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Teología monástica
Comenzamos por la teología monástica, un estilo propio de la Alta Edad Media previa
a la Escolástica que se caracterizaba por la veneración o conservación del legado de las
fuentes patrísticas. Es de interés particular la Escritura como fundamento de la teología
lo que lleva a concebirla como una lectio divina y a su vez una fuerte dimensión o ver-
tiente espiritual. Se trata de una teología bíblica dirigida a la contemplación y provecho
espiritual del monje, de ahí el término «monástica» pero también a la defensa de la orto-
doxia frente a posibles desviaciones.
La línea sapiencial patrística será clave en este modelo, donde la reflexión intelectual,
la oración y la vida van unidas sin que haya separación. Como dice Maranesi: «El fin del
conocimiento teológico no tenía que ser la scientia con sus exigencias de racionalidad,
sino la sapientia para llegar así a una vida inmersa escatológicamente en Dios, verdadero
y único estado para obtener un intellectus fidei pleno y perfecto». Esta corriente utiliza en
su quehacer los instrumentos conceptuales de la cultura clásica, sistematizados en el Tri-
vium y el Quadrivium que llegan a través de Boecio (+525) y de Casiodoro (+580), y
mediante los cuales, en concreto el Trivium, se transmitirá la lógica aristotélica, que será
de gran importancia para la teología posterior de los ss. XII y XIII (la Escolástica propia-
mente dicha).
Con Boecio se dio a conocer en Occidente al Aristóteles lógico, poniendo así las bases
para la elaboración de una teología de carácter racional y deductivo. De hecho, en él en-
contramos un interés predominante por profundizar en el papel que tiene la razón en la
comprensión de la fe, según su principio o máxima: fidem, si poteris, rationemque co-
niunge (procura conjugar, en lo posible, la fe y la razón), por eso, no en vano algunos de
sus críticos lo definirán como magis philosophus quam theologus. El método que se
adoptó para la enseñanza de la teología fue la collatio, es decir la lección o la enseñanza
impartida por el abad o maestro a sus monjes, a fin de llevarlos a la meditatio o degusta-
ción de las realidades estudiadas.
Entre los representantes de este movimiento encontramos en los ss. XI y XII a san
Anselmo, Ruperto de Deutz, Hugo y Ricardo de San Víctor, y san Bernardo con sus
discípulos, entre los que destaca Guillermo de Saint-Thierry. En esta época vemos deli-
nearse dentro de ella dos tendencias, una más contemplativa y otra más intelectual.
La figura de San Anselmo resulta significativa pues profundizó en los misterios de la
fe mediante el recurso a la razón, aunque anclado en la fe y en su experiencia monástica.
Su método se resume en la famosa frase fides quarens intelectum. La tarea de la razón en
la teología no es descubrir la verdad, sino corroborarla, mostrar que es perfectamente
razonable y, por tanto, la razón desde acogerla, aceptarla. Así con la fe y la inteligencia
se llega al amor o unión con Dios. Su famosa obra el Cur Deus homo fue la primera
elaboración sistemática de la soteriología y su gran mérito fue haber puesto las bases de
la ciencia teológica, asignándole un estatuto epistemológico propio, distinto de la exége-
sis bíblica y de la filosofía, definiéndolo como un estudio racional de la fe.
San Anselmo será el último intento de unión de los teólogos del momento, pero poco
a poco se separarán cada vez más, dando lugar a una pugna entre dialécticos y antidialéc-
ticos. De la segunda tendencia nacerá la Escolástica propiamente dicha. Pero la primera
manifestación de esta teología monástica medieval se dio en el ámbito del nuevo imperio
romano germánico levantado por el emperador Carlomagno, aunque podemos considerar
antes como exponente de la misma al monje inglés san Beda el Venerable.
Teología Carolingia
Con Carlo Magno se impuso a las iglesias, catedrales y a las abadías de su reino la
fundación de escuelas destinadas a la formación de futuros clérigos y monjes. En este
contexto nace la Teología Carolingia. Se trataba de un renacimiento muy limitado pues
hay una gran penuria de fuentes teológicas y de instrumentos conceptuales para elaborar
la teología ya que se desconoce a Platón y Aristóteles, contando sólo con los pocos recur-
sos conceptuales y metodológicos que proporcionan el trivium y el quadrivium. El mé-
todo teológico está ligado a la Sagrada Escritura, se busca entender y explicar el texto en
la línea de los Padres con el objetivo de elucidar los sentidos del texto sagrado. Sentido
alegórico, topológico y anagógico era fundamental a la hora de hacer teología. De las
figuras más representativas de este periodo encontramos a Alcuino, Juan Escoto que fue
grande no sólo como traductor sino también como especulativo original, que permite con-
siderarlo uno de los artífices del medioevo teológico.
La época carolingia es un tiempo de recuperación y asimilación de la herencia literaria
del Antigüedad clásica y del pensamiento teológico de los Padres. Estamos ante un au-
téntico renacimiento, un periodo luminoso de transición entre la patrística y el nuevo im-
pulso teológico del siglo XI. Los teólogos actuaban con el ideal de recuperar la cultura
helenista, ortodoxa y espiritualmente Rica), alimentada en la palabra de Dios y fiel a las
enseñanzas de los padres y los concilios.
Teología tradicional
Los teólogos tradicionales van a ser conocidos como los antidialécticos. Entre sus re-
presentantes encontramos a san Bernardo (1090-1153). Su teología es expositiva de la
verdad revelada sobre la base de la escritura y de la autoridad de los padres, y nunca
integradora de posibles desarrollos son novedades. Sigue muy de cerca a San Agustín en
su modo de pensar, concentrando toda su atención en dos polos: Dios y el alma, o más
exactamente Cristo y el hombre. Toda su teología parte de la fe, se apoya en la razón, 3
se ejercita en la humildad por la que alcanza como fruto la verdad y llega como término
a la unión con Dios. En efecto, su teología parte de la fe entendida como certeza, porque
se funda en la autoridad de Dios y contienen en si la verdad.
Entre sus discípulos cabe destacar a Guillermo de Saint-Thierry (1085-1148) desarro-
lla una teología de enfoque más neumatológico, centrada en el amor y en la referencia
trinitaria; Elredo de Reivaulx, que hace girar su teología entorno a la caridad, e Isaac de
Estrella. También cabe nombrar a Ruperto de Deutz (+1129), pues, aunque no fue discí-
pulo de san Bernardo, tiene una profunda afinidad espiritual y doctrinal con él.
Con otro enfoque antidialéctico encontramos la escuela de san Víctor cuyo máximo
representante fue Hugo de san Víctor. La finalidad de la teología es triple: teorética,
apologética y catequética, como expresa en su Didascalion «para prepararse a dar razón
de la fe que les ha sido otorgada frente a todo aquel que los cuestione sobre ella; y también
para que refuten a los enemigos de la verdad, enseñen a los menos instruidos de modo
que conozcan mejor el camino de la verdad, y, al entender con mayor profundidad los
secretos de Dios, se aficionen a ellos de manera más estrecha».
Teólogo al tiempo que místico, utiliza tanto la filosofía como las artes liberales como
antesala de la teología, mostrándose abierto al uso de la razón: «aprende todo y compren-
derás que nada es superfluo», movido por una gran curiosidad intelectual que es una pa-
sión por el saber que no puede ser colmada sino por Dios: la teología conduce a la mística.
Teología de la renovación
Conocidos como los dialécticos los representantes de este movimiento se centran en
el espíritu humanista, confía en el hombre y en sus capacidades; la valoración del saber
científico, gracias a un mejor conocimiento de la naturaleza y del hombre; la disponibili-
dad al diálogo cultural con los nuevos mundos conocidos mejor a través de las cruzadas
(oriental, musulmán y judío); la atracción por el patrimonio cultural del mundo antiguo
grecolatino; el uso de los nuevos instrumentos conceptuales proporcionados por la lógica
nova de Aristóteles. Todo esto va a caracterizar a la escuela de Chartes por su humanismo
y su racionalismo. Entre sus teólogos destacan Bernardo (de Chartres), Guillermo de Con-
ques, Juan de Salisbury, Gilberto Porretano y Alano de Lille, y aunque no pertenecen a
esta escuela, están en su línea Abelardo y Pedro Lombardo.
Este último representa un giro en la teología medieval y, su mérito radica más en el
orden metodológico que en el doctrinal, aportó un nuevo método que sustituyó al clásico
de la exégesis alegorizante por el de la discusión de las autoridades. Su intención es di-
dáctica que tiene como fin estimular la investigación personal. Pero con este método la
razón adquiriría una actitud de independencia y de crítica incompatible con la doctrina
tradicional de las relaciones entre fe y razón.
Teología escolástica
El periodo áureo de la escolástica será el s. XIII, con la escuela tomista dominicana
y la franciscana de san Buenaventura, pero en el siglo siguiente comenzará a agrietarse 4
ya con Duns Escoto y más aun con el nominalismo de Guillermo de Occam.
Con la aparición de la Escolástica propiamente dicha (en el s. XIII) se da un cambio
en la concepción de la teología, pasando a otro modelo caracterizado por dos rasgos que
se implican mutuamente. Por una parte, la utilización del pensamiento filosófico aristo-
télico como instrumento conceptual con el que se confrontan (analizan, explican y elabo-
ran) los datos de fe extraídos de la Escritura y de la tradición de la Iglesia. Es decir, la
perspectiva histórico-salvífica de la Escritura tiende a desaparecer, los escolásticos insis-
ten en que la realidad de la fe sólo es comprensible por el hombre a través de su analogía
con las estructuras y leyes del ser, a las que sólo se accede por la filosofía. El trabajo
teológico consiste, precisamente, en comprender (con cautela) los misterios de la fe a
través de los esquemas y leyes del ser que la filosofía nos proporciona. Por la otra, la
aplicación a la teología del concepto de ciencia aristotélico (completamente en Sto. To-
más y sus seguidores, mientras que S. Buenaventura y los suyos sólo lo aplican de modo
parcial, por su continuidad con la tradición agustiniana neoplatonizante), que afirma que
la ciencia es el conocimiento conceptual (intelectivo), cierto y evidente de una cosa por
sus causas necesarias; de lo que se deriva que la ciencia suprema será la metafísica, por-
que se ocupa del ser en cuanto ser, de su esencia, y todo lo que un ser es o hace deriva de
su esencia. De modo que lo importante en la ciencia es buscar las esencias, porque con
ellas lo conocemos todo, al margen de lo concreto y experimental, de lo histórico (en otras
palabras, de la misma Revelación).
Gracias a estos presupuestos la teología se desarrolló muchísimo, pero también por
este camino se produjo en ella un «metafisicismo», una invasión de cuestiones filosóficas,
un peligroso ahistoricismo, un abstractismo y dialecticismo nocivos. El teólogo ya no es
un maestro de sacra pagina que explica la Escritura, sino alguien que lee la Escritura de
modo metafísico y dialéctico, a la búsqueda de las esencias; por lo que la teología se fue
separando cada vez más de la Escritura, que se fue convirtiendo en un presupuesto doc-
trinal sobre el que trabajaba la razón con sus leyes propias. Por tanto, ahora la teología
consiste en deducir racionalmente las conclusiones necesarias que se desprenden de los
principios admitidos por fe.
El método teológico propio de esta época se basaba en primer lugar en la auctoritas
frente a la simple ratio. Para santo Tomás en el centro de la teología está la auctoritas de
la revelación divina, presente en la Iglesia a través de la Sagrada Escritura y de la doctrina
de la Iglesia, y mediada por la autoridad eclesiástica. Pero la Sagrada Escritura tiene di-
versos sentidos. Ante todo, está el sentido histórico o literal de la Escritura, lo que esta
dice en sí, sin más. Después está el sentido espiritual, que sería el simbólico o significativo
de la Escritura, dentro del cual distingue tres sentidos: el alegórico, el tropológico o moral
y el anagógico.
Con el método de la escolástica se facilitó la sistematización de los datos teológicos
en un conjunto ordenado, verdaderamente racional, con lo que la teología ganó mucho en
claridad y precisión. El modelo escolástico ofrecía una distinción más clara y profunda
entre filosofía y teología. Sin embargo, los límites y riesgos del método escolástico son
evidentes. Se desplazó el eje de la investigación teológica del plano histórico-salvífico
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afectivo y contemplativo, al plano ontológico, esencialista, dialéctico, metafísico y aprio-
rístico. Teología acababa refiriéndose no a los principios de la fe sino sólo a las conclu-
siones necesarias que pueden deducirse de ellos. Se produjo así una peligrosa separación
entre teología y vida espiritual, litúrgica, mística, pastoral.
Con todo, el modelo teológico escolástico, que dominará la teología católica hasta casi
el Vaticano II, fue un ejemplo de sabia y equilibrada inculturación de la fe en el horizonte
cultural de un tiempo, y también fue una valiosa reivindicación del valor y el papel de la
razón humana en la profundización y explicación de los contenidos y el significado de la
revelación divina.
Humanismo y Teología
La época moderna se caracteriza fundamentalmente, desde el punto de vista filosófico,
el descubrimiento o valoración de la dimensión histórica de la razón y, desde el punto de
vista teológico, la recuperación de la originalidad y del papel central de la revelación
cristiana en su forma cristológica, con el consiguiente y progresivo emerger –sobre todo
en el siglo XX– del método hermenéutico, que va a adquirir un puesto central en el queha-
cer teológico.
Una época de transición, como fue la del humanismo, no logró producir grandes sín-
tesis creativas, no creó nuevas Sumas teológicas. Pero ello no significa que en el s. XV
haya un vacío teológico. También se cultivó la teología, aunque sin el interés y el vigor
del s. XIII, a causa del influjo del nominalismo de Occam, que había depotenciado la
teología.
El humanismo no es un movimiento teológico, pero tuvo su importancia para el desa-
rrollo del método teológico, ante todo por la crítica radical que en este punto harán sus
fautores a la teología escolástica. Ante todo, los humanistas achacan a la escolástica el
uso acrítico de las autoridades o fuentes de la teología (la Escritura, los Padres, los con-
cilios). Su lema es: «Ad fontes!» volver a las fuentes originales de la teología, dejando de
lado el «filtro» de los comentadores medievales.
Entre sus exponentes encontramos la figura de Erasmo de Rotterdam quien encarnó el
ideal del humanismo renacentista, pero fue un hombre incomprendido y el exponente de
un proyecto fracasado. En realidad, todo el programa renovador del humanismo fracasó
porque fue algo minoritario (intelectual y elitista), no llegaba a las clases populares. Este
ambicioso programa se vio desbordado por los acontecimientos de la Reforma y la Con-
trarreforma, que lo arrollaron.
Teología de la Reforma
En el s. XVI se abre un nuevo periodo de la historia de la teología occidental. Nuevos
modelos teológicos caracterizados por la vuelta a las fuentes de la teología. La teología 9
católica se desarrollará en oposición al protestantismo después del concilio de Trento.
La figura que más destaca en este período es Martín Lutero, quien quiere una reforma
de la Iglesia en sentido pleno, comenzando desde sus fundamentos a saber: nueva doctrina
de la justificación, nueva comprensión de la teología y de la misma vida cristiana y el
retorno a la Palabra de Dios.
La teología que Lutero encuentra en san Pablo es contraria a la de los teólogos esco-
lásticos: «no es el hombre quien se acerca a Dios mediante su razón, sino Dios quien se
abaja al hombre mediante su revelación». De acuerdo con su nueva idea de la justificación
y de Dios, Lutero cambia también su concepción de la vida cristiana. Esta ya no consiste
en acumular obras «méritos» para alcanzar la salvación, pues lo que me justifica no son
mis obras, sino la sola confianza en que Dios me ha prometido la misericordia y el perdón.
Lutero puso en marcha el movimiento protestante, dentro del cual podemos distinguir
tres «Reformas»: el luteranismo, la Iglesia reformada o calvinista y la llamada Reforma
radical. Pues bien, al movimiento inicial de reforma teológica le siguió a finales del s.
XVI un periodo de reforzamiento teológico. En el protestantismo, tanto luterano como
reformado (o calvinista), se abrió el periodo llamado de “ortodoxia”, caracterizado porque
el acento se puso sobre las normas y las definiciones doctrinales. Así, quizá por la nece-
sidad de preservar las intuiciones teológicas de la Reforma, el periodo que siguió a la
desaparición de los protagonistas de la misma se caracterizó por la aparición de un modo
escolástico de hacer teología, en el sentido de que las ideas teológicas de los reformadores
se codificaron y se transmitieron de forma sistemática.
Los teólogos reformados se encontraron con que tenían que defender sus ideas tanto
frente a los católicos como frente a los opositores internos (de la Reforma radical). De
modo que el aristotelismo, que se había mirado con sospecha fue ahora utilizado como
un aliado, pues era cada vez más importante demostrar la coherencia interna de sus doc-
trinas, fundándolas sobre una base racional más sólida.
Teología de la controversia
La teología de la controversia anterior al concilio de Trento se caracterizó por dar una
respuesta católica a la reforma protestante iniciada por Lutero. Ante todo, fue una teología
muy aguda y fecunda de respuesta al luteranismo, sustentada por teólogos que dieron una
respuesta asistemática. Les interesaba mostrar la catolicidad de la teología católica, por
tanto, intentaba responder a la controversia desde esquemas y métodos escolásticos.
Entre sus representantes se encontraba Johannes Eck y Johanes Gropper, el primero
reunió material de toda la tradición católica y de la literatura controversística para pre-
sentar una exposición objetiva de la fe católica y mostrar el consenso universal de la cris-
tiandad en ella. El estilo de su obra es de ataque y de oposición a cualquier teología cató-
lica que manifestase una mínima comprensión hacia los protestantes. Eck es dentro de
este movimiento el que adopta una postura más extremista, provocando la radicalización
en los protestantes. Nuestro segundo autor, propone una obra posterior titulada «Antidi-
dagma», fruto de su intervención en el coloquio religioso de Ratisbona, donde propone 10
la doctrina de la doble justificación.
Esta corriente teológica no obtuvo resultados significativos y en el ámbito de la razón
de la y la fe no llegó prácticamente a nada. Los teólogos no captaron lo esencial de la
controversia, fue por lo general una teología a la defensiva que no llegó a ser coherente
ni sistemática. No obstante, su valor radica en que fue una teología que preparar los de-
cretos de Trento.
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La modernidad bajo el signo de la ilustración
Ya en el planteamiento del Aquinate se establecía una relación extrínseca entre fe
y razón, en la cual a la revelación no se le adjudicaba ninguna referencia intrínseca con
el horizonte interrogativo de la razón, y donde en particular los milagros sólo parecen
interesantes por su «valor demostrativo» extrínseco, y no por su importancia en cuanto
signos. La perspectiva de una revelación impuesta desde fuera a la razón humana se vio
notablemente corroborada en época posterior, en primer lugar por la comprensión nomi-
nalista de un Dios voluntarista, que no está ligado en su «potentia absoluta» a ninguna ley
de la razón, y luego por el espectáculo de las Iglesias cristianas durante las guerras de
religión y en el régimen absolutista que las siguió, en el que se consideraba positivamente
revelado lo que, en virtud de la respectiva situación de Estado e Iglesia, se presentaba
como doctrina cristiana obligatoria.
La Ilustración representa la culminación del antropocentrismo radical, iniciado por el
Renacimiento; es la realización de la autonomía del hombre con respecto a Dios y a cual-
quier autoridad religiosa y, por tanto, la madurez del ser humano, la llegada de una era
nueva. Junto a esta radical confianza en la bondad de la naturaleza humana, la Ilustración
expresa los valores cristianos, pero laicizándolos y secularizándolos: libertad, igualdad y
fraternidad ya no se basan en la común naturaleza de los hijos de Dios, sino en la común
posesión de la razón. El universalismo del evangelio de la salvación se sustituye por el de
la única razón humana, que supera los límites geográficos y étnicos, iluminando todo.
Como es natural con estos presupuestos, frente al «filósofo», el teólogo tiende ahora a
desaparecer, ya que las ciencias religiosas se presentan como un saber entre otros, subor-
dinado como todos los saberes a la razón, con lo que el filósofo toma la primacía sobre el
teólogo. Las nuevas ideas, especialmente en el campo de las ciencias naturales e históri-
cas, influyeron muy intensamente en la vida de la sociedad e hicieron mella en las iglesias.
Ya no se trataba de elegir entre blanco o negro, sino de afrontar un desgaste de las certezas
tradicionales que venía de lejos.
A partir del s. XVIII el cristianismo dejó de ser la fuente de los conceptos teológicos
y de los sistemas éticos que dominaban la vida cultural de Occidente. En efecto, podemos
decir que la historia de la teología en este periodo se convierte en la historia del rechazo
de la teología, entendida según el concepto de «sobrenatural». Pero donde la racionalidad
parece prescindir de la fe, se busca un refugio: el pietismo, una piedad independiente de
la filosofía, así como de la teología.
La crítica ilustrada al cristianismo tradicional se basaba sobre el principio de la com-
petencia total de la razón humana. Ésta, como la fe, procede de Dios, y se convierte para
los ilustrados en el nuevo órgano para captar lo sagrado, de modo que lo que hasta enton-
ces se basaba en la trascendencia, se halla ahora en la inmanencia, y la historia de la
salvación se desacraliza en una filosofía de la historia. Esta razón «divinizada» funda una
nueva religión universal, que engloba a toda criatura humana: la religión natural, lo cual
supone el hecho importantísimo de substituir una religión trascendente por otra inma- 15
nente.
El representante más notable de esta religión o teología natural fue Christian Wolff.
Toda su obra se fundaba sobre la razón, en la que proponía un Dios concebido como
«fundamento último real de toda posibilidad, de la conexión real de toda verdad, como el
único perfecto sabio del mundo», es decir, como razón última de la realidad del mundo y
del hombre. Como es evidente, para desarrollar este discurso no hace falta ninguna reve-
lación. De modo que al contrario de Leibniz los intereses de Wolff son únicamente filo-
sóficos.
En concreto, la religión racional de la Ilustración chocó con seis puntos centrales
de la teología cristiana tradicional:
1. La posibilidad de milagros: las aportaciones de Newton sobre la regularidad y el
orden mecánico del universo hicieron surgir grandes dudas sobre los milagros del
NT. En su obra David Hume vino a mostrar la evidente imposibilidad de los mis-
mos. Hume sostenía que no existían acontecimientos contemporáneos semejantes
a los milagros narrados en el NT. Este creciente escepticismo frente a los milagros
obligó a la teología a defender la doctrina de la divinidad de Cristo con argumen-
tos distintos de los milagrosos.
2. El concepto de Revelación: La Ilustración, en cambio, desarrolló un creciente es-
píritu crítico frente a la idea misma de revelación sobrenatural. Para Lessing había
una «gran fosa repulsiva» entre historia y razón. La revelación había tenido lugar
en la historia, y ¿qué valor tienen las verdades contingentes de la historia frente a
las verdades necesarias de la razón? La revelación no da al género humano nada
que la razón no pueda descubrir.
3. La doctrina del pecado original, Voltaire y Rousseau criticaron la doctrina del
pecado original, pues consideraban que fomentaba el pesimismo sobre las capa-
cidades humanas, impidiendo de ese modo el progreso social y político de la hu-
manidad, favoreciendo, en cambio, el fatalismo o la pasividad.
4. El problema del mal, La contradicción implícita en la existencia al mismo tiempo
de una omnipotencia divina benévola y del mal no se percibía como un obstáculo
a la fe, sino simplemente como un problema teológico de naturaleza académica.
Con la Ilustración se produjo un cambio radical de esta situación: la existencia del
mal se convirtió en un desafío a la credibilidad y a la coherencia de la fe cristiana.
La expresión «teodicea», acuñada por Leibniz, nace en este periodo, como testi-
monio del hecho de que la existencia del mal estaba asumiendo una nueva rele-
vancia en el ámbito de la crítica ilustrada de la religión.
5. El valor de la escritura y su interpretación, los ilustrados han desarrollando una
serie de ideas ya presentes en el deísmo, los teólogos ilustrados alemanes formu-
laron la tesis de que la Biblia era obra de muchas manos, que además contenía
muchas contradicciones internas, y que debía ser sometida a los mismos métodos
de análisis y de interpretación textual utilizados para cualquier otra obra literaria.
6. Identidad y significado de Jesucristo, la autoridad moral de Jesús consistía en
la calidad o valor de su enseñanza y en su personalidad religiosa, y no en la
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inaceptable propuesta de la fe ortodoxa de que era el Hijo de Dios encarnado.
Como afirmó Lessing: «considero a Cristo como a maestro iluminado de Dios
solamente».
De lo dicho anteriormente se sigue, que cuestiones como la de la posibilidad de prin-
cipio de una revelación vinculante para la razón autónoma o para la del sentido o la posi-
bilidad de conocer los milagros se plantearan según el respectivo entorno político con
distinto rigocautelosamente al principio, en los padres del deísmo inglés (Herbert von
Cherbury, John Toland); con radical hostilidad a la Iglesia luego, en los precursores de la
revolución francesa (Voltaire, los enciclopedistas), y, finalmente, con creciente precisión
conceptual en el ámbito de lengua alemana, donde a finales del siglo XVIII comenzaron
a perfilarse supuestos relativamente buenos para un diálogo abierto entre teología y filo-
sofía (Lessing, Kant, Fichte). La quiebra de la confianza en la tradición eclesiástica tuvo
como consecuencia que, además del sentido de la revelación por la aparición de la crítica
histórica, se cuestionara ahora cada vez más también el hecho de la primitiva revelación
cristiana, ante todo en la investigación de la vida de Jesús iniciada con H.S. Reimarus.
La teología en el romanticismo
La Ilustración tuvo un gran influjo sobre la teología cristiana, suscitando una serie de
problemas críticos respecto a sus fuentes, sus métodos y sus doctrinas. En el último de-
cenio del s. XVIII comenzó a manifestarse una creciente insatisfacción frente a la aridez
del racionalismo. La razón, en otro tiempo considerada liberadora, comenzó a ser vista
cada vez más como espiritualmente esclavizante. Ante esta realidad surge un nuevo mo-
vimiento: el Romanticismo que en si mismo es una reacción frente a algunos temas cen-
trales de la Ilustración, y en primer lugar contra la pretensión de la razón humana de poder
conocer todos los aspectos de la realidad. Esta reducción de la realidad a una simple serie
de datos racionalizados les pareció a los románticos un grosero e indeseable falseamiento
o tergiversación de la misma.
Donde la Ilustración apelaba a la razón humana, el romanticismo recurría al senti-
miento, a la imaginación, a la fe o intuición mística, pues le parecía que éstas eran capaces
de captar el profundo sentido de misterio originado por la constatación de que la mente
humana no logra comprender ni siquiera todo el mundo finito (la esencia de las cosas), y
menos aun el infinito que está más allá de éste, las cosas divinas.
El desarrollo del Romanticismo tuvo notables consecuencias para el cristianismo en
Europa. Precisamente aquellos aspectos del cristianismo (especialmente el católico) que
el racionalismo había considerado repulsivos u odiosos captaron la imaginación de los
románticos. El racionalismo fue considerado carencial desde el punto de vista experimen-
tal y emotivo, incapaz de salir al encuentro de las necesidades humanas reales, a las que
tradicionalmente se dirige la fe cristiana, y que las satisface. Como anotaba François-
René de Chateaubriand en referencia a la situación de Francia en el primer decenio del s.
XIX: «Había una necesidad de fe, un deseo de consuelo religioso, que emergieron pre- 17
cisamente de la falta misma de este consuelo durante largo tiempo».
En el marco de este contexto de creciente desilusión con respecto al racionalismo y de
nueva valoración del “sentimiento” humano hay que leer la contribución de Friedrich
Daniel Ernst Schleiermacher (1768-1834), quien puso de relieve más claramente que
cualquier otro romántico el carácter religioso del Romanticismo. Pues bien, Schleierma-
cher sostuvo que la religión en general, y el cristianismo en particular, consistía en un
sentimiento, concretamente el «sentimiento de dependencia» de lo Infinito, del Absoluto,
mediante el cual el yo se intuye y siente a sí mismo como dependiente de la totalidad
infinita del universo, que trasciende toda oposición. El sentimiento religioso consiste en
advertir o «sentir» la propia finitud frente al Infinito, la propia precariedad y contingencia
ante lo Absoluto y en el sentirse dependiente de él, inmanente en él. Ese sentimiento
radical de dependencia se da siempre mediado históricamente y se va experimentando de
diversos modos.
Aparece así una nueva racionalidad, por la que la religión en general y el cristianismo
en particular no son cuestión de intelecto, de razón, sino de sentimiento. La contribución
de Schleiermacher al desarrollo de la teología cristiana fue notable, porque supuso un
cambio con respecto a los idealistas anteriores a él que transformaban la teología en filo-
sofía, mientras que él la transformará en cultura. Schleiermacher acabó por disolver o
convertir el cristianismo en humanismo, dando lugar a la interpretación más liberal de
éste que se llevará a cabo poco después en el protestantismo por autores como Baur,
Ritschl o Harnack, y que llegará incluso al modernismo, donde todo, la religión positiva
y la misma Iglesia acabará por disolverse.
Podemos afirmar que el s. XIX teológico, en el ámbito protestante, fue de hecho el
siglo de Schleiermacher, cuya influencia impregnará muchas corrientes, aunque sin for-
mar nunca una escuela.
Protestantismo liberal
El protestantismo liberal (o cultural) es, sin lugar a dudas, uno de los movimientos más
importantes del pensamiento cristiano moderno, tuvo su inicio como respuesta al pro-
grama teológico formulado por Schleiermacher, especialmente a la parte en que acentúa
el valor del “sentimiento” humano y la necesidad de relacionar la fe cristiana con la si-
tuación humana.
El protestantismo liberal clásico se originó en la Alemania de mediados del s. XIX, en
el seno de una creciente conciencia de que tanto la fe como la teología cristiana necesita-
ban una «refundación» a la luz de los conocimientos modernos.
Desde sus inicios el liberalismo teológico se empeñó en colmar el abismo entre la fe
cristiana y el conocimiento moderno, por eso algunos de sus adversarios lo denominaron
protestantismo cultural. Requería un grado notable de flexibilidad y sostenían que la re-
fundación de la fe era esencial si el cristianismo quería continuar siendo una opción inte-
lectual seria en el mundo moderno. En este anhelo notamos una propensión a fundamen-
tar la fe cristiana en la cultura moderna, es, pues, un intento de redefinir la fe cristiana 18
en formas aceptables dentro de la cultura contemporánea.
El mayor exponente del protestantismo liberal, por la relevancia cultural de su figura,
es Adolf von Harnack (1851-1930). Su Manual de Historia de los Dogmas pone de relieve
la necesidad de liberar al cristianismo de los elementos dogmáticos y confesionales, pues
no son más que producto de una contaminación de la filosofía griega, devolviendo la
religión cristiana a lo que nos ha sido dado en la Palabra de Dios: el simple evangelio del
Reino de Dios, tal como Jesús lo predicó. Esto lo expresó en su obra La esencia del cris-
tianismo: éste (como Jesús lo predicó) consiste en creer en Dios Padre, en el valor infinito
del alma humana y en el amor al prójimo como centro y motor de la auténtica moralidad,
sin ninguna referencia al misterio pascual ni a la Iglesia.
La crítica a la teología liberal ha destacado, en primer lugar, que ésta pone demasiado
el acento en la cultura, que es demasiado propensa a ceder en doctrinas cristianas básicas
y peculiares, en su esfuerzo por hacer aceptable el cristianismo por parte de la cultura
contemporánea: es decir, desvirtúa éste para amoldarlo a aquella.
El cardenal Newman
En esta misma línea de armonizar fe y razón se mueve, unos años más tarde, el agudo
análisis de la revelación y de la fe, de la tradición y del desarrollo del dogma, ofrecido
con gran sensibilidad antropológica por John Henry Newman (1801-1890), quien inyectó
una fuerte dosis de confianza y de agudeza teológica en la teología católica de finales
del s. XIX, y que tendrá una gran influencia en el XX. Fue el primero que abordó se- 19
riamente y con profundidad teológica el problema del desarrollo del dogma, en su obra
Essay on the Development of Christian Doctrine (1845), ofreciendo en este campo una
aportación fundamental que superara el inmovilismo teológico propugnado por Bossuet
y seguido por muchos teólogos católicos, tomando realmente en serio la historicidad de
la Iglesia. Newman propone una tradición viva, que justifica un desarrollo legítimo de la
doctrina, pues el catolicismo no es un sistema, ni una idea, sino una religión real, histórica,
viva. En efecto, para Newman la Escritura no es un simple conglomerado de datos, sino
una realidad dinámica e inagotable, viva, que alimenta el espíritu. Las formulaciones dog-
máticas y teológicas son la traducción a nivel sistemático y discursivo de aspectos que se
intuyen en un momento determinado de esa realidad viva.
De acuerdo con esta visión, Newman establece siete «notas» que caracterizan el desa-
rrollo doctrinal del catolicismo: conservación del tipo (en consonancia con la esencia o
forma de la Iglesia); continuidad de los principios animadores de la fe (litúrgicos, espiri-
tuales, etc.); poder de asimilación (de las creaciones del espíritu humano = usar la filosofía
u otros instrumentos culturales); pero en continuidad lógica (no simplemente racional)
con el tipo y los principios animadores (conservándolos y en consonancia con ellos); an-
ticipación del futuro (lleva en germen la doctrina aun no explicitada ); acción perseverante
del pasado (presente de modo vivo en las nuevas formulaciones); y finalmente vitalidad
duradera (que valga para siempre).
Con esto Newman puso válidos criterios para el trabajo teológico, que supone una
fidelidad absoluta a la Palabra de Dios, con la atención puesta constantemente en Cristo
y en la historia de la salvación.
La Aeterni Patris
La encíclica Aeterni Patris de León XIII (1879), intentó también llevar a cabo una
reforma sustancial de la teología. En efecto, prescribiendo que se usase para hacer teolo-
gía la filosofía de Santo Tomás de Aquino, la encíclica pretendía ir contra la desorienta-
ción y disgregación en que fatalmente se encontraba la teología católica al no poder re-
currir a la filosofía de su tiempo, ya que ésta se encontraba dominada, de una parte, por
la izquierda hegeliana, y de otra, por el positivismo de los discípulos de A. Comte. La
incompatibilidad de estas filosofías con el cristianismo hizo caer en la cuenta de que se
necesitaba una filosofía distinta, que en el ámbito católico se encontró en la tradición
escolástica, y particularmente la neotomista.
La encíclica se apoya sobre los presupuestos teóricos del Vaticano I, y en particular
sobre el cap. IV de la constitución Dei Filius, que habla de la relación entre fe y razón.
Sobre esta base la Aeterni Patris procede afirmando la necesidad de que la razón prepare
la adhesión de la fe a la revelación, llegando a la certeza de aquellos «conocimientos
naturales» que la tradición teológica ha denominado preambula fidei (la existencia de
Dios, su sabiduría y veracidad, su condición de creador, etc.). Siguiendo a la adhesión de
la fe, la razón contribuye a su fortalecimiento, ofreciendo una cierta inteligencia de los
misterios revelados y convirtiéndose en el instrumento principal (aunque subordinado 20
a la fe) de la apologética, dirigida a desenmascarar los errores y a demostrar que la fe no
es irracional.
El modernismo
El fermento de renovación teológica que supuso la Escuela de Tubinga, con la rele-
vancia concedida a la experiencia de fe, y las ideas de Newman sobre el progreso dogmá-
tico, junto con la influencia del método exegético histórico-crítico protestante entre los
católicos, crearon un clima en el que nacerá el movimiento modernista.
La expresión «modernista» se utilizo inicialmente para referirse a una escuela de teó-
logos católicos, activos a finales del s. XIX que adoptaron una actitud crítica y escéptica
frente a las doctrinas cristianas tradicionales, en especial ante las referentes a la cristología
y la soteriología. Por el contrario, el movimiento manifestaba una actitud positiva hacia
la crítica bíblica radical, al tiempo que destacaba la dimensión ética de la fe por encima
de la teológica o dogmática.
Entre los teólogos modernistas católicos hay que prestar especial atención a Alfred
Loisy (1857-1940) y a George Tyrrell (1861-1909). El primero intentó aplicar los resul-
tados de la nueva exégesis crítica a la teología, por lo que se opuso a la interpretación
tradicional de los relatos bíblicos de la creación, y sostuvo que se podía discernir en la
Sagrada Escritura un desarrollo de la doctrina, lo cual no era algo negativo, sino que debía
aprovecharse positivamente para una nueva explicación de la fe, traduciendo los viejos
dogmas a la sensibilidad contemporánea.
Por su parte Tyrrel aunque al principio se mostró atraído por el pensamiento de santo
Tomás de Aquino, la lectura de la Grammar of Assent de Newman le llevó a deducir que
el conocimiento de fe estaba ligado fundamentalmente a la experiencia personal, por lo
que acabó negando a la razón toda capacidad metafísica, y se mostró contrario al uso de
ésta en teología; de aquí su lucha contra lo que llamaba el «teologismo», es decir consi-
derar los dogmas como «verdades especulativas» y asumir como absolutos los conceptos
filosóficos utilizados en ellos. Para Tyrrel la escolástica, al unir religión y filosofía, era la
culpable de la pérdida del sentido dinámico de la fe y de su encarnación en la historia. De
modo que acabó viendo el cristianismo como el germen de la religión del futuro, la del
corazón y el sentimiento (la «humanidad» de Loisy), donde la experiencia cristiana está
por encima de las formulaciones dogmáticas, que debían reformularse según la nueva
exégesis histórico-crítica.
En suma, san Pío X sistematizó todos los elementos presentes en los distintos teólogos
modernistas y declaraba que el modernismo era algo más que una herejía, era la síntesis
de todas las herejías, porque en vez de proclamar un error, abría paso a todos ellos (nº
38). Lo cierto es que san Pío X consideraba el modernismo no como una simple orienta-
ción herética del pensamiento cristiano, sino como una verdadera conspiración organi-
zada contra la Iglesia. Sin embargo, la mayoría de los llamados modernistas se conside-
raban fieles a la Iglesia, y rechazaban las acusaciones que los relacionaban con el pro- 21
testantismo liberal.
Renovación teológica en el siglo XX
El siglo XX señala un verdadero renacimiento de la teología; un renacimiento plural,
ciertamente, hasta el punto de parecer contradictorio; pero que, más allá de las diferencias,
está guiado por un movimiento interior de convergencia, en continuidad creativa con la
gran tradición, y dirigido hacia una redefinición del estatuto de la teología y una reapro-
piación de su objeto, partiendo de y confrontándose constantemente con el aconteci-
miento de la revelación, a partir del cual se hace la teología, pues le da de nuevo el signi-
ficado y la incisividad que le compete en cuanto ciencia de la fe.
Karl Barth
La teología liberal se refería a valores humanos (éticos) y ¿cómo podían ser tomados
en serio si habían conducido a un sangriento conflicto mundial? Pues bien, teólogos como
Karl Barth (1886-1968) creyeron que destacando la «alteridad» de Dios, podía evitarse la
execrable teología antropocéntrica del liberalismo.
Estas ideas fueron expuestas de modo sistemático por Barth en su Dogmática eclesial,
1932-68, probablemente la empresa teológica más significativa del s. XX, aunque K.
Barth no vivió lo suficiente para completarla y su exposición de la doctrina de la reden-
ción [escatología] quedó incompleta,). El tema fundamental que resuena en toda la Dog-
mática es la necesidad de tomarse en serio la auto-revelación de Dios en Cristo a través
de la Escritura.
Barth concibe su obra teológica como un ataque en toda regla a la teología liberal, que
había eliminado la distancia infinita que separa a Dios del hombre, a la revelación de la
razón, y una afirmación de «la infinita diferencia cualitativa» que hay entre la religión
natural y la revelación cristiana, entre la filosofía y la Biblia. Esto es lo que se llama el
método dialéctico, que Barth usó por primera vez en su Comentario a la epístola a los
Romanos. Entre Dios y el hombre hay contradicción o dialéctica más que continuidad.
Por eso, la teología de Barth y sus seguidores es conocida también como «teología dia-
léctica».
Barth se dio cuenta de que el método dialéctico por sí solo no satisfacía las exigencias
de la teología: ésta no puede quedarse sólo en el NO que Dios pronuncia en la revelación
contra la soberbia del hombre, sino que debe prestar atención también a su SI al hombre:
a su benevolencia, a su amor, a la misericordia con que lo redime. Es el paso que dará en
su ensayo Fides quaerens intellectum (1931), donde sostendrá que la función de la teolo-
gía no es tanto la de acentuar la distancia entre Dios y el hombre, cuanto penetrar en el
significado del conocimiento de Dios que Él mismo pone a disposición del hombre en la
revelación y que se condensa y resume en Cristo.
Barth humanizará su teología y ya no seguirá destacando tanto la trascendencia de
Dios y su negación de lo humano, sino que, aun manteniendo estos postulados, acentuará
la visión del Dios de la Alianza, que por amor (misericordia) nos entrega a su Hijo
como redentor, con lo que dará un tono más optimista a su teología. Y afirmará que la 22
teología debe transmitir y explicar al hombre la Palabra de Dios de acuerdo con la
lógica Verbum caro factum est, lo que implica que debe partir del Verbum, de la divinidad,
y no de la caro, la carne de Jesús (es decir, del Jesús histórico), pues si lo hiciera nunca
llegaría a la divinidad. El punto de partida, pues, no es más que el eterno designio de Dios
(que gobierna todas sus restantes decisiones) de unirse personalmente al hombre, comu-
nicándole su misma vida, en base a lo cual puede afirmarse que Dios está con el hombre
(es Enmanuel, Dios con nosotros) desde siempre; más aun, en cierto sentido puede afir-
marse que la humanidad está incluida en la divinidad (en el sentido de que desde siempre
Dios ha querido hacerse hombre). Por tanto, Cristo es el principio hermenéutico de todos
los misterios cristianos (creación, pecado, encarnación, redención, justificación, santifi-
cación, etc.) y a la luz de su palabra y su vida se elabora la teología, siguiendo siempre
un camino descendente y nunca ascendente.
A través de su obra fundamental, la citada Dogmática eclesial (Kirchliche Dogmatik),
una especie de Suma Teológica, Barth ejerció un gran influjo no solo entre los teólogos
protestantes, como J. Moltmann, W. Pannenberg o E. Jungel, sino incluso entre católicos
como K. Rahner o H. U. von Balthasar en lo que respecta a la «concentración cristoló-
gica» típica de su pensamiento.
Vaticano II
El concilio Vaticano II recuperó el puesto central que la Sagrada Escritura ocupaba
en el discurso teológico. En efecto, el Vaticano II asumió la visión de la revelación en 24
su dimensión cristológica y por tanto histórica, que había recuperado la teología del s.
XX y la ratificó autorizadamente en la constitución dogmática Dei Verbum, corrigiendo
así la orientación impuesta por la contraposición fe-razón, superando la contraposición
misma.
De la reflexión que hace el concilio se deriva el planteamiento renovado de los estudios
teológicos en el decreto Optatam totius, sobre la formación sacerdotal. Allí se insiste, en
primer lugar, en la necesidad de mejorar las relaciones entre filosofía y teología, para
ayudar a los futuros teólogos a «percibir el nexo que existe entre los argumentos filosófi-
cos y los misterios de la salvación, que la teología considera a la luz superior de la fe». Y
se afirma que hay que prestar particular atención a la Sagrada Escritura, «la cual debe ser
como el alma de toda teología», de modo que «los alumnos reciban con toda exactitud de
la divina revelación la doctrina católica», y la teología que estudian sea para ellos no un
mero objeto de investigación, sino «alimento de su propia vida espiritual». De ese modo
el concilio confirmaba la nueva forma de teología derivada del cristocentrismo. En con-
creto, esta se diferencia esencialmente de la delineada en la Aeterni Patris de León XIII
por dos características: 1) partir de la Biblia en lugar de partir del Magisterio y de la
filosofía neotomista, y 2) redimensionar la referencia a santo Tomás de Aquino, al que se
considera inspirativo y paradigmático, pero no exclusivo.
El aspecto más novedoso de la nueva orientación teológica se encuentra en el decreto
Ad gentes, 22, donde se habla de una renovación de la teología en las cristiandades no
occidentales, propugnando «que en cada gran territorio socio-cultural», promueva una
«nueva investigación» teológica «a la luz de la Tradición de la Iglesia universal», te-
niendo en cuenta «la filosofía o la sabiduría» propia de estos pueblos.
La impronta que el Vaticano II ha dado a la teología cristiana, se centra en tener en
cuenta tanto las exigencias del acontecimiento cristológico y, al mismo tiempo, las de los
«signos de los tiempos». En suma, podemos decir que la aportación del Vaticano II a la
teología, y más en concreto a la metodología de ésta, ha consistido en poner al teólogo
dos puntos de referencia ineludibles: la revelación y la historia, que ha de asumir en su
íntima e indivisible relación, pues no se da revelación sin historia ni esta descubre su
sentido si no es iluminada por la revelación. Este nuevo (o renovado) planteamiento teo-
lógico «sapiencial», pastoral, vital, histórico-salvífico, que quiere saber de Dios para co-
municarlo del mejor modo posible al mundo, aunque no está exento de tensiones, ha sido
muy rico y fecundo y ha propiciado grandes avances no solo en la vertiente científica de
la teología sino sobre todo en la vivencia de la misma, integrándola en la vida cristiana,
y haciéndola más evangelizadora, pues al fin y al cabo su misión consiste en decir el
contenido de la revelación, sin alterarla, a la humanidad de hoy y de mañana, teniendo en
cuenta las diversidades culturales y haciendo inteligible el mensaje de salvación al ver-
terlo, sin reducirlo ni traicionarlo, en las categorías de éstas.
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