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es un perfeccionista al que le
agradan los trajes impecablemente
cortados, su piso inmaculadamente
limpio y sus casos de homicidio
extremadamente claros, pero
Connie Gulliver, su compañera, le
convida a abrazar el caos: una
extraña profecía le anuncia su
propia muerte y una pesadilla
surreal viene a sustituir el antiguo
orden por un acoso de extrañas
sorpresas y peligros inimaginables.
Un viento de terror lo envuelve y se
comunica al lector, a quien Dean R.
Koontz, el maestro indiscutido en
estos temas, lleva por senderos de
emoción insuperable.
Dean R. Koontz
LA TABERNA DE
LOS LOCOS
The River,
GARTH BROOKS Y
VICTORIA SHAW
Zambúllete con ímpetu en
la vida
o quédate a esperar
sentado en casa.
Las cosas buenas y
también las malas
irán a ti de un modo u
otro: es el destino.
Oye la música, baila
mientras puedas.
Vístete en harapos o
cúbrete de joyas.
Bebe tu elección, nutre tu
temor
en la vieja taberna de los
locos.
Instinto de policía.
Cuando el sujeto de pantalón gris,
camisa blanca y chaqueta oscura entró
en el restaurante, Connie reparó en él y
olió algo raro. Cuando notó que Harry
también lo olía, decidió observar a ese
hombre, ya que Harry tenía un olfato que
podía dar envidia a un sabueso.
El instinto de policía es menos
instinto que capacidad de observación y
sensatez para interpretar lo observado.
En Connie era más una actitud de alerta
subliminal que una atención deliberada
hacia todos los que se cruzaban en su
camino.
El sospechoso se plantó junto a la
puerta, cerca de la caja registradora,
esperando, mientras la camarera
conducía a una joven pareja a una mesa
próxima a uno de los ventanales del
frente.
A primera vista parecía normal,
inofensivo. Pero una inspección más
atenta permitió a Connie identificar las
incongruencias por las cuales su
subconsciente había dado la alarma. No
había indicios de tensión en el rostro
blando y su postura era relajada, pero el
hombre apretaba los puños a los
costados como si apenas pudiera
dominar la urgente necesidad de golpear
a alguien. Su sonrisa borrosa reforzaba
su aire de profesor despistado, pero era
una sonrisa fluctuante y volátil que
evidenciaba un torbellino interior.
Llevaba la chaqueta abotonada, lo cual
era raro porque no usaba corbata y hacía
calor. Más importante aún, la chaqueta
no le sentaba bien con los bolsillos
deformados por bultos pesados, y
formaba una protuberancia a la altura
del cinturón, como si ocultara una
pistola.
Por cierto, el instinto de policía no
siempre era de confianza. Tal vez fuera
una chaqueta vieja y deformada. Tal vez
el sujeto fuera el profesor distraído que
aparentaba ser, en cuyo caso la chaqueta
no ocultaría nada más siniestro que una
pipa, un paquete de tabaco, una regla de
cálculo, una calculadora, notas para sus
clases y toda clase de chismes que se
había guardado en los bolsillos sin
darse cuenta.
Harry, que se había interrumpido en
medio de una frase, bajó despacio el
emparedado de pollo. Miraba de hito en
hito al hombre de la chaqueta deforme.
Connie había cogido un puñado de
patatas fritas. Las dejó caer en el plato
en vez de comerlas y se limpió los
dedos grasientos en la servilleta,
tratando de observar con disimulo al
recién llegado.
La rubia y menuda camarera regresó
a la barra después de acomodar a la
pareja joven, y el hombre de la chaqueta
de gamuza sonrió. Ella le habló, él
respondió y la rubia rio cortésmente
como si él hubiera dicho algo gracioso.
El cliente dijo algo más y la
camarera rio de nuevo. Connie se relajó
y tomó un par de patatas fritas.
El recién llegado aferró a la
camarera del cinturón, la atrajo hacia él
y le manoseó la blusa. Su ataque fue tan
súbito e inesperado, sus movimientos
tan felinos, que la levantó del suelo
antes de que ella se pusiera a gritar.
Como si no pesara nada, la arrojó contra
una mesa cercana.
—Demonios. —Connie se echó
hacia atrás, se puso en pie y se llevó la
mano a la espalda para desenfundar el
revólver.
Harry también se levantó, revólver
en mano.
—¡Policía!
Su grito quedó ahogado por el
estrépito que causó la rubia al
estrellarse contra la mesa, que cayó
hacia un costado. Los clientes se
levantaron, varias copas se hicieron
añicos. La gente del restaurante alzó los
ojos, alarmada por el ruido.
El aplomo y el salvajismo del recién
llegado podían indicar que estaba
drogado, o quizá que era un verdadero
psicótico.
Connie no corrió riesgos y se
agazapó mientras alzaba el arma.
—¡Policía!
O bien el sujeto había oído la
primera advertencia de Harry o bien los
había visto por el rabillo del ojo,
porque ya corría hacia el fondo del
restaurante, entre las mesas.
También empuñaba un arma, podía
ser una Browning 9 mm a juzgar por los
estampidos y por lo que Connie atinó a
ver. Disparaba al azar y cada disparo
retumbaba en el encierro del restaurante.
Una maceta de terracota pintada
estalló junto a Connie. Astillas de
arcilla esmaltada llovieron sobre ella.
La dracaena margenata de la maceta se
volcó, raspándola con sus hojas largas y
angostas, y Connie se agazapó aún más,
tratando de usar una mesa cercana como
escudo.
Ansiaba dispararle a ese bastardo,
pero el riesgo de herir a un cliente era
demasiado grande. Cuando echó una
ojeada al restaurante desde tan bajo,
pensando en pulverizarle una rodilla a
ese chiflado con un disparo bien
apuntado, le vio corretear por la sala.
Pero entre ella y él se interponían los
aterrados clientes que se habían
refugiado bajo las mesas.
—Maldición. —Siguió al lunático
tratando de presentar un blanco
pequeño, notando que Harry lo seguía
desde otra dirección.
La gente gritaba porque estaba
asustada, o porque le habían disparado y
estaba dolorida. Ese maniático
disparaba sin cesar. O cambiaba los
cargadores con velocidad sobrehumana
o bien tenía otra pistola.
Una de las grandes ventanas recibió
un impacto directo y se derrumbó con un
retintín de vidrios astillados. Una
cascada de vidrio se derramó en el
fresco suelo de mosaico.
Mientras Connie se arrastraba de
mesa en mesa, pisaba patatas fritas,
ketchup, mostaza, viscosos trozos de
cacto y crujientes fragmentos de vidrio,
los heridos gritaban y braceaban
pidiendo ayuda.
Detestaba ignorarlos, pero era
preciso; debía seguir en movimiento,
tratar de dispararle a esa bazofia
ambulante con chaqueta de gamuza. Los
escasos primeros auxilios que pudiera
brindar no servirían de nada. No podía
remediar el terror y el dolor que ese hijo
de perra ya había provocado, pero quizá
pudiera impedir que causara más daños
si conservaba la calma.
Irguió la cabeza, arriesgándose a
recibir un balazo en el cerebro y vio que
ese canalla ya estaba en el fondo del
restaurante, ante una puerta de vaivén
que tenía una ventana de vidrio en el
centro. Sonriendo, disparaba contra todo
lo que le llamase la atención, al parecer
igualmente complacido de acertarle a
una planta que a un ser humano. Su
apariencia aún era perturbadoramente
vulgar, cara redonda y blanda, barbilla
débil y boca suave. Ni siquiera la
sonrisa le daba aspecto de lunático; se
parecía a la ancha y afable sonrisa de
alguien que acabara de ver la cabriola
de un payaso. Pero sin duda era un
desquiciado peligroso, porque disparó a
un gran cacto saguaro, luego a un sujeto
con camisa a cuadros, luego de nuevo al
saguaro. Y en efecto tenía dos armas,
una en cada mano.
Bienvenidos a los años noventa.
Connie abandonó su refugio
disponiéndose a disparar.
Harry también decidió aprovechar la
repentina obsesión de ese chiflado con
el cacto. Se puso de pie en otra parte del
restaurante y disparó. Connie disparó
dos veces. Trozos de madera saltaron de
la puerta junto a la cabeza del psicótico
y el cristal de la ventana voló. Habían
fallado por centímetros.
El lunático atravesó la puerta de
vaivén, que recibió nuevos disparos de
Harry y Connie y siguió oscilando. A
juzgar por el tamaño de los boquetes, la
puerta era hueca, así que los proyectiles
podían haberla perforado acertándole a
ese hijo de perra al otro lado.
Connie corrió hacia la cocina,
resbalando en el suelo sucio de comida.
Dudaba que tuviera la suerte de
encontrar a ese demente al otro lado de
esa puerta, herido y retorciéndose como
una cucaracha aplastada. Era más
probable que estuviera al acecho. Pero
Connie no podía contenerse. Hasta era
posible que ese maldito se le abalanzara
desde la cocina. Iba acelerada, saturada
de adrenalina. Cuando estaba acelerada
—es decir, casi siempre— no podía
frenarse.
Cielos, amaba este trabajo.
4
CORRIENDO
SOBRE HIELO
Viviendo en la era
moderna,
la virtud se paga con la
muerte.
Así parece en las horas
más negras,
vence el mal, el bien se
esconde.
Dominados por el vicio y
la violencia,
pisamos un hielo
quebradizo.
¿Somos hombres o
ratones,
en este hielo tan frágil?
¿Cuál es la opción?
¿Patinar,
y reír y celebrar,
sabiendo que el hielo se
raja?
¿O cuidar del hielo a
cualquier precio?
Cuando te arrastre la
tormenta,
abraza el caos.
UNA SINIESTRA
CASA EN EL BOSQUE
Allá en la China
la gente dice
que la vida puede ser
amarga
y puede ser alegre.
Amarga como lágrimas de
dragón,
cascadas de pesar que
se despeñan por los años
ahogando nuestros
mañanas.
Allá en la China
la gente también dice
que la vida a veces es
alegre
aunque a menudo insulsa.
Aunque la vida esté
sazonada
con amargas lágrimas de
dragón,
es sólo un condimento más
en el guisado de nuestros
años.
Los malos tiempos son
sólo arroz,
las lágrimas son un sabor
más
que nos brinda alimento,
algo que podemos
paladear.
Ahora saben.
Es un perro bueno. Bueno.
Ahora todos están juntos. La mujer y
el niño, el hombre maloliente, el hombre
no tan maloliente, y la mujer sin niño.
Todos huelen a la cosa-que-mata y por
eso él sabía que tenían que estar juntos.
Ellos también saben. Saben por qué
están juntos. Se encuentran frente al
lugar de comida, hablando deprisa,
excitados, a veces todos a la vez, y las
mujeres y el niño y el hombre no tan
maloliente siempre tratan de no evitar el
tufo del hombre maloliente.
Le acarician y le rascan las orejas y
le dicen que es un perro bueno y dicen
otras cosas bonitas sobre él pero no las
entiende. Esto es lo mejor. Es agradable
que le acaricien y le rasquen personas
que no le prenderán fuego, y por gente
que no tiene olor a gato.
Una vez, mucho después de esa niña
que lo llamaba Príncipe, hubo personas
que le llevaron a su lugar y le
alimentaron y le trataron bien. Le
llamaban Max, pero tenían un gato. Un
gato grande. Maligno. El gato se llamaba
Lanudo. Max era bueno con Lanudo.
Max nunca persiguió a Lanudo. En esa
época Max nunca perseguía gatos. O
casi nunca. Algunos gatos le gustaban.
Pero Lanudo no quería a Max ni quería
que estuviera en el lugar-de-personas,
así que a veces le robaba la comida y
otras veces orinaba en el cuenco de agua
de Max. Durante el día, cuando la gente
buena se iba a otro sitio, Max y Lanudo
quedaban solos, y Lanudo maullaba
frenéticamente, asustaba a Max, le
perseguía. O saltaba sobre Max desde
lugares altos. Gato grande. Que
maullaba y escupía. Loco. Así que Max
comprendió que ese era el lugar de
Lanudo, no el lugar de Max y Lanudo, y
se fue del lugar de esa gente agradable y
de nuevo fue simplemente Amigo.
Desde entonces, cuando encuentra
gente agradable que quiere llevarle a su
lugar y alimentarle para siempre, teme
oler a gato. Teme que cuando vaya a su
lugar y atraviese la puerta, aparezca
Lanudo. Grande. Maligno. Loco.
Así que es bueno que ninguna de
estas personas huela a gato, porque si
una de ellas quiere formar una familia
con él, estará a salvo y no temerá que le
orinen en el cuenco del agua.
Al cabo de un rato, están tan
entusiasmados con la charla que dejan
de acariciarle y de decirle que es bueno,
así que se aburre. Bosteza. Se acuesta.
Podría dormir. Está cansado. Ser un
perro bueno causa fatiga.
Pero entonces ve la gente del lugar
de comida. Mira por las ventanas.
Interesante. En las ventanas, mirando.
Mirándole a él.
Tal vez les resulte simpático.
Tal vez deseen darle comida.
¿Por qué no?
Se levanta y camina hacia el lugar de
comida. La cabeza erguida. Bailotea.
Menea la cola. Eso les gusta.
En la puerta, espera. Nadie abre.
Apoya una pata en la puerta. Espera.
Nadie. Raspa. Nadie.
Sale adonde la gente de la ventana
pueda verlo. Menea la cola. Ladea la
cabeza, yergue una oreja. Lo ven. Sabe
que lo ven.
Regresa a la puerta. Espera. Espera.
Espera.
Raspa. Nadie.
Tal vez no saben que quiere comida.
O tal vez le tienen miedo, piensan que es
un perro malo. No tiene aspecto de
perro malo. ¿De qué tienen miedo?, ¿no
saben cuándo tener miedo? Él nunca les
saltaría encima desde lugares altos ni
les orinaría en los cuencos de agua.
Gente estúpida.
Comprende que no recibirá comida,
así que regresa hacia la gente agradable
que él logró reunir. Mantiene la cabeza
erguida, bailotea, menea la cola, para
mostrar a la gente de la ventana lo que
se pierden.
Cuando regresa a las mujeres y al
niño y al hombre maloliente y al hombre
no tan maloliente, algo está mal. Lo
siente y lo huele.
Están asustados. Pero eso no es
nuevo. Estuvieron asustados desde que
los olió por primera vez. Pero esto es
diferente. Están más asustados.
Y tienen un poco de ese olor a
acuéstate-a-morir. Los animales tienen
ese olor a veces, cuando están viejos,
cuando están muy cansados y enfermos.
En la gente no es tan común. Aunque
conoce un lugar donde la gente tiene ese
olor. Estuvo allí esa noche, con la mujer
y el niño.
Interesante.
Pero interesante-feo.
Es feo que estas personas agradables
tengan ese olor de acuéstate-a-morir.
¿Qué les pasa? No están enfermas. Tal
vez el hombre maloliente esté un poco
enfermo, pero no los demás. Y tampoco
son viejos.
Las voces también están alteradas.
Un poco excitadas, no tanto como antes.
Un poco cansadas. Un poco tristes. Algo
más. ¿Qué? Algo. ¿Qué, qué?
Les huele los pies, uno cada vez,
snif snif snif, aun al hombre maloliente,
y de pronto comprende qué les pasa, y
no puede creerlo.
Está asombrado. Asombrado.
Retrocede, les mira. Asombrado.
Todos tienen ese olor especial que
dice persigo-o-me-dejo perseguir,
corro-o-peleo, desentierro-el-hueso-o-
espero-a-que-la-gente-me-dé-algo-de-
comer. Es el olor de no saber qué hacer,
que a veces se confunde con el olor del
miedo. Como ahora. Tienen miedo de la
cosa-que-mata, pero también tienen
miedo porque no saben qué hacer.
Está asombrado porque él sabe qué
hacer, y ni siquiera es una persona. Pero
a veces las personas son lentas.
De acuerdo. Él les indicará qué
hacer.
Ladra, y todos le miran porque no es
un perro que ladre demasiado.
Ladra de nuevo, se aleja cuesta
abajo, corre y se detiene. Mira hacia
atrás y ladra de nuevo.
Le miran boquiabiertos. Está
asombrado.
Regresa hacia ellos, ladra, da media
vuelta, corre de nuevo cuesta abajo,
corre, se detiene, mira hacia atrás, ladra.
Están hablando. Mirándole y
hablando. Tal vez comprendan.
Así que corre un poco más, gira,
mira hacia atrás, ladra.
Están excitados. Comprenden.
Asombroso.
2
Todas las
atrocidades que
Connie y Harry
incluyen en su
colección del
«cotillón
premilenario» son
crímenes que se
cometieron de
veras. En el mundo
real no hay nadie tan
poderoso como Tic-
tac, pero su
capacidad para el
mal no existe sólo
en la ficción.