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El sujeto moderno es el sujeto europeo, blanco, macho y burgués, pero se cree el modelo de lo

humano. Así, impone su identidad sobre todas las cosas, proyecta su Yo sobre el Otro, busca
incorporarlo, incluírlo, integrarlo pero, ¿a qué costo?
¿Puede el sujeto incluír al Otro sin que el otro pierda su especificidad?
¿No hay en toda inclusión siempre una pérdida?
¿No hay siempre alguien que integra expandiendo su Yo y un otro integrante va perdiendo su
otredad?

El sujeto occidental siempre ha pretendido integrar al diferente pero, ¿cómo ha sido esta historia?
¿Quién es el otro de occidente? Y dónde está, afuera o adentro?

El Otro no es, no existe, es el exluído permanente, el que siempre queda afuera.


Si el otro fuera, sería algo, y si el otro es algo se vuelve un objeto para el Yo que se lo apropia, y en
ese acto lo fagocita, lo disuelve. Así, el Yo o lo Mismo (según Emanuel Levinás) se totaliza, hace
pasar su Yo o su Mismidad como si fuese todo lo que hay. Y por fuera del todo no puede haber
nada, pero, cuando todo parece seguro y cerrado en las coordenadas que el Yo impone, irrumpe el
Otro, nunca pide permiso, es inesperado, golpea la puerta de mi casa, solicita y exige una
respuesta. Exige, el Otro se vuelve una amenaza.

El valor más importante para el Yo es su propia seguridad, el Otro construye sentido adaptando
todo lo que le excede a sus propios parámetros y así logra estabilidad: toda búsqueda de sentido
es siempre una búsqueda de seguridad (Nietszche), pero el otro golpea y desestabiliza.
El Otro es como un palo en el engranaje que detiene esta totalidad que venía funcionando bien. La
totalidad nunca cierra, porque siempre hay un Otro. Adentro del muro todo parece funcionar a la
perfección, pero el muro se vuelve invisible. Y afuera están los otros que desde su indigencia
golpean la puerta y esperan una respuesta.

Nuestra identidad es igual a la de los otros, pero a la vez diferente. Por un lado, todos somos
iguales porque somos parte de un todo que nos nuclea, la humanidad. Pero a la vez y al mismo
tiempo, soy un individuo diferente, singular.
¿Soy igual a los otros, o soy diferente? ¿O soy, al mismo tiempo, igual y diferente?
En cierto modo, somos todos igualmente diferentes, somos iguales por ser todos diferentes, para
que haya igualdad tiene que haber diferencia, sólo puedo igualdad dos entidades diferentes.
La igualdad es una de las formas de la diferencia. Por eso, si estamos siempre relacionándonos con
otros, interfiriéndonos mutuamente, contaminando nuestra indentidades. ¿Podemos separarnos
tan tajantemente de los Otros? En esta dialéctica permanente, ¿no somos todos un poco Otros?

Frente al extraño, podemos diferenciar dos modos de vinculación: la tolerancia y la hospitalidad.


Tolerancia, viene del latín, y se asocia a la idea de soportar. Hace referencia al grado de admisión,
frente a todo lo que es contrario a nuestras costumbres. Es que, aunque el Otro sea muy diferente
a mi, al Otro hay que tolerarlo, porque el Otro es un prójimo.
Hay un principio de proximidad de hace del Otro alguien cercano. Un prójimo es alguien próximo
que por ello se vuelve uno de los propios, pero ne ese acto pierde su otredad.
La tolerancia nunca termina de alcanzar completamente al Otro, ya que el problema no es el
prójimo sino el distante, el ajeno, el extraño, el extranjero, aqué que queda absolutamente por
fuera de lo propio, aquel cuya presencia nos amenaza, nos pone en peligro. Su diferencia nos
desestabiliza. Por ejemplo, si invito a alguien a mi casa y se comporta en consonancia con mis
costumbres, no hay ningún problema. Pero si el invitado viene con sus propias costumbres se me
abren dos opciones: o lo tolero o lo echo; y en ambos casos, lo niego como Otro.
Pero, ¿cuáles son los problemas de la tolerancia? Primero, el que tolera, siempre ejerce el poder.
Tolerar es expandir los límites de lo posible pero los límites los sigo poniendo siempre Yo. ¿No
debería la verdadera tolerancia tolerar lo intolerable? El que tolera se vuelve portador de la
racionalidad y el intolerante alguien primitivo. La tolerancia se presenta como un acto de
civilización y paz, mientras que la intolerancia como salvajismo, barbarie, guerra.
En nombre de la tolerancia, se han generado los peores dispositivo de exluisión. Ser intolerante
con el que se cree que es intolerante, ¿no es traicionar la tolerancia?
Por último, si tolerar es soportar, ¿no es siempre negativa mi relación con el otro en el sentido de
tener que aguantar su diferencia en lugar de involucrarme en ella?
Tolerar sin abrirme a la diferencia no me transforma, pero sobre todo, no transforma al Otro, se lo
sigue subordinando.
Así, la tolerancia no resuelve la cuestión del Otro. Pero entonces, ¿cómo nos relacionamos con el
Otro sin suprimirlo? ¿Cómo no caer en una paradoja? Es que si lo tolero y lo hago propio deja de
ser un Otro, y a la inversa, si sigue siendo un Otro, no entra en mis parámetros y no hay vínculo
posible. En ambos casos, no hay un Otro. ¿Tengo que aceptar entonces que mi relación con el Otro
es algo imposible?
El verdadero Otro no es aquel del que me apropio, sino un radicalmente Otro (Derrida) que escapa
cualquier parámetro, es lo incomprendido, lo que me excede, lo insoportable. El Otro es siempre
un monstruo, ya que lo monstruoso expresa mejor que nadie la idea de lo que no encaja. Al
monstruo le temo, me siento en peligro. Temo verme invadido, desapropiado, salido de lo propio.

La otra manera de relacionarme con el extraño es la Hospitalidad.


En el recibimiento hospitalario se abre la puerta al extranjero, pero ya no condicionándolo como
en le tolerancia. La hospitalidad implica la existencia de una diferencia radical: el Otro ya no es un
igual sino un diferente. Es necesario (como plantea Levinás) que el Otro sea una exterioridad
irreductible al sujeto. Abrirnos a él es ir en contra de nosotros mismos.
La hospitalidad no resuelve la cuestión del Otro pero nos enseña a desapegarnos de nuestro Yo, de
nuestro ego. Asume que nuestro vínculo con el Otro es imposible, pero resignifica esa
imposibilidad en la posibilidad de transformarnos a nosotros mismos, de entender que en
definitiva todos somos extranjeros, todos somos Otros.
Una figura que nos permite comprender la radicalidad del Otro es la figura del animal. ¿Hasta
dónde somos realmente hospitalarios? Que en occidente, al Otro se lo come. Es tan Otro que no
aplica y por ello queda afuera de todo derecho. No hay reflexión, ni culpa, ni racionalidad; y no
sólo queda afuera de todo derecho, sino además de toda condición ontológica. El Otro no sólo no
pertenece, sino que su disolución es necesaria para su supervivencia. El Otro me llena, me
engorda, me expande.
El Otro, el animal, su muerte, la industrialización de sus cuerpos, su domesticación, se justifica en
nombre de nuestra supervivencia. Justifico siempre la muerte del Otro para que mi propia vida se
expanda. La justifico de tal modo que el Otro se suprime como Otro y se vuelve algo que alimenta
lo propio.
Nos preocupa la relación con lo animal, pero sobre todo con aquellos seres humanos con los que
nos vinculamos del mismo modo que lo hacemos con el animal. Por eso Derridá nos ayuda a
pensar la cuestión animal desde otra perspectiva. Si hasta ahora siempre diferenciamos al ser
humano de lo animal a partir del uso del lenguaje, ¿no podríamos pensar la distinción desde otra
pregunta? No tanto si los animales hablan o piensan, sino como planteaba Bentham: ¿los animales
sufren?
Cuenta Levinás que en el campo de concentración durante el regimen nazi había un perro que
deambulaba con allí. uando los prisioneros regresaban de trabajar, ese perro al que llamaban
Bobby los recibía ladrando de alegría. Ningún hombre, dice Levinás, sino un perro, los reconocía
como seres humanos. Sólo un animal recompuso la humanidad que el ser humano estaba
destruyendo. ¿Cuánto le debemos al Otro?
Pensar éticamente el vínculo entre lo humano y lo animal es pensar nuestra responsabilidad por el
sufrimiento de los Otros. ¿Quiénes son hoy nuestros animales?

Pero, ¿a dónde está el Otro, afuera o adentro?


Hay un filósofo francés llamado Jean Luc Nancy, que hace unos años sufrió una enfermedad
cardíaca degenerativa que sólo podía resolverse con un transplante de corazón. El transplante lo
salvó y obviamente cambió su vida e impactó de lleno en su filosofía. Al poco tiempo lo
convocaron a disertar a un congreso en Europa sobre la cuestión del extranjero. Y Nancy decidió,
allí, narrar la experiencia de su transplante. No fue casual. Su propio corazón lo estaba matando,
pero fue el corazón anónimo de un Otro el que lo salvó.
Lo propio lo estaba destruyendo, lo extraño le dió vida. Qué paradoja. Nancy decidió titular a la
disertación con "El intruso". ¿Cuál corazón era el intruso, el ajeno o el propio?
¿No somos todos mixtos? ¿No somos todos Otros?

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