Como ya muchos de ustedes saben, yo soy panameño y mi abuela es mexicana.
Mi abuela es una de las
personas más hermosas que he conocido en mi vida. Desde pequeño conocí la variada y suculenta e incendiaria comida mexicana (chilaquiles, enchiladas, pozole, mole, etc.); desde que soy un escuincle, un chamaco, conozco expresiones como “ándele, pues”, “de plano” y en situaciones que lo ameritaran “me lleva la chingada”. Si yo repetía esa última expresión en la escuela nadie entendía y yo decía con orgullo que lo que pasaba era que mi abuela era mexicana. Después, a muy temprana edad y antes que muchos panameños, gracias a mi abuela, conocí a comediantes como Cantinflas, Tin Tan, Capulina, El Loco Valdés (de quien supe antes que nadie en Panamá que era hermano de Don Ramón); y a grandes cantantes de rancheras y otros estilos como Jorge Negrete, Javier Solís, Lucha Reyes, José Alfredo Jiménez, Juan Gabriel y Rocío Durcal. Muchas noches reí junto a mi abuela (metido en su regazo, quien tejía y tejía suéteres que luego nos regalaría a los nietos) con las películas de Cantinflas. Entonces, para mí, mi abuela, como entenderán, era todo amor. Y mi abuela era de México. Así que para mí la ecuación era simple: Abuela, México, risa, amor. Por ello, cuando vi hace algún tiempo a mexicanos y panameños dándose cascarazos (madrazos) en las gradas por un puto juego de fútbol en miras a clasificar para el mundial, me sentí avergonzado. Y mi abuela, si lo hubiera visto, igual se hubiera sentido avergonzada, tanto de los mexicanos como de los panameños. El fútbol en sí no es el problema, es la naturaleza humana, que se vale de cualquier excusa para reflejar la congénita violencia que la constituye. Es cierto que los deportes sirven para desahogar sanamente frustraciones y batallas y guerras perdidas. Es un teatro, una representación histriónica cuyo objetivo termina siendo descargar impulsos que podrían ser descargados de otra manera, como con una guerra estúpida, armas, bombas, invasiones. En vez de jugar a las balas, se juega a meter un gol en la portería contraria, y la audiencia vitorea y celebra. Por eso, como decía algún escritor al que ya no leo, Francia y Alemania pueden jugar fútbol y desfogar su consabida rivalidad en las canchas y no en las trincheras (aún está lejos el día en que los palestinos e israelíes puedan hacer lo mismo: un par de patadas, uno que otro gol de cada lado, faltas, etc., luego las manos y los intercambios de camiseta. Uf, falta mucho. Aunque tal vez no. Solo haría falta un poco de buena voluntad). Pero a veces ni la representación teatral que es el fútbol puede evitar que la gente se dé trompones en nombre de abstracciones llamas México o Panamá. Ahora se acercan las eliminatorias para El Mundial 2018 (eso dice mi hijo mayor, quien es un apasionado del fútbol y que ya a la corta edad adolescente de 16 años también se avergüenza de ver a mexicanos y panameños practicando el noble y sangriento deporte del boxeo en las gradas). Espero, aunque seguro no veré los partidos, que esta vez no se repita semejante absurdo. Lo bueno es que mi abuela ya está muy viejita y tampoco se entera.