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El niño y los clavos

Había un niño que tenía muy,


pero que muy mal
carácter. Un día, su padre le
dio una bolsa con clavos y le
dijo que cada vez que
perdiera la calma, que él
clavase un clavo en la cerca
de detrás de la casa.

El primer día, el niño clavó 37 clavos en la cerca. Al día siguiente,


menos, y así con los días posteriores. Él niño se iba dando cuenta
que era más fácil controlar su genio y su mal carácter, que clavar
los clavos en la cerca.

Finalmente llegó el día en que el niño no perdió la calma ni una sola


vez y se lo dijo a su padre que no tenía que clavar ni un clavo en la
cerca. Él había conseguido, por fin, controlar su mal temperamento.

Su padre, muy contento y satisfecho, sugirió entonces a su hijo que


por cada día que controlase su carácter, sacase un clavo de la
cerca.

Los días se pasaron y el niño pudo finalmente decir a su padre que


ya había sacado todos los clavos de la cerca. Entonces el padre
llevó a su hijo, de la mano, hasta la cerca de detrás de la casa y le
dijo:

- Mira, hijo, has trabajo duro para clavar y quitar los clavos de esta
cerca, pero fíjate en todos los agujeros que quedaron en la cerca.
Jamás será la misma.

Lo que quiero decir es que cuando dices o haces cosas con mal


genio, enfado y mal carácter, dejas una cicatriz, como estos
agujeros en la cerca. Ya no importa tanto que pidas perdón. La
herida estará siempre allí. Y una herida física es igual que una
herida verbal.

Los amigos, así como los padres y toda la familia, son verdaderas
joyas a quienes hay que valorar. Ellos te sonríen y te animan a
mejorar. Te escuchan, comparten una palabra de aliento y siempre
tienen su corazón abierto para recibirte.

Las palabras de su padre, así como la experiencia vivida con los


clavos, hicieron que el niño reflexionase sobre las consecuencias de
su carácter. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

FIN

LA ISLA DE LAS DOS CARAS


La tribu de los mokokos vivía en el lado malo de la isla de las dos
caras. Los dos lados, separados por un gran acantilado, eran como
la noche y el día. El lado bueno estaba regado por ríos y lleno de
árboles, flores, pájaros y comida fácil y abundante, mientras que en
el lado malo, sin apenas agua ni plantas, se agolpaban las bestias
feroces. Los mokokos tenían la desgracia de vivir allí desde siempre,
sin que hubiera forma de cruzar. Su vida era dura y difícil: apenas
tenían comida y bebida para todos y vivían siempre aterrorizados
por las fieras, que periódicamente devoraban a alguno de los
miembros de la tribu.
La leyenda contaba que algunos de sus antepasados habían podido
cruzar con la única ayuda de una pequeña pértiga, pero hacía
tantos años que no crecía un árbol lo suficientemente resistente
como para fabricar una pértiga, que pocos mokokos creían que
aquello fuera posible, y se habían acostumbrado a su difícil y
resignada vida, pasando hambre y soñando con no acabar como
cena de alguna bestia hambrienta.
Pero quiso la naturaleza que precisamente junto al borde del
acantilado que separaba las dos caras de la isla, creciera un árbol
delgaducho pero fuerte con el que pudieron construir dos pértigas.
La expectación fue enorme y no hubo dudas al elegir a los
afortunados que podrían utilizarlas: el gran jefe y el hechicero.
Pero cuando estos tuvieron la oportunidad de dar el salto, sintieron
tanto miedo que no se atrevieron a hacerlo: pensaron que la pértiga
podría quebrarse, o que no sería suficientemente larga, o que algo
saldría mal durante el salto... y dieron tanta vida a aquellos
pensamientos que su miedo les llevó a rendirse. Y cuando se vieron
así, pensando que podrían ser objeto de burlas y comentarios,
decidieron inventar viejas historias y leyendas de saltos fallidos e
intentos fracasados de llegar al otro lado. Y tanto las contaron y las
extendieron, que no había mokoko que no supiera de la
imprudencia e insensatez que supondría tan siquiera intentar el
salto. Y allí se quedaron las pértigas, disponibles para quien quisiera
utilizarlas, pero abandonadas por todos, pues tomar una de aquellas
pértigas se había convertido, a fuerza de repetirlo, en lo más
impropio de un mokoko. Era una traición a los valores de
sufrimiento y resistencia que tanto les distinguían.
Pero en aquella tribu surgieron Naru y Ariki, un par de corazones
jóvenes que deseaban en su interior una vida diferente y, animados
por la fuerza de su amor, decidieron un día utilizar las pértigas.
Nadie se lo impidió, pero todos trataron de desanimarlos,
convenciéndolos con mil explicaciones de los peligros del salto.
- ¿Y si fuera cierto lo que dicen? - se preguntaba el joven Naru.
- No hagas caso ¿Por qué hablan tanto de un salto que nunca han
hecho? Yo también tengo un poco de miedo, pero no parece tan
difícil -respondía Ariki, siempre decidida.
- Pero, si sale mal, sería un final terrible – seguía Naru, indeciso.
- Puede que el salto nos salga mal, y puede que no. Pero quedarnos
para siempre en este lado de la isla nos saldrá mal seguro ¿Conoces
a alguien que no haya muerto devorado por las fieras o por el
hambre? Ese también es un final terrible, aunque parezca que aún
nos queda lejos.
- Tienes razón, Ariki. Y, si esperásemos mucho, igual no tendríamos
las fuerzas para dar este salto... Lo haremos mañana mismo.
Y al día siguiente, Naru y Ariki saltaron a la cara buena de la
isla. Mientras recogían las pértigas, mientras tomaban carrerilla,
mientras sentían el impulso, el miedo apenas les dejaba respirar.
Cuando volaban por los aires, indefensos y sin apoyos, sentían que
algo había salido mal y les esperaba una muerte segura. Pero
cuando aterrizaron en el otro lado de la isla y se abrazaron felices y
alborotados, pensaron que no había sido para tanto.
Y, mientras corrían a descubrir su nueva vida, pudieron escuchar a
sus espaldas, como en un coro de voces apagadas:
- Ha sido suerte.
- Yo pensaba hacerlo mañana.
- ¡Qué salto tan malo! Si no llega a ser por la pértiga...
Y comprendieron por qué tan pocos saltaban, porque en la cara
mala de la isla sólo se oían las voces resignadas de aquellas
personas sin sueños, llenas de miedo y desesperanza, que no
saltarían nunca...

FIN

EL CONCURSO QUE NO HABÍA FORMA DE PERDER

En un antiguo reino debían elegir nuevos reyes siguiendo la


tradición. Cada pareja de jóvenes cultivaría durante un año el mayor
jardín de amor a partir de una única semilla mágica. No se trataba
solo de un concurso, pues de aquel jardín surgirían toda la magia y
la fortuna de su reinado.
Hacer brotar una única flor ya era algo muy difícil; los jóvenes
debían estar verdaderamente enamorados y poner mucho tiempo y
dedicación. Las flores de amor crecían rápido, pero también podían
perderse en un descuido. Sin embargo, en aquella ocasión, desde el
primer momento una pareja destacó por lo rápido que crecía su
jardín, y el aroma de sus mágicas flores inundó todo el valle.
Milo y Nika, a pesar de ser unos sencillos granjeros, eran el orgullo
de todos. Guapos, alegres, trabajadores y muy enamorados, nadie
dudaba de que serían unos reyes excelentes. Tanto, que
comenzaron a tratarlos como si ya lo fueran.
Entonces Milo descubrió en los ojos de Nika que ese trato tan
majestuoso no le gustaba nada. Sabía que la joven no le pediría que
renunciara a ser rey, pero él prefería la felicidad de Nika, y resolvió
salir cada noche en secreto para cortar algunas flores. Así reduciría
el tamaño del jardín y terminarían perdiendo el concurso. Lo hizo
varias noches pero, como apenas se notaba, cada noche tenía que
comenzar más temprano y cortar más rápido.
La noche antes de cumplirse el plazo Milo salió temprano, decidido a
cortar todas las flores. Pero no pudo hacerlo. Cuando llevaba poco
más de la mitad descubrió que alguien más estaba cortando sus
flores. Al acercarse descubrió que era Nika, quien llevaba días
haciendo lo mismo, sabiendo que Milo sería más feliz con una vida
más sencilla. Se abrazaron largamente, y juntos terminaron de
cortar las flores restantes, renunciando a ser reyes para siempre.
Con la última flor, Milo adornó el pelo de Nika. Casi amanecía
cuando, agotados pero felices, se quedaron dormidos, abrazados en
medio de su deshecho jardín.
Despertaron entre los gritos y aplausos de la gente, rodeados del
jardín más grande que habían visto jamás, surgido cuando aquella
última flor rozó el suelo, porque nada hacía florecer con más fuerza
aquellas flores mágicas que el amor generoso y sacrificado. Y,
aunque no consiguieron renunciar al trono, sí pudieron llevar una
vida sencilla y tranquila, pues la abundancia de flores mágicas hizo
del suyo el reinado más próspero y feliz.

LA ISLA DE LOS INVENTOS


La primera vez que Luca oyó hablar de la Isla de los Inventos era
todavía muy pequeño, pero las maravillas que oyó le sonaron tan
increíbles que quedaron marcadas para siempre en su memoria. Así
que desde que era un chaval, no dejó de buscar e investigar
cualquier pista que pudiera llevarle a aquel fantástico lugar. Leyó
cientos de libros de aventuras, de historia, de física y química e
incluso música, y tomando un poco de aquí y de allá llegó a tener
una idea bastante clara de la Isla de los Inventos: era un lugar
secreto en que se reunían los grandes sabios del mundo para
aprender e inventar juntos, y su acceso estaba totalmente
restringido. Para poder pertenecer a aquel selecto club, era
necesario haber realizado algún gran invento para la humanidad, y
sólo entonces se podía recibir una invitación única y especial con
instrucciones para llegar a la isla.
Luca pasó sus años de juventud estudiando e inventando por igual.
Cada nueva idea la convertía en un invento, y si algo no lo
comprendía, buscaba quien le ayudara a comprenderlo. Pronto
conoció otros jóvenes, brillantes inventores también, a los que contó
los secretos y maravillas de la Isla de los Inventos. También ellos
soñaban con recibir "la carta", como ellos llamaban a la invitación.
Con el paso del tiempo, la decepción por no recibirla dio paso a una
colaboración y ayuda todavía mayores, y sus interesantes inventos
individuales pasaron a convertirse en increíbles máquinas y
aparatos pensados entre todos. Reunidos en casa de Luca, que
acabó por convertirse en un gran almacén de aparatos y máquinas,
sus invenciones empezaron a ser conocidas por todo el mundo,
alcanzando a mejorar todos los ámbitos de la vida; pero ni siquiera
así recibieron la invitación para unirse al club.
No se desanimaron. Siguieron aprendiendo e inventando cada día, y
para conseguir más y mejores ideas, acudían a los jóvenes de más
talento, ampliando el grupo cada vez mayor de aspirantes a
ingresar en la isla. Un día, mucho tiempo después, Luca, ya
anciano, hablaba con un joven brillantísimo a quien había escrito
para tratar de que se uniera a ellos. Le contó el gran secreto de la
Isla de los Inventos, y de cómo estaba seguro de que algún día
recibirían la carta. Pero entonces el joven inventor le interrumpió
sorprendido:
- ¿cómo? ¿pero no es ésta la verdadera Isla de los Inventos? ¿no es
su carta la auténtica invitación?
Y anciano como era, Luca miró a su alrededor para darse cuenta de
que su sueño se había hecho realidad en su propia casa, y de que
no existía más ni mejor Isla de los Inventos que la que él mismo
había creado con sus amigos. Y se sintió feliz al darse cuenta de que
siempre había estado en la isla, y de que su vida de inventos y
estudio había sido verdaderamente feliz.

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