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Constanza Devia Cubillos

Sección 2

El deber como acto divino


La literatura griega por siglos ha perdurado en la contemporaneidad de la
humanidad y ha sido releída infinitas veces por intelectuales, por cultos y hasta por jóvenes
que lo hacen de manera obligada. Una de las tragedias más memorables y que posee una
gran estructura del material y gama de temas es en la obra Antígona, escrita por Sófocles
en tiempos ya antiguos y que será abordada a continuación desde un punto de vista político,
como también divino. Haciendo hincapié en esta última idea, se plantea que justamente
dentro de la mitología griega la ley divina era capaz de hacerse valer por sí sola; puesto
que, la religión está por encima de la carne humana y, por ende, resulta ser un deber
comunitario.

Es correcto señalar que, de manera colectiva, la palabra ley conforma todo aquello
que está establecido por un ente superior y que debe ser respetado y acatado por un
conjunto de humanos; la palabra divino, por otro lado, es relativo a la existencia de Dios y
al culto de las diversas religiones existentes. De esta mezcla de conceptos nace el deber que
cumplió Antígona al momento de embestir en contra del edicto impuesto por Creonte, rey
de Tebas, y así hacer valer su sentencia siendo condenada a morir viva, joven y en el olvido
de todo el pueblo tebano. Al escarbar más hondamente en este ejemplar griego, podemos
ver claramente los motivos que tuvo esta muchacha para hacer tal hazaña e irrumpir la
oscura ley del hombre, porque lógicamente la justicia debía hacerse notar e imponerse, a
pesar de que le cobrara injustamente su propia vida. En el libro Literatura Griega, Jose
Alsina estipula lo siguiente: “Los dioses no juegan normalmente un papel visible en su
obra, pero, sin embargo, actúan como fuerzas que es imposible desconocer e ignorar”
(271). Como bien lo dice el enunciado, la divinidad griega no se personifica, pero se
pueden vivir las consecuencias tanto negativas como positivas de sus actos, una fuerza
descomunal, fuera de los cabales del hombre y tormentosa para quien no la cumple al pie
de la letra; se justifica con la premisa de un todo, de dioses, de majestuosidades que pueden
dictaminar postulados que quedan implantados en una cultura homogénea hasta el final de
sus tiempos, donde la incertidumbre por tales principios queman la mente mortal al grado
de aceptar sus deberes celestiales sin distinción de clase o género.
Por supuesto, está también la ley del hombre cuya misión es subordinar a una
muchedumbre gracias al poder que ejerce un representante en ellos; es aquí donde
provienen diversos términos relacionados a este concepto como lo son el orden, la
disciplina, la sumisión, la anarquía, la fijación de una doctrina, entre muchos más que
siguen sumándose. Dentro de la obra, Creonte, rey de Tebas, es el elegido para posicionarse
como gobernante del pueblo y así organizar a una comunidad entera bajo su percepción
propiamente tal de lo que es la ley. La mayor de las equivocaciones que puede cometer un
individuo, independiente de su raza, género o estatuto dentro de una ciudad es cuestionar el
obrar de los dioses; sería imprudente y hasta podría catalogarse de locura atentar en contra
de la divinidad sabiendo que hay algo más grande que la propia persona y está en tela de
juicio querer cambiar aquella constitución etérea. Así lo propone Raffaele Cantarella:

Porque también es la tragedia de Creonte, aunque de ordinario olvidada por los


críticos, deslumbrados por el esplendor de Antígona, de Creonte, implacable para
consigo mismo y su propia sangre en nombre de su deber, en el que cree
firmemente, solo contra todo y contra todos en defensa de la ley, que él personifica,
con la seguridad de conocer él solo el bien y el mal por el interés de la ciudad.
(Cantarella 266).

Da a entender que Creonte sufre en la misma medida que Antígona, solamente que
el primero se encuentra opacado por la figura femenina impuesta en la obra dramática. Es él
quien corrige lo bueno de lo malo, quien vela porque la ley se cumpla y funcione como
debe ser, ya que es Creonte quien domina esta postura, es el máximo representante en
cuestión dentro del relato y es por eso que se le atribuyen todos estos estatutos a él. Lo
importante aquí es la representatividad que tiene la figura de este personaje, donde él se
reviste casi como un Dios, igualando su condición de mortal a uno inmortal y jactándose de
que nada ni nadie podrá hacerle daño ni mucho menos acribillar su régimen. Al tener estos
pensamientos de autoridad, no mide consecuencias ni errores que cualquier individuo puede
llegar a cometer y que sobrepasan lo estimado; las suyas fueron el suicidio de su esposa
Eurídice, la muerte de su hijo Hemón y la desdicha de todo Tebas. Gracias a esto podemos
decir que las leyes del hombre cumplen su función en la medida que no interpelan ni
rompen la cadena invisible que poseen de manera intrínseca las leyes divinas.
Raffaele Cantarella se refiere a Antígona como: “Pura, intacta y altiva, sacrifica
todo a su deber, hasta la esperanza más querida a una mujer, la esperanza de las nupcias y
de descendencia” (266). Resulta evidente que Antígona, joven llena de fortaleza y valentía,
sacrificara todo, inclusive hasta su futuro matrimonio y próxima maternidad, para hacer
valer lo correcto, para hacer valer lo inmortal sobre lo terrenal. Jacqueline De Romilly lo
apunta así: “Antígona hace lo que Ismene no tiene el valor de hacer, lo hace sin dudar y lo
hace sabiendo el porqué” (84). Sin duda alguna, no se podría asemejar la personalidad de la
joven tebana y su hermana Ismene, quien se rehusó a ayudarla a enterrar a su hermano
Polinices y por ello fue condenada al cautiverio y después a su inminente muerte. El deber
en este caso es indispensable para poder tomar tales determinaciones como lo hizo la
manceba valiente digna de llevar el nombre de la obra de Sófocles. Es, más bien, una
responsabilidad como creyente, como subordinada de los dioses, del gran Zeus; Antígona
tomó tal sacrificio como una misión para poder salvar el alma de su querido hermano
Polinices, sino, esta quedaría vagando inconclusa por los jardines terrenales y no tendría
descanso eterno lo cual era lo esperado por todo el pueblo a la hora de morir; tener un acto
fúnebre como corresponde y como los dioses querían. La ley divina una vez más tiene la
razón, una vez más puede justificarlo todo y brillar como ninguna estrella jamás lo ha
logrado, pero sigue teniendo roces con las leyes mundanas. Cantarella una vez más nos
argumenta así: “De ahí el conflicto con Antígona, tanto más violento e insoluble porque los
dos se asemejan sustancialmente en la absoluta fidelidad a lo que cada uno considera su
propio deber” (266). Así es como se disputan las leyes, jugando entre cuál de las dos
influye más y cuál es, por ende, más poderosa. La cita en cuestión reflexiona sobre la
subjetividad del deber, de la responsabilidad de ser parte de una religión y acatar las normas
divinas que los dioses concretan. Si fuese de esa manera, la joven Antígona sería fiel a sus
dioses, mientras que Creonte siendo un rey protegido por tales seres incorpóreos, hace valer
su ley y su propio deber como gobernante y ciudadano de Tebas. Si se introduce más a este
supuesto y a la época de aquellos tiempos, se podría decir que Creonte no era un griego
como tal; una comunidad que vive y fluye gracias a las divinidades jamás debe olvidar sus
raíces, sus orígenes, sus costumbres, sus valores, sus tierras, sus conductas nobles, su
ofrenda gloriosa, sus plegarias y su correcta admiración hacia tales seres llenos de gracia,
de vida y de creación que ensalzan el espíritu griego.
Pensando en todo lo establecido en este ensayo, se logra comprobar que
asertivamente la ley divina está por encima de la entidad humana y esta conlleva a una
responsabilidad vinculada al culto y la obediencia del pueblo hacia los dioses. Se entiende
que estas están protegidas, recubiertas por una sustancia gloriosa y fulgurante, llena de vida
y secretos que sólo ellos saben. La comunidad tebana en algún momento pudo dimensionar
este hecho, como así lo hizo Antígona quien no le importó aniquilar su existencia, su futuro
y todo lo que ella representaba para así hacer justicia con sus propias manos. Es difícil
asimilar que la divinidad está por encima de las cabezas griegas, pero siempre ha sido así;
lamentablemente no hay testimonios de personas que hayan presenciado el comienzo de
esta intervención inmortal en conjunto con los mortales, solamente se sabe que se tiene
noción de ella desde antaño; vive en función a someter la fe y es merecedora de fino
respeto. Por otro lado, se sabe que la ley del hombre la creó el mismo y, siendo reflejada en
el relato por Creonte, este dispuso a su antojo las normas y reglas para poder gobernar
perfectamente la ciudad de Tebas. Aun así, sin quererlo ni desearlo, la manipulación
terrenal carece de efecto si esta es puesta en el ojo crítico de los dioses, si esta es discutida
por los dioses y si esta ataca en contra de ellos mismos. La ley divina, entonces, fuera de
ser invisible a los ojos, es sentida con fiereza por quienes tienen las agallas para afrontar
sus encrucijadas y resolver el acertijo. La ley divina tiene que ser escuchada por los oídos
más sensibles, tiene que ser vista con los ojos del alma y sentida con el palpitar inherente de
todos los corazones griegos.
Bibliografía

Alsina, Jose. Literatura Griega: Contenido, problemas y métodos. Barcelona: Ediciones


Ariel S.A, 1967. Impreso.

Cantarella, Raffaele. La Literatura Griega Clásica. Trad. Antonio Camarero. Buenos


Aires: Editorial Losada S.A, 1971. Impreso.

De Romilly, Jacqueline. La Tragedia Griega. Trad. Jordi Terré. Madrid: Editorial Gredos
S.A, 2011. Impreso.

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