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(organizadores)
Ernesto Laclau
instantes de reflexión son, en efecto, suficientes para advertir que una relación
equivalencial, que hubiera eliminado enteramente a su opuesto –la diferencia–
se destruiría a sí misma. Una equivalencia que hubiera pasado a ser la única
dimensión de la articulación popular, habría dejado de ser equivalencia y se
habría reducido a identidad indiferenciada. La equivalencia, en un polo po-
pular, de demandas relativas a la vivienda y a la salud, por ejemplo, requiere
que el carácter diferencial de ambas demandas permanezca presente como
fundamento de la equivalencia. Si esta diferencia se eclipsara, las demandas
populares carecerían de toda entidad, y el “pueblo” se reduciría a una masa
amorfa manipulable hasta el infinito por el líder. Esta es la caricatura del po-
pulismo que nos presentan los defensores de un institucionalismo a outrance:
la masa popular reducida a masa de maniobra a disposición de las estrategias
políticas del líder. Big Brother. La visión conservadora del populismo como
pura demagogia se funda en esta imagen del “pueblo”, no como entidad re-
sultante de operaciones equivalenciales/diferenciales complejas, sino como
masa inerte infinitamente manipulable.
Como hemos visto, la construcción de un polo popular sobre la base del
trazado de una frontera interna que separe a este polo del campo (represor) del
poder, divide a cada demanda entre su particularidad diferencial y aquello que
en ella permite su entrelazamiento equivalencial con otras demandas. Lo que
podemos argüir en este punto es que estos dos aspectos, que estarán siempre
presentes en la estructuración interna de cada demanda, se combinaran en
proporciones diversas. Si el particularismo diferencial es débil y la identidad
global debe reposar más en lógicas equivalenciales, la construcción discursiva
resultante se inclinará más hacia el polo populista. Si el momento diferencial
de la identidad es, por el contrario, más sólido, estaremos más cerca del polo
institucional. Gramsci diferenciaba entre “clase corporativa” y “clase hege-
mónica”. En el caso de la primera, los intereses sectoriales son el momento
dominante en la constitución de su identidad; en la clase hegemónica, por el
contrario, hay una “universalización” de sus objetivos sobre la base de meca-
nismos muy cercanos a lo que hemos denominado “lógicas equivalenciales”.
Desde la perspectiva del polo institucionalista, el argumento es similar.
Una sociedad en la que la lógica diferencial prevaleciera de modo exclusivo,
sería un mecanismo de relojería del que la mediación política (la que se cons-
truye a través del enfrentamiento entre grupos) estaría excluida por entero.
Las demandas no se inscribirían en cadenas equivalenciales sino en una
topografía abstracta de posiciones dictadas por una suerte de organigrama
apriorístico de lo social. El conocimiento de ese organigrama sería siempre
un saber especializado; su acceso estaría reservado al filósofo-rey, como en
la Republica platónica, o al conocimiento de los especialistas, en las versiones
tecnocráticas contemporáneas. La actitud ultrainstitucionalista se funda en
separar a las formas institucionales de las fuerzas sociales que se expresan a
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Pero hay otro motivo por el cual el proyecto político de la izquierda se vincula
al populismo, y este se relaciona con los propios contenidos que una política de
izquierda estructura. Hemos dicho antes que el populismo, en tanto construcción
de una voluntad colectiva que emerge de una pluralidad de demandas y puntos
de ruptura, presupone tanto el momento de la unificación simbólica como el
de la diversidad de sus puntos de partida. Y es aquí donde el socialismo, como
proyecto global de la izquierda, nos confronta con una cesura fundamental. El
socialismo clásico, tal como emergió y fue, sobre todo, plasmado en el marxis-
mo, eliminaba la cuestión de la pluralidad de antagonismos que una relación
equivalencial presupone. No había nada que articular horizontalmente, dado
que la historia avanzaba hacia la eliminación de toda pluralidad y a su sustitu-
ción por un único conflicto, que era el conflicto de clases. El marxismo había
sido una teoría acerca de la homogeneización creciente de lo social, de la pro-
gresiva simplificación de la estructura de clases bajo el capitalismo. Las leyes
inexorables del capitalismo habían de conducir a la desaparición de las clases
medias y del campesinado, de modo que el último conflicto de la historia había
de ser el enfrentamiento entre la burguesía capitalista y una masa proletaria
homogénea. La historia, como sabemos, no avanzó en esa dirección. No por-
que los antagonismos sociales sean hoy menos agudos, sino por su pluralidad:
conflictos ecológicos, emergencia de sectores marginales, conflictos étnicos y de
género, dislocaciones entre diversos sectores de la economía, etc. La unificación
del campo de la conflictualidad social requiere lógicas horizontales de articula-
ción que no se dejan apresar por la referencia a un único conflicto, que sería el
antagonismo de clases. Esto quiere decir que no hay proyecto de izquierda, en
las condiciones actuales, que no se funde en la construcción hegemónica de un
pueblo; en otros términos: que no hay socialismo sin populismo. El momento
gramsciano en la historia del socialismo es el que, a la vez, expresa y simboliza
con más claridad este cambio de paradigmas.
Tratemos de ilustrar las reflexiones previas con algunas consideraciones
acerca de la situación latinoamericana contemporánea. Durante los últimos
quince años han emergido en el continente una serie de regímenes que han sido
considerados como nacional-populares y cuyas características salientes –más
allá de su evaluación– son por lo general reconocidas. En todos ellos se sigue
una política económica que rompe con las pautas de las políticas de ajuste, y
más específicamente, con el modelo neoliberal ligado al llamado “Consenso de
Washington”. En todos ellos se da la participación de sectores sociales nuevos,
antes excluidos de la esfera política. En todos ellos la centralidad de la figura
de un líder juega un papel aglutinador de estos nuevos sectores. En todos ellos
esta participación política ampliada ha tenido lugar respetando las reglas del
juego democrático. Los nombres son conocidos: Chávez en Venezuela, Correa
en Ecuador, los Kirchner en Argentina, Evo Morales en Bolivia y, hasta cierto
punto, Lula en Brasil.
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En realidad, nuestros dos últimos cortocircuitos son algo así como las
matrices de las que surgen las dos formas políticas fundamentales en que la
experiencia democrática de las masas se ha presentado en América Latina:
la liberal-democrática y la nacional-popular. Mientras que la primera tendió
históricamente a la democratización interna del Estado liberal, la segunda se
presentó como alternativa a este último. Esta bifurcación de la experiencia
democrática de las masas va a dominar el conjunto de la historia latinoame-
ricana del siglo xx.
El primer modelo democrático –sin ruptura populista– tendía idealmente
a reproducir el modelo europeo: la capacidad hegemónica de los sistemas oli-
gárquicos se incrementaba en la medida en que el desarrollo económico ligado
a la expansión de la base agroexportadora, en la segunda mitad del siglo xix
permitió cooptar a sectores sociales cada vez más amplios. El pleno logro de esta
democratización del liberalismo, sin ruptura populista, se dio en el continente
en un solo caso: el del Uruguay de Battle y Ordoñez. En todos los otros casos,
la relación entre nuestro segundo y nuestro tercer cortocircuito fue mucho
más compleja. Tomemos el ejemplo de la Argentina. Se trata de un caso para-
digmático de ampliación progresiva de las bases sociales del sistema sin poner
en cuestión los principios rectores del Estado liberal. En un comienzo, con el
mitrismo, la oligarquía portuaria dominante y los intereses agropecuarios a ella
ligados constituían una base de sustentación sumamente reducida. Más tarde,
con el roquismo, las clases dominantes del interior se asocian a la dirección del
Estado. Por último, con el acceso del radicalismo al gobierno, las clases medias
acceden a la gestión política. Y es preciso señalar que todas estas cooptaciones
sociales tuvieron lugar respetando la matriz política liberal, que nadie cuestio-
naba. El lema de Yrigoyen era: “Mi programa es la Constitución Nacional”. Y el
Partido Socialista habría de promover demandas sectoriales en beneficio de los
trabajadores, que eran vistas como parte del proceso de democratización interna
del Estado liberal. Surge así una figura política típica, que es el reformador de
clase media, que está presente en casi todos los países latinoamericanos de la
época. Citábamos antes el caso de Battle en Uruguay, pero muchos otros ejem-
plos vienen a la memoria: pensemos en Madero en México, en Ruy Barbosa
en Brasil, o en Alessandri Palma en el Chile de los años 20. Podemos decir que
cuanto más exitoso fue el proceso de integración de una economía al mercado
mundial, tanto más flexibles fueron las clases oligárquicas dominantes en su
capacidad de asociar al quehacer político a sectores subordinados.
La segunda matriz de la democracia latinoamericana es, según decíamos,
la democracia de masas de carácter nacional-popular, cuyo discurso de masas
se presenta como alternativa al Estado liberal. Se trata de un proceso de de-
mocratización con ruptura populista. Sus ejemplos clásicos son el peronismo
en la Argentina y el varguismo en Brasil, y podrían citarse también casos
como el del mnr en Bolivia o el primer ibañismo en Chile. En la base de estos
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Bibliografía