Está en la página 1de 236

El siglo XX asistió a las aventuras y apuestas más

arriesgadas en el mundo-lenguaje. Las disciplinas

ESTRUCTURALISMO Y FILOSOFÍAS DE LA DIFERENCIA · BERNARDO RENGIFO LOZANO


humanas se vieron impactadas profundamente por la
promoción paradigmática de una lingüística estructural
con efectos definitivos sobre métodos y prácticas de
investigación tradicionales. Posteriormente, la
generación de diversas proposiciones críticas sobre los
signos −en las filosofías de la diferencia o teorías
“postestruc-turalistas”−, se traduce en una singular
irradiación de múltiples semióticas y
desterritorializaciones del sentido.

¿Cómo pudo adaptarse, en las interpretaciones


estructuralistas de la vida social, un modelo analítico
perteneciente al campo de la lingüística, que carecía de
unidad de uso entre las distintas teorías y disciplinas,
además de presentar numerosas inadecuaciones en
virtud de su naturaleza simbólica, ajena al empleo de
los acostumbrados métodos empíricos,
fenomenológicos o dialécticos?

¿En qué formas reaccionaron las filosofías de la


diferencia al predominio de los modelos estructurales, ESTRUCTURALISMO Y
cómo pusieron en entredicho el valor de sus discursos
de sistema y la hegemonía del régimen significante, y de FILOSOFÍAS DE la
qué modo desarticularon sus supuestos teóricos y
metodológicos para reivindicar un pensamiento
diferencia
divergente, cuyos efectos desconstructivos resuenan en Introducción a las teorías del signo
los análisis contemporáneos del cuerpo social? en las disciplinas humanas

Bernardo Rengifo Lozano


El siglo XX asistió a las aventuras y apuestas más
arriesgadas en el mundo-lenguaje. Las disciplinas

ESTRUCTURALISMO Y FILOSOFÍAS DE LA DIFERENCIA · BERNARDO RENGIFO LOZANO


humanas se vieron impactadas profundamente por la
promoción paradigmática de una lingüística estructural
con efectos definitivos sobre métodos y prácticas de
investigación tradicionales. Posteriormente, la
generación de diversas proposiciones críticas sobre los
signos −en las filosofías de la diferencia o teorías
“postestructuralistas”−, se traduce en una singular
irradiación de múltiples semióticas y
desterritorializaciones del sentido.

¿Cómo pudo adaptarse, en las interpretaciones


estructuralistas de la vida social, un modelo analítico
perteneciente al campo de la lingüística, que carecía de
unidad de uso entre las distintas teorías y disciplinas,
además de presentar numerosas inadecuaciones en
virtud de su naturaleza simbólica, ajena al empleo de
los acostumbrados métodos empíricos,
fenomenológicos o dialécticos?

¿En qué formas reaccionaron las filosofías de la


diferencia al predominio de los modelos estructurales, ESTRUCTURALISMO Y
cómo pusieron en entredicho el valor de sus discursos
de sistema y la hegemonía del régimen significante, y de FILOSOFÍAS DE la
qué modo desarticularon sus supuestos teóricos y
metodológicos para reivindicar un pensamiento diferencia
divergente, cuyos efectos desconstructivos resuenan en Introducción a las teorías del signo
los análisis contemporáneos del cuerpo social? en las disciplinas humanas

Bernardo Rengifo Lozano


ESTRUCTURALISMO Y
FILOSOFÍAS DE la
diferencia
Introducción a las teorías del signo
en las disciplinas humanas

Bernardo Rengifo Lozano


© Bernardo Rengifo Lozano, 2016
ISBN: 978-958-46-9138-5

© METIS Ediciones
http://edicionesmetis.blogspot.com.co

Diagramación, Diseño de carátula y


composición: Andrea Velasco Blel
andrea.blel21@gmail.com

Impresión y encuadernación:
Grupo DAO Digital S.A.S.

Impreso en Colombia
Primera edición: Junio 30 de 2016
Bogotá, D. C.
Contenido

INTRODUCCIÓN 11

APOTEOSIS ESTRUCTURAL DEL SIGNO 15

EL MODELO 23

¿UNA CIENTIFICIDAD PERDIDA? 29

TRADUCIBILIDAD LENGUA-SOCIEDAD 30

EL CÍRCULO DE PRAGA 34
Fonología y críticas a Saussure 34
Irrupción del tiempo en el sistema 36
La apertura de Jacobson 38

FORMA Y ESTRUCTURA 39

INTELIGIBILIDAD ESTRUCTURAL 43

CENTRALIDAD DEL SISTEMA Y DESCONSTRUCCIÓN 45


La différance 46
Ausencia y presencia del signo 47

MULTIPLICIDAD Y MÁQUINAS DE DESEO 48


Una teoría del sentido 52
Naturaleza incorporal del acontecimiento 53
Infinitivo y subsistencia del sentido 53
Significado y sentido en la fenomenología 55

LA FORMA DEL RELATO 59


COMPARATISMO ULTRAHISTÓRICO 63
El esquema trifuncional 64
Videntes tuertos y legistas mancos 66

DESTITUCIÓN DEL AUTOR 69


Autonomía del texto 70
Un constructivismo estructural 71

LÍMITES DE LA ESCRITURA EN LA ETNOGRAFÍA 73


Dificultades de la representación transcultural 74
La ficción del sentido 78
Dislocación de la mirada etnográfica 79

CRISIS DEL HUMANISMO 81


La deriva existencialista 81
La fractura antropocéntrica 83
Un antihumanismo en cuestión 84
Simulacro y fin de lo social 86
La muerte del hombre 89
Desvanecimiento del sueño antropológico 91
Subjetivación y prácticas de sí mismo 93
Inhumanismo y modernidad 100

ENTRE FENOMENOLOGÍA Y HERMENÉUTICA 104


La apuesta fenomenológica 104
Estructura y subjetividad encarnada 106
Interpretación e historicidad de la comprensión 111
Estructuralismo, hermenéutica y dialéctica 116

LA ETNOLOGÍA 125
Parentesco y mitos 127
El método etnográfico 129

EL MARXISMO 132
Estructura dominante, infraestructura y superestructura 134
La ideología 134

MICROPOLÍTICAS DEL SIGNO EN LA ETNOLOGÍA 135


La estructura Estado 135
¿Jefes sin poder? 141
Palabras proféticas errantes 144
Supresión de lo social en el parentesco y el mito 146
Una lección sobre límites 148
TENDENCIAS ESTRUCTURAL-FUNCIONALISTAS EN SOCIOLOGÍA 151
Organicismo del sistema social 152
La cotidianidad como obstáculo 152
Instituciones y peso del paradigma científico 153

EL PSICOANÁLISIS DE LACAN 154

DURACIÓN Y ESTRUCTURAS 156


Historia y temporalidades 157
La larga duración 158

ORDEN Y ESPACIO EN FOUCAULT 159


Epistemes 159
Geografía y espacialidad 161

¿ESTRUCTURALISMO SIN ESTRUCTURAS? 173


Clasificaciones 176
El proyecto arqueológico: saberes y fronteras 178
Discurso y orden 188
Poder y genealogía 190
Panoptismo 191

DEL SISTEMA AL ACONTECIMIENTO 194

GÉNESIS ESTRUCTURAL DEL LENGUAJE Y ALTERIDAD 198


Horizonte prelingüístico y formalización 199
Un convidado de piedra 200

EMERGENCIA DEL LENGUAJE EN EL MITO 202


El señor de los nombres 202
Naturaleza y lenguaje 204
El juego de las oposiciones 208
Ascenso de la palabra 211

TEORÍA DE LA ALTERIDAD EN LOS SIGNOS 213


Fugas del lenguaje 215
Profetas 218
Sibilas 220
Magos 222
El secreto de Babel 225
Desterritorialización de la lengua 227

BIBLIOGRAFÍA 230
A mis estudiantes.
introducción

La comprensión de las inestables relaciones de atribución y construcción


de sentido, y las proyecciones o alcances cognoscitivos de modelos explica-
tivos que experimentaron los órdenes estructuralistas del lenguaje en el siglo
XX –especialmente bajo sus implicaciones teóricas y metodológicas en las
ciencias humanas–, puede resultar más exigente en ausencia de líneas de con-
ductividad que permitan observar las condiciones epistémicas fundamentales
de tan singular concurrencia de nuevos modos de ser del signo. Desde luego,
las inquietudes filosóficas generales hacia el lenguaje en el siglo pasado (inclu-
yendo sus distintos giros positivistas, analíticos y postanalíticos, pragmáticos,
hermenéuticos, comunicativos…) presentan tal multiplicidad de consecuen-
cias, y efectos resolutorios en todos los campos del saber, que la tarea de su
análisis llega a extenderse hasta la trama misma del ser de la modernidad e
incluso a su horizonte desconstructivo: la recurrencia de distintas rupturas
que confluyen en la desarticulación de una pretendida esencia orgánica del
lenguaje –como realidad subordinada al pensamiento y como mediación pri-
vilegiada entre la realidad y el sujeto– a cambio de la postulación y afirmación
de una multiplicidad de juegos y prácticas discursivas que neutralizan o invier-
ten esas dependencias, son condiciones que por sí solas ofrecen ya una idea
de los alcances que habría de tener esa inquietud virtualmente transmoderna.
No pretendemos abordar aquí semejante dispersión, con la excepción de
algunos aspectos fundamentales que incidieron de manera irrevocable en el
campo particular que nos ocupa. ¿Qué líneas podrían servirnos como ejes, no
sólo descriptivos sino críticos, de este confín múltiple de problemas anclados
en ese umbral estructuralista de consistencia teórica que llegó a representar uno
de los paradigmas más inquietantes para la reflexión contemporánea sobre el
signo y la significación?
En esta encrucijada concurren varias dificultades que hay que tener en
cuenta desde el principio. Las diversas adaptaciones de modelos estructura-
listas en las disciplinas humanas –que se produjeron principalmente desde
mediados de la década de 1950 hasta fines de los años sesenta– presentan
numerosos matices que, en conjunto, revelan en primer lugar una disimetría
inherente al concepto mismo de estructura. A nuestro parecer, dos condiciones
principales incrementan los obstáculos para alcanzar una intuición clara de
esta noción en ese contexto interdisciplinar.
11
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

En primer lugar, el impacto que representó la incitación estructuralista


para las disciplinas sociales y humanas, que incluso puede autorizar el califica-
tivo de “revolución metodológica” si se tiene en cuenta el radical relevo teó-
rico que supuso, en su momento y frente al predominio de la fenomenología
y el historicismo especialmente: ¿cómo pudieron adaptar las disciplinas de
lo humano un modelo proveniente de la lingüística estructural? En segundo
término, la especificidad de las aplicaciones e implicaciones explicativas e in-
terpretativas del estructuralismo presenta acentos variables que divergen no
sólo entre las distintas ciencias humanas sino también entre los investigado-
res pertenecientes a una misma disciplina. Pero el problema no termina allí,
porque también hay que considerar las correcciones de los modelos, las re-
visiones y reformulaciones parciales o totales, e incluso los distanciamientos
radicales por parte de los autores mismos a lo largo de su propia experiencia
investigativa. Todo esto se traduce en una notable ausencia de unidad de uso
en lo que concierne al concepto mismo de estructura.
Resulta imposible compendiar en los límites de esta exposición el arduo y
difuso panorama de estos dos órdenes de problemas, sus relaciones y conse-
cuencias, especialmente cuando tal vez se puede extrañar aquí un tercer nivel
de dificultad, que no por abstracto resulta menos significativo y que provie-
ne de la naturaleza misma de la dimensión estructural: el orden simbólico, que
como se verá gozaba de un estatuto muy particular, con todas sus implicacio-
nes en los niveles lingüístico y lógico-matemático. Esta tercera característica
se articula con las dos anteriores: el orden simbólico no sólo entrañaba una
diferencia de naturaleza, y por ello un quiebre epistemológico a la hora de
proyectarse en el campo social, sino que quizás era ese mismo carácter “in-
aprehensible” el que permeaba los distintos usos, hasta el punto de albergar
y legitimar una enorme variación de modalidades del signo que se extendían
desde lógicas difusas del mito o la escritura hasta reglas combinatorias de
modelos matemáticos. En una frase, se asiste aquí al difícil problema de la
adaptación inédita de un modelo analítico y explicativo –proveniente de un
campo eminentemente lingüístico– al orden de lo social, modelo que care-
cía de unidad de uso entre los estructuralistas mismos y presentaba diversos
grados de abstracción en virtud de los numerosos matices que englobaba su
característica dimensión constitutiva de lo simbólico, cuya naturaleza a su vez
poseía y reflejaba un estatuto poco común desde el punto de vista de las apli-
caciones tradicionales de modelos empíricos, fenomenológicos o dialécticos
en los estudios sociales.
Ese es el ámbito de problemas que ocupará nuestra atención aquí. En
primer lugar, tratar de hacer visibles los puntos cruciales de “absorción” dis-

12
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

ciplinar y los principales desafíos de las propuestas estructuralistas desde la


perspectiva de su valor o resonancia para las ciencias humanas en general. En
segundo lugar, determinar algunas condiciones de emergencia crítica de las fi-
losofías de la diferencia, especialmente en lo que concernía a las pretensiones
de centralidad explicativa propias del pensamiento estructuralista.

13
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

apoteosis estructural del signo


Determinar un sentido preciso e integral del concepto de estructura, en el
contexto del surgimiento y auge del movimiento que nos ocupa, conduce en
primer lugar a la obligación de reducir las ambigüedades más desorientadoras y,
cuando menos, intentar delinear los principales matices derivados de su aplica-
ción en campos tan diversos, tarea que también se impuso a los investigadores
estructuralistas en sus intentos por delimitar acentos o perspectivas para los di-
ferentes usos que hicieron de la categoría. De manera que no parece existir otro
recurso que partir de lo más simple, para luego tratar de abarcar la complejidad
de los niveles abstractos que alcanzó el concepto, especialmente en algunas disci-
plinas. Desde un primer referente estrictamente etimológico, el sentido de la voz
latina structura remite inmediatamente al sustantivo construcción (con-structio). En
segundo lugar, alude a dos categorías hermanas de cualquier proceso de índole
constructiva: la distribución y el orden. En tercer término, denota una armadura
o disposición articulada de elementos en un cuerpo o un conjunto (structus). Estas
acepciones semánticas ofrecen ya los contenidos fundamentales del concepto,
por cuanto remiten a la especificidad ordinal que caracteriza a sus diversos usos
en las ciencias humanas. En efecto, una estructura es siempre un constructo, no
visible inmediatamente desde experimentaciones o estrategias cognoscitivas con-
vencionales. Diremos desde ahora que −en los terrenos de las disciplinas socia-
les− una estructura nunca es un “objeto” sino una construcción deductiva de las
propiedades o atributos de determinados elementos en sus relaciones conjuntivas
o de copertenencia sistémica. Por eso, las categorías de distribución y orden cons-
tituyen sin duda indicios autorreferenciales de un carácter esencial de la estructu-
ra, puesto que invocan una disposición siempre presente en toda articulación de
elementos. Una de las propiedades inherente a todo constructo es que no resulta
necesariamente visible o fácilmente verificable en un horizonte de empiricidad,
lo que nos sitúa de plano en un panorama cuya complejidad invoca la necesidad
de abstraer varias nociones. La categoría de estructura permaneció anclada a un
régimen conceptual propio aunque diverso, que ofrecía su mayor inteligibilidad
desde los lenguajes matemáticos y la lógica, además de hallar un sentido plena-
mente conectivo en torno a un postulado fundador −esta vez sí asumido por el
estructuralismo en general− que consistió en concebir la realidad o sus regiones
siempre como una red de relaciones cuyos elementos jamás alcanzaban una exis-
tencia o eficacia per se, sino ligados a una totalidad cuya naturaleza y modos de ser
sólo resultaban visibles precisamente bajo el análisis simbólico o bien lógico-ma-
temático. Desde un punto de vista más delimitado, se aplica un criterio formal
para definir un sistema o estructura: el estructuralismo coincidía en que siem-
pre se trata de una composición de elementos o unidades de cualquier clase,
15
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

pero lo que convierte a los elementos en algo inmanente a la estructura es


justamente la manera como operan en ella [criterio funcional] y, desde luego,
el lugar que ocupan [criterio topológico]1. En esta encrucijada, algunas teorías
sociológicas buscaron alcanzar una unidad entre el valor operatorio de lo fun-
cional y el carácter explicativo de lo estructural. Más adelante retornaremos a
los problemas que se derivan de estos primeros postulados.
En términos todavía corrientes, una estructura se define como la forma bajo la
cual se relacionan los elementos que la componen en un dominio particular de
objetos (Sazbón, 1969: 9). Lo que se privilegiará en el análisis estructural es
precisamente ese patrón (pattern), o isomorfía de conjunto, de acuerdo con el
cual los elementos u objetos de cualquier tipo se articulan o se combinan bajo
relaciones consustanciales a un campo particular. La plasticidad del concepto
de estructura –además del entusiasmo cientificista que generó– dio pie para
llegar a considerar, muy arbitrariamente por cierto, que casi cualquier cosa po-
día ser objeto de estructura o bien una estructura misma: un conjunto de ele-
mentos, una secuencia de números, una figura geométrica, un juego cualquiera,
etc. Lo mismo valía para la categoría de sistema, en este contexto, sinónimo de
estructura: se hablaba de sistemas de signos, de estratificación económica, de
relaciones sociales y políticas… Pero en el campo de las ciencias humanas, el
margen de atribución estructural se reducía a formas más precisas y delimita-
das: estructuras lingüísticas o simbólicas, temporales, psicológicas…, en domi-
nios particulares de objetos o elementos. En todos los casos, la estructura cons-
tituye un orden de sistema en el cual los elementos se encuentran distribuidos
o articulados siguiendo lógicas de conjunto y relaciones matemáticas que, natu-
ralmente, podían ser objeto de formalización. No obstante estos desarrollos
particulares de la noción, a continuación veremos cómo la lingüística sincrónica
de De Saussure ofreció recurrentemente el modelo para virtualmente todas las
estrategias y aplicaciones estructuralistas. Es decir, en los campos objeto de
nuestro análisis, todos los conjuntos de elementos que constituyen estructuras
específicas se conciben en analogía con los sistemas lingüísticos, porque se ba-
san en el modelo de la lengua aportado por Saussure. En una frase: las escuelas
estructuralistas plantearon la posibilidad de describir, clasificar y explicar la rea-
lidad humana mediante un método general inspirado en la aplicación del mode-
lo lingüístico de Saussure a los fenómenos sociales. Por supuesto, no se trató de

1
Este segundo criterio fue decisivamente analizado en su momento por Gilles Deleuze (1973: 304 ss.),
texto en el cual ofrece un conjunto de definiciones centrales del trabajo estructuralista, que incluye a las
estrategias diferenciales y seriales tan características de las investigaciones en ese campo, al igual que la in-
teresante categoría de “lugar vacío” como elemento diferenciante (“precursor sombrío” u “objeto x”), que
encarna el principio de emisión de singularidades en la convergencia estructural de las series. Al respecto,
véanse también de Deleuze, 1989: 70 y 2002b:186 ss.

16
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

un empleo directo o literal de la misma noción en todos los casos: las diferentes
aplicaciones metodológicas presentaban orientaciones vicariantes o similares
aunque diferenciadas regionalmente, y no se actualizaron en la investigación
social sin experimentar importantes mediaciones y ajustes teóricos particulares
en cada campo. Las convergencias que se pueden constatar en dominios tan
diversos, radicaban principalmente en la aplicabilidad y en la orientación del
pensamiento que aspiraba a convertir en inteligibles las traducciones de los
modelos estructurales lingüísticos a la vida social. Además, dado que entre di-
versas estructuras podían coexistir relaciones de traducibilidad mutua o conver-
sión, gracias a la sintaxis, las isomorfías y al valor intercambiable de los modelos
en condiciones precisas, los escollos metodológicos de traducibilidad entre los
sistemas lingüísticos y los sociales pudieron remontarse con relativa comodidad
aunque, desde luego, esas operaciones no estuvieron exentas de problemas. En
virtud de tales isomorfismos en los conjuntos de objetos, el estructuralismo
alcanza el fundamento para prescribir órdenes funcionales y regularidades de
los sistemas en general, que convierte en principios extensibles y traducibles a
diversas formas de organización, incluyendo a las sociales. Desde mucho antes
del auge estructuralista, las matemáticas venían utilizando modelos de sistemas
definidos bajo leyes relacionales de dependencia entre los elementos (el método
axiomático o las estructuras algebraicas de Bourbaki, por ejemplo). La noción
misma de “conjunto” obliga a suponer que sus elementos se relacionan me-
diante leyes diversas: correspondencias, reglas de signos, simetrías, composi-
ción… (Barbut, 1967: 94 ss.). Algo similar ocurre con la lógica, que constituye
otra cantera inagotable y privilegiada para los análisis estructuralistas. Así, las
adaptaciones de los modelos perpetuaban una recursividad lógica múltiple: para
traducirlos se utilizaron estrategias diversas, como formalizaciones lógico-ma-
temáticas, modelos relacionales, reglas combinatorias, mecanismos de sustitu-
ción, lenguajes seriales, etc. (Viet, 1970: 11 ss.; Parain-Vial, 1972: 22 ss.; Culler,
1978: 84). Hoy se sabe que no existen teorías ni métodos en ciencias sociales
que no impliquen supuestos ontológicos de determinación a priori de las reali-
dades humanas. Los aportes epistemológicos de Kuhn (1971) y Popper (1990),
entre otros, anticiparon suficientemente las condiciones y efectos de los relevos
paradigmáticos y la falsabilidad sobre la investigación científica: no existen ex-
plicaciones neutras, y tampoco verdaderas, por más que algunas prácticas de
investigación lo pretendan (de ahí los extendidos usos prudentes de categorías
como verosimilitud, verificabilidad, validez contextual...). Sin duda, la elección
de teorías nunca deja de conservar y arrastrar residuos de subjetividad, pero
ellas no cesan de aspirar a plantearse como verdaderas respecto de las demás,
como soluciones que deben dar cuenta eficazmente de totalidades. No obstan-

17
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

te, hoy también sabemos que el valor de una interpretación no radica tanto en
sus contenidos de verdad como en sus posibilidades de uso, y tampoco hay que
olvidar que las teorías no dejan de ser visiones siempre parciales del mundo o,
como afirmara Michel Foucault, “cajas de herramientas”. Pues bien, el estruc-
turalismo no fue ajeno a esa pretensión. Como toda teoría, no es neutra ni
inocente, porque también parte de la postulación de supuestos ontológicos. Por
ejemplo, presupone en primer lugar que la esencia o la verdad primera y última
de lo humano y de lo social consiste en que siempre están estructurados; sostie-
ne que los sistemas priman sobre los individuos y llegan a condicionarlos de
maneras definitivas; asume plenamente que las relaciones lógicas en los siste-
mas intelectuales son inconscientes y que las formas estructurales se imponen
sobre lo considerado como “real”; impone a todo trance una necesidad de pri-
vilegiar lo sincrónico sobre lo diacrónico en la explicación de los fenómenos
sociales; por último, la categoría de “relación” alcanza una importancia supre-
ma, hasta el punto de sustituir a otras consideradas irreemplazables, como las
de ser, sustancia, existencia, fenómeno…2 Como se anticipó, los dominios de
objetos –que se pueden traducir como campos de empiricidad o regiones de
conocimiento– también han empleado el concepto de estructura con diferentes
significados y sesgos que no ocultan la pretensión de abarcar íntegramente uni-
versos de sentido, hasta el punto de utilizar términos afines como totalidad,
sistema, configuración o forma, composición, conjunto, interconexión, patrón,
grupo y hasta “función” (Radcliffe-Brown, 1960: 228; Viet, 1970: 73-74; Culler,
1978:19-20). En cuanto teoría, el estructuralismo aspira a convertir el mundo en
una totalidad sistematizada. Resulta claro que si se aplica un prisma estructura-
lista sobre el mundo, el mundo obedecerá con notable docilidad al orden rela-
cional del significado. Pero la relevancia de esta suerte de tautología cobró un
sentido especialmente crítico cuando se intentaba justificar perentoriamente las
pretensiones que buscaron validar el uso de modelos estructuralistas para expli-
car de manera total la existencia humana (especialmente bajo la subordinación
de los individuos a sistemas formales). Ya retomaremos el hilo de este proble-
ma, cuyas variables condiciones y efectos no deben limitarse a la resumida lite-
ralidad que hasta ahora hemos presentado. Pero hay que tener en cuenta desde
ahora que cuando se invita a presuponer esta sobredeterminación de lo estruc-
tural sobre lo individual, o la influencia decisiva de los sistemas sobre las colec-
tividades concretas, no se está frente a un principio autosuficiente o exento de
altos costos teóricos, sino ante un postulado en extremo desafiante que obliga
a desprenderse de las creencias tenidas como más verosímiles: porque en térmi-
2
El ser humano sería, a la luz del estructuralismo de Lévi-Strauss, “solamente un permutador de signos,
a través del cual el mundo efectúa un intercambio consigo mismo” (Lyotard, 1971: 189).

18
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

nos elementales afirma nada menos que la realidad respondería más a las deter-
minaciones de los sistemas de organización que al dinamismo de los actos hu-
manos; porque sostiene que es en las relaciones lógicas donde se encuentra el
auténtico sentido de las prácticas humanas y no en las racionalidades y miradas
empíricas o históricas desde las cuales se acostumbra encontrar claves interpre-
tativas de la vida social; y finalmente, porque llega a afirmar que los individuos
y su libertad no representan las verdaderas fuerzas que deciden el rumbo de los
acontecimientos. Así planteada la argumentación, se pueden percibir tintes
apresurados y negativos desde la misma postulación inicial de los alcances del
movimiento estructuralista. Pero veremos cómo las teorías aplicadas reciben
progresivamente nuevas oleadas de conductividad y eficacia explicativa que sor-
prenden por su capacidad para hacer visibles aspectos insospechados en lo
humano. Una de las garantías que ofrecía al análisis estructural la posibilidad de
validarse a pesar del rechazo que siempre produjo la preponderancia del siste-
ma, radicó en el manto hipotético-deductivo bajo el cual cubrió sus pretensio-
nes explicativas. Si, como observaremos a continuación, se insiste en que las
estructuras son realidades que participan de un carácter simbólico, relacional e
inconsciente, resulta claro que no pueden ser objeto de experimentación con
los mismos instrumentos inductivos usados en otra clase de prácticas investiga-
tivas. Desde el punto de vista metodológico, las estructuras serían predominan-
temente principios explicativos en un sistema.
Pero antes de continuar, tal vez sea hora de preguntarnos ¿qué queda de
todo este apretado resumen de dispersiones, matices, límites y posibilidades
de uso? Dos definiciones sintéticas conservan, a pesar de los sesgos, conver-
gencias importantes. Se puede entender una estructura como el orden de un
grupo de elementos interrelacionados o articulados de manera funcional, sin
que esto signifique que todo estructuralismo pueda reducirse a una especie de
funcionalismo de sistema, como sí fue uno de los propósitos de las escuelas
anglosajonas que promovieron el estructural-funcionalismo. En esta primera
definición, se insiste en anteponer el valor “operativo” (relacional) de los ob-
jetos bajo un orden de oposiciones, siendo consecuentes con las primeras de-
finiciones del sistema lingüístico en Saussure. De ahí que otro lugar común en
las teorías estructuralistas fue considerar que “los elementos de la estructura
son miembros más que partes, y que el conjunto o grupo de elementos es un
todo más que una suma” (Piaget, 1968: 13; Viet, 1970: 236). Aclaración impor-
tante, porque obliga a leer de otro modo las relaciones entre los objetos en un
sistema. En efecto, es característico de un elemento poseer “propiedades”, de
manera que un miembro se diferencia de una parte por la actividad o función
que puede llegar a ejercer (Piaget, 1968). Por las mismas razones, una totali-

19
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

dad estructural no puede reducirse a una simple sumatoria de objetos inertes.


Pero de aquí se deriva una condición quizá más esencial: si las relaciones entre
los elementos de un sistema no son aleatorias y menos aun indiferentes, eso
sólo puede significar que están determinadas, y esa determinación posee un
“modo de ser”, o cuando menos una tendencia que puede devenir inteligible
y operatoria, según la hipótesis investigativa del modelo estructural. En otras
palabras, no existe libertad en los campos de objetos estructurales; por defini-
ción, los elementos de una estructura no son autónomos. Nada expresa mejor
esto que uno de los ejemplos evocados por Saussure: el juego de ajedrez
(1998: 51, 128). Ninguna de las piezas es autónoma, incluyendo al rey y a la
reina, quienes al contrario dependen solidariamente de las demás piezas. Ade-
más, el auténtico espacio del juego de ajedrez definitivamente no es el tablero
material sino un espacio más profundo donde tiene lugar una “combinatoria
de lugares”: según Deleuze, el espacio estructural es “inextenso, preextensivo,
puro spatium constituido de próximo en próximo como espacio de vecindad,
donde la categoría de vecindad tiene precisamente un primer sentido ordinal
y no un significado en lo extensivo” (1973: 307 y 305). Entonces hay que
admitirlo: hablar de estructura es ya aceptar que no existe autonomía en los
elementos que la componen (tesis que alcanzará un despliegue bastante polé-
mico). A pesar de lo evidente o indudable que pueda parecer esa afirmación,
se trata de un aspecto definitivo y fundacional para el estructuralismo. Desde
luego, podría llegar a hablarse de cierta “independencia relativa” de un ele-
mento en una estructura particular y bajo condiciones determinadas (la reina
en el ajedrez puede llegar a encontrarse en condiciones de autonomía relativa,
pero exactamente lo mismo puede predicarse de cualquier pieza del juego
dependiendo del momento o corte temporal que se realice); además, desde
la perspectiva estructural, esa autonomía siempre estaría dada por el sistema
mismo. A este respecto, quizá se deben excluir contextos propios de las teo-
rías sobre “sistemas acentrados”, carentes de una organización arborescente
y que rechazan al “autómata centralizador”, como lo mostraron Rosenstiehl
y Petitot (1974). Lo mismo puede valer para los casos de algunas disposicio-
nes fractales, para las divergencias y discontinuidades objeto de las teorías
catastróficas de Thom (1977) o para otros modelos utilizados en análisis de
complejidad y caos. Por otra parte, el estructuralismo insistió en un postulado
igualmente decisivo. Si bien la significación de una palabra en el sistema de la
lengua puede englobar una invariabilidad léxica en virtud de su contenido
semasiológico particular, su valor posicional alcanza una preeminencia conclu-
yente en razón de múltiples desplazamientos del sentido en los sistemas del
lenguaje (desplazamientos metafóricos, virtualidades sémicas, juegos de sen-

20
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

tido…). Este argumento no nos estaría diciendo nada nuevo si no fuera por-
que al privilegiar el valor (siempre posicional) del signo como fluencia de la
posibilidad misma de la lengua, se funda una nueva mirada al lenguaje como
red dinámica relacional y compleja, irreductible a la pura inercia de la signifi-
cación y cuyas configuraciones diacríticas presentan una nueva especificidad
concurrente y explicativa que además aspira a alcanzar objetividad científica.
De manera que los elementos estructurales siguen reglas particulares, puesto
que sin duda se encuentran en condiciones de determinación mutua. Es ese
horizonte relacional normativo u ordenado el que confiere un valor opera-
cional y regulado a las estructuras, que de hecho resulta constituyente de su
propio modo de ser. Esto nos conduce a un segundo intento de definición.
Una estructura también puede ser concebida simplemente como un sistema
o un conjunto de subsistemas. Se trata ahora de concentrarse más en ese
“modo de ser” de la estructura que en los elementos que la componen, aun-
que tanto elementos como sistema conformen siempre, no hay que olvidarlo,
una unidad. La lengua es un sistema, y esto no sólo significa que es autorrefe-
rencial sino también que, en un sentido muy preciso, no depende de un sujeto
de conocimiento gracias al cual alcanzaría su esquiva plenitud: el lenguaje
trasciende al sujeto, quien a su vez deviene posición de estructura (Lacan). De
nuevo, el conjunto de reglas estructurales no es nunca azaroso, siempre está
mediado o plenamente constituido por relaciones lógicas que, no obstante
su invisibilidad, pueden traducirse en “conductas” particulares. Lo propio
de un sistema es poseer “leyes” o “reglas” (Piaget, 1968), las cuales permi-
ten comparaciones entre modelos y “traducciones” de las condiciones de
estabilidad estructural en razón de su semejanza normativa o regulada y
de los regímenes particulares de oposición de los elementos en su interior
(Bertalanffy, 1976, 54 ss., 82 ss.). Pues bien, es necesario tener en cuenta que
algunos estructuralistas privilegian la primera definición y otros la segunda
(ambas en diferentes versiones); en todos los casos se trata de estructuralis-
mo, pero los horizontes se alteran bajo las aplicaciones y dinámicas expli-
cativas particulares. Por supuesto, la concepción sistémica de la estructura
presenta una mayor complejidad, dado que sirvió para remontarse hasta
juegos de comparación y transformación estructural en diversos dominios
de objetos y con el fin de verificar una pretensión implícita que sobrevolaba
en forma de interrogante: ¿todo el mundo humano y social podría ser leído
e interpretado estructuralmente? Hoy sabemos que nadie puede sentirse
autorizado para acoger la noción de sistema como una garantía absoluta de
inteligibilidad, por más que los estructuralistas insistieran en esa posibilidad
tan resolutoria: es una evidencia que hasta los sistemas más equilibrados y

21
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

autosuficientes presentan ruidos e interferencias entrópicas; como afirma


Michel Serres a este respecto, “no hay sistema sin parásito” (1980: 32). En-
tonces, si todo sistema presenta grados de indefectible entropía, ¿cuál era
la del sistema lingüístico? Parte de nuestra intención aquí radica en tratar
de seguir algunos de esos efectos disruptivos, a la luz de algunas aproxi-
maciones que pusieron en tela de juicio la autonomía −y principalmente
la eficacia normativa− postuladas como avales insustituibles para la imple-
mentación del orden estructural en todos los campos.
Fue especialmente en la Francia de la segunda postguerra donde se expan-
dió con mayor alcance la aplicación del modelo estructural. En una Europa
dominada por el existencialismo, el marxismo y la fenomenología, el modelo
estructuralista renueva el panorama intelectual al revalorizar como nunca antes
el horizonte de lo “simbólico” (Deleuze, 1973: 300 ss.). La vieja distinción re-
al-imaginario cede su lugar a una tercera dimensión o, en palabras de Deleuze,
“tercer reino”: lo simbólico en tanto elemento estructural localizado en una
génesis, que se encarna en imágenes y realidades al seguir series que pueden de-
terminarse; pero lo simbólico “no se deriva de ellas pues [la estructura] es más
profunda, subsuelo para todos los suelos de lo real como para todos los cielos
de la imaginación” (1973: 302). Pero hay otros entornos de relación. Además
de introducir ese nuevo tipo de “objeto”, que resulta irreductible tanto a lo real
como a lo imaginario pero, no obstante, es más profundo (“ni forma sensible
ni figura imaginaria”, añade Deleuze, 1973: 303), el estructuralismo abre las
puertas a un nuevo modo de ser del sentido: tanto las cosas, como el lenguaje
o los procesos sociales poseerían sentido, siempre y cuando se lo conciba en
los términos que presenta una génesis topológica. La dificultad propia del or-
den inherente al sentido, desde el punto de vista posicional, radicaría en dos
condiciones principales: no resulta inmediatamente visible, y sus relaciones son
naturalmente complejas pero inteligibles desde el punto de vista de las aplica-
ciones estructurales. Para el análisis estructural, existen relaciones simbólicas en
cierto modo pregnantes, que gozan de un estatuto perteneciente al orden de lo
inconsciente, así como en la lengua existen relaciones efectivas que no ingresan
en la conciencia del hablante porque participan del mismo estatuto. Con este
modelo analítico, el estructuralismo intenta explicar el sentido de un elemento
o la naturaleza conjuntiva de un fenómeno a partir del lugar que ocupan en un
sistema, tal como en la lengua los sonidos se rigen por relaciones de oposición,
asociación..., que siguen un orden predominantemente lógico (las reglas de uso)
y alcanzan valor en razón de sus posiciones. Expresado de otra manera: así
como en la lengua las relaciones fonemáticas componen y actualizan el signifi-
cado gracias a las dinámicas de oposición que alcanzan en la cadena significante

22
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

−y sin que el hablante sea consciente de ellas−, en una estructura los elementos
obtienen sentido en virtud del lugar que ocupan en ella.
Ese es el suelo de positividad que sustenta a las aplicaciones estructuralistas
en lo que a los signos concierne. Pero tal condición genera exigencias y con-
secuencias importantes, sin las cuales la eficacia explicativa no sería suficiente
para apuntalar el valor teórico y metodológico de la estructura. Entre los pos-
tulados principales del estructuralismo también se encuentran la supresión de
la autosuficiencia del sujeto y una desvalorización del papel de las experiencias
históricas sobre la realidad social. Esto se explica desde las perspectivas de la
preponderancia del modelo estructural con respecto a la libertad del individuo,
y la preeminencia de la sincronía sobre las evoluciones en el tiempo: “carác-
ter analítico del corte sincrónico” (Viet, 1970: 86). Si se asume que existe una
primacía del orden del sistema sobre los elementos (un significante cualquiera
nunca es autónomo en el sistema de la lengua al que pertenece) y si se acepta
que la unidad del sistema sólo se alcanza cuando se lo retira del eje de la diacro-
nía (ni la historia ni el habla serían, propiamente hablando, objetos científicos
para el estructuralismo sincrónico), hay que reconocer que los estructuralis-
tas no podían aceptar la autonomía o libertad de los individuos, ni tampoco
estaban en condiciones de incluir aspectos históricos dinámicos en el orden
estructural de un sistema concebido sincrónicamente. Algo similar ocurre con
los conceptos de cambio o de causalidad: para el estructuralismo, los cambios
no son inteligibles y las relaciones causales deben concebirse bajo la perspectiva
de la significación y no como realidades objetivas. Lo mismo se aplica a los
individuos y su subjetividad. En estos principios residen los motivos esenciales
que nos conducen a sospechar sobre un platonismo latente en el estructuralis-
mo, por cuanto se atiene al carácter sincrónico (formaciones sincrónicas) como
una esencia “ideal” inalterable y rechaza de plano la comprensión del carácter
fenoménico de los cambios. Se impone entonces considerar el fundamento
histórico de estos postulados, que reside en el modelo planteado por Saussure.

el modelo

Saussure emprendió el proyecto de fundar a la lingüística como una nueva cien-


cia de “todas las manifestaciones del lenguaje humano” (1998: 30 ss.). Su proyecto
insistió en la necesidad de superar la dispersión en que se hallaban los estudios lin-
güísticos por carecer de un objeto delimitado de estudio, con la grave consecuencia
de no estar en posesión de un método: ¿cuáles serían los datos elementales y últimos
que pudieran otorgar a la lingüística un estatuto científico, al permitirle superar la
incertidumbre de un quehacer que permanecía en el aire mientras no conquistara su

23
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

campo propio? En esta voluntad positivista de Saussure por localizar principios


científicos –y, para la comprensión del momento, estables desde el punto de vista
de una “lingüística verdadera”− encuentra Benveniste una imagen nítida del lingüis-
ta suizo como auténtico “hombre de los fundamentos” (1971: 34). Y en efecto, a
principios del siglo XX los postulados de Saussure confieren un giro inesperado a
los estudios tradicionales sobre el lenguaje, centrados hasta entonces en descripcio-
nes, comparaciones exclusivas o clasificaciones aisladas de los rasgos articulatorios
o mecánicos en la historia de las lenguas. Estos análisis no se habían ocupado de dos
aspectos fundamentales descubiertos por Saussure: en primer lugar, el carácter pro-
pio del signo lingüístico y la especificidad del sistema de la lengua; en segundo tér-
mino, y derivada de esas particularidades, la naturaleza precisa del objeto de estudio
de la lingüística como ciencia, con las leyes generales que tal designio podía implicar
(Saussure, 1998: 33 ss.). Saussure inicia sus análisis al establecer diferencias precisas
entre, por una parte, la lengua como tal (langue) o el sistema de signos usados por una
comunidad de hablantes; y por otra parte, los actos de habla (parole) o uso individual
de la lengua. Mientras la lengua es social y “no supone jamás premeditación” ni re-
flexión consciente (1998: 40), el habla en cambio es individual y en cierto modo
“accidental” (en el sentido de la enorme variabilidad que presenta). La lengua es
“exterior” al sujeto que la habla (dado su carácter social, convencional, fruto de un
acervo colectivo específico); constituye un sistema delimitado cuyas relaciones opo-
sitivas subsisten en un nivel inconsciente que opera como una red de enlaces y rela-
ciones diferenciales que el individuo no puede transformar a su antojo (excepto
cuando se trata de procesos estéticos o dinámicas sociopolíticas que son objeto de
la sociolingüística). De manera que la lengua es “exterior” en el sentido de constituir
en sí misma (como sistema) una estructura autosuficiente, que en cierto sentido no
necesita de los hablantes para conformarse como una totalidad cerrada y autónoma
de relaciones; y es inconsciente en la medida en que a todos los emisores de la lengua
se les escapan las múltiples relaciones internas y propias del sistema, con sus lógicas
de funcionamiento. De ahí que el habla represente la práctica individual de la lengua
(actos de habla), la manera como los individuos particularizan el uso de ese sistema
de la lengua. En la perspectiva de Saussure, el habla sin duda está subordinada a la
lengua, aunque tanto habla como lengua sean ineludiblemente interdependientes. El
habla es individual en tanto constituye la forma particular como los individuos actua-
lizan o realizan la lengua, y esa condición “accidental” (desde el punto de vista del
sistema) halla su razón en un hecho comprobable: las infinitas variaciones de uso
por parte de los hablantes no inciden en una transformación de la estructura lingüís-
tica desde el punto de vista sincrónico (pueden presentarse cambios lingüísticos
cuando un individuo o grupo de individuos introduce usos particulares en el siste-
ma, pero eso no significa que la integridad de ese sistema se vea alterada al conside-

24
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

rarlo bajo el corte analítico). Ya desde una lectura diacrónica de la lengua, nos es
dado reconocer las influencias y efectos de las transformaciones producto del uso.
Esta distinción resulta estratégicamente esencial, pues contribuye terminantemente
a fundar a la lingüística moderna como ciencia (entiéndase aquí: poseer un objeto
propio de estudio que aspira a constituirse en primer fundamento de cientificidad,
establecer un orden metodológico para abordar ese objeto, la posibilidad de antici-
par relaciones y seguir leyes generales…). Pero hay otras categorías que completan
este breve resumen de los postulados iniciales de Saussure, y contribuyen eficaz-
mente para alcanzar una mejor comprensión de su aporte y la consolidación de un
programa que habría de impactar, con transformaciones radicales, el panorama so-
cial y cultural del mundo contemporáneo. Este signo particular no relaciona simple-
mente un nombre o una palabra con un objeto o referente, sino que al interior del
sistema de la lengua, el signo une un concepto (significado) con su imagen acústica
(significante) (Saussure, 1998: 99 ss.). Se trata de una realidad de doble cara, implíci-
ta en todo un sistema que funciona mediante oposiciones binarias que le confieren
un carácter único. El signo lingüístico ocurre o se realiza cuando el significante se une
con el significado, lo que nos deja una concepción binaria del sistema pero también
unas formas de articulación diferenciales (el sistema de oposiciones entre diversos
valores de los elementos en su interior). Todo se juega en las relaciones de identidad
o diferencia, que son las que confieren a los signos un lugar en el sistema de signifi-
cación. Ahora bien, la relación entre los componentes del signo es arbitraria o inmo-
tivada; y con esto quiere explicar Saussure que no hay un “nexo natural” entre signi-
ficante y significado, lo que, dicho de otro modo, implica que no hay
correspondencia natural o analogía entre la imagen acústica y el concepto. La esen-
cia del significante se constituye, desde el punto de vista lingüístico, gracias a las di-
ferencias fonemáticas3 que gozan de una naturaleza anclada en la oposición (la len-
gua “como sistema de diferencias”: Saussure, 1998: 169 ss.; Benveniste, 1971: 41;
Auzias, 1969: 35 y 37; Sazbón, 1969: 10 y 12). Saussure acude a una analogía entre
la lingüística y la economía para explicar mejor las dualidades que comparecen en el
proceso articulatorio: en los dos campos, la noción de valor se traduce en una nece-
sidad práctica y absoluta; tal como en economía hay una relación de oposición entre
trabajo y salario (equivalencia entre dos órdenes diferentes), en la lingüística hay una
oposición entre significante y significado, y también entre el eje de las simultaneida-
des (relaciones de coexistencia) y el de las sucesiones (las transformaciones en el
tiempo) (Saussure, 1998: 118-119). Es conveniente tener siempre en cuenta que, en

3
En términos generales, los fonemas han sido definidos como unidades fonológicas mínimas, dife-
renciadoras e indivisibles, que se oponen a otros fonemas y determinan contrastes con significación al
interior del sistema de la lengua; por ejemplo, en las vocales de tan y ten, por oposiciones entre el fonema
oclusivo /t/ y los fonemas vocálicos /a/ y /e/ respectivamente.

25
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

el sistema de la lengua, los signos no sólo se materializan a través de relaciones for-


males de oposición sino que en última instancia se combinan de manera inconsciente
para el hablante, quien se encuentra sometido a leyes que escapan a su conciencia.
La noción de sistema resulta de nuevo aquí definitiva: se trata ahora del cumplimien-
to de la solidaridad interna en una totalidad estructural (la lengua)4, cuyos elementos
sufren modificaciones gracias a la permeabilidad del sistema mismo, que garantiza
la conservación del orden de sus relaciones de oposición bajo una lógica estricta que
no es consciente. En el Curso de lingüística general, Saussure lo establece claramente: la
lengua, en su calidad de sistema, está “establecida pero evoluciona”, es al mismo
tiempo “actual y un producto del pasado”, es eminentemente social y autónoma,
además de convencional; es un “todo”, un “principio de clasificación” (1998: 34-35,
124). De ahí que resulte necesario clausurar el sistema para poder comprenderlo
(sincronía), pues si se lo deja abierto al tiempo y a las transformaciones no resultará
fácil asir sus elementos y relaciones para entender tales especificidades. Será este
carácter de la lengua como sistema, autónomo y “satisfactorio para el espíritu”
(1998: 35) −parte determinada del lenguaje que se constituye en arquetipo para el
estudio de otros sistemas de signos−, será, decíamos, el aspecto fundamental sobre
el que descansarán los desarrollos posteriores de las vertientes estructuralistas. Entre
todas estas afirmaciones, es importante retener una distinción relevante establecida
por Saussure: el hablante está condicionado por las relaciones lógicas propias del
sistema de la lengua, que lo trascienden en la medida en que debe permanecer suje-
to a ellas y no puede modificarlas a su antojo (son inconscientes). Por supuesto, los
dinamismos lingüísticos son activos y los sistemas de las lenguas cambian en el
tiempo, pero no hay que olvidar que Saussure reservó el análisis de esos cambios
(diacronía) para la lingüística histórica (1998: 118 ss., 130 ss., 195-243, 283 ss.) y
conservó el examen del funcionamiento de la lengua “en sí misma” (como sistema)
para la lingüística sincrónica (1998: 118 ss., 145 ss.). Todo esto no sin antes establecer
la existencia de una antinomia entre el hecho estático y el hecho evolutivo de la
lengua, nociones que resultaban irreductibles entre sí (1998: 120 y 131). Saussure
establece que desde una perspectiva sincrónica (es decir, desde un momento deter-
minado o dado en la evolución, o bien en su aspecto estático), la lingüística debe
analizar el funcionamiento del sistema de la lengua en sentido estricto (sus leyes),
mientras que desde una perspectiva diacrónica (a lo largo del tiempo) debe estudiar
su evolución histórica5. Se trataba de aislar el sistema de la lengua (sincronía) para
analizarlo como objeto inteligible, sin consideración de las mutaciones que sufre por
definición. Dado que las lenguas son fenómenos en permanente transformación,
Saussure reserva a la lingüística diacrónica la misión de estudiar sus alteraciones y

4
“…hay que situarse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla por norma de todas
las demás manifestaciones del lenguaje” (Saussure, 1998: 35).

26
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

cambios en la historia. Sincronía y diacronía son entonces dos formas de acerca-


miento al mismo objeto (la lengua), considerado estáticamente o en evolución. No
obstante, Saussure también insiste en la necesidad de concentrarse en el carácter
sincrónico del sistema si es que se quiere conservar la unidad necesaria para alcanzar
su inteligibilidad estructural: el aspecto sincrónico prima sobre el otro, y además,
naturalmente hay diferencias de método entre esas dos lingüísticas (1998: 130-131).
Cuando Saussure sostiene que es necesario detenerse en el orden sincrónico para
emprender el estudio de la lengua como sistema, invoca la relevancia de un impera-
tivo metodológico que asegura la inteligibilidad de su orden de funcionamiento al
sustraerlo de la contingencia y del cambio o las transformaciones históricas (con sus
inestabilidades y desórdenes, en razón de la ocurrencia de hechos aislados en dife-
rentes momentos, y que por tal razón son objeto de la lingüística diacrónica). A sus
ojos, resulta ineludible ignorar los cambios para poder alcanzar una comprensión
adecuada de la red de relaciones coexistentes que otorgan coherencia y funcionali-
dad al sistema (el lenguaje es forma y no sustancia), sin que esto signifique que se
deba desconocer el peso de las transformaciones históricas en la evolución de las
lenguas. En resumen, los descubrimientos de Saussure introducen cuatro aspectos,
entre otros, decisivos para el estructuralismo lingüístico:

1. Es posible fundar a la lingüística como una ciencia en sentido estricto, que


formaría parte de la semiología o ciencia general de los signos (definida así por
Saussure en su momento), a partir de las distinciones objetivas entre lenguaje,
lengua, habla, signo lingüístico..., como se presentan en el Curso de lingüística ge-
neral, y considerando que sólo la lengua está en condiciones de ofrecerse como
objeto científico.
2. El signo lingüístico posee un doble estatuto exclusivo y más complejo de lo que
se creía hasta entonces: articulación diferencial entre significante y significado.
3. Las relaciones de oposición interna entre los elementos del sistema de la len-
gua, que determinan el valor de los signos, se cumplen de manera inconsciente.
Esto significa que el sujeto, el habla, la historia…, son desplazados a un segun-
do plano en razón de la atención hacia el sistema.
4. Existe un doble principio de la temporalidad que resulta significativo en ex-
tremo para la lingüística: se trata de las concepciones de la lengua como sistema
(sincronía) o considerada en el transcurso del tiempo (diacronía).

5
“La lingüística sincrónica se ocupará de las relaciones lógicas y psicológicas que unen términos coexis-
tentes y que forman sistema, tal como son percibidos por la misma conciencia colectiva. La lingüística
diacrónica estudiará por el contrario las relaciones que unen términos sucesivos no percibidos por una
misma conciencia colectiva, y que se substituyen unos por otros sin formar sistema entre sí” (Saussure,
1998: 140-141; 118 ss.).

27
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

Tenemos entonces el cuadro general de lo que resulta cardinal para la lingüística


estructural: el carácter de sistema (o estructura) de la lengua6; la naturaleza del sig-
no lingüístico (articulación significante/significado), que en su materialidad últi-
ma emerge de relaciones diferenciales de oposición; el sustrato inconsciente de la
actualización del sistema de la lengua por parte del hablante (el cual aparece como
agente que actualiza pasivamente el sistema); la posibilidad y utilidad de conce-
bir al sistema en sincronía o por fuera de los órdenes del uso y el tiempo. Si se
observa bien, se comprobará que la concepción general del lenguaje en Saussure
siempre pasa por oposiciones duales o relaciones de tipo binario: significante/sig-
nificado, lengua/habla, colectividad/individuo, sincronía/diacronía, paradigma/
sintagma (Benveniste, 1971: 41; Derrida, 1989, 1984; Sazbón, 1969: 10 ss.; Auzias,
1969: 31), principio que el estructuralismo llevará hasta sus últimas consecuencias
a través del uso de las oposiciones entre dos términos como relación lógica ex-
plicativa privilegiada al interior de las totalidades sistémicas; pero esa pretensión
no terminaba allí: el binarismo podría extenderse hasta el punto de permitir no
sólo una inteligibilidad del lenguaje y el pensamiento sino también del mundo
(principio de organización general). En lo que concierne a la lingüística estructu-
ral propiamente dicha sus líneas de investigación se prolongaron, modificaron o
evolucionaron gracias a los aportes de numerosos autores, que la condujeron a
experimentar replanteamientos significativos de sus premisas7.

6
Desde luego, Saussure no emplea el término de estructura sino de sistema en su Curso… Fue al interior del
Círculo de Praga, en el Congreso de 1928 en La Haya, donde apareció formulado el concepto de estructura.
Cf. Benveniste, 1977: 43 y 92; Dosse, 2004a: 63.
7
Entre los más relevantes para nuestro contexto: las investigaciones de Louis Hjelmslev y el Círculo lingüísti-
co de Copenhague, que se concentraron en el análisis de la lengua desde la “glosemática”, en cuanto estudio
de los elementos desde la pura inmanencia de su extensión y complejidad, donde el significante y el significa-
do se ven reemplazados por los planos de la expresión y el contenido con sus respectivas formas, sustancias
y sentidos (lo que abre nuevas y ricas posibilidades para la comprensión no sólo de los signos lingüísticos
sino también de otras expresiones más allá de la lengua) (Hjelmslev, 1971a y 1971b). Desde una orientación
postformalista, Bajtin postula el imperativo de una independencia de la poética respecto de la lingüística, para
abarcar así aspectos descuidados por la prevalencia de la forma: lo dialógico, la singularidad, el espacio-tiempo
(cronotopos), la ambivalencia de lo carnavalesco y la risa, la cultura popular, las subjetividades enmascara-
das…, que se reivindican desde una nueva estética de la creación verbal que historiza los géneros. El texto
posee sin duda una autonomía pero nunca se encuentra fuera de los contextos históricos y sociales que, preci-
samente, le confieren condiciones enunciativas diversas. La novela aparece como la quintaesencia del género
dialógico, por su enorme riqueza de voces, estilos, tiempos, enunciados y personajes que expresan diferentes
mundos (la novela polifónica de Dostoievski). Tanto el texto como la “vida de la palabra” son dialógicos,
multivalentes, polifónicos, lo cual obliga a comprender y valorar de otro modo los entrecruzamientos con-
tingentes del lenguaje que desbordan los cauces del sistema de la lengua y se hurtan al análisis estructural [la
translingüística] (Bajtin, 1978, 1994). En otra perspectiva, los trabajos críticos de Noam Chomsky se inscriben
en el propósito de “explicar” (no sólo describir) las lenguas mediante una “gramática generativa”, y proponen
distinciones esenciales que reclaman al estructuralismo una valoración mayor para las transformaciones en el
sistema (Chomsky, 1999). Estos tres autores producen importantes impactos, especialmente en el ambiente
intelectual francés de los años setenta marcado por los debates entre estructuralismo y postestructuralismo,
como lo muestra en su historicidad el trabajo de François Dosse (2004a, 2014b).

28
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

¿una cientificidad perdida?


La postguerra de mediados del siglo XX constituyó un periodo de revi-
sión de las experiencias sociales y políticas globales. Las ciencias humanas
fueron impactadas por una vieja inquietud general que –al calor de las bruta-
les manifestaciones de deshumanización emprendidas por los fascismos de
Estado– se actualizó como pregunta esencial del momento y multiplicó sus
cuestionamientos: ¿Era necesario replantear el sentido de “lo humano” que
se tenía hasta entonces? ¿Por qué los humanismos y la democracia no pudie-
ron contener la fuerza de tan profunda deshumanización, e incluso llegaron
a aceptarla, promoverla y legitimarla pasiva o activamente? ¿Qué nuevo papel
deberían asumir las ciencias humanas en el futuro? Por otra parte, el ines-
table estatuto científico de las disciplinas sociales carecía de los suficientes
criterios objetivos de validez para darse a sí mismas el nombre de “ciencias”
a justo título (por lo menos, se pensaba, bajo las mismas condiciones que las
exactas), razón por la cual a mediados del siglo XX continuaban inmersas en
la pretensión positivista decimonónica de copiar los modelos y métodos de
las ciencias naturales para aplicarlos con la misma efectividad en el mundo
social. Pretensión que no dejó de estar latente hasta fines del siglo XX (más
allá del viejo debate con el positivismo) en los intentos por adquirir el estatuto
de legitimidad científica que creían necesitar con tanta urgencia. Búsqueda
reiteradamente infructuosa, dada la persistente irreductibilidad de lo humano
a las leyes y predicciones centradas en la cientificidad de lo exacto. No que
la ciencia deba situarse en una exterioridad de lo humano (cosa muy distinta,
que por cierto ha provocado devastadoras tragedias), sino que la existencia
humana pueda ser objeto de medición y predicción en la misma forma en que
pudo hacerse con la materia (desiderátum de algunos sectores de las ciencias
sociales, incluso hoy). Pues bien, en medio de esa situación tan inconfesada
como latente, el modelo lingüístico de Saussure parecía ofrecer ese estatuto
epistémico tan deseado: si el sistema de la lengua poseía, de acuerdo con
Saussure, un carácter de “objeto científico” gracias a sus relaciones de oposi-
ción cuya regularidad se configuraba como una totalidad discernible, y si los
sistemas de signos resultaban inherentes a la actividad intelectual de la especie
humana, entonces el paradigma de la lingüística estructural –que ya había
mostrado su efectividad en el campo del lenguaje– podía ser utilizado por las
ciencias humanas para fundamentar el análisis, esta vez “científico”, de lo so-
cial. Así, las ciencias sociales asumieron un nuevo corolario: los seres huma-
nos y sus diversos modos de agrupamiento, devenir o conducta (que siempre
se habían mostrado tan radicalmente inconmensurables) podían concebirse

29
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

ahora, gracias al modelo lingüístico, como objetos estructurales semejantes y


correlativos a los sistemas de signos, cuyas posibilidades de traducción definían
además todo un nuevo campo teórico que obligaba a abandonar de plano buena
parte de los métodos empleados con anterioridad. Esta situación se configura
como una especie de revitalización de las ciencias sociales, en momentos en que
su validez y valor se encontraban muy desdibujados. Para usar una metáfora
comprensible: el estructuralismo fue la última gran “fiesta” de las ciencias
sociales, que se entregaron a una danza frenética con los modelos matemáticos
mientras, sin el menor pudor, expulsan a su antigua aliada la filosofía por la
puerta trasera de la casa; ella no estaba invitada a ese baile, pero en realidad
tampoco parecía querer asistir (con la excepción del platonismo, siempre
seducido por todo tipo de modelos). Además, las cien-cias sociales también
olvidaron que, por defecto o por exceso, toda fiesta es inevitablemente platónica:
cielo y caverna. Después de una ardua historia de búsquedas estériles de modelos
propios para explicar la realidad tan irreducti-ble de lo humano (sin tener que
tomar prestados los métodos de las ciencias exactas, cuya legitimidad hasta
entonces no tenía por qué ser justificada), el estructuralismo lingüístico viene a
ofrecer, ¡eureka!, el modelo adecuado para una ciencia de lo social en tanto se
conciba al hombre como ser de significa-do; comprendiendo al significado
como un producto de las relaciones entre los signos en un sistema. En otras
palabras, el modelo de la lingüística es-tructural, fundado en la matriz objetiva
del sistema o estructura de la lengua, podía aplicarse fecundamente en análisis
antropológicos, literarios, psicoana-líticos, históricos, sociológicos,
económicos… Por fin, la esquiva o negada objetividad para las ciencias sociales
parecía alcanzarse por este medio, y se da inicio a una serie de traducciones o
aplicaciones del modelo estructural de la lingüística al análisis de la sociedad,
concebida como una instancia de semiosis, mediante el uso de correlaciones de
diversa naturaleza pero todas marcadas con el sello indeleble del orden y la
distribución propias de todo sistema. Pero, ¿resolvía en realidad esta estrategia
los problemas propios del estatuto de cientificidad de las disciplinas sociales?
¿Era posible reducir lo social a las mismas instancias de relación que conservan
los signos en la lengua?

traduCibilidad lengua-soCiedad

El problema de la traducibilidad de los lenguajes naturales a los científicos


no es reciente (Quine, Russell, Feyerabend, Davidson…), pero esa discusión
no concierne directamente al tema que nos ocupa, aunque no deje de resonar
en el contexto de la traducción específica del orden de la lengua a lo social

30
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

(que definitivamente constituye un escollo muy particular, porque no se trata


aquí de la traducción entre lenguajes sino de un desafío mayor: no pasar de lo
natural a lo no natural, sino de lo simbólico a lo empírico). A pesar de los
argumentos que instaban a revisar con cuidado los límites inherentes a la
aplicabilidad del modelo de la lengua en lo social (Ricoeur, Piaget, Jacob-
son…), la solidez paradigmática del sistema postulado por Saussure apuntala
el decurso posterior de la lingüística estructural, pero también se extiende a
distintos ámbitos, hasta abarcar los dominios simbólicos y sistémicos más
extensos de las ciencias humanas y de otros movimientos o disciplinas. El
carácter arquetípico del sistema, consustancial a la lengua, representaba el
fundamento original para la cientificidad perseguida durante tanto tiempo
por las ciencias sociales; sistema cuyas constantes en medio de las variaciones
particulares serían la materia prima sustantiva y referencial para componer los
métodos estructuralistas desarrollados durante los años cincuenta y sesenta
del siglo XX. La lingüística estructural –que nace con Saussure– concibe al
sistema de signos de una lengua como un conjunto estructurado de relaciones
de oposición que siguen órdenes lógicos particulares. Se podría descomponer
el sistema de la lengua (entiéndase su “estructura”) al definir las reglas y rela-
ciones fonemáticas constantes y distintivas –incluyendo las fragmentaciones
analíticas propuestas por otros lingüistas– como el soporte sustancial de la
facultad comunicativa del lenguaje. Gracias a una extensión incluyente pero
privada de suficientes reservas, el modelo lingüístico podía aplicarse en otros
campos y a fenómenos sociales de significado sin considerar en su difícil
complejidad las diferencias entre los tipos de realidad en juego. Una premisa
monolítica parecía bastar para asegurar cierta coherencia a esta traducción o
mejor, transferencia: si los signos son consustanciales al hombre como autén-
tico “ser del lenguaje” −y por tanto, ser del significado (Cassirer, Heideg-
ger…)−, se abre entonces un horizonte extenso y profundo que reclama la
fundación o refundación de diversos campos donde tendrían lugar sus múlti-
ples manifestaciones. Esta aserción permite explicar la diversidad de aproxi-
maciones no exclusivamente lingüísticas sino también semióticas que surca-
ron el panorama cultural desde mediados del siglo pasado. Una aspiración
interesante: quizá lo que resultaba más seductor, en las posibilidades y crite-
rios interpretativos estructuralistas, radicaba en una apertura hacia nuevas
condiciones de visibilidad de los objetos o elementos sin los apriorismos habitua-
les, pues se aspiraba a tomarlos en la pura inmanencia de sus relaciones topo-
lógicas, como si por primera vez y en forma tan acabada, el valor estrictamen-
te contextual o relacional de las cosas alcanzara la capacidad para iluminar un
sentido hasta entonces secuestrado por las atribuciones de esencia. Dejar ha-

31
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

blar a las cosas mismas (que no precisamente “volver a ellas”), desde las leyes
relacionales que las gobernarían secretamente, también significaba suspender
el secular dominio de la palabra sobre los elementos y deponer la preponde-
rancia de la subjetividad racionalista sobre la objetivación del mundo. En este
sentido preciso, el estructuralismo se postula como una extraña suerte de “ley
de los objetos”: existiría una lógica invisible que rige a las cosas y que además
“habla sordamente” en sus disposiciones cualitativas y ordinales, en los mo-
dos de ser de sus localizaciones, en las disposiciones conjuntivas del sentido
y en los juegos ocultos del lenguaje. Un propósito fundamental para los es-
tructuralistas consistía en establecer los códigos de esas formas, en relación
con diversos dominios de conocimiento. Pero si la naturaleza de lo social era
con toda evidencia diferente a la del signo lingüístico, ¿resultaba legítimo es-
tablecer una isomorfía o un paralelismo tan estrecho entre esos dos campos?
Ricoeur tuvo razón cuando advirtió que subsisten complejidades no resueltas
cuando se pretende alcanzar una homología tan directa entre lo social y el
lenguaje (especialmente en los ámbitos del arte o la religión), de manera que
a lo único que podría aspirarse sería al establecimiento inestable de una orien-
tación similar en las investigaciones de ambos campos (2003: 40-41). Para
apreciar la oscilación precisa entre las dos instancias, Benveniste abordó este
dilema en dos niveles diferenciados: tanto en lo social (en cuanto dato empí-
rico y en tanto colectividad) como en la lengua (en tanto dato empírico deter-
minado y como sistema) (1977: 97 ss.). Es en el segundo nivel donde pueden
encontrarse homologías, puesto que allí se observan caracteres comunes (sis-
tema social, sistema lingüístico), lo que no ocurre en el primer nivel porque
no hay allí correlaciones de necesidad (Benveniste, 1977: 98). Sin embargo,
pese a la virtud incoativa de las homologías, la relación lengua-sociedad sigue
representando una paradoja en razón de su conmensurabilidad y al mismo
tiempo irreductibilidad, o entre su carácter trascendente y también inmanente
al individuo. La lengua es social en su génesis, es “espejo” de lo social, pliegue
del sentido que engloba lo humano y lo trasciende; a su vez, lo social es una
realidad permanentemente recompuesta desde el punto de vista simbólico, un
fenómeno que encuentra en el lenguaje sus principios e identidades más sólidas
(Cassirer, 1963: 185 ss.). De ahí que Benveniste recurra a plantear la relación des-
de una concepción de la lengua como “medio de análisis de la sociedad” y se in-
cline a postular la diferencia en dos premisas: la lengua en cuanto interpretante de la
sociedad, y la sociedad como contenida en la lengua (1977: 99). La lengua puede
describirse sin acudir a la sociedad, pero la sociedad sólo puede describirse por
medio de la lengua; es en la lengua donde la sociedad “se hace significante” y de
ahí se deriva que lo social sea “lo interpretado por excelencia” en la lengua (1977:

32
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

100). Pero aquí interviene un principio semiológico que Benveniste postula así:
“dos sistemas semióticos no pueden coexistir en condición de homología si tie-
nen diferente naturaleza; no pueden ser mutuamente interpretantes el uno del
otro, ni ser convertibles el uno en el otro” (loc. cit.). El transcurso histórico de la
sociedad no es asimilable a los cambios lentos experimentados por las lenguas, las
cuales cuentan con recursos únicos que aseguran su potencial interpretante gra-
cias a su estructura y a los códigos que hacen posible el intercambio de signos
(propiedad sintagmática). Además de transformar la experiencia social en signos,
y poder dar cuenta de cualquier orden de datos, la lengua está en capacidad inclu-
so de tomarse a sí misma como objeto (metalenguaje), mientras que lo social no
está en condiciones de hacer lo mismo (no hay “metasociedad”) (1977: 101). La
relación sigue siendo irreductible, según Benveniste, porque la estructura lingüís-
tica está compuesta por unidades definidas y limitadas, su morfología es particular y
su evolución no es dependiente de lo social desde el punto de vista sincrónico o de
la cristalización efectiva del sistema; a su vez, los individuos presentan otra naturale-
za, no pueden homologarse con los signos lingüísticos, y las instituciones humanas
no son asimilables a las organizaciones de la lengua. El principio semiológico de
Benveniste permite entrever la determinación y “ventaja” cualitativa de la lengua
sobre lo social, pero la condición y posición de interpretante también conduce a
verificar la disolución del antagonismo en la inmanencia radical que conjuga indiso-
lublemente lo social y el lenguaje, hasta el punto de convertir en indecidible la subor-
dinación de uno a otro, a pesar del papel determinante de la lengua desde el punto
de vista de ese valor, e incluso pese a las diferencias que, como bien observaba
Saussure, permiten al sistema oponer sin reservas valores correspondientes a fenó-
menos de distinta naturaleza. Entonces, en lugar de preguntarnos si la lengua prima
o no sobre lo social, debemos constatar y aceptar que los dos ámbitos se encuentran
inmersos en una solución heterogénea que muestra solapamientos y repliegues de-
pendiendo de las instancias interpretativas en juego. Si la lengua es un sistema pro-
ductivo de objetos y enunciaciones que se intercambian, y si la sociedad es otro lugar
de producciones funcionales según su propia naturaleza, como concluye Benvenis-
te (1977: 104 ss.), es en ese umbral de entrecruzamientos donde podría resolverse el
nudo de la separación lengua-sociedad, porque más allá de las delimitaciones que las
diferencian existen convergencias analógicas y semejanzas profundas cuyos rasgos
comunes ratificarían la legitimidad de traducir el modelo de la lengua a la sociedad
atenuando las diferencias de naturaleza y reduciendo los contrastes para alcanzar
principios explicativos estructurales compartidos: la naturaleza humana no puede redu-
cirse a la naturaleza del signo, pero existirían fenómenos humanos y sociales asimila-
bles al comportamiento “opositivo” de los signos en el sistema de la lengua. El pro-
blema radicaba en saber hasta qué punto podía ser conducida esa asimilación.

33
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

el círculo de praga

Como se observará más adelante, a propósito de los principios estructurales


descritos por Vladimir Propp, el formalismo ruso constituyó una reacción contra
las excesivas influencias y determinaciones de los aspectos sociales o históricos
sobre la orientación de la teoría literaria rusa postrevolucionaria. Tributario de la
vertiente formalista, y bajo la consigna de concebir la lengua como un sistema —
pero cuya funcionalidad residiría más en los aspectos dinámicos de la expresión
y la comunicación—, el Círculo de Praga concentró sus esfuerzos en el análisis
de las relaciones lingüísticas funcionales, es decir, desde el punto de vista de una
concepción marcadamente intencional y teleológica del lenguaje: se reconoce el
valor predicativo del lenguaje, al igual que el carácter sincrónico y diacrónico de
la lengua postulado por Saussure, pero el sistema es objetivado como un medio
de expresión para el cumplimiento de finalidades perentorias o no en situaciones
comunicativas o en la dimensión poética y autorreferencial del lenguaje; la lengua
es en efecto una estructura, pero debe concebirse como sincronía dinámica porque
está mediada por las intenciones y necesidades del hablante en sus diferentes usos
y contextos8.

Fonología y críticas a Saussure


Fundada en 1926, la Escuela de Praga congrega a un grupo de lingüistas
que, en términos generales, acogen pero también reformulan o renuevan las te-
sis de Saussure, al tiempo que toman distancia de los argumentos de los neogra-
máticos y su metodología histórica comparativa. En ese horizonte, los trabajos
de Jacobson se destacaron por varias reorientaciones de algunas hipótesis del
maestro suizo, como la propuesta de matizar la oposición radical y excluyente
entre sincronía y diacronía9, el deslinde de la fonología como campo particular
de la lingüística (la sistematización de carácter estructural para el sonido y la

8
Así lo establecía la primera de las Tesis de 1929 (Trnka, 1980: 30 ss.; Dosse, 2004a: 74 ss.).
9
Jacobson sostiene: “Como Saussure excluye de la diacronía la noción de sistema, una de las consecuencias
ineluctables es una profunda antinomia entre la apreciación sincrónica y la apreciación diacrónica... […] Nin-
guna innovación del sistema de la lengua podría interpretarse sin consideración del sistema mismo que sufre
la innovación…” (Jacobson, 1990a: 106). Más adelante, añade que Saussure “sigue atribuyendo a ese sistema
sincrónico un origen fortuito, continúa concibiendo la diacronía como un aglomerado de cambios de origen
accidental. Una teoría de la diacronía de la lengua sólo es posible bajo el aspecto del problema de las mutacio-
nes de estructura y de la estructura de las mutaciones” (Ibid: 110). En otro lugar, Jacobson insiste: “Saussure
[…] intentó suprimir los lazos entre el sistema y las modificaciones de la lengua, considerando aquél como
la propiedad exclusiva de la sincronía y asignando las modificaciones sólo a la esfera de la diacronía […]. Los
intentos de substraer el cambio a la sincronía contradicen profundamente toda experiencia lingüística” (Jac-
obson, 1981: 64 ss.). Estos postulados demuestran bien la voluntad de Jacobson por oponerse a lo que conci-
bió como “estatismo” de Saussure, y a apostar por una concepción más dinámica consustancial a la sincronía.

34
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

preeminencia del valor funcional de los elementos fonemáticos), incluyendo


la promulgación de su teoría de los rasgos distintivos del fonema como uni-
dades de diferenciación del sentido e invariantes estructurales en todas las
lenguas (Trubetzkoy, 1987; Dosse, 2004a: 76). La fonología, ciencia de los
sonidos del habla, se ocupa de los elementos sonoros desde el punto de vista
de sus valores distintivos y de las funciones que cumplen en el sistema de la
lengua (los fonemas). Por su parte, la fonética estudia los sonidos no desde
el punto de vista distintivo sino puramente físico (física y fisiología). Esta
división fundadora quiso demarcar un espacio de exclusividad para estudiar
las relaciones fónicas desde la perspectiva de la comunicación, es decir, en
estrecha relación con el significado y los patrones o reglas de diferenciación
que rigen su producción lingüística. Pero esta atención hacia el campo de la
fonología presentaba otras consecuencias relevantes: sin dejar de privilegiar
la concepción de Saussure sobre el sistema de la lengua, Jacobson y Trubet-
zkoy dirigen su interés hacia la unicidad del acto de expresión lingüística, y las
reglas combinatorias que permiten determinar las diversas caracterizaciones
fonológicas (invariantes fonémicas) o bien las modificaciones en las distintas
lenguas10. Existen en el acto de habla diversas articulaciones sonoras cuya
“mecánica” es objeto de análisis de la fonética, pero también se presen-
tan particularidades invariantes y patrones sonoros que cuentan desde la
perspectiva fonológica y en el contexto comunicativo. Estas particulari-
dades son materia de la fonemática, o inventario de los fonemas propios
de una lengua, que deben determinarse antes de concebir al sistema en
su totalidad. Trubetzkoy indicó las reglas y parámetros para determinar
los fonemas de una lengua según sus diversas articulaciones, y definió la
lógica que rige las relaciones entre ellos (1987). Existiría una especie de
“infraestructura” en el sistema fonemático de toda lengua, cuyas leyes
generales y relaciones funcionales sería necesario investigar y determinar
a la luz de sus recurrencias sistemáticas. En esta dicotomía recursiva (in-
fraestructura-recurrencias) encontraría Lévi-Strauss un apoyo insustitui-
ble para su concepción del sistema social como entramado de relaciones
intelectuales inconscientes −susceptibles de recibir un tratamiento mate-
mático−, mientras las conductas observables podían aglomerarse en con-
juntos empíricos que constituirían la “materia prima” para los modelos,
y expresarían homologías con ese sustrato formal subyacente. Un hecho
a destacar aquí es que el formalismo de Jacobson y Trubetzkoy (también
conocido como “funcionalismo” en este contexto) no dejó de insistir en

10
El principio general de la fonología sostiene que “toda modificación debe ser tratada en función del
sistema al interior del cual tiene lugar” (Jacobson, 1990b: 203).

35
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

la autonomía del sistema lingüístico, más allá de las condiciones históricas


o sociales que pudieran enmarcarlo; de manera que la obra literaria, por
ejemplo, no puede separarse de sus propias condiciones de significación,
que le son definitivamente inmanentes. En todo caso, el análisis fone-
mático abrió así el horizonte complejo de un ordenamiento estructural
que subyace en el sistema de sonidos (oposiciones bilaterales, constantes,
multilaterales, graduales, proporcionales…) y que confieren “rasgos distintivos
simultáneos” (Jacobson) o unidades simples de discriminación a los fonemas,
los cuales a su vez permitirían determinar reglas estructurales y segmentarias
de la lengua11.

Irrupción del tiempo en el sistema


El análisis fonológico de los procesos de adquisición del lenguaje en el
niño y el problema de la afasia12, permiten a Jacobson poner de relieve la fun-
ción enunciativa y contextual de la lengua en su relación con la psicología: el
significado no es nunca ajeno al campo de uso o contexto enunciativo, inclu-
so en casos límite. En otro contexto, el papel de la deixis, al permitir indicar
mediante demostrativos, pronombres o adverbios de lugar o tiempo, elemen-
tos presentes o ausentes, actuales o de la memoria, cumple el señalamiento o
invocación que actualiza esa presencia de la historia antes excluida del sistema
sincrónico por Saussure13. Al contribuir con la definición de la situación enun-
ciativa, los deícticos14 representan la dimensión referencial más contextualiza-
dora del proceso comunicativo. Esto supone que tanto el discurso, como lo
narrado y los participantes mismos, poseen una importancia especial para el
análisis lingüístico de las categorías verbales: en su constitución última, el acto
de habla estaría compuesto por cuatro componentes fundamentales, a saber,
el discurso en sí mismo, el tema del discurso, el acontecimiento (event) y los
participantes (Jacobson, 1990c: 132). En la individuación del acto particular

11
La definición tradicional del fonema como unidad mínima de significación o “átomo indivisible” se
abre, desde la perspectiva fonológica de Jacobson, como una multiplicidad de distinciones semánticas
más simples que dependen de correlaciones sonoras (Jacobson, 1971: 33).
12
La desintegración de los patrones del sonido, del valor distintivo de los fonemas, del significado léxico
en el vocabulario —propias del desarrollo inverso en las afasias— se extienden al sistema gramatical.
Metáfora y metonimia no pueden formarse en los dos tipos de trastornos afásicos (Jacobson, 1968: 36
ss.).
13
(Jacobson, 1990c: 131). Al respecto, también puede verse Benveniste (1971: 182 ss.), especialmente el
artículo “De la subjetividad en el lenguaje”, donde muestra los esquivos efectos de sentido en la enun-
ciación subjetiva y sus relaciones con el tiempo.
14
Llamados shifters por Jacobson, que se pueden traducir como conmutadores (versión quizá más afor-
tunada que el galicismo “embragues”), también conocidos como signos indexicales en la terminología
de Peirce. Resulta preferible traducir ese concepto, si hay que hacerlo, en función de la conmutabilidad
de los elementos del código que hacen posible el tránsito de la enunciación.

36
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

de habla, y en la infinidad de los actos de habla posibles, ocurre algo que Saus-
sure no había considerado en su complejidad y profundidad: la articulación
en la cual lo histórico entra en el sistema, el tiempo entra en la estructura; porque al
discurrir sobre la plasticidad del código, el hablante ingresa en una heterogeneidad
temporal compleja que necesariamente abre el sistema a una diversidad de contex-
tualizaciones concretas. Este es el punto nodal que confiere a la fonología un campo
de análisis propio, hasta el punto de consagrarla como una disciplina autónoma en
la lingüística. El mensaje, la importancia de la articulación significado-contexto, nos
demuestra y recuerda que la estructura de la lengua interactúa permanentemente
con el acto de habla, que el lenguaje es, en esencia, relación constante entre lengua
y habla, las cuales no pueden ser separadas en una radical dicotomía mutuamente
excluyente. Desde este ángulo, la diacronía no podría ser excluida de la lengua en
tanto sistema funcional, a menos que se quiera permanecer en una insostenible
clausura que privaría a la estructura de un dinamismo que le garantiza su verdadera
completitud. El conocido esquema de estas relaciones, inspirado en la diagra-
mación de las funciones del lenguaje de Bühler (1967), le permite a Jacobson
considerar así los lugares de esa distribución: el emisor encarna una función
expresiva, por cuanto pone en juego una voluntad activa y anímica de comunicar,
mientras que el receptor (función conativa) es llamado o persuadido para que atien-
da a un determinado requerimiento. El contexto está relacionado con la función
referencial, propia del contenido informativo del mensaje, mientras éste responde
a las diversas modulaciones expresivas destinadas a producir un efecto en el des-
tinatario (función poética). La naturaleza del código correspondería a una función
metalingüística, porque se utiliza cuando la lengua se remite a sí misma, mientras
al contacto/canal le corresponde la función fática o las circunstancias físicas del
hecho comunicativo y del dinamismo de la transmisión (Jacobson, 1963: 213 ss.).
La lengua puede concebirse entonces como un “sistema funcional”, en virtud de
la condición intencional del sujeto que la utiliza y de la finalidad inherente a toda
experiencia comunicativa práctica. Pero la lengua también es un instrumento
de creación estética, como lo demuestra la relevancia y autonomía que alcanza
la función poética para Jacobson: no siempre el significado agota la posibilidad
referencial; entre el lenguaje y la realidad se producen, con más frecuencia de
lo que se cree, inadecuaciones, vacíos o desviaciones15 que, por fortuna, permi-
15
Como las del metro en el caso de la versificación: “¿Qué relación existía entre las premisas de la lengua y la opo-
sición de tiempos fuertes y tiempos débiles? ¿Qué lazo […] podía constatarse entre la delimitación de las palabras y
de los grupos sintácticos y la división del verso en frases rítmicas? Finalmente, ¿qué papel tenían los elementos sig-
nificativos de una lengua en la versificación, a la manera de las variaciones rítmicas que formaba, en el verso checo,
la oposición de vocales largas y breves? […] Así me vino la idea de que era necesario dar un tratamiento científico
a los sonidos del lenguaje, tomando en consideración la problemática de la relación recíproca e inalienable entre el
sonido y el sentido” (Jacobson, 1981: 31). Son varios los ejemplos de otros vacíos en el lenguaje, como el caso de
las elipsis o el papel de la memoria y el olvido, también analizados por Jacobson (1981: 76 ss.).

37
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

ten que el significado no se reduzca a una asimilación automática o mecánica


(restitución de la contradicción y la dialéctica en Jacobson, en el sentido
preciso de abrir el análisis hacia un horizonte más complejo). Quizás este
reconocimiento del valor problemático de las oposiciones sea uno de los
aspectos que sitúa al Círculo de Praga, y a Jacobson en particular, en un lugar
prominente respecto de los desarrollos más importantes y críticos del estruc-
turalismo lingüístico (Jacobson, 1973: 14 ss.). La función poética presenta la
virtud de plegar su intencionalidad sobre el mensaje mismo, más allá de cual-
quier otra consideración de tipo práctico. Es en la poética donde se observan
con mayor profundidad las relaciones complejas entre el aspecto fónico del
lenguaje y la dimensión del sentido: inmanencia entre los fenómenos lingüís-
ticos y la creación artística, porque en esta función se pueden observar las dos
formas esenciales de composición: selección y combinación, postulado que
inspira en Jacobson lo que se conocería luego como el “principio de equiva-
lencia del eje de la selección sobre el eje de la combinación” (Jacobson, 1963:
220 y 223 ss.).

La apertura de Jacobson
Frente a los postulados del estructuralismo lingüístico, verdadera “mate-
matización” estática de la lengua, quizá la primera reacción sea preguntarse
cómo pudo derivarse tan fácilmente —de un fenómeno tan diverso, complejo
y dinámico como la lengua— una ciencia del signo clausurada en un sistema de
formalización aparentemente tan estricto. Esta es una de las preocupaciones
que pudo conducir a Jacobson a promover un estructuralismo que se abriera
a las complejidades de la creación poética, y al mismo tiempo, se aproximara
a una teoría más diversa del signo y de las mutaciones implícitas en el uso del
lenguaje. De ahí sus análisis lingüísticos de los tropos, o de las expresiones
literarias o estéticas más vanguardistas o experimentales, como la poesía de
Mallarmé o la pintura antifigurativa de Malevich, de la música y el folclor, los
comadreos y las ficciones en los relatos, sin olvidar sus aproximaciones a las
afasias y a la psicología del lenguaje como caminos más osados para alcanzar
una comprensión profunda de los complejos dinamismos del signo. Estas ra-
zones también podrían explicar su reivindicación de la coexistencia activa de
la temporalidad incluso en aspectos tomados sincrónicamente. Su insistencia
en superar este nudo crítico heredado de Saussure representó un segundo aire
para los análisis lingüísticos estructuralistas en el siglo XX.

38
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

forma y estructura

Ya se ha visto: forma y estructura establecen —en nuestro contexto— un


nuevo parentesco en medio de las alianzas del signo con los sistemas y con-
juntos; esta vez parecía tratarse literalmente de un “interregno” donde las
ecuaciones formales devenían subsidiarias del sistema, mientras este les ga-
rantizaba una conformidad ordinal autosuficiente e incontrastable. Acopla-
miento en suplencia, que aspira a remontar las exigencias epistemológicas
sobre las aplicaciones y alcances de un método que, por abrir nuevas condi-
ciones de visibilidad de los objetos, creía asegurar la emergencia legítima de
campos anclados en una eficacia sinérgica y autorreferencial. Más que pro-
ceder a una descomposición de elementos, vía atomismo o particularismo,
las orientaciones estructuralistas predominantes a mediados del siglo XX se
entregaron al proyecto de concebir totalidades de elementos o integracio-
nes de los mismos en sistemas, sin conceder a tales elementos autonomía o
independencia alguna. Un antecedente muy significativo en la aplicación de
modelos estructurales provino de la psicología de la gestalt (forma, configuración),
que se desarrolla a principios del mismo siglo. Esta escuela consideró que el
núcleo esencial de la conciencia no era un elemento autónomo o un “hecho”
(concepciones propias del atomismo en la psicología del siglo XIX), pues las
realidades psicológicas gozarían de una organización compacta en tanto to-
talidades formales irreductibles a sus componentes (Parain-Vial, 1972: 84; Viet,
1970: 40 ss.). Por esa razón, hablaba de campos o configuraciones psicológicas −
como el llamado campo perceptual o la organización estructurada en esquemas
de proximidad, fondo, figuración, simplicidad…, inherentes a la actividad
perceptiva innata− que debían ser considerados estrictamente en su funcio-
nalidad, y no aceptaba que las actividades psicológicas pudieran reducirse a
las determinaciones del puro mecanicismo fisiológico; más bien, existiría una
correspondencia o convergencia entre el campo perceptual y la fisiología (las
constancias perceptivas serían asimilables a las estabilidades y a las relaciones
y elementos invariantes del sistema). Las distinciones fenomenológicas sobre
la percepción y los interrogantes sobre las “modalidades existenciales” de los
objetos hacía años que flotaban en el ambiente. Husserl había emprendido su
revisión de las relaciones entre las representaciones psicológicas del pensamiento,
y la lógica y objetividad de las representaciones matemáticas (1995). Por su parte,
Meinong había planteado una distinción primordial entre los puros datos senso-
riales, a los que llamó “objetos elementales” o “inferiores”, y las formas organi-
zadas estructuralmente, a las que denominó “objetos superiores”. Para Meinong,
los segundos fundan a los primeros desde el punto de vista de la composición de

39
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

formas de la percepción. La gestalt se concentra especialmente en esa segunda cla-


se de objetos (Reale, 1995: 764). En efecto, los análisis de la gestalt se inscriben en
esa inquietud del momento, especialmente concentrada en las modalidades de la
percepción y cuyos estudios abarcaban temas tan diversos como la música, la in-
teligencia animal, el cine y el arte, o el aprendizaje infantil, entre muchos otros. En
esta instancia, se trataba de introducir un modelo más inspirado en la biología que
en la lógica (el “campo orgánico”, con las consiguientes críticas a la concepción
clásica del reflejo). Pero si esas aplicaciones resultaban fructíferas, parecía tenta-
dor vincular incluso a las ciencias exactas al proyecto de componer una especie de
teoría estructuralista del conocimiento, o como propuso Lévi-Strauss, una antropología
como “teoría general de las relaciones” (Dosse, 2004a: 206), de cuyos progresos
podrían ser muestras emblemáticas las indagaciones sobre el antiguo problema
husserliano del presente vivo en el lenguaje, emprendidas por Merleau-Ponty; o
la topología de Lewin, por ejemplo (Parain-Vial, 1972). La Gestalt postula la cate-
goría de “totalidad psíquica” como mecanismo perceptual compuesto por formas
y organizado por leyes. Para esta escuela, la experiencia perceptiva humana no era
resultado de una sumatoria de elementos aislados sino que siempre se presentaba
organizada bajo totalidades preexistentes de naturaleza estructural (estructuras
configuracionales). Los psicólogos de esta escuela se atuvieron al análisis de esas
organizaciones psíquicas como totalidades, en medio de su compromiso radical-
mente crítico respecto al asociacionismo y a toda interpretación de los hechos
de la conciencia como agregados de “átomos”. Su insistencia en esa relevancia
de las leyes que regirían la configuración mental de los elementos dados a la per-
cepción como experiencias mediatas −y no sensibles o inmediatas−, es lo que
vincula a la gestalt con los primeros desarrollos estructuralistas de mediados del
siglo XX16. Pero de estas consideraciones se desprende una cuestión relevante:
si el psiquismo humano se encuentra siempre bajo condiciones estructurales
(aspecto que sería reconocido igualmente por Freud), y si el modelo de la
lengua también se orienta bajo esa determinación fundamental, resultaba fácil
intentar hacer visibles las correlaciones entre ambas modulaciones. En todos
los campos y por todas partes, las estructuras prometían descifrar los mean-
dros de la vida humana a la luz de las presencias y presentaciones del sistema.

16
Pero en este punto hay que tener en cuenta una distinción relevante: la gestalt se diferencia de la llamada
“psicología estructural o del contenido”, de Wundt y Titchener, que se desarrolló en el siglo XIX, y se con-
centraba en el estudio experimental de la mente desde el punto de vista de los elementos básicos de la con-
ciencia y sus interrelaciones con el sistema nervioso, mediante metodologías de introspección controlada
en experiencias inmediatas según el modelo de las ciencias naturales (y sin dejar de admitir la relevancia de
ciertas conexiones de carácter asociativo). De manera que las diferencias y oposiciones de la gestalt respecto
del “estructuralismo” de Wundt no deben prestarse a confusiones, porque el uso del término responde a
otro contexto en el surgimiento de las escuelas psicológicas de fines del siglo XIX.

40
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

Hay que repetirlo: los elementos de la estructura se encontrarían subordi-


nados a una totalidad, cuyas propiedades a su vez la diferencian de los prime-
ros sin que ésta pueda reducirse a su sumatoria. Como se anticipó a propósito
de la deducción, las estructuras resultan inaccesibles a la observación porque
no son resultado de inducciones y no gozan del mismo estatuto de los objetos
empíricos de conocimiento, aunque de ellas pueda predicarse una naturaleza
“objetiva”. En esa perspectiva, la conocida definición de Piaget representó
una aclaración global importante en medio de las diversas orientaciones que
tomó el concepto, tanto para quienes habían llevado muy lejos su entusiasmo
sobre las posibilidades de la nueva cientificidad, como para quienes recha-
zaban de plano sus razones: la estructura constituye un sistema de trans-
formaciones, con las leyes correlativas a todo sistema y “por oposición a las
propiedades de los elementos”, cuyos juegos la enriquecen o la conservan sin
que esas transformaciones desborden sus fronteras o recurran a elementos
exteriores; “en una palabra, una estructura comprende, de ese modo, los tres
caracteres de totalidad, transformaciones y autorregulación” (Piaget, 1968:
10 ss.). Pero, al mismo tiempo, Piaget invita a considerar e incorporar dos
aspectos centrales para la dilucidación del estructuralismo en medio de tan
diversas orientaciones: por una parte, el ideal positivo (la inteligibilidad) que
subyace en sus aspiraciones metodológicas y por otra parte, las intenciones
críticas que las acompañan, y que muestran sus diferencias con las tendencias
dominantes en cada campo (1968: 9). Si bien para Piaget el ideal de inteligi-
bilidad es casi uniforme en las teorías, las condiciones críticas muestran una
enorme diversidad. En cualquier caso, el estructuralismo se ratifica esencial-
mente como una práctica de formalización, que Piaget vincula con decisiones
particulares del investigador mientras la estructura por sí misma es indepen-
diente de esa intermediación (1968: 10-11). Para Piaget, los tres caracteres
mencionados resultan definitivos para todo estructuralismo, pero especial-
mente el de autorregulación, sin el cual no podría hablarse con propiedad de
un análisis que aspire a ese nombre. Resulta útil considerar brevemente estos
caracteres. En primer término, cuando se afirma que la estructura es una to-
talidad se indica que no se trata de un agregado de elementos independientes;
resulta claro que las estructuras se encuentran “aglutinadas” gracias a leyes de
composición o propiedades de conjunto. Pero aquí introduce Piaget una serie
de preguntas capitales sobre la ignorada génesis de la estructura y su propia
solidaridad con las transformaciones que puede admitir: ¿De dónde surgen
las estructuras? ¿Cómo se obtienen? ¿Están compuestas desde siempre? Se
trata de un tema que recibirá diferentes soluciones en función de cada campo
particular de aplicación (en algunos casos, se aspira a la eternidad de las ideas

41
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

platónicas; en otros, hallarán su respectivo origen en procesos constructivos),


pero Piaget intenta resolver tales problemas en esta instancia a través de las
categorías de equilibrio o de homeostasis: la transformación o el paso de
una estructura a otra se cumpliría bajo intercambios regulados por las leyes
mismas que las conforman, y que las clausuran o conservan en esa especie
de “confederación” más que de simple anexión (loc. cit.). Aquí encuentra un
sentido pleno la raíz genética del estructuralismo de Piaget (toda estructura
posee una génesis). En segundo lugar, respecto a las transformaciones, afirma
que en virtud de las leyes de composición que siempre definen a las tota-
lidades estructurales, se puede deducir que son tanto estructurantes como
estructuradas; es decir, estructuradas en tanto pueden serlo “por naturaleza”,
pero estructurantes en cuanto consisten en sistemas de transformaciones (o
grupos de modelos también susceptibles de ser agrupados en conjuntos). El
sistema de la lengua, por ejemplo, goza de una naturaleza efectivamente auto-
suficiente en términos de su equilibrio sincrónico, pero también es dinámico
en el sentido de aceptar o rechazar innovaciones, o llegar a incluir variaciones
individuales sin que eso altere su propia coherencia o unidad. Lo mismo se
puede aplicar a la gestalt, según Piaget, pues no se trataba de una estructu-
ración rígida o estática dado que se admitía una transformación de los datos
sensoriales desde las mismas leyes de organización que los rigen (1968: 15).
Según Piaget, si las estructuras se cerraran en un estatismo no podrían admitir
transformaciones y por tanto dejarían de ser principios explicativos (punto en
el cual coincide plenamente con Jacobson). Lo que sí resulta inmutable son
esas leyes de transformación, que revelan así la fuente intemporal y trascen-
dental de todo estructuralismo aunque bajo otros nombres, como en el caso
de los sistemas lógico-matemáticos. Tal vez la consecuencia principal de esta
premisa es que quedamos ante dos únicas posibilidades: trascendentalismo o
constructivismo. En tercer término, las estructuras se regularían a sí mismas bajo
condiciones de conservación de sus límites: “sólo engendran elementos que
siempre pertenecen a la estructura y conservan sus leyes” (Piaget, 1968: 17).
Cualquier modificación de una estructura o su inclusión en otra, no alteran las
condiciones iniciales de la totalidad, sino que permiten su ajuste interno o en
una nueva configuración; en especial, las estructuras biológicas poseerían una
naturaleza autorregulada por “ritmos y operaciones” que pueden presentarse
a nivel interno o bajo su integración como subestructuras de otras (1968: 19).
Las estructuras pueden entonces formar conjuntos que se interrelacionan sin
que eso signifique que pierdan su carácter de sistemas compactos autorregu-
lados. Los procedimientos específicos de la autorregulación estructural serían
entonces los “ritmos, regulaciones y operaciones” (loc. cit.), de modo que resulta

42
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

posible observar la primacía concedida a unos u otros para comprender tanto


el aspecto constructivo como el fundamento intemporal que se confiere a las
estructuras en diferentes campos de aplicación. Pero, de nuevo aquí, se produce
una asimilación de lo orgánico a lo lingüístico que deja interrogantes abiertos.
Porque si bien se puede comprobar la existencia de estructuraciones de orden
biológico, queda por saber no sólo si pueden encontrar equivalencias satisfac-
torias con las de orden lingüístico sino también hasta qué punto autorizan ex-
tender las variables de su funcionamiento a la vida individual y social desde la
preponderancia de modelos de organización de la vida o la materia. Había que
esperar desarrollos cruciales de las teorías de la complejidad para comprender
que existen “sistemas abiertos” cuyas condiciones (variación e intercambios
de energía entrópica endógena y exógena) no sólo admiten sino que requieren
distanciamientos del equilibrio (complejidad de las estructuras disipativas), más
que estar condicionados por dinámicas de perpetuación de formas permanen-
temente estables de autoorganización (Prigogine, 1997: 70 ss.).

inteligibilidad estructural

Parece que no basta con delimitar la influencia determinante de la na-


turaleza sistémica de la lengua promulgada por Saussure −y que sirvió de
modelo para las ciencias humanas e incluso algunas de las exactas− para
comprender a fondo la voluntad estructuralista de escapar de la contingencia
para construir una entelequia que le permitiera elevarse hacia lo inteligible.
Hay que remontarse a una filosofía cuya anterioridad fundadora prescribe al
pensamiento la imagen dominante de una polaridad omnicomprensiva. Si se
reflexiona un poco sobre los grandes sistemas de pensamiento que puedan
englobar mejor los principios estructurales, inmediatamente hay que remitirse
al platonismo. La racionalidad argumental platónica instauró en Occidente
un pensamiento polarizado entre la verdad (las ideas) y el error (lo sensible),
cuya historia puede escribirse al seguir las huellas de la repetición de lo mismo
en los grandes sistemas filosóficos (Nietzsche)17. En esa discursividad hege-
17
Nietzsche fue uno de los más agudos antecesores de la crítica a la metafísica platónica. El pensamiento
de Derrida prolonga y actualiza la voluntad desconstructiva de Nietzsche bajo la crítica al logocentrismo
filosófico (1989a) y (1989b). Tanto Foucault como Deleuze compartieron decididamente su desconfianza
hacia la sistematicidad del platonismo y su clausura en el mundo-lenguaje, Cf. Foucault-Deleuze, Theatrum
Philosophicum (1995). Por su parte, Foucault se orientó hacia la perspectiva genealógica de Nietzsche en sus
relaciones con la historia (1992), mientras Deleuze se concentra en las aventuras del concepto de diferencia
(2002b). También pueden verse los textos de Deleuze: “Apéndice I” de Lógica del sentido (1989: 255 ss.) y
Nietzsche y la filosofía (1971, passim). En este contexto, la propuesta de François Laruelle basada en la doble
vertiente Nietzsche-Deleuze / Heidegger-Derrida, representa otro camino para comprender las rupturas de
la diferencia como concepto central de la filosofía contemporánea, Cf. Les philosophies de la différence (1986).

43
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

mónica, arraigada en el ascencionismo contemplativo hacia el modelo de las


ideas puras, subyace la pretensión originaria de liberarse de los avatares de
lo fenoménico y del devenir, a través de la garantía representada por la fide-
lidad al pensamiento de sistema como lugar de la verdad (la metafísica). En
general, los sistemas occidentales de pensamiento han permanecido signados
por la herencia platónica de la polaridad verdad-error, y las postulaciones que
sostienen sus diversas formas de inteligibilidad suprema: las Ideas, Dios, el
Cógito, el Espíritu, la Dialéctica, la Materia, el Hombre… La tradición me-
tafísica enuncia y recompone su vocación esencialista cada vez que erige un
modelo de pensamiento lastrado por la racionalización absoluta del mundo
y de la vida, mediante la resignificación virtualmente negativa de los residuos
que escapan a cada nuevo sistema: lo sensible, la subjetividad, el cambio, el
azar, la alteridad…
En efecto, la exaltación de lo inteligible (lo verdadero) cree superar la
inherente problematicidad del mundo –y de paso la irreductibilidad de la
existencia y experiencia humanas– a través de la promoción de una búsque-
da sistemática de la verdad como presupuesto indeclinable para consagrar al
saber como conocimiento. Esta voluntad idealista no sólo instaura esa especie de
verticalidad en los discursos (que orienta la reflexión hacia el imperativo de
permanecer indisolublemente atada al logos por mediación de las ilusiones de
la certeza), sino que decide al mismo tiempo los espacios propios del “abis-
mo” del pensamiento: lo fenoménico, el devenir, los sentidos, la experiencia,
la diferencia... Pero la verticalidad significante de la metafísica platónica no
es otra cosa que la práctica de un poder: el ejercicio de una lógica de la re-
presentación centralizadora que se distribuye estratégicamente en la tradición
filosófica y científica de Occidente. Se trata de un pensamiento alentado por
los simulacros de la circularidad y la horizontalidad (los giros dialécticos), que
en realidad se desplaza recurrentemente por los distintos relevos filosóficos
de los límites del mundo y del lenguaje, generados por el logocentrismo y su
acumulación de una plusvalía de la verdad. La influencia decisiva de esta suer-
te de esquematismo de lo verdadero alcanza tal importancia que compromete
también a las dimensiones sociales y culturales de Occidente.
En su entusiasmo cientificista (naturalmente caracterizado por un notorio
distanciamiento de la filosofía), el estructuralismo no reconoció hasta qué
punto estaba siendo influido por el platonismo, y tampoco pudo problemati-
zar a fondo esa velada e inestable dependencia. Hay que decirlo claramente: el
estructuralismo no sólo se encontraba próximo al platonismo sino que llegó a
ser uno de sus productos, actualizado estratégicamente bajo la postulación de
una esencia inteligible (la estructura) y la creación de dispositivos de discurso

44
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

signados por distancias respecto a los órdenes del cambio, la subjetividad, la


experiencia histórica y, en general, de todo aquello que escapara al totalitaris-
mo de su propio sistema de validación teórica.
La indeleble herencia platónica funda constitutivamente a la episteme
occidental en la enunciación arquetípica de sus formas trascendentales de
representación, definidas por la cristalización permanente de la oposición in-
teligible-sensible y sus desdoblamientos discursivos. Si se observa con aten-
ción, se verá que también en Saussure el signo lingüístico mismo goza de una
naturaleza asimilable a esa dicotomía fundacional del platonismo (Derrida),
pues se constituye sobre una escisión entre, por una parte, el concepto (signi-
ficado), que se podría asimilar con las debidas precauciones a lo inteligible o
“ideal”; y por otra parte el significante, que conserva sin duda un carácter más
“sensible”, o bien más emparentado con lo accidental y defectivo. Esta misma
polaridad se puede constatar entre el valor inteligible y necesario que presenta
el sistema de la lengua, por oposición a la naturaleza subjetiva y contingente
del habla, o bien en la distinción definitiva entre sincronía y diacronía.
¿Existiría la posibilidad de acceder a una concepción no platónica del len-
guaje y del mundo? Creemos que el siglo XX, y en especial las inquietudes
propias de las filosofías de la diferencia, no dejaron de girar alrededor de esta
cuestión: ¿cómo construir una teoría no esencialista del signo? Tal fue, en
particular, una de las preguntas que inspiraron los pensamientos de Derrida y
Deleuze. Porque aquí se impone una precaución: debemos tener presente que
no toda la filosofía ha estado al servicio de esa fundación epistémica virtual-
mente religiosa de Occidente, que es el platonismo. Desde la misma Grecia
hasta la contemporaneidad, se han producido muchas filosofías que resisten
a esa dominación del pensamiento y no se inscriben en los cielos ideales pos-
tulados por las voluntades de sistema.

centralidad del sistema y desconstrucción

La lógica de la identidad gobierna constitutivamente al pensamiento occidental y


se traduce en una metafísica de la presencia del ser18 bajo la repetición centralizadora
de lo mismo. El problema de esa hegemonía no es otro que la exclusión de todo
aquello que escapa a los órdenes del fonocentrismo y el logocentrismo, mediante
la clausura de la filosofía en el orden de la representación. Derrida emprende el
proyecto de generar otro pensamiento (la desconstrucción), que se desprenda del
monopolio metafísico sobre la producción del sentido, dada desde una anteriori-
18
La realidad esencial y originaria que estaría siempre detrás de la voz y su “racionalidad” (Derrida,
1989b: 385).

45
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

dad ontológica de la verdad (platonismo). Eso explica la difícil textualización de la


crítica emprendida por Derrida, que no puede caer en la sistematicidad que quiere
desplazar, y tampoco en la fijación de enunciados que se sustraigan a las errancias
desconcertantes del concepto cuando éste ha desatado su pertenencia al logocen-
trismo. La desconstrucción, auténtico “potlatch de los signos”, estaría en condicio-
nes de mostrar que, a su vez, la lógica de la identidad presenta fisuras y paradojas
irreductibles (loc. cit.), las cuales emergen bajo los efectos de indecidibles provocados
por la diseminación de esa apropiación de la producción del sentido en la filosofía.

La différance
La différance, escrita en forma voluntariamente diferente por Derrida para separarla
del concepto estructuralista de Saussure −además de vincularla con el sentido del
latín diferre−, constituye el residuo (lo no-pensado) que escapa a la lógica trascenden-
te de la presencia (la voz) y se hurta al dominio de lo mismo (la différance es diferida)19.
Rasgo imborrable del pensamiento occidental, el logocentrismo como supuesto
lógico-trascendental funda a la razón que se traduce en ontología y metafísica, y que
debe ser desconstruida mediante una desestabilización infinita o “diseminación”. Si
el estructuralismo se funda originariamente en la categoría de construcción, implícita
en toda relación conjuntiva o distributiva en un sistema, la desconstrucción se le opone
precisamente desde el mismo núcleo de su arquitectura lógica. El idealismo estruc-
turalista fue blanco de los ataques de Derrida, quien vio en su recurrente binarismo
un vestigio de la herencia platónica: la anterioridad del significado (la verdad) bajo la
presencia ante el ser en la ontología griega (uno de los prejuicios metafísicos mayores)
(1984). Para Derrida, “la estructura conserva la misma edad de la episteme” (la ciencia
y la filosofía juntas), la cual restituye lo dicho mediante el sentido propio que centra-
liza todo juego posible del significante (Derrida, 1989b: 383; Culler, 1978: 343); por
su lado, la coherencia del sistema está asegurada por esa centralidad del principio
de organización que impide la sustitución o el desplazamiento de los elementos: la
estructura centrada constituye un “juego fundado” que conserva su inmovilidad y
puede así realizar sustituciones o determinaciones desde diversos centros epistémi-
cos de cuya coherencia se reclama20.
19
La différance es “lo diferente separado del juego binario de lo mismo y lo otro, que desconstruye el
culto de la identidad y sus recuperaciones dialécticas o tautológicas de la alteridad” (Derrida, 1989a: 34).
20
“El concepto de estructura centrada –aunque representa la coherencia misma, la condición de la epis-
teme como filosofía o como ciencia– es contradictoriamente coherente. Y como siempre, la coherencia
en la contradicción expresa la fuerza de un deseo. El concepto de estructura centrada es, efectivamente,
un juego fundado, constituido a partir de una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora,
que por su parte se sustrae al juego… Toda la historia del concepto de estructura […] debe pensarse
como una serie de sustituciones de centro a centro, un encadenamiento de determinaciones del centro.
El centro recibe, sucesivamente y de una manera regulada, formas o nombres diferentes. La historia de
la metafísica, como la historia de Occidente, sería la historia de esas metáforas y de esas metonimias”
(Derrida, 1989b: 384-385).

46
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

En varios aspectos, el estructuralismo es para Derrida otra figura de lo mismo,


que desustancializa al sentido orientando sus rasgos diferenciales hacia el espacio
centrado de las oposiciones. Pero desestabilizar o diseminar los textos no consiste
simplemente en un cambio de sentido para trascender la voz. Se trata de algo mu-
cho más preciso y arduo. Desde su postulación, Derrida reconoce que quiso evitar
los sesgos negativos de la destrucción para otorgarle al concepto de desconstrucción
un valor menos “dialectizante”. De ahí la importancia de evitar conferir a la des-
construcción tanto un carácter radicalmente nihilista o destructor, como una simple
connotación de reinterpretación del sentido. De igual modo, la desconstrucción no
tiene aspiraciones metodológicas porque se trata precisamente del signo-síntoma de
la puesta en cuestión de los fundamentos ontológicos que componen la estructura
del pensamiento occidental. A riesgo de simplificar la asistemática propuesta de
Derrida, diremos que no bastaría sólo con invertir el sentido tradicional de las opo-
siciones metafísicas, por ejemplo para saturar de sentido lo sensible y deslegitimar
lo inteligible. Eso equivale a recaer en el juego binario y dialéctico de lo mismo y
lo otro. La tarea presenta una exigencia menos simple: se trataría más bien de una
“neutralización” del concepto que lo devolvería con un sentido distinto (diferido,
ajeno, pospuesto…) al que poseía cuando permanecía preso en la dicotomía. Si lo
sensible es desvalorizado en el platonismo como la “ruina del pensamiento”, su
desconstrucción significaría liberarlo de esa polaridad negativa, lo cual lo convierte
definitivamente en otra cosa. A esta posibilidad quiere aproximarse Derrida bajo
lo que denomina archiescritura o escritura desconstruida, que pasa por relaciones
específicas con los problemas de la voz, el origen y la metáfora (1973, 1984, 1989c).

Ausencia y presencia del signo


El estructuralismo de Lévi-Strauss, apegado al paradigma de Saussure y a
la determinación de fronteras estrictas para los sistemas, habría desconocido
–a los ojos de Derrida– que continuaba perpetuando las concesiones a lo
inteligible (1984: 44 ss. y 50), exaltando el predominio de la voz (fonocentris-
mo) sobre la escritura (1884: 134), además de permanecer preso en sesgos
etnocéntricos (1984: 151 ss.). Para Derrida, las oposiciones y diferencias en
los signos poseen “huellas”(trace-ècart)21 como residuos indecidibles de una
alteridad constitutiva (“diferida de sí misma”, “deportada de su sustituto”),
que señala la presencia de lo ausente (1984: 81; 1989b). En su perspectiva, la
huella es condición de existencia del signo, lo cual obliga a abandonar las pretensiones
de conservar y reafirmar la búsqueda del lugar ontológico de su origen; de ahí que

21
Nótese el anagrama entre el francés “trace” (“huella”) y “ècart” (“divergencia”, “distancia”). La escri-
tura de Derrida acude permanentemente a figuras retóricas, metáforas, asociaciones y juegos [“fuegos”]
con los nombres propios como parte de su intención desconstructiva.

47
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

el significado sea siempre significante porque los signos remiten a otros signos
que les resultan ausentes (no hay escritura sin residuo), pero cuyas huellas son
origen y condición de la significación (relación ausencia-presencia). La “impure-
za” de la escritura se opone entonces a la autosuficiencia y pureza de la identidad
y del origen en la voz (1984: 82): por definición, la escritura es suplencia de la voz,
en tanto remite al lugar donde el suplemento de lo ausente se ofrece como signo
gráfico (sustituto) del signo oral (la cosa). Derrida presenta una original e intem-
pestiva lectura del signo más allá de las propuestas de Saussure, o sobre sus ruinas:
la auténtica naturaleza del signo es paradójica e indecidible; el tempus del signo es
desaparecer cuando la realidad que señala se hace presente, pero aparecer cuando ella
está ausente (la huella posee una indudable anterioridad respecto del signo). Se
trata de una relación especular cuyos desplazamientos pueden conferir primacía a
lo inteligible o a lo sensible, a las representaciones o a las cosas.

multiplicidad y máquinas de deseo

Si hacia fines de los sesenta Deleuze explicaba el estructuralismo a la luz


de seis criterios decisivos, a principios de los setenta tomará una distancia radi-
calmente crítica en El Antiedipo. La noción de diferencia siguió constituyendo la
clave central de su pensamiento, pero ya liberada de los constreñimientos del
orden significante. A la luz de una original exégesis del pensamiento vitalista de
Nietzsche, en ruptura con los idealismos modernos, e inspirado en sus propias
lecturas renovadoras de Hume, Spinoza, Bergson…, Deleuze circunscribe su
filosofía a la conceptualización de la diferencia como relevo de las grandes teorías
de la representación, y a la reivindicación de las multiplicidades, el devenir y el
pluralismo a cambio de la subordinación del pensamiento a las teorías de sis-
tema. Y esta orientación incluso se prolonga hasta los fundamentos de la mo-
dernidad y confronta a sus exponentes. Pensar ya no está referido a la unidad
inmutable de un sujeto de conocimiento, sino que el campo de la experiencia,
lo dado, subsiste como espacio de acontecimientos singulares donde la filosofía
instaura un plano de inmanencia: cartografía de los eventos como superficie
para el devenir de las materias intensivas y las resonancias que componen el
concepto. La filosofía de Deleuze se sitúa en una apertura donde el Pensamien-
to (Nous) y la Naturaleza (Physis) aparecen como las dos caras del plano de inma-
nencia (Deleuze-Guattari, 1993: 42). Naturaleza y Pensamiento tejen y pliegan
movimientos infinitos que se traducen en las proliferaciones del concepto des-
de las aventuras temporales del plano; la filosofía no es una instancia trascen-
dente que asiste a la revelación de una verdad fundadora, sino que comparte
las virtualidades de la contingencia en sus formas de seguir el plano. La “tierra”

48
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

de la filosofía no es definitivamente el “cielo”, porque en su fundación e ins-


tauración, la inmanencia la precede (el plano es prefilosófico) (1993: 86, 44 ss.).
Las distintas filosofías definen nuevos planos de inmanencia que confieren otra
materia al ser y otra imagen al pensamiento, pero la trascendencia no cesa de in-
troducir grandes objetos y sujetos soberanos. No obstante, “pensar es siempre
seguir una línea de brujería” (1993: 46, 54), que implica inevitables experimen-
taciones, velocidades y azares. El pensamiento no es un sueño tranquilizador
al abrigo de las nubes de la verdad, sino un viaje que siempre está acompañado
por el riesgo de devenir otra cosa. Pensar no es un resultado armonioso entre
la buena voluntad del pensador y la buena naturaleza del pensamiento (cogitatio
natura universalis); tampoco consiste en una la entronización del sentido común
como facultad al servicio de la “paz perpetua”, y del buen sentido como garante
de la misma; tampoco se limita a un ejercicio de reconocimiento sobre un obje-
to que permanecería idéntico, o a una reducción de la diferencia a la identidad
de lo mismo; pensar no es una caída en el dogma de presentar al error como
el único contratiempo del pensamiento, como la exclusiva excepción negativa
del pensar; ejercer el pensamiento definitivamente no consiste en considerar a
la designación como lugar de la verdad o calcar materialmente los problemas
sobre las proposiciones y llegar a creer que ellos se definen por sus posibili-
dades de resolución (y no por las estrategias mediante las cuales se postulan o
crean los problemas mismos); pensar nunca ha consistido ni puede consistir en
suponer que el fin del conocimiento radica en una subordinación del saber al
aprender y de la cultura al método22.
Los campos sociales, por ejemplo, son universos surcados por velocidades
intensivas y flujos que manifiestan desterritorializaciones o reterritorializacio-
nes del pensamiento y de la vida (para Deleuze, una sociedad se define menos
por sus clases y contradicciones económicas que por sus minorías y líneas de
fuga activas). En parte, sobre esas coordenadas se instaura la concepción no
freudiana del deseo, expuesta por Deleuze-Guattari para separarse de la trian-
gulación estructural del inconsciente en el psicoanálisis, concebido desde la
carencia y la represión (1974). El deseo sería una instancia fundamentalmente
creadora y productiva (fábrica, rizoma, máquina...) más que una ananké regida
por el predominio arborescente de la ley edípica23. Se puede observar: toda
sociedad es un circuito de flujos (deseo) y cortes de flujos (codificación), bajo

22
Deleuze resume estos aspectos en Diferencia y repetición (2002b, Cap. 3, p. 255). En otro lugar, afirma:
“Nunca ha bastado una buena voluntad, o un método elaborado para aprender a pensar. El pensamiento
no es nada sin algo que fuerce a pensar, sin algo que lo violente. Mucho más importante que el pensamien-
to es ´lo que da a pensar´”. Cf. Proust los signos (1972: p. 178).
23
“Las máquinas deseantes constituyen la vida no edípica del inconsciente” (Deleuze-Guattari, 1974: 399).

49
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

las territorializaciones del socius como “cuerpo pleno” investido o cargado


por operaciones de intersección, recodificación, axiomatización, captura, sa-
turación… Lo esencial que define a una sociedad es la manera como codifica
o recodifica sus flujos, siempre en virtuales o actuales desterritorializaciones
del cuerpo lleno: máquina territorial-primitiva24 y máquina despótica-bárbara.
Pero la gran máquina capitalista-civilizada presenta una alteridad específica: si
la descodificación de los flujos era el terror de toda sociedad, el capitalismo
nace de la descodificación y desterritorialización de todos los flujos. Como
formación social específica25, la conjunción de flujos desterritorializados fun-
da inconfundiblemente al capitalismo: flujos descodificados del capital y de
la propiedad territorial; flujos descodificados de trabajadores bajo la desterri-
torialización de los siervos en el desplome de la feudalidad (Marx). El capita-
lismo, ruina de todas las demás formaciones sociales históricas, se constituye
en el “negativo universal” de toda sociedad. No obstante, cuando se trata
justamente de la “antisociedad” por excelencia –en tanto encarna la negati-
vidad tanática de toda formación social–, el capitalismo procede como si se
tratara de la “positividad verdadera” de toda sociedad posible. Constituido
precisamente sobre la quiebra de las territorialidades y las codificaciones so-
ciales preexistentes, el capitalismo es profundamente esquizofrénico: no cesa
de emitir y concentrar flujos descodificados y desterritorializados, al tiempo
que inhibe, con axiomáticas como el psicoanálisis, la fuerza revolucionaria de
la misma desterritorialización que produce: en la pura simultaneidad del paso
de flujos descodificados, los corta y los fija de otro modo; de ahí que la esqui-
zofrenia, pánico del capitalismo, lo sea precisamente porque encarna su rea-
lidad más profunda. Al convertir al deseo en un teatro para la representación,
figuración o simbolización, el psicoanálisis instaura precisamente un límite
(contrainte) para el deseo mismo, que se reduce al triángulo edípico en la escena
familiar: en lugar de preguntar “¿cómo funcionan tus máquinas de deseo?”, el
psicoanalista reclama: “¡responde papá-mamá cuando te hablo!” (1974: 230).
Pero, para Deleuze-Guattari, el deseo no representa sino que produce, no es
teatro sino fábrica, no es carencia sino máquina; la edipización clausura la na-

24
Máquina territorial que no remite, sin embargo, a “un principio de residencia o de repartición geográfica”
sino a la inscripción del pueblo en el cuerpo lleno o la unidad inmanente de la tierra y las “relaciones conec-
tivas, disyuntivas y conjuntivas” coexistentes entre segmentos donde declina alianza y filiación (1974: 151-
152). En el caso de la Máquina despótica-bárbara, la inscripción se cumple sobre el cuerpo del Déspota y
sus relaciones con la fertilidad (“nueva alianza y filiación directa”) y con lo divino: de este tinglado forman
parte la ‘paranoia’ del déspota [“como catexis de formación social”], los sacerdotes, militares, escribas y la
gran línea de fuga al desierto de los chivos expiatorios que produce (1974: 199 ss.).
25
Véanse las clases dictadas por Deleuze en Vincennes, entre el 16 de septiembre de 1971 y el 15 de febrero
de 1972, publicadas en español bajo el título Derrames, entre el capitalismo y la esquizofrenia (2005, I, pp. 19-95).

50
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

turaleza revolucionaria del deseo en la codificación de sus flujos bajo la axio-


mática de la triangulación: el psicoanálisis, cómplice mayor del capitalismo, es
la última territorialización de los flujos descodificados. El esquizoanálisis es
la operación que Deleuze-Guattari oponen al psicoanálisis. Si el inconsciente
es constitutivamente productivo y creador más que “carente y representati-
vo”, resulta necesario observar cómo y por qué presenta determinados tipos
de producción-inversión (investissement o catexis); cómo operan sus máqui-
nas, en lugar de encerrarlo en el círculo vicioso de la eterna neurotización
familiarista. Las máquinas de deseo son irreductibles a las estructuraciones
libidinales del psicoanálisis, y su fuerza siempre pasa por relaciones con flujos
y máquinas sociales, históricas, políticas…, que pueden conferir especifici-
dades subjetivas a las formas de existencia en tanto territorios autorreferen-
ciales, polifónicos y heterogéneos (Guattari, 1996). Es así como el concepto
de máquina de deseo se opone al de estructura, pues según esta postulación
dinámica y productiva, todo intento de reducir los flujos al orden del sistema
fracasa irremediablemente. Es cosa distinta que las tres grandes articulaciones
de composición del socius “aglomeren” los flujos sociales bajo condiciones es-
pecíficas: inscripción de los cuerpos a la tierra, filiación directa y alianzas con
la corporeidad del déspota, axiomática capitalista... Pero, de nuevo, no se trata
de estructuras; es propia del deseo mismo la función de “hacer fluir y cortar”
en condiciones específicas (la producción deseante es producción de produc-
ción), y porque una máquina es susceptible de acoplarse o recomponerse en
dimensiones variables y en la multiplicidad de la producción deseante misma
(máquina de máquina). En su empirismo extremo, Deleuze impugna los mi-
tos de la voluntad racionalista al oponerle multiplicidades de proliferación del
sentido, desterritorializadas de los grandes centros o las unidades estables de
los códigos y las esencias. Afirmar la diferencia es abrir campos existenciales
para lo que prolifera, para las singularidades y los devenires que pueblan el
plano de inmanencia. La existencia humana discurre más sobre las materias
intensivas, microdiferenciales, que sobre las grandes jerarquías estructurales
o sistémicas de la racionalidad (la filosofía no es tanto una teoría de lo que
somos [ontología] sino de lo que hacemos [prácticas]). Por eso, para Deleuze no
existe origen puro, ni verdad fundadora o sentido absoluto, sino funciona-
miento, creación, acontecimientos, producción… Más que buscar sistemas
para localizar las leyes trascendentes de sus formas de organización, Deleuze
aspira a romper la clausura de los sistemas y a conducirlos hacia nuevas con-
diciones de metaestabilidad: este pensamiento-rizoma o nómada se opone así
al árbol-estructura por su conectividad, y por sus potenciales de composición
diferencial en la heterogénesis misma de la vida.

51
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

Una teoría del sentido


La multiplicidad y lo diferencial son las marcas distintivas del pensamiento
de Deleuze, y se manifiestan en una producción original y pluralista. Además
de rescatar filosofías que no cayeron en compromisos metafísicos con las
esencias puras, Deleuze acude a la literatura, al cine y al arte en toda su obra.
Tanto la filosofía, como el arte y la ciencia, son exactamente recursos para
afrontar el caos, para trazar nuevos mapas existenciales y para continuar en
la eterna lucha contra lo intolerable. La ciencia crea funciones y nuevas for-
mas de conocimiento; mientras el arte produce afectos y perceptos o nuevas
formas de sentir. Por su parte, la filosofía crea conceptos, y nuevas formas de
pensar como posibilidades de resistencia más que como búsquedas de la ver-
dad (“pensar es resistir”). Ya se han observado algunos aspectos de las pro-
puestas de Deleuze a lo largo de este recorrido; pero ahora procede seguir
de cerca una de sus series de problemas sobre el sentido en sus relaciones
con la designación, la manifestación y la significación. Entre sus reinterpre-
taciones filosóficas, Deleuze construye una teoría del acontecimiento que
renueva las investigaciones sobre la proposición. Partiendo de la distinción
estoica cuerpos-incorporales, y las mezclas resultado de sus relaciones, De-
leuze descubre los efectos de superficie o acontecimientos. Es propia de
un acontecimiento la posibilidad de “ser expresado o expresable” mediante
funciones proposicionales (1989: 35). Las proposiciones, a su vez, presen-
tan tres condiciones distintas:

1. La designación como relación del lenguaje con un estado de cosas exte-


rior, y que supone una “representación”.
2. La manifestación como “relación de la proposición con el sujeto que
habla”, y que implica un “yo como manifestante de base”.
3. La significación como “relación de la palabra con conceptos universales
y generales”, y que incluye una “implicación” como relación premi-
sas-conclusión (1989: 35-37).

Pues bien, la designación es un problema que tradicionalmente ha pertene-


cido a la lógica, la manifestación a la fenomenología y la significación al estructuralismo
(1989: 37). Pero estos tres dominios han encerrado al pensamiento en un cír-
culo de la repetición, clausurado en el mundo-lenguaje, que obliga a establecer
condiciones de verdad para las relaciones entre las cosas y el lenguaje bajo las
remisiones de proposiciones a otras proposiciones y a otras proposiciones...
Deleuze postula una cuarta dimensión para la relación lenguaje-cosas, que es
el sentido. Lo primero que se pregunta es si el sentido puede ser localizado en

52
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

alguna de las tres dimensiones mencionadas, pero observa que éste “no puede
consistir evidentemente en lo que hace verdadera o falsa a una proposición,
ni en la dimensión en la que estos valores se efectúan” (1989: 39). El sentido
tampoco puede estar en la manifestación, porque el yo no es autosuficiente en
el orden de la palabra “sino en tanto envuelve significaciones que deben ser
desarrolladas por sí mismas en el orden de la lengua” (1989: 40). Finalmente,
el sentido tampoco puede ser identificado con la significación, porque ésta “no
puede ejercer nunca su papel de último fundamento y presupone una designa-
ción irreductible” (loc. cit.).

Naturaleza incorporal del acontecimiento


Así, tenemos que el sentido se plantea como “la cuarta dimensión de
la proposición”, surgida de un espacio de rareza que Deleuze asocia con la
serie de paradojas del sinsentido y que los estoicos habían concebido en el
acontecimiento: “el sentido es lo expresado de la proposición, este incorporal en
la superficie de las cosas, entidad compleja irreductible, acontecimiento puro
que insiste o subsiste en la proposición” (1989: 41). Curioso estatuto del sen-
tido, que no se reduce a los estados de cosas, al yo o a la significación. Cuan-
do Deleuze afirmaba el carácter irreductible del sentido a lo real, sensible o
imaginario en su artículo sobre el estructuralismo, ya parecía presentir este
aspecto singular que enunciará posteriormente en Lógica del sentido: el sentido es
irreductible a estados de cosas, imágenes, creencias o conceptos universales;
no es palabra, cuerpo o representación; es indiferente a lo particular, general,
singular, universal, personal e impersonal…26, en una palabra, el sentido nun-
ca está dado previamente o se manifiesta como fruto de un descubrimiento,
sino que “se produce”, curiosamente, bajo condiciones paradójicas.

Infinitivo y subsistencia del sentido


Eso explica que el sentido fuera sistemáticamente ignorado por las co-
rrientes lógicas en tanto manifestación en cierta forma marginal, dada su
renuencia a obedecer a los principios de identidad o contradicción, añade
Deleuze. Se trata de una extraña forma de subsistencia, insistencia, umbral:
“el sentido no existe sino que subsiste o insiste, es lo expresado de la proposi-

26
“El sentido, lo expresado de la proposición, sería entonces irreductible a los estados de cosas in-
dividuales, y a las imágenes particulares, y a las creencias personales, y a los conceptos universales y
generales. Los estoicos supieron decirlo: ni palabra, ni cuerpo, ni representación sensible, ni representación
racional. E incluso puede que el sentido fuera “neutro”, completamente indiferente tanto a lo particular
como a lo general, a lo singular como a lo universal, a lo personal y a lo impersonal. Tendría una natura-
leza completamente diferente […] ni siquiera puede decirse del sentido que exista: ni en las cosas, ni en
el espíritu, ni con una existencia física ni con una existencia mental” (Deleuze, 1989: 42 y 72).

53
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

ción pero no se confunde con ella, y no existe fuera de la proposición que lo


expresa” (1989: 43). Pero Deleuze liga el sentido a los efectos de superficie en
las paradojas de Carroll, relación entre lenguaje y cosas en un devenir signado
por la afirmación de dos sentidos a la vez, que impugnan la identidad en las
aventuras de Alicia. Por eso, el verbo en infinitivo es lo que parece condensar
esa virtualidad esquiva del puro presente incorporal (Aión), porque es línea
recta o forma vacía que conjuga el pasado y el futuro en una simultaneidad
sin distinciones donde la interioridad del lenguaje se pone en contacto con la
exterioridad del ser (1989: 190). El ejemplo de Bréhier, citado por Deleuze,
ratifica la naturaleza del sentido como acontecimiento: “Cuando el escalpelo
corta la carne, el primer cuerpo produce sobre el segundo no una propiedad
nueva, sino un nuevo atributo, el ser cortado” (1989: 29). El “cortar”, como
acontecimiento, condensa en forma intensiva la pura efectuación del sentido
en ese plano. El sentido se conjuga en infinitivo porque esa neutralidad des-
personalizada y transitiva pero insistente del verbo es la única capaz de en-
carnar la fuerza puramente intensiva de los acontecimientos. De manera que
el sentido goza de un paradójico estatuto: impersonal y neutro, simulacro y
mezcla, subsistencia y extra-ser, efecto incorporal de superficie, transitividad
pura… Pero la fuga persistente y constitutiva del acontecimiento-sentido no
debe remitir a una instancia negativa en razón de su índole esquiva o vir-
tualmente ilocalizable sino al contrario, mostrar la fuerza de la proliferación
indefinida de intensidades propia de la relación palabras-cosas27. Los verbos
en infinitivo expresan entonces “acontecimientos incorporales en la super-
ficie” (loc. cit.), mezclas o efectos que unen palabras y cosas, proposiciones
y cuerpos, sin que el sentido se reduzca a unos y otros en el devenir de las
variaciones y diferencias infinitas que puede presentar la intensidad de los
acontecimientos en el plano experimental de lo dado: inmanencia y haecceidad.
Lo esencial de esta teoría del sentido fue abrir la filosofía hacia un horizonte
no platónico ni fenomenológico: superación de la centralidad del logos fijado
en la relación modelo-copia, que no reconocía las potencias del simulacro y
de las superficies; pero también rebasamiento de las pretensiones del sistema
por capturar todas las dimensiones del lenguaje y clausurarlas en el orden de
las oposiciones. Al mismo tiempo, reinvención del lenguaje, que ya no se re-

27
“De modo inseparable, el sentido es lo expresable o lo expresado de la proposición, y el atributo del estado de cosas.
Tiende una cara hacia las cosas, y otra hacia las proposiciones. Pero no se confunde ni con la proposi-
ción que lo expresa ni con el estado de cosas o la cualidad que la proposición designa. Es exactamente
la frontera entre las proposiciones y las cosas […] Es “acontecimiento” en este sentido: a condición de no
confundir el acontecimiento con su efectuación espacio-temporal en un estado de cosas. Así pues, no hay que preguntar
cuál es el sentido del acontecimiento: el acontecimiento es el sentido mismo” (Deleuze, 1989: 44).

54
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

clama como depositario de verdades fundadoras o eternas sino como campo


infinito para el discurrir de las vibraciones del concepto en sus resonancias
con la vida (inversión del platonismo). Para Deleuze, la creación de conceptos
en el plano de inmanencia debe desprenderse, de una vez por todas, de las
ilusiones de la trascendencia sobre las que giró la reflexión filosófica durante
buena parte de su historia, en especial en la fenomenología.

Significado y sentido en la fenomenología


Se tiene plena razón cuando se afirma que el sentido-significado aparece
como elemento central en la filosofía trascendental, pero ¿qué pasaría si se
deslinda la pertenencia tan inmediata o directa del sentido al lenguaje, y se
lo hace pasar por otras condiciones de posibilidad que podrían efectuarlo
de otras maneras? La fenomenología no fue ajena a estos escollos: algunas
concepciones vinculadas a los temas del “significar” y la significación presen-
tan un problema de base derivado de la “universal ambigüedad” de los modos
de hablar que tiene por causa el paralelismo entre la nóesis y el nóema (Husserl,
1949: § 124). A los ojos de Husserl, esa ambigüedad resulta peligrosa mientras
no se la reconozca como tal o mientras no se separen las estructuras paralelas,
para establecer con exactitud a cuál de ellas corresponde lo que se dice. Para
Husserl, hay que hacer una distinción previa entre el lado sensible o corporal de
la expresión y su lado no sensible o espiritual. El significar y la significación tienen
relación con la esfera del lenguaje o del expresar, pero también resultan aplicables
a “toda la esfera noético-noemática”, es decir, a todos los actos estén o no entre-
tejidos con actos de expresión28. No se puede menos que observar aquí un reco-
nocimiento de esa naturaleza compleja e inasible del sentido, con la que Husserl
tropieza precisamente en momentos en que aborda el significar en el lenguaje y en
las dos dimensiones (sensible y espiritual) que conciernen al “expresar” en toda
la esfera noético-noemática (el entretejido de la expresión). Accede a tomar al
sentido en “la más amplia latitud”, quizás consciente de su permanente “revolo-
tear” o sobrevolar en las circunstancias variadas de la percepción y sus plenitudes,
en el aprehender perceptivo que lo atribuye y luego lo expresa, o bien incluso en
el “fantasear”, que no excluye la posibilidad de significarlo: “la expresión es una
notable forma que consiente en adaptarse a todo “sentido” (al núcleo noemáti-

28
Husserl expone así las dificultades respecto a esa naturaleza esquiva del sentido en el contexto mismo
de fundamentación de la fenomenología: “…hemos hablado constantemente del “sentido” —una pa-
labra que en general se usa como equivalente de “significación”—en todas las vivencias intencionales.
En gracia a la distinción, vamos a preferir el término significación para designar el viejo concepto, en
especial en las expresiones complejas significación “lógica” o “expresiva”. La palabra sentido la emplea-
remos en adelante como anteriormente, en la más amplia latitud” (1949: § 124, p. 296).

55
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

co) y lo eleva al reino del “logos”, de lo conceptual y, con esto, de lo universal”


(Husserl, 1949: § 124, p. 297). En la perspectiva noética, el expresar constituiría
una “capa especial de actos” a los cuales se pueden adaptar todos los actos res-
tantes y fundirse con ella de modo que “todo sentido noemático de un acto, y por
consiguiente la referencia que hay en él a un objeto, queda acuñado “conceptual-
mente” en lo noemático del expresar” (loc. cit.). Se trata, para Husserl, de un medio
intencional que posee el privilegio de “espejar” la forma y contenido de cualquier
otra intencionalidad para imprimirle las características de lo conceptual. El sentido
sería entonces, a la luz de estas afirmaciones, el nóema de un acto, que Deleuze
traducía y observaba como “lo expresado de una proposición”, pero que por
supuesto no lo agota según se observó (1989: 111-112). La latitud del sentido, su
disposición abierta o conformidad con la expresión, denota la persistencia de un
núcleo diferencial independiente tanto de la conciencia como de la proposición,
y de las cualidades físicas del objeto (incluyendo sus predicados puros: el color
noemático del árbol, ajeno tanto a la realidad del objeto como a la manera en
que se tiene conciencia de él), un núcleo donde Deleuze observa críticamente la
existencia de otro centro íntimo para la trascendencia, que “no es otra cosa sino
la relación del sentido mismo con el objeto en su realidad, relación y realidad que
ahora deben ser engendradas o constituidas de modo trascendental” (Deleuze,
1989: 112). La conciencia trascendental deberá entonces constituir la relación
del nóema con el objeto y para hacerlo deberá emprender una génesis (Deleuze,
1989: 112-113). El problema que observa Deleuze, en este tránsito emprendido
por Husserl, es que determina al núcleo como atributo (predicado) y no como
verbo; como concepto y no como acontecimiento (la insistencia citada de Husserl
sobre la expresión que produce una forma de lo conceptual)29. El “juego de manos”

29
“Resulta que Husserl piensa la génesis, no a partir de una instancia “paradójica” y “no identificable”
en rigor (faltando a su propia identidad y a su propio origen), sino, al contrario, a partir de una facultad
originaria de sentido común encargada de dar cuenta de la identidad del objeto cualquiera, e incluso de
una facultad de buen sentido encargada de dar cuenta del proceso de identificación de todos los objetos
cualesquiera hasta el infinito. Esto es evidente en la teoría husserliana de la doxa, en la que los diferentes
modos de creencias son engendrados en función de una Urdoxa [Protodoxa], que actúa como una facultad
de sentido común respecto de las facultades específicas. Lo que aparecía tan limpiamente ya en Kant, to-
davía vale para Husserl: la impotencia de esta filosofía para romper con la forma del sentido común. ¿Qué
pensar de una filosofía que comprende que no sería filosofía si no rompiera, por lo menos provisional-
mente, con los contenidos particulares y las modalidades de la doxa, pero que conserva lo esencial de ella,
es decir, la forma, y que se contenta con elevar a lo trascendental un ejercicio meramente empírico en una
imagen del pensamiento presentada como “originaria”? No es sólo la dimensión de significación la que se da
ya completamente hecha en el sentido concebido como predicado general; y no es sólo tampoco la dimen-
sión de designación, que se da en la relación supuesta del sentido con un objeto cualquiera determinable o
individualizable; es también toda la dimensión de la manifestación, en la posición de un sujeto trascendental
que conserva la forma de la persona, de la conciencia personal y de la identidad subjetiva, y que se contenta
con calcar lo trascendental de los caracteres de lo empírico” (Deleuze, 1989: 113).

56
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

de Husserl, según Deleuze, “enturbia la noción de sentido” no sólo al reducirlo


a las tres dimensiones mencionadas arriba (significación, designación y manifestación)
sino que “da en la noción de sentido todo lo que debía engendrar por ella” y
asimila o confunde la expresión con las dimensiones de las que debía distin-
guirla (Deleuze, 1989: 114). Observa que la donación de sentido husserliana
adopta el procedimiento adecuado de una serie regresiva homogénea de grado
en grado, y una organización de series heterogéneas (nóesis-nóema) recorridas
por el paralelismo, pero también las discute desde una hipótesis que va a de-
sarrollar a todo lo largo de Lógica del sentido30. El sentido posee una neutralidad
irreductible, insiste Deleuze, que aparece desde varios puntos de vista: desde
la perspectiva de la cantidad, no es particular ni general ni universal ni personal;
desde el punto de vista de la cualidad, es independiente de la afirmación y la
negación; desde la modalidad, no es ni asertórico ni apodíctico ni interrogativo;
desde la relación, no se confunde con la proposición que lo expresa ni con la
designación, la manifestación ni la significación; por último, desde el punto de
vista del tipo, no se confunde con las intuiciones de posiciones de conciencia
que pueden determinarse empíricamente mediante juegos de caracteres propo-
sicionales como posiciones de intuición, memoria, imaginación, percepción…
(1989: 117). Deleuze apuesta por la determinación de un campo trascendental
impersonal y preindividual que ni se parece a los campos empíricos ni se confunde
con una profundidad indiferenciada ni puede evidentemente ser determinado
como el campo de una conciencia. Para Deleuze, existe algo anterior a la indi-
viduación de la identidad: las emisiones de singularidades sobre una superficie
inconsciente, que “poseen un principio móvil inmanente de autounificación”
radicalmente diferenciable de las distribuciones fijas que realizan las síntesis
de la conciencia31. Es en la apertura del mundo de las singularidades anónimas

30
La donación de sentido sólo puede producirse desde un: “…campo trascendental que responda a las
condiciones que Sartre planteaba [en La trascendencia del ego], un campo trascendental impersonal, que no
tenga la forma de una conciencia personal sintética o de una identidad subjetiva, estando el sujeto, al
contrario, siempre constituido. Nunca puede parecerse el fundamento a lo que funda; y del fundamento
no basta con decir que es otra historia: es también otra geografía, sin ser otro mundo. Y como la forma de
lo personal, el campo trascendental del sentido también debe excluir la de lo general y la de lo individual;
pues la primera caracteriza sólo a un sujeto que se manifiesta, pero la segunda, tan sólo clases y propiedades
objetivas significadas, y la tercera, sistemas designables individualizados de modo objetivo, y que remiten a
puntos de vista subjetivos, a su vez individuantes y designantes […] El campo trascendental es tan poco indi-
vidual como personal: tan poco general como universal” (Deleuze, 1989: 114-115).
31
“Las singularidades son los verdaderos acontecimientos trascendentales: lo que Ferlinghetti llama “la
cuarta persona del singular”. Las singularidades, lejos de ser individuales o personales, presiden la génesis
de los individuos y de las personas; se reparten en un “potencial” que no implica por sí mismo ni Moi ni Je,
sino que los produce al actualizarse, al efectuarse, y las figuras de esta actualización no se parecen en nada
al potencial efectuado. Sólo una teoría de los puntos singulares está en condiciones de superar la síntesis
de la persona y el análisis del individuo tal como son (o se hacen) en la conciencia” (Deleuze, 1989: 118).

57
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

donde adviene el campo de lo trascendental. Para Deleuze, las singularidades


presentan cinco características principales que permiten deducir la naturaleza
de ese mundo:

1. Las singularidades-acontecimientos hallan su correspondencia en se-


ries heterogéneas organizadas en un sistema no estable ni inestable
sino metaestable, que posee una energía donde se distribuyen las di-
ferencias entre las series.
2. Las singularidades se encuentran en un proceso de autounificación
móvil y en desplazamiento gracias a un elemento paradójico que pone
en resonancia las series y envuelve a los puntos singulares.
3. Las singularidades aparecen en la superficie.
4. La superficie es, por fin, el lugar del sentido; es una organización de su-
perficie la que asegura que los signos sean provistos de sentido. Pero
eso no implica ni unidad de dirección ni comunidad orgánica, pues
sigue incólume la neutralidad del sentido.
5. El mundo del sentido posee el estatuto de lo problemático: “las singu-
laridades se distribuyen en un campo propiamente problemático y
sobrevienen en ese campo como acontecimientos topológicos a los
que no está ligada ninguna dirección” (Deleuze, 1989: 119-120).
Es sólo en el momento en que se dan estas condiciones cuando resulta
posible establecer la verdadera génesis. ¿Cómo se puede determinar el campo
trascendental impersonal? Deleuze advierte que no se puede partir de una
conciencia o un yo; no es posible determinar lo trascendental a imagen y
semejanza de lo que funda (la conciencia). El sentido no es predicado ni pro-
piedad sino acontecimiento32. Se trataría del despliegue de las potencialidades
singulares sobre una superficie infinita de convergencias (mundo circundan-
te), las cuales poseen la capacidad de barrer direcciones y límites en la con-

32
“El campo trascendental real está constituido por esta topología de superficie, por estas singularidades… La primera
etapa de la génesis consiste en cómo el individuo deriva fuera del campo. El individuo no es separable de un mundo,
pero ¿a qué llamamos mundo? Por regla general, como hemos visto, una singularidad puede ser captada de dos mane-
ras: en su existencia o distribución, y también en su naturaleza, conforme a la cual se prolonga o se extiende en una
dirección determinada sobre una línea de puntos ordinarios. Este segundo aspecto representa ya una cierta fijación, un
principio de efectuación de singularidades. Un punto singular se prolonga analíticamente sobre una serie de ordinarios,
hasta la vecindad de otra singularidad, etc. Así se constituye un mundo, con la condición de que las series sean con-
vergentes (“otro” mundo empezaría en la vecindad de los puntos donde las series obtenidas divergirían). Un mundo
envuelve ya un sistema infinito de singularidades seleccionadas por convergencia. Pero, en este mundo, se constituyen
unos individuos que seleccionan y envuelven un número finito de singularidades del sistema, que las combinan con las
que su propio cuerpo encarna, que las extienden sobre sus propias líneas ordinarias, y son incluso capaces de refor-
marlas sobre las membranas que ponen en contacto lo interior y lo exterior. Leibniz tiene razón al decir que la mónada
individual expresa un mundo según la relación de los otros cuerpos con el suyo y expresa esta relación misma según la
relación de las partes de su cuerpo entre sí” (Deleuze, 1989: 124).

58
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

formación del complejo individuo-mundo-intersubjetividad como primer


nivel de efectuación en una génesis estática. Las singularidades —continúa
Deleuze— se efectúan a la vez en un mundo y en los individuos que forman
parte de él33. Entonces, el mundo es un compuesto de relaciones diferencia-
les y singularidades en proximidad, donde se producen convergencias deri-
vadas de las series dependientes de tales singularidades y que definen así la
“composibilidad” sintética del mundo mismo. Donde se presenta divergencia
entre las series se produce una “incomposibilidad” (otro mundo), pues sólo
el continuo de las singularidades define la composibilidad desde el punto de
vista de la convergencia de las series (Leibniz). El sentido, resultado de las
singularidades que lo constituyen, genera un campo de efectuación que, a su
vez, organiza las singularidades en convergencias: individuos que expresan
el mundo, estados de cuerpos, mezclas o agregados de individuos, predica-
dos que describen estos estados… (Deleuze, 1989: 125, 130). Las tesis de
Deleuze siguen prolongándose en numerosas direcciones pero siempre bajo
las premisas de una teoría del sentido que no limita sus condiciones a la de-
signación, la manifestación ni la significación. Se trata de concebir al sentido
como un efecto más que un concepto, como un acontecimiento incorporal (singular
membrana [estoica] entre los cuerpos y el lenguaje), y como una dimensión
de superficie (resultado de mezclas, acciones y pasiones). Los acontecimientos
estoicos se encarnan en series que implican grados intensivos de efectuación
de lo que ocurre en esa zona intermedia donde el sentido ya aparece como
neutralidad que “se llena” en formas múltiples.
La reflexión filosófica no se cierra con estos análisis, porque los conceptos
que puso en juego el estructuralismo no cesaron de generar problemas y críti-
cas, como veremos a propósito de la fenomenología, la hermenéutica y otros
campos de pensamiento. Pero fue especialmente en el campo literario donde la
noción de estructura alcanzó sus desarrollos más concluyentes desde el punto
de vista de la textualidad. Y esa línea sin duda tuvo origen en el formalismo.

la forma del relato

En 1928, la publicación de Morfología del cuento, de Vladimir Propp, consti-


tuyó un acontecimiento importante para el formalismo ruso, desarrollo que

33
Efectuarse significa: “… prolongarse sobre una serie de puntos ordinarios; ser seleccionado según una regla de
convergencia; encarnarse en un cuerpo, convertirse en estado de un cuerpo; reformarse localmente para nuevas efec-
tuaciones y nuevos prolongamientos limitados. Ninguno de estos caracteres pertenece a las singularidades como tales,
sino solamente al mundo individuado y a los individuos mundanos que las envuelven; por ello, la efectuación es siempre
a la vez colectiva e individual, interior y exterior, etc.” (Deleuze, 1989: 125).

59
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

posteriormente incidiría sobre los movimientos estructuralistas, especial-


mente franceses. En diálogo estrecho con las escuelas que se concentraron
en el análisis del relato folclórico desde el siglo XIX, Propp se pregunta sobre
las cualidades específicas de los cuentos maravillosos tradicionales –especial-
mente del norte de Asia y de Europa–, tema hasta entonces objeto de con-
troversias en torno a las tipologías clasificatorias para agruparlos (míticos,
de costumbres, morales, de caracteres o personajes…; la lista era extensa,
especialmente si se incluían las subcategorías). Por ejemplo, los intentos de
la escuela finesa, entre otros (como los de Wundt, Veselovski y Bédier), se
acercaban consistentemente a una clasificación por tipos, como el Índice de
Aarne, que establecía un ordenamiento de los relatos folclóricos según si se
trataba de narraciones sobre: 1. Animales, 2. Cuentos propiamente dichos, 3.
Anécdotas (Propp, 1972: 22 ss.). Pero la inquietud respecto a las característi-
cas formales de los relatos provenía de una serie muy concreta de preguntas:
¿por qué existe una constante similitud entre los cuentos folclóricos de esa
extensa región del mundo? ¿Por qué se presentan tantas semejanzas e inva-
riantes entre los cuentos y relatos de sociedades que no tuvieron contactos
comprobados? ¿Es que existiría una “lógica universal” (estructura) del relato
folclórico que conduciría a creer que todas las sociedades humanas simboli-
zan de la misma manera y con idénticas formas?34 Para Propp, el problema
con las clasificaciones que trataban de responder a estas preguntas consistía
en que continuaban sometidas a una especie de ley de permutación con va-
riantes muy numerosas, donde las categorías y los temas sufrían vaivenes que
no restituían mayor coherencia a las clasificaciones, por cuanto se confería
a los “momentos fuertes” un valor que no poseían o bien se atribuía a los
“motivos” un fundamento que posteriormente se deshacía (Propp, 1972: 23).
En resumen, no existía un criterio adecuado para la división y clasificación
precisa o consistente de los relatos, y es entonces cuando Propp observa que
existe una constante solidaria que tiene que ver con el orden de los elementos
al interior de la secuencia narrativa, que es la estructura: “Si existen tipos, no es
al nivel en que Aarne los sitúa, sino en el de las particularidades estructurales
de los cuentos que se parecen entre sí” (loc. cit.).
Para comprender a fondo ese tipo de relaciones, la lingüística estructural
había postulado la interacción entre dos esferas diferenciadas: el orden sin-
tagmático y el paradigmático. En cuanto al primero, y desde la perspectiva del
discurso, la palabra o el signo siguen un orden lineal en la lengua (la cadena

34
Mucho después, Gilbert Durand (1981) tratará de responder a esta cuestión. ¿Podría pensarse en la
existencia de una “arquetipología” de lo imaginario (Jung), capaz de dar cuenta de los múltiples sistemas
de simbolización en la especie humana?

60
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

del habla) y adquieren valor por oposición al término que las precede (Saus-
sure, 1998: 173). Las relaciones sintagmáticas se establecen entre las unidades
bajo la sucesión de la cadena del habla (o bien la escrita), y por eso se repre-
sentan en un plano horizontal de sucesión. Casi cualquier frase puede servir
como ejemplo. Las relaciones paradigmáticas, por su parte, representan un
conjunto en el cual un elemento puede aparecer o no dependiendo del con-
texto. El valor de significación de los paradigmas depende de la sustitución
que elija el hablante; en tal sentido, se trata de una opción dentro del siste-
ma, que resulta excluyente porque una vez decidida, el enunciado se cierra.
De ahí que la esfera paradigmática se represente mediante un eje vertical,
porque no goza de la naturaleza sucesiva propia de los sintagmas, aunque
entre las dos esferas existe una interdependencia creadora y compositiva. En-
tonces, para Propp el análisis del cuento debe ser una morfología, “es decir una
descripción de los cuentos según sus partes constitutivas y las relaciones de
estas partes entre ellas y con el conjunto” (1972: 31). En todos los relatos
existen “sintagmas” del tipo: 1. El rey da un águila a un valiente. El águila se
lleva a éste a otro reino. 2. Su abuelo da un caballo a Sutchenko. El caballo se
lleva a Sutchenko a otro reino. 3. Un mago da una barca a Iván. La barca se
lleva a Iván a otro reino… (1972: 31-32). Sin duda, la unidad sintagmática del
orden del relato acusa una objetividad que puede observarse y descomponer-
se en detalle. En estos ejemplos de enunciados que se repiten hay constantes
y variables: cambian los nombres y atributos de los personajes pero no sus
acciones o funciones; “el cuento atribuye a menudo las mismas acciones a
personajes diferentes. Esto es lo que nos permite estudiar los cuentos a partir
de las funciones de los personajes” (Propp, 1972: 32). Allí está planteado claramen-
te un proyecto interpretativo de inspiración estructuralista, en la medida en
que el análisis comprueba la existencia de una constante objetiva en la repe-
tición de las funciones en todos los cuentos maravillosos (en otro ejemplo:
“salvar” al mundo, “salvar” a la princesa, “salvar” al reino…): “Por función,
entendemos la acción de un personaje definida desde el punto de vista de su
significación en el desarrollo de la intriga” (1972: 33). Para Propp, la función
goza de un estatuto exclusivo, al ser una especie de “constante con valor
variable”, pero su cantidad está limitada y sería posible establecer su número
en el relato, en la medida en que las preguntas claves respecto a los cuentos
no deben girar sobre el “quién” o el “cómo” de las intrigas sino justamente
sobre “qué hacen” los personajes (loc. cit.). Las funciones de los relatos no son
muy numerosas, mientras que los personajes sí llegan a serlo, y este carácter
especial les otorga un valor esencial a las primeras, hasta convertirlas en “las
partes constitutivas fundamentales del cuento” (loc. cit.). Por otra parte, la su-

61
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

cesión de las funciones en los cuentos –continúa Propp– siempre es idéntica.


Desde el punto de vista lingüístico, Propp localiza sintagmas narrativos en la
segmentación de las funciones estructurales del relato, cuyas secuencias pue-
den resumirse mediante frases breves, por ejemplo, del tipo: “el reino cayó en
manos de un malvado”, “el rey pide ayuda a un héroe”, “el héroe acude a un
mago”, “el mago da una espada al héroe”…, hasta restablecer el ordenamien-
to sintagmático del relato en su totalidad, y que sin duda es propio de toda na-
rración de esta clase. Del mismo modo, Propp presenta relaciones opositivas
o binarias entre las funciones de los cuentos maravillosos, como: carencia/
reparación, prohibición/transgresión…, que recuerdan el carácter diferencial
del signo lingüístico, tan exaltado y elevado a principio por parte de Saussure.
Por tanto, si las funciones resultan esenciales, si su sucesión es semejante
y su número se puede establecer (en los relatos maravillosos tradicionales),
entonces es posible aislarlas o abstraerlas en su pura significación sin tener en
cuenta a los personajes. Se trataría de una selección inspirada en la delimitación
de un eje sincrónico. Una vez aisladas las funciones, se podrá tener un mis-
mo tipo de cuentos (índice de tipos), ya no basado en temas o personajes
sino sobre “propiedades estructurales” específicas. De aquí deriva Propp una
conclusión: “todos los cuentos maravillosos pertenecen al mismo tipo en lo
que concierne a su estructura” (1972: 35). A continuación, se dedica a realizar
el inventario de las 31 funciones que supone existen siempre –de acuerdo
con su organización sintagmática– en los cuentos maravillosos (1972: 37 ss.),
agrupándolas en secuencias hasta reconstruir el orden completo de su siste-
ma de significación. Esto incluye la delimitación de las “esferas de acción” de
los personajes, mediante una combinatoria que resume las leyes que regirían
la morfología del cuento y su canon: el cuento maravilloso suele presentar un
desarrollo narrativo que se inicia con una fechoría o una carencia (alteración
inicial del orden del mundo), pasa por la mediación de una serie de funciones
intermedias y situaciones de conflicto y lucha (agonística), hasta desembocar
en un equilibrio final donde se restablece el orden alterado (desenlace), se-
cuencia que culmina bien sea con el matrimonio, la recompensa al héroe, la
recuperación de lo perdido, etc.
Por supuesto, el intento de Propp debe situarse y conservarse en su con-
texto histórico, condicionado por el formalismo de la época. En un artículo
memorable, Lévi-Strauss hace una crítica sobre los alcances del método de
Propp, sin dejar de reconocer el valor anticipatorio de su intento (Lévi-Strauss,
1969: 130). Además de rescatar esfuerzos como la delimitación de una “situa-
ción inicial”, la referencia a una “matriz mitológica”, la “lectura horizontal y
vertical”, los conceptos de “grupo de transformaciones y sustituciones, y las

62
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

oposiciones” en Propp, Lévi-Strauss valora el postulado sobre la existencia


de “un solo cuento” (desde el punto de vista estructural), y la consecuencia
que se deriva: tener que concebir todos los cuentos como “variaciones” de
un tipo único, esquema explicativo que él mismo aplicará al mito en sus estu-
dios35. El mayor aporte de Propp consistió en demostrar la existencia de una
estructura narrativa específica y autónoma en los relatos (casi un modelo de
absoluta autorreferencialidad, en la medida en que el relato funda sus propios
códigos desde sí mismo), que podía ser aislada a partir de un modelo deduc-
tivo como unidad discursiva autónoma, cuya forma de organización sirvió
como inspiración para otros análisis literarios (con nuevas propuestas ana-
líticas y teóricas) propios del estructuralismo de los años sesenta y setenta36.

comparatismo ultrahistórico

Como en el caso de Propp, importa detenernos en algunos detalles de otra


original investigación de estructura para ilustrar mejor la filigrana de su capa-
cidad analítica. En la línea de lo que se podría llamar un análisis comparativo
estructural aplicado a los mitos indoeuropeos, las investigaciones filológicas
de Georges Dumézil pueden considerarse como uno de los mejores ejemplos
(aunque más desconocidos) de este tipo de análisis. Su singularidad puede radi-
car en una estrategia comparativa que ha reelaborado los temas de la anteriori-
dad estructural y la irreductibilidad sincronía-diacronía, para remontarse a los
acontecimientos históricos desde grandes unidades discretas y correlaciones
funcionales discursivas que demuestran la posibilidad de articular los hechos
del pasado en un orden no necesariamente cronológico del tiempo sino “en
la historia alargada con una pequeña zona de ultrahistoria” (Dumézil, 1996a:
10), dado su desarrollo en períodos desiguales y en distintos lugares. Como
varios “inspirados” por el estructuralismo, Dumézil también se resistió a la in-
clusión de sus trabajos en el cerrado firmamento de esa escuela. En realidad,

35
Un poco más adelante, en este mismo artículo, Lévi-Strauss afirma: “… el mitógrafo advierte casi
siempre que, en forma idéntica o transformada, se encuentran los mismos relatos, los mismos persona-
jes y los mismos motivos en los mitos y en los cuentos de una población” (1969: 131); argumento que
ya había expuesto en Antropología estructural (1994 [edición francesa de 1958]: Cap. 11, pp. 229 ss.), y tema
al que consagrará su serie Mitológicas.
36
Como el clásico trabajo de Roland Barthes, “Introducción al análisis estructural de los relatos”, en
Roland Barthes et alt., Análisis estructural del relato (1970), donde “recupera” las relaciones establecidas
por Propp entre función y acción como elementos fundamentales en todo relato; el exhaustivo esfuerzo
de Roman Jacobson y Lévi-Strauss, “Les chats” de Charles Baudelaire (1962), fruto de su encuentro en
Estados Unidos; la reveladora lectura de “La Cenicienta”, por Michel Serres en La comunicación, Hermes
I (1996: 260 ss.); o bien como la magistral restitución –ya en un contexto distinto– de la cadena signi-
ficante por parte de Jacques Lacan en su “Seminario sobre La carta robada”, en Escritos I (1971: 5 ss.).

63
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

como en el caso de Foucault, sus investigaciones no se comprometen con las


coerciones de la intencionalidad cientificista que distinguió al movimiento, y se
enmarcan en desarrollos muy propios y autónomos (Dumézil, 1996b: 13-14).
Las investigaciones de Dumézil consisten, en primer lugar, en una lectura del
mito inmersa específicamente en el orden de la lengua y en testimonios escritos
(remisión constante a los textos épicos), en disposición sincrónica y diacrónica,
que además abarca un periodo de más de 2.000 años en distintas sociedades. En
segundo lugar, son análisis centrados en la recurrencia, aunque discontinua, de
racionalidades ancladas en eventos históricos que emergen en diversas culturas.
En tercer lugar, se remiten a una estructura singular (móvil, intermitente, trans-
cultural) que abarca aspectos lingüísticos, religiosos, políticos…, sin equivalen-
tes tan delineados y vinculantes en ningún otro sistema mítico-religioso y pluri-
local. Por último, hay que añadir que se trata de análisis donde la estructuración
observable no está hipostasiada sino precisamente localizada y copresente en
los dinamismos de un signo que adviene en un paradójico sistema autónomo
pero transhistórico, constituido estrictamente por relaciones inmanentes de
oposición entre sus elementos.
Desde mediados del siglo XIX, las escuelas académicas encargadas del aná-
lisis del mito, las religiones y las lenguas se preguntaban con inquietud sobre
la naturaleza precisa de lo que se conocía como “civilización indoeuropea”.
Se observaba una dispersión considerable de suficientes indicios, conjuntos
de signos, rasgos lingüísticos, parentescos y testimonios no sólo de prácticas
religiosas, sino de epopeyas e historias que conducían a aceptar la existencia
de un tipo de sociedad específica, con atributos muy peculiares en regiones
como la India, Irán, Rusia, el norte de África, Grecia, Italia, los actuales países
escandinavos...37. ¿Cómo culturas y sociedades tan diversas y lejanas podían
conservar una unidad y una copertenencia simbólica y estructural más allá de
los rasgos más simples y comunes a todas las sociedades estatales?

El esquema trifuncional
Dumézil encuentra que en esas sociedades existe una constante que ha
trascendido los siglos, las culturas y las diferencias: en todas ellas subsisten
dispersas las tres funciones preeminentes de soberanía/guerra/producción
(sacerdotes-juristas/guerreros/campesinos), articuladas solidariamente como
un “esquema” equilibrado (Dumézil, 1971: 16 ss.) que incluso se extiende

37
“Deberían percibirse, por tanto, vestigios más o menos considerables de una misma concepción del
mundo, tanto del visible como del invisible, de un lado al otro del inmenso territorio conquistado, en
los dos últimos milenios anteriores a nuestra era, por hombres que daban el mismo nombre al caballo,
al rey, a las nubes y a los dioses” (Dumézil, 1977: 9).

64
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

hasta las conformaciones naturales38. La importancia de este singular hallazgo


radica en que –además de resolver a fondo el viejo problema de la unidad de
lo indoeuropeo– estas tres funciones no sólo se encuentran en los mitos o las
teologías (culturas no indoeuropeas pueden poseerlas indistintamente) sino
que también están presentes en la dimensión humana o histórico-social (los
casos ejemplares de India y Roma), y éste podría considerarse como un índice
cualitativo que ofrece mayor especificidad a esa sociedad, porque además apa-
recen con una relevancia mayor desde el punto de vista de su omnipresencia
para la inscripción del socius en sus organizaciones internas. Es decir, la persis-
tencia del esquema trifuncional, rasgo inconfundible de la sociedad indoeuro-
pea, coexiste bajo la superposición de lo divino con lo humano, lo teológico
con lo épico: en la antigua Roma se observa una división social (pretores, bella-
tores, laboratores) articulada con un eje teológico, isotopía que milenios antes
se cumplía entre los hindúes védicos y los iranios, y que se expresaba en la
repartición de tres niveles sociales como brahmana, ksatriya y vaisya (Dumézil,
1999: 13). En otras palabras, y resumiendo bastante la hipótesis de Dumézil,
las culturas indoeuropeas serían aquellas que comparten el hecho de contar
con estructuras mítico-religiosas que poseen el mismo sistema trifuncional,
articulado congruentemente con formas históricas o protohistóricas de or-
ganización social o cuando menos, con ideales de conformación identitaria.

Las tres funciones de la sociedad indoeuropea en tres casos, según Dumézil:

Sociedad indoeuropea India Roma Escandinavia


Primera función
Mitra-Varuna Júpiter-Fidius Odín-Tyr
“Soberanía”
Segunda función
Indra Marte Thor
“Guerra”
Tercera función
Gemelos Nãsatya Quirino Freyr
“Producción”

La tabla ilustra las relaciones entre las tres funciones a nivel mítico en
algunas sociedades, que Dumézil analiza detalladamente en sus textos. Estos
dioses se relacionan funcionalmente a través de distribuciones sistemáticas

38
“¿Quién negará, en efecto, que las tres funciones forman parte de la naturaleza misma? El cerebro, los múscu-
los y la boca, junto con sus funciones instintivas y con el sabio empleo de que son los instrumentos, gobiernan
la vida de los individuos y de las sociedades, y esto no sólo en la especie humana. Pero una cosa es realizar me-
cánicamente estas funciones y otra muy distinta es reflexionar sobre su funcionamiento y condensarlas en una
filosofía, implícita o explícita, que penetre en todas las provincias y en todas las producciones del pensamiento.
Pues bien, es esta situación la que los indoeuropeos exhiben en grado eminente” (Dumézil, 1996b: 350).

65
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

de sus atributos en rasgos opositivos o bien de correspondencia, según los casos:


la pareja Mitra-Varuna halla correlatos simbólicos en Júpiter y uno de sus dobles,
conocido como Fidius porque encarna la fides, la lealtad. Por su parte, Odin y Tyr
también expresan correspondencias con Mitra-Varuna en el mundo escandinavo.
Lo mismo ocurre con las otras dos funciones. ¿Pero cómo se articulan con lo social?
En el mundo humano, y en el caso de Roma por ejemplo, Rómulo y Numa encarna-
ron la primera función, como lo hicieron otros reyes históricos en otras sociedades
indoeuropeas. Se trata frecuentemente de reyes magos o sacerdotes, que presiden
relaciones con la palabra y con los contratos: “Rómulo funda los auspicia y Numa los
sacra” (Dumézil, 1999: 169 ss.; 1996b, 213-214). Los auspicia pertenecen al nivel de la
interpretación de los signos de los dioses (visibilidad divina) y los sacra encarnan las
negociaciones y las ofrendas de los hombres (pactos, contratos). Por su parte, Tulio
Hostilio enseña e impone en Roma el arte de la guerra, mientras Anco Marcio deja
un legado relativo al crecimiento y enriquecimiento de la sociedad (1999: 167). Los
rasgos distintivos de estas figuras encuentran correlatos sorprendentemente simila-
res en otros personajes históricos de distintas culturas indoeuropeas y atestiguan el
peso que conservan los ideales pertenecientes al esquema trifuncional. Otro valor
de estas oposiciones radica en lo que inauguran como relación de poder y soberanía
en el nacimiento del Estado, por desplazamiento de la máquina de guerra39.

Videntes tuertos y legistas mancos


Dumézil encuentra varios casos de articulación estructural entre lo divino
y lo humano, pero quizás una de las más impactantes personificaciones de la
primera función en el plano mítico se encuentre en dos figuras fascinantes:
Odín y Tyr son respectivamente tuerto y manco40, pareja mutilada que en-
cuentra su analogía en otros dos mutilados históricos de Roma, elevados a la
condición de héroes durante sucesos guerreros entre las primeras tribus fun-
dadoras: Horacio Cocles* el tuerto y Mucio Escevola** el manco (Dumézil,
1996b: 265 ss.; 1999: 201 ss. y 209 ss.). A pesar de su extensión, queremos
transcribir dos ilustrativas descripciones de Dumézil al respecto:

39
Deleuze-Guattari conciben la relación de las figuras en la primera función como una verdadera máquina
ancestral (rey-mago/sacerdote-jurista), fundadora del “aparato de captura” y sus polos: “La soberanía políti-
ca tendría dos polos, el emperador terrible y mago, que opera por captura, lazos, nudos y redes, el rey sacer-
dote y jurista, que procede por tratados, pactos, contratos (la pareja Varuna-Mitra, Odín-Tyr, Wotan-Tiwaz,
Urano-Zeus, Rómulo-Numa)… una función de guerra es exterior a la soberanía política y se distingue tanto
de un polo como del otro (Indra o Thor, o Tulio Hostilio…)” (Deleuze-Guattari, 1988: 359 ss. y 433 ss.).
40
“Tuertos que emiten con un único ojo los signos que capturan, que ligan a distancia… Mancos que levantan
su única mano como elemento del derecho y de la técnica, de la ley y de la herramienta” (Deleuze-Guattari,
1988: 433-434).
* Del latín cyclops (gr. kyklōps), cíclope.
** Del latín scævus (gr. skaiós), izquierdo, zurdo.

66
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

El rey etrusco Porsena ataca a Roma y se dispone a tomarla al asalto,


cuando Horacio Cocles la salva. Este héroe debe su cognomen a que se
volvió ciego con ocasión de una campaña anterior, o bien a una extraña
disposición de sus cejas que le daba la apariencia de tener un solo ojo.
Apostándose delante del puente que abre el acceso a la ciudad y por
el que el ejército romano se ha retirado desordenadamente, mantiene
a distancia a los etruscos gracias a las terribles miradas que les lanza y,
también, a la suerte extraordinaria que supone el que, solo contra todos,
no sucumba ni caiga herido. De esta forma proporciona el tiempo su-
ficiente a sus compañeros para que corten el puente y se une a ellos a
nado, sano y salvo según unos, alcanzado en la pierna, según otros…

Porsena se ve obligado entonces a sitiar la ciudad. Roma va a morir de


hambre, cuando Mucio la salva. Disfrazado, penetra en el campamento
del rey etrusco para asesinarlo, se equivoca de víctima y apuñala al secre-
tario en lugar de al jefe. Conducido ante el tribunal, logra en el espíritu
del rey lo que no ha conseguido en su cuerpo. Declara que no es más
que el primero de trescientos jóvenes, longus ordo, que han jurado matarle.
La revelación es falsa, pero por poco que el rey la crea tomará conciencia
del riesgo que corre y pactará. Para que dé crédito a sus palabras, Mucio
tiende su mano derecha, la mano de los juramentos, de la fides, sobre un
brasero y deja que se queme: de ahí su sobrenombre, Scæuola. El rey no
duda ya de una palabra corroborada por tal acción y, lleno de admiración
por una ciudad que produce cientos de hombres como éste, envía emi-
sarios que elaborarán un pacto de amistad (Dumézil, 1977: 405).

Podría decirse que la función de soberanía pasa en estas sociedades por


un extraño arquetipo “ojo-mano”, símbolo de una pareja mutilada que en-
carna la articulación entre una epifanía divina (el ojo terrible) y la noción de
pacto (la mano de la fides), cuyos correlatos históricos siguen siendo materia
de investigación. Como en un desdoblamiento siniestro, las mutilaciones pa-
recen consustanciales tanto a la vocación salvadora del héroe mítico como a
la fundación sangrienta del Estado: la mutilación como consecuencia pero
también como condición de la guerra (Deleuze-Guattari, 1988: 434). Dumézil
encuentra la contraparte divina y mítica de esta pareja entre los escandinavos:

Los noruegos paganos, en unas condiciones comparables, nos mues-


tran también a un tuerto y un manco […] …sus mutilaciones se re-
montan a un tiempo sin fecha, al “gran tiempo” de los mitos. Uno
de estos dioses, Odin, es el mago por excelencia: su poder, que no
tiene límites en ningún dominio, proviene de esta cualidad central. En
las batallas de los hombres, en particular, no combate, pero decide la

67
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

victoria, inmovilizando, paralizando a los que ha condenado. Ahora


bien, esta ciencia mágica que sobrepasa a toda ciencia, la ha adquirido
gracias a un sacrificio, a una mutilación: ha depositado uno de sus ojos
carnales en un manantial maravilloso, en compensación de lo cual ha
logrado los poderes de vidente. Pero lleva consigo la desgracia com-
pensadora: en una saga, de Saxo Gramático, cuando se ve aparecer al
personaje ein-eygđr “de un solo ojo”, al anciano altero orbus oculo, todo el
mundo sabe que se trata de Odin y que van a suceder grandes cosas:
inmediatamente o al final, el enemigo será vencido.

El otro, Tyr, es un dios complejo; es en particular el patrón […] de la


asamblea plenaria donde son llevados los litigios y donde se desarro-
llan los rituales del derecho. En estrecha relación con esta cualidad,
también él ha aceptado una mutilación, ha sacrificado su mano dere-
cha en una gesta heroica. Otrora, advertidos de que el pequeño lobo
Fenrir, grande ya, causaría su pérdida (y en efecto, el fin del mundo,
se zafará de sus cadenas y, asociándose a otros monstruos, realizará
su funesto oficio), los dioses deciden encadenarlo mediante engaño;
hacen fabricar una cuerda delgada como la seda, pero de una soli-
dez a toda prueba, y proponen al lobato, en forma de juego, que se
deje atar con aquel hilo inofensivo. Desconfiado, el lobo acepta, pero
poniendo como condición de la sinceridad del juego que uno de los
dioses coloque la mano en sus fauces. Los dioses se miran entre sí,
desconcertados. Sólo Tyr, para la salvación común, presta su mano.
Naturalmente, cuando comprende que ha sido engañado, el animal
muerde; los dioses se salvan, pero Tyr queda manco, ein-hendr.

…el vidente fascinante y el garante de los acuerdos […] son expresión


sensible del teologema que fundamenta la coexistencia de los dioses
más altos, a saber, que la administración soberana del mundo se divide
en dos grandes provincias: la de la inspiración y el encantamiento, la
del contrato y el pleito; dicho de otra forma, la magia y el derecho
(Dumézil, 1977: 406-407).

Las peculiaridades estructurales de las tres funciones componen una su-


perficie “ideológica” (pero ideología aquí tiene poco que ver con el sentido
marxista-althusseriano del término). Para Dumézil, la ideología tripartita
consiste en una composición positiva de valoraciones, formas de organiza-
ción e ideas con efectos sociales (una cierta forma de “racionalidad”), que
resulta visible mediante el análisis comparativo entre los textos (sus órde-
nes de significación) y el juego de oposiciones o correspondencias entre
héroes, dioses y seres humanos en periodos históricos muy separados, y en

68
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

planos que van desde el mito y la religión hasta las divisiones de poder y las
jerarquías sociales (Dumézil, 1977: 16-22; 1996a: 21, 129, 139 ss., 369-371;
1996b: especialmente Tercera parte, pp. 203 ss.; Dosse, 2004a, 52). En prin-
cipio, Dumézil vinculó estrechamente su noción de ideología con las con-
diciones sociales de diversos pueblos indoeuropeos, pero progresivamente
abandona esa correlación para conceder a la esfera ideológica una cierta
independencia respecto de los órdenes comunitarios. Con todo, en el com-
plejo y abundante tejido que forman estas relaciones ideológicas subsiste la
constante de los tres órdenes, que emergen sin solución de continuidad en
sociedades muy diversas y en períodos separados por siglos, pero conservan
rasgos funcionales idénticos que presagian, desde una lectura diferencial, el
cumplimiento inédito de una ecuación algo extraña: la presencia claramente
sincrónica de un régimen o codificación estructural a lo largo de múltiples
desarrollos efectivamente en una suerte de paradójica diacronía. Además, sin
considerar que tales emergencias posean un origen que permita remontarse
en el tiempo hasta encontrar la raíz última capaz de explicar el sentido del
conjunto. Tal visibilidad de los tres órdenes se inscribe más en una latencia
del discurso al interior de las relaciones sociales que en una hipóstasis de los
mitos (Lévi-Strauss). En el mundo indoeuropeo, el mito no se encontraría
aislado de la organización social sino que, antes bien, “la justificaría” en la
medida en que expresa las imágenes e ideas que “organizan y sostienen el
conjunto” (Dumézil, 1977: 10). No obstante, los diversos mitos indoeu-
ropeos no guardan una semejanza tangible, que llegue a dar cuenta de una
lógica que se pueda localizar a simple vista. Es un hecho que las lenguas de
la familia indoeuropea conservan, como todas, una fuerza de transmisión
de elementos simbólicos recurrentes; pero el horizonte es complejo y aquí
es donde alcanza su justificación y valor el método comparativo, que logra
restituir el sentido constante de las tres funciones en diversos niveles, perio-
dos y relaciones del mito con los hechos históricos. Ni continuidad absoluta
ni rupturas radicales, la historia poseería provincias separadas de esa dico-
tomía y abiertas a una coexistencia singular y paradójica de lo sincrónico
con lo diacrónico.

destitución del autor

Los análisis estructuralistas del relato y del mito, o bien de diferentes


narrativas o formas discursivas y literarias, presentan un par de consecuen-
cias sobresalientes, en particular para la interpretación del texto. Las claves
de la unidad del relato no residirían en la subjetividad del autor, en el peso

69
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

decisivo de la tradición histórica o simplemente en el valor de algunos ras-


gos caracterológicos (como lo anticipaba Propp), sino en la especificidad
formal del sistema de significación que lo abarca y le confiere sentido41. Se
produce así un desplazamiento de la función-autor a cambio de la preemi-
nencia de la textualidad y la escritura, que pasan a ocupar un lugar central en
la producción del significado: no es que el sujeto-autor posea los secretos
ocultos del lenguaje para dar cuenta del sentido del mundo desde su domi-
nio providencial de la palabra, sino que el lenguaje aparece como un tejido
inmanente que preexiste tanto al mundo como al sujeto mismo, el cual
pierde su soberanía originaria sobre la producción del sentido para devenir
simplemente un ocupante más de una red de sistematicidad que no sólo lo
atraviesa y lo gobierna sino que también “lo enuncia”. Es como si el ser del
lenguaje hiciera valer ahora un influjo no reconocido pero definitivo sobre
la pluralidad abierta del sentido, que se despliega en un primer movimiento
desde la luminosidad infinita del texto, para extenderse en un segundo plie-
gue sobre la subjetividad anónima del lector.

Autonomía del texto


Primera consecuencia importante: el texto adquiere una autonomía ra-
dical que proviene precisamente de las estructuras que le confieren sus for-
mas y su significado. Hace rato estamos acostumbrados a la evidencia de
la autonomía del texto, pero esta condición no era nada clara a mediados
del siglo XX, cuando se persistía en buscar el sentido del texto en el autor
y su biografía (psicoanálisis) o en la historia desde la perspectiva dialéctica
predominante en la época (materialismo histórico). Para Barthes, es exclu-
sivamente en el espacio textual donde reside el sentido de la obra literaria, y
éste se despliega en una multiplicidad diferencial de códigos sin que exista un
camino privilegiado para comprenderlos ni una interpretación soberana que
pueda postularse como “verdadera”. El lector queda así confrontado con la
pluralidad del sentido siempre abierto de la obra, y tampoco le está reserva-
da la tarea −antes confiada al autor-dios− de descifrar un supuesto sentido
oculto que agotaría la “verdad” del texto o de los universos textuales. De ahí

41
“La lingüística acaba de suministrar a la destrucción del autor un valioso instrumento analítico, al
mostrar que la enunciación es por completo un proceso vacío, que funciona perfectamente sin que sea
necesario llenarlo mediante la persona de los interlocutores: lingüísticamente, el autor jamás es otra cosa
que quien escribe, tal como yo no es otra cosa que quien dice yo [… ]. Ahora sabemos que el texto no
está hecho de una línea de palabras, que manifestaría un sentido único en cierta forma teológico (que
sería el “mensaje” del Autor-Dios), sino que es más bien un espacio de dimensiones múltiples donde
se armonizan o disputan diversas escrituras, de las cuales ninguna es la original: el texto es un tejido de
citas surgidas de mil centros de la cultura” (Barthes, 1984: 63 y 65).

70
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

el atisbo lapidario de Barthes cuando llega a sostener que la muerte del autor
es el precio con que se paga el nacimiento del lector (1984: 67). Pero un se-
gundo efecto, tan sobresaliente como discutible, consiste en que se postula
por parte de varios estructuralistas una tendencial “universalidad” estructural
de la materia textual, avalada por una presunta convergencia funcional de sus
formas narrativas hacia el orden del sistema: si se acepta una validez (incluso
relativa) para el postulado de Propp, ¿por qué no hacerla extensiva a otro
tipo de relatos e incluso a otras realidades? Como se ha visto, los esfuerzos
de Lévi-Strauss por encontrar una inteligibilidad para el mito se inspiraban
claramente en esa posibilidad. Porque la descripción estructural no se limitó
exclusivamente a los textos, sino que hizo de ese orden “textual” el horizon-
te paradigmático para un análisis de la cultura o de lo social; “textualidad”
comprendida desde el concepto de semiología enunciado ya por Saussure: “el
estudio de la vida de los signos en el seno de la sociedad” (1998: 42 ss.), un
rico campo de composiciones u organizaciones del significado también re-
gido por relaciones de contigüidad, oposición, sustitución… (propias de la
lengua), que podía proyectarse al estudio de otros sistemas de señales, ritos,
creencias, prácticas, convenciones… Barthes sigue los rumbos más variados
de la semiótica, como la sociología simbólica de los mitos modernos, los
avatares del discurso, la crítica literaria, los fenómenos contemporáneos de
comunicación de masas, incluidos el cine, la fotografía, la moda..., todo esto
inscrito en una crítica de los valores del capitalismo industrial avanzado y la
sociedad burguesa contemporánea. Un recorrido semejante muestra la ver-
satilidad inclasificable de Barthes, que pareció inscribirse a su manera en las
vertientes estructuralistas de los sesenta, pero que también fue más allá al
comprometerse con otras búsquedas que se asimilan a inquietudes posterio-
res al auge de esos movimientos.

Un constructivismo estructural
En efecto, Barthes imprime una orientación original al estructuralismo, fiel
a un proyecto que lo diferencia de los lineamientos dominantes y sus preten-
siones cientificistas, y en muchos casos lo aproxima más a las búsquedas del
postestructuralismo (especialmente en sus trabajos de mediados de los años
setenta)42. En medio de las elaboradas construcciones teóricas vinculadas con
el proyecto de totalización estructural del momento, Barthes sorprende con
una definición simple y concreta: el proyecto estructuralista debe concebirse
depurado de las densidades cientificistas y los movimientos doctrinarios, para
42
Barthes publica tanto en la revista de orientación estructuralista Critique como en Tel Quel. Esta última re-
cogió muchos artículos y ensayos suyos que se han vinculado más con el llamado “postestructuralismo”.

71
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

situarlo como una pura actividad, una cantidad de operaciones dirigidas a la


descomposición y posterior reconstrucción de objetos para comprender y
analizar sus reglas de funcionamiento (Barthes, 1967: 256). Si se atiende al
significado exacto del concepto de actividad aplicado a la práctica del análisis
estructuralista, es fácil darse cuenta del nuevo sentido que adquiere al verse
exento de los constreñimientos cientificistas, los reclamos metodológicos y
los forzamientos doctrinarios, pues una actividad es algo que puede ejercerse
en el despliegue de la pura facultad de obrar. Barthes hace descender la es-
tructura de su pedestal científico para considerarla como algo muy distinto
y completamente opuesto: más bien es resultado de una especie de juego con
el objeto, una re-construcción mediada por el interés de hacer visible lo que
permanecía ininteligible. Porque el saldo de la recomposición estructural es
la producción de algo nuevo, que Barthes denomina “lo inteligible general”,
una adición con valor antropológico porque implica un simulacro (el intelecto
añadido al objeto) que al ofrecer inteligibilidad “no devuelve el mundo tal
como lo ha tomado” (1967: 260). Además, porque “implica una nueva cate-
goría del objeto, que no es lo real ni lo racional sino lo funcional” (loc. cit.). La
actividad del estructuralismo sigue entonces un doble camino: del recorte de
los objetos para descomponer fragmentos y encontrar sentido, al ensamblaje
de las unidades para comprender las reglas de asociación, las regularidades y
las recurrencias (1967: 128 ss.). De ahí que Barthes concluya afirmando que
el objetivo del estructuralismo no radica en analizar al hombre como ser del
sentido sino como fabricador del sentido. Y aquí recupera plenamente la defi-
nición originaria que mencionamos a propósito de la etimología del concepto
de estructura: la construcción. En efecto, el estructuralismo puede concebirse
como una práctica constructiva, en un sentido similar al juego del niño que
desarma el juguete para saber cómo funciona. ¿No sería ese, a pesar de la pro-
hibición, el primer juego del juego, el protojuego? ¿No formaría parte ineludible
del juego la destrucción misma del juguete?
En esta confluencia también cobra significación la condición nueva del lector,
que se mencionó: la lectura deviene una variación de ese juego con el sentido,
una performance donde el receptor re-construye el texto desde una pura interacción
singular productiva, y ya no desde un lugar pasivo o neutral. Esta tesis influiría
posteriormente en las teorías de la recepción: el lector como productor de un
sentido aleatorio y no soberano del texto.
Desde hipótesis menos confiadas en las lábiles totalizaciones estructura-
listas, pero sin abandonar la intención de perseguir la unidad tras la pluralidad
de los relatos, otros autores circunscriben sus búsquedas a la construcción
de nuevas teorías inspiradas directa o indirectamente en el estructuralismo

72
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

lingüístico43, o bien en el curioso proyecto de conferir a la crítica literaria un


estatuto teórico científico. Pero tanto la atrayente persuasión de hallar esa
unidad, como la inestable promesa de una fructífera coextensión universal
de las formas del relato, chocarían de nuevo con los límites derivados de la
imposibilidad de reducir el orden del sentido a los rasgos puramente formales
del sistema.

límites de la escritura en la etnografía

La insistencia en una apertura del texto para zanjar la multiplicidad de


voces que alberga fue una obsesión para Barthes, Derrida y especialmente
Bajtin. La antropología, que ocupaba un lugar de excepción en medio de las
tensiones entre el Otro y su textualización, no tardó en pronunciarse respecto
a los límites de la transmisión cultural y al desafío que supone la saturación
de significaciones y sentidos que está llamada a acoger, más que a excluir,
esa escritura en particular. Pero esta encrucijada tiene antecedentes. El es-
tructuralismo no estuvo libre de las exigencias y dificultades metodológicas
que enmarcaban su proyecto investigativo en una concepción moderna de la
cientificidad. Sus dilemas sobre método también giraron alrededor de los pro-
blemas de la subjetividad y el desprejuiciamiento del investigador, obstáculos
que creyó remontar gracias al peso científico del esquematismo lógico al que
redujo la vida social. La estrategia deductiva y sus correlatos enunciativos
de validación formal, ofrecieron al método estructural una frágil coherencia
que pronto reveló fisuras; por ejemplo, las que provenían de encadenamien-
tos de lenguaje que se sustrajeron al primado de la posibilidad de describir
objetivamente aspectos situacionales y diferenciales de la cultura. Desde un
panorama posterior al estructuralismo (años ochenta) se observa que el viejo
debate sobre la metodología en las ciencias sociales también se desprendió
de las coordenadas tradicionales para centrar su atención en las relaciones
con la representación y la escritura. A pesar del estatuto hipotético-deductivo
donde se instaló la interpretación estructural, los temas de la “neutralidad
investigativa” o el “control de la subjetividad” del investigador chocaban con-
tra la evidencia de inevitables y constantes desplazamientos del significado
y su ineludible textualización, latentes en el proceso de investigación social
y a contrapelo de las traducciones matemáticas de los datos empíricos. La

43
Como los desarrollos de la narratología por parte de Genette, o la semiolingüística de Greimas, entre
otros. Respecto a los diversos alcances y crisis de los métodos estructuralistas en las teorías literarias, pue-
den verse con provecho los textos de Jonathan Culler La poética estructuralista (1978) y Sobre la deconstrucción.
Teoría y crítica después del estructuralismo (1984).

73
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

escritura etnográfica es sin duda el mejor lugar para observar precisamente


las inadecuaciones siempre presentes en los temas de la representación trans-
cultural, aunque los etnógrafos sean proclives o no a una lectura científica de
los hechos. Las interpretaciones de Clifford Geertz y James Clifford sobre el
tema de la observación en etnografía tocan varios aspectos fundamentales
del problema de la radical diferenciación cultural y su transmisión, que se
prolongan hasta el presente gracias en parte a las rupturas con los temas del
sujeto generadas por los movimientos estructuralistas y postestructuralistas.

Dificultades de la representación transcultural


En su concepción de la cultura desde un punto de vista “textual”, Clifford
Geertz había señalado varios aspectos críticos de la representación etnocén-
trica, como la retórica escritural que escamotea la puesta en escena de su
propia autorreferencialidad, la reconversión de la mirada hacia el otro para
enfocarse en los efectos de la propia actividad claramente eurocéntrica, o la
resistencia de las etnografías clásicas o convencionales a reconocer su trabajo
más como un género próximo al campo literario y a las búsquedas experimen-
tales del sentido que a la realización a ultranza del proyecto positivista (1987).
Tanto Geertz como Clifford se muestran de acuerdo con el estructuralismo
en cuanto considera a la cultura como un indiscutible orden simbólico, pero
tienen reservas para admitir que ese orden deba recibir un tratamiento de
carácter esquemático-científico y no más bien textual-alegórico, transcriptivo,
heteroglósico... James Clifford apuesta por animar el horizonte de una com-
prensión distinta de la etnografía; es decir, que valide los múltiples niveles de
significado sin privilegiar una lectura autorizada del antropólogo-autor (1991:
152 ss.). Estas perspectivas se remiten al tema del “autor” y a las dificulta-
des inherentes a la determinación de la significación cultural: vale decir, a la
multiplicidad de voces e interpretaciones que animan las narrativas del Otro,
o sobre el Otro, en tanto no poseen un único nivel de significado. Es claro:
el creciente desdibujamiento de la autoridad y omnipotencia de la “función
de autor” (ya criticada por el (post)estructuralismo, por Barthes y Foucault
especialmente, aunque desde diferentes ángulos) no compromete exclusiva-
mente al trabajo etnográfico, puesto que no deja de constituir uno de los más
imponderables y al mismo tiempo reveladores problemas investigativos del
presente. Pero este obstáculo sí alcanza una indudable relevancia frente a los
temas de la representación transcultural y la textualización del trabajo etno-
gráfico. Si la vida del Otro representaba para la antropología clásica esa espe-
cie de campo privilegiado para el despliegue de su “observación objetiva”, lo
que ha ocurrido es un agrietamiento inédito en las “condiciones constructi-

74
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

vas” de los lugares en los que esa observación etnográfica situaba su mirada y
privilegiaba la orientación y homologación de sus prácticas de escritura, para
seguir más bien el camino inverso y convertir la mirada etnográfica misma en
objeto de interpretación y crítica autorreferenciales desde las dificultades, y
no las certezas, de su propia articulación discursiva. Si se siguen las argumen-
taciones puntuales de James Clifford a este respecto44, resulta visible que la
encrucijada de relaciones de dominación en que se encuentra hoy el etnógra-
fo ha generado una serie de problemas para las prácticas de conocimiento que
tienen a la observación social como instancia decisiva. Si se consideran las
implicaciones generales propias de tales problemas, es necesario reconocer
que los criterios de localización específica de las relaciones culturales, socia-
les, estéticas, históricas, etc. (con las distintas lógicas propias que ponen en
funcionamiento), y la reflexión centrada en esas condiciones determinadas,
son casi las únicas formas actuales de abordaje de la investigación social en
condiciones relativamente exoneradas de las dificultades respecto al estatus
científico del investigador, la mitificación del discurso de autor, la parcialidad
y autoridad, la recolección de datos y la subjetivación, el trabajo de campo, la
verdad, etc. En este artículo decisivo, Clifford localiza las formas históricas
que ha revestido una especialización del trabajo de campo. Desde las primeras
aproximaciones centradas en el aprendizaje de las lenguas y la experiencia
personal como una suerte de iniciación (Clifford, 1995a: 46), pasando por
los problemas de la objetividad científica, la construcción narrativa y la ob-
servación participante –hasta llegar al campo de la polifonía significante–, se
observa una crisis evidente en la apropiación y reconstrucción de realidades
ajenas por parte del etnógrafo.
De Hegel a Gadamer, las vivencias como experiencias de sentido ante al
mundo suscitaron muchas preguntas sobre sus presunciones de objetividad,
o bien sobre la subjetividad excedentaria que siempre invade los contornos de
las propias representaciones fruto de tales prácticas. La dialéctica originaria
entre la experiencia vivida (Erlebnis) y la interpretación-expresión (Erleben)
de Dilthey (1945, 1956), y el tránsito de la revelación en la experiencia in-
terna (comprensión) como relación intersubjetiva entre un “yo” y un “tú”,
permitirían una cristalización de las conexiones dinámicas o la penetración
de realidades ajenas a la historicidad particular del sujeto que comprende en

44
Véase “Sobre la autoridad etnográfica”, en Dilemas de la cultura (1995). El tema es amplio y complejo,
porque presenta numerosos desarrollos transversales y reformulaciones de varios problemas relativos a
la observación social. Se pueden encontrar avances y postulados importantes, entre otras lecturas, en el
texto citado de Clifford y en un libro posterior de Geertz, El antropólogo como autor (1988); al igual que en
el texto de George Marcus y Michael Fisher, La antropología como crítica cultural (2000).

75
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

el mundo humano (la estructura como conexión significativa). Entonces,


tanto los distintos individuos como las formas sociales, civilizaciones, siste-
mas culturales…, conformarían universos centrados en su propio acontecer
(autocentralidad), y sólo se podría alcanzar una conexión interna con ellos
cuando se comprenden “desde dentro” sus especificidades (la autocentrali-
dad comprendida en un mundo compartido). Estas tesis de Dilthey habrían
proporcionado el fundamento moderno para una actitud que apostaba en
primer lugar por el privilegio de la “experiencia” del investigador (el “yo estu-
ve allí”) como requisito aparentemente irreemplazable para alcanzar una na-
rrativa legitimada que sólo así podría concebir con cierto grado de objetividad
el sentido de la vida del otro. Pero, por supuesto, no toda experiencia es sus-
ceptible de ser traducida en interpretación, como aclara Clifford a propósito
de las pretensiones cientificistas de la etnografía, y toda representación es una
construcción irremediablemente subjetiva, lo cual nos conduce al problema
de la separación entre dos universos inconmensurables: la relación experien-
cia e interpretación es esencialmente subjetiva y no dialógica o intersubjetiva
(1995a: 54 y 57). Como respuesta a esa irreductibilidad, la interpretación tex-
tual surge como alternativa hermenéutica a la aparente sin salida de la relación
experiencia-interpretación. Al contribuir con una visibilidad de los procesos
descriptivos y creativos, se acercaría a una coherencia representativa de los
contextos culturales (Ricoeur-Geertz) y a la creación de campos de sinécdo-
ques como construcción asignable de una totalidad cultural (Clifford, 1995a:
57). Pero, nuevamente aquí, el etnógrafo deviene autor omnipotente que asig-
na “significados ingobernables al texto”, ratificando la separación texto-ex-
periencia y contribuyendo al desvanecimiento de aspectos situacionales del
trabajo etnográfico. No obstante, Clifford reconoce aquí una contribución a
lo que llama “desfamiliarización de la autoridad etnográfica”, que ciertamente
se ve agudizada bajo las certeras críticas de Leiris y otros a la naturaleza no
recíproca de esa interpretación en la etnografía (1995a: 61). En efecto, ni la
experiencia ni la interpretación son jamás neutrales, lo cual conduciría a con-
cebir legítimamente a la etnografía como “negociación constructiva” entre
varios actores o sujetos “políticamente significantes” (loc. cit.). La representa-
ción etnográfica, entonces, no solamente carece de la objetividad que le per-
mita trascender tajantemente las condiciones ciertamente polisémicas de la
producción del sentido, y que concurren ineludiblemente en la reelaboración
de otros universos por parte del etnógrafo, sino que queda obligada a recono-
cerse más como una especie de construcción subjetiva de vivencias comunes
que se expresan en otro relato entre varios, y ya no como la reconstrucción pri-
vilegiada de un orden invariante que reclama una dudosa legitimidad prove-

76
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

niente de su pretendida autoridad científica. De manera que se interpone aquí


una especie de textualidad no ofrecida al orden estructural, sino plenamente
abierta gracias a las contingencias de las experiencias particulares resultado
de las relaciones con los otros. La aproximación estructural no confería valor
a este umbral de problemas, dado que aspiraba a establecer modelos que no
pasaran por procesos dialógicos o interpretativos, sino exclusivamente expli-
cativos. Pero las relaciones entre la explicación y la interpretación conservan,
como lo muestra Ricoeur, rasgos concomitantes que emergen justamente en
la textualización de la experiencia etnográfica. Con todo, ni siquiera se trataba
de rescatar la interpretación sino revisar sus fundamentos en relación con la
heteroglosia que permea los lugares donde llega a articularse discursivamen-
te. Es así como, según Clifford, “los paradigmas de la experiencia y de la
interpretación están dejando el paso a los paradigmas discursivos del diálogo
y la polifonía” (loc. cit.). El lenguaje, como “visión heteroglósica del mundo”
(Bajtín), nos sitúa frente a una realidad o matriz de relaciones complejas y
variables, llenas de resonancias y subjetividades que convertirían al trabajo
de campo en una red de interlocuciones, ambigüedades, acentos..., bajo ese
límite inconmensurable que transcurre entre “nosotros” y “los otros”. Ahora
bien, la cualidad de esa red ofrecería la posibilidad de negociación (Griaule)
de una visión compartida de la realidad, pero al costo de producir una seria
ruptura o vulneración de la autoridad etnográfica (1995a: 63). Clifford mues-
tra que la implicación de una estrategia dialógica en el trabajo etnográfico
no eliminaría la autoridad sino que la desplazaría (al hacer aparecer al inter-
locutor como “representante” de su cultura). ¿Dónde queda, en ese caso,
la autoría del trabajo de campo? –se pregunta Clifford−. Hacer hablar a los
informantes, concederles la palabra, abriría en justicia un campo polifónico
de múltiples discursos, tal como Dickens restituye la palabra a sus personajes
en ese carnaval de pugnas entre la extrañeza y el reconocimiento, las emer-
gencias de dialectos, individuos, grupos de edad, etc., que sería la producción
dialógica de interpretaciones etnográficas (loc. cit.). Pero una introducción de
la “heteroglosia domesticada” en el trabajo etnográfico –tal como propone
Bajtín respecto de la novela (1978)–, supondría otra seria desvirtuación de
la autoridad del etnógrafo, pues “las afirmaciones indígenas tendrán sentido
en términos diferentes” a los suyos (Clifford, 1995a:71). Así, Clifford llega
finalmente al planteamiento de una utopía de la autoría plural que conferiría
“a los colaboradores no meramente el estatus de enunciadores independien-
tes sino el de escritores” (loc. cit.), con los inconvenientes de la subsistencia
de inadecuaciones residuales (por la diferencia entre las miradas), y también
la consiguiente desarticulación del orden interpretativo occidental, centrado

77
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

en el logocentrismo del autor (Derrida). Por tanto, Clifford concluye que los
etnógrafos se verán cada vez más constreñidos a “compartir” sus textos, aban-
donando incluso la categoría de “informante”; las monografías dejarán cada
vez más de dirigirse hacia un único lector (generalmente occidental), abriéndose
a una polifonía o tejido plural de significaciones particulares (Bajtín, Barthes…)
que escaparían a la atribución y el control de un sujeto único autorizado para
ello (1995a: 73). Si el estructuralismo se otorgaba la exclusividad de convertir
los textos del Otro en objetos de análisis como unidades de carácter autónomo
(los mitos, por ejemplo) —y se remitía a la autorreferencialidad de las unidades
de significado que le conferían su autosuficiencia—, la propia textualidad etno-
gráfica (la escritura del etnógrafo), por su parte, se presentaba como un escollo
insalvable debido a la pluralidad de voces que reclamaban un lugar en el tejido
de las construcciones de sentido que debía producir esa escritura.

La ficción del sentido


En otro lugar, Clifford aborda detalladamente los antecedentes históricos
de los métodos etnográficos y el paso del trabajo de campo por relaciones de
poder, también correspondientes a procesos de representación histórica y ses-
gada del Otro (1995b). Las construcciones, modulaciones, saturaciones signifi-
cantes, deslizamientos y especialmente forzamientos de producción del sentido
en el trabajo de Griaule, sirven como piezas clave para comprender los peligros
que subyacen en la recurrencia constructiva de mundos distintos por parte del
etnógrafo, quien además, insiste Clifford, debe renunciar a la pretensión de re-
ducir esos universos a partir de sus fragmentos vivenciales como medios hipo-
téticamente idóneos para comprender la totalidad de los sistemas de vida de tales
pueblos. Ambigüedad permanente de la etnografía, ese salto siempre remite a
vacíos entre esa producción de sentido (las maneras privilegiadas de generarlo
y registrarlo) y la posibilidad, casi angustiosa, de la presencia de un “no-dicho”,
de una dimensión no captada que resiste los filtros más sofisticados, incluyendo
a los “informantes más autorizados”, y que amenaza desbaratar la construcción
ordenada de la interpretación como objetivación de la experiencia del etnógrafo
(Clifford, 1995b: 84). En efecto, para Bajtin lo dialógico trasciende la estructura
de la lengua y es irreductible a las formalizaciones lógicas. Esta agonística de
la investigación nos conduce a constatar, con Clifford, que toda producción de
la verdad opera a través de mecanismos de poder, como denunciaba Foucault
(Clifford, 1995b: 83, 86). En tal sentido, continúa Clifford, la lección de Mauss
resultaría instructiva: la realidad social está construida de muchas maneras, y la
descripción no debería estar marcada de manera tan definitiva por preocupa-
ciones explicativas. Sin embargo, esta precaución no es suficiente. Se impone la

78
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

necesidad de situar problemas en contextos de investigación precisos, más allá


del puro orden estructural de las relaciones de parentesco o las construcciones
míticas, que puedan dar cuenta de numerosos aspectos relevantes de la otra
cultura, y esa búsqueda pasa necesariamente por relaciones precisas con “el
otro” y con la textualización.
El análisis de Clifford sobre el método de Griaule, bajo las estructuras
del sistema documental y el complejo iniciático, pone en evidencia el uso
de estrategias de poder que remiten al campo jurídico y a la concepción de
la investigación como empresa “militar” o, cuando menos, “policiva” (Cli-
fford, 1995b: 98 ss.). Al detenerse en los aspectos teatrales y detectivescos
del método de Griaule, Clifford ofrece una aproximación genealógica a los
ejercicios de poder por parte de un etnógrafo cuyas intenciones nunca pare-
cieron seguir los compromisos dialógicos, centrándose preferentemente en
la seguridad de mantener el control absoluto sobre la investigación (actitud
que se encontraba en plena consonancia con el espíritu colonialista francés).
En este punto, Clifford llega a una conclusión impactante: “las etnografías
son ficciones a la vez de otra realidad cultural y de su propio modo de pro-
ducción” (1995b: 106). Se trataría de concebir el trabajo de campo como un
proceso contingente e irregular, signado tanto por el conflicto como por la
colaboración, según afirma hacia el final del capítulo.

Dislocación de la mirada etnográfica


Resulta visible que tanto la lectura como la escritura pasan hoy por nuevos
registros, que se caracterizan principalmente por la destitución del modelo
interpretativo occidental como centralización de un deber-ser del conoci-
miento (Derrida). La etnografía, en este sentido, se encontraría en el ojo del
huracán respecto a los problemas de la atribución de autoridad a la mirada,
la diseminación de los significantes, la pluralidad que suscita la naturaleza
irreductible de la escritura sobre el otro, entre muchos otros. Nos parece
que el análisis de Clifford apunta a una reflexión de gran importancia en esa
dirección, que no puede dejar de constituir un punto de partida (y quizá de
retorno) en cualquier reflexión que se emprenda sobre el método etnográfi-
co. Nuestra hipótesis es que, en tal sentido, estos problemas concurren en los
conflictos que, al interior de un nuevo orden epistémico emergente, revelan
la existencia de una irreductibilidad entre la singularidad de la experiencia
y las modalidades modernas de significarla (textualizarla) bajo un régimen
discursivo que ya no estaría vigente y tampoco ocuparía un lugar superior en
una supuesta escala de objetividad cognoscitiva. En otros términos, la autori-
dad etnográfica ha perdido su lugar de enunciación soberana, pero no tanto por deficiencias

79
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

de método como por un desplazamiento mayor en las condiciones modernas de enunciación


en todos los campos del saber. De allí, nos parece, surge la dificultad que reiterada-
mente encuentra Clifford al intentar explicar una posible “puesta en orden”
de la interpretación etnográfica (la utopía de una autoría plural). Justamente,
la heteroglosia es uno de los más elocuentes reflejos de inadecuación enuncia-
tiva entre diversas formas de discurso y escritura, que remite a una explosión
de “funciones de discurso” bajo condiciones variables. Por estas razones, no
parece quedar alternativa distinta a una revaloración de modos de expresión
(como afirma Clifford), que definitivamente no tienen por qué guardar una
coherencia sintética o universal desde el punto de vista del sistema interpreta-
tivo, tal como fue la tradición en la etnografía moderna.
Queremos decirlo de otro modo: asistimos a una diseminación de “lógi-
cas discursivas” que ya no pueden aspirar a una universalidad perdida bajo el
desplome de la modernidad. Por tanto, no es que la etnografía o las ciencias
sociales en general carezcan de un método “adecuado” y deban seguir buscándolo;
es que la naturaleza misma de los métodos está fracturada por la emergencia de nue-
vos sujetos (y objetos, fenómenos, diferencias...) de enunciación, que ya no
se articulan con las formas discursivas modernas de interpretación ni pueden
legitimarse como aplicación adecuada de un método estructural que poseería
el monopolio del valor científico. Por supuesto, las conclusiones de Clifford
en los capítulos analizados invitan a dejar de reivindicar la “autoridad de la
experiencia”, y a replantear el problema de la interpretación bajo la óptica
de nuevas estrategias originales, que no necesariamente deban conducir a la
supresión de la discordancia propia de toda etnografía, y añadimos, de toda
lectura de los fenómenos sociales. Creemos que el problema de la inadecua-
ción de los métodos definitivamente pasa por un replanteamiento radical de
las formas enunciativas modernas, en su remisión a la interpretación de los
fenómenos y a su correspondiente escritura (crisis de la hermenéutica, ago-
tamiento de los modelos históricos, cambios de paradigmas, nuevas com-
plejidades, diseminación discursiva, debilitamiento de las aproximaciones fe-
nomenológicas...). Entonces, puesto que el etnógrafo ya no es una instancia
autónoma, está en “la obligación de reconocer los límites de la transmisión
cultural” (Clifford). Es aquí donde nos parece que la cuestión de la autoridad
debe plantearse de nuevo: ¿El etnógrafo debe defender una autoridad frente
a su investigación? ¿Qué clase de autoridad puede defender hoy el etnógrafo?
Llegados a este punto, resulta claro que las pretensiones estructuralistas
no estaban en condiciones de resistir la fuerza de estas argumentaciones, por
más que la etnografía aspirara a remontar los problemas de la transmisión
intercultural desde la recursividad hipotético deductiva. Desde fines del siglo

80
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

pasado, se asiste a una suerte de imposibilidad de consensuar enunciados


polifónicos bajo las categorías modernas de interpretación (fracaso del es-
tructuralismo, pero también incluso de la autoridad dialógica analizada por
Clifford), porque no se trataría ya de buscar un acuerdo o consenso comu-
nicativo a ultranza (Habermas) que haga corresponder las expectativas del
investigador con las del investigado, sino más bien afirmar la irrupción de esa
proliferación de discursos que obedece a presupuestos caracterizados por la
ausencia de una verdad que opere como síntesis soberana de significado. Así,
el problema de la inadecuación de los métodos pasa por un desdibujamiento
de las formas enunciativas modernas, en sus relaciones con la interpretación
de los fenómenos y sus correspondientes escrituras.

crisis del humanismo

Los temas de la muerte del autor remiten a la crisis del humanismo que
acompañó y en cierta forma apuntaló al movimiento estructuralista. El estruc-
turalismo, especialmente el de los modelos (Lévi-Strauss), reduce al sujeto a un
“resultado” de modulaciones inconscientes por parte de esquemas lógicos uni-
versales porque sólo así puede aspirar a una comprensión sistemática de lo que
presupone es “el verdadero ser” de los individuos concretos: carne de estructu-
ra. De ahí que categorías como conciencia, identidad, persona, individualidad,
autonomía, libertad…, tan significativas y trascendentales para los humanismos
contemporáneos (auténticos fundamentos modernos de su discursividad), se
vieron devaluadas por el estructuralismo pues representaban una suerte de “es-
torbos conceptuales” para el empeño de constituir una verdadera ciencia de lo
social sobre un objeto de estudio que, como el hombre en su facticidad, no
podía resultar tan variable e impredecible. Para lograr ese propósito, resultaba
imperativo desmontar algunos supuestos humanistas vigentes en el pensamien-
to de la época. Esta posición habría de generar un enorme impacto en todas
las ciencias humanas, que se refleja con mayor fuerza en la crisis producida por
la destitución del sujeto bajo todas las formas analíticas y discursivas que lo
enunciaban, tanto al interior del estructuralismo como desde las filosofías de la
diferencia: muerte del autor, fracturas del antropocentrismo y el humanismo,
desvanecimiento de lo social, muerte del hombre y fin del sueño antropológico,
instancias de subjetivación, (post)modernidad e inhumanismo tecnocientífico.

La deriva existencialista
Desde un punto de vista filosófico, el estructuralismo se opuso a las tesis
del existencialismo de Sartre, por ejemplo, concebido precisamente como una

81
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

forma de humanismo según el conocido texto del pensador francés. Pero


las tesis estructuralistas no consideraron con suficiente atención la especi-
ficidad y relevancia histórica de los principios sobre la libertad enunciados
por esa filosofía. En general, las corrientes existencialistas conciben la vida
humana bajo un estado de abandono o “derelicción” en un mundo que el
ser debe construir problemáticamente y sin apelar a esencias exteriores que
le ofrezcan garantías para determinar su destino. Es el individuo, más que la
sociedad, quien se ve confrontado a construir una ética de la responsabilidad
desde ese estado de abandono en el mundo. Por eso, Sartre concibe la libertad
más como una posibilidad abierta a la cual se ve confrontado el individuo, que
como un estado al que se accede por las vías del cumplimiento de normati-
vas políticas y menos aun religiosas. Cuando Sartre sostiene que la libertad
es “la posibilidad de hacer algo con lo que se ha hecho de uno”, se refiere al
ejercicio contingente de asumir un mundo que obliga a elegir líneas de con-
ducta precisamente desde el sí-mismo, bajo una tensión permanente derivada
de la evasión de la conciencia y su disolución en el no-ser y en los otros. El
individuo está condenado a ser libre en tanto está obligado a recuperar perma-
nentemente la posibilidad de actualizar sus elecciones; no le es dado dejar de
elegir, porque incluso cuando el individuo no elige, hace una elección. Por
eso, según Sartre, “se es libre para angustiarse por serlo”. Se trata entonces
de una condena a la libertad porque implica una apertura desgarradora y des-
esperada, más que una condición de equilibrio. El individuo está obligado a
escoger aunque sabe que toda elección se pierde en la incontenible fuerza
diluyente de la temporalidad donde está sumergida toda existencia. La vida
humana, inmersa en la temporalidad y en la angustia, también debe enfrentar
radicalmente el problema de la muerte. El hombre es ser-para-la-muerte (Hei-
degger), obligado a ser libre bajo la aplastante certeza de una libertad “para
nada”; proyecto inacabado e inútil que sintetiza el sentido de la existencia
humana como un abandono en el tiempo. De ahí que la existencia sea para
Sartre el camino para definir la esencia y no al contrario; los seres no pueden
definirse desde imperativos esencialistas externos. Según Sartre, la existen-
cia es un fondo originario del cual surgen las cosas y el hombre entre ellas.
El hombre es primero hombre, y después elige su existencia como hombre
específico. Esta elección es la que puede permitirle precisar su esencia como
ser. En cuanto ser que elige, la conciencia del hombre se proyecta hacia lo
que él no es (el mundo), de tal manera que el hombre es un ser que se define
a sí mismo defectivamente, en tanto sólo alcanza la noción de su ser mismo
por negación de lo que él no es. El mundo es una realidad en-sí, mientras la
conciencia es un ser para-sí; aquí se presenta un distancia irreductible que

82
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

convierte en más problemático el acceso de la existencia a la esencia, en su


afirmarse a sí misma como conciencia propia: si la conciencia no es el mun-
do (en realidad, necesita del mundo para afirmarse como conciencia), y si el
mundo no es la conciencia, ¿cuál es el nexo que une a la conciencia con el
mundo? En principio, Sartre encuentra que cuando la conciencia se vuelve
sobre sí misma deviene conciencia de nada (no mundo). De esto concluye
que la conciencia es, en el modo del para-sí, conciencia de nada. El gran con-
flicto sin solución del hombre es estar en la existencia como conciencia de
nada, desligado del mundo pero en-el-mundo. El nexo que unía conciencia
y mundo era para Husserl la intencionalidad; para Sartre será la acción: sólo a
través de sus actos puede el hombre resolver el vacío entre su conciencia y el
mundo. Tal es el sentido del proyecto existencial del hombre: la realización
histórica de la acción en el mundo. De modo que puede deducirse el efecto
que pudo representar la argumentación estructuralista que desvalorizaba las
posibilidades de la acción en favor de la prevalencia de los sistemas. Pero las
dificultades no terminan en este punto, porque aquí el individuo debe encarar
la relación con los otros, y superar nuevos obstáculos en la realización de
su proyecto como existencia: el otro es “objeto” para mí, en mi afirmación
como sujeto; pero yo a mi vez soy “objeto” para el otro en la afirmación de su
propia subjetividad. Sólo se experimenta al otro como sujeto cuando se es mi-
rado por él, objetivado como algo en el mundo. De ahí que Sartre concibiera
otra modalidad existencial bajo las condiciones del “ser mirado”: una relación
siempre conflictiva en la percepción del otro como objeto o sujeto, mediación
de la que no escapa ni siquiera la relación amorosa y que conduciría a Sartre a
afirmar que “el infierno son los demás”. En todo caso, la existencia humana
discurre constitutiva y dramáticamente en la inautenticidad. La mala fe del
hombre radica en que tiende a “ser lo que no es, y no ser lo que es”, de donde
se deriva que la conquista de una existencia auténtica sólo es posible a través
de la acción del individuo sobre el mundo y los otros, bajo la responsabilidad
que pueda asumir como ser que despliega permanentemente el arduo ejerci-
cio de su libertad. De manera que, para el existencialismo, la libertad no es un
estado sino una tensión, una pura posibilidad existencial abierta.

La fractura antropocéntrica
A pesar del auge del pensamiento existencialista, las escuelas estructura-
listas coincidieron en que no existía algo semejante a la conciencia ni a una
voluntad humana consciente y libre, instancia originaria y decisiva de la vida
del hombre y, además, depositaria racional de la evolución de las sociedades.
Para el estructuralismo, el hombre no es el amo absoluto de su propia his-

83
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

toria ni el auténtico motor del sentido de su experiencia social, porque estaría


afectado y determinado por sistemas preexistentes e inconscientes, los cuales
representarían la verdadera fuerza que finalmente decidiría sus formas de exis-
tencia y su destino específico. Allí, en ese fondo primario y esencial –invisible
exterioridad de la conciencia–, se resolvería realmente la vida individual y social,
y no desde un supuesto sujeto “libre y responsable”, que se encontraría en el
centro del universo e investido del poder para actuar con una voluntad ple-
namente consciente, pretendidamente liberada de las determinaciones de esas
voces secretas que “hablan” en las estructuras (como se dijo entonces, el hom-
bre no habla sino que es hablado y no actúa sino que es actuado por las estructuras).
A propósito de esta fractura del antropocentrismo, Freud sostuvo que
en la historia se pueden constatar tres grandes heridas narcisistas que se
pueden resumir así: el postulado de Copérnico, donde sostiene que la Tie-
rra no es el centro del universo; la tesis de Darwin, que postula un nuevo
descentramiento al afirmar que el hombre no es más que otra especie en
el planeta; y la hipótesis del psicoanálisis, que plantea la existencia de un
inconsciente que disloca a la conciencia como instancia racional rectora
de la vida individual (Freud, 1985: 181-184). Desde esta incisiva lectura de
Freud, la centralidad del hombre es destituida a nivel cósmico, biológico
e individual, es decir, desde las tres dimensiones que en Occidente habían
catapultado su soberanía. Así, inspirado especialmente en la última de estas
tesis, el estructuralismo establece que la existencia humana discurre bajo
determinaciones que, como disposiciones formales de sistemas inconscien-
tes, impiden seguir creyendo que el sujeto sea una instancia soberana. Ya
no se concede la atención acostumbrada al “yo” como instancia suprema
de reflexión y de acción, sino a la fuerza ordenadora de los sistemas y las
organizaciones impersonales y anónimas que arrastran y llegan a borrar la
identidad del sujeto. A la luz de las teorías estructuralistas en general, el
hombre es un objeto más entre todos los objetos susceptibles de recibir re-
visiones y clasificaciones científicas. Bajo ese orden, algunos postulados es-
tructuralistas llegaron a enmarcarse en lo que se concibió como una suerte
de antihumanismo, aunque en realidad pretendían establecer una distancia
de los residuos de subjetividad que podrían malograr el proyecto de confe-
rir un estatuto científico a las disciplinas sociales.

Un antihumanismo en cuestión
En esta encrucijada crítica respecto al humanismo ausente o al antihu-
manismo latente en los principios estructuralistas, algo resulta innegable: la
relatividad en la asignación de estas categorías muestra las sorprendentes con-

84
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

notaciones que pueden alcanzar bajo otras lecturas, hasta llegar a desplazar
las cargas semánticas negativas implícitas en sus diversas formulaciones. Por
ejemplo, cuando Lévi-Strauss afirma (en medio de las crisis del colonialismo
europeo) que todos los seres humanos enfrentan en todas partes problemas
similares, y cuando tratan de resolverlos siempre llegan a soluciones semejan-
tes (1964; 1981); cuando denuncia explícitamente la deshumanización propia
del colonialismo imperante y el etnocidio sistemático de las culturas sin Es-
tado por parte de Occidente; cuando niega el menor reconocimiento a las
falacias “tanto morales como científicas del racismo”45, o cuando sostiene la
tesis sobre la existencia de un “espíritu humano universal”, ¿se puede pensar
que estas afirmaciones sean antihumanistas? En esas circunstancias históricas
precisas, Lévi-Strauss insistía en que el hombre es hombre sin importar cuál
sea su especificidad étnica o cultural. Desde Tristes trópicos, toda su obra gravita
alrededor del arduo propósito de superar el etnocentrismo. Si bien el estruc-
turalismo se sentía obligado a suprimir los “ruidos” de la conciencia (y del
antiguo enunciado que concebía al hombre como medida de todas las cosas),
en estas y muchas otras formulaciones de Lévi-Strauss aparece manifiesta una
voluntad de negar los supuestos y diferenciaciones cosificantes del colonia-
lismo, y además, repudiar con fuerza el otro tipo de brutal deshumanización
experimentada muy recientemente en la propia Europa –las atrocidades del
nazismo todavía estaban muy presentes en el ambiente–, que radicó en pre-
tender que sólo cierto tipo de hombre podía plantearse como el único mode-
lo para el reconocimiento de la “verdadera” humanidad de todos los otros46 .
Bajo esta óptica, resulta visible que el distanciamiento de las categorías huma-
nistas se refería al discurso científico de las ciencias humanas. Entonces, ¿se
trataba de unas ciencias humanas sin el hombre?, como se cuestionó crítica-
mente al estructuralismo en la época; pero hay que recordar, ya desde una dis-
tancia histórica, que se trataba precisamente de la ausencia de un hombre postulado
como amo absoluto de sí mismo y del mundo. Por lo demás, tampoco hay que ol-

45
Tesis expuestas en el conocido artículo “Raza e historia” de 1952, que a pesar de las diversas refor-
mulaciones de carácter biológico que postula luego en “Raza y Cultura” (1983), conservan su rechazo
hacia toda teoría que pretenda establecer criterios de diferenciación genérica en la especie humana.
46
Cf. Leopoldo Zea (1976). También puede verse Frantz Fanon (1963). Respecto al humanismo, Lé-
vi-Strauss advierte: “Al aislar al hombre del resto de la creación, al definir demasiado estrechamente los
límites que lo separan, el humanismo occidental, heredero de la Antigüedad y del Renacimiento, lo privó
de una muralla protectora, y la experiencia del último y del presente siglo lo prueba. Lo expuso, sin
defensa suficiente, a los asaltos fomentados dentro de su misma fortaleza. Permitió que sean rechazadas
fuera de las fronteras arbitrariamente trazadas fracciones cada vez más próximas de una humanidad a
la cual se podría tanto más fácilmente negar la misma dignidad que al resto, que se había olvidado de
que si el hombre es respetable, lo es en primer lugar como ser viviente más que como señor y dueño
de la creación” (1999: 139).

85
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

vidar que el siglo XX quiso justificar muchos delirios y violencias en nombre de los
humanismos de todo pelambre que asolaron su historia. Entonces, esas acusaciones
de antihumanismo pueden desdoblarse dependiendo de las condiciones de enun-
ciación donde se sitúan; desde estas lecturas de Lévi-Strauss, el hombre aparece en
un escenario primordial, donde sus determinaciones y diferencias particulares se
ven ciertamente desdibujadas bajo una instancia que muestra y ratifica su unicidad
como especie. No podemos albergar dudas al respecto; este principio es, a fortiori, el
fundamento ético y filosófico más importante para todo auténtico humanismo. Sin
embargo, estas conclusiones tampoco excusan la pretensión de eliminar a ultranza
las diferencias y la singularidad humanas −como la reducción de los individuos, por
parte del estructuralismo etnológico de Lévi-Strauss, a desempeñar el simple papel
de signos en una especie de gran tabla clasificatoria−, bajo el designio de fundar unas
nuevas disciplinas sociales que –humanistas o no– creían resolver el viejo problema
del positivismo al escamotear la pluralidad y complejidad de lo humano, so pretexto
de albergarlo en el tranquilizador cielo científico de las estructuras. No parecía fácil,
en aquel momento, asumir el desafío de comprender que las diferencias son precisa-
mente lo que convierte a los individuos en semejantes: el ser de la diferencia, según
Deleuze, es lo que tienen en común todas las cosas; por eso, ser es diferenciarse,
repetir la diferencia, afirmar la singularidad.

Simulacro y fin de lo social


El significado particular de lo que se puede entender como una actualidad
post- que ha trascendido los lugares comunes de reconocimiento, se explica a
los ojos de Baudrillard más en referencia a un universo social y cultural desma-
terializado, deshistorizado y desrealizado, en el sentido de haber perdido los
referentes de realidad en favor de una virtualidad o hiperrealidad de natura-
leza predominantemente simbólica. Es en realidad el consumo dominante de
signos, más que propiamente de mercancías, lo que marcaría hoy a las socie-
dades postfordistas de Occidente, que han asistido al desarrollo desmesurado
de una hiperinflación simbólica en detrimento de lo real (el semiocapital),
hecho que conduce a replantear el concepto de producción económica enfo-
cado antes exclusivamente en el campo de la mercancía y a proyectarlo sobre
los espacios de la información y la comunicación (la proliferación del código
como imperativo semasiológico de los sistemas culturales, donde los objetos
encarnan una función que resulta ajena a las concepciones modernas del in-
tercambio). El valor de los objetos ya no se acomoda a la lógica de la teoría
económica moderna (valor de uso, valor de cambio), porque ésta se ha visto
desbordada por la lógica del objeto-signo, en un sistema de códigos cada vez
más escindido de ese orden y cuya deriva en una hiperrealidad ha dejado de

86
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

lado “lo real” mismo para abrirse a una reproducción pura de simulacros que
convierten el residuo de lo social en un fenómeno críticamente indecidible
(Baudrillard, 1978: 171). La función simbólica, tan relevante para las teorías
estructuralistas (Lévi-Strauss, Jacobson, Lacan…) es reconducida por Bau-
drillard al campo de la economía en sus primeros trabajos (1969, 1974), pero
esa función alcanza un sentido más problemático cuando se relaciona poste-
riormente con los desarrollos del objeto-signo y las lógicas que le confieren
un valor diferencial en el ámbito del consumo-lenguaje. Baudrillard acudía a
las teorías de Malinowski y Veblen (manifestación de jerarquías, dilapidación,
prestigio, ostentación...) para concebir el consumo de bienes en la órbita del
intercambio simbólico más que desde las teorías de la necesidad-satisfacción.
De modo que la sociedad capitalista ya no estaría marcada tanto por la satis-
facción de necesidades (desnaturalización), cuanto por premisas exacerbadas
de diferenciación/distinción, hasta el punto de implicar una concepción vir-
tual del socius desde un plano puramente simbólico. De ahí el declive de las
ideologías modernas y la apertura en suplencia de espacios saturados por una
hiperinflación de signos que convierte en indiscernible la orientación de un
mundo que naufraga en la proliferación incesante de simulacros. Desde estas
nuevas lecturas, Baudrillard propone un análisis del concepto de simulacro
como instancia que abre un espacio de confusión o transfiguración entre lo
real y los modelos (“sustitución del territorio por el mapa”). Disneylandia,
arquetipo de la forma de vida estadounidense, se presenta justamente como
imaginaria para conducir a pensar que el resto del país es “real”. Pero allí
se expresa la paradoja de ocultar que esa nación “real” (“hiperreal”) es una
Disneylandia o un “desierto de lo real” (tal como existen las prisiones para
ocultar que todo lo social es carcelario)47. Pero se impone entender bien esto:
el simulacro en Baudrillard no es una imitación o duplicación de lo real; no se
trata de artificio, copia o ilusión. De hecho, lo artificial puede copiar la reali-
dad; pero la ilusión no es lo que se opone a lo real sino que “es una realidad
más sutil que rodea [a lo real] con el signo de su desaparición”48. Si disimular
es fingir no tener lo que se tiene, simular sería no tanto fingir tener lo que no
se tiene, como dejar en vilo la diferencia entre lo verdadero y lo falso; mien-

47
Cf. Cultura y simulacro [“Exkurs”] (1978:189). Véase también, en el mismo texto, “La precesión de los
simulacros” (p. 30). En un sentido semejante, Baudrillard llegará a sostener que la primera guerra del
golfo nunca tuvo lugar, en virtud del simulacro mediático que transmitió el acontecimiento como un
puro y simple juego de video. Cf. La guerra del golfo no ha tenido lugar (1991).
48
Cf. “Objects in the mirror”, en El crimen perfecto (1996: 118). Baudrillard mostrará la radicalidad
desconcertante del simulacro en una de las sentencias más paradójicas que figura en versiones de “La
precesión de los simulacros”: “El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que
no hay verdad. El simulacro es verdadero”.

87
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

tras que el fingimiento o el disimulo “dejan intacto el principio de realidad”,


la simulación lo altera (de ahí que el simulacro tenga la capacidad de elidir el
valor referencial de los signos) (1978: 11-12). El simulacro no posee una na-
turaleza sustancial, artificial o ilusoria, sino que es producido por lo hiperreal
como exacerbación de lo real mismo en su destrucción de los referentes y en
su conformación de una nueva topografía que reemplaza a lo real: reversión
del signo por elisión de la referencia. En una frase, los signos de lo real han
terminado suplantando a lo real: “vivimos en un mundo en el que la más
elevada función del signo es hacer desaparecer la realidad, y enmascarar al
mismo tiempo esa desaparición” (Baudrillard, 1996: 17).
En esta coyuntura irrevocablemente virtual y casi fantasmática, la se-
ducción deviene fuerza procesiva que reemplaza a la producción como
motor de la proliferación cancerosa de los signos bajo el triunfo universal
de la apariencia. Subsiste un fondo de seducción y fatalidad en la ineluc-
table condena a la atracción simbiótica del objeto y su efímero placer49. Por-
que el objeto a su vez ha dejado de ser inerte, ha despertado del sopor que le
imponía la ciencia y se revela irónicamente como el horizonte especular donde
desaparece el sujeto. Después de tal hiperinflación de lo real, de esta superpro-
ducción fractal y viral de los signos y las incertidumbres que los acompañan
(pues signos y objetos restan liberados de sus ideas o valores), sólo subsiste una
autorreproducción infinita, desorden metastásico que define a la cultura con-
temporánea como dominio indiferenciado de lo mismo que ha asesinado a la
alteridad (incluyendo a la muerte), donde las esferas de la economía, la estética y
lo sexual no pueden encontrar los principios de su determinación objetiva y, en
una involución descompuesta, se desdoblan en transeconomía (desestructuración
del valor en una economía virtual, liberada de la ideología, saturada y catastró-
fica), transestética (inercia y desaparición del arte en el vértigo ecléctico de las
formas) y transexualidad (triunfo del artificio de indiferenciación que conmuta
los signos del sexo y de las pertenencias) (Baudrillard, 1991: 20 ss.).
Como consecuencia, lo social, la categoría que inspiró a los movimientos de
liberación modernos, se torna indiscernible al ser barrida por ese grado cero de
lo político; en palabras de Baudrillard, lo social “ha dejado de designar”50. Pero
el sentido de lo social se resemantiza negativa y tanáticamente en la banalidad
narcicista de la sociedad del espectáculo y los medios de comunicación. Una de

49
Las estrategias fatales (1984). El sujeto no existe hoy más que como fractal, simple “terminal de redes”,
sumido en el éxtasis de la comunicación. Cf. El otro por sí mismo (1988: 13, 18 y 34).
50
“Lo social, en el fondo, jamás existió. Jamás hubo relaciones sociales. Nada funcionó jamás social-
mente. Sobre ese fondo ineluctable de reto, de seducción y de muerte, no hubo jamás otra cosa que si-
mulación de lo social y de la relación social”. Cf. “El fin de lo social”, en Cultura y simulacro (1978: 176).

88
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

las categorías sustanciales de lo social eran “las masas” como motores históri-
cos que portarían la capacidad de transformar la historia. Para Baudrillard, son
más bien la precariedad desnuda de la noción de pueblo, un “referente espon-
joso” que cumple el papel de absorber lo político bajo la inercia y neutralidad
que las definen. Las masas serían mejor fenómenos implosivos, mayorías silen-
ciosas sin historia ni futuro, vacío de partículas, desecho de lo social, agujero
negro…51 .
A la luz de estas afirmaciones y de la proliferación de sus efectos, ¿cómo
continuar encarando lo social –y su devenir cada vez más indiscernible– bajo
modelos epistemológicos modernos que, como la estructura, han perdido
la efectividad discursiva previamente dada precisamente por el significado
trascendente de su articulación con el socius? ¿A qué podrían aspirar los
modelos estructurales frente a la extraña fenomenología del simulacro? Los
argumentos de Baudrillard permiten ratificar, por otro camino, la existencia
de una profunda relación de dependencia entre el desvanecimiento de la
eficacia narrativa en los saberes modernos y la inadecuación de los métodos
tradicionales de las ciencias sociales, que se agrava frente al correlativo de-
bilitamiento de las formas enunciativas para lo social, y su simulación en la
hiperrealidad que ha pasado a reflejar su evanescente relevo.

La muerte del hombre


Si existió una inquietud constante en Foucault respecto a los temas del
sujeto, hay que entender que se trataba de una preocupación sobre las opera-
ciones y efectos de poder que lo invisten, pues la genealogía aspira a localizar
los lugares donde el sujeto es literalmente atravesado por los discursos, por
los juegos y estrategias discursivas de acción y reacción, así como por la cen-
tralización de tales prácticas de dominio ejercidas bajo instancias históricas
de sometimiento. Entonces, la constitución del sujeto aparece en el mismo
discurso tomado como un conjunto de estrategias que forman parte de las
prácticas sociales. Foucault encuentra un antecedente definitivo en Nietzsche,
quien concibe la existencia humana como fuerza diferencial que se afirma en
el devenir y produce sentido y valor, pero que se encuentra capturada por
fuerzas reactivas que disminuyen su potencia de acción o inhiben la creación
de nuevos valores al encerrar el pensamiento en los límites estrechos de los

51
Cf. “A la sombra de las mayorías silenciosas”, en Cultura y simulacro (1978: 109-110). “La masa es un ser
sin atributo, sin predicado, sin cualidad, sin referencia. Esa es su definición o su indefinición radical. No
tiene ´realidad´sociológica” —y Baudrillard se pregunta en el mismo lugar: “¿Las masas son el ´espejo
de lo social´? No, no reflejan lo social, ni reflexionan en lo social− es el espejo de lo social el que viene a
romperse sobre ellas” (1978: 112 y 115).

89
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

sistemas y sus producciones de “verdad” (la moral, el platonismo, el cristia-


nismo...). Una de las grandes aspiraciones de Nietzsche consistió en el deseo
activo por reemplazar la voluntad de verdad por una voluntad creadora que
pudiera romper con las coerciones reactivas de sistema (Deleuze, 1971: 77).
El proyecto genealógico de Nietzsche también invocaba una crítica al sujeto
y su soberanía52, pues éste constituía una garantía para la circulación de la
verdad, o en términos de Foucault, representaba el papel de agente para su
producción y distribución. Una vez desmontado el sujeto, queda para Nietzs-
che solamente una cantidad cualitativa de fuerza, un quantum 53 que Foucault
quiere concebir como una suerte de “región de la existencia” o campo de
individuación que ahora carece de centro o de conciencia, pero no de modu-
laciones54. Se ha visto que para Foucault las prácticas sociales y los ejercicios
de control se articulan con dominios de saber y sujetos de ese saber, pero más
que remitirse a la historia de esos sujetos o incluso a las leyes de construcción
discursiva que los atraviesan, se dirige hacia una genealogía de las produccio-
nes de verdad que transforman la existencia de esos sujetos desde el punto
de vista de sus condiciones concretas de existencia. Foucault insiste en que
las prácticas jurídicas son las que mejor se prestan para localizar no sólo
la emergencia de campos de relación entre las sociedades y la verdad, sino
también nuevas formas de subjetividad, pues en ellas aparecen nítidamente
los mecanismos utilizados para examinar y juzgar a los hombres, para de-
terminar las formas como se observan y procesan sus transgresiones, las
maneras como se imponen prácticas de clasificación, reparación, control y
vigilancia, disciplina, normalización, etc. Como veremos, el proyecto genea-

52
“A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por tanto, de la peligrosa y vieja patraña concep-
tual que ha creado un ´sujeto puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo´, guar-
démonos de los tentáculos de conceptos contradictorios, tales como ´razón pura´, ´espiritualidad absoluta´,
´conocimiento en sí´: −aquí se nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser pensado,
un ojo carente en absoluto de toda orientación […], aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y
un no concepto de ojo. Existe únicamente un ver perspectivista…”. Cf. La genealogía de la moral (1981: 139).
53
“Un quantum de fuerza es justo un tal Quantum de pulsión, de voluntad, de actividad −más aun, no es
nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se
debe tan solo a la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el
cual entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un ´sujeto´…”. Nietzsche,
La genealogía de la moral (1981: 51).
54
Deleuze explica el empleo de los conceptos de sujeto y subjetivación por Foucault, especialmente en su
periodo final de interrogaciones sobre el “sí mismo” como fuerza: “Foucault no emplea la palabra sujeto
como persona ni como forma de identidad, sino las palabras ´subjetivación´ como proceso, y ´sí´ (sí mismo)
como relación (relación a sí). ¿Y de que se trata? Se trata de una relación de la fuerza consigo misma, mientras
que el poder es la relación de la fuerza con otras fuerzas; se trata de un pliegue (´repliegue´) de la fuerza.
Siguiendo la manera de ´plegar´ la línea de fuerzas, radica en la constitución de modos de existencia, o de la
invención de posibilidades de vida que conciernen también a la muerte, nuestras relaciones con la muerte. No
la existencia como sujeto sino como forma de arte”. Cf. “Entrevista a Gilles Deleuze”, Liberation (1986: 7).

90
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

lógico de Foucault se inscribe en la perspectiva nietzscheana de la muerte


de Dios y del hombre, sólo que actualizado como crítica tanto de la mo-
dernidad como del propio presente que parece desbordarla. En resumen,
se trata de establecer cómo las prácticas sociopolíticas no estarían regidas
por un principio histórico-trascendental que garantice la identidad de la
conciencia sino que confluyen en formaciones discursivas, prácticas de po-
der, dominios de saber, instancias de subjetivación y, a partir de ese análisis,
emprender una crítica genealógica en el campo empírico de la historia política
de los cuerpos55. Si el sujeto llegó a mostrarse como una especie de nuevo dios
transpuesto al discurso, y si ese sujeto se desdibuja progresivamente del horizon-
te en el pensamiento contemporáneo, resulta posible la tarea genealógica niet-
zscheana de concebir discontinuidades topológicas, procesos de individuación,
campos de consistencia, perspectivismos, juegos de soberanía…, más allá del cul-
to a los grandes enunciados de las esencias. Estas lecturas inspiradas en Nietzsche
invocaban la necesidad de romper con la esencia del sujeto y con la remisión
del conocimiento y la verdad a su centralidad epistemológica (Dosse, 2004a, 59).
Pero simultáneamente dieron lugar a acusaciones de antihumanismo en el pensa-
miento de Foucault, gracias a su negación de una conciencia trascendental y a su
rechazo hacia la exaltación de esa forma de identidad fundadora. Para Foucault,
el humanismo moderno no dejó de entablar compromisos con las formas de
sujeción y normalización disciplinarias. De manera que, paradójicamente, hay una
confluencia visible entre la ruptura con el sujeto en el estructuralismo y la postura
de Foucault respecto al problema. Esta situación resulta más clara si se observan
otros aspectos vinculados con el tema.

Desvanecimiento del sueño antropológico


Un sentido semejante cobra la figura del hombre desde la perspectiva de
las epistemes en Foucault. Las páginas finales de Las palabras y las cosas produ-
jeron una conmoción ante el anuncio de la “desaparición del hombre”, des-
pués de mostrar cómo había instalado su morada en los meandros de la epis-
teme moderna y la dispersión del lenguaje, según sus propias palabras. Hacia

55
“No se trata de concebir al individuo como una especie de núcleo elemental, átomo primitivo, materia
múltiple e inerte sobre la que se aplicaría o en contra de la que golpearía el poder. En la práctica, lo
que hace que un cuerpo, unos cuerpos, unos discursos, unos deseos sean identificados y constituidos
como individuos, es en sí unos de los primeros efectos del poder. El individuo no es el vis-a-vis del
poder; es, pienso, uno de sus primeros efectos. El individuo es un efecto del poder, y al mismo tiempo,
o justamente en la medida en que es un efecto, el elemento de conexión. El poder circula a través del
individuo que ha constituido”. Foucault, “Curso de 14 de enero de 1976”, en Microfísica del poder (1991:
144). Véase también El orden del discurso (1973: 46 ss.).

91
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

fines del siglo XVIII, la episteme de la época clásica no conocía otra dimensión
de existencia específica para la figura del hombre más que en el entrecruzamiento
del ser y la representación. Las ciencias de la época clásica (historia natural, análisis
de las riquezas y gramática general) constituían taxinomias ancladas en ese espacio
de la representación, y del lenguaje replegado en ella. Sólo bajo la emergencia
de una nueva mutación en el saber moderno −cuando la representación deja de
englobar las pertenencias de los seres del mundo y se abren en una plenitud nueva
los órdenes del trabajo, la vida y el lenguaje−, surge con toda su ambigüedad la fi-
gura del hombre como objeto y sujeto de conocimiento. Consciente de su propia
finitud pero inmerso en su “sueño antropológico”, el hombre deviene entonces
tanto objeto de ciencia como nuevo fundamento del conocimiento, un verdadero
lugar insólito donde se conjugan lo empírico y lo trascendental56. La modernidad
constituyó así tanto “el modo de ser singular del hombre” como los fundamentos
para su conocimiento empírico (Foucault, 1968: 374). Pero esa episteme estaba
inscrita en el progresivo desplazamiento del lenguaje hacia la objetividad, cuya
insistencia constituye el signo de una probable oscilación que pone en peligro de
muerte al hombre “a medida que brilla más fuertemente el ser del lenguaje” (loc.
cit.). Si la figura del hombre se consolidó cuando el lenguaje estaba anclado en su
dispersión, Foucault se pregunta si ese mismo hombre no se dispersará cuando el
lenguaje alcance su unidad, y por tanto, si no sería más bien necesario renunciar
a pensarlo o bien pensar desde su desaparición57. Muestra así la fragilidad de esa
figura casi azarosa, surgida en un espacio de inestabilidad que en efecto hace pre-
sentir el advenimiento de su fin. Definitivamente, “el hombre no es el problema
más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano” (1968:
375). La arqueología de las ciencias humanas muestra que efectivamente es un
“invento reciente”, inscrito en una de las mutaciones del saber58. Pero Fou-

56
“El hombre, en la analítica de la finitud, es un extraño duplicado empírico-trascendental, ya que es un ser
tal que en él se tomará conocimiento de aquello que hace posible todo conocimiento. […] Pues el umbral
de nuestra modernidad no está situado en el momento en que se ha querido aplicar al estudio del hombre
métodos objetivos, sino más bien en el día en que se constituyó un duplicado empírico-trascendental al que
se dio el nombre de hombre” (Foucault, 1968: 310).
57
“¿No sería necesario más bien el renunciar a pensar el hombre o, para ser más rigurosos, pensar lo más
de cerca esta desaparición del hombre −y el suelo de positividad de todas las ciencias del hombre− en su
correlación con nuestra preocupación por el lenguaje? ¿No sería necesario admitir que, dado que el lengua-
je está de nuevo allí, el hombre ha de volver a esta inexistencia serena en la que lo mantuvo en otro tiempo
la unidad imperiosa del Discurso? El hombre había sido una figura entre dos modos de ser del lenguaje; o
por mejor decir, no se constituyó sino por el tiempo en que el lenguaje, después de haber estado alojado en
el interior de la representación y como disuelto en ella, se liberó fragmentándose: el hombre ha compuesto
su propia figura en los intersticios de un lenguaje fragmentado” (Foucault, 1968: 374).
58
“Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibi-
lidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran,
como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el
hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena” (Foucault, 1968: 375).

92
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

cault indica otro aspecto de este problema para la filosofía. Nietzsche había
anunciado la muerte de Dios, pero también el fin del hombre: “¿… acaso no
es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios, colocando así su
lenguaje, su pensamiento, su risa en el espacio del Dios ya muerto…? (1968:
373). Una vez muerto Dios, el hombre debe asumir una finitud bajo la cual
él también deberá morir; se trata, en suma, del anuncio nietzscheano del fin
inminente del asesino de Dios.

Subjetivación y prácticas de sí mismo


La relevancia de los temas sobre la subjetivación, en este contexto, radica
en la orientación que ofrece Foucault al deslinde del problema del sujeto en
el estructuralismo, donde muestra cómo incluso desde la constitución misma
de un sujeto moral en la antigüedad es posible observar y comprender las
instancias de subjetivación concurrentes más que detenerse en las conforma-
ciones identitarias de la conciencia. Se llegó a pensar que este sorprendente
retorno al sujeto contradecía flagrantemente la distancia crítica que Foucault
había establecido con fuerza durante todo su trayecto anterior. Pero aquí hay
que distinguir varios aspectos. Precisamente, esta nueva inquietud en torno a
los procesos de subjetivación en la antigüedad grecorromana ratifica un aser-
to anterior y lo prolonga en líneas de investigación completamente nuevas.
Foucault siempre había insistido en la precariedad fragmentaria de las com-
posiciones de sujeto, tanto desde el punto de vista del poder como de los
saberes históricos constituyentes que pudieron acompañar sus repliegues y
condiciones de emergencia o aparición. La diferencia radica en que se trataba
de condiciones virtualmente negativas, en el sentido de inscribirse en umbra-
les políticos de control o de normalización. El retorno a la Grecia antigua
está marcado por una valoración distinta, “positiva” si podemos emplear el
término, de los procesos de composición subjetiva en virtud de dos razones
complementarias: se trataba de disposiciones personales y voluntarias (elec-
ciones desde el sí-mismo), además de estar proyectadas al cumplimiento de
una finalidad ética (convertirse en sujetos libres que habrían decidido seguir
el camino de una estetización de la propia existencia). En esta forma, la últi-
ma etapa del pensamiento de Foucault se caracteriza por nuevas preocupa-
ciones sobre las modalidades de percepción histórica de la sexualidad y los
presupuestos de valorización del autogobierno del sujeto en la antigüedad
grecorromana. Estas investigaciones fueron recogidas especialmente en el
conjunto de tomos de Historia de la sexualidad, y en los cursos paralelos impar-
tidos en el College de France. Aquí experimenta Foucault otra ruptura con su
propio pensamiento, cuando hace un corte en sus análisis sobre el poder (del

93
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

cual formaba parte el primer volumen de la Historia de la sexualidad) para diri-


gir su atención al problema de las “tecnologías del yo” o la conformación de
dispositivos que culmina en la producción del “sujeto moral”. Según Fou-
cault, en las antiguas prescripciones sobre el cuidado de sí y, en consecuencia,
la determinación de la verdad sobre sí mismo (heredada al cristianismo), po-
dría radicar el origen de un amplio espectro de “técnicas de producción del
yo” o procesos de subjetivación que, bajo distintas condiciones, habrían dado
lugar a nuevas formaciones de saber, discontinuidades en las prácticas de
conocimiento o dispersiones en las modalidades de recepción y validación
científica que dejan tras de sí las remanencias de saberes, técnicas de examen,
núcleos de conocimiento, de establecimiento de indicios… El caso ejemplar
de la indagación, como mecanismo de establecimiento de la verdad, encon-
traría varios nacimientos o renacimientos en el cruce de prácticas diversas de
saber y poder: la investigación cristiana sobre sí mismo (escrutinio), el esta-
blecimiento de curiosos operadores de “justicia” en el derecho germánico
(pruebas), la indagación sobre la verdad en el derecho romano (testimonios,
establecimiento de los sucesos), los avatares del examen en la modernidad
(sujetos “anormales”), etc. Paradójicamente, la transformación que se cum-
plió a partir del establecimiento de la indagación en el campo del saber (obis-
pos, procuradores, fiscales), pudo dar lugar a nuevas formas de conocimiento
durante el agrietamiento de la Edad Media, que a su vez condicionaron prác-
ticas científicas, jurídicas y políticas durante el Renacimiento, hasta desembo-
car probablemente en otras búsquedas racionalistas59. Entonces, no resultaría
tan extraño este retorno a la subjetividad griega, porque Foucault siempre
había insistido en una premisa que despliega en este tercer periodo de su tra-
bajo: debe ser posible, además de necesario, hacer una historia de las formas
como los sujetos se conciben a sí mismos, se conocen o se reconocen como
sujetos, cómo modulan sus formas de existencia, de las maneras como desa-
rrollan saberes acerca de ellos mismos... Se trata entonces de “técnicas de sí”
o “tecnologías del yo”, que remiten a procesos decisivos de constitución his-
tórica del sujeto occidental, y por eso revisten una importancia especial, dado
que en varios sentidos tales procesos y tecnologías siguen conformando pla-
nos de subjetivación en los que hoy se pueden reconocer aspectos esenciales.
Tecnologías del yo presenta varias tesis muy originales, que resuenan en otros
trabajos de Foucault con importantes consecuencias. Quizás se pueda formu-
lar una pregunta al respecto: ¿se observa un “tránsito”, un “relevo” o una
“ruptura” entre el cuidado de sí grecorromano y el nacimiento del sujeto cris-

59
Al respecto pueden verse especialmente Tecnologías del yo (1990) y La verdad y las formas jurídicas (1998).

94
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

tiano (Foucault admite continuidades y discontinuidades en estos procesos,


1990: 80), que no terminarían en la confiscación de una estética de la existen-
cia a cambio de una hermenéutica normativa del yo, sino que formarían parte
—creemos— de un movimiento más amplio, un horizonte extenso de “emer-
gencias de la mirada” cuyas formas históricas posteriores (como la indagación
y el examen) incidirían decisivamente en las nuevas conformaciones de saber y
de articulación política que inauguran el Renacimiento y la era moderna? Más
que tratarse de una gran continuidad, nos parece que Foucault también abre
—en estos textos definitivos— un umbral de historización muy rico, una
suerte de historicidad escópica60 que merecería más atención por sus implica-
ciones sobre los temas del espacio. Foucault advierte que se interesó en las
prohibiciones sexuales no desde el punto de vista de impedimentos o restric-
ciones (la hipótesis represiva), sino en relación con “la obligación de decir la
verdad sobre sí mismo”, como en las prácticas de confesión: “una historia de las
relaciones entre la obligación de decir la verdad y las prohibiciones sobre la
sexualidad” (1990: 45-46)61. Entre las técnicas usadas por el sujeto para cono-
cerse y entenderse a sí mismo, Foucault destaca cuatro: tecnologías de pro-
ducción (manipulación de cosas), de sistemas de signos (utilización de signi-
ficaciones), de poder (objetivación de sujetos) y, por último, tecnologías del
yo (encaminadas a la realización de operaciones —por parte de los indivi-
duos— sobre los cuerpos y las almas, para asumir conductas o formas de ser
con propósitos de transformación). Aunque estas tecnologías se relacionan
entre sí, Foucault se ha interesado en las dos últimas, las de dominio y las de
subjetivación: una historia de “la organización del saber respecto a la domina-
ción y al sujeto”, y englobadas en las condiciones generales de sus análisis
sobre la gobernabilidad (1990: 49). Foucault delimita aquí dos periodos para
su análisis: la filosofía grecorromana de los dos primeros siglos a. C. del bajo
imperio romano, y los principios monásticos en los siglos cuarto y quinto del
alto imperio. Es curioso comprobar que, en su indagación sobre las formas
de saber sobre sí en el mundo griego antiguo, Foucault declara no inclinarse
al análisis del principio apolíneo del gnothi sautou (“conócete a ti mismo”), sino

60
Martin Jay arriesgó la hipótesis sobre una preeminencia de lo visible en Foucault, pero denegada desde
el peso de lo escópico negativo; de ahí la imposibilidad que encuentra para su inestable propuesta de una
“parresía visual” en el filósofo. Cf. “¿Parresía visual? Foucault y la verdad de la mirada”, en http://www.
estudiosvisuales.net/revista /pdf/num4/jay4completo.pdf (consultado el 25 de agosto de 2010). Respecto al
desplazamiento o destitución de la visión en una perspectiva más amplia, véase del mismo autor Ojos abatidos,
la denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo XX (2008, especialmente el capítulo 7).
61
Foucault añade: “¿Cómo se obligó al sujeto a descifrarse a sí mismo respecto a lo que estaba prohibido?” (1990: 46).
Y luego agrega, invirtiendo la cuestión de Weber: “¿De qué forma han requerido algunas prohibiciones el precio de
cierto conocimiento de sí mismo?” (1990: 47).

95
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

del epimelesthai sautou (“el cuidado de sí”). Al parecer, el carácter de conjunto


de prácticas del segundo principio (al igual que su valor moral) inclina la ba-
lanza y de paso parece relegar el “conocerse a sí mismo” a la efectividad de
un consejo o regla para consultar el oráculo, a pesar del énfasis que ha recibi-
do en Occidente62. Ya en la tradición textual grecorromana, Foucault observa
que los dos principios están asociados o implicados. Entre el cuidarse y el
conocerse surge la relación fundamental que inaugura este pensamiento gre-
corromano, porque lo esencial es que la liberación espiritual debe pasar por el
conocimiento, por el saber. Se trataba de una inquietud hacia una serie diver-
sa de actividades que se referían al cuidado del cuerpo en una red extensa de
obligaciones que Foucault tratará en detalle en el uso de los placeres y los
cuatro tipos de estilización de la conducta sexual, al igual que en el tercer
volumen63. Estas técnicas del yo aparecen estrechamente ligadas a las prácti-
cas estoicas, y en particular a la askesis y a las búsquedas de la verdad en los
logoi o enseñanzas de los maestros: ejercicios para recordar o memoria de lo
realizado, pero no en función de una renuncia del yo como en el cristianismo,
sino bajo el dominio de sí mismo mediante la adquisición de la verdad (Fou-
cault, 1990: 73). De ahí que se dirija a un “estar preparado”, a prácticas para
transformar la verdad en principio de acción (la aletheia se convierte en ethos).
Poner a prueba la preparación era tratar de establecer si la verdad estaba sufi-
cientemente asimilada como para volverse ética: melete y gymnasia; donde me-
lete se traduce como meditación, que tiene la misma raíz que epimelesthai.
Mientras la gymnasia constituía un entrenamiento en una situación real (e in-
cluía abstinencia sexual, privaciones físicas, purificaciones, control de repre-
sentaciones…). En lo que al cristianismo se refiere, y como segunda etapa de
este análisis, Foucault indica que se trata no sólo de una religión de salvación
sino esencialmente confesional. Es una religión que debe conducir al indivi-
duo de un estado a otro, del pecado a la salvación. Para lograrlo, el cristianis-
mo impone una serie de obligaciones y de reglas de conducta para transformar

62
Como Foucault lo expuso con mayor extensión, se habría tratado—a la luz de la interpretación de Ros-
cher— de tres rituales oraculares: Meden agan (“Nada en exceso”), Eggua para d´ate (“Comprometerse acarrea
desdicha”) y Gnothi seautou (“Examínate a ti mismo”), todos referidos a la consulta oracular —especialmente
el último— y no a un principio de autoconocimiento como fue tomado por la tradición. Véase La hermenéutica
del sujeto (2001: 18 ss.). Según Foucault, el cuidar de sí también se habría visto desdibujado en razón de la moral
cristiana, que habría convertido el renunciar a sí mismo en el principio para la salvación del alma (de modo
que el cuidar de sí deviene inmoral). En cambio, “conocerse a sí mismo” se habría convertido en una manera
de renunciar a sí mismo. Cf. “Tecnologías del yo” (1990: 54). A esto hay que sumar los efectos del “momento
cartesiano” como valoración de la evidencia dada a la conciencia y descalificación de la inquietud de sí en el
pensamiento moderno. Cf. La hemenéutica del sujeto (2000c: 32 ss. y 192 ss.).
63
Véase Historia de la sexualidad II, El uso de los placeres (1984, especialmente el capítulo I). En Historia de la
sexualidad III, la inquietud de sí (1987, pueden verse especialmente los capítulos I a IV).

96
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

al yo. Es decir, el cristianismo se funda en la urgencia de eliminar o borrar al


yo pagano y construir un yo cristiano nuevo y diferente. Para el cristianismo,
añade Foucault, cada persona tiene el deber de saber quién es; es decir, saber
lo que está pasando dentro de sí, admitir las faltas, reconocer las tentaciones,
localizar los deseos, pero muy especialmente, revelarlos a la comunidad o a
Dios. El cristiano debe convertir su vida en testimonio público o privado, y sólo
a través de este testimonio puede purificar su alma. En este análisis se puede
observar cómo el cuidado de sí griego comienza a adquirir un nuevo estatuto:
ya no se trata de un cuidar de sí sino de dar testimonio de sí, y este proceso
pasaría por una nueva modalidad de poder: mientras el cuidar de sí era priva-
do, el testimonio de sí tiene que ser público. El cristianismo monástico adap-
ta el examen de sí vinculado a la obediencia y la contemplación. Bajo estas
primeras disposiciones, el monje es alguien que sacrifica su deseo, abandona
ese sí mismo que cuidaban los grecorromanos. El monje debe pedir permiso a
su director para hacer cualquier cosa, incluso morir (1990: 88). No existe la
menor autonomía para el monje, quien debe constituir su yo a través de la
obediencia. Un segundo precepto de la vida monacal consiste en que la con-
templación debe ser el bien supremo. ¿Contemplación de qué? Es una obliga-
ción del monje dirigir permanentemente sus pensamientos hacia Dios. La
meta es la contemplación permanente de Dios. Va naciendo así la mirada inte-
rior, desligada de la preocupación por el cuerpo y atenta a las tentaciones de la
carne. En este contexto, el objeto de la meditación del monje no son tanto las
acciones cuanto los pensamientos. Nace aquí la categoría de escrutinio (scruta:
investigar cuidadosamente). El monje debe escrutar el curso permanente de
su pensamiento, desplegando su acción bajo esta nueva tecnología del yo. El
escrutinio es una permanente discriminación entre los pensamientos que
conducen a Dios y los que no, entre el espíritu y el cuerpo. Para vencer esas
distracciones, el monje cuenta con una herramienta que es el examen de concien-
cia. Este consiste en inmovilizar la conciencia y eliminar los movimientos que
la apartan de la contemplación de Dios: “En este momento comienza la her-
menéutica cristiana del yo con su desciframiento de los pensamientos ocultos.
Implica que hay algo escondido en nosotros mismos y que siempre nos mo-
vemos en una autoilusión que esconde un secreto” (Foucault, 1990: 90).
Con la tecnología cristiana del yo se produce el nacimiento de la con-
ciencia culpable en el mundo occidental, ya que en el desciframiento de los
pensamientos ocultos emerge un yo en pecado casi permanentemente. Porque
el escrutinio y el examen de conciencia no bastan para liberar de la culpa al
monje, él deberá revelar los “malos pensamientos” a su director de concien-
cia. Se constituye y perfecciona así la confesión como hermenéutica o interpre-

97
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

tación del sujeto respecto a sí mismo, como interpretación de sí, donde el


concepto de sujeto recupera su más recóndita etimología: sujeto proviene de
subiectus, poner debajo, someter. La confesión del monje provee al director de
conciencia de los elementos de juicio necesarios para imponer una penitencia
(1990: 93). Si la exomologesis permite que el individuo manifieste su estatuto
de pecador, la exagoreusis es una verbalización de los pensamientos en rela-
ción con el control que otro lleva a cabo en la propia conciencia. En ambos
casos, no puede haber revelación sin renuncia. Foucault termina este análisis
aludiendo a la importancia de las técnicas de verbalización y su reinserción o
renacimiento en otros contextos posteriores, como en las ciencias humanas y
su construcción positiva de un yo distinto.
Para concluir, este texto despliega un conjunto de problemas que se con-
virtió en objeto de un diálogo o sesión de trabajo entre Foucault y Drey-
fus y Rabinow64 . Nos parece relevante seguir brevemente algunos de
ellos, muy relacionados con nuestra pregunta inicial. Esa singular cul-
tura o cultivo del sí mismo en el mundo griego habría sido retomada o
adaptada por el cristianismo y —según las mediaciones observadas por
Foucault— puesta al servicio del poder pastoral: las técnicas de conoci-
miento de sí se resitúan en función de determinar la culpabilidad de un
sujeto, hasta lograr que la epimelesthai sautou (“cuidado de sí”) se convier-
ta en una epimeleia ton allon (“cuidado de los otros”), que era la actividad
por excelencia del pastor (Dreyfus y Rabinow, 2001: 284). En efecto,
es fácil observar que la importancia del modelo individual del conoci-
miento por indagación (escrutinio, confesión…), se extiende correlati-
vamente a un modelo de control social inquisitorial puesto en práctica
por los obispados (inquisitio, visitatio, indagación, delación…), el cual a
su vez se reactivará posteriormente como juego clave en la conforma-
ción de los Estados nacionales europeos (el procurador, y más adelante
aun, los fiscales), y se desplazará también hacia otras técnicas de examen,
como las que se desarrollarán en la modernidad (examen del individuo,
examen científico, etc.). Es en este punto donde creemos que puede
quedar abierta la posibilidad de investigar las relaciones entre las formas
históricas que revisten las miradas y las condiciones de espacialidad que las
subtienden. Pero hay que retener un importante hallazgo de Foucault:
las éticas del paganismo no habrían sido tan tolerantes como se suele
creer, porque ya estaban inscritas en ellas técnicas de sí que tenían a la aus-

Cf. Dreyfus, H. y Paul Rabinow, “Post-scriptum 1. Sobre la genealogía de la ética: una visión de conjunto de
64

un trabajo en proceso” y “2. La analítica interpretativa de la ética de Foucault” (2001: 261-299).

98
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

teridad como meta fundamental (1990: 262). Por razones semejantes, no


se puede seguir afirmando que la “libertad sexual” de los griegos sim-
plemente habría sido reprimida por el cristianismo. Foucault descubre
que hay mediaciones fundamentales en ese viejo lugar común: la gran
diferencia entre la ética sexual griega y la cristiana no habría consistido
en determinar un valor moral del sexo como en el cristianismo, sino que
para los griegos el problema fundamental era la cantidad de actividad
o pasividad en el sexo; es decir, el problema no era tanto de desviación
sino de moderación o de exceso (1990: 268). En realidad, los griegos no
sólo habrían dedicado mucha atención a los procesos de control sobre
sí en el sentido de una estética de la existencia, sino que los cristianos
habrían tomado y reformulado o adaptado las tecnologías griegas del
examen de sí mismo para ponerlas al servicio de sus intenciones herme-
néuticas. Así, la innovación cristiana consistió en romper con la pagana
“economía de cuerpos y placeres”, en la cual el deseo y el placer se
encontraban ligados en forma no problemática. Los cristianos separa-
ron radicalmente placer y deseo, y se apropiaron de las técnicas clásicas
de autocontrol, que pusieron al servicio de sus preocupaciones por la
verdad oculta y los peligros del deseo. La austeridad se convierte así en
un fin en sí mismo, y se desprende de la sustancia ética que animaba las
formas de autocontrol en Grecia (1990: 268 ss. y 274 ss.). Otra serie de
problemas está constituida por las relaciones entre el sujeto y la verdad:
en sus escritos anteriores, Foucault había desplazado la centralidad de
un sujeto de conocimiento, al tiempo que postulaba una historicidad de
la verdad y sus funciones políticas. Los dos temas son retomados ahora,
pero desde un extraño giro conceptual: aquí se trata de una verdad ética
y de un sujeto que no es resultado de sujeciones sino de subjetivaciones o de
procesos de autoconstitución, que sería algo muy diferente (Foucault,
2000c: 482-483). Alguien podría preguntarse legítimamente si las dos
concepciones (“política” y ética), al compartir el mismo modelo desde
el punto de vista de su genealogía, pueden permanecer separadas. Dicho
de otro modo, ¿se tendría que admitir la existencia de un sujeto y una
verdad políticos o de control (como se observó en el sujeto moderno),
y por otra parte un sujeto y una verdad éticos e inscritos en una histori-
cidad ya perdida (el mundo grecorromano)? Creemos que precisamente
la respuesta está implícita en la pregunta: los análisis de Foucault muestran las
dimensiones históricas de las formas de subjetivación o de constitución de suje-
tos bajo condiciones específicas (quizás se pueda aventurar una hipótesis —no
recordamos si Foucault llegó a postularla en estos términos— sobre la inestable

99
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

continuidad de un residuo de sujeción heredado a Occidente por la tecnología cris-


tiana del yo culpable, y bajo las formas de la epimeleia ton allon pastoral que se ac-
tualizaría en las formas de gobierno)65. En cualquier caso, queda de todo esto la
comprobación de la existencia del sujeto como pura construcción histórica, como
fenómeno que se constituye a través de prácticas concretas, históricamente
analizables. De manera que existirían diversas tecnologías de la constitución
histórica del sujeto que prueban que éste no es una realidad fija e inmutable,
ni una identidad subyacente en la historia que permanece invariable, sino
que se trata de una pura contingencia: el sujeto occidental aparece finalmente
como una construcción fundada en el temor; miedo a sus propios excesos y a
su propio deseo, miedo a las tentaciones de la carne y a los poderes de control.
El yo profundo de la historia cristiana se constituyó con un propósito similar
para las prácticas de purificación y de arrepentimiento en un comienzo, y más
recientemente para su normalización terapéutica. Porque los griegos marcan
un límite: habrían poseído una techné de la sexualidad centrada en el cuidado de
sí mismo como referente ético fundamental: hacer de la vida una obra de arte,
estetizar la existencia para vivir tan bien como fuera posible. Con el surgimien-
to del cristianismo, la sociedad occidental anula esa posibilidad estética de la
existencia individual. La hermenéutica cristiana del yo recobra esa techné griega
para conferirle un nuevo sentido, ya no estético sino de control, pero a través
de mediaciones y coadaptaciones particulares (Dreyfus y Rabinow, 2001: 276).

Inhumanismo y modernidad
Lyotard aborda los temas del inhumanismo y la crisis del sujeto desde una
óptica estrechamente cercana a la caída de la modernidad. El advenimiento
del tercer milenio estuvo acompañado por signos definitivamente nuevos, de
diversa naturaleza pero todos ellos inscritos en la persistente inercia de lo in-
decidible. Las dos últimas décadas del siglo XX fueron testigos de aconteci-
mientos que expresaron vigorosamente la irrupción de nuevas formas de
ordenamiento político global, conocimiento y socialización, al tiempo que se
observaba una creciente inadecuación entre esos acontecimientos y las moda-
lidades tradicionales o modernas de interpretación: basta recordar la caída de

65
En palabras de Frédéric Gros: “se trata, por tanto, de liberarse del prestigio del sujeto jurídico moral,
estructurado por la obediencia a la ley, para poner de manifiesto su precariedad histórica”; en cuanto a la
verdad y al papel del logos en función de la paraskeue, Gros añade que en la Antigüedad griega: “el objetivo
de esas prácticas de apropiación del discurso verdadero no es aprender la verdad, ni sobre el mundo ni sobre
uno mismo, sino asimilar, en el sentido casi fisiológico del término, discursos verdaderos que coadyuven a
afrontar los acontecimientos externos y las pasiones internas”. Cf. “Situación del curso”, en La hermenéutica del
sujeto (2000c: 498). Es por esas razones que el sujeto del cuidado de sí no se constituye en sujeto de un saber
verdadero sino en sujeto de una acción recta, aclara luego el mismo Gros (2000c: 499).

100
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

los regímenes socialistas, la recomposición planetaria de neofascismos y fun-


damentalismos, el fantasma de la propagación viral del sida, la extensión de
la brecha Norte-Sur y la integración Este-Oeste (incluyendo al fenómeno
chino), el auge del terrorismo, las desterritorializaciones neoguerreras del ca-
pitalismo postindustrial, las “nuevas eras” religiosas, los problemas ambien-
tales, la implementación de redes mundiales integradas, los desafíos de la
manipulación genética, la “derechización” del mundo… Entre todos esos
signos, cuya complejidad obliga a evitar las totalizaciones, se encuentran
aquellos que anunciaban la “muerte de lo social”, entendiendo por eso la in-
actualidad de las construcciones epistemológicas modernas al interior de las
cuales se alcanzó una representación trascendental del corpus político como
esencia, y sus dispositivos institucionales, ideológicos, económicos… En úl-
timas, tal representación esconde una voluntad de universalización de los
presupuestos del orden burgués ilustrado que, al amparo de nociones como
progreso, desarrollo social, liberación, tecnociencia..., pretendía conducir sin
reservas a toda la especie hacia una racionalidad socioeconómica común. Lo
cierto es que hoy, con todo y el inestable triunfo de esa racionalidad, se asiste
a grandes rupturas en todos los campos del devenir humano. ¿Cómo dar
cuenta, aun aproximativamente, de esta fragmentación global y desterritoria-
lizada de los puntos de referencia cognitivos de la modernidad? ¿Cuáles se-
rían los signos más definitivos de esta mutación histórica? ¿Qué efectos re-
presentan para las diversas aproximaciones a lo social en el contexto que nos
ocupa? La categoría de “sociedad de progreso” en Occidente, como unidad
o como cuerpo con referentes de posibilidad y relatos liberadores en los cua-
les se fundaron las utopías modernas más prometedoras, habría perdido la
repercusión activa que la caracterizó durante los dos últimos siglos. Según
Lyotard, las narrativas que ofrecían sentido a las relaciones cohesivas del cor-
pus político, y que alcanzaron una relativa estabilidad, pierden su legitimidad
cuando los saberes y las ciencias se articulan progresivamente con instancias
operativas de la supremacía tecnocientífica, alrededor de la reproducción de
medios para el rendimiento óptimo o “performatividad” que rige encarniza-
damente en el sistema de la economía capitalista integrada (1998). Bajo esta
nueva situación, los proyectos sociales de liberación humanista se han visto
desplazados en función de la preponderancia de ese orden tecnocientífico,
que se concentra en corregir las disfunciones instrumentales en favor de una
producción óptima con el mínimo de energía. Nunca como hoy el poder y la
razón instrumental (Adorno) alcanzaron una alianza más estrecha −mediada
por el capital como tercer término−, que progresivamente deja sin lugar a la
racionalidad de lo social tal como fue significada en la era moderna. Lyotard

101
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

se pregunta: ¿estaríamos asistiendo al surgimiento de una nueva condición


general del saber, que ha abandonado el género narrativo para desplazarse
hacia una pluralidad de lenguajes que gravitan en el carácter, ahora marcada-
mente performativo, de una discursividad en todo caso no moderna? Una
gran ruptura epistémica estaría afectando en su totalidad a los regímenes dis-
cursivos de Occidente, y allí observa Lyotard una paulatina desaparición de
los “relatos”, metarrelatos, proyectos o utopías modernas para la liberación
de la humanidad. Estos relatos son concebidos desde la proximidad de un
referente muy elemental para Lyotard: su sentido primordial alude a las narra-
ciones que se cuentan alrededor de una hoguera en las culturas no occidenta-
les, para mantener vivas las creencias y recrear la validez de sus prácticas y
rituales; esta sería una forma idónea para unificar y legitimar su situación en
el mundo y sus proyectos. En relación con la sociedad occidental, las narrati-
vas modernas poseerían un carácter sistémico, teleológico y autosuficiente,
inscritas en una clausura humanista que presentaba aspiraciones radicales de
legitimación universal. Recordemos a Foucault: la modernidad (surgida a
principios del siglo XIX) constituyó una episteme o campo de visibilidad y ex-
periencia, marcado por la centralización de la figura del hombre como ele-
mento esencial tanto de la posibilidad como de la fundamentación de los sa-
beres (Foucault, 1968: 295 ss.). Desde la perspectiva de Lyotard, esos saberes
modernos estarían articulados indisolublemente con tres grandes “relatos” o
“narrativas”, que englobarían la virtual integridad de los discursos humanistas
producidos durante los siglos XIX y XX en la cultura occidental: la narrativa de
la Ilustración, el relato socialista y la discursividad del capitalismo y el progreso
técnico (Lyotard incluye también, aunque considerado con un peso menor, al
discurso cristiano). Estos tres grandes relatos o narrativas, con sus respectivas
teleologías, formas de verdad y supuestos interpretativos, han fracasado rotun-
damente. No dejaron de ser precisamente utopías en el más profundo sentido
de la palabra. Ninguno de esos tres grandes relatos humanistas –alrededor de
los cuales se tejieron las prácticas sociales, culturales, políticas y económicas de
Occidente en los dos últimos siglos– liberó al hombre de su servidumbre y
miseria, y son precisamente los efectos de la caída de esos relatos lo que cons-
tituiría aquello que el filósofo llamó en su momento “condición postmoderna”.
La sociedad occidental habría perdido los fundamentos racionales para definir
“lo justo”, perdió la coherencia narrativa de los discursos sobre los cuales justi-
ficaba su ser social mismo. En efecto, la modernidad se derrumba cuando la
orientación general de su episteme deja de ser coherente y sobre todo “creíble”.
De ahí que la estética, la filosofía o la escritura, por ejemplo, se encuentren
confrontadas a la mostración de lo impresentable en lo moderno, más allá de

102
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

los consensos sobre el gusto, las reglas, las formas… (lo postmoderno como
aquello que, en lo moderno, no es moderno). Esto permitía explicar, desde una
luz diferente, la naturaleza de las crisis occidentales que se reflejan en los graves
problemas éticos, ambientales, identitarios, económicos, étnicos, culturales...,
que han irrumpido con fuerza en el horizonte contemporáneo. Los análisis de
Lyotard intentan promover una reinterpretación del mundo a partir de ese des-
plome de las referencias modernas de conocimiento, proyección social y legiti-
midad, bajo la óptica de las modificaciones crecientes que provoca el triunfo
preponderante de la tecnociencia sobre los encadenamientos de lenguaje mo-
dernos. La actualidad del pensamiento occidental no cesa de estar confrontada
al conflicto de concebir nuevas realidades tan disímiles y disensuales, mediante
saberes que han sido desplazados por el desbordamiento tecnológico y perfor-
mativo de las modalidades tradicionales (modernas) de representación. En tér-
minos de Lyotard, este horizonte atestigua la existencia de “diferendos” o dife-
rencias irreductibles entre la discursividad moderna y los acontecimientos que
marcan el nuevo orden tecnocientífico66. Los juegos del lenguaje (Wittgenstein)
conviven en una pluralidad fragmentaria e inconmensurable que conjura la uni-
versalidad de las grandes narrativas del sujeto y de su historicidad. No es que el
sujeto moderno sea un demiurgo denotativo capaz de imponerle al mundo su
sentido, sino que es presa inerte de las reglas y resignificaciones que los juegos
del lenguaje le confieren o le imponen. La diferencia es precisamente inestabili-
dad, paralogía y juego con los grandes sistemas, en favor de circunstancias locales
regidas por diversas reglas que ya no aspiran a esa universalidad perdida. Los
encadenamientos discursivos, propios del género narrativo moderno, preten-
den resolver los conflictos entre lenguajes diferenciales mediante el “consenso”
(Habermas), mientras la tecnociencia no deja de producir enunciados inaborda-
bles, rupturas y cortes que ratifican cada vez más la existencia de una polifonía
de discursos cerrados en sí mismos, articulados con nuevas enunciaciones que
ya no pueden cobrar significación al interior de los regímenes narrativos mo-
dernos y su racionalidad universalista y totalizadora. Sí, la postmodernidad no
sería otra cosa que la caída de la figura del hombre y sus proyectos como cen-
tralizaciones privilegiadas del saber y de la cultura. Pero existe otra consecuen-
cia importante derivada de la decadencia de las narrativas modernas. Hoy tam-
bién estaríamos presenciando un desbordado triunfo de “lo inhumano”, en una
nueva era posthumanista que nos obliga a encarar la pregunta sobre qué ocurri-
ría si lo humano estuviera obligado a ser inhumano, si lo más inherente y propio
de la humanidad fuera hoy estar poblada por “lo inhumano” (Lyotard, 1998: 10

66
Cf. La diferencia [Le différend] (1996: 23 ss.).

103
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

ss.). En definitiva, la penetración del orden tecnocientífico en la cultura no ha


traído ni remotamente una emancipación espiritual ni mucho menos mayor li-
bertad o incrementos de la sensibilidad y el conocimiento sino que, al contrario,
parece haber impuesto una mayor pobreza, barbarie y neoanalfabetismos diver-
sos67. De ahí que su crítica al capitalismo radique precisamente en oponer los
disensos y las heterogeneidades a la preponderancia de la performatividad tec-
nocientífica, que por lo demás no sólo ha penetrado profundamente en la cul-
tura y el lenguaje, sino también en los cuerpos mismos y sin que esta vez se
trate de metáforas (por ejemplo, las prótesis y los procesos de intervención
orgánica radicales, que han investigado en años recientes Donna Haraway y
Judith Butler, entre otros). En cualquier caso, es seguro que las sociedades
postindustriales conviven cada vez más estrechamente con lo inhumano en
sus diversas manifestaciones68, lo que siembra el horizonte de un profundo
escepticismo pero deja una única opción política: resistirse a la inhumanidad
del presente, y reivindicar la diferencia como el atributo humano más irreduc-
tible para el inhumanismo tecnocientífico.

entre fenomenología y hermenéutica

La apuesta fenomenológica
Los impactos de las propuestas estructuralistas también incidieron en
aplicaciones o reformulaciones de algunos principios en los campos de la fe-
nomenología y la hermenéutica. Los pilares de la intención fundamental de
Husserl se pueden resumir así: fijar los lineamientos para una fenomenología
pura, que aspira a ser “filosofía primera” o nueva ciencia (ciencia de las esen-
cias), diferente de la ciencia natural y que reclama una especificidad (la espe-
cificación eidética propia de las cosas) respecto de la psicología y de la actitud
ingenua o espontánea de la percepción, porque no se remite a procesos psí-
quicos ni a fenómenos naturales sino que se proyecta hacia las esencias y el
campo eidético (Husserl, 1995a: 67 ss.; 1949: § 76). Husserl ofrece así las
condiciones para superar tanto la actitud “natural” o ingenua hacia el mundo,
como la actitud objetivista de la ciencia, pues mediante la epoché o “actitud
refleja” que propone, se aspira a suspender toda afirmación sobre la realidad
al privarse de emitir juicios en la instancia intuitiva de captación de las cosas
por parte de la conciencia (las esencias en cuanto realidades puras ajenas a los

67
Cf. “El tiempo, hoy”, en Lo inhumano (1998: 70). Por su parte, las ciencias humanas según Lyotard se han
convertido en sucursales de la física, y han conducido incluso a estudiar el alma como si se tratara de una
interfaz en procesos físicos (1998: 76).
68
Cf. “Reescribir la modernidad”, en Lo inhumano (1998: 43).

104
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

presupuestos de la actitud natural). El empeño de Husserl se dirigía finalmen-


te a constituir a la fenomenología como ciencia rigurosa, capaz de “volver a
las cosas mismas” como evidencias estables, no condicionadas por presu-
puestos o convicciones propias de la actitud natural (orientación que no deja
de guardar nexos con la duda cartesiana, por más que los fenomenólogos
insistan en que no se trata tanto de escepticismo como de una “reducción”
con tres especificidades: interna, externa y trascendental). Pero más allá de
esta negada herencia cartesiana, que no dejará de sobrevolar a la fenomeno-
logía, se deduce que en esto consistiría exactamente la diferencia fundamental
entre la fenomenología y tentativas como las de la psicología o la ciencia en
general, por cuanto la primera no aspira a conocer hechos o conductas parti-
culares de los sujetos sino esencias. Y esencias en el sentido de datos absolu-
tos que llenan la intencionalidad de la conciencia y de los cuales no se puede
dudar pues su universalidad se deriva precisamente del carácter significativo que
poseen. Sólo así resultaría posible acceder a los fenómenos, en tanto realida-
des sin presupuestos que revelan esencias a la conciencia: las “cosas mismas”
(las esencias son así “modos” de aparición de los fenómenos a la intuición).
Verdadera tarea de depuración, que se traduce en una supresión radical de los
elementos añadidos por la actitud natural hacia las cosas, la fenomenología
tiene la tarea primera de captar los fenómenos en cuanto revelan la esencia.
De manera que las creencias, los postulados científicos, las convicciones sub-
jetivas, la historia, los datos de la experiencia…, no pueden servir como fun-
damentos para la fenomenología. Insistimos en que podrían hacerse varios
reparos a estas pretensiones, comenzando por la sospecha sobre un velado
solipsismo en el cual terminaría encerrada la conciencia del fenomenólogo y,
como efecto más problemático, clausurada respecto de la experiencia y el
mundo que, consiguientemente, permanecerían intuidos en el discurrir “so-
bre la visión interior de las esencias puras”. Pero Husserl alegaría que no se
trataba de negar la experiencia y el mundo (distancia frente al escepticismo),
sino de conducirlos a una reducción donde quedarían “desconectados” en el
acceso a la conciencia pura, como paso metodológico para acceder a su vez a
las “vivencias puras” (1949: § 71 ss.). La fenomenología deviene así doctrina
de esencias desde una intuición pura que, como región diferenciada de la
conciencia, no sólo se distingue de la región natural sino que se convierte en
nuevo fundamento para las ciencias del espíritu y en especial para la psicolo-
gía. Es en ese sentido que Husserl postula las tres direcciones que debe alcan-
zar la “reducción fenomenológica”. Si la reducción externa se dirige a liberar
al fenómeno de todo lo que le es exterior, tanto de lo teórico como de lo
subjetivo, la reducción eidética aspira a alcanzar la esencia (eidos) pura del fe-

105
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

nómeno mediante la intuición, en cuanto instancia de presentación inmediata


de la invariabilidad del fenómeno a la conciencia (en este caso, intuición y
conciencia eidéticas). Pero hay una tercera reducción: ahora se trata de sus-
pender tanto la existencia del mundo como la del sujeto mismo, para alcanzar
una conciencia pura, las puras vivencias de la conciencia o el “yo trascenden-
tal” (residuo fenomenológico). Aquí es donde se revela la conciencia inten-
cional, por cuanto capta las esencias y experimenta vivencias en su expansión
trascendental del yo (sujeto incondicionado). Que la fenomenología quiera
constituirse en una “ciencia de las vivencias puras trascendentales”, significa
que se concentra en los concreta eidéticos que debe describir, vía reducción
fenomenológica, en el reino de la conciencia trascendental como categoría
radical del ser en general, como reino absoluto en el cual encuentran sus raí-
ces las demás regiones del ser (§ 75-77, 105). Lo que diferenciaría apodíctica-
mente a la región de la conciencia respecto de la región natural consistiría en
que la primera posee una propiedad singular que la caracteriza: la intencionali-
dad (la conciencia siempre es “conciencia de algo”, y eso significa que es la
dimensión del “ser como conciencia” que difiere del mero “ser como objeto”
(instancias subjetiva y objetiva). Se trata de la intencionalidad como “peculia-
ridad de las vivencias de ser conciencia de algo”) (§ 79, 82, 84). Pero el mundo
natural no se pierde o se suprime, porque es correlato de la conciencia; si se
debe suprimir el mundo natural de la conciencia, es para derivar el ser de esta
y su “necesariedad”, en virtud de la objetividad que debe alcanzar bajo las
determinaciones que se producen entre nóema y nóesis (§ 87-99). Como ras-
go característico de la intencionalidad de la conciencia, está el hecho de que
ella muestra un correlato noemático como sentido de lo experimentado, vivido,
pensado... de la percepción; es decir, la conciencia no se reduce a manifestar
lo vivido, pensado… (nóema) sino que toda vivencia posee un “sentido noé-
tico”. De ahí que el análisis de la intencionalidad de la conciencia no debe li-
mitarse a la descripción del objeto (nóema) sino también del sentido de sus
vivencias (nóesis). Esta fundamental relación noético-noemática recibe com-
plementos en términos de las relaciones entre forma y materia como instan-
cias donde convergen la donación del mundo por una parte y la actividad
receptora de la conciencia por otra parte (§ 85, 88-89), además de representar un
eje sobre el cual se desarrollan paralelismos esenciales. Ya se ha visto: la actitud
fenomenológica no apunta a la mera percepción, por ejemplo, de un árbol y, con-
siguientemente, a hablar de ese objeto mediante su representación espontánea.
En este ejemplo, grado “inferior” de las vivencias noéticas (el grado superior es-
taría dado por lo que Husserl denomina complejo de varias capas noéticas erigi-
das unas sobre otras, como en los actos de voluntad, pensamiento, sentimien-

106
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

to…), la fenomenología reclama una objetivación de la percepción del árbol; es


decir, en función del propósito de poder hablar de esa percepción como “objeto
de percepción”, lo cual permite hablar de él no en sí mismo, sino de acuerdo al
modo como se comporta en tanto objeto de percepción (“el árbol percibido en
cuanto tal” o el “pleno nóema”): el (color) del tronco del árbol le pertenece al
nóema, pero no le pertenece a la vivencia de percepción como ingrediente, pues se
trata de un objeto no-independiente; es decir, su esse consiste exclusivamente en su
percipi. Para Husserl, el percipi no contiene al esse como ingrediente; más bien, “el
eidos del nóema remite al eidos de la conciencia noética, ambos están en correlación
eidética” (§ 98). Con todo y su no-independencia, los nóemas pueden ser consi-
derados por sí mismos y comparados con otros; para Husserl es posible una
“morfología universal y pura de los nóemas, a la que se opondría correlativamen-
te una universal y no menos pura morfología de las vivencias noéticas concre-
tas…” (§ 98); pero advierte que no puede tratarse de una relación especular y de
término a término. Por consiguiente, las vivencias intencionales deben seguir un
procedimiento semejante al caso del árbol: lo percibido como percibido, lo pen-
sado como pensado… (nóemas). Pero los nóemas se contraponen no sólo a los
respectivos actos de conciencia que los acompañan (nóesis), sino que también se
diferencian de aquello de lo que son nóemas; es decir, que el nóema sólo contiene
lo que se muestra en la nóesis respectiva y tal como se da en ella69. Son precisa-
mente estas condiciones o características estructurales de lo noético-noemá-
tico, las que parecen cumplir un papel decisivo en lo que Husserl denomina
sentido noemático de la vivencia, y otros conceptos de sentido que emplea a lo largo
de estos capítulos (§ 85, especialmente 88, y más adelante: 98, 104, 108, 116,
124). A este respecto, Husserl señala un matiz que concierne al plano noético,
y que atrae nuestra atención. En apariencia, en el plano noético se podría re-
plicar lo dicho sobre el polo noemático; pero, afirma Husserl, un examen más
detallado se encargaría de excluir esta posibilidad. ¿Qué ocurre con las aper-
cepciones múltiples que pueden literalmente saltar unas sobre otras, en dis-
continuidad, hasta el punto de poder “abrir” diversas objetividades? Dicho de
otro modo, ¿qué ocurre con las diferencias esenciales entre las vivencias, que
también concurren en la constitución de uno o varios sentidos? Husserl en-
frenta estos interrogantes y ofrece una respuesta: existe un paralelismo entre
nóesis y nóema, hasta un punto tal que las estructuras que les corresponden

69
“…la percepción no es un vacío tener presente el objeto, sino que es inherente (a priori) a la esencia propia
de la percepción tener “su” objeto, y tenerlo como unidad de cierto complejo noemático, que para otras
percepciones del “mismo” objeto es siempre distinto, pero siempre esencialmente determinado…” (Husserl,
1949: § 97, p. 239).

107
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

deben describirse cada una por su lado y corresponderse esencialmente. Pero


aclara: “Lo noemático sería el campo de las unidades, lo noético el de las multipli-
cidades constituyentes” (cursivas mías), porque la conciencia, cuyo papel también
es “unir funcionalmente” la multiplicidad y constituir la unidad, “nunca
muestra de hecho identidad cuando se da la identidad del objeto en el corre-
lato noemático” (§ 98, p. 241). De manera que se tendría que proceder con
suma cautela en la atención a los paralelismos, sus mezclas y las dificultades
que se derivan de la ausencia de aclaraciones sobre las descripciones de co-
rrespondencias que no se hayan resuelto. Los procedimientos que Husserl
postula aquí no se limitarían entonces a una mera descripción de la realidad
sino al núcleo más fundamental de esta, que serían las esencias (la fenomeno-
logía como “ciencia de las esencias”). Las cosas como tales, se muestran o se
manifiestan a la conciencia, y este mostrarse a la conciencia se debe compren-
der desde la intencionalidad que la conduce a tender hacia las cosas o los
objetos que se le ofrecen. La fenomenología pasa por la reducción o puesta
en suspenso de las actitudes naturales y sus juicios (reducción fenomenológi-
ca), para alcanzar los “residuos” de esa suspensión, que serían las vivencias o
los fenómenos de la conciencia donde entran en relación complementaria el
nóema o contenido, con la nóesis o acto que expresa ese contenido. Nóema
y nóesis conformarían la unidad de la conciencia o la subjetividad del sujeto
trascendental. Es en este desarrollo final donde Husserl postula el lugar fun-
damental que ocupa el sujeto trascendental de la fenomenología, que también
debe convertirse en principio de la filosofía misma. Se trata del llamado idea-
lismo trascendental husserliano, con resonancias kantianas, y que constituyó
un tema de crítica por más que Husserl postulara que se trataba de una “pura
inmanencia que alcanza la trascendencia a través de la intencionalidad”, y que
se proyecta como núcleo también fundador de la comunidad y de la unidad
histórica, conectado no sólo con el mundo objetivo sino también con el mun-
do de la vida.

Estructura y subjetividad encarnada


Este conjunto de distinciones particulares y problemas emerge en varios
campos de reflexión. Los fenomenólogos parecen observar una precedencia
de la experiencia con respecto tanto a la ciencia como al mundo-lenguaje.
Pero habría una “experiencia del mundo” (mundo vivido) que la ciencia no
parece haber alcanzado o valorado en forma precisa o suficiente, en razón de
su importancia frente a las condiciones del conocimiento. Cuando Husserl
proclama un retorno a las cosas, además desde una reivindicación de lo con-
creto y lo vivido en las formas mencionadas, se abren las puertas de un cami-

108
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

no cuya exploración estaba vetada por las promesas de la cientificidad moder-


na. La recuperación de esa “experiencia (pura) del mundo”, no mediada por
presupuestos psicologistas o naturalistas, se abría así al campo de la significa-
ción, a pesar de los tropiezos que como se observó englobaba esa apuesta en
los análisis de Husserl. Para Merleau-Ponty, las reducciones husserlianas
abren en efecto el acceso a las esencias, pero según él no se trata de una forma
de acceso trascendental sino inmanente a la experiencia del mundo, a la per-
cepción de la conciencia (mundo percibido). Si la percepción de la conciencia
se nos ofrece como mundo, y si el mundo es siempre “donación de significa-
do” (relación entre el objeto que se revela y su significado), Merleau-Ponty
insiste con extrema agudeza en que lo que se da a la conciencia está inscrito
siempre en el orden de la significación. Conocer, en esta perspectiva, siempre es
aprehender un dato en tanto posee significado. Lo primero que ya constataba
Husserl, y que recoge a su manera Merleau-Ponty, es que esa recuperación del
mundo vivido no consiste exclusivamente en una objetividad transparente y
neutra, sino que ella, necesariamente, significa, tiene que poseer significado (todo
lo pensado tiene que tener una significación de “cosa”). Desde el prólogo a
Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty aclara: la fenomenología no sólo
analiza o estudia las esencias sino que las resitúa “dentro de la existencia y no
cree que pueda comprenderse al hombre y al mundo más que a partir de su
´facticidad´” (1975: 7). Se trataba de una recuperación del ser-en-el-mundo de
Heidegger, pero con matices e insistencias. Para Merleau-Ponty, hay un mun-
do anterior al conocimiento y a la ciencia, que no responde al dualismo carte-
siano, y por tanto, tampoco a una interioridad de la conciencia; más bien, ésta
se encuentra comprometida o “encarnada” en el mundo. No es que los indi-
viduos posean conciencia como una “cosa”, sino que hay individuos concre-
tos cuya unicidad se revela precisamente en su ser siempre “conciencia-cuer-
po” (preeminencia del “soy” sobre el “pienso”), y nada demuestra mejor esto
que la percepción misma (Merleau-Ponty, 1975: 87 ss.; Descombes, 1982: 90
ss.). No se trata en ella de una reflexión o una sensación, sino de una puesta
en situación de las dos en tanto subjetividad concreta en el mundo. De ahí
que la fenomenología sea llamada a explicar (como juez y parte) el acceso a
esa “experiencia encarnada”, posible solamente gracias a la existencia del
cuerpo en su relación con el mundo (los temas del espacio en Merleau-Pon-
ty). El cuerpo no es un objeto o una entidad aislada del mundo; no es un re-
ceptáculo pasivo y neutro de las afecciones, que serían recobradas por una
conciencia soberana que las organiza. El cuerpo es aquello por lo cual el
mundo existe para mí y la condición de posibilidad tanto de mi existencia en
el mundo como de la existencia misma del espacio (Merleau-Ponty, 1975: 115

109
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

ss., 165-170). Esto implica dos consecuencias mayores: en primer lugar, no se


puede concebir un sujeto aislado y soberano, separado de sus condiciones
fenomenológicas de percepción; en segundo término, lo percibido tampoco
puede hipostasiarse como una especie de cógito, o instancia intelectual ideal o
verdadera. Tanto la subjetividad como la percepción son instancias abiertas a
un infinito de relaciones y posibilidades, como se puede constatar a través de
la noción capital de “presente vivo”, que cobrará una relevancia decisiva en
relación con el lenguaje. En efecto, se deduce que si el significado constituye
la trama fundamental de la conciencia-cuerpo (revelación del mundo como
donación de sentido), entonces el papel del lenguaje adquiere aquí todo su
valor e importancia. Y es en este punto donde Merleau-Ponty encuentra en el
estructuralismo, en particular en la sincronía de Saussure, una base nueva para
revitalizar y consolidar su concepción de la subjetividad encarnada en el mun-
do. En este caso, se trata de otra paradoja: una sincronía concebida como
“presentes vivos” en el habla. Sin duda, puede decirse que el estructuralismo
en general restituye el mundo (los elementos, los sistemas, los conjuntos…)
más allá de un sujeto constituido como conciencia soberana, para centrase
más en el campo relacional bajo el cual es más el sujeto quien “es constituido”
por el lenguaje. Esta es una primera proximidad, aunque con especificidades,
entre la fenomenología y el estructuralismo desde la perspectiva de Mer-
leau-Ponty. Una segunda articulación radica en los alcances (no los conteni-
dos ni las formas) de las reducciones frente a la sincronía promovida por
Saussure: hay que recordar a Husserl cuando invitaba a desprenderse de, o a
suspender, el objetivismo, los presupuestos científicos, lo que se tiene por
verdadero y, por supuesto, aquella dimensión central que formaría parte esen-
cial de este conjunto: lo histórico. A los ojos de Merleau-Ponty, la sincronía
presenta un carácter concreto en sumo grado, que precisamente por no estar
sometida al transcurso del tiempo se nos da en una especificidad sin abstrac-
ción. Pero en un giro que resulta cuando menos sorprendente, Merleau-Pon-
ty explica que el “presente vivo” se aplica al habla: en su uso, en la comunica-
ción, se producen numerosos “presentes sucesivos” que expresarían unidades
tomadas en sí mismas. Como si en el habla se produjera un circuito de “mi-
crosincronías” que constituirían la vinculación del eje sincrónico (que no sería
propiedad exclusiva del sistema) con los dinamismos fluyentes del ejercicio
concreto de la palabra. Curiosa propuesta que evoca a Jacobson cuando insis-
tía en rechazar la clausura saussuriana de la sincronía en el sistema de la len-
gua; y también convergencia con Ricoeur, quien hace de la palabra el punto de
convergencia entre estructura y acontecimiento. Con todo, Merleau-Ponty no
logra justificar este desplazamiento, que altera las condiciones de pertenencia

110
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

de lo sincrónico al atribuirlo de manera tan monolítica al flujo inestable y


particular del uso, aspecto que inmediatamente provoca desconfianza entre
los estructuralistas. Porque para Saussure la unidad del sistema estaba dada
exclusivamente por la lengua como paradigma y condición absoluta de la es-
tructura. De cualquier modo, la relación fenomenología-estructura conserva
sus convergencias y guarda el valor de una asimilación sólida entre conoci-
miento y significación. Porque es allí donde puede constatarse la inteligibili-
dad que Barthes reclamaba: la germinación de los materiales que conforman
el sentido como “construcción”. Sólo desde la estructuración del sentido po-
dría darse un análisis fundamentado en los sustratos más profundos de las
ideas y de la existencia del mundo. Todo el universo humano estaría literal-
mente anclado en esta articulación lenguaje-mundo: la vida, las conductas, las
ideas, las cosas…, alcanzarían su sentido al interior de estructuras y relaciones
entre sus partes. Por lo demás, uno puede preguntarse si la conciencia en
Merleau-Ponty puede aspirar a recibir ese nombre. Es decir, la conciencia
siempre fue concebida como interioridad del sujeto, como instancia rectora
del pensamiento y la percepción. Cuando es el percipi lo que garantiza el pen-
samiento, y cuando la conciencia se constituye como mundanidad del sujeto,
¿puede seguir hablándose de conciencia? Si la conciencia está encarnada, ¿ella
no se pierde efectiva y precisamente en ese encarnamiento que la disuelve
hasta el punto de destituir su siempre esquiva unidad? Y algo semejante se
puede preguntar sobre el cuerpo: nadie como Merleau-Ponty llevó hasta ese
extremo la cuestión de la existencia: “el ser discurre decisivamente en la cor-
poralidad más que en una espiritualidad hipostasiada”. Al plantear semejante
anatema, Merleau-Ponty estaba dando uno de los más duros golpes a la tradi-
ción filosófica. En lo que concierne a la filosofía como disciplina, insistió en
dirigirla hacia los campos de las ciencias humanas con la finalidad de dotarla
de una nueva capacidad para pensar lo que desborda a la razón, para tratar de
comprender lo irracional (Dosse, 2004a: 57; Descombes, 1982: 102 ss.). Pero
no sabemos si, bajo estas condiciones, Merleau-Ponty abrió una puerta que
no tuvo tiempo de cruzar. Había que esperar a Deleuze para atravesar ese
umbral y concebir al individuo como multiplicidad que discurre en los inaca-
bamientos y azares de la existencia.

Interpretación e historicidad de la comprensión


Heidegger confiere a la existencia (al existente) las estructuras del comprender
y el interpretar como instancias fundamentales que constituirían una herme-
néutica, sólo que de cuño particular porque se trataría de una hermenéutica
ontológica que ha desplazado la subjetividad fenomenológica (en términos de

111
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

las condiciones de una conciencia en su relación con una percepción, objeto,


texto…), para situarse en una dimensión anterior o quizás inmediata del pre-
guntar mismo, y que se traduciría más en la indagación por el ser de “un ser”
cuya facticidad ya supone, incluye o engloba al propio comprender (el propio
ser consiste en comprender-se). Es como si en Heidegger estuvieran suprimidas
o acortadas las “distancias” fenomenológicas que permitían enaltecer a una
conciencia reflexiva, de ahí que mundo y lenguaje en Heidegger aparezcan ya
relacionados siempre con un existente literalmente sumergido en ellos. La com-
prensión es considerada así como una condición existencial más que como
una simple forma de conocimiento. Quizás una de las evidencias de la capaci-
dad para desplazar todo el horizonte de la comprensión, desde ese punto de
partida de Heidegger, sería el papel definitivo que ocupa el lenguaje, en el sen-
tido de permear toda la interpretación del ser del hombre (precomprensión
constitutiva del Dasein). Gadamer parte de Heidegger, pero intenta recuperar
una mediación fundamental que proviene de la presencia de la “verdad” en la
obra de arte o en el texto, sus implicaciones para la interpretación y el peso de
la tradición que acompañaría centralmente a todo proceso de comprensión
(Gadamer, 1977: 331 ss.). En lo que concierne a la obra de arte o al texto en
sí mismos, Gadamer insiste en concebirlos como una suerte de “unidades
de sentido” decididamente autónomos (mundo autónomo), que no reclaman
ni requieren legitimación exterior alguna dado que no necesitan adecuarse
al mundo real: ellos portan en sí mismos su verdad, hecho que incluso los
libera de tener que dar cuenta de la “verdad exterior” (1977: 154 ss.). Este
principio parecía articularse bien con las concepciones estructuralistas sobre
la autonomía textual, pero bien pronto se observan las dificultades que im-
plicaba esa ilusión entre quienes esperaban tal correspondencia sistémica: a
pesar de aceptar esa autonomía e incluso insistir en ella, tanto Gadamer como
Ricoeur se niegan a concluir que por esa razón el texto deba concebirse como
un fenómeno clausurado y separado para siempre en la instancia autorrefe-
rencial que lo constituye, y más bien asumen que éste se proyecta paradig-
máticamente como instancia que puede muy bien revelar el modo de ser del
sujeto y del mundo (constitución óntica de la estética); por eso, introducen un
segundo principio fundamental para la hermenéutica: es cierto que el texto
o la obra están clausurados en tanto mundo autónomo, pero eso no significa
que carezcan de relaciones con el mundo y el sujeto (al tiempo que están
“cerrados” desde el punto de vista de su realidad propia como fenómenos
de sentido, la obra o el texto también están “ofrecidos al mundo”, abiertos a
su recreación en el mundo vivo de un presente que los recrea y se recrea con
ellos) (Gadamer, 1977: 182 ss.; Ricoeur, 1985b, 1985c). De ahí que la pregunta

112
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

de Gadamer se dirija más hacia lo que ocurre en la operación de comprender


el texto o la obra (la hermenéutica es un problema ontológico, más que una
simple técnica interpretativa); por ejemplo, la “distancia en el tiempo”, que
no debe tratar de suprimirse, como era el caso en la hermenéutica romántica
y en el historicismo (1977: 363, 365-366). Desde luego, la interpretación para
Gadamer siempre está vinculada a dinámicas de elaboración y reelaboración
de la obra o del texto; porque no se trata de una visión unidireccional sino de
una apertura que marca ya, y desde siempre, el carácter inacabado de la obra o
del texto cuando se pone en juego la práctica concreta del hermeneuta que se
enfrenta a ellos (la mímesis, que articula la ficción con la praxis). De modo que
ese “ser cerrado” de la obra se proyecta indefectiblemente en una historicidad
de la comprensión que resulta irreductible en la medida en que depende de los
horizontes que determina el momento histórico y el acontecer de la cultura.
Y esta fue, como se sabe, una cuestión abierta por Dilthey: las vivencias, como
experiencias de sentido que se construyen frente a un mundo diferente o ante
un Otro (rescate de las “experiencias de vida”). Cuando Gadamer concibe la
interpretación como un diálogo con las obras del pasado, supedita las pregun-
tas al horizonte presente de quien interroga, y a su vez, vincula siempre a la
obra con una tradición contextual que la acompaña y con la cual el intérprete
debe también dialogar perentoriamente. En resumen, tanto la experiencia
estética frente a la obra o al texto, como la continuidad dada por la tradición
histórica, discurren en el lenguaje. Lo que se podría entender como círculo
hermenéutico serían las realidades contextuales de la obra, el autor y el intér-
prete que “hablan” en una especie de circuito dialógico donde convergen y
se fusionan todos los horizontes comprometidos o concurrentes (Gadamer,
2004: 63 ss., 1977: 377). Nos parece que lo fundamental expresado aquí por
Gadamer consiste en que nadie es inocente y nada queda como antes, porque
tanto la obra, como el autor y el hermeneuta, se ven compenetrados en esa
experiencia dialógica que transforma o recrea los sentidos y las relaciones
históricas mismas. En eso radicaría la finitud tanto de la interpretación como
del comprender. Y en esta instancia interviene la cuestión decisiva del prejui-
cio: porque la misma comprensión hermenéutica siempre está influenciada
cuando no determinada por las precomprensiones de quien interpreta, y lo
que a Gadamer le interesa no es superarlas o tratar de alcanzar un grado cero
de la subjetividad que comprende sino, todo lo contrario, reconocerse con
esos prejuicios, ponerlos en juego en la comprensión misma, saberse inscrito
en ellos, porque forman parte de la tradición misma de quien comprende y
de la obra que se trata de comprender (Gadamer, 1977: 337, 344 ss.; 2004: 66
ss.). A nuestro juicio, esta sigue siendo una postura cuya solidez también se

113
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

asienta en un reconocimiento inquebrantable de los límites del comprender,


que amplía y reconstruye en forma original y oportuna la perspectiva histó-
rica, asediada siempre por una voluntad de “descontaminación” imposible
del intérprete y por el tufo positivista de alcanzar una imposible objetividad
en el análisis del pasado. Ese horizonte del prejuicio no sólo marca indecli-
nablemente la interpretación de las obras del pasado sino que constituye una
especie de subsuelo donde se asienta la tradición (tradire), porque es allí donde
realmente se encuentran, por una parte el intérprete en un presente, y por
otra parte el pasado de la obra, bajo el tejido encubierto pero explorable de
su quebrada o inestable continuidad.
A estas alturas puede preguntarse, ¿qué ocurre con las discontinuidades
históricas? ¿Cómo puede encarar la hermenéutica los cortes y rupturas que
se dan en la tradición misma, como los hundimientos de suelos epistémi-
cos o grandes continuidades epocales? ¿Es que la tradición también arrastra
consigo las rupturas, y si fuera así, al comprenderlas no las recupera forza-
damente en una continuidad? Sabemos que la hermenéutica conserva una
preeminencia para los textos y las obras, pero aceptar no que la tradición se
funde sobre continuidades sino que ellas tengan un peso tan decisivo para la
interpretación, puede suponer un paso muy arriesgado; porque sería conferir-
le una autonomía y un valor que quizás no posea de manera tan evidente. La
hermenéutica de Gadamer aspiraría al estatuto de una nueva forma de histo-
ricidad, que incluye a los prejuicios y a las precomprensiones como parte del
entramado de la tradición concebida como actualización de la continuidad,
como si con ello se restituyera un cierto equilibrio comprometido hoy bajo
el hundimiento de las pretensiones de totalización de los grandes sistemas de
pensamiento histórico (Hegel, Marx…). En este sentido, la pregunta de Ha-
bermas alcanza una indiscutible pertinencia: ¿Cuál sería el modo de ser crítico
de la hermenéutica? ¿Qué pasa con las potencias emancipatorias de la crítica
social y el psicoanálisis, por ejemplo, que precisamente minan la tradición?
(Gadamer, 204: 232 ss.; 247 ss.; Ricoeur, 1985: 183 ss.). Porque, en efecto, la
hermenéutica podría dejar de reconocer la fuerza de las discontinuidades en
su radicalidad si se fija tan determinantemente en una especie de restitución a
ultranza de la continuidad; y podría llegar a olvidar fácilmente que las obras y
los textos también provocan enormes rupturas y emprenden críticas descons-
tructivas respecto de la tradición; y además, que a pesar de poder ser pensadas
y relacionadas con nuevas tradiciones que pueden incluso llegar a fundar,
conservan el carácter crucial y definitivo del acontecimiento (Deleuze, Foucault)
que la hermenéutica podría no estar en condiciones de acoger con la fuerza
disruptiva que él entraña. En otros términos: ¿qué es lo que nos permitiría

114
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

conferirle a la continuidad un estatuto tan decisivo, hasta el extremo no sólo


de incurrir en el riesgo de dejar por fuera las discontinuidades sino de llegar
a someter su interpretación al predominio que les otorga la visión continuista
de los hechos? La tradición y la continuidad formarían así una pareja que pa-
rece tomar el relevo de la voluntad de totalización racional y del historicismo,
que establecían centralidades de sentido (Derrida). Si la interpretación se atie-
ne a los derroteros de la tradición y la continuidad, nos veríamos obligados a
pensar que la historia conforma una unidad ininterrumpida de la que tenemos
que dar cuenta a todo precio, una suerte de esencia u organización centrada, y
no algo que constituye más bien ese campo de dispersión de acontecimientos
que llegan a desbordarla o trascenderla (Foucault). Desde estas sospechas, el
concepto mismo de prejuicio nos obliga a revisar si detrás de él no se encubre
otra cosa: ¿no subyace siempre, en todo saber, no simplemente una recepción
prejuiciada sino discursividades, dispersiones, reglas de formación, enuncia-
dos…, que se asientan no sólo sobre los individuos que comparten un suelo
epistémico sino que son inherentes a sus propias condiciones de posibilidad?
(Kuhn, Foucault…) Claro, se responderá que el acontecimiento usualmente
termina devorado por la continuidad, o incluso si la rompe, esa ruptura pasa
a formar parte del subsuelo de lo continuo. Nos parece que aquí se estaría
restituyendo una identidad a todo trance para la tradición, o cuando menos,
se estaría dando por sentado un rechazo a la irrupción de la diferencia y la
otredad que también integran, y de manera decisiva, la facticidad humana. La
tradición parece esconder una especie de racionalidad de la permanencia y de
lo mismo, como si estuviéramos siempre en (y no pudiéramos escapar de) un
orden de la semejanza centrado en el ciclo de la repetición: la ontología de la
presencia (Derrida). Según Foucault, y frente a la interpretación del pasado,
sería necesario desprenderse de nociones como las de “tradición, continui-
dad, desarrollo y evolución, mentalidad y espíritu de la época, libro, obra y
autor, al igual que la de origen”, que otorgan un estatuto de permanencia
e identidad a las discontinuidades, ligan las novedades a los individuos o a
las grandes obras y teorías, suministran causalidades acríticas, reagrupan las
dispersiones bajo grandes principios unificadores, establecen entre los fenó-
menos semejanzas en favor de la soberanía de la conciencia, pretenden ofre-
cer falsas unidades discursivas y postulan la existencia de un origen secreto
detrás de todo comienzo (1970: 33-34). Foucault sostiene que la arqueología
debe enfrentarse a “una población de acontecimientos dispersos”, y que debe
acoger el discurso en su irrupción como acontecimiento singular (“tratarlo
en el juego de su instancia”) sin devolverlo a un origen o una temporalidad
permanente (1970: 35, 40-41). Aspira así a remontar las concepciones sobre

115
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

el pasado para alcanzar una instancia de inteligibilidad pero sin reducirla a


un cógito o a una continuidad histórica uniforme y determinada sino a la pura
inmanencia de los discursos. Se trataría mejor de restituir al enunciado su
carácter de acontecimiento, porque ni la lengua ni el sentido ni la tradición o
la continuidad pueden agotar esa existencia remanente, singular y diferencial
que lo constituye. En resumen, ¿la hermenéutica haría perder al discurso su
carácter de acontecimiento singular, al someterlo o constreñirlo a responder
a una continuidad que indefectiblemente daría cuenta de sus relaciones con la
tradición, y no con las rupturas definitivas de la tradición? Y, en efecto, vemos
que eso puede hacerse; pero también hemos observado que si se libera al dis-
curso de esa suerte de coerción continuista, resulta muy distinto el horizonte
de acontecimientos que se abren a la interpretación. Quizás podamos pensar
que entre esas dos alternativas fluctuaba uno de los rumbos cruciales del aná-
lisis histórico contemporáneo; lo cierto es que no dejamos de constatar que
la balanza se inclina más hacia análisis de carácter local, “acontecimental” en
los términos señalados, y en detrimento de la preponderancia de las grandes
continuidades.

Estructuralismo, hermenéutica y dialéctica


La perspectiva de Paul Ricoeur, en relación con el debate sobre el estruc-
turalismo, podría observarse a partir de los dilemas y conflictos que a su pa-
recer generaban las diferencias entre los métodos de las ciencias naturales y
las ciencias humanas, según la relación de oposición postulada por Dilthey
(para quien la naturaleza se explica y la vida humana se comprende). A los ojos de
Ricoeur, el estructuralismo se situaba en el núcleo crítico del problema, en la
medida en que aspiraba a resolver las aporías de la cientificidad explicativa en
las disciplinas sociales, y también suscitaba el cierre de campos de posibilidad
para principios hermenéuticos de la comprensión. Ricoeur intenta conciliar
esas dificultades desde una reelaboración de la teoría del texto, en discusión
con el estructuralismo y especialmente desde sus críticas a Lévi-Strauss, fun-
damentalmente en razón de la negativa a reconocer sus propios límites meto-
dológicos (“la conciencia de la validez de un método nunca puede ser separa-
da de la conciencia de sus límites”) (2003: 34, 37 ss., 41 ss.) y bajo una
concepción del acto de habla en disposición abierta hacia posibilidades de
validación hermenéutica (desde las teorías de Austin y Searle). En efecto,
además de facilitarse el paso al pensamiento salvaje en forma favorable (selec-
ción de sociedades donde la sincronía es fuerte), la antropología estructural
habría desbordado sus propias posibilidades explicativas, progresivamente
válidas en la lingüística y en los sistemas de parentesco, pero no hasta el pun-

116
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

to de aspirar a convertirse en filosofía (2003: 46, 52). Ricoeur aborda los


conceptos de explicar y comprender como categorías que conciernen especial-
mente a la epistemología y a la ontología. Si en la disyuntiva entre ciencias de
la naturaleza por una parte, y ciencias del hombre por otra, se postula un
“hiato epistemológico”, la explicación englobaría la tesis de una continuidad o
no diferenciación entre las dos cientificidades, mientras que la comprensión ma-
nifestaría al contrario una especificidad e irreductibilidad en las ciencias hu-
manas respecto de las naturales (1985c: 75). Al preguntarse sobre la funda-
mentación de ese dualismo, que presupone una diferencia epistemológica
entre hechos sometidos a leyes y hechos humanos, Ricoeur postula la impor-
tancia de una tarea para la filosofía: “basar el pluralismo de los métodos y la
discontinuidad [entre los dos tipos de ciencias] en la diferencia última entre el
modo de ser de la naturaleza y el modo de ser del espíritu” (1985c: 76), y
procede a abordar esa dicotomía en relación con las problemáticas del texto,
la acción y la historia, que ya habían sido dilucidadas desde sus intentos de
resolución del contraste entre la hermenéutica (historicidad) y el estructura-
lismo (sincronicidad) como dos formas de encarar el tiempo (2003: 32 ss., 53
ss.). Y lo hace porque considera que en los campos del texto, la acción y la
historia se vuelve a cuestionar el dualismo metodológico de la explicación y la
comprensión, que él reemplaza por una dialéctica final que subsume tanto a la
explicación como a la comprensión, en tanto polos de una relación no de
exclusión, sino proyectada o dispuesta en momentos de la complejidad que
constituyen la interpretación; es decir, existiría más bien una dialéctica general
entre comprender y explicar, los cuales estarían implicados bajo relaciones de
continuidad y discontinuidad mutua (1985c: 76; 1987: 52). Según Ricoeur, el
proyecto de Dilthey consistió en intentar conferir a la comprensión (Verstehen)
una dignidad que correspondiera a la de la explicación, más que oponerle a la
ciencia un “oscurantismo romántico”. Se trataba de edificar sobre el compren-
der un nuevo saber, y no simplemente limitarse a remitirnos a una vivencia
psíquica ajena mediante la interpretación de signos, escrituras o monumentos.
Ahora bien, ese saber debía conservar su capacidad interpretativa de los sig-
nos pero también debía alcanzar un carácter organizado, estable y coherente
que permitiera, como en el caso de la escritura, una objetivación de los signos
como la requerida por la ciencia, y que la vida psíquica también implicara
encadenamientos estables así como estructuras institucionales (1985c: 77).
Ricoeur se desprende del tratamiento exclusivamente semiológico hacia estos
temas (paso hacia la distinción semiótica-semántica, donde la primera remite
a la dependencia entre signos, mientras la segunda alude a la remisión del
signo al objeto), y las sitúa en el campo de la antropología filosófica desde

117
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

donde despliega la dialéctica flexible de la comprensión y la explicación. En lo que


al texto concierne, Ricoeur observa que los modelos estructuralistas estable-
cieron la posibilidad de dar cuenta de los signos desde el punto de vista de
valores sincrónicos con correlatos no naturales (teorías de conjuntos, lógica
matemática, funciones semióticas…), que demostraron su eficacia especial-
mente en la explicación sistémica de las relaciones internas del relato (Propp,
Lévi-Strauss, Dumézil, Barthes, Jacobson…). Admite que el relato se presta
inmediatamente a una comparación con las teorías de la acción y de la histo-
ria, dado su carácter narrativo y la presencia permanente de funciones actan-
tes (Austin y Searle), tesis que desarrolla más a fondo en “La acción conside-
rada como un texto” (1985b). Pero aquí se introduce la dicotomía con una
radicalidad inusitada: desde la perspectiva estructuralista, se podría negar re-
levancia y validez a la relación entre la totalidad de significaciones del texto y
una comprensión (desde el punto de vista de la teoría romántica e incluso, de la
pura subjetividad del lector). El estructuralismo insiste siempre en la autono-
mía de la explicación sin el recurso a la comprensión (objetividad del texto sin
intervención de subjetividad alguna), pues esta última introduciría el protago-
nismo de un sujeto con el cual el análisis estructural no cuenta desde la misma
formulación explícita y sesgada de las determinaciones sincrónicas (separadas
forzosamente de los contextos históricos, sociales, subjetivos, etc., y que llega
incluso a trascender al autor mismo del texto o relato). Desde el puro punto
de vista estructural —anota Ricoeur—, el texto poseería una indiscutible au-
tonomía que se extiende hasta el punto de no implicar o producir una inter-
pretación o un sentido proyectados hacia la conciencia de un sujeto. En cam-
bio, es claro que el romanticismo iba en dirección contraria, pues partía
precisamente de la validación en primera instancia de la intencionalidad del
autor, y propendía por una concepción del comprender como conexión comu-
nicativa autor-lector, del tipo de la comunión y el diálogo, mediada por entero
gracias a las instancias de subjetivación en juego y donde se descartaba preci-
samente un análisis “objetivante” a la manera estructuralista (Ricoeur, 1985c:
78-79; 1985b: 72). Ricoeur se opone por completo a seguir concibiendo las
relaciones de sentido desde esta dicotomía y aboga por una dialéctica de in-
terpenetración comprensión-explicación. Explicar y comprender no se en-
contrarían separados sino precisamente interrelacionados en la medida en
que la comprensión invoca permanentemente a la explicación en el contexto
preciso de la interpretación situada: lo no comprendido en el texto deviene
materia de interrogación, especulación, indagación, explicación…, hasta tal
punto que la explicación puede convertirse en una especie de “comprensión
desarrollada” (por el juego mismo de preguntas y respuestas). No se pueden

118
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

descartar, en este contexto de entrecruzamientos inevitables, las operaciones


vinculadas con unidades estructurales, como se puede comprobar en el ejem-
plo que cita Ricoeur a propósito de la lectura: no sólo es una escucha, sino tam-
bién un desciframiento de códigos que obedece a la urgencia por objetivar el
discurso narrativo; por tanto, resulta forzoso admitir que ese discurso siempre
se inscribe en una “distancia ínfima que se abre entre el decir y lo dicho”, y
que la literatura convierte en potencia creativa gracias justamente a la inter-
vención de los códigos narrativos que guían la comprensión (1985c: 78). Por
eso descarta la pretensión de eliminar o suprimir la comprensión intersubjeti-
va debido al paso por la explicación (estructuralismo), pues el propio discurso
exige perentoriamente ese tránsito: desde una exteriorización de sí mismo,
pasando por el hiato entre lo dicho y el decir, la inscripción en la escritura,
para culminar en las codificaciones discursivas70. Pero Ricoeur parece acoger
la posibilidad de validar la conversión estructural de la textualidad en un pa-
radigma comprensivo-explicativo de lo humano (para él, no hay hermenéuti-
ca sin estructura). El dilema no consistiría en oponer estructuralismo y her-
menéutica, a pesar de la fecundidad del primero en lo que se refiere a la
explicación, y la insistencia de la segunda en relación con su voluntad de
profundizar en la comprensión; se trata de enlazar dos maneras de encarar
tanto lo objetivo como lo existencial (2003: 33). Sin embargo, hay que adver-
tir que lo hace a través de un forzamiento dialéctico que no se limita a conce-
bir “el texto como acción” (alternativa que, abordada desde otro ángulo, el
círculo de Praga y en particular Jacobson implementaban a su modo, a través
de una valoración distinta del orden fonológico, del contexto comunicativo
concreto y de la apertura de la sincronía a dinamismos diacrónicos subordi-
nados por Saussure a lo histórico); Ricoeur, decíamos, no sólo se circunscribe
a reunir los extremos de la polaridad acción-texto, sino que la prolonga hasta
el extremo no explorado de concebir “la acción como un texto”, retando así
la frontera71 entre una empiricidad desde siempre irreductible y el orden lin-

70
“Esta exteriorización en señales materiales y esta inscripción en códigos de discurso vuelven no sólo posi-
ble sino también necesaria la mediación de la comprensión por la explicación, de la cual el análisis estructural
del relato constituye la ejecución más notable. Pero el trayecto inverso no es menos exigible. No hay explica-
ción que no concluya en la comprensión” (Ricoeur, 1985c: 80).
71
Frontera cuya “inviolabilidad” se derivaba de la diferencia de naturaleza entre el texto como materia abierta
a la significación y la acción como realidad vinculada primariamente a lo empírico (esta última, incluso su-
bordinada al orden de las lógicas estructurales subyacentes a lo social o a lo humano: Lévi-Strauss). Si bien la
estructura se concebía, en términos generales, como una suerte de “bisagra” entre lo inconsciente y el orden
de los signos, la vía que exploraba Ricoeur parecía acortar esa distancia de otra forma, mediante un salto muy
reducido, que además apelaba a la empiricidad y a la dialéctica (precisamente, dos de las orientaciones más
férreamente excluidas por el análisis estructural).

119
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

güístico anclado al sistema de signos, mediante la posibilidad de alcanzar una


semántica de profundidad (semántica de las expresiones multívocas) que permiti-
ría comprender y explicar los actos humanos72. Nos parece que esta coyuntu-
ra, donde Ricoeur apela a esa semántica de profundidad (no ya a la semiótica),
busca trascender la precaria matematización sistémica de la vida social y recla-
ma el tratamiento de las manifestaciones de un mundo o una proyección
existencial de situaciones concretas, compromisos y condiciones existenciales
críticas que el estructuralismo en general se negaba a encarar (Ricoeur,
1985b:53 ss.). Pero el hilo argumentativo de Ricoeur continúa con su crítica al
estructuralismo: limitarse a describir los códigos narrativos donde tanto el au-
tor como el lector son igualmente significados en el relato, deja por fuera una
circunstancia fundamental, que plantea como pregunta. “¿Qué induce al ana-
lista a buscar los signos [de narrador, oyentes, audiencia…] sino la comprensión
que envuelve todos los pasos analíticos y reemplaza en el movimiento de una
transmisión, de una tradición viva, la narración en calidad de donación del
relato de alguien a alguien?” (1985c: 80; ver también 1985b: 71 ss.). Definiti-
vamente, el texto no se puede reducir a una maquinal cadena significante sino
que constituye un “hecho de la cultura” que significa, y que es acogido por
una comunidad receptora y recreadora de su propia pertenencia. Poner en
juego una dialéctica entre explicación y comprensión, en la vía señalada, abri-
ría espacios para nuevas condiciones donde la comprensión textual podría
liberarse de los constreñimientos formalistas del estructuralismo. En tal sen-
tido, Ricoeur reclama una vía diferente para enfrentar estos problemas, un
tercer camino que, sin dejar de reconocer los posibles alcances explicativos
desde el punto de vista de la objetivación que exige un tratamiento consisten-
te de la materia textual, también pueda aceptar y validar los papeles funda-
mentales que debe cumplir el sujeto agente de una donación del texto y los
sujetos que lo acogen, transmiten, valoran, recrean, etc. Respecto de la acción,
en el camino inverso ocurre algo parecido, sólo que en este caso el análisis se
enmarca nítidamente en el campo del análisis anglosajón: la teoría de los jue-
gos del lenguaje. Aquí, no se trata en absoluto de lo mismo cuando los juegos
se refieren a acontecimientos naturales o a acciones humanas (heterogenei-
dad de los juegos); si los acontecimientos naturales están inscritos en nocio-

72
“Me inclino a sostener que la búsqueda de correlaciones en el seno de los fenómenos sociales y entre los
mismos, tratados como entidades semióticas, perdería importancia e interés si no produjera algo parecido a
una semántica de profundidad […] las estructuras sociales son también intentos de enfrentar perplejidades
existenciales, situaciones humanas difíciles y conflictos de hondas raíces. Apuntan hacia las aporías de la exis-
tencia social, las mismas aporías alrededor de las cuales gravita el pensamiento mítico” (Ricoeur, 1985b:72).

120
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

nes de causalidad, leyes, explicaciones objetivas, etc., la acción humana discurre


en términos de motivación, proyectos, intenciones…, que la filosofía debe re-
conocer y clarificar. Pero se suponía que si todos los juegos de lenguaje tienen
el mismo derecho, la filosofía ya sólo podría cumplir un papel de preserva-
ción de las diferencias entre esos juegos heterogéneos. A juicio de Ricoeur,
esta dicotomía es insostenible en virtud de dos aspectos: en primer lugar, los
juegos de lenguaje no carecen de interferencias o solapamientos; hay más
bien una escala desde la causalidad sin motivación [coacción] a la motivación
sin causalidad [razones]: “El fenómeno humano se ubicaría en el intervalo,
entre una causalidad que requiere ser explicada y no comprendida, y una mo-
tivación que responde a una comprensión puramente racional” (Ricoeur,
1985c: 84). De este modo, el deseo se consagraría como dimensión capaz de
abarcar a las dos manifestaciones: fuerza que empuja o coacción (causa a expli-
car), y fuerza concebida como razón de actuar (motivo a comprender). Pero
Ricoeur desmonta hábilmente esta pretensión abstracta: las dos manifestacio-
nes del deseo se combinan en el medio humano, donde el motivo puede ser
simultáneamente querer y justificación. En efecto, desde una antropología
filosófica se puede insistir en una evidencia: el ser humano pertenece simultá-
neamente al régimen de la causalidad y al de la motivación, que se traducen
cabalmente en explicación y comprensión. En segundo lugar, Ricoeur considera
que este dualismo tampoco resiste la prueba de las condiciones bajo las cuales
la acción humana se inserta en el mundo (1985c: 85-86). En términos dialéc-
ticos, no hay sistema sin intervención ni hay intervención sin poder, afirma
Ricoeur, hasta el extremo de observar que incluso la noción de sistema cerra-
do es resultado de un poder: “la acción humana y la causalidad están dema-
siado entrelazadas en esta experiencia totalmente primitiva de la intervención
de un agente en el curso de las cosas para que se pueda hacer abstracción del
primer término y llevar al segundo al absoluto” (1985c: 87). Convergen así la
teoría del texto y la de la acción, y resulta evidente cómo ambas están asedia-
das por las mismas aporías y reclaman soluciones desde las mismas necesida-
des. Pero en este punto Ricoeur reintroduce una importante categoría: “la
noción de texto es un buen paradigma para la acción humana, y… la acción
[cuasitexto] es un buen referente para toda una categoría de textos” (loc. cit.
Véase también 1985b: 54 ss.). Para Ricoeur, la teoría de la acción da lugar así
a la misma dialéctica de comprensión-explicación que nos ofrecía la teoría del
texto. El caso de la teoría de la historia repite el esquema: la historia es tam-
bién una suerte de relato (texto) y está indisolublemente relacionada con accio-
nes humanas del pasado. De todo esto, Ricoeur deriva una conclusión que
divide en dos aspectos:

121
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

1. Tanto el texto, como la acción y la historia muestran una serie de


conexiones y entrecruzamientos entre actos, lecturas del pasado, es-
crituras…, que demuestran la mutua imbricación de momentos dis-
tintos: “sólo la explicación es metódica. La comprensión es más bien
el momento no metódico que, en las ciencias de la interpretación, se
compone con el momento metódico de la explicación […], la expli-
cación desarrolla analíticamente la comprensión […] ni dualidad ni
monismo” (Ricoeur, 1985c: 92-93).
2. Lo epistemológico somete las condiciones ontológicas de la dialéctica
explicar-comprender a una reflexión más profunda: la filosofía enca-
ra al comprender en tanto manifiesta “la pertenencia de nuestro ser
al ser que precede toda objetivación, toda oposición de un objeto a
un sujeto” (Ricoeur, 1985c: 93). La comprensión posee una densidad
que proviene del polo no metódico; del polo dialécticamente opuesto
a la explicación de toda ciencia interpretativa. La filosofía queda así
obligada no solamente a ofrecer interpretaciones sobre la pertenen-
cia del ser a otras regiones de existencia, sino que también debe dar
cuenta del “movimiento de distanciación” bajo el cual esa relación de
pertenencia reclama la objetivación o el tratamiento objetivo y obje-
tivante propio de las ciencias, un movimiento que permite, tanto a la
explicación como a la comprensión, converger finalmente en el plano
epistemológico (loc. cit.).
Si el estructuralismo ponía en juego una semiología inscrita en la tra-
ducción de un orden de signos a otro, bajo una construcción metalingüís-
tica de relaciones entre semas que persistía en la decisión de clausurarse en
la interioridad del sistema de signos y preservaba de ese modo la antino-
mia entre estructura y acontecimiento, Ricoeur aboga en cambio por una
apertura dialéctica que se proyecta sobre la palabra (“signos en posición
de habla”) como la unidad y el lugar donde se intercambian la estructura y
el acontecimiento; pues al reinstaurar el acto de habla en el centro mismo
del sistema de la lengua, surge renovada la dimensión semántica que recu-
pera tanto a la referencia como al sujeto del discurso (el uso se encuentra
“en la encrucijada entre la lengua y el habla”) (2003:70; ver también 76
ss., 80-81, 86 ss.).
Entonces, el giro singular de Ricoeur parece seguir una secuencia que
parte del reconocimiento de la importancia estructural de las unidades en
el universo cerrado del texto (previa redefinición puntual de los concep-
tos de texto mismo, y discurso, habla, acción…), pero se produce también

122
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

una recurrencia a la empiricidad de los actos de habla (que el estructura-


lismo no reconocía como elementos metodológicamente relevantes) para
investir al discurso con una facticidad capaz de resolver el nudo entre la
explicación y la comprensión por vía dialéctica y desde la relación/con-
versión estructura-acontecimiento mediada por la palabra. La dialéctica
se consagra aquí, pensamos, como estrategia posible que puede remontar
no sólo las dicotomías observadas sino tantas otras abiertas en el cam-
po epistemológico [sujeto/objeto, lenguaje/sociedad, naturaleza/cultu-
ra, verdad/ provisionalidad…], pero nada prueba que la dialéctica pueda
sostenerse como una garantía de objetividad y verdad para lo humano, y
esto porque, en primer lugar, otras aproximaciones metodológicas tam-
bién podrían ofrecer resultados igualmente coherentes [estructuralismo,
psicoanálisis, pragmatismo, fenomenología, teorías de la acción…]; y en
segundo lugar, porque existen fenómenos de los cuales la dialéctica no
puede dar cuenta [como en los casos de la experimentación estética, o
los indecidibles que se presentan entre juegos de lenguaje modernos y no
modernos, según señalaba Lyotard]. No obstante, Ricoeur reconoce este
problema y parece aceptar también la finitud de la dialéctica. Desde un
ángulo derivado de la anterior cuestión, es claro que vincular a la herme-
néutica con el método dialéctico le permitiría superar los límites estrechos
de la pura interpretación textual, porque estaría en condiciones de abar-
car otros problemas. Pero la relación con el texto puede también admitir
otras aproximaciones que desplazan la centralización en la comprensión
para abrirse a instancias de orden estético donde lo que se valida no es
tanto una comprensión cuanto una recepción sensible condicionada por
especificidades convergentes (teorías de la receptividad, análisis textual,
teorías del enunciado, pragmáticas del discurso…). Si desde la perspectiva
óntica y epistemológica en que está situado Ricoeur el ser humano puede
concebirse inscrito simultáneamente en la causalidad y la motivación que una
antropología filosófica pueden en efecto intentar comprender y explicar,
ello no agota la totalidad de posibilidades interpretativas siempre abiertas
de la existencia humana. Ricoeur lo admite; acepta que existen zonas que
no se prestan fácilmente a la interpretación en el individuo y en lo social,
y postula que en parte por eso la acción humana permanece abierta a
diversas interpretaciones. Pero esto deja abierto un margen amplio de in-
decidibles en la interpretación, que riñe con la aspiración estructuralista a
dar cuenta del sentido. Es como si todo el recorrido de Ricoeur retornara
al mismo punto de partida. En efecto, queda algo irreductible a lo textual
en la acción, porque esta última no es lineal y siempre está inmersa en

123
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

condiciones que escapan a su conversión en meros hechos de discurso.


Por estas razones, la argumentación de Ricoeur queda sometida a una
reserva: ¿la acción humana sólo se circunscribe a causalidad y a motiva-
ción? Y el deseo, ¿debemos creer que permanece en la línea quebrada que
va de la coacción a la razón? ¿No implica el deseo una multiplicidad de
complejidades que desbordan las concepciones cercanas a una reducción
mecanicista del mismo? (Lacan, Deleuze-Guattari…) ¿Cómo “asimilar”
los actos al paradigma del texto sin vulnerar la naturaleza empírica de
los primeros frente a la dimensión netamente significante del segundo?
Ricoeur sostiene que la acción (siempre desde el punto de vista de la sig-
nificación) poseería un sentido asegurado por las formas ilocucionales y
propositivas que pone en juego (Austin, Searle), y que participan de una
naturaleza semejante a la del acto de habla —con el añadido de tratarse
de actos que pueden desprenderse o abstraerse de su emisor, tal como
lo escrito se separa de su autor (en el caso del texto, éste se libera de las
“referencias ostensibles” consustanciales al acto de habla)—. Esta sería la
condición que permitiría aspirar a una “objetivación” de la acción como
texto, lo cual presenta implicaciones metodológicas importantes y difíci-
les en la medida en que las relaciones entre la explicación y la comprensión
deben pensarse de otro modo: no como una repartición (de pertenencias
y exclusividades científicas o sociales) sino como una interrelación media-
da por el modelo de la lectura del texto, y que va en una doble dirección:
de la explicación a la comprensión y a la inversa. A juicio de Ricoeur, el
problema de cuál interpretación escoger o privilegiar pasa por la puesta
en juego de criterios de validación para las conjeturas que se formulen;
en este contexto, sí resulta coherente que la validación pueda afirmar una
“objetividad” que proviene de su parentesco con la explicación, mientras
la conjetura se inscribe nítidamente en el horizonte de la comprensión.
El nudo problemático de la relación comprensión-explicación pasa a ad-
quirir otros nombres, en una dialéctica que va de la conjetura a la valida-
ción, y que separa el texto del mundo para concebirlo en una especie de
unidad que descansa en su especificidad sincrónica, sólo que ofrecida así
a la hermenéutica. Esto explicaría por qué Ricoeur asumió el desafío de
preservar un diálogo permanente y productivo con el estructuralismo, al
tiempo que reivindicaba posibilidades para un sujeto inscrito en condi-
ciones hermenéuticas vinculadas estrechamente con la dialéctica. Como
ocurre casi siempre con las aspiraciones eclécticas, por bienintencionadas
que sean, las indudablemente agudas soluciones de Ricoeur mostraron
fisuras en los intentos de armonizar desafíos donde estaban excluidas,

124
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

desde sus mismas formulaciones teóricas, las posibilidades de reconciliar


aproximaciones tan divergentes.

la etnología

Quizá los más notables ejemplos de aplicación metodológica del es-


tructuralismo en las ciencias sociales se encuentren en los trabajos de Lé-
vi-Strauss, hasta el punto de representar un sólido conjunto paradigmático
para muchos análisis en otras disciplinas. Fiel a los postulados generales
de Saussure, Lévi-Strauss observó que la estructura ofrecía inmediata-
mente un carácter de sistema: agrupa elementos tales que la modificación
de cualquiera de ellos implica la modificación de los demás, sin que la
estructura pierda su estabilidad. El análisis estructural, en el terreno de la
etnología, se fundamenta en el lenguaje y lo simbólico, concede un papel
protagónico al inconsciente, aspira a permitir intercambios de modelos y
predicciones, y a dar cuenta de fenómenos empíricos que se observan en
las sociedades (Lévi-Strauss, 1994: 301 ss.). Al interrogar especialmente a
los sistemas de parentesco y los mitos, Lévi-Strauss inaugura una verda-
dera etapa de positividad para la interpretación de las sociedades sin Es-
tado: las estructuras sociales también pueden concebirse como conjuntos
simbólicos articulados solidariamente a través de reglas complementarias
y combinatorias, las cuales están en condiciones de dar cuenta de las indi-
vidualidades pero en un orden relacional lógico (explicación de los acon-
tecimientos por el sistema, aunque esta premisa se desdoble también para
“justificar” al sistema por los acontecimientos).
Pero Lévi-Strauss no recibe únicamente la influencia decisiva de Saussure,
sino también de los modelos suministrados por la fonología de Jacobson
y Trubetzkoy (los rasgos fonéticos distintivos), del psicoanálisis y, especial-
mente, de Marcel Mauss y sus investigaciones sobre la existencia de formas
infraestructurales no del todo visibles, que subyacen en las sociedades y no se
confunden con los acontecimientos o los hechos observables. En toda socie-
dad existirían sustratos simbólicos inconscientes que resultan cruciales para
la regulación de los vínculos comunitarios y, en especial, para las relaciones de
intercambio recíproco. Pero el análisis etnográfico no debía detenerse en los
fragmentos o aspectos aislados sino en el acoplamiento de grandes conjuntos
que expresaran las relaciones internas de equilibrio sistémico en las socieda-
des. Uno de los principios más originales de Mauss se conoce como acto social
total, y en palabras del mismo Lévi-Strauss, una de sus primeras características
reza así: “lo social sólo es real cuando está integrado en un sistema” (Lé-

125
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

vi-Strauss, 1972: 23; 1981: 92 ss.; 1964: 60 ss., 115 ss., 198 ss.; Culler, 1978:49
ss.). Se puede deducir el valor incoercible de este enunciado para catapultar el
principio lógico-estructural en las ciencias sociales, porque este acto no sólo
englobaría o integraría los aspectos discontinuos de toda formación comuni-
taria (familia, economía, religión...), sino que también se encarnaría en los in-
dividuos y los sistemas interpretativos que dan cuenta de su conducta (carác-
ter tridimensional donde coinciden lo sociológico-sincrónico, lo histórico y lo
fisiopsicológico) (1972: 24). ¿Cuál era la importancia de ese acto para Mauss?
El don constituiría un acto arquetípico que subsume el acervo de las conduc-
tas humanas como resultados concretos de prácticas simbólicas significantes
e inherentes a la estructura misma de la sociedad: la supuesta voluntariedad que
siempre acompaña al don pierde su carácter individual y facultativo al verse
resignificada en las redes sociales del intercambio equivalente, donde aparece
más bien como obligatoriedad (re-donación forzosa) derivada de la retribución
normativa de dones anteriores recibidos, especialmente si se trata de dones
agonísticos o de rivalidad, como el potlatch (Mauss, 1971: 161 ss.). Entonces,
las claves del intercambio no radicarían tanto en las cosas que se intercambian
cuanto en los aspectos simbólicos que subyacen en toda práctica de donación y
recepción, pues siempre están inmersos en sistemas de significación compar-
tidos (reglas de reciprocidad, tradiciones, instancias de organización colecti-
va...). Pero la premisa mayor, que se deriva del carácter significante y simbó-
lico del don, consiste en algo inconspicuo pero muy preciso descubierto por
Mauss: siempre se da (o se debe dar) más de lo que se recibe y recibir más de
lo que se da; lo que conduce a concebir el intercambio como un fenómeno
aparentemente “disimétrico” o más complejo de lo que se piensa, regido por
una cualidad de saturación donadora previamente inscrita en el orden del
significado (ya no del significante) que requiere, para ser auténticamente san-
cionada en el registro de la entrega, la condición de mostrar que quien ofrece
algo lo inviste como pérdida o sacrificio (al tiempo que constituye a quien lo
recibe en deudor). En otras palabras, el auténtico don es aquel que supone la
privación de algo importante para quien da (no se debe dar realmente tanto
lo que se tiene, bajo los estrechos límites de una equivalencia material entre
objetos, como aquello de lo que se priva quien da y por supuesto, de lo que
carece quien recibe). Además, porque en el contexto de las sociedades arcai-
cas nunca el objeto dado es algo inerte o privado de espíritu (hau). Dar es,
bajo esta óptica, realmente perder; pero en otro sentido es ganar, por cuanto
existe un rédito simbólico que puede traducirse en prestigio, poder, etc. (el
potlatch como atributo positivo de lo sacrificado). Pero principalmente, el don
garantizaría así el establecimiento de un circuito de vínculos donde convergen la

126
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

economía, los mitos, las éticas culturales, los valores simbólicos, las tradicio-
nes, el lenguaje, lo social... El don, metonimia del vínculo y entrecruzamiento
de la reciprocidad, instaura y perpetúa el arquetipo del intercambio desde las
instancias más primarias del orden simbólico: dar-recibir-devolver...
Desde las posibilidades abiertas por estos postulados de Mauss, deduce
Lévi-Strauss que los fenómenos sociales pueden concebirse o explicarse bajo
leyes semejantes a las que definen las relaciones internas entre los sistemas
de lenguaje, y aspira a remontar varios escollos derivados de las relaciones
individuo-sociedad, al igual que las dificultades propias de la observación del
objeto de investigación, de la relación con los otros, la propia posición del
observador, el papel del inconsciente, las nociones de circulación, cambio e
intercambio, el significado flotante, etc. Las relaciones sociales no se conciben
más como elementos heterogéneos per se sino como lazos o nexos subordi-
nados a un orden homogéneo de signos. De la misma manera, el método no
se aplica en función de determinado tipo de objetos sino que engloba a priori
todas las condiciones empíricas traducidas a modelos comunicativos. Lo que
más interesa comprender, por ahora, es que Lévi-Strauss encuentra en Mauss
uno de los grandes pilares para formular una tesis que aunque experimentará
modificaciones con la fonología y el concepto de inconsciente, culminará
en la preeminencia del sistema lógico de relaciones sobre los puros datos empíri-
cos, como presupuesto imprescindible para fundamentar una nueva mirada
al funcionamiento inconsciente de los órdenes simbólicos en las sociedades
“primitivas” (sistemas económicos, prohibición del incesto, prescripciones
religiosas, comunicaciones y alianzas, intercambios matrimoniales…). Siem-
pre se trata de dos mitades, dar-recibir, y un tercer término, volver a dar,
devolver o re-donar, que como en el caso de la lengua, establecen y perpetúan
oposiciones binarias pero también convergencias seriales en las cuales resul-
tan plenamente visibles las razones lógicas consustanciales a los circuitos del
intercambio social. El parentesco y el mito fueron, a este respecto, los dos
campos privilegiados donde Lévi-Strauss observó una profunda analogía con
el lenguaje, y donde sus hipótesis quizás alcanzaron mayor impacto teórico.

Parentesco y mitos
En los estudios etnográficos anteriores prevalecía una perspectiva pu-
ramente descriptiva que aún no resolvía satisfactoriamente, por ejemplo, el
problema de la diversidad de reglas de prohibición del incesto. Lévi-Strauss
propone una hipótesis sustentada en el modelo de la lingüística estructural:
las numerosas y múltiples reglas de interdicción del matrimonio son solucio-
nes diversas para una constante, que consiste en asegurar la circulación de las

127
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

mujeres en otros clanes y resolver así tanto la prohibición del incesto como
las alianzas con otros grupos —al mismo tiempo, se evita que los clanes se
encierren en sí mismos y queden aislados (Lévi-Strauss, 1981: 58). El inter-
cambio obedecería así a una regla general de índole estructural, mediante la
cual se definen comunicaciones restringidas entre clanes al tiempo que se
cumple con la norma fundadora de la cultura. A través del intercambio ma-
trimonial de mujeres entre los clanes (relaciones entre las reglas de residencia
y las de filiación), como aspecto esencial inscrito en las normas de los siste-
mas de intercambio provistos por las lógicas culturales inherentes al espíritu
humano, se demuestra que las sociedades actualizan la construcción de redes
de reciprocidad (Mauss) para conferir un sentido claramente estructural a
sus prácticas y sin que intervenga una voluntad plenamente consciente: en
esta perspectiva, las mujeres son investidas como signos en una especie de
lenguaje-parentesco “hablado” por las comunidades. El sistema de paren-
tesco aparece entonces como una estructura invariante que cumple con esas
funciones esenciales mediadas por reglas (matematizables y potencialmente
clasificatorias). Tal como en la lengua se cumplen leyes de oposición y asocia-
ción, el parentesco estaría regido por una lógica semejante, que decide entre
quiénes se pueden realizar matrimonios no exclusivamente según las interdic-
ciones de la consanguinidad sino también de la filiación y la alianza. Entre los
límites fijados por esas reglas, la prohibición del incesto deviene “invariante
estructural absoluta”, porque no sólo funda a la cultura sino que constitu-
ye “la regla por excelencia de la reciprocidad” (Lévi-Strauss, 1981: 68). Se-
gún esto, las sociedades “primitivas” se encontrarían ancladas en una serie
de “esquemas conceptuales”, fruto de procesos cognoscitivos inconscientes
que constituyen sistemas (tanto universales como intemporales). Si se acepta
este postulado inicial, entonces se debe asumir que en adelante la etnología
tiene que tomar al inconsciente como un nuevo objeto de estudio propio, y
aceptar que una lógica binaria rige a ese inconsciente como su dinamismo
principal en los sistemas sociales y culturales. De esto no escapan ni siquiera
las cualidades sensibles o las empiricidades más concretas ligadas a los gustos
alimentarios que se presentan en diversas culturas, sometidas a las determina-
ciones de encadenamientos proposicionales y oposiciones (Lévi-Strauss, 1968:
13; 1986: 20-21, 95 ss., 157 ss.). De ahí que sean estos sistemas o estructuras los
que deben primar sobre los sujetos, que “son actuados, pensados y hablados” por
las lógicas inconscientes de la organización social y no al contrario; el individuo se
encontraría fragmentado o “disuelto” en los principios que lo gobiernan en for-
ma invisible (Freud-Lacan) y que, por efectos de la mirada estructural, desplazan y
reducen el valor conferido tradicionalmente a la conciencia y sus pretensiones de

128
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

centralidad y autonomía (las ilusiones de la libertad). El estructuralismo etnológi-


co buscó determinar las dinámicas de esas estructuras en los procesos mentales
de las sociedades para codificarlas como lenguaje. Así, las reglas de parentesco,
los sistemas de intercambio económico o las traducciones de significados en los
mitos guardarían relaciones de interdependencia.
Los análisis sobre el mito también se enfrentaban a una pluralidad
de versiones que aparentemente diferían en sus elementos compositivos,
pero en realidad repetían una serie de esquemas o relaciones opositivas
y binarias que, para Lévi-Strauss, ponían de manifiesto frecuencias co-
munes propias de una especie de orden representativo casi autónomo, y
cuyas distribuciones, correlaciones o transformaciones se hacían visibles
a través del análisis estructural. La función simbólica se revela así como una
fuerza universal que impone formas a los contenidos de manera incons-
ciente, porque subyace en los esquemas conceptuales insertos en sistemas
que dan vida al universo de las representaciones míticas y sus juegos de
sentido. Como lo indicaba Propp a propósito de los relatos, el mito para
Lévi-Strauss es un universo articulado por leyes de estructura: se trata
de narraciones anónimas que gozan de un carácter metasubjetivo y po-
seen una autonomía lógica-formal (1994: 231). Esta rigurosa autonomía
tendría la capacidad tanto para significarse a sí misma como para trans-
formarse mediante la circularidad autorreferencial que caracteriza a las
nebulosas míticas descritas en el puro orden lógico relacional (el caso
representativo del mito-guía bororo, inscrito en un grupo de transforma-
ciones que demuestran su traducibilidad a otros mitos). Para Lévi-Strauss,
los mitos particulares son al habla lo que el orden lógico y arquetípico
del mito es a la lengua; en el primer caso, variaciones del arquetipo; en el
segundo, fundamento subyacente de su misma posibilidad.

El método etnográfico
Entonces, si la explicación de todo sistema −y de las actividades huma-
nas correlacionadas− subyace en un orden estructural no visible, resulta-
ría necesario reconstruir deductivamente, mediante modelos lógico-ma-
temáticos, las relaciones, reglas y funcionamiento de esa organización
concebida sincrónicamente. Es claro que no se trataba de forzar una in-
troducción de los modelos en la realidad empírica, pero el investigador
estructuralista sí podía sentirse autorizado, a partir de aquel supuesto me-
todológico, para abordar el análisis del cuerpo social sin considerar que
la experiencia humana concreta constituya “lo real” (o “lo verdadero”).
Los datos empíricos no podrían dar cuenta por sí solos de los dinamis-

129
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

mos profundos de las estructuras, puesto que estas no son objetos de


percepción sino instancias inconscientes que sólo devienen inteligibles
bajo la deducción lógico-matemática que debe ignorar la experiencia e
incluso “desrealizarla” a través del retiro de lo vivido73. Aquí, de nuevo,
emerge el platonismo que mencionamos antes: es como si la estructura
se cristalizara en una región ideal, y lo sensible o lo vivido representaran
una suerte de caverna que no sólo desvirtúa a la verdadera realidad sino
que también impide observarla74. En cierto sentido, en lo social se verifi-
caría el cumplimiento inconsciente de series de encadenamientos lógicos
intelectuales, cuyas formas (constantes, invariantes…) deberán ser resti-
tuidas mediante el modelo estructural. Estos encadenamientos poseerían
una validez universal, en tanto implican un uso de categorías inherentes
a la racionalidad de la especie humana, que es una sola. En las diferentes cos-
tumbres, instituciones o creencias subyacerían estructuras inconscientes
correlacionadas (“actividad inconsciente del espíritu”), lo que demostraría
una universalidad de la naturaleza humana en sus maneras de “imponer
formas a los contenidos” (Lévi-Strauss, 1994: 28). Se concluye que la
investigación social estructuralista ya no debe preocuparse tanto por los
criterios de objetividad o desprejuiciamiento, en la medida en que asume
la garantía metodológica de situarse en el terreno lógico-matemático,
que también es el recurso por excelencia de las ciencias exactas. Puesto
que los sistemas de esquemas intelectuales ejercerían juegos de sentido
cuyas fórmulas reaparecerían ratificando la existencia de un “espíritu” 75
siempre idéntico (estructurado), Lévi-Strauss insiste en señalar que los
hombres siempre “experimentan las mismas necesidades y las resuelven
en formas semejantes” (1994: 29). Aquí, la función simbólica se revela
como la esencia (de inspiración platónica) de una existencia humana
inmersa en una especie de intelecto colectivo, cuyo equilibrio proviene de
los juegos lógicos de operaciones en la inconsciencia de la vida mental
(como ocurre con los sistemas totémicos, por ejemplo, o las analogías
entre las lógicas opositivas del pensamiento salvaje y las lógicas contra-

73
“Se me reprochará reducir la vida psíquica a un juego de abstracciones, sustituir el alma humana con sus
fiebres por una fórmula aséptica. No niego los impulsos, las emociones, las efervescencias de la afectividad,
pero no reconozco a estas fuerzas torrenciales una primacía: hacen su irrupción en un escenario ya construi-
do, arquitecturado por sujeciones mentales” (Lévi-Strauss, 1986: 180).
74
“La naturaleza de lo verdadero se delata por el cuidado que pone en esconderse” (Lévi-Strauss, 2001: 64).
75
Lévi-Strauss sorprendió a la comunidad académica cuando introdujo esta categoría de “espíritu”, cuyo
regusto metafísico en medio de los desarrollos tan “cientificistas” del estructuralismo generaba enorme des-
confianza. Pero lo que no pareció considerarse a fondo fue precisamente el sentido de la necesidad que pudo
conducir a Lévi-Strauss a apelar a ese concepto, lo que mostraría los límites de la sin salida representada por
la clausura trascendente en el sistema.

130
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

dictorias del pensamiento científico (Lévi-Strauss, 1964: 23 ss., 30 ss.,


66-70, 98 ss., 154-161, 198 ss.).
Para la etnología de Lévi-Strauss, la conducta humana sólo resulta
inteligible cuando se inscribe en el universo simbólico, mediante la re-
construcción racional de los sistemas que se encuentran detrás de las relaciones
sociales visibles en las culturas (primacía de lo intelectual sobre lo social).
Si los modelos de la organización social provienen de ese juego lógico,
el estudio coordinado de los conjuntos de significación tendrá que dar
cuenta del orden del sistema de relaciones, en analogía con lo que ocurre
en el sistema de la lengua. Porque el modelo no sólo debe ser garantía
de predictibilidad sino que también puede identificarse con la estructura
misma de la realidad (ontologización estructural) (Santerre, 1969: 38-39;
Dosse, 2004b: 447 ss.). Entonces, primer paso metodológico, resulta in-
eludible “des-realizar” la experiencia social y concentrarse en la restitución
de los hechos más elementales, la organización profunda de las estructuras y
sus invariantes. Así, el estructuralismo metodológico propone una modeliza-
ción que desplaza y reduce las relaciones empíricas y fenoménicas a sistemas
simbólicos: la estructura sería así “el contenido mismo tomado en una orga-
nización lógica concebida como propiedad de lo real” (Lévi-Strauss, 1969:
117). Los seres humanos, carne de estructura, devienen inteligibles siempre y
cuando se conciban disueltos en las combinatorias y juegos de significado que
los gobiernan inconscientemente (en esta encrucijada, Lévi-Strauss también
sostuvo que ya no era posible conocer al hombre a menos que se disolviera
definitivamente el mito de su identidad). Pero el carácter estructural no sería
patrimonio exclusivo de los esquemas mentales o del método, porque la rea-
lidad misma debe poseer una organización lógica (postulado de la identidad
entre las leyes del pensamiento y las del mundo). Este argumento, la sobrede-
terminación ontológica del sistema, constituye el extremo más problemático
de las pretensiones estructuralistas: la naturaleza también estaría estructurada (la
biología como relevo paradigmático del modelo lingüístico). Este postulado
radical fue objeto de muchos debates, sin que naturalmente se alcanzaran
resultados concluyentes. En un apretado resumen, la metodología estructura-
lista en el campo de la etnología pasaría por un proceso de:
• Observación empírica, indefectiblemente mediada por la construcción de mo-
delos (estadísticos o mecánicos, según Lévi-Strauss). Esta observación
se traduce en una recolección de datos y documentos etnográficos
significativos, pero las relaciones sociales y su facticidad no pueden
constituir el objetivo del análisis; se trataría, más bien de:

131
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

• Reconstruir los “modelos inconscientes” que responden al juego de las


invariantes lógicas (reducción sistemática de variables), mediante la
matematización de las relaciones en su conjunto más que a través de
la descripción de los elementos en sus particularidades.
• Una vez construido el modelo, se procede a una verificación que pre-
senta dos niveles: interna y externa. La verificación interna remite a la
coherencia lógica del modelo; la externa debe limitarse a la compro-
bación del modelo en el campo social (y puede admitir comparaciones
y combinaciones entre el modelo construido y otros modelos, para
determinar cómo se pueden producir reacciones y cambios en ese
modelo inicial). Las hipótesis se verifican cuando alcanzan la capaci-
dad de dar cuenta de las particularidades e irregularidades fruto de la
observación empírica. Era así como el análisis estructural en etnología
aspiraba a determinar y comprobar la existencia de invariantes inscri-
tas en sistemas lógicos de relaciones, que se manifestarían en múltiples
casos particulares y ratificarían así su valor común y su pertenencia
a la especie. Pero estas pretensiones de inteligibilidad estructural no
permanecerían inmunes a numerosas críticas, como las que acusaban
a la antropología estructural de positivismo o inhumanismo, las que
sospechaban sobre un forzamiento del modelo matemático binario
(Reynoso, 1986: 3 ss.), las que observaban una inaceptable reducción
de lo social a la lengua en el estructuralismo, las que denunciaban una
crisis en la representación escrituraria transcultural, o las dirigidas a las
propias prácticas etnocéntricas de los etnógrafos.

Observemos ahora cómo, en el campo de los estudios marxistas, las con-


cepciones de Althusser representaron una de las perspectivas más polémicas
en torno al valor del análisis estructural, esta vez desde una óptica que intentó
la difícil tarea de armonizar el carácter abstracto y estático de la sincronía con
el dinamismo de las fuerzas históricas desde el punto de vista dialéctico.

el marxismo

Marx consideró que el juego estructural de las relaciones económicas pre-


sentaba una serie de determinaciones trascendentales sobre la sociedad: en sus
condiciones sociales de existencia, los seres humanos entablan relaciones de pro-
ducción independientes de su voluntad y que corresponden a estadios de evo-
lución de las fuerzas productivas. Estas relaciones constituirían las estructuras
económicas de la sociedad, que a su vez representarían las bases reales para el

132
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

edificio jurídico-político y sus formas de conciencia social76. En este enunciado


se habla de relaciones “no voluntarias” y “necesarias”, de “estadio”, “totalidad”,
“estructura” y “determinación”. En estos y otros referentes encontró un sector
del marxismo la oportunidad para investigar si podría concebirse a Marx como
un probable y paradójico antecedente del estructuralismo. La tesis resultaba pro-
vocadora, dado que desde siempre se planteó un fuerte antagonismo entre las
corrientes materialistas y dialécticas del marxismo (con su valoración esencial de
la historicidad) y la preponderancia de lo sincrónico en los análisis estructuralistas
(que, como se ha visto, no concedían espacios a las transformaciones históricas
en sus orientaciones).
Marx describe la “existencia social” como factor determinante de la con-
ciencia y no al contrario; es decir, la vida social debe concebirse bajo re-
laciones de tipo estructural, donde existirían correspondencias al igual que
contradicciones (interestructurales) que podrían comprobarse en las distintas
etapas o evoluciones históricas poseedoras de una unidad. Ahora bien, aquí
se conserva un conspicuo principio estructuralista: la estructura no puede
ser confundida con las relaciones visibles porque obedece a una lógica oculta;
de ahí que el “conocimiento científico” del sistema capitalista deba mostrar,
más allá de las relaciones visibles, un orden estructural interno. A los ojos
de Marx, un sistema económico consiste en la combinatoria de modos de
producción, distribución y circulación de bienes. Los modos históricos de
producción son resultado de la confluencia de dos fuerzas principales: las
relaciones de producción y las fuerzas productivas, cuya unidad garantiza la
funcionalidad del sistema económico y social. En el sistema capitalista, las
relaciones de producción (clases, salarios, propiedad privada…) se articulan
bajo una lógica no del todo visible (invariantes estructurales). La totalidad del
sistema económico, como en el estructuralismo desde un punto de vista ge-
neral, debe ser descifrada en su complejidad propia, que se encuentra más allá
de lo visible77. ¿Y cuál es la manera de reconstruir esa complejidad? Mediante

76
El enunciado de Marx afirma textualmente: “En la producción social de su existencia, los hombres establecen
determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que correspon-
den a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas relaciones
de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio
[Uberbau] jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de
producción de la vida material determina [bedingen] el proceso social, político e intelectual de la vida en general.
No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que
determina su conciencia” (Marx, 1980: 5).
77
El ejemplo del salario, retomado por Godelier en una reseña de los años sesenta, ilustra en forma simple esta
relación: “La noción práctica de salario, por ejemplo, implica que toda hora de trabajo es pagada. Se sabe que, al
hacer la teoría de esta noción, aparece en cambio [que], por estructura, una fracción de las horas de trabajo no
es pagada. En otras palabras, la relación visible que es representación, oculta la estructura que es real” (1967: 26).

133
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

una teoría indisolublemente vinculada a las aspiraciones científicas de Marx


y orientada al establecimiento de modelos que den cuenta de ese funciona-
miento estructural invisible.

Estructura dominante, infraestructura y superestructura


Louis Althusser se propuso investigar la unidad compleja de las estructuras
sociales partiendo de la tópica marxista citada arriba. Existiría una estructura
dominante en la cual coexisten las relaciones y los elementos, que sería la eco-
nomía. La estructura de la sociedad estaría conformada por niveles con sus
propias determinaciones, que Althusser sintetiza así: por una parte, la infraes-
tructura como base económica, que engloba la unidad de fuerzas productivas
y las relaciones de producción, y por otra parte, la superestructura, que implica
dos instancias: lo jurídico-político que corresponde al derecho y al Estado,
y la ideología, es decir, los distintos tipos de “concepciones imaginarias” re-
lativas a lo religioso, político, educativo, moral, etc. (Althusser, 1970: 21 ss.;
1968: 166 ss.). El sentido de esta tópica, afirma Althusser siguiendo a Marx, es
mostrar que los dos edificios de la superestructura no podrían sostenerse sin
la base, representada por la infraestructura. Existirían “índices de eficacia res-
pectiva” de la base respecto a la superestructura pero, por otra parte, la tópica
también intenta mostrar que existiría una “determinación de última instancia
por la base económica” (Althusser, 1970: 22). El índice complementario de
esta metáfora espacial es situar los lugares que, en el sistema, ocupan distintas
realidades que siguen un orden estructural no ajeno en lo absoluto al impacto
de las fuerzas dialécticas. Se trata de un sistema que tiene como característica
esencial reproducirse a sí mismo, perpetuarse bajo una constante no sólo
estricta o mecánicamente funcional sino también anclada en las complejas
contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción
a lo largo de la historia. El sistema determina y es determinado, pero habría
tanto una “autonomía relativa” de la superestructura respecto a la base, como
“acciones de retorno” sobre la base (1970: 23). En cierta forma, cada uno de
los niveles constituye una especie de “subestructura” o “estructura regional”
(Parain-Vial, 1972: 173), que posee su propio modo de funcionamiento y sus
reglas, pero eso no les impide articularse con la totalidad del sistema.

La ideología
La frase final del enunciado de Marx que citamos, insiste sobre el postulado
de la conciencia como “resultado” de las relaciones sociales, es decir, en cuanto
“producto” de procesos sociales cuya fuerza trasciende a los individuos y su
voluntad. De ahí que represente para la teoría marxista un núcleo esencial sobre

134
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

el cual se proyectan las transformaciones de lo real. La ideología, definida aquí


por Althusser como “representación de la relación imaginaria de los individuos
con sus condiciones reales de existencia” (1970: 57), viene a consolidar el po-
der reproductivo del sistema, y se suma al papel de los aparatos ideológicos y
represivos del Estado (1970: 30). La ideología como falsa conciencia o repre-
sentación ilusoria que se hace el sujeto de la realidad en que vive, muestra así sus
nexos con el concepto marxista de alienación. Se trataría de la experimentación,
por parte de los individuos, de ideas y conceptos que no corresponderían a la
realidad que experimentan, que se encontrarían en desfase o atrás respecto a
“lo real” (Mannheim), debido al peso estructural de las relaciones históricas
actualizadas y sus condiciones determinantes de la vida humana (el individuo
aparece aquí como un puro efecto de estructura). La totalidad del sistema social
estaría, según Althusser, inmersa en los niveles económico, jurídico-político e
ideológico, que se encargarían no sólo de reproducir el capital sino también la
política y la ideología mismas (relaciones que sólo resultan visibles bajo la apli-
cación del modelo interpretativo estructural).

micropolíticas del signo en la etnología

Desde un espectro analítico anclado en la antropología política, las inves-


tigaciones de Pierre Clastres mostraron límites teóricos y animaron lecturas
disidentes respecto de algunos lugares ya comunes de enunciación estructu-
ralista, además de señalar muy oportunamente los desajustes especulativos
provenientes de varios excesos en sus aplicaciones. Su revisión sobre el surgi-
miento y propiedades del Estado —como referente orgánico y categorial para
los análisis etnológicos tradicionales— alteró el prisma de las lecturas que
sobre su inspiración evolucionista y su papel demarcador se venían asumien-
do con cierta comodidad. El valor desconstructivo de las tesis de Clastres
nos introducirá en uno de los puntos críticos que muestra otras importantes
fisuras en el análisis estructural.

La estructura Estado
En los estudios políticos, jurídicos y sociales en general, el Estado aparece
como una de las formas institucionales más consistentes y legibles: desde el
punto de vista diacrónico, se pudieron determinar instancias homogéneas y
proyectivas de su historicidad; desde una perspectiva sincrónica, era posible
establecer sus órdenes de funcionamiento, las instituciones especializadas y
las jerarquías burocráticas que lo componen, los subsistemas de control que
garantizan la ocupación de lugares y la distribución de espacios, los mecanis-

135
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

mos de sujeción, coerción o exclusión… Tanto el marxismo althusseriano


como el estructural-funcionalismo vieron en el Estado un sistema de ordena-
miento definitivo, cuando no una determinación sociopolítica casi absoluta.
Objeto de deleite estructuralista, el Estado se erigió como otra figura que
ofrecía un nuevo coeficiente de inteligibilidad al principio que afirmaba la
cristalización, persistencia y eficacia de leyes inmanentes en la organización
social, e incluso se postulaba como instancia virtualmente constitutiva de la
misma realización universal de lo político; en efecto, las dinámicas resultado
de una “evolución” histórica del Estado —en su momento, para Occidente
y por fuera de los análisis estructuralistas— se postularon arbitrariamente
como teleología ineludible para todas las formaciones sociales (Hobbes-He-
gel). Mucho antes del florecimiento estructuralista, las disciplinas sociales, en
particular la sociología, se inspiran en un hegelianismo de nueva hechura para
convertir a la organización estatal en una especie de matriz objetiva que per-
mitía concebir las relaciones históricas de control social a través de un modelo
donde lo político, además de lo económico, estaban directamente articulados
con las formas institucionales de distribución reglamentada del poder. Esta
topología de los poderes institucionales no dejó de rendir importantes frutos,
como hacer visibles las racionalidades implícitas en las formas históricas de
dominación (Weber: 1964). Pero progresivamente, la concepción positiva del
Estado en Hegel pierde el aura utópica que le confería el presupuesto de un
desarrollo de la razón para la realización objetiva de la libertad, y más bien se
revela como emergencia de tensiones críticas inmersas en antagonismos que
comparten un origen marcado siempre por distintas formas de violencia. En
realidad, los alcances de importantes investigaciones del siglo XX sobre el
surgimiento del Estado (en especial Wittfogel: 1966) revelan en primera ins-
tancia la densidad conflictiva de toda emergencia del Urstaat. Las hipótesis de
Clastres no sólo confirman la existencia de un núcleo particular de violencia
en el surgimiento del Estado, entre las sociedades llamadas “primitivas”, sino
que también describen el peso trágico experimentado por algunas formas de
vida social que escaparon a su instauración, y que han devenido víctimas de su
territorialización despótica bajo etnocidios oficiales sistemáticos (en especial
bajo la fundación y expansión de las repúblicas americanas).
Pero en este punto se impone hacer varias precisiones. En el Occidente
moderno, lo que se postula como absoluto en las teorías sobre el sentido civi-
lizador del Estado es la potenciación de una racionalidad de lo político, que lle-
ga a imponerse en forma total sobre la sociedad misma incluso hasta el punto
de modular hegemónicamente la vida del individuo. Quizás los argumentos
de Hobbes al respecto constituyan una de las referencias más determinantes

136
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

para la refundación de la vieja dicotomía aristotélica entre comunidades en


“estado de naturaleza” y una “humanidad civilizada”, cuya diferencia reside
ahora en el sometimiento de la segunda al poder del Leviatán, quien supues-
tamente habría de garantizar el establecimiento auténtico y definitivo de la
verdadera “sociedad” bajo la superación de la violencia universal de la guerra
(tesis que esconde una representación desconcertante del socius: donde hay
igualdad natural entre los hombres, no hay sociedad verdadera ni civiliza-
ción)78. El Estado, con el monopolio de la violencia, se convertiría en garante
de la “paz universal” e impediría la manifestación de la violencia natural, para
Hobbes propia de la irracionalidad del salvajismo. Allí recibe nuevo aliento
la ecuación eurocéntrica que se atribuye la exclusividad de un orden racional
(civis) mientras consagra disyuntivamente a “los Otros” como portadores de
una esencia irracional o bárbara. Pero no se trata de invertir dialécticamente
esta dicotomía, para reivindicar una racionalidad en la barbarie o adjudicar
barbarie a la racionalidad. Sabemos que racionalidad e irracionalidad están
muy bien repartidas en toda sociedad; se trataría más bien de investigar mo-
dalidades de existencia diferenciales que rompan con los estrechos presu-
puestos de tan cerrada dicotomía.
Resulta claro que el proceso seguido por la teoría de la racionalización
del Estado en Occidente condujo a diversas reformulaciones del principio
de organización política: las revoluciones modernas no dejan de girar, en el
fondo, sobre el viejo problema del control del poder de Estado y las ambiguas
decisiones respecto de sus formas históricas de racionalidad, con los efectos
ya conocidos. Problema que retoma Foucault en un texto memorable. La
Ilustración, en tanto contribuye también a exaltar a la razón política, crea el
espacio para someter a crítica a esa misma razón, en virtud de los enormes
poderes que llega a detentar. Pero no se trata, para Foucault, de “juzgar a la
razón” o entregarse a la inútil dialéctica entre racionalismo o irracionalism79.
Se trataría, más bien, de no permanecer prisioneros en el “todo de la racio-
nalización de la sociedad” sino abordar los distintos campos y experiencias
donde se cumplen históricamente tales excesos en los ejercicios de poder: la
locura, la enfermedad, el delito… (1990: 97). Es así como, por ejemplo, se
hace visible la importancia del poder pastoral, que termina ofreciendo mode-
los para otras formas de dominación bajo el surgimiento del Estado-nación

78
Cf. Hobbes, Leviatán (2003, especialmente sus referencias a las “gentes salvajes de América”, en el cap.
XIII, p. 131).
79
Foucault, Michel. “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la ´razón política´”, en Tecnologías del yo (1990:
95-96).

137
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

europeo (1998, passim.). Este argumento apunta hacia varios aspectos impor-
tantes, en los cuales Foucault no dejó de insistir: el poder no es una esencia o
una sustancia que conduzca al perfeccionamiento de lo político en el Estado
o al progreso económico, sino que se ejerce diferencialmente en dominios es-
pecíficos y pasa por una microfísica que nos obliga a abandonar los modelos
macro o totales para su interpretación. Para Foucault, no existiría una única
racionalidad del poder sino una multiplicidad de racionalidades que expresan
formas históricas de dominación y no están necesariamente subordinadas al
Estado ni a lo económico (1990: 138-140; 1977: 112-116). En palabras de
Foucault: no es exclusivamente desde los saberes de Estado como pueden
comprenderse los desequilibrios modernos entre la racionalidad y el poder,
ni aquellos constituyen, en manera alguna, una pretendida superación de las
condiciones bajo las cuales habrían existido formas de Estado menos acaba-
das o más violentas incluso. En Vigilar y castigar se ofrecen ejemplos ilustrati-
vos al respecto: no se puede aspirar a concebir una solución progresiva entre
las formas de castigo del poder soberano (suplicio del cuerpo) y los refina-
mientos de la opresión carcelaria propios del panoptismo moderno (encierro
y disciplina del alma). En rigor, Foucault muestra cómo se trata más bien de
un relevo en las reglas de producción del individuo criminal o patológico, y las
tecnologías de sujeción que las acompañan. Entonces, el problema no radica-
ría en determinar qué tan racional puede ser un tipo de Estado (las diversas
racionalidades de los poderes sólo demuestran que no existe un progreso his-
tórico que libere a la sociedad de las perversiones de la dominación); el desa-
fío es cómo hacer visibles “las raíces mismas de la racionalidad política” (Fou-
cault, 1990: 140) y escapar de la captura que supone seguir creyendo que hay
que encontrar la perfección oculta del Estado en las utopías más racionalistas
o en las ruinas de sus formas históricas. La pregunta central de este texto de
Foucault se dirige al corazón mismo del problema que Clastres abordará des-
de la antropología: ¿Cuál puede ser el sentido fundamental del Estado como
estructura esencial y absoluta que rige a Occidente y que otras sociedades no
aceptaron? ¿Por qué se hizo del Estado el modelo de reconocimiento de toda
“verdadera” sociedad? Veremos cómo, más allá del eurocentrismo que sobre-
vuela alrededor de estas inquietudes, la ecuación hegemónica implícita en la
dicotomía salvajes-civilizados padece un serio agrietamiento del suelo que la
sostuvo durante los dos últimos siglos.
Para Clastres, cuando se habla de las sociedades llamadas “primitivas”
como “sociedades sin Estado”, se apunta al mismo tiempo a una esencia que
las definiría desde el punto de vista de una privación o carencia (1974: 161).
Esta concepción defectiva, continúa Clastres, no sólo esconde un “juicio de

138
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

valor” que pesa sobre la posibilidad de constituir una antropología política,


sino que asume una cierta imposibilidad para pensar a las sociedades sin Es-
tado porque éste se concibe como el destino ineludible de toda sociedad.
Estos juicios, punto de partida crítico del análisis de Clastres, también escon-
den entre sus fuentes históricas de inspiración una herencia de las teorías
evolucionistas del siglo XIX, ancladas en la ecuación lineal del lento progreso
hacia la “verdadera sociedad” (la progresión salvajes-bárbaros-civilizados,
que Deleuze-Guattari desconstruyen a partir de su interpretación de las má-
quinas sociales de deseo). Desde Aristóteles, el pensamiento occidental esta-
bleció que el destino absoluto de toda colectividad humana era alcanzar el
Estado, nivel que aseguraría la superación del imperio de las pasiones al tiem-
po que se convertiría en el fundamento de las diversas demarcaciones “civili-
zadoras” respecto a quienes carecían de él o lo poseían en formas inestables.
El bárbaro lo sería precisamente por carecer de Estado, situación que según el
mismo Aristóteles lo convierte en sujeto-objeto para recibir la dominación
legítima por parte de las sociedades que sí poseen esta forma de control polí-
tico (los verdaderos hombres son “animales políticos”). Argumento tanático
que recoge en su momento la colonización europea en América para legiti-
mar el exterminio indígena y la esclavización de África. En una frase, el su-
puesto que subyace en estas tesis se traduce en una concepción trascendente
de la sociedad que se asume como algo absolutamente hecho para el Estado,
y quienes no lo alcanzan se encontrarían retrasados respecto al cumplimiento
de una finalidad no sólo de carácter político sino principalmente óntica. Estos
principios hallan complementos en los postulados hegelianos respecto al fin
de la historia y, de paso, se arraigan en la teleología del ineludible ascenso desde
el salvajismo hasta la civilización, esta última fundada en un reconocimiento
identitario que cristaliza en el triunfal “nosotros” sustraído del naufragio so-
cial representado por las formas pretendidamente bárbaras de existencia.
Que una sociedad careciera de Estado parecía, a la luz de esas concepciones,
un retroceso impensable puesto que sociedad era sinónimo de Estado, en
cualquiera de sus formas. De ahí que las sociedades sin Estado sufrieran la
carga negativa, encubierta en los discursos modernos, de ser concebidas
como sociedades sin orden político y, especialmente, sin tecnología, econo-
mía de mercado, capitalismo; inmersas en lo que recibiera el extraño nombre
de “economía de subsistencia” (Clastres, 1974: 162). Al desmontar una a una
estas concepciones, que parten de deformaciones como la supuesta incapaci-
dad de estos pueblos para desarrollar equipamientos técnicos que les permi-
tieran superar los problemas de alimentación, Clastres alcanza un horizonte
que no sólo desarticula el mito del Estado como instancia absoluta constitu-

139
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

yente del “verdadero” ser social sino que también abre una lectura antiestruc-
tural de la sociedad misma: no para toda sociedad es imprescindible el Estado
y existen pueblos que no desearon su surgimiento. En realidad, estas comunida-
des sin Estado no carecían en lo absoluto de medios técnicos: si se entiende
por técnicas de producción los procesos que le permiten a una sociedad ase-
gurar el control de un medio para obtener sus recursos, entonces las socieda-
des no estatales no carecen definitivamente de esos medios o técnicas (1974:
163). En este sentido preciso, no existirían tecnologías inferiores o superiores,
pues no se puede calificar a un equipamiento técnico —desde el punto de
vista etnográfico— más que en función de satisfacer precisamente las necesi-
dades de un grupo humano en un medio dado. De hecho, las sociedades sin
Estado desarrollaron múltiples técnicas de explotación del medio de alta efec-
tividad (equilibradas selecciones de plantas y animales, instrumentos de altísi-
ma eficacia, controles ambientales rigurosos…). De manera que el supuesto
“atraso” de las sociedades sin Estado tampoco radica en una carencia de
tecnología (1974: 163-164). En una argumentación similar, se llegó a sostener
que los miembros de estas sociedades experimentaban tales condiciones des-
favorables de existencia por causa de una inaceptable “pereza” que les impe-
día escapar de su condena a la simple subsistencia. Pero los hechos etnográ-
ficos descubiertos por Clastres lo conducen a ofrecer una insólita
interpretación: en efecto, los indígenas suramericanos consagran muy poco
tiempo al trabajo, como se entiende en Occidente, y no por eso mueren de
hambre. Entre los Tupi-Guaraní, por ejemplo, los hombres trabajan “en total
dos meses cada cuatro años. Consagran el resto del tiempo a ocupaciones no
experimentadas como arduas sino placenteras: caza, pesca, fiestas y borrache-
ras y a satisfacer un apasionado gusto por la guerra” (1974: 165). Éstas y otras
comprobaciones conducen a Clastres a enunciar su desconcertante hipótesis:
las sociedades sin Estado disponen de los medios y el tiempo para satisfacer
las demandas materiales, y no permiten la instauración del trabajo alienado
precisamente para no producir los excedentes que darían lugar a la formación
del Estado. Estos grupos definitivamente rechazan la formación de un exce-
dente económico, a través de la voluntad de limitar la actividad productiva a
la satisfacción de las necesidades sociales. Sin embargo, no es que estas socie-
dades no produzcan excedentes en sentido estricto, sino que los excedentes
que se producen, después de satisfacer las necesidades comunitarias, se derro-
chan en fiestas, invitaciones, celebración de visitas, etc. En suma, el difundido
mito de las sociedades sin Estado inertes y precarias se desdibuja cada vez
más desde esta óptica: las sociedades sin Estado rechazan el trabajo alienado,
la acumulación de excedentes y la economía de mercado precisamente porque

140
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

ese tipo de “progreso” material traería consigo nuevas formas de estableci-


miento del poder (Clastres, 1974: 168-169). En efecto, en estas sociedades el
poder no está fuera de ellas, es inmanente al campo social; y el Estado sería el
orden estructural que haría escapar el poder del grupo. Las sociedades sin
Estado son igualitarias precisamente porque no existe el trabajo alienado, fru-
to del poder exterior al grupo y del poder ligado al Estado. Clastres concluye:
las sociedades sin Estado no lo son por incapacidad técnica, pereza, imposi-
bilidad de acumulación de excedentes o carencia de orden político, en una
palabra, no se trata de sociedades que no han podido alcanzar el Estado, sino que
son sociedades que no quieren el Estado, lo conjuran permanentemente al con-
sumir los excedentes, dedicar poco tiempo al trabajo, mantener constantes las
técnicas de producción e impedir que el poder escape de lo social, cuando
algún o algunos miembros del grupo acumulen la producción y lleguen a al-
canzar las condiciones para alienar el trabajo de los otros80. En el caso de las
sociedades sin Estado no operaría la relación infraestructura-superestructura
en sus determinaciones mutuas. Como observara irónicamente Clastres en las
sociedades suramericanas, hay autonomía respectiva de la economía y la so-
ciedad, donde se confirma el carácter decisivo de lo político más que de lo
económico, gracias a la “aparición misteriosa, irreversible, mortal para las so-
ciedades primitivas, de lo que conocemos bajo el nombre de Estado” (1974:
172). Clastres dedicó varios de sus estudios a los fenómenos micropolíticos
que ofrecen inteligibilidad plena a una serie de prácticas que los análisis etno-
gráficos anteriores no habían podido percibir, en parte debido a los compro-
misos estructuralistas. Queremos detenernos un poco en dos de estos fenó-
menos para observar con mayor profundidad los efectos que presenta la
conjuración concreta del Estado en este tipo de sociedades.

¿Jefes sin poder?


En las jefaturas suramericanas estudiadas por Clastres se confirma la
inexistencia de jefes con poder, y se observa más bien una paradójica especie
de jefatura sin autoridad, sin poder coercitivo o impositivo: “El jefe no es un
comandante, los miembros de la tribu no están sometidos a ningún deber
de obediencia. El espacio de la jefatura no es un lugar de poder, y la figura (tan mal
llamada) del ´jefe´ salvaje no anticipa en nada la del futuro déspota” (Clastres,
1974: 175). Las jefaturas se despliegan y ejercen más bajo las condiciones de
una máquina territorial primitiva que sobre los dispositivos de la máquina
80
“¿Qué hace que en una sociedad primitiva la economía no sea política? Esto se debe, creemos, a que la eco-
nomía no funciona de manera autónoma. Podríamos decir que en este sentido las sociedades primitivas son
sociedades sin economía por rechazo a la economía” (Clastres, 1974: 169-170).

141
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

despótica, por más que puedan presentirla: en ese mundo indígena, los pro-
cesos de marcación corporal y su coextensividad con el cuerpo de la Tierra
hacen de la naturaleza una superficie de inscripción del socius81. Es decir, en
las sociedades llamadas “primitivas”, los flujos del cuerpo social se encuen-
tran completamente codificados por cargas territoriales vinculantes y catexis
colectivas corporales. Es por eso que, en cierto sentido, entre ellas “el cuerpo
es la memoria”, sin que esto pretenda ser en modo alguno una metáfora. De
manera que paradójicamente son sociedades de memoria y de “escritura corpo-
ral”. En la máquina bárbara, el déspota establecerá una nueva alianza: ya no
se vincula con la tierra sino con lo divino, rompe los lazos establecidos en
la máquina territorial e impone una filiación con el cielo. El cuerpo mismo
del déspota deviene superficie de inscripción social (Deleuze-Guattari, 1974:
199); pero no se trata de concebir una evolución desde la máquina territorial
a la despótica sino constatar sus especificidades constitutivas como máquinas
sociales y el trasfondo del nacimiento o el despliegue total del Estado.
Retornemos a Clastres. Si bien el jefe posee un prestigio y unas compe-
tencias técnicas que le reconoce la tribu (oratoria, buen cazador y estratega
guerrero), su tarea se limita a ejercer una palabra vacía o al intento de resolver
conflictos entre individuos, familias y linajes mediante un uso empobrecido
de la palabra: porque no se trata de una palabra ordenadora, que esté autoriza-
da para juzgar o tomar partido, sino de una palabra persuasiva que “carece de
fuerza de ley” (Clastres, 1974: 133 ss. y 176). Verdadero hombre de discurso,
el “jefe” limita su prestigio y su palabra a la misión de evitar que las diferen-
cias entre miembros de la comunidad puedan poner en vilo las cohesiones
sociales inscritas precisamente en la conjuración común del Estado. Si bien
las cualidades del prestigio y los ejercicios de la palabra han podido servir en
otras sociedades como pilares para la centralización del poder individual (y
paralelamente, la consolidación de un poder estatal), en el caso de las socieda-
des sin Estado ese mismo prestigio y los ejercicios de la palabra correlativos
se ponen al servicio de la evitación del surgimiento del poder individual82. La
sociedad impide permanentemente que el jefe pueda superar los límites que
ella misma le define, porque no hay práctica más elocuente de destitución

81
“La sociedad no es, en primer lugar, un medio de intercambio en el que lo esencial radicaría en circular o
hacer circular; la sociedad es un socius de inscripción donde lo esencial radica en marcar o ser marcado” (De-
leuze-Guattari, 1974: 148).
82
“¿Qué dice el jefe? ¿Qué es la palabra del jefe? Es primero que todo un acto ritual […]. La palabra del jefe
no es dicha para ser escuchada. Paradoja: nadie presta atención al discurso del jefe. O mejor, se finge falta de
atención […]. Pero, en un sentido, nadie se pierde nada. ¿Por qué? Porque, literalmente, el jefe no dice nada.
Su discurso consiste, esencialmente, en una celebración, varias veces repetida, de las normas de vida tradiciona-
les…” (Clastres, 1974: 135-136).

142
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

del poder que someter a un individuo al ejercicio de una palabra vacía (te
imponemos el deber de ejercer la palabra, pero al mismo tiempo vigilamos
que tu palabra no exceda los márgenes de sentido que le hemos otorgado): el
jefe realmente está al servicio de la sociedad, la cual conserva siempre en sí
misma el poder y lo ejerce sobre el jefe mismo (el jefe está “prisionero en un
espacio del cual ella [la sociedad] no lo deja salir”) (loc. cit.). Existe el riesgo
de que el jefe pueda, naturalmente, sobrepasar los límites impuestos por la
sociedad, aunque por lo general no lo intenta: no está inscrito en la cultura
que el jefe quiera subvertir su relación con el grupo al querer pasar de servi-
dor de la tribu a amo de la misma. En cierto sentido, al jefe se le impone el
deber de la palabra como un peso que reduce su misma jefatura a la antítesis
de todo ejercicio de poder, porque la tarea de conciliación de las diferencias
no conlleva en absoluto un poder de coerción sino de convencimiento: es
más una deuda del jefe a la tribu que un cobro despótico a la comunidad. Se
trata entonces de una inversión completa de los fundamentos que, en otras
condiciones de codificación del poder, centralizan precisamente la voluntad
individual como fuerza de ley (máquina despótica) y confieren a las socieda-
des estatales la posibilidad de asegurar las garantías normativas inherentes a
la división social. Es un rasgo esencial de la sociedad sin Estado “ejercer un
poder completo y absoluto sobre todo lo que la compone” (1974: 180), lo
cual se traduce en no dejar escapar nada que trascienda sus propios medios de
composición y articulación internas, y que pueda consagrar la legitimidad de
un poder individual separado. Adicionalmente, Clastres señala que también el
hecho de la persistencia de una enorme atomización de tribus y conjuntos de
grupos locales en esa región suramericana —relacionados casi enteramente
por una pulsión guerrera—, parece impedir la emergencia de la estructura
estatal y su unificación bajo un poder que trascienda las propias condiciones
micropolíticas que componen a los elementos de ese conjunto. La guerra,
en lugar de limitarse a ser una condición inherente al salvajismo que el Estado
hobbesiano/hegeliano se encargaría de reducir (postulado cuyas precariedad
y arbitrariedad mueven a risa cuando se observa la historia de la pulsión de
guerra en Occidente), aparece en la sociedad primitiva más bien como otro
medio idóneo para conjurar la formación del Estado. De modo que, entre las
sociedades primitivas, la guerra no sería resultado de una lucha por sobrevivir
en condiciones de carencia de proteínas, o el efecto de un fracaso económico
comunicativo previo hundimiento de las leyes estructurales del intercambio
(Deleuze-Guattari, 1974: 181), sino que se trata de un aspecto constitutivo
de la territorialidad de los grupos que ratifica la naturaleza de su ser social.
Aquí se cumple la actualización de una estrategia centrífuga (dispersión de los

143
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

grupos) que les permite escapar permanentemente a la división social interna


para conservar su ser indiviso, autónomo, sin Estado, sin la presencia de lo
Uno (Clastres, 1996: 212 ss.). En un contexto distinto, Deleuze-Guattari ob-
servaron un procedimiento similar en los mecanismos de dispersión de los
grupos de gamines en Bogotá (1988: 365), para resaltar un aspecto importante:
si se toma distancia de las lecturas evolucionistas o estructuralistas sobre las
bandas o manadas, resulta claro que no se trata de formas atrasadas o rudi-
mentarias sino de la composición de un tipo de red singular articulada bajo
relaciones complejas de inmanencia: mundanidad frente a sociabilidad. A las
organizaciones sociales con un poder centralizado y arborescente (aparato
de Estado), se oponen los grupos rizomáticos conformados por relaciones
de mundanidad que ponen en tela de juicio las jerarquías estatales (máquina
de guerra). Estos postulados no sólo permiten probar que definitivamente
no todas las conformaciones del socius se dirigen hacia la forma Estado, sino
también que no todas ellas se encuentran estructuradas por la confluencia de
una lógica universal y trascendente.

Palabras proféticas errantes


Un segundo aspecto que demuestra esa particular voluntad de conjura-
ción del Estado entre estas sociedades es la existencia de un uso discursivo
diferente. Además del deber de la palabra en suspenso concedido al jefe,
Clastres señala otra práctica de lenguaje que encuentra sus raíces en los
siglos XV y XVI, en las migraciones en busca de la “tierra sin mal” alen-
tadas por los detentadores de una palabra profética: los karai83 . Clastres
consigna ejemplos sobre la insistencia de los profetas —individuos por cierto
diferentes a los chamanes o pajés, en quienes los misioneros veían la encar-
nación de una palabra demoníaca y, por tanto, un obstáculo mayor para la
evangelización de estos grupos— por recordar a la sociedad que “el mal
es lo Uno”, en lo que se puede advertir precisamente “el rechazo al poder
político separado, el rechazo al Estado” (Clastres, 1974: 184). Cuando la
sociedad sin Estado ve amenazados los fundamentos que sustentan su vo-
luntad de mantener el poder al interior de su propio cuerpo, optaría por una
liberación de fuerzas que llegan a conducirla a su propia disolución: entre
los jefes y los profetas se teje una trágica alternativa donde se decide el fu-

83
“… palabra profética, virulenta, eminentemente subversiva de llamar a los indios a emprender lo que bien
puede reconocerse como la destrucción de la sociedad. El llamado de los profetas a abandonar la tierra mala,
es decir, la sociedad tal como está, para acceder a la Tierra sin Mal, a la sociedad de la felicidad divina, implica
la condena a muerte de la estructura de la sociedad y su sistema de normas” (Clastres, 1974: 183-184 y 138 ss.;
1996: 100 ss.).

144
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

turo de una cultura extraordinaria: o la renuncia al poder de Estado o el fin


de la sociedad (1974: 185-186). De aquí se deriva una conclusión definitiva:
si el poder no ha de existir sólo para la sociedad, entonces el poder debe ser
lo que se ponga al servicio de la destrucción de la sociedad, y los profetas
representarían a los heraldos de esa destrucción inevitable (“voz inspirada
por los invisibles”). Se trata, en definitiva, de una lógica vertiginosa e impla-
cable, que cierra el destino trágico de las sociedades que decidieron escapar
al Estado. Pero Clastres señala que la invocación a buscar la tierra sin mal
no era exclusivamente una aspiración escatológica, sino que se trataba de
un territorio real aunque difícil de alcanzar: se encontraba al Este, y consig-
na que varias oleadas de migrantes que la buscaron llegaron hasta el mar,
límite que a su turno es cargado metafísicamente bajo su resemantización
en una búsqueda interior (Clastres, 1996: 104). De cualquier manera, en
esa invocación emerge una pulsión trágica y en extremo revolucionaria: la
forma radical de escapar a lo Uno y al mal que conlleva, se extiende hasta el
sorprendente extremo de sacrificar el elemento más entrañable del lazo so-
cial, con el llamamiento a la supresión de la inflexible ley del intercambio84.
¿Cómo concebir entonces esta especie de interioridad aniquiladora de los
karai desde el punto de vista estructuralista? ¿Cómo situar el sentido de una
pulsión que llega a proyectar la destrucción impensable de los fundamentos
mismos de la sociedad? Creemos que este pliegue esconde mucho más que
un simple extravío etnológico del cual el sistema de relaciones podría dar
cuenta. Con toda certeza, una aplicación a ultranza del enfoque estructura-
lista quizás observe allí un probable fracaso de la fuerza incoercible del lazo
social bajo condiciones particulares de aniquilación. Porque la prohibición
del incesto y la férrea ley del intercambio se tienen como sólidas determi-
naciones consustanciales a la composición subjetiva que aseguran impera-
tivamente los fundamentos del ser social de la especie. ¿Entonces se debe
creer que, en situaciones específicas como esta, el sistema también posee
instancias que se extienden hasta la destrucción misma de la sociedad? ¿O
debemos pensar que se trata de un rasgo no estructural, una excepción irre-
ductible para la estructura y que, por tanto, destituiría sus pretensiones de
totalización y nos dejaría frente a una suerte de afuera de lo social? Porque
la pulsión es radical, y Clastres insiste en confirmar que no se trata de una
simple remembranza mítica sino de un serio llamado a la acción para des-
truir el equilibrio esencial del socius desde dentro y sin condiciones. Parece

84
“Su llamada al abandono de las reglas no dejaba ninguna de lado y englobaba explícitamente el fundamento
último de la sociedad humana, la regla del intercambio de mujeres, la ley que prohíbe el incesto: ¡de ahora en más,
decían, dad vuestras mujeres a quien queráis!” (Clastres, 1996: 103).

145
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

entonces que tanto la negación al surgimiento de la forma Estado, como los


ejercicios de la palabra sin poder del jefe o las invocaciones de los profetas,
se enmarcan todos en el mismo proyecto: conservar el ser social indiviso,
perseverar en el ser propio sin caer en las disyunciones de la máquina de Es-
tado. Y cuando se percibe que ese ser social se ha desarticulado, la sociedad
opta por la propia aniquilación consciente. Nada más antiestructural que los
dos ejercicios de palabra privilegiados por estas sociedades tupi-guaraníes
(palabra evanescente o liminar de los jefes y palabra autodestructiva de los
profetas), incluyendo en esta última el llamado a romper la ley “estructural
y universal” del parentesco. Entonces, nos vemos constreñidos a insistir en
que tales “soluciones” no serían definitivamente condiciones de estructura
sino al contrario, instancias no estructurales porque representan el afuera
del sistema, su inevitable dislocación. Es evidente que en todo sistema hay
ruido y caos, pero hasta donde sabemos no se observan con frecuencia
mecanismos voluntarios de autodestrucción en las estructuras sino, al con-
trario, reglas rígidas en función de su preservación y perpetuación a toda
costa. Desde una concepción inscrita en el casi imperceptible umbral de la
génesis de la conjuración del poder de Estado, los hallazgos de Clastres nos
muestran un orden de fenómenos que parece encontrar sentido más por
ausencia de las determinaciones estructurales que por su actualización, por
más que se pueda pensar que, en efecto, algunos rasgos estructurales no
dejarían de gravitar en otras dimensiones de la vida de estos pueblos. No
obstante, el peligro destructor que representa la formación del Estado entre
estas sociedades “primitivas” es sólo una muestra de la multiplicidad de me-
canismos que quedan incomprendidos bajo el peso aplastante de las teorías
de sistema. De ahí que, tanto el estructuralismo como lo que se conoció
en la época como “antropología marxista”, también hayan sido objeto de
agudas y certeras críticas por parte de Clastres.

Supresión de lo social en el parentesco y el mito


El fracaso del estructuralismo radicaría precisamente en que se trata de
un discurso que “no habla de la sociedad” (Clastres, 1996: 168); es decir,
no puede hablar de la sociedad concreta, a pesar de lo que se pueda pensar
sobre los temas del parentesco o los mitos. Ya se observó a propósito de
Lévi-Strauss: resulta claro que el concepto estructural de sociedad adolece
de una insostenible clausura en el sistema de relaciones, y permanece aisla-
do de las condiciones diferenciales y críticas inherentes a todo cuerpo so-
cial. Ni el parentesco ni la alianza agotarían el ser dinámico de la sociedad,
porque queda un enorme saldo de condiciones específicas que no responde

146
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

a los lineamientos de estructura, principalmente cuando se trata de socie-


dades ajenas a los órdenes culturales de Occidente. Clastres se pregunta si
podemos asumir tranquilamente que el discurso sobre el sistema de paren-
tesco de Lévi-Strauss se encuentre en condiciones de ofrecernos un cono-
cimiento sobre la vida social. No lo cree así; si se desmenuzara ese sistema,
se permanecería simplemente en el umbral del conocimiento social, porque
definitivamente la sociedad “primitiva” no se reduce a los lazos de alianza
o de sangre; porque el parentesco no es la esencia perdida de lo social: tal
lectura del parentesco… “no enseña nada acerca del ser social primitivo...
No explica por qué el hombre primitivo es un hombre particular, diferente
de los otros, por qué la sociedad primitiva es irreductible a las otras” (Clas-
tres, 1996: 168-169).
No resultaba sostenible argumentar que lo social se agotaba en el pa-
rentesco, y por eso se defendería que ese subsistema solamente ofrecía un
modelo que permitiría deslindar, deductivamente, otras instancias de orga-
nización de la sociedad bajo condiciones comunicativas o de lenguaje. Pero
la sola postulación del modelo de parentesco no permitía legitimar del todo
esa pretensión, incluso si facilitaba la confirmación de diversas articulaciones
simbólicas con las normas de otras prácticas sociales, como el intercambio de
bienes. Por otra parte, los análisis estructuralistas del mito también muestran
una ausencia de relación con lo social, porque evitan previamente el lugar
de producción e invención mítico, que es la sociedad misma: “Es cierto que
los mitos se piensan entre ellos… pero esto es, en cierto sentido, secunda-
rio, ya que los mitos, ante todo, piensan la sociedad que se piensa en ellos, y allí
reside su función” (Clastres, 1996: 169). De ahí que se observe un total des-
conocimiento del rito en los análisis estructuralistas, porque esa instancia sí
representaría un lugar privilegiado de la vida social, dado su carácter eminen-
temente colectivo85.
Llegados a este extremo, resulta visible que parentesco y mito ya no
podrían pretender encarnar la esencia recobrada de la sociedad en su pu-
reza sino que se constituyen más bien en enmascaramientos de lo social
que, despojados de sus condiciones empíricas concretas, le permitían al
estructuralismo operar con una especie de cantidad objetiva cuya fácil

85
“En efecto, ¿hay algo más colectivo, más social, que un ritual? El rito es la mediación religiosa entre el mito
y la sociedad, pero la dificultad para el análisis estructural proviene de que los ritos no se piensan entre ellos…
Tanto si analizamos el estructuralismo por su cima (la obra de Lévi-Strauss) como si consideramos esta cúspide
según sus dos vertientes mayores (el análisis del parentesco y el análisis de los mitos) se impone la constatación
de una ausencia: este discurso elegante, a veces muy rico, no habla de la sociedad. El estructuralismo es, como si
se tratara de una teología sin dios, una sociología sin sociedad” (Clastres, 1996: 169-170).

147
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

matematización devolvería al supuesto y “verdadero” ser social, con el


nada inocente añadido de su revestimiento científico. Lévi-Strauss
pudo aducir en su defensa que el parentesco es concebido precisa-
mente como una forma de lenguaje o de comunicación, basado en un
sistema lógico de representaciones subyacentes, y que precisamente su
método apuntaba a mostrar cómo el intercambio de mujeres estaría
empleando, mutatis mutandis, la misma lógica inherente al intercambio
de signos en la lengua. Lo mismo valdría para los mitos, como tejidos
de relaciones lógicas que obedecerían a propiedades invariantes y ob-
jetivas que subyacen en sociedades poseedoras de este tipo de discur-
sos anónimos y permutables. Pero, nuevamente, la mayor dificultad
radicaba en haber conferido a esas relaciones estructurales un peso tan
decisivo, incluso hasta llegar a convertirlas en depositarias de la esen-
cia inalterable del lazo social primitivo (actualización inconsciente de
un sustrato lógico universal). Además, reducir a los individuos y colec-
tividades concretas −mediante una especie de lógica de la permutación
en un cuadro clasificatorio− a cumplir el papel de objetos de intercambio
tal como proceden los signos en el sistema lingüístico, requería impera-
tivamente superar las diferencias entre la facticidad irreductible de los
primeros y la funcionalidad operativa de los segundos (Benveniste). ¿No
incurrió también Lévi-Strauss en una simplificación etnocéntrica de la
vida de otros pueblos al reducir la complejidad de sus relaciones sociales
al cumplimiento de una especie de imperativo elemental anclado primor-
dialmente en el parentesco y el mito? Además de dejar por fuera fenó-
menos eminentemente sociales como los ritos (a los que alude Clastres),
creemos que el estructuralismo también alteró realidades no estructurales
como las prácticas chamánicas, concebidas por Lévi-Strauss desde bases
consensuales que virtualmente las reducen a simples acuerdos de índole
comunicativa, o como algunos fenómenos de violencia colectiva, que se-
gún Girard quedan ocultos bajo el principio de las oposiciones binarias
(1986: 99).

Una lección sobre límites


Por otra parte, un sector del marxismo habría operado bajo la misma pre-
tensión, aunque en forma bastante menos esforzada. En pleno auge de los
análisis estructuralistas, Clastres observa que un marxismo reductor quiso
ponerse a tono con la actualidad y, sin dedicarse a una seria exégesis no sólo
de la conveniencia sino de la urgencia de emprender análisis para distintos
tipos de sociedades como formaciones sociales específicas, se dio a la dudosa

148
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

tarea de instaurar un discurso pseudomarxista para atribuirlo a todo tipo de


sociedad no occidental86. Clastres escoge a varios portavoces de la “etnología
marxista”, quienes llegan a sostener que “las representaciones de las socie-
dades primitivas (prácticas religiosas, mitos, etc.) pertenecen al campo de la
ideología” (1996: 173). Se trata de lecturas tan deformadas que sólo pueden
servir como indicios históricos de hasta dónde se pudo llegar en la exa-
cerbación de algunas pretensiones teóricas de sistema, y al mismo tiem-
po representan lecciones de sobriedad, dado que el concepto marxista
de ideología debía aplicarse estrictamente a las sociedades modernas y
en el contexto del surgimiento, conformación y perpetuación del capi-
talismo en Occidente. Estos antropólogos también intentaron “aplicar
la categoría de intercambio (que sólo vale para las sociedades primitivas,
es decir, las sociedades formadas por Iguales) a las sociedades divididas
en clases, es decir, estructuradas sobre la desigualdad” (1996: 174); o
llegaron a afirmar que “las relaciones de parentesco son también las re-
laciones de producción” (loc. cit.). Los ejemplos de extrapolaciones son
en verdad abrumadores 87.
Por extraño que resulte hoy, era común observar en la época una
extrapolación corriente de las categorías marxistas a las sociedades no
occidentales, como el caso de la institucionalización del poder estatal,
que desde luego sólo puede aplicarse en rigor a las sociedades dividi-
das 88. No que las sociedades “primitivas” carezcan de relaciones de po-
der, sino que las que poseen presentan una singularidad que es necesario
comprender en su especificidad sin asimilarlas etnocéntricamente a los
supuestos que caracterizan a las de Occidente. La revisión de Clastres es

86
“Los etnólogos marxistas constituyen una falange oscura pero numerosa. Es inútil buscar en este cuerpo
disciplinado una individualidad sobresaliente, un espíritu original: devotos de la misma doctrina, profesan la
misma creencia y salmodian el mismo credo, cada cual vigilante de que su vecino respete la ortodoxia de la letra
de los cánticos de un coro tan poco angélico… Cada uno de ellos gasta su tiempo en tachar al otro de impostor
pseudomarxista, cada uno reivindica la suya como justa interpretación del Dogma” (Clastres, 1996:170-171).
87
Estos etnólogos quieren “…hacer entrar en la sociedad primitiva (en la que no tienen nada que hacer) las ca-
tegorías marxistas de relaciones de producción, fuerzas productivas, desarrollo de las fuerzas productivas —este
penoso lenguaje de madera que tienen siempre a flor de labios— todo ello bien entramado en el estructuralismo:
sociedad primitiva-relaciones de parentesco-relaciones de producción. Así de sencillo” (Clastres, 1996: 174).
88
“El marxismo contemporáneo se autoinstituye como El discurso científico sobre la historia de la sociedad
[…] puede hablar de todo tipo de sociedad, posible o real, porque la universalidad de las leyes que descubre no
soporta las excepciones. De lo contrario, es la doctrina íntegra la que se derrumba…, impone a los marxistas
formular la concepción marxista de la sociedad primitiva, construir una antropología marxista… deben someter
los hechos sociales primitivos a las mismas reglas de funcionamiento y de transformación que rigen a las otras
formas sociales… ¿Cuál es el criterio marxista para medir los hechos sociales? La economía. El marxismo es un
economicismo. Y es por ello que los antropólogos marxistas aplican al cuerpo social primitivo aquello que,
según piensan, funciona en todas partes: las categorías de producción, relaciones de producción, desarrollo de
las fuerzas productivas, explotación, etc.” (Clastres, 1996: 177-178).

149
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

categórica al respecto: las sociedades “primitivas” son indivisas por de-


finición, no poseen órganos de poder político independientes, pues “así
como no se puede pensar la sociedad indivisa sin la ausencia del Estado,
tampoco se puede pensar la sociedad dividida sin la presencia del Estado”
(1996: 176). En resumen, se trata de la influencia de un discurso que llega
a desfigurar en extremo la vida del Otro so pretexto de hacerla coincidir
a cualquier precio con el interés que lo anima89. Esta circunstancia podría
permanecer en la región de lo anecdótico y casi trivial, si no fuera porque
lo que está en juego es el valor teórico que representan las prácticas de poder
en toda sociedad, pues definen las condiciones precisas de dominación y su
distribución en el espacio humano, hasta el punto de alcanzar, a los ojos de
Deleuze-Guattari, la densidad de aparato de Estado o máquina de guerra,
y también consolidar formas de sociabilidad o mundanidad (1988: 365 ss.).
En cualquier caso, Clastres también está de acuerdo con Foucault en que,
antes de existir una relación de clases entre ricos y pobres, hay una relación
entre dominantes y dominados en la génesis del aparato estatal, que además
sería la instancia que produce la división social y no lo contrario.
A pesar de lo definitivo que pudo resultar el Estado como objeto es-
tructural y no obstante la fuerza teórica de su validación y centralización
a ultranza en el discurso sociológico, los resultados de Clastres muestran
varias excepciones que descomponen las ilusiones teleológicas y descons-
truyen la anhelada armonía de la propia estructuración de tal modelo. Y
es más, nos convocan a una tarea que no por ardua resulta menos urgente:
abordar y valorar de otro modo las complejidades que subyacen en las
formaciones sociales diferenciales, con frecuencia sepultadas bajo la he-
gemonía de modelos que, como el estructuralismo o el marxismo reduc-
tor, son proclives a la pretensión de ahogar literalmente las excepciones
a la regla para reducirlas y recodificarlas en el engranaje totalitario de la
teoría. Sin duda, se puede rescatar un principio de libertad tanto en las

89
“Su frenesí ideológico, su voluntad de saqueo de la etnología llega hasta el límite, o sea, hasta la supre-
sión pura y simple de la sociedad primitiva como sociedad específica, como ser social independiente. Den-
tro de la lógica del discurso marxista la sociedad primitiva, simplemente, no puede existir, no tiene derecho
a una existencia autónoma, su ser se determina por aquello que vendrá después de ella, por aquello que es
obligadamente su futuro. Los marxistas proclaman, doctamente, que las sociedades primitivas son precapi-
talistas… Para ellos, la sociedad primitiva no existe sino rebatida sobre esta figura de la sociedad aparecida
a finales del siglo XVIII, el capitalismo. Hasta entonces nada cuenta: todo es precapitalista… El resultado
es que, para el marxismo en general, lo que (mide) la sociedad es la economía y para los etnomarxistas,
que van aun más lejos, lo que mide la sociedad primitiva es la sociedad capitalista” (Clastres, 1996: 178).
90
La negación de la servidumbre voluntaria, postulada ya por La Boétie y que representó un punto de
partida para Clastres. Véase el capítulo “Libertad, desventura, innombrable”, en Investigaciones en antropología
política (1996: 119 ss.).

150
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

sociedades primitivas90 como en la perspectiva crítica de nuestro autor


(su voluntad de escapar a las coerciones tanto del estructuralismo como
del marxismo reductor) para abordar los fenómenos sociales desde sus
propias particularidades. Revisar en forma prudente esas singularidades
impone más bien la respuesta a una necesidad y el despliegue de una
posibilidad: el compromiso de destituir los sistemas al igual que sus pre-
tensiones teleológicas, y la capacidad de afinar la mirada para ver más allá
de las “certezas” teóricas. Son estas lecciones (y elecciones), nos parece,
las que sitúan los análisis de Clastres en un horizonte crítico cercano a las
búsquedas de las filosofías de la diferencia.

tendencias estructural-funcionalista en sociología

El apogeo estructuralista en los estudios sociológicos puede obser-


varse mejor bajo el seguimiento de las connotaciones globales que al-
canzó la categoría de estructura social, tanto en las llamadas teorías an-
gloamericanas como en las escuelas marxistas o del conflicto. El mundo
anglosajón se orientó decididamente hacia una concepción menos fi-
losófica de las estructuras, pues llegó a considerarlas como relaciones
regulares y ordenadas del cuerpo político, e incluso directamente como
instituciones o formas duraderas de conducta y control social, centrán-
dose especialmente en su funcionalidad reguladora actual (el “sistema
de relaciones existente” o la “sociedad en acto”). Hay que advertir que
esta concepción no presupone una homeostasis rígida y clausurada en
el sistema, sino más bien un cierto balance o estabilidad frágil y transi-
toria, en constante reconstrucción como hecho eminentemente social.
Pero también es cierto que ese equilibrio recurrente, por precario que
llegue a ser, reclama un sincronismo que en principio no debería reñir
con esa condición social sumergida en la empiricidad. Los elementos del
sistema social, y sus subsistemas, guardarían una estrecha interdepen-
dencia dinámica, que se puede constatar cuando se observan influen-
cias tangibles de una transformación en uno de ellos sobre la totalidad.
Apegados a la herencia del funcionalismo, los estructural-funcionalistas
asumen el hecho del sistema social en su carácter concreto, pero llegan
a reconocer y admitir una relativa influencia de algunos modelos es-
tructurales (Radcliffe-Brown, 1960: 215 ss; Viet, 1970: 13 ss, 73 ss). La
discusión entre las escuelas sociológicas angloamericanas y las europeas
continentales radicó especialmente en la posibilidad de asumir el orden

151
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

estructural como una realidad empírica por parte de las primeras, para
remontar ese nivel abstracto y lógico que le confirieron las segundas en
general 91.

Organicismo del sistema social


El carácter orgánico de la estructura social, herencia de la sociología positiva
decimonónica, deja una profunda impronta en las teorías sociales del siglo XX.
A pesar de las diversas renovaciones de sus referentes de legitimación −transfor-
maciones que siempre se cumplieron en beneficio de una esencia sistémica que al
parecer les resultaba insoslayable−, la adhesión incuestionada al paradigma domi-
nante pareció eclipsar las respuestas a los desafíos planteados por la complejidad
de las relaciones sociales. Un ejemplo simple para entender mejor este obsesivo
esencialismo de sistema podría ser la recepción de un campo de problemas como
el de la cotidianidad en las ciencias sociales. Se puede reconocer sin mucho esfuerzo
que la cotidianidad ha representado un campo analítico e interpretativo quizás tan
rico como exigente, plenamente merecedor de una mirada múltiple.

La cotidianidad como obstáculo


Tal “geografía de lo cotidiano”, como la denominara De Certeau (1990)92,
ha sido objeto de ensayos para instaurar una antropología de la vida cotidiana
que pueda remontar marcos teóricos y métodos de observación ya tradicio-
nales, como los de la sociología de E. Goffman, la etnometodología de Gar-
finkel, o la simple observación etnográfica, incluso a pesar del salto episte-
mológico de esta última, que en años recientes buscó superar los problemas
de la reducción del espacio hermenéutico de la antropología y las dificulta-
des inherentes a la enunciación soberana de un observador privilegiado (C.

91
Aspectos fundamentales de estos debates se encuentran en los artículos de Jean Viet, “Diferentes tendencias
del método estructuralista” (1970: 11-28) y “Métodos estructuralistas en sociología” (1970: 101-170). Este úl-
timo capítulo presenta en detalle los problemas de método en otros intentos de aplicación de modelos estruc-
turalistas, como la dinámica de grupos en Lewin, los sociogramas de Moreno, las organizaciones complejas en
Gurvitch, Parsons y Merton, la sociedad global y el sistema de roles en Nadel, y las concepciones dinámicas en
la estructura de Levy. Respecto a estos problemas, también puede verse Talcott Parsons (1966, passim) y Georges
Gurvitch (1962: especialmente Cap. 4). En otra tendencia importante de la sociología contemporánea, Pierre
Bourdieu emprende un “constructivismo estructuralista” que intenta dar cuenta de la génesis y funcionalidad
de modelos o esquemas de pensamiento (habitus) en el orden social, relacionados con estructuras objetivas in-
manentes e independientes de la conciencia de los individuos, que llegan a determinar o inhibir sus conductas e
interacciones. Véase especialmente La distinción, criterio y bases sociales del gusto (1998).
92
Allí alude a las enormes dificultades para abordar el análisis transdisciplinar de las prácticas cotidianas, porque
representan “un vasto conjunto, difícil de delimitar…” (1990: 71-72), que supone una serie de operaciones so-
ciales diseminadas y está literalmente situado entre múltiples encrucijadas metodológicas que convierten en algo
muy complejo la posibilidad de alcanzar su inteligibilidad (¿dónde comienza y termina lo cotidiano?). Además,
porque “lo que está en juego es el estatuto del análisis y la relación con su propio objeto” (1990: 71).

152
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

Geertz, 1988; J. Clifford, 1995). Además de los problemas metodológicos que


tal perspectiva pudo provocar, esas investigaciones sobre cotidianidad tam-
bién enfrentaron recurrentemente el obstáculo filosófico del platonismo: las
dimensiones de lo cotidiano, interactivo, afectivo, fenoménico…, continua-
ban apareciendo como condiciones existenciales desvalorizadas, carentes de
esencia, ajenas a los objetivos de un auténtico espíritu científico. Las discipli-
nas sociales también han compartido, hasta hace relativamente poco tiempo y
a su manera, el mismo desprecio hacia lo cotidiano: como tuvieron que hacer
abstracción del hombre concreto para delimitar regiones de conocimiento
independientes —con los efectos de fragmentación que se pueden reconocer
en tales asunciones cientificistas—, con mayor razón esa temporalidad de lo
micro, casi imperceptible, inasible, precaria, insignificante…, les resultaba, con
contadas excepciones, tan irreductible como inútil. En realidad, la cotidiani-
dad presenta una índole heterogénea, pues constituye una red de relaciones
intersubjetivas y mundanas complejas, que no se articula cómodamente con
las estructuras macrosociales e institucionales que ofrecían inteligibilidad a
otras prácticas (en algún lugar, Goffman afirmaba al respecto que la cotidia-
nidad se concebía como algo parecido “al agua sucia de lo social”). Pues bien,
hoy en día subsisten convergencias teóricas que postulan nuevas categorías analí-
ticas para la fenomenología de lo cotidiano, y coinciden en la necesidad de estable-
cer nuevos principios y metodologías para encararla. La insistencia general en la
necesidad de afinar la mirada sobre lo cotidiano, la captación de los detalles y de lo
que se oculta detrás de “lo insignificante”, las micropercepciones y las pequeñas
diferencias que, por ejemplo, fueron materia fundamental para la microsociología
de Gabriel Tarde, para la historia de la vida privada que inauguró Annales, o para
el Freud de Psicopatología de la vida cotidiana, siguen representando puntos de par-
tida viables para la fundamentación empírica de una mirada hacia lo cotidiano.

Instituciones y peso del paradigma científico


Desde los albores del nacimiento de una ciencia positiva de lo social (Com-
te, Spencer, Durkheim…), la modelización de las ciencias naturales impone el
carácter mismo de cientificidad a las sociales (unidad teórico-metodológica),
hasta el punto no sólo de delimitar, definir y clasificar objetos de estudio sino
de excluir también una serie de fenómenos que no podían inscribirse en las
racionalidades científicas “duras” y su desarrollo acumulativo y progresivo
del saber. Como se observó, la naturaleza ciertamente difusa de la cotidia-
nidad no hacía de ella un objeto digno de recibir el estatuto de forma estable
de lo social, mientras las estructuras con valor selectivamente significativo
gracias a sus formas visibles y orgánicas sí merecían ese título. De manera

153
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

que, tanto en el origen de la objetivación positivista de las ciencias sociales,


como en el desarrollo de las concepciones estructural-funcionalistas de la
sociedad, se observa la misma dependencia de un paradigma orgánico que
responde a idéntico interés: la legitimación del conocimiento científico de lo
social debe radicar en formas estables, recurrentes, sistémicas o estructurales,
y en las instituciones se podían reconocer claramente estas condiciones de in-
teligibilidad (objetivismo y organicismo). Tanto el funcionalismo en general
como varios estructuralismos coinciden en concebir a las instituciones como
formas efectivamente funcionales, autorreguladas u ordenadas de conducta
social, que representarían el “verdadero” tejido de la totalidad del sistema
además de encarnar el orden causal privilegiado de numerosas interdepen-
dencias en su interior, que incluso llegaría a garantizar la estabilidad de la
estructuración total (la satisfacción de necesidades, según Malinowski; o las
“cristalizaciones estables” de las fuerzas, según Parsons). A pesar de conducir
los efectos irracionales o no deseados del sistema a su recodificación bajo una
presunta funcionalidad social a ultranza, esta visión abiertamente reductora
no logra dar cuenta satisfactoriamente de las numerosas complejidades, ex-
cepciones y disimetrías propias de toda sociedad, como lo mostrarían desde
una perspectiva diferente algunas teorías inspiradas en los temas del conflicto,
las lecturas micropolíticas o intersubjetivas de lo social, las condiciones no
funcionales en los límites del sistema o las perspectivas transformacionales y
diferenciales del orden comunitario. Una vez más, el funcionalismo comparte
con el estructuralismo tanto la voluntad totalizadora como el marcado sesgo
ahistórico, producto de la forzada armonización antepuesta a un sistema so-
cial pretendidamente autorregulado y en relativa estabilidad. En esta orienta-
ción precisa, el funcionalismo alcanza una posición de secante que coincide
perfectamente con las formas articuladas del orden estructural; de ahí que
Lévi-Strauss concibiera al funcionalismo, no sin una buena dosis de ironía,
como un “estructuralismo primario”.

el psicoanálisis de lacan

En la obra de Freud, el lenguaje y lo simbólico cumplen funciones de


enorme importancia, por cuanto se conciben como instancias esenciales para
la conformación psíquica del sujeto; en particular, ponen de relieve el papel
que llegan a jugar las dimensiones polisémicas del habla, que permiten afir-
mar algo diferente a lo que se dice: la metáfora en primer lugar, pero también
el olvido, los lapsus, los problemas recurrentes del malentendido, el ejercicio
de la palabra en las sesiones del análisis, el recuerdo y la memoria, los sueños,

154
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

la elaboración… Desde este horizonte de problemas, Freud ya incluía a fon-


do la interpretación psicoanalítica en el campo del lenguaje y en un modelo
lingüístico que, para Foucault, no termina en ese simple desplazamiento sino
que también implica el desdibujamiento de las fronteras entre lo normal y
lo patológico, y hace posible el salto desde el análisis de las funciones al de
las reglas y los sistemas (Foucault, 1968: 350). Esta especie de “concepción
estructural” del inconsciente le permitía a Freud establecer la relevancia de
este último como cualidad psíquica fundamental, más allá de la importancia
indudable de la pura conciencia: así, esbozó una “organización coherente”
del psiquismo, bajo las relaciones entre el yo, el ello y el super-yo (Freud, 1973:
21 ss.). No obstante esto, estamos obligados a recordar que esa estructu-
ración del psiquismo nunca es estable, jamás se concibe o se pretende en
equilibrio permanente sino como nudo problemático en donde discurre la
vida individual. Desde el punto de vista freudiano, si existe una posibilidad
de estructuración del psiquismo no proviene de las condiciones inmanentes
del aparato psíquico, frágiles y caóticas por definición. Para Jacques Lacan,
la función simbólica inviste la existencia de un sujeto que, él mismo, está
constituido como máscara más que como realidad trascendental (la ficción del
“yo”)93. En una línea próxima a Jacobson, Merleau-Ponty y Ricoeur, Lacan
privilegia el habla sin dejar de considerar estructuras que conservarían una
universalidad sincrónica, como la estructuración edípica. La existencia hu-
mana discurre esencialmente en lo simbólico, pero esto significa que está
anclada a un horizonte de problemas derivados de la distancia entre el sujeto
y el significante. El Ello habla, en efecto, pero nunca regido por la soberanía
de un sujeto que habría conquistado su autonomía sino, al contrario, desde
la derelicción del fondo de fuerzas inconscientes que dominan su existencia.
En esto, Lévi-Strauss coincide plenamente con esta lectura del inconsciente
(el inconsciente simbólico), porque se trata de una instancia que escapa tanto
a la historicidad como al cógito (Dosse, 2004a: 118, 135ss.). Lacan, como en su
momento lo hiciera Althusser respecto a Marx, pidió un “retorno a Freud” a
la luz de las nuevas concepciones estructuralistas sobre el lenguaje y el impor-
tante papel del inconsciente94. El resultado de ese esfuerzo es una obra exten-
sa, profunda y compleja que revoluciona la teoría y la práctica del psicoanáli-
sis freudiano. Los aspectos biológicos deben ceder su lugar a los del lenguaje,

93
Cf. Lacan, J. Escritos I, “El sujeto por fin cuestionado” (1984: 219 ss.); en: http://bibliopsi.org/index.php?op-
tion=comcontent&view=article&id=401:textos-lacan-organizado-por-semina rio&catid=80:lacan-j&Itemid
=25 (consultado el 3 de febrero de 2013).
94
Cf. Lacan, “Le symbolique, l’imaginaire et le réel”, Conferencia pronunciada el 8 de julio de 1953: www.eco-
le-lacanienne.net/documents/1953-07-08 (consultado el 20 de junio de 2007).

155
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

porque el ser humano es constituido esencialmente por lo simbólico; de ahí


que su punto de partida sea la pregunta por la palabra y el símbolo (Lacan,
1953: 2, 5). Lacan busca que la palabra y lo simbólico sean restituidos en su
valor de articulaciones esenciales para el sujeto a partir de las concepciones
lingüísticas de Saussure (1953: 3; 1984: 220) y bajo la consigna que se puede
entrever allí y que posteriormente se convertiría en una de las bases para su
reforma del psicoanálisis: “el discurso del inconsciente está estructurado como
un lenguaje”. Pero esto significa: como un lenguaje en el pleno sentido de su pro-
blematicidad (el descentramiento del sujeto respecto a las remisiones del sig-
nificante; el papel de la metáfora y la metonimia; los efectos de la transferen-
cia, condensación, sustitución, desplazamiento…)95. La unidad del sujeto ya
no está dada en un cógito, una conciencia o una instancia fenomenológica, sino
ligada a una estructura posicional en el lenguaje bajo los órdenes de lo simbólico,
lo imaginario y lo real (“Pienso donde no soy, luego soy donde no pienso”).
Lacan sostiene que en el orden del significante (al que confiere una primacía
sobre el significado, siempre desplazado) existe siempre algo que trasciende a
la conciencia, y allí sitúa la función del deseo (división del sujeto): el incons-
ciente “es lenguaje que escapa al sujeto”, lo descentra en la medida en que lo
pone en tela de juicio más que conferirle unidad e identidad (1953: 7-9, 12).
Lacan coincide con Foucault y Lévi-Strauss en la necesidad de alcanzar una
“des-sustanciación” del sujeto, elección que en parte contribuyó a separarlo
críticamente de la ortodoxia psicoanalítica. En Lacan, las series constitutivas
del lenguaje del inconsciente estarían articuladas metafórica o metonímica-
mente de manera estructural (sincronía, condensación, sustitución…), en una
verdadera topografía simbólica que abrió un nuevo camino para el análisis de
las formaciones del inconsciente. Esta vez, se trató de otra comprensión de
la subjetividad donde predominan relaciones propias del modelo lingüístico.
Lacan privilegia esas relaciones como estructuras universales que, a sus ojos,
ratifican la preponderancia incontrovertible del orden simbólico.

duración y estructuras

Desde luego, el problema de la historia tenía que convertirse en uno de los


debates más vehementes entre todos los que se sostuvieron durante el auge
del estructuralismo. Ya se ha visto: al privilegiar análisis de tipo sincrónico,
el estructuralismo excluía no sólo al sujeto y su conciencia sino también al

95
Lacan, “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (1984: 227 ss.).

156
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

tiempo en su transcursividad. No obstante, hay que repetir y recordar siem-


pre que Saussure no planteó precisamente una supresión de la historia o una
exclusión del tiempo en las evoluciones de las lenguas, sino que reservaba
su análisis a lo que llamó “lingüística diacrónica”, y eso es definitivamente
muy distinto. A pesar de todo, la prioridad conferida al sistema constituyó
el soporte para la promulgación de análisis marcadamente sincrónicos y el
desarrollo de una fascinación por los órdenes lógicos, que primaron en las
vertientes estructuralistas. Pero los críticos más agudos del estructuralismo
–provenientes de un sector del marxismo– lo acusaron de falsa cientificidad
por ocultar el “carácter ideológico” de la sincronía y su inmovilización de
las fuerzas dialécticas. La oposición entre un estructuralismo de los modelos o
relacionado indisolublemente con cantidades matematizables y a distancia re-
servada de las realidades empíricas (Lévi-Strauss) y un estructuralismo genético
o referido a realidades que producirían histórica o empíricamente a las estruc-
turas mentales (Goldmann, Piaget…), revivió la antigua disputa griega entre
eleatismo y devenir universal, y llegó a constituir uno de los grandes nudos
críticos del debate estructura-historia, o sincronía-diacronía96. A pesar de los
osados empeños de reconciliación entre esas polaridades por parte de varios
autores, se conservaron vivas las mismas aporías que en torno a la cuestión
legara la tradición griega, sin que se observaran soluciones definitivas (Viet,
1970: 12, 65, 244 ss.).

Historia y temporalidadades
Pese a esa situación, en la investigación histórica también hubo intentos
por aplicar métodos estructuralistas con resultados fructíferos. Las reformu-
laciones sobre el tiempo histórico y la duración por parte de la escuela de
los Annales, por ejemplo, constituyen excepcionales referentes para diversos
estudios centrados en temporalidades singulares que, además de introducir
conceptos como los de mentalidad o coyuntura (poseedores de claras conno-
taciones estructurales), posteriormente llegan a considerar el empleo de mo-
delos matemáticos, esquemas lógicos o matrices económicas para intentar dar
cuenta de fenómenos históricos. Una de las teorías históricas más logradas en
el campo estructuralista fue la de Braudel, para quien la historia debe cumplir

96
Quizá las críticas más intransigentes al llamado “ahistoricismo estructuralista”, especialmente el de Lé-
vi-Strauss (a quien se acusa de “eleatismo”), hayan sido las de Henry Lefèbvre (1970). Por su parte, Sartre sostu-
vo famosos debates con varios representantes del estructuralismo. Sobre este aspecto remitimos especialmente
a Sartre (1968: 50 ss.).

157
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

una apertura hacia la larga duración y la conexión con el espacio geográfico97,


mediante una reorientación que supere la concentración en los grandes acon-
tecimientos y la corta duración (histoire événmentielle) en los estudios tradicio-
nales (Braudel, 1968: 64 ss.). Esta apertura de la historia está signada por una
vocación estructural muy propia que, además de suponer constantes estables
o frecuencias de muy lenta transitividad en el pasado, también contempla,
bajo velocidades imperceptibles para la conciencia, elementos e influencias de
tipo geográfico, movimientos de conjuntos y contextos espaciales, producti-
vos, mentales, técnicos, biológicos…98 .

La larga duración
La mejor aplicación de esta proyección teórica es la extensa obra El Mediterrá-
neo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, donde Braudel muestra la magnitud
de ese universo constituido no sólo por muchos mares, como solía designarlo,
sino por una multiplicidad de influencias, velocidades y determinaciones que se
convierte en una red estructurada de signos plurales y abiertos en medio de ricas
diversidades. Allí se integran los tres planos estructurales de la geohistoria, las
estructuras sociales de colectivos y conjuntos, y los acontecimientos. Si algo ca-
racteriza al empeño de Braudel es su capacidad para asumir esa pluralidad y com-
plejidad en el desafío interdisciplinario que fue la larga duración: la inclusión de las
grandes unidades temporales –que implica emprender el análisis no narrativo de
la historia– deja un saldo de variadas interacciones y valiosas perspectivas que no
pueden reducirse a un esquema anclado en una sola disciplina. La larga duración
debe incluir los cambios lentos o breves del entorno bajo una orientación estruc-
tural, habitada por temporalidades múltiples, que jamás debe inmovilizarse sino,
al contrario, convertirse en un sistema abierto que reclama una aproximación
interdisciplinar. Ese es el caso del capitalismo comercial europeo, que cita como
ejemplo Braudel (1968: 73-74) para mostrar que en la historia se registran series
de rasgos comunes –la larga duración como “tiempo frenado” o “en el límite de
lo móvil”– que permanecen relativamente constantes en medio de una pluralidad

97
La geografía, por su parte, fue una de las disciplinas más convencida del valor interpretativo de los sistemas
estructurales, de lo cual dan testimonio los numerosos modelos que se siguen aplicando hoy en ese campo. Los
trabajos de Milton Santos (2000) constituyen compendios muy completos al respecto. También pueden verse
las investigaciones de Gregory Derek (1984) sobre el tema.
98
“Los observadores de lo social entienden por estructura una organización, una coherencia, unas relaciones
suficientemente fijas entre realidades y masas sociales. Para nosotros, los historiadores, una estructura es indu-
dablemente un ensamblaje, una arquitectura; pero más aun, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y
en transportar. Ciertas estructuras están dotadas de tan larga vida que se convierten en elementos estables de una
infinidad de generaciones: obstruyen la historia, la entorpecen y, por tanto, determinan su transcurrir” (Braudel,
1968: 70, las cursivas son nuestras).

158
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

de rupturas y conmociones99. De ahí que la interdisciplinariedad fuera postulada


por Braudel no sólo como el horizonte metodológico más adecuado para los
análisis históricos de la larga duración, sino también como el único recurso crítico
para todas las ciencias sociales y humanas, ancladas en la emergencia de las nuevas
complejidades provenientes de la enorme problematicidad que experimentó el
lenguaje con el estructuralismo en el siglo XX.

orden y espacio en foucault

Epistemes
A cierto nivel, nada es más ordinal que el estructuralismo, hasta el punto
de convertir en indiscernible la frontera que separa a la estructura del orden mismo
que la constituye; y a la inversa, resulta muy difícil pensar en la existencia de un or-
den cerrado sin el concurso virtual o actual de instancias de estructuración. Tal vez
sea esta condición especial la que también confiere al orden un modo de existencia
no exento de la pertinaz invisibilidad que suele acompañar a los epifenómenos es-
tructurales, es decir, la cualidad singular de permanecer ocultos pero abiertos a las
determinaciones de las homologías o los códigos: “materialidad” discreta de un
reino simbólico no muy visible pero enteramente transitivo. Hay en efecto modos
de ser del orden, que además se circunscriben a espacios determinados donde con-
servan condiciones estructurales de organización conjuntiva que también pueden
abstraerse. En Las palabras y las cosas, Foucault encuentra en el texto de Borges sobre
algunas clasificaciones heteróclitas los indicios de algunos principios que le permi-
tían emprender una reflexión sobre algunos de estos modos de ser, donde el orden
se ofrece como espacio intersticial invisible o secreto pero dotado de una insólita
capacidad para generar y modular condiciones particulares de existencia100. Si diri-
99
“La totalidad de la historia puede… ser replanteada como a partir de una infraestructura en relación a estas
capas de historia lenta. Todos los niveles, todas las miles de fragmentaciones del tiempo de la historia, se com-
prenden a partir de esta profundidad, de esta semiinmovilidad” (Braudel, 1968: 74).
100
“El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en
cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un
lenguaje […] Los códigos fundamentales de una cultura –los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos,
sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas– fijan de antemano para cada hombre los
órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los cuales se reconocerá […] Así, existe en toda
cultura, entre el uso de lo que pudiéramos llamar los códigos ordenadores y las reflexiones sobre orden, una
experiencia desnuda del orden y sus modos de ser” (Foucault, 1968: 5 y 6). Y luego añade que, en relación con la
historia y los campos de saber, se trataría de: “aquello a partir de lo cual han sido posibles conocimientos y teo-
rías, según cuál espacio de orden se ha constituido el saber, sobre el fondo de qué […] elemento de positividad
han podido aparecer las ideas, constituirse las ciencias, reflexionarse las experiencias en las filosofías, formarse
las racionalidades para anularse y desvanecerse quizá pronto […] Lo que se intentará sacar a la luz es el campo
epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera
a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es la de
su perfección creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad…” (Foucault, 1968: 7).

159
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

gimos nuestra atención hacia estas afirmaciones, que además invitan a poner en
juego una posibilidad de lectura de la historia y del presente nada menos que
desde la perspectiva de su suelo o fundamento cognoscitivo y empírico, veremos
que suponen al mismo tiempo la alternativa inédita de observar una serie de
transformaciones muy dinámicas que sólo resultan visibles y comprensibles a
través de esa noción de episteme. De ahí que no resultara tan extraño, después
de todo, que la obsesión de Foucault por el orden en términos de condición
de posibilidad para situar y comprender diversas prácticas humanas, fuera
otro indicio (aunque ambiguo) para incluir su pensamiento entre los análisis
estructuralistas de los años sesenta. No obstante, como en otros casos, resulta
imperativo guardar una precaución: es importante no confundir la episteme
con una estructura, porque en modo alguno se trata de una totalidad cultural
autosuficiente o inconsciente, ni de una especie de lógica intelectual subya-
cente que guarde una unidad formal capaz de dar cuenta de supuestos órde-
nes sincrónicos. Hay que precisar mejor todo esto. El problema del orden y sus
relaciones de composición con los saberes y las prácticas sociales es uno de
los más cruciales de la modernidad. No porque represente en sí mismo una
instancia de equilibrio estructural o un presupuesto de inteligibilidad que nos
garantice el acceso a una “verdad” que se quiere presentar como fundacional,
sino porque su despliegue en los campos sociales y en los ejercicios de saber
y poder muestra formas de agregación objetivas y subjetivas que constituyen
lugares del sentido, cuya fuerza a su vez puede revelar plenitudes existenciales
en las que incluso podemos reconocernos todavía hoy (ontología de lo ac-
tual). Entonces, no se trata ni remotamente de la preeminencia y ubicuidad de
un sistema lógico de relaciones, y mucho menos de restablecer una identidad
social o cultural extraviada. Muy próximo a Nietzsche, Foucault no cree que
exista una esencia o un significado invariante oculto en el devenir histórico,
por más que se puedan observar, como él mismo señala, regularidades his-
tóricas. Si se acepta que los códigos fundamentales y ordenadores de una
cultura o una sociedad condicionan los órdenes discursivos y empíricos en los
cuales se reconocen los individuos, se puede constatar la existencia de “suelos
epistémicos” correlativos a esos códigos (sin confundirse con ellos), y que
guardan una unidad proveniente de la articulación histórica específica entre
saberes y prácticas. Toda sociedad histórica, entonces, poseería este suelo en
el cual instala sus órdenes de producción de la verdad, sus prácticas políticas
y discursivas, sus esquemas de percepción… Pero lo que se impone recordar
siempre es que estas grandes unidades definitivamente no son estructurales,
sino distribuciones articuladas de lo visible y lo decible que sufren disconti-
nuidades y no dependen de un principio originario y fundante que legisle la

160
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

experiencia posible. En concreto, Foucault distingue dos grandes rupturas


históricas en Occidente: la que, al separarse de las articulaciones medievales
de la semejanza, da origen a la época clásica (siglos XVII-XVIII) y la que
abre el espacio de la modernidad (principios del siglo XIX). La episteme sería,
entonces, un sustrato de centralización o distribución entre palabras y cosas,
una aglomeración discontinua de distintas condiciones propias de los saberes
de una época, un campo de relaciones aglutinantes entre múltiples espacios
de cientificidad o una cristalización de discursos pertenecientes a momentos
históricos que, no obstante esta solidaridad condicionada, definitivamente no
representan estructuras fijas inherentes a las sociedades ni a los individuos, no
portan la esencia de una identidad o una evolución hacia la verdad, y tampoco
poseen las claves lógicas del destino humano. Aunque la episteme conserve una
suerte de unidad espacio-temporal, también está surcada por otras discon-
tinuidades y rupturas que representan una condición para observar de otro
modo los sistemas de pensamiento (la arqueología).

Geografía y espacialidad
A propósito del interés hacia el espacio, en obvia ruptura con el impera-
tivo de una atención casi exclusiva hacia la temporalidad en el historicismo
tradicional, Foucault manifestó a mediados de los años setenta sus inquie-
tudes en torno a las posibilidades de interrogar a la geografía en sus rela-
ciones con la espacialización. Sin duda, existieron convergencias entre los
trabajos de Foucault y ciertos conceptos propios de la geografía101. Pero hay
que recordar que Foucault pudo encontrar en el concepto resonancias que
se ajustaron mejor a sus búsquedas, más que acudir a un recurso científico
para sustentar una historia del pensamiento o la restitución de una disciplina
por sí misma. A Foucault le interesaban más “los combates” y la subsecuente
eficacia política derivada de ellos en un campo del saber (1999b: 314-315). En
otros términos, el propósito no consistiría en restablecer o reivindicar una
ciencia o un orden de cientificidad como solución a los problemas, sino más
bien constituir un nuevo horizonte de problemas a partir precisamente de los
procesos de crisis y las funciones de dominación en tales campos (relaciones
saber-poder), considerados al interior de una historia política de la verdad:
desde esta perspectiva, la geografía también formaría parte de las ciencias
cuya información ha sido puesta al servicio de los poderes o bien dispuesta

101
En 1976, el grupo de Hérodote indagó en una entrevista a Foucault sobre su silencio respecto a esta disci-
plina, sobre una posible articulación de la geografía con la arqueología, no sin anticipar que las reflexiones del
filósofo habían orientado y estimulado el pensamiento de los geógrafos. Cf. Hérodote (Revista), “Preguntas a
Michel Foucault sobre la geografía”, en Obras esenciales, Ángel Gabilondo (Ed.), (1999b).

161
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

en favor de procesos de “normalización”, como el caso de la psiquiatría.


Por tanto, hay que evitar dos equívocos que se produjeron en esa década,
cuyos efectos, nos parece, incitan a tomar precauciones en la lectura de esta
entrevista: Foucault no se dirige a privilegiar o exaltar unos campos de cien-
tificidad sobre otros (como si fueran poseedores de una mayor inteligibilidad
o legitimidad), y mucho menos a establecer “la verdad” de dichos campos: al
contrario, propone desprenderse del proyecto positivista en el que cayó inclu-
so el marxismo, y también de las actitudes de juez o árbitro propias de algunas
prácticas de institucionalización universitaria del saber (lo que anteriormente
había llamado “sociedades de discurso”) (1973: 41 ss.). Esta “relativización”
de los saberes —no en relación a sus objetos y métodos de estudio sino a sus
efectos políticos o micropolíticos en el cuerpo social— parte de una concep-
ción en la que importan preferiblemente los mecanismos de producción y
distribución de la verdad como problema102, y desde este ángulo sí se podría
observar y comprender la pertinencia conceptual del campo geográfico para
Foucault (porque son categorías cuya plasticidad le permite abordar los nue-
vos fenómenos que intenta explicar). Pero en este punto aparece la recurrente
pregunta: ¿Entonces Foucault mismo, en sus análisis e investigaciones, no
se inscribe en una búsqueda de la verdad? ¿Cómo se puede prescindir de la
verdad en el conocimiento? Aquí nos encontramos ante el viejo dilema de
los dos niveles mayores. Una dimensión del tema está ocupada por lo que se
podría llamar el problema “político” de la verdad (estrategias, dominaciones,
saberes y controles…); otro tipo de consideraciones reclama el problema del
valor óntico de la verdad. Volveremos sobre este tema, pero nos remitimos
por ahora a la arqueología para avanzar una hipótesis subsidiaria de la polari-
dad anterior: una cosa es la instrumentalización o función política de la ver-
dad desde la óptica de la conformación de sujetos históricos de dominación
(control discursivo, objetividad, circulación, reglas de enunciación, órdenes
de discursividad, etc.)103 y otra cosa es el valor crítico que alcanza, por ejem-
plo, el concepto de parresía desarrollado posteriormente en el contexto de las
prácticas de subjetivación en la antigüedad grecorromana (el problema moral
de la verdad), incluso a sabiendas de que esa “verdad” que se expresa osada-
mente ante el poder también podría poseer su historicidad o valor puramente

102
Al respecto pueden verse los cinco rasgos de la economía política de la verdad, en “Verdad y poder” (entre-
vista con Fontana), Microfísica del poder (1991: 188-189).
103
“La verdad no está fuera del poder ni sin poder (no es, a pesar de un mito, del que sería preciso reconstruir la
historia y las funciones, la recompensa de los espíritus libres, el hijo de largas soledades, el privilegio de aquellos
que han sabido emanciparse). La verdad es de este mundo: está producida aquí gracias a múltiples imposiciones.
Tiene aquí efectos reglamentados de poder” (Foucault, 1991: 187).

162
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

contextual104. En lo que concierne al propio discurso de Foucault, creemos


que esta polaridad de lo verdadero (negatividad de su uso político por el
poder, o valor positivo de la “franqueza” incluso a costa de peligros para el
individuo) pasa por el tema del sentido como apertura ética más que como
teleología estructural: desde el punto de vista arqueológico, el lenguaje deja de
ser signo o estructura para devenir red de reglas en donde lo que importa es
la economía de los discursos, en una dispersión que permitiría observar sus
diversas producciones en espacios de posibilidad que determinan lo que se
puede o no decir, o bien las receptividades y valoraciones hacia lo dicho. En
efecto, desatar la pertenencia del concepto a una operatividad sistemática y
centralizadora (romper o hender palabras y cosas), constituiría la práctica del de-
seo de Nietzsche por someter hoy a la voluntad de verdad a una crítica de su
sentido y su valor (Deleuze). Problema para la arqueología de Foucault, pues
la centricidad sigue demandando una operatividad referencial105. Pero la arqueo-
logía ofrece una salida, por cuanto no aspira a ser “ciencia sobre el discurso”
sino precisamente una forma de desconstrucción del discurso como ciencia
de verdad, para localizar las condiciones de aparición de aquello que habla y
las estrategias que utiliza en cada caso (1970: 346 ss.). Es por eso que Foucault
invita a los mismos geógrafos a enfrentar los problemas que atraviesan su
propio campo, y de paso, si llegan a emplear instrumentos o aproximaciones
de su pensamiento, afirma que eso le agradaría y podría aprender de ello106. La
geografía tendría un lugar en la arqueología del saber a condición de reformu-
lar esa situación: no se trata de conceder a la geografía y a todas las ciencias
una cobertura; la arqueología —suma prudencia de Foucault— es simple-
mente una aproximación. Y aquí retomamos las afirmaciones anteriores sobre
el tema de la verdad desde Nietzsche: el empeño no debe consistir en buscar
el camino seguro a la verdad (la voluntad de sistema) sino el camino temerario,
concepto que también parece anunciar tempranamente el problema del de-
cir-verdad parresiástico. Foucault insiste en que lo fundamental es la historia de

104
“En la parresía, el hablante hace uso de su libertad y escoge la franqueza en lugar de la persuasión, la verdad
en lugar de la falsedad o el silencio, el riesgo de muerte en lugar de la vida y la seguridad, la crítica en lugar de la
adulación, y el deber moral en lugar del propio interés y la apatía moral” (Foucault, 2004: 46).
105
Deleuze y Guattari también advierten, en su “principio de ruptura asignificante”, que en todo desplazamiento de la centricidad
reaparecen “organizaciones que reestratifican el conjunto, formaciones que devuelven el poder a un significante, atribuciones
que reconstruyen un sujeto: todo lo que se quiera, desde resurgimientos edípicos hasta concreciones fascistas”. Cf. “Rizoma”,
en Mil mesetas (1988, p. 15). En una perspectiva diferente aunque muy próxima, Derrida también se pronunció sobre este punto:
“El centro recibe, sucesivamente y de una manera regulada, formas o nombres diferentes. La historia de la metafísica, como
la historia de Occidente, sería la historia de esas metáforas y de esas metonimias”. Cf. La escritura y la diferencia (1989: 384-385).
106
Propuesta que sí fue tenida en cuenta por algunos geógrafos posteriormente a la entrevista de Hérodote, y curiosamente
también con posterioridad a la muerte de Foucault en 1984, como Driver y Philo, discípulos de Gregory Derek en Cambridge,
y Hannah, John Pickles, Soja y Peet, entre muchos otros; o bien críticos de Foucault como Harvey y Thrift. Así lo exponen J. W.
Crampton y S. Elden, Cf. Space, Knowledge and Power (2007, Introducción, pp. 2 y 4).

163
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

esa voluntad de verdad en Occidente, sus efectos y relaciones con el poder.


Desde ese horizonte, se podría aplicar ese método en el campo de la geogra-
fía, pero también en otros campos. ¿No bastaría con aclarar que el recurso a
la geografía en Foucault es parte de la estrategia arqueológica, mediante el uso
de conceptos no sólo ajenos a la tradición filosófica o las ciencias humanas,
sino inmanentes a (y coherentes con) los nuevos objetos y espacios de saber
que ha abierto el propio pensamiento de Foucault?
Esta extensa introducción al tema nos sitúa frente al uso de categorías pro-
pias del estructuralismo por parte de Foucault (serie, distribución, posición,
sistema, lugar, diferencia, relación, objeto…)107. Y las cosas se complicaron
cuando, en el artículo “Espacios diferentes” (1999c), Foucault se pronunciaba
en favor del estructuralismo como configuración, mediante la cual no se pretende
negar el tiempo sino justamente tratar de otro modo al tiempo y a la historia. Y
añade estas afirmaciones claramente inspiradas en la tentativa estructuralista:
“En nuestros días, el emplazamiento sustituye a esa extensión que reemplazaba
la localización. El emplazamiento se define por las relaciones de vecindad entre
puntos o elementos; formalmente es posible describirlos como series, árboles,
cuadrículas” (1999c: 431 y 432). Parece que aquí abriera Foucault la posibilidad
de indagar a fondo sobre los sentidos de la espacialización desde el punto de
vista de la formalización estructural. ¿Eso significa que admite una irrestricta
subordinación de los elementos a un sistema clausurado en la lógica de los sis-
temas y en el enrejado de sus representaciones? Si la geografía no puede ocupar
más que una modalidad de “lugar desplazado” en el pensamiento de Foucault,
¿eso no se debe precisamente a la importancia de la conceptualización del tiem-
po en la modernidad?, pregunta Hérodote y atribuye a Foucault el uso de una
metodología de la discontinuidad que emplea espacializaciones nebulosas, nó-
madas e inciertas en contraste con la delimitación de períodos y edades en
principio más determinados o aparentemente estables (1999b: 317). Para Fou-
cault, estos aspectos se explican porque se trata del trabajo de una sola persona,
y porque las documentaciones empleadas, por ejemplo en el caso de la penali-
dad en Francia, desbordan lo nacional sin llegar a lo continental (“sería tan
abusivo decir que hablo sólo de Francia como decir que hablo sólo de Euro-
pa”). Y para comprobar cómo despliega Foucault su extraordinaria capacidad
para desmontar supuestos, la entrevista se detiene en el análisis de varias cate-
gorías aparentemente “geográficas” pero que en realidad no lo son (con la ex-
cepción de “archipiélago”), que además, para mayor ironía, Foucault declara

Al respecto, también puede verse de Foucault, “Estructuralismo y postestructuralismo”. En Ángel Gabilondo


107

(Ed.), Ética, estética y hermenéutica (1999c, especialmente pp. 309 ss.).

164
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

haber empleado una sola vez y en alusión al Gulag. Pero esta encrucijada alcan-
za un extremo inquietante, que bordea el desconcierto, cuando Foucault le pre-
gunta a Hérodote si ellos están seguros de que él toma esas nociones de la geo-
grafía y no de otra parte, como lo han hecho los mismos geógrafos que se las
han apropiado. Foucault introduce en este punto uno de sus principios funda-
mentales sobre saber-poder: existe algo no considerado hasta ahora, una admi-
nistración y una política del saber, junto a relaciones de dominación que atravie-
san el saber y reclaman el uso de nociones propias de la metaforización
espacial108; pero también explica algo importante: si se hace análisis del discurso
en términos de continuidad temporal, uno tendría que referirse a una concien-
cia individual109. Por lo demás, si el historicismo atribuía a la espacialización un
carácter negativo en virtud de su insistencia sincrónica (tesis de Althusser sobre
la acientificidad de esas metáforas, a pesar de su enriquecedor uso de la tópica
marxista sobre la infra y la superestructura), Foucault no concibe las metáforas
espaciales como reaccionarias, tecnocráticas, abusivas o ilegítimas (proximidad
con el estructuralismo) sino como posibilidades no sólo estratégicas sino tam-
bién combativas en la medida en que permiten considerar el espacio del discur-
so justamente como un teatro de fuerzas o terreno de prácticas políticas (dis-
tancia del estructuralismo). De ahí que Foucault invoque la necesidad de criticar
las descalificaciones de quienes conciben al espacio como algo muerto, no dia-
léctico o inmóvil y privilegian al tiempo (la historia) como algo fecundo, vivo y
dialéctico (1999b: 320); le resulta insostenible detenerse en tal polarización, por-
que se niegan los dinamismos de la espacialidad, al tiempo que se excluye la
posibilidad de encontrar posibles zonas de sincronicidad incluso en el transcu-
rrir histórico (como la ultrahistoria en Dumézil, o la larga duración en Braudel,
para citar dos casos y sin validar las pretensiones del estructuralismo de sistema;
o bien como las heterotopías y las heterocronías que se describen en “Espacios
diferentes”). No se puede seguir pensando —afirma Foucault— que si se habla

108
Posteriormente a esta entrevista, Foucault envía a la revista Hérodote algunas preguntas propias, que son
respondidas en 1977. Estas preguntas eran cuatro, y son resumidas así por Crampton y Elden: “¿Cuál es la
relación entre saber, guerra y poder? ¿Qué significa definir al saber espacial como ciencia? ¿Qué entienden los
geógrafos por poder? ¿A qué se asemeja lo que las geografías de los establecimientos médicos conciben como
“intervenciones”?” (2007: 3-4). Estos autores consideran que Foucault plantea estas cuestiones en consonancia
con el desarrollo del curso Hay que defender la sociedad, enfocado en la guerra, la raza, el conocimiento estratégico,
la historiografía y la política, y al calor de los problemas del biopoder y la gobernabilidad. La traducción de las
preguntas de Foucault fue realizada por Stuart Elden, en “Some Questions From Michel Foucault to Hérodote”,
en Crampton y Elden (2007: 19-20).
109
“Metaforizar las transformaciones del discurso por medio de un vocabulario temporal conduce necesaria-
mente a la utilización del modelo de la conciencia individual, con su temporalidad propia. Intentar descifrarlo,
por el contrario, a través de metáforas espaciales, estratégicas, permite captar con precisión los puntos en los que
los discursos se transforman en, a través de, y a partir de las relaciones de poder” (Foucault, 1999b: 319; las cursivas son
nuestras).

165
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

en términos de espacio “se niega la historia”, pues se ignora así que la espacia-
lización no excluye al tiempo ni a los procesos históricos vinculados indefecti-
blemente con las prácticas de poder; al contrario, “la descripción espacializante
de los hechos del discurso propicia el análisis de los efectos de poder ligados a
ellos” (loc. cit.). Estos aspectos nos remiten de nuevo al tema de la topología,
perspectiva que sin duda representa otra línea próxima a los análisis estructura-
listas del espacio: no parece casual que Deleuze titulara la segunda parte de su
libro dedicado a Foucault con ese concepto (“Topología: pensar de otro
modo”), ni que intentara dilucidar el tema del saber en términos de visibilidad y
decibilidad, al igual que el tema del poder en términos de diagrama (ver y hablar,
o luz y lenguaje como nuevas formas del espacio-tiempo; diagramas y puntos
singulares como elementos esenciales para el control y la dominación de cuer-
pos y espacios) 110. A continuación, Hérodote observa que Vigilar y castigar ya no
propone una metáfora sino que el panoptismo representa formas instituciona-
les donde convergen saberes y poderes en una singularidad excepcional, dado
su valor central para la normalización espacio-temporal moderna (las discipli-
nas). Nos parece que es precisamente allí donde descubre Foucault que el pa-
noptismo no se agota en el Estado y el Estado a su vez tampoco se puede re-
ducir al panoptismo, no porque lo panóptico no alcance los límites estatales
sino precisamente porque los desborda; pues consiste en uno de los órdenes
constitutivos de la subjetividad moderna —que por supuesto no termina en el
encierro—, y da lugar a una dispersión de micropoderes sin centro, aunque eso
tampoco excluya procesos de institucionalización y estatización: escuelas, vigi-
lancias, hospitales, exámenes, policía… En algún lugar, Foucault reconoce que
la sociedad moderna “debe” más a Bentham que a Kant y a Hegel, pues —sos-
tiene Foucault en esta entrevista— el panoptismo es una típica invención tec-
nológica del poder cuya importancia llega al extremo de constituir las bases de
nuestra espacialidad histórica (1999b:320-321). Esta invención habría tenido
unos antecedentes en la Edad Media, bajo las instancias del procurador (“ojo”
del monarca, junto con los posteriores fiscales del imperio), pasando por la
policía hasta desembocar en el orden disciplinario, pero sin guardar una línea de
continuidad discernible. De ahí que esta historia se encuentre marcada por dis-
continuidades y recuperaciones, coadaptaciones y distribuciones estratégicas
que sólo devienen inteligibles desde la óptica de su espacialización compleja

110
En Foucault (1986): “No se trata de una historia de las mentalidades, ni de los comportamientos. Hablar y
ver, o más bien los enunciados y las visibilidades son Elementos puros, condiciones a priori bajo las cuales todas
las ideas se formulan y los comportamientos se manifiestan en un momento determinado…”. (Cf. pp. 88 y 101
ss.). Al respecto también puede verse “Los cuerpos dóciles”, y “El panoptismo”, Vigilar y castigar (1976: 139 ss.
y 199 ss.).

166
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

bajo articulaciones entre saberes y prácticas de dominación. Esto también po-


dría explicar la resistencia de Foucault a tratar de comprender los mecanismos
de poder desde los aparatos de Estado, y su crítica a Althusser por constituirse
en el más conspicuo representante de tal tendencia en ese momento histórico.
Desde luego, el tema del lenguaje fue otra de las preocupaciones más definitivas
de Foucault, inquietud que también se refleja en la importancia de sus registros
espaciales si se lo considera desde el punto de vista de las discontinuidades
epistémicas que transformaron sus modos de ser111. Tal complejidad del poder
no puede reducirse al esquematismo de los aparatos de Estado como instru-
mentos de control social, pues se trata de una microfísica inmersa en redes va-
riables, locales o contextuales, heterogéneas y en extremo dinámicas. Pero tam-
bién hay que evitar creer que la arqueología o la genealogía reducen la
importancia del poder de Estado; simplemente, se oponen a hacer de él la me-
dida de todas las condiciones de ejercicio del poder. Foucault concede que al
comienzo de la entrevista le pareció que el grupo de Hérodote estaría reivindican-
do una entronización de la geografía, por así decirlo, o bien defendiendo posi-
bles alcances que supuestamente deberían estar a cargo del entrevistado; pero
reconoce finalmente el sentido de sus objeciones y declara que considera los
problemas de la geografía como esenciales para su trabajo, como reza en el
epígrafe del principio y en la frase final del texto. Todo esto no sin antes hacer
una declaración de intenciones: las formaciones de discursos y la genealogía del
saber deben abordarse desde tácticas y estrategias de poder, más que desde la
conciencia, la percepción o la ideología: “Tácticas y estrategias que se desplie-
gan a través de implantaciones, de distribuciones, de divisiones, de controles de
territorios, de organizaciones de espacios que podrían constituir una especie de
geopolítica, a través de la cual mis preocupaciones enlazarían con sus métodos”
(1999b: 326). Esta última frase de Foucault nos parece definitiva: la valoración de
esas tácticas y estrategias, o considerar a la geografía como esencial para su traba-
jo, sólo demuestran que existe un nexo importante entre las preocupaciones de
Foucault y la virtud estratégica de la geografía desde el punto de vista de sus
relaciones topológicas. La novedad del pensamiento de Foucault está acompa-
ñada por una enorme desconfianza de su parte hacia las clasificaciones o enca-
sillamientos, por un distanciamiento constante respecto de las ciencias huma-

111
Como se puede observar en Las palabras y las cosas (1968, passim.). Crampton y Elden reconocen este plega-
miento entre lenguaje y espacio; y citan a Foucault: “Es en el espacio donde, desde el principio, el lenguaje se
despliega” (2007: 7), y luego añaden: “Para Foucault, espacio, saber y poder estaban necesariamente relaciona-
dos, como él mismo lo estableció: ´Es un poco arbitrario tratar de disociar la práctica efectiva de la libertad por
parte de la gente, la práctica de las relaciones sociales, y la distribución espacial en la cual ellas se encuentran. Si
están separadas, resulta imposible comprenderlas´” (2007: 9).

167
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

nas y muchos paradigmas contemporáneos, al igual que por las propias rupturas
y la autocrítica del filósofo, que alcanzan dimensiones poco comunes. En este
momento podría uno preguntarse si tal vez la urgencia de los geógrafos no es-
taba mediada por una reivindicación de la geografía como un campo discipli-
nar112, cuando la idea de Foucault era precisamente utilizar algunos conceptos
familiares a ella pero con un sentido particular (tácticas y estrategias geopolíti-
cas), precisamente porque los objetos, paisajes y conceptos no serían exacta-
mente los mismos. Entonces, queda una pregunta-problema que sólo La arqueo-
logía del saber está llamada a responder y que abordaremos más adelante: ¿cuál es
el estatuto epistemológico de los métodos de Foucault?
Pero una cosa es segura: el pensamiento de Foucault estuvo permanente-
mente atravesado por relaciones con espacios, no exclusivamente geográficos
sino de todo orden: de encierro, simbólicos, mentales, culturales, discursivos
o enunciativos, históricos, cotidianos, políticos, de exclusión, estéticos, clí-
nicos… Queda por establecer si esa inquietud se configura necesariamente
al interior del campo estructural y no en sus límites externos, y si no estaría
más bien abierta a las condiciones generales del pensamiento. Además, hay
que tener en cuenta que esa pluralidad espacial implícita en las búsquedas de
Foucault precisamente muestra numerosos niveles y campos que obligan a
distinguir con cuidado cuándo se trata de espacios de encierro, topologías
discursivas, instancias abiertas o paradójicas, heterotopías, campos epistémi-
cos, sistemas o estructuras, lugares de orden virtualmente geográfico, etc. En
resumen, nada como el espacio resulta tan problemático en Foucault, pre-
cisamente en virtud de esa pluralidad irreductible a las unidades dialécticas,
lógicas o topológicas del concepto. Eso es lo que muestran las heterotopías y
las heterocronías (al igual que la probable existencia de “heterotopías cróni-
cas”)113, y también las consideraciones de Foucault sobre la importancia de re-
conocer que vivimos en nuevos espacios signados por la heterogeneidad, por

112
De hecho, las preguntas que dirige Foucault a los geógrafos parecen alentadas por una recurrente atención
hacia aspectos de delimitación epistémica y estratégica. Por ejemplo: “1. … ¿Permite o admite el concepto de
estrategia un análisis de las relaciones de poder como tácticas de dominación? ¿O debemos decir que la domina-
ción es solamente una forma de continuidad de la guerra? 2. … Si entiendo correctamente, ustedes apuntan a
constituir un conocimiento del espacio. ¿Para ustedes es importante constituirlo como una ciencia? ¿La división
entre conocimiento no científico (saber) y ciencia es un efecto de poder vinculado con la institucionalización de
los saberes (conocimientos) en las universidades, centros de investigación, etc.? 3. … ¿Podrían ustedes delinear
lo que entienden por poder (a través de las relaciones con los aparatos de Estado, o a través de la relación con la
dominación de clase)? ¿… ustedes creen que uno puede responder la pregunta sobre quién tiene el poder?” Cf.
“Some Questions From Michel Foucault to Hérodote”, en Crampton y Elden (2007: 19-20).
113
“Lo más frecuente es que las heterotopías estén ligadas muy a menudo a períodos de tiempo, es decir, que
abran lo que se podría denominar, por pura simetría, heterocronías”. Cf. Foucault, “Espacios diferentes”, en Mi-
chel Foucault. Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales (1999c: 438). La mención de Foucault a las “heterotopías
crónicas” figura en la pág. 439.

168
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

emplazamientos irreductibles, utopías y contraemplazamientos, espacios de


impugnación y remisión cuyas relaciones extensivas constituyen redes o con-
diciones que han desatado, con toda evidencia, su pertenencia a un tiempo
lineal114. El Castillo de Kafka puede constituir una de las mejores ilustraciones
atópicas y liminales de ese tipo de espacialidades, cuya presencia se encuentra
aplazada/desplazada y llega a constituir un verdadero “hueco negro” narra-
tivo (puesto que se define más por los límites que instaura que por poseer un
centro de significancia al interior del sistema textual)115. Además, hay que de-
cir que las heterotopías surgen precisamente de una heterogénesis que las define
constitutivamente como diferenciales (espejos deformados de la sociedad)116;
por tanto, se diferencian con mucho de lo que podríamos denominar “ho-
motopías”, éstas sí inscritas en un espacio uniforme, localizado y abierto a
la dialectización. Cuando Foucault emplea el concepto de emplazamiento,
lo remite a “relaciones de vecindad entre puntos o elementos…”117 , que no
pueden reducirse entre sí o circunscribirse a un espacio dado previamente. Y
en esto reside un aspecto que revela simultáneamente la importancia esencial
de estos nuevos espacios en la genealogía de la sociedad moderna: el encierro,
con sus implicaciones sociales para la articulación de saberes (visibilidad y
decibilidad, según Deleuze118) y la organización de los cuerpos desde el pun-
to de vista de las disciplinas119. Por lo demás, tampoco deja de ser excesivo

114
Cf. Foucault, 1999c: 431 y 434. Aquí postula Foucault varias implicaciones positivas desde la perspectiva
estructural, particularmente en sus empeños por hacer visibles esas nuevas “configuraciones” (p. 431).
115
Cf. West-Pavlov, Rusell. Space in theory. Kristeva, Foucault, Deleuze (2009: 122-123). Este autor —a quien debe-
mos esta referencia a El Castillo— encuentra que la noción de límite resulta definitiva para comprender la orien-
tación general del tema del espacio en Foucault durante la década de los años sesenta, y que sería típicamente
postsaussureana. Pero, continúa West-Pavlov, a ese establecimiento de límites opone Foucault posteriormente
un análisis de sistemas discursivos históricamente definidos y con un suelo de positividad determinable (como
lo expresó en Dits et Écrits, I, 683-4; citado por West-Pavlov (2009: 123-124). El empleo de esta noción de límite
genera dos consecuencias relevantes para West-Pavlov: romper con la categoría de continuidad que gobernaba en
la historia de la ciencia y de la filosofía, y forzar una relocalización de la interpretación que concede una nueva
importancia al vector del análisis sincrónico (aspectos que, a nuestro modo de ver, vincularían más estrechamente
a Foucault con el estructuralismo) (2009: 124-125).
116
Por esa razón, hay heterotopías de crisis, de desviación, de yuxtaposiciones incompatibles, cróni-
cas… Cf. “Espacios diferentes”, pp. 436-441. Ya en Las palabras y las cosas, Foucault había indicado
tempranamente a propósito del texto de Borges: “Las heterotopías inquietan, sin duda porque minan
secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comu-
nes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la ´sintaxis´ y no sólo la que construye las frases
—aquella menos evidente que hace ´mantenerse juntas´ (unas al otro lado o frente de otras) a las pala-
bras y las cosas” (1968, “Prefacio”, p. 3). West-Pavlov también cita este apartado (2009: 137). ¿Cómo
podrían, entonces, ser las heterotopías objetos de un análisis dialéctico?
117
Foucault, “Espacios diferentes” (1999c: 432). No hay que olvidar que estas “relaciones de vecindad”
se caracterizan precisamente por trazar o compartir límites entre series estructurales más que entre
espacios de coexistencia temporal.
118
Cf. Foucault (1987, especialmente “Un nuevo archivista”).
119
Cf. Vigilar y castigar (1976, especialmente Parte III, “Disciplina”).

169
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

esperar o exigir de Foucault la elaboración de una teoría general del espacio


en las condiciones de un presente como el nuestro. Foucault insistió, en varios
de sus trabajos, en la importancia de construir teorías locales y escapar así de
los intentos de totalización. Por último, quizás el problema no consista tanto
en preguntarse por qué Foucault no fue más dialéctico, o hasta qué punto es o
no kantiano, sino mejor tratar de establecer en dónde radica con precisión la
especificidad de sus distintos conceptos de espacio, problemas que sí podrían abrir
una dimensión crítica mucho más relevante. Pero se podría ir más lejos: incluso
hasta poner en tela de juicio la voluntad de determinar un concepto o varios
conceptos de espacio en Foucault, para desdoblar la pregunta y plantearse si
no se debe indagar más bien sobre las puras dinámicas de espacialización o confi-
guraciones espaciales en sus trabajos (Boyer, 2007: 159 ss.). Dicho de otro
modo: más que perseguir unidades acabadas o conceptos provenientes de
posibles determinaciones espaciales inscritas en órdenes topológicos o de
cualquier índole, ¿no sería más pertinente limitarse primero a hacer visibles
las dinámicas de espacialización correlativas a los diversos acontecimientos des-
critos por Foucault? También se trata de una cuestión de procedimiento.
Consideradas desde este ángulo, las espacializaciones pueden revelarse más
como procesos abiertos que como instancias definitivas o cerradas. Nos
parece que este giro de la pregunta no sólo podría abrir caminos para la
ardua encrucijada del espacio en Foucault (con las dificultades derivadas de
enfrentar conceptualizaciones del espacio que desbordan las determinacio-
nes formales y no se agotan en un solo acontecimiento120), sino que tam-
bién convoca una estrategia más propia de la perspectiva foucaultiana para
interrogar estos problemas. En unas palabras memorables del filósofo se
expresa particularmente esa dinámica de espacialización121, que podría remitir-
se comparativamente o trasladarse a otros contextos investigativos de Foucault
como una de sus tácticas analíticas privilegiadas. ¿En qué consistiría más
exactamente esa espacialización? De nuevo, West-Pavlov ofrece una pista:
la espacialización en Foucault suministra una rejilla fundamental que posi-

120
Por ejemplo, los espacios “abiertos” pueden coexistir con espacios “cerrados” o de “encierro”, con “campos
de epistemologización” y también “paradójicos”; y a la inversa, no todo espacio de “encierro” se traduce en una
clausura espacial, como el caso de las topologías de normalización educativa.
121
“Lo que resulta sorprendente en las mutaciones y transformaciones epistemológicas que se produjeron en el siglo XVII, es
observar cómo la espacialización del saber constituyó uno de los factores de elaboración de ese mismo saber como ciencia. Si
la historia natural y las clasificaciones de Linneo se hicieron posibles, fue gracias a cierto número de razones: por una parte, se
produjo literalmente una espacialización de los objetos mismos del análisis […] El objeto fue espacializado. Por tanto, lo fue
en la medida en que los principios de clasificación debían ser encontrados en la estructura misma de las plantas […] Por otra
parte, se produjo una espacialización por medio de las ilustraciones contenidas en los libros […] Incluso, más adelante existió
una espacialización de la reproducción de las plantas mismas, que comenzó a representarse en los libros. Estas son técnicas
de espacio y no metáforas”. Cf. “Space, savoir et pouvoir”, en Dits et Écrits (1994, p. 284).

170
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

bilita nuevas maneras de encuadrar los objetos. Pero con esto también se produce
un nuevo paradigma de saber (2009: 116). Aunque ni West-Pavlov ni Foucault
afirman exactamente esto, creemos que al suspender la centralidad de la inte-
rrogación por el espacio y dirigirla hacia los procesos de espacialización, emerge un
horizonte de problemas quizá no observado antes (encuadramiento-producción
de objetos). ¿Cómo abordar entonces esas dinámicas de espacialización? Tratar
de responder esta pregunta supone una revisión de la obra de Foucault bajo esa
óptica, que por supuesto no es posible adelantar aquí. Pero al respecto quere-
mos bosquejar dos aspectos. En primer lugar, resultaría relativamente cómodo
—aunque jamás exento de complejidad— observar las formas de espacialización
del poder, hasta el punto de estar en condiciones de delimitar sus estrategias y
procedimientos de encierro, clasificación, distribución, etc., desde la época clásica
hasta el horizonte disciplinario122. Pero no sucede lo mismo con el saber, aunque
en principio se pueda constatar la existencia de relaciones de espacialización sui géne-
ris en los órdenes epistémicos y las formas como, por ejemplo, ciertos discursos
alcanzan un estatuto de cientificidad cuando logran instalarse en un determinado
espacio de acumulación. Una práctica discursiva, desde este punto de vista, no sería
otra cosa que la actualización, en un espacio de aglomeración de objetos, enunciados,
conceptos y elecciones teóricas, que expresa una positividad no derivada de una
supuesta espera hasta encontrar las condiciones para convertirse “en ciencia”,
sino de su capacidad para producir proposiciones, descripciones, verificaciones o
teorías coherentes desde el punto de vista de la episteme donde se sustentan123. Y a
continuación postula Foucault una frase definitiva, sobre el saber como dominio de
objetos, que ofrece un grado suficiente de soporte para la hipótesis sobre el papel
fundamental de lo que podemos llamar “espacialización procesual”:

Un saber es también el espacio en el que el sujeto puede tomar posición


para hablar de los objetos de que trata en su discurso (en este sentido,

122
Creemos que el poder, según Foucault, sería “espacializante” por excelencia: “…las relaciones de poder
pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por
la representación de los sujetos. Cf. Foucault, “Las relaciones de poder penetran en los cuerpos”, en Microfísica
del poder (1973: 156). Y aquí de nuevo la expresión “condición de posibilidad”, que creemos es una expresión
arqueológica-genealógica empleada por Foucault, más que una herencia imborrable de la Antropología kantiana.
123
“No se trata de unos elementos que deben haber sido formados por una práctica discursiva para que even-
tualmente un discurso científico se constituya, especificado no sólo por su forma y su rigor, sino también por
los objetos con los que está en relación, los tipos de enunciación que pone en juego, los conceptos que manipula
y las estrategias que utiliza. Así, no relacionamos la ciencia con lo que ha debido ser vivido o debe serlo, para
que esté fundada la intención de idealidad que le es propia, sino con lo que ha debido ser dicho —o lo que debe
serlo—, para que pueda existir un discurso que, llegado el caso, responda a unos criterios experimentales o for-
males de cientificidad. A este conjunto de elementos formados de manera regular por una práctica discursiva y
que son indispensables a la constitución de una ciencia, aunque no estén necesariamente destinados a darle lugar,
se le puede llamar saber” (Foucault, 1970: 305-306).

171
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

el saber de la medicina clínica es el conjunto de las funciones de mirada,


de interrogación, de desciframiento, de registro, de decisión, que puede
ejercer el sujeto de discurso médico); un saber es también el campo de
coordinación y de subordinación de los enunciados en que los concep-
tos aparecen, se definen, se aplican y se transforman (a este nivel, el
saber de la Historia natural, en el siglo XVIII, no es la suma de lo que ha
sido dicho, sino el conjunto de los modos y los emplazamientos según
los cuales se integra a lo ya dicho todo enunciado nuevo)…124.

En segundo lugar, conceptos como espacio, campo de coordinación y subor-


dinación, emplazamiento, y más adelante, dominios científicos, territorios arqueo-
lógicos y epistemes…, o umbrales y positividades…, entre muchos otros125, son
categorías que podrían ilustrar las dinámicas de espacialización que pro-
ducen o en las que se inscriben (que están parcialmente descritas en La ar-
queología del saber, pero que Foucault no pudo revisar más a fondo y desde
la perspectiva señalada). Para Foucault, es evidente que la Ilustración, por
ejemplo, no sólo inaugura un pensamiento crítico sino que también propicia
una regularización de los saberes mediante procesos de homogeneización,
normalización, centralización, etc., que dejan por fuera a otros saberes126. Se-
gún Philo, hay que indagar sobre las formas como estas relaciones de espa-
cialización del saber se corresponden o articulan con procesos de selección,
centralización, normalización… del poder disciplinario. Este tema también es
tratado en una perspectiva similar por Margo Huxley127, para quien la búsque-
da de los trazos emergentes de racionalidades de gobierno, por Foucault, no
busca mostrar un progreso histórico sino lo que hace posibles ejercicios
de gobierno en la confluencia de pensamientos y prácticas que, a su vez,
entran en conflicto con otras racionalidades y ejercicios de sujeción. De
manera que, según ella, existen estrechas relaciones en el desarrollo de
las nociones de racionalidad de gobierno y sujeción política. Diríamos
entonces que entre esas nociones se trenza una suerte de espacialización
que debe ser interrogada más a fondo. Para Huxley, asumir el espacio

124
Foucault, 1970: 306-307. Obsérvese que en los dos casos se trata de movimientos que generan efectos: en el
primer caso como prácticas de sujeto y en el segundo como emplazamientos enunciativos.
125
Como el papel desempeñado por las metáforas espaciales y los conceptos de estructura y orden en Las palabras y las
cosas, a pesar de que Foucault no lo recuerde. Cf. La arqueología del saber (1970: 336). De cualquier manera, resulta
claro que el lenguaje sí goza de un estatuto de espacialización en los trabajos de Foucault relativos al saber. Cf.
West-Pavlov (2009: 117 ss.).
126
Cf. Chris Philo, “´Belicose History´ and ´Local Discursivities´: An Archaeological Reading of Michel Foucaul-
t´s Society Must be Defended”. En Crampton y Elden, Space, Knowledge and Power (2007: 350).
127
Cf. “Geographies of Governmentality”, en Crampton y Elden (2007: 187 ss.).

172
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

como una racionalidad de gobierno significa que el poder y el gobierno


no son solamente formas de control sino instancias productivas de subje-
tividad política y formación de sujetos, donde podría existir una causalidad
espacial como elemento central en la racionalidad de gobierno (causalidad
que, por más que pueda despertar cierta desconfianza, Huxley inscribe
inicialmente en los diagramas espaciales que vinculan a individuos-pobla-
ción-medio ambiente)128. Es claro que en las racionalidades modernas de
gobierno subyacen lógicas de sujeción acordes con las instancias disci-
plinarias o las técnicas concretas de control (como muchos otros autores
han indicado, o como lo expresara el propio Foucault al remarcar que
los discursos y las prácticas son inseparables). El desafío consistiría en
mostrar cómo operan específica y más profundamente procesos de espa-
cialización en estos y otros contextos. Por último, en la misma perspectiva
podemos añadir que se trataría de rehabilitar la categoría del infinitivo
espacializar, más que permanecer en la dimensión sustantiva de la espacia-
lización. Pero sin tener que llevar las cosas hasta un extremo que termine
tratando de espacializar todo el pensamiento de Foucault.

¿estruCturalismo sin estruCturas?


La inquietud sobre una probable recurrencia de categorías estructu-
ralistas en el pensamiento de Foucault no responde a un interés por cla-
sificar una filosofía que sigue resultando, a todas luces, inclasificable. Se
trataría, más bien, de indagar sobre las condiciones y potencias de un
análisis que atraviesa campos y teorías diversas sin por eso encadenarse a
ninguno. Resultan visibles las formas como el pensamiento de Foucault se
caracteriza por emprender una amplia serie de renovadores análisis de los
saberes, las prácticas de poder y los procesos de subjetivación sin caer en

128
Huxley, en Crampton y Elden (2007: 199). Nos parece que Margo Huxley se aproxima con acierto a una ca-
racterización más a fondo del espacializar en el contexto de la gubernamentalidad: “Tres ejemplos o ´diagramas´
de racionalidades espaciales y medioambientales ilustran diferentes movilizaciones gubernamentales de relacio-
nes causales en los nexos entre individuo, población y medio ambiente. Los proyectos para ciudades ideales o
relaciones ciudad-ciudadano, al interior y a través de los cuales se adoptan ciertas subjetividades y comporta-
mientos adecuados, son ejemplos de lógicas disposicionales/geométricas, generativas/bio-médicas y vitalistas/
evolucionistas que caracterizan a las presuposiciones espaciales (que se dan por sentadas) de programas dispares
en relación con reformas urbanas y sociales. […] Al investigar las formas mediante las cuales los espacios y
ambientes se encuentran investidos o comprometidos en programas y causalidades del poder, y en proyectos y
planes para el gobierno de individuos y poblaciones, podemos comenzar a rastrear cómo las especificaciones
para los espacios, construcciones, ambientes naturales, suburbios, ciudades y regiones ingresan en tecnologías de
gobierno inestables, heterogéneas, de conjunto…”. (2007: 199-200).

173
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

una teorización cerrada y concluyente. Se podría pensar que este aspecto


bastaría, por sí solo, para confirmar que no se afilia a una filosofía de sis-
tema129, aunque esto se haya insinuado en numerosos artículos y textos,
en especial respecto de sus obras de los años sesenta como Las palabras
y las cosas. El uso heterodoxo de conceptos con cierto sesgo conjuntivo o
claramente estructural, como episteme, regularidad, continuidad, positividad, unidades
u objetos, funciones, acumulación, archivo, formación discursiva…, por parte de Foucault,
su recepción de la “herencia estructuralista” de Dumézil (Dosse, 2004a: 177)
o su sorprendente declaración sobre el estructuralismo como “la conciencia
despierta e inquieta del saber moderno” (1968: 206), condujo a clasificar inme-
diatamente su pensamiento dentro de los límites del estructuralismo. Pero Fou-
cault desmentiría en varias oportunidades esa filiación: aunque reconociera que
el estructuralismo habría constituido en su momento una de las vanguardias de
las ciencias humanas, y a pesar de no haberse sustraído al encanto de utilizar
algunos de sus conceptos130, nunca dejó de insistir en la necesidad de construir
nuevas estrategias de análisis. De ahí que el concepto de “método” en Foucault
debe entenderse más como una estrategia: teoría menor, local o general, en opo-
sición a las teorías globales, para hacer visibles relaciones de saber y poder, y
no como camino regulado por exigencias lógico-trascendentales; la genealogía
ilustra claramente este punto, porque centra su mirada en el despliegue local e
histórico de los acontecimientos como fuerzas, en la microfísica de dominacio-
nes y avasallamientos particulares, y no aspira a un estatuto convencional o no
de cientificidad.
Pero también nos es dado caracterizar la filosofía de Foucault como un
pensamiento que no cesa de confrontar (y confrontarse con) la noción de límite
(Dosse, 2004a: 170). Y sin duda, se puede agregar que se trata de la reflexión que
ha conducido más lejos los problemas de las fronteras mismas del pensamien-
to, los campos de racionalidad, las superficies enunciativas y las historicidades
diferenciales, las dificultades inherentes a los límites epistemológicos (cortes,

129
“La filosofía de Foucault se presenta a menudo como un análisis de “dispositivos” concreto. Pero, ¿qué es
un dispositivo? En primer lugar, es una especie de ovillo o madeja, un conjunto multilineal. Está compuesto de
líneas de diferente naturaleza y esas líneas del dispositivo no abarcan ni rodean sistemas cada uno de los cuales
sería homogéneo por su cuenta (el objeto, el sujeto, el lenguaje), sino que siguen direcciones diferentes, forman
procesos siempre en desequilibrio y esas líneas tanto se acercan unas a otras como se alejan unas de otras”. Gilles
Deleuze, “¿Qué es un dispositivo?”, en E. Balbier et alt., Michel Foucault, filósofo (1995: 155). Testimonios de esto
son las grandes fracturas que se observan en el pensamiento de Foucault, y que Deleuze define en este mismo
artículo como líneas de crisis sísmicas y de fractura.
130
Cf. Dreyfus, H. y Paul Rabinow. Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica (2001, Prefacio, pp.
9-10). También puede verse François Dosse, Historia del estructuralismo, Tomo I, El campo del signo, 1945-1966
(2004a: 169 ss., 180 y 184).

174
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

discontinuidades, umbrales, rupturas…), su mostración de las divisiones estra-


tégicas entre campos y disciplinas, las difíciles dimensiones políticas o sociales
del espacio (espacialidad, panoptismo, encierro…), los órdenes topológicos, los
alcances de prácticas sociales de saber y poder, las emergencias de positividades,
los efectos de normas y normaciones, los límites mismos del discurso, los grandes
problemas del lenguaje… Lo primero que se observa es que el límite invoca de
inmediato las condiciones de un concepto con múltiples rostros, y la investi-
gación debe enfrentar precisamente las modalidades constitutivas que alcanza
y las formas como subyace, hipotéticamente, en buena parte de la filosofía de
Foucault. En efecto, la categoría de límite en Foucault respondería más a una
imagen diferencial del pensamiento, que no se dirige a la búsqueda del origen ni
a la “dialectización” del devenir histórico (Deleuze, 1987: 49 ss., 75 ss.), porque
se encuentra comprometida con el análisis arduo y obstinado de campos de
emergencia discursiva, con los entramados que se tejen entre superficies enun-
ciativas y prácticas de poder o subjetivación no pensadas hasta entonces, o no
pensadas de esa manera. La categoría de límite puede concebirse como uno de
los ejes o núcleos definitivos (no reconocido como tal) en el pensamiento de
Foucault. Por eso, su investigación debe en primer lugar dilucidar los distintos
niveles y condiciones que abre ese concepto, y mostrar cómo estaría inscrito
definitivamente en la posibilidad misma de “pensar de otro modo”.
Pero existieron otras razones, no menos apresuradas, para vincular a Fou-
cault con el estructuralismo: sus reacciones en algunas entrevistas respecto
a la asimilación de la “derecha” con el estructuralismo, su uso recurrente y
extendido del concepto de estructura en varios escritos, o sus intentos de
determinación de formas históricas relativamente estables… No obstante,
estructuralismo y “derecha” no formaban una solución de continuidad más
que para la irreflexión de algunos, y digamos desde ya, con Parain-Vial, que
emplear el concepto de estructura no convierte a nadie en estructuralista y
que buscar formas de inteligibilidad subyacentes es solamente un aspecto del
trabajo de Foucault131. Ni estructuralista ni hermeneuta ni marxista, Foucault
escapa a toda clasificación, a pesar de los indicios que parecieran señalar otra
cosa132. En su cantera filosófica, también recurre a numerosos conceptos co-
munes a diversos discursos de las teorías históricas o sociales tradicionales,

131
Parain-Vial, Jeanne. Análisis estructurales e ideologías estructuralistas, Cap. 8, “Las palabras y las cosas”, p. 195.
Además, para citar un par de ejemplos, el carácter compacto de las formaciones discursivas no poseería en
modo alguno una naturaleza lingüística ni opositiva; al igual que las prácticas discursivas, que tampoco deben
confundirse con los actos de habla. Al respecto, también puede verse Dreyfus y Rabinow, 2001, pp. 22 ss. y 71 ss.
132
De ahí quizás la exasperación de Piaget cuando afirma que en Foucault existiría “un estructuralismo sin
estructuras”. Cf. El estructuralismo (1968:115).

175
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

pero no sin conferirles previamente un nuevo sentido. En efecto, filósofo


contra la filosofía e historiador contra la historia…, más bien nuevo cartó-
grafo y archivista como señaló tempranamente Deleuze (1987: 27 y 49), su
pensamiento no cesa de entrar en rupturas, incluso consigo mismo: “No me
pregunten quién soy ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de
estado civil la que rige nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando
se trata de escribir” (1970: 29). Consecuente con ese principio, la filosofía
diferencial de Foucault llega a penetrar y transformar el núcleo mismo de
categorías tenidas hasta entonces por otra cosa (se trata de la fuerza crítica
de la arqueología y la genealogía): por ejemplo, el caso de la historia, que para
Foucault es una completamente distinta, distanciada de las concepciones más
vanguardistas de su momento, como el marxismo y Annales. Pues bien, el es-
tructuralismo se encontraba en ruptura con el sujeto trascendental de la feno-
menología husserliana, lo que pudo constituir un punto de convergencia para
Foucault. Pero al mismo tiempo, sus indagaciones no se limitan a analizar la
conducta social o histórica al interior de modelos formales autorregulados,
ni tampoco a buscar la exégesis de un significado “verdadero” y subyacente
que escapa a la conciencia (Dreyfuss y Rabinow, 2001: 17 y 21). Trataremos
de mostrar cómo sus propuestas representan más bien una auténtica nove-
dad en el pensamiento contemporáneo y se inscriben en una perspectiva de
la diferencia, principalmente a partir de su revitalización o actualización de la
filosofía de Nietzsche.

Clasificaciones
Se ha visto que los temas relacionados con la clasificación y el orden tam-
bién pudieron constituir otros campos que parecían consagrar la filiación de
Foucault al estructuralismo. Pero, como casi siempre, Foucault logra conferir
a estas categorías un sentido distinto. En efecto, sostiene que analizar los
sistemas de pensamiento, o en otros casos las operaciones clasificatorias que
una sociedad “construye” —o con las cuales “se compromete”— para situar
a algunos grupos o individuos, parece depender estrechamente de la orienta-
ción de ese examen hacia la sedimentación o no de condiciones “positivas” o
“negativas”. Y no hay duda al respecto: las polaridades analíticas y clasifica-
torias consistirían en conceder prioridad a fenómenos que, en algunos casos,
enaltecen los valores o bien los equilibrios (por lo demás, siempre relativos)
respecto al cumplimiento de las metas que una sociedad se propone; pero
en otros casos, se trata de lo contrario: mostrar las zonas oscuras y conflic-
tivas, o los fenómenos de rechazo y exclusión. Esta opción analítica no deja
de conservar un valor importante, especialmente a la hora de observar los

176
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

efectos que se derivan de su orientación en los discursos. Porque la primera


guarda compromisos con estabilidades en cierta forma “ideales” mientras la
segunda se dirige a constatar, como en el caso de Lévi-Strauss y otros, que
las sociedades nunca están plenamente volcadas en una positividad o negati-
vidad, sino que toda sociedad instaura “sistemas de casillas” para sus propias
positividades o negatividades. Es lo que afirma Foucault en la primera versión
de una conferencia: “…toda sociedad sitúa en cierto modo sobre las cosas,
sobre el mundo, sobre el comportamiento una cuadrícula con casillas negras
y blancas, una cuadrícula con sus positividades y negatividades” (1999c: 75).
Pero, ¿en qué consiste más exactamente la orientación hacia la “negatividad”,
no tanto de las sociedades como del análisis, aunque sean correlativas? Foucault
opone, a los trabajos de Durkheim, el análisis de Lévi-Strauss, para mostrar con
el ejemplo del tema del incesto, cómo el primero lo explica desde la “positividad”
de una especie de reconocimiento y afirmación de los valores y creencias de la
sociedad, del carácter sagrado del cuerpo social (“dicho de otro modo, se bus-
caba esencialmente definir una sociedad o definir una cultura por su contenido
positivo, intrínseco, interior”) (1999c: 74). Por su parte, Lévi-Strauss —sin duda
inspirado en una ruptura de la sociología y la etnología respecto del modelo
de Durkheim— se preocupa por la estructura “negativa” de la sociedad133. Y
Foucault prosigue afirmando que lo realizado por Lévi-Strauss en la etnología
es semejante a lo que él mismo se ha propuesto hacer en la historia de las ideas,
y pasa a criticar las construcciones de autores como Paul Hazard o Cassirer.
Del mismo modo en que Durkheim se opone a Lévi-Strauss, los trabajos de
Cassirer pueden oponerse a los del mismo Foucault134. Y es aquí donde alcan-
za sentido esa distinción entre lo positivo y lo negativo, porque es visible que
la historia de las ideas en su vertiente tradicional se concentraba en grandes
unidades: la cultura, la ciencia, las ideas de una época, es decir, en lo admitido
y reconocido como propio, positivo y fundamental por la sociedad. Foucault
considera más interesante lo contrario135. Pero aquí podría legítimamente pre-
133
“¿Qué es lo que se rechaza en ella? ¿Qué se excluye? ¿Cuál es el sistema de prohibiciones? ¿Cuál es el juego
de imposibilidades? Este análisis de la sociedad a partir de su sistema de exclusión, a partir de lo que tiene de ne-
gativo, ha permitido a los sociólogos, y sobre todo a los etnólogos, caracterizar, de una manera sin duda mucho
más precisa que la escuela precedente, las diferentes culturas y las diferentes sociedades” (Foucault, 1999c: 7).
134
En efecto, trabajos de Cassirer traducidos al español como La filosofía de la Ilustración (1943), Antropología filosó-
fica (1945) o Las ciencias de la cultura (1963), están marcados por la misma voluntad “positiva”: aunque Cassirer
reconoce que ya no es posible seguir buscando una esencia metafísica de lo humano, sí cree que podemos diri-
girnos a las obras y a las acciones más elevadas del espíritu para determinar el círculo de su humanidad; y éstas son:
el lenguaje, el mito, la religión, el arte, la ciencia y la historia… Cf. Antropología filosófica (1945: 108).
135
“…buscar lo que en una sociedad, lo que en un sistema de pensamiento, es rechazado y excluido. ¿Cuáles son
las ideas o los comportamientos o cuáles son las conductas o los principios jurídicos o morales que no son reci-
bidos, que no pueden ser recibidos, que son excluidos del sistema? En este sentido, he empezado a interesarme
por el problema de la locura” (Foucault, 1999b: 75).

177
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

guntarse: ¿por qué necesariamente concentrarse en lo negativo tiene que ofrecer


una “caracterización más precisa” de lo social o del pensamiento? Creemos
que esta es la pregunta que se encuentra en juego detrás de las afirmaciones
de Foucault, y que parece asediar nuestras lecturas. Como hemos visto, el
caso de Lévi-Strauss es particular porque representó la aspiración a fundar un
nuevo método, tanto para la etnografía como para las ciencias sociales en ge-
neral, que hiciera visible lo invisible: los análisis de estructura podían proveer
los insumos para una nueva cientificidad de lo social, esta vez anclada en la
efectividad de sistemas simbólicos y lingüísticos cuyas reglas combinatorias
podrían dar cuenta de elementos y acontecimientos antes irreductibles, me-
diante el uso de modelos lógico-matemáticos aplicados en sustratos incons-
cientes y subyacentes a las actividades visibles de las sociedades. En el caso de
Foucault, quien además declara que aspira a hacer una “etnología de la histo-
ria de las ideas” (1970: 76), no se trata de restituir análisis del mismo orden,
es decir, simbólicos, lingüísticos o lógicos, sino que se dirige a dilucidar las
racionalidades que subyacen a los sistemas (“negativos”) de exclusión, “para
comprender a la vez lo que una sociedad reconoce y admite positivamente y
lo que por esa misma sociedad, por esa misma cultura, es excluido y rechaza-
do” (loc. cit.). A nuestro modo de ver, existiría entonces una diferencia cuali-
tativa entre los dos tipos de análisis, en virtud de ese carácter más englobante
de la “negatividad”, que nos permitiría comprender mejor lo que Foucault
denominaba “caracterización más precisa”. De nuevo, este aserto ratifica el
sentido del gesto permanente de Foucault, que aunque parece seguir indi-
rectamente y por medios distintos la senda estructural, se deslinda de ella
cuando aborda fenómenos que resultan inconmensurables para todo método
o aspiración a determinar una instancia que presida la realidad en forma total
y definitiva. La arqueología, pero en especial la genealogía, responden direc-
tamente a estas cuestiones.

El proyecto arqueológico: saberes y fronteras


Situados en el momento en que publicó La arqueología del saber 136, se com-
prueba que Foucault no sólo revisa aspectos esenciales de sus trabajos ante-
riores e intenta dar cuenta de sus opciones metodológicas, sino que también
valida teóricamente su distancia de varias aproximaciones aparentemente cer-
canas pero en realidad extrañas a sus búsquedas, como la historia de las ideas,
la historia tradicional, las filosofías de la historia o del lenguaje, el estructura-

Michel Foucault, La arqueología del saber (1970 [en francés, 1969]). Esta obra también es resultado de la siste-
136

matización de varios argumentos que Foucault había expuesto al Círculo de epistemología.

178
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

lismo y la lingüística, las ciencias humanas y, en varios sentidos, la epistemo-


logía tradicional. Todo esto no sin ejercer una autocrítica a su propio pensa-
miento. Muy diferente es la percepción que se puede tener hoy sobre este
texto, especialmente cuando el mismo Foucault tomara distancia de él (y de lo
que se ha reconocido como la vertiente de sus análisis sobre el saber). Desde
esta perspectiva, sería necesario concebirla como una obra cargada por Fou-
cault con los signos del desprendimiento, sin que eso signifique un abandono
de todos sus principios. La arqueología es propuesta como alternativa a las
historias del pensamiento o de las ideas, concentradas en continuidades, equi-
librios constantes, etc. La tradición parecía navegar felizmente en las aguas de
la continuidad, como si una solución determinable e ininterrumpida de la
historia constituyera una unidad ajena por completo a las transformaciones y
rupturas que, para Foucault, constituyen a su vez un suelo de interés arqueo-
lógico. Foucault observa que nuevas inquietudes imprimen giros inéditos a la
reflexión histórica del presente, y se enmarcan en distintas concepciones crí-
ticas de las grandes unidades tradicionales, al tiempo que proponen nuevas
temporalidades y rupturas para dejar atrás la investigación de los orígenes o
las continuidades137. Su trabajo se inscribe en el horizonte de esas orientacio-
nes críticas, pero en forma bastante diferencial: ya no se trata de buscar detrás
del documento un pasado que se ha desvanecido o un significado silencioso; en
resumen, su interpretación y su “verdad”. Si la historia tradicional transfor-
maba los monumentos en documentos, la nueva historia transforma los documentos
en monumentos (1970: 10 y 11). Para Foucault, esta alternativa genera varias
consecuencias: el establecimiento de series que permiten observar relaciones
entre los elementos como acontecimientos de un nivel distinto, e irreducti-
bles al “progreso” de la conciencia, la teleología de la razón o las posibilidades
de totalización; la relevancia que alcanza el concepto de discontinuidad (Bache-
lard); la posibilidad de una historia general desplegada en un espacio de dis-
persión, en lugar de una global que gira en torno a un centro único; por últi-
mo, se abre un abanico de problemas metodológicos sobre la constitución de
corpus documentales, principios de elección, definición de niveles, reglas, etc.
(1970: 12-17). Es oportuno aclarar que las series –concepción funcional ele-
vada a principio básico por el estructuralismo– constituyen organizaciones de
elementos bajo relaciones diferenciales; el uso del concepto se inspira en las
matemáticas, para las cuales una serie representa en general la suma de los

137
Por ejemplo, varios principios sobre la historicidad de las encrucijadas entre saberes y ciencias resultado de las
investigaciones de Bachelard, Canguilhem, Serres, Guéroult…, que recogerá de nuevo al final con más detalle
(1970: 6 y 320 ss.).

179
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

elementos que componen una sucesión. Desde el punto de vista estructural,


las series se derivan de otras bajo condiciones que autorizan a traducir los
sistemas como espacios combinatorios multiseriales, o bien se conciben
como productos de las singularidades de la serie antecedente y pueden alcanzar
una autonomía respecto de ellas138. En el análisis de Foucault, definitivamente
las series no seguirían un desarrollo prescrito por una organización simbólica,
lógica o lingüística, sino que las relaciones discursivas son inmanentes a los
mismos campos enunciativos (carácter anónimo del enunciado y tema de im-
portancia crítica en los análisis estructuralistas). Como ocurre con otras cate-
gorías propias del análisis estructural, Foucault les confiere usos distintos. En
cuanto a la discontinuidad, observa que no se ha ido suficientemente lejos en la
reflexión que merece, quizás en razón del peso que conservan todavía la bús-
queda de los orígenes, las teleologías…, todas ellas inscritas en las formas de
la continuidad: soberanía de la conciencia, tranquilidad de lo idéntico, la fun-
ción de sujeto, el humanismo, etc.; como si se experimentara repugnancia a
pensar la diferencia y “miedo de pensar el Otro en el tiempo de nuestro propio
pensamiento” (1970: 19 y 20). Desde el siglo XIX, la historia global buscó re-
ducir las diferencias a formas de coherencia, y opuso a descentramientos
como la genealogía de Nietzsche, “un fundamento originario que hiciese de
la racionalidad el telos de la humanidad” (loc. cit.). La historia general que pro-
pone Foucault es una “teoría de la discontinuidad” (con categorías como
umbral, ruptura, transformación, límite…), que se opone a lo que represen-
taba el fundamento de toda historicidad posible para la tradición: la continui-
dad y el sujeto, la conciencia y las totalizaciones. Aquí expresa Foucault uno
de sus asertos fundamentales: la discontinuidad no es una ruptura con el
tiempo; es otra forma de ser de la temporalidad, por más que rompa con to-
das las concepciones tradicionales de la historia. La arqueología intenta pen-
sar las discontinuidades desde una perspectiva diferencial de los acontecimien-
tos, porque las historias de la continuidad representan los correlatos “de la
función fundadora del sujeto”, las promesas de restitución de su conciencia
soberana que las filosofías de Nietzsche y Freud habían destronado. Cuando
se emprende un análisis desde la discontinuidad y la diferencia, la protesta de
algunos círculos proviene más bien del desdibujamiento de la figura del suje-

138
Deleuze pone el ejemplo del totemismo en Lévi-Strauss: no se trata de una identificación imaginaria de los
individuos con un animal, sino “de la homología estructural de dos series de términos” (la serie de especies
animales diferenciada y la serie de posiciones sociales simbólicas) (1973 : 318 ss.). Sobre estos aspectos, puede
consultarse con provecho el artículo de Lévi-Strauss “La lógica de las clasificaciones totémicas”, en El pensamiento
salvaje (1964: 60 ss.).

180
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

to139. En este punto, Foucault advierte que se propone emprender una revi-
sión crítica de sus investigaciones anteriores, ofrecerles coherencia, y también
aclara un difundido equívoco: la idea no consiste en adoptar para la historia el
método estructuralista; se trata mejor de utilizar instrumentos y conceptos
que, “aunque no son ajenos al estructuralismo, no lo ponen en juego”; tampoco
se pretende restituir totalidades culturales; y por último, no se quiere definir
un análisis centrado en el tema antropológico140. Precisamente, la dislocación
de las totalizaciones rompe con una de las primeras demandas del análisis
estructural, aunque exista coincidencia sobre la exclusión del sujeto. Es aquí
donde se puede observar que este acento, la ruptura con el sujeto, fue lo que
pudo constituir una de las aristas más decisivas que pudieron aproximar a
Foucault al movimiento estructuralista. Si bien el filósofo se concentra en el
análisis de las prácticas discursivas y sus formas de agrupamiento, regularidad
o funcionamiento, va mucho más allá del estructuralismo porque no se limita
a analizar las reglas lingüísticas o los valores oposicionales de los campos
discursivos sino que persigue la historicidad discontinua de diversos sistemas
en términos de acontecimientos más que de códigos. Así, las investigaciones
que hemos leído apuntan a descubrir las estrategias sobre las que se apoyaron
sistemas que rigieron ciertos modos de ver, ciertas formas de representación,
como las distintas miradas históricas a la enfermedad, al deseo, al desorden,
etc. Pero ¿cuál es el fundamento de la arqueología? Foucault expresa aquí el
principio esencial que va a desplegar a lo largo de toda esta obra: el suelo
sobre el que reposa la arqueología es el que ella misma ha descubierto (1970:
26). Esto significa que la arqueología no puede trascender los límites que ella
misma se impone (constituir un sistema descriptivo de relaciones discursivas);
más que tratarse de la promoción de un campo disciplinar o de la aspiración
a alcanzar por fin una cientificidad esquiva, la arqueología debe comprender-
se como una aproximación a las prácticas de saber. De todo esto resulta clara la
necesidad de concebir los saberes como campos inscritos en juegos o haces
de relaciones, y sustentados en una topología móvil y dinámica que obliga a

139
“Lo que tanto se llora no es la desaparición de la historia, sino la de esa forma de historia que estaba referida
en secreto, pero por entero, a la actividad sintética del sujeto; lo que se llora es ese devenir que debía proporcio-
nar a la soberanía de la conciencia un abrigo más seguro […] lo que se llora es ese uso ideológico de la historia
por el cual se trata de restituir al hombre todo cuanto, desde hace más de un siglo, no ha cesado de escaparle”.
Foucault, Arqueología del saber (1970: 23-24).
140
“No se trata (y todavía menos) de utilizar las categorías de las totalidades culturales (ya sean las visiones del
mundo, los tipos ideales, el espíritu singular de las épocas) para imponer a la historia, y a pesar suyo, las formas
del análisis estructural. Las series descritas, los límites fijados, las comparaciones y las correlaciones establecidas
no se apoyan en las antiguas filosofías de la historia, sino que tienen por fin revisar las teleologías y las totalizaciones”
(Foucault, 1970: 25-26; las cursivas son nuestras).

181
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

pensar de otro modo los sustratos y determinaciones que modulan las condi-
ciones interpretativas y críticas de la historia. En las conclusiones de la Ar-
queología del saber, Foucault se plantea cinco preguntas y autocríticas que resu-
men el grueso de sus posturas respecto a la historia y al estructuralismo. En
primer lugar, se pregunta si él mismo no intentó inútilmente escapar del es-
tructuralismo en este libro, y si no habría usado sus categorías sin alcanzar
una eficacia demostrativa, todo lo cual se habría traducido en una impotencia
de método que, al prescindir del sujeto, creyó que podía limpiar el discurso de
las referencias antropológicas (1970: 333). Foucault admite que ha descono-
cido la trascendencia del discurso y se ha negado a referirlo a una subjetivi-
dad, y tampoco ha hecho valer su carácter diacrónico. Pero insiste en que si
ha hablado del discurso, ha sido para hacer aparecer la diversidad de análisis
posibles en el espesor de las actuaciones verbales; mostrar que al lado de los
métodos de estructuración lingüística se podía establecer una descripción es-
pecífica de los enunciados, su formación y las regularidades propias del dis-
curso (1970: 335). Si ha tomado distancia del sujeto no ha sido para describir
leyes de construcción válidas para todos los hablantes o para hacer hablar al
gran discurso universal común a todos los humanos de una época. Más bien,
se trataba de mostrar en qué consistían las diferencias, cómo unos hombres
hablan de objetos diferentes, tienen opiniones opuestas y hacen elecciones
contradictorias al interior de una misma práctica discursiva. Por eso, aclara
que no ha excluido el problema del sujeto sino que ha “querido definir las
posiciones y las funciones que el sujeto podía ocupar en la diversidad de los
discursos” (1970: 335-336). No ha negado la historia, sino que ha puesto en
suspenso la categoría del cambio para hacer aparecer las transformaciones;
“lo que [se] rechaza es un modelo uniforme de temporalización” y “no ha
querido llevar más allá de sus límites legítimos la empresa estructuralista”141.
En segundo lugar, lo que se rechazaría de Foucault no son esos puntos sobre
el estructuralismo sino lo que Foucault hace: emprender un análisis de discur-
sos científicos por fuera de su actividad constituyente y de la historia del
pensamiento, sin reconocer su pertenencia a la continuidad que los liga en
función de un proyecto o una teleología para que sean recobrados en una
armonización racional (1970: 337). Foucault se responde así: lo que se quiere

141
E insiste en dejar de lado la polémica estructuralista, que para él es asunto de “histriones y feriantes” (1970:
336). Con una actitud similar, vuelve sobre el tema en El orden del discurso, luego de proponerse un programa de
investigación donde anuncia la apertura de un conjunto crítico que emplea el principio de trastocamiento para
tratar de dar cuenta de las formas de exclusión, delimitación, apropiación, etc., y un conjunto genealógico para
indagar sobre cómo se han formado los discursos, sus condiciones de aparición, variación...: “Y ahora, que los
que tienen lagunas de vocabulario digan –si les interesa más la música que la letra– que se trata de estructura-
lismo” (1973: 68).

182
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

con ese reclamo es mantener el predominio histórico trascendental: no se


acepta que se toque esa historia del pensamiento porque es la historia de no-
sotros mismos, y quien se acerque a esa fortaleza en que se halla refugiada esa
especie de identidad, debe ser rechazado. Pero Foucault cree que precisamen-
te allí estaba lo esencial: “liberar la historia del pensamiento de su sujeción
trascendental” (1970: 340); analizarla en su discontinuidad, donde ninguna
teleología pudiera reducirla de antemano; localizarla en una dispersión abier-
ta; desplegarla en un anonimato sin sujeto; abrirla sobre una temporalidad
que no prometiese el retorno de ninguna aurora; liberarla del círculo del ori-
gen perdido (1970: 341). Se trataba de liberar la historia de la empresa feno-
menológica y del estatuto del sujeto (1970: 342-343). En tercer lugar, se pre-
gunta: ¿Cuál es el título del discurso de Foucault? ¿De dónde viene y cuál es
su derecho a hablar? ¿Cómo podría legitimarse, cuál es su estado civil, es
historia o es filosofía? Y responde:

Mi discurso, lejos de determinar el lugar de donde habla, esquiva el suelo


en el que podría apoyarse. Es un discurso sobre unos discursos, pero no
pretende encontrar en ellos una ley oculta, un origen redescubierto…
[…] Se trata de desplegar una dispersión que no se puede jamás reducir
a un sistema único de diferencias, un desplazamiento que no responde a
unos ejes absolutos de referencia; se trata de operar un descentramiento
que no deja privilegio a ningún centro [no es recuperación del origen,
recuerdo de la verdad, sino que tiene que hacer las diferencias, es diagnóstico].
Si la filosofía es memoria o retorno del origen, lo que yo hago no pue-
de ser considerado, en ningún caso, como filosofía; y si la historia del
pensamiento consiste en dar nueva vida a unas figuras casi borradas, lo
que yo hago no es tampoco historia (1970: 345-346, cursivas nuestras).

En cuarto lugar, entonces, ¿se podría decir que su arqueología no es una


ciencia, y Foucault la dejaría flotar en un estatuto inseguro para no tener que
justificar su cientificidad y abrirla así sobre una generalidad que la libere de los
azares de su nacimiento? Foucault admite de buen grado que la arqueología no
es una ciencia ni los cimientos futuros de una ciencia. No tiene valor de antici-
pación, pero concierne a unas ciencias y sus construcciones y establecimientos
de normas de saber: la arqueología las toma como ciencias-objeto. La arqueología
puede ser un instrumento que articule las formaciones sociales y las descrip-
ciones epistemológicas, o que permita enlazar el análisis de las posiciones de
sujeto con una teoría de la historia de las ciencias (1970: 349). O bien puede
que simplemente se desvanezca. Por último, Foucault haría un uso extraño de
una libertad que niega a los demás. Se atribuye todo el campo de un espacio

183
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

libre y pone cuidado en encerrar el discurso de los demás en unos sistemas de


reglas. Además, retira a los individuos el derecho de “intervenir personalmente
en las positividades en que se sitúan sus discursos” (1970: 350). Foucault aclara
que las positividades no son determinaciones que se imponen desde fuera al
pensamiento de los individuos, sino que son el conjunto de condiciones según
las cuales se ejerce una práctica discursiva (1970: 351). En cuanto a la libertad,
Foucault no ha negado la posibilidad de cambiar el discurso sino que “le ha reti-
rado el derecho exclusivo e instantáneo a la soberanía de un sujeto” (1970: 351).
Foucault se pregunta por qué se tiene tanto miedo a las prácticas discursivas, y
se les opone la conciencia, el sujeto, el espíritu, la razón, las ideas. Y deja esta
cuestión en suspenso, no sin cerrar el libro con la siguiente afirmación:

Sé lo que puede tener de un poco áspero el tratar los discursos no a


partir de la dulce, muda e íntima conciencia que en ellos se expresa,
sino de un oscuro conjunto de reglas anónimas. Lo que hay de desa-
gradable en hacer aparecer los límites y las necesidades de una prác-
tica, allí donde se tenía la costumbre de ver desplegarse, en una pura
transparencia, los juegos del genio y de la libertad […] Comprendo
bien su malestar. Les ha costado, sin duda, bastante trabajo reconocer
que su historia, la lengua que hablan, la mitología de sus antepasados,
hasta las fábulas que les contaban en su infancia, obedecen a unas
reglas que no han sido dadas todas ellas a su conciencia; no desean
en modo alguno que se les desposea además y por añadidura, de ese
discurso en el que quieren poder decir inmediatamente, sin distancia,
lo que piensan, creen o imaginan […] no pueden soportar (y se los
comprende un poco) oírse decir: “El discurso no es la vida: su tiempo
no es el vuestro; en él no os reconciliaréis con la muerte; puede muy
bien ocurrir que hayáis matado a Dios bajo el peso de todo lo que
habéis dicho; pero no penséis que podréis hacer, de todo lo que decís,
un hombre que viva más que él” (1970: 334-335).

La arqueología del saber recibió numerosas críticas desde todos los ángulos, sin
desconocer que también recibió entusiastas acogidas en el campo de las ciencias
humanas. Se puede comenzar por la más general: ¿cómo alcanzan las formacio-
nes discursivas, e incluso el discurso mismo, una autonomía suficiente para llegar a
decidir sobre las orientaciones y marcos de coherencia dados por unas “reglas de
formación” a las que virtualmente se someten los sujetos de enunciación? Se trata
del problema concerniente a la articulación funcional entre las condiciones parti-
culares del juego de reglas y la “receptividad” de las subjetividades que confluyen
en la formación discursiva, una especie de “bisagra de sentido” que se compone
184
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

sin la intencionalidad de ninguno de los dos lados. Esta cuestión remite a un


problema de causalidad: por más que se pueda reclamar una “autosuficiencia”
enunciativa del discurso, queda sin ser respondida la pregunta sobre aquello que
impulsa o motiva, desde el fondo de ese rumor discursivo, unas disposiciones
de elementos de tal suerte que alcancen una modalidad de existencia tan deter-
minada y activa. A este respecto, sólo queda pensar que se trataría de una suerte
de espontaneidad o naturalidad del ser de lo decible (Deleuze, 1987: 79 ss.). B.
Brown y M. Cousins142 argumentan que Foucault no propone ni emplea suficien-
tes categorías lingüísticas, y por esa razón el conjunto de los problemas teóricos
sobre las “condiciones de existencia” de los discursos no puede sostenerse. La
arqueología del saber fracasaría en su intento por identificar y estabilizar las prácticas
discursivas como formaciones discursivas definidas (Brown y Cousins, 1994: 186-
187, 204 ss.). Hay que decir, en favor de Foucault, que si él se niega a emprender
un análisis lingüístico de los discursos es precisamente porque quiere abordarlos
en la especificidad propia del nivel enunciativo y no desde el análisis lingüístico o
estructural. Foucault insiste en que las prácticas discursivas, como se conciben en
la arqueología, son irreductibles tanto a las leyes de formación de los signos en la
lengua como al nivel de formulación de las proposiciones lógicas. Los conjuntos
de enunciados deben describirse desde sus leyes de repartición y sus reglas de co-
existencia, no desde la instancia lingüística de formación de los signos. Michel de
Certeau compara, no sin una buena dosis de humor, la situación de la arqueología
de Foucault con una descripción de Felix el gato, cuando camina velozmente y
de repente nota que el suelo desapareció y que está en el aire; es precisamente en
el momento en que lo nota cuando cae al vacío143. Según De Certeau, el suelo
sobre el que camina Foucault carece de consistencia. Además, se muestra como
un pensamiento omnipresente que va a dar cuenta de todas las heteronomías
de la historia y sólo de ellas, pero su pensamiento se ausenta cuando no le con-
fiere un suelo o un lugar a su propio pensamiento en esa historia (De Certeau,
1994: 257). Resulta claro que la insistencia o terquedad de Foucault por evadir un
suelo para sus propios discursos —por más que haya podido conducir a seme-
jante caricaturización— debe remitirse a un problema mucho más serio y que el
mismo Foucault reconoció ampliamente como una deficiencia de la arqueología:
no resulta fácil apostar por un análisis de esta naturaleza, dado que abandona la
noción de verdad propuesta por la ciencia. Bajo la impronta nietzscheana de la
crítica a la verdad, no basta con hacer el gesto de trascenderla sin que los análisis

142
“The linguistic Fault: The Case of Foucault´s archaeology”, en Michel Foucault. Critical Assessments, Barry Smart
(Ed.) (1994)
143
Cf. “The Black Sun of Language: Foucault”, en Michel Foucault. Critical Assessments, Barry Smart (Ed.) (1994:
256).

185
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

cumplan con la ardua exigencia de desplazar los suelos donde ella se establece o
se funda (que también es el propósito de la genealogía). La solución de Foucault
consistió en no seguir asumiendo una búsqueda de la verdad en el pasado, sino
más bien “el pasado de la verdad” (Morey) al localizar las reglas de su formación
al interior de los saberes en momentos determinados de la historia y con ciertos
efectos. Lo que refleja una deficiente lectura de Foucault —después de haber
recorrido los trabajos anteriores a la arqueología, y la arqueología misma— es
que se espere ingenuamente de su parte un establecimiento de métodos y suelos
estables y definitivos. La empresa arqueológica, con todo y su provisionalidad, se
plantea un desafío que toca el corazón mismo de las condiciones de posibilidad
del saber en Occidente; de ahí el carácter dinámico y múltiple de sus conceptos,
que por definición no pueden fijarse a los supuestos de verdad que garantizaban
la estabilidad de un suelo, sino que se abren a la heterogeneidad de las propias
condiciones de existencia de los discursos. Lo que De Certeau no parece advertir
es la evidencia de la creación de una nueva región (y simultáneamente, una nueva
concepción) del saber por parte de Foucault, que tiene que orientarse mediante
principios distintos a los que rigen en otras regiones, especialmente cuando no ha
tomado por objeto una investigación de la verdad o la razón, sino precisamente
los procesos que han dado lugar a la producción de la verdad y al imperio de la
razón en Occidente144. Por lo demás, cuando el objetivo de la arqueología es des-
cribir una dispersión y no una arquitectura estructural sustentada, tampoco puede
aspirarse a definir objetos fijos para miradas estables en el suelo de la identidad y
de lo mismo, sino que se encuentran objetos diferenciales en permanente trans-
formación, distribuidos en un espacio móvil donde los conceptos no se definen
por una coherencia sistémica sino por su emergencia simultánea o sucesiva145. En
principio, Foucault plantea que las regularidades de la práctica discursiva aspiran a
ser una pura descripción de los discursos (“modesto empirismo descriptivo”), pero
posteriormente les confiere la capacidad (por cierto no explicada) de regular su
producción (una función de existencia y ya no simplemente descriptiva) (Drey-
fuss y Rabinow, 2001: 118). Es forzoso coincidir con Dreyfus y Rabinow en que
Foucault no logra explicar bien esta oscilación entre descripción y prescripción
en su proyecto, que tiene que ver con el problema de la causalidad. Pero entonces,
¿por qué, después de un esfuerzo tan considerable como la arqueología, Foucault
se separa de ella con un gesto tan definitivo? Foucault sostuvo que abandonó el

144
Aspectos complementarios a estas cuestiones pueden encontrarse en el detallado artículo de Roberto
Machado, “Arqueología y epistemología”, en Michel Foucault, filósofo. E. Balbier et alt (1995: 15-17, 27-28).
145
Cf. Wahl, François, “¿Fuera de la filosofía o en la filosofía?”, en Michel Foucault, filósofo. E. Balbier et alt.
(1995: 76).

186
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

proyecto arqueológico en razón de su apertura a un nuevo campo de interés por


el poder (Nietzsche), pero también por diversos problemas relacionados con las
reglas de producción del discurso (el carácter no visible de sus articulaciones y de
la causalidad de su surgimiento), al igual que con la autonomía de la arqueología
misma (Dreyfuss y Rabinow, 2001: 119). ¿Cómo puede concebirse la historia de
las ideas en Occidente bajo la discontinuidad cuando se trata de una historia es-
pecífica de las síntesis que conforman la unidad de un pensamiento particular?146
Foucault piensa que son precisamente las continuidades, en la historia de las ideas,
el impedimento mayor para acceder a una historia del pensamiento que permita:
restituir al enunciado su carácter de acontecimiento, liberar las diferencias asfixia-
das bajo el peso de lo mismo, alcanzar el acotamiento de un dominio propio para
los saberes y los discursos. Mediante el análisis arqueológico se podría alcanzar
un nuevo estatus para los saberes (como dominios autónomos que no pueden
reducirse a conocimiento y tampoco a ciencia) (Morey, 1983: 185). Por lo demás,
la historia de Occidente no representa un espacio llano y surcado por grandes
continuidades sino una heterogeneidad de relaciones epistémicas cuyas unidades
provienen de rupturas y alteridades que merecen ser abordadas como tales.
Habermas sostiene que Foucault realiza una crítica radical de la razón pero no pue-
de evitar permanecer atrapado en las aporías de esa empresa autorreferencial, porque
¿cómo puede escribirse una historia de las relaciones entre razón y locura cuando uno
se está moviendo en el horizonte de la razón? (no se puede saltar por encima de la
propia sombra) (1990: 296). Bajo la óptica de Foucault, la razón misma es puesta en cuestión
por su propio pasado, por su propia historia; pero no la historia inventada de su gloria
sino la desconocida de sus astucias y mistificaciones147. Desde la perspectiva de la
discontinuidad, la razón se nos presenta más como un orden sustentado en vertientes
epistémicas y modalidades de existencia discursiva que se inscriben en ella, que como
el progreso de una gran unidad envolvente; más como una pluralidad de racionalida-
des históricas y rupturas, que como una continuidad esencial de la que no podríamos
escapar. Foucault advierte en varias ocasiones que no asume una concepción de “la”
razón como unidad absoluta, sino el despliegue histórico de múltiples racionalidades148
que, a su modo de ver, operan como tecnologías.

146
Estas preguntas formarían parte de las formuladas a Foucault en pleno mayo de 1968, por el Cercle d’ Episte-
mologie y la Revista Esprit y publicadas en Esprit Nº 371 y Cahiers pour l’Analyse Nº 9. Cf. Miguel Morey. Lectura de
Foucault (1983: 183).
147
“Foucault ya ha demostrado que el imperativo de usar la razón para descubrir una verdad profunda sobre
nosotros mismos y nuestra cultura es una construcción histórica que ha ocultado su historia con el propósito de
funcionar para nosotros como una meta” (Dreyfus y Rabinow, 2001: 294-295).
148
Incluso posteriormente Foucault también tomará distancia del concepto de “racionalización”: “Creo que
la palabra racionalización es peligrosa. Lo que hay que hacer es analizar racionalidades específicas en lugar de
invocar sin cesar los progresos de la racionalización”. Citado por Dominique Janicaud, “Racionalidad, fuerza y
poder”, en Michel Foucault, filósofo. E. Balbier et alt. (1995: 280).

187
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

Discurso y orden
¿El discurso constituiría una instancia cerrada y total para encontrar y sig-
nificar lo verdadero en la transparencia del lenguaje, o se trata de un campo de
emergencia de las condiciones de posibilidad del acontecimiento? Foucault
comienza El orden del discurso (1973) aludiendo a los “peligros” del discur-
so mismo, desde una hipótesis quizá poco “políticamente correcta” para la
ocasión y el lugar: la existencia de procedimientos de control del discurso
en toda sociedad y de los poderes que conjuran sus potencias virtualmente
desestabilizadoras. Y es que precisamente nada se encuentra tan vinculado al
deseo y al poder como el discurso mismo, desde el punto de vista de los jue-
gos de restricción y los mecanismos de distribución de lo decible. Sin duda, el
discurso siempre está rodeado o inscrito en figuras que van desde la exclusión,
lo prohibido, los tabúes, los derechos de quien habla…, pasando por las divisiones
binarias razón-locura y verdadero-falso, que dan vida a la voluntad de verdad que
a su vez rige tan perentoriamente sobre nuestra voluntad de saber (1973: 11-
23). Pero no son esos los únicos procedimientos de control discursivo: las no-
ciones de comentario, autor y disciplina (control interno) y los rituales, las sociedades
de discurso, las doctrinas y la educación (condiciones de utilización) completan
este cuadro de instancias de circulación y normalización del discurso (1973:
24-46). La filosofía, según Foucault, ha podido jugar un papel de reforzamiento
de estos juegos, al ofrecer una verdad como ley discursiva y una racionalidad
correspondiente a su desarrollo que “no promete la verdad más que al deseo
de la verdad misma y al sólo poder de pensarla” (1973: 46). Como si Occi-
dente hubiera buscado reducir el espacio entre habla y pensamiento, el sujeto
fundador aparece como la instancia llamada a “animar las formas vacías del
lenguaje” (1973: 47) y reencontrar así el sentido y el fundamento del saber
bajo la figura de una experiencia originaria (la significación previa, el brillo de
un logos que posibilita su encuentro con la conciencia para que despliegue su
racionalidad en el discurso). Pero la veneración del discurso por la civilización
occidental oculta al mismo tiempo un temor: prohibiciones para evitar su
proliferación y potencial desorden, logofobia ante su murmullo inquietan-
te… Foucault piensa que si se desea analizar ese temor, hay que tomar tres
direcciones: replantear la voluntad de verdad, restituir al discurso su carácter
de acontecimiento y borrar la soberanía del significante (1973: 51). Este es el
proyecto que se propone investigar, pero presenta exigencias de método que
resume en los cuatro principios de trastocamiento, discontinuidad, especificidad y la
regla de exterioridad (1973: 52-53). De aquí deriva cuatro nociones como prin-
cipios reguladores para sus análisis: acontecimiento, serie, regularidad y condición de
posibilidad, que se oponen respectivamente a las otras cuatro que han impera-

188
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

do en la historia de las ideas: creación, unidad, originalidad y significación. La


historia ha comenzado a inclinarse hacia los acontecimientos, a aislar nuevos
conjuntos y capas, a definir series, regularidades o rupturas, condiciones de
aparición, etc. (1973: 55-56). Las nociones de conciencia y continuidad se ven
desplazadas hoy por las de acontecimiento y serie, que invocan la confluen-
cia de problemas vinculados con la discontinuidad, las transformaciones, el
azar… Pero, se pregunta Foucault, ¿qué estatuto dar a la categoría de aconteci-
miento? Y recuerda claramente a Deleuze: “no es ni sustancia, ni accidente, ni
calidad, ni proceso… no pertenece al orden de los cuerpos. Y sin embargo
no es inmaterial… tiene su sitio y consiste en la relación, la coexistencia, la
dispersión, la intersección, la acumulación, la selección de elementos mate-
riales; no es el acto ni la propiedad de un cuerpo; se produce como efecto
de y en una dispersión material… materialismo de lo incorporal” (1973: 57).
¿Y qué categoría conferir a la discontinuidad? Aclara en primer lugar que no
es una sucesión de instantes del tiempo ni de los sujetos pensantes, sino que
debe concebirse como “cesuras que rompen el instante y dispersan al sujeto
en una pluralidad de posibles posiciones y funciones”, de manera que en me-
dio de esos desafíos se trata de constituir “una teoría de las sistematicidades
discontinuas”, donde el azar nietzscheano juega un importante papel en la
producción de acontecimientos (hay una ausencia de análisis para las relacio-
nes entre azar y pensamiento) (1973: 58). De ahí también que no se pretenda
tratar representaciones detrás de los discursos sino concebirlos como “series
regulares y distintas de acontecimientos” (1973: 59). Todo esto apunta a vin-
cular a la práctica de los historiadores las nociones de azar, discontinuidad
y materialidad, que el mismo Foucault asume desde los conjuntos crítico y
genealógico como parte de su propio programa de investigación en ese mo-
mento. Aquí, Foucault parece expresar preocupaciones “revisionistas” hacia
aspectos de sus trabajos anteriores (como retornar a la medicina, al análisis
de las riquezas…); la arqueología no se menciona ni se reivindica (sino que
se restituyen algunos aspectos de ella, quizá como parte de ese silencio que la
siguió); y que naturalmente todo tomó un rumbo diferente aunque se conser-
varon varias perspectivas anunciadas al final del texto (el análisis del sistema
penal se extendería a Vigilar y castigar, las prohibiciones discursivas sobre la
sexualidad se convertirían en Historia de la sexualidad…), pues la genealogía
vino a absorber buena parte de las intenciones de este plan de trabajo. Esta
lección sobre los límites del discurso deja simultáneamente un mapa de ruta
para remontar esos niveles de prohibición, no en el sentido de consolidar un
irracionalismo sino desde el imperativo intelectual de diagnóstico del presen-
te: ¿qué es lo que no se dice o no puede decirse en razón de los ocultamientos

189
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

producidos discursivamente por la voluntad de verdad? ¿Qué valor puede


conservar hoy la filosofía como diagnóstico en el presente?

Poder y genealogía
En lo que se ha visto (por comodidad) como una segunda etapa de su fi-
losofía, Foucault se dirige a descubrir los dispositivos concretos de poder que
han legitimado la vigencia de diversos órdenes empíricos en Occidente. Se trata
de un período genealógico, centrado en las relaciones de fuerza, cuyos trabajos
más decisivos fueron Vigilar y castigar (1976) y el compendio traducido al espa-
ñol como Microfísica del poder (1991), entre otros artículos. La genealogía no bus-
ca el origen (ursprung) milagroso y desconocido de los hechos sino que investiga
más bien la invención (erfindung) que preside las maquinaciones y trampas de
todo pasado, el azar y la ausencia de verdad, el disparate y no la identidad (1991:
8 y 10). De manera que las búsquedas de las identidades estables, las grandes
continuidades e incluso la solidez y coherencia de los grandes sistemas, no son
objetos de interés para la genealogía, que ve en ellos productos de invenciones
en función del establecimiento de la verdad y sus políticas de sujeción. Es la
emergencia de las fuerzas, las articulaciones entre los cuerpos como superfi-
cies de inscripción de los hechos y la historia, lo que constituye el objetivo del
análisis de Foucault. Esta mirada perspectivista toma distancia de la historia
del sujeto y su pretendida trascendencia, de su ilusoria unidad metafísica, para
enfocarse en los azares y el devenir, para conducir el sentido histórico a una
liberación de modelos metafísicos, para generar más bien una “contramemo-
ria” e implicar una concepción muy diferente del tiempo en la interpretación
(1991: 25 ss.). En una perspectiva semejante, Foucault observa que las prácticas
de encierro responden primordialmente a una gestión o administración de los
cuerpos que desborda el marco estricto de la prisión y se extiende sobre las
estrategias y regulaciones que invisten a las formas modernas de organización
social (lo disciplinario). Allí descubre que la categoría de disciplina, por ejemplo,
rige diversos espacios de la actividad social del individuo moderno, sometido
a un control de tipo panóptico como dimensión reglada de mecanismos de
normalización. Aquí se establece una clara demarcación respecto a los análisis
marxistas y estructuralistas sobre el poder. En realidad, la oposición entre los
conceptos de genealogía e historia abre una nueva concepción de lo político: el
cuerpo social como tejido de relaciones entre fuerzas que no son exclusivamen-
te económicas. Deleuze resume así la serie de seis postulados que muestran el
distanciamiento de Foucault respecto a una lectura marxista de las relaciones de
poder: el poder no sería una propiedad de la clase dominante, no se posee sino
que se ejerce… No estaría localizado en el Estado, sino que pasaría por una

190
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

multiplicidad de engranajes en el cuerpo social… No estaría subordinado a un


modo de producción como infraestructura… No tiene una esencia, es operato-
rio, pasa tanto por los dominantes como por los dominados… No actúa siem-
pre a través de la violencia o la ideología, más que reprimir produce realidad
y más que ideologizar produce verdad… No se expresa sólo en la ley149. Hay
que observar que la crítica de Foucault al poder se dirige frontalmente contra
numerosas prácticas de la sociedad capitalista, donde no se trata de reformar
sus condiciones abstractas, localizar su origen puro o encontrar la esencia y las
formas de su devenir histórico, sino precisamente desmontar las racionalidades
que han legitimado sus diversas y soterradas formas de control social y sus pro-
ducciones variables de subjetividad; es decir, mediante un saber más estratégico,
Foucault invita a prolongar un trabajo revolucionario que comienza por com-
prender en qué ha sido convertida la sociedad actual (de nuevo, ontología crítica
de nosotros mismos). El poder obedecería más bien a un diagrama o relación
específica de fuerzas cuya multiplicidad y pluralidad no pueden ser objeto de
fácil estructuración. Los diagramas son dinámicos, muestran discontinuidades
en sus maneras de ordenar el espacio y el tiempo, y distribuir las potencias
de afectar (anatomopolítica o biopolítica, por ejemplo). A lo largo del tránsito
entre el internamiento de la locura en el asilo, hasta llegar a la medicalización
clínica, Foucault localiza la emergencia operativa de varios campos enunciati-
vos, que expresan condiciones de efectuación de un diagrama de relaciones de
poder vigente en cada caso, es decir, constituyente de los estatutos legales, los
fundamentos empíricos de la mirada, las formas de exclusión, la definición de
la anormalidad… (Foucault, 1966, 1967 y 1976).

Panoptismo
Naturalmente, el panoptismo guarda relaciones de consonancia con los
temas de la mirada y el espacio: la visibilidad de los cuerpos y los indivi-
duos bajo un ojo centralizador deviene una constante en la modernidad, y
en el caso de los hospitales y las cárceles alcanza proporciones de verdade-
ro proyecto perfeccionado de vigilancia individualizante: evitar contagios y
amontonamientos, distribuir o aislar a los individuos, dividir cuidadosamen-
te los espacios, etc., situaciones donde la medicina desempeñó importantes
funciones150. Foucault constata que Bentham aparece en todos los proyectos
de reformas carcelarias de la primera mitad del siglo XIX, lo cual reflejaría

149
Deleuze, 1987: 51-56. Foucault había expuesto algunos de estos postulados en Historia de la sexualidad, la
voluntad de saber (1977: 114-119).
150
Michel Foucault y el ojo del poder (Entrevista con Michel Foucault; el panoptismo), pp. 1-3. Tomado de
http://www.ciudadpolitica.org/modules/news/article.php ?storyid=50 (Consultado el 3 de febrero de 2011).

191
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

la obsesión moderna por consolidar tecnologías de control para los cuerpos


mediante estrategias basadas en la economía de recursos y la efectividad de las
prácticas de vigilancia o autovigilancia. Y en efecto, el procedimiento óptico
de Bentham era una notable innovación para ejercer el poder. Allí se produce
una inversión del “principio de la mazmorra”: si la época clásica había defini-
do espacios de tinieblas para los excluidos, la modernidad quiere suprimirlos
y, al contrario, establecer una luminosidad y transparencia para los seres y las
cosas (1976: 175 ss., 199 ss.; 1998: 91 ss.; 2011: 5). Esta inquietud se mani-
fiesta claramente en las transformaciones arquitectónicas que a fines del siglo
XVIII se ligan con los problemas de población, salud, urbanismo, viviendas,
etc., bajo toda una reorganización del espacio mediada por finalidades econó-
mico-políticas (transformación de la vieja casa medieval como espacio indi-
ferenciado [Ariès], hacia espacios compartimentados y funcionales, como las
ciudades obreras). Este será uno de los grandes temas que desarrolla Foucault
en Vigilar y castigar, porque no se trató exclusivamente de una reforma urba-
nística moderna desde el punto de vista de nuevos valores estéticos, sino de la
aplicación de todo un diagrama espacio-temporal que abarcaba la integridad
de los lugares sociales: las fábricas, las escuelas, los hospitales, el ejército…
Este diagrama funcionó inicialmente en las ciudades, de ahí que Foucault
considere este anclaje espacial como algo digno de mayor estudio, dadas sus
importantes implicaciones económicas y políticas (2011: 3). Foucault se detie-
ne en “la negligencia” de los filósofos respecto al espacio porque ella muestra
hasta qué punto imperaba el paradigma del tiempo (después del desalojo de
la filosofía en relación con las reflexiones espaciales, por parte de las ciencias
experimentales). A partir de esta circunstancia, se asume que la filosofía debe
limitarse a pensar el tiempo (Kant, Hegel, Bergson, Heidegger…) mientras
el espacio aparece en este contexto como algo muerto o inerte. La medicina
y los médicos recibieron el estatuto de “organizadores del espacio” en esta
coyuntura, y eso explica la relevancia que adquieren los temas del empla-
zamiento espacial, las constituciones y las enfermedades, las coexistencias
hombre-medio, las formas de habitar y los desplazamientos… Los militares
también desempeñaron su papel como gestores del espacio colectivo, pero se
trató de un pensamiento más instrumental, limitado por los intereses de las
campañas, los pasos, las fortalezas…, mientras que el papel de los médicos
se habría concentrado más en las residencias y las ciudades, lo cual habría
generado mayor incidencia en las formas de vida de la época y del futuro. De
ahí la desconcertante pero certera tesis de Foucault: el saber sociológico se
forma más entre los médicos que entre los sociólogos consagrados por la tra-
dición, como Comte y Montesquieu; y añade que esta circunstancia adquiere

192
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

semejante peso definitivo en razón de la importancia de la población durante


el surgimiento de la modernidad (2011: 3). Por razones semejantes pero refe-
ridas a las disposiciones arquitectónicas, considera a Bentham como uno de
los representantes mayores de esta encrucijada, pues se plantea los problemas
de la acumulación de individuos en términos de poder: “la población como
blanco de las relaciones de dominación”, bajo el principio que consagra la
circulación de los efectos de poder hasta los más mínimos gestos de los in-
dividuos y su cotidianidad (visibilidad universal), y que —incluso cuando se
dirige a unas multiplicidades— busca un ejercicio de dominación tan eficaz
como si se tratara de uno solo de ellos: Bentham como complemento del
ideal de sociedad transparente de Rousseau (2011: 4). Bajo una especie de
imperio de la opinión surgido durante la revolución francesa, los individuos
se convierten desde entonces en objetos de una observación colectiva y anó-
nima, cuya radicalización máxima se alcanza con el individuo circunscrito
por la luz del panóptico: sin necesidad de armas o violencias, se produce una
fundación de la mirada como instancia de vigilancia que debe ser interiorizada
por los sujetos, un poder continuo y de bajo costo, que además es anónimo en
términos de una disponibilidad (horizontal) para ser ejercido por cualquiera
(y no como en el caso del poder monárquico, modelo vertical o piramidal que
requería funcionarios especializados: procurador, fiscales, síndicos, etc.). Es
decir, lo que Bentham descubre es “una máquina de la que nadie es titular”
(2011: 7; 1976: 203 ss.; 1998: 100 ss.), porque su funcionamiento reposa sobre
los mismos individuos que vigilan, pero que también son vigilados y pueden
ser relevados. Estas consideraciones muestran la efectividad de una lectura
del poder no inscrita en las teorías del Estado o los órdenes constitucionales
sino desde tácticas que presentan condiciones locales y específicas; no desde
una concepción superestructural sino a partir de lo que Foucault llamaría
microfísica; no concebida exclusivamente desde las exigencias de la produc-
ción económica sino desde una lectura del poder como instancia productiva
en el sentido más amplio de la palabra: más que ocultar y reprimir, el poder
produce verdad, sujetos, mecanismos, adaptaciones… La ilusión de los teóri-
cos del siglo XVIII se fundamentó en el valor y peso concedidos a la opinión
como conciencia moral, desconociendo el importante papel de los intereses
económicos y políticos, afirma Foucault. Esto permite explicarse en parte las
resistencias concretas de los individuos a los sistemas de vigilancia en general.
Bentham aparece así como un teórico que perfecciona una tecnología del po-
der en el campo de la utopía, pero eso no impide que allí se revele un sistema
de relaciones y mecanismos concretos cuya existencia se puede comprobar.
Porque el panóptico no fue exclusivamente un modelo de control carcelario

193
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

u hospitalario: a nuestro modo de ver, la hipótesis fuerte de Foucault radica


en su concepción del horizonte disciplinario que se inaugura en la modernidad,
y que modula silenciosamente a las nuevas formas de examen y castigo (ya no
de indagación y suplicio) de las cuales el panóptico es una especie de arquetipo
(que a su vez alcanzó a tener lugares recortados: la Petite Roquette, Peniten-
ciaría de Stateville, etc.) (Foucault, 1976: especialmente pp. 197 ss. y 212 ss.).
Entonces, la modernidad es panóptica en el sentido de apuntalar una episteme
anclada por entero en dispositivos y diagramas de vigilancia, los cuales no
sólo “fabrican” individuos sino que producen unos saberes y técnicas de exa-
men sobre esos sujetos (ciencias humanas, psiquiatría, psicología, etc.), a los
cuales deben someterse durante toda su existencia.

del sistema al acontecimiento

Cuando Derrida introduce la noción de “postestructuralismo” en la memo-


rable Conferencia de 1966 en la Universidad Johns Hopkins, pretendía remon-
tar la centralidad de sistema propia del estructuralismo así como sus efectos de
verdad sobre el discurso, para abrirse a una perspectiva más nietzscheana de los
signos (Cusset, 2005, p. 42). Con los años, mostró su insuficiencia el intento de
clasificar bajo esa noción a tan diversos pensamientos que se alejaron del es-
tructuralismo. La categoría de “postestructuralismo” no deja de constituir una
camisa de fuerza para posturas que precisamente se encontraban en ruptura
con la formación de escuelas y la voluntad de imponer ideologías. Además de
representar una noción imprecisa e inadecuada, también se ha pretendido asi-
milarla al más problemático concepto de “postmodernidad”, con todas las difi-
cultades que Lyotard ha denunciado respecto al uso del prefijo “post-”. Si algún
sentido puede conservar para nosotros este apelativo, que seguimos empleando
por costumbre, sería el de una firme oposición a toda intención de instaurar
pensamientos clausurados en racionalidades hegemónicas.
En todo caso, las filosofías de la diferencia o del deseo, constituyen la
confluencia de un pensamiento que reaccionó radicalmente al predominio
intelectual del estructuralismo. Pero lo primero que hay que entender es que
esas filosofías no son una continuidad reformulada del estructuralismo, como
tampoco resultados de su desplome. En segundo término, hay que advertir
que se trata de concepciones marcadas por una orientación esencialmente
desconstructiva y profundamente crítica, que buscaron revitalizar al pensa-
miento mediante nuevas coordenadas, al generar numerosas propuestas que
transformaron el clima intelectual y conservan una influencia importante en
medio de las vicisitudes del presente.

194
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

Desde fines de los años sesenta y principios de los setenta, se producen


las primeras grandes rupturas con el pensamiento estructuralista. Aconteci-
mientos como Mayo del 68 pusieron en tela de juicio el valor de los discursos
totalitarios de sistema –tanto de izquierda como de derecha– y sus raciona-
lidades ancladas en la pretendida universalidad objetiva de la dialéctica o de
la ciencia, para reivindicar las especificidades de lo diferencial y lo singular.
Al tiempo que se producen decepciones respecto de la revolución política
(el Gulag soviético), se cuestionan las unidades analíticas del historicismo, se
desconfía de la noción de ideología y se toma distancia del cientificismo tan
enaltecido por los movimientos estructuralistas. Consecuentemente, también
se sospecha y reacciona contra la exaltación del “metodologismo” a ultranza,
porque llega a burocratizar, segmentar o cortar producciones diferenciales de
saber. Si algo llegó a caracterizar a los movimientos intelectuales posteriores
al estructuralismo, fue una voluntad activa por restituir la diferencia en los
saberes, al separarse del dominio sistémico que encuadraba al pensamiento
en las lógicas reproductoras de lo mismo.
En la filosofía, se presenta una fuerte tendencia hacia la revitalización del
pensamiento de Nietzsche (Foucault, Derrida, Deleuze). La desconstrucción
postulada por Derrida permite al pensamiento relevar a la ontología de la
presencia y abrirse a nuevas producciones del sentido por fuera del orden
logocéntrico. Además de iniciar rupturas con las filosofías de sistema (plato-
nismo, kantismo, hegelianismo…), se restituyen los alcances de teorías prag-
máticas que conciben nuevas formas de subjetividad en las cuales está ausente
la conciencia de un sujeto histórico moderno. Varios intelectuales “postestruc-
turalistas” dejan de pensar, como Foucault, “si la revolución es posible”, para
considerar “si sigue siendo deseable”. Precisamente la categoría problemática
de deseo, una de las más lejanas para el estructuralismo (con excepción de su
desarrollo en Lacan), se abre como una nueva dimensión analítica de la sub-
jetividad pero ahora investida por una índole constitutivamente revolucionaria
(inconsciente deseante)151. El peso de la figura de Edipo, en el psicoanálisis,
cede su lugar a una concepción molecular del deseo (esquizoanálisis) que rom-
pe con las estructuraciones de la libido y desata su pertenencia al régimen del
significante. En el pensamiento de Foucault se observa una preocupación por
los saberes, las relaciones de poder y la conformación del sí-mismo, que dio
lugar a orientaciones particulares en el sentido de abandonar el orden de la
representación, como los análisis del discurso desde lecturas que privilegian las

151
Se puede considerar que El antiedipo, Capitalismo y esquizofrenia (edición francesa de 1972), de Deleuze-Guattari,
es un texto inaugural del llamado pensamiento “postestructuralista”.

195
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

instancias topológicas del hablante en su propia historicidad concreta o local, y


contemplan efectos inéditos en los saberes, enunciaciones y prácticas de domi-
nación política y micropolítica modernas. Sin duda, la revisión crítica del pasado
por parte de Foucault no se inscribe en el programa de Braudel ni en el proyec-
to historicista del marxismo; es decir, no se afilia a una concepción estructura-
lista, y tampoco moderna (hegeliana-marxista) de la historia, sino que abre un
nuevo campo de problemas a partir del concepto nietzscheano y discontinuo
de genealogía. Las investigaciones de Lyotard sobre la (post-)modernidad y el
diferendo constituyen otras importantes alternativas de interpretación en el ho-
rizonte conocido como postestructuralista. Pero las filosofías de la diferencia
proponen varios relevos teóricos más precisos: las nociones de sistema o de
estructura son literalmente desplazadas del discurso y reemplazadas por la fértil
categoría de “acontecimiento”, como restitución de aquella dimensión vital y
dinámica tan radicalmente suprimida por el formalismo estructural: en lugar de
seguir persiguiendo las razones ocultas de una supuesta primacía subyacente
de las lógicas del sistema sobre la vida humana, se atiende ahora a la fuerza
decisiva de lo que sucede, la ocurrencia de fenómenos concretos que expresan
luchas y conflictos inherentes a diversas manifestaciones de las fuerzas en el
mundo humano (no sólo las grandes luchas sociales modernas, sino las batallas
subjetivas, marginales, micropolíticas, locales, étnicas, sexuales, minoritarias...).
Algo similar ocurre con la categoría de identidad, que se ve desplazada por los
conceptos de diferencia, otredad, alteridad o subjetividad según los casos. Así,
estas nuevas categorías y otras análogas buscaron restituir condiciones existen-
ciales excluidas por la sistematicidad estructuralista y su clausura en los rigores
lógico-matemáticos. Casi en oposición directa al “totalitarismo del sistema” y
su clausura en pretendidas leyes de la vida social, se reivindican las especifici-
dades de la diferencia en su irreductibilidad a la dialéctica y a los poderes que la
sostienen, e igualmente se reconoce la importancia del disenso, la divergencia y
el Otro en la subjetividad; también se restituyen la singularidad productiva del
deseo, la riqueza de la diferencia, el valor particular del discurso, la potencia de
la escritura, las cualidades casi infinitas de la textualidad e intertextualidad, y la
emergencia de nuevos paisajes intelectuales y complejidades…, a cambio de la
preponderancia del sistema, la clausura estructural, las pretensiones del “con-
senso”, la exaltación de la ciencia, el anonimato del significante y la hegemonía
de la lógica. El sistema de la lengua, clausurado estructuralmente en las rela-
ciones binarias del régimen significante, se abre al acto de habla que había sido
excluido en razón de su irreductible singularidad. Lo mismo se puede predicar
del referente, tan desdibujado gracias al protagonismo del signo. Estas posturas
conducen a un distanciamiento de las categorías de verdad, totalidad, universa-

196
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

lidad, esencia, sistema y objetividad, al igual que respecto al cógito cartesiano y al


sujeto moderno de conocimiento, de cuyas centralizaciones teóricas se sospe-
cha como nunca antes. Por consiguiente, se pone como nunca en tela de juicio
la relación sujeto-objeto, para centrarse en los paradójicos aspectos subjetivos
de las pretensiones de objetividad (el “sí-mismo”, o las teorías anglosajonas
sobre el self). Se afirma con fuerza un nuevo valor y sentido para la diferencia y
los diferendos como riqueza de lo múltiple y lo diverso (Deleuze, Lyotard), más
que como “caída” del pensamiento, cual fue la tradición filosófica desde Platón.
En este sentido, se restituye un pensamiento que la gran mayoría de “postes-
tructuralistas” reconoce como antecesor: se trata de Bajtin, y sus conceptos de
translingüística, intertextualidad, heteroglosia, horizonte dialógico y multiplicidad
polifónica, entre otros (1978). Pero no sólo se recupera a Bajtin; los otros grandes
maestros de la sospecha (Marx y Freud), además de Nietzsche, se convierten en
referencias tanto selectivas como decididamente críticas en los textos postestruc-
turalistas (en todo caso, nunca desde los sistemas en los cuales fueron encerrados
por los “ismos” modernos). Lo mismo puede valer para la primera Escuela de
Frankfurt, y para el empirismo (tan devaluado por el predominio estructural), que
es restituido diferencialmente por Deleuze y Serres152, al igual que la literatura, el
cine y el arte.
Pero las filosofías de la diferencia no sólo coinciden en la urgente
revalorización de un pensamiento que escape a la lógica de la representa-
ción o al dominio dialéctico de la semejanza, sino que entre ellas existen
numerosos disensos a pesar de su confluencia en los aspectos señalados
arriba con más detalle. Consecuente con sus principios, el postestructu-
ralismo no forma escuelas, se niega a caer en las redes académicas de los
poderes y tampoco compite disciplinariamente o promueve discusiones
consensuales; sus desarrollos conservan líneas propias, muy diferentes en
medio de las convergencias, y cuya originalidad y vigencia son muestras
de la riqueza propia de la apertura filosófica y la revitalización del saber
que emprendieron estas teorías bajo la consigna de pensar de nuevo, pensar
diferente. En resumen, se trata de un horizonte signado por los diferendos
y la complejidad en los saberes, que no sólo replantea el papel del intelec-
tual en la sociedad y abre nuevos caminos al someter a crítica al estruc-
turalismo y a las filosofías de sistema, sino que constituye el antecedente
más inmediato y envolvente de la actualidad.

152
La subjetividad procesual del conocimiento en Hume es tratada por Deleuze en Empirismo y subjetividad
(2002a); especialmente en la parte 5 de Diferencia y repetición (2002b), vuelve sobre los temas de la individuación y
lo sensible. Por su parte, Michel Serres dedica su bello libro Los cinco sentidos (2002) a una exaltación del sensorium
empirista como disposición fundamental e ineludible para el saber.

197
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

A pesar de romper con el “idealismo” estructural, y tomar distancias de


la categoría de sistema y de los demás conceptos aludidos, se observa en las
filosofías del deseo o de la diferencia una excepcional e insistente valoración
hacia uno de los postulados del estructuralismo: se trata de la destitución del
sujeto y la conciencia como condición para pensar de nuevo. En efecto, un
rasgo mayor del pensamiento postestructuralista se muestra precisamente en
su cuestionamiento radical hacia todo pensamiento de sistema poseedor de
un núcleo inteligible con valor universal, como era el sujeto.

génesis estructural del lenguaje y alteridad

Entre los numerosos ejemplos de aplicaciones estructuralistas en todos


los campos de las disciplinas sociales, merecen especial atención los análisis
de Lévi-Strauss. Su obra entera abunda en el uso de modelos estructurales
para interpretar galaxias superpuestas de relaciones simbólicas y sociales que
obedecerían a leyes y conexiones lógicas inconscientes en amplios conjuntos
etnográficos. Como se ha visto, allí cobran relevancia sus minuciosas exposi-
ciones sobre el mito, las relaciones de parentesco y la regla de la “prohibición
del incesto” como arquetipo del intercambio y la reciprocidad, al igual que
sus correspondencias con dinámicas de pertenencia familiar y cultural, soli-
daridad entre clanes, suspensión de la beligerancia, etc. El carácter anónimo
de las narraciones míticas, sumado a su autonomía formal y a la isonomía
subyacente y metasubjetiva donde se inscriben, condujeron a Lévi-Strauss
a insistir en esa consustancial circularidad del significado como propiedad
esencial de este tipo de narraciones, hasta llegar a formular una de sus tesis
más impactantes: los mitos se piensan en los hombres y se piensan entre sí;
es decir, los mitos se significan a sí mismos, se remiten a otros mitos, en esa
especie de nebulosa que se extendería en cadenas de relaciones lógicas entre
grupos humanos que comparten territorios etnográficos (Lévi-Strauss, 1994:
229 ss.). Desde un punto de vista formal, la traducibilidad recíproca de los
códigos míticos sería posible porque estos relatos se encontrarían inmersos
en grupos lógicos de transformaciones, inherentes a la estructura arquetípica
universal que representa al “espíritu” humano (“los mitos significan al espíri-
tu”). Para Lévi-Strauss, el mito definitivamente no sería una masa informe
de narraciones caóticas e imaginarias, sino todo lo contrario, una serie de
unidades sólidas (mitemas) u ordenamientos rigurosamente lógico-formales
que ya, desde siempre y en forma anónima, le han conferido significado al
mundo al ofrecerlo ordenado en las axiomáticas que gobernarían sus relacio-
nes conjuntivas.

198
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

En su momento, estas hipótesis de Lévi-Strauss fueron tan fructíferas


como paradójicamente definitivas o cerradas, porque las investigaciones con-
currentes se vieron enfrentadas al imperativo de continuar indagando en los
conjuntos de mitos para alcanzar una confirmación iterativa de los postula-
dos de Lévi-Strauss −inscritos en el campo de la traducción matemática de
correspondencias simbólicas y lógicas−, bajo la impronta de sus originales
y casi infranqueables representaciones conceptuales de estructura. En cual-
quier caso, se anticipaba que nada nuevo se vería bajo el sol.

Horizonte prelingüístico y formalización


Pero existe una clase de mitos que tiene que ver con la génesis del lenguaje y
que nos interesa particularmente por su valor como recurso distintivo único
para acceder a las condiciones primarias de preformación del sentido en el
campo social. A nuestros ojos, el valor de este tipo de mitos sobre el surgi-
miento ancestral de la palabra no reside en que ofrezcan sentido al origen (no
compartimos esa preocupación), sino en la importancia de su localización
tan ejemplarmente intersticial, pues al situarse en el umbral o la bisagra entre
el silencio primigenio (lo prelingüístico) y el surgimiento de la luz de la palabra
(los signos primariamente denominativos), revelan la naturaleza de una ins-
tancia que no por intuida en el mito resulta menos concluyente en la vida,
y que tiene poco que ver con el origen: consiste en el poder del nombrar, el
extraordinario presentimiento sobre la potencia del verbo como instrumen-
to de ordenamiento y control. Por lo demás, este tipo de mitos conforma
otra topología excepcional donde el lenguaje funda en sí mismo, y para sí, la
aspiración apodíctica de su propia eficacia. Pero en una dislocación conco-
mitante, en los escenarios de la antigüedad más remota se observan curiosas
coexistencias con ese poder nominativo subyacente en el mito, cargadas con
potencias asignificantes insólitas, que a su vez lo destituyen o lo conducen
a experimentar sorprendentes desarticulaciones. Como si la revelación del
poder de la palabra desde el nivel de sus funciones ordenadoras en el plano
mítico, se desdoblara o necesitara rescindirse desde una potencia catastrófica
y contraria de destitución de ese mismo poder. Con esta primera hipótesis, in-
tentaremos situarnos en ese umbral para observar tanto el papel prescriptivo
de la lengua como las alteridades que concurren en la desarticulación de los
signos. Por tanto, nuestro interés se dirige a observar dos contextos analíti-
cos que no aspiran a ejemplificar estructuralismos o postestructuralismos; se
trataría más bien de situar dos horizontes interrogativos en los que algunas de las
formulaciones expuestas encuentran ecos y aspiran a despertar inquietudes
más que a resolver dificultades. En otras palabras, en las siguientes páginas

199
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

abordaremos análisis expresa y voluntariamente diferenciales sobre los dos


campos de problemas observados en nuestro recorrido.
Primero, lo que se puede inscribir en una génesis del lenguaje en el mito
(¿cómo responden algunas narraciones míticas a la pregunta sobre la natu-
raleza del acto primordial de nombrar?), mediante el examen de un antiguo
relato babilónico que hemos podido reconocer y seguir en su desarrollo
discursivo. Se observará que, en este primer análisis, la pregunta por el or-
den y la distribución de elementos en el mito se atiene a una orientación
que busca delimitar atributos de los objetos y sus relaciones de sentido en
el conjunto cerrado de la narración (gesto común a los análisis estructura-
les), pero en nuestra lectura tratamos de conservar la perspectiva residual
de un tránsito del silencio a la palabra que, si bien llega a rozar el problema del
origen, lo hace más desde los efectos políticos que tales relaciones le confieren
a la vida social.
En segundo lugar, nos interesa mostrar un fenómeno inscrito en tres
religiosidades antiguas que contrasta fuertemente con esa génesis en el
mito, y que se podría concebir como una aproximación a lo que, a falta
de otro nombre, hemos llamado teoría de la alteridad en los signos (¿por qué
y cómo se destituye o se trastorna ese esencial sentido ordenador del
nombrar en otras prácticas sagradas de la palabra?), a través de tres fasci-
nantes figuras históricas que encarnaron la vivencia de una singular misti-
ficación del lenguaje. Si el primer análisis permite observar relaciones de
distribución y oposición como una puesta en orden del mundo, dada bajo un
compromiso mítico-político del nombrar como poder y de la ritualidad
como aspiración a conservarlo, el segundo análisis apunta a mostrar una
sorprendente voluntad desconstructiva que puede coexistir en diversas
formas de perturbación de la lengua, relaciones que un examen estructural no
consideraría abordar en razón de su naturaleza irreductible a esquemas
lógicos explicativos.

Un convidado de piedra
Podría preguntarse si no resulta prudente circunscribir la argumentación
sobre el papel ordenador del verbo exclusivamente al terreno mítico, y reser-
var la desarticulación del lenguaje al campo religioso. Pero observamos que
esa distribución no resulta adecuada, primero porque pese a la frecuencia
enunciativa de ese poder del nombramiento originario en numerosos mitos, y
a la indudable recurrencia de la destitución de la palabra en diversas prácticas
religiosas, también se presentan pliegues mutuos que desbaratan ese intento
clasificatorio, como tendremos ocasión de mostrarlo. En segundo lugar, ocu-

200
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

rre que las relaciones antagónicas entre el poder ordenador del nombrar y la
destitución de la palabra rompen las barreras frágiles y estrechas del mito y
la religión; pero lo que es más importante, abren una dimensión en la que se
juega más bien la oposición arquetípica entre orden y alteridad. La reveladora
plenitud simbólica y el carácter casi entitativo de esta última relación resultan
más ricos y sugestivos, porque nos conducen a preguntarnos por su ignorado
cumplimiento tanto en el lenguaje como en lo social, a indagar en las condi-
ciones históricas que puedan mostrar cómo se subordina la lengua al papel
de médium compositivo de subjetivación, y a examinar los singulares juegos y
divergencias de signos que pueden comparecer en las encrucijadas de la alte-
ridad del sentido. Pero este punto también nos despierta una pregunta sobre
la incomprensible renuencia del análisis estructural para aplicarse específica-
mente a la enorme riqueza de los signos religiosos −hasta donde sabemos,
con la única excepción de Dumézil, quien circunscribe sus investigaciones a
las antiguas tradiciones míticas indoeuropeas. ¿Los juegos simbólicos de la
ritualidad, las concepciones de lo sagrado y las prácticas religiosas en general
escapaban a las estructuras? Hasta donde hemos podido observar, no se pro-
dujeron interrogaciones ni interpretaciones estructuralistas que consideraran
los hechos religiosos de Occidente en su debida amplitud, cuando sabemos
que se trata de campos de experiencia individual y social tan inmersos en el
lenguaje como plenos de significado (es decir, considerados como prácticas
semióticas). Nunca se podrá insistir con fuerza suficiente en la importancia y
valor de la naturaleza simbólica que conservan todas las tradiciones religio-
sas. Se ha visto que el interés por hallar una inteligibilidad estructural para
lo humano se proyectó virtualmente en todos los campos de la experiencia
individual y social, pasando por sus manifestaciones más inasibles como el
inconsciente, la experiencia, la percepción, el deseo, el pensamiento mismo,
la escritura y el arte..., pero lo religioso aparece inexplicablemente como un
convidado de piedra en el festín estructuralista de los signos. ¿Debemos creer
que resultaba plenamente legítimo emprender análisis estructurales sobre el
mito (sociedades “primitivas”) mientras los signos religiosos de Occidente se
encontraban en situación de excepción? Porque cuesta mucho aceptar que
los análisis sobre el mito, con todo y sus problemas, no podrían extenderse,
mutatis mutandis, al orden religioso occidental; y de allí puede derivarse fácil-
mente la deducción de un sesgo etnocéntrico en esa forclusión estructuralista
del hecho religioso. No encontramos una respuesta satisfactoria para este
interrogante, pero en el hecho de plantearlo presentimos la comparecencia
de una densidad irreductible a las organizaciones de sistema en un plano tan
vital. Nuestras hipótesis se remitirán exactamente a este campo de problemas.

201
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

emergencia del lenguaje en el mito

El señor de los nombres


Con frecuencia, los mitos más antiguos de las culturas del Oriente Medio re-
latan –como en muchas otras sociedades– el nacimiento del mundo a partir de
un caos en la materia primordial. Esta conocida polaridad originaria (caos-cos-
mos) se prefigura como matriz fundadora del sentido y del lenguaje mismo en
numerosas teogonías, no exclusivamente circunscritas a esa región del mundo
y de la historia. Sin embargo, el relieve concluyente que presenta el lenguaje en
el mito que vamos a examinar, sí podría considerarse como un rasgo particular-
mente propio. El ordenamiento del caos primigenio puede producirse, como
relata el Génesis, a partir de una enunciación divina (Fiat lux)153, y en otros espa-
cios culturales, incluso desde el puro pensamiento o el deseo de las divinidades.
Frente a la eterna preexistencia de la obscuridad y el caos, los dioses ordenan que
se produzca la luz, y la luz emerge, compone y acompaña a la existencia (con-
tigüidad originaria y constante de la ecuación verbo-luz-existencia en los mitos).
El Poema babilónico de la creación154 es un relato ejemplar en la perspectiva de
una génesis excepcional del lenguaje, porque condensa extraordinariamente
la función de una palabra específica (con el valor óntico de un “nombra-
miento originario” del orden del mundo) al interior de las cosmogonías me-
sopotámicas, las cuales habrían ejercido una probable influencia sobre otros
modelos míticos de génesis del orden político y social, en épocas posteriores
y bajo la amplia irradiación que se produjo incluso hasta regiones cultura-
les muy distantes de Babilonia155. El lenguaje, cifrado bajo palabras sagradas,
conjuros y encantamientos, nombres divinos, invocaciones..., constituye un
tejido significante que no sólo confiere al mito un profundo sentido religioso
y político; la palabra es también una especie de poder constituyente de la
misma vida humana.
Desde el inicio de la primera tablilla del poema, cuando “El cielo aún no
había sido nombrado” (Lara Peinado, 1994: I, 1), hasta el epílogo que invita
a la repetición de “la duradera palabra de Marduk” (el “dios de los cincuenta
nombres”) (VII, 159-160), el texto no deja de referirse al lenguaje como dimen-

153
¡Hágase la luz! (Génesis, I, 3). Evocamos también lo que subyace bajo el enunciado: “Y la palabra se hizo
carne…”, Juan I, 1-14.
154
Lara Peinado, Federico (Ed. y trad.). Enuma elish, poema babilónico de la creación, Madrid, Trotta, 1994.
155
Pueden consultarse los exhaustivos estudios de Joseph Campbell, que muestran la fuerza de algunas de estas
irradiaciones: The Masks of God (1962, principalmente los tomos II y III). También puede verse Mircea Eliade:
1999, 1972. Por su parte, Jean-Pierre Vernant abordó el análisis del horizonte mítico griego en una amplia pers-
pectiva espacio-temporal (por ejemplo, el mito hesiódico de las razas), muy reconocida por la tradición analítica
de estos problemas (1983: 21 ss.).

202
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

sión trascendental que ofrece las claves para el ordenamiento del mundo y, a
posteriori, para la fundamentación del poder político. Este poema habría sido
escrito durante el reinado de Nabucodonosor I (1124-1103 a. C.), y luego rees-
crito en numerosas ocasiones, hasta ser redactado definitivamente en las siete
tablillas fragmentadas que hoy se conservan. Los sacerdotes y el déspota de
Mesopotamia lo recitaban anualmente en la fiesta solemne para celebrar el año
nuevo (Zagmut o Akitu), después de que la sociedad experimentara un estado
de caos y desbordamiento erótico durante los últimos días del año anterior.
Mircea Eliade pudo encontrar aquí otra confirmación para su teoría del mito
como intento de actualización del origen sagrado del cosmos (1990 [t. 3], 110
ss.; 1992: passim). Durante la celebración de la llegada del nuevo año (recreación
del mundo), el rey de Babilonia debía recitar fórmulas sagradas que glorificaban
al dios Marduk y buscaban liberar a la regencia de culpas por la desobediencia
de sus preceptos. Efectividad elocutiva de una palabra que, al pronunciarse,
genera por sí sola un reacondicionamiento del orden (palabra-poder), desdibu-
jado por efectos de la inevitable profanación proveniente de la acción humana.
Mediador entre el pueblo y lo divino, el rey tenía la misión de comprometerse
activamente con el verbo, al establecer “los acuerdos” con la palabra de Mar-
duk-Enlil, señor de las tempestades y los vientos. Dependiendo de ese acuerdo
con la palabra divina, el rey se convertía en el principal responsable del creci-
miento de la vida y el aumento de la fertilidad en la sociedad mesopotámica,
disposición que Weber vislumbrara como forma carismática de dominación
política y que Luc de Heusch analizara posteriormente desde los criterios etno-
gráficos de la sacralización del poder156.
En el origen sólo existían Tiamat (potencia femenina asimilada al agua salada del
mar) y Apsu (divinidad masculina personificada por las aguas dulces). De esta pareja
primordial nacieron Lakhmu y Lakhamu (potencias acuáticas), y de ellos Anshar
(encarnación del cielo) y Kishar (divinidad esencialmente terrestre), quienes a su
vez engendran a Anu, padre de Ea, encarnación –este último– de la sabiduría, la
inteligencia y el arte creador. La otra descendencia de Anu, divinidades jóvenes que
producen un “rumor” o “clamor”, perturba el silencio que complace a Tiamat y
Apsu. Disgustado, Apsu se propone destruir a esos dioses jóvenes, pero Ea lo de-
rrota mediante un encantamiento, y se retira al Santuario de los Destinos (Capilla de
las Suertes). Allí, en unión con Damkina engendra a Marduk (originariamente Enlil,
dios de los vientos y del aire, que reside en el intramundo o espacio entre la tierra
y el cielo), poseedor de cuatro ojos y cuatro orejas que lo convierten en potencia

156
Weber (1964: 193 ss. y 328 ss.); Luc de Heusch (2003: 7 ss., 19-20 ss.). Este tópico de la etnografía también ha
sido tratado con especial relevancia por René Girard (1995: 111 ss.), y por Elías Canetti (1983: 409 ss.).

203
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

capaz de percibir lo que otros no ven, y por ello, divinidad sabia que “cuando abre
sus labios hace flamear un fuego” (I, 96). Después de vivir las peripecias que le
otorgarán el poder, Marduk derrota a Tiamat e inicia el ordenamiento del mundo,
al tiempo que decide crear al hombre asignándole desde su mismo origen el destino
de servir a los dioses.
En este breve resumen, el poema no presenta elementos muy diferentes a
los de muchos otros mitos. Sin embargo, es necesario detenerse un poco en el
desarrollo del mito para encontrar las relaciones de lenguaje que –nos parece–
confieren una autenticidad insospechada al poema.

Naturaleza y lenguaje
La tablilla I parte de la denominación de Lakhmu y Lakhamu como pa-
reja originaria, quienes son los primeros en recibir un nombre (I, 10); desde ese
momento, se produce un desencadenamiento de fuerzas que culminará en el
rumor o clamor producido por las divinidades jóvenes: un primer movimiento
del nombrar genera entonces la dislocación del silencio primigenio, que Apsu
busca restablecer. Para cumplir ese propósito, Apsu, en compañía de Mummu
(llamado también sukkallu o mensajero intrigante, cuyo nombre curiosamente
significa “Palabra”), se dirige a Tiamat para convencerla de que reduzca a los
dioses jóvenes a la nada; pero la diosa se resiste. No obstante, los dioses jóvenes
se enteran de los propósitos de Apsu, y Ea concibe un proyecto para derrotar a
Apsu y Mummu, a través de un conjuro (encantamiento) que es recitado después
de aplicar un filtro que conduce a Apsu al reposo157.
Según la versión más tradicional del poema, Anu otorga a Marduk cuatro
vientos −fuerzas neumáticas que queremos ver relacionadas estrechamente
con el lenguaje, en este contexto mítico, como primera dinámica que hace
posible una dimensión denotativa con valor óntico que se manifestará des-
pués de reducir las fuerzas del caos−, y Marduk crea una polvareda que trae
consigo la tempestad, lo cual genera una enorme agitación entre los dioses
originarios (I, 105-110). Es en este momento cuando Tiamat rompe su silen-
cio al ser incitada por los viejos dioses, y se dispone a preparar la gran batalla
cósmica. Todo sucede como si la primera introducción del nombramiento/
movimiento en medio de la quietud primordial se tradujera como “ruido” y
“clamor” perniciosos. Tiamat exalta a su hijo y esposo Kingu, pronunciando
en favor suyo el conjuro que le otorga la potestad de regir el destino de todos
los dioses:

157
No será ésta la única ocasión en que las divinidades utilicen conjuros. Una constante en el poema será la
recurrencia de los encantamientos como arma de guerra privilegiada (Lara Peinado, 1994: I, 153; II, 39 y 99; IV,
61, 71, 92; V, 23, 153; VI, 97, 111, 153-154; VII, 33).

204
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

¡Que tu orden sea irrevocable, que [tu palabra] se realice! (I, 158).

Para los demás dioses aliados decreta otra obligación (destino), que no deja de
relacionarse con el vigor del aliento, una constante significativa en todo el poema
pues siempre se encuentra en juego un poder ligado al soplo vital:

¡Abriendo solamente la boca, [apagad] el fuego!

¡Que vuestro veneno concentrado neutralice la fuerza [superior!] (I, 161-162).

Lamentablemente, no se conservan legibles los enunciados de los versos 60-80


de la tablilla II, pero se puede entrever que al abrir su boca, Ea emite un discurso
que culmina en la justificación del combate contra Tiamat. Ea se dirige a Anshar y
le pregunta:

Quién, pues [se] adelantará contra ella [y la re]ducirá al silencio... (II, 84-85).

En este punto, Anshar propone conjurar mediante un encantamiento a Tiamat,


para calmarla y evitar la batalla (II, 99); pero esta solución se introduce demasiado
tarde (los dioses guardan un profundo silencio), y es en este momento cuando Mar-
duk le propone a Ea convocar la asamblea de los dioses para que le otorguen un
“destino trascendente” (II, 157). Los bandos para la batalla están formados ahora:
Tiamat, Kingu, Khubur (río infernal que “cierra el paso a los hombres”), y los seres
demoníacos engendrados por la primera; contra Ea, Anu y Marduk, quienes con-
forman la trinidad divina que triunfará sobre los viejos dioses.
La tablilla IV exalta en su valor más expresivo el poder de la palabra con-
ferido a Marduk. Cuando el dios es consagrado, se le dice que su mandato
es como el de Anu (infalible), que sus órdenes serán irrevocables y que su
palabra será verdadera y suprema (IV, 4, 7-9, 15). La palabra de Marduk pue-
de conducir a la desaparición de las constelaciones o hacer que reaparezcan
porque posee “eficacia”; se trata de una palabra creadora y plenamente do-
minadora gracias a su capacidad de ordenamiento. Al joven dios elegido se le
encomienda “cortar la garganta a Tiamat” y hacer que los vientos conduzcan
su sangre “a lugares secretos” (IV, 31-32). El dios monta en su carro, llamado
“Tempestad irresistible”, y se dirige velozmente a enfrentar a Tiamat con un
conjuro que tenía en sus labios (IV, 61). La diosa también lo recibe con un
conjuro (pero con sus labios “emite mentiras”), mientras Marduk le reprocha
presentar “externamente buen aire” cuando en realidad planea entablar el
combate (IV, 77-78); la acusa de cometer incesto con Kingu y la reta a entrar

205
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

en batalla. Ante el desafío, Tiamat “lanzó un grito en el paroxismo de su fu-


ror” (IV, 89), agitó sus extremidades y “murmuró entonces sus encantamientos y
no cesó de lanzar sus conjuros” (IV, 91).
Marduk envuelve a Tiamat en su red, y cuando ella abre su boca para devorarlo,
le envía al Viento malo que le impide cerrar los labios, y luego todos los vientos
penetran furiosamente en su vientre, hinchan su cuerpo, y su boca queda desmesu-
radamente abierta (IV, 97-100). Marduk divide el cuerpo de Tiamat en dos mitades,
le arrebata a Kingu la Tablilla de los Destinos y la sella en su pecho. En todo el
poema nunca se descubren los conjuros o encantamientos emitidos por los dioses
en la batalla cósmica, se sabe que es una teomaquia de palabras, ambientada en aires
y vientos, pero cuyos significantes no pueden ser conocidos por nadie.
La tablilla V explica el ordenamiento del mundo realizado por Marduk. Así
se establecen por primera vez la armonía de las constelaciones y estrellas, las mo-
radas de los dioses, la duración del año, la cohesión de los astros y la regularidad
de las estaciones. El movimiento de los días y las rutas del sol y la luna serán el
camino indicado para definir los presagios y pronunciar las sentencias adivinato-
rias. Los dioses expresan entonces uno de los apelativos que recibe Marduk: Lu-
gal-dimmer-ankia, “Rey de los dioses de lo alto y lo bajo” (V, 112), quien en adelante
residirá en Bab-ili, Babilonia, “La Puerta del Dios”. Como potencia “fundadora”
del verbo, Marduk es asociado a una “puerta”, espacio liminal entre los dominios
divino y humano que serán conectados exclusivamente por el lenguaje.
La tablilla VI relata la creación de la humanidad por Marduk. Su designio
fue concebir un prototipo que se encargara de prestar servicios a los dioses,
pero era necesario encontrar sangre divina y Marduk sacrifica a Kingu para
crear al hombre con esa sangre. La parte final de esta tablilla está dedicada a
establecer la residencia de los dioses en Babilonia y a registrar las alabanzas
que deben dirigirse a Marduk. Los dioses juran someterse a los deseos de su
nuevo soberano, a respetar sus conjuros, a invocar su palabra y a proclamar
sus cincuenta nombres para que en el futuro los hombres “no cesen de ala-
barlo” (VI, 136).
La tablilla VII se concentra en la explicación de los cincuenta nombres (o
mejor, “pseudónimos”) de Marduk, Ventus furens en la batalla cósmica pero tam-
bién Aura levis que posteriormente ordena y distribuye la vida en todas sus ma-
nifestaciones: “señor de los cultivos”, creador del grano, por quien crecen los
vegetales; dios sabio, señor de la abundancia, “mantenedor de la purificación”;
dios del “soplo benefactor”, quien “escucha y es benevolente”; aquel que con
su “santo encantamiento ha expulsado todos los males”; “el que hace triunfar la
verdad y [extirpa el lenguaje torcido]”; quien discierne lo falso de lo verdadero, el
que impone silencio al rebelde, frustra los planes de los enemigos y los convierte

206
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

en viento... (VII, 5-44). Dios de la suma inteligencia y la sabiduría, “consejero de


Ea”, organizador de los mandatos y de los consejos, “Casa de las Plegarias”..., su
nombre debe ser recordado por la posteridad; hacia él deben dirigirse los ritos,
para que el sabio los medite y el padre los inculque a sus hijos (VII, 97-105):

Duradera es la palabra (de Marduk), inmutable su orden:

¡Ningún dios puede cambiar aquello que sale de su boca! (VII [Epílogo],
151-152).
Tal es la revelación final y definitiva del poema, para ser enseñada y reci-
tada “pronunciando su nombre”, y para que siempre se salmodie el canto de
Marduk (VII, 159-160).
CAOS

Tlamat (femenina: Apsu (masculino:


agua salada) agua dulce)

SILENCIO INMANENTE
NATURALEZA

PRIMER
Kingu (incesto NOMBRE
primordial)

Lakhum (potencia Lakhamu (potencia


acuática) acuática)

Anu
RUIDO DE
DIOSES JÓVENES
Ea Damkiina

Marduk-Enlil
PALABRA ORDENADORA (Señor del Aire)
(VIENTO-LENGUAJE-
TRASCENDENCIA)
Hombres (lenguaje)

COSMOS
(Babilonia)
207
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

El juego de las oposiciones


En el diagrama se pueden observar mejor varias asociaciones de tipo con-
juntivo o adversativo:
• Entre la oposición central y originaria “Caos-Cosmos”, se contempla
el nacimiento de la palabra y su paso por la transitividad “silencio-rui-
do-lenguaje”.
• Otro eje transicional está dado bajo las relaciones aire-nombres-lengua-
je-poder.
• Se podría trazar una línea divisoria en la mitad del Diagrama (hasta el
nacimiento del Cielo y la Tierra), cuya primera parte corresponde a lo
acuático y la segunda a las interacciones aire-lenguaje.
• Los cuatro elementos158 se encuentran incluidos en las relaciones en-
tre las divinidades, donde el “aire”, como sustrato material de la voz,
triunfa sobre las fuerzas acuáticas del origen: la oposición agua (Tia-
mat) y aire (Marduk) constituye uno de los grandes núcleos dramáti-
cos del poema.
• Hay una oposición masculino-femenino entre los dioses originarios
(Tiamat-Apsu), correlativa a la oposición Cielo-Tierra en los descen-
dientes (Anshar-Kishar). La primera oposición también engloba al
agua salada (femenina) y a la dulce (masculina).
• El caos se asocia con el dominio de las aguas y del silencio, bajo la
opacidad inmanente de la naturaleza primordial.
• El cosmos está vinculado con el peso ordenador y trascendente de la
palabra de Marduk y con la posterior fundación de la ciudad.
• Si Tiamat es una potencia femenina ligada al orden primario de lo acuá-
tico (está acompañada por “monstruos”), Marduk se le opone como
fuerza masculina celeste vinculada con divinidades diestras en el uso
del lenguaje (conjuros).
• Del mismo modo, Tiamat aparece como una divinidad nefasta, mien-
tras Marduk está investido de un poder generador de la vida y protec-
tor de la humanidad.
• Tiamat funda su poder en la fuerza bruta y la furia (el grito), mientras
Marduk opera desde las condiciones de la estrategia.
• La inmanencia del caos originario se opone a la trascendencia del
lenguaje ordenador. El binomio irracional e incestuoso Tiamat-Kingu

158
El poema presenta dos referencias al fuego: cuando Marduk “abre sus labios hace flamear un fuego” (I, 96),
y cuando los viejos dioses quieren “apagar ese fuego” (I, 161-162). Así, el aire y el fuego se muestran tan empa-
rentados opositivamente como el agua y la tierra.

208
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

es derrotado por el binomio Ea-Marduk, que encarna la inteligencia y


el lenguaje.
• Los dioses “jóvenes” componen una trinidad victoriosa (Anu-Ea-Mar-
duk) sobre el triángulo de las potencias “viejas” y originarias (Tiamat-Kin-
gu-Khubur)159.
• El mito registra una batalla “menor” inicial, entre Apsu y Mummu
contra Ea; después vendrá la gran batalla cósmica entre los dos trián-
gulos mencionados.
• Se constata otra polaridad entre, por una parte, la ausencia originaria
del nombramiento de las cosas (silencio), y por otra parte, una ple-
nitud victoriosa de la palabra bajo la reiteración de los nombres de
Marduk (repetición).
• El lenguaje divino pertenece al orden del conjuro (magia), mientras el
lenguaje humano es subsidiario de la conformidad con el rito (políti-
ca). A los dioses les está reservada la “alabanza” y a los hombres los
“acuerdos” con lo divino.
• Se puede trazar otra línea de distribución o repartición vertical del
poder, que pasa por las relaciones de soberanía “Marduk-Rey de Ba-
bilonia-Hombres”.
• El poema no permite conocer el contenido preciso de los “conjuros”,
pero se sabe cuál es la naturaleza exacta de los “acuerdos”.
• Los cincuenta nombres de Marduk no revelan su verdadero nombre sino
sus epifanías; la naturaleza parece congregar la potencia fundadora y
generadora de Marduk en las “alabanzas” que le ofrecen los hombres.
• El dios Kingu aparece en relación de “desplazamiento” incestuoso
con la descendencia restante (es hijo y esposo de Tiamat). Se trata
de una figura móvil, que participa en todo el desarrollo del relato y
cuya “inadecuación” en el orden distributivo se resuelve, bajo una
correspondencia simbólica, con su asesinato y el uso de su sangre
(precisamente su sangre) como materia para la creación de los seres
humanos por Marduk.
• El hombre es producto de un residuo incongruente, resultado de una
alteridad emparentada con la evidente impropiedad del lugar de Kin-
gu en el orden de las cosas; de ahí que el destino humano sea “alabar”
el surgimiento del nuevo orden divino después de someterse a él.

159
Tanto Apsu como Mummu (“Palabra”) pierden protagonismo luego de su derrota ante Ea. Por su parte,
Khubur (río infernal), que aparece vinculado con Tiamat al inicio de la batalla final, no vuelve a ser nombrado en
los fragmentos que se conservan del poema.

209
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

• La escena originaria Caos-Cosmos se repite ritualmente en las fiestas


de fin de año, cuando en un gesto equivalente al de Marduk y su fun-
dación del orden cósmico, el rey recita las fórmulas que reordenarán
el caos social. Este arquetipo de la organización cósmica y social de-
muestra con fuerza la coexistencia del poder y el ejercicio de la pala-
bra en las formaciones culturales más ancestrales.

Desde un punto de vista estructural, se podrían establecer las series de co-


rrespondencias y diferencias –en muchos mitos como éste– bajo un esquema
o modelo (por ejemplo arborescente) y mediante su traducción simbólica a
valores que permitan fijar y seguir las leyes que rigen sus respectivas combi-
natorias. Pero principalmente, se tendría que localizar y evaluar un conjunto
amplio de mitos en los cuales pueda verificarse el cumplimiento de esos es-
quemas, sus series de variantes y su articulación con las lógicas subyacentes
a tales representaciones; en una frase, sería necesario agrupar conjuntos de
mitos basados en versiones que incluyan las oposiciones agua-aire o relacio-
nes originarias entre el caos y el lenguaje, la naturaleza y la cultura, los zoe-
mas y sus datos frente a las clasificaciones y sus tablas de desciframiento…
(Lévi-Strauss, 1986: 59 ss.). Al emprender ese trabajo, se podrían aislar por
ejemplo las relaciones observadas aquí entre cuatro o más términos (Mar-
duk como potencia cuaternaria), tres términos (las triadas guerreras divinas),
respecto a las de dos términos (las oposiciones masculino-femenino/bien-
mal/inmanencia-trascendencia…, o bien a las alianzas binarias entre dioses:
Ea-Marduk/Tiamat-Kingu…), y establecer si sus equivalencias se cumplen
en otros mitos; también se podrían determinar los valores de permanencia y
cambio, enunciación o silencio, somáticos o mentales, de filiación y alianza,
vida y muerte, paz y guerra… entre los dioses; sería posible definir y enumerar
más categorías, y formular vectores de significación desde atributos naturales
(elementos), o culturales, teratológicos, sexuales, lingüísticos…; se podrían
comparar correlaciones simbólicas con otros mitos y descomponer funciones
de significado desde un nivel fonético hasta un estrato cultural; también sería
posible ordenar y clasificar unidades discursivas o disposiciones secuencia-
les de mitemas y sus relaciones predicativas; en fin, se podrían delimitar los
intervalos o las repeticiones bajo juegos de sucesión, analogía, permutación,
combinación, homología, simetría, inversión, transformación…
Tal investigación demanda un amplio análisis comparativo y tipológico
de mitos, incluyendo su clasificación en conjuntos estructurados. Se puede
anticipar que, en efecto, son muchos los mitos que comparten este tipo de
distribuciones y combinatorias de signos, y también que este esfuerzo puede

210
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

terminar en una extensa nomenclatura clasificatoria y en un juego reiterativo


de oposiciones limitados por las congruencias matemáticas de la semejanza
estructural: inventario y redundancia taxativa que sólo contribuirían a verifi-
car instrumentalmente una hipótesis árida en la cual el mito, como afirmaba
Clastres, se muestra en una extraña orfandad donde ha perdido sus enlaces di-
námicos con lo humano. Pero ahora queremos orientar el análisis hacia otras
coordenadas, reteniendo algunos elementos diferenciales del Enuma Elish.

Ascenso de la palabra
Indudablemente, son pocos los mitos que, como el narrado en el Poema babilónico
de la creación, elevan a tal grado la fuerza ordenadora del verbo. El lenguaje, al no dejar
de referirse y modularse progresivamente a sí mismo en el relato, encarna el poder
absoluto de las fuerzas designadoras divinas en el origen del mundo (enunciación
= existencia). Potencia esencialmente aérea, Marduk-Enlil (Señor de los Nombres)
es el vigor pneumático que alcanza una primera formalización del “ruido” primige-
nio, ese balbuceo clamoroso producido por los primeros dinamismos móviles de
la creación. Es allí donde nos parece que la facultad de proferir un lenguaje “para el
cosmos” se convierte en el “destino trascendente” de Marduk (II, 157). Para los se-
res humanos, la única trascendencia posible residirá en la invocación de los apelativos
del dios como naturaleza formalizada, recuperada del caos por el don de la palabra.
En función del surgimiento del lenguaje, se podrían distinguir entonces tres niveles
en el poema, que no dejan de remitirse unos a otros a través de los símbolos que
pueblan el mito:
1. El silencio inmanente originario, que corresponde a la quietud reinante en-
tre las primeras potencias naturales.
2. El “ruido” o “clamor” producido por el balbuceo de los dioses jóvenes,
como primer intento de formalización lingüística.
3. La palabra trascendente de Marduk-Enlil, como perfeccionamiento de la
capacidad del verbo para ordenar el mundo natural, crear al hombre y con-
cederle un lugar (el orden político).

A partir de las relaciones entre estos niveles, en una primera hipótesis se po-
dría afirmar que el triunfo del lenguaje-trascendencia constituye el relevo mítico
de los viejos dioses de la naturaleza (inmanencia): tránsito naturaleza-cultura
vía supresión del incesto originario. Y ese paso demanda una batalla cósmica (y
eminentemente lingüística) que culmina en la implantación de la ciudad como
centro religioso y político. Los viejos dioses de la inmanencia (Tiamat, Apsu,
Kingu, y los seres monstruosos engendrados por la Tierra: dragones gigantes,

211
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

leviatanes, hidras, monstruos marinos, leones colosales, perros furiosos, hom-


bres-peces, hombres-escorpiones...) (III, 30-35), se enfrentan contra las divini-
dades de la trascendencia (Marduk-Ea-Anu), promotoras de un nuevo orden
que deberá cumplirse en la consagrada Babilonia. En su inútil intento por re-
cobrar la quietud primordial, las divinidades originarias serán devueltas definiti-
vamente al silencio de la muerte y el olvido. Esos dioses reclamaban el silencio
porque pretendían perseverar en una existencia sin lenguaje, cuya alteración se
manifiesta negativamente bajo ese “ruido” que perturba el reposo eterno de la
naturaleza replegada en sí misma.
Desde una segunda hipótesis, se podría sostener que Marduk-Enlil, di-
vinidad de las tormentas, personificaría simbólicamente lo que hace posible la
voz, sustrato denotativo que ocupa cosmogónicamente un lugar intermedio
donde no hay silencio pero tampoco existe la plegaria: dominio del entre-ser,
de la virtualidad prelingüística, este dios está destinado a hacer “estallar” el
lenguaje y llevar a término el triunfo de la trascendencia en esa teomaquia
verbal. En adelante, el lenguaje será –como Marduk respecto de la natura-
leza– la garantía del orden religioso y político (recitación de fórmulas por el
rey), como si este dominio mágico sobre el lenguaje anticipara la encarnación
misteriosa de una forma protohistórica del poder político y su desdoblamien-
to hacia la conformación del Estado. Esta sociedad babilónica corresponde
puntualmente a una máquina despótica-bárbara (Deleuze-Guattari), que se
distingue por la fluencia de las energías sociales en la propia representación
corporeizada del tirano, pues alrededor de su figura se instauran dispositivos
de control que conjugan signos y grupos sociales al sobrecodificarlos en esa
instancia política conectada con lo divino (reorganización de los regímenes
de signos, circulación estratégica de significantes de muerte, producción de
chivos expiatorios…). En el desdoblamiento simbólico de la repetición re-
creativa de las fórmulas por el rey, la máquina despótica de Babilonia aparece
como el sustrato arcaico que hará del ejercicio de la soberanía una función
mediada por el lenguaje y sus mecanismos de captura: sacerdotes-juristas pro-
motores de pactos y alianzas (Dumézil), construcción semiótica y producción
paranoide de chivos expiatorios en sus líneas de fuga al desierto, máquinas
de rostridad, violencia guerrera amparada en la ley (reducción de la máquina
de guerra al Estado), instauración de la deuda en la circularidad de los signos,
significancia e interpretosis..., según las tesis de Deleuze-Guattari (1974: 199
ss.; 1988: 117 ss., 359 ss. y 433 ss.).
Es probable que Grecia haya recibido una herencia babilónica que permita expli-
car sus convergencias sobre la polaridad constitutiva de sus órdenes políticos (las po-
lis y las tiranías); quizás la costumbre tan extendida de defender a ultranza una pureza

212
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

y originalidad griegas continúe representando el mayor impedimento para observar


numerosas continuidades y discontinuidades con Oriente. ¿El alma-soplo judía
(nefesh) y griega (pneuma), encontrarían el origen de su sacralidad constitutiva desde
esa relación con el lenguaje, tal como se observa en el Enuma elish? La sánscrita atman
y el ánima latina también se encuentran emparentadas con el concepto de “soplo
vital”; pero no podemos extendernos aquí en el análisis sobre esas concepciones,
que posiblemente compartan un origen similar. Con todo, de esa impronta queda
una firme tradición que, previo transcurso por el orfismo y el pitagorismo, confiere
a la psyche griega, “aliento divino”, la vocación para ser iluminada por el resplandor
del logos, mientras las fuerzas prelingüísticas parecen ceder su espacio a la profecía
o al delirio.
En la búsqueda de una correlación lingüística para el referente aire en la antigüe-
dad, Benveniste nos ofrece una relación insólita entre la expresión griega hieros (sa-
grado) y el concepto védico isirah (vigor, vivacidad), derivado de la raíz is(i)- (ser vivo,
ardiente, vigoroso) (Benveniste, 1983: 353 y ss). Según Benveniste, isirah remite a lo
que se predica de algunas divinidades, de ciertos personajes míticos o a lo que impli-
can ciertas nociones religiosas, pero siempre vinculadas al concepto de vigor. Suele
añadirse al nombre del viento (isiro vatah: el viento rápido o agitado), pero también
se aplica a los caballos impetuosos, al bailarín ágil, a los estandartes agitados (por el
viento), a la voz potente, a los carros veloces, a los ejércitos fuertes y al acto sacri-
ficial, que extrae la vida que se agita bajo el golpe de la muerte (Benveniste, 1983:
353-354). Curiosa raíz de lo sagrado, que en lugar de remitir al aura de bondad divina
que se acepta generalmente, alude en su génesis al terror y pánico que concurren en
su fundación sangrienta y mortal. Esa “respiración”, soplo vital emparentado con
lo divino (Marduk), deberá recibir la veneración de la humanidad como “materia”
sagrada que preside la composición del canto o el ensalmo. Máquina primaria de
enunciación, la génesis del lenguaje como fuerza ordenadora a nivel mítico, pasaría
por un forzamiento del campo inmanente del silencio para convertirse en ese “ves-
tigio de las tormentas” que es la palabra. Allí la herencia política del verbo legislador
que –desdoblado en ritual– dominará la existencia social bajo el mismo principio de
soberanía absoluta y sentencia mortal que subyace en el mito.

teoría de la alteridad en los signos

La “estructuración” de la génesis del lenguaje en el mito encontraría su


contraparte en la “destitución” o “desarticulación” de la palabra. ¿Si el len-
guaje es mundo construido, qué convierte en necesaria su reducción o disolu-
ción? ¿Qué pasa con lo que queda fuera de la lengua? ¿Por qué se observa una
reiterada necesidad de transgredir o “retorcer” el lenguaje en tantas condiciones

213
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

estéticas, semióticas o religiosas?160 Son muy numerosos los estados inesta-


bles y metaestables de suspensión de las cadenas significantes que, natural-
mente, escapan a las organizaciones de estructura y son remitidos al universo
de una alteridad impensable. A pesar de todo, creemos que esa situación no los
priva de la posibilidad de revelar condiciones de sentido que merecen ser
pensadas. Desde la perspectiva de lo que Guattari llamó “heterogeneidades
de subjetivación” (vehiculizaciones de sistemas propios de modelización de la
subjetividad a partir de puntos particulares de referencia cognitiva)161se puede
considerar el sentido de algunas prácticas de alteridad por fuera de las estruc-
turaciones reguladoras y sus axiomáticas de recodificación.
¿Qué era exactamente aquello que desbordaba a los análisis estructuralis-
tas y que tantos detractores esgrimieron para socavar sus pretensiones? Esta
pregunta es en extremo pertinente, porque es sencillo comprobar que los
mitos o los relatos son perfectos campos de aplicación del análisis estructu-
ral (el mito es fácilmente “objetivable” en la lengua porque siempre es una
“protolengua”). Ahora no creemos que lo que resultaba realmente inconmen-
surable para el estructuralismo radicara simplemente en una difusa “particu-
laridad” de lo humano, pues no hay que olvidar que su entusiasmo reductor
logró penetrar −con discutible éxito, por cierto−, aquella dimensión y sus
más recónditos plegamientos de subjetividad. Nos parece que precisamente
no existirían prácticas lingüísticas más indicadas que las grandes “rupturas
del lenguaje” para determinar y observar lo que el estructuralismo no podía
abarcar ni reducir; valga decir, lo inexistente, lo que se encontraba fuera del
sistema o se resistía a ser incluido allí. Porque cuando el deseo es analiza-
do por fuera de sus codificaciones estructurales, resulta posible entrever la
composición de universos autopoiéticos de subjetivación que, con demasiada
frecuencia, suelen ser “cargados” negativamente por los fáciles recursos de la
semiotización patológica162.
Desde la sinécdoque y los demás tropos, el lenguaje posee sutiles recursos
prometeicos para ocultar, diferir o hurtar algo al significado sin dejar de refe-
rirse a sí mismo: las esencias desconocidas de los nombres divinos (Cábala),

160
A propósito de este problema, Marcel Detienne sostuvo: “Para descubrir el horizonte completo de los valores
simbólicos de una sociedad, es necesario también hacer el mapa de sus transgresiones, examinar las desviaciones,
señalar los fenómenos de rechazo y repulsa, circunscribir las desembocaduras de silencio que se abren sobre
lo implícito y sobre el saber subyacente”. Cf. La muerte de Dioniso (1982: 76). Por su parte, Georges Lapassade
contempla los efectos socioculturales de varias rupturas con el lenguaje en Les rites de possession (1997). También
pueden verse los análisis de Georges Bataille sobre la transgresión en El erotismo (1979).
161
Guattari, 1996: 14 ss.; problemas y tesis que expone con más detalle en Cartografías esquizoanalíticas (2000).
162
Una de las más lúcidas investigaciones en antropología de lo anómalo, que supera con ricos resultados esas
semiotizaciones, es el trabajo Masa y poder (1983) de Elías Canetti.

214
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

las “funciones mágicas” del verbo, los disfraces culturales del nombre propio
o los eufemismos para designar el mal, la enfermedad o la muerte, tienen to-
dos una larga historia en la herencia simbólica. Al retornar permanentemente
a la nostalgia (tan viva en innumerables tradiciones culturales) del contacto
con el sentido de los nombres originarios, perdido o gastado a merced de las
potencias “nefastas” del uso y el tiempo, en términos del platonismo los seres
humanos habrían quedado condenados a seguir los ecos borrosos de las pa-
labras originarias163. Pero al mismo tiempo, en una tendencia contraria a esa
añoranza, se observa la recurrencia de despliegues de subjetividad alterada en
todas las culturas, que parecen abrir espacios indispensables para una especie
de bifurcaciones existenciales plenas de flujos fragmentarios y rupturas del
sentido. Allí parece residir la auténtica entropía del sistema significante de la
lengua. Existen muchos estados de alteridad significante, en la destitución de
la voz, que no terminan en su ocultamiento o su diferimiento, sino precisa-
mente en su voluntaria y radical desarticulación. Se trataría de acontecimien-
tos portadores de regímenes de signos que catalizan polifonías desterritoriali-
zadas pero potencialmente constructoras de subjetividad (Guattari). A partir
del mismo elemento aire –objeto central en el Enuma Elish– intentaremos
observar cómo se desterritorializa esa superficie de inscripción elocucionaria
en las condiciones de una alteridad de la palabra, donde tres máquinas se-
mióticas (hablar en lenguas, delirar y trastocar el sentido) revelan acontecimientos
incorporales irreductibles a una estructuración.

Fugas del lenguaje


Las pitonisas griegas164, los antiguos profetas judíos y algunos tipos de
magos grecolatinos y medievales podrían concebirse como auténticos seres
del lenguaje, pero especialmente de su disolución: encarnaron una relación pri-
vilegiada con la palabra, que revistió características especiales por conducir la
enunciación hacia un singular espacio de pérdida de significado o desarticu-
lación lingüística, por así llamarla. Estos tres personajes históricos se relacio-
naron intensamente con regímenes específicos de signos, pero curiosamente,
de manera negativa, porque en un momento preciso necesitaron imperiosa-
mente desconstruirlos o bien fueron conducidos hasta un particular desequili-
brio en su relación con esas semióticas. Evidentemente, se constata allí –pero

163
Tema del diálogo Cratilo, de Platón, donde prolonga la preocupación “mítica” sobre el origen del lenguaje y
el nombramiento divino, a los cuales ofrece una respuesta que eleva la relación lenguaje-mundo hasta sus condi-
ciones más idealistas (el legislador) (Platón, 1979b: especialmente 389a, 400a y 426c).
164
“El señor cuyo oráculo está en Delfos ni habla ni oculta nada, sino que se manifiesta por señales”. Heráclito
de Éfeso, 247 (en Kirk, G. S. y E. Raven, 1974: 298).

215
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

también en otras prácticas religiosas– un estado crítico de disolución del len-


guaje que, no obstante, nos revela algo: así como existiría una ontogénesis del
lenguaje, algunos estados alterados de percepción y expresión pasarían por
el imperativo de desconstruir o subvertir el orden proposicional mediante
diversos agenciamientos heterogéneos de enunciación165.
Desde varias concepciones míticas o religiosas, se puede constatar que
el tema de una originaria ausencia (o separación) del lenguaje respecto del
“cuerpo de la Tierra” se presenta como preocupación esencial, pero en los
casos de la pitonisa griega, el profeta judío y el mago pneumático, esa condición de
distanciamiento del mundo-lenguaje reviste características bastante singula-
res, que revelan inquietantes devenires al interior de esas prácticas alucinadas.
Si se acepta que las semióticas pueden contemplar la producción de regímenes
de signos como manifestaciones de diversos modos de ser del lenguaje (que no
se agotan en los sujetos ni en las lenguas o las estructuras), hay que observar
que presentan agenciamientos de enunciación que desbordan las categorías
puramente lingüísticas y deben explicarse mediante condiciones de produc-
ción radicalmente alopáticas, o en todo caso diferenciales, de los signos (De-
leuze-Guattari, 1988: 143). ¿Qué clase de ergon podría reconocerse en el paso
por ese “repliegue delirante” del lenguaje? ¿Cuál era el “desierto” al que se
conducía a la palabra en estos trances? ¿Cuál era el sentido de esa disolución
y de esa entrega?
Se podría recordar que existieron otros individuos en el mundo an-
tiguo que se relacionaron con la palabra en forma igualmente dramática
(rapsodas, anacoretas, adivinos, “chamanes”, místicos, hechiceras...); sin
embargo, quizá ninguno como aquéllos alcanzó ese grado único de inade-
cuación lingüística al que queremos aproximarnos. La brujería grecolatina,
por ejemplo, tan estrechamente emparentada con el aire, representa un
fenómeno muy próximo a las cuestiones que nos ocupan. La hechicera
parecía disputar el espacio aéreo a los ángeles, pero el éter no dejaba
de pertenecer a lo divino. Las brujas son acusadas de dominar peligro-
samente el mundo de lo etéreo, con un supuesto poder para alterar las
potencias neumáticas que se pensaba intervenían en la estimulación del
pene, o “volar”, alterar el clima, dañar las cosechas... En relación con el
lenguaje, se las acusa de tener la capacidad de “retorcer” la lengua, realizar

165
Deleuze-Guattari, 1988: 117 ss. Estos autores extienden y problematizan las concepciones pragmáticas en
cuatro grandes componentes: generativos, transformacionales, diagramáticos y maquínicos (pp. 148 ss.); estos
últimos presentan dinamismos relacionales entre contenido y expresión (Hjelmslev) que se orientan por una
parte hacia las estratificaciones (coagulaciones del cuerpo lleno de la Tierra) y por otra parte hacia el plano de
consistencia (individuaciones). En cuanto a los “agenciamientos”, los autores plantean que pueden englobar
territorialidades compuestas por fragmentos de descodificación de toda clase. Véanse también, pp. 513 ss.

216
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

invocaciones y sortilegios mágicos, abominar del cristianismo… Pero tal


vez la transgresión por excelencia de la bruja haya consistido en la reali-
zación del supuesto contrato diabólico, registro simbólico que mostraba
la forma como la mujer llevaba al lenguaje la entrega de su pneuma (alma).
Parecería que en los procesos inquisitoriales se cumpliera una guerra en-
tre Dios y el Diablo por poseer el soplo espiritual de las almas, donde el
contrato representaría el más execrable secreto de la bruja. La confesión
sobre el contrato habría sido el objetivo primordial de la tortura sobre la
carne de la bruja, pero una vez cumplida la confesión, parecía necesario
reducir ese cuerpo a cenizas, devolver al aire un pneuma purificado por el
fuego. ¿La exclusiva confesión anulaba el contrato? Extraer lenguaje de un
cuerpo parece constituir la perversión más recóndita de la relación que
se establecía allí entre la tortura y lo secreto; y la Inquisición muestra cla-
ramente esa voluntad cuando recibe una palabra desprendida del secreto
e impregnada en el dolor. Por eso la tortura siempre es obliquitas y flexio:
desviación e inflexión. Toda confessio es lenguaje torturado, pero entonces,
¿era realmente el dolor lo que anulaba el contrato? Secreto tiene que ver
con separación (secernere: separar, segregar u ocultar). El secreto estaría
enclavado en la senda del terror al propio lenguaje donde se esconde, y en
el silencio que le sirve como débil envoltura transparente. La tortura tam-
bién separa o desvía el alma de la carne y hasta el cuerpo mismo deviene
lenguaje, cifra residual de una desposesión inferior. Si la bruja poseía un
secreto, la tortura le devolvía en su más intensa crueldad la verdad pro-
funda de todo secreto: su separación obstinada de lo humano, vale decir,
de la lengua (segregatio). Bajo una siniestra dialéctica de la perversión, tal
como el secreto busca persistir en su separación del lenguaje, ¿el alma de
la bruja debía ser separada de su cuerpo a través del dolor? Era tal vez así
como su alma podía encarar la más pura soledad de su secreto y su cuerpo
podía experimentar un enfrentamiento máximo contra el lenguaje.
En otros casos, el místico o el anacoreta también guardaron una relación
privilegiada con la lengua, pero más concretamente, se puede observar que
establecieron una particular relación con el silencio, al abandonar de distintas
maneras y en formas no del todo estables el mundo-lenguaje166. En cambio,
algunos de los fenómenos proféticos, oraculares y mágicos que nos ocupan
habrían pasado por un extraño desdoblamiento de la lengua, pues todos se
caracterizaron por hacerla ingresar en una zona de oscuridad y delirio. El
lenguaje mágico, ritual o en general, sagrado, reviste condiciones especiales

166
Lacarrière (1964); este tema también fue ampliamente investigado por Ioan P. Couliano (1994).

217
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

no compartidas del todo con otras prácticas lingüísticas. Las alusiones al so-
plo celeste, aire o viento primordial, correlativos a lo divino y por tanto, a la
esencia del alma (anemos, psique, atman, ánima, nefesh...), se encuentran en nume-
rosas cosmogonías (africanas, indias, americanas, babilonias, judías, griegas...),
sea como primera irradiación ordenadora del mundo fenoménico o como
esencia trascendente divina (superficie de inscripción de signos al territorio
existencial). Lo cierto es que los valores simbólicos atribuidos al aire presen-
tan evidentes correspondencias religiosas con máquinas celestes: lugar para
la trascendencia, ámbito divino, espacio del Nous, ascensionismo del pen-
samiento… (Bachelard, Durand, Couliano, Jung…), que llegan a producir
múltiples conformaciones de sentido, no exclusivamente politeístas, cuando
convergen en universos semióticos desterritorializados.
El mito del Enuma Elish coincide con preocupaciones religiosas que con-
servan al elemento aire como núcleo explicativo. Pero existe una oposición
muy notable entre aspectos originarios del lenguaje en el relato analizado
(establecimiento del poder de nombrar) y las tres máquinas que, como vere-
mos, se relacionaron singularmente con el balbuceo y el secreto. Se trata de
insólitas “líneas de fuga” del lenguaje (Deleuze) que pasarían por las siguien-
tes coordenadas.

Profetas
Si ha existido un pueblo cuya patria es el lenguaje, habría que referirse
en primer lugar a la sociedad judía. Se sabe que los profetas del judaísmo se
preocuparon por conservar viva una dependencia de la comunidad respecto
a las sustancias de expresión del verbo divino. En efecto, el profeta era aquel
que llevaba la luz de esa palabra a los hombres, para iluminar la desterrito-
rialización judía y marcar el destino del pueblo con un sentido trascendente.
¿Quién es el profeta? Es aquel que enuncia una palabra antes que todos (προ-
φημι: “decir-antes”; “pre-decir”); su voz se encuentra en un dominio casi
metalingüístico, porque recibe la inspiratio divina, el “soplo” sagrado. De ahí
que el profeta se caracterice por ser, en primer lugar, un “inspirado”, aquel
que ha recibido el “hálito de dios”167. Suele representarse al profeta como una
figura esencialmente religiosa, que aparece con frecuencia en el judaísmo y el

167
El islamismo designa con dos términos a los inspirados por lo divino:
a) Rasûl: “Enviado”; se trata de un profeta dirigido por Dios a la humanidad, pero que no entrega el mensaje
divino a todos, porque lo guarda en secreto.
b) Nebi: del hebreo Nabi: “Anunciador”, quien sí transmite una ley y un destino a todos los seres humanos.
De todas maneras, tanto en el judaísmo y como en el islamismo, Nabi es “aquel que anuncia”, “el que habla”, el
“visionario”, hombre de Dios que transmite los mensajes del espíritu.

218
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

islamismo. No aspira al poder político pero en ocasiones puede encontrarse


próximo al soberano o a los sacerdotes (en todo caso, activa permanentemen-
te nuevas relaciones entre el territorio/la desterritorialización y la soberanía).
Se supone que el profeta recibe la palabra a través de los carismas (del griego
χαρις [charis]: “gracia”) divinos. El profeta es la “boca de dios”, pero en eso
radica precisamente su angustia y su conflicto: saber cuál es la palabra divina
y cuál es su propia palabra (polo paranoide: enigma de la “propiedad” sobre
el verbo)168. En muchos casos, el profeta sostiene una lucha interior que se
refleja en lamentos angustiados por su destino ambiguo y difícil169. Pero el
auténtico delirio del profeta quizá residía en otra condición que también tiene
que ver con el lenguaje. La posesión por lo divino se puede cumplir, en este
caso, a través de sueños, visiones, “ruidos”, trances o éxtasis que muestran
siempre un carácter inefable, porque se trata de revelaciones íntimas que se
hurtan al desciframiento, recibidas por medios indecibles. Algunos profetas
judíos, como Oseas “el loco”, se sitúan en posición de mensajeros de Yahveh
y por tanto, a distancia de toda práctica retórica que no se someta a la rigurosa
ética prescrita por Dios. Pero bajo esa ruptura con el mundo se produce un
acontecimiento, se verifica un inquietante fenómeno de alteración transitoria en
la identidad personal del mensajero divino. El profeta recibe la inspiración de
Dios a través de los carismas, dones gratuitos o estados de gracia que deberían
liberarlo de su angustia. Pero el estado de clarividencia, los arrobamientos y
raptos misteriosos (Ezequiel 3, 12) también conducen a un tránsito esquizoi-
de por la “confusión de lenguas” (glosolalia), o lo que más propiamente se
conoció como “hablar en lenguas” (Hechos 2, 8-11; Corintios 2, 4; 12, 1-4; 14,
18...). Este fenómeno ha sido explicado como un entusiasmo (en-theos) causa-
do por el trance de la inspiración en el profeta, que llega a confundirse con la
embriaguez del vino y la extravagancia del furor o de la locura170 .
En el islamismo, la situación difiere un poco en tanto el régimen de signos
proféticos estaría codificado de otro modo: los profetas poseerían un “alma

168
Deleuze-Guattari conciben al profeta más del lado de un régimen pasional postsignificante (sujeto de enun-
ciación sin centro de significancia) que de un régimen significante despótico (rey-dios y circularidad de los
signos): “El profeta no es un sacerdote. El profeta no sabe hablar, Dios le introduce las palabras en la boca:
manducación de la palabra, semifagia de una nueva forma. El profeta, al contrario que el adivino, no interpreta
nada: más que un delirio de idea o de imaginación, tiene un delirio de acción, una relación con Dios pasional y autoritaria,
no despótica y significante; más que aplicar los poderes pasados y presentes, se anticipa y detecta las fuerzas del
futuro” (Deleuze-Guattari, 1988: 128).
169
Isaías exclama: “Guardo en mi interior a Yahvé, pero Él me oculta su rostro” (Cf. Isaías 8, 17); Moisés y
Elías experimentan profundas crisis de fe y angustias que los llevan a lamentarse (Números 11, 11; Revelaciones 19,
4); Ezequiel afirma que “está lleno de amargura y furor” (Ezequiel 3, 14).
170
Platón concibió la profecía como una de las manifestaciones del entusiasmo (en-theos) o “furor” divino. Cf.
Fedro (1979a: 244b).

219
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

desarrollada” y por ello se encontrarían ligados al nivel superior de los ángeles


(malakiyya). Tal condición los haría aptos para entender la “palabra psíquica”
(nafsânî) del discurso divino171. Según Ibn Khaldûn, los profetas serían perso-
nas especiales encargadas de “traducir” sus visiones desde el nivel inteligible
de lo angélico hasta el nivel inferior de los sentidos. Pero lo que el profeta
escucha “es algo semejante a un ruido (dawiyy)”, “palabras confusas de las
cuales extrae ideas”. El profeta vive “estados de ausencia” y de “asfixia” (gha-
tît) (Ibid.), porque al parecer debe despojarse de “su humanidad” (abandonar
transitoriamente su identidad) para recibir las revelaciones, siempre bajo con-
diciones donde también el aire opera como medio transmisor privilegiado.

Sibilas
Oráculo (del gr. ωραω “ver”, “observar”, vertido al latín como oraculorum)
podría traducirse como “respuesta oral”; se trata de una visión divina o de lo
divino, que intenta desdoblarse inútilmente en palabras para los consultantes.
Las revelaciones del dios se producen por medio de la boca de un ser humano
especializado: sibila, médium, sacerdote... Entre los oráculos de la antigüedad,
fueron muy conocidos y utilizados (al tiempo que manipulados) los llamados
oráculos sibilinos, emitidos por las pitonisas griegas que habrían realizado
profecías sorprendentes para el mundo de entonces (especialmente las sibilas
de Eritrea, Delfos y la de Cumas)172. Delfos, lugar del omphalos (“ombligo”
o centro del universo), era un espacio de conexión entre el mundo humano
y el divino; y esa “comunicación” se cumplía a través de la Pitía, especie de
sacerdotisa que interpretaba las respuestas en estado de trance, línea de fuga
inducida por Apolo, quien le habría comunicado visiones a través de ciertas
emanaciones terrenas. Se ha sostenido que probablemente las pitonisas utili-
zaron sustancias alucinógenas, administradas por los sacerdotes, para emitir
sus oráculos.
Este santuario de Apolo era el sitio donde el dios emitía sus exegetai o
decisiones oraculares. El oráculo se nos aparece como un agenciamiento ma-
quínico de enunciación, una especie de circuito con un régimen transitivo de
signos que ponía a circular potencias asignificantes. Los griegos relacionaban
a Delfos con delphys: “matriz”. La gruta o cavidad misteriosa era un stomios,
una sima, pero este término también se aplicaba a la vagina. Era como si Apo-
lo (energía viril) hubiera derrotado a Pitón (fuerza terrena femenina) bajo una

171
Ibn Khaldûn, Al-Muqaddima, discours sur l´Histoire universelle (1967-1968: Lib. I, VI, pp. 146 y ss.). Cf. también
Corán, XXI, 7, 25.
172
“La Sibila lleva más de mil años emitiendo por medio del dios con boca posesa cosas tristes, sin composturas y sin
perfumes”. Heráclito de Éfeso, 248, Fr. 92.

220
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

especie de acto sexual mítico que convertía al oráculo en centro del mundo
y lugar de revelaciones, en este caso apolíneas, de una palabra inhabilitada
definitivamente para ingresar en el registro del logos. El mito narra que Apolo,
culpable por haber derrotado a la serpiente ctónica, intenta restituir su poten-
cia a través de la centralización de la Sibila en su oráculo.
La Pitonisa, inspirada por el dios, profetizaba con palabras ininteligibles a
través de lo que se llamó “delirio pítico” (polo esquizo de descodificación en
una semiótica abstracta), una especie de trance histérico o posesión semejante
a la que operaba Dioniso en sus Bacantes173. Es por esto que, en griego, Sibila
se deriva de σιβυλλιαω, que significa exactamente “chochear”. Así, la Sibila
es “la que chochea”, a quien le fallan las facultades mentales y entre ellas,
especialmente el lenguaje. Platón también señaló que el delirio (maneisa) de la
pitonisa era algo semejante a la inspiración divina provocada por las musas
y al transporte amoroso que producía Afrodita sobre los mortales (Fedro:
243e-245a). En todo caso, el éxtasis alcanzado por la Pitonisa se percibía
como una posesión elocucionaria del dios, que quizás haría de ella más una
fuente de enunciados “transformacionales analógicos”, del tipo droga o em-
briaguez174. Se sabe que la Pitía se sentaba sobre un trípode localizado encima
de una hendidura en el piso (chasma), desde donde se ha supuesto que pudie-
ron surgir esas emanaciones con virtudes enteogénicas175.
En los casos del profeta y la pitonisa, las respectivas colectividades ha-
brían participado activamente en esas conformaciones polifónicas de subje-
tividad. En lo que concierne a las pitonisas, los detallados relatos de Plutarco
nos conducen a confirmar que sus enunciados no habrían obedecido a una
estructura de transmisión de mensajes como patrones precisos de conducta,
(profetas) sino más bien a una cristalización de partículas asignificantes e in-
tensidades no discursivas que debían contribuir a la composición aleatoria de

173
Plutarco, quien fuera sacerdote del oráculo, afirmó que la Pitía ingresaba en un estado de “enajenación y
locura”. Cf. Obras morales y de costumbres (1987: 394-409, pp. 163-202).
174
“Un enunciado transformacional indica más bien cómo una semiótica traduce por su cuenta enunciados pro-
cedentes de otra parte, pero desviándolos, dejando en ellos residuos intransformables, y resistiendo activamente
a la transformación inversa […] En las transformaciones analógicas vemos con frecuencia cómo el sueño, la
droga, la exaltación amorosa, pueden formar expresiones que traducen en presignificantes los regímenes signi-
ficantes o subjetivos que se les quieren imponer, pero a los que resisten imponiéndoles a su vez una segmenta-
riedad y una polivocidad inesperadas”. Deleuze-Guattari (1988: 140).
175
Plutarco (1987: 433e, p. 261). En su Geografía, Estrabón cuenta que debajo del trípode donde se sentaba la
Pitía, existía un agujero en cuyo fondo los sacerdotes del templo “habrían encendido un fuego de hojas de laurel
y otras sustancias estimulantes” (IX, 3, 5). Se sabe que la Pitonisa se sentaba sobre el trípode, hipnotizada y
apática. También se piensa que era necesario que estuviera en el aire para que la incómoda posición le impidiera
dormirse. Respecto a las sustancias enteogénicas usadas en los oráculos, véase Wasson, R. G.; A. Hofmann; C.
A. Ruck, El camino a Eleusis (1980).

221
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

los territorios individuales, y no eran asignables del todo, en tanto sustancias


de expresión metalingüísticas, a las codificaciones fijadas en los registros sig-
nificantes del corpus político.

Magos
Los antiguos magoi intentaron construir una técnica mágica como arte de
emitir palabras que tuvieran el poder para desencadenar actos en favor o
en contra de las leyes naturales. Los mageuma no habrían sido otra cosa que
sortilegios o encantos, es decir, actos especiales de lenguaje cargados de una
misteriosa fuerza transformadora (redundancias de sobrecodificación del sig-
nificante).
San Agustín había construido el árbol de significancia de tres tipos de magia,
que se impuso en la tradición esotérica medieval: la theurgia, la goecia y la mageia en
sentido estricto (1966: X, 9). Afirmaba que la theurgia recurre a los daimones (“de-
monios”, “espíritus”) más sublimes y a los dioses que se encuentran “elevados
más allá de la materia”. La goecia invoca los “demonios” impuros y maléficos,
mientras la mageia podía invocar a los “demonios” materiales e inmateriales. Se-
gún Agustín, cada uno de los “espíritus” o “demonios” (daimones) tenía un nombre
secreto y cuando el mago llegaba a conocer el nombre de un “espíritu”, el acceso
a su potencia era casi ilimitado. En la época, era usual aceptar que el nombre se
identificaba con la esencia de la divinidad, de manera que el espíritu in-vocado
tenía que someterse al arbitrio del mago. Los magos que alcanzaban la pose-
sión del perseguido nombre de un daimon, ingresaban en una extraña polivocidad
voluptuosa, verdadera matematización demente de la sintaxis, pues evitaban a
toda costa escribirlo y también enunciarlo, acudiendo a artificios numéricos y
fonéticos para “pronunciar” esa palabra sin articularla, para denotar esa temible
realidad escondiéndola del lenguaje o cubriéndola con palabras confusas, pero
al mismo tiempo incitándola a manifestarse. Pudor, y también terror, frente a
potencias indomables capaces de alterar el curso del mundo. Consideramos a
este mago como una especie de instancia de manipulación semiótica, traductor
sin semántica, máquina aérea de ipseidad que permanece atada a los segmentos
de significación mayoritaria pero traza una línea de fuga secreta que rompe con
los referentes dominantes para conferirle al verbo una plusvalía de sentido que
lo altera, y de cuya producción deriva un goce y un extraño poder.
Existió una concepción de la magia, conocida como “magia pneumática”,
que remitía directamente a las manipulaciones etéreas176. Desde el punto de

176
Ioan P. Couliano expone una lectura muy completa de la “magia pneumática”, a la cual nos remitimos en
todos los aspectos siguientes que tienen que ver con ese tipo de magos. Cf. Eros y magia en el Renacimiento (1999,
Cap. V).

222
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

vista de la magia más antigua (medos, egipcios...), todo individuo estaría dota-
do de un “cuerpo pneumático”. Esto significaba que al interior del cuerpo, al
igual que en el cosmos, operaban fuerzas basadas principalmente en el aire y
la presión. En la antigüedad grecorromana, el elemento aire es objeto de una
insólita aglomeración de numerosas semióticas subjetivas. Desde los mitos
más antiguos hasta las filosofías renacentistas, constituye una sorprendente
trama de adyacencias semióticas que van desde los compromisos políticos
con la palabra hasta conformaciones enunciativas de tipo místico. Entre todas
estas expresiones, los estoicos acuñaron un concepto que sirvió como núcleo
instrumental para las prácticas de magia pneumática: se trataba del hegemoni-
kon o sintetizador cardíaco (el corazón). Tal como el Sol era el corazón del
mundo, el corazón de los seres humanos funcionaría como una especie de
bomba pneumática (aire psíquico) que animaría a todo el organismo. Pero
el pneuma era para ellos una sustancia universal y eterna, que coexistía en toda
relación entre los seres: simpatía universal inmanente (Couliano, 1999: 159 ss.).
Para emitir los oráculos, los vates también se servían de estímulos ex-
ternos, especialmente de ciertas emanaciones o exhalaciones (anhelitus) de
la tierra, en las que reconocían un pneuma mántico o espíritu adivinatorio.
Entonces, la adivinación en este caso constituiría una habilidad para servirse
de las fugas naturales del pneuma, y los adivinos pneumáticos desarrollaron
técnicas para atraer, nutrir y almacenar el espíritu divino o pneuma cósmico
(Couliano, 1999: 160). Se testifica así el estallido de una polimorfía de líneas
de fuga aéreas que saturan la densidad de los agenciamientos colectivos y, en
tanto actualizan a su modo las erotizaciones oraculares con la tierra practi-
cadas por las pitonisas, abren nuevos universos referenciales con sus propias
materias de expresión asignificante.
Para los estoicos, la relación funcional entre el sintetizador cardíaco y el
pneuma era muy clara: el hegemonikon era una especie de lugar receptor, al cual
eran comunicadas todas las impresiones de los sentidos (Couliano, Loc. cit.).
Según la doctrina estoica, el hegemonikon era el alma misma, a su vez consus-
tancial al alma del mundo. Los estoicos afirmaron que el hegemonikon pro-
ducía unos “fantasmas”, es decir, unas representaciones. La representación
de los objetos sensibles en el sintetizador cardíaco es denominada por los
estoicos phantasia kataleptiké o “representación comprensiva”. Los “fantas-
mas” estaban influidos por el estado del pneuma que los recibía o los conocía.
Por ello, los estoicos plantearon la necesidad de poseer un pneuma limpio, un
“espejo cardíaco bien bruñido” (Epicteto), lo que equivalía a “ser virtuoso”
(Ibid., 160-161). Esta magia también produce, desde los límites del afuera de
la sociedad, una conformidad enunciativa ética para la coexistencia universal.

223
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

Tendencias filosóficas posteriores al estoicismo concibieron la theurgia (magia


alta) como una actividad exclusivamente dirigida a la purificación del alma.
Limpiar el alma, limpiar el corazón, se convierte en una necesidad ética que
se prolonga desde el alto Imperio romano hasta el Renacimiento.
Puesto que el sintetizador cardíaco ofrecía la posibilidad de alcanzar una
comunicación o contacto con el mundo de las potencias divinas, existían
medios para actuar sobre el sintetizador y llamar a las potencias numino-
sas (Couliano, 1999: 162). Es aquí donde interviene la figura de la in-vocatio,
el poner-el-nombre-en-la-boca, que podía alcanzarse a través del empleo de
fórmulas, de sustancias y de diagramas o formas177. Pero lo interesante de tal
búsqueda quizá no resida tanto en las variaciones lingüísticas de proximidad
con esos nombres secretos, sino en las polivalencias maquínicas que establece
con el afuera: materias y energías de desterritorialización que podrían poten-
ciar, como en los casos de Bruno y Ficino, un plano inmanente de erotismo
cósmico.
Para el mago pneumático, había una vida oculta del mundo, existían “cosas
celestes” dotadas de propiedades vitales e intelectuales. La magia pneumática
le permitía al individuo atraer esas potencias celestes (polo de una desterrito-
rialización que crea su propia tierra). En este punto, el aporte de un filósofo
musulmán, Al-Kindi (Couliano, 1999: 171 ss.), nos sitúa sobre la pista de un
fenómeno de índole etérea que influirá notablemente en las teorías sobre la
magia de Ficino (1993) y Bruno (1987). Al-kindi fue autor del tratado De radiis
(Sobre los rayos), donde expone que las correspondencias ocultas en la natura-
leza se pueden explicar a partir de una teoría de las radiaciones universales.
Según el filósofo, cada astro y estrella poseerían una naturaleza propia, que
comunicarían al mundo circundante a través de sus rayos. La influencia de las
radiaciones estelares sobre los objetos terrestres se modifica en función de
los aspectos mutuos que entablan los astros y los objetos entre sí. Pues bien,
a partir de Al-kindi, Marsilio Ficino afirma que esas radiaciones no son exclu-
sivas de los astros (como creyó la antigua astrología babilonia), sino de todos
los seres que pueblan el mundo (Couliano, 1999: 153, 167 ss.; Ficino, 1993:
13 ss., 53 ss., 65 ss.). Para Giordano Bruno, el concepto de radiación universal
también puede ser reemplazado por la categoría de Eros (Bruno, 1987: Parte

177
Sinesio de Cirene (370-415), en De somniis, escribe: “Es necesario que las partes de este universo, que simpa-
tizan y conspiran con el hombre, sean reunidas por algún medio. Los encantamientos mágicos constituyen un
medio, puesto que no se limitan a significar, sino que también invocan. Aquel que comprenda la relación entre
las partes del universo es verdaderamente sabio: puede atraerse los beneficios de los seres superiores captando,
por medio de sonidos (phonas), de materias (hylas) y de figuras (schémata) la presencia de aquellos que están más
alejados de él” (citado por Couliano, 1999: 163).

224
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

I, Diálogos 1 y 4; Couliano, 1999: 175). La armonía pneumática del universo


se basaría en un erotismo de conjunción. Según Bruno, todo individuo y todo
objeto está ligado uno a otro por invisibles vínculos eróticos (“vinculum vin-
culorum amor est”). La concepción del Eros en Bruno, moral heroica del fu-
ror, se encuentra estrechamente relacionada con “rayos vivientes, coloreados
de pasiones, que inspiran simpatías y antipatías” (Couliano, loc. cit.). Esta re-
singularización de la semejanza concede significado y valor a una inmanencia
cósmica y desplaza los preceptos de la ley divina trascendente. De ahí que las
“máquinas eróticas” de Bruno transgredieran tan frontalmente los preceptos
religiosos establecidos por la institucionalidad eclesial y, detectadas por sus
aparatos de captura, le valieran su condena al fuego inquisitorial.
Para cerrar el tema de las invocaciones: el operador de la magia pneumá-
tica debía desplegar su deseo al producir los sonidos (fórmulas, conjuros...).
La expresión verbal o discurso debía acompañarse del deseo erótico para acceder
al mundo de las potencias etéreas. Los sonidos emitirían rayos que operarían
en el mundo de los elementos, y como existían innumerables variedades de
sonidos, cada sonido proferido generaba un efecto específico sobre las cosas
elementales178. Al transformar las cadenas de obediencia al significante ecle-
siástico y conferir una naturaleza erótica a las rupturas con un dios trascen-
dente, los magos medievales llegan a proponer una coexistencia inmanente
entre el amor divino y su conjugación con el deseo humano, en un universo
donde el signo se encontraba incorporado al deseo.

El secreto de Babel
¿Sería posible establecer una continuidad entre la concepción mítica de un
origen del lenguaje, como resultado de una organización cósmica del pneuma
originario (Enuma elish) y la búsqueda de las claves de la simpatía universal
aérea, tal como la practicaron los magos en la antigüedad, y que se prolonga
en las indagaciones cabalísticas, probablemente inspiradas en la magia sonora
y en las concepciones sobre el eros en Bruno y Ficino? Se observan muchas
correspondencias estrechas en esos intentos. En ellos se verificaría el paso

178
Quien recitaba los sonidos debía representarse muy bien la forma que deseaba transformar o sobre la que
quería influir. Nace así, desde la magia pneumática, lo que se llamó “magia sonora”, especie de “lengua en
medio de la lengua” que estuvo presidida por una teoría sobre el origen divino del lenguaje. Cada sonido habría
sido creado por una armonía celeste. Como el hebreo era “la lengua de la creación”, sus palabras indicaban la
naturaleza esencial de las cosas (Couliano, 1999: 170), lo que resolvía el viejo problema platónico de la rectitud
de los nombres que se planteaba en el Cratilo. Tal podría ser uno de los probables orígenes de la Cábala, que
buscaba encontrar el nombre de Dios a través de la combinación entre letras y cifras. Según la magia sonora, a
través de los sonidos se podrían operar presagios, hechizos, obtener el control de la voluntad humana, provocar
fenómenos atmosféricos...

225
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

desde un lenguaje reservado al ordenamiento mítico del mundo, hasta un


intento de control profano de lo real mediante el manejo de la palabra in-
vocadora, del verbo que busca el ad-venimiento, signo deseante cargado de
una fuerza pragmática capaz de conferir al lenguaje un polimorfismo insos-
pechado. En todo caso, las tres máquinas semióticas confirman el valor que
llegó a tener la relación entre el aire y el lenguaje en sus culturas, y también
nos permiten vislumbrar que tanto la religiosidad griega, como el judaísmo, el
islam y el cristianismo, parecen encontrar una génesis común en el profetis-
mo esquizo de sus respectivos “inspirados”; tal vez por eso tampoco resulte
extraño que los cultos islámicos, judíos y cristianos hayan sostenido cruentas
y extensas guerras mutuas por recapturar y resituar fragmentos de código que
naturalmente pudieron escaparse durante la fundación bélica de sus respecti-
vos “nosotros”. Pero recapitulemos esta visión de conjunto:
Desde el punto de vista del aire, se ha visto que la magia sonora concibe
un dinamismo cósmico basado en el pneuma, y en el caso del individuo, sos-
tiene que en él obra un hegemonikon o sintetizador cardíaco. Respecto a la Sibi-
la, existen numerosas referencias sobre emanaciones en Delfos, y emisiones
de vapores desde el omphalos. Existen dudas sobre la real existencia de esos
miasmas, pero hay testimonios sobre las intervenciones de los sacerdotes del
santuario, quienes habrían preparado hojas de laurel con propiedades enteo-
génicas u otras sustancias probablemente para contribuir a generar el trance
en la Pitonisa. En cuanto al profeta, destinatario de una charis que lo convierte
en Boca de Dios, recibe la inspiratio o aliento divino, que lo sitúa definitiva-
mente muy cerca de lo etéreo.

Desde el punto de vista del lenguaje, nos parece que existirían dos seme-
janzas fundamentales en los tres personajes:

La primera tiene que ver con el estado de confusión lingüística, es decir, el


paso por una deformación del lenguaje o una dispersión del sentido. El pro-
feta habla en lenguas; el mago disimula los nombres de los espíritus con “artificios
matemáticos y fonéticos” bajo una suerte de imposible “esoterismo del len-
guaje”; y la Sibila habla como ebria, con palabras descompuestas. Las pitonisas
emitían palabras extrañas e ininteligibles, al igual que alaridos y gritos con-
fusos (se sabe que también hablaban en primera persona, como si la voz del
dios resonara en ellas).

La segunda semejanza tiene que ver con que los tres personajes justamen-
te guardan un secreto. Hay que recordar que el secreto se constituye en una

226
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

relación de carácter negativo con el lenguaje. Es decir, es una forma especial


de lenguaje, que se encuentra oculta en el lenguaje mismo y subsiste como
una paradójica “ausencia transparente”: si la función más primaria del lengua-
je consiste en mostrar o hacer ver, el sentido del secreto consiste en existir
inevitablemente en el lenguaje pero sin dejarse percibir (se oculta en la misma
materia que lo constituye). Por eso, el secreto es lenguaje encubierto y en tal
sentido, su “permanecer secreto” depende de las relaciones que sostenga con
la percepción, pero también con lo imperceptible (Deleuze-Guattari, 1988:
287 ss.). Se sabe que los oráculos emitían los mensajes secretos del dios: la
Sibila balbucea palabras “sin composturas y sin perfumes” (Heráclito), para
en-cubrir/des-cubrir con ellas algo a lo que el dios busca aludir o lo que quie-
re significar, pero que permanece velado [ella “no sabe” lo que dice]. El profeta
enuncia algo que nadie más conocía, y recibe los mensajes divinos en una
forma verdaderamente secreta, hasta un punto en que ni él mismo sabe cómo
fue inspirado y no puede discernir entre su propia palabra y la voz divina [él
“dice” lo que no sabe]. Auténtico visitante de una Babel desierta, el profeta sufre
una inquietante confusión de lenguas sin haber pretendido nunca escalar el
cielo. En cuanto al secreto del mago, se trata de algo tan oculto que ni siquiera
puede escribirse o pronunciarse directamente. Es un secreto tan peligroso
que el mago casi desea que siga siendo secreto incluso para él mismo, bajo
una especie de auto-ocultamiento imposible [él “no dice” lo que sabe]. Se podría
afirmar que la Pitonisa es “atravesada” por los secretos de un dios; que el
mago “viola” el secreto de un daimon (su nombre), y que el profeta es “des-
equilibrado” por los secretos de dios.

Desterritorialización de la lengua
Pero la convergencia de tales semejanzas en esas tres figuras –al igual que
la mención sobre una “continuidad” obsesiva del objeto aire en la antigüe-
dad–, no nos autorizan a pensar que se trataría de una estructuración. Sabe-
mos que no basta con eso. Más bien, todo lo contrario, ese objeto de catexis
(el aire) nos permite observar cómo un mismo núcleo de estructuración míti-
ca, tan definitivo allí para la “formalización” del lenguaje, puede ser también
un referente muy “desformalizado” acá para múltiples producciones semióti-
cas sui generis e irreductibles a lo estructural.
Ahora bien, la aproximación a estas alteridades del lenguaje tampoco es
susceptible de recibir homologaciones con estrategias de orden comunica-
tivo, porque constituyen la confirmación de envíos a los propios regímenes
de signos desterritorializados que las componen (el lenguaje como problema
político más que comunicativo). Porque el signo no siempre está encerrado

227
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

en la transparencia de las correspondencias o en la “verdad” de su imago


representativa, sino que también se desliza hacia el terreno de las apariencias
y las fuerzas, los simulacros y las polisemias radicales, sin que por eso deje
de ser signo. A propósito de Carroll y de Simondon, Deleuze observaba que
las emisiones de palabras clausuradas en la enunciación de su propio sentido
caen irremediablemente en el sinsentido (1989: 118-119; 2002b: 429), pues
son singularidades nómadas y polivalentes. En los casos vistos, las enuncia-
ciones sólo alcanzan una recuperación virtual cuando se fijan sobre las líneas
de receptividad de las decisiones de Apolo, la voz de Dios o el nombre de un
daimon… El delirio pítico, la glosolalia y los ocultamientos metalingüísticos,
tres subjetivaciones arcaicas y fecundas de la suspensión del significado, remi-
ten a planos transpersonales y autorreferenciales a su vez indescifrables, pero
que no por eso pierden su capacidad de afectar.
Si pudo existir un elemento común decisivo en estas prácticas antiguas
de adivinación, nos parece que fue su insistencia en sustraerse al orden de la
lengua bajo un devenir, en evitar “caer” en esa especie de desgaste comunica-
tivo propio de la enunciación normativa. Esas alteridades provocaron efectos
de sentido que deformaron la palabra y escaparon a la significación (puro sig-
nificante desplazado, cuyo significado se encontraba siempre suspendido...);
eran experiencias intempestivas que rehuían tanto a la lengua como a la es-
tructuración, tanto a la identidad individual como a la conciencia. Al tiempo
que nos muestran descodificaciones –que desde luego no regulan sino que,
al contrario, transgreden todo ordenamiento–, dejan entrever las especifici-
dades culturales perceptivas que pueden alcanzar algunas prácticas sociales
desterritorializadas del lenguaje, e insertas en umbrales de sensibilidad cuyos
ecos se prolongan hasta lo dionisiaco.
Pero existe un peligro que interesa comprender a fondo. Más allá de la
lingüística y los estructuralismos, más allá del lenguaje y sus transgresiones
maquínicas de ebriedad, más allá de la frágil pero preeminente homeostasis
del ordenamiento del mundo, se constata que toda sociedad delira activamen-
te con los signos de su desterritorialización, pero también bajo condiciones
de abolición: delira con sus máquinas de guerra, sus totalitarismos mutantes y
sus exclusiones pánicas de todo orden; con sus esquizias capitalistas, sus dis-
ciplinas paranoides y su cientificismo suicida; con sus fascismos individuales
y colectivos, sus chivos expiatorios y sus pulsiones de muerte…
Tanto el lenguaje como la sociedad son campos de desterritorialización y
reterritorialización permanentes, cargados con signos de todo tipo no exen-
tos de alteridad radical. En lo que al lenguaje se refiere, algunos de sus modos
de ser se constituyen y subsisten en fugas y transgresiones de la lengua, en

228
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

la tenue autorreferencialidad de lo inefable. Pero las ebriedades singulares o


fugas del significado consideradas habrían poseído un enorme y paradójico
valor enunciativo para las colectividades que las sostuvieron (¿positividad ar-
caica del delirio?); y sólo habrían emergido en condiciones de una destitución
de la identidad que no era susceptible de recibir una formalización de siste-
ma. En última instancia, hacen visible que el lenguaje puede ser una máquina
abstracta en ruptura con la finitud del significante, y que también opera bajo
gradientes de desterritorialización de flujos. No obstante, y aquí podemos
situar el núcleo sorprendente de esta rareza, ese lenguaje desterritorializado,
que nunca es del todo transparente, representa una de las mayores poten-
cias connotativas en toda la historia de Occidente. La desterritorialización
abstracta de la lengua (verdadera paradoja de lo que “se escapa para hacer
percibir”), su persistente pero irrealizable encarnación liminar en lo humano,
sólo puede tener lugar entre el secreto de su ocultamiento y el delirio de su
expresión estallada. Pero este umbral también es recorrido singularmente por
las fuerzas del sentido.

229
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

bibliografía
ALTHUSSER, LOUIS (1968): La revolución teórica de Marx, México, Siglo XXI.

ALTHUSSER, LOUIS (1970): Ideología y aparatos ideológicos de Estado, Bogotá, Revista Octubre.

AUZIAS, JEAN MARIE (1969): El estructuralismo, Madrid, Alianza.

BACHELARD, GASTON (1974): Epistemología, Barcelona, Anagrama.

BACHELARD, GASTON (1997): La formación del espíritu científico, México, Siglo XXI.

BAJTIN, MIKHAIL (1978): Esthétique et théorie du roman, Paris, Gallimard.

BAJTIN, MIKHAIL (1994): La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Madrid, Alianza.

BALBIER, E. et alt. (1995): Michel Foucault, filósofo. Barcelona, Gedisa.

BARBUT, MARC (1967): “Sobre el sentido de la palabra estructura en matemáticas”, en JEAN POUILLON
(Ed.), Problemas del estructuralismo, México, Siglo XXI.

BARTHES, ROLAND (1967): Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral.

BARTHES, ROLAND (1970a): “Introducción al análisis estructural de los relatos”, en ROLAND BAR-
THES et alt. Análisis estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo contemporáneo.

BARTHES, Roland (1984): “La mort de l´auteur”, en Le bruissement de la langue: Essais critiques IV, París, Seuil.

BATAILLE, GEORGES (1979): El erotismo, Barcelona, Tusquets.

BAUDRILLARD, JEAN (1969): El sistema de los objetos, México, Siglo XXI.

BAUDRILLARD, JEAN (1974): Crítica de la economía política del signo, México, Siglo XXI.

BAUDRILLARD, JEAN (1978): Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós.

BAUDRILLARD, JEAN (1984): Las estrategias fatales, Barcelona, Anagrama.

BAUDRILLARD, JEAN (1988): El otro por sí mismo, Barcelona, Anagrama.

BAUDRILLARD, JEAN (1991): La transparencia del mal, Barcelona, Anagrama.

BAUDRILLARD, JEAN (1996): El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama.

BENVENISTE, ÉMILE (1971): Problemas de lingüística general, Tomo I, México, Siglo XXI.

BENVENISTE, ÉMILE (1977): Problemas de lingüística general, Tomo II, México, Siglo XXI.

BENVENISTE, ÉMILE (1983): Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus.

BERTALANFFY, LUDWIG VON (1976): Teoría general de los sistemas, México, F. C. E.

BLOOMFIELD, LEONARD (1967): El lenguaje, Lima, Universidad de San Marcos.

230
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

BOURDIEU, PIERRE (1998): La distinción, criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Santillana.

BOYER, AMALIA (2007): “Hacia una crítica de la razón geográfica”, Universitas Philosophica, Año 24, 49:
159-174, Bogotá, Universidad Javeriana.

BRAUDEL, FERNAND (1968): La historia y las ciencias sociales, Madrid, Alianza.

BRAUDEL, FERNAND (1976): El Mediterráneo y el mundo Mediterráneo en la época de Felipe II, México, F. C. E.

BRUNO, GIORDANO (1987): Los heroicos furores, Madrid, Tecnos.

BÜHLER, KARL (1967): Teoría del lenguaje, Madrid, Revista de Occidente.

CANETTI, ELIAS (1983): Masa y poder, Madrid, Alianza.

CAMPBELL, JOSEPH (1962): The Masks of God, New York, Penguin Books.

CASSIRER, ERNST (1963): Antropología filosófica, México, F. C. E.

CERTEAU, MICHEL DE (1990): L´invention du quotidien. Les arts de faire. París, Gallimard.

CHOMSKY, NOAM (1977): El lenguaje y el entendimiento, Barcelona, Seix-Barral.

CHOMSKY, NOAM (1999): Aspectos de la teoría de la sintaxis, Barcelona, Gedisa.

CLASTRES, PIERRE (1972): Chronique des indiens Guayaqui, París, Plon.

CLASTRES, PIERRE (1974): La société contre l´état, París, Minuit.

CLASTRES, PIERRE (1996): Investigaciones en antropología política, Barcelona, Gedisa.

CLIFFORD, JAMES (1991): “Sobre la alegoría etnográfica”, en JAMES CLIFFORD y GEORGE MAR-
CUS (Eds.): Retóricas de la antropología, Gijón, Júcar.

CLIFFORD, JAMES (1995a): “Sobre la autoridad etnográfica”, en Dilemas de la cultura, Barcelona, Gedisa.

CLIFFORD, JAMES (1995b): “Poder y diálogo en la etnografía: la iniciación de Marcel Griaule”, Dilemas de
la cultura, Barcelona, Gedisa.

COULIANO, IOAN P. (1994): Experiencias del éxtasis, Barcelona, Paidós.

COULIANO, IOAN P. (1999): Eros y magia en el Renacimiento, Madrid, Siruela.

CRAMPTON, J. W. y S. ELDEN (Eds.), (2007). Space, Knowledge and Power, Foucault and Geography. Ashgate:
Aldershot.

CULLER, JONATHAN (1978): La poética estructuralista. El estructuralismo, la lingüística y el estudio de la literatura.


Barcelona, Anagrama.

CULLER, JONATHAN (1984): Sobre la deconstrucción. Teoría y crítica después del estructuralismo, Madrid, Cátedra.

CUSSET, FRANÇOIS (2005): French Theory, Barcelona, Melusina.

231
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

DELEUZE, GILLES (1971): Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama.

DELEUZE, GILLES (1972): Proust y los signos, Barcelona, Anagrama.

DELEUZE, GILLES (1973): “A quoi reconnait-on le structuralisme?”, en FRANÇOIS CHATELET, His-


toire de la Philosophie, Tomo VIII, París, Hachette.

DELEUZE, GILLES (1986): “Entretien avec Gilles Deleuze”, París, Liberation (septiembre 2 de 1986).

DELEUZE, GILLES (1987): Foucault, Barcelona, Paidós.

DELEUZE, GILLES (1987a): “Los estratos o formaciones históricas: lo visible y lo enunciable (saber)”, en
Foucault, Barcelona, Paidós (1987).

DELEUZE, GILLES (1987b): “Las estrategias o lo no estratificado: el pensamiento del afuera (poder)”, en
Foucault, Barcelona, Paidós (1987).

DELEUZE, GILLES (1989): Lógica del sentido, Barcelona, Paidós.

DELEUZE, Gilles (1995): “¿Qué es un dispositivo?”, en E. BALBIER et alt., Michel Foucault, filósofo. Barce-
lona, Gedisa.

DELEUZE, GILLES (1996a): Conversaciones. Valencia, Pre-Textos.

DELEUZE, GILLES (1996b): Crítica y clínica. Barcelona, Anagrama.

DELEUZE, GILLES (1996c): Spinoza y el problema de la expresión. Barcelona, Muchnik.

DELEUZE, GILLES (1997): Diálogos. Valencia, Pre-Textos.

DELEUZE, GILLES (2002a): Empirismo y subjetividad, Barcelona, Gedisa.

DELEUZE, GILLES (2002b): Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu.

DELEUZE, GILLES (2002c): Francis Bacon. Logique de la sensation. Paris, Seuil.

DELEUZE, GILLES (2005a): Derrames, entre el capitalismo y la esquizofrenia, Buenos Aires, Cactus.

DELEUZE, GILLES (2005b): La isla desierta y otros textos. Valencia, Pre-Textos.

DELEUZE, GILLES (2007a): Pintura, el concepto de diagrama. Buenos Aires, Cactus.

DELEUZE, GILLES (2007b): Dos regímenes de locos. Valencia, Pre-Textos.

DELEUZE, GILLES; FÉLIX GUATTARI (1974): El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona, Paidós.

DELEUZE, GILLES; FÉLIX GUATTARI (1988): Mil mesetas, Valencia, Pre-Textos.

DELEUZE, GILLES; FÉLIX GUATTARI (1993): ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama.

DEREK, GREGORY (1984): Ideología, ciencia y geografía humana, Barcelona, Oikos-Tau.

DERRIDA, JACQUES (1973): Speech and Phenomena, and Other Essays on Husserl’s Theory of Signs, Evanston,
Northwestern University Press.

232
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

DERRIDA, JACQUES (1975): “La farmacia de Platón”, en La diseminación. Madrid: Fundamentos.

DERRIDA, JACQUES (1984): De la gramatología, México, Siglo XXI.

DERRIDA, JACQUES (1989a): Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra.

DERRIDA, JACQUES (1989b): La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos.

DERRIDA, JACQUES (1989c): La desconstrucción en las fronteras de la filosofía, Barcelona, Paidós.

DESCOMBES, VINCENT (1982). Lo mismo y lo otro, cuarenta y cinco años de filosofía francesa. Madrid, Cátedra.

DETIENNE, MARCEL (1982): La muerte de Dioniso, Madrid, Taurus.

DILTHEY, WILHELM (1945): Teoría de la concepción del mundo, México, F. C. E.

DOSSE, FRANÇOIS (2004a): Historia del estructuralismo. Madrid, Akal, Vol. I.

DOSSE, FRANÇOIS (2004b): Historia del estructuralismo. Madrid, Akal, Vol. II.

DREYFUS, HUBERT; PAUL RABINOW (2001): Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica,
Buenos Aires, Nueva Visión.

DUMÉZIL, GEORGES (1971): El destino del guerrero, México, Siglo XXI.

DUMÉZIL, GEORGES (1977): Mito y epopeya, la ideología de las tres funciones en las epopeyas de los pueblos indoira-
nios, Tomo I, Barcelona, Seix Barral.

DUMÉZIL, GEORGES (1996a): Mito y epopeya, tipos épicos indoeuropeos: un héroe, un brujo, un rey, Tomo II,
México, F. C. E.

DUMÉZIL, GEORGES (1996b): Mito y epopeya, historias romanas, Tomo III, México, F. C. E.

DUMÉZIL, GEORGES (1999): Los dioses soberanos de los indoeuropeos, Barcelona, Herder.

DURAND, GILBERT (1981): Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Madrid, Taurus.

ECO, UMBERTO (2005): La estructura ausente, México, Debolsillo.

ELIADE, MIRCEA (1972): Tratado de historia de las religiones, México, Era.

ELIADE, MIRCEA (1992): Lo sagrado y lo profano, Barcelona, Labor.

ELIADE, MIRCEA (1999): Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Barcelona, Paidós.

ESTRABÓN (1997): Geografía, Madrid, Gredos.

FANON, FRANTZ (1963) Los condenados de la tierra, México, F. C. E.

FEYERABEND, PAUL (1997): Tratado contra el método, Madrid, Tecnos.

FICINO, MARSILIO (1993): Sobre el furor divino, Barcelona, Anthropos.

233
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

FOUCAULT, MICHEL (1966): El nacimiento de la clínica, México, Siglo XXI.

FOUCAULT, MICHEL (1967): Historia de la locura en la época clásica, México, F. C. E.

FOUCAULT, MICHEL (1968): Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI.

FOUCAULT, MICHEL (1970): La arqueología del saber, México, Siglo XXI.

FOUCAULT, MICHEL (1973): El orden del discurso, Barcelona, Tusquets.

FOUCAULT, MICHEL (1976): Vigilar y castigar, México, Siglo XXI.

FOUCAULT, MICHEL (1977): Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. México, Siglo XXI.

FOUCAULT, MICHEL (1981): Esto no es una pipa, ensayo sobre Magritte, Barcelona, Anagrama.

FOUCAULT, MICHEL (1984): Historia de la sexualidad II. El uso de los placeres. México, Siglo XXI.

FOUCAULT, MICHEL (1987): Historia de la sexualidad III. La inquietud de sí. México, Siglo XXI.

FOUCAULT, MICHEL (1990): Tecnologías del yo, Barcelona, Paidós.

FOUCAULT, MICHEL (1991): Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta.

FOUCAULT, Michel (1993): El pensamiento del afuera, Valencia, Pre-Textos.

FOUCAULT, Michel (1994): Dits et Écrits, 1954-1988, Vol. IV, [1980-1988], París, Gallimard.

FOUCAULT, MICHEL (1998): La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa.

FOUCAULT, MICHEL (2000a): Los anormales. México, F. C. E.

FOUCAULT, MICHEL (2000b): Defender la sociedad. México, F. C. E.

FOUCAULT, MICHEL (2000c): La hermenéutica del sujeto. México, F. C. E.

FOUCAULT, MICHEL (2003): Sobre la Ilustración, Madrid, Tecnos.

FOUCAULT, MICHEL (2004a): Seguridad, territorio, población. México, F. C. E.

FOUCAULT, MICHEL (2004b): Discurso y verdad en la Antigua Grecia, Barcelona, Paidós.

FOUCAULT, MICHEL (2005): El poder psiquiátrico. México, F. C. E.

FOUCAULT, MICHEL (2009a): El gobierno de sí y de los otros. México, F. C. E.

FOUCAULT, MICHEL (2009): Una lectura de Kant (Introducción a la Antropología en sentido pragmático), Buenos
Aires, Siglo XXI.

FOUCAULT, MICHEL (1999b): Michel Foucault, estrategias de poder. Obras esenciales, Vol. II, Barcelona, Paidós.

FOUCAULT, MICHEL (1999c): Michel Foucault. Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, Vol. III, Barcelona,
Paidós.

234
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

FOUCAULT, MICHEL; GILLES DELEUZE (1995): Theatrum Philosophicum, Barcelona, Anagrama.

FREGE, GOTTLOB (1892): “Sobre sentido y referencia”; tomado de http://filoteca.comule.com/Auto-


res/Frege,%20Gottlob/Sobre-sentido-y-referencia.pdf [consultado el 12 de marzo de 2012]

FREUD, SIGMUND (1973): El yo y el ello, Madrid, Alianza.

FREUD, SIGMUND (1985): L’inquiétante étrangeté (“Une difficulté de la psychanalyse”), París, Gallimard, pp. 163-
210.

FUERY, P.; N. MANSFIELD (2000): “Visual Cultures”, en Cultural Studies and Critical Theory, Oxford.

GADAMER, HANS-GEORG (1977): Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Salamanca,
Sígueme.

GEERTZ, CLIFFORD (1987): La interpretación de las culturas, México, Gedisa.

GEERTZ, CLIFFORD (1988): El antropólogo como autor, Barcelona, Paidós.

GIRARD, RENÉ (1986): El chivo expiatorio, Barcelona, Anagrama.

GIRARD, RENÉ (1995): La violencia y lo sagrado, Barcelona, Anagrama.

GODELIER, MAURICE (1967): “Notas sobre los conceptos de estructura y contradicción”, en THION, S.
et alt., Aproximaciones al estructuralismo, Buenos Aires, Galerna.

GUATTARI, FÉLIX (1996): Caosmosis, Buenos Aires, Manantial.

GUATTARI, FÉLIX (2000): Cartografías esquizoanalíticas, Buenos Aires, Manantial.

GURVITCH, GEORGES (1962): Tratado de sociología, Buenos Aires, Kapelusz.

HABERMAS, JÜRGEN (1989): El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus.

HARVEY, DAVID (2007): “The Kantian Roots of Foucault´s Dilemmas”, en J. W. Crampton y S. Elden (Eds.),
Space, Knowledge and Power, Foucault and Geography. Ashgate: Aldershot, 2007.

HEIDEGGER, MARTIN (2000a). Ontología. Hermenéutica de la facticidad. J. Aspiunza (trad.). Madrid, Alianza.

HEIDEGGER, MARTIN (2000b). “Mi camino en la fenomenología”. En Tiempo y ser. F. Duque (trad.). Madrid,
Tecnos.

HEIDEGGER, MARTIN (2009). Ser y tiempo. J. E. Rivera (trad.). Madrid, Trotta.

HEUSCH, LUC DE (2003): Charisme et royauté, Nanterre, Société d´ethnologie.

HJELMSLEV, LOUIS (1971a): Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Madrid, Gredos.

HJELMSLEV, LOUIS (1971b): El lenguaje, Madrid, Gredos.

HOBBES, THOMAS (2003): Leviatán, Buenos Aires, Losada.

HUSSERL, EDMUND (1949): Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenológica [1913]. Mé-
xico: F. C. E.

235
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

HUSSERL, EDMUND (1980): Experiencia y juicio. México, F. C. E.

HUSSERL, EDMUND (1995a): Investigaciones lógicas, Barcelona, Altaya (Vol. 1).

HUSSERL, EDMUND (1995b): Investigaciones lógicas, Barcelona, Altaya (Vol. 2).

IBN KHALDUN (1967-1968): Al-Muqaddima, discours sur l´Histoire universelle, Beirut, Commission Libanaise
pour la Traduction de Chefs-d´Œuvre.

JACOBSON, ROMAN y CLAUDE LEVI-STRAUSS (1962): “Les chats” de Charles Baudelaire, en L’Hom-
me, vol. 2, París, pp. 5-21.

JACOBSON, ROMAN (1963): Essais de linguistique générale, Tomo I, París, Minuit.

JACOBSON, ROMAN; MORRIS HALLE (1971): Fundamentals of Language, La Haya, Mouton Publishers.

JACOBSON, ROMAN (1973): Essais de linguistique générale, Tomo II, París, Minuit.

JACOBSON, ROMAN (1968): Child Language Aphasia and Phonological Universals, La Haya, Mouton Publishers.

JACOBSON, ROMAN (1981): Lingüística, poética, tiempo (Conversaciones con Krystina Pomorska), Barcelona, Crítica.

JACOBSON, ROMAN (1990a): Remarques sur l´évolution phonologique du russe, en Selected Writings, ed. Linda R.
Waugh y Monique Monville-Burston, Cambridge, Harvard University Press.

JACOBSON, ROMAN (1990b): Principes de phonologie historique, en Selected Writings, ed. de Linda R. Waugh y
Monique Monville-Burston, Cambridge, Harvard University Press.

JACOBSON, ROMAN (1990c): Shifters, verbal categories and the Russian Verb, en Selected Writings, ed. de Linda R.
Waugh y Monique Monville-Burston, Cambridge, Harvard University Press.

JAY, MARTIN (2008): Ojos abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo XX, Madrid, Akal.

JAY, MARTIN (2010): “¿Parresia visual? Foucault y la verdad de la mirada”, tomado de http:// www.laciu-
dadletrada.com/Archivo/ jayfoucault.pdf Consultado el 23 de agosto de 2010.

KIRK, G. S. y E. RAVEN (1974): Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos.

KUHN, THOMAS (1971): La estructura de las revoluciones científicas, México, F. C. E.

LACAN, JACQUES (1953): “Le symbolique, l’imaginaire et le réel”, en www.ecole-lacanienne.net/docu-


ments/1953-07-08

LACAN, JACQUES (1971): “Seminario sobre La carta robada”, en Escritos I, México, Siglo XXI.

LACARRIÈRE, J. (1964): Los hombres ebrios de Dios, Barcelona, Ayma.

LANTERI LAURA, GEORGES et alt. (1969): Introducción al estructuralismo, Buenos Aires, Nueva Visión.

LAPASSADE, GEORGES (1997): Les rites de possession, París, Anthropos.

LARA PEINADO, FEDERICO [ed. y trad.] (1994): Enuma Elish, poema babilónico de la creación, Madrid, Trotta.

236
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

LARUELLE, FRANÇOIS (1986): Les philosophies de la différence, París, PUF.

LEFÈBVRE, HENRI (1970): Ajustes de cuentas con el estructuralismo, Bogotá, Oveja Negra.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1964): El pensamiento salvaje, México, F. C. E.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1968): Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido, México, F. C. E.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1969): “La estructura y la forma”, en LANTERI LAURA, GEORGES et alt.
Introducción al estructuralismo, Buenos Aires, Nueva Visión.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1972): “Introducción a la obra de Marcel Mauss”, en Sociología y antropología,


Madrid, Tecnos.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1981): Las estructuras elementales del parentesco, Barcelona, Paidós.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1994): Antropología estructural, Barcelona, Paidós.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1986): La alfarera celosa, Barcelona, Paidós.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1999): “Raza e historia”, en Raza y cultura, Madrid, Cátedra.

LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (2000): “Raza y cultura”, en Raza y cultura, Madrid, Cátedra.

LEVI-STRAUSS, CLAUDE (2001): Tristes tropiques, París, Pocket.

LYOTARD, JEAN-FRANÇOIS (1971): “A propósito de Claude Lévi-Strauss. Los indios no cortan las flo-
res”, en José Sazbón, Estructuralismo y antropología, Buenos Aires, Nueva Visión.

LYOTARD, JEAN-FRANÇOIS (1979): Discurso, Figura. Barcelona, Gustavo Gili.

LYOTARD, JEAN-FRANÇOIS (1996a): La postmodernidad, Barcelona, Gedisa.

LYOTARD, JEAN-FRANÇOIS (1996b): La diferencia [Le différend], Barcelona, Gedisa.

LYOTARD, JEAN-FRANÇOIS (1998a): La condición postmoderna, Madrid, Cátedra.

LYOTARD, JEAN-FRANÇOIS (1998b): Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo. Buenos Aires, Manantial.

MARCUS, GEORGE; MICHAEL FISHER (2000): La antropología como crítica cultural, Buenos Aires,
Amorrortu.

MARX, KARL (1980): Contribución a la crítica de la economía política, México, Siglo XXI.

MAUSS, MARCEL (1971): “Ensayo sobre los dones. Motivos y formas del intercambio en las sociedades
primitivas”, en Sociología y antropología, Madrid, Tecnos.

MERLEAU-PONTY, MAURICE (1964): Le visible et l´ invisible, París, Gallimard.

MERLEAU-PONTY, MAURICE (1975): Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península.

NIETZSCHE, FRIEDRICH (1981): La genealogía de la moral, Madrid, Alianza.

237
Estructuralismo y filosofías de la diferencia

PARAIN-VIAL, J. (1972): Análisis estructurales e ideologías estructuralistas. Buenos Aires, Amorrortu.

PARDO, JOSÉ LUIS (2001). Estructuralismo y ciencias humanas, Madrid, Akal.

PARSONS, TALCOTT (1966): El sistema social, Madrid, Revista de Occidente.

PIAGET, JEAN (1968): El estructuralismo, Buenos Aires, Proteo.

PLATÓN (1979a): Fedro, en Obras completas, Madrid, Aguilar.

PLATÓN (1979b): Cratilo, en Obras completas, Madrid, Aguilar.

PLUTARCO (1987): Obras morales y de costumbres, Madrid, Akal.

POPPER, KARL (1982): “El conocimiento como conjetura: mi solución al problema de la inducción”, en
Conocimiento objetivo, Madrid, Tecnos.

POPPER, KARL (1990): La lógica de la investigación científica, Madrid, Tecnos.

POUILLON, JEAN (Ed.) (1967): Problemas del estructuralismo, México, Siglo XXI.

PRIGOGINE, ILYA (1997): El fin de las certidumbres, Madrid, Taurus.

PROPP, VLADIMIR (1972): Morfología del cuento, Madrid, Fundamentos.

RADCLIFFE-BROWN, A. R. (1960): Estructura y función en la sociedad primitiva, Barcelona, Península.

REALE, GIOVANNI; DARIO ANTISERI (1995): Historia del pensamiento filosófico y científico, Barcelona, Her-
der (tomo III).

REYNOSO, CARLOS (1986): “Critica de la razón binaria: cinco razones lógicas para desconfiar de Lé-
vi-Strauss” [manuscrito], Universidad de Buenos Aires. Tomado de: http://carlosreynoso.com.ar/archivos/
cinco-razones.pdf (consultado el 15 de agosto de 2015).

RICOEUR, PAUL (1985a): “La metáfora y el problema central de la hermenéutica”, en Hermenéutica y acción.
Buenos Aires, Docencia.

RICOEUR, PAUL (1985b): “La acción considerada como un texto”, en Hermenéutica y acción. Buenos Aires,
Docencia.

RICOEUR, PAUL (1985c): “Explicar y comprender. Texto, acción, historia”, en Hermenéutica y acción. Buenos
Aires, Docencia.

RICOEUR, PAUL (1985d): “Hermenéutica y crítica de las ideologías”, en Hermenéutica y acción. Buenos Aires,
Docencia.

RICOEUR, PAUL (1987). Freud: una interpretación de la cultura. México, F. C. E.

RICOEUR, PAUL (2003). “Estructura y hermenéutica”, en El conflicto de las interpretaciones: ensayos de hermenéu-
tica, Buenos Aires, F. C. E.

ROSENSTIEHL, PIERRE ; JEAN PETITOT (1974): “Automate asocial et systèmes acentrés”, en Commu-
nications, París, École Pratique des Hautes Études, Nº 22.

238
Introducción a las teorías del signo en las disciplinas humanas

SANTERRE, RENAUD (1969): “El método de análisis en las ciencias humanas”, en GEORGES LANTE-
RI LAURA ET ALT. Introducción al estructuralismo, Buenos Aires, Nueva Visión.

SANTOS, MILTON (2000): La naturaleza del espacio. Técnica y tiempo. Razón y emoción. Barcelona, Ariel.

SARTRE, JEAN-PAUL (1968): “Antropología, estructuralismo, historia”, en NICOS POULANTZAS, Sartre


y el estructuralismo, Buenos Aires, Quintaria.

SAUSSURE, FERDINAND DE (1998): Curso de lingüística general, México, Fontamara.

SAZBÓN, JOSÉ (1969): “Introducción a partir de Saussure”, en GEORGES LANTERI LAURA et alt.
Introducción al estructuralismo, Buenos Aires, Nueva Visión.

SERRES, MICHEL (1980): Le parasite, París: Hachette.

SERRES, MICHEL (1996): La comunicación, Hermes I, Barcelona, Anagrama.

SERRES, MICHEL (2002): Los cinco sentidos, México, Santillana.

SIMONDON, GILBERT (2005) : L´individuation à la lumière des notions de forme et d´information. Grenoble,
Million.

SMART, BARRY [Ed.] (1994) : Michel Foucault. Critical Assessments, London-New York, Routledge.

THOM, RENE (1977) : Stabilité structurelle et morphogénèse, París, Interédition.

TRNKA, B. y otros (1980): El Círculo de Praga, Ed. Joan A. Argente, Barcelona, Anagrama.

TRUBETZKOY, NIKOLAI (1987): Principios de fonología, Madrid, Cincel.

VERNANT, JEAN-PIERRE (1983): Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Barcelona, Ariel.

VIET, JEAN (1970): Los métodos estructuralistas en las ciencias sociales, Buenos Aires, Amorrortu.

VIRILIO, PAUL (1977): Vitesse et politique, Paris, Galilée.

WASSON, R. G.; A. HOFMANN; C. A. RUCK (1980): El camino a Eleusis, México, F. C. E.

WEBER, MAX (1964): Economía y sociedad, México, F. C. E.

WEST-PAVLOV, RUSELL (2009) Space in theory. Kristeva, Foucault, Deleuze. Amsterdam-New York, Ed. Ro-
dopi B. V.

WITTFOGEL, KARL (1966): Despotismo oriental: estudio comparativo del poder totalitario, Madrid, Guadarrama.

239

También podría gustarte