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‘12 hombres sin piedad’ narra la historia de los componentes de

un jurado, doce hombres, que se retiran a reflexionar sobre lo que


parece un sencillo y claro caso de asesinato (un chico ha matado a
su padre). Cuando parece que no van a tardar demasiado en
decidir un veredicto, uno de ellos no lo tiene tan claro, tiene lo
que se llama duda razonable, aquella que si surge es necesario e
imprescindible dictaminar que el acusado es inocente (su vida
depende de la decisión de estos doce hombres). Expondrá sus
argumentos y pedirá una nueva votación para ver si alguien más
se lo ha pensado. Poco a poco las duda comienzan a surgir.

Prácticamente toda la acción de ‘12 hombres sin


piedad’ transcurre en la sala de deliberación, exceptuando el
prólogo y el epílogo. En hora y media Lumet va creando una
sensación de claustrofobia acorde con la psicología de los
personajes. Para ello, va acercando cada vez más la cámara a sus
personajes, y jugando con la lente obtiene dicho efecto. Con este
sencillo truco, el espectador se ve inmerso en una historia sobre la
que apenas tiene datos, pero que se van descubriendo,
desvelándose con ello las distintas personalidades de los sujetos
que decidirán si el chico vive o muere. Uno a uno van
descubriendo sus cartas, y enseguida nos damos cuenta de
aquéllos a los que verdaderamente les preocupa el caso y se
toman con seriedad la responsabilidad que ha recaído sobre ellos,
y a los que todo les importa un comino. Un claro reflejo de la vida
real, ¿realmente todos los jurados del mundo actúan como
debieran?

Los doce componentes del mencionado jurado representan al


ser humano en general. Acertado es el detalle de que no
sabemos la mayoría de sus nombres; o bien se dirigen a ellos por
su número de miembro del jurado, o bien por su profesión. Hay
desde un arquitecto (el primero en hacer saltar la liebre) hasta un
publicista, pasando por un entrenador de fútbol, un contable, un
vendedor, etc. Gente de a pie normal y corriente con la que es
muy fácil identificarse, salvo quizá la del arquitecto, papel que le
viene como anillo al dedo a Henry Fonda, pues parece poseer la
verdad absoluta, algo que si existe es muy difícil de alcanzar. Un
hombre recto, reflexivo, compasivo, inteligente, y que su inquietud
le hace pensar más que los demás, algo que hará que los
acontecimientos venideros tomen un curso bien distinto. Un curso
en el que prejuicios de todo tipo salen a flote antes de que llegue
el inevitable final, y todo porque la mayoría de los personajes, son
incapaces en principio de dejar a un lado las experiencias
personales (uno de ellos es racista con la gente de igual condición
social que el acusado sólo porque ha tenido un par de
encontronazos con ellos). Todos esos puntos de vista son
desmontados cada vez que uno se va uniendo a la causa que el
arquitecto (¿es casualidad que la profesión del personaje más
llamativo sea la de alguien que hace planos, la base de toda
construcción?) encabeza. Y el espectador se conmueve ante cada
nueva pista descubierta, ante cada nuevo desmoronamiento de
los prejuicios que todos poseemos. Al final queda la verdad, se ha
hecho justicia y la sensación de haber hecho lo correcto, aunque
para llegar a ello cada uno ha tomado caminos distintos.

Fonda encabeza un reparto que funciona al igual que el guión,


como un mecanismo de relojería, destacando por su peso en la
trama Ed Begley (increíble cuando lo dejan solo por sus prejuicios
racistas), Lee J. Cobb (amargado por la relación con su propio
hijo, por lo que el caso le toca la vena sensible, su cambio de
pensar tiene un dramatismo que bien puede considerarse el
clímax de la cinta), E.G. Marshall (el detalle de las gafas es
abrumador) y Robert Webber (su pasotismo y sus idas y venidas
en su forma de pensar asustan más que cualquiera de los otros).
Al final de ‘12 hombres sin piedad’ uno tiene la sensación de
haber asistido a algo más que una gran película. Una de esas
experiencias de las que sacar algo en limpio, una lección de
vida. Una obra maestra.

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