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En el Antiguo Testamento los profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el
Mesías esperado, para fortalecerlo en la realización de su misión salvadora. “Saldrá un vástago
del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvé:
espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de temor
de Yahvé…” (Isaías 11, 1-2).
Cuando Jesús fue bautizado por Juan, en el río Jordán, el Espíritu de Dios descendió sobre El, en
forma de paloma. Este fue el signo de que Jesús era el que debía venir, el Mesías esperado, el
Hijo de Dios.
Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo, y toda su vida, toda su misión, estuvo siempre
bajo la acción del Espíritu Santo, en íntima comunión con El.
Jesús fue consciente de esta presencia del Espíritu de Dios en El, y así lo proclamó. El Evangelio
de San Lucas nos lo refiere: “Vino Jesús a Nazaret donde se había criado y, según su
costumbre, entró en la sinagoga el día sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le
entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollándolo, halló el pasaje donde estaba
escrito: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los
pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, para dar la
vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos, y proclamar un año de gracia del
Señor’. Enrollando el volumen, lo devolvió al ministro, y dijo: ‘Esta Escritura que acaban
de oír, se ha cumplido hoy’” (Lucas 4, 16-21).
Pero esta plenitud del Espíritu de Dios no debía permanecer sólo en el Mesías, sino que debía
ser comunicada a todo el pueblo mesiánico, el pueblo de la promesa y de la alianza. Así lo había
anunciado Dios por boca del profeta Ezequiel: “Les daré un corazón nuevo, infundiré en
ustedes un espíritu nuevo, quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón
de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes, y haré que se conduzcan según mis preceptos,
y observen y practiquen mis normas” (Ezequiel 36, 26-27).
También Jesús, en repetidas ocasiones prometió enviar su Espíritu a sus Apóstoles y seguidores,
y así lo cumplió primero el día de Pascua, y de un modo más manifiesto el día de
Pentecostés. “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar.
De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó
toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego
que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del
Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas según el Espíritu Santo les
concedía expresarse” (Hechos de los Apóstoles 2, 1-4)
Llenos del Espíritu, los Apóstoles comenzaron a proclamar la resurrección de Jesús, su Maestro,
y a anunciar la necesidad de convertirse y recibir el Bautismo para el perdón de los pecados.
Después comunicaban a los convertidos bautizados el don del Espíritu Santo, mediante la
imposición de las manos, para completar la gracia del Bautismo. “Al enterarse los Apóstoles
que estaban en Jerusalén, de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron
a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo;
pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido
bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el
Espíritu Santo” (Hechos de los Apóstoles 8, 14-17).
Esta imposición de las manos que hacían los Apóstoles sobre quienes ya habían sido bautizados,
es, precisamente, el origen del Sacramento de la Confirmación. La Confirmación perpetúa en la
Iglesia la gracia de Pentecostés.
Para significar mejor el don del Espíritu Santo, muy pronto, se unió a la imposición de las manos,
una unción con óleo perfumado, o Crisma. Esta unción ilustra el nombre de “cristiano”, que tiene
su origen en el nombre de Cristo, que significa “ungido”.
1290 En los primeros siglos la Confirmación constituye generalmente una única celebración con
el Bautismo, y forma con éste, según la expresión de san Cipriano (cf Epistula 73, 21), un
"sacramento doble". Entre otras razones, la multiplicación de los bautismos de niños, durante todo
el tiempo del año, y la multiplicación de las parroquias (rurales), que agrandaron las diócesis, ya
no permite la presencia del obispo en todas las celebraciones bautismales. En Occidente, por el
deseo de reservar al obispo el acto de conferir la plenitud al Bautismo, se establece la separación
temporal de ambos sacramentos. El Oriente ha conservado unidos los dos sacramentos, de modo
que la Confirmación es dada por el presbítero que bautiza. Este, sin embargo, sólo puede hacerlo
con el "myron" consagrado por un obispo (cf CCEO, can. 695,1; 696,1).
1291 Una costumbre de la Iglesia de Roma facilitó el desarrollo de la práctica occidental; había
una doble unción con el santo crisma después del Bautismo: realizada ya una por el presbítero al
neófito al salir del baño bautismal, es completada por una segunda unción hecha por el obispo en
la frente de cada uno de los recién bautizados (cf San Hipólito Romano, Traditio apostolica, 21).
La primera unción con el santo crisma, la que daba el sacerdote, quedó unida al rito bautismal;
significa la participación del bautizado en las funciones profética, sacerdotal y real de Cristo. Si el
Bautismo es conferido a un adulto, sólo hay una unción postbautismal: la de la Confirmación.
1292 La práctica de las Iglesias de Oriente destaca más la unidad de la iniciación cristiana. La de
la Iglesia latina expresa más netamente la comunión del nuevo cristiano con su obispo, garante y
servidor de la unidad de su Iglesia, de su catolicidad y su apostolicidad, y por ello, el vínculo con
los orígenes apostólicos de la Iglesia de Cristo.
Por la Unción con el Crisma, la persona que es confirmada, recibe la “marca”, el “sello” del
Espíritu Santo, que lo identifica como perteneciente a Cristo y lo lleva a participar más
plenamente en su misión y en la plenitud del Espíritu Santo que Jesucristo posee. De este modo
está consagrado para que a lo largo de su vida desprenda el “buen olor de Cristo”, como dice San
Pablo en su Segunda Carta a los Corintios: “Pues nosotros somos para Dios el buen olor de
Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden” (2 Corintios 2, 15).
Cristo mismo se declara marcado con el sello de su Padre (cf Jn 6,27). El cristiano también está
marcado con un sello: "Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que
nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones"
(2 Co 1,22; cf Ef 1,13; 4,30). Este sello del Espíritu Santo, marca la pertenencia total a
Cristo, la puesta a su servicio para siempre, pero indica también la promesa de la protección
divina en la gran prueba escatológica (cf Ap 7,2-3; 9,4; Ez 9,4-6).
3.- LA CELEBRACIÓN DE LA CONFIRMACIÓN
1. Ritos Iniciales
2. Liturgia de la Palabra
4. Ritos de conclusión
Los RITOS INICIALES comprenden el Saludo, el Acto Penitencial y la Oración Colecta en la que
el celebrante pide la efusión del Espíritu Santo para quienes son confirmados.
La LITURGIA DE LA PALABRA pone de presente en las diversas lecturas del Antiguo y del
Nuevo Testamento, la acción que el Espíritu Santo realiza en el mundo, y en la Iglesia,
comunidad de salvación.
En tercer lugar se realiza la IMPOSICIÓN DE LAS MANOS. El Obispo extiende las manos sobre
todos los que van a ser confirmados, y ora pidiendo la efusión del Espíritu Santo. Este gesto de la
Imposición de las manos proviene del tiempo de los Apóstoles, y significa precisamente la
comunicación del don del Espíritu Santo.
El rito esencial del Sacramento de la Confirmación, es la UNCIÓN CON EL SANTO CRISMA. El
Obispo realiza la unción en la frente, imponiendo la mano sobre la cabeza de quien es
confirmado, mientras le dice: “N… Recibe por esta señal, el don del Espíritu Santo”.
El signo de la cruz que el Obispo marca en la frente del confirmado, con el Santo Crisma, es el
sello indeleble distintivo del cristiano, que le recuerda que es testigo de Cristo, y que debe estar
preparado para dar su vida por El, si es necesario.
El SALUDO DE PAZ (palmada en la mejilla) con el que concluye el rito del Sacramento, significa y
manifiesta la comunión del Obispo y todos los fieles.
nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace decir "Abbá, Padre"
(Rm 8,15).;
nos une más firmemente a Cristo;
aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo;
hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia
nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante
la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el
nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz (cf DS 1319; LG 11,12):
«Recuerda, pues, que has recibido el signo espiritual, el Espíritu de sabiduría e inteligencia, el
Espíritu de consejo y de fortaleza, el Espíritu de conocimiento y de piedad, el Espíritu de temor
santo, y guarda lo que has recibido. Dios Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha
confirmado y ha puesto en tu corazón la prenda del Espíritu» (San Ambrosio, De mysteriis 7,42).
Para sostener la lucha en contra de enemigos tan poderosos como tenaces, necesitamos auxilios
especiales que precisamente nos proporciona la Gracia de este Sacramento. Pública y
solemnemente, ante el Obispo, somos alistados en el ejército del Señor para luchar por el bien de
nuestras almas, por la extensión del Reino de Dios, por el bien de las almas, por la gloria de Dios.
La Confirmación imprime en el alma ese carácter indeleble (por eso este Sacramento no se
repite) de testigo de Cristo y da la fuerza necesaria para confesar la Fe sin temor ante los
respetos humanos y defenderla, si es necesario, con la ofrenda de la vida.
Este Sacramento nos confirma en la Fe y perfecciona todas las virtudes y dones recibidos en el
Bautismo. Precisamente por esto recibe el nombre de Confirmación.
En efecto, así como en Pentecostés descendió el Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunido en
oración con la Santísima Virgen María, en lo sucesivo, los cristianos recibieron al Espíritu Santo
por medio de los Apóstoles y luego de los Obispos con la imposición de las manos y la santa
unción.
Actualmente no suceden tales prodigios pues Dios no multiplica los milagros sin necesidad. La
Iglesia está bien establecida y ya no es necesario. Pero aunque sin señales externas, los
confirmados reciben ciertamente al Espíritu Santo con sus siete Dones.
Los Dones del Espíritu Santo son 7 auxilios Espirituales que capacitan el alma para ejercitar las
virtudes necesarias a la perfección cristiana. Estos 7 Dones son los siguientes: Sabiduría,
Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad, Temor de Dios.
El Don de Sabiduría es el más perfecto de todos los Dones. El nos hace preferir los bienes
celestiales a los terrenales y que encontremos así nuestras delicias en las cosas de Dios, de la
Religión.
El Don de Entendimiento, nos hace comprender mejor las verdades de la Religión. Nos
descubre el significado oculto de las Sagradas Escrituras. Comprender el significado de los
Sacramentos y de las ceremonias de la Iglesia. Penetrar en los planes ocultos de la Providencia,
en el gobierno del mundo y de los hombres, etc., etc. Quien tiene este Don, no piensa como los
mundanos que el mundo está mal arreglado, sino que, por el contrario, admira en él, la Sabiduría,
inteligencia y Providencias divinas.
El Don de Consejo nos da a conocer con toda prontitud y seguridad, lo que conviene para
nuestra salvación y la del prójimo, de un modo especial en los casos más difíciles y decisivos.
Este es el Don que Nuestro Señor prometió a sus Apóstoles con estas palabras: "Cuando
jueces y gobernantes malvados, y enemigos de Dios los citarán para exigirles cuenta de su
conducta y de sus obras de celo, no piensen cómo o qué tienen que responder, porque en
aquella hora el Espíritu Santo les sugerirá lo que debes decir" (Mt.10,20).
Fue este Don el que hizo a San Pedro contestar al Sanedrín cuando éste le ordenaba no predicar
a Jesucristo: "Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hech.5,29)
El Don de la Fortaleza nos da la energía que necesitamos para resistir a los obstáculos que se
oponen a nuestra santificación para resistir las tentaciones y no caer en pecado, para despreciar
el respeto humano, para perseverar durante toda la vida en el cumplimiento del deber, en la vida
cristiana.
Es este Don el que nos da la fuerza para emprender sin temor ni vacilación, obras que miran a la
mayor gloria de Dios. El acto por excelencia del Don de la Fortaleza, es el martirio, pero hay que
recordar que es comparable a él una vida empleada en el servicio de Dios y en procurar la
salvación de las almas.
El Don de la Ciencia, no por supuesto de la ciencia profana, sino de la Ciencia de Dios, nos da a
conocer el camino que debemos seguir para llegar al Cielo.
Este Don nos hace ver todas las cosas en Dios, como creaturas suyas, como manifestaciones de
su Poder, Sabiduría y Bondad infinitas. Por medio de este Don todas ellas vienen a ser para
nosotros, como un reflejo de Dios.
San Francisco de Asís, poseía este Don en alto grado, considerando todas las cosas creadas
como hijas de Dios, veía en todas ellas otros tantos hermanos, el hermano sol, la hermana agua,
la hermana oveja, etc., hasta la hermana muerte.
El Don de Piedad, despierta en el confirmado un afecto filial hacia Dios a quien podemos
dirigirnos con toda confianza y una tierna devoción y prontitud para cumplir con nuestros deberes
religiosos.
Este Don hace que encontremos placer en las oraciones, y en las prácticas religiosas –que nos
sacrifiquemos por Dios y por su Gloria, y –que recibamos todo como venido de la Mano de Dios, y
nos abandonemos a sus manos como el niño se abandona a las de su madre.
Y nos inspira además, un grande amor a las personas y a las cosas que participan de Dios y de
sus perfecciones divinas, a saber, la Virgen Santísima, los Angeles, los Santos, la Sagrada Biblia,
la Iglesia y su Jefe visible, el Sumo Pontífice y los Superiores en quienes se ve a los
representantes de Dios.
El Don de Temor de Dios, inclina nuestra voluntad a un respeto filial hacia Él; nos aleja del
pecado porque le desagrada y nos hace esperar en su poderoso auxilio.
Pero entiéndase bien que este Don del Espíritu Santo, nada tiene de común con el temor al
castigo de Dios por nuestros pecados, el temor a las penas de esta vida, a las del Purgatorio y del
Infierno. No es el temor del subordinado que sirve al jefe porque no lo castigue, sino el temor del
buen hijo que teme disgustar al mejor de los padres.
Este Don del Espíritu Santo nos inspira un vivo sentimiento de la grandeza y bondad de Dios y
por lo tanto, sumo horror a las menores faltas; una viva contrición de éstas porque ofenden a un
Dios tan bueno, un deseo vivísimo de repararlas con muchos actos de amor y sacrificio y en fin,
suma diligencia de huir de las ocasiones de pecado.
La costumbre latina, desde hace siglos, indica "la edad del uso de razón", como punto de
referencia para recibir la Confirmación. Sin embargo, en peligro de muerte, se debe confirmar a
los niños incluso si no han alcanzado todavía la edad del uso de razón.
La preparación para la Confirmación debe tener como meta conducir al cristiano a una unión más
íntima con Cristo, a una familiaridad más viva con el Espíritu Santo, su acción, sus dones y sus
llamadas, a fin de poder asumir mejor las responsabilidades apostólicas de la vida cristiana. Por
ello, la catequesis de la Confirmación se esforzará por suscitar el sentido de la pertenencia a la
Iglesia de Jesucristo, tanto a la Iglesia universal como a la comunidad parroquial. Esta última
tiene una responsabilidad particular en la preparación de los confirmandos (cf Ritual de la
Confirmación, Praenotandos 3).
Para la Confirmación, como para el Bautismo, conviene que los candidatos busquen la ayuda
espiritual de un padrino o de una madrina. Conviene que sea el mismo que para el Bautismo a fin
de subrayar la unidad entre los dos sacramentos (cf Ritual de la Confirmación, Praenotandos
5; Ibíd.,6; CIC can. 893, 1.2).
En peligro de muerte, cualquier presbítero puede dar la confirmación ya que la Iglesia quiere que
ninguno de sus hijos, aún en la más tierna edad, salga de este mundo sin haber sido
perfeccionado por el Espíritu Santo.
En continuidad con el Bautismo, el confirmado renueva las promesas que en aquella ocasión sus
padres y padrinos hicieron por él si fue bautizado pequeño. Ahora, con pleno uso de razón,
deberá renunciar radicalmente al pecado, a Satanás, padre del pecado y a todas sus insidias. Y
esto no debe ser un mero formulismo. Tan cierto es que Satanás existe, como de que somos
débiles y pecadores y la vida cristiana nos obliga a luchar valientemente por la Gracia de Dios.
Han pasado a Dios gracias los tiempos de la persecución religiosa mencionada arriba y ser
católicos no está penado con la muerte. Pero nos hemos convertido en "católicos vergonzantes"
ante el mundo paganizado. El soldado de Cristo debe estar preparado para dar la batalla al mal,
venga de donde venga. ¿Qué diríamos de un soldado bien armado que ni siquiera se molestara
en desempacar sus armas y aprender a usarlas? ¿Cómo espera que ganará la batalla cuando le
falta la voluntad y el valor para entrar en ella? Así son los cristianos que no saben aprovechar los
medios que la Iglesia pone en sus manos y que se amilanan ante los demás.
La Fe en Cristo debe ser nuestro timbre de gloria como para un soldado es su bandera. Negarla o
avergonzarnos de ella es indigno de un hijo de Dios