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Fragmento de la novela Los ríos profundos

Salí corriendo al patio. Los hombres de la cocina me siguieron. Deseaba ver el pueblo, ir a
Patibamba y bajar al Pachachaca. Quizá en el camino encontraría a la fiebre, subiendo la
cuesta. Vendría disfrazada de vieja, a pie o a caballo. Ya yo lo sabía. Estaba en disposición de
acabar con ella. La bajaría del caballo lanzándole una piedra en la que hubiera escupido en
cruz; y si venía a pie, la agarraría por la manta larga que lleva flotante al viento. Rezando el
Yayayku (el padre nuestro) apretaría su garganta de gusano y la tumbaría, sin soltarla. Rezando
siempre, la arrastraría hasta el puente; la lanzaría después, desde la cruz, a la corriente del
Pachachaca. El espíritu purificado de doña Marcelina me auxiliaría. Corrí hasta la puerta del
camino de Patibamba. Tres guardias con fusiles cerraban la entrada. —Nadie pasa —me dijo
uno de ellos. —¿Por qué, señor? —le pregunté—. Yo voy por mandato hasta el puente. —¿Por
mandato? ¿De quién? No me iba a comprender. Desconfié. —Déjeme pasar. El camino es libre
—le dije. —¿No ves que la ciudad está en alarma? Hay peligro. —¿Ya llegó la fiebre? —Llegará
por miles. ¡Ya, muchacho! Retrocede. Vete a tu casa. Yo podía entrar a los cañaverales por cien
sitios diferentes. ¿Qué me importaba el camino? Pero el guardia decía algo misterioso. ¿Cómo
iba a llegar por miles la fiebre si era una sola? Me retiré. Entraría a Huanupata, averiguaría. Las
chicherías y las puertas de las casas estaban cerradas. Vi gente subiendo la montaña, hacia el
Apurímac. Iban a pie, a caballo y en burros. Llevaban a sus criaturas, los perros les seguían.
Hasta las pequeñas cantinas donde expedían cañazo para los indios y mestizos viajeros estaban
cerradas. El viento zarandeaba la malahoja de los techos, revolvía el polvo en las calles. Así era
en las tardes, siempre, el aire de la quebrada. Pero esta vez, en el barrio vacío, el aire me
envolvió, y como andaba rápido, pasé por las calles como flotando. Miraba de puerta en
puerta. Vi un enrejado de palos, abierto. Entré a esa casa. Excrementos de animales cubrían el
patio. Las moscas se arremolinaban en todas partes. El sol daba de lleno sobre unas mantas
viejas, tendidas en un extremo del corredor, frente a la cocina. Troncos gruesos y secos,
formaban las paredes de un entarimado. Me acerqué allí. Encontré a una anciana echada en el
suelo, con la cabeza reclinada sobre un madero redondo. Llevaba makitu, una antigua prenda
indígena de lana tejida, que le cubría los brazos; le habían envuelto la cabeza con un trapo. Su
rostro parecía momificado, la piel pegada a los huesos, su nariz filuda y amarillenta. De sus
labios delgados rezumaba jugo de coca. Cuando me vio, pudo mover un brazo, y me hizo una
seña, espantándome. "Es la fiebre", pensé. Y no retrocedí. Me acerqué más. Pude comprobar
entonces la identidad de esa cama con otras, de ancianos yacentes, que había visto en los
pueblos de indios. —¿Quién eres? —le pregunté en quechua, gritando. —Voy a morir, pues —
me contestó. —¿Y tu familia? —Se han ido. Su voz era aún inteligible. —¿Por qué no te han
llevado? —pregunté, sin reflexionar. —Voy a morir, pues. Volvió a mover un brazo,
espantándome de nuevo. Comprendí que la impacientaba. Pero no pude decidirme, al
instante, a obedecerle. La habían abandonado, sin duda de acuerdo con ella misma. — ¡Adiós,
señora! —le dije, respetuosamente, y salí tranquilo, no huyendo. Desde la calle descubrí, en el
cerro, cerca del barrio, a una familia que iba subiendo por el camino al Apurímac. Corrí para
alcanzarlos. —¿Por qué se van? —les pregunté, a unos pasos de distancia. El hombre se detuvo
y me miró sorprendido. Había cargado en un burro ollas y frazadas. A la espalda llevaba el
hombre más objetos y la mujer a una niña; un muchacho como de seis años iba junto al padre.
—Han pasado el río, de enfrente a esta banda, por oroyas. ¡Por diez oroyas! Ya están llegando
—dijo. —¿Quiénes? —le pregunté. —Los colonos, pues, de quince haciendas. ¿No sabes,
niño?. Anoche, un guardia ha muerto. Una oroya cortó con su sable, dice a golpes, cuando los
colonos estaban pasando. Ya no faltaban muchos. Ocho, dicen, cayeron al Pachachaca; el
guardia también. Han querido acorralar a los colonos a la orilla del río; no han podido. Han
bajado los indios de esta banda, y como hormigas, han apretado a los guardias. ¡Pobrecitos!
Tres no más eran. No dispararon, ellos también no les han hecho nada a los guardias. Los
"civiles" han llegado ya. Están contando. Dice que todos los guardias van a ir ahora con
metralla para atajar a los colonos en el camino. ¡Mentira, niño! No van a poder. Por todos los
cerros subirán. Yo soy cabo licenciado... —¿Los colonos han apretado a los civiles, dices? ¿Los
colonos? — ¡Los colonos, pues! — ¡Mentira! ¡Ellos no pueden! ¡No pueden! ¿No se han
espantado viendo a los guardias? — ¡Ja caray, joven! No es por nada. El colono es como
gallina; peor. Muere no más, tranquilo. Pero es maldición la peste. ¿Quién manda la peste? ¡Es
maldición! " ¡Inglesia, inglesia; misa, Padrecito!", están gritando, dice, los colonos. Ya no hay
salvación, pues, misa grande, dice quieren, del Padre grande de Abancay. Después sentarán
tranquilos; tiritando se morirán, tranquilos. Hasta entonces van a empujar fuerte, aunque
como nube o como viento vayan los civiles. ¡Llegarán no más! ¡Ya estarán llegando! —
¿Creerán que sin la misa van a condenarse? — ¡Claro, pues; seguro! Así es. Condenarían.
Llenarían la quebrada los condenados. ¡Qué sería, Diosito! Andarían como piojos grandes, más
grandes que carnero merino; limpio se tragarían a los animalitos, acabando primero a la gente.
¡Padrecito! —Por eso te vas. ¡Ya tú te vas! —¿Y el piojo, niño? Habrá misa, seguro. Los colonos
llegarán de noche a Abancay. Quizá oyendo misa se salvarán los indios. Van a venir dejando a
sus criaturitas ¡son angelitos, pues! Con sus mujeres vendrán. ¡Se salvarán! Pero sus piojos
dejarán en la plaza, en la iglesia, en la calle, delante las puertas. De allí van a levantar los
piojos, como maldición de la maldición. Van a hervir. ¡Nos van a comer! ¿Acaso en Abancay la
gente va a mascar a los piojos como los colonos? ¿Acaso van a mascar? De los rincones se han
de alzar, en cadenas. Así es piojo de enfermo. —Cabo licenciado —le dije—. ¡Tienes miedo! Tú
mismo creo te alimentas, lloriqueando, la cobardía, al revés de los colonos... Me contestó en
quechua: —Onk'ok usank'a jukmantan miran... (El piojo del enfermo se reproduce de otro
modo. Hay que irse lejos. ¿De qué sirve el corazón valiente contra eso?) Quiso atajarme,
llevarme con él, cuando pretendí volver al pueblo.

José María Arguedas, Los ríos profundos.

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