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Antonio Marimón / En el Azteca todos erramos sospechosos / Argentina-Bélgica: un romance de

futbol

En el Azteca, todos éramos sospechosos

Estadio rigurosamente vigilado. Una barrera, dos barreras, tres barreras, ¿cuántos puestos de vigilancia
atravesó ayer el cronista en la temprana mañana del Azteca? El primer cacheo fue superficial, el segundo
más detenido antes de la barda de rejas negras; luego se pasaba por una puerta giratoria dentada y debajo
de un detector de metales, como los de un aeropuerto. Cada bolso entraba en un artefacto parecido a un
horno eléctrico y posteriormente era devuelto a su dueño; no se había encontrado nada peligroso, se podía
seguir. Algunas mujeres, revisadas por mujeres policías, se reían con nerviosismo en la cola. La cuarta
barrera entre las rejas y el muro gris del estadio, estaba integrada por guaruras. Mas eso no era todo: de
vez en cuando, ni bien el cronista se paraba para apuntar un dato en su libreta, al levantar la vista notaba
un rostro encima suyo, escrutando. Rostro de guardia presidencial, de soldado, de agente común.
Todos éramos sospechosos
Como pequeño test, el cronista se acercó de nuevo al enrejado por el lado interior. Un soldado hizo
un gesto negativo con la cabeza y otro se arrimó amenazante.
––No puede permanecer aquí
––Estoy haciendo mi trabajo ¿no?
––Sí, pero entiéndame. No puede estar en este lugar
Eso era ayer en el Azteca, un pasadizo de prohibiciones, hasta llegar cada quien a su asiento. Un
lugar severamente fragmentado en zonas para cuidarlo mejor, ¿de qué? Quizá de la sombra de otro
Munich, de los fantasmas violentos de la época, de la paranoia que ha ganado a los hombres en las
grandes ciudades, de una sensación global de inseguridad. ¿De qué?

La ceremonia inaugural fue rutinaria y, sin embargo, emotiva. La emoción surgía más que de una
idea organizativa, de la dinámica misma del espectáculo. Desde el techo más alto caían los paños con
colores de las banderas de los países que forman parte de la FIFA; también colgaban en redondo
gigantescas piñatas con sus flecos multicolores; las graderías estaban casi repletas a las 11 horas y se oía
el murmullo d ella multitud. Muchos grupos de aficionados, traían sus banderas predominando las
mexicanas aunque las había de Uruguay, Brasil, Alemania, algunas azules con leyendas vitoreantes a
Italia. Sobre el sector opuesto a Calzada de Tlalpan se colocó en el alambre una gran bandera argentina,
de casi cuarenta metros. Se sucedían los bailes folklóricos de México, la música de mariachi, los sones
regionales con toda la frescura renovada de lo que es verdaderamente popular. Cuando el estadio entero
emprendió junto al mariachi los versos que inmortalizó Negrete, “México lindo y querido / si muero lejos
de ti, / que digan que estoy dormido…” y el cronista vio la bandera de su país natal movilizada al compás
de la música, sin duda sintió una clima enchinante. Ese era, ése es el clima del futbol.
Nada imaginativo ocurría, pero el entorno era conmovedor. A cada instante la multitud coreaba
“¡Mé-xi-co!, ¡Mé-xi-co!, ¡Mé-xi-co!”. Las piñatas se abrieron por las bases y aparecieron nubes de papel
picado y de colores. Los tambores severos y los malabarismos con los lábaros que practicaban los
hombres que reproducen el calcio ceremonial que se jugaba en el siglo XVI en Florencia, tenían un marco
formidable, como pocas veces debió encontrar ese hermoso vestigio medieval. Las palmas se elevaban
para acompañar un son veracruzanas o una música de Chihuahua, y hasta un poco expresivo ––casi
formal–– cuando de memoración prehispánica. No importaban los huecos en el ritmo de la acción
llenados por un tonto himno mundialista que entonaban en grabación artistas jóvenes de Televisa, ni el
diseño convencional de lo que veíamos. Los golpes de efecto motivaban a ese conjunto de más de 100 mil
personas y hacían circular la emoción allí. Por ese milagro de expresión colectiva futbol tiene tal interés
en nuestro tiempo, y los mundiales son su máximo momento, ese que detiene los relojes cada cuatro años.
Sin embargo, poco después del desfile de niños con la casaca de cada equipo participante y sus símbolos
nacionales, vinieron los discursos.
Antes de entrar a las rampas, pasados los retenes de guardias, la gente se abría como un inmenso
árbol; cada rama era una fila de personas buscando su puerta de acceso. A las 10 de la mañana, el lugar
cobraba, especialmente en las puertas ubicadas sobre Tlalpan, un tinte de Babel. Había un grupo de
chamacos con sus rostros pintados igual que los mimos pero en blanco, rojo y verde. Había tres güeros
envueltos en una bandera polaca. “¿Solidarnosc?”, grito el cronista y levantaron el puño. Había alemanes
con playeras blancas y negras y británicos de pelambre casi albina. Había también, en la multitud, el
silencio y la higiene de la gente acomodada, de que la pudo pagarse el boleto de la inauguración, no
precisamente la porra masiva del Guadalajara. Y había también brasileños.
Eran pocos, sólo una docena, sin embargo se hacían notar. Pese al fresco matutino del Valle de
México, vestían huaraches, pantaloncitos y las célebres playeras amarillo oro del scratch. Bailaban,
gritaban, “¡Brashil!, ¡Brashil!, y a veces saludaban con la frase, “¿Méshico?, hermanos”. Decían provenir
de Manaos, São Paulo y Accre. Se dejaban fotografiar con quien se los pidiera: mexicanos, alemanes,
coreanos, en una fraternidad incansable de buen humor. ¿Por qué estaban ahí y no en Guadalajara? El
cronista imaginó una treta de Telé Santana: esa docena de simpáticos brasileños son, en realidad, un
equipo ignoto reclutado en los circos para hacer relaciones públicas en el Azteca, para preparar el terreno
antes de que venga ––si viene–– su selección a esta capital. Entonces, ese día 100 mil personas también
gritarían “¡Brashil!, ¡Brashil!, ¡Brashil!”.

Quién sabe por qué causas ciertas coas bellas suelen acabar con uno o varios discursos. Esta
calamidad sucedió también en la inauguración de la XIII Copa Mundial de Futbol. Primero fue abucheado
Guillermo Cañedo cuando tomó el micrófono, e igual le pasaría a Rafael Del Castillo y al anciano Joao
Havelange. Pero el ulular reprobatorio tampoco dejó oír en el estadio la breve alocución del presidente.
Más vale señalarlo y que los políticos inteligentes del régimen reflexionen en ese episodio. ¿Silbaba el
público masivo y anónimo ––de clase media y clase alta–– a este presidente, o a la memoria de un sistema
y un partido harto responsable en el desencadenamiento de la crisis económica? ¿Ululaban a un individuo
o a una institución? ¿Este gesto fue superficial o representativo de una corriente de opinión? ¿No habrá
sido que los hinchas de futbol sintieron invadido su territorio por las formalidades rituales del poder, y se
revelaron contra todos los que encarnaron esa situación? El fenómeno ahí quedará para que lo analicen
los interesados. La gente casi colmaba el gran anfiteatro de cemento y anhelaba ansiosamente que le
dieran su plan, su juego, su espectáculo favorito

El hijo primogénito de la familia Sahade logró ser, en el maremágnum de la jornada, una de sus
pequeñas estrellas. Moreno, de edad madura, cara grande y anteojos, caminaba con un sombrero de charro
y el más original pants que pueda imaginarse. En la zona superior de su ropa deportiva llevaba cosidas
muchas pequeñas banderas. A su izquierda y en un tamaño un poco mayor que las otras, tenía la bandera
de México; al lado la de Brasil y luego la de Italia. Encima de las anteriores, ya en sitios menos
privilegiados de su pecho y de los brazos, muchas otras: Canadá, Francia, Argentina, Polonia, etcétera.
Fue al Azteca con todos sus hermanos y varios amigos, cuates de la colonia de Villa de Cortés y del
negocio de refacción de automóviles que posee en la colonia Montevideo.
––¿Por qué equipo va a gritar?
––Por México primero, lo llevo aquí en mi corazón. Después por Brasil y por Italia– dijo.
––¿De dónde sacó una vestimenta así?
––La confeccionamos anoche en casa, antes de venir al estadio.
El primogénito de los Sahade era como un mapa ambulante de símbolos nacionales, encajados
encima de la ropa como si se tratara de su propia piel, ¿Se puede tener más identificación con el tipo de
mitología que se exhibe en estos torneos futbolísticos?
No lo creo.
A las siete de la mañana, quien escribe estas líneas marchaba hacia Tlalpan. Era una mañana gris y
despejada, aerena, como las montañas del sur cubiertas por un relente. De pronto pensó si ese carro viejo
que marchaba adelante de tono rojizo irá también al mismo destino. Si aquella muchacho pedaleando en
su bicicleta, con pants blancos y estético trasero, también viajaría a Santa Ursula. Si esos que hacían cola
en la Conasupo para comprar un litro de leche, humildemente, pensarían o no en el estadio. Le creció una
angustia y un vacío en el estómago, semejante al que experimenta antes de que vaya a comenzar una
entrevista importante, igual que hace veinte años. ¿Sabría hacer su tarea? Los cerros estaban nimbados
por una niebla clara y sin smog. Muchas cosas esa mañana girarían en torno al estadio, como si fuera un
planeta fugaz, pensó el cronista.

unomásuno, 1 de junio de 1986.

Argentina-Bélgica: un romance de futbol

Diría que ese bellísimo partido de futbol que se vio ayer en el Azteca, para mi el más integralmente bello
jugado en lo que lleva de transcurrida la XIII Copa del Mundo, se dividió en tres momentos. Cada uno de
esos periodos tuvo su atractivo, su tensión y sus rasgos estéticamente gozosos para la mirada. Hubo un
prime momento, pues, que podríamos considerar el ensayo del gran toque por parte de los argentinos.
Luego fue el de la aparición de Bélgica y , al final, estadio vivió una función a toda orquesta de pelota
paseada por los diversos rincones del terreno con ritmo y concentración contemporáneos, pero con un
arte, una cadencia y una creatividad de cualquier época. La selección argentina hizo ese juego y ganó 2-0;
pudieron ser fácilmente dos goles más y nadie se hubiera extrañado, pese a que los de playera roja no
bajaron nunca los brazos y continuaron luchando balones si renunciar a sus ambiciones de finalistas. No
pudieron, porque enfrentaron un equipo en verdad fuerte en todas sus líneas, y capitaneado por un
futbolista genial
La predicción un poco aventurada que hicimos del partido Argentina con Italia, de que había en los
albicelestes madera de finalistas, se ha cumplido. Hoy ya son muchos, tal vez la mayoría, los que deben
notarle también madera de campeones. La tienen, aunque la historia definitiva sólo se escribirá el
próximo domingo; aunque la sal fascinante del futbol resulta lo imprevisible, y sean once contra once
quienes van a verse entonces los rostros en el rectángulo del coliseo.
El ensayo se prolongó aproximadamente 20 minutos, desde que Antonio R. Márquez silbó el inicio
de las acciones. Durante este lapso, el trabajo de la oncena sudamericana se acercó a lo perfecto. Como ya
es habitual en ella, Ruggieri tomaba a Claesen, Cuciuffo a Veyt y Brown cubría las espaldas de todos.
Batista le salía a Vercauteren, Héctor Enrique quitaba balones a destajo en la zona media, Giusti
patrullaba el sector derecho junto con Ruggieri, Olarticoechea la banda izquierda, Burruchaga estaba en la
iniciación de buen parte de las maniobras, y como una masa compacta ahogaban a los belgas casi desde el
círculo central. Según la actitud que ha venido desarrollando el equipo de Bilardo, tapaban los espacios al
rival, y a continuación usaban la pelota para construir su futbol. Y éste era, ni hablar un juego de
paciencia y categoría. La intención consistía en agruparse y llevar a cabo triangulaciones mediante pases
cortos, vale decir, un estilo típicamente argentino, con el empleo de las gambeta hacia adelante y la
extensión hacia las bandas cuando la bola iba a éstas, pero siempre con un cuidado puntilloso por el
destino del esférico. Las combinaciones en las cercanías de Pfaff comenzaron a sucederse una detrás de
otra. En el minuto 3, Enrique y Valdano se encontraron por la derecha; a los 6’ Diego Maradona dribla
por el medio; a los 7’, el zurdo cedió a Burruchaga y el remate de éste fue afuera. A los 8’ Maradona
culminó una jugada asociada tirando chanceado; ese gran portero que es Pfaff alcanzó a sacar la pelota
con una mano, entró el número 11 argentino al rebote y convirtió el gol. Sin embargo el arbitro anuló la
conversión por un rozó fugacísimo del balón con el brazo de Valdaono; Antonio R. Márquez , cuyo
arbitraje fue bueno a secas, no quiso comprometerse en un escándalo como el del juez tunecino con el
manotazo de Maradona ante Shilton. Todavía a los 19 minutos, Maradona dio de taco a Valdano, recibió
la devolución, quebró la cintura dentro del área y la pelota se le escapó por la línea de fondo.
En síntesis, faltó el gol que adornara ese control absoluto del partido por los argentinos. Creo que
también existió un exceso de toque, cierto regodeo en perseguir la jugada exquisita que les restó a los
sudamericanos la dosis de eficacia que precisaban. En alguna medida por eso, y asimismo porque los
belgas no eran postes sino jugadores dispuestos a triunfar, el trámite se complicó para los albicelestes, y el
encuentro subió en intensidad mundialista. Básicamente, los europeos empezaron después de 20 minutos
a dividir la posesión de la redonda, para trata también ellos de emplearla ofensivamente. Por la izquierda,
el rubio lateral Vervoort agradaba la cancha y trataba de asociarse con el peligroso Vercauteren. Al
mismo tiempo, Celeumans sugería entrar por el centro, el experimentado Gerets subía en menor
proporción por la derecha, y la rotación de Claesen y Veyt buscando pelotazos ya no parecía tan cómoda
de rechazar para los defensas rioplatenses. No produjo Bélgica grandes jugadas de peligro, tenemos que
aclararlo, en general porque casi no salieron sus hombres del libreto del contragolpe, y porque ––tal como
ocurriera con los ingleses–– elegían mantener a toda costa el orden defensivo propio, temiendo la
inminente jugada desequilibradora del número 10 argentino y sus socios. Sin embargo, Maradona entró
en un cono de sombra durante el cual perdió tres balones, uno tras otros, y parecía indudable que a los
albicelestes les costaba recuperar su ritmo. De manera concreta, Bélgica sólo preocupó a Pumpido con
algún centro sobre el área que la zaga despejaba con esfuerzo, o bien mediante apariciones sorpresivas y
potentes de Vercauteren, quien a los 44’ alcanzó a empalmar un centro lejos del arco. En cambio,
Argentina arañó el gol en dos apariciones de Giusti por derecha, la más prometedora a los 32’ cuando
Maradona superó a Vervoort y entregó al medio volante, que sola ante Pfaff tiró desviado.
En el segundo periodo ocurrió el fortissimo del partido, del astro de Villa Fiorito y de toda la
selección argentina. Si hasta ese instante Guy This había ideado sobre Maradona una marcación zonal
más o menos exitosa y limpia, que recurría al fail leve apenas el pibe superaba con posibilidades la mitad
del terreno, de ahí en más este sistema se desfondó. Y fue así simplemente porque la inspiración
individual habría de ser más poderosa que dicho cerco. Cuando la paridad insinuada por los belgas
intentaba elaborar avances más punzantes, en el minuto 52 tocaron Diego Maradona y Burruchaga, éste se
acercó al área, aguantó con sabiduría la pelota, hizo una pausa larguísima y ni bien intuyó el pique cortito
y demoledor el zurdo, le soltó una formidable pase entre tres defensas; el 10 de inmediato punteó adentro
del marco superando a Pfaff. Un gol hermoso a todas luces. El juego entonces, en la tarde fresca y de sol
suave que se deslizaba al sur del Valle de México, alcanzó sus situaciones más intensas. Los rojos
aumentaron su determinación de ir a buscar un juego de poder a poder, abrieron sus líneas, pisaron con
fuerza el césped, más se expusieron la réplica de los argentinos. Pese a que a los 57’ el recién ingresado
Desmet remató franco en las cercanías de Pumpido, y a los 59’ el rubio Ceulemans tuvo en sus botines
quizás la oportunidad más neta para los de playera roja, cuando resbaló al conectar solo frente al portero y
voló un gol casi seguro, sobrevino el incremento en los cartones de los rioplatenses, y de nuevo a través
de una obra de arte futbolístico de su capitán. Antes de eso, en los corredores que dejaban los laterales
belgas se coló Olarticochea, quien luego de recibir a Valdano obligó a Pfaff a hacer una enorme parada; y
Enrique, después de una combinación entre Maradona y Valdano, elevó el tiro final. Veíamos un ir y
venir vibrante de la bola, cuando en el minuto 63 José Luis Cuciuffo, un defensa que sabe mucho con el
esférico bajo sus suelas, cortó un avance de Bélgica, atacó en terreno adversario, dio a Diego Armando y
picó para recibir, mientras Burruchaga acompañaba por derecha. El zurdo, como hiciera ante los
británicos, amagó el pase y se fue filtrando, superó a un defensa, volvió a amagar y pasó limpio entre un
trío de europeos, aguantó la salida desesperada de Pfaff y se la tocó a las redes. Gran gol, pues, y
Argentina 2-0.
De ahora en más, mientras la tarde declinaba las graderías paladearon un soberbio concierto de
toque por los rioplatenses. Fue un tuya, mía, tuya, mía, tomala vos, dame a mí, un verdadero romance de
futbol lleno de acciones electrizantes sobre Pfaff. Hubo, por ejemplo, otra corrida magistral de Diego por
la izquierda amagando con entregársela a Valdano. Este acompañaba mientras el zurdo superaba defensas
y enfrentaba a más cuando Pfaff ––que anoche soñó con un chaparro de casaca número 10–– le tapó el
primer palo, Maradona la colocó en el segundo, justo en el mismo ángulo imposible que sufriera Galli 1,

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pero la redoma salió a centímetros de ese poste. Todavía a los 83’ Olartichoechea habilitó a Maradona,
volvió el zurdo a desbordar a quien estuviera adelante, como si jugara una cascarita en su barrio, y centró
para Valdano; éste solo, remordiéndose de placer, la envió a las nubes, mientras Diego, con cierto aire de
enano de circo, de payaso alegre, las corría todas, pedía los balones, peleaba las bolas perdidas ante los
azorados defensas de Bélgica, los obligaba a pases rapidísimos en dirección de Pfaff, en tanto los otros
nueve argentinos acompañaban desde cualquier lugar de la cancha. Con el aporte de Enrique, la solidez de
Ruggieri, Cuciuffo, Olarticoechea, el futbol que sela de Batista hacia arriba, Argentina se pareció ayer a
un gran equipo. Si lo concreta en la final, hará historia.

unomásuno, 26 de junio de 1986.

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