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La escritura derrotada.
Notas sobre una poética de la educación

Firmado digitalmente por


Fdo. Bárcena
«Leer, escribir, tal como se vive bajo la vigilancia del
Fdo.
Fdo. Bárcena

Firmado digitalmente por Fdo. Bárcena


Nombre de reconocimiento (DN): cn=Fdo. Bárcena, o=UCM, ou=Facultad de Educación, email=fernando@edu.ucm.es, c=ES
Fecha: 2009.08.13 16:42:10 +02'00'
Nombre de
reconocimiento (DN):
cn=Fdo. Bárcena, o=UCM,
desastre: [ ] deja que el desastre hable en ti, aunque
sea por olvido o por silencio»
Bárcena
ou=Facultad de Educación,
email=fernando@edu.ucm. MAURICE BLANCHOT, La escritura del desastre.
es, c=ES
Fecha: 2009.08.13 16:43:52
+02'00'

Presentación
No se vive impunemente. Por eso amar es el único intento, aunque lo
intentemos más de una vez. Por eso las heridas nos dejan sus marcas, aunque
dejen de dolernos. Por eso no siempre somos los mismos, aunque nuestros
amigos siempre nos quieran igual que siempre, y nos esperan. No se vive
impunemente y dejamos por ahí perdidas y a solas algunas cosas que
recuerdan nuestro paso. Tal vez, algunos libros que no valen mucho, los
amigos, que valen más que nosotros, y nuestros hijos -mi hijo- que lo vale todo,
porque en él está mi hogar. No se vive impunemente: por eso en nuestra
fragilidad está también una extraña fuerza. Sentirnos conmovidos.
Permanecemos, atentos, en la experiencia, para que algo nos pase. No, no se
vive impunemente. Y por eso no siempre vencemos.

***

En esta segunda lección quiero poner el acento en un aspecto


relacionado con la dimensión poética de la educación, entendida como un acto
de creación. Al final voy a hablar de una poética de la educación, pero antes
necesito decir algunas cosas sobre el signo de la derrota. Voy a hablar de la
escritura derrotada y del significado de este concepto.
Cavell, el filósofo que mencioné en al lección anterior, decía que un
buen remedio para la arrogancia filosófica es la autobiografía. Así que voy a
empezar yo mismo aplicándome la medicina que prescribe Cavell.
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Creo que comencé a caer en la cuenta de la existencia de cierta


dimensión poética en lo que venía haciendo -eso que nombramos como
enseñanza, como transmisión o como educación- hace poco, aunque imagino
que todo se había venido gestando desde hacía mucho más tiempo, de una
manera a la vez sutil y necesaria. Fue bajo el signo de una especie de fractura,
de una quiebra, de algo que se volvió imposible y que me hizo imaginar, tal vez
soñar, con ciertos mundos posibles que, en ese momento, ya lejano, atisbaba
como imposibles. La experiencia de una cierta derrota, que es el tema central
de este ensayo. Creo que comencé a notar la presencia de esa poética cuando
advertí la invasión, lenta pero contundente, de cierta inquietud, un desasosiego,
ciertas decepciones y una especie de ansia, la necesidad de diluirme en mi
propia presencia, de hacerme presente ante lo que me pasaba, en mis propias
decisiones, ante mí mismo, de otro modo, de una forma completamente distinta
a como me había estando mostrando hasta entonces. Entonces, tuve que
inventarme; reinventar lo que hacía y el modo como me relacionaba con ello;
volver a escribirme. Tuve que encontrar la vida debajo de la vida que entonces
vivía, y tuve que aprender a reconciliarme con mi propio desgarro, y aprender a
poner a la altura de lo cómico -aunque eso no lo he aprendido a hacer todavía-
lo que vivía como una tragedia en la que yo era el desgraciado héroe de un
relato que solamente escribía yo.
En algún lugar leí que el melancólico tiene un modo de ser en su mirada.
He leído, y me he sentido afectado por ello, que la melancolía es una pena que
no tiene nombre, una experiencia innominada e indescifrable. He escuchado
que la melancolía es un viaje desgraciado, un extraño viaje quieto que nos
coloca en tierra de nadie, muy cerca de nuestros anhelos y de nuestras
pasiones, muy cerca de nuestras nostalgias, muy cerca del punto donde todo
se puede crear o nada de lo real vale. No sé si esa melancolía tiene o no su
propia poesía; en el fondo creo que sí, que el melancólico es su propio poema,
y por eso su escritura está siempre a punto de ser vencida, pero al mismo
tiempo crea algo. Hace nacer algo nuevo, algo que no existía, o que solo
existía como posibilidad.
Ahora pienso que la melancolía es una especie de política del espíritu
que nos permite sumergirnos en lo que somos para crear algo, para hacer
nacer algo mediante una relación poética con el mundo. Ahí reside todo: en
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una relación poética. No tengo las ideas claras, porque solo puedo contar con
palabras que no son mías. Pero tengo la sensación de que eso que nombro
como poética (de la enseñanza o de la educación, o de la formación) tiene que
ver con una especie de viaje hacia fuera desde el interior de la experiencia de
lo que nos acontece. Creo que tiene que ver con un hacernos presentes de otro
modo en lo que hacemos, ante lo que transmitimos y con quien nos
relacionamos. Tiene que ver, creo yo, con una cierta ruptura de la lógica de las
relaciones establecidas. Es algo así como el intento de aceptar, abriendo un
lugar dentro de la norma y la regla, lo extraño en su extrañeza, lo diferente en
su diferencia, lo otro en su alteridad.

1. El signo de una derrota

En una entrevista que Ducio Trombadori realizó en el año 1981 a Michel


Foucault, éste decía lo siguiente: «Si tuviera que escribir un libro para
comunicar lo que ya sé, nunca tendría el valor de comenzarlo» (Foucault, 2003,
9). Foucault decía que los libros que escribía representaban para él una
experiencia que deseaba fueran lo más rica posible. Escribía, no porque ya
supiera lo que tenía que decir y hacia dónde tenía que llegar, sino
precisamente porque mientras escribía no sabía muy qué pensar sobre los
temas que atraían su atención. Por eso, su escritura era para él una forma de
experiencia.
Cuando me puse a escribir este texto yo tampoco sabía muy bien qué es
lo que pensaba sobre el tema que me atraía y que titulé así: La escritura
derrotada. Sólo intuía que, en pedagogía, solemos escribir, como en muchas
otras disciplinas, bajo el signo de un deseo de victoria. Las ideas de orden,
poder, control, planificación, intencionalidad, normatividad forman parte de
nuestro vocabulario pedagógico, y desde luego parece que nadie entraría a
formar parte de la escena educativa, y de su discurso, si no estuviese guiado
por cierto optimismo pedagógico, si no pensase que realmente se puede
mejorar a los sujetos en el transcurso de una relación de aprendizaje, o si no
creyese que los textos que se escriben y se dan a leer deben ser máximamente
legibles e informativos. En este sentido, carece de lógica una apuesta como la
que aquí se pretende: que frente a esta escritura pedagógica victoriosa y
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convincente es posible, y tal vez necesario, intentar también una escritura que
se deje afectar por cierta derrota (la que supone aceptar no alcanzar a decir,
escribiendo, todo lo que se pretende o se intenta), es decir, una escritura
insegura de sus razones, inestable en sus convicciones, carente de
planificaciones. Una escritura que admite cierta dignidad en el reconocimiento
de lo indecible. Y que frente a esos textos tan legibles e informativos -y tan a
menudo apáticos-, esa escritura tan precaria en sus intenciones se hace fuerte
en una experiencia en la que el sujeto que escribe aquello que le da a pensar a
menudo lo hace leyendo como un salvaje, desde una relación vital con lo
literario.
He reunido en este texto, pues, algunas palabras en torno a un tema: la
escritura cuando escribir es una experiencia que no tiene garantizada una
resolución final estable, cierta victoria, sino más bien lo contrario; cuando
escribir es estar, de hecho, instalado en la incertidumbre, en una experiencia
de la contingencia.
En El orden del discurso, su lección inaugural pronunciada en el Collège
de France el 2 de diciembre de 1970, contraponía Foucault la verdad de lo que
puede decirse fuera de un orden del discurso a la verdad «obligada» a
encontrarse dentro de un sistema de prescripciones: «Siempre puede decirse
la verdad en el espacio de una exterioridad salvaje; pero no se está en la
verdad más que obedeciendo a las reglas de una ‘policía’ discursiva que se
debe reactivar en cada uno de sus discursos.» (Foucault, 1987: 38) En este
texto, Foucault se refiere de los procedimientos que determinan las condiciones
de la correcta utilización de los discursos, reglas que determinan quienes están
cualificados -quienes son competentes- para utilizarlos y acceder a ellos. La
educación no se escapa a este orden discursivo: «Todo sistema de educación
es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los
discursos, con los saberes y los poderes que implican.» (Foucault, 1987: 45)
De este modo, el sistema de enseñanza no es sino una «ritualización del
habla», y la escritura un sistema en el que a menudo estos mismos
procedimientos determinan sus condiciones de acceso, su forma de llevarla a
cabo en las distintas disciplinas, su manera de determinarla y canalizarla en el
buen orden de lo escrito, en una especie, por así llamarla, de política
(académica) de la escritura.
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Frente a ese orden del discurso, que delimita una «política de la


escritura», quisiera referirme aquí a una poética del escribir, una que ya no se
somete a un orden o principio previamente establecido de cómo debe
escribirse y qué debe decirse y hacia dónde debe llegarse cuando se practica
este arte, sino a una escritura que es un acontecimiento. Una escritura que se
pone marcha, no para demostrar lo que ya se sabía, o para encontrar las
evidencias empíricas que prueben sus asertos, sino una que se alimenta de un
trato con la experiencia de un ejercicio de escritura inseguro e incesante. Esta
escritura no responde a un deseo de prescripción universal, sino a un anhelo
de cambio y de transformación personal. Escribir libros de este modo no es
escribir libros-prueba, o libros-verdad o libros-demostración, sino intentar la
escritura de un libro-experiencia. Libros que tratan de funcionar como
invitaciones, como gestos destinados a aquellos que quieran, por sí mismos,
hacer lo mismo con sus propios recursos. Dejarse hacer por una experiencia
que es, simultáneamente, una experiencia desde la literatura.
Si esto es así, y en la medida en que lo que acabo de decir sea en
alguna medida cierto, la pregunta que hay que formularse es si, por ejemplo,
esa modalidad de escritura derrotada que componen los testimonios de los
supervivientes del universo concentracionario se puede derivar cierta
pedagogía, y si pueden o no constituir un tipo de relación pedagógica, una
relación elegida, una relación en la que se transmite una cierta presencia. Lo
que me pregunto es si en una sociedad como la nuestra, donde el peso de las
tecnologías de la información es cada vez mayor, y donde lo que importa no es
tanto transmitir como comunicar o dejar disponible informaciones, y donde el
lenguaje es solamente un mero medio de información, tiene algún sentido
poner en manos de nuestros jóvenes ese saber trágico narrativo que es el
relato testimonial.
Soy totalmente consciente de las dificultades de una empresa como esta;
por decirlo con toda claridad: llevar a la escuela una literatura (testimonial) que
tiene las mismas características de la relación del arte con la educación: su
excepcionalidad. Aquí no puedo sino plantear una hipótesis: cualquier forma de
encierro en la lógica disciplinar puede acabar reduciendo el impacto simbólico
de arte, su potencia de revelación, por así decir. Esto vale para el arte en
general y para este tipo de literatura tan especial en particular. Partir de lo
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conocido para aproximarnos a lo menos conocido, aunque sea una fórmula


pedagógica ya establecida de éxito probado en muchas ocasiones, es, creo, lo
contrario del tipo de exposición que toda relación con el arte reclama, pues
lleva a sortear su verdadera singularidad.
En una anotación de uno de sus diarios, correspondiente al año 1930,
Ludwig Wittgenstein escribió lo siguiente: «A menudo se cree [ ] que todo lo
que se piensa puede escribirse. En realidad sólo puede escribirse -es decir, sin
hacer nada necio e improcedente- lo que surge en nosotros en forma de
escritura. Todo lo demás resulta cómico y como basura, por así decirlo. O sea,
algo que habría que hacer desaparecer.» A continuación de esta anotación,
Wittgenstein continúa de este modo: «Vischer dijo ‘hablar no es escribir’, y
pensar lo es aún menos.» Por fin, y entre paréntesis, encontramos esta frase:
«(Siempre me alegro de poder comenzar una nueva página)» (Wittgenstein,
2000, 33-34).
Yo no soy especialista en el pensamiento de Wittgenstein, pero tengo la
impresión de que el filósofo austriaco tenía una peculiar relación con la
escritura. Especialmente leyendo las anotaciones de sus diarios uno tiene la
sensación de que su relación con la experiencia de escribir se mantenía desde
un vínculo inscrito bajo el signo de una cierta inseguridad; como, si a pesar de
su indudable genio, no estuviese muy seguro de lo que hacía, de hacia dónde
le llevaba el acto de escribir. Mientras pensaba qué quería decir con el título
principal de estas páginas, leí por casualidad la anotación que acabo de
referirles y me pregunté qué significa que algo surja como escritura. Y
consideré la forma cómo en pedagogía solemos escribir, o suele escribirse, o el
modo como en otras disciplinas académicas se escribe. Y se me ocurrió una
idea, que es la que deseo compartir hoy aquí. Lo que solemos escribir, y luego
publicar, en realidad muchas veces no es escritura en el sentido en el que tal
vez Wittgenstein quiere indicar en su diario. En el fondo, es el resultado de lo
que hemos ya pensado o de lo que hemos ya conversado y hablado, aunque
ninguno de estos actos son todavía escritura, si seguimos al pié de la letra a
Wittgenstein. Creo que surge como escritura lo que es una pura necesidad de
decir aunque no logre articularse discursivamente, no lo que surge ya
construido y bien pensado, sino aquello que marca la experiencia de una cierta
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derrota del pensamiento, que no puede abarcarlo todo. Lo que apenas queda
mostrado, apenas sugerido.
Se trata de una experiencia de derrota concentrada en la experiencia de
la escritura, cuando escribir sobre educación me enfrenta -o nos enfrenta- a
determinados desplazamientos o confirma algunas distancias.
Una primera distancia: la distancia que encuentro, cuando escribo sobre
educación, entre mis percepciones más íntimas sobre mi propia Bildungsroman
y mi propia tematización intelectual de lo pedagógico cuando escribo sobre
temas educativos, mientras intento distanciarme de mi propia subjetividad al
intelectualizarlos. Es como si casi nunca alcanzase a decir, escribiendo de este
modo, todo lo que desearía poder mostrar. Como si hubiese un resto
indescifrable, un punto ciego, algo inaprensible en ese difícil acto de la escritura
pedagógica.
Y una segunda distancia, otra clase de desplazamiento: no es un
desplazamiento íntimo -la distancia entre el sujeto que escribe en su caótica
intimidad de sensaciones y percepciones y el objeto de la escritura-, sino un
desplazamiento dentro del propio registro del discurso pedagógico; es como si
tuviese la sensación de que siempre que hablamos o escribimos sobre
educación no pudiésemos desmontar, o poner temporalmente en cuestión, todo
ese optimismo, esa fe, esa certeza en que los sujetos de la educación siempre
son mejorables y perfectibles de acuerdo a un plan ya previsto, de que la
pedagogía lo puede casi todo sino atentamos contra la buena inteligencia
educativa y el sentido común pedagógico. Creemos en nuestra capacidad;
tenemos que creer en nuestros poderes pedagógicos para no perder la
seguridad de una identidad todavía no problematizada.
La «escritura derrotada» es, quizá, un título de resonancias
blanchotianas. Tiene cierto eco en La escritura del desastre de Maurice
Blanchot, pero no pretende emular nada ni a nadie. Dice Blanchot: «Cuando
todo está dicho, lo que queda por decir es el desastre, ruina del habla,
desfallecimiento por la escritura, rumor que murmura: lo que queda sin sobra
(lo fragmentario.)» (Blanchot, 1990) Para Blanchot, el «desastre» es algo así
como una metáfora de tiempos caracterizados por la contradicción, la violencia,
la confusión, tal vez la incertidumbre y la contingencia. Tiempos caracterizados
por la desaparición del nombre propio, el desvanecimiento de las referencias y
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la desaparición de las identificaciones. Pero, como dice Blanchot, el desastre


no puede ser teorizado; sólo podemos evocarlo mediante una forma que
reproduzca su propia incoherencia, mediante una forma que muestre lo
fragmentario, lo asistemático. El desastre, dice Blanchot, impone la soberanía
de lo accidental, es decir, el dominio del azar.
¿Cómo nombrar el azar, el desastre, la derrota? Creo que nombramos
todo esto desde un pensar poético, que es el que nos ayuda a pensar lo
singular en su singularidad, en su carácter de acontecimiento. Es, creo, una
especie de resto poético. Mi pregunta es: ¿Es posible recuperar ese resto
poético en la escritura pedagógica? ¿Cuál es nuestro miedo, si es que hay
alguno, a tensar el pensamiento sobre la educación en una escritura que
reconoce su propia impotencia, su carácter fragmentario y asistemático, su
condición derrotada e incompetente? No es ningún alarde inconformista lo que
aquí propongo, ni a que transformemos la escritura pedagógica en ejercicio de
literatura. Escribir un ensayo sobre educación no es escribir una novela, ni
escribir un poema ni escribir una obra de teatro. No quiero confundir estos
planos. Es otra cosa. Tiene que ver con otro modo de hacernos presentes en lo
que aprendemos y en lo que escribimos, cuando lo que escribimos tiene que
ver con el aprender, con el enseñar, con eso que nombramos como educación
o como formación.
Lo que quiero hacer ahora es pensar esto mismo desde el punto de
vista, no de la experiencia del escribir, sino desde la experiencia de otro modo
de leer. Voy a hablar del texto apático.

2. El texto apático
En el siglo XVIII, Johann Christoph Gottsched, escritor, dramaturgo y
crítico alemán, representó una de las defensas más ardientes de cierto
absolutismo literario, que sólo admitía el humor en la literatura si era portador
de un significado moral. Pretendía convertir el humor en mero vehículo
funcional de la moral, pues sólo así quedaría justificada su presencia. De algún
modo, Gottsched acariciaba severas pretensiones pedagógicas de reforma
moral, aunque sus obras -como Catón moribundo (1732)- constituyesen
mamotretos tan pesados como interminablemente aburridos.
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A menudo ese deseo de reforma moral, ese interés intransigente de


obligar a cambiar a los demás, ha derivado en puro fanatismo. Como ha
explicado muy lúcidamente Amos Oz, «el fanático se desvive por uno» y está
instalado en una suerte de «superioridad moral» que impide todo diálogo. El
fanático carece, frecuentemente, de imaginación, puesto que es incapaz de
ponerse en el lugar del otro. La receta de Amos Oz contra el fanatismo es
simple, es algo que está muy a la mano: «La literatura contiene un antídoto
contra el fanatismo mediante la inyección de imaginación. Quisiera poder
recetar sencillamente: leed literatura y os curaréis de vuestro fanatismo». (Oz,
2003, 31) Pero como el mismo escritor reconoce, no es tan sencillo, pues
mucha literatura se ha vertido, y se ha utilizado también, fuera y dentro de las
aulas para diseminar el odio y la superioridad moral de unos sobre otros. Con
todo, ciertas obras ayudan, cierta relación con los libros ayuda, cierta manera
de leer es una ayuda. Puede que leer un libro no cambie el mundo, pero
algunos de ellos nos permiten que revisemos las razones que tenemos para
mantener determinados prejuicios. Creo que es aquí donde reside lo mejor de
la reflexión y de la labor pedagógica en relación con la lectura: no en dar a leer
para cambiar al otro, sino en ofrecer una lectura que represente una cierta
alteridad, como una oportunidad para seguir pensando y pensar de otra
manera.
Interesaría revisar, pues, la relación entre la pedagogía (o educación)
y la literatura (o lo literario), no por su contribución a la reforma moral del
individuo o la sociedad, y no porque con ello estemos en disposición de seguir
sosteniendo un concepto normativo de cultura que muchas veces es incapaz
de sondear la vida, sino en relación con un pacto literario que establecemos a
través de la experiencia de formación de una subjetividad lectora. Aquí,
algunas preguntas clave vinculadas a la cuestión relativa a la experiencia de la
lectura son: ¿existe una lectura, entendida como experiencia, en el contexto de
la escena educativa? ¿Qué significa leer, cómo leemos, y también, cómo
escribimos en pedagogía? ¿Son nuestros textos pedagógicos legibles o
ilegibles, transparentes, y por tanto en cierto modo, textos apáticos, textos sin
efecto de sentido?
Estas preguntas no son inocentes. Remiten a una cuestión quizá
anterior y al mismo tiempo coyuntural; una cuestión relacionada con el modo
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como nos leemos, o hemos dejado de leernos, en teoría de la educación.


Muchas de nuestras discusiones pedagógicas académicas han derivado hacia
este tipo de cuestiones. Se ha preguntado, por ejemplo, si al cambiar el tema
de discusión académica modificamos también el lenguaje con que abordamos
nuestras nuevas preocupaciones; se ha sugerido que el contenido del
conocimiento pedagógico -aquello que tenemos que saber sobre la educación-
en el fondo es independiente de la forma como escribimos los textos donde los
hacemos visibles, porque lo que interesa, en el fondo, no es transmitirlos, sino
volverlos comunicables; es decir, de nuevo, hacer del texto pedagógico un
texto transparente, legible.
La tendencia predominante de buena parte de la filosofía
angloamericana contemporánea ha sido ignorar la relación entre forma y
contenido, tratando el estilo como algo decorativo y neutral frente a los
contenidos que se pudieran transmitir. Es como si las verdades que el filósofo
tiene que transmitir, o el teórico o el filósofo de la educación, requiriesen un
estilo claro, sencillo, máximamente legible y en parte no narrativo y carente de
toda poética. Tal vez aquí habría que recuperar esa concepción del texto
(filosófico y también pedagógico) que lo entiende como una creación expresiva
cuya forma debería formar parte de su pensamiento, un texto y un discurso
dirigido a muchos tipos de lectores no expertos, unos lectores en cuya lectura
pueden verse alterados, modificados o transformados, es decir, inquietados.
Se trata de una cierta clase de narrativa, donde los elementos
biográficos, subjetivos y ensayísticos resultan centrales. La cuestión es volver
relevante la disciplina para el “sujeto” -para el hombre que estudia, para el
sujeto que aprende, para el individuo que lee-, no para el “sistema”, sea cual
sea éste. Exactamente lo contrario de esto que estoy diciendo es la excesiva
especialización de las disciplinas que, al carecer de una narrativa que las
aglutine, hacen que el sujeto pierda “el hilo de la narración”, o esa lógica de la
competencia, que se define siempre antes de que el sujeto haga experiencia y
está convencida de que la identidad de un educador -un pedagogo, un profesor
universitario o un maestro- es siempre una identidad estable e inmutable, o
sea, algo definible e identificable al margen del transcurrir del tiempo y de la
experiencia. La realidad quizá es justamente la contraria: sólo porque nunca
conocemos con absoluta certeza el final de una acción, por ejemplo la de la
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acción de leer, se puede, se debe y se tiene que decidir, ya que de lo contrario


más que una decisión libre estaríamos ante una deducción lógica o una
causación mecánica. Porque no conocemos el resultado, y porque no
podemos, por tanto, definir una competencia antes de ponernos a prueba,
antes de la experiencia, el tiempo del enseñar (y del aprender) no es un tiempo
cronometrable, un tiempo mecánico y vacío, sino un tiempo con sentido -un
tiempo que consentimos a base de lo que decidimos hacer con él-, una
actuación dramática, algo que no podemos medir pero sí argumentar, o narrar,
o contar, es decir, ponerla en un relato (Pardo, 2004, 231).
El tiempo del leer, a diferencia de otras modalidades de tiempo, es
una temporalidad a-métrica, un tiempo que no se puede medir con nada
externo a ella. Es una acción que no cabe en el tiempo que se puede
cronometrar; es, de hecho, lo infinito encerrado en la experiencia misma de la
finitud humana, que se caracteriza por lo indisponible, por la ambigüedad y por
la contingencia. El tiempo del leer es, así, un tiempo elástico, flexible, libre; un
tiempo en el que hay tanta libertad para comenzar como para dejar la actividad
de leer. A diferencia de un tiempo métrico, es un tiempo que cuenta y tiene
presente el sentido. Independientemente que sean escritos en prosa o en
verso, los libros que leemos -la literatura-, o que damos a leer a nuestros
alumnos, entendidos como modalidades del arte, son inscripciones del habla,
son el tiempo mismo del habla que permanece. Son pedazos de tiempo que se
ofrecen como ritmo, como anuncio de una forma que nunca deja de ser
inminente -pues siempre permanece en el tiempo y nunca fuera de él-, como
testimonio, como memoria, como lamento o como herida. Por eso leer es
arriesgarse a ser leído, es arriesgarse a adentrarse por terrenos indómitos, es
atreverse a transitar terrenos sin excesivas protecciones, pues si anulamos del
todo el peligro también anulamos al fuerza transformadora e impedimos el
acontecimiento.
En su novela Hallucinanting Foucault, Patricia Duncker hace decir a
Paul Michel -alter ego de Michel Foucault- a su joven amante: «Yo pido a los
hombres lo mismo que pido a los textos de ficción, petit: que sean abiertos, que
contengan en sí la posibilidad de ser y de cambiar a todos aquellos que
encuentren en su camino. Sólo así se establecerá la dinámica necesaria entre
el escritor y el lector. Y dejará de ser importante distinguir entre lo bello y lo
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horrible» (Duncker, 1998, 96). La lectura es la posibilidad del cambio, que


depende de una apertura al mundo y de una práctica casi imposible del
silencio: porque estar solo la mayor parte del día significa que podemos estar
en disposición de escuchar ritmos diferentes que no determinan las otras
personas. La lectura imposible que escucha el ritmo de las palabras nacidas
del silencio, al mismo tiempo que nos distancia del dolor del mundo que a
veces podemos llegar a sentir, nos ayuda a crear formas a partir de la memoria
y del deseo.
Hasta aquí he querido decir dos cosas. Primera: que en la escritura,
entendida como experiencia incierta, nos hacemos presentes bajo el signo de
una derrota, de cierta experiencia del desastre. Segunda: que en la lectura
también nos hacemos presentes como sujetos finitos, contingentes y
vulnerables, como seres mortales que hacemos sociedad, en el acto de leer,
tanto con los vivos como con los muertos, formando sociedad con ellos. Por
eso, creo que escribimos, o podemos escribir, y leemos, o podemos leer, para
seguir estando presentes en nuestra vida y en nuestra muerte, en nuestros
comienzos y en nuestros finales. Para acabar voy a pensar esta presencia
como una relación poética con la educación.

3. Hacerse presente. La relación poética


La relación entre lo «poético» y ese «hacernos presentes» de otro modo
en lo que hacemos -cuando leemos y cuando escribimos en y sobre educación-
, tiene que ver con un sentido original del término «poíesis» ( ).
Aunque Aristóteles se refiere a la poíesis como una modalidad de
actividad humana práctica que se mide por sus resultados, hay un significado
anterior de esta palabra que es la que me gustaría rescatar ahora. Este
término, que es la raíz de nuestra moderna palabra «poesía», designaba
entonces un verbo referido a una acción que transforma y otorga continuidad
al mundo. Ni mera «producción técnica» ni «creación» en sentido romántico, la
poíesis reconcilia pensamiento, materia y tiempo, y al hombre con el mundo.
De este sentido habla Sócrates en el Banquete, cuando pronuncia su discurso
(el de la sabia Diotima) en honor de eros: «Tú sabes que la idea de poiesis
(creación) es algo múltiple, pues en realidad toda causa que haga pasar
cualquier cosa del no ser al ser es creación, de suerte que también los trabajos
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realizados en todas las artes son creaciones y los artífices de éstas son todos
poiétai (creadores).» (Platón, 205c)
Para la filosofía griega temprana, el ser, es «presencia», un surgimiento,
una aparición, algo así como un nacimiento, un salir a la luz y arrancarse al
ocultamiento y al no-ser. Se trata de un aparecer, algo que, en cualquier
momento, puede volver a ocultarse, regresar de nuevo al «no-ser» si no fuese
por ese acto de poíesis que lo extrae del fondo primordial de lo no manifestado
y que permanece inaccesible.
En este sentido primordial, lo «poético» es, en primer lugar, creación: es
llevar algo hacia la máxima presencia de sí. Como dice Giorgio Agamben, «la
experiencia central de la poíesis es la pro-ducción hacia la presencia»
(Agamben, 1998: 116). Un acto de nacimiento. Pero, en segundo lugar,
también es un testimonio. El poeta Paul Celan decía que «la poesía no se
impone, se expone». Si la poesía se «expone», y si todo existir es un
«mantenerse fuera», un «estar expuesto» (ek-sistere), hay entonces una
especie de vínculo entre poesía y existencia. La poesía se expone porque da
testimonio de algo a lo que los poetas ya se han expuesto. Por eso, «la
escritura poética siempre está ya involuntariamente próxima del testimonio»
(Sloterdijk, 2006, 22). De lo que se trata en todo arte es, primero, del
testimonio, y luego de la creación. Quizá podría decirse que un acto poético es,
en definitiva, la creación de un testimonio, un testimonio que se expone, que se
muestra, que se torna visible y presente.
¿De qué saber dispone el poeta? El poeta sabe hacer lo que hace -se lo
sabe de memoria-, y lo hace presente en el mundo (ofrece un testimonio de
ello, lo expone), pero, hasta cierto punto, no se le pueden pedir explicaciones
de lo que hace o de cómo lo hace. El poeta, que sabe lo que hace, ignora cómo
se hace, como si no supiese decir o explicar cómo son las reglas de su juego;
es una especie de incompetente. Como todo artista, el poeta no tiene unas
reglas que sea capaz de «decir» cuáles son, y de las que pueda informar con
eficacia para que otro las aprenda. En cambio, el poeta puede mostrar lo que
hace, y de hecho se puede aprender junto a él, pero nadie aprendería nada si
lo que se busca es aprender las cosas como las hace él. Lo puede mostrar,
pero no decir. José Luis Pardo explica esto del este modo, bastante
aristotélicamente, por cierto: «Se aprende, pues, a amar, como se aprende a
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cantar o a bailar, como se aprenden a jugar todos los juegos cuyas reglas son
implícitas, es decir, practicándolos hasta sabérselos de memoria. Y como no se
parte de una lista de instrucciones escritas y explícitas el aprendiz tiene que
adivinar las reglas en la práctica, en la práctica del Otro» (Pardo, 2007, 41)
Hay, pues, una especie de vínculo entre la enseñanza y el arte, porque
en ambos existe testimonio (en el caso de la enseñanza, un testimonio de
todas las posibilidades humanas e inhumanas), y porque en ambas actividades
hay un acto de creación (en la enseñanza: la creación de uno mismo hacia su
propia presencia y para el mundo). Y es aquí donde están las dificultades para
pensar la educación bajo el signo del arte (y de una poética), y para hacer
presentes las artes en la educación en su radical singularidad y
excepcionalidad: en que la pedagogía tiene necesidad, por razones
estratégicas y de eficacia, de adaptarse al sujeto de la educación, al niño, al
aprendiz, a los jóvenes a los que se dirige, y muchas veces en detrimento de
su objeto.
En un ensayo titulado La hipótesis del cine, cita Alain Bergala unas
palabras de Jean – Luc Godard que pueden, ahora, servirnos para pensar esta
poética de la enseñanza: «Porque existe la regla, existe la excepción. Existe la
cultura, que es la regla, y existe la excepción, que es el arte. Todo dice la regla
-ordenadores, camisetas, televisión, nadie dice la excepción, eso no se dice.
Eso se escribe –Flaubert, Dostoiesvski-, eso se compone –Gerhwin, Mozart-,
eso se pinta –Cézanne, Vermeer-, eso se filma –Antonioni, Vigo-.» (Bergala,
2008, 34)
El arte no se enseña: uno se encuentra con el arte, lo experimenta, y se
transmite por vías diferentes al discurso disciplinar. Si la enseñanza en la regla,
el arte debe ganarse un lugar de excepción dentro de ella. El arte es lo
excepcional. Sólo generando acontecimientos, haciendo posible una relación
pedagógica, que incluye un modo otro de estar en ella, y de hacernos presente
en ella (ante nuestro objeto y ante nuestros alumnos), logramos mostrar lo que
nunca podríamos decir. En eso, me parece, consiste una poética de la
enseñanza.
Se trataría, entonces, de intentar pensar los objetos de transmisión
pedagógica como un gesto de creación. No como un objeto de lectura a
decodificar. Se trata de estar pegados, por así decir, a la memoria del acto de
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creación y aprender a devenir un sujeto que experimenta las emociones de la


creación misma. Pero si esto es así, entonces sería una estrategia pedagógica
fallida la operación que consiste en partir de lo conocido para aproximarse a lo
menos desconocido -a lo nuevo que se da a aprender-, pues se trata de una
operación contraria al encuentro con el arte como alteridad, como
excepcionalidad o como extrañeza. Cuando adaptamos lo nuevo a lo ya
conocido lo que hacemos, o lo que pedagógicamente tendríamos que hacer, es
traducir la extrañeza de eso que es nuevo al estado de conocimientos,
capacidades y saberes del sujeto que lo recibe. Es decir, tenemos que
encontrar un sistema de acoplamiento que destruye el carácter novedoso de lo
nuevo.
Hay una dificultad, entonces, en la enseñanza de lo excepcional dentro de
la regla de la enseñanza institucionalizada. Porque aunque uno puede obligar a
otro a aprender -aunque nunca se aprenda de verdad de este modo-, no se
puede obligar a nadie a sentirse conmovido por aquello que se estudia o se
crea o se hace. Eso depende de otra clase de gesto, en el que el anterior
acoplamiento no sirve de nada. Hay que ir más allá: se trata de promover un
encuentro individual decisivo con lo que es nuevo, y ese encuentro tiene que
ver con una experiencia de iniciación más que con un acto de aprendizaje al
uso. En esta experiencia de donación, al docente no le basta con ser
«profesor». Hay que ir más allá. Hay que hacer donación de las propias
convicciones, pasiones, deseos. Hay que hacer experimentar la aventura de
transitar un espacio de influencia y relación menos protegido que el que
estamos acostumbrados a diseñar y transitar. Y todo eso lleva tiempo, requiere
paciencia, y también modestia tenaz. Requiere, además, aceptar la alteridad
del encuentro artístico o estético, y dejar que la extrañeza ante este tipo de
objetos realice su trabajo sobre nosotros. Dejarse impregnar por lo excepcional
y su alteridad.
Nada de esto podría darse si la misma relación pedagógica está
enteramente prevista y planificada, si todo está enteramente traducido en
términos de competencias y habilidades exactas, y si todo requiere de una
perfecta explicación, es decir, si todo queda dicho y no hay ningún espacio
para lo indecible, para lo inexplicable, para lo incomprendido incluso; para que
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la experiencia adquiera dentro de la relación pedagógica una nueva presencia


digna.

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