Actualmente sí hay en las empresas la valoración de buenos equipos, necesarios para alcanzar
objetivos y metas cada vez más altos, ser competitivos y crecer. Pero a veces sólo nos quedamos en las
habilidades o competencias técnicas y profesionales; y hay que ir hasta los resortes de la acción que son las
facultades humanas. A partir de ahí hay que tratar de fomentar su desarrollo. Pero, si dichos seres humanos
están estropeados, si el propio directivo los estropea, no se puede ir a ningún sitio ni alcanzar ninguna meta
importante, no se crece, a lo más se sobrevive y a largo plazo la «organización» entra en pérdida. Por ejemplo,
un directivo que dé a sus agentes de ventas unos incentivos económicos muy altos para subir las ventas de su
empresa «a cualquier precio», es decir, fomentando acciones poco éticas, no puede ser tan torpe como para no
darse cuenta de hasta qué punto está estropeando a sus agentes de ventas, y después sería todavía más tonto si
esperara de ellos la lealtad, cuando ya los ha corrompido previamente.

En general, el tener en cuenta esa dinamicidad inmanente de nuestras acciones, por ser vital, nos debería
ayudar a estar advertidos y vigilantes. A menudo vivimos volcados a lo exterior, que nos reclama, nos seduce o
nos atrae y podemos olvidar que dentro de nosotros se está produciendo una gran actividad y movimiento
interior, nuevas configuraciones, inclinaciones, hábitos, etc. Pero si no cuidamos lo de ‘dentro’, lo que se
maneja ‘fuera’ se acoge mal o descuidadamente.

4. Descubrimiento y olvido del ser personal

a) Balance del aporte clásico griego


Sintetizando lo dicho anteriormente, tenemos que:

1. La temporalidad y el devenir interpelaron a los filósofos griegos, quienes se plantearon si el universo


era eventual.

2. Por esa vía descubrieron que el universo tenía un fundamento estable.

3. En correspondencia, se percataron que, si el hombre era capaz de medirse con lo permanente, era
porque en él había algo de la misma índole.

4. Entonces, descubrieron la inteligencia, el nous, humano. Gracias al nous el hombre podría acceder a los
principios más radicales de la realidad.

5. Si el nous era lo más permanente en el ser humano, entonces no todo muere en él.

6. Para Aristóteles (filósofo de la vida), el hombre es un viviente, en cuanto que posee alma, que es
principio intrínseco de movimiento (causa eficiente), formal y final –tri-causal–, pero es un viviente especial, en
cuanto que lo diferencial en él es que posee logos.

7. Aristóteles considera que la vida es acto, y que la vida más alta es la teoría, el conocer intelectual.
8. Si el hombre es capaz de verdad, está llamado a iluminar su vida práctica con esa luz de la razón
gracias a la cual, a diferencia de los animales, tenemos libertad y, por tanto, es posible la ética que es vital.
12
9. La teoría es la vida más alta, pero el hombre la realiza intermitentemente; en cambio, la plenitud de esa
actividad pertenecería a la divinidad; según Aristóteles, Dios es el “conocer que se conoce a sí mismo”.

10. En coherencia con lo anterior, la vida humana es un acto, pero es una actividad muy compleja, porque
está signada por la racionalidad.

11. Teniendo en cuenta su especificación racional, se puede decir que a mayor auto-organización y auto-
regulación más vida humana.

12. La vida está llamada a un crecimiento continuo y en el ser humano cabe un crecer irrestricto, tanto en
la vida teórica como en la vida práctica.

13. Este desarrollo es inmanente, ya que en las operaciones de la inteligencia se posee el fin en la misma
realización del conocer.

14. En las acciones humanas libres se da una hiper-formalización, de las facultades, de manera que lo que
esa retro-alimentación modifica interiormente al viviente.

Los filósofos medievales reconocieron las grandes averiguaciones que los filósofos socráticos habían
logrado. El descubrimiento del nous como aquello que le hace capaz de medirse con lo permanente y que por tal
es inmortal y no sucumbe al devenir temporal; es un aporte notable no sólo para la filosofía, sino para la cultura
occidental.

Descubrir lo estable de la realidad así como la correspondiente capacidad humana de acceder a ella, es
algo de lo que ya no nos hemos podido desprender, tanto que incluso cuando la negamos lo hacemos
presuponiendo que lo que decimos es verdadero y hay un trasfondo de estabilidad en la realidad.

Toda la ciencia occidental, las grandes hazañas que se han gestado en ese terreno deben mucho a aquellos
grandes filósofos. A partir de ahí los pensadores medievales plantearon la teoría de los trascendentales,
afirmando que la realidad es verdadera, es buena, es bella; y el ser humano puede hacerse con ella.

Son los autores modernos los que han vacilado al respecto, considerando que la realidad era engañosa,
sospechosa y, por tanto, no era bella; pero justamente por eso su situación es eminentemente crítica, de la cual
no acabamos de salir.
También es una gran audacia el pensar la divinidad como la plenitud del conocer intelectual y
fundamentar la misma dignidad humana en la inteligencia, que es lo que de divino tiene el hombre, es lo que los
medievales llamaron la chispa de Dios (scintilla Dei). La inteligencia es vista como lo hegemónico y diferencial
en el hombre, es lo que más le semejaba con la divinidad, que ejercía la actividad intelectual permanentemente.
Sin embargo, quedan algunas limitaciones en sus planteamientos:

1. ¿Cómo es posible que el alma sea un principio intrínseco de operaciones, un acto, si no siempre está
actuando. Porque si no siempre está en acto es porque es potencia. Entonces, ¿en qué quedamos: es acto o es
potencia?

2. La inteligencia humana –el nous– se ha considerado lo más alto en el hombre, lo que al ser capaz de
medirse con lo estable de la realidad nos revela su carácter permanente e inmortal. Pero entonces, ¿qué significa
la vida post mortem? ¿Sería como un ‘presente continuo’? Si sólo nos quedamos en la apertura al infinito, sin
más, se corre el riesgo de concebir aquella vida como algo estático, lo cual sería como un detenerse, no sería
vida6.

6
Algunos pensadores modernos han considerado que si la vida post mortem es una situación siempre igual y permanente aquello sería insufrible, sería algo así como
un bostezo eterno.
13
Además, si bien Aristóteles logró avizorar una gran y potente actividad divina, aquel conocer, aunque es
muy activo (Motor Inmóvil lo llama: motor, porque mueve a toda la realidad; inmóvil, porque a él no lo mueve
nada ni nadie), se trata de un Dios impersonal y, además, solitario, que tendría poco que decirnos más allá de
que seamos atraídos por ese conocer absoluto.

b) Descubrimiento de la noción de persona

Los filósofos medievales darán un paso adelante en la línea de resolver aquellas dificultades. Ellos ya
cuentan con la plenitud de la Revelación judeocristiana. Aristóteles no pudo contar con ella, ni siquiera la pudo
sospechar, porque vivió cuatro siglos antes de Jesucristo.

Pero en la era cristiana7, gracias a la Revelación, se sabe algo central, y es que Dios es Personal, es decir,
que Dios no es soledad, no es una persona única, sino que es Trinitario: tres Personas: Dios Padre, Dios Hijo y
Dios Espíritu Santo, y cada una de ellas lo es en función de las otras.

Pero evidentemente, la Revelación no es un tratado de filosofía. Con todo, no exime del trabajo
intelectual ni ahorra el despliegue de sus propios recursos metodológicos. Por tanto, tal como vimos en la
asignatura anterior, el desafío de los filósofos cristianos fue el de integrar la razón y la fe cristiana. Ese gran reto
de integrar y sistematizar ambos aportes fue asumido por varios filósofos cristianos, entre ellos Tomás de
Aquino. Él parte del reconocimiento del aporte aristotélico y le toma la palabra para proseguirlo, tratando de
responder a lo que el Estagirita no había encontrado, a pesar de que su búsqueda es todo un ejemplo de no
desistir fácilmente.

En efecto, la búsqueda de Aristóteles, que es muy loable, le llevó a dar con el acto de conocer pleno que
sería la divinidad, pero lo que no llegó a vislumbrar fue que Dios es persona. Por eso Tomás de Aquino pone de
relieve que Dios es Acto, el Acto Supremo, el Dios Vivo del cristianismo, lo cual responde a la búsqueda
aristotélica de niveles muy altos de actividad, si bien el Dios Cristiano es muy distinto de lo que Aristóteles
concibió, pues es tan acto que es el Acto de Ser por antonomasia, tan desbordante que es Ser Personal ya que no
es solitario, sino eminentemente relacional, de manera que su actividad es donante, tanto entre las personas
divinas como respecto de las criaturas a quienes otorgan gratuitamente el ser.

El gran aporte del cristianismo fue la noción de persona, es un ser eminentemente relacional y donante.
Una persona sola sería un absurdo, un círculo cuadrado, porque ser persona es una actividad tan desbordante
que es apertura radical, que ‘sale de sí’, hacia otra u otra(s) persona(s).
El ser o Esse divino, que da el ser o esse a las criaturas, poniéndolas en la existencia, sacándolas de la
nada –creación ex nihilo–, es un gran acto de donación, de radical generosidad, puesto que Dios no estaba
obligado a crearlas; la creación es enteramente a favor de las criaturas, es –por decirlo de algún modo– un
desborde de la exuberante actividad divina que al ser personal es radicalmente donante, amorosa. Por eso,
Tomás de Aquino formula la llamada distinción real de acto de ser y esencia (esse-essentia), que se entiende
desde su planteamiento creacionista. En las criaturas se da la distinción entre el acto de ser y su esencia, ya que
el acto de ser (esse) es creado, es recibido de Dios; en cambio la esencia (essentia), que es concreada con el acto
de ser humano, es potencia.

Por tanto, la dificultad que se podía observar en el planteamiento aristotélico de si el alma racional era
acto o potencia8, desde la distinción real se puede ver que está en la línea de la potencia, porque el alma
depende de un acto que es siempre activo y que es el acto de ser o esse hominis. En este sentido, Leonardo Polo
solía decir que Dios crea no cualquier cosa (no crea un churro), sino que se toma en serio a las criaturas y crea
un acto de ser que, en el caso de los seres humanos, es un acto de ser para cada quien, por lo que cada persona
es única e irrepetible.

7
Como es sabido, con la Revelación el mundo ya no es igual, y la historia tampoco. Con la venida de la Segunda Persona de la Trinidad, Jesucristo, culmen de la
Revelación, la historia se divide en dos eras, la pagana y la cristiana (a. C. antes de Cristo y d. C. después de Cristo).
8
Aristóteles sostiene que “vivir es ser para el viviente”. De Anima, 415 b 13. En cambio, Polo afirma que la vida está en la esencia y no es el acto de ser.
14
Si la persona es término del amor divino, su dignidad va más allá de lo que decía Aristóteles, quien la
ponía en el hecho de tener inteligencia o nous. La creación es un acto de predilección divina, conlleva elección
amorosa. El término dilectio viene de diligere: que significa amar, lo que conlleva elección. Cada persona, cada
quien, ha sido elegido entre múltiples opciones. ¿Por qué yo y no otro? Sería la pregunta clave, mucho mejor
que la de Heidegger: ¿por qué el ser y la nada? Pero además la pre–dilección, alude a una elección hecha desde
antes (pre), y el antes que es más antes, la anterioridad absoluta, es la eternidad; por tanto, si bien la criatura es
temporal, la acción divina que le eligió es desde antes del tiempo, porque en Dios no lo hay.

En la criatura hay distinción real entre el acto de ser (esse), que es activo, y la esencia (essentia), que es
potencial, que está puesta en la temporalidad precisamente para que crezca a través del tiempo usándolo a su
favor, pasando de potencia a acto, algo parecido a lo que Aristóteles trataba de decir con su metáfora del
hombre dormido y el hombre despierto. Aristóteles buscaba niveles cada vez más altos de actividad. Y en este
punto también está contestado a través de la filosofía cristiana, ya que si en la criatura hay distinción real entre
el acto y la potencia, en Dios no hay distinción real, porque en él todo es acto, en Él no hay nada potencial. Por
ello se dice que la esencia divina no es potencia sino acto; por tanto, no hay distinción, sino Identidad.

A partir de ese aporte, y en lo que toca a la antropología, se resalta la centralidad de la persona humana,
que es un acto de ser creado; todo lo demás –lo esencial– es integrado por el esse. En este sentido, la
antropología griega es aprovechable en todo lo que se pueda, pero tratando de completarla.
Tomás de Aquino reconoce que la vida –especialmente la vida humana– no se reduce a simple noción
abstracta, sino que es acto, gracias a aquel principio intrínseco de movimiento que es el alma. En este sentido
afirma: «Decimos que un animal vive cuando tiene el movimiento desde sí mismo; es decir, cuando no necesita
que otro principie su movimiento», y también: «El nombre de vida se puso para significar la substancia a la que
por naturaleza conviene moverse espontáneamente, o a sí misma». Recoge entonces la teoría aristotélica sobre
el alma humana. Ese principio intrínseco de movimiento que se denomina alma –psyché– es como el ‘motor’
intrínseco del viviente. Alma y vida son correlativas. Donde hay vida hay alma, y siempre que exista un alma
hay vida. También de acuerdo al tipo de alma se tendrá un tipo de vida.

Es obvio que la posesión del alma es lo que hace que la vida no sea estática, sino radicalmente dinámica.
Pero en la filosofía tomista se va más allá: Aristóteles al hablar de la vida se refiere a la «vita in motu»: vida en
movimiento; por tanto, se le toma la palabra y en lo que toca al ser humano dicho movimiento es mucho más
activo debido a que se trata de un alma creada, es decir engarzada en un acto de ser personalísimo, gracias al
cual Dios le ha puesto en la existencia y le sostiene en ella.

Por eso mismo, la vida post mortem se resuelve de cara a Dios. La filosofía griega no pudo resolver el
asunto de qué era dicha vida. Al principio, porque el Hades es un lugar fantasmagórico. Los socráticos
consideraron que era importante cuidar y enriquecer el alma para que después de la muerte el alma fuera a la
Isla de los Bienaventurados, donde había grandes personajes, con los que alternar y dialogar, pero eso al final es
muy limitado.

En cambio, en el planteamiento cristiano, lo más importante del Cielo es que se trata de ser metido
plenamente en la Vida, en el Amor de Dios, es estar vivo para Él. Aquello no es nada estático, sino todo lo
contrario, es una gran actividad, como dice Leonardo Polo es “conocer como uno es conocido”, es el gozo de
saberse amado personalmente, por toda la eternidad y de un modo siempre nuevo.

Con todo, la filosofía, aún con todas sus grandes y profundas averiguaciones, es considerada por los
filósofos cristianos “sierva de la teología”, ya que como es obvio la mente humana no es capaz de explicarse
completamente el misterio divino, ni todo el alcance de la vida elevada y sobrenatural; sólo puede acercarse,
pero por no por eso estamos eximidos de esa aproximación.

c) El olvido del ser personal


Si el hombre reconoce su condición de persona, puede aceptar su dependencia de Dios, que es su Origen
y también su Destino. Como afirma Leonardo Polo, sucede que al saber que yo soy, ahí mismo se sabe que Dios
15
es. En ese sentido la antropología sería una vía hacia Dios. Sin embargo, a través de un proceso que ahora no es
el momento de detallar, ya que corresponde a la asignatura siguiente dedicado a la filosofía moderna y
contemporánea, lo que sí podemos resaltar es que el hombre moderno no quiere tener ningún vínculo con lo
trascendente, rechaza ser hijo, en aras de un afán independentista del que precisamente lo hace dependiente.

Entonces el ser humano pierde de vista su ser personal, y se vuelve incomprensible para sí mismo, su vida
se extravía. A la par, varios filósofos modernos desconocen los aportes de los griegos clásicos. Como ya hemos
visto, especialmente en Aristóteles, se da la prioridad al acto; los modernos, en cambio, le dan prioridad a la
potencia. En ese sentido sostienen que el hombre es una entera indeterminación, pero naturalmente su cometido
será auto-determinarse. Y como lo que echan por la puerta se les cuela por la ventana, enarbolan la bandera de
la acción humana, pero esta vez en un proceso dinámico que se dispara al infinito y cuyo valor máximo es lo
que Leonardo Polo denomina el “principio del resultado”.

Así pues, el hombre desvinculado de su origen y destino intenta cobrarse a sí mismo en sus obras. Es
lógico que sea así, perdido todo anclaje en lo trascendente, el hombre moderno se aferra a los resultados
externos, constatables, de su acción, tratando de buscar en ellos la tan ansiada y perdida seguridad. Estos
resultados son económicos, cuantificables, ostensibles. Pero no son sólo de ese nivel de bienes materiales, sino
también se refieren al éxito en el campo del poder político, etc. Se trata de una carrera sin aliento, un dinamismo
íntimamente desdichado, porque los resultados externos están todavía al final. Esto va en la línea de lo que
hemos indicado como póiesis; por tanto, se olvida la inmanencia de la acción humana, las praxis, cuya índole es
profundamente vital.

Esta actitud sería incomprensible para un griego clásico: ¿cómo se puede ser hombre a través de los
resultados externos de la acción, que son justamente inertes? Según lo que hemos visto, el hombre lo es en sus
actos, la vida es praxis, retroalimentación constante. Por tanto, desde este ideal del resultado, se compromete el
crecimiento propiamente humano, el de uno y el de los demás; pero lo más serio es que el hombre moderno
desconoce que es persona. Algo intuye, ya que resalta la noción de sujeto en el sentido de libre, autónomo, etc.
Pero si en lugar de sujeto pusiera a la persona humana, coincidiría con los clásicos en resaltar la importancia de
su ser. La persona es única e irrepetible, y en este sentido, los modernos aciertan al reconocer que el hombre
está por encima del universo, no es parte de él; y está llamado a un dinamismo sin fin, porque la persona es
acto, es activa o actuosa, como señalaba Leonardo Polo.

Pero al no aceptar el carácter otorgante y relacional de la persona, caen en un subjetivismo, en ponerse a


sí mismos como criterio y fin último de todo. Esto, evidentemente, es lo contrario de la noción de persona, ya
que el subjetivismo aísla al sujeto, le lleva al individualismo. Por tanto, también las relaciones interpersonales
se complican y la vida social en su conjunto; porque al retraerse la persona humana, no aporta ni se da
generosamente a los demás, empezando porque al no saberse persona uno no se alegra con el acto de ser
personal propio ni con el acto de ser de los demás.

Según Nietzsche el superhombre es una gran soledad, es –con sus palabras– como un sol que es frío para
otro sol. Pero entonces, si priman los intereses individualistas de cada quien, se llega a considerar, con Hobbes,
que el hombre es un lobo para el hombre; se instaura el régimen del miedo, que es tan desvitalizador como el
individualismo, porque es paralizante: si uno no es el lobo mayor lo que queda es el sometimiento al más fuerte
o la muerte.

Evidentemente, esta situación ha traído serias consecuencias en los últimos siglos y lo que corresponde
cuando se detecta una situación lamentable como ésta, es tratar de salir de ella. En esa línea va la propuesta de
la antropología de Leonardo Polo, que como toda oferta es una invitación (no es obligado seguirla) a ser
conscientes de la riqueza de nuestro ser personal, a lo cual nos referiremos brevemente al final del presente
texto.

Esa labor de personalización de las masas, el recuperar la consciencia de nuestro ser personal, nos hace
emplear de manera radical nuestra libertad, lo que impulsa asombrosamente la acción humana. Por tanto, si la
antropología moderna es claramente dinámica, hay que tomarles la palabra a los modernos y ayudarles a
descubrir el gran dinamismo que comporta la libertad personal.

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En lo que sigue trataremos de integrar las grandes averiguaciones logradas por la antropología clásica,
tanto la griega como la cristiana, viéndolas en esa clave, imbuidas de una actividad muy radical, la que sostiene
e impulsa el acto de ser personal.

Tomado del libro “Hacia el descubrimiento del ser personal”, de Genara Castillo, UDEP, 2014

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