En la década de 1820, los movimientos revolucionarios hicieron tambalearse
algunos gobiernos europeos como los de España o Nápoles, pero fue en Francia donde las prerrogativas de los gobiernos y los derechos de los ciudadanos fueron más drásticamente liquidados. Luis XVIII, que alcanzó el trono por dos veces gracias al acuerdo de los Aliados victoriosos, estaba sujeto a un documento constitucional que ponía límites a su poder real. Inteligentemente, no hizo nada para interrumpir una difícil tregua establecida entre nobleza, burguesía, intelectuales, trabajadores y empresarios, aunque su muerte en 1824 llevó al trono a Carlos X, que se propuso la quimera de restaurar la antigua hegemonía de la monarquía y la iglesia en una Francia post- revolucionaria. La situación llegó al colapso en 1830 con una serie de decretos que imponían la censura en los periódicos y un sufragio limitado, dando lugar a la Revolución de Julio, por la que Carlos X tuvo que abdicar y huir a Inglaterra. En este contexto, la figura que dominaba en el ámbito musical parisino es la de Rossini, que se estableció en la ciudad con el encargo de dirigir los teatros y cuyas óperas se difundieron por París. Entre otras razones, fueron las representaciones de sus óperas en el Théàtre des Bouffes-Italiens y la adaptación de óperas al francés, como Le siège de Corinthe (1826) y Moïse et Pharaon ou Le passage de la Mer Rouge (1827), las que contribuyeron a la consagración e impulso de su figura en Francia. Estas obras combinaban el tradicionalismo del modelo aristocrático de la tragédie-lyrique con el virtuosismo vocal e instrumental italianizante, aunque carecían de las turbaciones típicas del romanticismo. El esquema rossiniano sufriría una ruptura en 1828 con la obra La muette de Portici de Daniel-François Auber (1782-1871). La obra, con libreto del comediógrafo Eugéne Scribe (1791-1861), obtuvo un gran éxito debido a la novedosa estructura musical y teatral en línea con el nuevo clima político del romanticismo, que adoptaba posturas libertarias tras el reinado borbónico. Aunque Scribe y su colaborador Delavigne trataron de conferir a la música de Auber un significado innovador, se muestra como una música genérica. Meses después, Rossini representó Le comte Ory (1828), una comedia breve de tema erótico con libreto de Scribe cuya música adopta partes tomadas de la cantata escénica Il viaggio a Reims ossia Làlbergo del Giglio d’oro (1825). En 1829 llevó a cabo Guillaume Tell (1829), una ópera sobre libreto de De Jouy que tuvo notables repercusiones en el teatro musical francés e italiano, ámbitos en los que se leyó en clave opuesta. El propio Rossini fue consciente de una contradicción entre la evolución del lenguaje al que se había sometido y su tendencia conservadora, pues en su intento de evitar el romanticismo a través de un progresismo racionalista en el lenguaje musical, se encontró con una realidad aún más actual y moderna. En la partitura de la obra se sintetizan diferentes influencias del teatro musical europeo y se muestran motivos dramáticos de influencia contemporánea, como son el héroe victorioso, el triunfo de la justicia y la libertad, el castigo al héroe negativo o la ambientación naturalista y glorificadora de la vida sencilla. Rossini, a través de un proceso industrial, organiza y atribuye un papel específico a cada parte del espéctaculo, un aspecto importante para el desarrollo de la ópera francesa que coincidió con la mentalidad burguesa. Posteriormente a la Revolución de Julio y la abdicación de Carlos X, fue Louis Philippe, llamado así mismo como «ciudadano rey», el que accedió al trono francés, aunque las fuerzas de poder se habían transformado y ahora residía en manos de una burguesía en ascenso, dando lugar a un nuevo orden gubernamental y social que ejercería un efecto inmediato sobre la actividad artística. Un hecho trascendental para la ópera fue el arrendamiento de La Académie Royale de Musique por Louis Véron, un hombre de negocios que emprendió una serie de ajustes en las ofertas que ofrecía la institución para adaptarse a los gustos de la audiencia. Para ello, reunió a una serie de directores, diseñadores e intérpretes dando resultado a un género de entretenimiento musical conocido bajo la denominación de grand opera, que gozaría de gran publicidad gracias a los contactos periodísticos de Véron. El libretista más importante que colaboró con la grand opera fue Eugène Scribe, cuyos argumentos consistían en adaptaciones flexibles de la historia post-clásica. Libretos como el de la citada La Muette de Portici (1828), La Juive (1835) o Les Huguenots (1836), muestran generalmente unas tendencias liberales en concordancia con la ideología del público, mientras que la nobleza y las clases religiosas son criticadas con frecuencia. A pesar de cómo fueran interpretados los acontecimientos históricos, estos eran considerados como un vehículo para llevar a cabo el negocio de la grand opera, que consistía en la creación de un espectáculo grandioso compuesto por elementos como procesiones masivas, exteriores, o sucesos terroríficos y sobrenaturales que beben de la novela gótica y la ópera romántica alemana. La puesta en escena, que pretende proporcionar la máxima novedad y realismo, era de vital importancia para todo tipo de espectáculo en la grand opera, e incluso muchos de los efectos escénicos de gran dramatismo eran probados previamente en pequeños teatros populares de París. Obras anteriores como La Vestale (1807) de Spontini, La Muette de Portici (1828) de Auber o Guillermo Tell (1829) de Rossini contribuyeron sin duda al éxito de la grand opera, pero fue sin duda la figura de Giacomo Meyerbeer quien llevaría al género a su máximo esplendor. Tras la popularidad obtenida con su Robert le Diable (1831), colaboraría con Scribe para crear Les Huguenots, a cuya representación asistieron las más altas esferas de la sociedad parisina convirtiéndose en una de las óperas más populares de todos los tiempos. La ópera posee un gran número de piezas corales masivas con acompañamiento de la orquesta al completo, e incluso los actores principales cantan a menudo en conjunto, mientras que la única aria de carácter virtuoso y gran extensión es «O Beau Pays de la Youraine». La música de Meyerbeer se caracteriza por una gran intensidad y un colorido orquestal original, siendo el ritmo el elemento estilístico menos ingenioso. Mientras que en París la reacción crítica a la obra fue favorable, los críticos alemanes fueron unánimemente despectivos, particularmente Ludwig Rellstab y Robert Schumann, quienes criticaron una glorificación del efecto aparatoso y el eclecticismo musical del compositor, y que calificaron al libreto de ofensivo ante los protestantes. Al fin y al cabo, se trataba de un realismo dramático exaltado que Meyerbeer consiguió a través del uso de una orquestación radicalmente experimental que acompañaba a escenas de horror y violencia en toda su crudeza y que tendría gran influencia en autores como Berlioz o Wagner. Tras su fallido proyecto de L’Africaine en 1838 y varias composiciones para la corte berlinesa, llevó a cabo Le Prophète (1848), una obra compuesta de nuevo sobre un libreto de Scribe y que también gozó de éxito, aunque ni esta obra ni otra volvería a repetir el logro obtenido con Les Hugenots. La grand opera confirmó a la ciudad de París como el centro musical de Europa en aquella época, por lo que muchos compositores operísticos italianos probaban fortuna en la capital francesa. Se trataba de un producto de éxito de la revolución comercial, que requería grandes inversiones en publicidad pero que proporcionaba grandes beneficios. Algunos aspectos de la composición musical empezaron a verse afectados por la orientación de la ópera hacia el público de París, como es la aparición de la figura del intérprete virtuoso de un instrumento.